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Maravillosas posesiones El asombro ante el Nuevo Mundo Stephen Greenblatt Traducción de Socorro Giménez ' ' ' m marbot ediciones

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Maravillosas posesiones El asombro ante el Nuevo Mundo

Stephen Greenblatt

Traducción de Socorro Giménez

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m marbot ediciones

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Introducción

Cuando era niño, mis libros favoritos eran Las mil y una noches y El libro de las maravillas de Richard Halliburton. El encanto del primero -incluso en la que asumo como una ver­sión toscamente reducida - reside en la fuerza primaria del contar cuentos. Hace algunos años, en la plaza de Jemaa El Fna de Marruecos, me uní a un grupo de oyentes fascinados que, sentados en el suelo alrededor de un narrador profesio­nal, escuchaban con atención sn larga historia, sin compren­derla. Con la particular, ensoñación que se produce al escuchar una lengua que uno no comprende, oyéndola como una música extraña, y sabiendo tan sólo que se estaba contan­do un cuento, dejé vagar mi pensamiento y descubrí que me estaba contando a mí mismo uno de los cuentos de Las mil y una noches: la historia de Simbad y el pájaro Roe. Si es cierto, como escribe Walter Benjamín, que toda historia real "contie­ne, abierta o veladamente, algo útil", 1 entonces aquella histo­ria que hablaba de diamantes, cavernas profundas, serpientes, carne cruda y pájaros de enormes garras debe de haber que­dado impresa en mi imaginación impúber por contener algo muy útil, algo que no debería olvidar nunca. En este caso la utilidad ha permanecido oculta para mí, pero confío bastante en que algún día se revelará. Y sigo cautivado por las histo­rias y obsesionado por la complejidad de sus usos.

L Walter Benjamín, « The Storyteller: Ref!ections on the Works of Nikolai Leskov», en Illuminations, ed. Hannah Arendt, trad. Harry Zohn (Nueva York: Schocken, 1968), p. 86.1«El narrador: reflexiones sobre las obras de Nikolai Leskov>;, Iluminaciones, 2 vols., trad. Jesús Aguirre (Madrid: Taurus, 1971-72)].

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20 INTRODUCCIÓN

La atracción por El libro de las maravillas de Halliburton es menos fácil de explicar. Halliburton era un conocido viaje­ro y periodista americano. Escribía de un modo que ahora me parece exageradamente histriónico y agitado, como si una parte de sí mismo creyera que sus maravillas no eran tan ma­ravillosas y requerían un ensalzamiento retórico para el mer­cado. Pero incluso de una forma degradada, El libro de las maravillas estaba en contacto con lo que Michel de Certeau denomina <da gozosa y silenciosa experiencia de la niñez: .. . ser otro y moverse hacia lo otro».2 Y supongo que mi espíritu su­burbano, constreñido por el convencionalismo de los años cincuenta de Eisenhower, abrazó con avidez la liberación que le ofrecía Halliburton, la sensación de que el mundo real es­taba lleno de maravilla y el relato asombrado de sus viajes exóticos: las Cataratas de lguazú, Chichén Itzá, el puente de Golden Gate. El sello personal de Halliburton consistía en que él mismo corría ciertos riesgos para poder presenciar o verificar sus maravillas: voló en ultraligero peligrosamente cerca de las aguas embravecidas de las Cataratas de Iguazú, se lanzó dentro del Cenote de los Sacrificios de Chichén y na­dó hasta salir ileso, y supongo que también condujo en hora punta por el Golden Gate. No debería menospreciar su teme­ridad: como para probar que los riesgos que corría eran rea­les, Halliburton desapareció en uno de sus viajes y nunca más volvió a saberse de él.

En algún momento pasé de ser un cándido a ser lo que Schiller llama un "sentimental" -esto es, dejé de leer libros de maravillas y comencé a leer estudios etnográficos y nove­las-, pero mis intereses de la infancia perviven en una voraz curiosidad por otras culturas y en la fascinación por los rela-

2. .Michel de Certeau, The Practice of Everyday Life, trad. Steven Rendall (Berkeley: Univcrsity of California Press, 1984 ), p. 11 O.[La invención de lo cotidiano, trad. Alejandro Pescador y Luce Giard (México D.F.: Universidad Iheroamericana, 2000)].

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tos. Cualquiera que lea este libro notará que en gran medida mis capítulos están construidos en torno a anécdotas, lo que los franceses llaman petites histoires para distinguirlas del grand récit de la historia totalizadora, integradora, progresi­va: de una historia que sabe adónde va. 3 Como corresponde a los viajeros que creían saber hacia dónde iban y acababan en sitios cuya existencia nunca habían imaginado, el discurso de viajes de fines de la Edad Media y el Renacimiento rara vez es interesante en lo que se refiere al sostenimiento de la narra­ción y al proyecto teleológico, pero es muy atractivo en el ni­vel de la anécdota. Este discurso contiene, sin duda, la idea de un esquema general-la mayoría .de las veces en la convicción del inexorable progreso, de Este a Oeste, .de la Cristiandad, o del imperio, o de ambos-, pero comparadas con las lumi­nosas historias universales de la temprana Edad Media, las crónicas de exploración parecen inseguras de su rnmbo, desorganizadas, fragmentarias. Su fuerza no reside en una vi­sión de la expansión gradual del Espíritu Santo, sino en la sorpresa de lo desconocido, en la intensa curiosidad que pro­vocan, en la excitación concreta frente a cada una de las ma­ravillas que van apareciendo. De ahí que no presenten un mundo ordenado de manera imponente y armoniosa, sino una sucesión de encuentros breves, de experiencias azarosas, de anécdotas aisladas sobre lo inesperado. Y es que la anéc­dota, que está ligada con lo inédito al menos etimológicamen­te, es el registro principal de lo inesperado y por tanto del encuentro con la diferencia, un encuentro que, a la vez, se inaugura y alcanza su máxima expresión con la maravillosa llegada de Colón a un hemisferio insospechado que le impi­dió llegar al límite oriental del mundo conocido.

3. Para las reflexiones, las anécdotas y la historia, véase Joel Fineman, «ficrion and Fiction: The History of the Anecdote», en The New Historicism, ed. H. Aram Veeser (Nueva York: Routledge, 1989), pp. 49-76.

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22 INTilODUCC!ÓN

Si bien las anécdotas son registros de la singularidad de lo contingente -asociadas con el borde (para introducir los términos mandevillianos de los que trataré en el capítulo si­guiente) más que con el centro inmóvil e inmovilizador-, al mismo tiempo se registran como anécdotas representativas, es decir, como significativas en términos de un progreso o de un patrón más abarcador que es el tema propio de una his­toria perpetuamente diferida en el relato de las anécdotas del viajero. Un conocimiento puramente local, una experien­cia de observación absolutamente singular, irrepetible y úni­ca, no es ni deseable ni posible, puesto que el discurso del viajero está destinado a ser útil, aun cuando el propósito úl­timo al que finalmente quedará supeditado permanezca opa­co. Las anécdotas, pues, se cuentan entre los principales productos de la tecnología representacional de una cultura; son mediadoras entre la sucesión indiferenciada de momen­tos concretos y una estrategia más amplia, que sólo pueden indicar. Son captadas en medio del torbellino de experien­cias y fijadas en alguna forma, una forma cuya provisiona­lidad las marca, así y todo, como contingentes -de otro modo les daríamos el nombre más vasto y grandilocuente de historia-, pero que también las hace susceptibles de ser contadas una y otra vez.

Mis propias anécdotas de viajero están estrechamente aso­ciadas con aquellas que estudio, influenciadas por un similar anhelo del efecto que produce lo real in situ y por una inten­ción historizadora que es, a la vez, evocada y rechazada. Un ejemplo: en agosto de 1986, durante mi primera noche en Bali, típicamente turística, fui a caminar a la luz de la luna por los estrechos senderos de los campos de arroz que, silen­ciosos, brillaban repletos de luciérnagas. Llegué a un peque­ño poblado que en la oscuridad divisé no tanto por las cabañas y los templos, que eran bajos y estaban medio escon­didos, sino gracias a un perro que comenzó a ladrar frenéti­camente cuando me acerqué. Vi una luz en el bale banjar, el

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pabellón común en el que yo sabía -gracias a la lectura de Clifford Geertz y de Miguel Covarrubias y de Gregory Bate­son y de Margaret M.ead- que los balineses se reunían por las tardes. Me aproximé un poco más y descubrí que la luz provenía de un televisor que los aldeanos, agachados o sen­tados con las piernas cruzadas, miraban con gran concentra­ción. Sobreponiéndome a mi desilusión, acepté la invitación que, por medio de ademanes, me hacían para que subiese a la plataforma y contemplara el espectáculo: en el video co­munitario, estaban viendo una cinta sobre una compleja ce­remonia realizada en un templo. Alertado por el alboroto de los comentarios y por las ruidosas carcajadas reconocí, sobre la tarima y en medio de la simpática reunión de telespecta­dores, a varios de los celebrantes que estaba viendo en la pantalla, extáticos, bailando en estado de trance.

Lo que presencié esa noche podríamos llamarlo "la asi­milación del otro", una frase cuyo sentido haremos bien en dejar deliberadamente ambiguo.4 Pues si el televisor y el re-

4. Naturalmente, no andamos muy lejos de la política y la economía de la domi­nación mundial, aunque basta con saber cómo mirar para observar cosas sorprenden­tes. No sirve de nada ignorar esa clase de políticas, pero existe un tipo de pesimismo sentimental que lo hace caer todo en una visión global de !a dominación y el someti­miento. Reconocer y admirar las adaptaciones locales no consiste en aprobar acrítica­mente los mercados capitalistas sino en reconocer adaptaciones imaginativas a condi­ciones que están más allá del control inmediato de los pobres.

Sobre las ambigüedades de la posesión, véanse !os sugestivos comentarios de Greg Dening, «Possessing Tahiti'·', Archeol. Oceanía 21 ( 1986):

«Poseer Tahití fue un asunto complicado. Es más, ¿quién poseyó a quién? Tanto los nativos como los extranjeros se poseían recíprocamente en su interpreta­ción del otro. Se poseían mutuamente en un momento etnográfico transcrito en tex­tos y en símbolos. Cada uno de ellos archivó este texto y estos símbolos en sus res­pectivas intuiciones culturales. Cada uno de ellos convirtió en mercancía las cosas que tomaron los unos de los otros, pusieron la mercancía en sus respectivos muse­os y reelaboraron las cosas que habían juntado hasta convertirlas en nuevos arte­factos. Ambos usaban las historias sobre el encuentro como entretenimiento. Y como cada lectura del texto, cada exhibición del símbolo, cada aspecto entreteni-

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productor de vídeo, así como también mi presencia en lata­rima, sugerían la pasmosa omnipresencia del mercado capi­talista y de la tecnología, su expansión hasta los nncones más apartados de la tierra, la adaptación balinesa de los mo­dos de representación japoneses y del Occidente actual pa­recía tan natural y culturalmente idiosincrásica que no estaba claro quién estaba asimilando a quién.5 Los aldeanos habían comprado una versión sofisticada de la maquinaria representacional del capitalismo internacional, el que en aquel momento era su aparato más importante para la pro­ducción, reproducción y transmisión de textos culturales. El inmenso poder de transformación de ese dispositivo, su ca­pacidad para reducir diferencias por medio de la introduc­ción de culturas relativamente aisladas y autónomas dentro del imaginario y de los valores del sistema muudial, ya ha si­do suficientemente probado en todo el planeta. Pero el re­productor de vídeo permite un nivel sorprendente de autonomía local, y lo que presencié fue el placer de la auto­rrepresentación, ya que los aldeanos hacían que sus propios cuerpos, voces y música entraran en la máquina y fueran proyectados nuevamente hacia ~!los. ¿De 9uién es el triun~o ideológico que se registra aqm? ¿De qmen la apropwc10n que se revela? Las prácticas representacionales son ideológi­camente significativas -el propósito de este libro es explo­rar algunos aspectos de esta significación-, pero creo que es importante resistir a lo que a priori podríamos llamar de-

do de las historias, cada visión de la mercancía ampliaba el encuentro original, lo convertía en un proceso, cada posesión del otro se convertía asimismo en una auto­posesión. Poseer al otro, como poseer el pasado, siempre está lleno de autoenga-ños». (p. '1 17). . .

