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Ildefonso Aguilar: la permanencia de una emoción en el paisaje Al contemplar la obra última de Ildefonso Aguilar y recordar otras piezas expuestas en los últimos seis años en Arrecife, Santa Cruz de Tenerife, Madrid, Bilbao, Pontevedra, Alemania o Suiza, reconocemos a un artista en tránsito permanente, sumido en un proceso profundo de investigación plástica y vital que le lleva a romper progresivamente los límites tradicionales del paisaje para acercar géneros artísticos que habitualmente discurren por vías autónomas e independientes, logrando su completa fusión y fascinante metamorfosis. El deseo de plasmar este nexo integral entre arte, vida y naturaleza ha sido el motor de las transformaciones que detectamos en su dicción creativa, logrando integrar de forma efectiva los diversos lenguajes visuales que se han ido desarrollado a lo largo del Ochocientos y el Novecientos a través del sonido. Con sus propuestas creativas, Ildefonso Aguilar consigue que el espectador se sienta más próximo al logro de la obra de arte total, la mayor aspiración planteada por el arte en el siglo XX; una meta que implicaba a su vez la fusión entre el arte y la vida; también que el arte fuera capaz de estremecer nuestra sensibilidad y despertar ese adormecido vínculo con la naturaleza que late sobre nuestro lado más oculto e instintivo. Y es que Ildefonso Aguilar ha logrado vivir de acuerdo con sus propias pautas estéticas para alcanzar una más sincera expresión de su sentimiento de la Naturaleza y, al mismo tiempo, proyectar su obra sobre la realidad física de la isla que vive, haciendo que del diálogo con el lugar surja algo más que metáforas, alusiones o ilusiones pictóricas. Al utilizar de manera sincera el material volcánico en su obra, respetando su condición edáfica, potencia tanto la naturaleza mineral de las arenas como la sugestión de la orogénesis de un paisaje joven. Sin embargo, las referencias espacio-temporales no resultan evidentes. El artista nos sitúa

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Page 1: Federico Castro. La permanencia de una emoción en el paisaje · Sobre los paisajes y el Paisaje Los paisajes se conciben hoy como una construcción cultural unida al diálogo que

I ldefonso Aguilar: la permanencia de una emoción en el paisaje

Al contemplar la obra última de Ildefonso Aguilar y recordar otras piezas

expuestas en los últimos seis años en Arrecife, Santa Cruz de Tenerife, Madrid,

Bilbao, Pontevedra, Alemania o Suiza, reconocemos a un artista en tránsito

permanente, sumido en un proceso profundo de investigación plástica y vital

que le lleva a romper progresivamente los límites tradicionales del paisaje para

acercar géneros artísticos que habitualmente discurren por vías autónomas e

independientes, logrando su completa fusión y fascinante metamorfosis.

El deseo de plasmar este nexo integral entre arte, vida y naturaleza ha

sido el motor de las transformaciones que detectamos en su dicción creativa,

logrando integrar de forma efectiva los diversos lenguajes visuales que se han

ido desarrollado a lo largo del Ochocientos y el Novecientos a través del

sonido.

Con sus propuestas creativas, Ildefonso Aguilar consigue que el

espectador se sienta más próximo al logro de la obra de arte total, la mayor

aspiración planteada por el arte en el siglo XX; una meta que implicaba a su

vez la fusión entre el arte y la vida; también que el arte fuera capaz de

estremecer nuestra sensibilidad y despertar ese adormecido vínculo con la

naturaleza que late sobre nuestro lado más oculto e instintivo. Y es que

Ildefonso Aguilar ha logrado vivir de acuerdo con sus propias pautas estéticas

para alcanzar una más sincera expresión de su sentimiento de la Naturaleza y,

al mismo tiempo, proyectar su obra sobre la realidad física de la isla que vive,

haciendo que del diálogo con el lugar surja algo más que metáforas, alusiones

o ilusiones pictóricas.

Al utilizar de manera sincera el material volcánico en su obra,

respetando su condición edáfica, potencia tanto la naturaleza mineral de las

arenas como la sugestión de la orogénesis de un paisaje joven. Sin embargo,

las referencias espacio-temporales no resultan evidentes. El artista nos sitúa

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ante una tierra sin referencias espaciales concretas, ajena a un instante

puntual. Quizás por ello, estos paisajes invocan la cara más ancestral e

instintiva de nuestra naturaleza humana.

Cuando la obra de un creador incita la reflexión sobre el proceso

creativo, sobre la relación inconsciente que sostenemos con la Naturaleza y

con el pasado, vale la pena escribir sobre Arte. La obra paisajista de Ildefonso

Aguilar tiene la virtud de rozar la piel que ha mantenido dormido en algún

rincón del olvido el Paisaje que todos, en algún espacio ajeno al tiempo que

vivimos, hemos transitado y que, con el carácter de una revelación, ahora

aflora al contemplar su propuesta plástica y al aproximarnos a su compromiso

vital. Resulta esperanzador que esto ocurra, porque nos habíamos

acostumbrado a obtener una sensación de ausencia de diálogo al situarnos

ante una obra artística, resultando de la experiencia estética un incremento de

nuestro vacío existencial. Pocos creadores tienen la capacidad de despertar la

empatía del espectador y, mucho menos, de provocar la sensación de que la

obra creada ha rozado nuestra identidad personal o colectiva.

