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EXPERIENCIAS CON TALLERES SOBRE MASCULINIDADES EN IGLESIAS Y OTROS ESPACIOS DE REPÚBLICA DOMINICANA
NATANAEL DISLA
OBJETIVO PRINCIPAL
Conocer y reflexionar sobre la urgencia y los desafíos de revisar y asumir nuevos modelos de masculinidades en las iglesias como prevención a la violencia de género.
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Soñando despierto con un palillo en la mano
De repente, hubo silencio en el salón. Sentía que me habían invadido. En mis adentros me decía: «esto ya es demasiado. Mucho he dicho hasta ahora. ¿Qué más quiere?». Lo dicho por Kirssy me había traspasado el corazón. Más tarde me di cuenta que había caído la última barrera de muchas…
Cada vez que me preguntaban cómo me sentía, pensaba y cuadraba muy bien todo lo que iba a decir. Pero esa tarde de abril, lo que dijo Kirssy me traspasó el corazón.
Todo esto empezó en noviembre de 2008 cuando participé en un breve taller de masculinidades impartido por el sicoterapeuta salvadoreño Larry Madrigal. Larry nos pidió que tomáramos una cartulina y escribiéramos la historia detrás de nuestros nombres: quién nos puso nuestros nombres y porqué. Y del otro lado de la cartulina, que escribiéramos sobre qué nos define a nosotros como hombres. Me llamó la atención que a la mayoría de varones, sus nombres les fueron puestos por sus papás.
Me puse a pensar cuán difícil es hablar de nosotros mismos; cuán difícil es decir lo que nos incomoda en el momento, o lo que nos hace sentir felices. Es como si usáramos un hilo para que este hable por nosotros: para que no llegue el mensaje completo.
¡Ay cuando nos descubren por dentro! Es como si se cayera poco a poco nuestra última defensa. Nos duele, nos duele, pero reprimimos ese dolor y no lo expresamos.
Salimos al patio. Entonces Larry nos dio un palillo a cada quien. Nos unimos en parejas con el palillo puesto en el dedo índice derecho, tocando con él el dedo índice de nuestro compañero. Buscábamos el equilibrio para que no se cayeran los palillos. Nos movimos en círculo, algo así como una biodanza. Entonces empecé a caer en cuenta que no podía presionar tanto el palillo que hiriera a mi compañero, ni tampoco dejarlo tan flojo que se cayese; un equilibrio perfecto. Luego Larry nos pidió unirnos a otra pareja, sumando cuatro personas en el ejercicio. Entonces me di cuenta que ahora el asunto pasaba a ser colectivo: había que ponerse de acuerdo para que ningún palillo se cayese, lo que requería un acuerdo entre las cuatro personas.
Así son las cosas: un problema que pareciera ser privado entre dos personas, es de carácter público. La violencia que sufren muchas mujeres es un asunto público. Ya no puede seguir
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considerándosele «pleito entre marido y mujer». En muchas de nuestras iglesias, no se habla de esto; hay mucho temor. Sólo se habla de la «familia feliz», y de que hay que buscar la reconciliación, pero nunca se habla de la violencia intrafamiliar.
Mientras trataba, junto a dos compañeros y una compañera, de mantener a flote nuestro juego sin dejar caer el palillo, me llegó a la mente súbitamente la imagen de la violencia en la comunidad. ¡Ay, cuántas veces cuando era niño pasábamos tardes completas de susto, cuando vecinos y vecinas del barrio contiguo al nuestro, machetes en mano, rodeaban nuestro barrio amenazando con matarnos a todos los vecinos si osábamos impedirles que tomaran las áreas verdes para tener dónde vivir! No nos habíamos organizado, ni siquiera nos habíamos acercado a ellas y ellos para entablar amistades. Nos creíamos los «ricos», mientras a ellas y ellos les teníamos como «gente de orilla, de baja clase», que habían venido a usurpar la «tranquilidad de nuestro barrio». Nunca nos pusimos de acuerdo para luchar juntos y juntas por las demandas sociales de ambas comunidades. Recuerdo que cuando niño escuchaba esa misma frase: «en pleito de marido y mujer nadie se debe meter». En plena dinámica del palillo, me transporté a aquella triste época de mi niñez, cuando de vez en cuando escuchaba algún grito lejano y desesperado de alguna mujer.
