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He perdido la voz en el camino que hasta Ti me condujo; sólo traigo limpio el paisaje de mi fe llovida y este nudo de angustia en las entrañas.

Mas te hablaré sin voz; con el idioma del niño sin nacer dentro del seno, o de la mano abierta del mendigo sucia de soledad y desamparo.

Yo penetro al aroma de tus bosques como venado en fuga. El terremoto abrió grietas de lumbre en mi carrera. La borrasca asestó su artillería

contra mi ser inerme. ¡Qué tremendo es sentir aherrojados los tobillos por cadenas de espanto, cuando el mundo empieza a arder en torno a mi parálisis;

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y estar de pie, desnudo ante la noche bajo nubes de fuego y de granizo cuando estalla en pedazos lo que existe a la fúnebre luz de los relámpagos!

Por eso llego a Ti: de la absoluta miseria y del terror, cuando se encuentra el hombre ante el enigma de sí mismo y todo alrededor desaparece.

Sólo traigo la fuerza necesaria para caer, ante tu paz, en tierra y estarme así, besando las raíces de tu encina de luz y de dulzura.

Mi corazón –agónica magnolia- sólo tiene la vida suficiente para dejarte impreso su latido en el negro cristal de tus pupilas.

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Señora del silencio y de las nieves, escóndeme en la paz de tus alturas. Yo sé que en lo florido de tus bosques tienen asilo el sol y las estrellas.

Por todos los senderos de mi rostro baja una amarga procesión de lágrimas; mi corazón se cubre de ceniza para decir sus preces hechas sangre.

Si para mí clausuras tus linderos, ¿quién me recogerá? Si están vedadas para mí tus cisternas compasivas ¿dónde hallaré, para mi sed, alivio?

Mas al llegar al seto hospitalario de tu piedad, sus hondas latitudes mientras más se conocen, se dilatan y menos puede el alma conocerlas.

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Emperatriz celeste de los lirios, a Ti vuelan mis ansias dolorosas como palomas prófugas, al arca mecida por las crestas del diluvio.

Eres inaccesible a los relámpagos; tus nardos no conocen las tormentas; de tus valles floridos siempre manan serenidad y luz, bálsamo y mieles.

Manda sobre la noche de mis noches el novilunio azul de tu sonrisa y en el cálido lino de tus manos dame a comer el pan de tu ternura.

Sobre mis labios se untará de nuevo la más dulce palabra de los siglos: lo que –hecho Niño- la Sabiduría supo encontrar para llamarte: Madre.

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Autor: Fr’ AsinelloP. Benjamín Sánchez EspinozaEspejo y Enigma

Ave Mundi Spes María - Cantos Gregorianos