Ildefonso Aguilar con sus “Paisajes audibles” suscita experiencias

sensibles y reflexiones sobre nuestra relación personal y cultural con el arte, el

entorno y la historia. De dichas sugestiones y pensamientos surge el presente

texto; también del deseo de compartir con el lector –y con el artista- el reflujo de

una propuesta audiovisual insólita.

Sobre los paisajes y el Paisaje

Los paisajes se conciben hoy como una construcción cultural unida al

diálogo que establece el hombre con el territorio. Existen tantos paisajes como

sociedades, pero también espacios naturales inalterados que atraen la atención

de individuos que muestran una marcada predisposición hacia la vivencia de lo

natural. La sensación que suscita la Naturaleza se ha expresado a través del

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paisaje, realidad especular que, casi siempre, más que proyectar la imagen del

lugar nos ofrece una visión del sujeto que observa. Por ello, cuando nos

aproximamos a un paisaje artístico resulta imprescindible interesarnos por la

experiencia individual que precede a la creación, tanto como por el instante de

la creación, porque en el proceso del paisaje la mirada se torna voluntad

creativa y de ella, al fin, surge la obra.

La obra paisajista refleja una misteriosa relación entre el creador y la

Naturaleza, capaz de provocar en el espectador la sensación de reencuentro

con una visión que le es próxima, más allá de la sugerencia del lugar evocado,

como si el paisajista hubiera enunciado un signo personal y universal a la vez.

En sentido estricto, el paisaje ha estado siempre ahí; pero, desde el

inicio de los tiempos, la visión de la Naturaleza nunca ha sido objetiva. En un

principio debió provocar curiosidad, sorpresa e incluso temor. Quizás la

vivencia terrorífica del ámbito inmediato fue la causa de que pasaran miles de

años sin que el hombre pudiera apreciar estéticamente la huella que sus

pisadas sobre la arena o el rastro que los animales dejan al transitar la

superficie terrestre, grafismos efímeros que el viento borra cuando arrastra la

arena para someter el paisaje a su trazado.

A pesar del tiempo que el hombre lleva sobre la superficie terrestre y al

esfuerzo emprendido por las altas culturas para explicar la presencia del

hombre en el mundo, la razón de su existencia y del espacio donde transcurre

su vida, a través de complejas cosmogonías, de relatos míticos en los que se

expresa un vínculo de los elementos con un destino cósmico, sorprende la

atracción misteriosa que hoy la Naturaleza sigue ejerciendo sobre los

individuos.

Hablamos de una preocupación permanente que ha cobrado diversas

expresiones culturales en Occidente: así, cuando daba sus primeros pasos, la

cultura clásica personificaba las fuerzas de la naturaleza y mostraba a los

dioses y a los héroes en un espacio verosímil donde las apariencias de lo

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inmediato, las vivencias del espacio conocido, carecían de significación

paisajista autónoma, pero expresaban un sentimiento hacia la Naturaleza que

remitió entre nosotros durante la Edad Media.

Contrasta esta realidad con la oriental, porque, justo cuando Europa se

adentraba en el Medievo y el cristianismo despreciaba el mundo terrestre,

surgía en China el paisaje, de la mano de Ku K’ai-chih. A partir de este pintor

taoista del siglo IV el paisaje quedó vinculado a una relación armónica del

hombre con la Naturaleza que alcanzó su cénit en el siglo X, en las fases

finales del periodo Tang, cuando se comenzó a sentir vida en el ámbito natural

y a expresarla a través de una pintura que despreciaba el naturalismo

tradicional, basado en la mímesis de la Naturaleza. Fue entonces cuando Ching

Hao, distinguiendo entre la verdad y la apariencia, sintió que las manchas con las

que el artista expresa el volumen de los objetos generan un entorno atmosférico

que subraya la veracidad de la pintura (Pi-fa chi, Apuntes acerca del método del

pincel, h.900-960). Los chinos comenzaron a sentir una íntima comunión con la

Naturaleza que se tradujo en la emancipación creativa del paisaje respecto de los

demás géneros de la tradición pictórica, e incluso del dictado de la realidad física

del entorno, para dejarse guiar por el corazón, por el sentimiento, en una

búsqueda solitaria de la verdad interna, del principio mismo de la Naturaleza, con

el apoyo de la meditación zen.

En Europa la ausencia de este sentimiento naturalista fue responsable

del tardío surgimiento del paisaje plástico. En un magnífico ensayo, El arte del

paisaje, Kenneth Clark al seguir la evolución pictórica del género en Europa,

afirmó que el mundo europeo moderno se caracteriza por la vivencia de lo natural

y, como consecuencia, consideró a Petrarca (1304-1374) primer hombre

moderno, pues, antes que los humanistas, expresó la sensibilidad ante la

naturaleza precisa para que exista la pintura de paisaje: escaló montañas por

mero placer, para disfrutar del panorama, en un intento de establecer la armonía

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perdida entre el individuo y el mundo que le rodea y restablecer el ideal de la

belleza natural en el seno de una agonizante cultura escolástica.

Ya plenamente instalado en los parámetros culturales renacentistas,

Leonardo da Vinci (1452-1519) desde una posición científica y desde el deseo de

comprender el carácter y origen de las rocas, realizó también escaladas a montes

para estudiar con profundidad su estructura geológica. Sin embargo, sus relatos

literarios sobre su experiencia naturalista, así como las pinturas posteriores que

recrearon los apuntes de formas geológicas dibujados en contacto directo con la

Naturaleza, fueron idealizados por el artista, pues creía que la imaginación podía

desarrollarse a partir de una referencia concreta del paisaje, interpretando

libremente los bocetos. Pero la teoría estética del Renacimiento insistía en que el

verdadero valor de una pintura dependía de la importancia moral o histórica de su

tema, de modo que el paisaje basado en la vivencia, en la percepción, no pudo

triunfar frente al paisaje construido con las herramientas de la perspectiva

artificial, ni tampoco pudo liberarse de la servidumbre literaria.