Otra noche me despertaba aquel grito lejano y desesperado de alguna mujer. Pero ni siquiera me preguntaba qué pasaba. De vez en cuando recuerdo que alguien contaba la historia de que un hombre había matado a una mujer en el barrio. Pero ni se me ocurría conectar ese evento con aquel grito lejano y desesperado. Ahora, al reflexionar en medio de la dinámica
del palillo, caigo en cuenta de que ese grito lejano y desesperado era de una mujer asesinada inmisericordemente por su compañero. Se me exaltó el corazón. Fue como si hubiera despertado de un largo sueño.
Nunca me habían dicho semejante cosa en casa, ni mucho menos en la iglesia. Lo único que había escuchado en la iglesia sobre problemas entre marido y mujer era que ambos debían reconciliarse y perdonarse a toda costa, porque una vez juraron estar juntos «hasta que la muerte nos separe». Pero pensé que es muy fácil decirlo, pero cuando una como mujer sufre vejámenes, malos tratos, golpes y violencia de parte de su compañero, la puerta de la reconciliación se ha cerrado, y lo mejor es irse lejos y buscar ayuda.
Entonces fue cuando tomé conciencia, miré al piso, y vi que se me había caído el palillo. Me incorporé, volvimos al aula y desde ese momento me comprometí a hacer algo para ayudar a erradicar la violencia contra las mujeres.
Un corazón traspasado
Los ojos negros de Kirssy empezaban a verse llorosos. Hasta ese momento no había dicho palabra alguna. Nos encontrábamos en una sesión del Diplomado de Formación para el Abordaje de la Masculinidad Agresora desde la Perspectiva de Género, organizado por el Centro de Estudios de Género de la Universidad INTEC, en noviembre de 2009. Se nos había pedido que habláramos sobre cómo nos sentíamos como varones, cuando en muchas ocasiones se ejerce otro tipo de violencia hacia la mujer que no sea la física. Héctor había descrito cómo se sentía un varón cuando algún evento tocaba sus sentimientos. Hablaba de que uno siente que a veces no puede cumplir con ese «estándar» impuesto por el modelo hegemónico de masculinidad.
Kirssy se incorporó, nos miró a todos y todas. Nos dijo a los varones que no estábamos expresando realmente nuestros sentimientos. Y tenía razón: cada quien había hablado desde la
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experiencia de un tercero, o bien teorizaba sobre lo que podría significar para los varones la violencia contra las mujeres. Pero nunca tocamos fondo. Nunca hablamos de nosotros mismos.
Cuando Kirssy señaló que no estábamos expresando realmente nuestros sentimientos, me sobresalté, tuve una sensación extraña. Me sentía incómodo, vulnerado; sentía que ya sabía todo lo que debía saber sobre género y masculinidades. Fue entonces cuando me di cuenta que había caído en mí la última barrera de muchas: mi propia barrera.
¡Qué difícil resulta aún para mí hablar de mis sentimientos! En ocasiones me es difícil verbalizar cómo me siento. A nosotros los varones se nos hace difícil expresarnos muchas veces, porque es como si no hubiéramos aprendido el lenguaje de los sentimientos. A muchos de nosotros se nos enseñó a ser fuertes, machos: a demostrar una fuerza que no se tiene. A usar nuestros cuerpos como burros de carga, llevando en muchas ocasiones sobre nuestros hombros cosas muy pesadas. Y es que no nos cuidamos. Nos han enseñando que cuidarse es cosa de mujeres. Pero la realidad muestra que cuidarse es un asunto de supervivencia.
«Salir corriendo»: donde se pierden los demonios de la memoria
El salón se llenó de una atmósfera hostil. Me estaba desesperando en silencio. Sentía como si el vértigo me subiera desde el estómago hasta la garganta toda.
La pared amarilla del fondo del salón, llena de papeles, me estaba gritando silenciosamente. Ya me estaba empezando a sentir incómodo y molesto.
