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1 “Guerra y sociedad en el litoral rioplatense en la primera mitad del siglo XIX” Raúl O. Fradkin Universidad Nacional de Luján y Universidad de Buenos Aires, Argentina [email protected] Este ensayo propone una aproximación a las características que adoptaron las guerras en el litoral rioplatense durante la primera mitad del siglo XIX. Parte de una investigación en curso, busca hacer foco en las características de las fuerzas beligerantes y sus formas de hacer la guerra partiendo de la hipótesis que ambas dimensiones pueden ayudar a precisar a la naturaleza de las formaciones estatales. Para ello se sustenta en estudios previos de muy disímil consistencia y en evidencias fragmentarias, por lo que cada uno de los aspectos que se tratan ameritaría una investigación específica. Mientras avanzamos en esa dirección, hemos creído oportuno aprovechar la ocasión para exponer algunas conjeturas. Conviene comenzar registrando algunas tendencias históricas. Como es sabido, la era revolucionaria produjo en este espacio (y también en uno mucho más vasto) la emergencia de una forma de hacer la guerra que tuvo larga perduración: la llamada “guerra de montoneras”. Las evidencias disponibles sugieren que el término “montonera” es un americanismo que comenzó a emplearse en la década de 1810 y al parecer en el litoral rioplatense, aunque muy rápidamente se difundió mucho más allá, tanto hacia Chile como al mundo andino. 1 Tradicionalmente ha sido empleado para designar una forma característica de “guerra irregular” que signó el largo ciclo guerrero abierto por entonces y que no habría de cerrarse hasta la década de 1870 aunque en algunas zonas – como el Uruguay – perduró por más tiempo; sin embargo, simultáneamente se produjo también un dificultoso proceso de conformación de ejércitos regulares. Una lectura atenta de las evidencias disponibles permite señalar que los modos “regular” e “irregular” de hacer la guerra no debieran ser entendidos solo en términos dicotómicos sino también en términos relativos y relacionales. Si se acepta el postulado de Schmitt según el cual “la diferencia entre la lucha regular y la irregular depende de la precisión de lo regular” ello implica la necesidad de someter a verificación hasta qué punto y de qué modos los ejércitos eran efectivamente regulares y no apurarse para calificarlos con demasiada ligereza como “profesionales”. 2 Del mismo modo, pueden ser reconsideradas las relaciones que suelen postularse entre ejércitos regulares y milicias: en el litoral rioplatense las formaciones estatales emergentes realizaron ingentes esfuerzos para organizar ejércitos regulares pero al mismo tiempo tuvieron que impulsar la multiplicación de milicias, de manera que la tendencia histórica predominante no fue la sustitución de un tipo de formaciones por otras sino el desarrollo de diferentes formas de articulación entre ambas. Desde nuestro punto de vista en esas formas de articulación podrían encontrarse algunas de las razones que ayuden a entender cómo esas formaciones estatales construyeron su capacidad para movilizar un número creciente de hombres y recursos materiales para afrontar una situación de guerra casi permanente. 1 Hemos efectuado un análisis y una discusión de las perspectivas historiográficas al respecto en FRADKIN, Raúl O., La historia de una montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2006 2 SCHMITT, Carl, Teoría del partisano. Acotaciones al concepto de lo político, Madrid, Instituto de Estudios políticos, 1966.

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Historia Argentina del Siglo XIX

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“Guerra y sociedad en el litoral rioplatense en la primera mitad del siglo XIX”

Raúl O. Fradkin

Universidad Nacional de Luján y Universidad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

Este ensayo propone una aproximación a las características que adoptaron las guerras en el litoral rioplatense durante la primera mitad del siglo XIX. Parte de una investigación en curso, busca hacer foco en las características de las fuerzas beligerantes y sus formas de hacer la guerra partiendo de la hipótesis que ambas dimensiones pueden ayudar a precisar a la naturaleza de las formaciones estatales. Para ello se sustenta en estudios previos de muy disímil consistencia y en evidencias fragmentarias, por lo que cada uno de los aspectos que se tratan ameritaría una investigación específica. Mientras avanzamos en esa dirección, hemos creído oportuno aprovechar la ocasión para exponer algunas conjeturas.

Conviene comenzar registrando algunas tendencias históricas. Como es sabido, la era revolucionaria produjo en este espacio (y también en uno mucho más vasto) la emergencia de una forma de hacer la guerra que tuvo larga perduración: la llamada “guerra de montoneras”. Las evidencias disponibles sugieren que el término “montonera” es un americanismo que comenzó a emplearse en la década de 1810 y al parecer en el litoral rioplatense, aunque muy rápidamente se difundió mucho más allá, tanto hacia Chile como al mundo andino.1 Tradicionalmente ha sido empleado para designar una forma característica de “guerra irregular” que signó el largo ciclo guerrero abierto por entonces y que no habría de cerrarse hasta la década de 1870 aunque en algunas zonas – como el Uruguay – perduró por más tiempo; sin embargo, simultáneamente se produjo también un dificultoso proceso de conformación de ejércitos regulares. Una lectura atenta de las evidencias disponibles permite señalar que los modos “regular” e “irregular” de hacer la guerra no debieran ser entendidos solo en términos dicotómicos sino también en términos relativos y relacionales. Si se acepta el postulado de Schmitt según el cual “la diferencia entre la lucha regular y la irregular depende de la precisión de lo regular” ello implica la necesidad de someter a verificación hasta qué punto y de qué modos los ejércitos eran efectivamente regulares y no apurarse para calificarlos con demasiada ligereza como “profesionales”.2

Del mismo modo, pueden ser reconsideradas las relaciones que suelen postularse entre ejércitos regulares y milicias: en el litoral rioplatense las formaciones estatales emergentes realizaron ingentes esfuerzos para organizar ejércitos regulares pero al mismo tiempo tuvieron que impulsar la multiplicación de milicias, de manera que la tendencia histórica predominante no fue la sustitución de un tipo de formaciones por otras sino el desarrollo de diferentes formas de articulación entre ambas. Desde nuestro punto de vista en esas formas de articulación podrían encontrarse algunas de las razones que ayuden a entender cómo esas formaciones estatales construyeron su capacidad para movilizar un número creciente de hombres y recursos materiales para afrontar una situación de guerra casi permanente.

1 Hemos efectuado un análisis y una discusión de las perspectivas historiográficas al respecto en FRADKIN, Raúl O., La historia de una montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2006 2 SCHMITT, Carl, Teoría del partisano. Acotaciones al concepto de lo político, Madrid, Instituto de Estudios políticos, 1966.

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Si se toman los inseguros datos disponibles acerca de la magnitud de las fuerzas enfrentadas en las principales batallas ocurridas en el litoral se puede advertir una franca tendencia al incremento. Esa tendencia pareciera haber adquirido claramente otro nivel desde fines de la década de 1830 hasta que un nuevo salto se produjo en la década de 1850. Ahora bien, la adquisición de esa capacidad de movilización se logró en un contexto en el cual se combinaban crisis fiscal y devastación económica y que, pese a ello, no impidió la consolidación de las formaciones estatales, la ampliación de las fronteras productivas, el crecimiento de la producción y de las poblaciones rurales.3 Ello sugiere la construcción de un cierto orden en este contexto de guerra permanente.4 En estas condiciones, la capacidad de cada formación estatal para movilizar hombres a la guerra y para gobernar sus áreas rurales (de las cuales extraían la mayor parte de sus efectivos y recursos) deben considerarse dos aspectos no idénticos pero sí inseparables.

Una perspectiva de este tipo supone la necesidad de adoptar un enfoque de largo plazo. Aunque no podamos desarrollarlo aquí por falta de espacio convendría igualmente subrayar que en este espacio regional los ciclos de movilización armada masiva no comenzaron con la crisis revolucionaria sino que se produjeron, al menos, desde fines del siglo XVII y continuaron en forma casi ininterrumpida hasta fines del XIX. Por eso, y atendiendo privilegiadamente a la experiencia histórica de los actores, consideramos a las guerras como fenómenos estructurales y estructurantes de estas sociedades y de sus formaciones estatales.5 Desde esta perspectiva, atender a los modos en que se ejerce la fuerza puede ayudar a comprender mejor el desarrollo y la transformación de las formas de gobierno.6 Ello supone un desafío para una historiografía como la rioplatense que en sus modalidades recientes tiende a tomar la movilización porteña producida frente a las invasiones inglesas de 1806-7 como una suerte de punto de partida del llamado proceso de “militarización”.7 Estos desarrollos se empalmaron con los estudios dedicados a analizar las estrechas

3 Entre 1815 y 1855 la tasa anual de crecimiento de la población de la “ciudad” de Buenos Aires fue de 1,49% mientras que en la campaña era del 3,67%. Entre 1820 y 1869 fue todavía más alta en Entre Ríos (3.95) pero notoriamente menor en Corrientes (1.06). A su vez, en casi todas las jurisdicciones del litoral la proporción de población rural frente a la “urbana” fue cada vez mayor de modo que el porcentaje de población registrada en las ciudades principales pasó entre 1815-20 a 1855 en Buenos Aires del 53,8% al 32,8%, en Entre Ríos del 25,6% al 13,9%, en Corrientes del 15,8% al 10,3% y en Santa Fe del 31,7% al 26%; solo en la Banda Oriental – donde los datos son aun más inseguros – la tendencia parece haber sido inversa pasando entre 1829 y 1852 del 18,9 al 25,7%: FRADKIN, Raúl O. “Población y sociedad” en Jorge Gelman (director), Crisis imperial e independencia, 1808-1830, Lima, Fundación MAPFRE/Taurus, 2010, 4 MÍGUEZ, Eduardo, “Guerra y orden social en los orígenes de la nación argentina, 1810-1880”, en Anuario IEHS, N° 18, 2003, pp. 17-38. Se retoma y se profundiza en consecuencia lo esbozado en un trabajo anterior: FRADKIN, Raúl O., “Ejércitos, milicias y orden social en el Río de la Plata (1760-1880)”, ponencia presentada a las XII Jornadas Interescuelas-Departamentos de Historia San Carlos de Bariloche, 28, 29, 30 y 31 de octubre de 2009 5 Esta perspectiva interpretativa se inspira, muy libremente por cierto, en la famosa afirmación de Charles Tilly acerca de las relaciones recíprocas entre guerras y formación de los estados: Coerción, capital y los Estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza, 1992, especialmente capítulo 3. 6 TILLY, Charles, “Guerra y construcción del estado como crimen organizado”, en Revista Académica de Relaciones Internacionales, Nº 5, 2006. 7 Una crítica a los usos habituales del término “militarización” en esta bibliografía en RABINOVICH. Alejandro “La militarización del Río de la Plata 1810-1820. Elementos cuantitativos y conceptuales para un análisis”, ponencia presentada al Simposio “Guerra y sociedad. Las formas de hacer la guerra durante los movimientos de independencia iberoamericanos y sus implicancias económicas y sociales” de las V Jornadas Uruguayas de Historia Económica, Montevideo, 23 al 25 de noviembre de 2011

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relaciones entre formas de organización armada y construcción de la ciudadanía, tanto en España como en América latina del siglo XIX. Sin embargo, no se han considerado suficientemente aquellos estudios dedicados a las formaciones armadas de las monarquías ibéricas y sus dominios coloniales, a tal punto ha sido así que prácticamente no han sido superadas las contribuciones de la década de 1930, salvo para las experiencias misioneras (que – importa subrayarlo - con mucha reticencia y dificultad se incorporan al relato histórico más general) o el impacto económico y fiscal de los esfuerzos imperiales de defensa.

El propósito de estas páginas es ofrecer una reflexión tomando como foco de observación los indicios que pueden ofrecer las formas de hacer la guerra y partiendo de la hipótesis que ellas pueden tomarse como indicadores de su naturaleza. Ese propósito afronta un desafío inevitable: tomar en cuenta la pluralidad nominativa que ofrecen las fuentes para desentrañar la naturaleza de esas fuerzas así como las transformaciones de los dispositivos normativos y los discursos de legitimación. Es probable que, entonces, sea conveniente trabajar sobre esa dificultad analítica e interpretativa en lugar de eludirla en la medida que es ella la que puede ofrecer pistas para una investigación que alcance mayor profundidad social. Quién se interna en estos temas se enfrenta a la incertidumbre que produce la heterogeneidad de las estructuras milicianas, mucho mayor que la que prescribían las normas y con una pluralidad nominativa por momentos desconcertante. La historiografía reciente ha puesto de manifiesto que el análisis del funcionamiento y características de las milicias locales durante el Antiguo Régimen se trata de una cuestión espinosa dada esa “pluralidad nominativa”, su “compleja tangibilidad documental”, la tendencia frecuente entre los historiadores a tomar las planificaciones formales en lugar de indagar “la realidad cotidiana del poder a escala local” o las dificultades para dar cuenta de los “diversos modelos de hibridación” o quedar apresados por una polisemia que “invita a ver continuidades ilusorias”.8 Del mismo modo, se ha postulado conviene prestar cuidadosa atención a la adjetivación de las milicias para no ver un todo homogéneo y uniforme donde primaba la heterogeneidad y la diversidad.9 Las milicias perduraron en el largo plazo y hasta podría conjeturarse que perduraron con una regularidad y una estabilidad que no parecen haber alcanzado las unidades veteranas. Pero esa perduración – indicio ineludible de la naturaleza de las formaciones estatales en las que se inscribían – no debiera ser vista como sinónimo de inmutabilidad. Por tanto, se hace necesaria una recuperación de las múltiples formas de organización militar y miliciana que, para ser fructífera, debiera apartarse del formalismo y recuperar las múltiples formas de lo real.