La representación de una verdadera impresión visual y emocional de la

naturaleza no fue suficiente motivo para justificar la realización de una obra de

arte y el paisaje sólo tuvo protagonismo como fondo de las composiciones

hasta el siglo XVII, momento en el que adquirió carácter de género autónomo,

de la mano de los pintores holandeses. Ellos dieron el paso definitivo hacia el

paisaje abierto, restando atención a lo que acontece en el plano terrestre para

mirar con intención pictórica los amplios cielos de su país, el continuo movimiento

de las nubes y el efecto cambiante de la luz sobre los objetos, de modo que la

representación de la atmósfera se convirtió en el objetivo primordial de la pintura

de paisaje.

Luego, los artistas británicos a inicios del siglo XVIII concedieron mayor

confianza a lo sensorial: con el estímulo del pensamiento empirista local,

prevaleció la emoción directa de la Naturaleza sobre la visión que ofrecía la

pintura tradicional europea y se buscó en la experiencia del paisaje oriental

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nuevas fórmulas y, a partir de la síntesis de estos tres elementos, se conformó

el paisaje pintoresco. Pero el empirismo no sólo prestigió el mundo de las

sensaciones, sino también el de la imaginación, hasta el punto de convertir a la

experiencia y la imaginación en los pilares fundamentales de la teoría plástica

del pintoresquismo: Alexander Cozens diseñó en 1765 un método para la

pintura de paisaje que garantizaba la relación sincera del individuo creador con

el entorno natural, así como la participación de la imaginación en el proceso

creativo. Maduró su teoría durante años y en 1785 ofreció su versión definitiva

bajo el título Nuevo método de ayuda a la creación en la composición del dibujo

de paisaje, en el que sostenía que el artista debía reflejar las sensaciones en

una serie de manchas aparentemente casuales, porque de estas manchas

iniciales, realizadas preferentemente a la acuarela, surgía la idea o concepto de

la obra.

Una vez impregnado de naturaleza, el artista reelaboraba y clarificaba el

dato sensorial, según su propia técnica mental y manual, a través de un

proceso en el que no intervenía la razón, sino la imaginación, elevando la

experiencia natural desde la sensación visual hasta el sentimiento. Por ello, los

bocetos de Alexander Cozens se situaron en la antesala de la abstracción,

aunque no podemos olvidar que se trataba de obras intermedias, apasionantes

bosquejos realizados a partir de manchas. De modo que también se

fantaseaba el paisaje, y se hacía para suscitar una mayor impresión en el

espectador, siguiendo las pautas iconográficas establecidas por Wiliam Gilpin

en Sobre la belleza pintoresca, el viaje pintoresco y la pintura de paisaje

(1792), texto en el que emprendía una defensa de la diversidad y el contraste,

la rugosidad y el desorden, los efectos de claroscuro.

Esta teoría de la sensibilidad resultó muy fructífera para la evolución

posterior del arte, ya que reclamaba la participación activa del espectador en el

hecho artístico y situaba el disfrute de la obra en un plano emocional paralelo al

de la propia creación. Y para ello, el pintoresquismo, en su apertura hacia la

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creación libre de paisajes, incorporó elementos de la estética de lo sublime,

reforzando la potencialidad subjetiva del paisaje.

Lo sublime había adquirido formulación teórica con anterioridad a la

estética de lo pintoresco; no obstante, en sentido estricto, ambas discurrieron

paralelas a lo largo del Setecientos, entrecruzando sus rumbos. Pero lo sublime

contemporáneo se desarrolló a partir de las ideas de Joseph Addison (1672-

1719), que, bajo la fascinación por Boileau (1636-1711) -el heterodoxo traductor y

prologuista del Tratado de lo sublime de Longino (Paris, 1674)-, publicó el ensayo

Los placeres de la imaginación (1711, 1712). En sus páginas sugirió que lo

pintoresco poseía un carácter intermedio entre lo bello y lo sublime y distinguió

entre belleza y grandeza, ilustrando su teoría con ejemplos pictóricos, al tiempo

que reflejaba su deseo de trasladar las figuras retóricas a un lenguaje visual.

La creación plástica, así como la arquitectónica, perseguían entonces la

elocuencia, de modo que la propuesta que Boileau hacía desde la Retórica se

intentó adaptar al campo de las artes. Al entrar en contacto con el empirismo

británico, lo sublime debilitó su vínculo con la tradición clásica y llegó a

convertirse en el soporte más sólido del prerromanticismo inglés e indiscutida

alternativa al concepto de belleza al uso.

Las disquisiciones acerca de lo sublime se prolongaron hasta inicios del

siglo XIX: Jonathan Richardson Mark Akenside, Edmund Burke, Denis Diderot,

Inmanuel Kant, Friedrich Schiller y Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, entre

otros, discutieron sobre el carácter de lo sublime, su relación con la belleza,

con la experiencia sensible en el escenario natural y las sensaciones que

provoca sobre el individuo, desembocando en el romanticismo, que tomaría el

testigo en el proceso de conformación del paisaje moderno.