S. Debería ailadir que me sentí bien acogido, no de un modo muy espeCJal smo simplemente como un miembro del grupo. En muchas ocasion~~ obser~é q~e los bah­neses no sólo toleraban sino incluso disfrutaban de la confuston que tmphcaban los grupos numerosos: los turistas son incorporados fácilmente en estos grupos, hasta el punto de ser incorporados (a menudo de un modo muy cómico) en las esculturas de los templos balineses.

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terminismo ideológico, esto es, a la idea de que los modos particulares de representación están intrínseca y necesaria­mente unidos a una cultura, clase o sistema de creencias da­dos, y que sus efectos son unidireccionales.

La alternativa no consiste en creer que los modos repre­sentacionales sean neutrales, ni tampoco que se entreguen por completo -como la "amada" de Chéjov- a quienquie­ra que los acoja, sino en asumir que los individuos y las cul­turas tienden a producir mecanismos de asimilación muy poderosos, mecanismos que trabajan a la manera de las en­zimas para modificar la composición ideológica de los cuer­pos extraños. Esos cuerpos extraños no desaparecen por completo, sino que son arrastrados hacia lo que Homi Bhab­ha denomina "el interregno", la zona de intersección en la que todas las significaciones determinadas culturalmente quedan puestas en cuestión por una hibridez irresuelta e irresoluble.' Ni siquiera las tecnologías representacionales que requieren un equipo altamente especializado combina­do con una infraestructura que incluye generadores eléctri­cos, la acumulación de la así llamada "moneda fuerte", y la colaboración de intermediarios y de la burocracia aduanera de Tokyo, Yacarta y Denpasar, son inequívoca ni irreversi­blemente dueños de la ideología capitalista que fue la con­dición determinante de su creación original y de su expansión por el mundo. En el caso del televisor balinés, no solamente existe la notable capacidad de adaptación de la comunidad local, sino la clara sensación transmitida por es­ta comunidad de que la adaptación no es tan extraordina­ria, que no está sucediendo nada muy novedoso, qne en la asimilación del otro no está comprometido un gran gasto de energía colectiva.

6. Homi K. Bhabha, «The Commitment to Theory», en New Formations 5 (1988). pp. 5-23.

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Al pnnc1pio consideré que mi 1mpres10n era una consecuencia de la plasticidad por la que los balineses son justificadamente célebres, pero pocos días después tu­ve la oportunidad de contrastarla cuando, en el pueblo de Amlapura, me sumé a una multitud que estaba celebran­do el Día de la Independencia de Indonesia. Esperaba ver algunas danzas tradicionales legong, que iban a celebrarse en el escenario de una gran sala de cine ubicada en la pla­za del pueblo, pero para cuando llegué las danzas habían acabado ya y la película en cartelera, Yo soy la justicia [ Death Wish II], protagonizada por Charles Bronson, es­taba por comenzar, en una proyección gratuita en ocasión de la fiesta. Al otro lado de la plaza, en una gran pantalla improvisada, estaban proyectando en ese momento otra película: una comedia sobre yuppies ricos de Yacarta. La película, que mostraba a personas cuya lengua, religión y sentido de la identidad son muy diferentes de los de los ba­lineses, también se estaba proyectando en honor de la fies­ta, y por tanto era un guiño hacia esa asimilación cultural de Bali que los javaneses han venido intentando conseguir, la mayor parte de las veces por medios bastante menos agradables, durante siglos. Por último, contra la pared la­teral de la sala de cine y de cara a la plaza, alguien había construido un rudimentario escenario soportado por ca­balletes, sobre el que se había erigido otra pantalla más con un marco de madera. Detrás de esta pantalla, ilumi­nada por una lámpara de aceite de coco, había un ancia­no dalang, un místico narrador de historias. El dalang estaba sentado con las piernas cruzadas junto a una caja similar a un ataúd, de la cual fue sacando, una a una, ma­rionetas muy sofisticadas hechas de piel de búfalo, que fue disponiendo frente a él. Luego comenzó a interpretar con extraordinaria destreza un wayang kulit, una obra de sombras inspirada en escenas del Ramayana y del Ma­habharata.

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Los balineses se movían alegremente y pasaban, en apa­riencia al azar, de un espectáculo a otro: se amontonaban para ver unos instructivos minutos de violencia americana en la pantalla, salían a escuchar los cantos del dalang y a observar las sombras de las marionetas moviéndose delante de otra pantalla, se apretujaban detrás de esa misma pantalla para ver al dalang manipular las marionetas, o atravesaban la pla­za para contemplar a la dorada juventud de Yacarta correr carreras en coches deportivos rojos. En este contexto de va­gabundeo festivo, me pareció que los aldeanos a quienes había visto la primera noche apiñados frente al televisor compartían una general fascinación balinesa por las imáge­nes reflejadas. Aunque el bastidor del wayang estaba apoya­do en la sala de cine, parecía mucho más plausible, al menos simbólicamente, imaginar la sala apoyada en el antiguo tea­tro de marionetas y sus insinuaciones sobre la irrealidad del mundo.

Pero la cuestión que más me interesa aquí no es la ori­ginariedad o la prioridad culturales.? Más bien quiero po­ner el acento sobre la multiplicidad de espacios de representación y el movimiento de las gentes a su alrede­dor, porgue sugieren que el problema de la asimilación del otro está ligado con los que podemos llamar, adap­tando a Marx, la reproducción y circulación del capital mimético. Hay tres razones por las cuales vale la pena in-

7. En cualquier caso, los títeres Wayang no deberían entenderse sólo como uha

forma arcaica, un atavismo, ni debería pensarse en ellos como una "auténtica" forma de arte balinesa. Los Wayang fueron ampliamente usados para !a propaganda políti­ca durante la lucha de Indonesia por la independencia. Y sus raíces se remontan a Java, Debo añadir que en Java, según Miguel Covarrubias, «es una norma que los hombres miren las marionetas mientras que las mujeres sólo ven las sombras» (Islands of Bali !London: KPI, 1986], p. 238). En cambio, en Bali la movilidad parece univer­sal y las mujeres (junto con los hombres y con muchos de los niños) se agolpan detrás de la mampara para ver las marionetas. (El contraste podría no ser válido ya; el libro de Covarrubias se publicó por primera vez en 1937, y los Wayang de Java deben de haber cambiado radicalmente).

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vocar aquí "el ca pi tal". La primera y más obvia es que quiero insistir en la conexión fundamental entre mimesis y capitalismo, puesto que, a pesar de que el Imperio Ro­mano y el cristianismo han dejado precedentes impor­tantes, sólo con el capitalismo la proliferación y la circulación de las representaciones (y los dispositivos para su producción y transmisión) han alcanzado una magni­tud global espectacular y prácticamente ineludible en el orden mundial moderno. Esta magnitud -la voluntad y la capacidad de atravesar distancias enormes y de descubrir y representar objetos humanos y naturales radicalmente desconocidos en búsqueda del beneficio- es la condición de posibilidad para el tipo de experiencias de las que se ocupará este libro. La segunda es que quiero transmitir la idea de un cúmulo de representaciones, un conjunto de imágenes y de dispositivos de producción de imagen que están acumulados, "en reserva", por así decirlo, en libros, archivos, colecciones e instituciones culturales, hasta el momento en el que esas representaciones sean llamadas a producir otras nuevas. Las imágenes que son importantes, que merecen el término de "capital", son aquellas que al­canzan poder reproductivo y se mantienen y se multipli­can a sí mismas a través de la transformación de los contactos culturales de formas novedosas y a menudo ines­peradas. Y la tercera: quiero sugerir que la mimesis, tal como Marx dijo del capital, es una relación social de pro­ducción. Con esto quiero decir que cualquier representa­ción dada no es tan sólo el reflejo ni el producto de relaciones sociales sino que es en sí misma una relación social, ligada al conjunto de creencias, jerarquías, resisten­cias y conflictos que existe en otras esferas de la cultura por las que circula. Esto significa que las representaciones no son sólo productos sino también productoras, con ca­pacidad para alterar de modo decisivo las mismas fuerzas que las generaron.

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Este énfasis en el poder productivo de la representación no debería llevar a la eliminación de la distinción entre la práctica mimética y cualquier otro tipo de práctica social. Es importante tener presente que el capital mimético -las imágenes acumuladas, junto con los medios para producir esas imágenes y hacerlas circular de acuerdo con las fuerzas dominantes en el mercado- se diferencia de otras formas no miméticas de capital. Las culturas no son un mero en­samblaje de pantallas, ni de textos, ni de espectáculos. Si nos concentramos en el capital mimético, podemos obser­var ciertas características importantes -los múltiples arte­factos de representación conectados entre sí, la movilidad tanto de los espectáculos como de los espectadores, la irrea­lidad de las imágenes paradójicamente ligada con la des­lumbrante fuerza de su exhibición-, pero también nos arriesgamos a ignorar otros fenómenos importantes: modos no miméticos tanto de producción como de reprodncción, de presentación y de representación, de realidad y de simu­lación. Creo que es uu error teórico y un disparate prácti­co erradicar la distinción entre representación y realidad, pero al mismo tiempo no pueden mantenerse aisladas la una de la otra. Están unidas en un matrimonio incómodo, en un mundo en el que no existen las uniones estables ni el divorcio.

Los autores de las anécdotas de las que se ocupa este li­bro fueron unos mentirosos: la mayoría sin llegar a ser men­tirosos impenitentes, por decirlo así, como Mandeville, pero aún así mentirosos frecuentes y astutos, cnya posición even­tualmente requería de la manipulación y distorsión estratégi­cas, o de la supresión descarada de la verdad. Pero aunque fuesen mentirosos, los viajeros europeos al Nuevo Mundo no eran sistemáticos, de modo que no podemos tener lasa­tisfacción hermenéutica de irnos despojando de sus falsas re­presentaciones hasta llegar a una noción segura de la

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realidad. Por el contrartio, nos encontramos buscando a tientas, incómodamente, en medio de una masa de vestigios textuales y de ejemplos de descarada mala fe que conviven con precarios (y a menudo igualmente engañosos) intentos de decir la verdad.