Frente a ello, y sin pretender entrar en una discusión filosófica, conviene explicitar que este enfoque intenta inspirarse en esa suerte de lógica fenoménica ensayada por Marx cuando convertía a las formas de manifestación de un determinado fenómeno social en un modo de comprensión de su naturaleza, recuperando así las contradictorias relaciones entre

8 RUIZ IBAÑEZ, José Javier, “Introducción: las milicias y el Rey de España”, en RUIZ IBAÑEZ, José Javier (coord.), Las milicias del rey de España. Sociedad, política e identidad en las Monarquías ibéricas, Madrid, FCE-Red Columnaria, 2009, pp. 9-39 9 “El término miliciano debe adjetivarse para descubrir no sólo las continuidades sino también los cambios y rupturas, para adivinar y perseguir su evolución, su transformación – y con ella los elementos revolucionarios.”, CHUST, Manuel y MARCHENA, Juan, “De milicianos de la Monarquía a guardianes de la Nación”, en Las armas de la nación. Independencia y ciudadanía en Hispanoamérica (1750-1850), Madrid, Iberoamericana, 2007, p. 9

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apariencias y formas de expresión de esos fenómenos en su movimiento histórico. Para Marx “la ciencia estaría demás si se confundiese la apariencia de las cosas con su esencia”10 y a partir de este postulado proponía que “Es una tarea de la ciencia reducir el movimiento visible y puramente fenoménico al movimiento real interno”.11 Para ello consideraba que era preciso “mantenerse siempre sobre el terreno histórico real” concentrando la atención en las “prácticas materiales” y no sólo en las formas jurídicas que intentaban encuadrarlas.12

En el rastreo y seguimiento de esas prácticas y sus mutaciones la observación de las formas de hacer la guerra ofrece evidencias sugestivas. En consecuencia, con la noción de formas de hacer la guerra no hacemos sólo referencia a los modos de combate sino (y principalmente) a las formas mediante las cuales se organizaron las fuerzas, la movilización de recursos humanos, materiales y simbólicos y se construyeron obediencias, lealtades, solidaridades e identidades colectivas. Puesto que, como ha señalado Thibaud, “Se trata de pensar, pues, la forma de la guerra y sus consecuencias en los campos político y social.”13

Guerras, estados y sociedades en revolución

Las condiciones, las experiencias y las tradiciones coloniales prefiguraron las características de las fuerzas que confrontaron a partir de 1810 en el espacio rioplatense.14 Conviene recordar que la “Ordenanza de su Majestad para el regimiento, disciplina, subordinación y servicio de sus ejércitos” de 1768 – que orientó la vida militar hispanoamericana hasta bien avanzado el siglo XIX - contemplaba la existencia de tres tipos principales de cuerpos armados: el ejército permanente, las “milicias provinciales” y las “milicias urbanas”.15 Es decir que el ejército colonial era pensado como un conjunto de cuerpos de diversa naturaleza, estatutos jurídicos, modos de reclutamiento y financiación,

10 MARX, Karl, El Capital, Tomo III, Cap. XLVIII, Buenos Aires, Cartago, 1973, p. 800 11 DUSSEL, Enrique, Hacia un Marx desconocido. Un comentario de los manuscritos del 61-63, Iztapalapa, Siglo XXI, 1988, p. 289-290. Al respecto sigue siendo de suma utilidad Del BARCO, Oscar, “Concepto y realidad en Marx (tres notas)”, en Dialéctica, Año IV, Nº 7, 1979, pp. 7-25. 12 MARX, Carlos y ENGELS, Federico, La ideología alemana, Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1958, p. 39 13 Clément Thibaud ha dado cuenta de fertilidad de tomar en consideración las formas de hacer la guerra para poner en evidencia su naturaleza y sus transformaciones: THIBAUD, Clément, “Formas de guerra y construcción de identidades políticas. La guerra de independencia (Venezuela y Nueva Granada 1810-1825)”, en Rodríguez O., Jaime. Revolución, independencia y las nuevas naciones de América, México, MAPFRE, 2005, pp. 339-364 y Repúblicas en armas. Los ejércitos bolivarianos en la guerra de Independencia en Colombia y Venezuela, Bogotá, IFEA-Planeta, 2003. 14 Un desarrollo más amplio de este argumento en FRADKIN, Raúl O: “Tradiciones militares coloniales. El Río de la Plata antes de la revolución”, en Flavio Heinz (comp.), Experiências nacionais, temas transversais: subsídios para uma história comparada da América Latina, São Leopoldo, Editora Oikos, 2009, pp. 74-126. 15 De esta forma, la documentación oficial como el “Estado Militar del Virreynato del Río de la Plata” discriminaba cuerpos veteranos (de Infantería, Artillería, Ingenieros, Dragones y Blandengues), milicias disciplinadas (de infantería y caballería), milicias urbanas (de infantería) y Provinciales de Caballería de modo análogo al “Estado militar de España” que anualmente se publicaba en Madrid. Guía de Forasteros en la Ciudad y Virreynato de Buenos-Ayres, Ediciones fascimilares de 1792 y 1803, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1992, pp. 200-220. “ESTADO MILITAR de España. Año de 1806”, Madrid, Imprenta Real, pp. 149-157.

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lo que les daba un marcado carácter regional y estamental.16 “Ejército”, entonces, pero ejército de Antiguo Régimen y en condiciones coloniales.

En principio, las autoridades esperaban contar con cuerpos veteranos en los que tuviera neto predominio de la infantería y destinarlos a la defensa de unos pocos puntos costeros, dejando la caballería básicamente en manos de las milicias. Hasta mediados del siglo XVIII las milicias guaraníes organizados por los jesuitas tuvieron un rol central en ese dispositivo pero desde entonces se multiplicaron los esfuerzos para desarrollar un masivo alistamiento en las milicias del conjunto de la población. En ese contexto, proliferaron formaciones “híbridas” las cuales no pueden inscribirse sino muy forzadamente en los tipos que la normativa prescribía. Esa situación no pudo ser resuelta por la sanción del ambicioso reglamento virreinal de milicias de 1801 y, aun cuando todavía no se dispone de un examen satisfactorio de su implementación en las diversas regiones, parece bastante claro que el disciplinamiento de las milicias estuvo limitado tanto por la escasez y distribución de las fuerzas veteranas como por la resistencia de las autoridades locales a que se centralizara y subordinara completamente el mando de sus milicias en autoridades superiores y la que ofrecían los milicianos a prestar servicio lejos de sus territorios de origen. De este modo, y como en el resto de la América hispana, el “arreglo de las milicias” fue extremadamente dispar y avanzó más en las costas que en las tierras interiores.17 Pero, en las costas del Río de la Plata los avances tardo-coloniales retrocedieron cuando todo el sistema de autoridad y defensa colapsó durante las invasiones inglesas. En este sentido, la pluralidad jurisdiccional constitutiva del orden colonial parece haber sido un obstáculo insuperable para montar un servicio de milicias “provinciales” (y no solo locales) y, por tanto, subordinadas y coordinadas centralizadamente y la resistencia capitular a entregar el mando de sus milicias a las autoridades superiores era inherente a esa forma de autogobierno local delegado en los grupos sociales superiores que caracterizaba al orden colonial.

Las distancias entre normas y prácticas se expresaron en diversos ajustes a la realidad. Hacia la década de 1790, después de un notable esfuerzo realizado entre las décadas de 1760 y 1780 para acrecentar la magnitud de efectivos veteranos permanentes mediante el envío de contingentes y refuerzos desde la península, su dotación tendió a disminuir. Ello derivó en una creciente importancia de los Blandengues de la Frontera: se trataba de un cuerpo de origen miliciano formado en la década de 1720 en la frontera santafesina, convertido en la década de 1750 en milicias a sueldo en Buenos Aires y a partir de 1784 en veterano, fue extendido en 1797 a la Banda Oriental. Su cambiante historia, resultado más de las prácticas que de alguna planificación, fue el modo mediante el cual se resolvió cómo contar con una numerosa caballería veterana, aunque mantuvo claros atributos milicianos: reclutamiento y financiamiento local y servicio de la tropa en sus propios caballos.

La información disponible permite evaluar las características que efectivamente tenían las fuerzas veteranas en el Río de la Plata al comenzar el siglo XIX. Como es sabido, los ejércitos de la monarquía hispana contaban con un claro predominio de la infantería sobre 16 MCFARLANE, Anthony, “Los ejércitos coloniales y la crisis del imperio español, 1808-1810”, en Historia Mexicana, N° 229, 2008, pp. 229-288. 17 KUETHE, Allan, “Las milicias disciplinadas en América”, en MARCHENA FERNÁNDEZ, Juan y KUETHE, Allan (eds.), Soldados del Rey. El Ejército Borbónico en América Colonial en vísperas de la Independencia, Castellón, Ed. Universitat Jaume I, 2005, pp. 101-126 y “Las milicias disciplinadas ¿fracaso o éxito?, en ORTÍZ ESCAMILLA, Juan (coord.), Fuerzas militares en Iberoamérica, siglos XVIII y XIX, México, El Colegio de México/El Colegio de Michoacán/Universidad Veracruzana, 2005, pp.19-26

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la caballería.18 En el Río de la Plata, en cambio, la proporción de efectivos de caballería (Dragones y Blandengues) terminó siendo mucho mayor: para 1802 debían reunir el 51% de las plazas veteranas previstas pero en la práctica llegaban a ser el 65%.19 La experiencia guerrera rioplatense había tomado, así, un rumbo que la apartaba de la matriz imperial y a fines de la colonia el virreinato contaba con fuerzas veteranas decrecientes y en su mayor parte de caballería. A su vez, la transformación de las milicias en “disciplinadas” no solo era una tarea incompleta sino que retrocedió con la invasión británica. En la capital el número de milicianos llegó a 7.255 (1.142 hombres en la artillería, 4.538 de infantería y 1.575 de caballería), pero esta tremenda ampliación no se había operado siguiendo el nuevo modelo de milicias “disciplinadas” y esas milicias tenían una naturaleza híbrida: si bien estaban construidas sobre el modelo de las milicias urbanas, eran de servicio permanente, remuneración continua, goce del fuero y no tenían subordinación a fuerzas o mandos veteranos. El imperio de tradiciones antiguas no debe, por tanto, ser interpretado como sinónimo de inmutabilidad.

Al inicio del proceso revolucionario en Buenos Aires debió apelarse a las pocas tropas veteranas existentes (particularmente de los Blandengues de la Frontera) y a las milicias que emergieron de las invasiones inglesas para forjar los nuevos ejércitos. Éstos alcanzaron una magnitud inédita y ahora sí, como hubieran preferido los mandos del ejército borbónico, tuvieron un neto predominio de la infantería. Pese a ello, la dirigencia revolucionaria de Buenos Aires debió multiplicar simultáneamente las milicias y para ello apeló al modelo borbónico distinguiendo en 1815 entre milicias “provinciales” y “cívicas” y a partir de 1817 entre milicias “nacionales” y “urbanas” o “cívicas”: las primeras, claramente debían replicar a las milicias “disciplinadas” borbónicas y para ellas se mantuvo en vigencia el reglamento de 1801, gozaban de sueldo y fuero, se buscaba que estuvieran comandadas por una plana mayor veterana y que tuvieran como “comandantes natos” a los intendentes y sus subdelegados; en cambio, las “milicias cívicas” no gozaban de sueldo ni de fuero, prestaban un servicio de defensa local y debían estar al mando de los cabildos. Las diferencias entre ambos sistemas se manifestaban en una cuestión central: los integrantes de las milicias “nacionales” eran considerados “soldados del Estado” y debían acudir “al auxilio y reposición de los Ejércitos de línea”; las “milicias cívicas”, en cambio, debían actuar sólo “dentro del recinto” de las ciudades, las villas y los pueblos. La experiencia militar revolucionaria era, así, una profundización de la reforma borbónica y nada lo expresa mejor que su apego infructuoso al régimen de intendencias y al reglamento miliciano de 1801.

La normativa gubernamental intentaba encuadrar prácticas sociales que se sustentaban en tradiciones arraigadas aunque adoptaran nuevos ropajes y discursos de legitimación. Por eso, si la atención se desplaza del marco normativo a la conformación de fuerzas realmente existentes, se puede advertir que se operó una intensa revitalización de las antiguas milicias

18 Hacia 1806 en la Nueva España sólo 11% de las tropas veteranas eran de caballería y dos años después en el ejército de la península a ella pertenecían el 15% de los efectivos: ARCHER, Christon, El ejército en el México borbónico, 1760-1810, México, FCE, 1983, pp. 381-382. Hacia 1808, el ejército imperial contaba con 138.241 efectivos de los cuales 113.424 eran de infantería, 16.623 de caballería, 6.697 de artillería y 1.223 de ingenieros: CUENCA TORIBIO, José Manuel, La Guerra de la Independencia. Un conflicto decisivo (1808-1814), Madrid, Encuentro, 2006, p. 20. 19

BEVERINA, Juan, El Virreinato de las Provincias del Río de la Plata. Su Organización Militar, Buenos Aires, Círculo Militar, Biblioteca del Oficial, 1992, p. 206

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urbanas aunque ahora eran denominadas generalmente como “cuerpos cívicos”, destinados al doble propósito de asegurar la defensa de cada poblado y la preservación de su orden social. Simultáneamente se acrecentó la pluralidad nominativa y aparecieron denominaciones como las compañías o milicias patrióticas: así, ya la junta revolucionaria había formado dos “compañías patrióticas” integradas por “jóvenes” que pudiesen prestar un servicio “compatible con sus particulares profesiones y destinos” aclarando, muy precisamente, que se trataba de una “Milicia patriótica, puramente voluntaria, sin fuero, sin sueldo”20. Del mismo modo, la expedición al Paraguay iniciada en 1810 multiplicó en su marcha las “milicias patrióticas”, denominación adoptada inmediatamente en la Banda Oriental. Por su parte, para 1812 el cabildo de Corrientes decidía organizar una “Guardia Cívica” destinada a “conservar el orden y la seguridad interior”21 y hacia 1814 comenzaba a emplearse en Buenos Aires la denominación de “guardia nacional”22 aunque la más frecuente fue “brigada cívica”. Si bien no faltó quien pensara que se trataba de la versión rioplatense de la Guardia Nacional de la revolución francesa23, no debiera pasarse por alto que solían organizarse en tercios segmentados territorial y social y étnicamente siguiendo patrones coloniales. Claramente era la situación en Santa Fe donde se habían formado de 3 compañías de “voluntarios de caballería” y dos urbanas, una de “Nobles Patriotas Urbanos” y otra de “pardos libres”.24

Mientras tanto, las autoridades de Buenos Aires no contaban con un ejército sino – al menos – con tres (el de los Andes, el Auxiliar del Perú y el del Centro) aunque por momentos se formaron otros (como el Ejército Auxiliar de Entre Ríos o el de Observación sobre Santa Fe). Aquí nos interesa repasar las características de los que desplegó en el litoral: el primero se organizó con hombres reclutados entre las milicias, Blandengues de la Frontera de Buenos Aires y Santa Fe, voluntarios y milicianos de esas campañas y de Paraná y Corrientes y “naturales” de las Misiones. Este conglomerado – al que se “se le dio nombre de ejército”, como bien lo describió uno de sus oficiales- 25 era la expresión de las tramas sociales que hacían posible el reclutamiento y la formación de sus jefaturas intermedias. Esta dimensión de la cuestión no ha sido suficientemente indagada pero es sabido que los regimientos, batallones y compañías se formaban mediante la 20 Gaceta de Buenos Aires, 6 de agosto de 1810. 21 El Teniente Gobernador de Corrientes Elías Galván al Gobierno, Corrientes, 3 de enero de 1812, Archivo Artigas, Tomo VIII, Montevideo, 1967, pp. 2-9 y 3 de abril de 1812, p.26 22 El gobierno de Buenos Aires dispuso que “todo Ciudadano habitante de esta Ciudad” debía alistarse, los que pudiesen mantener un caballo en la Caballería Ligera y el resto “en los cuerpos que se formarán de la Guardia Nacional de Infantería”; al año siguiente se estimaba que los cuatro escuadrones de “Guardia Nacional de caballería” contaban con 1000 efectivos. Gaceta de Buenos Aires, 16 de febrero de 1814; Carlos de Alvear, “Relación de las fuerzas”, Río de Janeiro, 27 de junio de 1815, Archivo Artigas, Tomo XXX, Montevideo, 1998, pp.7-10. 23 Así lo consideró el publicista francés Pierre Claude François Daunou en un texto donde comentaba el Reglamento Provisorio de 1817 y que fuera traducido y publicado por Gregorio Funes: Ensayo sobre las garantías individuales que reclama el estado actual de la sociedad, Buenos Aires, Imprenta de Expósitos, 1822, p. 13. 24 TRELLES, Manuel, Índice del Archivo del Gobierno de Buenos Aires correspondiente al año de 1810, Buenos Aires, La Tribuna, 1860, p. 73. Las referencias a la actuación de los “pardos cívicos” en Santa Fe son reiteradas a lo largo de toda la década: DIEZ DE ANDINO, Manuel Ignacio, Diario de Don Manuel Ignacio Diez de Andino. Crónica santafesina, 1815-1822, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2008. 25 MILA de la ROCA, José R., “Relación de la expedición al Paraguay por el General Belgrano”, en Senado de la Nación, Biblioteca de Mayo. Colección de Obras y Documentos para la Historia Argentina, Tomo II: Autobiografías, Buenos Aires, 1960, p.1005.