Emergería entonces el paisaje interior... El sentimiento de la naturaleza

como fuerza poderosa y avasalladora provocó el afloramiento del telurismo y

pintores como Joseph Mallord William Turner (1775-1851) -salido de la

tradición del pintoresquismo- y John Martin (1789-1854), hicieron de

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naufragios, aludes de nieve, cataclismos y tormentas sobrecogedoras una

pintura que sugiere la insignificancia del individuo ante la magnitud indómita de

la naturaleza.

Quizás porque el paisaje permite expresar una conciencia trágica que

enfrenta al artista con su propia civilización, al tiempo que permite constatar la

soledad existencial del hombre moderno, este género triunfó en Alemania a

pesar de las reservas de Schelling, que lo veía como una manifestación

imitativa y puramente empírica, incapaz de transmitir la sensación de fuerza

infinita que esconde la Naturaleza. Ésta no sólo era sublime en su grandeza

inalcanzable, o en su poder indomable, lo era también universalmente en el

caos. En su Filosofía del Arte, recopilación de las conferencias que pronunció

en la Universidad de Jena en 1803-1804, afirmaba que “El caos es la intuición

fundamental de lo sublime… (…) La intuición fundamental del caos se

encuentra en la intuición de lo absoluto, donde todo está en uno y uno en todo,

es el caos originario mismo”.

Precisamente por ello, la expresión de los estados de ánimo a través del

paisaje, la lectura subjetiva de una Naturaleza que se magnifica, fue la gran

aportación del romanticismo alemán. Los panoramas desolados de los paisajes

de Caspar David Friedrich (1774-1840) transmiten una sensación de infinito y

fijan una visión poética del paisaje que se apoya sobre un nuevo concepto de la

relación entre individuo y Naturaleza del que aún somos deudores. La atracción

del abismo fue el título que Rafael Argullol dio al ensayo sobre el paisaje

romántico.

Convertido en género romántico por excelencia, la predilección de la

burguesía hacia el paisaje se acentuó cuando la lectura subjetiva de la

Naturaleza cedió terreno ante las búsquedas realistas ulteriores. A mediados de

siglo XIX el lema era “ver la naturaleza con ojos limpios”, tal y como había

propuesto John Constable (1776-1837), el pintor inglés que hacia 1820 había

pintado fragmentos de cielos con nubes, anotando en su reverso la fecha y la

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hora a la que habían sido pintados, convencido de que el cielo era la fuente de la

luz en la Naturaleza y todo lo gobierna.

Pero los ideales sociales que acompañaron al ciclo revolucionario burgués

y el influjo posterior de la asociación que Taine propuso entre “raza” y “medio”,

acabaron por poblar nuevamente al paisaje de personajes, ahora populares; sin

embargo, Camille Corot (1796-1875) intentó plasmar la realidad de la forma más

veraz posible, transmitiendo sensaciones como la luz radiante, o el calor, que

llenan la atmósfera en un día de verano.

En este mismo contexto, el impresionismo comenzó su experimentación

analizando el comportamiento de las figuras al aire libre, avanzando hacia una

pintura plana que rompía con las convenciones tradicionales. Persiguiendo la

fidelidad al instante de la visión directa de la naturaleza, los pintores

renunciaron a la mezcla de los colores en la paleta para aplicar la materia

directamente sobre el soporte, en rápidas pinceladas, sin entretenerse en los

detalles.

Esta manera de pintar se aplicó a paisajes y a temas de la vida

cotidiana, provocando la indignación de quienes ceñían la temática del paisaje

a la tradición pintoresca, sin apreciar que a los impresionistas les interesaba

mostrar el efecto de la luz y el color sobre la realidad coetánea de una manera

abocetada, descomponiendo el contorno de las formas, sin preocuparse tanto

del tratamiento mismo del tema. Se iniciaba así un proceso por el que,

definitivamente, se liberaba la pintura de su habitual servidumbre narrativa y

también de los procedimientos habituales de construcción de la imagen a

través del dibujo y la perspectiva. Se abandonó la consideración global del

escenario en favor de lo fragmentario y se adoptó la visión instantánea por

influencia de la fotografía, aunque la estampa japonesa también contribuyó a

modificar el concepto de encuadre. La contemplación del arte oriental reforzó la

consciencia antiacademicista de los pintores impresionistas y les acentuó su

deseo de apartarse de la pintura tradicional europea.

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Aunque Rosalind E. Krauss considera obvio que la propia noción de

paisaje se construye mediante el recurso a lo pintoresco (La originalidad de la

vanguardia y otros mitos modernos, 1985) lo cierto es que a partir del

impresionismo los cambios se han sucedido con ritmo creciente, llegando a

superar los límites de la representación pictórica a la cual se había vinculado la

práctica paisajista en los inicios de la Edad Moderna. Después de cinco siglos

de evolución vinculado a la pintura, el paisaje ha logrado escapar al afán de

objetividad topográfica y a la descripción realista que marcó su trayectoria

inicial, para adentrarse en ámbitos de fantasía e imaginación y convertirse en

una fuente de emociones a la que ha sido incapaz de renunciar el arte

posterior, ni siquiera el más comprometido con la modernidad.

