grun, anselm - nuestras propias sombras

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NUESTRAS PROPIAS SOMBRAS TENTACIONES. COMPLEJOS. LIMITACIONES Anselm Grün PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA Carlos Castro Cubells Este segundo libro del P. Anselm Grün O.S.B. que he traducido me invita a hacer unas reflexiones que considero útiles para el lector español y, en general, para todo el que se interese por el momento espiritual y meditativo que vivimos. El primer libro que traduje fue La mitad de la vida como tarea espiritual; este segundo no creo que sea el último pues ya está en el telar la traducción de alguno más del mismo autor. Por ello me siento en la necesidad cordial y agradecida de presentar de una manera más detallada al autor y señalar su intento, es decir aquello que nos sugiere sin decírnoslo del todo. El P. Anselm Grün es un monje y vive su monacato en una abadía benedictina del centro de Europa que se dilata en afán y en esperanza hasta los confines del mundo y que es misionera. Ahora remitámonos al presente libro. Y es ... que el presente libro nos indica y hasta nos denuncia un impulso del autor que no es sólo impulso sino que se ha convertido en vocación. Ese impulso y vocación consiste en presentar la inmensa riqueza y profundidad de la vida monacal a los contemporáneos, hermanos actuales del que hoy es monje. Pero cuidado con lo dicho. No se trata de presentar a los hombres de hoy “la actualidad del monacato”, ni de hacer una apología, que sería «“apologética”, de la vida monástica. ¡Qué horror! Apologética y vida monástica son terminos incompatibles. El monje no necesita ni apologética ni “poner al día”, ni demostrar que también hoy los monjes tienen actualidad, o cualquier tópico semejante propio de otros predios superficiales y

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NUESTRAS PROPIAS SOMBRAS

TENTACIONES. COMPLEJOS. LIMITACIONES

Anselm Grün

PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Carlos Castro Cubells

Este segundo libro del P. Anselm Grün O.S.B. que he traducido me invita a hacer unas reflexiones que considero útiles para el lector español y, en general, para todo el que se interese por el momento espiritual y meditativo que vivimos. El primer libro que traduje fue La mitad de la vida como tarea espiritual; este segundo no creo que sea el último pues ya está en el telar la traducción de alguno más del mismo autor. Por ello me siento en la necesidad cordial y agradecida de presentar de una manera más detallada al autor y señalar su intento, es decir aquello que nos sugiere sin decírnoslo del todo.

El P. Anselm Grün es un monje y vive su monacato en una abadía benedictina del centro de Europa que se dilata en afán y en esperanza hasta los confines del mundo y que es misionera. Ahora remitámonos al presente libro. Y es ... que el presente libro nos indica y hasta nos denuncia un impulso del autor que no es sólo impulso sino que se ha convertido en vocación.

Ese impulso y vocación consiste en presentar la inmensa riqueza y profundidad de la vida monacal a los contemporáneos, hermanos actuales del que hoy es monje. Pero cuidado con lo dicho. No se trata de presentar a los hombres de hoy “la actualidad del monacato”, ni de hacer una apología, que sería «“apologética”, de la vida monástica. ¡Qué horror! Apologética y vida monástica son terminos incompatibles. El monje no necesita ni apologética ni “poner al día”, ni demostrar que también hoy los monjes tienen actualidad, o cualquier tópico semejante propio de otros predios superficiales y buscadores del último tren de las corrientes de opinión y moda.

No. Se trata de otra cosa. Se trata de presentar lúcida, lealmente, con rigor lo que es la visión que de la realidad, y de la última realidad, han tenido y tienen los monjes. Por eso el P. Anselm emplaza a los monjes del pasado – con ello emplaza a los del presente, y se emplaza a sí mismo – para que de su voz y el testimonio de su experiencia en puntos decisivos de nuestra vida. veamos.

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Hay en el P. Anselm dos preguntas no expresadas del todo y que conviene decir y dar razón de ellas. La primera cuestión es ésta: ¿Cómo vivieron los monjes – la tradición monástica – los problemas esenciales de nuestra vida? para responder a esta pregunta hay que oírlos y sumergirse en esa tradición.

La segunda cuestión reza así: En el trato, comercio, relación con esos problemas, ¿qué descubrieron los monjes, qué dijeron y enseñaron, qué horizontes tocaron y desde qué lenguaje podemos seguir un diálogo fecundo? Como puede verse las cuestiones no son pequeñas y nos sumergen hasta el abismamiento en lo que es la vocación monacal, en lo que es la vocación del hombre que se arriesga a bucear por los mares infinitos de la existencia.

¿Cómo vivieron los monjes –o un monje- las crisis de la vida, nuestra relación con el mal, la relación con el prójimo? Estos son los temas del P. Anselm . y también, segunda pregunta, ¿qué descubrieron y qué nos enseñaron? ¿Cuál fue su lenguaje y cómo hablar de ello con ellos y entre nosotros?

EL MAL COMO EXPERIENCIA

El mal es una experiencia que todo hombre tiene y que no es una teoría, ni una pregunta metafísica. El mal es algo que todos experimentamos de una manera concreta y particular y, por ello, antes de hablar del mal deberíamos hablar de los males. ¿Cómo vieron los males y el mal como conjunto de males los antiguos monjes? ¿Qué descubrieron y qué nos dijeron acerca de ello?

Estas fascinantes preguntas constituyen el tema y el objeto de este pequeño libro que es profundo y sugestivo como pocos. Un libro que sólo tiene un defecto: el de ser excesivamente breve y obligar, por ello, al traductor-prologista a explayarse y extenderse. Por eso lo hago sin disimular mi satisfacción, sobre todo, por tratarse de quien se trata: un monje benedictino y alemán.

El monje antiguo y el actual sabe que hay un mal físico que produce un dolor físico. Sabe también que hay un mal del alma que constituye el mal psíquico y, por último, sabe que hay un mal espiritual que es el mal del espíritu. Los monjes no han necesitado, para hacer esta división, recurrir a la terminología moderna, pues desde antiguo ellos sabían –y de ellos lo aprendieron los modernos- que había un hombre physichós, otro physichos y otro pneumatichós. Cada estrato del ser o de la persona, el físico, el psíquico y el espiritual experimenta una faceta del mal.

El monje antiguo experimentó el mal físico y lo soportó con los recursos de la época y la mejor presencia de ánimo que le fue

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concedida. Fue mucho más avisado y entendido de los males psíquicos. Tuvieron los monjes de la gran época (siglos III al VI) una perspicacia psicológica poco común e hicieron descubrimientos prácticos que la ciencia tardaría siglos en reconocer. Sin embargo –y esto nos lo enseña muy discretamente y en fina sugerencia el P. Anselm- no es el objetivo esencial del monte ser psicólogo o quedarse en el plano psicológico. El monje descubre, cultiva y se mueve en el plano del espíritu. Pero no olvida los otros dos planos. Y en el plano del espíritu, o en la esfera del espíritu como diría Max Scheler, también se el mal. Así como hay enfermos físicos y psíquicos, los hay espirituales. Y si el enfermo físico requiere tratamiento físico y si el psíquico demanda tratamiento psiquiátrico, el enfermo espiritual pide un adecuado tratamiento que es de orden espiritual, penumático o religioso que tiende a su sanación, que es salvación y que no tiene otro nombre que el tradicional de la conversión.

En estos males del alma y del espíritu fueron especialistas los antiguos y los modernos monjes. lo que les debemos es algo extraordinario que algún día y en algún lugar habrá que detallar y resumir históricamente. Han sido y son los monjes especialistas en curaciones y también en el conocimiento práctico de los riesgos y dificultades de la existencia. Sería, sin embargo, mutilada la visión de lo que es un monje creer que sólo es especialista en el conocimiento y tratamiento de los males. Fue y es también un fino catador de los bienes, del bien y del abismo infinito de la verdad, bondad y belleza en el absoluto de Dios.

Pero el libro que nos ocupa y da pie a estas reflexiones versa sobre el mal y los malignos, es decir, los demonios. Se me ocurre glosar en nuestro idioma español dos cosas. Es la primera, la riqueza de la experiencia psicológica monacal. La segunda es la cuestión del lenguaje con el que se aborda el tema concreto del mal. Todo ello está dentro de la cuestión del mal como experiencia.

Sí, es una experiencia concreta y encauzada por caminos prácticos que buscan el equilibrio concreto y real de personas reales. Y esas personas reales que son los monjes, los cristianos a los que se dirigen las enseñanzas, tienen como horizonte la vida del espíritu, la vida en Dios que les da su dimensión y su destino. Por todo ello antes de comentar las dos cuestiones señaladas voy a detenerme en lo que significa el mal como experiencia.

Todos tenemos la experiencia de los males, del mal. Por eso también tenemos la experiencia del sufrimiento, del dolor. Así todos hemos experimentado el malestar, el dolor ante la penuria, la enfermedad, el panorama de la vejez, la perspectiva de la muerte. Estas cuatro

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realidades provocaron una actitud en el que iba a ser “el Iluminado”, el Budha, que habría de tener consecuencias monacales. Pero si es éste el mal que normalmente acosa a cada hombre, hay todavía otra faceta del mal que es aún más pertubadora y “maligna”. No se trata tan sólo del mal que podríamos llamar normal y esperado sino de otro que tiene características propias y que hiere más profundamente, por lo cual se le ha reservado el calificativo acentuado de MALIGNO.

Hay dos clases de males, como hay dos clases de sufrimiento y de dolor. Por una parte el dolor, el mal esperado, el que corresponde a nuestra naturaleza limitada, y el otro mal que llena de amargura especial y que va contra nuestras propia naturaleza que pretende apartarnos de esa nuestra naturaleza, de nuestra patria. A ese mal es a lo que se ha llamado malignidad, el MALIGNO o simplemente DEMONIO.

Más tarde veremos por qué se le ha llamado así en una larga tradición. Antes es necesario esclarecer en qué consiste y qué experiencia concita. Es la experiencia del mal radical que está más allá de los dolores producidos por la situación limitada de nuestra condición. Es la experiencia de un combate que no se desarrolla en los terrenos de lo visible sino en los aires que es ámbito propicio de los demonios. Muy bien lo expresaba San Pablo en la carta a los Efesios cuando dice: “Que no es nuestra lucha contra la carne y la sangre (el hombre y lo viable) sino contra los principados, potestades, dominaciones de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que están en los cielos (los aires)” (6, 12).

Este mal es el tema y el objeto del combate de aquellos monjes que nos trae a colación para nuestra enseñanza y advertimiento, el P. Anselm con sabiduría y aviso monacales. Y es que tenemos que luchar, queramos o no, con unas fuerzas invisibles, que “andan por los aires” y que retuercen, impiden y atormentan nuestras conductas. Un serio análisis de nuestra realidad denuncia estas presencias y nos pueden orientar. Nos puede hacer “caer en la cuenta” de nuestra verdadera situación.

¿Cuál es nuestra verdadera situación? ¿Dónde están nuestros enemigos? ¿Cuáles son nuestros enemigos? Y aquí surge una de las cuestiones fundamentales de la vida monacal y del porqué hay monjes. nuestros enemigos son unas realidades invisibles, pero tremendamente reales, que operan contra nosotros y que para enfrentarlos tenemos que descender a verdaderas profundidades y lejanas, desiertos y abismos de soledad y silencio.

Esta es la gran aventura monacal que tuvo como escenario el desierto, lugar de los demonios y lugar también de encuentro con

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Dios como el lector percibirá en las páginas de este libro. Pero esta aventura monacal es la aventura de todo hombre o mujer que se arriesgue a tomar su vida en sus manos y dirigirla con responsabilidad. Es la aventura que no se agota con el esclarecimiento psicológico, pero que no se puede realizar sin lucidez psíquica. Tras ella viene la amplificación (o iluminación) de conciencia que nos lleva a lo traspersonal, a lo espiritual, al abismo de Dios. Y esto supone una lucha contra el demonio. Hora es ya de que veamos por qué se llama demonio a semejante enemigo de nuestra propia realización y cumplimiento.

LENGUAJE MÍTICO Y LENGUAJE CIENTÍFICO

Los escritores de un monje suponen siempre una actitud que conlleva un lenguaje en el que se expresa esa actitud. Así sucede con los escritos de los monjes antiguos y con los del P. Anselm. Aquellos monjes de los primeros siglos del cristianismo con su experiencia del “mal maligno”, teniendo entre sus manos las resistencias, excusas y estratagemas diversas del ser humana se habían zambullido nada menos que en la aventura del trato con “los poderes del aire” y habían ingresado en un mundo inefable e incontable.

La experiencia de ese mundo halló su expresión en el lenguaje mítico. Y aquí tenemos otra de las cuestiones y sugerencias de este libro que nos presenta, entre otras muchas cosas, el gran valor del lenguaje, mítico para expresar la experiencia religiosa.

El hombre moderno ha perdido casi por completo la sensibilidad por lo mítico. Esto se debe a la primacía de lo mental, de lo racional sobre todas las cosas. Las religiones se habían expresado en lenguaje mítico; la “edad de la razón” sustituye el mito por la reflexión, por la comprobación científica. Durante mucho tiempo se ha creído que la razón podía agotar el conocimiento de toda la realidad. Pero yo también este estado de conciencia y esta convicción ha entrado en crisis, han pasado y se está volviendo a descubrir que el mito es una fábula de la fantasía sino un modo de percibir y tocar la realidad.

No quiere decir esto que hayamos de volver a la etapa mítica de la humildad, pero sí que hemos de incorporar la dimensión mítica como una realidad que forma parte de nuestro ser completo que no es, precisamente, el de ser solamente “racional”. Hay realidades que no pueden captarse con la razón. Y para el nuevo estado de conciencia al que vamos, superada la exclusividad racionalista, vuelve a aparecérsenos el gran valor y vigencia de lo mítico. Así, para percibir y tratar con esa realidad maligna que tantas veces nos cerca, la

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visión mítica nos ha sido de mucho provecho y es un acierto que no puede ignorarse.

Una de esas realidades que no puede captarse con la razón es el mal. Y es que la razón percibe la realidad de manera no inmediata, sino mediata. La razón “rodea” el objeto y mediante el concepto se relaciona con él y lo maneja. Pero, ¿ha penetrado, ha conocido verdaderamente al objeto? Hoy estamos ya convencidos de que no. Necesitamos, en general, pero de manera especial –como es el caso del mal- tocar, palpar, entrar en relación viva con lo que llamamos objetos, realidades.

Lo más simple y elemental, lo más profundo por otra parte, se resiste al conocimiento racional. Además hay todo un mundo que es arracional, irracional, sobre-racional. Y todo ese ámbito ha sido expresado míticamente, simbólicamente que no es fabulosamente, ni falsamente. El lenguaje mítico nos transmite las experiencias profundas de todo aquello que no puede captarse (ya esta palabra es significativamente) con la mediación de la razón, sino que nos invita a una relación más profunda y de otro orden. Con el mal, con las realidades elementales y superiores no puedo quedarme en una relación conceptual. Esto hoy lo tenemos muy claro. Y la forma de expresar esa otra relación ha sido durante siglos la expresión mítica, el lenguaje que han solido utilizar las religiones. Por eso, plantear hoy si “existen” o no existen los demonios no tiene verdadero sentido por que antiguamente esto no necesitaba plantearse ni hoy tampoco. Quiero decir que no hace falta plantear la cuestión como problema intelectual.

¡Qué finura la de aquellos monjes y qué finura la del P. Anselm para sumergirnos en realidades y no insistir en temas subsidiarios! Los monjes antiguos y el creyente de hoy indican con la figura del demonio una realidad cuyas manifestaciones están claras y ahí. Y esta realidad en su último hontanar es un misterio y algo inalcanzable, todavía en mayor medida que lo puede ser la neurosis o el complejo psíquico. Ya lo dijo acertadísimamente C. J. Jung.

El lenguaje mítico expresa una realidad que no es un “nada más qué”, sino el “más allá” que trasciende la limitación de lo mental mediato. Sólo el lenguaje mítico nos puede llevar a lo transreal a que nos remite nuestra experiencia de contacto directo con otras esferas de realidad. Porque estamos en contacto con otras esferas de realidad y lo que nos pasa en forma de impulsos o inhibiciones, de ansias o bloqueos de placeres y displaceres no es otra cosa que el conjunto de indicios y mensajerías de la otra realidad. Se llega también a la otra realidad por la experiencia del mal.

