fernando hernández
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Las pedagogías de la cultura visual como lugares de posibilidad para construir
espacios de relación
Fernando Hernández
Universidad de Barcelona
“La cuestión no son sólo los objetos, sino cómo estos se abordan, la
indagación que posibilitan y el espacio de interacción e intercambio
que nos brindan en esa encrucijada entre la mirada de la realidad que
construyen y la mirada cultural que los visualizadores proyectan”.
(Hernández, 2010a: 11).
Introducción: señalar un punto de partida
La cultura visual, su estudio y su vinculación con prácticas pedagógicas, ha formado
parte de mi trayectoria de intereses desde que en 1997 publiqué el libro Educación y
cultura visual (Hernández, 1997). En este tiempo he recorrido diferentes posiciones
que me han permitido transitar desde una postura inicial en la que consideraba a la
cultura visual como el conjunto de artefactos, representaciones y relatos que se
investiga desde los estudios de cultura visual (lo que me llevó explorar cuestiones
epistemológicas y genealógicas tal y como se refleja, por ejemplo en Hernández (2005)
y especialmente en Hernández, 2006), hasta la posición actual en la pongo el énfasis
en los procesos relacionales que los sujetos llevan a cabo en diferentes entornos y
mediante los cuales se reconocen, autorizan o resisten frente cómo las prácticas de la
cultura visual les conforman (Hernández, 2010b; 2011).
En este trayecto he tratado de favorecer la producción de experiencias educativas
mediadores de pedagogías de la cultura visual (Hernández, 2010a) que me han
permitido transitar por las posibilidades y dificultades que el abordaje relacional de la
cultura visual ofrece para construir otra narrativa para la educación en la escuela, en
los museos, en la universidad, en los proyectos comunitarios...
Desde estas bases lo que presento en este capítulo es el sentido de la cultura visual
como proceso de relación que tiene lugar a partir de la construcción de relatos que
reflejan las miradas subjetivas (y por tanto culturales) de los visualizadores. Se trata de
dejar de lado lo que yo había hecho hasta ahora: tomar las series y relaciones de
imágenes como un resultado para pasar a considerarlas como un punto de partida
para una conversación en torno a dos cuestiones:
Qué miradas culturales propician las imágenes y artefactos de la cultura
visual cuando se ponen en relación (entre ellas y con los sujetos).
Qué experiencias de subjetividad median y posibilitan.
Articular este capítulo desde estas premisas supone una invitación a acercarse a la
cultura visual a partir del cruce entre lo que sería una mirada cultural (visualidad) y las
prácticas de subjetividad que se vinculan a lo que dicen los artefactos de la cultura
visual de quien mira y que su vez construye relatos visuales. Esta perspectiva permite
cuestionar al menos dos asunciones presentes en las aproximaciones a la cultura
visual desde la educación. La primera es la que considera que la cultura visual son los
objetos y artefactos visuales que nos rodean y con los que interactuamos. Frente a
esta posición lo que sostengo es que lo relevante de las pedagogías de la cultura visual
no son los objetos, sino las relaciones que mantenemos con ellos. La segunda posición
cuestiona la noción de productores de la cultura visual de los individuos, en la medida
en que no se trata sólo de hacer con,… sino de ser con las representaciones y
artefactos de la cultura visual.
Delimitar el campo de las pedagogías de la cultura visual
Tomemos una cita del texto de Deleuze y Guattari (2008) como punto de partida para
fundamentar nuestra aproximación. En lugar de ‘libro’ pongamos ‘imagen visual’, y por
extensión, ‘representación visual’. Reapropiémonos ahora de la cita.
“Un libro (una imagen) no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias
diversamente formadas, de fechas y velocidades muy diferentes. Cuando se
atribuye el libro (una imagen) a un sujeto, está descuidando ese trabajo de las
materias y de la exterioridad de sus relaciones. Se está fabricando un buen
Dios para movimientos geológicos. En un libro (una imagen), como en
cualquier otra cosa, hay líneas de articulación o de segmentaridad, estratos,
territorialidades; pero también líneas de fuga, movimientos de
desterritorialización y de desestratificación (…) (Deleuze y Guattari, 2008: 10)
Señalamos así el territorio por el que podemos transitar. Un territorio en el que se
descentra el esencialismo objetual de la imagen, de las representaciones de la cultura
visual y de los propios visualizadores. Pero que no nos deja a la intemperie sino que
nos brinda otras posibilidades hacia las que orientar nuestro trayecto. Para descubrirlo
ampliemos la cita.
Un libro (una imagen) tampoco tiene objeto. En tanto que agenciamiento,
sólo está en conexión con otros agenciamientos, en relación con otros
cuerpos sin órganos. Nunca hay que preguntar qué quiere decir un libro (una
imagen), significante o significado, en un libro (una imagen) no hay nada que
comprender, tan sólo hay que preguntase cómo funciona, en conexión con
qué hace pasar o no intensidades, en qué multiplicidades introduce y
metamorfosea la suya, con qué cuerpos sin órganos hace converger el suyo.
Un libro (una imagen) sólo existe gracias al afuera y en el exterior (Deleuze y
Guattari, 2008: 11).
