fauna iberica 08.los basureros de la naturaleza.blanco y negro.27.05.1967

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FAUNA IBÉRICA/8. Por el Dr. Rodríguez de la Fuente LOS BASUREROS DE tft NftTORAtEZIt H UBttRA resultado muy diffcil b existencia sin el corKurso de on ejército de anrmales encargado de elimi- nar lo* cadáveres y delriíus que Id su- cesión de las generaciones va depositan- do sobre la tierra. Hay bacterias, insec- tos, peces, mamíferos y aves que se ali- mentan de carroña y hacen desaparecer en pocos días los restos que contamí- narfan el suelo y las aguas, y harían irrespirable la atmósfera. En la península ibérica, las grandes avte carroñeras son aún relativamente numerosas y, en unas pocas regiones, cumplen Iodo d ciclo en el aprovecha- miento de ios anímales muertos. En la sierra de Cazorla o en los Pirineos, una pareja de lobos mala una res. come una parle de ella y se ven coligados a ale- jarse por miedo al hombre- A las pocas horas llegan los buitres leonados que devoran bs visceras y partes blandas. Más tarde, aparecen unos pocos buitres negros, capaces de comer los músculos más coriáceos y pellejos más duros, de- jando el esqueleto limpio. Entonces, vie- ne el quebrantahuesos que va engullencte" los restos óseos aparentemente más ¡n- deslrtictibies, Al cabo de una semana, no queda nada que contenga alguna ca- loría aprovecfiable o un resto orgánico útil, Y el quebrantahuesos ha sido el último eslabón on ona cadena qu© co- menzó cuando fa oveja comía la tierna hierba de las laderas. No puedo pensar en los buitres leo- nados -—íGyps fulvus», para los cientí- ficos— sin añorar los mas bellos y lu- minosos días de mi agreste infancia- Porque nací en tierra de buitres, cerca de los paredones calizos de Piir>a Mayor, la Mesa de Wa, el Humeón y Pancorbo, donde todavía se asientan nutridas co- lonias da estos carroiíeros. En las soleadas mañanas de primave- r a CQíuito se abalr ima inera en un safan africano, aparecen los buitres. Kn Africs, estas aves benpñciosas ^tsrt Abondanfes aún. .^-*- •; 'i' .^v ;>• '. ''> iwT^ *.»-:. y> i_' V i- i'. isi^; L** "í* ^T^'s: -4. -'í^- ^ ' r :\^ JV'S y^-y .^< .'Aji»r ^'M.-•••,•(«• 'i'7^ -^itü.^. FOTOS ÍNCOtOÍ,J,-F VM-TEíRASSt - FOTOS EN NÍGÍO» f. VAN QírOlNírJDAEl V W. SUÍTlK?'

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Page 1: Fauna Iberica 08.Los basureros de la naturaleza.Blanco y Negro.27.05.1967

FAUNA IBÉRICA/8.

Por el Dr. Rodríguez de la Fuente

LOS BASUREROS DE tft NftTORAtEZIt

HUBttRA resultado muy diffci l b existencia sin el corKurso de on

ejército de anrmales encargado de el imi­nar lo* cadáveres y delriíus que Id su­cesión de las generaciones va depositan­do sobre la tierra. Hay bacterias, insec­tos, peces, mamíferos y aves que se ali­mentan de carroña y hacen desaparecer en pocos días los restos que contamí-narfan el suelo y las aguas, y harían irrespirable la atmósfera.

En la península ibérica, las grandes avte carroñeras son aún relativamente numerosas y, en unas pocas regiones, cumplen Iodo d ciclo en el aprovecha­

miento de ios anímales muertos. En la sierra de Cazorla o en los Pirineos, una pareja de lobos mala una res. come una parle de ella y se ven coligados a ale­jarse por miedo al hombre- A las pocas horas llegan los buitres leonados que devoran bs visceras y partes blandas. Más tarde, aparecen unos pocos buitres negros, capaces de comer los músculos más coriáceos y pellejos más duros, de­jando el esqueleto l impio. Entonces, vie­ne el quebrantahuesos que va engullencte" los restos óseos aparentemente más ¡n-deslrtictibies, Al cabo de una semana, no queda nada que contenga alguna ca­

loría aprovecfiable o un resto orgánico út i l , Y el quebrantahuesos ha sido el úl t imo eslabón on ona cadena qu© co-menzó cuando fa oveja comía la tierna hierba de las laderas.

No puedo pensar en los buitres leo­nados -—íGyps fulvus», para los cientí­f icos— sin añorar los mas bellos y lu­minosos días de mi agreste infancia-Porque nací en tierra de buitres, cerca de los paredones calizos de Piir>a Mayor, la Mesa de W a , el Humeón y Pancorbo, donde todavía se asientan nutridas co­lonias da estos carroiíeros.

En las soleadas mañanas de primave­

r a CQíuito se aba l r ima inera en un safan africano, aparecen los buitres. Kn Africs, estas aves benpñciosas ^tsrt Abondanfes aún.

