expansionismoel americano · el pensamiento de john locke, receptor y organizador de ese...
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AmericanoExpansionismoEl
Los Estados Unidos de América se forjaron
como nación porque supieron combinar los
muy distintos intereses de las trece colonias,
que estaban cohesionadas por un ideario li-
beral y pragmático, y convinieron en luchar contra In-
glaterra para lograr su independencia, declarada en 1776,
pero no reconocida por la corona británica hasta 1783.
Los colonos angloamericanos habían sido práctica-
mente expulsados de Inglaterra por tener ciertas creen-
cias religiosas,2 y atravesaron el Atlántico con la ilusión
de llevar a la práctica sus ideas de cómo vivir y las formas
para lograrlo, sólo que el territorio al que llegaron debía
regirse de alguna manera y no pudieron ni se atrevieron
a buscar una vía de organización distinta a la que cono-
cían, y la respetaron, aunque no por más de 200 años.
Los orígenes de los colonos angloamericanos asen-
tados en regiones consideradas de nadie los hacía distin-
tos entre sí, pero la imperiosa necesidad de hacer de su
propiedad las tierras que la Corona Británica les recono-
cería los igualaba. La vastedad del paisaje que alcanzaban
a mirar no tenía referente en la realidad europea que ne-
cesitaban dejar atrás. Además, su raíz liberal, no sólida-
mente construida pero sí actuante, los llevó a asumir que
2 “Esos principios son parte de la teología puritana de raíz calvinista que
sustentaban los primeros pobladores de las primigenias trece colonias,
ideología que [...] servirá [...] como punto de partida para su engrandeci-
miento material” (Argüello/Figueroa 1982:14). Otro punto que no hay que
olvidar es que “no todos los migrantes eran ingleses, pues había irlandeses,
escoceses, alemanes, y hugonotes franceses” (Vázquez/Meyer 1989:18).
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el derecho individual de creer en lo que ellos
decidieran era anterior a cualquier normativi-
dad estatal; es más, al Estado mismo, que —en
su percepción— no debía ser absolutista (pues
el monarca tendería a convertirse en un tirano)
y, con base en ello, pensaban que los individuos
podían oponerse al mismo rey.
El pensamiento de John Locke, receptor y
organizador de ese liberalismo, le permitía ha-
cia 1660 plantear que la soberanía de un país
emanaba de sus hombres —y de sus derechos
humanos— y que la gran institución estatal
debía servir para garantizarlos; de este modo,
los colonos ingleses habían partido del viejo
mundo con esa nueva tesis como preceptiva.
El arribo al norte de la costa atlántica de
América los enfrentó a otros pobladores dis-
persos pero aferrados al territorio que ocupa-
ban de antaño. Por medio de la fuerza, las trece
colonias británicas se fueron asentando y con-
solidando —lenta pero irrefrenablemente—
para hacerles saber a los poderosos imperios
europeos que Inglaterra también tenía pose-
siones en el Nuevo Mundo.
La llamada Línea Alejandrina (esta-
blecida por el Papa y aceptada por España
y Portugal) repartía los territorios descu-
biertos —y por descubrir— entre los dos
grandes imperios marítimos desde que los
viajes de Cristóbal Colón evidenciaron la
existencia de una masa continental diferen-
te a la europea, pero los ingleses, holande-
ses y franceses no reconocían tal autoridad y
habían decidido incursionar en la actividad
colonizadora sin afectar demasiado a los pri-
meros descubridores. El siglo xvii fue testigo
del nuevo orden europeo generado por el
descubrimiento de América, toda vez que la
antigua forma de hacer fortuna —con base
en el intercambio desigual de los precios de
mercancías— se conjuntaba con otra que
consideraba a la posesión de la tierra como
la manera más consistente para hacerse de
riqueza y, como corolario, de poder.
La Guerra de los Siete Años (1756-1763)
dio paso a la preponderancia inglesa y a la po-
sibilidad de colapsar a España —que nunca se
recuperó—, además de fracturar las anquilosa-
das relaciones monárquicas francesas a fin de
buscar derroteros diferentes para su gobierno.
Las hostilidades también tuvieron consecuen-
cias en sus posesiones en América del norte.