En los capítulos que siguen no he intentado tanto distinguir entre representaciones verdaderas y falsas, como observar atentamente la naturaleza de las prácticas representacionales que los europeos llevaron consigo a América y que utilizaron cuando intentaron describir para sus compatriotas lo que veían y hacían. He tenido mucho cuidado de no tomar nada de lo que los europeos escribieron o dibujaron por un registro preci­so y fiable sobre la naturaleza de las tierras y las gentes del Nuevo Mundo. Es casi imposible, me parece, hacer de este es­cepticismo un principio absoluto e inquebrantable -todo el tiempo me sorprendo a mí mismo intentando leer en los docu­mentos europeos un registro de cómo eran "en realidad" los nativos americanos-, pero he resistido tanto corno he podido la tentación de hablar por o sobre las culturas nativas como si la mediación de las representaciones europeas fuese una con­sideración secundaria fácilmente corregible. En este tiempo y lugar es especialmente tentador considerar las descripciones europeas que demuestran mayor admiración por los "indios" corno si fuesen verdades transparentes, y reservar las dudas epistemológicas para las crónicas más desfavorables, pero en general esta estrategia no produce más que resultados predeci­bles, si bien sentimentalmente atractivos. Sólo podernos estar seguros de que las representaciones europeas del Nuevo Mun­do nos dicen algo acerca de la práctica europea de la represen­tación: parece una tesis bastante modesta, pero espero que este libro muestre que merece la pena explorarla. Debería añadir que si no pongo entre comillas términos corno "Nuevo Mun­do", "indios" o "descubrimiento", es sólo porque pienso que, en los textos que estoy considerando, dichos términos nunca pueden ser separados de las proyecciones europeas.

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Pero ¿podernos hablar legítimamente de "la práctica eu­ropea de la representación"? Existían profundas diferencias entre las culturas nacionales y las creencias religiosas de los diversos viajeros europeos, diferencias que con.stituían de modo decisivo tanto sus percepciones corno sus representa­ciones. De ahí, por ejemplo, que cuando Thomas Harriot, in­glés protestante, describe los ritos religiosos de los algonquianos, anote que sus tótems tallados parecen «rostros de monjas cubiertos por sus velos», y su colaborador John White represente esta escena en consecuencia. De modo simi­lar, el calvinista Jean de Léry compara polérnicamente el ca­nibalismo de la tribu salvaje del Brasil conocida corno los Ouetaca con el catolicismo del líder de. la expedición france­sa, Nicolas Durand de Villegagnon, quien «quería comerse cruda la carne de Jesucristo». 8 No es sólo una cuestión de polémica: católicos y protestantes tendían a plantear pregun­tas distintas, a observar cosas distintas, a fabricar imágenes distintas.' Las diferencias son lo bastante grandes corno pa-

8. Thomas Harriot, A Briefe and True Report of the New Found Land of Virginia (Nueva York: Dover, 1972; reimpresión de la edición de 1590 de Theodor de Br~), p. 64. El grabador flamenco, De Bry, parece haber acentuado la semejanza, pero ya es visible en e! original de White (en Paul Flulton y David Beers Quinn, The American Drawings of ]ohn White [Chapel Hill: University of North Carolina Press, 1964]). Jcan de Léry, History of a Voyage to the Land of Brazil, Otherwise Called America, trad. Janet Whatley (Berkeley: University of California Press, 1990). Le agradezco al profesor Whatley y a University of Chicago Press que me hayan permitido ver una copia de su traducción antes de la publicación. En su introducción Whatley llama.la atención sobre la polémica comparación y seftala que <<Ía metáfora antropofágica se ha desplazado al centro de la polémica protestante en las horrorosas controversias en torno a la Eucaristía y a la transubstanciación» (p. xxvii).

9. Para una introducción muy cuidadosa de estos asuntos, véase Janet Whatley, «Savage Hierarchies: French Catholic Observers of the New World», en The Sixteenth Century fournal 17 (1986), pp. 319-30; y Janet Whatlcy, "Une Révérence réciprogue: Huguenot Writing on the Ncw World», en University ofToronto Quarterly 57 (1987-8), pp. 270-89. Véase también Bernardette Bucher, Icon and Conquest: A Structural Analysis of the [/lustrations of the Bry's Great Voyages, trad. Basia Miller Gulati (Chicago: University of Chicago Press, 1981 ).

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ra permitir a un estudioso del siglo XVII hablar específica­mente de una «poética protestante», y aunque sería más difí­cil hacer lo mismo con respecto al período más antiguo que nos ocupa, hay sobradas razones para hacer distinciones a partir del comienzo de la Reforma. 10 En asuntos de suma importancia -el valor del ritual y de la festividad, el proce­so de conversión, la naturaleza de los obsequios, el modo en que los cristianos debían lidiar con las falsas creencias de otros, y la autoridad que aseguraba y legitimaba la interpre­tación- habían aparecido ya, para la época de la segunda generación de viajeros europeos al Nuevo Mundo, divisio­nes muy visibles, que no sólo señalaban la distinción entre católicos y protestantes sino que incluso dividían cada uno de estos grupos en fracciones menores. Sería posible, por tanto, diferenciar con provecho entre representaciones fran­ciscanas y dominicanas del Nuevo Mundo, y entre calvinis­tas y luteranas. Y por supuesto estas distinciones, además, tendrían que ser todavía desarrolladas en relación con las di­ferencias, muy considerables, entre culturas nacionales, cla­ses sociales y profesiones.

Estas diferencias ocupan un lugar importante en mis consideraciones, pero he intentado no perder de vista todo aquello que era compartido por los diferentes viajeros eu­ropeos al N u evo Mundo, puesto que el capital mimético eu­ropeo, aunque diverso e internamente competitivo, traspasaba fácilmente las fronteras de nación y de credo, y por tanto me parecía erróneo tratar esas fronteras con un respeto absoluto. El mayor dispositivo tecnológico para la circulación del capital mimético de la época, la imprenta, fue sin duda irrespetuoso con los límites nacionales y doc­trinales. El texto de Richard Hakluyt Principal Navigations,

10. Barbara Kiefer Lewalski, Protestant Poetics and the Seventeenth-Century Relígious Lyric (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1979).

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Voyages, Traffiques, & Discoveries of the English Nation [Principales navegaciones, viajes, tráficos y descubrimien­tos de la nación inglesa], intensamente patriótico y fielmen­te protestante, se las arregló de alguna forma para incluir a Giovanni de Pian Carpini, a William de Rubruck y a Odori­co de Pordenone. Los polemistas católicos y protestantes de este periodo insistieron en sus diferencias, cada uno acusó a los demás de atrocidades, pero tanto la decencia y el ho­rror como la capacidad para representar parecen haberse distribuido con bastante ecuanimidad. En cualquier caso, después de los acontecimientos históricos de 1989 y 1990 es más fácil percibir una cultura y un destino europeo co­munes que en cualquier otro momento posterior a finales del siglo xv.

Los europeos que se aventuraron hacia el Nuevo Mundo en las décadas inmediatamente posteriores al descubrimiento de Colón compartían una compleja tecnología del poder, bien desarrollada y, por encima de todo, móvil: escritura, instrumentos de navegación, barcos, caballos de batalla, pe­rros de pelea, eficaces armaduras y armas tremendamente mortales, como la pólvora. Su cultura se caracterizaba por una enorme confianza en su propia importancia, por una or­ganización política basada en prácticas de mando y sumi­sión, por una disposición al uso coercitivo de la violencia tanto con los extraños como con sus compatriotas, y por una ideología religiosa basada en la representación infinita­mente multiplicada de un dios del amor torturado y asesina­do. Con el tiempo, el culto a este dios masculino -una divinidad cuya forma terrenal nació del vientre de una vir­gen y fue sacrificada por su padre celestial para expiar la desobediencia humana- se centró en un ritual (por supues­to muy discutido durante la segunda década del siglo XVI, e interpretado de diversas maneras) en el cual simbólicamente se comía la carne y se bebía la sangre del dios. La confianza de esta cultura en sí misma era tal, que pretendía que com-

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pletos extraños -los arawaks del Caribe, por ejemplo­abandonasen sus propias creencias, preferentemente de m­mediato, para reconocer la luminosa verdad y evidencia de las europeas. Su fracaso provocó inquietud, odio e incluso furia asesina.

Salvo contadas excepciones, los europeos se sentían po­derosamente superiores a casi todos los pueblos con los que se encontraron, incluso a aquellos que, como los aztecas, te­nían habilidades tecnológicas y organizativas que los euro­peos eran capaces de reconocer y admir~r enormemente. Lo_s orígenes de este sentimiento de superiondad son a veces dtft­ciles de especificar, aunque la convicción de los cristianos de poseer una absoluta y exclusiva verdad religiosa deben de haber jugado un papel fundamental en casi todos sus en­cuentros culturales. En varias ocasiones, esta convicción es­tuvo ligada con lo que Samuel Purchas llamó, a comienzos del siglo XVII, la «ventaja literaria» de los europeos: es deCir, la ventaja de la escritura. El narcisismo que probablemente siempre está ligado al propio discurso se incrementó con la posesión de una tecnología para su preservación y reproduc­ción. No está claro si los marineros y soldados analfabetos se beneficiaron también indirectamente de la gloria de esta tecnología, pero aquellos que escribieron los libros -y por tanto aquellos de quienes nos queda el testimonio- const­deraban la escritura como una marca decisiva de supenon­dad. Dios le dio al hombre razón y habla, escribe Purchas, un doble don que está más allá de la capacidad natural de cualquier otra «criatura sensible». Ambos dones funcionan de forma combinada: el habla distingue al hombre de los animales al unir diversos individuos en una comunidad so­cial basada en la razón. Pero hay otro don divino y otra dis­tinción: «Dios ha añadido aquí todavía otra gracia, que así como por lo primero los Hombres superan a las Bestias, así también por lo mismo un hombre puede ser más excelente que otro; y entre los Hombres, algunos son contados entre

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los Civiles, y aún mayor cantidad entre los Sociables y Reli­giosos, por el uso de letras y escritura, mientras que otros, que carecen de ellas, son estimados Brutos, Salvajes, Bár­baros».t1

El uso del término "bárbaro" por parte de Purchas señala un cambio importante en la distinción griega entre propios y ajenos, una distinción basada en la diferencia entre aquellos que hablaban griego y aquellos que no. Purchas da por su­puesto que la comunidad lingüística tiene una legítima multi­plicidad; la diferencia crucial es tecnológica -e! logro de la lectoescritura-, pero se entiende que esta tecnología tiene una repercusión que va mucho más allá de una diferencia cuantitativa concreta. Para Purchas, la clave para entender <da ventaja literaria» es el hecho de que el habla, tal y como él la concibe, tiene los línütes del momento y de los oyentes presentes:

Por medio del habla podemos manifestar lo que pensa­mos una sola vez, en el presente, y ante quien está pre­sente, según cambian (y quizás inadvertidamente nos transportan) las ocasiones presentes: pero por la escri­tura el Hombre parece inmortal, en diálogo y en consul­ta con los Patriarcas, los Profetas, los Apóstoles, los Padres, los Filósofos, los Historiadores, y aprende la sabiduría de las Sagas que desde siempre le han prece­dido; es así también por las traducciones o el aprendi­zaje de las lenguas, en todos los sitios y Regiones del Mundo; y por último, por medio de su propia escritura se sobrevive a sí mismo, permanece (litera scripta manet) a través de las épocas corno un Maestro y un

11. Samuel Purchas) «A Discourse of the Diversity of Letters used by the divers Nations in the World; the antiquity, manifold use and variety thereof, with exemplary descriptions of above threescore severall Alphabets, with other strange Writings)), en Hakluytus Posthumus,, or Purchas His Pilgrimes, 20 vols. (Glasgow: James Madehose & Sons. 1905), i. 486.