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La misteriosa y lejana ciudad de los buitres

ra me pasaba horas y horas tendido so­bre la h ierba, prendida la mirada en las ampl ias órb i tas descritas por los bui t res en el cielo. AAe asombraba su capacidad para f lo ta r en el espacio sin mover las alas, suspendidos, como por arte de ma­gia, en el azul. Y no acertaba a expl icar­me el ext raño ins t in to que atraía' de manera in fa l ib le a la bandada de planea­dores, hacia el paraje del páramo donde había sido abandonado el cadáver de una oveja o un v ie jo mu lo .

Si preguntaba a los pastores — m i s p r imeros profesores de zoología práct i ­c a — , me decían que los bui t res estaban dotados de un o l fa to tan desarrol lado que podían ventear la carroña a diez le­guas de distancia. Durante mucho t iem­po creí en aquella teoría, c ier tamente, generalizada en Casti l la. Pero el a t ract i ­vo que ejercían sobre mí las grandes aves me llevó a espiar sus fest ines, así como sus macabros preparat ivos, hasta que, un día, descubrí que no radicaba en el o l fa to el mister ioso radar, capaz da detectar los más lejanos restos ani­males.

Fue una ventosa y f r ía mañana de marzo. La cuadri l la en pleno —med ia docena de arrapiezos inseparables, im­buidos d e la insaciable cur ios idad, la ad­

hesión indest ruct ib le y la rígida jerar-quización que debió caracter izar a las h o r d a s p r i m i t i v a s — c o n t e m p l á b a m o s absortos, una vez más, los manejos del a ibardero. Habíamos sal ido del pueblo al amanecer, f o rmando el cor te jo fune­rar io de un caballejo t o rdo , v ie j í s imo, tuer to y esquelético, que el a ibardero —y, a la vez, verdugo del ganado— con­ducía al « to rcón» : el cementer io de las caballerías. El camino, largo y to r tuoso, discurr ía ladera a r r iba . Y , el mor i bun ­do, que apenas podía ya con el peso de sus huesos, caminaba dando resopl idos.

- ^Es te ya está l lamando a los bu i t res , — d i j o su conduc to r—, aunque hoy, con el cierzo que sopla, ma! te van a «fa-tear», desde la mesa de Oña.

La ejecución fue tan rápida como de cos tumbre : un lazo en Jas patas delan­teras, una certera cuchil lada en el pecho y el pobre caballo acabó con una vida de su f r im ien tos . Media hora más tarde, el a ibardero se alejaba s i lbando, camino abajo, con la piel del roc inante metida en un talego. Con sus pintas pardi l las, sobre el fondo de p lata, haría un buen adorno para albardas y collerones.

Nosotros no podíamos apartar los o jos de aquel cuerpo desollado, ro jo y palp i tante aún sobre la hierba marceña. Nos había llevado tantas veces sobre sus magros cost i l lares.. . Era del t ío Pol ín, un viejeci l lo co jo y chistoso, que nos lo dejaba en pr imavera para l levarlo a pastar.

Desde nuestro soleado apostadero v i ­mos llegar a los pr imeros comensales: una pareja de urracas; después de gr i ­tar y revolotear duran te unos m inu tos , comenzaron a picotear el m o r r o y la ce-beza del caballo. Más tarde ba ja ron des­de las peñas unos cuervos y el a l imo­che, entregándose inmediatamente ai fes­t ín , mientras se reunían más urracas y

SILUETAS EN VUELO PLANEADO

El buitre leonado y su complexión.

El buitre negro, de alas muy anchas.

La envergadura del quebrantahuesos.

J .J^Uhi .

El pequeño y muy astuto alimoche.

Buitres leonados y negros atraídos por una carroña abandonada. Estas aves no se guían por el olfato para descubrir la camt

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más cuervos, KXJOS ellos pájaros de la zona, habiluales clienies del <rorcónj»-Unos veinte kilómetros al Noreste, de­trás de la risquera que nos proiegfa del

I cierno, cortaban el honzonie las perpen­diculares escarpas de fos ObarenHs. AMi' sentaba sus reales la cobnia de los bui-tros. Y, como habfa dicho el albardero, no había efluvio capaz de avanzar con­tra eJ ventarrón, para llegar hasta las femé!reas aves.

Pero la aparición de los buitres fue tan puntual e inexorable como en los días de viento Sur o de calma. Primero cayó uno desde las nubes; las pata^ des­plegadas, como el tren de aterrizaje de un avión, las alas pecadas al cuerpo y [a cota en ángulo obtuso con eJ eje del cuer-

.po. Aquellos descensos ruidosos y espec-' taculares —más parecidos a un salto en

paracaídas que s un auténtico picado— nos eran muy conocidos y sabíamos que anunciaban la llegada masiva de la ban-dada, volando ya mucho más baja, en una linea oblicua, descendente, desde la altura de sus colonias.

Impulsados por el fuerte viento, los buitres arribaron en calarala. En algu­nos minutos se habían reunido más de cincuenta. Sus alas pardas, entreabier­tas, cubrían por complelo el cuerprf del caballejo. Los cuchicheos, resoplidos y silbidos iracundos, con que se disputa­ban \a comida, los saltos y picotazos, iban en aumenio a medida que llegaban nuevos competidores. El cuello, largo y pelado de los buitres, blanco de ordina­rio, se iba íiñendo rojo de sangre, al in­troducir lo en el vientre del cadáver pa­ra devorar sus entrañas.

