federico castro. la permanencia de una emoción en el paisaje · sobre los paisajes y el paisaje...
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I ldefonso Aguilar: la permanencia de una emoción en el paisaje
Al contemplar la obra última de Ildefonso Aguilar y recordar otras piezas
expuestas en los últimos seis años en Arrecife, Santa Cruz de Tenerife, Madrid,
Bilbao, Pontevedra, Alemania o Suiza, reconocemos a un artista en tránsito
permanente, sumido en un proceso profundo de investigación plástica y vital
que le lleva a romper progresivamente los límites tradicionales del paisaje para
acercar géneros artísticos que habitualmente discurren por vías autónomas e
independientes, logrando su completa fusión y fascinante metamorfosis.
El deseo de plasmar este nexo integral entre arte, vida y naturaleza ha
sido el motor de las transformaciones que detectamos en su dicción creativa,
logrando integrar de forma efectiva los diversos lenguajes visuales que se han
ido desarrollado a lo largo del Ochocientos y el Novecientos a través del
sonido.
Con sus propuestas creativas, Ildefonso Aguilar consigue que el
espectador se sienta más próximo al logro de la obra de arte total, la mayor
aspiración planteada por el arte en el siglo XX; una meta que implicaba a su
vez la fusión entre el arte y la vida; también que el arte fuera capaz de
estremecer nuestra sensibilidad y despertar ese adormecido vínculo con la
naturaleza que late sobre nuestro lado más oculto e instintivo. Y es que
Ildefonso Aguilar ha logrado vivir de acuerdo con sus propias pautas estéticas
para alcanzar una más sincera expresión de su sentimiento de la Naturaleza y,
al mismo tiempo, proyectar su obra sobre la realidad física de la isla que vive,
haciendo que del diálogo con el lugar surja algo más que metáforas, alusiones
o ilusiones pictóricas.
Al utilizar de manera sincera el material volcánico en su obra,
respetando su condición edáfica, potencia tanto la naturaleza mineral de las
arenas como la sugestión de la orogénesis de un paisaje joven. Sin embargo,
las referencias espacio-temporales no resultan evidentes. El artista nos sitúa
ante una tierra sin referencias espaciales concretas, ajena a un instante
puntual. Quizás por ello, estos paisajes invocan la cara más ancestral e
instintiva de nuestra naturaleza humana.
Cuando la obra de un creador incita la reflexión sobre el proceso
creativo, sobre la relación inconsciente que sostenemos con la Naturaleza y
con el pasado, vale la pena escribir sobre Arte. La obra paisajista de Ildefonso
Aguilar tiene la virtud de rozar la piel que ha mantenido dormido en algún
rincón del olvido el Paisaje que todos, en algún espacio ajeno al tiempo que
vivimos, hemos transitado y que, con el carácter de una revelación, ahora
aflora al contemplar su propuesta plástica y al aproximarnos a su compromiso
vital. Resulta esperanzador que esto ocurra, porque nos habíamos
acostumbrado a obtener una sensación de ausencia de diálogo al situarnos
ante una obra artística, resultando de la experiencia estética un incremento de
nuestro vacío existencial. Pocos creadores tienen la capacidad de despertar la
empatía del espectador y, mucho menos, de provocar la sensación de que la
obra creada ha rozado nuestra identidad personal o colectiva.
Ildefonso Aguilar con sus “Paisajes audibles” suscita experiencias
sensibles y reflexiones sobre nuestra relación personal y cultural con el arte, el
entorno y la historia. De dichas sugestiones y pensamientos surge el presente
texto; también del deseo de compartir con el lector –y con el artista- el reflujo de
una propuesta audiovisual insólita.
Sobre los paisajes y el Paisaje
Los paisajes se conciben hoy como una construcción cultural unida al
diálogo que establece el hombre con el territorio. Existen tantos paisajes como
sociedades, pero también espacios naturales inalterados que atraen la atención
de individuos que muestran una marcada predisposición hacia la vivencia de lo
natural. La sensación que suscita la Naturaleza se ha expresado a través del
paisaje, realidad especular que, casi siempre, más que proyectar la imagen del
lugar nos ofrece una visión del sujeto que observa. Por ello, cuando nos
aproximamos a un paisaje artístico resulta imprescindible interesarnos por la
experiencia individual que precede a la creación, tanto como por el instante de
la creación, porque en el proceso del paisaje la mirada se torna voluntad
creativa y de ella, al fin, surge la obra.
La obra paisajista refleja una misteriosa relación entre el creador y la
Naturaleza, capaz de provocar en el espectador la sensación de reencuentro
con una visión que le es próxima, más allá de la sugerencia del lugar evocado,
como si el paisajista hubiera enunciado un signo personal y universal a la vez.
En sentido estricto, el paisaje ha estado siempre ahí; pero, desde el
inicio de los tiempos, la visión de la Naturaleza nunca ha sido objetiva. En un
principio debió provocar curiosidad, sorpresa e incluso temor. Quizás la
vivencia terrorífica del ámbito inmediato fue la causa de que pasaran miles de
años sin que el hombre pudiera apreciar estéticamente la huella que sus
pisadas sobre la arena o el rastro que los animales dejan al transitar la
superficie terrestre, grafismos efímeros que el viento borra cuando arrastra la
arena para someter el paisaje a su trazado.