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Este es el gran emplazamiento existencial: llegar a la otra realidad, a lo absoluto, a Dios en la confrontación con el mal. Debe el lector, demos todos reparar en la gravedad de la transmisión por estos textos tan firnamente escogidos. Así comprendemos la expresión de San Pablo citada más arriba. Nuestra lucha está en el combate con las potestades de los aires. Todo este mundo, este ámbito es el que el psicólogo atisba pero cuya última expresión es la inmersión en el ámbito de lo absoluto, de lo espiritual, de lo religioso.

El lenguaje científico ha venido a confirmar y a enriquecer desde otro punto de vista lo que ya desde antiguo se había percibido. Aquí tampoco se trata de una corroboración “apologética”. Se trata de una coincidencia en la unidad. El lenguaje y el pensamiento científico han entrado en una fase nueva más realista y abierta, en una nueva conciencia que les hace capaces de entrar en la nueva era. Lo mítico también reconoce sus límites. Lo científico, los suyos y así estas dos últimas etapas de la conciencia se preparan para ser asumidas, superadas, pero no abolidas, en la nueva dimensión de la conciencia que se anuncia.

Perdone el lector que sólo aluda a temas tan graves como éstos con breves referencias. Si entrase más a fondo sustituirá el magnífico trabajo del P. Anselm por aquello que sugiere. Pero sí había que decir que lo ha sugerido y que lo hemos entendido. Su voz ha sonado y ha sido recogida. Y creo que será para él una satisfacción el que se le diga que su libro nos trae todo el trasunto de lo que es la vocación monástica. La vocación y la vida monástica es un acontecimiento que lleva a la unidad el talante y lenguaje mítico y el científico y, esto no por componendas, sino porque poniendo, de verdad, a cada uno en su lugar, sin reduccionismos ni exclusivismos se va construyendo la armonía de las distintas esferas del ser humano iluminado por la gran Presencia de Dios.

LA VOZ MONÁSTICA NOS HABLA

Apuntado lo anterior nos queda todavía por decir lo que para mí es lo más importante y lo que creo que, consciente o inconscientemente late en los afanes de este monje del siglo XX que, por su edad, será del siglo XXI.

Me queda por decir lo que nos trasmite esencialmente, es decir, cordialmente este libro sobre nuestra relación con el mal. Nos trasmite la experiencia monástica. No se asuste el lector. La experiencia monástica no es otra sino la seria relación con las cosas, con la vida tomándola en serio y hasta sus últimas consecuencias.

En este tomar en serio la vida, en la radicalidad de las promesas bautismales, el monje descubre el horizonte del mal y entra en

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contacto con él confrontándose de manera decisiva. La confrontación es una lucha que afecta a la existencia entera y pone en conmoción todos los resortes vitales. Así en esta lucha se exige un serio conocimiento de sí mismo, tanto de los planos conscientes como de los inconscientes y de aquéllas máscaras que ocultan o tratan de ocultar nuestras verdaderas actitudes y tendencias.

El conocimiento de uno mismo es uno de los frutos más ricos de la experiencia prolongada de la soledad y el silencio. Instalados en la última solitudo, que es el núcleo personal, los monjes superan los prejuicios y las insinceridades en una labor catártica constante. Este drama tuvo lugar en tiempos en el desierto físico y ahora y siempre en el desierto de una actitud. Por ello es conveniente que consideremos brevemente lo que es el desierto como lugar y como desencadenante de la lucha con el mal que es la lucha por el bien.

En primer término el desierto es un lugar físico cuyas notas más importantes son su carácter agreste, solitario y silencioso. El desierto siempre ha sido un símbolo profundo para el corazón humano. En él resuena como en pocos sitios la invitación a sentirse criatura y a ponerse ante lo absoluto.

Por una parte, el desierto es el punto donde Dios se manifiesta. Y esto por dos motivos: por que se está lejos de las distracciones y por que en el desirto se toca, palpa y ve la gran presencia. Pero, precisamente por ello, el desierto es también lugar de demonios, de los malos, de los males. Y es que el desierto es situación límite que presenta la ambivalencia del bien y del mal. Nos pone el desierto en el borde de la trascendencia. Así comprendemos que toda situación límite de nuestra vida, tomada en serio es un desierto, una actitud de desierto. Es una coyontura propicia para el comercio con lo absoluto.

La vocación monacal se convierte por ello en invitación para todos porque todos hemos de afrontar, en un momento o en otro, la situación límite que consiste en haber nacido, tener que morir, y tener que vivir con sentido y orientación salvadora.

¿Cómo se nos aparece el mal en el desierto de la seriedad aceptada de nuestra vida? Por lo pronto se nos aparece como contraste en una confrontación. En el momento en que un hombre se sabe poner verdadera, conscientemente ante Dios y en Dios choca con la terrible experiencia de su nihilidad, de su ceniza. Así lo sintió Abrahám en el Antiguo Testamento.

A la primera sensación del célebre “polvo y ceniza” se une la conciencia de las propias faltas, de las faltas “añadidas”. Y cuanto mayor es la tendencia hacia lo absoluto, hacia el bien, hacia Dios,

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tanto mayores son las dificultades y necesidad de combate. Y al conjunto de esta situación se le llama tentaciones del demonio.

Dios es una tensión y hasta que no se descubre, la vida llamada “religiosa” es inmadura. Dios es tensión de amor con las dificultades propias del amor. Los monjes han sido y son los especialistas en la tensión y en este combate y por ello ayudan a todos sus hermanos con su irradiación. El mal pues, en la experiencia monástica, es la nota de distancia entre Dios y la criatura que se va diluyendo en la unidad. De ahí que la gran batalla contra el demonio es la oración.

La oración es siempre un acercarse a Dios y una lucha con el demonio. La oración es el gran desafío al demonio porque supone instalarse en el ámbito al que el demonio no tiene acceso. En este caso como en todos hemos de ver las polaridades como anuncios de unidad. Leyendo las páginas de este libro se percibe una voz que nos llama y nos fortalece para superar las dificultades y a través de, no a pesar de, nos conduce a la otra dimensión.

Se comprende que para todo este drama el desierto sea el lugar apropiado. Desierto, soledad, silencio, contemplación, fidelidad a través de las dificultades, descenso a la sinceridad, a la autenticidad, descenso a la sinceridad, a la autenticidad, liberación de los prejuicios, realización de la paz en la nueva conciencia... he ahí lo que el autor nos dice al enseñarnos cómo de manera concreta se lucha con el mal, con el maligno, con el demonio.

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INTRODUCCIÓN

Siempre se ha dicho y contado que los primeros monjes sostuvieron luchas con los demonios. Basta con ojear el relato de la vida de S. Antonio escrita por Atanasio, para comprobar cómo Antonio fue asediado y atacado constantemente por los demonios. Cuando Antonio decidió irse al desierto, que era considerado como el dominio de los demonios, éstos intentaron con toda su fuerza impedirle este propósito y alejarle del desierto diciéndole: “¡Retírate de nuestro reino! ¿Qué tienes tú que hacer en el desierto?” Antonio fue al desierto para vivir exclusivamente para Dios y abrirse del todo a Él. Sin embargo el camino a la soledad no sólo conduce a la proximidad de Dios sino también a la cercanía del mal. El mal se le acerca ahora de una manera clara y patente. Y su soledad se revela como una ambivalencia con el mal. Y Antonio tiene que aceptar la lucha con el mal para que su camino en el desierto no sea una catástofre sino una senda que conduzca a Dios.

La experiencia de Antonio es, para el monaquismo primitivo (siglo III al VI aproximadamente), algo típico. Los monjes han experimentado en carne propia que el camino hacia Dios tiene sus primeros pasos en una lucha con las fuerzas oscuras. Han vivido la alternancia entre las fuerzas que acercan y alejan de Dios. A estas fuerzas negativas que los monjes ven en deseos, impulsos, motivaciones y emociones les llaman demonios. Igualmente descubren con todo detalle las distintas clases de demonios que hay, así como las técnicas y métodos que emplean para arrastrar a los hombres a sus caminos. También dan numerosos consejos para la lucha contra ellos.

Nos fijamos especialmente en Evagrio Póntico, (+ 339), el monje escritor más significativo del Oriente. En su Tratado Práctico nos transmite una serie de instrucciones sobre cómo el monje puede reconocer al demonio y habérselas con él, cosa que alcanza positivamente por la serenidad (apatheia) y ausencia de pasiones. Evagrio ejerció una gran influencia en el antiguo monacato, sobre todo en Casiano que marcó de manera decisiva el monaquismo occidental. Lo que presentamos de Evagrio, y de otros padres monásticos como complemento, es algo más que un testimonio de un tiempo pasado. Se trata de experiencias de monjes. Y a la luz de sus experiencias podemos nosotros comprender y valorar las nuestras. Sobre todo aquellas experiencias pueden ofrecernos esperanzas para la lucha con los poderes con los que nos vemos confrontados y que nos amenazan con hacernos enfermar interiormente.

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Vamos a tratar de la lucha con los demonios, aunque no se plantea aquí la cuestión de si los hay o no los hay. La polémica que se ha encendido en los últimos años en torno al exorcismo corresponde más bien a la pregunta sobre la existencia de los demonios. Pero cuando la cuestión es la que nos ocupa, esto es la lucha, se da por supuesto que se sabe lo que son los demonios y lo que absolutamente se puede decir, existan o no existan.

La palabra demonio perfila una determinada idea. Ciertamente, sin embargo, se trata de una imagen, de un símbolo que hace referencia a una realidad que no coincide plenamente con la idea pura. El contenido es más importante que la discusión sobre la palabra y la idea. Lo decisivo es la descripción de la actividad de los demonios, de su técnica, de sus formas de aparición y de su conducta. Los fenómenos que los antiguos monjes observaron y que expresaron en su lenguaje son algo que también hoy nosotros debemos tomar en serio. Sin embargo los habremos de denominar con nuestro lenguaje psicológico distinto.

La cuestión se reduce en todo caso a qué lenguaje se usa para describir los hechos. Se puede usar un lenguaje puramente científico o un lenguaje elaborado con imágenes mitológicas que no se ajusta a la estricta realidad comprobable sino que deja espacio para lo incomprensible. Un lenguaje que trabaja con el “nada más que” nos cierra la realidad más que nos la abre. El decir, por ejemplo, que los demonios no son “nada más que” tendencias de la voluntad, reduce la realidad a lo fijo, a lo ya conocido y nos limita el campo de investigación de lo desconocido.

¿Es que acaso conocemos perfectamente el misterio de los pensamientos y de las pasiones? ¿Conocemos realmente lo que son las emociones y los complejos? En las páginas que siguen nos vamos a ocupar no tanto de la creencia o no creencia en los demonios como de los fenómenos que los monjes han descrito como tales demonios y con los que tanto entonces como ahora nos tenemos que enfrentar.

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NATURALEZA DE LOS DEMONIOS

La doctrina sobre los demonios de los antiguos monjes es una enseñanza sobre la práctica, no es una teoría. La recta relación con los demonios es más importante que la especulación sobre su naturaleza y su esencia, aunque naturalmente encontremos algunas observaciones sobre su naturaleza.

Los demonios eran oringanalmente ángeles. Sin embargo, al caer, al apartarse de Dios se convirtieron en algo malo. Ahora, en el estado actual intentan seducir a los hombres y conducirlos al mal. Evagrio registra tres categorías de seres racionales: los ángeles, los demonios y los hombres. A cada uno de estos órdenes le corresponde una fuerza espiritual: el nous (espíritu) a los ángeles, el thymos, a los demonios y la epithymia (deseos) a los hombres. Thymos es la parte emocional del alma, la parte excitable, la parte en la que aparecen las vehementes emociones como la ira, el odio, la envidia. El demonio se caracteriza por un predominio del thymos, por la confusión y desorden de la parte irascible del alma. La ira ciega que se enfurece contra los demás, es para Evagrio una imagen de la esencia del demonio. En una ocasión llega identificar al demonio con una persona poseída por la ira y la indignación.

“Ningún vicio entrega tanto al demonio como la ira puesto que pone en conmoción la parte emocional del alma ... No creas que el demo-nio es otra cosa que el hombre llevado por la ira”.

Los antiguos monjes atribuyen a los demonios también un cuerpo aunque algo más leve que el de los hombres. Se compone fundamentalmente de aire. El aire es además el ámbito donde están los demonios. En él se pueden mover más rápidamente que los hombres porque vuelan. Son fríos como el hielo. Normalmente son para nosotros invisibles, pero pueden adoptar determinadas formas de manifestación- No pueden convertirse en cuerpos como los ángeles pero pueden tomar formas y colores de cuerpo y presentarse como cuerpos humanos o algo semejante. Pueden hacerse oír como voces.

El punto de contacto entre la posibilidad de conocimiento humano y los demonios es la fantasía. Los demonios excitan en nosotros las imágenes de la fantasía. En el sueño por los ensueños. Y puesto que los demonios tienen un cuerpo, están unidos a los objetos corporales y a través de ellos actúan en la fantasía. Crean representaciones de cosas visibles en el alma que unidas a la emoción y conmoción, como thymos en el fondo del ser, produce fuertes emociones. También apoyándose en nuestros recuerdos emociones que pueden

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impulsarnos en la dirección que ellos buscan. El método más común que usan para influir sobre nosotros es el de los malos pensamientos. Frecuentemente los demonios son identificados con los malos pensamientos, ya que no es siempre posible distinguir si los pensamientos son el mismo demonio o provocados por él.

La lucha contra el demonio consiste principalmente en luchar contra los propios pensamientos, pensamientos cargados de afectividad y que no son puramente intelectuales. Así Evagrio atribuye sólo a los demonios los pensamientos teñidos de emocionalidad; distingue pensamientos angélicos, demoníacos y simplemente humanos. Los pensamientos que nos inspiran los ángeles exploran las cosas, el porqué han sido creadas, para qué sirven, cuál es su esencia y cómo pueden ser símbolos. Los pensamientos simplemente humanos pueden solamente presentar al espíritu la forma de una cosa. Y los pensamientos que vienen del demonio contemplan las cosas siempre con pasión y emoción. Así, por ejemplo, cómo se pueden poseer las cosas, qué placer proporcionan y si pueden dar gloria y honor.

Los demonios son astutos, bloquean, mienten y engañan. Comparados con los ángeles son menos inteligentes. No pueden penetrar con su mirada el fondo de las almas de los hombres sino que su conocimiento depende de las apariencias de la conducta y a través de ella comprenden la situación del alma humana: ven la actitud corporal, la voz, los movimientos. Sin embargo asombran a los hombres cuando pueden prever lo que les sucederá, su conducta. Antonio explica esta capacidad por la levedad de su cuerpo. Así, si unos hermanos se ponen en camino para visitarnos, los demonios se adelantan y nos previenen de su llegada. Esto para Antonio no es nada infrecuente:

“Este adelanto lo podría hacer también alguien que fuese a caballo porque iría más deprisa que los caminantes. No hay por qué asom-brarse. Pero de lo que va a suceder después no saben los demonios nada de antemano. Sólo Dios sabe antes lo que sucederá. Los demo-nios, en cambio, anuncian como ladrones lo que ven mientras corren delante”.

Los demonios pueden dominar a un hombre que esté poseído. Le producen enfermedades como esquizofrenia, epilepsia, locura e histeria. Las historias de los monjes narran distintos síntomas de enfermedades psíquicas que atribuyen a los demonios. Un monje se como sus excrementos (coprofagia), otro se rasca hasta hacerse heridas. Otros son zarandeados de aquí para allá y algunos impulsados al suicidio.

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Si se investigan más de cerca las afirmaciones de los monjes sobre los demonios se perciben intentos de aclarar los fenómenos. No se trata de definiciones y no intentan comprender exactamente, conocer, lo que los demonios sean realmente. Los monjes lo que hacen es expresar en su lenguaje mitológico realidades psíquicas.