Ángel Pichardo Almonte, profesor del Diplomado de Masculinidad, nos había pedido que escribiéramos en tres tarjetas de cartulina qué pensábamos que era un hombre machista y que pegáramos las tarjetas en la pared amarilla del fondo del salón.
Cuando habíamos pegado las tarjetas, Ángel nos pidió que nos preguntásemos con cuáles de esas características nacemos y cuáles aportan a un sano relacionamiento con otros hombres, con mujeres o con niños y niñas; y que nos imagináramos qué pensarían las otras personas que nos están viendo en ese espejo, como hombres.
Recuerdo muy bien que cuando Ángel nos solicitó que miráramos y nos viéramos en la pared como si fuera un espejo, esos dos minutos en que me miré, en silencio, me empecé por dentro a sentir bien retado, desesperado y molesto. El salón se llenó de una atmósfera hostil. Quedamos unos tres minutos en silencio. Ángel rompió el mutismo y nos preguntó qué queríamos hacer a partir de ahí. Yo contesté que lo único que quería hacer era salir del aula, salir corriendo, porque todas esas cosas que escribimos me chocaban, me impactaban. Recuerdo que cada uno de los elementos que leí, los rechazaba porque entendía que era algo que estaba basado en la misma construcción hegemónica de la cual estábamos tratando de salir. Yo no quería estar en ese ambiente de catarsis. Fue una dinámica de quiebre porque a partir de ahí entendí que en mí se estaba afirmando esa deconstrucción social requerida para empezar a repensar el hecho de ser varón.
Me dirigí despacio hacia los bancos del bosque tratando de reencontrarme conmigo mismo, pues sentía que con esa experiencia algo de mí se había desconectado, me sentía necesitado de compañía, sólo. Me senté en uno de los bancos y miré que por el tallo del árbol que me cobijaba fluía agua que corría de la lluvia que momentos antes había caído. Observé la tierra mojada y me quedé pensando. Entonces ahí como que me conecté nuevamente y me empecé a sentir mejor.
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Esos momentos a solas, de reflexión, son muy necesarios en estos tiempos. Vamos tan rápido en la vida, que no nos detenemos a escuchar nuestra propia voz interior que nos dice suavemente: «detente, detente». Cuando ya es muy tarde, el cuerpo explota y nos pide que le hagamos caso, pero entonces ya estamos postrados o postradas en una cama.
¿Qué tiempo como varones le damos a nuestros cuerpos? ¿Qué tiempo nos damos a nosotros mismos para reencontrarnos?
La espiral de violencia es a lo primero que echamos mano
A mediados de 2009 participé en un Taller de Masculinidades con el sicoterapeuta salvadoreño Larry Madrigal, y organizado por el Instituto Superior de Estudios Bíblico‐Teológicos (ISEBIT), en Santo Domingo.
Éramos unos veinte varones. En una de las dinámicas, Larry nos pidió que pasáramos al centro del salón, sin nada en las manos que nos pudiera molestar. Formamos un círculo, todos agarrados de las manos. Entonces nos pidió que nos soltáramos y tomáramos otras dos manos, que no fueran las de una misma persona, ni las de quienes estaban a la par nuestra. La meta de la dinámica consistía en deshacer el nudo en que quedamos para formar otra vez el círculo, sin soltarnos de las manos. Quien se soltaba las manos, tenía que salirse de la dinámica.
Me empecé a dar cuenta que se estaba dando una competencia entre nosotros. Ya que habíamos quedado bien enredados en el nudo, cada quien buscaba la manera de no dejarse soltar para no salir de la dinámica. En ese tenor, el grupo se había convertido en toda una masa corpórea de individuos que locamente trataban de no soltarse, lo que convertía al grupo de varones en una masa hostil de gente que se maltrataba desorganizadamente, chocándose contra la pared, y todo por no salir de la dinámica sin poderse soltar.
No aguanté más de cinco minutos. Sentía que podía correr el riesgo de ser golpeado a la pared o que me dieran algún mal golpe. Me solté de las manos y salí.
Me puse a pensar sobre la dinámica. Me di cuenta que ante alguna oportunidad de competencia, muchos varones echamos mano a la violencia para relacionarnos. Avasallamos, queremos llegar primero y tener éxito no importa lo que pase; no importa a quien tengamos que pasarle por encima; no importando que sea a costa de vidas humanas.