A pesar del tiempo que el hombre lleva sobre la superficie terrestre y al
esfuerzo emprendido por las altas culturas para explicar la presencia del
hombre en el mundo, la razón de su existencia y del espacio donde transcurre
su vida, a través de complejas cosmogonías, de relatos míticos en los que se
expresa un vínculo de los elementos con un destino cósmico, sorprende la
atracción misteriosa que hoy la Naturaleza sigue ejerciendo sobre los
individuos.
Hablamos de una preocupación permanente que ha cobrado diversas
expresiones culturales en Occidente: así, cuando daba sus primeros pasos, la
cultura clásica personificaba las fuerzas de la naturaleza y mostraba a los
dioses y a los héroes en un espacio verosímil donde las apariencias de lo
inmediato, las vivencias del espacio conocido, carecían de significación
paisajista autónoma, pero expresaban un sentimiento hacia la Naturaleza que
remitió entre nosotros durante la Edad Media.
Contrasta esta realidad con la oriental, porque, justo cuando Europa se
adentraba en el Medievo y el cristianismo despreciaba el mundo terrestre,
surgía en China el paisaje, de la mano de Ku K’ai-chih. A partir de este pintor
taoista del siglo IV el paisaje quedó vinculado a una relación armónica del
hombre con la Naturaleza que alcanzó su cénit en el siglo X, en las fases
finales del periodo Tang, cuando se comenzó a sentir vida en el ámbito natural
y a expresarla a través de una pintura que despreciaba el naturalismo
tradicional, basado en la mímesis de la Naturaleza. Fue entonces cuando Ching
Hao, distinguiendo entre la verdad y la apariencia, sintió que las manchas con las
que el artista expresa el volumen de los objetos generan un entorno atmosférico
que subraya la veracidad de la pintura (Pi-fa chi, Apuntes acerca del método del
pincel, h.900-960). Los chinos comenzaron a sentir una íntima comunión con la
Naturaleza que se tradujo en la emancipación creativa del paisaje respecto de los
demás géneros de la tradición pictórica, e incluso del dictado de la realidad física
del entorno, para dejarse guiar por el corazón, por el sentimiento, en una
búsqueda solitaria de la verdad interna, del principio mismo de la Naturaleza, con
el apoyo de la meditación zen.
En Europa la ausencia de este sentimiento naturalista fue responsable
del tardío surgimiento del paisaje plástico. En un magnífico ensayo, El arte del
paisaje, Kenneth Clark al seguir la evolución pictórica del género en Europa,
afirmó que el mundo europeo moderno se caracteriza por la vivencia de lo natural
y, como consecuencia, consideró a Petrarca (1304-1374) primer hombre
moderno, pues, antes que los humanistas, expresó la sensibilidad ante la
naturaleza precisa para que exista la pintura de paisaje: escaló montañas por
mero placer, para disfrutar del panorama, en un intento de establecer la armonía
perdida entre el individuo y el mundo que le rodea y restablecer el ideal de la
belleza natural en el seno de una agonizante cultura escolástica.
Ya plenamente instalado en los parámetros culturales renacentistas,
Leonardo da Vinci (1452-1519) desde una posición científica y desde el deseo de
comprender el carácter y origen de las rocas, realizó también escaladas a montes
para estudiar con profundidad su estructura geológica. Sin embargo, sus relatos
literarios sobre su experiencia naturalista, así como las pinturas posteriores que
recrearon los apuntes de formas geológicas dibujados en contacto directo con la
Naturaleza, fueron idealizados por el artista, pues creía que la imaginación podía
desarrollarse a partir de una referencia concreta del paisaje, interpretando
libremente los bocetos. Pero la teoría estética del Renacimiento insistía en que el
verdadero valor de una pintura dependía de la importancia moral o histórica de su
tema, de modo que el paisaje basado en la vivencia, en la percepción, no pudo
triunfar frente al paisaje construido con las herramientas de la perspectiva
artificial, ni tampoco pudo liberarse de la servidumbre literaria.
La representación de una verdadera impresión visual y emocional de la
naturaleza no fue suficiente motivo para justificar la realización de una obra de
arte y el paisaje sólo tuvo protagonismo como fondo de las composiciones
hasta el siglo XVII, momento en el que adquirió carácter de género autónomo,
de la mano de los pintores holandeses. Ellos dieron el paso definitivo hacia el
paisaje abierto, restando atención a lo que acontece en el plano terrestre para
mirar con intención pictórica los amplios cielos de su país, el continuo movimiento
de las nubes y el efecto cambiante de la luz sobre los objetos, de modo que la
representación de la atmósfera se convirtió en el objetivo primordial de la pintura
de paisaje.
