homenaje a lo que somos
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Nací en el año 1965 en un hospital de Madrid cercano al parque del Retiro, en un barrio
de clase media acomodada no demasiado alejado del mío en espacio físico, pero sí en
escala social. Era la época de los gordinis y las lavadoras semiautomáticas, de la
televisión en blanco y negro, de las prohibiciones y la falsa felicidad propiciada por el
progreso. Alentados por este paraíso artificial de prosperidad, los españoles decidieron
traer al mundo un sinfín de nuevos vástagos cuyo exceso en número habría de ser
equilibrado años más tarde por las drogas y el sida. No muchos de los de nuestra
generación pudieron mantenerse en pie cuando la libertad estalló. La represión dejaba
claras las cosas, había un tirano contra el que luchar; pero la libertad es un arduo camino
individual en el que de poco valen las consignas.
Vine a caer en estas circunstancias concretas tras un doloroso parto que finalizó con una
pequeña decepción: el recién aterrizado en este mundo no era un varón, sino una
gordezuela hembra de abundante cabellera negra, una niñita cuyo nombre no había sido
elegido. Tanto anhelo tenía mi madre de un muchacho que ni pensar quiso en un
nombre de mujer que supusiera aceptar la posibilidad de que la estadística no estuviera
al cien por cien a su favor, pero la vida se resiste a nuestros cálculos y sigue su
inexorable camino. Mi nombre, el nombre que me ha acompañado durante estos años,
fue, al fin, una elección certera, porque brotó de la intuición, de la reacción automática
que nace antes de ser pensada. Ése nombre es Raquel, y lo eligió mi padre a petición de
mi madre, exhausta e irritada que, deseosa de reposar requería unos cuantos sonidos que
se pronunciaran rápidamente. Y mi nombre brotó de entre los labios de mi padre con
suma facilidad, casi con obviedad, como si debieran obligatoriamente ser aquellas dos
sílabas las que para siempre me acompañasen, como si ese nombre surgiera del mar de
la onomástica y se instalase cómodamente en un nuevo afluente. Mi abuela materna me
sostenía en brazos. Estaba enojada con mi madre por rechazarme. Siempre hubo entre
ellas el trato respetuoso y reverencial que aún conservaban las generaciones de la
posguerra, pero también una tirantez, una cierta enemistad basada en la falta de
aceptación de sí mismas y en el reflejo de ello que la una suponía para la otra.
Practicaban el lenguaje sutil de las segundas intenciones ocultas, de las armas arrojadas
en la oscuridad. Los hombres podían luchar cuerpo a cuerpo, las mujeres debían hacerlo
clandestinamente, sin delatar la intención de lo que se pretendía conseguir.
Desgraciadamente, este mecanismo de defensa se enquistó y automatizó en muchas
mujeres, y devino la manera habitual de comportarse. Los hombres eran nobles y
directos; las mujeres sibilinas y retorcidas. Puede ser. ¿Pero acaso venció David a Goliat
mediante la fuerza bruta?
Mi familia procede de Extremadura, de su parte lindante con Toledo; una tierra adusta y
severa. Mis padres nacieron el mismo año en que estalló la guerra civil. Mis abuelos
maternos llevaban tres meses casados cuando mi abuelo Nicolás hubo de partir al frente.
Mi abuela Francisca prometió a la Virgen de las Angustias que si su marido volvía vivo
de la contienda, vestiría para siempre de negro. Y así fue hasta su muerte, porque el
joven Nicolás volvió de la guerra, y ella sólo se permitió algún que otro estampado en
tonos de gris cuando ya era una mujer con nietos adolescentes. Fue una joven vestida de
negro, porque se casó con diecinueve años, y el luto la acompañó siempre como la
evidencia del lado sombrío de la vida, como la marca candente que siempre llevan en el
pecho los hijos de las guerras.