Los angloamericanos seguían apren-
diendo de su vieja metrópoli, recibían lo que
aquélla les enviaba y cumplían con lo que les
requerían, pero después del Tratado de París
·29·
(1763), que terminó la Guerra de los siete
años, el orden mundial se trastocó de nue-
vo. Inglaterra había salido victoriosa pero los
costos, para todos, eran enormes. Las colo-
nias inglesas en América, tan liberales, expe-
rimentaron sobre sí los estertores del viejo
régimen. La diferencia entre dos órdenes fo-
mentaría la pretensión de libertad de los an-
gloamericanos. No más sujeción a la monar-
quía como representante de un régimen que
pretendía imponerse sobre el derecho de los
ciudadanos; no más obediencia a un consti-
tucionalismo que se consideraba superior a
la voluntad popular.
Las colonias se conformaron sobre la
premisa de la libertad de expresión, la to-
lerancia religiosa, el derecho a la propiedad
privada, la deliberación para las actividades
de gobierno, la defensa armada de su territo-
rio, la certeza de su poderío y la decisión de
hacer uso de su riqueza conforme el prag-
matismo se los dictara. Cuando la corona in-
glesa quiso cobrarles el impuesto del timbre
en 1765 sin haber sido consultados, su pro-
pia identidad los enfrentó a otra que se les
asignaba, pero que ya no los satisfacía.
La tensión surgida entre los que ya no
deseaban ser súbditos y la autoridad inglesa
monárquica sólo encontró la salida que am-
bos conocían: el enfrentamiento armado. La
lucha abierta comenzó a mediados de abril
de 1775 con el choque entre milicianos y tro-
pas inglesas asentadas en las localidades de
Lexington y Concord. Para mayo se reunió el
Segundo Congreso Continental de Filadelfia
(el primero se había reunido el año anterior
con la pretensión de articular a las colonias)
y declaró la guerra a Inglaterra.
Los Estados Unidos de América ob-
tuvieron su independencia gracias a la
unión de importantes grupos económicos
angloamericanos que percibían la riqueza
como algo que ellos mismos podrían ad-
ministrar; contaron con la anuencia de la
población anhelante de vivir en una patria
soberana —según su ideario liberal—, y su-
pieron atraer a las fuerzas francesas y españo-
las hacia su causa apoyándose en sus eternas
disputas contra los ingleses. En 1783, en el
Tratado de París, Inglaterra reconoció la in-
dependencia de sus antiguas colonias (Volo-
dín y Plimak 1984). La suficiencia alcanzada
al derrotar a un gran imperio se nutría de
una importante experiencia de combativi-
dad y pragmatismo. Durante los primeros
años, la emergente república necesitaría de
·30·
nuevos acuerdos para construir no sólo un
Estado, sino también una nación, pues se
hicieron evidentes dos grandes tendencias:
el federalismo, de tradición centralista, y
el republicanismo, defensor de los poderes
regionales. Una evidencia de la posibilidad
de los acuerdos se alcanzó en 1787 al per-
mitir, regular y precisar la futura expansión
del país sobre el noroeste y fijar el proce-
so de incorporación de nuevos territorios
que podían ser admitidos en condiciones
de igualdad a partir de los 60,000 habitan-
tes. En suma, los trece estados originales re-
nunciaban a imponer su hegemonía sobre
el resto del continente y estaban dispuestos
a acoger nuevos elementos en el seno de la
Unión (Fohlen, 1984:2946).
El gobierno del presidente Washing-
ton, entre 1789 y 1797 —elegido por unani-
midad y considerado forjador de la patria—
superó las dificultades iniciales,3 como las
3 Junto con Alexander Hamilton, responsable de la hacien-
da, asumieron las deudas de cada estado —a través de una
banca nacional— y lograron atraer inversiones privadas al
fomentar la idea de integración. Además, para dar cauce a
la presión poblacional y a la constante avidez por adueñar-
se de tierras, aparecieron nuevos estados transapalachinos:
Kentucky y Tenessee fueron admitidos en la Unión en 1792
y 1796, respectivamente (Fohlen 1984:2947).
importantes deudas económicas con Francia,
España y Holanda —primordialmente. Para
enfrentar la situación contaba con dos recursos
valiosísimos: la tierra y la ambición individual.
La lucha por adueñarse de las tierras entre los
Montes Apalaches y el Misisipi sería una forma
de hacerse de recursos (Pirenne 1980:469).