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transformación de un cuerpo miliciano en una unidad veterana mientras que otros se conformaron a través del reclutamiento que realizaba un jefe-organizador; de este modo, solían reproducir un patrón territorial puesto que el enganche era realizado plantando bandera en los poblados y el contingente completado por cuotas de cada partido. A su vez, cuando fue desplazado hacia la Banda Oriental contenía junto a pocos efectivos veteranos varias formaciones milicianas de Buenos Aires, Misiones, Corrientes, Entre Ríos, Santa Fe y milicias orientales y Blandengues de Montevideo. De modo análogo, las tropas que en 1814 invadieron Entre Ríos estaban compuestas por Blandengues y milicias de caballería e infantería de Santa Fe, el regimiento de Infantería N° 2 (formado a partir del cuerpo miliciano de Arribeños) y compañías milicianas de Gualeguay. Por su parte, el que en 1818 volvió a invadir Entre Ríos estaba compuesto por varias unidades veteranas (Granaderos de Infantería, Húsares, Cazadores de la Unión, Dragones) y por las milicias de Paraná, Gualeguaychú y Gualeguay. Y el Ejército de Observación sobre Santa Fe para ese mismo año estaba compuesto por regimientos veteranos de infantería y artillería pero también por milicianos bonaerenses pero también de Coronda, Rosario y Paraná a los que se sumaron luego efectivos cordobeses.

¿Qué muestran estos ejemplos? Parece claro que las unidades veteranas eran por demás insuficientes para afrontar la guerra en el litoral y que estos “ejércitos” eran un aglomerado heterogéneo e inestable que hace comprensible su facilidad para desagregarse con notable rapidez y solo con superficialidad pueden ser considerados como ejércitos “regulares” y, menos aún, como “profesionales”. A su vez, que esos “ejércitos” seguían signados por las diversidades regionales que corroían su cohesión y aunque suelen ser calificados de “porteños”, solo lo eran por su alineamiento político más no por su composición.

Dada esta situación, estos “ejércitos” contenían dos tendencias contradictorias: mientras se intentaba construir con ellos solidaridades, lealtades e identidades supra-regionales, sus formas organizativas contribuían a acentuar las locales y territoriales. A su vez, su despliegue por el espacio litoral producía una gama de resistencias: 1) entre los milicianos a convertirse en veteranos; 2) entre los paisanos al reclutamiento compulsivo para integrarse a los regimientos veteranos; 3) de las milicias locales a transformarse en disciplinadas y subordinadas a los mandos veteranos y al gobierno superior y a prestar servicio fuera de sus territorios; 4) de los pueblos rurales que aspiraban a contar con sus propias fuerzas y a perder la autoridad control sobre sus milicianos. Ninguna de estas resistencias era nueva pero por el contexto en que se desarrollaron y por su extensión configuraron una situación que limitaba seriamente la obediencia a los “ejércitos” y al “gobierno superior”. Prueba de ello, es que muy rápidamente se generalizó en los pueblos rurales la aspiración de elegir a los comandantes no solo de sus milicias sino aquellos que ahora pasaban a ser el eje del gobierno local. De esta manera, las disputas en torno a la forma de organización armada y de gobierno local resultaban completamente inseparables. Lo que corrobora lo generalizada que estaba esta aspiración convertida en práctica efectiva es que no solo fue manifiesta en los pueblos que se alineaban con el artiguismo sino que también en los que se mantenían aliados al gobierno directorial.26

26 Un tratamiento detallado de esta decisiva cuestión en FRADKIN, Raúl O., "¿Elegir a los comandantes? Los desafíos de la guerra y el gobierno de los pueblos rioplatenses", ponencia presentada al Seminario Internacional Espacios de Poder: ejercicios, discursos y representaciones en Hispanoamérica, siglos XVI al XIX”, Universidad Andrés Bello, Santiago de Chile, 23 de junio de 2010.

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No extraña, entonces, las formas discursivas que adoptaron estas contradicciones: mientras el Directorio impugnaba a sus opositores en el litoral como “anarquistas” y como expresión de “la hidra del federalismo” – replicando en tierras rioplatenses los discursos circulantes en la península27-, aquellos lo rechazaban impugnando el imperio de lo que no dudaban en identificar como un “despotismo militar”. Ello advierte que no era sólo una oposición a una forma de gobierno sino también a esos ejércitos y al estilo de mando de su oficialidad por parte de comunidades territoriales que encontraron en las tradiciones milicianas una orientación y un sustento para legitimar sus reclamos autonómicos. Por eso, la oposición derivó en una encarnizada guerra entre fuerzas estructuradas mayormente sobre ejércitos regulares y milicias subordinadas contra fuerzas insurgentes estructuradas en torno a milicias y grupos armados de muy distinta naturaleza.

La insurgencia oriental se estructuró a partir de la convergencia de un núcleo veterano (los Blandengues de la Frontera) y un conjunto de milicias locales. A partir de ambas formaciones se intentó organizar un “ejército” compuesto de las cinco “Divisiones Orientales”. Sus diferencias con los ejércitos directoriales en el litoral no residían tanto en su magnitud (pues llegaban a ser equivalentes) sino en que éstos contaban con una mayor proporción de tropas de infantería y artillería y de veteranos, estaban mejor armados, eran remunerados y financiados por un estado (aunque también por los “auxilios” y “contribuciones” exigidos a las poblaciones locales) y respondían a una autoridad política de sede urbana; en cambio, las Divisiones Orientales eran casi completamente de caballería, sus contingentes veteranos eran muy reducidos y no perdieron su matriz miliciana, dependían casi completamente del abastecimiento que suministrara la población rural y de su capacidad para desarrollar la “guerra de recursos” y la autoridad superior era ejercida la mayor parte del tiempo desde un campamento militar. Como los ejércitos directoriales estas Divisiones contaban con sus propias “milicias auxiliares” que defendían cada poblado pero a diferencia de éstos contaron con el aporte decisivo que suministraban las milicias de los pueblos misioneros y las fuerzas que podían aportar las parcialidades de indios “infieles” del litoral y del Chaco que fueron sus aliadas. De este modo, las Divisiones Orientales recogían la diversidad de tradiciones y modos de hacer la guerra del litoral y las diferencias con las fuerzas directoriales expresan diferentes matrices y grados de consolidación de las respectivas formaciones estatales.

Las tradiciones guerreras coloniales no eran patrimonio exclusivo de los insurgentes o predeterminaban un único alineamiento político. Por el contrario, ellas se manifestaron en los ejércitos directoriales a través de las resistencias que encontraban en las poblaciones rurales sino también en las dificultades que hallaba su oficialidad para disciplinar a la propia tropa. Esa oficialidad debía resolver aquello que a la borbónica le había resultado imposible: transformar a los reclutas en soldados disciplinados, hacer de sujetos

27 “Quando una guerra obstinada tiene apurados todos los medios ordinarios, […] quando se aspira á destruir por sus cimientos el principio esencial de la monarquía, que es la unidad; quando la hidra del federalismo, acallada tan felizmente en el año anterior con la creación del poder central, osa otra vez levantar sus cabezas ponzoñosas, y pretende arrebatarnos á la disolución de la anarquía; […] este es el tiempo, este, de reunir en un punto la fuerza y la magestad nacional, y de que el pueblo español por medio de sus representantes vote y decrete los recursos extraordinarios que una nación poderosa tiene siempre en su seno para salvarse”: Real Decreto, Real Alcázar de Sevilla, 28 de octubre de 1809, en La Revolución de Mayo a través de los impresos de la época, Tomo I (1809 – 1811), Buenos Aires, 1965, p. 211.

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acostumbrados a intervenir en un servicio miliciano discontinuo y generalmente de caballería eficaces soldados de infantería de servicio permanente. Era, con seguridad, algo bastante más complejo de lo que imaginaba Belgrano cuando confiadamente le comunicaba a la Junta: “No tenga V. cuidado por los desertores que Yo he de poner coto a la deserción, y si ahora recibo un Ejército de gauchos, tendré la satisfacción de presentarlo a mis Compañeros de fatigas por la Patria, de soldados.”28

Era un complejo desafío y que, frente a repetidos fracasos, llevó a las autoridades militares de Buenos Aires a imaginar una solución. En febrero de 1817 la Comisión de Guerra analizó una propuesta del Comandante de Frontera y acordó acerca de su utilidad:

“La experiencia nos ha enseñado en el dilatado curso de nuestra contienda política que para tener soldados sujetos y disciplinados es indispensable dar principio a su educación por segregarlos algunos meses de todo roce con los hombres de su esfera, hasta que pierdan la memoria de la vida olgazana y disipada en que han sido educados, haciéndoles tener amor al orden, domándoles los nocivos resabios que les aproximan a los brutos y castigando su desidia, su desaseo y modales feroces, y al mismo tiempo suministrándoles con abundancia el alimento y exercitándoles en adquirir buen aire, marchar, maniobrar y adiestrarlos en el manejo del arma, teniendo siempre presentes a sus jefes y oficiales que los amonesten con suavidad y firmeza, y les den a entender que su aplicación los hace dignos de aprecio y recompensa, y también de la severa aplicación de las penas militares si delinquen o miran con desprecio el cuidado qe se empeña en su enseñanza. Este método, constantem.te llevado transforma en hombre útiles a unos miserables qe siempre vivieron a su albedrío y qe jamás oyeron la voz de preceptores que les adviertan y afean sus vicios, detectan los excesos y los exortan y animan al amor a la Patria y a la carrera que ha de salvar esta al yugo de sus enemigos”.

Para ello, se consideraba necesario elegir un edificio “espacioso, seguro y segregado en lo posible de la población” y hasta se pensaba que sería posible enseñarles a leer, escribir y contar a aquellos en los que se descubriesen aptitudes “y este sería otro bien inestimable para un cuerpo de tropa que apenas tiene uno u otro Sargento que escriba regularmente y no tiene cabos que puedan hacer las listas de los hombres de sus escuadras”. Pero, tras esta entusiasta evaluación, se concluía que no podían por el momento superarse los obstáculos que había – básicamente, la escasez de fondos y la perentoria necesidad de nuevos reclutas que demandaban los “ejércitos exteriores”– por lo que se terminó recomendando decisiones menos originales: remitir los “vagos” al regimiento de artillería por la experiencia que tenía su jefe al respecto considerando que era el arma que más servía para formar soldados de infantería; complementariamente, se recomendaba animar a los vecinos y a los comisionados a su persecución y disponer que todos los “vagos” fueran destinados por 4 meses y si desertasen fueran destinados a la escuadra por un año, con grilletes y cadena.29

28 M. Belgrano a M. Moreno, Santa Fe, 8 de octubre de 1810, Epistolario belgraniano, Buenos Aires, Taurus, 2001, p. 83. 29 AGN, X-10-2-3

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Se trataba de una pretensión mayúscula que suponía la transformación del “material soldado”.30 Pero las limitaciones de estos ejércitos para convertirse en una institución total que pudiera transformar completamente los hábitos, costumbres y pautas culturales de los reclutas fueron insuperables.31 No casualmente, al Barón de Holmberg, comandante de las tropas de artillería acantonadas en Santa Fe hacia 1813, sus soldados lo llamaban “cincuenta palos” por el trato que les daba ante cualquier infracción disciplinaria; el método que no parece haber sido eficaz para asegurar su obediencia: su expedición al territorio entrerriano terminó en un completo fracaso dada la enorme deserción entre sus tropas.32

Si disciplinar a la propia tropa “veterana” era harto complejo tanto o más complicado era asegurar la obediencia y la lealtad de las milicias auxiliares con las que esos oficiales debieron tramar alianzas inestables y conflictivas. En este sentido conviene subrayar que las guerras de revolución en el litoral tendieron a forjar un conjunto de prácticas de movilización que suponían una fusión entre comunidades rurales territoriales y fuerza armada. Esa fusión adoptó, al menos, dos modos principales. La más destacada fue la movilización de las familias rurales junto al “ejército”, cuya máxima expresión fue “la redota” – posteriormente llamado “éxodo oriental” - pero que lejos estuvo de ser el único y se repitió en mucha menor escala en varias ocasiones. Otro fue la conformación de un tipo peculiar de milicias, los llamados cuerpos o legiones de “emigrados”, fuerzas milicianas integradas por efectivos de un mismo origen territorial, agregadas a una fuerza mayor y desplazadas de su propio territorio pero manteniendo sus propios jefes y estructura organizativa. Este tipo de formación miliciana no era completamente novedosa sino que hallaba de alguna manera precedentes en los batallones de “forasteros” o en los cuerpos milicianos estructurados según lugares de origen durante las invasiones inglesas y ya habían demostrado su vigencia tomado parte de la defensa de Montevideo entre 1811 y 1814. Ellas expresaban el mantenimiento de vínculos y pertenencias de matriz territorial que podían servir para la conformación potencial de un cuerpo político sin perder la aspiración a regresar bajo la alianza o “protección” de un gobierno superior al propio territorio o, en su defecto, convertirse en “pueblo”, que siendo sustancialmente el mismo tuviera una nueva localización.33