Si ahora nosotros confrontamos estas afirmaciones de los monjes con lo que dice C. G. Jung como psicólogo sobre los demonios no significa esta comparación que los demonios sean otra cosa que factores psíquicos. Jung intenta, como empírico, penetrar en los mismos fenómenos que los monjes han descrito desde su doctrina de los demonios. Ambos intentos de acercarse a la realidad, deben ponerse uno al lado del otro, simplemente, sin dar un juicio sobre cuál de las tentativas ha aclarado mejor la realidad. De esta comparación puede resultar que la realidad que intentamos describir tanto en lenguaje científico como mitológico puede ser presentada pero nunca captada plenamente.

Jung trata de los demonios relacionándolos con su doctrina de los complejos autónomos y de la proyección. Proyección es “una inconsciente – esto es no percibida ni clara – transferencia de una situación anímica subjetiva a un objeto exterior”. En la medida en que los propios deseos o emociones los trasladamos a otro no vemos en ese otro la realidad. Nos dejamos engañar por la propia proyección y somos dominados por ella. Este hecho fue descrito por los antiguos como engaño del demonio. De manera semejante se entendió la acción de proyecciones extrañas como algo demoníaco. Cuando otros lanzan sobre nosotros sus proyecciones nos presionan con una fuerza que apenas podemos sustraernos de ellas. Las proyecciones son como una especie de proyectiles disparados por un hombre malo y que nos enferman.

M. L. Von Franz, discípula de C. G. Jung escribe lo siguiente a propósito de estas acciones negativas de las proyecciones de otros sobre nosotros:

“Tan pronto como una persona proyecta sobre otra un trozo de sus sombras incita al venenoso contenido de lo dicho. Las palabras, que son como proyectiles contra el otro, (agudezas, pullas) simbolizan el torrente anímico negativo que dirige el proyectante contra el otro. Cuando se es blanco de las proyecciones negativas de otro se siente un odio hacia el otro casi físico como ante un proyectil”.

Las proyecciones propias nos arrastran con su fuerza. Las proyecciones extrañas sobre nosotros como malos espíritus. La causa de las proyecciones es para Jung los complejos a los que define como:

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“La imagen de una determinada situación psíquica que está acen-tuada emocionalmente de forma fuerte y que se manifiesta como in-compatible con las situaciones o enfoques normales de la concien-cia. Este cuadro está fuertemente cerrado, posee su propia totalidad y posee además un relativo grado de autonomía”.

En el comienzo de un complejo hay un contenido sentimental acentuado; un contenido cuya sola mención desencadena en nosotros fuertes emociones que habíamos eliminado de nuestra conciencia. Un complejo nos coloca “en una situación de compulsión de pensamientos y de acción”. El complejo es relativamente autónomo. En los sueños, los complejos se presentan personalizados. Por eso Jung comprendió que los demonios de los antiguos fueran considerados como seres independientes. Se nos presentan frecuentemente como personas; para Jung son trozos de las psyche separados y, puesto que son inconscientes, pueden tener un señorío sobre el YO. Jung describe esto como identidad del complejo y afirma:

“Esta idea absolutamente moderna tenía en la Edad Media otro nom-bre: entonces se llamaba posesión. Esta situación no es indiferente pues no hay ninguna diferencia entre una posibilidad de complejo y la tremenda blasfemia de un poseído. Sólo hay diferencia de grado”.

Jung llega a pensar que los antiguos no sólo no habían psicologizado los complejos perturbadores sino que al designarlos como seres independientes, es decir, como demonios, habían determinado mejor su contenido que los intentos modernos de describirlos diciendo: “Yo tengo un complejo”. Porque en realidad es el complejo el que nos tiene a nosotros. Al despojar al complejo de su autonomía y descubrirlo como actividad propia, aparece la angustia ante su destructora acción. Cuando los antiguos hablan de posesión describen la acción del complejo exactamente. Reconocen con ello que el poseído:

“No es exáctamente un enfermo sino que sufre una influencia espiri-tual invisible de la que no puede ser en ninguna manera señor. Este invisible “algo” es el llamado complejo autónomo, un contenido in-consciente que se sustrae a la captación de la voluntad consciente”.

Jung distingue dos complejos diferentes: el complejo del alma y el complejo del espíritu, Jung añade al complejo del alma el inconsciente personal que surge por la represión de contenidos que son excluidos por principios morales o estéticos del ambiente. El complejo del alma debe ser integrado por el hombre. El daño de un complejo del alma se experimenta como enfermizo.

El complejo del espiritu aparece cuando irrumpen determinados contenidos en la conciencia provenientes del incosciente colectivo.

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El hombre siente el complejo del espíritu como algo extraño e incómodo y, a la vez, fascinante. Tan pronto como un contenido de éstos es alejado de la conciencia, el hombre se siente aliviado. En el complejo del espíritu algo extraño llega hasta nosotros. Raros e inéditos pensamientos nos sorprenden, el mundo se trasmuta y se siente uno amenazado, atacado.

En el complejo del espíritu no queda otra opción que la de apartarlo del ámbito del sujeto. Esto lo expresaban los antiguos diciendo que había que arrojar a los demonios. Franz ha hecho la experiencia: en algunos demonios. Franz ha hecho la experiencia: en algunos pacientes, no hay otra solución para resolver el encuentro con el diablo interior que la huida.

“Solamente se puede aconsejar al paciente que se mantenga alejado de las zonas y situaciones que puedan favorecer el complejo... Ante determinados poderes oscuros en el propio interior solamente se puede huir o en todo caso mantenerse a distancia”.

Jung señala la íntima unión que hay entre el complejo y el afecto.

“Todo afecto encierra la inclinación a convertirse en complejo autó-nomo, separarse de la jerarquía de la conciencia y, a ser posible, a arrastrar al YO tras sí”.

Jung recuerda la experiencia que se tiene cuando alguien se deja llevar por expresiones no meditadas. Entonces se dice que se ha dejado llevar por la lengua, con lo cual se expresa claramente que su hablar se ha convertido en un ser independiente que ha arrastrado al sujeto y se lo ha llevado. Por eso es natural que los antiguos vean en ello la actividad de un espíritu, de un demonio. Y que el demonio sea la imagen de un afecto independiente, de un afecto personificado.

Aunque las exposiciones de Jung nos llevan de nuevo a la doctrina de los demonios de los antiguos monjes hay que saber distinguir. Jung trata sobre todo del fenómeno de la posesión, esto es de una enfermedad. También los antiguos monjes ponen en relación la posesión con los demonios. Sin embargo, para ellos no es éste el principal fenómeno. Jung es médico y, como tal, se esfuerza por curar al enfermo. Pero para el monje la curación del poseído es la consecuencia de una justa relación con el demonio. Para los monjes se trata en la lucha contra el demonio de la cotidiana confrontación con el mal, de la conducta ante la prueba y la tentación. Los demonios son imágenes de los contenidos inconscientes que intentan arrastrar al hombre a su torbellino. En la medida en que los monjes proyectan en contenido negativo del inconsciente en la figura del demonio, crean la posibilidad de evitarlo. Colocan fuera el inconsciente, lo nombran y así se pueden defender de él. En este

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sentido, la confrontación con los demonios es una forma eficaz de sortear el inconsciente, sobre todo en lo referente a los afectos y emociones. La proyección de las realidades interiores en los demonios libera cosas y personas de la prisión.

Los monjes intuyen con su doctrina sobre los demonios el mecanismo por el que nosotros proyectamos nuestros propios deseos y emociones en los otros. No es culpable el prójimo que nos molesta, sino un demonio que, por medio del prójimo y su conducta impertinente, quiere molestarnos para mantenernos en el afecto negativo.

Hablando de los demonios, los monjes dan razón de la seriedad y multiplicidad de la amenaza del mal sobre nosotros. No se vence al mal con un poquito de buena voluntad. El mal viene hasta nosotros como demonio refinado y con técnicas muy sutiles. Si el hombre se abre a su propia realidad se siente atacado y puesto en peligro por el abismo e impenetrabilidad del mal.

Esta experiencia la expresan los monjes cuando describen la amenaza de los “demonios malos”. Aquí no es la idea lo decisivo, sino el fenómeno, que la idea, o mejor la imagen, del demonio quiere indicar. Por último, se trata en la doctrina del demonio de una advertencia para que tengamos una recta relación con el mal. Más importante que conocer la esencia de los demonios lo que se ventila es el saber sus técnicas.

TÉCNICA DE LOS DEMONIOS

Los demonio luchan de distintas maneras con los hombres. La forma de esta lucha depende de las circunstancias de cada cual:

“Con las gentes del mundo, los demonios combaten más bien a pro-pósito de cosas. Con los monjes a propósito de pensamientos. Debi-do a la soledad, los monjes carecen de cosas. Como es mucho más fácil pecar con los pensamientos que con actos, la luch contra los pensamientos es más difícil que contra las cosas. La inteligencia es fácilmente movible y difícil de gobernar en lo que se refiere a las imágenes ilícitas de la fantasía”.

Evagrio nos da con estas palabras dos técnicas fundamentales distintas: la lucha por las cosas, por la renuncia a los bienes del mundo exterior, y la lucha en el ámbito de los pensamientos y de las imágenes de la fantasía.

Sobre cómo se presenta la lucha con las cosas nos dice Anastasio:

“Cuando Antonio se decidió por el camino del desierto los demonios quisieron impedirselo y le prsentaron, en primer término, una gran cantidad de plata en el camino. Antonio reconoció en la plata la ten-

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tación y argucia del enemigo malo. Maldijo la plata y al momento desapareció. Sin embargo, al poco, percibió en el camino oro. Ahora no se trataba de una apariencia sino de verdadero oro. Pero Antonio no se dejó detener en su propósito. Pasó sobre todo aquello “como sobre fuego” y corrió para sustraerse de la tentación”.

Las cosas exteriores pueden ser para el hombre una tentación. Por el dinero el demonio tienta la codicia del hombre. El dinero, en cuanto dinero, no es en sí malo, pero los sentimientos que el dinero despierta en el hombre pueden convertirse por obra del demonio en codicia. Algo semejante ocurre con las otras cosas. Si a alguien le ocurre una desgracia, si se le rompe una parte del cuerpo, se considera como algo normal; pero la reacción ante el hecho puede ser dirigida por el demonio. Si se reacciona con ira, el monje ve en ello al demonio de la ira que le tienta. Si alguien tropieza con algún impedimento en el camino, puede que lo haya puesto un demonio para ponerme en un estado de ánimo enojado o para impedirme algún propósito. Las cosas no son demoníacas, pero pueden provocar en mí reacciones que rompan mi equilibrio y que me impulsen en determinada dirección de pensar o de obrar. Un apotegma de los Padres muestra como puede influir el demonio mediante las cosas exteriores en los hombres.

“El abba Niketa contaba de dos hermanos que habían venido juntos para llevar una vida común. Uno de ellos se propuso lo siguiente: “Si mi hermano desea alguna cosa, yo lo haré”. Por su parte, el otro pensó: “Yo haré la voluntad de mi hermano”. Vivieron muchos años en una gran armonía. Cuando el enemigo vio esto decidió separar-los. Se puso delante de la puerta y se mostró a uno como paloma y al otro como corneja. Entonces uno dijo: “Mira la paloma”. Y el otro repuso: “Es una corneja”. Y empezaron a discutir acalorándose tanto la disputa que llegaron hasta la sangre para alegría del enemigo ma-ligno. Se separaron. Después de tres días, volviendo sobre sí mismo, reflexionaron y se echaron el uno a los pies del otro y cada uno de ellos concedió que se trataba de un pájaro lo que habían visto. Reco-nocieron la tentación del diablo y permanecieron inseparables hasta el fin”.

Siempre es decisiva la reacción del hombre ante los acontecimientos externos. Cuando reaccionamos pasionalmente nos dejamos influir por un demonio. Cuando vemos las cosas a la luz de nuestros propios deseos y emociones, cuando arrojamos sobre las cosas nuestras proyecciones, entonces son los demonios los que actúan y nos atrapan a través de las cosas. Pero si las cosas y las contrariedades exteriores las consideramos a la luz de Dios, como viniendo de Dios y proyectadas por Dios y consentidas por Dios, entonces todo puede servir para salvación.

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Además de objetos y acontecimientos, los demonios utilizan también a las personas. A este propósito dice Evagrio:

“A los solitarios, los demonios les combaten directamente; pero contra aquellos que viven en monasterios y conventos y se ejercitan en las virtudes, movilizan a los hermanos poco diligentes. Esta lucha es, sin embargo, más leve que la otra pues no hay en la tierra nin-gún hombre tan cruel como los demonios”.

También nuestra reacción tiene su papel, pues si somos atacados por un demonio y nos dejamos llevar por el enojo y la ira en lugar de aceptar al otro tal como es los resultados son distintos. Si adoptamos la segunda actitud mantendremos el equilibrio y el otro, el prójimo, no nos “atacará”.

Los demonios combaten a los monjes especialmente con los pensamientos. Los pensamientos son imágenes que el entendimiento forma con objetos del mundo exterior. Los demonios no pueden producir por sí mismos pensamientos en los hombres sino que solamente influyen mediante la nueva presentación de cosas o personas percibidas anteriormente. Evagrio explica así:

“Todos los pensamientos demoníacos introducen en el alma repre-sentaciones de objetos ya percibidos. El intelecto que ha conservado la impresión mantiene en sí la forma de ese objeto. Así el intelecto reconoce por el objeto al demonio que se le aproxima. Si, por ejem-plo, aparece en mi espíritu el rostro del hermano que me ha moles-tado o herido, es una señal de que soy tentado por el pensamiento de la amargura. Si se piensa en riquezas y honores, entonces se hace patente el objeto que nos acosa. Si se piensa en riquezas y ho-nores, entonces se hace patente el objeto que nos acosa. Igual suce-de cuando se trata de otros pensamientos: siempre será en el objeto donde has de descubrir qué demonio hay y qué te presenta la ima-gen”.

Los demonios pueden influir en la clase de cosas o personas que aparecen en nuestro espíritu. Si nos preguntamos por qué precisamente pensamos en tal o cual acontecimiento no podemos dar una respuesta exacta. Y es que el pensamiento aparece simplemente en nosotros. Muchos pensamientos aparecen en nosotros áridos, opacos, y engendran situaciones de ánimo enojosas e irritantes. Para Evagrio esto es siempre una señal de que un demonio nos ha conducido a estos pensamientos; también piensa que no todos los pensamientos son engendrados por los demonios. Surgen también del mismo hombre. “Sin embargo los recuerdos que más allá de todo límite llevan a la ira o al deseo”, proceden del demonio. Aquí Evagrio hace una aclaración ante la difícil pregunta sobre el origen de nuestros pensamientos es decir, de dónde vienen.

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Los buenos y saludables los producen los ángeles. Los malos, los demonios. Los pensamientos influyen sobre el estado de ánimo y sobre toda la actitud del hombre. Por eso es importante conocer los pensamientos que se consideran y aquéllos con los que se lucha y se rechazan.

Una forma de pensamientos son los recuerdos. Precisamente por medio de los recuerdos de la vida pasada puede el demonio hacer caer a muchos. Despierta por los recuerdos antiguos sentimientos y ocupaciones. Un recuerdo teñido emocionalmente tiene su fundamento en una experiencia fuertemente emotiva del pasado:

“Si recordamos algo con pasión (emocionalmente) ya hemos acepta-do también la pasión pasada. Y al revés, lo que aceptamos apasiona-damente lo recordamos de nuevo con pasión (empatía)”.

Experiencias que despiertan fuertes emociones en los hombre actúan destructivamente, en el caso de que se sepa elaborarlas. Los dmeonios mantienen abiertas las heridas del pasado y continúan despertando con el recuerdo las dañosas emociones, sobre todo la amargura, la tristeza y el desaliento.

Los demonios usan en la lucha contras los hombres imágenes de la fantasía y del ensueño, visiones y alucinaciones. Depende de qué parte del alma ataquen. Si atacan la parte concupiscible, forjan un espejismo de copiosas comidas o de mujeres desnudas. Cuando el combate se libra en el campo de las emociones aparecen bien en el sueño o en la vigilia las imágenes de serpientes, leones y escorpiones. A veces orquestan un infernal estrépito para aterrorizar y producir angustia. Atanasio cuenta lo siguiente de Antonio:

“Tal era el estruendo que durante la noche hacían los demonios que parecía que todo el lugar se estremecía. Parecía como si los demo-nios fueran a romper y a atravesar los cuatro muros de la pequeña estancia. Después se convertían en figuras de fieras salvajes y ser-pientes. Frecuentemente se llenaba la estancia con apariciones de leones, osos, leopardos, toros y culebras, víboras, escorpiones y lo-bos”.