Al concluir el mandato de Washington, en
1797, se propuso como sucesor a John Adams,
pero se presentaron fuertes diferencias con
Francia, lo que redundó en la necesidad de
una unidad más firme entre los estados so-
beranos ante la posibilidad de una interven-
ción de las potencias europeas (Hispánica
1995:56). Al mismo tiempo, los republicanos
encontraron la oportunidad de postular a otro de
los padres independentistas, Thomas Jefferson,
para que ejerciera la presidencia de 1801 a 1809
y mitigara 20 años de tendencia federalista.
Después de Washington, los padres
forjadores de la nación buscaron tener un
país independiente, pero los herederos de su
ideología no se conformaron con ser inde-
pendientes sino que quisieron crecer; de este
modo, la labor de quienes especulaban con
tierras sería un motor importante para la
economía de Estados Unidos, y había gran-
des extensiones hacia el oeste, el norte y el
·31·
sur. Así, el siglo xix se presentaba con bue-
nos augurios para el joven país, pues tenía
acuerdos económicos con las potencias del
momento —no exentos de ciertas desven-
tajas— pero con la posibilidad de crecer de
forma autónoma.
Para el nuevo país no fueron suficien-
tes las trece colonias recién independizadas,
y el primer gran paso expansionista fue la
decisión de Jefferson de comprar Luisia-
na a Napoleón Bonaparte en 1804,4 “con lo
que se duplicó la superficie de la Unión y se
abrió un gran campo de acción a los pione-
ros” (Fohlen 1985:2948). Esta compra gene-
ró una presión por parte de Estados Unidos
contra la Nueva España sobre los límites en-
tre la recién adquirida Luisiana y Texas, pues
James Madison y Thomas Jefferson decían
que Texas era parte de Luisiana. El diferendo
ocasionó que años más tarde España tuvie-
ra que ceder Florida a cambio de la posibili-
dad de mantener Texas, a través del Tratado
Adams-Onís de 1819.
4 Francia había recuperado Luisiana —que fue entregada
por Francia a España a manera de compensación por haberse
apropiado Inglaterra de Florida (recuperada por España al fir-
marse el Tratado de Versalles en 1783) a través del Tratado
de Fontainebleu (Argüello/Figueroa 1982:17)— en 1800 a
través del Tratado de San Ildefonso.
James Madison, cuarto presidente de
Estados Unidos (de 1809 a 1817), obtuvo un
alto grado de aceptación entre los estado-
unidenses debido al resultado obtenido en la
guerra contra Inglaterra en 1812 —cuando
ésta intentó recuperar sus antiguos territo-
rios—, pues en 1814 se firmó la llamada paz
de Gante y, sin que hubiera forma real de evi-
tarlo, se anexó definitivamente la Florida y se
forzó a España para que aceptara venderla
en 1817 (Vázquez/Meyer 2001:25). Con la
certeza de su potencial, y ante la imperiosa
recuperación material que toda guerra con-
lleva, la población se dispuso a la reconstruc-
ción y sus autoridades a fortalecerse.
Los conflictos escenificados en Europa
entre España, Francia y Gran Bretaña posi-
bilitaron cierto margen al gobierno de Esta-
dos Unidos para orientarse hacia los terri-
torios americanos que aquéllas poseían. La
estrategia, lejana pero presente, era alcanzar
el Pacífico y la táctica se ponía en práctica
sobre el rival que mayor debilidad presenta-
ra. La contundencia de su avance tenía en los
colonos a sus principales causantes.
Extenderse fue una ley de su existencia
desde el origen de la República. Con fron-
teras comunes con España e Inglaterra,
·32·
una temprana experiencia les enseñó
lo difícil de hacer recular a un vecino
poderoso como Inglaterra y lo fácil de
desposeer a uno débil como España. La
lección fue aprendida por el pueblo del
oeste y por los gobernantes de la Unión
desde los primeros pasos de ésta. El
principio de estrategia expansionista
de mantener la prenda ambicionada
en manos del débil, hasta el momento
oportuno de tomarla, se impuso de una
manera natural en el espíritu de unos y
otros, y se convirtió en una regla inva-
riable de los diplomáticos y los estadis-
tas norteamericanos, aplicada con ma-
yor claridad y vigor cada vez (Guerra
1964:158-159).