30 ENGELS, Federico, “La táctica de infantería y sus fundamentos materiales (1700-1870)”, Apéndice de Anti-Dühring. La subversión de la ciencia por el señor Eugenio Dühring, Buenos Aires, Hemisferio, 1956, pp. 314-321. 31 Un problema que parece haberse prolongado en las décadas siguientes: SALVATORE, Ricardo, "Reclutamiento militar, disciplinamiento y proletarización en la era de Rosas", en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, Nº 5, 1992, pp.25-48. 32 IRIONDO, Urbano de, Apuntes para la historia de la Provincia de Santa Fe, Santa Fe, Junta Provincial de Estudios Históricos de Santa Fe, 1942. Holmberg informó que “al toque de la Generala no se reunieron a sus respectivos piquetes ni la gran Guardia, ni las Patrullas, ni la custodia de mi caballada, ni muchos soldados ocupados á ensillar cavallos, toda esa gente se dispersó”: “Oficio del Barón de Holmberg”, Bajada del Paraná, 17 de mayo de 1814, en BENENCIA, Julio A., Partes de batalla de las guerras civiles, 1814-1821, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1973, pp. 7- 28. Holmberg era un militar austríaco que se unió a las fuerzas revolucionarias en 1812 después de desempeñarse en las Guardias Valonas 33 Entre los múltiples ejemplos que pueden mencionarse al respecto cabe señalar la decisión de las milicias de Rosario, Coronda y Paraná de aliarse al ejército directorial en 1818: FRADKIN, Raúl O. y RATTO, Silvia, “Territorios en disputa. Liderazgos locales en la frontera entre Buenos Aires y Santa Fe (1815-1820)” (en colaboración con Silvia Ratto), en Raúl Fradkin y Jorge Gelman (compiladores), Desafíos al Orden. Política y sociedades rurales durante la Revolución de Independencia, Rosario, Prohistoria Ediciones, 2008, pp. 37-60) o la emigración de los pueblos guaraníes con Rivera en 1828 para fundar Bella Unión: FREGA, Ana, “La

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Ahora bien, las guerras de la revolución en el litoral iban a demostrar también la centralidad de las fuerzas indígenas aliadas a alguno de los bandos en pugna. En este sentido, las luchas entre el gobierno de Buenos Aires contra el de Asunción y la disidencia federal tuvo como capítulo central definir quien habría de imponer su hegemonía sobre los pueblos misioneros y, por tanto, quien habría de hacerse con esa reserva de hombres para la guerra que la experiencia colonial había demostrado como insustituible. Así lo había pensado como posible Belgrano y no es descabellado concluir que el fracaso de su expedición se debió en buena medida a la imposibilidad de movilizar a los milicianos guaraníes. Así a principios de 1811 debía lamentarse que al menos 130 de los 150 “naturales” de los que tenía movilizados el comandante Rocamora habían desertado y los que había logrado “agregar” a los cuerpos de Patricios y Arribeños “mui pocos son los que entienden nro. idioma”.34 Su conclusión era taxativa:

“Hablando claro Sor Excmo. Yo no cuento para los ataques más que con la tropa de la Capital, ya por su instrucción, y ya, en algunos, por sus entusiasmo patriótico: los demás de Naturales y de Correntinos son a poco más o menos, como los insurgentes, y tengo la prueba de esto mui reciente.”35

Aún así, Belgrano formó en los pueblos guaraníes “un Cuerpo de milicia, que se titulará Milicia Patriótica de Misiones” el cual debería ser “una legión completa de infantería y caballería” y cuyo uniforme sería el de los Patricios de Buenos Aires, sin más distinción que un escudo blanco en el brazo derecho con la inscripción “M. P. de Misiones”.36

Su fracaso se contrapone al éxito que tuvo Artigas: el examen de esta decisiva cuestión excede nuestras posibilidades aquí37 pero al menos conviene hacer algunas precisiones. Al parecer comenzó a construirse cuando fue designado por el gobierno revolucionario como Teniente Gobernador de Yapeyú y pareciera que desde entonces las Divisiones Orientales contaron con sus propias “milicias auxiliares” indígenas. Para ello debió atender a los reclamos de los pueblos y profundizar la promesa hecha por Belgrano de reconocer su autogobierno y su derecho de cada uno – y no solo de la provincia como había dispuesto la Asamblea - a elegir diputados al Congreso.38 De esta forma, quedaba en claro que las milicias indígenas eran una formación tanto política como militar. Para contrarrestar la

‘campaña militar’ de las Misiones en una perspectiva regional: lucha política, disputas territoriales y conflictos étnico-sociales”, en Ana Frega (cood.), Historia regional e independencia del Uruguay. Proceso histórico y revisión crítica de sus relatos, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2010, pp. 131-167. 34 Manuel Belgrano a la Junta, Campamento de Tacuarí, 17 de febrero de 1811, Archivo General de la Nación, Partes oficiales y documentos relativos a la guerra de independencia argentina, Buenos Aires, Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1900, Tomo Primero, Segunda Edición, pp. 57-59 35 Manuel Belgrano a la Junta, Campamento de Tacuarí, 7 de marzo de 1811, Archivo General de la Nación, Partes oficiales y documentos relativos a la guerra de independencia argentina, Buenos Aires, Taller Tipográfico de la Penitenciaría Nacional, 1900, Tomo Primero, Segunda Edición, pp. 59-61 36 BELGRANO, Manuel: “Reglamento para los pueblos de las Misiones”, en Documentos del archivo de Belgrano, Buenos Aires, Museo Mitre, 1914, Tomo III, pp. 122-128 37 Hemos intentado una aproximación en FRADKIN, Raúl O. “La revolución en los pueblos del litoral rioplatense”, en Estudos Ibero-Americanos, Vol. 36, Nº 2, 2010, pp. 242-265; FREGA, Ana, “Los ‘infelices’ y el carácter popular de la revolución artiguista”, en Fradkin, Raúl O. (comp.), ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Río de la Plata, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008, pp.151-176. Y WILDE, Guillermo, Religión y poder en las misiones guaraníes, Buenos Aires, SB, 2009, pp. 307-358. 38 Artigas a José Silva, Gobernador de Corrientes, Cuartel de Santa Fe, 3 de mayo de 1815, en GÓMEZ, Hernán, El General Artigas y los hombres de Corrientes, Corrientes, Imprenta del Estado, 1929.p.58

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creciente adhesión que el artiguismo concitaba en los pueblos misioneros las autoridades regionales aliadas al gobierno de Buenos Aires también intentaron formar sus propias milicias de “naturales”, pero tuvieron escaso éxito, probablemente por su misma reticencia a aceptar ese autogobierno.39 Todo indica, entonces, que las guerras de revolución convirtieron nuevamente a las milicias de los pueblos misioneros en actores decisivos y ellas sustentaron tanto sus aspiraciones autonomistas como la emergencia de nuevos liderazgos, a veces en contradicción con los caciques o cabildos indígenas. Si la utilización de fuerzas indígenas no era una novedad, lo cierto es que en buena medida a ellas debió el artiguismo su capacidad de expansión política. Se trataba, sin embargo, de al menos tres tipos de aliados diferentes: los pueblos misioneros; los grupos de “indios infieles” del litoral (básicamente charrúas, minuanes y guaraníes “desertores” del sistema misionero); y los pueblos de reducción de la frontera chaqueña a través de los cuales el artiguismo volcó a su favor la situación en Santa Fe.40

Esas condiciones hicieron surgir la llamada “guerra de montoneras” y advertirlas permite descartar que no puede ser considerada simplemente como una forma de bandolerismo rural – aunque no lo excluya y hasta pueda por momento haberlo contenido – o tan solo como una forma de hacer la guerra de grupos insurrectos e irregulares.

Como hemos señalado en otra ocasión41 resulta preciso despojarse de enfoques esencialistas o elitistas y contar con análisis precisos de distintas montoneras para no seguir empantanados en descripciones genéricas impregnadas de pintoresquismo y folclorismo o para no seguir sometiendo a las experiencias históricas de los grupos subalternos a la “violencia de la abstracción”.42 Por el momento, cabe precisar que se trata de un fenómeno que emergió en las guerras de revolución pero que abrevaba en las experiencias y legados de las tradiciones forjadas en la época colonial y tuvo diferentes mutaciones en las décadas post-revolucionarias.

Cuando Domingo F. Sarmiento presentaba a la montonera como “enemiga de la ciudad y del ejército patriota revolucionario”43 o José M. Paz registraba que “Llegó a ser tan poderoso en las montoneras y sus jefes ese sentimiento de oposición al gobierno y a las tropas regladas que sofocó hasta el noble entusiasmo de la independencia”44, estaban identificando una parte del problema: su carácter esencialmente político y esa serie de oposiciones simultáneas al gobierno superior, a la ciudad y al ejército regular. Por eso, el surgimiento de la guerra de montoneras sería incompresible sin el contexto de extrema

39 Así el subdelegado del departamento de Concepción había formado ocho compañías “de naturales” en los pueblos de su departamento y sobre ellas recaía por completo la defensa de la zona dado que “La compañía de Milicias de Pobladores Españoles de este Departamento no se ha podido juntar porque todos los mozos han profugado a Candelaria o a Paraguay de donde son naturales”: Artigas al Gobierno, Salto Chico, 29 de enero de 1812, Archivo Artigas, Tomo VIII, Montevideo, 1967, p. 51 y Celedonio del Castillo al Gobierno, Concepción, 12 de abril de 1812, idem, pp. 61-62 40 FRADKIN, Raúl O. y RATTO, Silvia, “Conflictividades superpuestas. La frontera entre Buenos Aires y Santa Fe en la década de 1810”, en Boletín Americanista, Año LVIII, N° 58, 2008, pp. 273-293. 41 FRADKIN, Raúl O., La historia de una montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2006 42

LINEBAUGH, Meter y REDIKER, Marcus, La Hidra de la Revolución. Marineros, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico. Barcelona, Crítica, 2005, p. 19 43 Domingo F. Sarmiento, Facundo, Buenos Aires, CEAL, 1967, p. 60 (1ª edición 1845) 44 General José María Paz, Memorias póstumas, Buenos Aires, Editorial Trazo, 1954 (1ª edición 1855), Tomo I, pp. 150-155.

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movilización armada de las poblaciones rurales del litoral y sin las diversas y arraigadas tradiciones milicianas que les suministraron formatos organizativos, prácticas y experiencias y en las cuales la experiencia de resistencia y oposición miliciana a la subordinación al ejército veterano y de los blandengues y las milicias auxiliares indígenas parecen haber tenido un lugar central.

Desde entonces, la guerra - y aun la guerra “regular” - no podrá prescindir de esta novedad aunque las condiciones de su reproducción no fueran las de su surgimiento. Tentativamente podría postularse que si durante las guerras de la revolución se produjo junto a la expansión de los ejércitos regulares una tendencia a la bandolerización de la lucha militar, las formas de hacer la guerra de las formaciones estatales post-revolucionarias del litoral no pudieron evitar (a pesar de sus intentos de construir ejércitos regulares) lo que podría describirse como una suerte de montonerización. Y, quizás, ello nos diga algo más preciso de su naturaleza que el diseño de sus arquitecturas institucionales.

Guerras, estados y sociedades post-revolucionarias

Como es sabido, el Directorio y el artiguismo se desintegraron en la crisis de 1820 pero ambas experiencias signaron las trayectorias posteriores de las formaciones estatales regionales. En términos generales pueden registrarse dos trayectorias distintas: mientras que las del litoral afrontaron la organización de sus fuerzas a partir de las estructuras básicamente milicianas con las que enfrentaron a los “ejércitos regulares” directoriales, Buenos Aires la emprendió a partir de los restos de esos ejércitos y de las estructuras milicianas que les habían servido de fuerzas más o menos subordinadas.

Esta dualidad de trayectorias demostró su incidencia durante la fallida experiencia de formar un ejército “nacional” en ocasión de la guerra contra el Imperio del Brasil entre 1825 y 1828. Se ha calculado que si bien se pensaba formar un ejército de 20.000 hombres, a principios de 1827 solo rondaba los 6.090 y es poco probable que después superara esa magnitud.45 Sin embargo, era el mayor ejército de la historia del litoral y contaba con un 60% de sus tropas de caballería, notablemente distinto de los ejércitos de la revolución y expresaba la impronta de esa experiencia. Para ello se dispuso que los gobiernos provinciales pusieran a disposición sus escasas fuerzas de línea, una parte de sus milicias y que enviasen reclutas “por contingente” en proporción a su población; más aún, se dispuso las fuerzas veteranas provinciales “serán admitidas en el ejército con los jefes y oficiales que les corresponda, siempre que estos cuerpos vengan en clase de tales.”46 Sin embargo, este patrón entró en contradicción con la tendencia a la centralización y a la homogenización que se quiso imponer durante 1826 fijando remuneraciones uniformes, subordinando todas las milicias provinciales, declarando “nacionales” todas las tropas de línea e imponiendo que los cuerpos no tuvieran otra denominación que la de su arma y su número.47 Pese a esta normativa, la organización de los cuerpos de nueva creación estaba completamente a cargo del jefe designado.48 En tales condiciones, al patrón regional de

45 BALDRICH, Amadeo, Historia de la Guerra del Brasil, Buenos Aires, Imprenta La Harlem, 1905, p. 207 46 Registro Nacional, Año de 1825, pp. 30-33. Así, por ejemplo, el Batallón de Cazadores de Salta fue convertido en el Regimiento 2° de caballería nacional (Registro Nacional, 1826, p. 31) y los escuadrones de caballería de San Juan en el Regimiento 18° (Registro Nacional, 1826, p. 268) 47 Registro Nacional, 1826, p. 20-21, p. 24 y p. 190 48 Señalaba Iriarte que el ministro Alvear se limitaba a disponer esa creación y a designar a su jefe, dejando completamente en sus manos la elección “desde el 2° jefe hasta el último alférez”, generalmente escogidos del

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reclutamiento de las tropas se sumó una organización de los regimientos que los convertía en un entramado de relaciones personales. A ello debe sumarse que otra pretensión también se demostró inviable: subordinar las milicias provinciales a las autoridades nacionales y a las fuerzas veteranas “nacionalizando” la experiencia porteña de los años previos y replicando la aspiración de la dirigencia revolucionaria y las autoridades borbónicas. Si la subordinación de las fuerzas provinciales fue desde un comienzo muy dificultosa, las relaciones con los insurgentes de la provincia irredenta no lo fueron menos, reproduciéndose los enfrentamientos de la década anterior y sobre todo uno: ¿hasta qué punto esas fuerzas insurgentes iban a subordinarse al comando general del ejército? Ello lo advirtió, Martín Rodríguez, su primer comandante cuando temía que si las milicias orientales eran derrotadas y traspasaban el río Uruguay, sus jefes quisieran conservar en dicho territorio una independencia absoluta “como perteneciendo únicamente a la provincia oriental”. La respuesta del Ministro de Guerra fue tan precisa como inviable: le instruyó que las amparara pero sin dejarlas constituirse en un cuerpo “separado”.49 La experiencia de los cuerpos de “emigrados” no había pasado en vano y volvía a reaparecer.