Desde nuestro elevado observatorio contemplábamos, a vista de pájaro, aquel incesante rebullir, entre agudas voces y secos aletazos. Cuando se sacia­ban los privilegiados, deban paso a los

^omo erniDCAiTiente se ba vcoido c r ^ c n d o .

ItíPansablc y pii»erto pliineador, d buitrü leonado se eleva ea el aire puro líe la montaua, y coa sus pcnetranlcs ojos olea las díslanrías en basca de carne mocrta-

recién llegados, quizá de lejanas colo­nias, A mediodía, inmóviles, con los bu­ches repletos, formaban una extraña y macabra guardia en torno al mondo es­queleto, Y en mi mente infantil surgía una incógnita más de las muchas con que me inquietaba la naturaleza.

Si los buitres no se guiaban por el ol­fato, como acababa de demostrarnos su entrada a favor de viento, ¿cómo podían descubrir un cadáver a más de veinte kilómetros de distancia?

Asombrado contemplaba yo, aquella ventosa mañana de marzo, a las grandes / sabias aves leonadas. Y durante mu­cho t iempo, en inf inidad de dulces en­soñaciones infantiles, que me arranca­ban del monótono internado de Vitoria, para hacerme vagar por mis libres y Í:O-feadas parameras burgalesas, los carro-ñeros alados fueron para mí el más jus­to y mágico adorno del cielo castellano: el misterioso pueblo de fos buitres.

Dichosa infancia campestre, maravi-riada cada día anle los secretos de la vida. Dichosa curiosidad antigua, telúri­ca, que colma su sed directamente en las fuentes de la tierra y va ligando al hom­bre, mediante raices fuertes y profun­das, a la naturaleza, de la que es sínte­sis y espejo.

VIAJE A UNA COLONIA DE BUITRES LEONADOS

Hasta muchos años más tarde, ya es­tudiante de Medicina, no Ifegué a conc^ cer las complejas actividades —vuelos de exploración, reparto del trabajo, transporte de la comida— da una colo­nia de buitreíi leonados. Lo leí en los libros de ornitología y en aquellos mo­mentos iniciaba las observaciones que me permitirían comprobarlo en la na­turaleza.

Tras una agradable ascensión por la boscosa falda que une los llanos de la Bureiía a lo i cortados de los Obarenes, acababa de montar m¡ tienda de cam­paña, al pie de los riscos donde habita­ba el misterioso pueblo de los buitres de mi infancia Tenía buenos prismáticos,

provisiones, agua —susurrante en una fresca fuentecílfa— y las vacaciones de verano recién estrenadas.

AHá abajo se extendían abrigadas pla­nicies / suaves lomas. Entre las mieses, ya doradas, destacaban las manchas ver­des de tos nogales, olmos y choperas, Y, en las inmediaciones de cada pueble-ciiJo, perfectamente dÍbu[ado en aquel mapa en relieve, cerca de una cárcava O en un erial, sabía que estaban las hue-seras, lugares en los que se depositaban, desde tiempo inmemorial, los animales muertos. Con mis prismáticos podía ver perfectamente el í t o r cón* de mis recuer­dos. Sin duda, la vista penetrante de ios buitres alcanzaría sus comedores mu­cho mejor que mis catalejos. Hacia Po-nIenTe, el f iori ionie estaba cerrado por los páramos, tari altos como los propios Obarenes y, por lo tanto, invisibles deS' de mí observatorio. Sin embargo, entre el ganado lanar que pastaba en las alti­planicies, encontraban Los buitres su más importante fuente de sustentO-

Al caer la tarde nadie hubiera podido sospechar que, en las oquedades y cor­nisas de la risquera —prolongada algu­nos kilómetros, paralela al curso del Oca, hasta el desfiladero de Pancorbo—, anidaban más de ochenta parejas de bui-rres. A simple vista apenas se descu­brían algunos puntos inmóviles, tan en­mascarados en el pardo ro j i ío de la pe­ña, que únicamente la detenida observa­ción permitía identificarlos. Unos per­manecían echados sobre los salientes. Otros vigilaban erguidos, Cual pétreos centinelas. Solamente cuando llegaba a recogerse algún buitre reiagado se ele­vaba un murmullo intermitente y agrio. Formado por los gritos de hambre de docenas de polluelos. En cada n i d o —senciflo acumulo de ramas secas y plumón, depositado al abrigo de cuevas o rincones del roquedo— había un solo joven, cubierto ya de plumas bastante crecidas, y, aparentemente, del mismo tamaño que un adulto. Los builres leo­nados llegan a pesar ocho kilos y alcan­zan cerca de tres metros de enverga­dura.

Sentado junto al fuego de crepitante

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8 kilos de peso y casi 3 metros de envergadura

bo¡ , escuchando 1^ v o ; agorera del cá­rabo que ululaba en el pinar, me íentía como un intruso, como un profanador del antiguo misleno que envolvfa a la horda alada, hija det sol y de la roca. Durante aigJos habían limpiado ios cam­pos de la región, favoreciendo a los hom­bres con su incesante labor sanitaria. Pero los hombres, como respetando un viejo pacto, no habían perturbado la vida intima de sus fieles y silenciosos servidores. Seguramente era yo la prime­ra persona que penetraba en el territo­rio de la colonia para estudiar sus coS' tumbres. Tres semanas de permanencia en eT solitario y grato parafe me permi­tieron hacer las observaciones que paso a describir.