La violencia es como si fuera una espiral descendente en el sistema patriarcal y machista en el que vivimos. Empieza sutilmente con palabras y conceptos ingenuos que muchas personas compran y no se dan cuenta que están dando pequeños pasos en perpetuar la violencia imperante.
Qué tenemos hasta aquí
A partir de esas cuatro experiencias que he relatado, podemos tomar varios elementos que nos pueden ayudar a animar a los varones de nuestras iglesias a tener plena conciencia de género y tomar más en serio la escalada de violencia contra las mujeres:
1. Contar historias. Históricamente, los pueblos han contado historias que en momentos difíciles les han permitido mantenerse enfocados en sus luchas y demandas sociales. De la misma manera, los varones, que en muchas ocasiones se nos hace difícil hablar de nosotros mismos, necesitan contar historias para conocerse y saber que no están solos.
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2. La violencia no es asunto de dos, es asunto público. La violencia contra las mujeres debe ser denunciada, la mujer protegida y las hijas e hijos cuidados en un sano ambiente. El agresor buscará la manera de usar a los/as niños/as como señuelo para manipular a su compañera. La comunidad debe jugar un rol vital. Aquí entra la solidaridad. Una comunidad que cuide a las personas que viven en ella, es una comunidad que se preocupa por la resolución pacífica de conflictos, la cultura de paz y el respeto mutuo.
3. Los niños y las niñas necesitan ser afirmados/as en sus identidades propias. El castigo corporal contra niños, niñas y adolescentes, es algo impensable, que ya no se puede seguir dando en pleno siglo XXI. Como iglesias, una buena idea es realizar juegos cooperativos, que no fomenten a la competencia, sino a la alegría de compartir. Una visión de las masculinidades desde los niños debe enfatizar el amor visto desde la perspectiva de Jesús, que pone a un niño en medio, señalándolo como modelo a seguir.
4. Es necesario que actualicemos nuestros conceptos de acompañamiento pastoral a parejas, adecuándolos a estos tiempos. Por ejemplo, tenemos personas en nuestras iglesias que aceptan sin reparos cualquier discriminación o maltrato a su persona, sin proferir palabra ni acción alguna, por haber seguido una interpretación literalista de «si alguien te obliga a cargarle el equipaje por una milla, ve con él dos». O, por el contrario, tenemos a personas que se molestan fácilmente y no recurren al diálogo y acuerdo mutuo para llegar a una solución consensuada. O, tristemente, tenemos mujeres en nuestras iglesias que, por «salvar su honor de mujer y su matrimonio», aceptan sin reparos ni discusión, el que «la mujer esté sujeta a su marido», aunque esté le dé golpes y le hable de mala manera cuando éste llega borracho de la calle, por ejemplo.
5. Comprometerse a hacer algo por erradicar la violencia ejercida contra las mujeres. Las iglesias pueden hacer grandes aportes en ese sentido, desde empoderar a mujeres y varones para ayudar a concienciar a la comunidad sobre la defensoría y acompañamiento a personas que sufren violencia. Animar a que la comunidad se ocupe en construir nuevas relaciones de afecto donde prime el respeto, la inclusión y el co‐cuidado.
6. Tomar conciencia de que hay un modelo hegemónico de masculinidad, que pretende que todos los varones lo alcancen. La realidad es que la gran mayoría no lo alcanza, siendo discriminados, humillados y presionados a cambiar su identidad. Animar a que las iglesias se conviertan en espacios inclusivos de paz y amor donde cada quien sea bienvenido/a. Tomar conciencia de que no hay una sola forma de ser varón, y que cada varón viviendo su masculinidad, debe vivirla a plenitud, porque es suya, hecha a imagen y semejanza de Dios.
7. Expresar nuestros sentimientos. Por temor a ser considerados «menos hombres», a los varones se nos hace difícil y muy cuesta arriba manifestar sensaciones de miedo, inseguridad, incapacidad y desánimo. El paradigma del «hombre siempre listo» es como un viento frío que nos arropa desde el primer momento que pensamos expresar algunos de nuestros sentimientos. Esto no nos va a hacer menos hombres, todo lo contrario, nos afirmará en nuestras propias identidades de una forma holística e integral. Aquí la honestidad y el expresar «cómo me siento», en lugar del «yo pienso que…», nos va a ayudar a los varones a tener mejores relaciones con las y los demás.