Luego, los artistas británicos a inicios del siglo XVIII concedieron mayor
confianza a lo sensorial: con el estímulo del pensamiento empirista local,
prevaleció la emoción directa de la Naturaleza sobre la visión que ofrecía la
pintura tradicional europea y se buscó en la experiencia del paisaje oriental
nuevas fórmulas y, a partir de la síntesis de estos tres elementos, se conformó
el paisaje pintoresco. Pero el empirismo no sólo prestigió el mundo de las
sensaciones, sino también el de la imaginación, hasta el punto de convertir a la
experiencia y la imaginación en los pilares fundamentales de la teoría plástica
del pintoresquismo: Alexander Cozens diseñó en 1765 un método para la
pintura de paisaje que garantizaba la relación sincera del individuo creador con
el entorno natural, así como la participación de la imaginación en el proceso
creativo. Maduró su teoría durante años y en 1785 ofreció su versión definitiva
bajo el título Nuevo método de ayuda a la creación en la composición del dibujo
de paisaje, en el que sostenía que el artista debía reflejar las sensaciones en
una serie de manchas aparentemente casuales, porque de estas manchas
iniciales, realizadas preferentemente a la acuarela, surgía la idea o concepto de
la obra.
Una vez impregnado de naturaleza, el artista reelaboraba y clarificaba el
dato sensorial, según su propia técnica mental y manual, a través de un
proceso en el que no intervenía la razón, sino la imaginación, elevando la
experiencia natural desde la sensación visual hasta el sentimiento. Por ello, los
bocetos de Alexander Cozens se situaron en la antesala de la abstracción,
aunque no podemos olvidar que se trataba de obras intermedias, apasionantes
bosquejos realizados a partir de manchas. De modo que también se
fantaseaba el paisaje, y se hacía para suscitar una mayor impresión en el
espectador, siguiendo las pautas iconográficas establecidas por Wiliam Gilpin
en Sobre la belleza pintoresca, el viaje pintoresco y la pintura de paisaje
(1792), texto en el que emprendía una defensa de la diversidad y el contraste,
la rugosidad y el desorden, los efectos de claroscuro.
Esta teoría de la sensibilidad resultó muy fructífera para la evolución
posterior del arte, ya que reclamaba la participación activa del espectador en el
hecho artístico y situaba el disfrute de la obra en un plano emocional paralelo al
de la propia creación. Y para ello, el pintoresquismo, en su apertura hacia la
creación libre de paisajes, incorporó elementos de la estética de lo sublime,
reforzando la potencialidad subjetiva del paisaje.
Lo sublime había adquirido formulación teórica con anterioridad a la
estética de lo pintoresco; no obstante, en sentido estricto, ambas discurrieron
paralelas a lo largo del Setecientos, entrecruzando sus rumbos. Pero lo sublime
contemporáneo se desarrolló a partir de las ideas de Joseph Addison (1672-
1719), que, bajo la fascinación por Boileau (1636-1711) -el heterodoxo traductor y
prologuista del Tratado de lo sublime de Longino (Paris, 1674)-, publicó el ensayo
Los placeres de la imaginación (1711, 1712). En sus páginas sugirió que lo
pintoresco poseía un carácter intermedio entre lo bello y lo sublime y distinguió
entre belleza y grandeza, ilustrando su teoría con ejemplos pictóricos, al tiempo
que reflejaba su deseo de trasladar las figuras retóricas a un lenguaje visual.
La creación plástica, así como la arquitectónica, perseguían entonces la
elocuencia, de modo que la propuesta que Boileau hacía desde la Retórica se
intentó adaptar al campo de las artes. Al entrar en contacto con el empirismo
británico, lo sublime debilitó su vínculo con la tradición clásica y llegó a
convertirse en el soporte más sólido del prerromanticismo inglés e indiscutida
alternativa al concepto de belleza al uso.
Las disquisiciones acerca de lo sublime se prolongaron hasta inicios del
siglo XIX: Jonathan Richardson Mark Akenside, Edmund Burke, Denis Diderot,
Inmanuel Kant, Friedrich Schiller y Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, entre
otros, discutieron sobre el carácter de lo sublime, su relación con la belleza,
con la experiencia sensible en el escenario natural y las sensaciones que
provoca sobre el individuo, desembocando en el romanticismo, que tomaría el
testigo en el proceso de conformación del paisaje moderno.
Emergería entonces el paisaje interior... El sentimiento de la naturaleza
como fuerza poderosa y avasalladora provocó el afloramiento del telurismo y
pintores como Joseph Mallord William Turner (1775-1851) -salido de la
tradición del pintoresquismo- y John Martin (1789-1854), hicieron de
naufragios, aludes de nieve, cataclismos y tormentas sobrecogedoras una
pintura que sugiere la insignificancia del individuo ante la magnitud indómita de
la naturaleza.
Quizás porque el paisaje permite expresar una conciencia trágica que
enfrenta al artista con su propia civilización, al tiempo que permite constatar la
soledad existencial del hombre moderno, este género triunfó en Alemania a
pesar de las reservas de Schelling, que lo veía como una manifestación
imitativa y puramente empírica, incapaz de transmitir la sensación de fuerza
infinita que esconde la Naturaleza. Ésta no sólo era sublime en su grandeza
inalcanzable, o en su poder indomable, lo era también universalmente en el
caos. En su Filosofía del Arte, recopilación de las conferencias que pronunció
en la Universidad de Jena en 1803-1804, afirmaba que “El caos es la intuición
fundamental de lo sublime… (…) La intuición fundamental del caos se
encuentra en la intuición de lo absoluto, donde todo está en uno y uno en todo,
es el caos originario mismo”.
