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Los Cuadernos del Pensamiento
HOBBES Y LA TEORIA
DE LOS SISTEMAS
AUTORREFERENCIALES
José M: García Blanco
I e uando se intenta escribir algo sobre Hobbes desde el punto de vista de las ciencias sociales, parece que es obliga
. do pu�to de_ referencia interpretativo la amphamente difundida teoría del «individualismo I_Josesivo» (cfr. C. B. Macpherson, 1970), y ello mcluso cuando hoy se apela «positivamente» � Hobbes para intentar legitimar -más que exphcar- la tan manoseada «ola de individualismo egoísta que nos invade».
Este escrito, en cambio, intentará ver el significado sociológico de la obra de Hobbes en el context<? de la llamada «antropología burguesa» de, l?s siglo� X:VI y XVII, en cuanto expresiónteonco-semantlca del cambio estructural experimentado por la sociedad occidental en dirección a la modernidad. A tal fin nos servirán como puntos de referencia fundamentales por un lad?,,
el famoso estudi? de Dilthey sobre La funczon de la antropologza en la cultura de los siglos
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XVI,Y XVII (W. Dilthey, 1944), y, por otro, lateona de Luhmann sobre la evolución socio-cultural y las conexiones entre estructuras sociales y semántica en el tránsito europeo hacia la modernidad (N. Luhmann, 1981 y 1988).
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A la luz de la teoría de los sistemas autorreferenciales o autopoyéticos (cfr. H. Maturana y F. J. Varela, 1982, p. 170 ss.), la sociedad (como todo otro sistema social) puede ser pensada como un sistema autopoyético, esto es, que produce y reproduce los elementos («comunicaciones») de los que consiste· y en virtud de ello puede decirse igualmente q�e es autorreferencial esto es, que en las relaciones entre tales elemento� existe siempre una remisión a esta autoconstitución� no manteniendo, además, ninguna relación ambiental que no sea a la vez autorrelación (cfr. N. Luhmann, 1984, caps. III y IV).
Las distintas sociedades se distinguen entre sí en virtud del distinto modo en que se estructur�n J?Or la vía de la diferenciación interna; lo que sigmfica que los diversos modelos de sociedad pueden distinguirse según el principio conforme al cual crean límites internos que definen subsistemas �<?cietales, los cuales, como tales sistemas, participan plenamente de las características de la autopoyesis o autorreferencia.
Desde el punto de vista de la evolución sociocultural, la sociedad medieval europea puede ser ent�ndida como u�a sociedad estratificada; es declf, como una sociedad cuyo principio de diferenciación básico era el de su división en estratos desiguales, diferenciados a su vez internam�nt� _de f�rma segmentaría (en familias). El pnnc1p10 bas1co de orden de la sociedad conforme a ello, era un principio de rango, qu'e articulaba una jerarquía social acompañada de una semántica sobre la desigualdad natural de los hombres (cfr. N. Luhmann, 1981 a, p. 25 ss.).
Frente a este modelo, el de la sociedad modern� que comienza a emerger en la tardía Edad M�dia _europea se caracteriza por su articulación p��mana �n torno a un principio de diferenciaczon funczonal; esto es, se trata de una sociedad en la que el principio básico de diferenciación es el de la for1:1ación de subsistemas especializados en el tratamiento de algún problema social básico conforme a cuyas exigencias se ordenan específi� cos ámbitos de comunicación (ibid., p. 27 ss.).
Una consecuencia importante de ello es que los subsistemas constituidos no pueden ya ordenarse en una escala jerárquica (ni siquiera de control cibernético), pues todos son indispensables para la sociedad en igual medida y no pueden ordenarse más que situacional y/ o temporalmente. Por otro lado del mismo fundamento se deriva que, en la medida en que cada subsistenc�a se focali�a en una concreta prestación funcional, la so�iedad en su conjunto no puede ya tener otra umdad que su propia y múltiple di-
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ferenciación. En otras palabras: la sociedad moderna es una sociedad «policontextual» (N. Luhmann, 1988) en la que no hay ni un simbolismo fundamental que la ordene ni un «centro» privilegiado de regulación y control. En comparación con la sociedad feudal, la sociedad moderna aparece, pues, como una sociedad «desregulada».