Ese ejército, formado y conducido por la oficialidad adicta al unitarismo se convirtió en el principal instrumento de esa facción política para hacerse del poder en Buenos Aires en diciembre de 1828 e intentar afirmarse en las provincias interiores desencadenado una guerra civil generalizada entre 1828 y 1832. Si se atiende a las características de las fuerzas que en ella confrontaron se puede advertir que, en buena medida, fue una múltiple confrontación entre los restos de un ejército regular plenamente identificado con una facción política y sus oponentes federales que contaban sobre todo con fuerzas milicianas. En Buenos Aires, ese ejército solo pudo hacerse fuerte en la ciudad mientras en la campaña se produjo una masiva insurrección rural que terminó bajo la conducción del Comandante General de Milicias, Juan Manuel de Rosas y sosteniendo su transformación en gobernador. De este modo, el enfrentamiento tomó la forma de un sitio del campo sobre la ciudad y habría de quedar marcado en el imaginario de las elites letradas urbanas hasta convertirse en su clave interpretativa de una realidad social hostil. Con ello, también, la “guerra de montoneras” emergió con toda potencia desde las entrañas mismas de la sociedad bonaerense aun cuando contaba con algunos precedentes de menor escala.50

Ahora bien, si se procede a identificar los grupos armados movilizados en ese masivo levantamiento se advierte que en él no solo intervinieron las milicias sino también algunas unidades regulares, grupos de paisanos siguiendo las pautas y las formas de movilización de las milicias rurales y toda una gama de formaciones irregulares desde bandas de salteadores hasta contingentes reclutados entre los “indios amigos” conducidos por sus propios jefes 51 Una acuarela que por entonces pintó Carlos Pellegrini ofrece una imagen

“depósito” donde estaban acuartelados los contingentes y seleccionado los cabos y sargentos de los antiguos cuerpos, de los veteranos retirados y aun de los pocos reclutas que supieran leer y escribir: Tomás de Iriarte, La campaña del Brasil, Buenos Aires, Hyspamerica, 1988, pp. 94-96 49 BALDRICH, Amadeo, Historia de la Guerra del Brasil, Buenos Aires, Imprenta La Harlem, 1905, p. 119 50

FRADKIN, Raúl O. y RATTO, Silvia, “Desertores, bandidos e indios en las fronteras de Buenos Aires, 1815-1819”, en Secuencia. Revista de historia y ciencias sociales, N° 75, setiembre-diciembre de 2009, pp. 13-41. FRADKIN, Raúl O. "¿'Facinerosos' contra 'cajetillas'? La conflictividad social rural en Buenos Aires durante la década de 1820 y las montoneras federales", en Illes i Imperis, Nº 5, Barcelona, 2001, pp. 5-33. 51 GONZÁLEZ BERNALDO, Pilar, "El levantamiento de 1829: el imaginario social y sus implicancias políticas en un conflicto rural", en Anuario I.E.H.S., N° 2, 1987, pp. 135-176. Una visión más reciente y

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bastante “realista” y que incluimos a continuación nos acerca a la conformación de estas fuerzas.

[“La montonera”, Acuarela de Carlos Pellegrini, tomada de Bonifacio del Carril, Los indios en la Argentina, 1536-1845, según la iconografía de la época, Buenos Aires, Emecé Editores, 1992, p.109]

Esta situación torna más “excepcional” la trayectoria guerrera de Buenos Aires que, a partir de 1829 debió otra vez reconstruir un ejército regular pero ahora debía hacerlo un gobierno que había surgido de su derrota y consolidado en el poder gracias al apoyo miliciano y de grupos irregulares. El éxito de esta tarea fue tal que llegó a ser el más numeroso ejército regular del espacio rioplatense demostrando la mayor solidez de su formación estatal.52 Y, pese a ello, contó también con un masivo dispositivo de milicias activas y pasivas claramente subordinadas al ejército de línea así como con fuerzas auxiliares indígenas plenamente integradas al dispositivo de defensa.53

Nada semejante ocurrió en el litoral. Chiaramonte destacó la especificidad correntina en las décadas de 1820 y 1830, una provincia que presentó un orden institucional notablemente estable y la ausencia de un régimen que pueda ser calificado de “caudillista” en esos años. Ese resultado parece haber sido posible gracias al aplastamiento tanto de la insurgencia militar como de la autonomía de los pueblos misioneros en la década de 1820 y a la construcción de un consenso entre los grupos propietarios que se apoyaron en las milicias “cívicas” de la capital y en la subordinación de las rurales a través de los Comandantes Departamentales de Campaña. Ese consenso, en buena medida, parece haber obedecido a la extrema tensión social e interétnica producida en el territorio correntino durante la primera década revolucionaria y a la práctica ausencia de fuerzas veteranas en Corrientes durante la época colonial. De este modo, Corrientes conformó una fuerza armada casi completamente miliciana, solo dispuso de una reducida fuerza veterana para la que se pretendía un reclutamiento selectivo de “jóvenes de familia conocida” y desarrolló una ideología muy refractaria al ejército de línea. 54

Sin embargo, esta imagen se modifica si se amplía el período en consideración. La situación cambió desde fines de la década de 1830 cuando Corrientes se convirtió en epicentro de la resistencia contra Buenos Aires y puede registrarse que el estado correntino alcanzó su mayor capacidad de movilización armada cuando su orden político entró en una fase que bien podría calificarse como “caudillista”. Conviene advertir que esa transformación habilitó a Corrientes a intervenir en una guerra a mayor escala y se produjo mediante el intento de fusionar las milicias existentes con la oficialidad y la reducida tropa

actualizada en FRADKIN, Raúl O., ¡Fusilaron a Dorrego! O como un alzamiento rural cambió el rumbo de la historia, Buenos Aires, Sudamericana, 2008. 52 GARAVAGLIA, Juan Carlos, “La apoteósis de Leviathán: el estado de Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XIX”, en Latin American Research Review, vol. 38, Nº 1, 2003, pp. 135-168. 53 RATTO, Silvia, "Soldados, milicianos e indios de 'lanza y bola'. La defensa de la frontera bonaerense a mediados de la década de 1830", Anuario IEHS, Nº 18, 2003, pp. 123-152. 54 CHIARAMONTE, José C. "Legalidad constitucional o caudillismo: el problema del orden social en el surgimiento de los estados autónomos del Litoral argentino en la primer mitad del siglo XIX", Desarrollo Económico, N° 102, 1986, pp. 175-196.

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que podían aportar los jefes unitarios. Y fue esa misma y azarosa experiencia la que posibilitó la formación de liderazgos de tipo caudillista. ¿Qué tipo de fuerza guerrera emergía de esta alianza? Las memorias de José M. Paz, unos de los principales jefes unitarios, ilustran que para defender el territorio correntino debió desarrollar una “guerra de partidas”; para ello debió contar con el apoyo de los “caudillos” del sur correntino muy escasamente subordinados a la elite de la ciudad; y a estos imprescindibles líderes locales, como los hermanos Madariaga, era a quienes Paz consideraría retrospectivamente como “los representantes del desorden, del montonerismo y del vandalismo”.55 De este modo, las fuerzas que comandaban los oficiales unitarios se montonerizaban. Y puesto a la tarea de formar un ejército correntino Paz debió enfrentar tanto la típica resistencia miliciana a la disciplina militar como la que ofrecían los comandantes departamentales a entregar sus tropas “queriendo cada uno, con pretexto de conservar partidas de policía, guardar cerca de sí los mejores hombres, las mejores armas, los mejores caballos, que al fin no venían a servir sino a seguridad personal”.56 De esta manera, los comandantes departamentales - una estructura institucional instaurada para hacer acatar al gobierno provincial en las áreas rurales - terminaban convirtiéndose en cada vez más autónomos. Pero esa resistencia no provenía sólo de los comandantes departamentales y de las áreas rurales: según Paz “Había, por ejemplo, en la capital un batallón cívico (al que denominé Guardia Republicana), compuesto de artesanos y gente pobre, que no podía conseguir que mandase Ferré [para ese momento el gobernador de Corrientes], porque alegaba que era la guarnición de la ciudad.57 Conviene subrayar como el relato de Paz pone en evidencia la pervivencia de prácticas y estructuras mientras cambiaban las denominaciones: ese batallón cívico correntino no era sino una versión revolucionaria de la antigua milicia urbana pero ahora era presentada como una entidad completamente nueva y denominada Guardia Republicana. Y aun cuando era legitimada de un modo novedoso servía de sustento para la pervivencia de antiguas actitudes y prácticas, como la resistencia de los cívicos a servir fuera del recinto de la ciudad y subordinarse a un mando superior de escala provincial.

Estos problemas se pusieron de manifiesto cuando se pretendió pasar de la guerra defensiva a la guerra ofensiva y avanzar sobre territorio entrerriano. Según admite el mismo Paz debió emprender inmediatamente esa campaña para evitar la deserción y dispersión de su tropa, lo que indica otra restricción que tenía el ejercicio de la disciplina militar58, máxime cuando sus tropas incluían 500 prisioneros tomados en la batalla de Caaguazú (un modo

55 PAZ, José M., Memorias póstumas, Buenos Aires, Editorial Trazo, 1950, Tomo II, p. 207 56 Es bien sugestiva su observación: “Si un general quiere dar al hecho una parte de la gravedad que merece, luego viene la cantinela: Son ciudadanos; es demasiada tirantez; no se les puede sujetar a la ordenanza”: PAZ, José M., Memorias…II, p. 182 57

PAZ, José M., Memorias… Tomo II, p. 182 58 PAZ, José M., Memorias… II, p. 205. Se trata del mismo argumento que empleó para justificar que en 1829 decidió avanzar con sus tropas sobre Córdoba en lugar de marchar hacia Buenos Aires en auxilio de Lavalle. Paz era por entonces jefe de un Regimiento de Cazadores constituido por cordobeses. Al regreso marchó con sus tropas sobre Córdoba para enfrentar a los federales y sostuvo que esta decisión no podía postergarla pues “los soldados provincianos de mi división, casi en su totalidad, hubieran desertado muchos cuando se viesen defraudados de la esperanza de ir pronto a su país”[…] “tampoco me era posible retroceder, pues desde que esto se hubiera entendido en mi división, compuesta de provincianos, hubiera peligrado su conservación, y por lo menos tenido una gran deserción”: José María Paz, Memorias… I, pp. 194-195

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generalizado en todos los bandos para ampliar sus efectivos) que se le sublevaron.59 Esa actitud de la tropa encontraba eco y amparo en sus jefes los cuales, según Paz

“no se proponían sino el pillaje, mas no un pillaje cualquiera, sino un pillaje desordenado, discrecional y arbitrario. Cuando se les hablaba de distribuciones regulares y premios, manifestaban la más fría indiferencia, mientras en los fogones y en los círculos excitaba la codicia y la venganza de los correntinos, recordándoles los saqueos y arreos de ganados que en épocas anteriores habían hecho los entrerrianos en su provincia. La cuenta que se hacían estos predicadores se reducía a que en un orden regular de premios les tocaría una cantidad determinada, según su graduación, mientras que admitido el desorden que promovían con todas sus fuerzas y jugando ellos de diestros y maestros, sacarían grandes rodeos de ganados, caballadas, yeguadas, muladas, etc. con que se enriquecerían en un momento.”60

El problema era que “A la cabeza de estos especuladores estaban los Madariaga”, comandantes de milicias de la frontera sur correntina y a que “todos en general deseaban alguna indemnización, ya como compensación de las contribuciones y expoliaciones que habían sufrido en otro tiempo, ya como una recompensa de los servicios prestados en el campaña y en el campo de batalla”.61

De esta manera, el “ejército” correntino dependía completamente de la capacidad movilizadora de los comandantes departamentales que eran los jefes de las milicias rurales y no podía mantener su cohesión y disciplina sin desplegar una guerra de recursos en territorio entrerriano que habilitara “un pillaje desordenado, discrecional y arbitrario” en lugar de permitir una economía de guerra centralizada y administrada. La forma diplomática de esa guerra se expresó en los tratados de 1839 y 1843 entre Corrientes y Entre Ríos que intentaban no solo saldar las diferencias por las disputas por influencia política, comercio interprovincial o cuestiones limítrofes sino también por compensaciones de ganados vacunos y yeguarizos, tal como ya había sucedido en los tratados de comienzos de la década de 1820 entre ambas provincias o entre Santa Fe y Buenos Aires. La centralidad que durante la era revolucionaria había adquirido la guerra de recursos que afectaba justamente al sector económico que podía sostener las formaciones estatales la hemos examinado en otra ocasión: allí pudimos advertir que no fue patrimonio exclusivo de ninguno de los bandos en pugna ni de ninguna forma de organización armada en particular sino una práctica generalizada y admitida por las doctrinas militares vigentes que ya formaba parte de las orientaciones que las autoridades militares españolas reservaban a las milicias de caballería. Con la revolución esta forma de hacer la guerra cobró absoluta centralidad y máxima intensidad convirtiendo en buena medida a las confrontaciones en una suerte de guerra de autodefensa local en la medida que las contribuciones forzadas y el saqueo y el pillaje se transformaron en una forma habitual de aprovisionamiento y remuneración de las tropas. En tales condiciones se desarrolló entre ellas una concepción de

59 DÍAZ, César, Memorias inéditas del General Oriental don César Díaz publicadas por Adriano Díaz, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1878, p. 20 60 PAZ, José M., Memorias… II, pp. 205-206 61 PAZ, José M., Memorias… II, p. 217

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derecho al botín que, por otra parte, formaba parte del derecho de guerra aceptado.62 Parece claro que hacia la década de 1840 ya se había convertido en una práctica estatal sistemática y frente a ella, la pretensión de un oficial “regular” como Paz de organizar un sistema centralizado de administración y distribución que asegurara respeto de ciertas jerarquías sociales y una reserva de caballos y vacunos para el ejército, terminaba siendo incompatible con las aspiraciones de los jefes milicianos locales y de sus tropas.