Precisamente por ello, la expresión de los estados de ánimo a través del
paisaje, la lectura subjetiva de una Naturaleza que se magnifica, fue la gran
aportación del romanticismo alemán. Los panoramas desolados de los paisajes
de Caspar David Friedrich (1774-1840) transmiten una sensación de infinito y
fijan una visión poética del paisaje que se apoya sobre un nuevo concepto de la
relación entre individuo y Naturaleza del que aún somos deudores. La atracción
del abismo fue el título que Rafael Argullol dio al ensayo sobre el paisaje
romántico.
Convertido en género romántico por excelencia, la predilección de la
burguesía hacia el paisaje se acentuó cuando la lectura subjetiva de la
Naturaleza cedió terreno ante las búsquedas realistas ulteriores. A mediados de
siglo XIX el lema era “ver la naturaleza con ojos limpios”, tal y como había
propuesto John Constable (1776-1837), el pintor inglés que hacia 1820 había
pintado fragmentos de cielos con nubes, anotando en su reverso la fecha y la
hora a la que habían sido pintados, convencido de que el cielo era la fuente de la
luz en la Naturaleza y todo lo gobierna.
Pero los ideales sociales que acompañaron al ciclo revolucionario burgués
y el influjo posterior de la asociación que Taine propuso entre “raza” y “medio”,
acabaron por poblar nuevamente al paisaje de personajes, ahora populares; sin
embargo, Camille Corot (1796-1875) intentó plasmar la realidad de la forma más
veraz posible, transmitiendo sensaciones como la luz radiante, o el calor, que
llenan la atmósfera en un día de verano.
En este mismo contexto, el impresionismo comenzó su experimentación
analizando el comportamiento de las figuras al aire libre, avanzando hacia una
pintura plana que rompía con las convenciones tradicionales. Persiguiendo la
fidelidad al instante de la visión directa de la naturaleza, los pintores
renunciaron a la mezcla de los colores en la paleta para aplicar la materia
directamente sobre el soporte, en rápidas pinceladas, sin entretenerse en los
detalles.
Esta manera de pintar se aplicó a paisajes y a temas de la vida
cotidiana, provocando la indignación de quienes ceñían la temática del paisaje
a la tradición pintoresca, sin apreciar que a los impresionistas les interesaba
mostrar el efecto de la luz y el color sobre la realidad coetánea de una manera
abocetada, descomponiendo el contorno de las formas, sin preocuparse tanto
del tratamiento mismo del tema. Se iniciaba así un proceso por el que,
definitivamente, se liberaba la pintura de su habitual servidumbre narrativa y
también de los procedimientos habituales de construcción de la imagen a
través del dibujo y la perspectiva. Se abandonó la consideración global del
escenario en favor de lo fragmentario y se adoptó la visión instantánea por
influencia de la fotografía, aunque la estampa japonesa también contribuyó a
modificar el concepto de encuadre. La contemplación del arte oriental reforzó la
consciencia antiacademicista de los pintores impresionistas y les acentuó su
deseo de apartarse de la pintura tradicional europea.
Aunque Rosalind E. Krauss considera obvio que la propia noción de
paisaje se construye mediante el recurso a lo pintoresco (La originalidad de la
vanguardia y otros mitos modernos, 1985) lo cierto es que a partir del
impresionismo los cambios se han sucedido con ritmo creciente, llegando a
superar los límites de la representación pictórica a la cual se había vinculado la
práctica paisajista en los inicios de la Edad Moderna. Después de cinco siglos
de evolución vinculado a la pintura, el paisaje ha logrado escapar al afán de
objetividad topográfica y a la descripción realista que marcó su trayectoria
inicial, para adentrarse en ámbitos de fantasía e imaginación y convertirse en
una fuente de emociones a la que ha sido incapaz de renunciar el arte
posterior, ni siquiera el más comprometido con la modernidad.
En este sentido no podemos olvidar que Europa alcanzó la vanguardia a
través de la experimentación dentro de este género: vinculadas a los diversos
movimientos artísticos del siglo XX reconocemos visiones del paisaje fauvistas y
expresionistas, lecturas de la naturaleza cubistas, paisajes metafísicos,
neoplasticistas y surrealistas o versiones que se adentran en la abstracción
geométrica o lírica. En singladuras más recientes, opciones más radicales como
el land-art y los earth works, han ampliado los límites del paisajismo: se ha
cuestionado que el paisaje deba permanecer inevitablemente unido a la
práctica pictórica de la mimesis y se ha aproximado a las artes de la acción y al
arte conceptual, legitimando tanto la intervención directa sobre el lugar como el
tratamiento metafórico de la relación del individuo con el arte y la naturaleza,
provocando la desintegración de los límites entre el mundo real y el de la
representación.
A pesar de todos estas alteraciones, detectamos en la práctica del
paisaje contemporáneo la emergencia de aspectos esenciales que han
enriquecido su experiencia en diversos momentos históricos y que ahora,
desde el compromiso con la modernidad, se nos presentan como hitos
indelebles, como islotes imprescindibles que en absoluto impiden la apertura
hacia nuevos horizontes. El fenómeno no responde a una explícita voluntad de
recuperación, a un historicismo intencionado, ni a un revival de aspectos
formales o conceptuales. Su explicación se encuentra en el vigoroso
sentimiento naturalista que se ha asentado en las últimas décadas del siglo XX,
que ha llevado a vincular la experiencia del paisaje contemporáneo a la
investigación sobre nuevas modalidades expresivas.
