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HOMILÍAS SOBRE EL AÑO LITÚRGICO P. Steven Scherrer Año B (I) 2008-2009

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HOMILÍAS SOBRE EL AÑO LITÚRGICO

P. Steven Scherrer

Año B (I)

2008-2009

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QUE ESTEMOS IRREPRENSIBLES EN SANTIDAD EN LA VENIDA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

CON TODOS SUS SANTOS

1 domingo de Adviento Is 63, 16-17.19; 64, 2-7; Sal 79; 1 Cor 1, 3-9; Mc 13, 33-37

“…el testimonio acerca de Cristo ha sido confirmado en vosotros, de tal manera que nada os falta en ningún don, esperando la manifestación de nuestro Señor Jesucristo; el cual también os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 6-8).

Hoy empezamos el bien amado tiempo de Adviento, un tempo de esperanza y preparación para “la manifestación de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 7). El propósito de esta preparación es para que seamos confirmados “hasta el fin”, para que cuando este día acontezca, seamos hallados “irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 8). Este tiempo es, por eso, un tiempo de alegría, porque es dominado por una alegre expectativa para la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Esperamos con anhelo su venida en nuestra vida, en nuestro corazón, y en su parusía al fin de la historia, para consumar todas las cosas en gloria.

En aquel día final, él vendrá como juez de vivos y muertos (Hch 10, 42). Vendrá con ira (Rom 1, 18) y venganza (Rom 12, 19) para castigar a los desobedientes (Mt 25, 41.46); y con amor y alegría para recompensar a los justos (Mt 25, 34) con vida eterna. Así será este día final. Él se manifestará para dar reposo a los que son atribulados por su fe, “cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo; los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder, cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (2 Ts 1, 7-10).

Nos preparamos ahora, pues, para que no estemos entre los castigados por la ira de Dios, sino entre los salvos, para ser glorificados por él. Por la gracia de Cristo, queremos ser confirmados e “irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 8).

Ahora, pues, es el tiempo de vigilancia. “Mirad, velad y orad —dice Jesús hoy—; porque no sabéis cuando será el tiempo” (Mc 13, 33). No queremos que él nos halle no preparados, sino siempre esperando su venida con alegre expectativa, oración, y una vida llena del fruto de su obra de justificación en nosotros. Como un siervo, que debe aguardar con vigilancia la llegada de su señor, no quiere ser hallado durmiendo, así nosotros tampoco queremos ser hallados no preparados cuando Cristo venga. “Velad, pues —dice Jesús hoy—, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo” (Mc 13, 35-36).

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Así debemos vivir en vigilancia constante y en alegre expectativa. Pero velamos también porque queremos crecer cada día más en la santidad, siendo siempre más transformados en todo nuestro ser por la salvación que hemos recibido por nuestra fe en los méritos de la muerte propiciatoria y expiatoria de Jesucristo en la cruz. Él nos salvó, nos perdonó, y nos justificó, habiendo sufrido nuestro castigo por nosotros, para que seamos completamente libres de este castigo, y hechos nuevos y resplandecientes delante de Dios. Y por su resurrección, él nos iluminó, para que andemos en su luz. Y al ser glorificado a la diestra de Dios, envió desde el Padre el Espíritu Santo sobre nosotros para regocijar nuestros corazones con su iluminación.

Hechos así resplandecientes, debemos ahora dar fruto en una vida nueva y santa, vivida completamente para él. Debemos servir sólo a él, sólo a un Señor (Mt 6, 24) con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso.

Es nuestra alegría ahora, pues, marchar hacia el futuro, esperando crecer más cada día en la santidad, mientras nos acercamos el día de nuestra salvación, “porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Rom 13, 11-14).

Así, pues, “Mirad también por vosotros mismos que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día” (Lc 21, 34).

Nuestra alegría debe ser más bien en el Señor, y en su venida en nuestra vida para iluminarla y regocijarla con su presencia, y en el hecho de que nos envió del Padre el Espíritu Santo. Pongamos, pues, toda nuestra esperanza en este día del Señor Jesucristo, y en nuestra preparación para ello. “Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pd 1, 13). Y esto es porque ahora “el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración” (1 Pd 4, 7), “para que sean afirmados vuestros corazones irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). Y en aquel día, habrá una gran luz (Zac 14, 6).

LA ESPERANZA DEL CRISTIANO PARA EL PRESENTE Y PARA EL FUTURO

Lunes, 1ª semana de Adviento Is 2, 1-5; Sal 121; Mt 8, 5-11

“Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes” (Mt 8, 11-12).

Cristo vino al mundo para esto, para invitar personas de todas las naciones al banquete mesiánico, y para salvarlos para que no sean echados a las tinieblas de afuera. Él vino para salvar al género humano de la ira justa de Dios por el pecado de Adán y por

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nuestros pecados. Si él no hubiera venido, seríamos echados afuera, donde será “el lloro y el crujir de dientes”. Pero porque él vino y murió por nosotros en la cruz, él absorbió la ira divina en sí mismo, sufriendo nuestro castigo justo por nosotros, para salvarnos, para que pudiéramos ir libres del castigo y de la culpabilidad, para que fuésemos una nueva creación, hombres nuevos. Él nos da una nueva oportunidad de ser justos y resplandecientes a los ojos de Dios, revestidos de la misma justicia de Jesucristo (2 Cor 5, 21).

Así, pues, por medio de la fe en él, tenemos nueva esperanza, tanto para el presente, como para el futuro. Para nosotros que creemos en Cristo, comemos aun ahora de su banquete mesiánico, y disfrutamos ahora de su gracia, de su nueva vida en nosotros, y del don de su Espíritu Santo, que nos regocija. Y más aún, sabemos que un día entraremos en la plenitud de su gran banquete mesiánico en el reino de los cielos con Dios, cuando, como dice Jesús hoy, “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8, 11).