Si una imagen visual (pintura, fotografía, filme, artefacto de la cultura popular,
contenidos de la red social,…) no tiene sujeto ni objeto, los vínculos que podemos
establecer dependen del lugar de nuestra comprensión. Pero ésta no es espontánea, ni
depende de la clarividencia ‘natural’ de quien la realice. Tiene que ver con el uso que
hacemos del cúmulo de conocimientos, experiencias y saberes de los que disponemos.
Una salvedad en este punto: el conocimiento no es sólo de naturaleza disciplinar. No
depende de un conocimiento específico. También es relacional y experiencial.
Depende de los agenciamientos, de las manifestaciones de autoría. Un ejemplo puede
ilustrar este conocimiento desplazado.
Hace unos años mostré una reproducción de “A la barra del Folies Bergés” de Édouard
Manet (1882) a tres colaboradores con la pregunta de cómo presentarían esta obra a
un público determinado. La finalidad de esta cuestión era explorar el papel que juega
el conocimiento base de una persona a la hora de agenciarse de una representación
visual en el campo del arte.
El primero de los colaboradores, una educadora especialista en lenguaje visual,
comentó que ella hablaría de los conceptos formales que están presentes en la
representación de Manet. De esta manera la imagen quedaba comprimida en términos
como línea, equilibrio, armonía, contraste, ejes compositivos, etc. El segundo, un
artista buen conocedor de la historia del arte, abundó en el contexto de la
representación, en el papel de los lugares de ocio y espectáculo por los que transitaba
el artista flaneur, en su afán por representar la vida diaria de París en el final de siglo
XIX. La tercera, fue una estudiante de arte de segundo curso, que manifestó que no
había visto con anterioridad la obra de Manet. Su observación se centró en la
representación central de la mujer, en la soledad que reflejaba y en el mundo que
escondía su mirada vacía. ¿Cuál es la forma de comprensión más compleja? Son
diferentes, pero las dos primeras apelan –de nuevo Deleuze y Guattari- al ‘calco’,
mientras que la tercera se instala en un punto de fuga que conecta con la experiencia
de la mirada de quien dice ver lo que ve de sí.
Este ejemplo me lleva a recordar algo que es fundamental para el argumento que se
articula en este texto: que las imágenes no hablan por sí mismas, sino que (se)
configuran en contextos en los que (se) nutren de y a la vez producen significados que
luego son completados, ampliados, transformados y revisados por las prácticas de
visualidad (por las miradas culturales) de los visualizadores.
La perspectiva de la que quiero partir me lleva a considerar que los artefactos de la
cultura visual forman parte de relatos discursivos al tiempo que ellos mismos
constituyen otros discursos. Entiendo discurso como las estrategias y tecnologías de
fijar la realidad y de vernos a nosotros mismos y a los otros. En este sentido, son en sí
mismas una praxis que va más allá de la propia representación y que apreciamos en
sus efectos en los cuerpos que son representados y en los que se miran, se reconocen
o se desean en las representaciones visuales. La lista de como las obras artísticas
siguen este dictado se puede derivar de la mayoría de las aproximaciones temáticas
en las que en los últimos años se han organizado los relatos de la historia del arte en
torno al cuerpo, el paisaje, la infancia, el joven, la mujer,….
De esta manera las imágenes no se configuran desde un posicionamiento esencialista
(pues las imágenes no son, como hemos visto en la cita de Deleuze y Guattari, sino
para quien las produce y las mira; para quien se las agencia) sino que adquieren
sentido más allá de su materialidad y circulación, por las relaciones que posibilitan
sobre todo en las construcciones de identidad y subjetividad de los visualizadores. Lo
que a la postre conforma y confirma los imaginarios culturales desde los que se mira
de manera normalizada al mundo, a uno mismo y,… a las producciones de la cultura
visual.
Si aceptamos la premisa de lo que he presenado hasta ahora, esta
desobjetiviación/desujetivación ayuda a descentrar la mirada del objeto y de su
atracción y nos lleva a rescatar que aquello que es mirado, actúa como espejo de quien
mira. Por eso, a modo del espejo en el que se mira la madrasta de Blancanieves, no nos
devuelve lo que vemos, sino lo que nos dice que vemos. Que queremos y podemos
ver,… y oír. En este sentido, coincido con Sánchez Moreno (2007) de que la mirada nos
conforma, además de confirmarnos, como señalaba John Berger (2000). La mirada nos
descubre lo que podemos y debemos ser. Porque lo que miramos, y las tecnologías de
la mirada (del observador que diría Jonathan Crary (2007)) que lo facilitan forman
parte, y a la vez produce un discurso que regula no sólo la mirada, sino a quien mira. Y
lo hace distrayendo y desplazando el foco de su mirada: al mirar al objeto, o al relato
sobre su productor, desvía la mirada sobre quien ve.
En medio de este recorrido, mientras iba construyendo este texto, me encontré en un
libro repleto de sugerencias y aportaciones, con una frase que ampliaba el enfoque
de la argumentación que he ido tejiendo hasta ahora “…el concepto de cuerpo no
puede separarse del concepto de imagen” (Belting, 2007:8). Esta cita me sugería una
bifurcación en el camino para abordar las relaciones con la cultura visual: “no sólo
como superficie/contenido, sino como praxis, como práctica que hace cuerpos y
modos de ser” (idem). Desde esta posición, y de nuevo de la mano de Belting
(2007:10) quien añade que “la perspectiva antropológica fija su atención en la praxis
de la imagen, lo cual requiere un tratamiento distinto al de las técnicas de la imagen y
su historia”, me planteo explorar no lo que lo que decimos sobre las imágenes o
hacemos con ellas, sino lo que la imágenes dicen y hacen con nosotros, los
visualizadores. Sentido éste que orienta la noción y función de las pedagogías de la
cultura visual.