Sobre el estado del paisaje
Ildefonso Aguilar inició su proyecto paisajista en un ambiente todavía
marcado por la pervivencia de los prejuicios contra el paisaje que surgieron tras
la Segunda Guerra Mundial, cuando la crítica estableció requisitos abstractos e
informalistas para la vanguardia.
Después de la experiencia de los creadores de la vanguardia histórica,
que aplicaron objetos reales al cuadro para evitar fingir su imagen, cuando no
materias y técnicas extrapictóricas con el ánimo de reforzar su voluntad
antiacadémica, el informalismo renunciaba a que el cuadro fuera una
representación del mundo real, planteando que el significado de la obra debería
buscarse a posteriori, una vez finalizada la pieza. De este modo la materia y el
acto de realización de la obra adquirían una importancia inusitada, al tiempo
que ésta adquiría una autonomía absoluta y una apertura máxima -en la
terminología establecida por Umberto Eco (Obra abierta, 1962)- ya que la
interpretación se iniciaba con posterioridad a la ejecución de la pieza, tanto por
el artista, como por los espectadores y, entre ellos, los críticos y los
historiadores.
Esto ocurría simultáneamente en Europa y en Norteamerica, donde
Jackson Pollock (1912-1956) situaba la tela directamente sobre el suelo y, casi
sin emplear la brocha, vertía directamente la pintura de fabricación industrial
sobre el soporte para esparcirlo con sus pies y, en ocasiones con sus manos,
transitando sobre el espacio pictórico mientras ejecutaba la obra: así el cuadro
resultaba de una acción gestual, espacialista y matérica.
Entonces se asaeteaba la práctica del paisaje desde la falaz confusión
de la actitud naturalista con la representación figurativa, de modo que, a
instancias de la crítica más comprometida, el reconocimiento del espíritu
naturalista cedió su lugar a otras opciones.
Tras este momento en el que la voluntad de modernidad impedía
escuchar los sonidos de la tierra, algunas experiencias radicales surgidas en la
década de los setenta abrieron nuevas perspectivas: el land-art estableció un
diálogo nuevo entre el individuo y la naturaleza y legitimó la aproximación del
cine y la fotografía al paisaje para elaborar una imagen natural nueva con el
concurso de las nuevas tecnologías, mientras los salvajes alemanes
expresaban de forma desgarrada la resonancia de valores primitivos. Pero
especialmente en la década de los ochenta, justo cuando se tomaba conciencia
acerca de la pertenencia de nuestra cultura al gran ciclo de la Ilustración, y
mientras la posmodernidad reafirmaba su sensibilidad multicultural enunciando
diversas representaciones de la alteridad, fue cuando se institucionalizó la
nostalgia de los orígenes.
Como consecuencia, remitieron los juicios apasionados contra el paisaje
y surgió entre los críticos una mayor sensibilidad hacia diversos logros
artísticos anteriores, tanto de la vanguardia heroica como de tiempos más
remotos, cuya vigencia llevó a plantear su posible actualización, produciéndose
un definitivo enfriamiento del debate entre modernidad y tradición, entre arte
figurativo y abstracto, hasta llegar al extremo de que ambas tendencias hoy
han desdibujado las inquebrantables fronteras que antaño les separaron.
Se comenzó a aceptar que cada tendencia de vanguardia, en su huida
del dogmatismo, había vivido agónicamente el ansia de renovación, sin darse
cuenta de que al perseguir la esencia misma del cambio, labraban su propia
tradición. Y, al mismo tiempo, se percibía con nitidez que el nuevo paisajismo
estaba fuertemente asido a una tradición específica -comparativamente joven,
si tenemos en cuenta la extensión del diálogo entre hombre y Naturaleza en
Occidente-; nos referminos a la singladura del sentimiento naturalista.
Sin duda, esta confluencia de tradiciones diversas que ha vinculado la
expresión creativa del paisaje a gestos y actitudes esenciales que sitúan al arte
en la encrucijada entre lo real y lo ideal, entre el sentimiento y la
representación, se ha debido a un grupo escaso de artistas que no se dejó
seducir por los cantos de sirena de la crítica y el éxito fácil, para reafirmar el
carácter del paisaje como espacio de investigación.
En este panorama, se nos revelan como auténticos paisajistas aquellos
creadores que al interpretar lo natural se han adentrado en territorios de ficción,
renunciando a la transcripción objetiva de la apariencia del paisaje para ofrecer
vivencias primordiales, el espíritu de la Tierra.
Este marcado sentimiento naturalista, que lleva a emprender una
permanente búsqueda de nuevas formas y lenguajes para expresar el
sentimiento de la Naturaleza, subraya la excepcionalidad de Ildefonso Aguilar,
artista que, durante la era de los cambios, avanzaba hacia una expresión cada
vez más esencial de la magia natural del paisaje, a partir del estímulo sensible
de la Naturaleza, imprescindible para convertir la creación de paisajes en un
ejercicio imaginativo, en la brecha abierta antaño por la pintura oriental y luego
legitimada por la estética de las sensaciones en el siglo XVIII, desde el
subjetivismo romántico y desde una concepción que supera la estética del
fragmento impresionista o la búsqueda informalista de una obra matérica
construida con arenas extraídas de la Naturaleza y, en definitiva, una obra abierta
en la que es posible detectar una lógica paisajista.
