gus y la casa voladora

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Y LA CASA G U s VOLADORA Carmen García-Roméu

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Un cuento para niños con mucha imaginación.

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Y LA CASAGUs

VOLADORA

Gus y la casa voladora

Carmen García-Roméu

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Con una familia tan rara, Gus está acostumbrado a que cualquier cosa pueda ocurrir a su alrededor. Sin embargo, lo último que podía esperar es que la casa vuele por los aires... y viaje por el espacio/tiempo.

978-84-939381-7-8

narvaleditores.com

Carmen GarCía-roméu nació en Alicante y reside en Madrid. Es licenciada en Derecho y trabaja en Hacienda, donde ha vivido momentos muy divertidos. Tam-bién es escritora y ha publicado dos libros para adultos, Bajo cuerda y Sujetos pasivos. Gus y la casa voladora es su primera novela juvenil.

Va l e n t í Po n s a nació en Terrassa a finales de 1976. Desde entonces ha vivido en ocho casas, tres ciudades y ahora en un pequeño pueblo. Cuando empezó a dibujar, todas las tardes engullía una bolsa de cruasanes y un litro de zumo de naranja. Ahora le da miedo ensuciar los dibujos y por eso, siempre que puede, los hace con el ordenador.

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Carmen García-Roméu

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Ilustraciones de Valentí Ponsa

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Primera edición: abril de 2012

© del texto: Carmen García-Roméu, 2012© de las ilustraciones: Valentí Ponsa, 2012© de esta edición: Narval Editores, 2012

[email protected]

ISBN: 978-84-939381-7-8Depósito legal: M-10573-2012

Impreso por Elecé Industria Gráfica, S.L.

Se permite la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales y/o en el espacio/tiempo.

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A mis nietos Carlos, Carmen y Nico,para que nunca dejen de ser

cometas en el cielo

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Mi familia, mi casa y un montón de tuits

Cuando todo se precipitó, todavía no tenía muy claro si nuestra casa tenía vida propia o la dirigía el tío Lo-renzo desde su laboratorio, pero lo cierto es que nos dio un susto de muerte.

El primer susto gordo gordo fue la tormen-ta de colores. Así comenzó esta historia, con rayos que entraban y salían por la chimenea y chispazos de colores verdes y rojos. La casa se dio la vuelta y los muebles se pusieron patas arriba. Se cayeron los armarios, las mesas, las literas y los platos de las pa-redes del comedor. Se escuchó un trueno. La abuela empezó a gritar y todos nos tuvimos que aferrar a lo que pudimos; a los hierros de las ventanas, a las puertas, a las barandillas de las escaleras… Los pelos se nos levantaron y se fue la luz. Después entramos en un túnel negro que nos hacía girar como en una montaña rusa.

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La casa parecía querer lanzarnos a todos por la ventana, harta de nosotros, como si no nos aguantara ni un minuto más. La abuela y la bisabuela se pusie-ron a rezar como si ya hubiese muerto alguien. No parábamos de chillar cuando la casa giró en redondo. Pero una vez nos habíamos asentado en el techo, vol-vió a su posición natural, y luego otra vez, y otra, sin parar. Botábamos como pelotas y con cada bote nos hacíamos más heridas.

Después sólo recuerdo un silencio raro. La mano de mi prima Clarita buscando la mía por entre cuer-pos y primos. Pero sobre todo sus uñas clavadas en mi brazo.

Después nada.

Pero lo que sí tengo claro es que ese disgusto de la casa, ese volar sin sentido y ese viajar de acá para allá fue por culpa del tío Lorenzo, el inventor.

Todo comenzó cuando se empeñó en modificar el sillón orejero de la abuela para que pudiese prime-ro volar y más adelante viajar por el espacio/tiempo. Pero como hace mil cosas a la vez, se confunde, mez-cla unos inventos con otros y luego pasa lo que pasa. Que no le echase luego la culpa a los rusos. Porque lo que está claro es que él, al principio, pretendía volar en un sillón de orejas con mando a distancia para sal-var de la ruina a la familia.

Claro que para entender por qué la familia esta-ba en la ruina, y el lío en el que nos metió, tendría

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que empezar por el principio, unos días antes. Aque-lla tarde que escuchamos llorar a la bisa mientras mi prima Clarita y yo jugábamos a su juego predilecto: el tres en raya. Escuchamos ruido en el techo, justo en el desván, y como allí no suele subir nadie nos pusimos nerviosos por si era una rata, un ladrón o un asesino.

—Es la casa —dijo Clarita—. A veces refunfuña.—No digas tonterías.—Shhhhhh, no hagas ruido.Subimos la escalera de puntillas. Intentamos abrir

con mucho cuidado la puerta del desván, pero recor-dé que crujía en cuanto le ponías la mano encima y no me atreví. Ya he dicho que la casa tiene sus manías y cuanto más desapercibido quieres pasar, más cruje.