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Consejero para el último de los hombres; ciertamente así Dios se mantiene en diálogo con los hombres, y en sus sagradas Escrituras, como lo hizo al comienzo en las Tablas de Piedra, habla a todos.

Para Purchas, pues, así como para muchos otros europeos, aquellos que poseen escritura tienen un pasado, una historia, de la que necesariamente carecen quienes no tienen acceso a las letras. 12 Y puesto que Dios "habla a todos" a través de la escritura, las culturas iletradas (a diferencia de los individuos que son analfabetos) quedan prácticamente excluidas, por de­finición, de la comunidad humana: "El desconocimiento de las letras ha vuelto a algunos tan tontos como para pensar que las letras podían hablar por sí mismas, razón por la cual los americanos admiraban enormemente a los españoles, has­ta el punto de parecer simios parlantes en comparación con ellos»." ¿Que se lo parecían a quién? ¿A los propios america­nos, a los españoles católicos, o al Purchas protestante? Pur­chas no se molesta en especificarlo, porque la diferencia entre

12. Una discusión brillante de este supuesto puede encontrarse en Michel de Certeau, The Writing of History, trad. Tom Conley (New York: Columbia University Press, 1988), pp. 209-43. [La escritura de la historia, trad. Jorge López Moctezuma (México DF: Universidad Iberoamericana, 1993)]. Véase también el excelente ensayo de Michael Harbsmeier, «Writing and the Other: Travellers' LiteraL)', or Towards an Archeology of Orality», en Literacy and Society, ed. Karen Schousboe and Morgens Trolle Larsen (Copenhage: Akademisk Forlag, 1989).

13. La percepción europea de que los indios eran lo suficientemente diferentes como para que parecieran bestias se repite en muchos lugares. Véase, por ejemplo, la carta de Villegagnon a Calvino sobre los tupinamba de Brasil: «Eran un pueblo fiero y salvaje, ajeno a toda gentileza o humanidad, completamente diferente a nosotros en lo que respecta a su manera de hacer las cosas y a su educación: sin religión, ni siquie­ra ningún conocimiento de la honestidad o de la virtud, o de lo que es justo e injusto; por eso me pareció que habíamos caído entre bestias con semblante humano)) (citado por Jean de Léry en el prefacio de History of a Voyage, xlix). Para las reacciones ini­ciales hacia los europeos por parte de los observadores nativos véase Mary W. Helms, Ulysses' Sail: An Ethnographic Odyssey of Power, Knowledge and Geographical Distance (Princeton, NJ: Princeton University Press, 1988), pp. 172-21 O.

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españoles e ingleses, católicos y protestantes, queda diluida frente a la enorme diferencia cultural, tal y como él la conci­be, entre europeos y americanos, letrados e iletrados, y por tanto "civilizados" y "bárbaros".

La arrogante seguridad cultural de Purchas y su dogmatis­mo religioso han disminuido un tanto, al menos en los círcu­los académicos,14 pero su noción de <da ventaja literaria» sigue encontrando fuerte apoyo. En un libro riguroso y perturbador que me ha ayudado a organizar mi propio estudio, Tzvetan Todorov ha argumentado que la diferencia cultural fundamen­tal entre los pueblos europeos y los americanos fue la presencia o ausencia de escritura, y que esta diferencia prácticamente de­terminó el resultado de su encuentro: <da falta de escritura es un elemento importante de la situaéión, quizá incluso el más importante». Todorov minimiza drásticamente la escritura ma­ya y azteca: los pictogramas' utilizados por los últimos «no son un grado inferior de escritura», escribe; «son una notación de la experiencia, no del lenguaje»." Incluso los pueblos mesoa-

14. No del todo, sin embargo. Leonardo Olschki, al escribir sobre las acciones de los españoles en las Antillas, observa «una actividad humana que transforma en un breve lapso de tiempo una sociedad rudimentaria de la edad de piedra en una anima­da organización coloniaL> ( «What Columbus Saw on Landing in the West Indies», Proceedings of the American Philosophical Society 84 [1941], p. 635). Y Samuel Eliot Morison termina su monumental European Discovery of America: The Southern Voyages, A.D. 1942-1616 (Nueva York: Oxford University Press, 1974) con el siguiente juicio sumario: «Para los pueblos del Nuevo Mundo, paganos a los que aguardaban vidas cortas y embrutecidas, sin esperanza alguna de futuro, llegó la visión cristiana de un Dios misericordioso y un Cielo glorioso. Y de la cubierta de los barcos que atravesaban los dos grandes océanos y exploraban las lejanas orillas de la tierra se elevaron las oraciones como nubes de incienso procedentes de la Santa Trinidad y de María, la Reina del MaP (p. 737). Me gustaría recordar que la isla a la que Colón llamó Santa María de la Concepción se llama ahora Rum Cay.

15. La conquista de América. El fJroblema del otro, trad. Flora Botton Burlá (México, DF: Siglo XXI, 1992), p. 88. Véase también su edición, en colaboración con Georges Baudot, de Récits aztCques de la conquéte (París: Seuil, 1983). Baudot men­ciona brevemente el sistema de escritura de la tlacuiloque pre-colombino, o los escri­bas mexicanos, pero no aborda la cuestión de si estas formas pueden ser consideradas como "verdadera" escritura.

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rnericanos más sofisticados culturalrnente, según esta conside­ración, no carecían sólo de ciertos refinamientos importantes en el arte de la escritura; carecían de la cosa misma, del con­cepto esencial, y por tanto carecían de las habilidades comu­nicativas, simbólicas e interpretativas que a la vez producen y son producidas por la escritura.

Según Todorov, la consecuencia para las culturas ameri­canas no fue (como pensaban Purchas o Léry) una pérdida del pasado -su producción de discurso formal, observa, es­taba dominado por la memoria-, sino una pérdida inevita­ble de poder de manipulación en el presente. La ausencia de escritura determinó el predominio del ritual sobre la impro­visación y del tiempo cíclico sobre el lineal, características que con el tiempo condujeron a percepciones y cálculos erróneos a la hora de enfrentarse a los conquistadores. Las gentes analfabetas del Nuevo Mundo no pudieron recono­cer propiamente a los extraños: la inadecuación conceptual obstaculizó gravemente, de hecho prácticamente impidió, una percepción acertada del otro. La cultura que tenía escri­tura pudo representarse adecuadamente (y por tanto mani­pular estratégicamente) a la cultura sin escritura, pero no fue así a la inversa, puesto que la capacidad de la escritura, argumenta Todorov, constituía una tecnología representacio­nal inconfundiblemente superior: «Existe una "tecnología" del simbolismo tan susceptible de evolución corno la tecno­logía de los instrumentos, y, desde esta perspectiva, los es­pañoles son más "avanzados" que los aztecas (o,

Quisiera insistir en que Todorov no comparte en absoluto la creencia de Purchas de que la posesión de la escritura es una ventaja moral; la principal preocupación de su libro es el esfuerzo por vincular una comprensión instrumental de la realidad con la responsabilidad ética y la tolerancia. Todorov ha ampliado y profundizado sus reflexiones políticas y morales sobre la alteridad en su Nous et les atttres: la Réflexion franvaise sur la diversité humaine (París: Seuil, 1989). [Nosotros y los otros: reflexión sobre la diversidad humana, trad . .Martí Mur Ubasart (México D.F.: Siglo XXI,

1991}].

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generalizando: las sociedades con escritura son más avanza­das que las sociedades sin escritura), aun si solo se trata de una diferencia de grado».

La ligera inquietud que queda registrada en el entrecomilla­do de la palabra "avanzados" es de agradecer,16 porque no me parece que haya pruebas convincentes de que, en el primer en­cuentro de los pueblos europeos y del Nuevo Mundo, la escri­tura funcwnase corno una herramienta superior para la percepción precisa o la eficaz manipulación del otro. Los escrito­res son quienes erigen monumentos a la escritura: desde dentro del sistema en el cual se organizan nuestros conocimientos so­bre el mundo, es legítimo que nuestras herramientas nos com­plazcan. Pero hay un salto de este placer a la fe en lo que Todorov llama «<a evolución del aparato simbólico propio del hombre», un salto que debería hacernos dudar. Y hay todavía un salto mayor -que cruza· una brecha por lo menos igual de grande- de esta celebración general de la escritura a las relacio­nes particulares entre Cortés y Montezurna. En su encuentro con Cortés, Montezuma cometió errores estratégicos muy graves, y el resultado de aquel encuentro hace pensar que evidentemente Cortés cometió menos. Pero ¿dónde está el vínculo entre su éxi­to y el hecho de que su cultura poseyera escritura, o, para el ca­so, entre el fracaso azteca y su supuesta falta de escritura? Existe un factor lingüístico demostrable en relación con el triunfo es­pañol, sobre el que trataré con cierta profundidad en los capítu­los 4 y 5, pero ese factor no es la posesión de la escritura sino la de traductores competentes Y Montezuma no tenía a nadie que

. 16. En el original de Todorov, a diferencia de lo que sucede en la traducción, no ex1ste un segundo uso del término sin la cualificación de las comillas: "Les Espagnols sont p~~s, "avanc_és'_' que les AztCque~ (ou pour généraliser: les sociétés a écriture, que les soc1etes sans ecrtture)» (La conqutsta de América. El problema del otro, trad. Flora Botton Burlá (México, DF: Siglo XXI, 1992), p. 172). . .~?·_Sobre el papel crucial de los intérpretes, véase Emma Martinell Gifre, Aspectos

ltngutsttcos del descubrimiento y de la conquista (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1988), pp. 59-99.

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fuese comparable, ni siquiera remotamente, a los informantes e intermediarios bilingües leales a Cortés, Jerónimo de AguiJar Y la indispensable Doña Marina. 18

La traducción y la comunicación eran cruciales, pero la ca­pacidad de comunicarse eficazmente es cosa bien distinta de la capacidad de percibir y representar la realidad a través de la escritura o de cualquier otro medio. Es posible que la pose­sión de escritura por parte de los europeos (y su impresión de que los nativos del Nuevo Mundo no la poseían) aumentase la confianza en sí mismos de los conquistadores, pero m la confianza ni el éxito son indicadores fiables de un superior ac­ceso a la realidad. Por el contrario, se ha argumentado de ma­nera convincente que los españoles percibieron mal algunos de los principios fundamentales de la cultura azteca." Es igualmente probable que los aztecas percibieran erróneamen­te a la otra -por ejemplo, al asumir inicialmente que Cortés estaba de algún modo vinculado a Quetzalcóatl, el héroe azte­ca-, pero no hay pruebas de que la causa de esta percepción equivocada fuese su supuesta falta de escritura. En otras pa­labras: no hay nada en la tecnología simbólica de la que dts­ponían ambos pueblos que pudiera determinar un mayor o menor acceso a la verdad de las cosas.

18, Lo más parecido a esta figura que puede uno imaginar en el servicio ~e Montezuma es Gonzalo Guerrero, quien junto con Aguilar sobrevivió a un naufragto en una temprana expedición española y fue asimilado a la cultura maya. De acuerdo con Berna! Díaz, Guerrero incitó a los mayas a atacar a los españoles y a expulsarl<~s de sus tierras. Cortés advirtió que era peligroso: «Me gustaría ponerle las manos enCI­ma» se dice que exclamó «no podemos permitir que siga aquÍ». Pero el pueblo adop­tivo de Guerrero no era el de los aztecas sino el de los mayas, de manera que no hubo nunca ninguna probabilidad real de que sirviera a Montezuma del mod.o en que AguiJar y Doña Marina sirvieron a Cortés. Berna! Díaz piensa que fmalmente Guerrero murió en un ataque contra los invasores españoles.