Había surgido otro paisaje, como punto de encuentro entre valores
nuevos y permanentes: los conceptos más audaces maclados perfectamente
con los logros alcanzados en los cinco últimos siglos de práctica del paisaje
evidenciaban que la travesía del desierto había enriquecido al paisajismo.
Sin embargo, la crítica y la historiografía ha tardado demasiado en
descubrir que el auténtico paisaje nada tiene que ver con el género pictórico que
emprende retratos de lugares y que el arte del paisaje de finales del siglo XX han
superado los límites de los géneros tradicionales e incluso los de la
representación. Por ello, estos medios intelectuales se encuentran hoy en
mejores condiciones para afrontar la valoración de las propuestas creativas de
Ildefonso Aguilar, desde la consideración del nexo que la vanguardia heroica
estableció entre arte y vida y desde el reconocimiento de la capacidad del
artista para hacer confluir en la obra diversos géneros y lenguajes expresivos,
dentro de un proyecto creativo que, como su existencia personal, está marcado
por la vivencia de la naturaleza volcánica de la isla.
Paisajes audibles: una exposición
Desde el reconocimiento de un doble compromiso, con la investigación
artística y con el sentimiento de la naturaleza, vertebramos esta aproximación a
la propuesta de “Paisajes audibles” que presenta Ildefonso Aguilar en las salas
de la Casa de la Cultura y en la galería Punto de Encuentro con el Arte
(Arrecife, Lanzarote), expresión patente de investigación del artista dentro de
las coordenadas de la expresión audiovisual, de la confluencia entre la
fotografía, la música y la pintura, para trabajar directamente con elementos
naturales extraídos de la corteza terrestre.
Los paisajes audibles de Ildefonso Aguilar evidencian que el artista ha
renunciado a describir el mundo con las herramientas del realismo, optando por
la conjunción de estrategias propias de diveros lenguajes que aúna para
expresar de manera sugestiva la metamorfosis creativa del paisaje y transmitir
el misterioso telurismo de la Naturaleza.
Al propiciar el encuentro entre ellos y favorecer que interactúen ya
integrados en el ámbito audiovisual, Ildefonso Aguilar ha encontrado el modo
de intensificar el efecto subyugador de la obra, que parece sobrepasar no sólo
los límites perceptivos de espectador, sino también los del mismo creador, que
logra expresar su sentimiento de la Naturaleza y transmitir su esencia, su
verdad –la del paisaje, la del artista- en un ejercicio revelador.
Ildefonso Aguilar al sobrepasar el límite de las apariencias y acceder a lo
esencial, se ha situado en la antesala de la abstracción, aportando una nueva
dimensión al paisaje. Este poderoso sentimiento de lo natural hace que
apreciemos en su obra una evocación de lo primigenio que da a su pintura un
valor de permanencia expresivo de la independencia del artista, pues la
relación armónica del creador con la Naturaleza marca el ritmo de la evolución
de su arte, experimentando escasos sobresaltos, acorde con un ritmo vital.
En los últimos treinta y cinco años, la vida y la obra de Ildefonso Aguilar
ha girado en torno a su personal modo de sentir el paisaje próximo, aunque
esta coherencia le ha situado casi siempre contracorriente respecto al convulso
avance del arte de su tiempo, empeñado en calcinar etapas, absorto en un
proceso de huida hacia delante acorde con las consignas de la crítica y la
moda.
Desde la perspectiva del compromiso espacial del artista, hay que
entender el montaje de esta exposición como un elemento importante del
proyecto, pues una exposición como ésta supone algo más que la muestra de
su producción última: supone una respuesta al reto de habitar un edificio con
imágenes y sonidos que expresan el diálogo sostenido entre Ildefonso Aguilar y
la isla de Lanzarote.
En el estadio actual de su práctica paisajista, Ildefonso Aguilar presenta
tres tipologías de obras: de un lado, cuadros realizados con arena a las que
aplica cada vez menos témperas, paisajes interiores que constriñe a la
dimensión del soporte de chapa marina; de otro, imágenes fotográficas,
reproducciones monocromas a partir de negativos que altera manualmente
para añadir grafismos abstractos a la imagen lejana de relieves volcánicos o a
las visiones macroscópicas del paisaje que el artista realiza vertiendo arenas
sobre el suelo para captarlas con la cámara fotográfica. Pero además de estas
imágenes estáticas de formato marcadamente horizontal que reflejan el
ejercicio de apropiación creativa de lo natural, Aguilar sugiere la emoción
sostenida de sus paisajes audibles a través de instalaciones, espacios
audiovisuales transitables en los que se funden la experiencia táctil, auditiva y
visual, añadiendo una dimensión temporal a la vivencia espacial.