Pero sin ellos el supuesto “ejército regular” que Paz quería formar era inviable dado que Joaquín Madariaga fungía como comandante de Mercedes y su hermano Juan de Curuzú-Cuatiá.63 La tensa alianza entre los unitarios y los Madariaga incluía también otros actores, por ahora de menor relevancia: entre ellos estaba Nicanor Cáceres, hijo de un comerciante español convertido en poderoso hacendado de Curuzú-Cuatiá donde había nacido, un territorio donde al parecer mantuvo su poder combinando por momentos el ejercicio de la comandancia militar y en otros manteniendo tropas alzadas de “bandidos” en los montes correntinos, hasta que los Madariaga formaron con ella “la base de un ejército y Cáceres terminaba convertido en teniente coronel y comandante en jefe de los departamentos al sur del rio Corrientes.64

Si formar un “ejército regular” en Corrientes se demostraba prácticamente imposible aún mayores parecen haber sido las dificultades para formar uno que pudiera actuar efectivamente unido a su aliado oriental, Fructuoso Rivera. Frente a ellos se alzaba otro “ejército” de coalición en las que intervenían fuerzas orientales, santafesinas y entrerrianas. Como se advertirá aún con mayor claridad durante el sitio de Montevideo iniciado en 1843: Oribe sitió la ciudad con 13.000 hombres (3.500 de infantería, 9.000 de caballería y 500 artilleros) a los que la ciudad podía oponer 6.087 sumando los batallones de línea, el escuadrón de artillería ligera, el de “lanceros de la libertad” (compuesto por “hombres de color, naturales del país o africanos” – “liberados” de la esclavitud al efecto -) y las milicias

62 FRADKIN, Raúl O., “Las formas de hacer la guerra en el litoral rioplatense”, en Susana Bandieri (comp.), La historia económica y los procesos de independencia en la América hispana, Buenos Aires, AAHE/Prometeo Libros, 2010, pp. 167-214 y “La conspiración de los sargentos. Tensiones políticas y sociales en la frontera de Buenos Aires y Santa Fe en 1816”, en Beatriz Bragoni y Sara Mata (compiladoras), Entre la Colonia y la República: Insurgencias, rebeliones y cultura política en América del Sur, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2008 pp. 169-192. 63 Ambos tuvieron un rol decisivo en las fuerzas bajo el mando de Lavalle en 1840, en el ejército de Paz y se sumaron al de Fructuoso Rivera en 1842 hasta que en 1843 ocuparon Corrientes desde Brasil y Joaquín se convirtió en gobernador de Corrientes hasta 1847, tiempo en el cual Paz volvió a convertirse en jefe de las fuerzas correntinas 64 Una suerte de biografía contemporánea presenta la trayectoria personal como semejante a la de Artigas: desde joven habría fugado “para ganar los montes, donde hizo su aprendizaje de caudillo” donde permaneció hasta que fue apresado en 1833 y el jefe la frontera lo incorporó como sargento, ascendiendo de grado en los ejércitos comandados por Lavalle, Paz y Rivera aunque simultáneamente habría ido “aumentando su cuadrilla, la que se convertía poco a poco en montonera, compuesta en su mayor parte por salteadores”: ORTIZ, Severo, Apuntes biográficos del General de la Nación Nicanor Cáceres, Buenos Aires, Imprenta Buenos Aires, 1867, pp. 36 y 45-46. Como bien señala Pablo Buchbinder en su análisis de la azarosa trayectoria de Cáceres (BUCHBINDER, Pablo, “Estado, caudillismo y organización miliciana en la provincia de Corrientes en el siglo XIX: el caso de Nicanor Cáceres”, en Revista de Historia de América, Nº 136, 2008, pp. 37-64), Cáceres no solo sería un serio obstáculo para los intentos del gobernador Pujol durante la década de 1850 de subordinar a los comandantes departamentales al gobierno provincial y a la elite de la capital sino que ofrecería una base social al alineamiento correntino con los liberales dirigidos por Bartolomé Mitre.

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de la ciudad (denominada Guardia Nacional), la Legión Argentina, la de “españoles” y las de caballería que “toda era del país”.65

Debiéramos, por tanto, cuidarnos de pensar esos “ejércitos” de coalición solo como fuerzas interestatales. Ambos contaban con contingentes agregados y estructurados según su origen regional y comandados por sus propios jefes, mostrando la vitalidad de la tradición de las legiones de emigrados a los cuales – desde 1829 al menos – se sumaban las de extranjeros según su nacionalidad.66 Pero, lo que resulta decisivo subrayar es la intensa “montonerización” de esos grandes “ejércitos” que expresaba de alguna manera su matriz miliciana, el servicio discontinuo de la tropa y de allí, su rapidez para dispersarse. Es decir, pareciera que estamos frente a lo que podrían describirse como ejércitos masivos pero de corto duración dada la matriz miliciana que los sustentaba. Ello estaba en la base de la prolongación de las situaciones de guerra.

Y, sin embargo, era con este tipo de “ejércitos” que la movilización para la guerra entraba en un nuevo nivel. Así, por ejemplo, en la batalla de Arroyo Grande (6/12/1842) unos 10.000 hombres comandados por Manuel Oribe (3.000 infantes y 7.000 de caballería, “en su mayor parte, tropas regulares”) se enfrentaron a 7.500 de Fructuoso Rivera y Corrientes (6000 de caballería y 1500 de infantería que incluía a 4 divisiones según su procedencia regional, correntinos, orientales, santafesinos y entrerrianos). Este ejército, recordaría uno de sus oficiales,

“No tenía organización militar propiamente dicha, ni disciplina, ni ninguna de aquellas circunstancias que constituyen la fuerza de un ejército, excepto sin embargo la constancia y el valor. Era una masa colecticia heterogénea, sin enlace mutuo entre sus partes ni armonía en el conjunto”

Era, así, un retrato esencialmente análogo al que los oficiales regulares solían hacer de las montoneras. Por eso, esas dificultades eran atribuidas al influjo de Rivera que, decía, “no conocía la guerra regular y que nunca había hecho más que acaudillar montoneras, obró en esta ocasión según los principios de su escuela”.67

En este sentido, las observaciones de Paz o Díaz muestran cuánto pesaban las experiencias previas y las tradiciones forjadas en torno a ellas. Rivera mantenía aquella fusión entre poblaciones rurales y ejércitos en movimiento que había distinguido al artiguismo y que convertían al campamento militar (y no a una ciudad) en la sede de la autoridad política; a su vez, su tropa de orientales mantenía vigentes algunas actitudes y sus jefes admitían que no podían ser destinados a la infantería porque sería considerado por ellos como “una especie de envilecimiento” de modo que “se le oye decir, a muchos de sus jefes lo mismo: Que nos manden negros y tendremos infantes”.68 Esta asociación no tenía nada de caprichosa y expresaba con suma intensidad las improntas de las guerras de la revolución

Ahora bien, un ejército de este tipo, por tanto, tenía una conformación inestable, contando con divisiones y escuadrones que “con la facilidad misma que se hacen, se deshacen” siendo una “tropa colecticia y sin disciplina” que resistía la disciplina militar (sobre todo la

65 DÍAZ, César, Memorias inéditas del General Oriental don César Díaz publicadas por Adriano Díaz, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1878, pp. 103-104, 107 y 111-112 66 La más famosa, pero no la única, fue la “Legión Italiana” comandada por Giuseppe Garibaldi 67 DÍAZ, César, Memorias inéditas… pp. 48 y 53 68 PAZ, José M., Memorias póstumas… Tomo II, p. 188

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que requería la infantería) y “deserta con facilidad y abundancia”. Paz, advertía la raíz del problema:

“Bien se comprende que el servicio de las milicias no sea tan regular como el de las tropas de línea, ni su permanencia en las filas tan constante; pero que un general crea que éste el único medio de formar ejército, sin tener un cuerpo de tropas regulares y disciplinadas, es cosa que admira y sin embargo tal es el general Rivera.”69

No deja de ser significativo que lo que Paz pretendía y no pudo lograr, sí fue resuelto exitosamente por su enemigo entrerriano. Y no deja de ser significativo porque la experiencia entrerriana advierte que debiéramos precavernos ante conclusiones rápidas y simplificadoras. Entre Ríos logró formar un ejército permanente pero fue un “ejército” netamente miliciano el que pudo desplegar un modo de hacer la guerra cada vez más regular. Aquí también un rol decisivo lo tuvieron los comandantes departamentales

“Los departamentos eran gobernados por individuos que investían el doble carácter de comandantes militares y políticos; despachaban en ranchos de paja compuestos de dos piezas, una destinada para la cárcel y á la comandancia la otra.” 70

En tales condiciones parece haberse ido consolidando un estilo de gobierno militar que ejercía una cierta supervisión del gobierno departamental y local. Ya en 1820 el gobernador Ramírez había dictado un preciso reglamento estableciendo las funciones y obligaciones del los comandantes militares departamentales. En él no solo se establecía el alistamiento de todos los hombres entre 14 y 40 años (con la sola excepción de los inútiles para el servicio) y una lista separada de los hombres “de probidad e instrucción” para servir de oficiales; también establecía que los comandantes debían contar con una fuerza permanente a su servicio en la cual las compañías debían rotar mensualmente mientras las restantes tenían que dedicarse en sus respectivos partidos a la labranza. El servicio miliciano era, así, pensado claramente como una prestación campesina al estado administrada y regulada por los comandantes departamentales. Éstos debían realizar cada seis meses una revista general del departamento en la cual tenían que presentarse los jóvenes de 14 a 20 años para seleccionar aquellos que debían reemplazar las bajas de los cuerpos veteranos. Este régimen de visitas periódicas parece haberse mantenido por largo tiempo y para la década de 1840 incluía también la visita anual del gobernador a cada departamento.71

Apoyándose en esta sedimentación institucional el comandante general del departamento oriental (Justo José de Urquiza) consolidó en la década de 1840 un liderazgo de alcance provincial, una posibilidad que parece haber emergido de la conjunción de expansión económica y orden social impuesto de manera férrea: al parecer mientras el gobernador imperaba en el departamento en el oriental Urquiza imponía una justicia sumaria que producía opuestos efectos: “En el primer departamento principal se conservaban y aumentaban los peleadores, vagos, ladrones y asesinos al paso que en el segundo eran

69 PAZ, José M., Memorias póstumas… Tomo II, pp. 239-240 70 CUYÁS y SAMPERE, Antonio, Apuntes históricos sobre la Provincia de Entre Ríos en la República Argentina, Mataró, Establecimiento Tipográfico de Feliciano Horta, 1889, p. 31 71 Idem, p. 38

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infatigablemente perseguidos y muertos, ó abandonaban sus guaridas emigrando á otros departamentos”.72

De este modo, el estado entrerriano se iba a estructurar como un entramado de relaciones sociales militarizadas en el que ocupaban un lugar clave los comandantes departamentales. Sin embargo, ese estilo y esa estructura militarizada de gobierno era parte de una formación estatal que contaba con reducidas unidades veteranas y funcionaba - vía las milicias - como un sistema de flujos de intercambios de prestaciones militares de los campesinos a cambio de acceso a los recursos y cierta protección de las familias. Ello suponía, de alguna manera, una cierta negociación a nivel local.73

A la inversa de Buenos Aires, entonces, el “ejército” entrerriano seguía siendo una fuerza de neta matriz miliciana y a diferencia del correntino de los años 40, tuvo mucho más éxito en centralizar el poder y montar una economía de guerra que no dependiera solo de la guerra de recursos: así, al comenzar esa década lograba movilizar unos 5.000 efectivos pero para 1851 podía ya sumar unos 10.000 hombres.

Esas milicias, sustentadas en un alistamiento completamente generalizado, eran de dos tipos, al menos. En las villas eran de infantería (siguiendo la tradición de las milicias urbanas), los llamados “cívicos”:

“una corta compañía de milicia, compuesta de vecinos, en su mayor parte negociantes extranjeros establecidos en la entonces villa y hoy ciudad de Gualeguay, obligados a tomar las armas para defender sus personas é intereses.” 74

A su vez, a nivel departamental las milicias eran de caballería. ¿Cómo se había logrado organizar una masiva fuerza de milicias de caballería que podía prestar un servicio que llegaba a ser casi permanente? Al parecer se había constituido un servicio de turnos rotativos en el campamento de San José:

“Urquiza daba licencia á unas de sus divisiones para que, por un número corto de días fijos, fuesen a sus casas a trabajar, regresando el día indicado con su caballo, dos camisas, chiripá, poncho y gorra de manga, todo de bayeta punzó, que debía comprar cada uno con su dinero, alternando de estas forma las divisiones unas después de otras y así sucesivamente.” 75

¿Cómo resolvía este ejército la provisión de caballos y su abastecimiento? Para ello, parecen haberse combinando diversos mecanismos. Por un lado, el campamento de San José garantizaba una dotación de caballadas y tropas siempre disponible para ser movilizadas. Por otro, por medio de los recursos que fluían a través de la mediación de los comandantes departamentales. Por último, gracias al propio aporte de los mismos milicianos. De esta manera, el acceso a recursos y tierras por parte de los milicianos era condición necesaria para el funcionamiento del sistema de defensa. Según decía Sarmiento esos milicianos 72 Idem, pp. 47-49 73 Roberto Schmit ha estudiado cuidadosamente el funcionamiento de este sistema de poder por lo que remitimos a su estudio: Ruina y resurrección en tiempos de guerra. Sociedad, economía y poder en el oriente entrerriano postrrevolucionario, 1810-1852, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004. 74 CUYÁS y SAMPERE, Antonio, Apuntes históricos…p. 34 75 CUYÁS y SAMPERE, Antonio, Apuntes históricos…p. 107

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“se visten a sus expensas, y se presentan al campamento con dos, tres o cuatro caballos si se les pide así. Estas tropas no reciben salario nunca, ni aún cuando están de guarnición en las ciudades. Para la manutención de las tropas se provee de ganado, por una lista de vecinos del departamento, según su cupo, por devolución del cuero y del sebo.”76

Esta descripción es sustancialmente análoga a la que ofrecía otro contemporáneo:

“Cuando el soldado Entre-Riano de caballería concurre a una reunión de marcha, lleva de diestro no solo un caballo de pelea sino dos o tres; y no hay cuerpo de esta caballería que no lleve consigo 20 o 30 tropillas de caballos de pelea, no tan solo de Gefes y Oficiales sino también de soldados.”77

A estas milicias se agregaba una reducida infantería veterana compuesta, como era común, por “negros” al punto que - se afirmaba - Urquiza dispuso que sus soldados no trajesen prisioneros blancos “con la amenaza de que fusilaría al que matase un negro” pues “con estos fieles soldados” se constituyó la infantería del ejército.78

De este modo, algunas referencias indican que Entre Ríos estaba en condiciones de movilizar en seis días unos 15.000 milicianos de caballería, en su mayoría lanceros79 que a fines de 1851 eran la base de un ejército compuesto por 9 divisiones de caballería, 2 batallones de infantería, un escuadrón de artillería y contaba con 18.670 efectivos. Para entonces, Corrientes contaba con 6 divisiones de caballería, 2 batallones de infantería, un escuadrón de artillería y con 5.260 hombres.80 Las diferencias de magnitud expresaban con claridad la diferente solidez de cada formación estatal y de sus economías, pero su formato atestiguaba la impronta de una experiencia histórica común: una fuerza armada constituida por una amplia mayoría de milicianos lanceros de caballería (como lo habían sido los Blandengues), organizados en divisiones móviles (como en la insurgencia artiguista) completadas por escasas unidades de infantería y artillería, una organización que intentaba ser análoga a la de un ejército regular pero que solo contaba con pocas unidades de este tipo.