Puntos de partida para delimitar el campo de las pedagogías de la cultura visual
Cuando estoy con los estudiantes o escribo un texto, trato de evitar las presentaciones
simplificadoras. No sé si siempre lo consigo. Pero cuando reduzco un campo a una
serie de dicotomías siempre señalo que no se considere como un referente de
realidad. Que sólo es una estrategia para esbozar una comprensión sobre aquel
fenómeno al que nos acercamos. Pues una explicación, un mapa, como escribió
Bateson, nunca es la realidad. No ocurre ni en el intento del mapa que se superponía
con el lugar que de manera tan enigmática nos presentó Borges. Por eso aquello que
hablamos o en lo que nos fijamos de una imagen es siempre más complejo y variado
de lo que decimos o vemos. Por ello, las experiencias de la realidad requieren ser
narradas desde la conciencia de que son incompletas y no pueden reducirse a un mapa
conceptual o una representación visual. Nos movemos siempre desde
aproximaciones y tanteos. No desde certezas y verdades.
Esta advertencia nos puede ser útil cuando ahora pensemos sobre los posibles nexos
entre pedagogía y cultura visual. Decir que puede tener tres sentidos, o que transita
por tres posiciones es a todas luces un reduccionismo, pues no son sólo estas las
aproximaciones que pueden localizarse en la bibliografía, las propuestas pedagógicas o
los ejemplos que se muestran en congresos y jornadas. Además son enfoques que no
están cerrados en sí mismos, sino que se vinculan entre ellos y se hibridan de otras
referencias y aportaciones. En todo caso, se pueden tomar como hipótesis de trabajo y
como un camino intermedio para transitar desde los argumentos que he planteado al
inicio y que nos llevan a los lugares que invito a recorrer más tarde. Algunas de estas
ideas ya las expuse en otros lugares (Hernández, 2010b, 2011), pero ahora, desde otro
tiempo y con diferente bagaje, las he revisado y vuelto a narrar. Espero que con más
claridad y, a la vez, sin eludir la complejidad que encierran.
(a) Las relaciones entre pedagogía y cultura visual se configuran más allá de una
ampliación del repertorio de imágenes y artefactos visuales.
Si dirigimos nuestra atención hacia los inicios de los años noventa del pasado siglo, la
cultura visual se nos presenta en primer lugar, como una trama teórico-metodológica
deudora del post-estructuralismo, los estudios culturales, la nueva historia del arte, los
estudios feministas, los estudios cinematográficos, entre otras referencias
disciplinares, que pone su atención no tanto en la lectura de las imágenes –como un
texto a descifrar- como en las localizaciones culturales a las que se vinculan esas
representaciones visuales y que incluye el paisaje visual que conforma la mirada de los
visualizadores (Hernández, 2006). Esto nos llevará a considerar que las imágenes y
otros artefactos visuales son portadores y mediadores de significados que contribuyen
a pensar el mundo,… y a los visualizadores.
Esta aproximación, que se entrecruza con el replanteamiento de la Historia del arte
desde los Estudios Visuales (Elkins, 2003; Brea, 2005) tiene como foco la noción de
visualidad (Foster, 1988), que enfatiza el sentido cultural de toda mirada, al tiempo
que subjetiviza la operación cultural de mirar. Lo que supone que toda mirada –y el dar
cuenta de lo que miramos- está impregnada de huellas culturales y biográficas.
Esta aproximación tiene importantes consecuencias para lo que se podría denominar
como pedagogías de la mirada y de la cultura visual. Desde esta posición, el énfasis no
se pone en la lectura de la imagen, como estableció una tradición marcada por una
visión normativa de la alfabetización visual (Hernández, 2009) sino en expandir lo que
había sido el contenido de la educación de las artes visuales, ampliando no sólo los
referentes, sino poniendo el énfasis en la importancia de potenciar la noción de
significación desde la perspectiva de los visualizadores. Dos citas, aparecidas en
trabajos de comienzos de la década pasada delimitan este territorio de expansión de
los referentes de la educación de la cultura visual al que me he referido.
La cultura visual está expandiendo el territorio de las artes visuales. Este
territorio incluye las bellas artes, la televisión, el cine, el vídeo, la tecnología
informática, la fotografía de moda, la publicidad, etc. (Freedman: 2000: 315).
La cultura visual tiene que ver con imágenes de los medios de masas como la
televisión, las películas, los vídeos musicales, la tecnología informática, los
anuncios, las revistas y los periódicos. Estas imágenes crean significado y una
visión para los estudiantes actuales y para todos nosotros. (Taylor y
Ballenge-Morris, 2003: 21).