Sin embargo, las condiciones internas
se agravaban ante dos formas distintas de
enfrentar el futuro, pues la era de las revolu-
ciones del siglo xix confrontaba modelos de
crecimiento que hacían antagónica a la escla-
vitud con la libertad, pero ambas actuaban
poderosamente en los Estados de la Unión.
Las guerras contra Inglaterra habían deteni-
do la pugna civil, pero los estados norteños,
más industrializados, fomentaban sus rela-
ciones productivas en el trabajo asalariado
hasta hacer casi insignificante la esclavitud
en Nueva Inglaterra y los estados del centro.
El caso de los sureños era el contrario pues,
a pesar de la abolición de la trata de esclavos,
éstos eran la base de la agricultura.
Ese escenario de débil equilibrio con-
tó con la habilidad gubernamental de James
Monroe (1817-1825), quinto presidente de
los Estados Unidos, quien pudo mantener
la estabilidad entre los intereses de norte-
centro y el sur.5 Fieles a su pragmatismo, la
solución se encontró al admitir en la Unión a
un estado antiesclavista —Maine—, y a otro
del signo contrario —Misuri— hacia 1820.
Coincidentemente, la administración
de Monroe —y en el entorno de la guerra
de España por tratar de controlar sus pose-
siones americanas— logró de la monarquía
española la cesión de Florida y se legalizó
con la firma del Tratado Adams-Onís en
1819, que estableció la frontera entre el ex-
pansivo gobierno de Estados Unidos y el ago-
biado imperio hispano. El río Sabinas se tomó
como referente hasta los ríos Rojo y Arkansas
5 “En cuanto a población, los primeros tenían 5,000,000 y
105 representantes en el Congreso, mientras que los segun-
dos contaban con medio millón menos de habitantes y con
81 representantes” (Fohlen 1984:2948).
·33·
y, al oeste, el paralelo 42 hasta el Océano
Pacífico. Dentro de estos límites se encon-
traba la Nueva España, que abarcaba desde
Texas hasta California. “Estados Unidos casi
de inmediato intentó modificar los límites
[…] tratando de ocupar Texas y viendo con
ambición California” (Vázquez 1994:81). Lo
que no posibilitó, en ese momento, la expan-
sión de forma más acelerada fue la postura que
Francia, Inglaterra y Rusia (conocida como la
Santa Alianza) presentaron a favor de España.
En un esfuerzo de protección, Madrid
levantó presidios en Texas para guarecer su
territorio y con la pretensión de poblarlo.
Una de las posibilidades era allegarse despla-
zados de la Florida, pero no hubo mayor res-
puesta; sin embargo, otros buscadores con
mayor visión sí llegaron. Mediante una con-
cesión, Moses Austin, antiguo súbdito espa-
ñol, logró despertar el interés de 300 familias
para dirigirlas a Texas.
A cada una de ellas se le asignarían
aproximadamente mil acres de tierra,
cien por cada menor de edad y ocho por
cada esclavo negro. A los colonos se les
exentó del pago de impuestos además
de otorgarles un permiso para importar
todo lo que necesitaran sin el corres-
pondiente pago de derechos. Los requi-
sitos: ser católicos, establecerse alejados
de las costas y de la frontera con Estados
Unidos y jurar lealtad a España. Aunque
podrían traer consigo a sus esclavos, és-
tos no podían ser vendidos y, conforme
a las leyes de España, sus hijos nacerían
libres. Moses Austin murió antes de que
pudiera conducir a los estadunidenses
a Texas, dejando en manos de su hijo
Stephen la realización de la empresa
(Vázquez 1995:82).
Para las autoridades estadounidenses
estaba claro que, dada la capacidad de sus
pioneros, ninguna fuerza los detenía, y si la
intención de éstos era ir sobre territorios es-
pañoles había que darles protección. Los re-
presentantes de los intereses de Estados Uni-
dos supieron inculcar entre su población la
idea de una posible confrontación con el zar
ruso que, presumiblemente, pudiera intere-
sarse en los territorios de la costa americana
del Pacífico. Ante ello postularon la llamada
Doctrina Monroe (Guerra 1964:160).