¿Cómo será este día? Isaías profetiza hoy sobre este gran día, diciendo que muchas naciones vendrán a Jerusalén y al monte del Señor en aquel día, “en lo postrero de los tiempos” (Is 2, 2). En este tiempo querrán aprender los caminos y las enseñanzas del Señor, “Porque —dirán en aquel día— de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor” (Is 2, 3). Y esto es cumplido en Jesucristo. Todas las naciones vienen ahora a Jesucristo para aprender las cosas de Dios; y será lo mismo en el futuro también, y más aún en el futuro. Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios para con el hombre. Todos los que quieren aprender de Dios vienen a él, y vendrán a él en los últimos días. Él es el nuevo templo, a donde todas las naciones vendrán.

Y el proclamará paz a las naciones, y ellas “volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces” y “no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Is 2, 4). En Cristo, la guerra debe ser algo del pasado. Él trae un reino de paz a la tierra. Debemos renunciar a la guerra desde ahora en adelante, y renegar de ella.

Empezamos ahora, pues, a sentarnos con Cristo a la mesa en el reino de Dios. En él tenemos la verdadera alegría, vida, y esperanza para el futuro.

¡GLORIA A DIOS EN LAS ALTURAS, Y EN LA TIERRA PAZ, BUENA VOLUNTAD PARA CON LOS HOMBRES!

Martes, 1ª semana de Adviento

Is 11, 1-10; Sal 71; Lc 10, 21-24

“Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos, y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas; y el león como el buey comerá paja” (Is 11, 6-7).

Isaías profetiza hoy la restauración de la paz paradisíaca en el tiempo mesiánico. Esta paz simboliza la restauración de la armonía entre Dios y el hombre, entre el hombre y la naturaleza, y entre los hombres, una armonía que fue rota por el pecado de Adán. Será Jesucristo, el Mesías, que restaurará esta armonía.

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Todo el Antiguo Testamento fue una preparación para su venida, para unirnos otra vez con Dios. En él, tenemos una vida nueva, limpiada y perdonada de todo pecado si creemos en el poder de su muerte sacrificial, propiciatoria, y expiatoria en la cruz. Esta muerte en sacrificio del único Hijo de Dios nos salva. Restaura nuestra armonía con Dios, para que los que creen puedan vivir incluso ahora en la paz del paraíso con Dios.

Este es el propósito de su venida —la restauración de la paz paradisíaca sobre la tierra—; y los que se acuden a él viven ahora en esta paz. Y cada vez que caen afuera de esta paz al pecar, pueden arrepentirse de nuevo e invocar los méritos de su muerte en la cruz —especialmente en el sacramento de reconciliación—, y así ser restaurados otra vez a esta paz de Cristo.

Cristo vino para traer paz a la tierra, “y hablará paz a las naciones, y su señorío será de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra” (Zac 9, 10). Vivimos en este tiempo mesiánico ahora cuando el lobo morará con el cordero, “Y de Efraín destruiré los carros, y los caballos de Jerusalén, y los arcos de guerra serán quebrados” (Zac 9, 10). Y en estos días, “volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Is 2, 4). Y “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán limite, sobre el trono de David, y sobre su reino” (Is 9, 7).

Vivimos ahora en los días del Mesías, en su reino; y su señorío extiende “de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra” (Zac 9, 10). Tenemos lo esencial en Cristo para vivir en gran paz con Dios, una paz interior, un paraíso en el corazón; y como fruto de esta paz interior, debemos tratar de extenderla exteriormente también en nuestras relaciones con los demás, para que hubiera paz en la tierra. “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz y buena voluntad para con los hombres!” (Lc 2, 14).

LA IMPORTANCIA DE HACER LA VOLUNTAD DE DIOS

Jueves, 1ª semana de Adviento Is 26, 1-6; Sal 117; Mt 7, 21.24-27

“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).

Venimos en el mundo bajo la ira justa de Dios por el pecado de Adán; y cuando habíamos crecido, hemos añadido nuestros propios pecados, y nos encontramos lejos de Dios. Pero él envió a su único Hijo para restaurar nuestra relación con él, porque el Hijo sufrió por nosotros el castigo justo del pecado de Adán y de nuestros propios pecados, así cancelando la ira de Dios hacia nosotros que creemos en la obra salvadora del Hijo de Dios en la cruz. Así, pues, para nosotros que creemos en el Hijo, invocando los méritos de su muerte en la cruz, tenemos vida nueva en Cristo, el perdón de nuestros pecados, y la eliminación de nuestra culpabilidad. Y más aún, somos hechos nuevos y resplandecientes a los ojos de Dios al ser revestidos de la misma justicia de Jesucristo.

Pero para permanecer en este estado nuevo y espléndido de ser justificados por nuestra fe en los méritos de Cristo en la cruz, tenemos que hacer la voluntad de Dios. Si no la hacemos, caemos fuera de este bello estado de esplendor, y tenemos que

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arrepentirnos de nuevo, invocar los méritos de Cristo en la cruz, sobre todo en el sacramento de reconciliación, y esperar su perdón y consolación otra vez. Así, pues, vemos qué importante es tratar de no caer fuera de este encanto de gracia al pecar. Vemos, pues, la importancia de hacer siempre la voluntad de Dios. Si la hacemos, podemos evitar estas caídas dolorosas, y también podemos crecer más aún en la santidad y en el amor de Dios, y evitar experimentando su ira en el dolor de nuestro corazón.

Hoy Jesús nos enseña la importancia de hacer la voluntad de Dios. Dice que tenemos que hacer más que sólo llamar a Cristo “Señor, Señor”, porque es sólo “el que hace la voluntad de mi Padre” que “entrará en el reino de los cielos” (Mt 7, 21). Si hacemos su voluntad, la casa de nuestra vida no caerá, porque está fundada sobre la roca. Así viviremos en alegría y en el esplendor interior de Jesucristo, regocijándonos de la nueva vida que él nos dio. Pero si sólo llamamos a Cristo, diciendo, “Señor, Señor”, pero sin hacer su voluntad, la casa de nuestra vida caerá, y no entraremos en el reino de los cielos.