El ensueño es para los demonios su puerta de entrada favorita. Las imágenes que surgen en el sueño producen efectos ulteriores. Si los demonios representan la imagen de un grupo de amigos, francachelas con los parientes y mujerío durante el sueño, el hombre al día siguiente se encuentra enfermo en la parte concuspicible de su alma, mientras dura la fuerza de la pasión. Mediante las imágenes de bestias feroces el alma se torna temerosa y angustiada. Estas imágenes son causa a veces de palideces y de decaimientos. De Antonio se cuenta que le golpearon los demonios hasta dejarlo medio muerto y que quedó sin poder moverse. En

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cuanto a la acció n en el cuerpo está claro que los demonios no inducen a pensamientos inofensivos sino que son una fuerte realidad psíquica. Los fenómenos que los monjes describen como obra de los demonios son conocidos por la psicología. Los complejos psíquicos tienen tendencia a la somatización.

En la literatura monástica se registran también otras técnicas demoníacas.

“Cuando los demonios en su lucha contra el monje se sienten débi-les, se retiran un tiempo y observan cuál es la virtud que en ese tiempo se descuida. Después se precipitan de nuevo para hacer pe-dazos a la pobre alma”.

Los demonios averiguan las partes débiles de una persona, sus inclinaciones y dependencia, para reforzarlas sin que el interesado lo note. Y así lo conducen imperceptiblemente a su destierro. Los demonios se esconden tras pensamientos, inclinaciones y necesidades. El mal se enmascara inocentemente como pequeñas debilidades o como inclinación. Y así el hombre puede quedarse ciego para la realidad y ciego ante su propia verdad.

Los demonios observan a los monjes. No les es posible ver directamente en las almas, lo que está reservado sólo a Dios. Sin embargo pueden conocer lo que sucede en el hombre a través de las palabras, las actitudes corporales y la conducta exterior. Por eso tienen muy en cuenta la expresión del rostro para ver si denuncia ira, irritación o tristeza. Miran atentamente a dónde se dirige el hombre, hacia qué personas, hacia qué acontecimientos. Observan la forma y manera de sentarse, estar de pie o caminar. Nuestras miradas pueden denunciar a los demonios nuestros afanes, nuestra manera de andar les hace patentes nuestra indiferencia o nuestro enervamiento. Nuestro gesto y nuestra actitud corporal no son algo sin importancia para nuestra vida espiritual.

Para Evagrio, estas manifestaciones son puertas para la irrupción de los demonios. Nuestro hablar, nuestras maneras, nuestra actitud corporal nos llevan en una determinada dirección. Si no prestamos atención a todo esto podemos ser conducidos, sin darnos cuenta a un encarcelamiento interior. En nosotros se instala aquello que expresa nuestro cuerpo hacia el exterior. Y la negligencia en nuestras manifestaciones nos desliza progresivamente hacia una falta de conformación interior y a un vacío. Si no miramos con lupa crítica nuestras palabras y nuestros gestos entramos poco a poco en la desidia interior; pensaremos que nuestra inteción es noble y no nos daremos cuenta de que se ha instalado en nosotros una actitud negativa.

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Otra técnica de los demonios es la de no reconocer límite alguno o sentido de la medida. Incitan a los monjes a una exagerada ascética para así desalentarnos. Les incitan a desmedidos ayunos para debilitar el cuerpo y que no puedan ayunar más. A alguno lo desorientan en medio de la noche para que rece y no lo dejen dormir; tensan el arco para que no puedan cumplir con su deber. Poimen lo dice con toda claridad: “Todo exceso, del demonio procede”.

La desmesura de los demonios se hace patente también en que no tienen en cuenta las circunstancias en las que se pueden tener determinados comportamientos. No tienen ninguna discretio. No saben reconocer cuándo la regla acostumbrada ha de adadptarse a las circunstancias. Aconsejan a los enfermos seguir ayunando. Aconsejan a destiempo lo que hay que hacer y por ello no aprovecha. Someten a los hombres con duros preceptos sin tener en cuenta su situación. Obligan a alguno a hacer votos ascéticos sin preocuparse de las circunstancias para perseverar. Quieren hacer de los monjes cruzados de principios testarudos, ciegos para el momento oportuno incapaces de saber rehusar y admitir prudentemente, dejándolos clavados en una regla inflexible. Así desaprovechan lo bueno y conducen al monje a un callejón sin salida en donde se pierde la medida humana y se está invadido de preceptos sin vida.

Otra técnica muy extendida de los demonios es sembrar discordias entre los hermanos. Dejan correr un mal juicio sobre el hermano o simplemente siembran un rumor impertinente. Los monjes saben que hurgar en la mancha del otro hace ciegos para las propias faltas. Así se favorece la acción de los demonios. Se sucumbe a la astucia de los demonios en tanto en que se cree que es bueno tener que criticar las faltas de los otros, cuando lo que se hace es proyectar las propias faltas; así desaparecen de nuestra vida las propias faltas.

Lo que hoy llamamos evasión en la enfermedad, los monjes lo consideraban como obra de los demonios. Los demonios intentan apartar la buena conducta del monje mediante la pusilanimidad y la debilidad:

“Es bueno cuidar la paz del corazón. Un hombre sensato ejercita la serenidad del corazón. Grande es ciertamente el cuidado de la paz del corazón tanto para la virgen como para el monje. Especialmente para los jóvenes. Pero advierte: cuando el propósito es la paz del co-razón, inmediatamente viene el maligno y agobia al alma con pusila-nimidad, falta de valor y pensamientos vagos. También atosiga al cuerpo con debilidad, decrecimiento de la tensión de las fuerzas, flo-jedad en las piernas y de todos los miembros y así quiebra la fuerza

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del alma y del cuerpo. Y ... “como estoy enfermo no puedo ir al ofi-cio”. Pero si estamos vigilantes todo se resuelve. Había una vez un monje que cuando quería ir al oficio le sobrevenían escalofríos y temblores febriles y sentía una tensión en la cabeza. Se decía a sí mismo: “Estoy enfermo y puede ser que me muera. Voy a reaccionar antes de que me muera y voy al coro”. Con este pensamiento se obligó a sí mismo y fue al oficio. Al terminar, la fiebre había cesado. Siempre mantenía este pensamiento en el coro y así superó las ten-taciones”.

Evagrio distingue la técnica de los demonios con los jóvenes y la seguida con los mayores. Con los jóvenes los demonios actúan sobre las pasiones corporales, sobre los impulsos de la parte concupiscible del alma. Con los mayores, por el contrario, se aplican sobre todo a la parte emocional del alma, mediante las pasiones anímicas, en las emociones como la ira, irritación, mal humor, tristeza y desánimo. De ahí que la tarea para los jóvenes sea embridar y domiar los impulsos. Por su parte a los mayores se les pide que pongan orden en sus emociones y no se dejen llevar de aquí para allá por sus estados de ánimo. La tarea de los mayores la considera Evagrio esencialmente más difícil.

Esta idea en la terminología de Jung significaría que el hombre en la primera mitad de la vida debe dirigir la energía de sus impulsos por derroteros rectos. La regulación de los impulsos se ve dificultada por experiencias negativas tenidas en la infancia. De ahí que la integración de los impulsos sea siempre acabamiento o maduración simultánea del inconsciente personal y dominio de la propia historia vital. En la segunda mitad de la vida se trata de la integración del inconsciente colectivo. Para el varón, en primer término, es la integración de su anima que se manifiesta precisamente en sus estados de ánimo y sus humores. También Jung considera esta tarea esencialmente más difícil que el dominio de los impulsos.

Lo que los monjes describen como técnica de los demonios pone en evidencia su experiencia psicología. Saben con qué mecanismos de la psique humana y por qué sutiles caminos los demonios buscan dominar a los hombres en los pensamientos, estados de ánimo y pasiones. Los acontecimientos secretos del alma humana se pueden aclarar por la acción de los demonios. Los monjes son del parecer que los pensamientos y emociones exteriores abalanzándose sobre ellos, buscan hacerles violencia. Esta experiencia la confirma la actua Psicología. Jung remite a nuestro lenguaje cotidiano. También nosotros decimos: “¿Qué demonios le ha pasado?” o, “tiene el demonio en el cuerpo”. Estas expresiones verbales indican que experimentamos la acción del complejo inconsciente como viniendo

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de un ser independiente que nos infunde desde fuera pensamientos y emociones.

Cuando los monjes hablan de los demonios quieren describir la realidad tal como la han experimentado. Para esta descripción disponían como instrumento de un lenguaje en el que no se distinguía todavía lo conceptual y lo imaginativo sino que estaban unidas la idea y la imagen, la palabra y el símbolo. Si nosotros hoy comprendemos sus descripciones como imágenes de una experiencia real tendremos una ayuda para comprender y tratar nuestras propias experiencias. Pero si abandonamos el ámbito de la experiencia e intentamos comprender científicamente a los demonios entonces todo se confunde. Y es que no aclaramos más nuestras experiencias con nuestros pensamientos y emociones sino que creamos nuevos seres y miedos ante estos seres independientes. Pensamos que estos seres se pueden encontrar incluso en todas partes como objetos de nuestro mundo exterior. Construimos así unos “superseres” cuanto más horribles más interesantes. Y con ello hemos dejado de comprender rectamente lo que los monjes nos quisieron decir con su doctrina sobre los demonios.

Precisamente el hecho de que los monjes hablan tan matizadamente de los demonios, que a veces los identifiquen con pensamientos y pasiones, que a veces los describan como padres de los pensamientos y de las pasiones, indica que no se trata de la esencia de los demonios sino de su acción, y en última instancia, del fenómeno psíquico. La doctrina monástica sobre los demonios describe y explica lo que sucede en el alma humana cuando se pone en busca de Dios y nos dice cómo se siente amenazada por diversas tentaciones que buscan separarla de Dios y también de su propia salud.

CLASES DE DEMONIOS

Los monjes distinguen diversas clases de demonios. El criterio para su discernimiento lo suministra la llamada cautela ante los vicios. Esta doctrina cautelar es un interesante capítulo de la psicología monástica. Fue desarrollada sobre todo por Evagrio Póntico y Casiano, pero también aparece en Clímaco, Máximo el Confesor y otros.

Se distinguen ocho vicios: gula, lascivia, codicia, tristeza, ira, acedía, afán de gloria y orgullo. Evagrio atribuye cada uno de estos vicios a un demonio. Los demonios son determinados por su función. No todos provocan los mismos pensamientos sino que uno incita a la codicia, otro al orgullo. Además los demonios se distinguen por su

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modo de obrar. Unos son ligeros y atacan de repente, como el de lascivia. El demonio de la ascedía es, por el contrario, pesado y oprime el alma poco a poco y cada vez más fuertemente.

La articulación de los ocho vicios se apoyan en la división tripartita del alma según Platón. Los tres primeros vicios se sitúan en la parte concupiscible (epithimia), los tres siguientes en la parte excitable o emocional (thymos) y los dos últimos en la parte espiritual (nous). Los tres primeros son impulsos fundamentales. Podrían hacerse corresponder con la fase oral, anal y edíptica del desarrollo de la primera infancia. Estos impulsos pertenecen a la naturaleza humana y no se les aparte fácilmente. La tarea consiste en integrarlos dándoles su justa medida. Los tres siguientes son estados de ánimo negativos más difíciles de dominar. No se dejan dominar como los impulsos. El trato correcto con ellos exige un equilibrio anímico y una madurez interior que sólo se alcanza mediante una leal confrontación con los pensamientos y estados de ánimo y una apertura incondicional para con Dios. Aún son más difíciles de vencer los dos últimos vicios puesto que el espíritu es menos dominable.

Evagrio habla de diversas maneras sobre los ocho vicios. Habla de impulso y estados de ánimo, o pensamientos de codicia o de ira, al igual que otras veces habla del demonio de la codicia, del demonio de la ira. Así personifica al vicio. Es como algo independiente que está en frente. Es un demonio que tienta y que quiere introducir en un impulso una emoción o una obcecación espiritual . cada uno de los ocho demonios tiene su propia técnica. La identificación de los demonios con los ocho vicios muestra de nuevo que Evagrio no trata en su doctrina de fenómenos extraordinarios como la posesión sino que le interesa la confrontación con lo oscuro y malo que cada cual registra en sí. Esto lo hace para alentar en la luch contra las actitudes interiores defectuosas que quisieran fijarse en nosotros e impedir nuestra autorrealización y apertura a Dios. Evagrio describe cada uno de los ocho demonios que está detrás de las ocho vicioes.

EL DEMONIO DE LA GULA “El pensamiento de la gula lleva al monje a un rápido fracaso de su ascética. Le pone ante los ojos obsesivamente su estómago, su híga-do, su bazo, hidropesía o una larga enfermedad y la necesidad de un médico. Piensa frecuentemente en algún hermano que ha sufrido se-mejante males. A veces, para eludir y dispensarse de su propia asce-sis, pide a los hermanos enfermos le cuenten lo que les ha pasado para atribuirlo todo a la ascética que practicaban”.

El demonio de la gula no tienta aquí en el punto de comer desmedidamente. Presenta tan sólo motivos aparentemente

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razonables que argumentan contra el ayuno. El demonio es demasiado sutil como para tentar con un vicio tan primitivo como el de la gula. Su método es el de racionalizar. Fundamentos razonables ocultan necesidades y deseos que hay detrás. Así el demonio se esconde detrás de la razón para no tener que presentarse ante el monje abiertamente como nocivo y malo. Evagrio ha penetrado claramente este mecanismo de la racionalización.

EL DEMONIO DE LA LUJURIA“El demonio de la lujuria incita a desear diversos cuerpos. Ataca cruelmente a los continentes para que abandonen su continencia hasta que no la cumplan en absoluto. Mancha el alma e induce a la acción torpe. Deja caer ciertas palabras y luego oírlas de nuevo como si el objeto estuviera presente y visible”.

El demonio de la lujuria actúa sobre todo en la fantasía a la que llena de imágenes y pensamientos impuros y de esta manera oscurece el entendimiento. Ataca al monje de repente como viniendo de un cielo tranquilo y despierta en poco tiempo una fuerte pasión. Especialmente tienta al monje durante la noche. Sobre todo Evagrio dice algunas veces que el demonio de la lujuria afecta directamente al cuerpo y lo conduce a la combustión.

EL DEMONIO DE LA CODICIA “La codicia sugiere al alma el sentimiento de la vejez, la incapacidad para trabajar, un hombre a la vista, posibles enfermedades, la amar-gura de la pobreza y la vergüenza que conlleva. Y todo esto es para conservar lo necesario”.

Tampoco aquí presenta el demonio el deseo de una manera de vivir directa sino que pone como excusa diversos motivos que quieren combatir la pobreza y la prodigalidad. No incitan los demonios los instintos sino que combaten los resortes que los pueden dominar al describirse y representar los peligros que pueden venir. Los pensamientos que el demonio de la codicia sugiere producen angustia y pusilanimidad, privan del empuje interior para reprimir los impulsos y llevarlos por buen camino. Como no se ninguna motivación para esforzarse o reprimirse se cae inconscientemente en el vicio de la codicia. Se es víctima derrotada del demonio de la codicia porque están corroídos los fundamentos para luchar contar los impulsos que llevan a ella. Quien haya tratado a un drogadicto y oído sus argumentos comprueba la exactitud de las observaciones de Evagrio. También aquí para justificarse, se ponen en cuestión, con aparentes fundamentos razonables, los verdaderos motivos. Pero, en realidad, tras esos fundamentos yace la infantil necesidad de poseer cada vez más. Porque no se ha aprendido de niño a

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renunciar y a adaptarse a la realidad, se ve uno dominado por el impulso o, como dice Evagrio, puesto en jaque por el demonio de la codicia. Según Freud es imprescindible para adaptarse a la realidad un cierto rechazo del instinto.