Todo ello tiene, pasando a otra dimensión, una decisiva consecuencia para la configuración de la relación de interpenetración entre hombre y sociedad (cfr. N. Luhmann, 1984, p. 286 ss.), y a través de ello para la misma concepción del primero en la semántica social: el hombre aparece ahora ya plena y definitivamente entendido como «persona», en el sentido de «ser psicológico». Tal giro semántico no representa sino que, a diferencia de lo que ocurre en las sociedades estratificadas o en las segmentarias, cada sistema psíquico no está asignado ahora exclusivamente a uno de los subsistemas de la sociedad -de modo que su identidad ya no descansa enuna «posición» o en la pertenencia a un «linaje»,o sea, directamente en el principio básico de diferenciación de la sociedad.
Los sistemas psíquicos, en este contexto, aparecen como «individuos privados», o lo que es lo mismo, que ya no pueden ser ordenados en uno y sólo uno de los subsistemas, pues aquí rige el principio de la inclusión universal; es decir, de la inclusión de todos en todos los subsistemas funcionales, pero no en la sociedad como un todo (isu «totalidad» es su propia diferencia!) -pues ésta ya no tiene espacios exclusivos de inclusión (ini posiciones privilegiadas que puedan aparecer como «parte» que representa al «todo»!)-, sino más bien fuera de ésta como tal todo.
Esta nueva situación es la que juntamente explica la idealización semántica representada por postulados valorativos como «libertad» e «igualdad», que, vinculados a la «individualidad», expresan los principios reguladores para la utilización socialfuncional de las peculiaridades personales, que hacen criticable toda jerarquía que no esté especializada funcionalmente y/o no sea modificable.
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Al comienzo de su trabajo arriba mencionado, señala Dilthey que «el cambio de las circunstancias [sociales] durante el siglo XV provoca, en contraposición a la negación del mundo de la Edad Media, un nuevo sentimiento de la vida (. .. ). La afirmación de la vida es el rasgo fundamental de la nueva época; el hombre y sus relaciones naturales con su ambiente se convierten en el centro del interés ( ... ). El reflejo filosófico de todo este movimiento lo tenemos en una amplia producción literaria: su objeto es el hombre ( ... ) y todo el conjunto de medios que ayudan a conocer los caracteres y ( ... ) las consecuencias que para la conducta de la vida se desprenden de este conocimiento del hombre» (W. Dilthey, 1944, p. 407). Por su parte, la antropología del si-
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glo XVII tuvo como función más importante el «fundar, prosiguiendo el trabajo emprendido por el siglo anterior, una teoría de la conducta de la vida y hasta de las ciencias del espíritu, basándose para ello en la teoría de los afectos» (ibid., p. 477).
Hobbes, según la interpretación de Dilthey, representa una de las más puras expresiones de la función atribuida a la antropología seiscentista. En efecto, en la obra de Hobbes, a través de una compleja articulación de influencias intelectuales clásicas (las teorías de las pasiones y de la moral de inspiración estoica y epicúrea), tardomedievales ( el nominalismo de Ockham, transmitido vía Bacon) y modernas (la cosmología mecánico-matemática galileana), se expresa un objetivo básico: conectar en un gran sistema teórico la naturaleza humana, la sociedad «natural» y un ideal de orden político. A la luz de tal proyecto, el esquema de la obra de Hobbes aparece con meridiana claridad para Dilthey: «si no hay más que cuerpos y movimientos, entonces será posible explicar, partiendo de los movimientos internos de los cuerpos vivos, la conciencia con todos sus fenómenos, a partir de la sensibilidad y los impulsos. En esta teoría encuentra el fundamento para la concepción del hombre, y ella le promete un conocimiento demostrativo de la doctrina de una política monárquica y de la doctrina de la razón de estado»
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(ibid., p. 379). Es decir, la concepción mecánica del mundo de Hobbes aspira a poder subordinar los hechos humanos y sociales (por este orden) a una conexión legal del mundo exterior; o lo que es lo mismo, su proyecto intelectual es el de encontrar un conocimiento de las leyes que rigen las relaciones entre fenómenos empíricamente observables, cuyo valor cognoscitivo provendría, conforme al pragmatismo nominalista de inspiración baconiana, de su valor práctico («utilidad»). Dilthey (ibid., p. 373) ve en todo ello, y con buen criterio, en mi opinión, un anticipo de lo que será la aspiración positivista que da origen en el siglo XIX al nacimiento de la sociología de la mano de Comte.