¡Qué feliz es la vida obediente! Y ¡qué triste somos cuando desobedecemos a Dios! Para vivir una vida feliz, es necesario que obedezcamos la voluntad de Dios. Así permaneceremos en este esplendor de la justicia de Jesucristo (Jn 15, 9-10), y él nos revestirá de su propio esplendor (Is 61, 10). Y si por inadvertencia caemos en algún pecado o imperfección, podemos confesarlo, y volver a vivir en este esplendor.

LOS HUMILDES SE GOZARÁN EN EL SEÑOR

Viernes, 1ª semana de Adviento Is 29, 17-24; Sal 26; Mt 9, 27-31

“Entonces los humildes crecerán en alegría en el Señor, y los más pobres de los hombres se gozarán en el Santo de Israel” (Is 29, 19).

Isaías está profetizando la edad mesiánica como un tiempo de alegría. En estos días, “los más pobres de los hombres se gozarán en el Santo de Israel” (Is 29, 19). Los que experimentarán esta alegría son los humildes: “los humildes crecerán en alegría en el Señor” (Is 29, 19). Los más pobres y los humildes son los que se regocijarán en aquel día, en los tiempos mesiánicos. Son los más pobres, que no tienen otra fuente de la cual pudieran sacar alegría, que se regocijarán en el Señor en los días mesiánicos. Los humildes son los que no tienen nada de este mundo. Han perdido todo, y quedan sólo con el Señor como su única fuente de alegría. El mundo los rechace, no los reconoce, ni los acepta. Están fuera de sus placeres y honores; y no siguen sus valores. Pero son ellos, los humildes y “los más pobres,” no los ricos de este mundo, que se regocijarán en los días del Mesías.

Vivimos ahora en los tiempos mesiánicos. Jesucristo es nuestro Mesías y Salvador. Él nos da gran alivio por el perdón de nuestros pecados, y quita de nosotros la tristeza de la culpabilidad, cancelando nuestra culpabilidad. Hace esto por los méritos de su muerte en la cruz, para los que creen en estos méritos y los invocan con fe. Entonces en la resurrección de Cristo, su esplendor nos ilumina, y andamos a la luz de su resurrección, que es una nueva luz en nuestra vida y en nuestro corazón.

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Pero ¿quiénes son los que más experimentarán esto? Son los humildes y los más pobres; son los anawim de Yahvé, los pobres del Señor.

Y ¿quiénes son ellos hoy? Son los que han dejado todo lo demás, para quedar sólo con Dios como su única fuente de alegría. Son los que siguen a Juan el Bautista en el desierto, sobre todo durante Adviento, viviendo en una cueva, vistiéndose de pelo de camello, y comiendo langostas y miel silvestre (Mc 1, 6). Si tenemos otras fuentes de alegría, no experimentaremos tanto esta alegría del Señor, porque no tendríamos un corazón indiviso en nuestro amor por él. Y para regocijarse siempre (1 Ts 5, 16) en el Señor, hay que tener un corazón indiviso en el amor por él, y hay que vivir una vida humilde y pobre, sencilla y simple. Tenemos que ser los humildes de la tierra, los anawim de Yahvé, los pobres del Señor. Entonces creceremos en alegría en el Señor, y nos gozaremos en el Santo de Israel. Nos gozaremos en él en medio de los problemas y enfermedades de la vida. Y cuanto menos tenemos en este mundo, tanto más nos gozaremos en el Señor en estos tiempos mesiánicos.

PREPARANDO EL CAMINO DEL SEÑOR CON JUAN EL BAUTISTA EN EL DESIERTO

2º domingo de Adviento

Is 40, 1-5.9-11; Sal 84; 2 Pedro 3, 8-12; Mc 1, 1-8

“He aquí yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti. Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas… Y Juan estaba vestido de pelo de camello, y tenía un cinto de cuero alrededor de sus lomos; y comía langostas y miel silvestre” (Mc 1, 2-3.6).

Hoy en este segundo domingo de Adviento, es Juan el Bautista que es nuestro modelo, a quien debemos imitar en nuestra preparación para recibir a Jesucristo de una manera más amplia y completa. Nos preparamos durante Adviento para la venida del Señor, para que nos llene de su luz y su paz celestial. Juan fue enviado por Dios para preparar su camino en el desierto, y para enderezar sus sendas.

¿Y cómo hizo esto? Al ir al desierto, vistiéndose “de pelo de camello” con “un cinto de cuero alrededor de sus lomos”, y al comer “langostas y miel silvestre” (Mc 1, 6). ¿Por qué hizo esto? Vivió así, vistiéndose así porque, como lo hicieron los profetas antes de él (Zac 13, 4; 2 Reyes 1, 8), quiso vivir sólo para Dios de una manera muy radical y visible. Vivió así porque quiso amar a Dios de todo su corazón, de toda su alma, y con todas sus fuerzas (Dt 6, 5). No quiso dividir su corazón entre los deleites de este mundo; y también quiso vivir en silencio y soledad con Dios, sin distracción. Así vivió desde su juventud. San Lucas dice sobre él: “Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu; y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel” (Lc 1, 30).

Habiendo vivido íntimamente con Dios así en su cueva en el desierto de Judea, sin división de corazón, cuando la palabra de Dios vino a él, donde estaba en el desierto (Lc 3, 2), empezó su carrera de ser una “voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor; enderezad sus sendas” (Mc 1, 3). Su vida en el desierto lo preparó para esta

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misión de llamar al arrepentimiento a Israel para la venida de Dios como hombre en la tierra.

Meditamos sobre Juan el Bautista durante Adviento porque él es nuestro modelo durante este tiempo, en que nos preparamos para la venida del Señor. Este es el tiempo en que nosotros también preparamos el camino del Señor, y enderezamos sus sendas. Y lo hacemos en el desierto con Juan, y como él lo hizo al vivir sólo para Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra alma, y todas nuestras fuerzas. Es por eso que Adviento es un tiempo con Juan en una cueva en el desierto, comiendo “langostas y miel silvestre” y vistiéndonos de “pelo de camello” con un “cinto de cuero” alrededor de nuestros lomos (Mc 1, 6).