No era la primera vez, ni sería la última,
que la idea de un enemigo externo funcio-
naría para cohesionar a muy diferentes gru-
pos estadounidenses. La doctrina proclamada
·34·
por Monroe —en realidad diseñada por John
Quincy Adams— se lanzaba principalmente
contra España pero con la determinación de
frenar a cualquier otra potencia europea que
pretendiera involucrarse en tierras america-
nas. La divisa que más impacto generó de la
mencionada doctrina rezaba: América para
los americanos. No era una expresión más con-
siderar al continente entero como su área de
crecimiento, la tradición del expansionismo
territorial —y de justificarlo bajo el argumen-
to de la importancia de expandir la libertad—
emergía de la órbita imperialista de nuevo
origen y Texas era una zona que posibilitaría
sentar las bases hacia países recién surgidos.
México era el vecino recién aparecido
y su debilidad era manifiesta. Si enfrentaron
—y vencieron— a Inglaterra, Francia, España,
y habían logrado apoderarse de Luisiana y la
Florida y llevar la frontera norte hasta la al-
tura de los Grandes Lagos, para los Estados
Unidos estaba abierto el camino hacia el Gol-
fo de México y, una vez más, hacia el siem-
pre atractivo oeste. “Adams estaba seguro que
toda Norteamérica era el dominio natural de
Estados Unidos. Todas las posesiones españo-
las al sur y las británicas al norte, pasarían poco
a poco a su poder […]” (Vázquez, 1994:14).
·35·
Glove. The San Jacinto Museum of History, Houston
JnestabilidadLa
PolíticadeMexico
Para tener cierta comprensión de por qué el
nuevo país, que alcanzaba calidad de sobe-
rano, tardó muchos años en consolidarse
como un estado nacional es preciso enten-
der algunos aspectos del proceso revolucionario in-
dependentista en sí mismo, pues desde allí es posible
observar las distintas tendencias políticas que nunca lo-
graron conciliarse y que, por el contrario, impidieron la
unión y la estabilidad de un verdadero estado mexicano,
lo que imposibilitó que México lograra el dominio so-
bre la totalidad de su territorio.
La guerra de México por lograr su independencia
de España se inscribe formalmente entre el 16 de sep-
tiembre de 1810 —con el llamado del cura Miguel Hi-
dalgo a la lucha— y el 27 de septiembre de 1821 —con
la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de Méxi-
co— y parecería que a partir de tal momento hubiera
nacido un nuevo país a buscar un lugar en el concierto
mundial. La realidad fue, como siempre, más compleja.
La historia forjada durante 300 años de vida co-
lonial había dejado marcas muy profundas entre los
diversos grupos de habitantes y creadores de la Nueva
España. Con base en sus propias delimitaciones sociales,
ya para finales del siglo xviii e inicios del xix, los espa-
ñoles se habían asegurado una gama de privilegios con
base en su posicionamiento de conquistadores y deten-
tadores del poder político y religioso por ellos implanta-
do. Aunque numéricamente eran minoría, su forma de
·38·
entender y concretar las relaciones sociales
que necesitaban reproducir fue impuesta en
las regiones supeditadas a sus designios con
diferentes grados de aceptación. Aun así no
eran un grupo homogéneo y, de forma ge-
neral, podría señalarse que había españoles
muy allegados a los dictados de su Corona
y otros que, habiéndose ubicado en lugares
distantes de la Ciudad de México —sede del
poder virreinal— se atrevían a pensar en for-
mas distintas de convivencia motivados por
la aculturación experimentada por muchos
de ellos y, también, por su creciente poderío
económico. Esa proclividad los acercaba con
otro grupo social, que aumentaba en núme-
ro y peso dentro de la vida colonial, designa-
do como criollo (Alberro 1997).
Algunos criollos, al igual que los espa-
ñoles originarios de la Península Ibérica, se
inclinaban hacia la perpetuación de los valo-
res imperiales, pero otros más —impedidos
de un ascenso al nivel de las mayores jerar-
quías de poder político, religioso y militar,
por lo demás, altamente deseado— fueron
los mejores receptores de las ideas modernas
que liberales españoles, franceses, ingleses
y estadounidenses difundían por el mundo
ante el inminente ascenso de sus pujantes
burguesías. El viejo orden se resentía y, en la
Nueva España, algunos criollos se identifica-
ban con las ideas revolucionarias.