OÍOS Y ALAS J=ORMAN UMA CUADRICULA VIVA

Hasta dos o tres horas después de sa­l i r el sol reina absoluta quietud en la cotonía. Los buitres esperan que el ca­lor origine las columnas de aire ascen­dente, llamadas térmicas, que les lleva­rán hasta sus alias zonas de observa­ción. Llegado el momento, en grupos, se van dejando caer de sus posaderos, ex­tienden sus alas y planean sobre la ver­tiente de la montaña. Espaciados alela-ZQS les permiten alcanzar los puntos don­de las térmicas tienen más fuerza. Allí, describiendo círculos, ganan altura rá­pidamente.

Durante mucho tiempo podía seguir­les con los prismáticos. Su silueta ca­racterística —alas inmensas, con las ré-n^iges separadas como los dedos de una mano, corta cola y cabeza diminuta hun­dida en la gorgucra^—- se iban empeque-neci&ndo poco a poco, hasta esfumarse en el azuL En. todo Caso me resultaba fácil comprobar que se esparcían sobre la llfrnura, -como habfa leído en \^ l i ­bros. En realidad, forman una cuadrícu­la viviente; se repao^n el terreno a lo largo y a lo ancho de muchísimos kiló­metros. Cada buitre ocupa una posición que !e permite vigilar un amplio terr i­tor io sin perder de vista a sus compa­ñeros más próximos de exploración.

Si pudiéramos ver a estos buitres des­de cualquier punto de la zona que patru-

• llan, el cielo nos parecería un gigantesco tablero de ajedrez, en el que cada pieza —alas infatigables y ojos telescópicos— escudriña la tierra metro a metro. Toda la llanura de la Bureba, hasta los mor

Durante casi dos meses, soportandu estoicamente la lluvia y la nieve, el buitre in­cuba los huevos cuidad asamente dcposiuilos al abris:o de una coirdsa propicia. Bajo estas líneas: lo^ poliueLos de buitre se desarrollau cou ^nn lentitud y per­manecen en el •ido cuatro largos meses, desde priinen>s de abril hasta ^ ^ s t o .

Los buitres son ttíuy amantes de sas hijos. Les prestan sombra con sus a\as^ les dan de comer j de beber, transportando, pata ellos, la camc y el agua en el buche.

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les de Oca, los páramos de Masa, de Po­ja y de la Brújulan esraban bajo conlrol del escuadrón de exploradores. Su flanco Norre &e apo/dba en la Unea da los Oba-renes, |usramenie encima de las rocas donde descansaban los dos tercios de la colonia.

En l u búsqueda ¡íKesanre de alímen-lo Jos buitres se guiar, sobre todo, por fos movimientos do los carroñeros más pequeños: cuervos, urracas, mifanos y alimoches, son como los batidores que descubren la pieza. En cuanto un buitre, siguiendo el vuelo de estos pájaros, atis­ba un cadáver, se deja caer en picado adoptando la llamativa postura que ya hemos descnlo. Los compañeros de ex­ploración que le ven hacen lo mismo, convergiendo todos hacra el punto don^ de se halla la carroña. Así, de buitre en buitre, llega la señal hasta la colonia —se ha podido comprobar que desde 60 kilómetros de distancia— y ésta se precipita, en t romba, sin lomarse el tra­bajo de ganar mucha altura, hacía el lu­gar det festín.

Se comprende que cuanto más densa sea la pc^lacíón de una colonia de bui­tres, más terreno cubre en sus ejtplora-ciones y más posibilidades tiene de ha­llar comida. Los turnos de reposo y tra­bajo de observación, seguramente, es­tán regulados por el hambre. Los bui­tres comidos recienlemenie permanecen descansando en la roca. Los mas famé­licos, poco pesados, por otra parre, y bien capacitados para el vuelo a vela, forman las patrullas de reconocimienío-

Para corroborar estas observaciones respecto a la organización óptica de los buitres, al servicio de la búsqueda de carroña, los científicos han hecho una experiencia muy elocuente con algunas de estas aves en cautividad. Bn grandes jaulas se limitaban a ocultar debajo de unas brazadas de paja la carne destina­da a los buitres. Los infelices animales se morían de hambre sin encontrar una comida cuyos efluvios llegaban a la na­riz de los propios experimentadores. Co­mo todas las aves —excepto el Kivi de Nueva Zelanda—, fos buitres tienen el sentido del olfato muy poco desarro­llado.