Y ¿qué estamos haciendo en el desierto? Estamos preparando el camino del Señor en nuestro corazón, para que su reino venga más completamente en el mundo, para que el mundo sea transformado más aún en el reino de Dios.

Es Jesucristo, por medio de nuestra fe en él, que nos hace resplandecientes delante de Dios con su propia justicia. Es su muerte en la cruz que ha ganado el perdón de nuestros pecados, y que ha quitado de nosotros la carga de nuestra culpabilidad cuando lo invocamos con fe, sobre todo en el sacramento de reconciliación. Entonces él quiere que cooperemos con este don, y que demos buen fruto en una vida virtuosa. Es para hacer esto que vamos al desierto durante Adviento, es para que el don de Cristo pueda extender a todo aspecto de nuestra vida.

No es fácil vivir para Dios con todo el corazón en el mundo, porque hay tantas distracciones, placeres, y deleites que atraen el corazón a cada dirección. Es por eso que los monjes siempre han huido del mundo e ido al desierto, para vivir para Dios, como lo hizo Juan el Bautista, con todo su corazón, con un corazón indiviso.

Esta es la vida contemplativa, es decir, la vida del desierto. Este es el mejor contexto para la contemplación, para la unión con Dios en luz y amor durante la oración, y todo el día. Es decir, toda nuestra vida tiene que ser contemplativa, no sólo los tiempos de oración. Debemos vaciarnos de otras cosas por Dios en todo aspecto de nuestra vida, sobre todo durante Adviento cuando Juan el Bautista es nuestro modelo en prepararnos para la venida del Señor. Dios siempre viene a nosotros más abundantemente en el desierto, cuando comemos simplemente, vestimos simplemente, y vivimos en silencio y soledad, lejos de los placeres y distracciones de este mundo, en el páramo, en el yermo, como san Juan el Bautista. Al hacer esto, descubrimos que el yermo es el mejor lugar para experimentar la luz interior de Dios y su paz celestial; y vemos que los monjes no se equivocaban al escoger el desierto con predilección para vivir en intimidad con Dios.

Preparemos, pues, en el desierto el camino del Señor, porque en el desierto “el Señor está cerca” (Fil 4, 5).

¿Dónde está tu desierto este Adviento? ¿Cómo vivirás con Juan en el desierto este Adviento?

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UN SIGNO DEL NUEVO GÉNERO HUMANO EN MEDIO DE ESTE MUNDO VIEJO

Solemnidad de la Inmaculada Concepción, 8 de diciembre

Gen 3, 9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11-12; Lc 1, 26-38

“Y el Señor Dios dijo a la serpiente…Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gen 3, 14-15).

Este es el origen de todos nuestros problemas, porque es el Pecado Original que destruyó nuestra relación de intimidad con Dios. El pecado es la muerte espiritual porque separa nuestro espíritu de Dios. Este fue el primer pecado, pero fue seguido por muchos más pecados, en que añadimos nuestros propios pecados. Y así nacimos en un mundo muy diferente del paraíso que Dios creó originalmente para vivir con el hombre en paz y amor.

Puesto que hemos perdido este estado de paz, Cristo fue enviado al mundo por medio de la Virgen María para redimirnos de los efectos de este Pecado Original. Él es el único Hijo de Dios, nacido del Padre antes de toda la eternidad, pero es nacido ahora como hombre en el mundo por medio de su encarnación en el vientre de la Virgen María. Ella dijo hoy: “no conozco varón”, y el ángel Gabriel le dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 34-35).

Y así nació Dios en la tierra por medio del misterio de la encarnación. Él nació para herir la cabeza de la serpiente, o del Diablo, al ser herido él mismo en el calcañar por la serpiente. Hizo esto en la cruz donde los hombres, dirigidos por el Diablo, lo crucificaron, para que él pudiera sufrir en su cuerpo el castigo justo por el pecado de Adán y por todos los pecados, para que los electos que creen en él pudieran ir libres de pecado y de la culpabilidad, y ser hechos nuevos delante de Dios.

La virgen María fue la primera persona a disfrutar de esta redención, aun antes de la muerte de Cristo en la cruz pero por medio de los méritos de esta muerte sacrificial y propiciatoria. Dios hizo un gran milagro en ella, preservándola libre de toda mancha de pecado con anticipación, con miras a la muerte de Cristo en la cruz. Como madre del Hijo de Dios, ella fue la única persona humana que fue preservada completamente de todo pecado. Así ella es el primer miembro de la nueva raza humana, redimida por Jesucristo, y así siempre es un modelo de pureza y santidad para todos nosotros. Cristo la puso a ella como un modelo y signo para todos nosotros, para inspirarnos en nuestra carrera de fe por este mundo.

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LOS QUE VIENEN A CRISTO HALLARÁN DESCANSO PARA SUS ALMAS

Miércoles, 2ª semana de Adviento Is 40, 25-31; Sal 102; Mt 11, 28-30

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt 11, 28).

¿Quiénes son los trabajados y cargados? Son los que han dejado el camino del Señor, que no han escuchado su voz ni sus enseñanzas, sino más bien han seguido sus propios deseos y placeres, violando las leyes de Dios. Dios lleva mal sobre ellos en su ira, hasta que son completamente agobiados. Son agobiados porque, como rebeldes contra Dios, no hallan descanso para sus almas. No hay descanso del espíritu para los que viven en rebeldía contra Dios y sus leyes y caminos.

Pero Cristo vino para llamar a pecadores al arrepentimiento, para que puedan ser perdonados por su muerte en la cruz. En él es descanso para nuestras almas. Pero también tenemos que llevar su yugo y ser mansos y humildes de corazón como él, para recibir este descanso para nuestras almas (Mt 11, 29). Su yugo es su enseñanza, es llevar nuestra cruz humildemente, y derramar nuestra vida en sacrificio para los demás, ofreciéndonos a Dios como un sacrificio “en olor fragrante” (Ef 5, 2). Los que viven así, según la voluntad de Dios, hallan descanso para sus almas, y hallan que su yugo es fácil, y ligera su carga (Mt 11, 30). Jesús dice hoy: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29).