Me temblaban las rodillas y me quité los zapatos para acercarme a la pared. Hice hueco con las manos y escuché la voz de la bisabuela:

—Pero ¡hombre de Dios! —dijo—, ¿cómo has podido hacer una cosa así? ¡Ay, ay!

Busqué algo para escuchar con más claridad, pero sólo oía a la bisabuela lloriquear y al bisabuelo decirle que no se preocupara, que todo se arreglaría.

—Eres un irresponsable redomado —repetía ella. Y él le contestaba que si había sido el culpable, lo arreglaría.

De pronto oímos algo que nos alarmó, porque lo dijo muy alto y muy claro:

—¿Cómo se lo diremos? ¡Qué tragedia para la fa-milia! ¡Ay, ay!

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Nos quedamos preocupadísimos porque era un asun-to que nos afectaba a todos. «A la familia», había dicho. Y esos éramos nosotros, que somos muchos, por eso vivi-mos en una casa muy grande. Veinticuatro, nada menos: los bisabuelos, los abuelos, los tíos abuelos, mis padres, los hermanos de mi padre, los hijos de todos... Todavía seríamos muchos más si a los tatarabuelos no les hubiera dado por emigrar a América con la otra rama de la familia.

En mi casa no hay costumbre de morirse. La bisabue-la le llama a eso ser «longevo». La casa está llena de literas para que quepamos todos y hay un mon-tón de líos y normas para entrar al baño. Sobre todo normas. Pero no me importa demasiado con tal de no dormir solo. No es que sea un cobarde, pero uno tiene sus miedos. No son cosas que yo vaya contando por ahí, aunque algunas veces da la impresión de que lo sabe todo el mundo.

Por eso no me importa que seamos tantos y que haya que hacer turno hasta para limpiarse los zapatos.

El caso es que después de escuchar algo tan gordo no sa-bíamos qué hacer. Clarita y yo nos pasamos la tarde ima-ginando desgracias que nos podían suceder, a cuál peor.

—¿Qué puede haber hecho el bisa para que les dé miedo contarlo? —preguntó Clarita.

Se nos quitaron las ganas de jugar y, aunque no volvimos a oír voces, Clarita me pidió que la subiera al armario para ver si desde allí podía escuchar algo. Está gordísima y me costó mucho, total para nada.

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—Hablan de préstamo, tipos de interés y de la prima de riesgo —dijo apartándose los mechones que siempre tiene en la cara—. ¿Tú conoces a esa prima?

Luego, al ver que bajaban las escaleras, nos escon-dimos en un armarito como si fuésemos detectives. Se separaron en el primer piso. El bisa entró en su despacho y la bisa en la cocina.

Clarita me explicó que lo mejor era seguir a la bisa. —¿Para qué, si el bisa ya no está con ella?—Porque suele hablar sola y lo cuenta todo. —Anda ya. Eres una cotilla. Nos escondimos tras el armario de las verduras.

La bisa escribía algo en un cuaderno. —Vámonos ya.La bisa metió el papel en un cajón de la nevera y

dijo de pronto:—Es imperdonable llevar a la familia a la ruina.

Me las pagarás, Benancio. ¡La ruina! Decidimos esperar a que se marchara

para salir de nuestro escondite.De pronto noté una mano en mi hombro. Se me

disparó el corazón y me quedé sin sangre en el cuer-po. Era el tío Lorenzo.

—Hola, Gus. Me alegro de verte. —¡Qué susto!—¡Chssss! Tenemos que hablar. Sígueme; quiero

enseñarte algo. Clarita se ofendió mucho porque a ella la excluye

siempre de sus secretos, aunque no lo hace porque le

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tenga manía ni nada por el estilo, sino porque es gafe y con los gafes hay que tener cuidado.

—Te prefiere a ti porque los dos sois pelirrojos. Para Clarita todo se basa en el parecido. Si te pa-

reces a la bisa eres desconfiado; si a la abuela, cotorra. Y así con cada uno.

Ya en su laboratorio, el tío bajó las persianas y se cercioró de que no hubiera nadie escuchán-donos. Al principio pensé que me hablaría de «la ruina», pero no parecía muy intranquilo, más bien ilusionado, como cuando acaba de inventar algo. Y esa era la cuestión: había inventado la Kétchup-Metralleta, un dispensador de kétchup con mando a distancia y forma de tanque transportador: así lo podía dirigir él desde su asiento a la hora de la cena.

—Así nadie se tendrá que levantar, Gus. ¿Qué te parece?

Me hubiera gustado decirle que era una boba-da más de las suyas, porque jamás nos levantamos para servirnos, sino que nos pasamos las salsas unos a otros. Pero como le pone tanta ilusión a todo, celebré el invento.