El espíritu del proyecto hobbesiano, pues, como el de toda la antropología seiscentista, se apoya en una interpretación fisicalista de la conducta humana, que rompe con la concepción naturalista-teleológica típicamente medieval. Como señala Luhmann (1981 b, p. 102), el cambio teórico así realizado implicaba una reorientación del concepto de causa de una visión «finalista» («Finalursachen») a otra «mecánica» («kausalmekanische Ursachen»). Tal cambio permite, a su vez, otro referente a la misma concepción de la naturaleza humana, entendida ahora ya no en términos «estáticos» sino «dinámicos»; o lo que es lo mismo, pone las bases para una interpretación del «ser» en términos del principio de la «autorreferencia», y no ya en los del tradicional modelo «sustancia/ accidente».
Todo ello representa, como Luhmann señala (cfr. N. Luhmann, 1981 a, p. 216), un intento teórico de ofrecer equivalentes semánticos que permitan expresar el estado de cosas que comporta el nuevo orden social. La antropología seiscentista, en este sentido, implica una ruptura teórica con el pensamiento medieval, pero que, como toda ruptura, sólo puede hacerse en referencia y conexión con lo anterior. Es decir, el pensamiento social europeo de los siglos XVI y XVII expresa el cambio social en marcha no a través de un nuevo concepto de sociedad, sino a través de una antropología que le permite conectar y romper a la vez con la tradición teórica (moral y jurídico-política, especialmente) de la vieja Europa.
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Los antecedentes semánticos en los que se apoyó la antropología seiscentista fueron, fundamentalmente, la teoría de las pasiones y el problema de la relación entre razón y pasión. Pero el tratamiento de esta temática, a partir de la mitad del XVII, ya no se hizo conforme a la tradición (principalmente la estoica), o sea, buscando fundamentar una «ética mundana», sino que condujo a una problematización profunda de la identidad humana, que estaba básicamente condicionada por la inclusión universal y la responsabilización atributiva experimentada por los hombres -en cuanto «seres libres e iguales»- en la nueva sociedad.
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La naturaleza humana aparece como compuesta de dos partes principales: «Razón» y «Pasión» (T. Hobbes, 1979 a, p. 91). La «pasión», en forma de «autointerés» (utilitarismo británico) o de «amor de sí» (moralistas franceses), es el mecanismo motivacional; mientras que la «razón» o «autoconocimiento» aparece como el mecanismo de autocontrol. Ambas partes expresan una relación fundamental del hombre consigo mismo: la expresable bajo el principio de «autoconservación», que, en el caso del utilitarismo británico, adopta la forma de un «egoísmo racional» (J. O'Neill, 1976, p. 297): los fines humanos -generados pasionalmenteson fortuitos, y la racionalidad no es sino la búsqueda eficiente de cualquiera de esos fines que el hombre se proponga. Todo ello significa que la forma básica de toda experiencia y acción humanas es la autorreferencia, lo que implica que cualquier relación del hombre con su medio (natural o social) es necesariamente autorrelación. Como señala correctamente Macpherson, aparece «el modelo del individuo posesivo, con apetitos, que se mueve por sí mismo» (C. B. Macpherson, 1970, p. 226).