La información disponible sobre Santa Fe es, todavía, mucho menos precisa y más incompleta.81 Resulta claro que a pesar de la penuria fiscal y económica mantuvo un orden relativamente estable bajo el liderazgo de López entre 1818 y 1838, conteniendo las tendencias disidentes del sur, afirmando su autoridad sobre la elite urbana disolviendo el

76 SARMIENTO, Domingo F., Campaña en el Ejército Grande, UNQ, Bernal, 1997, pp. 160-163 77 SERRANO, Pedro, Riqueza Entre-Riana, Concepción del Uruguay, Imprenta del Colegio, 1851, p. 14 78 CUYÁS y SAMPERE, Antonio, Apuntes históricos…p. 88 79 SUAREZ, Teresa y WILDE, María, “La organización miliciana en el litoral argentino durante el Siglo XIX. Los casos de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos” ponencia a las Primeras Jornadas de Historia Regional Comparada, Porto Alegre, 23 al 25 de agosto de 2000. 80 RUIZ MORENO, Isidoro, Campañas militares argentinas. La política y la guerra, Tomo 2, Buenos Aires, Emecé, 2006, p. 607. 81 GOLDMAN, Noemí y TEDESCHI, Sonia, “Los tejidos formales del poder. Caudillos en el interior y el litoral rioplatense durante la primera mitad del siglo XIX”, en GOLDMAN, Noemí y SALVATORE, Ricardo (comps.), Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Buenos Aires, EUDEBA, 1998, pp. 135-157. TEDESCHI, Sonia, “López”, en Jorge Lafforgue (ed.), Historia de caudillos argentinos, Buenos Aires, Alfaguara, 1999, pp. 199-234 y “Caudillo e instituciones en el Río de la Plata. El caso de Santa Fe entre 1819 y 1838”, ponencia presentada a las Primeras Jornadas de Historia Regional Comparada, Porto Alegre, 2000.

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cabildo en 1832 y mediante una alianza con Buenos Aires que le aseguraba recursos financieros aunque a cambio de resignar su independencia política. Al parecer esa autoridad fue construida mediante la combinación del apoyo que le ofrecían los Blandengues (en los cuales había hecho su carrera militar) convertidos en los Dragones de la Independencia, las milicias de los partidos rurales y la inestable alianza con algunas parcialidades chaqueñas a través de las reducciones y sus autoridades (curas, corregidores y caciques). Con ello, López pudo afirmar su autoridad política en la provincia pero a diferencia de lo que sucedía en Corrientes, Entre Ríos o Buenos Aires la campaña santafesina siguió constreñida hasta la década de 1850, pero retomando la estrategia de acuerdos con los indios López logró estabilizar la situación fronteriza. Revitalizadas las reducciones al comenzar la década de 1830, ellas aportaron contingentes de lanceros a la formación estatal provincial.82 De este modo, Santa Fe pone en evidencia una notable perduración de las tradiciones coloniales y de sus formas de hacer la guerra que se pondrán claramente en evidencia en la inestable situación provincial abierta tras la muerte de López en 1838: desde entonces, los bandos que disputaron el poder provincial no solo buscaban alianza con fuerzas regionales sino también con parcialidades chaqueñas. De este modo, por ejemplo, hacia 1844 Juan Pablo López intentó una alianza con Corrientes y los unitarios mientras buscaba apoyo indígena en el Chaco conformando un pequeño “ejército” de unos 300 hombres a los que se sumaron unos 500 indios abipones, tobas y matacos a través de los cuales pudo reunir unos 4.000 caballos.83 De modo análogo, para 1851 el gobernador Echagüe buscó resistir mediante alianzas con algunos caciques lo que le permitió reunir unos 700 lanceros.84 A este tipo de fuerzas debemos agregar otras dos que en distintos episodios de la agitada vida santafesina mostraban su vigencia: las compañías de cívicos de la ciudad y las de negros que suministraban una infantería.85 A la hora de movilizar hombres para la guerra los modos seguían manteniendo un inocultable estilo colonial. En él encontraba su fortaleza y sus limitaciones obedecían a las restricciones fiscales y la imposibilidad de ampliar sus fronteras productivas. Así, las fuerzas que Santa Fe pudo aportar en su tardía adhesión al Ejército Grande apenas superaban los 1.000 efectivos y en su mayoría eran milicianos de Rosario y el sur santafesino.

A modo de conclusión

Hacia 1845 Tomás de Iriarte le ofrecía a los franceses un plan para vencer a Rosas.86 Era un militar de formación profesional en los ejércitos del Rey que se había sumado a la

82 FRADKIN, Raúl O. y RATTO, Silvia, “Reducciones y Blandengues en el norte santafesino: entre las guerras de frontera y las guerras de la revolución”, ponencia a las 5tas Jornadas de Historia Económica. Montevideo, AUHE, 23 al 25 de noviembre de 2011; TARRAGÓ, Griselda, De la autonomía a la integración. Santa Fe entre 1820 y 1853, en Nueva Historia de Santa Fe, Rosario, Prohistoria-La Capital, 2006, pp. 62-65 83 CERVERA, Manuel, Historia de la Ciudad y Provincia de Santa Fe, 1573-1853, Tomo II, Santa Fe, Librería e Imprenta la Unión, 1908. p. 846 84 IRIONDO, Urbano de, Apuntes para la historia de la Provincia de Santa Fe, Santa fe, Junta Provincial de Estudios Históricos de Santa fe, 1942, p. 102 85 Según relatos orales en la batalla de Cagancha (29/12/1839) las tropas de Echagüe incluían dos divisiones de negros de 600 hombres cada una: CERVERA, Manuel, Historia… p. 806 86 Iriarte era un oficial de artillería nacido en Buenos Aires en 1794 y formado en la Academia de Segovia que participó de la guerra en España entre 1808 y 1814 hasta su envío al Perú y era hijo de un catalán que llegó a

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revolución y en el trayecto de esa experiencia guerrera que incluyó su participación en el frente altoperuano y la guerra con el Imperio del Brasil, había modificado sustancialmente su visión de la guerra. Su argumento se basaba en las reflexiones que le producía la experiencia en la llamada “guerra social” y concluía que los principios estratégicos europeos no producían en América “resultados análogos”; para Iriarte, aquí la guerra “tiene un sistema propio y análogo, una estrategia y una táctica peculiar, y un modo de combatir enteramente nuevo y distinto del sistema europeo”. No podemos analizar con el detalle que merece su propuesta pero sí advertir algunas tres cuestiones que hacen directamente a nuestro tema: 1) Iriarte calculaba que los aliados podían contar con 15.000 efectivos contra Rosas, pero en esa suma incluía 6.000 orientales (y entre ellos un número indeterminado de emigrados en San Pedro del Sur) y 1.500 “emigrados argentinos”: una práctica conocida adquiría así plena vigencia en las estrategias guerreras; 2) para hostigar a los sitiadores de Montevideo contemplaba “las montoneras que se levantarían en la campaña”, mostrando hasta qué punto se habían “montonerizado” las concepciones de la guerra “regular” entre oficiales de carrera; 3) la centralidad de los elementos “sin los que, en estos países, es del todo imposible alimentar la guerra”: ganado vacuno y caballos “en número extraordinario” y pastos y aguadas “inagotables”.87 Puede verse, así, como para la formar un ejército de coalición que contara con activa intervención de oficiales de carrera y aun con la intervención de fuerzas regulares francesas y británicas, la “guerra de montoneras” y la “guerra de recursos” ocupaban un lugar central.

Lo que interesa subrayar es cuánto habían cambiado para mediados de la década de 1840 las fuerzas con las que contaba Rosas (aquel gobernador que había llegado al poder en 1829 poniéndose a la cabeza de una multifacética insurrección rural en la que tuvieron decisiva intervención milicias y montoneras) así como su modo de hacer la guerra: según un acérrimo enemigo Rosas “ha comprendido la superioridad, incontestable, de las tropas regladas y de la guerra regular”.88 No se equivocaba, el rosismo aparecía llevando a cabo una tarea que no habían podido cumplir las autoridades borbónicas, revolucionarias o unitarias: construir un ejército en el cual predominaran fuerzas veteranas y que estuviera dotado de un conjunto disciplinado de milicias auxiliares, un ejército que se había convertido en “el núcleo del sistema militar de la provincia”89 y que estaba en condiciones de asegurar el orden interno, la frontera con los indios y, al mismo tiempo, desplegar guerras ofensivas y prolongadas lejos de su territorio. Tamaño logro se apoyaba el crecimiento de la economía bonaerense pero también a otras transformaciones.

Un ejemplo permite advertirlo: Rosas había encontrado una solución a un problema que hasta entonces se había demostrado insoluble para las fuerzas veteranas: la provisión de caballos para el ejército. Esa solución había surgido en 1840 mediante la constitución de una suerte de sector productivo rural bajo administración estatal a partir del embargo de los

coronel del Regimiento Fijo de Infantería de Buenos Aires: "Felix Iriarte. Sueldos. Grados" , Archivo General de Simancas, SGU,LEG,6800,54 [1787] 87 IRIARTE, Tomás de, Memoria militar. Proyecto de operaciones bélicas para derrocar al tirano Rosas, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1868, pp. 4-6, 21, 23 88 LAMAS, Andrés, Apuntes históricos sobre las agresiones del dictador argentino don Juan Manuel de Rosas contra la independencia de la República Oriental del Uruguay. Artículos escritos en 1845 para El Nacional de Montevideo, Montevideo, El Nacional, 1849, p. V 89 HALPERÍN DONGHI, Tulio, Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino, Buenos Aires, Prometeo, 2005, p. 162.

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bienes de los enemigos del régimen.90 Por cierto, ello no invalidaba otros mecanismos como las contribuciones “voluntarias” de los hacendados que para entonces parecen haberse institucionalizado y bien retribuidas a los proveedores. No es improbable que, por ambos mecanismos el rosismo lograra depender menos del aporte de los milicianos para formar sus fuerzas de caballería aunque nunca dejó de contar con las milicias indígenas. En su momento, las autoridades borbónicas habían intentado resolverlo formando las llamadas “estancias del Rey” destinadas a proveer de ganado y caballos a los Dragones, pero nunca parecen haber sido muy efectivas. Durante la época revolucionaria se apeló tanto a los “auxilios” y contribuciones de los vecinos como a la “guerra de recursos” y, posteriormente, la otra solución eficaz parece haber sido la implementada en Entre Ríos con esa peculiar combinación de patrimonio privado y servicio estatal que logró montar Urquiza, una solución que no pudo implementar Paz en Corrientes y que en Santa Fe siguió dependiendo de los milicianos, los aliados de otras provincias o los indígenas.

La resolución de este problema logístico era crucial para los modos imperantes de hacer la guerra y tardarían revolverse. Hacia 1871 lo advertía con claridad el Presidente Sarmiento cuando tuvo que enfrentar una nueva insurrección en Entre Ríos:

“La brutal guerra de Entre Ríos no me deja un momento tranquilo. Nuestros ejércitos han triunfado siempre, sin terminar la guerra. ¿Quiere usted la explicación de este fenómeno? Caballos.”91

Aún, entonces, para 1871 la clave de estas guerras seguía estando en la provisión y disponibilidad de caballos, aun cuando ya las tropas “nacionales” habían adquirido mayor movilidad gracias a la incipiente marina, como se había demostrado en la guerra contra Paraguay. Pero la centralidad absoluta del problema no había menguado para ese tipo de guerra y para la cual Sarmiento pensaba que era posible acabarla poniendo a su mando un oficial probado en la “guerra de montoneras”.