19 Véase la crítica de Todorov en Inga Clendinnen, «Fierce and Unnatural Cruelt;: Cortés, Signs, and the Conquest of Mexico», en A. C?.rafton. y A. ~lair ~eds.), The Transmission of Culture in Early Modern Europe (Flladelfla: Umvers1ty of Pennsylvania Press, 1990), pp. 84-130.

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Mi libro trata de las primeras reacciones europeas frente al Nuevo Mundo y por tanto de los usos de la tecnología simbó­lica, pero soy escéptico ante cualquier intento de transformar el registro histórico de estos usos en conclusiones sobre los co­rrespondientes méritos epistemológicos de las herramientas de los europeos en comparación con las de los americanos. Las reacciones que me interesan -de hecho las únicas que he sido capaz de identificar- no son afirmaciones científicas objetivas sino más bien lo que yo llamaría representaciones interesadas, representaciones que son relacionales, locales, e históricamen­te contingentes. Su interés primordial no es el conocimiento del otro sino la práctica sobre el otro, y como intentaré mostrar, la principal facultad involucrada en generar estas representa­ciones no es la razón sino la imaginación.

Por grande que fuese la diferencia entre ellos y los nati­vos, la casi totalidad de los viajeros europeos creyó quepo­día salvar esta diferencia comunicándose por medio de obsequios y representaciones. Una entrada en el diario de Colón, del 18 de diciembre de 1492, servirá para introducir estos intentos de comunicación, que examinaré con profun­didad en los capítulos que signen. Cuando su barco estaba anclado cerca de la isla de Tortuga, Colón recibió la visita de un "rey" nativo, joven y majestuoso, y de varios de sus "'consejeros":

... yo vide que le agradava un arambel que yo tenía sobre mi cama; yo se lo di y unas cuentas muy buenas de ámbar, que yo traía al pescuec;o, y unos c;apatos colo­rados y una almarraxa de agua de azahar, de que quedó tan contento que fue maravilla; y él y su ayo y conseje­ros llevan grande pena porque no me entendían, ni yo a ellos. Con todo, le cognoscí que me dixo que si me com­pliese algo de aquí, que toda la isla estava a mi mandar. Yo enbié por unas cuentas mías adonde por un señal tengo un ex.;elente de oro en que está[n] esculpido[s] Vuestras Altezas y se lo amostré, y le dixe otra vez como

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ayer que Vuestras Altezas manda van y señorea van todo lo mejor del mundo, y que no avía tan grandes prín<;i­pes, y le mostré las vanderas reales y las otras de la Cruz, de que él tuvo en mucho, «y ¡qué grandes señores serían Vuestras Altezasb>, decía é1 contra sus conseje­ros, «pues de tallexos del cielo me avían enbiado hasta aquí sin miedo>>. Y otras cosas muchas se passaron que yo no entendía, salvo que bien vía que todo tenía a grande maravilla.20

Encuentro fascinante el cambio que se produce, aquí y en otros pasajes, cuando se pasa del no saber nada («yo no entendía») al imaginar uua posesión absoluta («toda la is­la esta va a mi mandar») Colón podría haber apelado sim­plemente a su enorme sensación de poder: en su diario acababa de anotar con suficiencia (y equivocadamente, co­rno luego se vió) que unos pocos españoles armados podrían dominar fácilmente a toda la población. Pero en cambio se representa el paso hacia la posesión soberana corno el re­sultado de un acto de interpretación, de un desciframiento de las palabras y los gestos de los nativos: «Con todo, le cognoscí que me dixo ... ». Colón imagina -e invita a sus lectores, especialmente al rey y a la reina, a imaginar- una escena de apropiación legítima, una apropiación que es po­sible, por un mecanismo a la vez institucional y psíquico, gracias a la entrega de obsequios y a la exhibición de lo que para los nativos deben de haber sido representaciones del todo incomprensibles: el retrato del rey estampado en una moneda de oro, las insignias reales y la cruz. Lo extraño de estas exhibiciones queda por un lado reprimido eu la paten­te mentira de Colón -a pesar de que acaba de reconocer que no entiende la lengua del "rey" nativo, ni éste la suya,

20. Cristóbal Colón, Textos y documentos completos, Ed. Consuelo Varela (Madrid: Alianza editorial, 1995), p. 166.

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Colón reproduce un discurso que es halagador para sí mis­mo y también para los soberanos españoles- y a la vez queda registrado, al menos indirectamente, en el "asom­bro" de los nativos. El asombro es, según pretendo argu­mentar, la figura central de la primera reacción europea frente al Nuevo Mundo, la experiencia emocional e intelec­tual decisiva frente a la diferencia radical: es bastante pro­bable que las gentes que Colón fue encontrando también experimentaran, tal y corno él mismo cuenta, un sentimien­to de asombro, pero tanto aquí como en otros pasajes del relato sobre el otro, lo que aprendernos fundamentalmente es algo acerca del autor del relato.

Ni/ admirari, enseñaba la antigua máxima. Sin embargo, en presencia del Nuevo Mundo, el modelo clásico de distan­cia madura y equilibrada parecía tan inapropiado como im­posible. El viaje de Colón• inauguró un siglo de profundo asombro. La cultura europea experimentó algo parecido al "reflejo de sobresalto" que puede observarse en los niños: ojos agrandados, brazos estirados, respiración detenida, el cuerpo entero momentáneamente convulsionado. ¿Pero qué significa experimentar asombro? ¿Cuáles son sus orígenes, sus usos y sus límites? ¿Es una experiencia más cercana al placer o al dolor, al deseo o al horror? ¿Es una señal y un factor de renuncia, o de apropiación?

Un pasaje de la magnífica Histoire d'un voyage fait en la terre du Bresil [Historia de un viaje a la tierra del Bra­sil], de Jean de Léry, puede sugerir las ambigüedades. del asombro ante el Nuevo Mundo. Léry, pastor hugonote, vi­vió durante varios meses entre los tupinarnba, en la bahía de Río, en 1557. Durante su estadía, él y otros dos france­ses (uno de ellos un intérprete normando) tuvieron ocasión de presenciar una solemne asamblea religiosa de nativos, según escribe Léry. Lo que vio y oyó lo sorprendió y lo asustó:

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Mientras desayunábamos, sin tener todavía ninguna idea de lo que pretendían hacer, comenzamos a oír en la casa de los hombres (a menos de treinta pies de donde nos hallábamos nosotros) un murmullo muy bajo, corno el murmullo de alguien que está recitando sus horas. Al oír aquello, las mujeres (cerca de dos­cientas) se pusieron de pie y se reunieron, escuchando con atención. Los hombres fueron alzando sus voces poco a poco y les oímos claramente cantando a coro y repitiendo esta sílaba de exhortación: he, he, he, he; las mujeres, para nuestra sorpresa, les respondieron desde donde estaban, con voz temblorosa, reiterando la misma interjección: he, he, he, he; proferían tales gritos, durante más de un cuarto de hora, que mien­tras las observábamos estábamos totalmente descon­certados. No sólo chillaban, sino que además brinca­ban violentamente por los aires, sacudían sus senos y echaban espuma por la boca: de hecho algunas, como las que por aquí tienen epilepsia, desfallecían corno muertas; lo único que puedo creer es que el demonio entró en sus cuerpos y que cayeron en un arrebato de locura.21

Para Léry, el espectáculo es la encarnación misma de lo que su cultura ve no sólo corno alteridad sino como maldad: los in­dicios de bestialidad y de locura se funden con una imagen ge­neral y explicativa de la posesión demoníaca. La referencia al

21. Jean de Léry, History of a Voyage to the Land of Bra.zil, Otherwise Called America, trad. Janet Whatley (Berkeley: University of California Press, 1990), p. 141. Léry viajó a Brasil en 1556-8, pero no publicó la primera edición de History ... hasta 1578; otras cinco ediciones, con añadidos y revisiones importantes, aparecieron en vida de Léry. Véase Frank Lestringant, «L'Excursion brésilienne: Note sur les trois pre­mieres éditions de 1'Histoire d'un voyage de Jean de Léry», en Méianges sur la littéra­ture de la Reinassance a la mémoire de V.-L. Saulnier (Ginebra: Droz, 1984), pp. 53-72. Lestringant ha publicado una serie de estudios inteligentes y eruditos sobre Léry con los que estoy en deuda.

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demonio no es una metáfora, es la verdad profunda de la con­dición de los nativos: <dos americanos están visible y auténtica­mente atormentados por espíritus malignos» (p. 138). Este tormento es profundamente significativo, puesto que desde la perspectiva de Léry, el temor religioso y el sufrimiento son tan­to un castigo divino -prueba de que <<incluso en este mundo hay demonios para atormentar a aquellos que reniegan de Dios y su poden>- como una justificación de su futura condena­ción: «uno puede ver que ese temor que tienen de Él, a quien se niegan a reconocer, acabará por rendirlos sin excepción» (p. 139). De acuerdo con la lógica kafkiana de este argumen­to, los tupinamba serán condenados con justicia por toda la eternidad precisamente porque temen al· único y verdadero Dios, a quien no conocen ni pueden conocer, y a quien por ello mismo rehúsan reconocer. Léry relata, como el ejemplo más ví­vido de este rechazo, que -él y sus compañeros aprovecharon el profundo miedo que el trueno inspiraba en los nativos corno una oportunidad para evangelizar: «Adaptándonos a su brutali­dad», escribe, «aprovechamos la oportunidad para decirles que ése era justamente el Dios de quien estábamos hablando, que para mostrar su grandeza y su poder hacía temblar los cielos y la tierra; su resolución y su respuesta fue que, puesto que él los ate­morizaba de aquel modo, no les servía para nada» (p. 135).

Desde el punto de vista de Léry, tal respuesta condena a los tupinamba al miedo, la credulidad y la superstición. No es ca­sual que el protestante Léry pensara que los cánticos en voz baja que provenían de la casa de aquellos hombres sonaban al principio «corno el murmullo de alguien que recita sus ho­ras» (p. 141 ); ya ha quedado apuntada su condena de la misa católica como canibalismo. 22 Para Léry, cuya Histoire d'un

22. El mismo autor señala de un modo parecido que los "falsos profetas" a qüie­nes los tupinamba llaman carafhes van de poblado en poblado «como portadores de indulgencias papales" (p. 140), llevando en cada mano una maraca o un sonajero

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voyage fue publicada en la Ginebra calvinista, los rituales ca­tólicos son ocasiones en las cuales el demonio está haciendo su trabajo, e invita a sus lectores a interpretar la ceremonia tupinamba a la luz de aquella misa: en ambos casos la expe­riencia del asombro está ligada a una violación de todo aque­llo que es sagrado.