COMO SE REALIZA EL REPARTO DEL CADÁVER

La primacía para comer en la pieza común parece que se regula también según el hambre de cada comensal. El doctor Valverde ha observado en los aní­males grandes sin desollar, como mulos, vacas, etc., que sólo un buitre pueda comer a través de un orif icio practica­do en las partes más blandas del cada-ver. Los demás se dividen en dos gru­pos. Uno, reducido e ¡nquieto, situado A cuatro o cinco metros del individuo do­minante. La mayoría permanece más apartada, sumida en aparente indiferen­cia. Mientras el privilegiado come, el más osado del grupo próximo da uros pasos hacra fa carne, estirando el cuello

Les buitres leonados bui^an sus refugios parit anillar en las oquedades de caliza.

y adoptando una grotesca postura. El buitre privilegiado saca la enrojecida ca-beza del vientre de [a pieza y so vuelve enfurecido hacia el competidor. Su ac­t i tud es la misma: adelanta la cabeza soplando de ¡ra y levanta una pata con los dedos de la mano muy separados. Si el audaí entrometido no se intimida ante esta demostración, los dos buitres sal­lan en el aire, precipitándose uno con­tra otro como dos gallos de pelea. Pero la lucha es mucho menos cruenta. Un simple torneo caballeresco, sin más con­secuencias que unas plumas arrancadas. En un par de saltos los contendientes hacen chocar sus inermes mancss, como si pretendieran derribar al enemigo de espaldas. Pronto uno de los buitres se refugia en ef grupo de espectadores y el vencedor, contoneándose^ toma posesión de la pieza.

Se podría pensar que estos buitres do­minantes, tanto el que come en primer tugar^ como su guardia pretoriana, for­man una especie de clan privilegiado en

las colonias, Pero repetidos esludios han demostrado que no es así. Anle el estu­por de los observadores^ un buitre re­cién llegado se lanza sin vacilaciones ha­cia el individuo alfa, chorreando jugos gástricos ante la inminencia del festín. Tras un corto duelo, expulsa al buitre privilegiado y come hasta saciarse. Pa­rece, sencillamente, que los buitres más hambrientos son los mds agresivos. Los somnolientos y tranquiloa han comido recientemente. De esta manera ^e repar­ten de un modo equilibrado ias calo­rías obtenidas entre todos los miembros de la colonia. Cuando el animal está desollado o los buitres dominantes han desgarrado ampliarnenle la piel, se pre­cipitan todos a comer abriéndose paso a picotazos entre sus competidores.

EL LARGO PROCESO DE LA NJDIFtCACION

En la lejana buitrera quedaron solos los püiluelos piando de hambre. Los

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Macho y hembra se turnan en la ¡ncubación

buitres adultos comen íambíán para sus hijos; lleniín sus papos hasta t&\ punto que< a Vííces, si no encuentran un ligero desnivel, son incapaces de levaníar e!

vuelo- Les he visto devolver apresurada­mente parle de [o ingerido al acercarse un hombre corriendo.

En lo^ pueblos de Castilla conocen muy bien esta l imilación y procuran de­positar las bestias muertas en laderas o al borde de meseras naluraíes, porque se trata de que los buitres acaben lo antes posible con la carroña, y saben que se muesiran muy remisos a meter­le en el fondo de los valles o entro el arbolado.

Si no se les molesta, los buitres per­manecen algunas horas cerca de la pie/a devorada. Incluso hasta el día síguienieí si el festín ha tenido efecto por la larde. Seguramente digieren parcialmente la co­mida para planear con más facilidad.

Cuando despegan lo hacen en grupos, como obedeciendo una consigna' vuelan pBsadamenle hacía una térmica e inician una interminable serie de ctrculos que les van elevando, ahora^ con lentitud. Esas formidables coronas de buitres gi­rando majestuosamenre, antaño frecuen­tes en cualquier región de la Península, están formadas por individuos cargados de carne, que se ven obligados a ganar buena airura para transportarla hasta la buitrera.

La llegada de los adultos se anuncia en las cornisas de la roca por anhelan­tes cacareos y gemidos. Los buitres '\ó-venes deben verlos cuando están aún a v a r i o s ki lómetros; estiran el cuello, abren las alas y ganan con prudencia

Los aviones planeadores tienen una estinetiira muy parecida a la de los buitres, como puede ver^ ta esta foto tümiid.a disde «rrílh

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los sállenles donde sus padres acostum­b ran a podarse. Estos se «parachulan» ru idosamente y, en •^equlda. devuelven \a carne acarreada, mient ras los polluo-

I Jos la engullen con vorac idad. En esos m o m p n t o í \ñ colonia e^\á p le iór ica de vida. Hay un verdadero derroche de mo­v imientos y de g r i tos . A l atardecer re­torna la qu ie tud . Porque los bu i t res sor> animales bierál ícos: en su i nmov i l i dad radica el gran aho r ro de calorías que les permi te sobreviv i r comiendo un par de veces por semana- Toda su cons t i tu ­c ión y sus costumbres hacen posible esta capacidad para ©1 ayuno. Durante el inv ie rno Jos bu i t res permanecerán jornadas enteras qu ie tos , como rocas, en sus abrigados refugios. Y , hasta cuando

Ellos vDlArDD a vela anles que el hombre .

Durante el vit^to, los buitres exploran minuciosamente e! terreno. Kus ojos leks-cúpieoB podi iao descubrir una mosca posada en el belfo r e ^ c o de un mulo muerto .