En este sentido no podemos olvidar que Europa alcanzó la vanguardia a

través de la experimentación dentro de este género: vinculadas a los diversos

movimientos artísticos del siglo XX reconocemos visiones del paisaje fauvistas y

expresionistas, lecturas de la naturaleza cubistas, paisajes metafísicos,

neoplasticistas y surrealistas o versiones que se adentran en la abstracción

geométrica o lírica. En singladuras más recientes, opciones más radicales como

el land-art y los earth works, han ampliado los límites del paisajismo: se ha

cuestionado que el paisaje deba permanecer inevitablemente unido a la

práctica pictórica de la mimesis y se ha aproximado a las artes de la acción y al

arte conceptual, legitimando tanto la intervención directa sobre el lugar como el

tratamiento metafórico de la relación del individuo con el arte y la naturaleza,

provocando la desintegración de los límites entre el mundo real y el de la

representación.

A pesar de todos estas alteraciones, detectamos en la práctica del

paisaje contemporáneo la emergencia de aspectos esenciales que han

enriquecido su experiencia en diversos momentos históricos y que ahora,

desde el compromiso con la modernidad, se nos presentan como hitos

indelebles, como islotes imprescindibles que en absoluto impiden la apertura

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hacia nuevos horizontes. El fenómeno no responde a una explícita voluntad de

recuperación, a un historicismo intencionado, ni a un revival de aspectos

formales o conceptuales. Su explicación se encuentra en el vigoroso

sentimiento naturalista que se ha asentado en las últimas décadas del siglo XX,

que ha llevado a vincular la experiencia del paisaje contemporáneo a la

investigación sobre nuevas modalidades expresivas.

Sobre el estado del paisaje

Ildefonso Aguilar inició su proyecto paisajista en un ambiente todavía

marcado por la pervivencia de los prejuicios contra el paisaje que surgieron tras

la Segunda Guerra Mundial, cuando la crítica estableció requisitos abstractos e

informalistas para la vanguardia.

Después de la experiencia de los creadores de la vanguardia histórica,

que aplicaron objetos reales al cuadro para evitar fingir su imagen, cuando no

materias y técnicas extrapictóricas con el ánimo de reforzar su voluntad

antiacadémica, el informalismo renunciaba a que el cuadro fuera una

representación del mundo real, planteando que el significado de la obra debería

buscarse a posteriori, una vez finalizada la pieza. De este modo la materia y el

acto de realización de la obra adquirían una importancia inusitada, al tiempo

que ésta adquiría una autonomía absoluta y una apertura máxima -en la

terminología establecida por Umberto Eco (Obra abierta, 1962)- ya que la

interpretación se iniciaba con posterioridad a la ejecución de la pieza, tanto por

el artista, como por los espectadores y, entre ellos, los críticos y los

historiadores.

Esto ocurría simultáneamente en Europa y en Norteamerica, donde

Jackson Pollock (1912-1956) situaba la tela directamente sobre el suelo y, casi

sin emplear la brocha, vertía directamente la pintura de fabricación industrial

sobre el soporte para esparcirlo con sus pies y, en ocasiones con sus manos,

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transitando sobre el espacio pictórico mientras ejecutaba la obra: así el cuadro

resultaba de una acción gestual, espacialista y matérica.

Entonces se asaeteaba la práctica del paisaje desde la falaz confusión

de la actitud naturalista con la representación figurativa, de modo que, a

instancias de la crítica más comprometida, el reconocimiento del espíritu

naturalista cedió su lugar a otras opciones.

Tras este momento en el que la voluntad de modernidad impedía

escuchar los sonidos de la tierra, algunas experiencias radicales surgidas en la

década de los setenta abrieron nuevas perspectivas: el land-art estableció un

diálogo nuevo entre el individuo y la naturaleza y legitimó la aproximación del

cine y la fotografía al paisaje para elaborar una imagen natural nueva con el

concurso de las nuevas tecnologías, mientras los salvajes alemanes

expresaban de forma desgarrada la resonancia de valores primitivos. Pero

especialmente en la década de los ochenta, justo cuando se tomaba conciencia

acerca de la pertenencia de nuestra cultura al gran ciclo de la Ilustración, y

mientras la posmodernidad reafirmaba su sensibilidad multicultural enunciando

diversas representaciones de la alteridad, fue cuando se institucionalizó la

nostalgia de los orígenes.

Como consecuencia, remitieron los juicios apasionados contra el paisaje

y surgió entre los críticos una mayor sensibilidad hacia diversos logros

artísticos anteriores, tanto de la vanguardia heroica como de tiempos más

remotos, cuya vigencia llevó a plantear su posible actualización, produciéndose

un definitivo enfriamiento del debate entre modernidad y tradición, entre arte

figurativo y abstracto, hasta llegar al extremo de que ambas tendencias hoy

han desdibujado las inquebrantables fronteras que antaño les separaron.

Se comenzó a aceptar que cada tendencia de vanguardia, en su huida

del dogmatismo, había vivido agónicamente el ansia de renovación, sin darse

cuenta de que al perseguir la esencia misma del cambio, labraban su propia

tradición. Y, al mismo tiempo, se percibía con nitidez que el nuevo paisajismo

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estaba fuertemente asido a una tradición específica -comparativamente joven,

si tenemos en cuenta la extensión del diálogo entre hombre y Naturaleza en

Occidente-; nos referminos a la singladura del sentimiento naturalista.

Sin duda, esta confluencia de tradiciones diversas que ha vinculado la

expresión creativa del paisaje a gestos y actitudes esenciales que sitúan al arte

en la encrucijada entre lo real y lo ideal, entre el sentimiento y la

representación, se ha debido a un grupo escaso de artistas que no se dejó

seducir por los cantos de sirena de la crítica y el éxito fácil, para reafirmar el

carácter del paisaje como espacio de investigación.