En la edición de 1585 de la Histoire d'un voyage, Léry aña­dió a su relato una descripción tomada del De la démonoma­nte des sorciers de Jean Bodin ( 1578) de un aquelarre. Bodin fue uno de los estudiosos de la brujería más eruditos, influyen­tes e implacables del Renacimiento, el más elocuente entre los que insistían en que el demonio estaba literalmente presente en lo que parecían ser afirmaciones fantásticas e imaginarias. Evi­dentemente, Léry sintió que en el relato de Bodin había encon­trado el ritual europeo que más se parecía a la sorprendente escena que había presenciado más de veinte años atrás, un pa­recido que trascendía la inmensa distancia cultural y geográfi­ca que él mismo señala todo el tiempo: «He concluido», escribe Léry, «que tienen el mismo señor: esto es, a las muje­res brasileñas y a las brujas de aquí las guiaba el mismo espíri­tu de Satán; ni la distancia entre los lugares, ni la larga travesía por el mar evita que el padre de las mentiras obre aquí y allí, en aquellos que son entregados a él por el justo juicio de Dios».23

Así pues, lo que Léry ha visto en Brasil es nada menos que la manifestación literal de Satán en acción y, como Bodin, in­siste en que quienes tomen esta manifestación por un engaño

igual que «llevan campanas !os que acompañan a esos impostores, los cuales, explo­tando la credulidad de nuestro simple pueblo, llevan de un sitio a otro los relicarios de San Antonio o de San Bernardo y otros instrumentos semejantes de idolatría» (p. 142).

23. Citado por Whatley en Jean de Léry, I-Iistory of a Voyage to the Land of Brazil, Otherwise Called America, trad. Janet Whatley (Berkeley: University of California Press, 1990), p. 248.

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de los sentidos, una fantasía o una metáfora son «perros ate­os», «peores que los mismos demonios». Y sin embargo, pre­cisamente en este momento, cuando el asombro que provoca la asamblea religiosa se revela como un justificable estreme­cimiento de aversión, como un preludio de la lucha, el senti­miento da un giro radical:

Estando (para ser franco) algo asustado y no sabiendo cómo podía resultar el juego, a pesar de que llevaba entre los salvajes más de medio año y de que estaba bas­tante acostumbrado a sus maneras, deseé haberme encontrado de regreso en el fuerte. Sin embargo, luego de que estos caóticos ruidos y aullidos hubieron acaba­do y de que los hombres hicieron una breve pausa (las mujeres y los niños estaban y.l en silencio), les oímos una vez más cantando y haciendo que sus voces resona­ran en un armonía tari maravillosa que apenas habríais necesitado preguntarme si deseaba contemplarles de cerca, puesto que yo estaba ahora algo más tranquilo en mi mente al oír tan dulces y graciosos sonidos.

El deseo de huir se transforma en acercamiento, pues Léry y sus compañeros se van aproximando a los hombres que danzan y cantan:

Al comienzo del aquelarre, cuando estaba en la casa de las mujeres, me había sentido algo atemorizado; en recompensa, ahora me regocijaba escuchando las pro­porcionadas armonías de esa multitud, y especialmen­te en la cadencia y en el estribillo de la canción, cuan­do al final de cada verso todos ellos dejaban apagar sus voces cantando heu~ heuaure, heura, heuraure, heura~ heura, oueh ... Me quedé ahí de pie, transportado de placer [tout ravi]. Cada vez que lo recuerdo, mi cora­zón tiembla, y me parece que sus voces aún están en mis oídos.

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48 INTRODUCC!ON

El asombro ya no es signo de repulsa siuo de arrebata­miento, un deleite extático que puede volver a experimentarse incluso veinte años después por medio de un acto de rememo­ración. La autenticidad de la recuperación se confirma en el cuerpo mismo de Léry, en el temblor de su corazón, puesto que tal temblor es el auténtico indicio del asombro, la prueba de que las maravillosas voces tupinamba aún están en sus oí­dos: el asombro, escribió Alberto Magno, es como una «sÍs­tole del corazón» .24 Como dejan claro la brillante figura de Alberto y la experiencia de Léry, lo maravilloso apunta hacia el mundo a través de una respuesta de intensidad abrumado­ra. Alguien presencia algo sorprendente, pero lo más impor­tante no tiene lugar "allá afuera", ni sobre las superficies receptivas del cuerpo donde el yo se encuentra con el mundo, sino en un interior profundo, en el centro vital y emocional del testigo. Esta reacción interna no puede ser minimizada ni negada, no más de lo que puede negarse la opresión del cora­zón que provoca el terror; el asombro es absolutamente exi­gente, una pasión primaria o radical.

¿Pero cuál es el significado de esta pasión, según Léry? ¿Cuál es la relación entre la experiencia de la belleza exquisita y el horror de la maldad satánica? Sería posible reconciliadas recordándole al lector, como hacían a menudo los clérigos del Renacimiento, que el ángel de la oscuridad se hizo pasar por un ángel de la luz. La belleza de la música se revelaría enton­ces como un señuelo. Sin embargo, a pesar de que puede ser un moralista vigilante, incluso implacable, Léry no interpreta su experiencia como una tentación: parece más deseoso de ha­cer una reflexión sobre su intenso placer que una admonición. Así, en ediciones posteriores de su Histoire d'un voyage llega

24. Albertus Magnus, Opera omnia, ed. Augustus Borguet (París, 1890), ví, 30a-31a; trad. en J. V. Cunningham, Woe and Wonder (Denver: Denver Universíty Press, 1951), p. 79. Véase capítulo 2, pp. 16ff.

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Notación musical de una canción tupinamba. Jean de Léry, Histoire d'un voyage fait en la terre du Brésil, dite Amerique (Ginebra: Vignon, 1600). Bancroft Library,

U ni versity of California, Berkeley.

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a incluir la notación musical para los cánticos tupinamba, co­mo si desease que su lector efectivamente oyera la música y compartiera su arrobamiento. Tampoco convierte este arro­bamiento -como sí lo hace en otras ocasiones- en una lec­ción para ateos, en un indicio de que incluso los salvajes ignorantes tienen alguna visión más elevada, o alguna prácti­ca de adoración religiosa. Sin duda sabe por el intérprete nor­mando que las canciones que acaba de escuchar entremezclan los lamentos por los muertos y las amenazas contra los ene­migos con algo más: la historia de una inundación que en tiempos antiguos anegó el mundo y ahogó a todos, con excep­ción de sus ancestros, quienes treparon a los árboles más al­tos para ponerse a salvo. No es de extrañar entonces que Léry crea que esta fábula es una versión oral degenerada del Dilu­vio Universal bíblico -«al carecer por completo de escritura, es difícil para ellos retener las cosas en su pureza»-, pero la resonancia con las escrituras no es lo que otorga su fuerza a los cánticos, puesto que han arrobado sus sentidos antes de que supiera su significado.

Léry presenta su apreciación de la belleza de la música sal­vaje como un triunfo sobre su pavor ante la presencia de lo demoníaco. Quizá, pues, deberíamos interpretar su reacción como una versión de la recodificación estética por medio de la cual los cristianos medievales neutralizaban las imágenes de las antiguas divinidades paganas. «Lo estético anestesia», se­gún la descripción que hace Michael Camille de esta recodifi­cación: «la admiración medieval por las maravillas del arte pagano>>, escribe, «fue en realidad un fenómeno de distancia­miento, una forma de quitarlas de contexto».25 Es cierto que el éxtasis de Léry saca la ceremonia de contexto -una cere­monia que él mismo ha identificado como un aquelarre-, pe-

25. Michael Camille, The Gothic Idol: Ideology and Image-Making in Medieval Art (Cambridge: Cambridge University Press, 1989), p. 78-81.

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ro su reacción no parece ser de distanciamiento: por el con­trario, la saca de contexto -de cualquier contexto, incluido el de sus propias creencias- para poder acercarse más a ella, para atraerla hacia sí, para rememorada en el latido de su propio corazón. La experiencia del asombro parece resistirse a la recuperación, a la represión, a la incorporación ideológi­ca; está extrañamente separada de todo lo que da coherencia al universo de Léry, y aún así es completamente cautivadora. Este pasaje de la Histoire d'un voyage, escribe Michel de Cer­teau, es «un instante robado, un recuerdo hurtado que va más allá del texto». El hecho de que Léry no asigne un significado firme a su experiencia -y de que nosotros no podamos ha­cerlo por él- es la fuente de su misterioso poder: «una ausen­cia de significado», señala Certeau, «abre una grieta en el tiempo». 26

Esta grieta, esta ruptura de la comprensión contextua! en una experiencia escurridiza y ambigua del asombro, es un ras­go fundamental y recurrente en el primer discurso sobre el Nuevo Mundo. Es el rasgo que de modo más decisivo une es­te discurso, a pesar de su falta de ambición estilística y de su confusión conceptual, a los discursos filosófico y estético, pues el asombro juega un papel decisivo en la filosofía y en el arte de la época: la primera lo teoriza como su causa princi­pal, y el segundo como su efecto principal. Es decir, la filoso­fía (tal y como Sócrates lo había formulado ya) comienza por el asombro, mientras que el propósito de la poesía (como han afirmado innumerables poetas) era producir lo maravilloso. Esta conceptualización teórica de lo maravilloso venía abrién­dose paso ya antes de los discursos sobre el Nuevo Mundo, pero de ningún modo había sido completamente articulada. En otras palabras, el interés que atribuyo a las discusiones

26. Michel de Certeau, The Writing of History, trad. Tom Conley (New York: Columbia Uníversíty Press, 1988), p. 213.

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acerca de lo maravilloso no procede sólo, ni siquiera prima­riamente, de que formara parte del bagaje intelectual de Co­lón o de otros viajeros tempranos. Incluso es más bien al revés: la frecuencia y la intensidad de la atracción por loma­ravilloso a raíz de los grandes descubrimientos de fines del si­glo XV y comienzos del XVI contribuyó (junto con otros muchos factores) a producir su conceptualización.U

Remontar esta conceptualización al discurso de viajes per­mite explicar algunos de sus rasgos más persistentes y descon­certantes. Según Descartes -por elegir al filósofo que marcó el final del mundo conceptual de los primeros viajeros moder­nos y el nacimiento de un mundo diferente y más familiar pa­ra nosotros-, el asombro no tiene su sede en el corazón ni en la sangre, corno pensaba Alberto; a diferencia de otras pasio­nes que tienen por objeto el bien o el mal, y que por tanto in­volucran al corazón, el asombro sólo tiene por objeto el conocimiento, y por tanto ocurre estrictamente en el cerebro. Podría parecer que esta reubicación desliga el asombro de aquello que le confería su jerarquía somática -la experiencia de algo muy parecido a un ataque cardiaco-, pero Descartes

27. Según ha observado Jacques Le Goff, en la Edad Media existen innumerables referencias, tanto en la escritura popular como en la erudita, a las ''maravillas" (mira­bilia), pero muy poca o ninguna discusión acerca de "lo maravilloso" como categoría (Jacques Le Goff, L'Imaginaire médiéval [París: Gallimard, 1985], p. 18ff.). Le Goff argumenta que esto sucede porque, para la ideología dominante, las maravillas entra­ñan algo de impredecible y extraño, como si la proliferación de maravillas expresara una tácita, desorganizada pero tenaz resistencia a la ortodoxia cristiana, una supervi­vencia atávica de las viejas maravillas paganas y la creencia en una pluralidad de fuer­zas espirituales. Gradualmente, a través del concepto de lo milagroso, se separaron los elementos sobrenaturales y estrictamente cristianos: en lo maravilloso cristiano sólo existe un autor, una fuente de todo el poder espiritual. Así la Iglesia podía predecir, legitimar y colonizar algunas de las antiguas maravillas, al mismo tiempo que desecha­ba lo que permanecía en el dominio de lo mágico. Le Goff sugiere que en la tardía Edad Media existían otras estrategias para contener las maravillas, incluido lo que él llama su "estetización". Más adelante explicaré que en Colón se encontrarán más estrategias para cristianizar y colonizar lo maravilloso en el lugar mismo -Oriente­que había sido durante mucho tiempo su gran reserva.