Cuando un buitre explorador descubre un radáver, Jo^ individuos áe la colonia se dirigen hacía él Mn perdida de tiempo- Estos tres buitres Forman parte de una bandada que hiende el cielo con rapidez h a d a el festín de una lejana carroña.

vueían, se l im i tan a apoyarse en las as­cencionales térmicas, moviendo las alas lo menos posible.

El desarrol lo de los polluelos es muy lento : el p roceío de la n id i f r cadón , lar­guís imo. La puesta t ien* lugar a f inalas de enero. Macho y hembra se turnan en la incubac ión, sopor tando estoicamente la l luvia y la nieve, du ran ie casi dos me-íes, A pr imeros de abr i l los polluelos rompen el cascarón; permanecen en el n ido hasta p r imeros de agosto. Durante varias semanas son aún al imentados por los padres. En pleno o toño emprenden una existencia errát ica que puede llevar­les ha^ta los p3¡se5 más lejanos- Se han matado bui t res Inmaturos, en fase de pe­regr inaje, en el nor te de Europa. Se cree que hasta loa cuat ro o cinco años los bui t res no son capaces de reproducirse.

Entonces retornan a las colonias fami l ia ­res y se hacen sedentar ios.

EL BUITRE, CONDENADO A RÁPIDA EXTtMCIC^

La pasada pr imavera vo lv í a v is i tar la bu i t rera d© los Obarenes. La colonia ha perd ido más del 50 por 100 de sus eíectfvos. En los mejores emplazamien­tos todavía aparecen, cual sellos de pro­p iedad, los manchones blancos de las deyecciones. Las cornisas bajas y las cuevas más expuestas han sido abando­nadas, y aquella sensación de roca pal­p i tante , aquella aureola de raza indes­t ruc t ib le que f lotaba sobre los riscos de mi ¡Ljventud, ha desaparecido para siem­pre.

Los bui t res leonados europeos se han

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El builrp ncpro PS ya muy pscafro en lu FpmnsuLA. I j ICT U- prolí-g*^ en lodo tiempo, po r lo qiH" los canidoreí ' deben abstenerse de di^^irJrar sobre esla notable ave.

El alimoche o buitre dorado {arrihiiU ea un pegueüo carroñero que ani<la en España e inverna en las cálidas t ie r ras de Afrí<;a; en Egipto se le respeta porque limpia los pobladas de toda cla^^e de íhiimnOiníi-s. Abajo, el quebrantahuesos, sorpren­dido en su nido por La cámara dp los hermano* Tcrtasse, conoddo í espetialis-tus galos eh rapaces >• a quienes se d tbe ampliu docunienlaciíui sobre estas aves.

Los buitres se extinguirán por falta de comida

v is io obl igados, desde hace Fr.ilenios, a depender del hombre para sobreviv i r -Pero el hombre ha progresado a gn r i t ­mo demasiado ráp ido para los car ro-ñeros.

En Áfr ica — g r a n pa l r ia de los bu i -I r e ^ — donde la pres ión humana no ha a l lerado íodavia el equ i l i b r i o de las co­munidades ¿mimales, esia? aves depen­den, sobre todo, de los grandes mamí­feros carn iceros. Cuando los leones, leo­pardos u otras f iaras matan un her­b ívoro , se aprovechan de los restos que abandonan. Una mañana inolv idable ro-dábamos lentamente por la l lanura del S^rengueti s iguiendo a cuaf ro guepar­dos. Tratábamos de f i lmar los duran te la caza y '^ suerte parecía sonre ímos . Lo5 l'alinos más rápidos de la creación avanzaban con <:auiela hacia un grupo de gacelas. Su miarcha recordaba a la de lo:; «po ín te rs* duranre la caza. De vez en cuanto se detenían, en posiciones es-ra luar ias, manten iendo una pata en a l to , Duraníe lo5 üí t ímos mefros se desliza­ban, pegados al si jelo, lemiocu l tos en­tre la hierba i iupida. Habían conseguido abrirse en abanico y estaban ya a unos ochenta metros de las gacelas. De pron to. IB hembra — n i a d r e de los tres C3-ohorros^— 5H d isparó como una saeta. Su carrera era demasiada rápida para seguirla con la cámara. Pero estábamos asist iendo al ataque de un animal que corre a 120 k i lómet ros por hora y eso era lo más Impor tante- En unos segun­dos alcanzó a las gacelas, Y no podr ía decir sí de un zarpado o de un mord isco abat ió un an ima l rezagado. Mi ú l t i m o recuerdo es el de una cola serpentina equi l ibrando saltos y vol teretas.

No habíamos llegado con nuestro co­che a la nueva posic ión de roda¡e, cuan-

-do ya había dos bu i t res posados, p ru ­dentemente^ a 20 metros de los Felinos, Antes de que Terminaran su comida se hi:^bían concentrado 35. Y en cuan lo los guepardos se a le ja ron, ÍQÓ bui t res lor -gos ( p r i m o s hermanos d ^ nuestros bu i ­tres negror ) se prec ip i taron sobre los escalos despojos de la gacela y los hicie­ron desaparecer sin dejar ras t ro .