EL DEMONIO DE LA TRISTEZA“La tristeza aparece unas veces por la frustración de los deseos y otras como consecuencia de la ira. Si es por la frustración de los de-seos sucede lo siguiente: en primer término vienen unos pensamien-tos que hacen recordar al alma la casa, los padres y el anterior modo de vida. y si ven (los demonios) que el alma, en lugar de poner resis-tencia, sigue esos pensamientos y en ellos se goza, se apoderan de ella y la sumergen en la tristeza puesto que lo pasado ya no es y en la vida presente ya no se puede dar. Cuanto más se ha disfrutado con los pensamientos del pasado tanto más desaliento y depresión se siente por los siguientes”.

La última causa de tristeza es para Evagrio una dependencia exagerada del mundo:

“Quien ama al mundo sufrirá muchas tristezas; pero quien desprecia las cosas de este mundo encontrará alegría en todo”.

Si en la vida se tienen grandes deseos, fácilmente se tienen decepciones y se cae en la tristeza. La tristeza estrecha el corazón humano, lo estrangula, mientras que la alegría lo amplía (diacheo y systello). Típico de la tristeza es también la dependencia del pasado. En él todo era mejor y más bello. La mirada hacia el pasado nos hace ciegos para el presente. No nos colocamos en la realidad sino que huimos al mundo de apariencias de un pasado idealizado. Y tan pronoto como hay que confrontarse con el presente nos enterramos en la tristeza. No nos dejemos en absoluto engañar por esto.

“La tristeza debilita el entendimiento que observa. Ningún rayo de sol atraviesa la profundidad de las aguas y la claridad de la luz no ilumina al corazón entenebrecido”.

EL DEMONIO DE LA IRA Estrechamente unida a la tristeza está la ira. Casiano coloca a la ira antes que a la tristeza y el mismo Evagrio trata a la ira antes que la tristeza y el mismo Evagrio trata la ira antes que la tristeza en su escritorio sobre los ocho espíritus de la maldad. A veces la tristeza hace brotar la ira. Evagrio describe así la ira:

“La ira es una pasión muy ardiente. Se la define como un encrespa-do movimiento de la parte emocional del alma contra quien ha he-cho una injusticia a otro o que como injusticia se considera. Amarga al alma durante todo el día y arrastra al entendimiento sobre todo durante la oración manteniendo el rostro del ofensro ante los ojos. Si

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dura mucho y se convierte en rencor, produce por la noche turba-ción, debilidad y palidez en el cuerpo y ataques de bestias feroces. Estas cuatro señales que siguen al rencor (resentimiento) van acom-pañadas de muchos pensamientos”.

La ira oscurece el espíritu del hombre y le priva de su claridad.

“Los pensamientos de un airado son crías de víboras venenosas y devoran el corazón que les ha dado vida”.

Las emociones vehementes sacan al hombre de sí y no le dejan ningún pensamiento. Obran morbosamente en el alma porque mediante estas emociones el inconsciente negativo con todas sus imágenes angustiosas, entra en la conciencia y le arrebata su señorío. El hombre queda abandonado a su afecto de tal modo que es manipulado y se deja arrastrar sobre todo a la vernganza. La ira impulsa a la venganza. Si no es posible la venganza se convierte en rencor, en un estado de ánimo duradero de descontento y enojo, o en tristeza. Si el monje no hace frente al afecto de la ira, es realmente devorado, como dice Evagrio o, en el lenguaje de Jung, el YO pierde su armadura, “esto es, que no puede defender su existencia frente a los ataques de los factores afectivos; es una situación que frecuentemente se registra en los comienzos de una esquizofrenia”.

EL DEMONIO DE LA ACEDÍA“El demonio de la acedía, llamado también demonio meridiano, es el más oneroso de todos. Ataca al monje hacia las cuatro y le asedia hasta las ocho. En primer lugar hace que el sol se mueva lentamente o que se detenga dando la impresión de que el día tiene cincuenta horas. Luego impulsa al monje constantemente a la ventana para mirar y saltar fuera de la celda, para observar el sol y comprobar si son más de las nueve y no viene ningún hermano. Este demonio in-culca una aversión al lugar donde se vive, así como al modo de vida. aversión al trabajo manual y aparece la idea de que el amor entre los hermanos ha desaparecido, que no hay nadie que le consuele. Si hay alguien que en estos días le ha molestado, el demonio usa a ese hermano para aumentar la animadversión. El demonio le hace tener nostalgia de otros lugares donde el monje podría fácilmente encon-trar lo que necesita y donde podría tener una forma de vivir menos pesada y más ventajosa. Le añade la sugerencia de que agradar al Señor no está ligado a ningún sitio. En todas partes, le susurra, pue-de ser adorada la divinidad. Continúa el tentador con el recuerdo de los parientes y del modo de vida anterior y le pinta cuánto dura la vida poniendo ante sus ojos las cargas de la ascesis. Pone, como dice, todas su baterías en movimiento para que el monje abandone su celda y huya del camino de su carrera. Después de este demonio

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no viene ningún otro. Un estado de inefable alegría invade al alma después de esta lucha”.

Para los antiguos monjes, el demonio de la acedía es el más peligroso. Tiene en sí casi todas las tentaciones y pensamientos. Mientras los otros demonios tocan sólo una parte del alma. Sofoca el entendimiento. Roba al alma toda elasticidad. No se tiene gusto por nada.

Casiano denomina a la acedía como tedio o angustia del corazón, cogoja interior. El desánimo interior lleva al sueño o a huir de la celda. Evagrio describe el comportamiento de una víctima de la acedía con humor muy logrado:

El ojo de un perezoso mira frecuentemente por la ventana y su es-píritu imagina al visitante. La puerta rechina y él salta; oye una voz y mira curioso desde la ventana, no se vuelve sino que mira fijamente con la boca abierta hacia fuera.

Durante el oficio de la lectura bosteza frecuentemente y el sueño le invade; se frota los ojos, estira las manos, aparta los ojos del libro y mira a la pared. Luego vuelve a mirar al libro, lee un poco, y se es-fuerza inútilmente por penetrar el sentido de las palabras. Cuenta las hojas y examina las letras. Le parece mal la escritura y la impre-sión hasta que por fin cierra el libro, lo pone bajo la cabeza y duerme no con sueño demasiado profundo pues el hambre despierta su alma y come”.

Gregorio el Grande enumera como consecuencias de la acedía la desesperación, desaliento, mal humor, amargura, indiferencia, somnolencia, aburrimiento, evasión de sí mismo, hastío, curiosidad, dispersión en murmuraciones, intranquilidad del espíritu y del cuerpo, inestabilidad, precipitación y versatilidad.

La acedía es la gran tentación para el solitario, el eremita. Para él es cuestión de vida o muerte. Todo se pone en cuestión, falta todo impulso interior, el corazón parece cada vez más enfermo, el alma se embrolla.

“El alma invadida por la amargura de la acedía enferma y sufre. Y un exceso semejante de sufrimiento le abandonan todas sus fuerzas. Su posibilidad de resistencia está a punto de abandonar la lucha ante un demonio tan poderoso. Ha perdido la cabeza y se comporta como un niño pequeño que llora sin motivo y grita dolorosamente como si no hubiese ninguna esperanza de consuelo”.

Todo el organismo espiritual se conmueve. El hombres se siente traspasado hasta el límite. Recae en comportamiento infantil y se compadece de sí mismo.

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André Louf califica la acedía como crisis necesaria por la que pasa el que se aparte tajantemente de toda distracción. “La acedía es una especie de sentimiento de vértigo ante el abismo que se abre entre el alma y Dios y la incapacidad de atravesar ese aspecto vacío o simplemente soportarlo”.

El monje roza en la acedía el límite de la locura. Le amenaza el hundimiento espiritual o el derrumbamiento del alma. Sin embargo, quien pasa esta crisis manteniéndose firme, simplemente perseverando, experimenta una paz y alegría profundas e íntimas. De esta prueba sale un hombre nuevo integrado de manera armónica.

La acedía coincide con la situación que M. L. V. Franz llama “la pérdida del alma”. “La perdida del alma se presenta como displacer y cansancio sobrevenidos de pronto. Ya no se tiene la alegría de vivir y el interesado se siente vacío y paralizado en sus incentivos y todo parece sin sentido”. Este autor explica esta situación afirmando que una gran parte de las energías psíquicas pasan al inconsciente y por ello no está ya al servicio del Yo.

La energía es sometida por un complejo inconsciente. Así como la ira y la tristeza son reacciones por el malogro del tercer impulso fundamental, en la acedía los impulsos se anulan. Para Evagrio consiste precisamente el peligro de la acedía en que se le oculta al que la sufre. Los impulsos desordenados dominan sin que el hombre se dé cuenta de ello y, a veces bajo la máscara de virtudes. Esta observación de Evagrio corresponde a lo que Franz registra sobre muchas depresiones endógenas. “En el fondo hay en la estancada parálisis de la personalidad, un deseo peculiar intenso de forma varia (poder, amor, impulso de expansión, agresividad, etc) que el depresivo, por muchos motivos no se atreve a dejar manifestar”. En la acedía los tres impulsos fundamentales atacan al hombre en tanto que reprimidos y como consecuencia no son reconocidos por el inconsciente. Precisamente el hecho de que no haya ningún enemigo a la vista contra el que luchar, hace de la acedía una situación tan peligrosa. Los monjes aconsejan perseverar. Luego aparece una nueva vida, paz y alegría. Franz expresa esto psicológicamente: “Si se persevera el suficiente tiempo en esta situación aparece luego la mayoría de las veces el complejo que es activado por las energías adquiridas y llega a la esfera de la conciencia. Surge un interés intenso por la vida que sin embargo, la mayor parte de las veces, toma una dirección distinta de la que tuvo hasta entonces”.

EL DEMONIO DE LA VANAGLORIA“El pensamiento de la vanagloria es muy sutil y se introduce con fa-cilidad furtivamente entre los virtuosos. Este demonio les sugiere el

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deseo de publicar sus empeños y esforzarse por la fama entre los hombres. Pinta en su fantasía: expulsión de furibundos demonios, curación de mujeres y una multitud que toca con veneración sus vestidos. Anuncia que llegará a ser sacerdote y ya le hace oír como la gente llama a su puerta buscándole. Si se resistiera se lo llevaría atado. Y llevado por esperanzas vacías le entrega a tentaciones del demonio del orgullo o de la tristeza cuando le sugiere pensamientos que van contra sus esperanzas”.

La vanagloria no está en el mismo plano que los otros vicios. Casiano la sitúa en la parte racional del alma. La vanagloria aparece cuando parecen haber sido superados los otros vicios. Entonces hace daño precisamente el empeño por haber vencido esos vicios. El demonio de la vanagloria es especialmente astuto. Siempre se introduce furtivamente cuando parecen vencidos los otros demonios.

Evagrio compara la vanagloria a una bolsa de dinero agujereada. Se mete lo que se ha ganado con esfuerzo pero no conserva nada. Así la vanagloria echa a perder todos los esfuerzos por una victoria. Hace luchar al monje por las falsas motivaciones, no para abrirse a Dios sino para agradar a los hombres. Por ello le orienta hacia lo exterior y el monje pierde la recta perspectiva de sí mismo. Quien se identifica con altos ideales, sucumbe ante la tentación de la vanagloria. Como el ideal es valorado por los hombres, él se las promete felices y aumenta el sentimiento de autovaloración. En última instancia, en la vanagloria está el propio yo en primera fila. Se trata de una glorificación del Yo, no de una entrega a Dios.

EL DEMONIO DEL ORGULLO“El demonio del orgullo conduce al hombre a la caída más grave. Convence al alma que no crea que Dios es el que ayuda sino que le impulsa a creer que es ella la causa de sus buenas acciones y le hace considerar a los hermanos desde un plano superior teniéndolos por irreflexivos e ignorantes. Al orgullo le siguen la ira y la tristeza. Como último mal: desconcierto del espíritu, locura y alucinaciones en que aparecen una muchedumbre de demonios por el aire”.

El orgullo no es sólo el último, sino también el más peligroso de los vicios. El orgulloso se considera a sí mismo como Dios y niega, en última instancia, su condición humana. Esto le conduce fuera de la realidad a un mundo apariencial en el que se hincha cada vez más para terminar en un perturbación espiritual. Orgullo es lo que C. G. Jung llama inflación. El orgulloso se hincha con el contenido del inconsciente y siempre pierde el sentido de la realidad. Se tiene por un gran reformador, por un profeta o un santo. Ignora sus sombras y, sin notarlo, es inundado por el inconsciente. Esto conduce, según Jung, a una pérdida del equilibrio anímico, a una disolución de la

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personalidad. En este sentido hablar del demonio de la amenaza tiene como referencia el orgullo. El orgullo cae, por la identificación con arquetipos del inconsciente en su violencia y normalmente queda poseído. Por es los monjes hablan precisamente de perturbación del espíritu y también de pérdida del espíritu.

Los ocho vicios y sus correspondientes demonios amenanzan al hombre en medida creciente. Mientras que los tres impulsos fundamentales son relativamente fáciles de dominar es mucho más difícil lo referente a los tres estados de ánimo. De un adulto se espera que los tres impulson fundamentales los tenga dominados de tal manera que no dañen al todo de su personalidad. Claro que aquí hay un más y un menos. Dado que los impulsos tienen una función positiva no se trata de anularlos sino sólo de ordenarlos e integrarlos.

En la confrontación con los tres estados de ánimo se trata de la integración de la propia sombra. En primer término tienen que ser reconocidas las necesidades y deseos para que no se adueñen del alma incontroladamente como emociones negativas. Después se plantea la lucha contra la riqueza y el displacer en la confrontación con el inconsciente sobre todo para la integración del anima, la parte femenina del alma, que se manifiesta en el varón como mal carácter si se la ha reprimido.

Esta confrontación se realiza tanto según Evagrio como según Jung en la mitad de la vida y se presenta esencialmente más dificil que el dominio de los instintos. En la lucha contra la vanagloria y el orgullo se trata de la sinceridad consigo mismo y relación con Dios. En la terminología junguiana se plantea la pregunta de si el Yo deja lugar al sí – mismo; si el yo busca el contenido del inconsciente para poseerlo y enriquecerse o si se abre y entrega a lo numinoso que le sale al encuentro en los arquetipos, sobre todo en el arquetipo de Dios.

Expresado esto religiosamente se trata de la pregunta de si yo quiero usar para mi utilidad a Dios y a los homres, si los uso para mi enaltecimiento, o si quiero servir a Dios y a los hombres; si estoy dispuesto a dejar mis ideales y mis imágenes de Dios y abandonarme al verdadero Dios para entregarme a su amor.

LA LUCHA CON LOS DEMONIOS

DIVERSAS TÉCNICASDespués de lo dicho, ¿cómo se presenta la lucha con los demonios? El primer método que el monje ha de usar en la lucha contra los demonios es la rigurosa observación de los pensamientos e

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imágenes y sobre todo la observación de cómo los pensamientos y sentimientos se relacionan y se siguen unos a otros. Oigamos a Evagrio:

“Si un monje quiere conocer por experiencia a los feroces demonios y familiarizarse con su técnica, que observe los pensamientos, que preste atención a su duración, a su disminución, a sus asociaciones, sus momentos y qué demonio produce éste o aquél, qué demonio o qué otro sigue o no sigue. Y que se informe por Cristo de los funda-mentos de todo ello. De hecho los demonios no pueden soportar a los que examinan la prácita con saber claro, pues quieren envolver en la oscuridad a los de recto corazón”.

Un conocimiento claro de los demonios les quita su peligrosidad. Este conocimiento es, por otra parte, el fruto de una larga y seria observación de uno mismo. Cuanto más se examina la relación de pensamientos y sentimientos, cuanto más se han descubierto los mecanismos que se desarrollan constantemente en nosotros, más se ha dado el primero paso en la lucha contra los demonios.

Quejarse del mal humor o de las debilidades ante ciertas tentaciones no sirve de nada. Lo decisivo es descubrir las causas de ese mal humor. ¿De qué hechos exteriores depende? ¿De qué disposiciones internas? Si se conocen bien sus amenazas se podrá también más fácilmente defenderse de ellas.