En este panorama, se nos revelan como auténticos paisajistas aquellos

creadores que al interpretar lo natural se han adentrado en territorios de ficción,

renunciando a la transcripción objetiva de la apariencia del paisaje para ofrecer

vivencias primordiales, el espíritu de la Tierra.

Este marcado sentimiento naturalista, que lleva a emprender una

permanente búsqueda de nuevas formas y lenguajes para expresar el

sentimiento de la Naturaleza, subraya la excepcionalidad de Ildefonso Aguilar,

artista que, durante la era de los cambios, avanzaba hacia una expresión cada

vez más esencial de la magia natural del paisaje, a partir del estímulo sensible

de la Naturaleza, imprescindible para convertir la creación de paisajes en un

ejercicio imaginativo, en la brecha abierta antaño por la pintura oriental y luego

legitimada por la estética de las sensaciones en el siglo XVIII, desde el

subjetivismo romántico y desde una concepción que supera la estética del

fragmento impresionista o la búsqueda informalista de una obra matérica

construida con arenas extraídas de la Naturaleza y, en definitiva, una obra abierta

en la que es posible detectar una lógica paisajista.

Había surgido otro paisaje, como punto de encuentro entre valores

nuevos y permanentes: los conceptos más audaces maclados perfectamente

con los logros alcanzados en los cinco últimos siglos de práctica del paisaje

evidenciaban que la travesía del desierto había enriquecido al paisajismo.

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Sin embargo, la crítica y la historiografía ha tardado demasiado en

descubrir que el auténtico paisaje nada tiene que ver con el género pictórico que

emprende retratos de lugares y que el arte del paisaje de finales del siglo XX han

superado los límites de los géneros tradicionales e incluso los de la

representación. Por ello, estos medios intelectuales se encuentran hoy en

mejores condiciones para afrontar la valoración de las propuestas creativas de

Ildefonso Aguilar, desde la consideración del nexo que la vanguardia heroica

estableció entre arte y vida y desde el reconocimiento de la capacidad del

artista para hacer confluir en la obra diversos géneros y lenguajes expresivos,

dentro de un proyecto creativo que, como su existencia personal, está marcado

por la vivencia de la naturaleza volcánica de la isla.

Paisajes audibles: una exposición

Desde el reconocimiento de un doble compromiso, con la investigación

artística y con el sentimiento de la naturaleza, vertebramos esta aproximación a

la propuesta de “Paisajes audibles” que presenta Ildefonso Aguilar en las salas

de la Casa de la Cultura y en la galería Punto de Encuentro con el Arte

(Arrecife, Lanzarote), expresión patente de investigación del artista dentro de

las coordenadas de la expresión audiovisual, de la confluencia entre la

fotografía, la música y la pintura, para trabajar directamente con elementos

naturales extraídos de la corteza terrestre.

Los paisajes audibles de Ildefonso Aguilar evidencian que el artista ha

renunciado a describir el mundo con las herramientas del realismo, optando por

la conjunción de estrategias propias de diveros lenguajes que aúna para

expresar de manera sugestiva la metamorfosis creativa del paisaje y transmitir

el misterioso telurismo de la Naturaleza.

Al propiciar el encuentro entre ellos y favorecer que interactúen ya

integrados en el ámbito audiovisual, Ildefonso Aguilar ha encontrado el modo

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de intensificar el efecto subyugador de la obra, que parece sobrepasar no sólo

los límites perceptivos de espectador, sino también los del mismo creador, que

logra expresar su sentimiento de la Naturaleza y transmitir su esencia, su

verdad –la del paisaje, la del artista- en un ejercicio revelador.

Ildefonso Aguilar al sobrepasar el límite de las apariencias y acceder a lo

esencial, se ha situado en la antesala de la abstracción, aportando una nueva

dimensión al paisaje. Este poderoso sentimiento de lo natural hace que

apreciemos en su obra una evocación de lo primigenio que da a su pintura un

valor de permanencia expresivo de la independencia del artista, pues la

relación armónica del creador con la Naturaleza marca el ritmo de la evolución

de su arte, experimentando escasos sobresaltos, acorde con un ritmo vital.

En los últimos treinta y cinco años, la vida y la obra de Ildefonso Aguilar

ha girado en torno a su personal modo de sentir el paisaje próximo, aunque

esta coherencia le ha situado casi siempre contracorriente respecto al convulso

avance del arte de su tiempo, empeñado en calcinar etapas, absorto en un

proceso de huida hacia delante acorde con las consignas de la crítica y la

moda.

Desde la perspectiva del compromiso espacial del artista, hay que

entender el montaje de esta exposición como un elemento importante del

proyecto, pues una exposición como ésta supone algo más que la muestra de

su producción última: supone una respuesta al reto de habitar un edificio con

imágenes y sonidos que expresan el diálogo sostenido entre Ildefonso Aguilar y

la isla de Lanzarote.

En el estadio actual de su práctica paisajista, Ildefonso Aguilar presenta

tres tipologías de obras: de un lado, cuadros realizados con arena a las que

aplica cada vez menos témperas, paisajes interiores que constriñe a la

dimensión del soporte de chapa marina; de otro, imágenes fotográficas,

reproducciones monocromas a partir de negativos que altera manualmente

para añadir grafismos abstractos a la imagen lejana de relieves volcánicos o a

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las visiones macroscópicas del paisaje que el artista realiza vertiendo arenas

sobre el suelo para captarlas con la cámara fotográfica. Pero además de estas

imágenes estáticas de formato marcadamente horizontal que reflejan el

ejercicio de apropiación creativa de lo natural, Aguilar sugiere la emoción

sostenida de sus paisajes audibles a través de instalaciones, espacios

audiovisuales transitables en los que se funden la experiencia táctil, auditiva y

visual, añadiendo una dimensión temporal a la vivencia espacial.