Todo el que ha par t ic ipado en un sa» fa r i sabe que tan p ron to como se abate un animal en Áf r i ca , aparece un bu i t re y, a cont inuac ión , un centenar. Eso e£ 2<ac[amenTe lo que nuestros bui t res leo­nados h ic ieron durante muchos siglos: seguir desde el a i re el mov im ien to de las hordas de cazadores preh is tór icos .

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El buitre negro, «desplegando su tren de aterrizaje», se posa en el nido, en lo alto de un alcornoque. El polluelo espera ávido.

Cuando el hombre se hizo pastor y agri­cultor, los buitres cambiaron también de vida. En lugar de seguir a los caza­dores, vigilaron a ios rebaños para ali­mentarse con las reses muertas y sobre­volaron las aldeas para limpiarlas de restos de animales de labor.

Hoy, el hombre ha sustituido mulos y bueyes por tractores. Los cadáveres del ganado lanar se entierran; los vacunos se aprovechan al máximo. Las escuadras de buitres sobrevuelan en vano las an­tiguas hueseras donde hasta los resecos costillares y fémures se han recogido cui­dadosamente para fabricar colas y abo­nos. Ya no hay comida para los buitres. Poco a poco, las colonias irán perdiendo sus efectivos. No sé si muertos por ina­nición o replegados hacia el África, don­de les espera una dura lucha con com­petidores mejor adaptados.

Al abandonar, hace unos meses, el so­litario paraje donde tan felices vacacio­nes pasé en mi juventud, bajo las alas de los últimos buitres de la colonia, recordaba con nostalgia la interpreta­ción que una mañana de euforia natu­ralista di a las voces, a los vuelos, a la vida que llenaba la buitrera: «Somos un pueblo poderoso y viejo. Antes de que el hombre viniera ya vivíamos en esta roca». Cuan triste será para mí contem­plar un día no lejano la roca muerta y vacía.

EL BUITRE NEGRO Y SUS NIDOS ARBÓREOS

Más grande que el buitre leonado, de plumaje pardo fuliginoso, el buitre ne­gro se distingue, sobre todo, del común, por sus costumbres arborícelas y menos gregarias. Aunque se posa con frecuen­cia en las rocas, anida en los árboles, generalmente en viejas encinas y alcor­noques. Construye sobre la copa un gi­gantesco nido, acumulando ramas secas de toda suerte. Nunca forma colonias nutridas, si bien pueden verse varios nidos en una ladera, separados por cen­tenares de metros. Sus exploraciones para la búsqueda de comida suelen ser individuales. La alimentación es m.ás va­riada que la del buitre leonado. No se limita, como éste, a consumir los cadá­veres de las reses o el ganado de labor. Pasa y repasa sobre las laderas de mon­te bajo, donde es capaz de hallar un co­nejo muerto de mixomatosis, un lagarto, un perro o un zorro envenenado. Y ésta es una de las'í:ausas de la desaparición de este buitre en España. El uso incon­trolado y abusivo del veneno pone a su alcance unos cebos tóxicos, que_ le van haciendo desaparecer de las regiones r i­cas en caza mayor, donde se persigue por este sistema a las alimañas.

El profesor Bernis, que ha estudiado muy bien las costumbres del buitre ne­

gro y ha obtenido una interesante pelí­cula sobre sus actividades en el nido, ha encontrado restos alimenticios varia­dísimos: perros, zorros, cabras, ovejas, venados, conejos, erizos, etc.

Este gran carroñero es un solitario explorador de las zonas de monte, po­bladas todavía de reses salvajes y ricas en caza menor. Depende mucho menos del hombre para su alimentación que el buitre leonado. Pero su costumbre de anidar en los árboles le hace muy vul­nerable. Algunas colonias de buitres ne­gros han sido saqueadas durante años por los coleccionistas extranjeros de hue­vos, que hallaban eficaces colaboradores entre los sencillos campesinos de la re­gión. No ha faltado tampoco el busca­dor de trofeos, poco escrupuloso en cuanto a la conservación de las especies, Y, actualmente, padecemos en nuestras sierras más recónditas la invasión de una tropa de insensatos, que han hecho del automóvil y del rifle del 22 \ir\ arma formidable para la destrucción de nues­tra fauna.

La situación de esta notable y bene­ficiosa especie se ha hecho tan crítica ya en España que el profesor Bernis es­cribe, al principio de su completo estu­dio sobre el buitre negro, publicado en la revista «Ardeola», estas frases alar­mantes y bien documentadas:

«Es seguro que durante los últimos

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Los buitres aplacan la sed de sus polluelos con un liq^uido transparente y viscoso que dejan caer en el pico de los pequeños.

Un animal muy tímido de faz pavorosa

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En este expresivo dibujo de Lalanda pueden observarse varias actitudes de los buitres leonados cuando luchan por la primacía en la comida de la carroña.

cien años el buitre negro lia disminuido de manera dramática en España. Anti­guos autores, como Li l ford, Castellarnau y otros, expresan en sus escritos califi­cativos absolutos o relativos de abun­dancia que sobrepasan significativamen­te aquello que hoy diría cualquier obser­vador en las mismas comarcas. Zonas donde ahora sóio quedan 6-10 parejas adultas tenían hace treinta años no me­nos de 20-30 parejas. Donde moderna­mente es sólo posible hallar a lo sumo varios nidos en parajes remotos, hace noventa años los había abundantes en valles cercanos, cuando en una sola tem­porada se expoliaban no menos de se­senta huevos, lo que probablemente equivalía a inutilizar por un año entero la reproducción de 60 parejas... Un

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cálculo no pesirnista pe rm i to evaluar la aciua! poblac ión española de bu i t res ne­gros eti poco mÁs de 200 parejas adul­tas.»