Pero una consecuencia importante, e inadvertida para la interpretación hecha en términos del «individualismo posesivo», es que, frente a la tradicional concepción religiosa de la naturaleza humana, la conducta humana aparece ahora marcada por la nota básica de su indetermina-
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ción: el «yo» sólo se motiva, conoce o determina en relación a sí mismo. Esta indeterminación es una de las características del modelo antropológico del siglo XVII, pero dará origen a dos versiones diversas que extraerán distintas consecuencias de tal planteamiento.
Así, para los moralistas franceses (cfr. N. Luhmann, 1981 a), la autorreferencia se duplicará en una valoración positiva y otra negativa: la del «amour de soi» y la del «amour propre». Conforme a ella, las pasiones no son vistas en sí como positivas o negativas, y tal valoración dependerá de su control moral, el cual, pues, tiene su fundamento en la autorreferencia y sus problemas. Esta versión del problema, de fuerte raíz cartesiana, cuyos máximos exponentes son Abbadie, Malebranche y la escuela de Port-Royal, constituirá el fondo sobre el que se edificará posteriormente la filosofía moral y política de Rousseau (cfr. l. Fetscher, 1972, cap. II).
Para Hobbes, en cambio, la naturaleza humana hace a los hombres «querer y desear bonum sibi, lo que es bueno para ellos, y evitar lo que resulta penoso» (T. Hobbes, 1979 a, p. 203), de donde se deduce el derecho natural de todo hombre a conservar con todas sus fuerzas su propio ser. El hombre, pues, tiene derecho a emplear toda su fuerza, conocimiento y habilidad para su propia conservación, y dado que la Naturaleza ha dado todas las cosas a todos los hombres, por derecho natural, ius y utile, derecho y beneficio, son lo mismo» (ibid., p. 205). La antropología hobbesiana, pues, en el ámbito motivacional se mantendrá en la ambivalente posición del «autointerés», y al no profundizar su concepto del «yo» por debajo de tal nivel, no podrá separar «egoísmo» de «amor de sí», lo que le hizo -iy aún hoy le hace!- objeto de ásperas críticas (cfr. B. Gert, · 1967) de inspiración ético-social.
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La figura central de la antropología hobbesiana -el hombre entendido como sistema autorreferencial-, tendrá importantes repercusiones para el pensamiento social de Hobbes.
Si el hombre es un sistema autorreferencial ello quiere decir que no puede haber ningún contacto inmediato entre los distintos hombres: «aunque la naturaleza de lo que concebimos sea idéntica, la diversidad de recepción motivada por diferentes constituciones ( ... ) y prejuicios ( ... ), proporciona a todo el tinte de nuestras pasiones, [por lo que] a la hora de razonar un hombre ha de ser cauteloso ( ... ), pues además de significar lo imaginado por los otros sobre su naturaleza, las palabras tienen también el significado de la naturaleza, disposición e interés del hablante» (T. Hobbes, 1979 b, p. 148). Es decir, el contacto con otros exige la «observación», que implica la utilización de un esquema de «diferencia»; o lo que es lo mismo, el otro (el observado) aparece al observador como «black box»
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(cfr. R. Glanville, 1979), como algo opaco, que ha de ser iluminado con el supuesto de que en él todo transcurre como en uno mismo: «hay otro dicho ( ... ) gracias al cual [los hombres] podrían verdaderamente aprender a leerse entre sí ( ... ): Nosce teipsum, léete, conócete a ti mismo; [pues], debido a la semejanza de los pensamientos y pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien mire dentro de sí ( ... ) podrá leer ( ... ) los pensamientos y pasiones de todos los demás» (T. Hobbes, 1979 b, pp. 118-9).