Esta extensión de referentes y medios es relevante por varias razones. Entronca con lo
que desde los años ochenta (en una vinculación con las Vanguardias, pero con otras
finalidades y desde otro contexto) venían realizando los artistas visuales en su afán por
cuestionar los límites y los medios del arte (Tavin, 2005). Además incorpora las
tecnologías de la mirada con las que los escolares se han ido relacionando de manera
normalizada desde entonces. Y abre las puertas de la educación de las artes a plantear
la conveniencia de ir más allá de las obras de los artistas y de las prácticas centradas
en las bellas artes como referentes educativos.
Pero reconocer la importancia de esta ampliación no significa que generara un modo
diferente de relación. Quizá por esa razón ha sido frecuente leer en revistas y
publicaciones, escuchar en congresos presentaciones o recibir propuestas de
educación en museos, en las que se utilizaban, por ejemplo, aproximaciones
formalistas o descifradoras (qué ves, qué historia cuenta esta obra/imagen) pero
indicando que se hacía desde una posición de acercamiento a la cultura visual.
Y es que, como ya he señalado en otro lugar (Hernández, 2010a: 12)
El giro hacia la cultura visual no trata sólo de ampliar los objetos que podían formar
parte del acervo de estudio de la Educación Artística. Lo que se plantea no es una
cuestión de ‘objetos’ sino de las estrategias para relacionarnos con ellos. Es una
cuestión epistemológica, metodológica y política. Lo que significaba que la pregunta
a responder no es qué es la cultura visual y qué objetos se incluyen bajo su paraguas,
sino cómo favorecer el cambio de posicionamiento de los sujetos, de manera que
pasen de actuar como receptores o lectores (descifradores de la verdad) a la de
visualizadores críticos.
(b) Las relaciones entre pedagogía y cultura visual se plantean desde la consideración
de las imágenes y artefactos visuales como textos que permiten expandir sus
significados por parte de los visualizadores.
Desde una historia cultural del arte este enunciado nos lleva a prestar atención no sólo
al contexto de producción de las representaciones que llamamos obras de arte, sino al
de su distribución y recepción. Incluyendo además en la cultura visual, como he
señalado más arriba, las representaciones vinculadas al paisaje visual de los sujetos,
como en su día plateó Alpers (1987) para referirse a lo que veían los holandeses del
siglo XVII (y sus efectos en la construcción cultural de la mirada y de su identidad). Que
no es sólo lo que el sujeto ve (en un museo, una exposición, una película, un videoclip,
un anuncio publicitario, una fotografía, o en diferentes entornos virtuales,…) sino que
se focaliza en donde el sujeto es colocado y fijado por el discurso del que forma parte
eso que mira (y que le mira).
Desde esta posición se nos invita a pensar de forma crítica el momento histórico en el
que vivimos y a revisar las miradas con las que hemos construido los relatos sobre
otras épocas a partir de sus representaciones visuales (Trafí-Prats, 2009). Además, la
cultura visual aparece como una referencia para situar una serie de debates y
metodologías, no sólo sobre la visión y la imagen, sino sobre las formas culturales e
históricas de visualidad.
Sin embargo, este paraguas posicional se articula en torno a la dualidad mirar-decir,
con la ilusión de que el decir da cuenta de lo que se mira, cuando en realidad siempre
vemos más de lo que decimos ver. Se olvida que el decir es un camino hacia la
construcción de experiencias (de una praxis) que subvierte lo que vemos y los efectos
de la mirada. De no ser así, especialmente en diferentes contextos educativos, se
construye un artificio que termina en un juego de palabras –erudito en ocasiones, de
puro expresionismo verbal en otras-, que gira y termina en el simulacro de que
hablamos de lo que vemos (y no de cómo nos vemos en lo que vemos).
La crítica a este artificio que ha puesto el énfasis en el ‘decir’ como pedagogía de la
cultura visual, es lo que ha llevado a algunos autores (Efland, 2005; Herrmann, 2005;
Dorn, 2005) a plantear una crítica a la perspectiva de la educación de la cultura visual
desde el supuesto que los estudiantes hablan sobre arte pero que no hacen arte.
No pongo en duda que en ocasiones –por ejemplo en los museos- esto haya ocurrido,
pero no como finalidad, sino como forma de explorar un campo que requiere de
tanteos y aproximaciones. En cualquier caso, la perspectiva educativa de la cultura
visual nos ha brindado de una caja de instrumentos conceptuales, metodológicos y
posicionales que nos ayudan a pensar y explorar la relación entre las
representaciones visuales y la construcción de posiciones subjetivas. Algo que permite
llevar el cuestionamiento, la crítica, la implicación y la cotidianidad a nuestras
escuelas, museos y proyectos comunitarios. No desde la actuación celebratoria, sino
desde un rigor crítico en el que se presta atención no sólo a cómo se constituyen las
genealogías y efectos discursivos sino a los procesos de indagación en torno a las
experiencias identitarias (cómo la sociedad mediante las imágenes quiere que seamos
y en los lugares de subordinación y dependencia que nos coloca) y las apropiaciones
subjetivas que hacemos de esos posicionamientos. Todo ello plasmado en proyectos y
narrativas visuales (Hernández, 2010b).
(c) Las relaciones entre pedagogía y cultura visual se plantean desde la consideración
de que, especialmente en la época actual, vienen marcadas por las tecnologías de
la mirada que afectan a los procesos de subjetivización de los visualizadores.