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también insiste en su inmensa fuerza, una fuerza que deriva del elemento sorpresivo, «del acaecimiento súbito e inopina­do de la irnpresión». 28 Esta sorpresa no provoca la contrac­ción del corazón, desde la perspectiva de Descartes, sino a lo sumo una alteración drástica en los espíritus del cerebro, que se apresuran, por así decirlo, a dar testimonio del objeto del asombro:

Y esta sorpresa tiene tanto poder para hacer que los espí­ritus que se hallan en las cavidades del cerebro circulen hacia el lugar donde está la impresión del objeto admira­do que a veces los empuja a todos hacia ese sitio y[ ... ] esto da lugar a que todo el cuerpo permanezca .inmóvil, como una estatua y a que no se pueda percibir del objeto más que el primer aspecto que de él Se presentó, ni, por consi­guiente, adquirir un conocimiento de él n1ás particular. A esto llamamos habitualmente estar asombrado; y el asom­bro es un exceso de admiración, que siempre es malo. (pp. 121-122)

Una medida moderada de asombro es útil porque llama la atención sobre aquello que es «nuevo o muy distinto de lo que conocíamos hasta ahora o bien de lo que suponíamos que debía ser», y lo fija en la memoria, pero un exceso de asombro es dañino, pensaba Descartes, porque paraliza al individuo frente a objetos cuyo carácter moral, es decir, cuya capacidad para hacer el bien o el mal, aún no ha sido deter­minada. Esto significa que el asombro precede e incluso es­capa a las categorías morales. Cuando nos asombramos, todavía no sabemos si amamos u odiarnos el objeto ante el cual nos asombramos; no sabernos si deberíamos acogerlo o huir de él. Por esta razón, argumenta Descartes, el asombro

28. Descartes, Las pasiones del alma, trad. Francisco Fernández Buey (Madrid: Biblioteca Nueva, 2005) p. 121.

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«no tiene contrario» y «es la primera de todas las pasiones». De modo similar, para Spinoza -en cuya consideración el asombro no era, estrictamente hablando, una pasión, sino más bien una modalidad de la concepción (imaginatio)- el asombro depende de una suspensión o de una deficiencia de las categorías y es una especie de parálisis, un detenimiento de la normal actividad asociativa de la mente. En el asom­bro, «la mente queda detenida, porque el concepto particu­lar en cuestión no tiene conexión con otros conceptos».29 El objeto que despierta asombro es tan nuevo que al menos por un momento está solo, des-sistematizado, se convierte en un objeto completamente separado que atrae una atención ab­sorta.

El asombro --excitante, potencialmente peligroso, momen­táneamente inmovilizador, cargado de deseo, ignorancia y miedo a la vez- es la quintaesencia de la reacción humana ante lo que Descartes denomina un «primer encuentro» (p. 116). Esta terminología, que aparece recurrentemente en la filoso­fía desde Aristóteles hasta el siglo XVII, hizo del asombro un componente casi ineludible del discurso del descubrimiento, puesto que por definición el asombro es un reconocimiento instintivo de la diferencia, el indicio de una atención intensifi­cada, «una súbita sorpresa del alma» (p. 120) frente a lo nue­vo, como afirma Descartes. La expresión de asombro

29. Baruch Spinoza, Chief Works, trad. R. H. M. Elwes, 2 vols. (Londres: Georg e Bell & Sons, 1884), ii. 174. «El pensamiento de una cosa poco común, considerada en sí misma, es de la misma naturaleza que otros pensamientos y, por esta razón, no incluyo el asombro entre las emociones; ni veo por qué debería hacerlo, puesto que esta distracción de la mente no surge de ninguna causa positiva que la distraiga de otras cosas, sino tan sólo de la falta de causa para determinar la mente, de la contemplación de una cosa, al pensa­miento en otras cosas>> (Baruch Spinoza, The Ethics and Selected Letters, trad. Samuel Shirley, ed. Seymour Feldman [Indianapolis: Hackett, 1982], p. 143) lÉtica demostrada según el orden geométrico, Trad. Vida! Peña (Madrid: Alianza, 1987); Correspondencia completa, Trad. Juan Domingo Sánchez Estop (Madrid: Hiperión, 1988)]. A diferencia de Descartes, Spinoza pensaba que el asombro tenía un contrario: el desdén.

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representa todo aquello que no puede ser comprendido, lo que apenas puede creerse. Llama la atención sobre el proble­ma de la credibilidad y al mismo tiempo insiste en lo innega­ble: la exigencia de la experiencia.

En este espíritu invoca también Mil ton el asombro cuando describe cómo los ángeles rebeldes encogen de tamaño para poder entrar en la cámara de concejo del Pandemonio:

¡Oh maravilla!, los que antes parecían Superar en estatura a los Gigantes, hijos de la Tierra, Ahora que enanos más pequeños, en espacio estrecho, Innumerables, se apretujan; cual pigmeos. Más allá de la india cordillera, o los elfos, Cuya juerga a medianoche al linde de los bosques, Creca de las fuentes, ve un la-briego rezagado, O que ha visto sueña, .mientras una Luna arbitra En lo alto y su pálida carrera hacia este mundo Inclina: mas aquéllos, en su fiesta y danza Absortos, con jocunda música le embrujan el oído Y el pecho le palpita con delicia y temor fundidos.

(Paraíso perdido 1, 777-88)" 30

~- «Behold a wonder! They but now who seemed/ In bigness to surpass Earth's giant sons/ Now less than smallest dwarfs, in narrow room/ Throng numerless, like that pygmcan race/ Beyond the ludian mount, or faerie el ves,/ Whose midnight revels, by a forest-side/ Or fountain sorne belated peasant sees,/ Or dreams he sees, while overhead the moon/ Sits arbitress, and nearer to the earth/ Wheels her pale course, they on their mirth and dance/ lntent, with jocund music charm his ear;/ At once with joy and fear his heart rebounds.» Paradise Lost, en The Poems of ]ohn Milton; ed. John Carey y Alastair Fowler (Londres: Longman, 1968}.

30. John Milton, Paraíso perdido, trad. Bel Atrides (Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, 2005), p. 91. David Quint ha tenido la amabilidad de llamar mi atención sobre la relevancia de este pasaje. Milton es, cuando menos por implicación, un lector brillante del discurso del descubrimiento y de los usos del asom­bro. Véase, por ejemplo, el pasaje en que Satán, en el peldaño más bajo del cielo, «Mira abajo con asombro, al ver de súbito/ Este mundo entero»:

Como un explorador Que senda oscura y desolada apeligrado recorrió La noche toda, y al romper el alba grata

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La transformación de los ángeles rebeldes es, al mismo tiempo, inverosímil y verdadera, y por lo tanto es una maravi­lla comparable a los seres fantásticos, gigantes y p1gmeos, asociados durante mucho tiempo con los viajes a las Ind1as. La experiencia de contemplar una maravilla es profunda;nen­te ambigua, según el relato de Milton: el exaltado espectaculo de la maldad absoluta está asociado a un encuentro alucma­torio de un campesino ignorante con unas hadas, y por tanto asociado también al lunático Fondón cuando les dice a sus compañeros: <<Amigos, hablaré de maravillas. Pero no me pre­guntéis cuáles» (Sueño de una noche de verano, v, 11.29~30). Por un momento la épica se confunde con la comedw, 1gual que se confunden los gigantes con los enanos, el tormento con la hilaridad lo demoníaco con lo inofensivo, lo que res1de ' ' . fuera de la mente con lo que vive en ella. Los encantos mag¡-cos fascinantes y peligrosos se alojan fugazmente entre los pla~eres del arte cuando las hadas <<embrujan el oíd~". con su música. Toda la experiencia produce un efecto somat1co que lleva como hemos visto, el sello propio del asombro: "Y el pech~ le palpita con delicia y temor fundidos».

Al fin corona un promontorio áspero Que descubre de improviso a su mi~a: . . La perspectiva formidable de un exotlCO domm10, Nunca visto todavía, o metrópolis de fama Con fulgentes chapiteles y pináculos ornados Que ahora dora con sus rayos el creciente Sol: Tal asombro cautivó, aunque tras ver el Cielo, Al Espíritu maligno, pero mucha más envidia A la vista de este mundo, tan hermoso.

(Paraíso perdido, 3, 542-54, p. 187)

[As when a scout,/ Through dark and desert ways ~íth p~ril ~one/.AU nig~t; at la~t by break of cheerful dawn/ Obtains the brow of sorne h1gh-chmbmg l_1tll,/ WhKh to h1s eye discovers unaware/ The goodly prosp:ct of som~ foreign land/ FlrSt-s~en, or sorne renowned metropolis/ With gli.stering sptres and pnmacles adorned/WhKh now the rising sun gilds with bis beams./ Such wonder _seized, thou?h after heaven seen,! The spírit malign, but much more envy seized,/ At s1ght of a11 thts world beheld so fmr.]

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Con este palpitar del corazón regresamos aJean de Léry y a la maravilla de la música y la danza de los tupinarnba. Ex­periencias como las que quiere describir Léry plantean un gra­ve problema retórico, un problema similar al que afrontaba Mil ton cuando describía lo que ocurría en el Cielo y el Infier­no. Al comienzo de su relato, Léry se pregunta cómo puede conseguir que sus lectores franceses << ... crean lo que sólo pue­de ser visto a dos mil leguas de donde viven: cosas nunca co­nocidas (menos aún relatadas por escrito) por los Antiguos; cosas tan maravillosas que la experiencia apenas logra por sí misma grabarlas en el entendimiento, incluso en el de aque­llos que de hecho las han visto». El escepticismo que los eu­ropeos educados han desarrollado debe ser suspendido de algún modo; es preciso obligarles a revisar su sentido de lo que es posible y de lo qne es tan sólo fabuloso.

En Gua yana, en la década de 1590, Sir Walter Ralegh oye ha­blar de un pueblo del que «se dice que tienen los ojos en los hom­bros, y las bocas en medio de los senos». Ralegh sabe que esto <<puede ser considerado una mera fábula», precisamente el tipo de discurso que había otorgado a Mandeville -quien escribe so­bre «gentes de fea hechura y mala condición; no tienen cabeza y tienen los ojos en los hombros; la boca es curvada corno la he­rradura de un caballo y está situada en medio del pecho»*- su reputación de mentiroso. Sin embargo, el escepticismo es para Ralegh mucho más engañoso que la credulidad: «Una nación tal fue descrita por Mandeville, cuyos informes se tuvieron por fá­bulas durante muchos años, y sin embargo cuando las Indias Orientales fueron descubiertas, supimos que sus relatos de estas cosas, hasta entonces considerados increíbles, eran verdaderos».31

~- Los viaies de Sir John Mandeville, trad. Ana Pinto (Madrid: Cátedra, 2001). Todas las citas de Mandeville proceden de esta edición, en adelante abreviada como VSJM. (N. de la t.).

31. Sir Walter Ralegh, T'he Discovery of the Large, Rich, and Beautiful Empire of Guiana, en Richard Hakluyt, The Principal Navigations, Voyages, Traffiques and Discoveries of the English Nation, 12 vols. (Glasgow: J. Maclehose & Sons, 1903-5), x. 406.