—¡Qué guay!—Quiero sorprender a todos esta noche, así que

no se lo digas a nadie. Ya sabes, en cuanto la abuela saque la fuente y la coloque encima de la mesa...

Le encantan los secretos. Se pasa la vida hablando bajito:

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«No se lo cuentes a nadie, pero he inventado la Cuchara Intrépida. Se envalentona cuando la persigues con escoba, da la vuelta y te persigue ella a ti. Da unos sustos tremendos», o «Es un secreto: de la lámpara cae-rán confetis a las diez de la noche…». Siempre igual. Pero esta vez se calló al escuchar cojear al bisa.

El bisa perdió la pierna en la Guerra Mundial, en el desembarco de Normandía. Se lo cuenta a todo el mundo. Casi parece que la guerra la ganó él y que por eso perdió la pierna.

«Vi la bomba en la arena a punto de explotar. Los soldados desembarcando y el arma mortífera ahí, a mis pies. La cogí con mis propias manos. Corrí con ella hasta un descampado para salvar a mi escuadrón. Le pegué una patada y perdí la pierna». Luego cierra los ojos y se toca la solapa como si buscara la medalla que le dieron por valiente.

Ahora es héroe de guerra. Tiene un carné que dice, y según él, no sólo le permite entrar gratis a to-das partes, sino colarse.

—Lo siento, soy mutilado de guerra —dice, y da la vuelta a la solapa. Nadie se atreve a contrade-cirlo, y algunas veces incluso aprovecha para colar-nos a todos.

—Efectos colaterales: vienen conmigo. Entre los inventos del tío Lorenzo y las que

monta el bisa, está claro que mi familia es diferente. No es que haga magia ni que tenga poderes extra-ños: nadie atraviesa paredes ni nada por el estilo.

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Todo lo que hacen es inventado. En mi casa se inven-ta mucho. Lo nuestro, según el tío Lorenzo, es la alta tecnología. Bueno, inventan ellos mientras yo juego a la Play, pero ayudo al tío cuando se atasca. Las pare-des de nuestra casa están llenas de fórmulas y no está prohibido desarrollar una, es más, se agradece. «Eso es inventar: desentrañar los misterios de la naturaleza. Para eso tenemos la mente», dice el tío, y luego eleva la ceja izquierda. Por eso nunca debí extrañarme de que un día fuéramos a volar por el espacio/tiempo.

La tía Juana, por ejemplo, es escritora bloquea-da. Ha inventado un sistema a través del wi-fi para comunicarse con otra dimensión, y lo que escribe se lo dicta Cervantes o Shakespeare, depende del día. Se bloquea cuando no encuentra quién le dicte.

Con tantos tíos, me gustaría tener más primos de mi edad para poder jugar, pero sólo tengo a Clarita, que tiene dos años menos, diez, y Carlos, que tiene catorce y es un sabelotodo. En casa está prohibido hablar de que Clarita es gafe. No se lo decimos para que no coja complejo y se obsesione, pero en el cole-gio se ha dado cuenta todo el mundo. Cuando entra en clase se cae algo o la profe se resbala. Los compa-ñeros cruzan los dedos y tocan madera. Nadie quiere que juegue en su equipo. A mí me da pena porque siempre está sola, y a lo mejor es por eso por lo que no hace más que comer. Tiene diez años y está solte-ra. Ya sé que estar soltera a su edad es normal, pero es que la abuela se ha empeñado en que lo va a estar

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para siempre, que si no se le quita ese don del gafe no habrá quien quiera casarse con ella. Los dones no siempre son buenos.

Pero a lo que íbamos. Aquel día, antes de cenar, volví a entrar en el laboratorio del tío Lorenzo para ver si me contaba lo de la ruina, pero estaba escribiendo fórmulas en una hoja de papel. Tenía un montón de cosas viejas encima de la mesa.

—¿Para qué las quieres? —le pregunté.—Estoy intentando construir un sillón volador. —¡Qué pasada!—Quiero que tenga conexión al iPod, auricula-

res y, bueno, hasta nevera portátil. —¿Me dejarás que te ayude? —Cuento contigo para las nuevas tecnologías.

Cuando no vuele quiero darle algún provecho, como que se puedan ver pelis y jugar a videojuegos, sin olvi-dar el efecto vibración bajo el asiento que reaccionará al sonido de las balas.

—Te ayudaré. Si lo digo en el colegio van a flipar. —Ni hablar: es un secreto. Tengo un colega ruso

que me sigue los pasos. Sabe que intento ir más allá en mis investigaciones y no hace más que preguntarme.

—Pero si Rusia está muy lejos.—Nos comunicamos por Twitter y sabe cómo

preguntar para sonsacarme. Mira, utiliza claves para conseguir retuits con sus tuits y así hacerse notar.

—¿¡Qué!?

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