Transitar la naturaleza, crear un paisaje

La experiencia sublime de la isla y el reencuentro con el paisaje interior

marcan la esencia de los cuadros que presenta Ildefonso Aguilar dentro de la

serie “Paisajes audibles”, obras que se engarzan sin estridencias dentro de la

trayectoria de su obra anterior, aunque las nuevas imágenes que nos presenta

avanzan hacia un nuevo estadio que ofrece dificultades tanto para el análisis

crítico como para la interpretación histórica de su significación.

Quizás el primer elemento destacable de la aventura paisajista de

Ildefonso Aguilar cuando va a emprender una nueva serie temática es la

experiencia directa de la Naturaleza, los viajes que realiza a través de desiertos

y malpaíses, por lastrones y roferos, buscando al pie de la vegetación xerófila

el depósito de arena que el viento ha hecho a modo de zoco natural, para

recolectar arenas de diferente tonalidad y calibre para luego aplicar sobre el

tablero de chapa marina encolado.

Al viaje a la Naturaleza para buscar elementos del paisaje con los que

componer sus cuadros, se añade su peculiar técnica, basada en la aplicación

directa de las arenas, respetando su textura, sin recurrir a utensilios pictóricos o

herramientas. El rodillo y la brocha se emplean para preparar la superficie, para

aplicar la sustancia adhesiva que ha de retener la arena que Aguilar vierte

arrojándola desde la altura, de modo que la obra es el resultado de la

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superposición de sucesivos gestos que el artista describe en el aire cuando

lanza la arena volcánica que había albergado en el cuenco de su mano.

La arena refuerza así su valor estructural y tectónico, pero no la emplea

como lo habían hecho anteriormente André Masson en 1928 o artistas

posteriores como Antonio Povedano (1918-), Manolo Millares (1926-1972) Juan

Ismael González Mora (1907-1981) o César Manrique (1919-1992), para crear

una textura o un volumen sobre el que aplicaban luego la pintura, sin que exista

una correespondencia entre el fondo y el asunto pintado, sin darle un

protagonismo absoluto a la materia pétrea.

El cuadro se construye como un paisaje, sobre un tablero dispuesto

horizontalmente en el suelo que recoge el depósito de arenas; pero el artista

araña y destruye parcialmente las formas creadas para recuperar capas

anteriores de diferente color que enriquecen la textura y el cromatismo de las

superficies, actuando con una lógica estratigráfica. A una acción extractiva más

que al dibujo se debe la emergencia de grafismos tenues que recuerdan la

huella que los reptiles trazan con su cola al andar sobre la arena o las orlas que la

espuma de las olas generan cuando el mar lame la orilla, justo antes de que la

resaca las devuelva al Océano. Se trata de trazos efímeros en el paisaje natural

que el artista contempla desde una voluntad de permanencia, fijándolos junto a

las sugestiones de una orogenia vigorosa que nos remite al momento eruptivo

inicial, cuando el resplandor de la luz redujo el color a la extrema dualidad entre lo

blanco y lo negro, entre la plenitud del paisaje y el vacío.

Esta luz intensa evoca sonidos telúricos que sugieren una dimensión

temporal: el silencio inquietante como el sonido intenso se sostiene en el

tiempo. Igual ocurre con las zonas de sus cuadros donde reverbera el paisaje:

la arena que agita el viento en una llanura infinita transcurre a lo largo de un

espacio temporal.

Pero si algo sorprende sobremanera en su actual etapa es la renuncia casi

completa al empleo de otro cromatismo que no sea el propio de la materia

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natural, la arena de la isla de Lanzarote, con la que elabora sus piezas, siendo

leve la aplicación de otros pigmentos. Con estos escuetos pero dramáticos

recursos plásticos Ildefonso Aguilar alcanza una efectividad máxima a la hora de

provocar una experiencia sublime en el espectador, ante cuadros que

convenimos en considerar paisajes, porque el artista parte de una conciencia

naturalista y de una experiencia del paisaje de la isla, aunque no ofrezca

referencias directas a un paisaje real.

El paisaje, lo es al final porque el espectador contribuye a ello, en su

retina se construye la ilusión del paisaje a partir de las sutiles alusiones de

Ildefonso Aguilar a un paisaje interior poblado de ecos audibles que nos

estremecen. De este modo, el artista nos transporta míticamente a una vivencia

primigenia, al momento en el que el paisaje inició su formación /

transformación, una metamorfosis activa que se percibe nítidamente en un

lugar como Lanzarote, cuando el jable sopla con fuerza y la arena procedente

de África atraviesa la isla de costa a costa.

Pero esta obra ante todo es matérica: al observarla tendida en el suelo y

girar a su alrededor ofrece múltiples puntos de vista. En esa posición, la pieza

responde a una lógica perceptiva de acumulación de la arena sobre la

superficie que emula el proceso natural de conformación del paisaje. Luego,

este cuadro autónomo se sustrae del contexto arenoso en el que se

prolongaba, dejando en el suelo del estudio, como huella de su elaboración, un

hueco rectangular, un negativo del soporte, un no-lugar en la terminología de

Robert Smithson recogida por Tonia Raquejo en su Land art (1998). Extraído

ya el cuadro de este ámbito, se impone su visión vertical y el artista elige un

sentido único de visión. Entonces emerge la ilusión de un paisaje concreto.