Lo que aquí Evagrio describe coincide con las advertencias que hoy de la psicología conductista. Los psicólogos conductistas nos recomiendan registrar nuestras formas de comportamiento, inquirir las llamadas frecuencias fundamentales de la conducta continuada y en un segundo paso preguntarse por los acontecimientos precedentes. Para ello hay que distinguir cuatro clases de hechos precedentes: circunstancias espacio-temporales, situación social, comportamientos de los otros y pensamientos propios. Estas cuatro formas de hechos, dice Evagrio, se corresponden a los modos en que pueden actuar los demonios sobre los hombres; se descubre un sorprendente paralelismo.

Sin embargo, la observación de los demonios es apenas posible durante la tentación ya que el espíritu está turbado. De ahí que se debe reconstruir rigurosamente la situación después de la tentación:

“Repara en ti mismo, acuérdate de tolo lo que ha sucedido, cómo has comenzado, cómo continuó, en qué lugar fuiste atrapado por el espíritu de la lujuria, de la ira o de la tristeza y cómo se ha desarro-llado todo. Investígalo con rigor y consérvalo bien en la memoria para que sepas desenmascarar al pensamiento si se vuelve a pre-sentar”.

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No se puede eludir fácilmente toda tentación, pero si se reconoce y analiza ulteriormente la situación y el mecanismo que en ella ha funcionado se estará sobre aviso ante asaltos semejantes de los demonios. Evagrio llega a aconsejar que se admita tranquilamente uno o dos días al demonio de la acedía. Sólo así se le puede conocer y ponerle eficazmente en fuga. Para investigar a fondo al demonio es necesario tener con él una cierta familiaridad. Hay que dejarlo entrar para poder comprender los mecanismos que siempre usa.

La pregunta por el fundamento de los pensamientos vuelve siempre en Antonio a la cuestión del nombre del demonio. En una plática a sus monjes cuenta su propia experiencia con los demonios y da el siguiente consejo:

“Si sobreviene una aparición no hay que abandonarse, sino en pri-mer término, preguntar valerosamente de qué clase es: “¿Quién eres tú y de dónde vienes?” Y si es el rostro de un santo te dará se-guridad y el temor se convertirá en alegría. Pero si la aparición es diabólica se debilitará enseguida si se mira con firmeza al espíritu. Es una señal de paz en el alma preguntar sencillamente: ¿Quién eres tú y de dónde vienes? Así preguntó el hijo de Naves y supo a qué atenerse y no le quedó oculto a Daniel el enemigo que le tentaba”.

Preguntar por el nombre del demonio indica que no se está arrebatado sino en un sitio desde el cual se puede juzgar todo lo que sobrevenga.

Evagrio exige a los monjes que juzguen los pensamientos ante el tribunal del propio corazón y que los pongan a prueba mientras se les contrasta. Si ante el contraste huyen, es prueba de que son demoníacos. Si permanecen es que son buenos. Lo que Evagrio entiende por este contraste no está del todo claro. Sin embargo es evidente que en el juicio de los pensamientos no se trata de un proceso intelectual, sino de una prueba en la medida en que un pensamiento pueda soportarla. Si un pensamiento se mantiene frete a resistencias, dificultades y sufrimientos, tiene que provenir de Dios. Si no, es claro que el demonio quiere confundirnos.

En un texto más amplio Evagrio desarrolla cómo se puede observar y reconocer a los demonios:

“Es también necesario que conozcamos las diferencias entre los de-monios y que observemos las circunstancias de sus venidas. Recono-cemos por los pensamientos (y los pensamientos los reconocemos por las cosas) qué demonios aparecen raramente y pesan mucho en el alma; cuáles aparecen frecuentemente y son más ligeros y cuáles atacan de repente y llevan al espíritu a la blasfemia. Reconocer esto es importante para que en el momento en que los pensamientos co-mienzan a poner en movimiento su contenido y antes de ser lleva-

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dos demasiado lejos de lo que nos corresponde, digamos palabras contra ellos y denunciemos al demonio que nos ataca. De esta ma-nera haremos, con la ayuda de Dios, progresos fácilmente. Y conse-guiremos que los demonios huyan llenos de admiración y sobresal-go”.

Aquí se enumeran dos armas eficaces contra los demonios. En primer lugar es importante dar nombre al demonio. En el momento en que hemos dado nombre a un pensamiento, a una intención, a un sentimiento, a una pasión hemos logrado ya cierta distancia de ellos. La expresión de nuestra situación interior sobrepasa el simple saber. El saber puede quedarse en nuestra cabeza sin ser operativo. Pero en cuanto damos nombre a los pensamientos, prácticamente los captamos.

La segunda arma que Evagrio recomienda es el llamado método antirrético: se puede atacar al demonio con determinadas palabras. Evagrio explica este método en otro lugar más detalladamente:

“Si eres tentado, no reces antes de que lleno de ira hayas lanzado al-gunas palabras contra el que te ataca. Pues si tu amla está llena de pensamientos no puede ser tu oración pura. Pero si contra los pensa-mientos, dices algo con ira, desconciertas y expulsas las representa-ciones que te ha inspirado el enemigo. Esta es la influencia natural de la ira: apartar los pensamientos aunque sean buenos”.

Es decisivo en este método antirrético la aplicación inteligente de la ira. La ira aparta del entendimiento los pensamientos. Esto vale para los buenos y para los malos. El buen uso de la ira consiste en emplearla contra los malos pensamientos. En otro lugar dice Evagrio que hay en la naturaleza de la parte emocional del alma – a la que pertence la ira – la posibilidad de luchar contra el demonio. No es muy útil observar solamente con el entendimiento y los pensamientos, las actitudes erróneas y los motivos impuros. La lucha estricta se tiene en la parte emocionla del alma. Yo tengo que establecer mis sentimientos contra los demonios. Por eso es la ira el sentimiento más eficaz porque ataca llena de indignación al enemigo y lo pone en fuga. Con la ira, el tentado no se compadece a sí mismo sino que se anima a la lucha. Se activa y avanza con el empeño de su corazón contra los pensamientos que intentan llevarle en direccción falsa.

En esta lucha se puede encontrar ayuda en la enemistad de los demonios entre sí. El demonio de la vanagloria, por ejemplo, es enemigo del de la lujuria. Así se puede arrojar al de la lujuria por el de la vanagloria. Evagrio cita a este repecto uno de los antiguos aforismos: “Se puede sacar la llave con otra llave”.

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En Antonio aparece el empeño de las emociones contra el demonio como burla y escarnio. Cuando él se encontraba azotado y hostigado por los demonios con agudos dolores, increpaba a los demonios con desprecio:

“Si tuvieseis poder, bastaría con que viniese uno sólo de vosotros. Pero como el Señor os ha quitado la fuerza, intentáis infundir temor por el número. Una señal de vuestra debilidad es el que imitáis la fi-gura de bestias feroces”.

Constantemente Antonio recomienda a los monjes despreciar a los demonios y burlarse de ellos. Con la burla se activan sus emociones y se arroja a los demonios. Esto es, aun visto de manera puramente humana, un medio eficaz para ser señor de los pensamientos. Pero Antonio fundamenta esta burla de los demonios en la fe en la presencia del Señor que está a su lado en la lucha y que garantiza la victoria. Advierte a los monjes que no deben tener miedo a los demonios, sino reflexionar:

“Consideraremos en nuestro interior que el Señor está con nosotros y que es El quien ahuyenta y vence a los demonios. Pensaremos y tendremos siempre presente que los enemigos no nos harán nada porque el Señor está con nosotros”.

Desde la fe en la presencia del Señor, Antonio increpa a los demonios constantemente con palabras de las Escrituras. Cuenta sus propias luchas:

“Una vez vinieron los demonios amenzándome y me rodearon como gentes guerreras con sus armamentos. Otra vez llenaron mi morada con caballos, bestias feroces y serpientes. Pero yo me puse a cantar el salmo: “Unos van en carros de guerra, otros a caballo, pero noso-tros venceremos en nombre del Señor nuestro Dios”. Y por la oración fueron expulsados en el nombre del Señor. Frecuentemente me mor-tificaban con serpientes, pero yo decía: “Nada me separará del amor de Cristo”“.

EL MÉTODO ANTIRRÉTICOEvagrio en su obra Antirrhetikon ofrece una buena selección de palabras de la Escritura que el monje puede usar eficazmente en su lucha contra los demonios. Estas palabras las agrupa para cada uno de los demonios de los ocho vicios. En primer lugar, enumera los distintos pensamientos que los demonios pueden inspirar a los monjes. Y contra cada uno de estos pensamientos pone una palabra de las Escrituras. Comienza analizando cada situación en la que el monje se encuentra. El entendimiento tiene que comprender primero la situación en la que el monje se encuentra. El entendimiento tiene que comprender primero la situación. Después se debe pronunciar

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con todo empeño del sentimiento, las palabras de la Escritura contra los pensamientos que acosan. Evagrio espera de este método la curación de las diversas situaciones. La palabra de la Sagrada Escritura no está elegida al azar sino que en ella ya se da una superación del pensamiento tentador. La palabra percibe la situación, penetra las maquinaciones de los demonios y lleva en sí la victoria, no en cuanto contradice a la tentación con argumentos sino porque le opone otra realidad diferente. La palabra es también Palabra de Dios y por ello en ella lucha el mismo Dios a favor del hombre y en contra de los demonios. Dios se concreta en la palabra como aque que me ayuda precisamente ahora contra el enemigo tentador.

Un par de ejemplos pueden aclarar lo que es el método antirrético. A propósito del vicio de la gula Evagrio describe la siguiente tentación:

“Contra el pensamiento de que, a causa de mi vida, la áspera pobre-za me amarga, respondo: “El Señor es mi pastor, nada me puede fal-tar”.

Contra la amargura que brota de la penuria en el comer y beber se contrapone otra realidad: Dios, que es mi pastor, se preocupa de que a mí nada me falte. No es ninguna refutación lógica de la tentación. Es una frase en la que yo, en primer término, tengo que creer. Si yo creo en la realidad de esa frase, si esa frase ha tocado mi corazón, entonces la tentación está superada pues la amargura cede ante la alegría en el Señor. No son sentencias baratas las que Evagrio usa para sacar de apuros. Son palabras que el orante debe lanzar lleno de ira contra los demonios y con las que él mismo se debe empeñar en lucha para creerlas y para tener en ellas un arma.

Con el demonio de la lujuria hay que luchar de la siguiente manera:

“Contra los pensamientos impuros que persisten en nosotros y que frecuentemente nos producen imágenes vergonzosas y atan al es-píritu con apasionados deseos deshonestos digamos: “Aparataos de mí los malvados, porque el Señor ha escuchado mis sollozos; el Se-ñor ha escuchado mi súplica”“ (Sal 6,9 s).

Los pensamientos lascivas son experimentados aquí como poderoso enemigo al que queda entregado sin ayuda el monje. La palabra que debe contraponerse a esta tentación no analiza las causas del pensamiento, sino que supera el pensamiento por la fe en la asistencia de Dios. Ya que Dios está presente en la tentación, el monje tiene suficientes motivos para luchar no sólo para desistir simplemente del instinto. El instinto no se mata, pero cuando se ha aceptado la lucha con él se ha integrado una fuerza positiva. La lucha se da como una pugna por una motivación más fuerte. ¿Qué es más fuerte, la satisfacción del instinto o el pensamiento de la

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presencia de Diosa? Cuando el monje se aferra al Dios presente, se decide a favor de que Dios es la auténtica motivación de su obrar y por ello actúa de acuerdo con la realidad, más que si deja vencer por el instinto.

Un ejemplo para el vicio de la codicia:

“Contra el pensamiento que se opone a dar algo a un hermano nece-sitado o prestar al que pide digamos: “Abre la mano a tu hermano, al pobre, al indigente de tu tierra”“ (Dt 15, 17).

Aquí está la palabra de Dios que se pone frente al demonio. Es un mandato que exige exáctamente lo contrario de lo que nos quiere persuadir el demonio. Los pensamientos que nos inspira el demonio parecen razonables. Siempre hay motivos para no dar nada al otro. El demonio puede engañarnos con el argumento de que nosotros podremos vernos en necesidad. Con este pensamiento y en el mismo plano se plantea la exigencia contraria: dale tanto como quiera. Si esta exigencia se entiende como mandato de Dios, su fundamento tiene más peso que lo que nos inspira el demonio. El mandamiento de Dios no se apoya en detalles, no contradice los argumentos del demonio. Simplemente está establecido. Mientras se va repitiendo la palabra de Dios el obrar se va acomodando poco a poco a ella. La palabra de Dios se convierte en una orden interior, en un motivo incontestable de nuestro quehacer, actuando en nosotros más fuertemente que el afán de poseer que hasta ese momento había sido el motivo igualmente incontestable y que determinaba nuestras acciones.

Sobre el vicio de la tristeza Evagrio describe la siguiente situación:

“Para el alma que ha caído en temor y temblor ante los demonios que se le presentan y que ha llegado a creer que el Señor la ha abandonado que diga: “Porque el Señor tu Dios, es un Dios compasi-vo; no te dejará ni te destruirᔓ.

Hoy la Psicología trataría esta situación de manera algo distinta y la denominaría depresión que va acompañada de sentimientos de abandono. La cuestión está en si esta ciencia puede ofrecer medios más eficaces de curación que Evagrio que remite al cobijo en Dios. Tomemos otra tentación:

“Contra el demonio que me recuerda los pecados de mi juventud di-gamos: “El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo”“ (2 Cor 57, 17)

Aquí se trata de la superación del pasado. La Psicología, en la mayor parte de los problemas y enfermedades busca las causas en el pasado. Pero sólo la investigación de las causas no es suficiente. Hay hata el peligro de que con el esclarecimiento del pasado se ahogue

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la superación de mis problemas actuales. Para muchos, el descubrimiento de una educación áspera sirve sólo para quejarse de los demás. Pero esto no cura. Alguna vez, a todos nos llega el momento de tener que aceptarnos con nuestro pasado. Cuando se considera algo, se puede dejar el pasado y verse libre de su carga. El pasaje de la carta a los Corintios que Evagrio aconseja, supera al pasado de otra manera. No son decisivas las faltas de la juventud, ni las de otros, ni las propias. Lo que es decisivo es que en mí haya una realidad nueva que sea tan real como mi pasado. Cristo mismo está en mí y me puede cambiar de tal modo que un mal pasado por mi culpa o por la de otros ya no cuenta más. Cae como una carga y yo quedo libre para el futuro.

Con respecto a la ira, Evagrio propone la siguiente situación:

“Los pensamientos de ira no permiten que nos reconciliemos con los hermanos impidiéndolo con diversos y razonables motivos. Así pare-ce que sería una vergüenza, miedo o vanagloria, o incluso, colabora-ríamos a que el que ha caído reincidiese en su primera falta, etc. Ta-les pretextos son signos de la técnica diabólica del demonio que no quiere que nuestro pensar se vea libre del rencor. Digamos: “No lle-guéis a pecar: que la puesta del solo no os sorprenda en vuestro enojo”“ (Ef 4, 26).

Aquí describe Evagrio una técnica de los demonios que hoy llamamos racionalización. El entendimiento encuentra todos los motivos posibles para no hacer algo. No nota que está resistiendo a las voces interiores que le impulsan a un recto proceder. Los que están en esta situación se sienten frecuentemente en una ambivalencia que no les puede hacer felices. Instintivamente barruntan lo que tendrían que hacer pero rechazan todas las bases favorables para hacerlo.

Evagrio resuelve esta ambivalencia proponiendo una sencilla norma para que el monje no se presione a sí mismo. El sol no debe ponerse sobre vuestra cólera. Esta expresión del apóstol tiene para Evagrio una autoridad que no se puede disolver con argumentos racionales y por ello esta autoridad ayuda a penetrar y superar el refinado juego de la racionalización.

Para la acedía nos da este consejo:

“Para el alma que acoge en la acedía pensamientos desesperanza-dos y siente que la vida monástica es tan fatigosa y pesada de so-brellevar le recuerda: “Abandónate en el Señor y haz el bien”“ (Sal 37, 3).

Las quejas de que la vida es demasiado pesada se oyen frecuentemente. Evagrio no consuela sino que exige el entregarse al Señor y hacer el bien. Esta frase formulada constantemente con

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corazón entusiasta defiende al monje sobre todo de tenerse lástima a sí mismo y al sacarle de esta situación de autoconmiseración, llevarle a una acción y a una confianza en las que se abandone con firme corazón en el Señor. No se trata de ninguna técnica barata, de ningún truco psicológico sino de tomar en serio una expresión bíblica, la Palabra de Dios, en la que Dios mismo garantiza la verdad de la promesa.