EL QUEBRANTAHUESOS, CAZADOR MUY TIMJDO

Sí el rnás ejtperto maquilTador hubre-ra i ra iado de dar af ros t ro de un ser inofensivo el aspecto más pavoroso y de­moníaco, d i f i c i l m e n l e hubiera consegui­do una máscara lan imponente como la del quebrantahuesos. Los ojos de este t ím ido comedor de huesos y carroña son de i r is amar i l lo , como de fuego, rodea­dos por un cerco ro jo , sangriento- A los fados del p jco , f ue r te y ganchudo, se adorna con una doble ba rb i i a , de pelos negr ís imos — d e aquf su n o m b r e cien­t í f i co , nGypaerus b a r b a t u s * — , que pro­longa su diseño hacia los Fados de la f rente, dando a la faz de! ave un arre agresivo de l que carecen las propiaa ¿güilas.

Una observación más detenida de­mues t ra , sm embargo, que esie pá jaro no es un autént ico ca lador . Sus manos son débiles y pequeñas; sus uñas, esca­samente desarroffadas; sus tarsos, cor­tos, y la muscu la tura t ib ia l — q u e en las rapaces matadora* or ig ina la f u e n a p r e n s i l — es muy poco aparente.

El a rma del quebrantahuesos es eT vuelo, un vuelo sostenido y fác i l , m u ­cho más ágil que el de bu i t r es y águi­las, comparable al del mi lano real- Su si lueta, gráci l y longuiUnea, recuerda la del ha lcún.

En sus in terminab les rondas po r loa f lancos de h montaña , el quebranta­huesos se desliza en las cor r ientes aéreas con suma maestr ía, Y raramente se aventura en las l lanuras. Su t e r r i t o r i o 3S el paraje a b r u p t o ; la alta y mediana montaña. Las alas, largas y af i ladas, de &s[e acabado planeador se adaptan ma­ravi l losamente al vue lo en el paisaje que­b rado . Puede, descender hacia los valleSr pegado al roquedo y , aprovechando la Inercia de sus siete k i los de peso, coro­nar ía ladera de ení ren te sin ciar un soíc aletazo. As i registra minuc iosamente to­dos los r incons í de su re t i rado feudo

, donde nunca f a l l an algunos cadáveres ' d e s p e ñ a d o s , abat idos por el lobo o ma­

tados por ej águi la.

La otra arma poderosa del merodea­dor de montaña es la capacidad diges­t iva de sus jugos gástr icos. Porque los huesos ocu l tan en sus es t ruc turas célu­las cargadas de grasa, m u y ricas en ca­lorías, y su médula es uno de los te j idos animales más nu t r i t i vos . El quebranta­huesos se traga enteros t ib ias, fémures y tarsos de cabras o de ovejas. Si algún hueso es demasiado largo para la de­g luc ión, lo t ranspor ta hasta las al turas y lo de¡a caer sobre una peña, donde se hace pedamos y el ave puede comer su médula.

Los quebrantahuesos anidan en cue­vas si tuadas en rocas inaccesibfes SOIÜ-

Un cuervo camicr ro sorprendido mientras dqvora un huevo de perdi í iocubado. ho» cu t rvos participan también en la destniccJtSn de }a carroña, ¡nrtt por ^er la-drdnra de huevos, su lalior beneficiosa no les potie a SAÍVO de las persecucÉoiiea.

mente tienen un descendiente por año, que se desarrol la r o n tanta len t i tud como los bu i t res . Examinando ios restos haflados en b s nidos se ha pod ido c o m ­probar que no digieren las pezuñas, cas­cos y pelos. Los polluelos descansan jun­to a verdaderos montones de egaprópi-las formadas por estas mater ias indige­r ib les. Se ha v is to también que aportan al n i ño pequeñas presas, como r a t a ; , conejos, aves medianas y tortugas.

El quebrantahuesos, que antaño ocu­pó los Alpes y otras montañas de Euro­pa, es hoy escasislmo. En España ha en­cont rado sus ú l t imos refugios en los Pi­r ineos y en la sierra de Cazorla, donde

está protegido férreamente por los guar­das del Coto. En ol d f l i f i ladoro de Pan^ corbo anidaba hasta hace muy pocos años. En Sanio Domingo de Silos y en BujedOn también en la provincia de Bur-gos< aún conocen los lugareños la oque­dad donde an idaron estas aves en el pasado.

Poco a poco, las grandes rapaces des­aparecen de nuestra geografía. Quizé la fey protectora promulgada recientemen­te detenga e s t a lamentable s i tuación. Porque sJn ellas, nuestro paisaje pierde gran par le de su belfeía-

Félix R. DE LA FUENTE