Otro grupo, muy numeroso, lastimado
y sin expectativas de mejora, estaba confor-
mado por los mestizos que no eran bien acep-
tados por los españoles ni por los indígenas
—sobre todo en lo social—, aunque algunos
habían encontrado ciertos espacios de super-
vivencia (por ejemplo, como capataces en las
haciendas) con regularidad eran temidos por
su indefinición política, pues no se identifica-
ban plenamente con los indígenas, pero tam-
poco con los criollos o los españoles.
Después de los mestizos se ubicaban, en
la escala social, los indígenas y las múltiples
castas que fueron surgiendo en los distintos
territorios que requirieron la presencia de
esclavos africanos para realizar diversas acti-
vidades económicas (la minería y la produc-
ción azucarera, principalmente).
En efecto, ya desde antes de la irrup-
ción independentista de Miguel Hidalgo en
1810, tanto en la capital del virreinato como
en la zona del Bajío se habían articulado ini-
ciativas que incitaban a modificar la relación
con la metrópoli. En términos breves, ta-
les iniciativas abarcaban desde perspectivas
·39·
surgidas entre los liberales españoles opo-
sitores a la monarquía, pero conmocionados
por la presencia napoleónica en su territorio,
pensadores que retomaban los preceptos de
la Francia revolucionaria que exigía la repú-
blica como forma de gobierno, librecambistas
inspirados en los ingleses que avanzaban con
una monarquía constitucional, hasta estado-
unidenses federalistas que dejaban su ejemplo
de emancipación para el resto de las colonias
americanas. Todas estas posiciones compar-
tían las directrices del liberalismo, pero eran
ajenas a una realidad como la novohispana.
Los criollos americanos y algunos es-
pañoles liberales comprendían el momento
político que la monarquía española padecía y
percibieron la coyuntura favorable para tras-
tocar el orden que los limitaba pero, también,
la necesidad de incorporar a otros grupos e in-
volucrarlos en una contienda que se sabía no
estaría libre del derramamiento de sangre. La
bandera de la libertad, tan sentida por quie-
nes padecían un orden estamental, aglutinó a
diversos grupos contra un mismo enemigo.
Los 11 años de guerra independentis-
ta tuvieron distintas fases. Una vez que los
primeros insurgentes fueron derrotados, la
continuación del movimiento recayó en la
dirigencia de Ignacio López Rayón y José Ma-
ría Morelos y Pavón.6 Esa nueva fase coinci-
dió con la firma de la Constitución de Cádiz
promulgada por el virrey Venegas en Nueva
España en septiembre de 1812.7 El escenario
internacional parecía propicio, y para oc-
tubre de 1814 se proclamó la Constitución
de Apatzingán. Paradójicamente, el Congreso
Constituyente privó a Morelos de la dirección
política del movimiento. Eso alejó a los con-
gresistas de la base popular que le daba susten-
to a la guerra contra las fuerzas realistas. Uno
de los militares insurgentes, Manuel de Mier
y Terán, percibió la equivocación y descono-
ció al Congreso. Unos meses después More-
los fue capturado y fusilado.
6 Morelos tuvo la capacidad de incorporar a importantes
sectores populares a la contienda y atraer a profesionistas
liberales a sus filas. Estos clasemedieros, en su mayoría per-
seguidos o desplazados por la sociedad virreinal, huyeron de
las filas realistas y se unieron a los rebeldes para aportarles
una organización política.
7 Esta constitución reducía el papel del rey al poder ejecu-
tivo, proclamaba la soberanía popular, decretaba la libertad
de prensamiento y de expresión y abolía la Inquisición pero,
además, establecía la paridad de las colonias con la metróp-
oli en lo referente a la representación en los diversos tribu-
nales, tanto políticos, como civiles y religiosos.