Este es el camino nuevo de Jesucristo. Lejos de él, lejos de Dios, no hay descanso para las almas de los hombres. Sólo en Dios encontramos este descanso para el alma; y Jesucristo fue enviado de Dios para darnos este descanso del alma. Al creer en él, él nos redime de nuestro cansancio del espíritu porque él nos perdona nuestros pecados, muriendo por ellos en la cruz, para sufrir su castigo, y dejarnos ir libres y justificados, hechos justos y resplandecientes delante de Dios. Esto es lo que nos da alivio y gran descanso para el alma. Entonces podemos vivir en su luz (Jn 8, 12), porque su resurrección resplandece sobre nosotros. Este es el medio que Dios envió al mundo para que nuestras almas descansasen en él.

Pero para no perder este descanso, tenemos que llevar su yugo y caminar por el camino de su voluntad. ¿Cuántos hay que no hacen esto? Ellos siguen sus propios caminos, y continúan viviendo en rebelión contra la voluntad de Dios. Por eso no conocen este descanso del alma. El Señor dijo: “Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestras almas. Mas dijeron: No andaremos… Oye, tierra: He aquí yo traigo mal sobre este pueblo, el fruto de sus pensamientos; porque no escucharon mis palabras, y aborrecieron mi ley” (Jer 6, 16.19). Pero los que se arrepienten y vuelven a Jesucristo con fe, hallarán este descanso.

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DARÉ AGUAS EN EL DESIERTO, RÍOS EN LA SOLEDAD, PARA QUE BEBA MI PUEBLO

Jueves, 2ª semana de Adviento

Is 41, 13-20; Sal 144; Mt 11, 11-15

“Entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que él” (Mt 11, 11).

El reino de Dios comienza después de Juan el Bautista, y este reino es infinitamente mayor que todo lo que lo precedió, hasta que cualquier persona, aun la más pequeña, es mayor que Juan, que fue el mayor hasta la venida del reino de Dios. Así es que “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de los cielos es anunciado” (Lc 16, 16).

Después de Juan, comienza la era mesiánica, que Isaías profetiza hoy, diciendo: “En las alturas abriré ríos, y fuentes en medio de los valles; abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca. Daré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivos; pondré en la soledad cipreses, pinos y bojes juntamente” (Is 41, 18-19). Profetiza también: “He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a luz; ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad…porque daré aguas en el desierto, ríos en la soledad, para que beba mi pueblo, mi escogido” (Is 43, 19.20).

Vivimos ahora en esta era mesiánica, profetizada hoy por Isaías, y anunciada hoy por Jesucristo. Las bendiciones de la era mesiánica son tan grandes que aun la persona más pequeña de estos tiempos, si es miembro del reino de Dios, es mayor que Juan, el hombre más grande que ha nacido de mujer. En esta era, Dios nos da de beber del agua de vida. Esta agua es la vida divina en nosotros, ganada para nosotros por el Mesías en su encarnación, muerte en sacrificio en la cruz, y resurrección a la gloria. En el Salvador, tenemos esta agua de vida, ríos de agua viviente en nosotros (Jn 7, 37-39) por los méritos de la muerte de Cristo en la cruz, y por la iluminación de su resurrección, que nos llena de luz. Zacarías profetizó nuestra era mesiánica, diciendo: “En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia” (Zac 13, 1).

Esta es la vida nueva que celebramos ahora, el perdón de nuestros pecados y la cancelación de nuestra culpabilidad por los méritos de Cristo en la cruz, canalizados hacia nosotros por nuestra fe y por los sacramentos. Es una vida nueva de alegría y libertad de espíritu en el Señor. Es el Señor dándonos aguas en el desierto y ríos en la soledad.

Trillemos, pues, los montes, y reduzcamos los collados a tamo, mientras que nos regocijamos en el Señor (Is 41, 15-16). Este es nuestro ministerio, combatir las fuerzas del Diablo, y extender el reino de Dios en el mundo.

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NUESTRA RELACIÓN CON DIOS NOS PERFUMA Y NOS HERMOSEA

Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América Latina 12 de diciembre

Apc 11, 19ª; 12, 1-6ª.10ab; Jdt 13; Lc 1, 26-38

“¿Quién es ésta que sube del desierto como columna de humo, sahumada de mirra y de incienso y de todo polvo aromático?” (Ct 3, 6).

Hoy honramos a la Santísima Virgen María, que apareció al indio Juan Diego en 1531 en el cerro de Tepeyac, México; y la honramos hoy bajo el titulo de Nuestra Señora de Guadalupe.

La Virgen María es siempre una inspiración para nosotros por su belleza y pureza, que fue un don especial concedido a ella como madre del único Hijo de Dios. Ella es un modelo para nosotros a imitar en su relación nupcial con Dios, a quien ella amó con todo su corazón. Nosotros debemos hacer lo mismo, y si lo hacemos, nosotros también seremos embellecidos y hechos resplandecientes delante de Dios.

Es nuestra fe en Jesucristo, el hijo de ella, que nos justifica y nos reviste de la gloria divina. Entonces, al ser santificados, crecemos en nuestro amor por Dios, amándolo con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso. Así venimos a ser luces en el mundo (Fil 2, 15; Mt 5, 14-16) para los demás, como la Virgen María es para nosotros, hermoseados por la gracia de Dios en Jesucristo, limpiados por su muerte en la cruz, e iluminados por su resurrección. Somos hechos, en fin, una nueva creación en Jesucristo (2 Cor 5, 17).

Tradicionalmente el Cantar de los Cantares ha sido interpretado con frecuencia como la historia del amor nupcial entre Dios y la Virgen María.