Mi abuelo Valero fabricaba carros en un taller con la ayuda de sus dos hijos: Pedro, mi
padre, y mi tío Luis. Algo ocurrió en aquel lugar que cambió para siempre la vida de mi
padre. Era por entonces un joven de diecisiete años, guapo y bien formado, y se había
echado una novia coqueta y algo delgadina que parecía una princesa. Ese día se había
levantado bien temprano para ayudar a su padre a finalizar un encargo; pero él sólo
pensaba en que llegara la tarde para asearse y acercarse a la casa de su novia. Su
relación todavía no se había formalizado, no había tenido lugar la entrevista personal en
la que mi abuelo Nicolás debía autorizarle a franquear el umbral de la casa, así que, de
momento, debía bastarles con verse de lejos o a escondidas. Habían convenido los dos
una señal, un silbido que Pedro siguió utilizando durante los 35 años que estuvieron
casados y al que Mari respondía sin demora. Ella se asomaba a la ventana, tratando de
localizarle, y él la saludaba desde lejos, quedando los dos satisfechos sólo con la visión
del otro, con el deseo agudizado por la prohibición, con el romanticismo exacerbado por
los seriales de la radio. Mi padre estaba cortando y lijando unos listones ensimismado,
ensayando mentalmente la señal, el silbido acordado cuando un despiadado proyectil,
una minúscula y puntiaguda astilla se desprendió de la madera yendo a parar a su ojo
izquierdo e incrustándose en él. En unos segundos todo cambió, aquella tarde ya no
vería a Mari, quizá nunca más, porque súbitamente había pasado de ser un hombre
entero, con todo lo que hay que tener, a convertirse en un tullido. En aquellos tiempos
en que la fuerza física daba identidad a los hombres, en que la presencia imponente era
el ideal a aspirar, en que no había nada peor que un alfeñique, un maricón o un
cagapoquino, un tuerto era un ser perteneciente a una casta inferior. Mi padre perdió su
ojo izquierdo, hubieron de extirpárselo para evitar que la infección se extendiera hasta el
otro ojo y le dejara ciego; le colocaron en su lugar una inexpresiva prótesis de cristal.
Siempre llevó gafas con uno de esos cristales que se oscurecen al recibir la luz, siempre
se ocultó tras ellas. A veces me pregunto cómo influyó realmente aquel hecho en su
carácter, cómo hubieran sido las cosas si en lugar de disimular su defecto, de tener que
avergonzarse de él, hubiera lucido un digno parche negro, un sombrero de corsario y se
hubiera presentado así ante mi madre para arrancarla del hogar paterno y recorrer los
mundos en un galeón con las velas henchidas de pasión. Mi padre era un hombre
introvertido que no demostraba sus sentimientos, nunca hablé con él de ningún tema
que tuviera que ver con nosotros, con nuestra vida familiar, con nuestras inquietudes
personales, si bien podíamos pasar largas horas de tertulia familiar dándole mil vueltas
al mundo y resolviendo sus problemas en clave de marxismo prosoviético. Apenas tuve
contacto físico con él: quiero decir que recuerdo vagamente el tacto de su piel, la
temperatura de su cuerpo, pues los únicos besos y abrazos que intercambiamos fueron
los protocolarios del día del padre, cumpleaños y nocheviejas. Sólo hubo un verdadero
abrazo entre nosotros, una vivencia profunda del amor que nos profesábamos en
silencio, de la admiración. Y fue en la cama de un hospital, la última noche que habitó
este mundo. Permanecía en coma tras un ataque cardíaco o cerebral –los médicos no
supieron precisarlo- y presentía que si no le decía lo que sentía nunca más lo haría.
Aquella noche pasaron por mi cabeza muchos momentos inolvidables teñidos ya con el
halo de la nostalgia, pues aunque mi madre, mis hermanos, y yo nos consolábamos con
falsas esperanzas, sabíamos muy bien que aquello era el fin. Me acerqué a él y le
abracé. Seguía siendo un hombre corpulento a pesar de los doce días que llevaba en
aquel estado de seminuerte y su pecho ancho me acogió como un cálido nido. Sabía que
ahora no iba a gastarme una de aquellas bromas con las que siempre pretendía y
conseguía asustarme, que no iba a silbar ni a reírse, así que me acerqué a su oído para
susurrarle cuánto le quería. Le dije que súbitamente le comprendía, que nada tenía que
reprocharle, que le sentía muy cerca, un ser humano con sus carencias, como las mías,
que, en lo que a mí respectaba, podía marcharse en paz. Nada había pendiente entre los
dos. Quería darle las gracias por haber sido mi padre, por ser como era, honrado,
idealista y bueno. Sabía que con el tiempo acabaría compartiendo muchos de sus valores
y que, cuando ello ocurriera, sentiría mucho no tenerle a mi lado. Yo sé que él me
escuchó, aunque los médicos no estarían de acuerdo conmigo. Adiós, le dije, felices
sueños, tal como reza su epitafio a petición de mi hermana. Hasta la próxima ocasión,
aquí o allí, ahora y siempre, papá.