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8. Repensar el concepto de cuidado al trabajar con varones. Desde la perspectiva de la masculinidad hegemónica, se nos ha enseñado que el concepto de cuidado se refiere a «vigilar para que el orden establecido no se rompa». Ante cualquier violación del concepto, se ejecuta el castigo, ya sea público (punitivo), o privado (coercitivo). Un concepto de cuidado basado en la diversidad de nuestras identidades como varones, se enfoca en cuidarnos como parte de la naturaleza. No ya como «señores de la creación y dominadores de la naturaleza», sino como parte de ella. Ese cuidado está interconectado con la tierra. Los varones hemos estado desconectados de la tierra durante mucho tiempo.
9. Romper el binomio competenciaviolencia. Las relaciones entre varones vistas desde el modelo hegemónico de masculinidad se basan en la competencia; y esa competencia genera violencia. Es menester fomentar la solidaridad y el co‐cuidado en las relaciones entre varones.
El efecto multiplicador: desde las iglesias y para las comunidades
Durante los dos años que he estado trabajando el tema de masculinidades, he tenido la inquietud de multiplicar los conocimientos que he adquirido en dos áreas: a) en las iglesias, y b) en las comunidades.
En República Dominicana, nuestras compañeras feministas tienen ya un largo camino recorrido en concienciar a la sociedad sobre la desigualdad de género imperante. Pero no ha sido hasta tiempos recientes cuando un grupo de amigos nos hemos estado organizando para incidir desde y en nuestros espacios.
Desde las iglesias. En julio pasado la Juventud Bautista de República Dominicana me invitó a ofrecer un Taller de Masculinidades dirigido a jóvenes de 13 a 23 años de edad.
Para abordar el taller decidí enfocarme en una metodología lúdica, bajo la premisa de que estos temas deben ser abordados a adolescentes y jóvenes de una forma en donde no sientan que se les está dando un sermón, ni exigiéndoles a hacer algo que no quieran hacer. Nos sentamos en el suelo, en círculo, con ropa cómoda.
Empezamos acostándonos en el suelo, con el rostro hacia arriba. Para empezar, hicimos una dinámica de conectarnos con la tierra y la naturaleza, sentir el aroma y el sonido de la lluvia que caía y las canciones de las aves que se posaban en los árboles cercanos. Empezamos a tomar conciencia de nuestros cuerpos, sintiendo nuestros pies, nuestras manos, nuestras espaldas y nuestros rostros. Varios de los chicos manifestaron luego de la dinámica, que se habían sentido muy bien, que nunca habían hecho algo semejante, y que a la vez se sentían un poco extraños. La corporeidad es un elemento muy importante al abordar el tema de masculinidades. Los varones hemos estado desconectados de nuestros cuerpos. El falocentrismo, que es una ideología dominante que sostiene la supremacía del hombre por sobre todas las cosas, ha enfatizado en la genitalidad fálica —del falo o pene erecto— como centro de la corporeidad masculina.
A seguidas estuvimos compartiendo sobre cómo nos sentimos como varones. Los chicos tuvieron varias opiniones y se sintieron libres de opinar. Algunos señalaron cómo les habían enseñado en sus casas la diferencia de roles de género a través de la división bipartita de los juegos —la premisa que parte de que hay juegos para niños y juegos para niñas—.
Les repartí a los chicos unas cartulinas e hicimos la dinámica de las historias de nuestros nombres y plasmando nuestros referentes de cómo somos como varones. Asimismo, escribimos en el otro lado de la cartulina qué nos define como hombres.