Ella, pues, es “la litera de Salomón”, que lleva al Rey del Universo, pasando por el desierto. El desierto es el lugar por antonomasia del encuentro con Dios, a donde la Virgen María va para estar a solas con él, y ahora “sube del desierto como columna de humo, perfumada de mirra y de incienso y de todo polvo aromático” (Ct 3, 6). Su encuentro amoroso con el Señor la llena de las aromas de la contemplación, y por eso sube ahora del desierto “sahumada como de myrra y de incienso y de todo polvo aromático”. Cuando la vemos, decimos: “¿Quién es ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado?” (Ct 8, 5).

Es su encuentro con Dios que le da esta fragancia. Aun sus vestidos están llenos de los aromas de sus refugios, donde ella va para contemplar la belleza del Señor en silencio y soledad, hasta que él dice: “Y el olor de tus vestidos como el olor del Líbano” (Ct 4, 11) con sus cipreses, cedros, y pinos. Su amado es lleno de aromas, y viene a ella “semejante al corzo, o al cervatillo, sobe las montañas de los aromas” (Ct 8, 14). Su mismo amado tiene “mejillas, como una era de especias aromáticas, como fragrantes flores; sus labios como lirios que destilan mirra fragante” (Ct 5, 13).

Así es Dios para la Virgen María; y así puede ser para nosotros también en la contemplación si le dejamos la oportunidad de visitarnos así y dejar sus aromas tras de él en nuestro corazón después de sus visitas. Él quiere vencer nuestra alma así y perfumarla, iluminándonos por dentro, haciendo su morada en nuestro corazón (Jn 14, 23), si tan sólo le damos la oportunidad.

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SED RECONCILIADOS CON DIOS POR JESUCRISTO

Sábado, semana 2 de Adviento Eclo 48, 1-4.9-11; Sal 79; Mt 17, 10-13

“…sus discípulos le preguntaron, diciendo: ¿Por qué, pues, dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero? Respondiendo Jesús, les dijo: A la verdad, Elías viene primero, y restaurará todas las cosas. Mas digo que Elías ya vino, y no le conocieron” (Mt 17, 10-12).

El profeta Malaquías profetizó que antes del día del Señor, Elías volverá a la tierra para reconstituir todas las cosas (Mal 4, 5); y hoy Jesús dice que Elías ya ha venido; y los discípulos entendieron que hablaba de Juan el Bautista (Mt 17, 13). Jesús ya ha dicho que “todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis recibirlo; él es aquel Elías que había de venir” (Mt 11, 13-14).

Juan el Bautista es el más grande de los profetas. Él desempeña el papel de Elías. Su tarea es restaurar todas las cosas. Este es el papel de un profeta. Es ser una luz en la oscuridad. Así hicieron Elías y Juan. La descripción de Elías en la primera lectura es también la de la vida y del ministerio de Juan. “Entonces surgió el profeta Elías —dice Eclesiástico— como un fuego, y su palabra quemaba como antorcha” (Eclo 48, 1). De Juan, Jesús dijo: “Él era antorcha que ardía y alumbraba, y vosotros quisisteis regocijaros por un tiempo a su luz” (Jn 5, 35).

Este es el papel de un profeta. Por su manera de vivir y por sus sermones y predicación, él ilumina al pueblo de Dios, los amonesta y advierte de sus errores, y los llama a la conversión, para que dejen sus caminos falsos, y sean reconciliados con Dios, y así hallar paz interiormente, y por esto con los demás también.

Adviento es un tiempo de oración y preparación, un tiempo para la restauración de todas las cosas (Mt 17, 11). Pero para disfrutar de la salvación de Jesucristo, tenemos que arrepentirnos primero, dejar nuestros caminos malos y falsos, volver al Señor, y ser reconciliados con nuestros hermanos. Es un tiempo de reconciliación y paz. Si nos reconciliamos con Dios por medio del perdón de Jesucristo por sus méritos en la cruz, entonces tendremos una nueva paz en nuestro corazón, y podremos reconciliarnos también con nuestros hermanos.

Malaquías y Eclesiástico profetizan que cuando Elías vuelva, va a reconciliar a los padres con los hijos (Mal 4, 5; Eclo 48, 10). Este era el ministerio de Juan, como dijo el ángel Gabriel a su padre Zacarías, diciendo: Él “irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 17). Esta es la reconciliación entre los hombres, es la paz en la tierra.

Nosotros debemos reconciliarnos con Dios por medio de Jesucristo durante Adviento, y seguir el ejemplo de Juan al ser luces y profetas para los demás, como lo fueron Elías y Juan.

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REGOCIJAOS EN EL SEÑOR SIEMPRE

3 domingo de Adviento Is 61, 1-2.10-11; Lc 1; 1 Ts 5, 16-24; Jn 1, 6-8.19-28

“Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías” (Jn 1, 23).

Nos acercamos ahora a la celebración de la natividad de nuestro Salvador Jesucristo. Es un tiempo de alegre expectativa. Juan el Bautista continúa siendo nuestro guía para la preparación de esta fiesta de salvación, luz, y esplendor.

Dios viene a la tierra en Jesucristo, y la ilumina con su gloria. Él nos une con Dios, primeramente en sí mismo. Siendo Dios en su persona y naturaleza, él nació en Belén con una naturaleza humana también. Dios y el hombre son unidos en él; y nuestra conexión con él nos une con Dios. Somos conectados con él por medio de nuestra naturaleza humana, que compartimos con él. Si tenemos fe en él, su divinidad fluye en nosotros por medio de nuestra humanidad común, que compartimos con él. Y por su muerte en la cruz, él nos salva de nuestros pecados, pagando nuestra deuda por nosotros. Y por su resurrección, él vive ahora siempre como nuestra iluminación, para que andemos en la luz (Jn 8, 12).

Siempre —y sobre todo durante Adviento— debemos prepararnos para nuestro último encuentro con el Señor en su parusía, cuando vendrá con todos sus santos en gran luz. Por medio de la salvación que Dios nos da en Jesucristo, debemos crecer cada día en santidad, hasta el día de Jesucristo. San Pablo nos dice hoy, “el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (1 Ts 5, 23).