Instalaciones audiovisuales: la Naturaleza acotada

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La sugerencia de que la obra se prolonga más allá de los límites del

cuadro ha llevado al artista a prescindir del soporte y a plantear la actuación

directa sobre el espacio expositivo, a través de instalaciones audiovisuales,

creando ámbitos donde fotografía, pintura y música, sutilmente enlazados a

través de un empleo funcional de las nuevas tecnologías informáticas, de las

que Ildefonso Aguilar hace un uso escasamente hiperbólico, pues las integra

en su proyecto con un carácter meramente instrumental, para hacernos

partícipes de sensaciones que ya somos incapaces de percibir por nosotros

mismos debido a la huida de la Naturaleza que ha impuesto el afán de

modernidad.

El personal uso que hace de la tecnología ha convertido a su obra en

punto de encuentro multimedia, al margen de orientaciones críticas, intereses

comerciales o convenciones sociales. Pionero en el ámbito de las instalaciones

audiovisuales paisajistas -las primeras experiencias datan de 1970-, en cada

propuesta nos sugiere que la obra artística es el resultado de un proceso

orogénico, del cual resulta un espacio de ficción transitable en el que el

espectador experimenta una vivencia personal de la sublimidad de la

Naturaleza, experimentando sensaciones en las que lo real y lo ideal se

confunden.

Y es que, al circular a través de un espacio acotado de una instalación

audiovisual, con el suelo recubierto de arena, el espectador protagoniza una

sensación táctil análoga a la que protagonizó el creador cuando emprendió la

búsqueda de los materiales. Por ello Tonia Raquejo le recoge en su sección “A

propósito de lo sublime y lo primordial” de Land Art junto con otros artistas

españoles.

La vivencia sublime de lo natural se potencia con la proyección sobre las

paredes de fragmentos fotográficos de paisajes y texturas de la isla, al tiempo

que los sonidos musicales compuestos por el propio artista para esta

instalación envuelven al espectador, resultando una experiencia sensorial

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insólita, una vivencia sublime de la naturaleza volcánica de la isla, que nace de

la experiencia cotidiana de transitar la erizada piel del malpaís, escuchando a la

Naturaleza.

Hubo un momento anterior en Occidente en el que se planteó el espacio

artístico como punto de encuentro de todas las artes con la literatura,

especialmente en el “jardín de itinerario”, que implicaba una actuación directa

sobre la naturaleza, haciendo del lugar un escenario modificado por el hombre

para propiciar que, al pasear, pudiera asistir el espectador a representaciones

panorámicas que ilustraban un pasaje literario expresado con lógica pictórica –

la misma que regía la composición de los paisajes pintorescos-, dentro de una

secuencia argumental que el paseante percibía durante su avance por estos

jardines. Por ello, a esta modalidad de jardín también se le denominó “de

recorrido” o “de circuito”.

Los diversos elementos del jardín marcaban las pautas de una narración,

también el discurrir por el espacio artístico, anticipando ideas análogas que

defendió luego la vanguardia histórica. Así, el espacio Merz, ámbito artístico

construido con los desperdicios que iba coleccionando Kurt Schwitters (1887-

1948) en el interior de su propia vivienda, en las casas que habitó en Hannover

(1923) y luego en Noruega (1937) e Inglaterra (1945). Más recientemente,

encontramos resonancias de entonces en los espacios inmersivos surgidos con

el avance de la realidad virtual y la aplicación de la inteligencia artificial a la

creatividad artística contemporánea.

Las instalaciones, como el jardín, constituyen espacios artificiales en los

que se puede acotar lo natural. Las instalaciones que presenta Ildefonso

Aguilar en la muestra “Paisajes audibles” constituyen dos espacios

interrelacionados a través del sonido que traspasa la membrana de madera

que separa las dos plantas de la sala de exposiciones de la Casa de la Cultura

de Arrecife de Lanzarote.

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Estas instalaciones se basan en la proyección de imágenes fotográficas de

estructuras pétreas, fragmentos de lastrones y callaos de la orilla del mar,

sobre la pared blanca, a la vez que se reflejan sobre paneles de espejo

situados en el fondo del habitáculo negro con suelo de arena en el que discurre

el espectador, sintiéndose inmerso en un espacio visual y táctil donde las

imágenes que se proyectan y reflejan se potencian con la música, haciendo

que la experiencia sensorial ejerza una poderosa sugestión en el espectador.

Sin embargo, este efecto es aún superior cuando el artista no ofrece imágenes

fotográficas tomadas del paisaje y proyecta imágenes abstractas arañadas

sobre la emulsión de negativos velados previamente y gestos de arena que el

artista ha registrado fotográficamente en el suelo de su estudio o al andar el

paisaje de la isla.

Al abandonar la exposición, sentimos. Y quizás sólo haya sido porque

Ildefonso Aguilar ha compartido con nosotros sus sensaciones, cuando vence

el vértigo y se asoma al interior del volcán, cuando penetra por las grietas del

malpaís y transita los tubos volcánicos, o cuando en medio de la noche la

espuma de las olas deposita ante sus pies arenas negras, arenas claras y otras

arenas aún sin nombre, sugiriéndole, al caminar por la orilla del mar, el límite

impreciso que separa a los elementos, especialmente cuando el jable azota la

costa y la arena lo invade todo.

Federico Castro Morales

Aranjuez, mayo de 2001