Transitar la naturaleza, crear un paisaje
La experiencia sublime de la isla y el reencuentro con el paisaje interior
marcan la esencia de los cuadros que presenta Ildefonso Aguilar dentro de la
serie “Paisajes audibles”, obras que se engarzan sin estridencias dentro de la
trayectoria de su obra anterior, aunque las nuevas imágenes que nos presenta
avanzan hacia un nuevo estadio que ofrece dificultades tanto para el análisis
crítico como para la interpretación histórica de su significación.
Quizás el primer elemento destacable de la aventura paisajista de
Ildefonso Aguilar cuando va a emprender una nueva serie temática es la
experiencia directa de la Naturaleza, los viajes que realiza a través de desiertos
y malpaíses, por lastrones y roferos, buscando al pie de la vegetación xerófila
el depósito de arena que el viento ha hecho a modo de zoco natural, para
recolectar arenas de diferente tonalidad y calibre para luego aplicar sobre el
tablero de chapa marina encolado.
Al viaje a la Naturaleza para buscar elementos del paisaje con los que
componer sus cuadros, se añade su peculiar técnica, basada en la aplicación
directa de las arenas, respetando su textura, sin recurrir a utensilios pictóricos o
herramientas. El rodillo y la brocha se emplean para preparar la superficie, para
aplicar la sustancia adhesiva que ha de retener la arena que Aguilar vierte
arrojándola desde la altura, de modo que la obra es el resultado de la
superposición de sucesivos gestos que el artista describe en el aire cuando
lanza la arena volcánica que había albergado en el cuenco de su mano.
La arena refuerza así su valor estructural y tectónico, pero no la emplea
como lo habían hecho anteriormente André Masson en 1928 o artistas
posteriores como Antonio Povedano (1918-), Manolo Millares (1926-1972) Juan
Ismael González Mora (1907-1981) o César Manrique (1919-1992), para crear
una textura o un volumen sobre el que aplicaban luego la pintura, sin que exista
una correespondencia entre el fondo y el asunto pintado, sin darle un
protagonismo absoluto a la materia pétrea.
El cuadro se construye como un paisaje, sobre un tablero dispuesto
horizontalmente en el suelo que recoge el depósito de arenas; pero el artista
araña y destruye parcialmente las formas creadas para recuperar capas
anteriores de diferente color que enriquecen la textura y el cromatismo de las
superficies, actuando con una lógica estratigráfica. A una acción extractiva más
que al dibujo se debe la emergencia de grafismos tenues que recuerdan la
huella que los reptiles trazan con su cola al andar sobre la arena o las orlas que la
espuma de las olas generan cuando el mar lame la orilla, justo antes de que la
resaca las devuelva al Océano. Se trata de trazos efímeros en el paisaje natural
que el artista contempla desde una voluntad de permanencia, fijándolos junto a
las sugestiones de una orogenia vigorosa que nos remite al momento eruptivo
inicial, cuando el resplandor de la luz redujo el color a la extrema dualidad entre lo
blanco y lo negro, entre la plenitud del paisaje y el vacío.
Esta luz intensa evoca sonidos telúricos que sugieren una dimensión
temporal: el silencio inquietante como el sonido intenso se sostiene en el
tiempo. Igual ocurre con las zonas de sus cuadros donde reverbera el paisaje:
la arena que agita el viento en una llanura infinita transcurre a lo largo de un
espacio temporal.
Pero si algo sorprende sobremanera en su actual etapa es la renuncia casi
completa al empleo de otro cromatismo que no sea el propio de la materia
natural, la arena de la isla de Lanzarote, con la que elabora sus piezas, siendo
leve la aplicación de otros pigmentos. Con estos escuetos pero dramáticos
recursos plásticos Ildefonso Aguilar alcanza una efectividad máxima a la hora de
provocar una experiencia sublime en el espectador, ante cuadros que
convenimos en considerar paisajes, porque el artista parte de una conciencia
naturalista y de una experiencia del paisaje de la isla, aunque no ofrezca
referencias directas a un paisaje real.
El paisaje, lo es al final porque el espectador contribuye a ello, en su
retina se construye la ilusión del paisaje a partir de las sutiles alusiones de
Ildefonso Aguilar a un paisaje interior poblado de ecos audibles que nos
estremecen. De este modo, el artista nos transporta míticamente a una vivencia
primigenia, al momento en el que el paisaje inició su formación /
transformación, una metamorfosis activa que se percibe nítidamente en un
lugar como Lanzarote, cuando el jable sopla con fuerza y la arena procedente
de África atraviesa la isla de costa a costa.
Pero esta obra ante todo es matérica: al observarla tendida en el suelo y
girar a su alrededor ofrece múltiples puntos de vista. En esa posición, la pieza
responde a una lógica perceptiva de acumulación de la arena sobre la
superficie que emula el proceso natural de conformación del paisaje. Luego,
este cuadro autónomo se sustrae del contexto arenoso en el que se
prolongaba, dejando en el suelo del estudio, como huella de su elaboración, un
hueco rectangular, un negativo del soporte, un no-lugar en la terminología de
Robert Smithson recogida por Tonia Raquejo en su Land art (1998). Extraído
ya el cuadro de este ámbito, se impone su visión vertical y el artista elige un
sentido único de visión. Entonces emerge la ilusión de un paisaje concreto.