El análisis de este tipo de problemas puede ofrecer modos precisos para enfocar las relaciones entre formas de hacer la guerra y naturaleza de las formaciones estatales. Como hemos visto, en el diseño del sistema de defensa colonial la caballería debía ser una función primordial de las milicias y cuando no hubo más remedio que afrontar la formación de una caballería veterana numerosa, la solución se buscó a través de los Blandengues, un modo de reducir el gasto fiscal externalizando parte de los costos. Una solución de este tipo, por tanto, suponía el ejercicio de un cierto grado de coerción para hacer posible la transferencia de ese excedente campesino pero también de algún tipo de negociación y de mediaciones que hicieran factible la prestación del servicio y la transferencia del excedente. De alguna manera, los problemas que se afrontaban para la provisión de caballos también solían enfrentarse en cuanto a la disponibilidad de armas que, en las milicias, también solían ser provistas por la tropa. Dicho en otros términos, mientras las autoridades no lograran convertirse en las únicas propietarias y proveedoras de estos medios de hacer la guerra no parece que fuera posible producir una precisa separación entre los cuadros administrativos

90 GELMAN, Jorge y SCHROEDER, María Inés, “Juan Manuel de Rosas contra los estancieros: Los embargos a los "unitarios" de la campaña de Buenos Aires”, en Hispanic American Historical Review, 83: 3, 2003, pp. 487-520. 91 Carta de Domingo F. Sarmiento a Manuel R. García, Buenos Aires, 14 de enero de 1871, en Cartas confidenciales de Sarmiento a M. R. García (1866-1872), Buenos Aires, Imprenta Coni Hermanos, 1917, pp.64-65

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y los medios de coerción planteada por Weber como atributo de la “dominación legal”. En tales condiciones, era escasamente factible que el “estado” pudiera adquirir plenamente el “monopolio de la violencia legítima”.92

Sobre todo, era extremadamente dificultoso que buena parte de la sociedad aceptara la posibilidad de tal monopolio como legítimo puesto que entre los legados ineludibles de la era revolucionaria estuvieron no solo la práctica sistemática y generalizada de la violencia política y de la “guerra de recursos” sino también la apropiación del botín. Ese tipo de prácticas se convirtieron en parte sustancial de la cultura de guerra pues resultaba un medio eficaz para identificar enemigos, neutralizar posibles oponentes, asegurar lealtades y solidaridades y canalizar tensiones sociales y étnicas.93

A ello debiera agregarse otra condición limitante: como se ha señalado, conviene prestarle privilegiada atención a las conexiones entre el monopolio de las formas de violencia por parte del estado y su forma de territorialidad. Sin embargo, las formaciones estatales que estamos considerando tenían serias limitaciones para ejercer un monopolio administrativo sobre un territorio pues no tenían límites perfectamente definidos, contaban con fronteras difusas y porosas y ni siquiera parecen haber sido completamente capaces de controlar todo su territorio. Todavía – y por largo tiempo – el control sobre las personas (y su obediencia y lealtad) era que el que suministraba la posibilidad de controlar el territorio… Una manifestación institucional de esa situación – que aun no ha sido indagada con precisión – es la histórica dificultad para conformar fuerzas diferenciadas de ejército y policía, diferenciación que podría expresar la “cara interna” y la “cara externa” del estado en relación con el control de la violencia.94 Otra, como ya se señaló, la evidencian esas fuerzas beligerantes de territorialidad difusa e inestable que actuaban como una suerte de fuerzas “flotantes” en el espacio regional, sin un anclaje territorial preciso aunque reconociendo una comunidad de origen y que por momentos se coaligaron con alguna formación estatal.

Este tipo de desafíos se plantearon de modo recurrente tanto a las autoridades coloniales como a sus sucesores revolucionarios y post-revolucionarios. El registro de esas recurrencias a largo plazo no debiera ser entendido como inmutabilidad sino como perduración de condiciones estructurales para hacer la guerra y para formar estados. Vista la cuestión de este modo se advierte que para esas distintas autoridades elegir entre un ejército regular o las milicias no era una opción o una alternativa sino que se presentaban como dos modos de organización que debían complementarse. Cuando se observa las características de la mayor parte de estos ejércitos puede decirse, si se nos permite una forzada metáfora, que eran mano de obra intensivos de modo que su fortaleza dependía casi completamente de la cantidad de efectivos que pudieran movilizar y mucho menos – todavía - de la sofisticación de su armamento. Por eso, hemos considerado tanto a la magnitud de hombres que una formación estatal podía movilizar como a los modos que

92 WEBER, Max, El político y el científico, México, Colofón, 2007. 93 FRADKIN, Raúl O. y RATTO, Silvia: “El botín y las culturas de la guerra en el espacio litoral rioplatense”, en Amnis. Revue de civilisation contemporaine Europes/Ameriques, Nª 10, 2011. Disponible en: http://amnis.revues.org/1277 94 GIDDENS, Anthony, “Estados nacionales y violencia”, en Revista Académica de Relaciones Internacionales, Nº 5, 2006. Para una aproximación a las dificultades de formar una policía rural en Buenos Aires véase FRADKIN, Raúl O., “Justicia, policía y sociedad rural en Buenos Aires, 1780-1830”, en M. Bonaudo, A. Reguera y B. Zeberio (coords.), Las escalas de la historia comparada. Dinámicas sociales, poderes políticos y sistemas jurídicos, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2008, Tomo I, pp. 247-284.

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empleaba para lograrla como indicadores del grado adquiría algunos de sus atributos de estatidad y de su misma naturaleza.95

En este sentido resulta sugestivo considerar que a mediados de la década de 1810 (suponiendo una población de 508.000 habitantes) la revolución puede haber llegado a movilizar un 10%.96 Incluso puede haber sido mucho mayor, sobre todo en algunas regiones y, aunque se trata de un cálculo muy inseguro, sugiere que el nivel de movilización de las guerras de la revolución tuvo una magnitud tal que allí reside su centralidad como experiencia histórica. Como se dijo más arriba las autoridades revolucionarias lograron formar ejércitos numerosos dotados de una gran fuerza de infantería: de este modo, para 1817 ella contaba con unos 13.743 efectivos pero es preciso subrayar que sólo el 55% correspondía a fuerzas de línea.97

Esa combinación de tropas de línea y milicianas, de proporciones y consistencia cambiante e inestable pero completamente generalizada, parece haber sido más un producto de la necesidad que de las ideologías. Ellas debieron ajustarse a las restricciones que ofrecía la realidad social por medio de adaptaciones que ponían en evidencia los límites del poder autónomo del estado.98 Y lo hacía pues habilitaba el desarrollo de dos tendencias intrínsecamente contradictorias: una orientada hacia la centralización de la autoridad y a la constitución de una fuerza que imperara sobre el conjunto de los actores sociales; y otra que empujaba a la descentralización y tendía a arraigarla en ellos. Cuando se repasan los motivos y las lógicas de las resistencias que enfrentaban las autoridades superiores (virreinales, revolucionarias o provinciales) para subordinar a las milicias se advierte que las elites locales pujaron contra los intentos de utilizar recursos locales para sostener fuerzas que cumplieran misiones que excedieran la defensa local y que los milicianos resistieron porfiadamente convertirse en una fuerza auxiliar del ejército veterano y movilizarse en campañas alejadas de su territorio. En ambas resistencias se evidenciaban las tradiciones milicianas forjadas en la defensa de cada territorio que permitían movilizar lazos sociales y recursos, sustentar liderazgos locales y eran eficaces para la guerra defensiva pero eran refractarias a los requerimientos de la guerra ofensiva que suponían un desplazamiento de recursos hacia el estado y una subordinación a jefaturas superiores. Ello parece haber permitido situaciones repetidas: la convergencia entre autoridades (o influyentes) locales y milicianos conformando actores sociales armados y marcadamente territoriales en su conformación e identidad colectiva.

Estas dimensiones de las resistencias no debieran ocultar otras, por cierto más difíciles de observar históricamente pero no por ello menos decisivas. Una, ante todo: la pertinaz 95 Hemos tomado la noción de atributos de estatidad de OSZLAK, Oscar, La formación del estado argentino, Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982 96 6.473 veteranos en los ejércitos de Buenos Aires y 29.000 milicianos alistados (sin contar los de La Rioja, Salta y Córdoba) además de 14.000 hombres que respondían al comando de Artigas (4.000 de línea y 10.000 milicianos): GUIDO, Tomás, “Memoria presentada al Supremo Gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata en 1816”, en CALVO, Carlos, Anales Históricos de la Revolución de la América Latina acompañados de los documentos en su apoyo desde el año 1808 hasta el reconocimiento de la independencia de este extenso continente, Tomo II, París, 1864, pp. 362-382 97 “Estado Mayor General, Departamento de Infantería: Demostración de la Fuerza de Infantería así de Línea como Cívica con que se hallan las Provincias Unidas de Sud-América en la fha y destinos con qe esta empleada. Buenos Ayres, 1 de setiembre de 1817” 98 MANN, Michel, “El poder autónomo del Estado: sus orígenes, mecanismos y resultados”, en Zona Abierta, N° 57-58, 1991, pp. 15-50

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resistencia de los milicianos rurales se hacía frente a un servicio que funcionaba como un sistema de prestaciones campesinas a través del cual el estado se apropiaba de parte de sus recursos, energía y tiempo de trabajo. En esas condiciones, el servicio miliciano era una forma de renta campesina, como lo indican algunas prácticas como la conmutación monetaria, la exención a cambio del tributo u otras obligaciones o la prestación por turnos rotativos. No extraña, por tanto, que la resistencia fuera más intensa en las épocas del año en las cuales se intensificaban las faenas rurales y que los jefes milicianos se vieran forzados a negociar la realización de esas prestaciones. En esas situaciones, las diferencias entre el servicio permanente en el ejército y el servicio temporario en la milicia manifestaban toda su centralidad social. Ello hace referencia a una historia aún por estudiar: las experiencias de resistencias campesinas al servicio militar que deben haber formado parte sustancial de sus relaciones cotidianas con el estado, de las motivaciones de sus adhesiones políticas y de la configuración de sus culturas y tradiciones políticas. Desde esta perspectiva, el servicio miliciano rural ponía de manifiesto una contradicción sustancial: mientras era un mecanismo de inclusión y reconocimiento social también era un dispositivo de restricción de la autonomía y la movilidad campesina. En forma análoga, también puede ser analizadas otras resistencias como las que ofrecieron los milicianos a movilizarse sin el pago de anticipos salariales, de los paisanos a la leva o los innumerables episodios de amotinamiento o deserción colectiva por malos tratos, falta o retraso en el pago del prest o carencia de vestuario o su reclamo del derecho a participar del reparto del botín.

A pesar de las continuidades hubo cambios sustanciales. El más estudiado últimamente es la relación entre servicio miliciano y construcción de la ciudadanía política.99 Pero convendría no pasar por alto otras. No parece ser de menor importancia que los procesos de construcción estatal en el litoral implicaran en todos los casos la disolución de los cabildos y con ella ruptura de ese binomio hasta entonces inseparable que formaban los cabildos y las milicias urbanas y que constituía el sustrato más antiguo y arraigado de la experiencia colonial. Como tendencia, al menos (aunque esto debe ser verificado todavía en forma precisa) pareciera que las milicias post-revolucionarias fueron menos autónomas que las coloniales y probablemente - cualquiera haya sido su estatuto jurídico - tampoco gozaran de fuero, salvo sus oficiales. Las milicias seguirían teniendo un papel decisivo pero el contexto en el que actuaban y los dispositivos de poder en que se inscribían iban a ser sustancialmente diferente. En ese nuevo contexto la pieza clave pasaban a ser los comandantes departamentales de quienes dependía ahora la capacidad de movilizar a la población rural para la guerra apelando a las estructuras milicianas a su mando y la

99 CANSANELLO, Carlos, De Súbditos a Ciudadanos. Ensayo sobre las libertades en los orígenes republicanos. Buenos Aires, 1810-1852, Buenos Aires, Imago Mundi, 2003. SÁBATO, Hilda, “Cada elector es un brazo armado. Apuntes para una historia de las milicias en la Argentina decimonónica”, en en BONAUDO, Marta, REGUERA, Andrea y ZEBERIO, Blanca (coords.), Las escalas de la historia comparada. Dinámicas sociales, poderes políticos y sistemas jurídicos, Buenos Aires, Miño y Dávila Editores, 2008, Tomo I, pp. 105-124 y Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008.

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provisión de los recursos materiales. Se trataba, así, de una peculiar derivación de una experiencia histórica que había comenzado con el reformismo borbónico.100

Llegados a este punto, cabe una última conjetura: la tentativa exploración que hemos ensayado siguiendo las pistas de los modos de hacer la guerra en el litoral rioplatense nos lleva a interrogarnos si no están mostrando el movimiento histórico de una forma específica de estado. Ella estaría caracterizada por ser una forma de estado que ejercía buena parte de sus funciones a través de agentes no estatales apelando a instancias sociales que, pese a ello, formaban parte de la producción de la estatalidad. Se trataba de una forma peculiar de gobierno indirecto cuya fuerza (pero también su límite) residía en su capacidad para movilizar, atraer y hacerse obedecer por los agentes no estatales. Si estoy en lo cierto, ello supone formas de negociación de la acción estatal para poder desplegarla en forma reticular y molecular. De este modo, esa capacidad dependía de la que tuvieran las autoridades superiores para anudar sus objetivos e intereses con los objetivos e intereses de esos agentes sociales locales. En consecuencia, algunas continuidades entre la era colonial y la post-revolucionaria pueden ser menos sorprendentes de lo que puede parecer a primera vista y no habría que ver en ellas las pruebas del arcaísmo sino la manifestación del movimiento histórico de una forma de estado que no podía disponer del monopolio de la fuerza pero que si pudo lograr coordinar los medios de ejercerla en una determinada dirección.

Se trata, entonces, de abrirse a una indagación de un proceso de sedimentación histórica a través del cual se constituyó una forma de estado adecuado a las características de esas sociedades y a las restricciones estructurales imperantes. Proceso que, en nuestra opinión, solo puede tornarse observable efectivamente analizando las formas de gobierno local de las áreas rurales101 pues ellas pueden permitir analizar las relaciones entre “estado” y “sociedad” en su nivel más concreto y socialmente más significativo102 considerando las condiciones de existencia de los actores103 y las formas cotidianas de construcción estatal.104 La significación de ese proceso de sedimentación estuvo en que ofreció decisivas bases de apoyo para la construcción de un nuevo tipo de estado.

100 FRADKIN, Raúl O., “Notas para una historia larga: comandantes militares y gobierno local en tiempos de guerra”, en BRAGONI, Beatriz y MÍGUEZ, Eduardo (comps.), Un nuevo orden político. Provincias y Estado Nacional, 1852-1880, Buenos Aires, Biblos, 2010, pp. 293-306. 101 Un impecable ejemplo de estas posibilidades en ORTÍZ ESCAMILLA, Juan, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, Sevilla, Universidad de Sevilla, 1997. 102 SERULNIKOV, Sergio, Conflictos sociales e insurrección en el mundo colonial tardío. El norte de Potosí en el siglo XVIII, Buenos Aires, FCE, 2006 103 VAN YOUNG, Eric, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810, 1821, México, FCE, 2006. 104 JOSEPH, Gilbert y NUGENT, Daniel (eds.), Aspectos cotidianos de la formación del estado. La revolución y la negociación del mando en el México moderno, Ed. Era, México, 2002.