·40·
·41·
Entre 1815 y 1820 el movimiento ini-
ciado por Hidalgo entró en una especie de
letargo, pues la insurgencia se mantenía re-
ducida casi a la acción de Vicente Guerrero
en la zona del sur, y de Guadalupe Victoria
en distintas poblaciones de la intendencia de
Veracruz. Nuevamente un triunfo de las fuer-
zas liberales en España obligó a Fernando VII a
jurar la Constitución de Cádiz y tal noticia alar-
mó poderosamente a los españoles peninsulares
radicados en Nueva España, así como a los
criollos acomodados que luchaban contra la
insurgencia y pedían al virrey que no jurara la
constitución, pues estipulaba la disolución de
las órdenes religiosas, se establecía la libertad
de imprenta, la secularización y la utilización
de los tesoros de las iglesias y catedrales. Ob-
viamente el clero, la nobleza y los comercian-
tes se vieron seriamente impactados, tanto
en la metrópoli como en sus colonias. Ante
·42·
tal escenario, en noviembre de 1820, un alto
oficial criollo, perteneciente a una familia de
hacendados nobles, Agustín de Iturbide, fue
nombrado jefe del ejército que habría de com-
batir a Vicente Guerrero.
Contando con el apoyo de los criollos
que deseaban la independencia de la Nueva Es-
paña para no perder sus privilegios al regir la
Constitución de Cádiz, y ante la imposibilidad
de someter a Vicente Guerrero y a sus fuerzas,
Iturbide cambió de táctica y buscó la forma de
lograr un acercamiento con el representante de
la insurgencia. Guerrero, ante la certeza de no
contar con la fuerza suficiente para lograr por
sí solo la victoria, y después de algunas negocia-
ciones, accedió a la firma del Plan de Iguala, en
febrero de 1821.8 La alianza Guerrero-Iturbide,
8 En tal acuerdo se proclamaba la independencia, se acep-
taba un gobierno monárquico moderado constitucional, a
la religión católica como única de Estado, la conservación
·43·
Michaud y Thomas, Julio, Vista de Vera Cruz. Gobierno del Estado de Veracruz / Instituto Veracruzano de la Cultura / Colección Museo de Arte del Estado
y su proclamación, hizo patente al virrey Juan
Ruiz de Apodaca la deserción de parte impor-
tante de sus tropas y el Ejército Trigarante en-
frentó a los realistas.
Uno de los realistas que combatían a los
insurgentes en la intendencia de Veracruz,
Antonio López de Santa Anna —comisionado
por la máxima autoridad española de la región,
el general José Dávila (su protector y maestro)
para combatir a los trigarantes en la ciudad de
Orizaba— recibió el ofrecimiento de sumarse
a los independentistas. Se le prometió el gra-
do de coronel —de parte de Iturbide— y a
finales de marzo de 1821 se sumó al Plan de
Iguala. Fue un criollo con ansias de poder,
tal como su nuevo superior. En junio logró
un triunfo importante en Jalapa, su ciudad
natal, y recibió de Iturbide el título de jefe de
la undécima división del Ejército de las Tres
Garantías (Muñoz, 1937:31).
del clero regular y secular con todos sus fueros y propie-
dades y la designación como emperador de Fernando VII o,
en su defecto, de otra persona de la casa reinante que esti-
mara conveniente el Congreso. Prevenía, igualmente, el sos-
tenimiento del gobierno por el Ejército Imperial de las Tres
Garantías (independencia, religión y unión) y el derecho de
que todos los habitantes de la Nueva España, sin excepción,
tuvieran opción a cualquier empleo.
El 3 de agosto desembarcó en Veracruz
Juan O’Donojú, nombrado jefe político de
la Nueva España por las cortes españolas,
y quedó sitiado en la ciudad por las tropas
iturbidistas. Al darse cuenta de la situación
decidió dialogar con sus opositores, y en la
ciudad de Córdoba, Veracruz, el caudillo
criollo y el último gobernante español fir-
maron un tratado: se aceptaba la indepen-
dencia, pero quedaban a salvo los derechos
de la casa reinante española.
Con la firma de los Tratados de Córdoba,
que estipulaban la independencia de la Nueva
España y daban paso al Imperio Mexicano y,
un mes más tarde, con la subsecuente pro-
clamación de independencia, respaldada por
el Ejército Trigarante, se cerraba el ciclo de la
lucha armada e iniciaba una fase distinta, la
de la construcción de la nación. De inmediato
aparecieron las contradicciones entre los in-
tegrantes del anterior bloque político consti-
tuido por criollos, españoles, mestizos, indios
y castas pues, en realidad, sólo los primeros
grupos se veían beneficiados.
Para el México independiente era muy
difícil consolidarse como un estado, a dife-
rencia de su vecino del norte que logró cons-
tituir un grupo político hegemónico, porque
·44·
·45·