El «otro», en definitiva, se transforma en «otro yo», en alter ego (cfr. T. Hobbes, 1979 a, cap. XVII, §. 1), y ello mediante la reflexión del observador en el observado y el intento de observar lo inobservado en lo observado. «Digo la semejanza de pasiones( ... ), que son idénticas en todos los hombres, y no la semejanza en los objetos de las pasiones, que( ... ) varían con la constitución individual y la específica educación» (ibid., p. 119). Pero en esta operación del observar al «otro» lo que se transfiere no son transparencias internas de uno mismo hacia las opacidades ajenas, sino más bien las propias opacidades, que, paradójicamente, son las que hacen comprensible al «otro»: «el mismo hombre, en tiempos diversos, difiere de sí mismo, y a veces alaba, esto es, llama bien, a lo que otras veces denigra, y llama mal» (ibid., pp. 253-4). Es decir, ningún hombre puede reintroducir la totalidad de sus condiciones internas como premisas u objetos de su conducta. Por ello, reconocer al «otro» como alter ego significa «que él es para mí tan intrasparente como yo lo soy para mí mismo» (N. Luhmann, 1985, p. 405).
La autodeterminación del hombre, en cuanto
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sometida a las condiciones de la autorreferencia, consiste en una actividad que selecciona las propias actividades e implica la observación de la operación autodeterminativa, lo que abre la posibilidad de rechazar las mismas determinaciones. La conciencia, por tanto, aparece como una infinitud que no puede garantizar su propio mantenimiento. Es decir, para Hobbes -al igual que para el conjunto de la antropología seiscentista (cfr. N. Luhmann, 1981 a, pp. 162-234)-, la autorreferencialidad humana es antes que nada pura negatividad.
Esta «negatividad» es la que justamente hace
relevante para el hombre de la antropología hobbesiana su medio en una nueva.forma: no como simple fuente de influencias, sino como condición de la posibilidad de reespecificar su infinitud. Es decir, ese hombre que, en términos de Macpherson, aparece como «individuo posesivo que se mueve por sí mismo» -como sistema cerrado-, es en su automovilidad siempre un sistema abierto hacia su medio, el cual es, por tanto, premisa interna necesaria de su autodeterminación. En otras palabras, los datos básicos de la naturaleza humana son, por un lado, su inquietud inaplacable y, por otro, una sensibilidad ambientalmente abierta de la que, precisamente, deben provenir aquellos límites -externos, puesque su propia interioridad no puede ponerse.
Esta negatividad en sí misma indeterminada que define la naturaleza humana en la antropología hobbesiana es lo que permite entender la
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conexión entre individuo y sociedad en la teoría social de Hobbes. En efecto, la vida social y sus constricciones aparecen como aquella negación determinativa que permite estructurar los procesos de la autorreferencia humana. Lo social -en cuanto «doble negación» procedente de la «doble contingencia» que fundamenta el contexto social más simple que pueda concebirse- es aquella «negación» de la negatividad humana que permite la compatibilidad de libertad y determinación: partiendo de la recíproca agresividad natural del hombre y del derecho de todos los hombres a todas las cosas, tal derecho «no es mejor que si ningún hombre tuviera derecho a nada» (T. Hobbes, 1979 a, p. 205); por lo que el deseo de vivir en un estado de libertad, basado en el derecho de todos respecto a todo, «se contradice a sí mismo» (idem). En definitiva, «donde no hay República, nada es injusto» (T. Hobbes, 1979 b, 241), y lcómo puede haber libertad sin justicia, sin derechos?