En el entrenamiennto autógeno se recomienda hoy constantemente frases de confianza que persuaden y que, como muestra la experiencia, infunden una cierta confianza. Aquí se aconseja, más allá de la dimensión humana, la repetición de una palabra de Dios. El orante espera la curación, la salvación de la fuerza divina. En la palabra obra el mismo Dios como médico para nosotros.

Sin embargo, la Palabra de Dios no nos promete siempre el alivio. Puede también exigirnos la tribulación:

“Contra el pensamiento que nos asedia durante el tiempo de la ace-día de recurrir a un hermano para recibir un supuesto consuelo, te-nemos esta expresión: “En mi angustia te busco, Señor mío, no hay nadie que pueda consolarme. Sólo ante Dios me quejo”“ (Sal 77, 3).

Aquí no se propone ninguna solución de la situación incómoda de la acedía, sino que el monje es emplazado a soportar esta situación, a no evadirse de ella y en ello mismo ver una experiencia de Dios. Cuando el monje comprueba esta experiencia en el salmo, su situación pierde su carácter incómodo y angustioso. Cuando algo se conoce ya no es tán peligroso. En comunidad con los que rezan los salmos se puede perseverar más fácilmente. El monje siente que no está solo en su lucha sino en comunidad con el autor del salmo y con todos los otros monjes que él sabe lo rezan constantemente. El ejemplo de los piadosos del que siguen este ejemplo, da fuerza a cada uno para soportar su situación personal. El monje se siente inserto en una gran comunidad de personas que tienen experiencias parecidas y de las cuales sabe que luchando han perseverado o que están en la perseverencia.

Evagrio da un singular consejo para otro pensamiento típico de la acedía:

“Contra el pensamiento de la acedía consistente en buscar otra cel-da distinta porque la que se tiene se considera odiosa y húmeda, causa de todas las enfermedades, hay que decir: “Esta es mi man-sión por siempre; aquí viviré porque la deseo”“ (Sal 132, 14).

Es Dios mismo el que dice este versículo sobre Sion como su morada. Sin embargo le sirve al monje para superar la tentación de huir de su celda y con ello evitar la confrontación con sus pensamientos. La Palabra le indica que su celda, a la que unos

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momentos antes consideraba como húmeda y odiosa, es el lugar donde para siempre ha de reinas después de haber alcanzado la victoria sobres sím mismo.

Evagrio no sabía nada de la exégesis moderna, pero sí mucho del alma humana, de los riesgos que corre y de su curación. Naturalmente que un versículo de un salmo puede utilizarse mal, si se fuerza su cita, aunque sólo puede perjudicar a sus compañeros. Para que una palabra de la Escritura pueda curar y no sólo proteger de la enfermedad, Evagrio, en su Antirrhetikon, ha elegido en la Escritura los pasajes adecuados a cada situación y ha recogido tan sólo la experiencia de sus compañeros de vida monástica haciéndosela accesible a otros.

Nos vendría bien hoy tener también a nuestra disposición para nuestras enfermedades y amenazas las palabras curativas, para decirlas creyendo en su realidad.

Otro ejemplo para la acedía:

“Para el alma que por una enfermedad corporal se ve invadida de pensamientos de acedía, este texto: “Soportaré la cólera del Señor, pues pequé contra él, hasta que juzgue mi causa y me haga justicia; me sacará a la luz y gozaré de su justicia”“ (Miq 7,9).

Aquí la enfermedad es tomada como prueba que el Señor me confía como paso por la tiniebla hacia la luz. Frecuentemente nos turban de una manera tan fuerte contrariedades como la enfermedad y la desgracia porque quedan sin significación para nosotros. Son oscuras, incomprensibles, impenetrables y por ello nos dejan en la oscuridad. La falta de sentido de los acontecimientos nos oscurece el sentido de la nuestra vida y nos roba de tal manera la fuerza expansiva interior, que nos precipita en la acedía, en el desnánimo, en la depresión. Descubrir, mediante la palabra de Dios, el sentido de una enfermedad nos da fuerza para vencer la enfermedad y así madurar. De este modo, ganamos por la enfermedad en fuerza interior en lugar de dejarnos arrebatar por la acedía la capacidad expansiva. El sentido de la contrariedad es, sin embargo, un cosa muy sutil. Con demasiada facilidad podemos atribuirle sentidos falsos, lo que todavía nos hace más daño. Hay personas que ven en una desgracia el castigo de Dios y se tienen por condenadas. Perciben la desgracia, pero están ciegas. No la perciben desde la óptica de la Palabra de Dios sino que fuerzan a la Palabra para confirmar sus propias angustias o sus enmarañados pensamientos. Y así la misma Palabra de Dios puede hacer daño.

Especialmente perspicaz es Evagrio en lo tocante al vicio de la vanagloria. Penetrantemente analiza los motivos que nuestro

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entendimiento trae por los pelos tras los cuales no se esconde otra cosa que la búsqueda de la propia consideración y fama.

“Para el alma que por vanagloria descubre alguna de las intimidades de la vida monacal a personas del mundo peresenta este texto: “No hables a oídos insensatos, por que despreciarán tus sensatas razones”“ (Prov 23, 9).

Contra los pensamientos que nos empujan a ir al mundo para atraernos la simpatía de los que nos ven, recuerda: “Las palabras del que murmura son golosinas que bajan hasta el fondo del vientre” (Prov 26, 22).

A primera vista los argumentos tentadores parecen razonables. En definitiva todos tenemos una tarea apostólica. Podemos respaldar nuestro comportamiento hasta con palabras de Jesús, pues no podemos poner nuestra luz debajo del celemín. Por eso, admiran más las cortantes palabras con que Evagrio contradice estas convicciones. Y es que aquí se descubre de manera inmisericorde lo que hay escondido detrás de esas convicciones.

Otra tentación consiste en presumir de maestro aunque se tenga poca experiencia. Es el peligro de la inflación como frecuentemente señala Jung. Alguien se siente profeta o mejorador del muendo y piensa que sus ideas y palabras serían de decisiva significación para la salvación de sus prójimos. Evagrio aconseja:

“Contra los pensamientos de vanagloria que nos llevan a enseñar aunque no tengamos ni salud de alma ni conocimiento de la verdad, este texto: “No queráis muchos pretender hacerlos maestros, sa-biendo que seremos juzgados más severamente”“. (Sant 3,1).

Las tentaciones más sutiles fomentan nuestro orgullo disfrazándose frecuentemente bajo capa lo bueno o extraordinario.

“Contra el pensamiento orgulloso que me impide visitar a los herma-nos porque no los considero a mi altura, este pasaje: “Trata con los doctos y te harás docto”“ (Prov 13, 20).

Este texto presenta a los hermanos con otra luz y desenmascara mi juicio sobre ellos denunciándolo como arrogante y orgulloso. Aquí se hace patente en todo caso que un mismo pensamiento puede ser inspirado por un demonio o por un ángel. Durante el vicio de la acedía el monje debe resistir la tentación de visitar a los hermanos. Si él se dijese que podría aprender mucho de los hermanos, este argumento no sería otra cosa que un pretexto que no debe seguir.

En el caso del orguno, sin embargo, Evagrio aconseja ir a los hermanos, para aprender de ellos. Permanecer aislado y pensar arreglarse sólo sus problemas sería orgullo. Hay que distinguir siempre con exactitud de dónde viene cada pensamiento. El

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pensamiento en sí puede ser bueno o malo, inspirado por un demonio o por un ángel. Esto se puede reconocer por la paz o la guerra interior que produce. Los pensamientos de los demonios producen siempre en el hombre intranquilidad y turbación, mientras que los pensamientos de un ángel deparan siempre en el interior calma, alegría y paz.

“Contra los pensamientos orgullosos que me muestran los pecados de los hermanos: “No tengas en cuenta las habladurías que corren por ahí cómo tu servidor se queja de ti”“ (Ecl 7, 21).

Aquí se denuncia una tentación que frecuentemente se presenta con apariencia de bien: es el interés por la salvación de los hermanos. Basados en un profundo conocimiento de los hombres se saben sus faltas, se creen conocer las más íntimas motivaciones de los otros y haber descubierto sus problemas más profundos. Se habla de ello en un tono de preocupación, sin caer en la cuenta de que la verdadera causa de todo ello no es el interés y la solidaridad por el hermano, porque si así fuese se cubrirían con el silencio o se conllevarían. Pero se habla así por manía de escarbar en lo oscuro. No se es consciente de que en último término es la propia oscuridad, todavía no reconocida y aceptada, lo que se está removiendo. Siempre es más fácil proyectar en los otros que alcanzar la propia transpariencia. Esto lo dificulta el orgullo. El pasaje del Eclesiastés que Evagrio recomienda contra esta tentación denuncia la proyección: no se tiene que prestar oídos a tales habladurías, pues de lo contrario también se tendría que oir la crítica del servidor y nos tropezaríamos con que los otros dicen de mí lo mismo y que la suciedad que he removido recae sobre mí, y otros sacan a luz mi propia oscuridad.

MEDIOS CONTRA CADA VICIOEl método antirrético es aplicable a cualquier vicio. Evagrio distingue solamente las palabras que se deben oponer a los demonios según el vicio. En su Tratado Práctico indica, junto a este método, otro medio de combatir los vicios. No se atiene a su clasificación sino que se fija en las tres partes del alma.

Si el espíritu vagabundea, le vuelven a fijar la lectura, la vigilia y la oración. Si se inflaman los deseos, los dominan el hambre, la penuria y el recogimiento en la soledad. Si se encrespa la parte irascible del alma, la tranquiliza el canto de los salmos, la paciencia y la misericordia.

“Todo esto debe ser practicado en el momento oportuno y con la co-rrepondiente mesura. Pues lo que ocurre sin mesura y a destiempo no dura mucho y lo que no dura, más hace daño que provecho”.

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El medio que aquí Evagrio recomienda lo encontramos constantemente en la tradición monástica: en Gregorio Nacianceno, Juan Demasceno, Casiano, Juan Clímaco y Máximo el Confesor. Los deseos, los impulsos, se dominan embridándolos. Por el contrario, la parte emocional del alma se dirige mediante sentimientos positivos: por la grandeza de corazón y por la misericordia. En el rencor, el corazón se contrae pero en cuanto se expansiona desaparecen las emociones negativas. El canto de los salmos es frecuentemente un medio curativo para los ánimos turbados.

Gregorio Nacianceno cree que los salmos son un melódico medio curativo. Y Basilio escribe en sus Sermones sobre los salmos:

“El canto de los salmos tranquiliza el alma, fomenta la paz, serena las turbaciones e inquietudes de los pensamientos. Dulcifica al aira-do y pone en orden a los que están confusos”.

Mientras se cantan los salmos, los que lo hacen, se abandonan al ritmo artístico de su poesía y a la belleza de sus melodías que producen sentimientos positivos que permiten curar al alma.

Evagrio enumera el correpondiente medio para cada vicio. Contra la gula recomienda que se evite la hartura y contentarse con poco agua. Establece aquí una medida material a la que hay que atenerse para dominar la desmesura del vicio interior. Con una vida regulada y mesurada se tiene a raya el instinto y poco a poco queda ordenado. Contra la lujuria recomienda Evagrio sobriedad en la bebida, pues cree que con el mucho beber se fomentan las fantasías sexuales. La avaricia se vence dando limosnas. Amor y avaricia no pueden coexistir. Por eso se debe ejercer conscientemente el dar y el regalar.

“El que huye de todos los placeres del muendo es una forteleza inac-cesible para el demonio de la tristeza. La tristeza es, de hecho, la frustración de un placer presente o esperado. Y es imposible el arro-jar a este enemigo si dependemos emocionalmente de ésta o aque-lla cosa terrena. Pues el demonio lanza su red y fomenta la tristeza allí donde ve que va nuestra inclinación”.

Evagrio llega con esto a la causa de la tristeza. No se conforma con que desaparezca el síntoma. Esto podría hacerse con otros medios consoladores como comer, beber u oír música. Sin embargo si no está alejada la causa de mi tristeza necesitaré cada vez más estos consueños que duran poco. Por ello tengo que cambiar mi actitud ante las cosas. No puedo depender de las cosas, ni de las personas, ni de los bienes, ni del éxito. Por otro lado, Evagrio sabe que no sólo hay que ir a la raíz de la tristeza, sino que es completamente razonable tratar los síntomas. Por eso recomienda el canto de los salmos y la oración que alejan la tristeza.

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Evagrio dedica gran atención a la lucha contra la ira, ya que es la ira, según su parecer, la característica de los demonios. La ira hace crecer en el hombre el thymos que es la parte emocional del alma y la hace demoníaca. Como remedio Evagrio recomienda la misericordia y la dulzura, por que estas dos actitudes reducen el thymos. Con la misericordia el corazón se ensancha, las emociones no se acumulan sino que pueden discurrir fluidamente, los sentimientos cambian al alma humana. El que le concede mucho terreno a la ira se identifica con ella. Quien, por el contrario, deja entrar la dulzura, se transforma interiormente en este sentido. Los sentimientos no se quedan en nuestrio exterior sino que nos producen una disposición interior que determina nuestro pensar y nuestro obrar. Por eso es tan importante fomentar sentimientos positivos.

Como medio general en la lucha contra la ira, Evagrio aconseja:

“Que el sol no se ponga sobre vuestra ira para que los demonios no vengan durante la noche y asusten al alma y al espíritu haciéndolos cobardes y temerosos en la lucha del día siguiente. Las imágenes que asustan, brotan de la agitación de la parte emocional del alma y nada induce más al espíritu a abandonar como la agitación del thy-mos”.

Si la ira no cesa antes del sueño, sino que le acompaña, se engendran pesadillas. Durante el sueño, la ira influye en el inconsciente de manera negativa de tal modo que al día siguiente se tiene ya un mal punto de partida. Se está en estado angustioso, debilitado interiormente, incapaz para luchar contra las emociones negativas. También es peligroso de manera parecida al llevar al sueño la ira, el aislarse con ella en la soledad. La soledad es un veneno para los airados. Conduce a la confusión embrollada del corazón. Por eso es bueno para los irascibles estar en otros para que no pueda afincarse la ira en ellos. Como remedio, Evagrio señala activar la función positiva del thymos. Al thymos le corresponde luchar por una satisfacción. Si los ángeles ponen ante nuestra mirada satisfaccones espirituales y alegrías, nos animan a dirigir nuestro thymos contra los demonios y luchar con ellos. La parte emocional del alma necesita un buen objetivo y, teniédolo, actúa positivamente en nosotros.

La lucha contra la acedía es una de las más duras de la vida del monje. Dado que no actaca simplemente a una parte del alma sino a su totalidad, la lucha es a “todo o nada”. Se aconsejan varios medios. Seguimos, en primer término, a Evagrio:

“Si somos presa del demonio de la acedía, nuestra alma queda parti-da en dos entre lágrimas: una parte consuela, y la otra es consolada.

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Sembrando buenas esperanzas cantamos con el santo Davida: “¿Por qué te acongojas, alma mía, por qué te me turbas? Espera en Dios que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío”“ (Sal 41 (42), 6).

Aquí se recomienda las lásgrimas como medio curativo contra la acedía. Justamente es un signo de la acedía encontrarse duro y sin sentimientos. Se está como consumido, vacío y seco, sin sentimientos para no tener que sentir el dolor. Las lágrimas rompen la coraza y la vida puede de nuevo irrumpir en el alma. Los antiguos monjes consideran las lágrimas como lluvia fecundante que riega y da vida al alma seca.

El segundo medio que Evagrio recomienda es el conocido método antirrético. Pero es interesanete su descripción: el alma se desdobla e inicia consigo misma un diálogo. Representa a la vez dos papeles: el que habla y el que responde, el consolador y el consolado. Este método también se utiliza hoy en Psicología. Se recomienda imaginar que hay alguien sentado enfrente en una silla. Así se comienza un diálogo con el propio Yo que está sentado en la orilla de enfrente. Se le deben comunicar todas las angustias y deseos y hablar con él. No se debe tener una actitud autoritaria y dura con el interlocutor sino tomar en serio sus sentimientos y sus deseos. También Evagrio toma en serio dar consejos, hablar de las tristezas y turbaciones del alma. No juzga, sino que empatiza la tristeza para consolarla con la esperanza en Dios.