Poner en primer término de la relación las tecnologías de la mirada significa que la
cultura visual no sería tanto un qué (objetos, imágenes) o un cómo (un método para
comprender o interpretar lo que vemos). Se constituye como el espacio de relación
que traza puentes en el ‘vacío’ que se proyecta entre lo que vemos y cómo somos
vistos por aquello que vemos. Por tanto, la cultura visual cuando se refiere a la
educación puede articularse como un cruce de relatos sin un orden preestablecido que
permite indagar sobre las maneras culturales de mirar y sus efectos sobre cada uno de
nosotros.
Pero no nos engañamos y pesamos (sabemos) que casi nunca vemos lo que
queremos ver, sino aquello que nos hacen ver (Sánchez Moreno, 2007). Lo que
descentra la preocupación por producir significados y la desplaza a indagar el origen –
los caminos de apropiación de sentido- desde los que hemos aprendido a construir
significados. Lo que nos lleva a explorar las fuentes de las que se nutre no sólo nuestra
manera de ver/mirar, sino los sentidos y experiencias que consideramos como
nuestros pero que forman parte de otros relatos y referencias culturales.
De aquí la importancia de indagar en la escuela, en el museo, en la comunidad sobre
las políticas de la mirada, también de esos objetos culturales a los que le damos el
atributo de ‘artísticos’. Es por ello que considero que quizá la contribución principal
de las pedagogías de la cultura visual sea proponer (argumentando su sentido) un
cambio en el foco de la mirada y del lugar de quien mira.
La tradición de la mirada occidental sobre arte y las imágenes se ha construido –como
ya he señalado- en dirección hacia el objeto (considerado como texto a descifrar) o al
sujeto que la produce desde su concepción de autor-creador individual. En este marco
el foco de la mirada se dirige hacia lo que es mirado con la voluntad de poseerlo
descifrándolo o apropiándose expandiendo sus significados. Esto supone, como
plantea Laplanche (1999), que el objeto y su productor lanzan un enigma al
espectador-lector, que éste ha de descifrar con la ayuda de las disciplinas de la mirada
(que la disciplinan): la historia del arte (la iconografía), la semiótica, el psicoanálisis, el
perceptulismo formalista,… De esta manera la escuela, el museo o la comunidad se
articulan como lugares simbólicos que enseñan a disciplinar la mirada (para ver ‘bien’
lo que ‘debe’ ser visto) y que otorga como moneda de cambio y recompensa al
sometimiento disciplinar al goce que se deriva de descifrar el ‘enigma’ que va
asociado a poder ‘ver’ más allá de la superficie de lo que se mira.
En este territorio de la mirada la cultura visual, tal y como yo la construyo y asumo,
reconoce estas maneras de mirar, pero señala sus limitaciones. Por eso planteo y
sugiero que estas miradas disciplinadas dejan de lado, porque no lo cuestionan al
hacerlo emerger- el efecto que lo mirado tiene en quien mira. No me refiero sólo al
efecto emocional o evocativo, sino al posicional (desde donde se mira y es mirado) y
subjetivador (en qué lugar discursivo le coloca) desde esa mirada que se normaliza y
regula.
Sin eludir que las fronteras entre estas tres perspectivas no son siempre nítidas y que
plantean las preguntas que dejan sin responder (¿por qué cultura visual si todo es
cultura? ¿Por qué visual si va más allá de la operación de ver?) mi aproximación trata
de perfilar unos referentes que pueden ser explorados desde una posición
antidogmática y de un afán por quebrar dualidades: emisor-receptor, profesor-
alumno, hombre-mujer, artes-cultura popular, cuerpo-mente, hacer-decir,…
Supone además una invitación a estar atentos ante las emergencias cotidianas que se
reflejan en aquello que aparece de improviso y nos sorprende, como la reactualización
del mito del vampiro o los muertos vivientes en la cultura juvenil, y que reclaman de
nuestra atención. Lo hacen en la medida en que posibilitan espacios de encuentro o
confrontación no sólo ante lo que miramos, sino, sobre todo, ante los efectos que
producen en nuestro sentido de ser ‘aquello’ que nos mira y la localización de desde
donde nos mira (Kaplan, 1998).
Por otra parte, también he querido afrontar una ausencia que encuentro en muchos
trabajos que utilizan las imágenes con el propósito de abrir un lugar para la cultura
visual en la educación. Se las toma como ilustración de lo que se dice en el texto, o se
las considera que hablan por sí mismas, o se les aplica un modelo definido de
antemano que se impone y fija maneras de mirar (Duncum, 2006). En los siguientes
apartados ilustraré cómo entiendo la pedagogía de la cultura visual a partir del espacio
de ‘entre medio’ (in between) en el que se posibilitan y tienen lugar las relaciones con
y desde las imágenes y artefactos visuales y con otros sujetos.