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Me di cuenta que hay que seguir trabajando el tema de masculinidades desde nuestras iglesias. La teología que hemos heredado es androcéntrica —centrada en el hombre varón—. Se hace necesario y urgente fomentar el amor y la solidaridad en nuestra pastoral. La teología del pecado y de la culpa personales, así como la teología de la expiación sustitutiva —que Cristo murió en la cruz para perdonarnos nuestros pecados mediante el derramamiento de sangre— ha llevado a pastorales de odio y de exclusión, en donde los varones que no caben en el modelo son tenidos como afeminados, hombres incompletos u «hombres mamitas». Esa pastoral hegemónica insiste en que esos varones están enfermos. Son las «Ovejas Negras» de las iglesias que necesitan ser «emblanquecidas». Como líderes, liderezas y agentes de pastoral, hemos de abogar por iglesias inclusivas y no discriminatorias, denunciando toda opresión en contra de quienes sufren humillación en las iglesias y en la sociedad.
Hubo quienes se molestaron con una foto que uno de los chicos participantes del taller subió a Facebook, que lo mostraba abrazado de lleno con otro chico. La homofobia se manifiesta más visceralmente hacia los chicos. Una premisa del modelo hegemónico de ser hombre sostiene que el varón tiene que estar demostrando constantemente su hombría y que es un macho responsable. Cuando ese varón hace cosas que no parecen muy «masculinas», los vigilantes aparecen en escena controlando la masculinidad de ese varón y cuidándolo de cualquier comportamiento «femenino».
En otro de los salones, María Sierra, de la Colectiva Mujer y Salud, compartió un taller de género con las chicas. Al final del taller que facilité, los chicos nos dirigimos al salón donde estaban las chicas e hicimos la dinámica del palillo, primero en parejas y luego en grupos. Al final, reflexionamos sobre la necesidad de dar buen trato a las y los demás, denunciado la violencia de género en todas sus formas, bajo un marco de cultura de paz.
Junto a María Sierra queremos seguir fortaleciendo la capacitación en los temas de género y masculinidades en las iglesias y demás espacios religiosos. A partir de mayo próximo elaboraremos un proyecto a seguir en ese sentido.
Desde las comunidades. Los compañeros egresados del Diplomado del Centro de Estudios de Género de la Universidad INTEC, nos hemos puesto de acuerdo en continuar el proceso reflexivo y de acción a partir de los insumos obtenidos en el Diplomado. Tendremos nuestro primer encuentro a principios de octubre.
Será un grupo que girará en torno a dos ejes generales:
1. Investigación sobre masculinidades desde el contexto dominicano y caribeño 2. Acciones de políticas públicas y articulación con otros movimientos sociales y
comunitarios para incidir en la afirmación de las diversas maneras de ser hombres, contribuyendo a crear conciencia ante el problema de la violencia de género
Ejes temáticos:
• Ecología (¿Ecomasculinidades?) • Paternidades • «Contar historias de hombres» (expresar lo que sentimos y cómo nos sentimos) • Lúdica • Identidad dominicana y caribeña • «De BBQ a anafe» como paradigma emancipatorio («hornear juntos»)
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Cómo lo haremos:
• En lo grupal: reuniones informales para compartir‐nos nuestras historias, escuchar‐nos y pasar un buen rato juntos
• En lo comunitario: actividades lúdicas, talleres y conversatorios populares para incidir y llamar la atención sobre el problema de violencia de género en las comunidades
• En lo político: incidencia desde las políticas públicas junto a otras organizaciones sociales y feministas. Tanto para llamar a la conciencia de la necesidad de repensar nuestras relaciones con otros varones y las mujeres; y para acompañar a las mujeres en sus luchas y demandas sociales e incidir políticamente en nuestras demandas sociales como varones.
• En lo académico: conferencias, conversatorios y proyectos destinados a investigar las masculinidades en el contexto dominicano y caribeño, a partir de las experiencias, las historias de vida y la conciencia histórica de nuestro pueblo dominicano.
Conclusión
La violencia de género es un problema que no ha sido tratado en la gran mayoría de nuestras iglesias. Es necesario que empecemos a educar para la paz dejando de lado toda educación sexista basada en una lectura literalista y fundamentalista de la biblia. Las iglesias pueden hacer mucho concienciando en las comunidades a las que acompañan sobre la necesidad de ser personas solidarias que actúen juntas para el Bien Común, bajo un marco de respeto y de paz.
Que sea esta nuestra constante oración y práctica.