Ahora, durante Adviento, es nuestra gran alegría prepararnos para esto, para ser “irreprensibles en santidad delante de nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). Hacemos esto por nuestra fe en Jesucristo, quien nos justifica por la fe en él. Él nos lava de nuestros pecados, y nos da alivio de nuestra culpabilidad, cancelándola completamente, y dándonos una nueva alegría en el Espíritu Santo. Por eso debemos regocijarnos en este tiempo, porque vivimos ahora por medio de nuestra fe en Jesucristo. “Estad siempre gozosos”, dice san Pablo hoy (1 Ts 5, 16). Y dice también: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (Fil 4, 4 Antífona de Entrada).

Pero nos preparamos para que seamos irreprensibles en la venida de nuestro Señor también al obedecer su voluntad y vivir fielmente como él nos dirige a vivir para su gloria. Debemos cumplir nuestra vocación, nuestro servicio en este mundo, viviendo como él quiere que vivamos. Juan el Bautista nos muestra lo que debemos hacer: “Enderezad el camino del Señor” (Jn 1, 23), dice. Enderezamos su camino en nuestra vida por nuestro amor por los demás, por nuestro servicio a ellos, y por nuestra manera de vivir.

Debemos vivir para Dios, y amarlo con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso. Sin duda alguna, san Juan el Bautista tuvo un corazón indiviso en su amor por el Señor, viviendo en el desierto, vestido de pelo de camello, y comiendo langostas y miel silvestre (Mc 1, 6). Él renunció a todo lo de este mundo, para vivir en una cueva en el desierto con Dios.

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¿Cuántas personas han seguido su ejemplo? Los monjes son sus sucesores por antonomasia, viviendo en el desierto una vida de oración y ayuno, lejos de los entretenimientos, diversiones, y placeres de este mundo, para vivir sólo para Dios con todo su corazón, con un corazón indiviso, reservado sólo para él en todo aspecto de su vida. Así viven en la luz, y se regocijan siempre en el Señor. Viven en el desierto porque quieren vivir en la luz, en el esplendor de Jesucristo. Así preparan en el desierto el camino del Señor. Enderezan el camino del Señor, quitando todos los obstáculos. Viven sólo para él. Viven en la salvación de Jesucristo, creciendo diariamente en su amor, para que sean irreprensibles “en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13).

Si nos preparamos así con Juan el Bautista en el desierto, viviremos en la alegría del Señor Jesucristo, que vino para “vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos apertura de la cárcel” (Is 61, 1). Es su salvación que es la fuente de nuestra alegría en el Señor; y si caemos en una imperfección, él nos justificará de nuevo por los méritos de su muerte en la cruz cuando los invocamos con fe, sobre todo en el sacramento de reconciliación, que él nos dejó para esto (Mt 18, 18; Jn 20, 23).

Así, pues, “Estad siempre gozosos”, dice san Pablo hoy (1 Ts 5, 16). El ser justificado por la fe en Cristo es ser revestido de un manto de justicia, la espléndida justicia del mismo Jesucristo, como profetiza Isaías hoy, diciendo: “En gran manera me gozaré en el Señor, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como novia adornada con sus joyas” (Is 61, 10).

PAZ EN LA TIERRA

Lunes, semana 3 de Adviento Num 24, 2-7.15-17; Sal 24; Mt 21, 23-27

“Lo veré, mas no ahora; lo miraré, mas no de cerca; saldrá estrella de Jacob, y se levantará cetro de Israel” (Num 24, 17).

Hoy oímos la bella profecía del famoso profeta pagano Balaam cuando vio a Israel por primera vez acampado en las llanuras de Moab antes de su entrada en la tierra prometida. Balaam ve que en el futuro saldrá una estrella de Jacob; y su cumplimiento es Jesucristo, el Salvador del mundo. Un día, saldrá de Israel una Estrella, el Rey del Universo, Dios y hombre, para renovar la faz de la tierra y rejuvenecer al género humano.

Vivimos ahora en estos tiempos, con esta Estrella, que es el Príncipe de Paz, el Salvador del mundo. Él se llama “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is 9, 6). Él vino para unirnos con Dios y hacernos santos e irreprensibles delante de él, perdonados de nuestros errores y pecados, en paz con Dios, y en paz con nosotros mismos.

En esta nueva condición, podemos, por fin, amar también a nuestro prójimo y vivir en paz y amor con él, porque al fin vivimos ahora en paz con nosotros mismos, y con Dios. El vivir en paz con Dios es el fundamento de todo esto. Este Rey trae esta paz a la tierra, y por tanto renueva la faz de la tierra. En él somos una nueva creación. Por su muerte en

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la cruz, él nos libra de nuestros pecados y de la culpabilidad, para vivir en la libertad de los hijos de Dios. Así podemos vivir en alegría con Dios, e irradiar sobre los demás las bendiciones de su amor.

Israel fue la preparación para su venida. El pueblo de Israel fue preparado para producir la Estrella de Jacob. Esta fue la gran vocación de Israel, y Balaam lo vio a Israel ahora en las llanuras de Moab, y dijo: “¡Cuán Hermosas son tus tiendas oh Jacob, tus habitaciones, oh Israel! Como arroyos están extendidas, como huertos junto al río, como áloes plantados por el Señor, como cedros junto a las aguas. Sale un héroe de su descendencia, domina sobre pueblos numerosos. Se alza su rey encima de Agag, se alza su reinado” (Num 24, 5-7; LXX para v. 7).

Por nuestra fe en este Rey, nacimos de nuevo para ser hombres nuevos, viviendo ya en la cercanía del Señor, en su presencia en nuestros corazones; y su reinado se ha alzado sobre toda la tierra.