La cultura visual como lugar de relaciones y resonancias
Una historia para comenzar. Entre el 26 de noviembre y el 28 de marzo de 2011 se
presentó en el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid la exposición “ATLAS ¿Cómo
llevar el mundo a cuestas?”. Lo que nos planteaba Georges Didi-Huberman1, el
comisario de la exposición, era que a partir del marco de pensamiento introducido
por Aby Warburg (1866-1929) y su “Bilderatlas” en el conocimiento histórico de las
1 En Un conocimiento por el montaje. Entrevista con Georges Didi-Huberman realizada por Pedro
Romero se encuentran opiniones en torno a los ejes principales de su pensamiento respecto a la imagen y de sus autores de referencia. Se puede acceder en: http://www.circulobellasartes.com/ag_ediciones-minerva-LeerMinervaCompleto.php?art=141
imágenes éstas ya no se ven de la misma forma. Lo que ha cambiado, no son tanto las
obras en sí, como la manera de concebir sus relaciones: cómo se posicionan unas
frente a otras y todas juntas frente al devenir histórico.
El rescata que Didi-Huberman hacía la contribución de Warburg, entró como una
ráfaga de aire fresco, que me ha permitido profundizar y a la vez ampliar el sentido
relacional de la pedagogía de la cultura visual de la que hablaba más arriba. Activó una
serie de resonancias, que como señalan Deleuze y Guattari (1994), nos llevan a
considerar que las imágenes y artefactos de la cultura visual son, como “los conceptos
(son) centros de vibraciones, cada uno en sí mismo y los unos en relación con los otros.
Por esta razón todo resuena, en vez de sucederse o corresponderse” (Deleuze y
Guattari , 1994: 28). Encontrar, explorar, investigar y proyectar las vibraciones entre
las imágenes (y de estas con los sujetos visualizadores) es uno de los propósitos de la
perspectiva educativa de la cultura visual considerada como lugar de relaciones y
resonancias. Voy a ilustrarlo con un ejemplo.
En octubre de 2010 los liceos franceses entraron en un periodo de huelgas en protesta
por la reforma de las pensiones introducida por el gobierno presidido por Sarkozy.
Durante dos semanas la prensa europea mostró cada día imágenes de los estudiantes
en las calles como las que se ven a continuación.
Figura 1.2. 3. y 4. Manifestaciones estudiantiles en Francia, Octubre 2010. Fuente REUTERS/Charles Platiau y otros medios en los que las fotos aparecen sin firma.
Además de recoger acciones de violencia o de multitudes, los fotógrafos, con reiterada
insistencia, ponían el foco de su objetivo en las jóvenes manifestantes. Esta
reincidencia resonó en mí con diferentes connotaciones contradictorias que me
sugerían desde una mirada machista hasta la reivindicación del papel de las mujeres
jóvenes en la sociedad francesa. Sin embargo, una imagen se repetía desde posiciones
diferentes. Una imagen que apareció varios días en diversos diarios, con diferentes
formatos –vertical/horizontal- y que realizó el conocido fotoperiodista Francois Mori.
Figura 5. Manifestaciones en París, octubre 2010. Foto AP / Francois Mori.
Me pregunté entonces por qué esa fotografía se estaba convirtiendo en el icono que
representaba a la revuelta estudiantil. En mi diario del curso de “Historia y currículum
de educación artística”, escribí lo siguiente:
Mientras seguía las manifestaciones de los estudiantes de los liceos franceses
noté que una imagen se repetía en los diferentes diarios y en diferentes días.
Una joven, con una estética chic informal, subida a los hombros de un
compañero, alzaba el puño entre las pancartas y las cabezas de la
manifestación. Esta imagen me interrogó sobre su persistencia y sobre el
hecho de que los jefes de redacción la hubieran elegido como imagen de los
acontecimientos.
Esto me hizo pensar que en el imaginario francés había otra imagen, en la que
también otra mujer lideraba otra revuelta. Esta imagen está en el cuadro de
Eugène Delacroix. La libertad liderando al pueblo (28 Julio 1830) que se
encuentra en el museo del Louvre.
Esta relación entre dos imágenes dejaba un espacio ‘entre’ que me
posibilitaba ampliar los referentes visuales y las relaciones, tanto para
desarrollar una indagación sobre las imágenes que representan la revolución
como el de los imaginarios sociales a los que se vincula.
Figuras 6 y 7. Libertad guiando al pueblo. Eugène Delacroix en 1830. Museo del Louvre de París. Manifestaciones en París, octubre 2010. Foto AP / Francois Mori.
Lo que escribí en mi diario terminaba con una pregunta ¿Por qué en Paris y no a
Barcelona? Unos meses después comenzaron en la Puerta del Sol de Madrid y más
tarde en la plaza de Cataluña de Barcelona y en otras plazas de España las
concentraciones del movimiento 15M.
Recapitulemos. Warburg nos invitaba a explorar la relación entre las imágenes como
práctica interpretativa e investigadora. Un acontecimiento en el presente me llevó a
poner dos imágenes en relación. Pero el recorrido no termina aquí, pues sólo es el
principio de una exploración que todavía continúa. Springgay nos dice que “el
significado encuentra su lugar en el espacio ‘en-entre’, donde el lenguaje titubea y
flaquea, donde la incertidumbre no puede ser representada, y donde el conocimiento
permanece inexpresado” (Springgay, 2008: 38). Por eso cuando ponemos dos
imágenes en relación queda un espacio ‘en medio’: es el lugar del sujeto y de la
subjetividad.
Este espacio de ‘en medio’ posibilita un encuentro conversacional del que emergen
nuevas relaciones y significados. Constituye una oportunidad única para ahondar en el
sentido de nuestra relación con la cultura visual y las subjetividades que habitamos al
participar y vivir la experiencia de indagación y de interpretación, que compartimos.