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La negatividad de la naturaleza humana, esa inaplacable inquietud que tiene como correlato una sensibilidad ambientalmente abierta, es, pues, lo que permite la conexión funcional de la sociedad con el individuo, en el caso de Hobbes, de la sociedad políticamente concebida. «El hombre», dice Hobbes, «cuyo goce consiste en compararse con otros hombres, nada puede gustar salvo lo eminente ( ... ) [y] es máximamente tormentoso cuando está máximamente a gusto» (ibid., 266). Puesto que el hombre ha de suponer en los otros la misma conducta, tiene que proveer anticipadamente a su propia conservación y usar, como el derecho natural le autoriza, de todas sus facultades para tal fin. Por ello, el hombre cuanto más «racional» tanto más «tormentoso» será, salvo que ciertas condiciones externas nieguen esta condición. Ahora bien, dado que a la autorreferencia subyace la autodeterminación, pueden crearse estas condiciones mediante un acto de autodeterminación: la condición natural de los hombres es la «guerra de todos contra todos», en la que «todos tienen un derecho sobre todas las cosas»; pero llevados por una necesidad natural, la de la autoconservación, «tan pronto como comprenden su miseria quieren salir de este estado miserable y odioso, cosa que sólo es posible realizar si renuncian, mediante pactos, a su derecho sobre todas las cosas» (T. Hobbes, 1966, p. 56). Y es así como crean un poder común que los mantiene en el temor y los dirige al beneficio común: un sistema político funcionalmente diferenciado (esto es, especializado en la toma de decisiones colectivamente vinculantes).
Este sistema político, aún surgiendo del pacto, o sea, del «artificio», en también un sistema autorreferencial: el único modo de erigir un poder común capaz de defender a los hombres es
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que estos reduzcan todas sus voluntades a una sola voluntad. Esto «equivale a elegir a un hombre, o una asamblea de hombres, que represente a su persona; y cada uno poseer y reconocerse a sí mismo como autor de aquellos que pueda hacer o provocar quien así represente a su persona» (T. Hobbes, 1979 b, p. 267). El resultado del pacto, pues, «es más que consentimiento o concordia; es una verdadera unidad de todos ellos en una e idéntica persona» (ídem), la multitud, así, se hace una persona cuando es representada, y sólo «la unidad del [representante o] mandatario, no la unidad de los representados, [es] lo que hace de la persona una» (ibid., p. 258).
El Leviatán, concebido como «organismo», como «hombre artificial», participa, pues, de las características de la autorreferencialidad. Como señala Dalmacio Negro (intro. a T. Hobbes, 1979 a, p. 64), «posee movimiento propio y es del todo independiente: una vez creado no depende de otro para existir». Este carácter autorreferencial del sistema político lo expresa Hobbes, como hemos visto, a través del concepto de unión, el cual, como muy bien indica también Dalmacio Negro, toma Hobbes de la lógica nominalista de Ockham: «la relación que se dice unión no se distingue realmente de las cosas unidas, sino que o es la misma cosa unida o el término que las significa cuando únicamente son unidas» (G. de Ockham, 1985, p. 87).
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VII
Siempre que se celebra el aniversario de un gran intelectual, y más si se cuenta por centenas, parece un tema inexcusable el plantear qué tiene de actual su obra. Pese al riesgo que tal tipo de operaciones implica, es mi deseo dar dos puntos de vista muy generales sobre lo que hoy puede significar la obra de Hobbes, tal cual aquí ha sido sumariamente analizada, a la luz del mismo paradigma utilizado para realizar tal análisis; esto es, desde el punto de vista de la teoría de los sistemas autorreferenciales o autopoyéticos. En este sentido, la obra de Hobbes tiene dos problemas generales; uno el que proviene de la no distinción entre racionalidad individual y racionalidad social, y otro el que lo hace del esquema fisicalista de su antropología.
Con relación al primer tema, el punto de partida se localiza en la cuestión del llamado por Parsons «problema hobbesiano del orden»; es decir, el problema de cómo es posible que los individuos, actuando racionalmente en función de sus propios intereses, puedan constituir un orden social. La crítica parsoniana a la solución de Hobbes es clara y contundente: «[la solución del �ontrato social] implica realmente el estirar, en un punto crítico, la concepción de la racionalidad más allá de su alcance en el resto de la teoría, hasta un punto en el que los actores contemplen la situación como un todo en lugar de perseguir sus propios fines en términos de su situación inmediata» (T. Parsons, 1968, p. 140). La solución alternativa al callejón sin salida que Parsons ve aquí, como es sabido, consistió -de la mano del planteamiento durkheiniano sobre los fundamentos no contractuales de los contratos- en afirmar que la racionalidad social no podía deducirse de las racionalidades individuales; o lo que es lo mismo, en la idea de que sistemaspersonales y sociales se sitúan en niveles emergentes de orden diferentes.