Otro medio en la lucha contra la acedía lo da Evagrio recomendado permanecer en la celda.

“Alguien dijo al Abba Arsenio: “Mis pensamientos me atormentan di-ciéndome: tú no puedes ayunar ni puedes trabajar. Visita, al menos a los enfermos pues también esto es caridad”. Pero el Espíritu que conocía la semilla del demonio, le dijo: “Ve, come, bebe, duerme y no trabajes. Únicamente no abandones la celda”. Así comprendió que el permanecer en la celda lleva al monje a su recto comporta-miento ordenado”.

Evidentemente, aquí caen por la borda principios bíblicos ascéticos fundamentales. Es una renuncia a la ascética y hasta se pide una renuncia al amor al prójimo; permanecer en la celda parece tan importante que se puede poner sin escrúpulo sobre otros mandamientos.

En una sentencia de los Padres se pone permanecer en la celda como cúspide de todo. Se puede hacer y dejar de hacer todo lo que se quiera: “¡Sólo da como prenda tu cuerpo a los muros de tu celda!” ¿Qué lleva a los monjes a darle tanta importancia al hecho de permanecer en la celda? Quieren oponerse al atacante y escapar

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de su tentación. Precisamente si alguien está en eferverscencia, si se siente a disgusto y todo amenaza con explotar, justamente entonces hay que permanecer en la celda. Pues sólo quedándose se llega a la raíz de los problemas íntimos. Alguna vez tendrá uno que tropezarse, tocando el fondo de sí mismo, con lo esencial. Salir de la celda y huir a las actividades sería hacer perder la ocasión de penetrar en ese fondo. Evagrio pone el ejemplo del vino que tiene que estar largo tiempo en el mismo lugar sin ser movido. Sólo así se hace puro y de buen gusto.

Casiano describe esta experiencia con otra imagen:

“No es nada de extrañar que si uno permanece en la celda donde los pensamientos, por así decirlo, quedan estrechamente encerrados, casi se sofoque por la cantidad de angustian que salen, como caba-llos desbocados junto con el interesado, de la prisión de la celda. Por un momento, mientras corren al establo se produce un pequeño y triste consuelo. Pero cuando el cuerpo vuelve a su celda y el rebaño de pensamientos se serena, el gozo de la inveterada libertad sólo produce espimas malignas. En el caso de aquellos que todavía no pueden o no quieren luchar con las provocaciones de sus instintos, el tedio ataca a su pecho desacostumbrado. Están en la celda llenos de angustia y relajando la estricta regla se permiten más frecuente-mente la libertad de salir. Con este imaginario remedio se provoca una peste maligna creyendo que pueden apagar la fuerza de la fie-bre interior con un sorbo de agua fría; pero, por el contrario, con esta actitud, el fuego en lugar de apaciguarse se inflama más y tras un momentáneo alivio sigue una apretura mayor”.

El conflicto interior tiene que llegar a su punto culminante antes de ser resuelto. La fiebre ha de ser curada en su raíz. El tratamiento de los síntomas no es suficiente.

Otra ayuda en la lucha contra la acedía es el pensamiento de la propia muerte:

“Nuestro santo y experimentado maestro decía: El monje tiene siem-pre que estar en una disposición como si fuese a morir al día siguien-te y usar de su cuerpo como si tuviese que vivir con él muchos años. Esto, dice, aparta por un lado los pensamientos de la acedía y hace al monje más celoso. Por otra parte, mantiene el cuerpo sano y con-serva constante la moderación”.

El pensamiento de la muerte no lleva al monje a una mayor tristeza sino que por el contrario le libra de ella. En medio de grandes aperturas puede incluso aparecer la muerte como solución. Sin embargo los monjes consideran esto como una tentación de blasfemar contra Dios, dador de la vida. por eso el pensamiento de la muerte sólo es fructífero si no arruina lo sano sino que mantiene

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la tensión de estar dispuesto a morir todos los días y a la vez mantener su cuerpo como si se fuese a vivir cien años.

Evagrio aconseja además – en la lucha contra la acedía – llevar una vida bien regulada. Supera al ataque de la acedía aquel que pone en su vida un firme orden y regula sabiamente la alternancia de oración y trabajo, tensión y distensión. Dice así Evagrio:

“La acedía se cura con la autosuperación haciendo todo con gran so-licitud y temor de Dios. En cada obra fija bien el tiempo y la medida y no ceses hasta que la hayas terminado. Reza frecuentemente y desde tu interior y el espíritu de la acedía te dejará”.

Una vida ordenada es un medio seguro para ordenar un interior desordenado. El orden externo preserva de caer en el desorden del propio inconsciente. Poimen dice: “Si el hombre mantiene orden no quedará confundido”.

Si el alma ha perdido en la acedía su tono vuelve a ganar su temple con un orden exterior que es necesario para la salud.

Evagrio considera muy dificil luchar contra vanagloria si toda victoria sobre este vicio es ocasión de nueva fama. La verdadera victoria sobre la vanagloria no se puede conseguir con la itención sino solamente por la experiencia:

“Quien ha alcanzado la “gnosis” (el conocimiento) y ha gustado la alegría que viene del conocimiento no es tentado ya más por el de-monio de la vanagloria que le presenta todas las alegrías del mundo ante los ojos. ¿Qué le podría ofrecer más grande que la contempla-ción espiritual? (experimentando) la gnosis (conocimiento contem-plativo) ejercitaremos celosamente la práctica, mostrándole a Dios que nuestro único objetivo es hacerlo todo para alcanzar su conoci-miento”.

El que ha experimentado a Dios no tiene necesidad de envanecerse ante los hombres. Está curado del deseo de hacerse grande ante los hombres. Al que se le ha manifestado Dios se le borra toda gloria humana. Sin embargo, el que no ha tenido esta experiencia debe mantenerse en la ascesis, en todas las prácticas que los monjes le aconsejan. Casiano cita un medio eficaz contra la vanidad que es observar la regla de los Padres y no hacer otra cosa que lo que los Padres vivieron en el pasado. Este mismo consejo lo da Benito en el octavo grado de humildad:

“El octavo grado de humildad es que nada haga el monje sino lo que persuade la regla común del monasterio y el ejemplo de los ancia-nos” (Regla, Cap. 7).

De esta manera no se considera el monje ni sus logros como algo extraordinario, sino que se reconoce como débil compañero de

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lucha. Sobre todo, por la tentación, se siente impulsado a guardar la regla fielmente en sus términos y que ya otros guardaron.

Contra el demonio del orgullo se dirige este consejo:

“Acuérdate de tu vida pasada y de tus antiguas faltas, de cómo esta-bas dominado por las pasiones y que por la misericordia de Cristo te ves libre de ellas, habiendo salido del mundo que frecuentemente y mucho te humilló. Medita también lo siguiente: ¿Quién es el que te protege en el desierto? ¿Quién mantiene lejos a los demonios que crujen los dientes contra ti? Tales pensamientos fomentan la humil-dad y cierran la puerta al demonio del orgullo”.

Todos estos pensamientos deben llevar a cada uno al convencimiento de que lo bueno en nosotros es un regalo de Dios del que nos hemos de alegrar pero que tenemos que considerarlo como regalo y no como merecimiento propio. Quien así se mira mantiene consigo mismo una sana distancia. Tiene verdaderamente en cuenta sus fuerzas, pero sabe que le han sido dadas, y dadas como tarea, que significa también responsabilidad.

SIGNOS DEL TRIUNFO SOBRE LOS DEMONIOS

La situación que se alcanza con el triunfo sobre los demonios la denominan los autores monásticos de diferentes modos. Para Casiano es la pureza de corazón, para Benito la humildad, para Atanasio la ataraxía, esto es, la serenidad y equilibrio; para Evagrio la apatheia, ausencia de pasiones. Aquí señalaremos solamente algunos signos de esta situación o estado siguiendo a Evagrio en su Tratado Práctico.

“Cuando la mente comienza a orar sin distracciones es cuando cesa por completo la lucha de la parte emocional del alma, tanto de día como de noche”.

La oración sin distracciones es para Evagrio la más alta actividad del entendimiento. El entendimiento está en sí mismo y no es perturbado por las emociones. Entonces es capaz de contemplar a Dios. Ha cesado el ir y venir de las emociones. El hombre se ha encontrado a sí mismo, no en una situación sin sentimientos sino en una disposición en la que llega a la paz con sus sentimientos porque están por completo dirgido a Dios.

“Una prueba de la apatheia es que el entendimiento comienza a ver su propia luz, permanece tranquilo ante las imágenes de la fantasía durante el sueño y contemplando tranquilo las cosas”.

El entendimiento ve su propia luz. Esta idea es un punto esencial en la mística de Evagrio. En el lenguaje de Jung esto significaría: El hombre ha encontrado su “sí mismo”, se ha hecho consciente del

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núcleo de su persona. Estar libre de las imágenes de la fantasía es una señal de que el inconsciente está lo suficientemente integrado para que no sufra influencias perturbadoras. Mirar las cosas tranquilamente es algo que Evagrio lo aclara con más detalle en otro lugar:

“Del mismo modo que un espejo no se mancha con las imágenes que refleja, así queda el alma libre de pasiones sin ser manchada por las cosas de este mundo”.

El hombre reconoce las cosas pero no le exaltan para nada. Se podría decir que es un hombre que mira las cosas sin que proyecte en ellas sus propias emociones y deseos. Como ha recogido sus proyecciones, las cosass no le perturban las emociones y los impulsos que están escondidos en el fondo de toda proyección. Para el que ha vencido a los demonios, el mundo está desdemonizado. Los demonios no pueden luchar contra él valiéndose de las cosas de este mundo. El monje conoce las cosas tal cual son. Con su victoria sobre los demonios ha liberado las cosas para sí mismo.

“El alma posee la apatheia cuando no son solamente está libre de pasiones con respecto a las cosas sino cuando está también sin in-quietud (ataraxos) ante los recuerdos”.

No solamente está en orden la relación con las cosas y las personas del presente sino también con respecto al pasado. Quien ha vencido a los demonios ha sanado su pasado, ha salvado su propia historia vital. Los recuerdos no son ya heridas que constantemente revuelven sus problemas, no son ya la causa de proyecciones, sino que están curadas, no producen perturbación, amargura, resentimiento. Los sentimientos de odio y las amarguras que hemos forjado como reacción ante nuestras humillaciones se ponen a la luz. Así las pudo curar Dios. Ahora ya no envenenan nuestra vida. han perdido toda su fuerza. Se acepta el pasado. De esta manera los demonios no pueden usar nuestros agravios y heridas para provocar irritación, cólera o tristeza en nosotros. Y como el pasado está curado podemos orar a Dios sin distracción. Durante la oración no aparecen los recuerdos de las heridas que nos apartan de Dios. Somos capaces de estar completamente presentes y abrirnos del tono al Dios presente.

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CONCLUSIÓN

De las descripciones de la lucha contra el demonio hechas por Evagrio Póntico, Atanasio y Casiano, podemos comprobar que los antiguos monjes tuvieron una fuerte experiencia de la relación con el mal, con las sombras, con el contenido del inconsciente. Su lenguaje mitológico que describe la amenaza del mal como tentación de los demonios, fue para aquellos monjes una ayuda para señalar la superación de lo que C. G. Jung llama las propias sombras o el inconsciente personal y colectivo.

Los monjes sabían designar los peligros que les amenazaban desde el contenido inconsciente. No los reprimían sino que los sacaban a luz, los exponían, los cercaban y así les quitaban su peligrosidad. Estas amenazas y peligros los designaríamos de otra manera en el lenguaje psicológico de hoy. Sin embargo la Psicología con su lenguaje empírico no puede captar lo que hay detrás de esas amenazas y riesgos. El lenguaje mitológico, tras lo comprensible psicológicamente, deja todavía espacio para lo no comprensible, para lo simplemente pretensible o sugerible. Esta realidad que aparece en las imágenes e ideas de la mitología no puede reducirse a puros estados psicológicos. La Psicología puede solamente describir el reflejo empíricamente cognoscible de esta realidad, pero la realidad misma se le escapa.

Experimentamos en nuestro camino hacia Dios constantemente una fascinación por el mal, sentimos cómo el mal quiere atraernos. Los mecanismos que se producen en nosotros y los fenómenos físicos y psíquicos que aparecen los puede describir la Psicología. Sin embargo lo que hay detrás de esta facinación, el misterio del mal, que constantemente ha sido expuesto en las religiones, filosofías y mitos de todos los pueblos, queda como incaptable para la investigación psicología.

El lenguaje mitológico de los antiguos monjes no quieren aprehender la cosa en sí, sino solamente ayudar a relacionarse con ella de manera recta. C. G. Jung piensa que muchas alteraciones neuróticas podrían ser causadas porque hay contenidos en nuestro inconsciente para los cuales no tenemos ningún lenguaje. Como no pueden ser ni dichos ni manifestados no los podemos hacer conscientes y por ello actúan perturbadoramente en nuestra conciencia.

Cuando los monjes hablan de la lucha con los demonios, cuando se refieren a distintas tentaciones, impulsos, emociones y causa de estas emociones, hacen palabra los contenidos que yacen escondidos en el inconsciente de todo hombre y que desde allí actúan en la conciencia. Jung considera correcto y ventajoso para

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nuestra salud psíquica que hablemos todavía hoy con imágenes mitológicas y con ideas religiosas cuando se trata de la confrontación con el inconsciente.

“Porque estas imágenes mitológicas e ideas religiosas ofrecen símbolos instrumentales mediante los cuales pueden ser conducidos los contenidos inconscientes a la conciencia y allí ser interpretados e integrados. Si esto no sucede se filtran energías considerables que normalmente no están muy acentuadas y se convierten en contenidos conscientes cuya intensidad llega a ser patológica. De esto surgen aparentemente sin fundamento, fobias y obsesiones como exageradas ideas, idiosincrasias, representaciones hipocondríacas y perversidades intelectuales que después se enmascaran social, religiosa o políticamente”.

Los monjes expresan en su descripción de la lucha con los demonios, una realidad que todos nos hemos de plantear. En nuestro camino hacia Dios experimentamos que hay en nosotros muchas cosas que intentan apartarnos de Dios. Hay impulsos, deseos ávidos, necesidades encubiertas, afán de cpoder, emociones negativas que nos hagan ciegos para ver la realidad, afectos vehementes que nos confunden y nos impiden la mirada hacia Dios. Los monjes han experimentado que no se puede ir a Dios sin plantearse esos impulsos y emociones. No se los puede reprimir; tenemos que autoconfesárnoslos y tratar con ellos. La relación con el mal tiene distintas formas. Unas veces se admite su cercanía para observarlo detalladamente y así poderlo superar. Otras veces hay sólo la posibilidad de cortar por lo sano lo negativo para adaptar al demonio. Las urgencias que con los impulsos vienen a la lengua deben confesarse y darles la importancia debida. Se tiene que hablar incluyendo los deseos y los afectos para ponerlos en orden. Así no nos molestan más en nuestro esfuerzo por abrirnos a Dios y dejarnos conducir y transformar por el Espíritu de Dios.

Es igual el nombre que demos a las dificultades que nos apartan de Dios y, con ello, de nuestra autorrealización. Lo decisivo está en enfrentarnos con estas dificultades y no caer en la tentación de nos prestarles atención o reprimirlas víctimas de un exceso de idealismo irreal.

Los antiguos monjes pueden ayudarnos a superar nuestros riesgos y nuestras tentaciones mediante el reconocimiento claro del mal en nosotros y luchar con todo empeño por una transparencia interior y apertura sin reservas antes Dios para que nuestro corazón se abra constantemente al espíritu y al amor de Dios.

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ORACIÓN A SAN MIGUEL ARCÁNGEL

San Miguel Arcangel, defiéndenosen la lucha. Sé nuestro amparo contrala perversidad y asechanzas del demonio.Reprímale Dios, pedimos suplicantes,y tú Príncipe de la Milicia Celestial,arroja al infierno con el divino podera Satanás y a los otros espíritusmalignos que andan dispersos por elmundo para la perdición de las almas.Amén.