Este espacio ‘entre’ se relaciona con el concepto de ‘liminalidad’ que Judit Vidiella
(2009) rescata en su tesis doctoral, y que define
como un estado de ambigüedad, de obertura y de indeterminación en el que
se disuelve el sentido de identidad. Se trata de un periodo de transición en el
que los límites del pensamiento, de la autocomprensión y del
comportamiento se relajan y permiten la emergencia de nuevos valores. Un
estado que en inglés se reconoce como estar in between categorías sociales o
identidades personales (Vidiella, 2009: 128-130).
El espacio en blanco entre las imágenes se plantea entonces no sólo como un lugar de
interpretación sino de autcomprensión que no persigue encontrar la respuesta
‘verdadera’ sino reflejar las resonancias que el encuentro entre las imágenes
desencadena en el sujeto.
Son diversas las maneras en que el espacio de ‘en medio’ permita establecer
relaciones. Fue lo que experimentamos con los estudiantes en el curso de Historia y
currículum de la educación artística (2010-11) en la facultad de Bellas Artes de la
Universidad de Barcelona.
Figuras 7 y 8. Tom Ford, Vogue Francia, enero 2011. Ben Hassett, Elle Reino Unido, mayo 2011. Relación de Clara Lladó.
Una de las formas de relación que hemos visto que predomina, como se muestra en el
caso de Clara (figuras 7 y 8) es la de yuxtaposición en la que no sólo se vinculan dos
imágenes publicitarias por la similitud corporal de las modelos, sino porque en el
espacio de ‘en medio’ es donde se articula la indagación de Clara a partir de una
resonancia que le lleva a un recorrido más amplio y que le interroga sobre su
subjetividad.
¿Qué sucede para que las niñas tengan referentes de mujeres que se acercan más a la femme fatale que a la tradicional princesa pero por otro lado se sienten atraídas por hombres de tipología “emasculated”?
En la misma dirección, Elizabeth Grosz (2001) nos plantea que el espacio de ‘en
medio’ no es una localización sino un proceso, un movimiento de desplazamiento de
significado en el que los conceptos y las ideas “resuenan más que conectan o se
corresponden unas con otras” (Deleuze y Guattari, 1994: 23).
Esto me lleva a considerar, como he indicado en otro lugar (Hernández, 2008: 103),
que ni el texto ‘explica’ la imagen, ni la imagen ‘ilustra’ el texto. A través de ambos, “se
tematiza el espacio de la relación pedagógica y la posición de los sujetos en esta
relación, dentro de un orden institucional de subordinación y exclusión”. Dialogando
con esta posición, Alfred Porres (2012:57) señala “que ‘entre medio’ de la imagen y el
texto se entreteje un espacio abierto, una brecha en ‘lo conocido’ que invita al lector –
y al propio autor como lector– a seguir hilvanando reverberaciones”.
Esta práctica de tejer y destejer trae el eco de la noción de resonancia de Conle (2007)
quien la define como un conjunto de imágenes en una narrativa que evocan otra seria
de imágenes en quien escucha o lee. Este conjunto no es idéntico, sino que están
relacionados metafóricamente. En este sentido desde la resonancia, el lugar de ‘en
medio’, se configura como espontáneo, automático y no estructurado de manera
consciente. Conle (2007) nos recuerda que el mundo narrativo en el que se inscriben
las resonancias no se puede equiparar al mundo creado por el narrador ni con el
mundo de la imaginación del lector / oyente, sino de la “la dimensión virtual que
surge de la confluencia de ambos durante los momentos en los que experimenta la
narrativa” (Conle: 2007: 21).
Estas relaciones de yuxtaposición no consisten en la mera creación de parajes o series
de imágenes, sino que son “complejas, no lineales y asociativas” (Ellsworth, 2005: 22) y
requieren de una lectura que permita situarse de forma fluida y cambiante en relación
a lo que vemos y desde como estas relaciones nos ven.
La yuxtaposición invita a las incoherencias, las ambigüedades y la ambivalencia
y sitúa en primer plano el hecho de que siempre habrá «temas de los que no se
habla» que se podrán interrogar o no. Es una forma de rechazar estar
contenida por formas de escritura lineales con el fin de poder explorar otros
modos de direccionalidad no lineales y ambivalentes, aunque racionales. Y es
un intento de poner en movimiento lecturas que –para la escritora y para los
lectores– llevan a autointerrogarte y a interrogarse entre sí. (Ellsworth 2005:
22-23)
Desde esta posición considero, en paralelismo a lo que he apuntado en otro lugar
respecto al papel del investigador en la perspectiva basada en las artes (Hernández,
2008), que el visualizador es alguien que forma parte de lo que ve, que nutre las
historias y no sólo las recoge, que se muestra como un personaje vulnerable y
necesariamente en crisis. Lo que se persigue no es tanto capturar la realidad, la verdad
de las imágenes, como producir y desencadenar nuevos relatos, es decir, “contar una
historia que permita a otros contar(se) la suya” (Hernández, 2008: 97).