Instalaciones audiovisuales: la Naturaleza acotada
La sugerencia de que la obra se prolonga más allá de los límites del
cuadro ha llevado al artista a prescindir del soporte y a plantear la actuación
directa sobre el espacio expositivo, a través de instalaciones audiovisuales,
creando ámbitos donde fotografía, pintura y música, sutilmente enlazados a
través de un empleo funcional de las nuevas tecnologías informáticas, de las
que Ildefonso Aguilar hace un uso escasamente hiperbólico, pues las integra
en su proyecto con un carácter meramente instrumental, para hacernos
partícipes de sensaciones que ya somos incapaces de percibir por nosotros
mismos debido a la huida de la Naturaleza que ha impuesto el afán de
modernidad.
El personal uso que hace de la tecnología ha convertido a su obra en
punto de encuentro multimedia, al margen de orientaciones críticas, intereses
comerciales o convenciones sociales. Pionero en el ámbito de las instalaciones
audiovisuales paisajistas -las primeras experiencias datan de 1970-, en cada
propuesta nos sugiere que la obra artística es el resultado de un proceso
orogénico, del cual resulta un espacio de ficción transitable en el que el
espectador experimenta una vivencia personal de la sublimidad de la
Naturaleza, experimentando sensaciones en las que lo real y lo ideal se
confunden.
Y es que, al circular a través de un espacio acotado de una instalación
audiovisual, con el suelo recubierto de arena, el espectador protagoniza una
sensación táctil análoga a la que protagonizó el creador cuando emprendió la
búsqueda de los materiales. Por ello Tonia Raquejo le recoge en su sección “A
propósito de lo sublime y lo primordial” de Land Art junto con otros artistas
españoles.
La vivencia sublime de lo natural se potencia con la proyección sobre las
paredes de fragmentos fotográficos de paisajes y texturas de la isla, al tiempo
que los sonidos musicales compuestos por el propio artista para esta
instalación envuelven al espectador, resultando una experiencia sensorial
insólita, una vivencia sublime de la naturaleza volcánica de la isla, que nace de
la experiencia cotidiana de transitar la erizada piel del malpaís, escuchando a la
Naturaleza.
Hubo un momento anterior en Occidente en el que se planteó el espacio
artístico como punto de encuentro de todas las artes con la literatura,
especialmente en el “jardín de itinerario”, que implicaba una actuación directa
sobre la naturaleza, haciendo del lugar un escenario modificado por el hombre
para propiciar que, al pasear, pudiera asistir el espectador a representaciones
panorámicas que ilustraban un pasaje literario expresado con lógica pictórica –
la misma que regía la composición de los paisajes pintorescos-, dentro de una
secuencia argumental que el paseante percibía durante su avance por estos
jardines. Por ello, a esta modalidad de jardín también se le denominó “de
recorrido” o “de circuito”.
Los diversos elementos del jardín marcaban las pautas de una narración,
también el discurrir por el espacio artístico, anticipando ideas análogas que
defendió luego la vanguardia histórica. Así, el espacio Merz, ámbito artístico
construido con los desperdicios que iba coleccionando Kurt Schwitters (1887-
1948) en el interior de su propia vivienda, en las casas que habitó en Hannover
(1923) y luego en Noruega (1937) e Inglaterra (1945). Más recientemente,
encontramos resonancias de entonces en los espacios inmersivos surgidos con
el avance de la realidad virtual y la aplicación de la inteligencia artificial a la
creatividad artística contemporánea.
Las instalaciones, como el jardín, constituyen espacios artificiales en los
que se puede acotar lo natural. Las instalaciones que presenta Ildefonso
Aguilar en la muestra “Paisajes audibles” constituyen dos espacios
interrelacionados a través del sonido que traspasa la membrana de madera
que separa las dos plantas de la sala de exposiciones de la Casa de la Cultura
de Arrecife de Lanzarote.
Estas instalaciones se basan en la proyección de imágenes fotográficas de
estructuras pétreas, fragmentos de lastrones y callaos de la orilla del mar,
sobre la pared blanca, a la vez que se reflejan sobre paneles de espejo
situados en el fondo del habitáculo negro con suelo de arena en el que discurre
el espectador, sintiéndose inmerso en un espacio visual y táctil donde las
imágenes que se proyectan y reflejan se potencian con la música, haciendo
que la experiencia sensorial ejerza una poderosa sugestión en el espectador.
Sin embargo, este efecto es aún superior cuando el artista no ofrece imágenes
fotográficas tomadas del paisaje y proyecta imágenes abstractas arañadas
sobre la emulsión de negativos velados previamente y gestos de arena que el
artista ha registrado fotográficamente en el suelo de su estudio o al andar el
paisaje de la isla.
Al abandonar la exposición, sentimos. Y quizás sólo haya sido porque
Ildefonso Aguilar ha compartido con nosotros sus sensaciones, cuando vence
el vértigo y se asoma al interior del volcán, cuando penetra por las grietas del
malpaís y transita los tubos volcánicos, o cuando en medio de la noche la
espuma de las olas deposita ante sus pies arenas negras, arenas claras y otras
arenas aún sin nombre, sugiriéndole, al caminar por la orilla del mar, el límite
impreciso que separa a los elementos, especialmente cuando el jable azota la
costa y la arena lo invade todo.
Federico Castro Morales
Aranjuez, mayo de 2001