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De modo semejante, Léry escribe, lanzando una mirada sarcás­tica sobre su gran enemigo Friar Thevet: «No doy crédito a las historias fabulosas halladas en los libros de ciertas gentes que, fiándose de las habladurías, han escrito cosas que son comple­tamente falsas». Pero a continuación declara: «No me aver­güenza confesar que desde que he estado en esta tierra de América, donde todo lo que hay para ver -el modo de vida de sus habitantes, la forma de los animales, lo que produce la tierra- es tan diferente de lo que tenemos en Europa, Asia y África que muy bien puede ser llamado un 'Nuevo Mundo' res­pecto al nuestro, he revisado la opinión que antes tenía de Pli­nio y de otros cuando describen tierras extrañas, porque he visto cosas tan fantásticas y prodigiosas como cualquiera de las que ellos mencionan y que una vez consideré inverosímiles".

El descubrimiento del Nuevo Mundo desacredita a los antiguos, que no sabían de estas tierras y, al mismo tiempo, da nueva vida a las historias clásicas sobre prodigios, al eri­gir la posibilidad de que lo que habían parecido groseras exageraciones y mentiras fuesen de hecho sobrios relatos acerca de una alteridad radical. La autoridad del texto de Léry depende justamente de su pretensión de sobria preci­sión («declarar sencillamente lo que yo mismo he experi­mentado, visto, oído y observado»), de su rechazo de las mentiras, las habladurías y las exageraciones de Thevet; pe­ro, al mismo tiempo, cuando escribe no está dando un testi­monio de la ordinariez y la familiaridad de Brasil, sino de su total extrañeza, de la extrañeza de unas «tierras comple­tamente desconocidas para los Antiguos". Su obra sólo puede ser creíble si provoca en sus lectores parte del asom­bro que él mismo ha sentido, puesto que ese asombro vin­culará cualquier cosa que esté allá afuera con una convicción interna. Para los primeros viajeros, el asombro no sólo señalaba lo nuevo sino que mediaba entre lo exte­rior y el interior (el «ve, o sueña que ha visto» de Milton). De ahí la facilidad con que las propias palabras maravilla y

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asombro'' oscilan entre la designación de un objeto mate­rial y la designación de una reacción frente al objeto, entre intensos, casi fantasmagóricos estados interiores, y objetos completamente externos que, una vez pasado el momento inicial de estupor, pueden tocarse, catalogarse, inventariar­se, poseerse.

Lo maravilloso, pues, es un rasgo fundamental dentro de la totalidad del complejo sistema de representación verbal y vi­sual, filosófico y estético, intelectual y emocional, por medio del cual las gentes de la tardía Edad Media y del Renacimiento percibieron, y en consecuencia poseyeron o descartaron, lo desconocido, lo ajeno, lo terrible, lo de.seable y lo detestable. Con la expresión "sistema de representación" no pretendo su­gerir que existía una única práctica mimética, perfectamente integrada. En este período, como en tantos otros, la filosofía y el arte se distinguen y a menudo se oponen entre sí -la prime­ra intenta superar la maravilla que el segundo pretende real­zar-, y a su vez ambos se distinguen de discursos como la historia, la teología, la historia natural o el derecho. Cada uno de estos regímenes discursivos tiene sus intereses característi­cos, sus demarcaciones intelectuales y metodológicas, sus len­guajes especializados. Pero cada uno de ellos se toca e interactúa también con los demás en una asociación laxa pero potente, una asociación guiada por ciertas asunciones miméti­cas, metáforas compartidas, prácticas operacionales, percep­ciones básicas.

Los exégetas literarios están entrenados para analizar la imaginación que está en juego en una obra; en cambio, lama­yoría de los primeros relatos europeos sobre el Nuevo Mun­do nos muestran la imaginación en acción. Sería absurdo combinar las dos modalidades y proceder como si la práctica

* En castellano, tal oscilación se produce únicamente con la palabra "maravilla". (N. de la t.).

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interpretativa pudiera ser la misma en ambos casos; lamenta­blemente, soy consciente de lo mal equipado que está un críti­co literario para tratar con un texto como el de la carta de Colón a Santángel. Pero el absoluto desplazamiento de cos­tumbres que supuso el encuentro de los europeos con el Nue­vo Mundo hizo salir a la superficie de textos no literarios una serie de operaciones imaginativas que normalmente quedan enterradas muy por debajo de esta superficie (a diferencia de las obras literarias, donde estas operaciones son abiertamente exhibidas). Por consiguiente, es posible utilizar algunos de los temas propios de la crítica literaria para iluminar unos textos escritos sin ninguna ambición literaria y unas acciones reali­zadas sin intención teatral alguna: textos y acciones que no registran los placeres de lo ficticio sino los poderes apremian­tes de lo real.

Permitidme que intente ser claro: no estoy diciendo que ha­ya una ideología general del Renacimiento, una única forma de hacer y de rehacer el mundo. Cualquiera de las culturas nacionales individuales de Europa en la modernidad tempra­na, no digamos ya su complejísimo conjunto, contenía tantas formas de ver y de describir el mundo, diferentes y conflicti­vas entre sí, que cualquier intento de postular un campo per­ceptual unificado demostraría ser, al cabo, una burda distorsión. Pero la variedad no es infinita, y frente al Nuevo Mundo -el epítome del «acaecimiento súbito e inopinado» de Descartes-, las diferentes reacciones dejan ver asunciones y técnicas compartidas. En su afán por asir algo en las vastas latitudes recién encontradas, los europeos desplegaron una maquinaria mimética torpe y precaria, pero enormemente po­derosa, que fue el agente mediador ineludible no sólo para la posesión sino para el simple contacto con el otro. Por esta ra­zón, el primer discurso moderno del descubrimiento es un re­gistro sumamente poderoso de las pretensiones y de los límites característicos de la práctica representacional europea, tal como intentaré mostrar.

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Las cualidades que dieron al asombro su importancia cen­tral dentro de esta práctica también le dieron su maleabilidad ideológica: la idea de Descartes, o de Spinoza, de que el asom­bro precede al reconocimiento del bien y el mal, al igual que la idea de Aristóteles o de Alberto Magno de que el asombro precede al conocimiento, confirieron a lo maravilloso una no­table indeterminación, e hicieron de ello -como de la imagi­nación, con la cual está estrechamente vinculado- el objeto de un rango de usos considerablemente diferentes. Los capí­tulos que siguen exploran dos de esos usos. Con Mandeville el lenguaje de lo maravilloso forma parte de una renuncia a la posesión, tal como argumentaré en el capítulo 2, lo que dentro de una circulación de significantes plagiados e inesta­bles constituye la vía fundamental por medio de la cual una cruzada hacia las rocas sagradas del centro del mundo se transforma en un paciente vagabundeo que recorre sus már­genes. Con Colón, en cambio, el lenguaje de lo maravilloso se modifica sutilmente, lo que le permite, como muestro en el ca­pítulo 3, funcionar estratégicamente como un complemento redentor y estetizante de un ritual legal de apropiación pro­fundamente deficiente. No creo que este uso posesivo de lo maravilloso sea fundamental ni definitivo: como intento mos­trar en la última parte del libro, la experiencia del asombro nos recuerda continuamente que nuestra comprensión del mundo es incompleta.

Para los primeros viajeros, el signo más palpable de esta precariedad era una incapacidad para comprender o ser com­prendidos. Tal vez la diferencia de lengua siempre contenga algún elemento de lo maravilloso. (Un granjero de la Toscana me dijo una vez que no podía dejar de asombrarse de quepa­ne no se dijera pane en inglés; cualquier otra palabra podía ser diferente, pero ¿pane?). Los europeos estaban particular­mente impresionados de encontrarse con personas que habla­ban lenguas que, como lo refirió un observador, «no eran conocidas ni entendidas por nadie». Este encuentro lingüísti-

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co, según muestro, ocurrió en el marco de un proyecto de apropiación más amplio en el que estaban embarcados los eu­ropeos. El capítulo 4 pasa de los ritos de posesión que se dis­cuten en el capítulo precedente a la apropiación despiadada de la lengua. Por supuesto, el secuestro no era la única res­puesta posible ante la diferencia lingüística. El comercio, ba­sado en un intercambio más recíproco de palabras, gestos y objetos, funciona como atenuante parcial ante la avasalladora fuerza unilateral de la apropiación lingüística, pero advierto que en el primer discurso acerca del Nuevo Mundo el comer­cio siempre parece deslizarse hacia el autoritarismo y la in­equidad de las relaciones coloniales. De aquí que el capítulo finalice con el destino emblemático de un esquimal que fue capturado mientras comerciaba, como una maravilla destina­da a la maquinaria representacional europea.

El recorrido que siguen estos capítulos, pues, va desde el asombro medieval como signo de desposesión hasta el asom­bro del Renacimiento como agente de apropiación: el primer discurso acerca del Nuevo Mundo es, entre otras cosas, un re­gistro de la colonización de lo maravilloso. Pero mi libro deci­didamente no termina ahí, puesto que una trayectoria histórica no entraña una necesidad teórica. En el capítulo fi­nal, regreso a lo maravilloso como señal del reconocimiento sorpresivo, por parte del testigo presencial, del otro en uno mismo y de uno mismo en el otro. Comienzo con Heródoto, para quien tal maravilloso reconocimiento es la condición misma de la historia. Luego busco una idea semejante sobre el otro en el testimonio de Berna] D.íaz de la conquista de Mé­xico por Cortés, e intento entender por qué no prospera. En Berna] Díaz el asombro está, en efecto, en guerra consigo mis­mo: por una parte, provoca una inestable percepción de las si­militudes ocultas en la alteridad; por otra, se vuelve un factor obstructor que impide todo el tiempo la percepción del otro como hermano. Por último, encuentro en Montaigne una ver­sión sofisticada del asombro cambiante, inquieto y tolerante

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que caracterizó Los viajes de Sir ]ohn Mandeville. Esta recu­peración del poder fundamental y humanizador de lo maravi­lloso no compensa mágicamente su uso en el discurso de aquellos que llegaron al Nuevo Mundo a poseer y esclavizar -como si el arte pudiera redimir las pesadillas de la histo­ria-, pero sugiere que el asombro permanece disponible tan­to para la dominación como para la decencia.

Querría volver a lo que presencié, o soñé que presencié, en Bali: una sensación de plenitud y de calma a la vez, como si todo fuese posible, como si la alegre multitud estuviese esco­giendo libremente sus placeres y esa elección no le impidiese mantenerse libre, como si el rechazo a la posesión hiciera más propia y más segura la propia cultura, como si el asombro pu­diera prolongarse en la fluctuación del goce. Si este testimo­nio parece poco fiable, quizá mis lectores puedan estar de acuerdo en que lo que manifiesto haber visto es una imagen desplazada, exótica e idealizada de la movilidad cultural de la Europa y la América de fines del siglo XX. Este desplazamien­to nos permite recuperar el asombro que está latente en nues­tras práchcas, un asombro que ha sido aplastado por lo familiar y tristemente subyugado por la regulación ordinaria y apenas visible de la clase y el estatus, en la que están implica­dos los museos, las películas, los libros de ediciones baratas y las escuelas. Éste es el momento utópico del viaje: cuando uno se da cuenta de que lo que parece más inalcanzablemente ma­ravilloso, más deseable, es prácticamente lo que ya se tiene, lo que uno podría tener -si tan sólo pudiera deshacerse de la banalidad y de la degradación de lo cotidiano- en su propia casa.

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