Lo que está en juego en ese lugar de ‘en medio’ es la capacidad del visualizador para,
como señala Ellsworth (2005)
Leer a través no significa que utilizo varios textos como filtros o lentes
estáticos, determinados o conocidos entre sí. Contrariamente, leer a través
ilumina el proceso de mi lectura y centra la atención en los intereses que yo
llevo conmigo en la lectura y cómo estos intereses dan forma a los significados
que construyo. Leer dos textos puestos uno al lado del otro puede
desestabilizar el sentido que le doy por separado a cada texto, porque las
presencias y las ausencias en cada texto y en el sentido que les he dado nunca
coinciden. (Ellsworth, 2005: 24)
El significado en el lugar de ‘en medio’ llevado a la pedagogía de la cultura visual no
está, por tanto, en las imágenes sino en la relación que establecemos con ellas, en su
valor de uso, en el modo en que nos permiten ver y ser vistos a través de ellas. (Porres,
2012). Veamos un ejemplo.
La escuela como lugar de posibilidad y de búsqueda de sentido
Hace unas semanas, con ocasión de participar en las jornadas “Em nome das artes ou
em nome dos públicos?” tuve la oportunidad de cenar con dos colegas a los que tengo
la oportunidad de orientar en sus tesis doctorales. A la cena asistió Sara, la hija de uno
de ellos. Tuvimos una animada conversación sobre los cambios educativos que el
nuevo gobierno portugués estaba planteando, y también hablamos de la relación con
la cultura visual desde ese lugar de relación que es el espacio ‘en medio’ entre las
imágenes. Sara me dijo que le había interesado lo que habíamos hablado sobre el lugar
de ‘en medio’. La invité a escribir lo que le había sugerido y nos despedimos.
Unas semanas después recibí un texto y una fotografía (figura 9) de parte de Sara.
Figura 9: Sara en el espacio de ‘en medio’ de una exposición.
Por esas casualidades que suceden cuando se visita una exposición, Sara se había
colocado en el espacio ‘en medio’ entre las dos piezas que conformaban un retrato.
Estar ‘en medio’ aparecía, se mostraba así como el lugar en el que Sara se colocaba
para mirar a quien realizaba la fotografía y que más tarde le haría depositaria de su
propia mirada en ese lugar donde se plasmaba su propia subjetividad relacional.
El texto que acompañada era extenso y rico en observaciones que pueden sorprender
a quienes piensen que los jóvenes de secundaria sólo se interesan por sí mismos y las
relaciones con los amigos. En los primeros párrafos, Sara escribió lo siguiente:
No me acuerdo bien cómo le expliqué a mi madre acerca de lo que dijo en el restaurante. Creo que fue la mejor cena que he visto nunca, debido a que su conversación fue muy interesante para mí. Nunca había pensado en ese espacio en blanco (entre), que para mí es la cosa más normal del mundo, nunca había pensado en ello y le agradezco por haber hablado de ello. Como yo lo entiendo, el espacio en blanco (entre) es el lugar donde circulan mejor nuestras apreciaciones críticas, nuestra visión sobre un tema particular, en ese espacio en blanco está nuestra subjetividad, estamos nosotros como personas. Por ejemplo, si hubiera una exposición de solo un cuadro, no habría espacio para colocar nuestra subjetividad, no existiría un espacio donde conseguiríamos trabajar tanto nuestra apreciación crítica como nuestra subjetividad. Sin embargo, si hubiera más cuadros habría más hipótesis para evaluar cada una de las piezas pues exige una mayor capacidad de evaluación y ahí, a través de ese espacio en blanco (entre), conseguiríamos usar la subjetividad en relación a todos los cuadros.
Sería difícil plasmar mejor que como lo ha hecho Sara lo que he tratado de señalar en
las páginas interiores. Lo que era normal en sus visitas a museos y exposiciones
adquirió un nuevo sentido en el contexto de la conversación. Un sentido de ruptura
con las formas más extendidas de plantear las pedagogías de la cultura visual. Sara, al
descubrir el papel del espacio de ‘en medio’ se encuentra con la importancia de que la
mirada posibilite los encuentros y las relaciones: con lo que ve y consigo misma.
De esta manera la pedagogía de la cultura visual se convierte en una oportunidad para
generar relatos alternativos que posibiliten expandir el sentido de la educación de las artes
visuales y de lo que sucede en la escuela y en otras instituciones educativas. Nos lleva a las
relaciones de subjetividad como un espacio central para explorar, debatir y generar relatos
visuales y performativos que dialogan y contesten a los hegemónicos. Lo que reafirma la
opción de que la cultura visual además de hablar desde otro lugar del arte –y de otras
prácticas de visualización- también impulsa la realización de proyectos y prácticas generadas
como procesos de indagación.
De esta manera una propuesta pedagógica desde la cultura visual puede ayudar a
contextualizar los efectos de la mirada, y mediante prácticas críticas como señala Sara,
explorar las experiencias (efectos, relaciones) en torno a cómo lo que miramos nos
conforma, nos hace ser lo que otros quieren que seamos, y poder elaborar respuestas
no reproductivas frente al efecto de esas miradas.
La pedagogía de la cultura visual tal y como aquí la he esbozado se configura como un
espacio explorar alternativas no sólo sobre el papel de las artes visuales en la
Escuela, sino, de manera espacial, en torno a la función y el sentido de aprender en
una Escuela que reclama un cambio radical en su relato.
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