Esto, hoy, puede entenderse mejor sin recurrir a ninguna metafísica del «consenso» -al estilo de la «identidad natural de intereses» de Locke o al estilo de la «conciencia colectiva» de Durkheim o de la idea del «consenso valorativo» del propio Parsons- como fundamento del orden social, y ello, básicamente, gracias al concepto de interpenetración (entre sistemas psíquicos y sistemas sociales), elaborado y sistematizado por Luhmann a partir del mismo concepto en Parsons y del de «acoplamiento estructural» de Maturana (cfr. N. Luhmann, 1981 b, pp. 151 ss. y 1984, cap. VI). Su fundamento reside en la idea de que lo social no puede reducirse completamente a la conciencia individual, de manera que no puede agotarse en una conciencia ni captarse como suma de los contenidos de las conciencias de diversos individuos, susceptible de sustentar consensualmente un orden social. La experiencia de esta irreducibilidad es lo que constituye lo social, y no es más que la expre-
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sión práctica de la autorreferencia de lo social, que se procesa como comunicación, a diferencia de la autorreferencia psíquica, que se procesa como conciencia.
Con relación al segundo punto, como también señala Parsons, el problema se cifra en que Hobbes, frente a los planteamientos del iusnaturalismo neoestoicista al estilo de Hugo Grocio -que pretendía fundamentar el orden social enuna ley natural normativa que estableciera uncódigo de derechos naturales éticamente absoluto-, intentó demostrar las exigencias inexorables de la vida social a partir de una teoría determinista de la naturaleza humana, construida, como vimos, a imagen y semejanza de las teoríasdeterministas del fisicalismo galileano (cfr. T.Parsons, 1968, pp. 134-5). Hoy, a la luz de lasmodernas teorías de la psicología cognitiva, dela comunicación y, sobre todo, de la de los sistemas autorreferenciales o autopoyéticos, no espreciso ni posible recurrir ya a tales determinismos.
No obstante, hay un aspecto importante en el que la obra de Hobbes sigue siendo obviamente muy sugestiva para el esquema analítico aquí utilizado: el de la fundamentación de su teoría social en la autorreferencia y la negatividad humanas. En efecto, si salimos del mundo explicativo de «la sustancia [que] no puede invocar ninguna diferencia y ninguna idea, sino sólo fuerzas e impactos», y nos trasladamos sin reservas
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al «mundo de laforma y la comunicación [que] no invoca cosas, fuerzas o impactos, sino sólo diferencias e ideas» (G. Bateson, 1985, p. 301), es posible aprovechar más plena y fructíferamente «autorreferencia» y «negatividad». Y ello es así poque entonces podremos conectar el problema del orden social al de la comunicación, para ver claramente que la constitución y reproducción (autopoyéticas) de los sistemas sociales es un correlato del carácter cerrado de los sistemas psíquicos, y no, como suele pretenderse, una consecuencia de su apertura. La comunicación sólo es posible a partir de una densa red emergente de condiciones altamente selectivas para la transmisión y comprensión de informaciones, que delimitan las condiciones de posibilidad de lo social. Con ello no queda abolida la «socialidad» del hombre, pero sí su versión humanista tradicional, pues ahora debe entenderse que la «socialidad» ( del hombre entendido como sistema psíquico) no es «unidad» sino «diferencia», y que tal «diferencia» es condición para que el hombre (interpenetrativamen-
ete) se capte a sí mismo como con-ciencia.
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