Durante Adviento nos preparamos para vivir más profundamente y más fielmente en este reinado universal y eterno de paz. Por medio de este rey, la paz del cielo entra en el corazón del hombre, y lo transforma. Esto entonces, es el núcleo de la paz en la tierra, que el nacimiento de Cristo trajo al mundo. Vivamos, pues, en esta paz, siendo obedientes a él.

DÍAS DE GRAN ABUNDANCIA VENDRÁN

17 de diciembre Gen 49, 2.8-10; Sal 71; Mt 1, 1-17

“No se irá cetro de mano de Judá, bastón de mando de entre sus piernas, hasta que venga el que le pertenece, y al que harán homenaje los pueblos” (Gen 49, 10-11).

El Mesías nacerá de la tribu de Judá. Aquí leemos una profecía mesiánica del libro de Génesis. Es la bendición que Jacob dio a sus hijos. Dice que Judá será el jefe de sus hermanos: “A ti Judá, te alaben tus hermanos… ¡inclínense ante ti los hijos de tu padre!” (Gen 49, 8). Pero la parte mesiánica viene cuando, al fin, venga a quien le pertenecen el cetro y el bastón de mando, a quien los pueblos harán homenaje.

En sus días, habrá gran abundancia en la tierra, hasta que él atará a una vid su borrico sin temer que él comerá las uvas, porque habrá tanta abundancia de fruto en estos días que esto no importaría (Gen 49, 11). En estos días, el vino será tan copioso que él lavará su túnica en ello, y sus ojos serán rubicundos por abundancia de vino, y sus dientes blancos por la leche (Gen 49, 12).

A quien “harán homenaje los pueblos” es “El que ata a la vid su borrico y a la cepa el pollino de su asna” (Gen 49, 11); y es el también “que lava en vino su túnica y en sangre de uvas su manto” (Gen 49, 11). ¿Quién es él? Es “el de ojos rubicundos por el vino, y sus dientes blancos de la leche” (Gen 49, 12).

Es este Mesías y son estos días de abundancia que estamos celebrando ahora, mientras reconocemos “al que harán homenaje los pueblos” (Gen 49, 10). Además, “Florecerá en sus días la justicia y reinará la paz, era tras era. De mar a mar se extenderá su reino y de un extremo al otro de la tierra” (Sal 71, 7-8 salmo responsorial).

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Vivimos ahora en estos días de abundancia con Jesucristo, nuestro Mesías. Sus electos de todas partes de la tierra le hacen homenaje. Vivimos en estos tiempos de gran abundancia. Podemos incluso lavar nuestros vestidos en vino, tan abundantes son las bendiciones de los tiempos mesiánicos para los electos que creen en Jesucristo. La justicia de Cristo florece, y nos reviste de esplendor. “Florece en sus días la justicia”, profetiza el salmista hoy (Sal 71, 7).

Nuestro tiempo, por eso, es un tiempo de alegría. Somos, al fin, redimidos, hechos nuevos, una nueva creación, hombres nuevos, lavados de nuestros pecados, y con nuestra culpabilidad quitada de nosotros por los méritos de la muerte de Cristo en la cruz, donde él sufrió nuestro castigo para librarnos del castigo, y darnos de su abundancia.

En sus días, él comerá “mantequilla y miel” (Is 7, 15), una comida rica. Y así es para sus electos en nuestros días de cumplimiento y gracia. Nuestros son los días “en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que lleve la simiente; y los montes destilarán mosto, y todos los collados se derretirán” (Am 9, 13).

EL FRUTO DE LA TIERRA SERÁ PARA GRANDEZA Y GLORIA

18 de diciembre Jer 23, 5-8; Sal 71; Mt 1, 18-24

“José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21).

Esto es el comienzo de una nueva era, el tiempo del Mesías, la era mesiánica, con el único Hijo de Dios viviendo en la tierra como un hombre, para la remisión de los pecados de su pueblo, de sus electos. “…él salvará a su pueblo de sus pecados”, dice el ángel a José, explicándole que él fue engendrado del Espíritu Santo, y que será Emanuel, “Dios con nosotros” (Mt 1, 23; Is 7, 14). Él es el “renuevo justo”, profetizado por Jeremías hoy, diciendo: “He aquí que vienen días, dice el Señor, en que levantaré a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y justicia en la tierra” (Jer 23, 5). Y su nombre será “el Señor, nuestra justicia” (Jer 23, 6).

Jesucristo es este renuevo justo, este germen justo, que traerá la justicia de Yahvé a la tierra, que será nuestra justicia, la fuente de nuestra justificación y salvación. Estos días serán días de esplendor y luz cuando venga, como profetizó Isaías, diciendo: “En aquel tiempo el renuevo del Señor será para hermosura y gloria, y el fruto de la tierra para grandeza y honra, a los sobrevivientes de Israel” (Is 4, 2). Es decir, que estos días serán días de esplendor y luz para los que reciben este renuevo justo.

Él es Emanuel, Dios con nosotros, el Hijo de Dios, y el hijo de María, nacido en Belén. Es él que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21), “Porque en el Señor hay misericordia, y abundante redención con él; y él redimirá a Israel de todos sus pecados” (Sal 129, 7-8). De hecho, “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4, 12).

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La salvación de Dios está en él. Él es el medio por el cual Dios nos salva, haciéndonos resplandecientes, y llenando la tierra de su gloria; y en sus días el fruto de la tierra será un adorno hermoso para los salvos por él (Is 4, 2).

Vivimos ahora en estos días de esplendor y luz con el renuevo justo que nos justifica, perdonándonos nuestros pecados al lavarnos en su sangre derramada como precio de nuestra redención, pagando por nosotros el precio de nuestra liberación de la esclavitud del pecado. En él vivimos en el esplendor de Dios, y disfrutamos de los bellos frutos de la tierra (Is 4, 2). Sólo tenemos que recibirlo a él, el renuevo justo, aceptando nuestra justificación por la fe de sus manos. Entonces él nos hermoseará con su propia gloria.

SEAMOS IMITADORES DE JUAN EL BAUTISTA

19 de diciembre Jueces 13, 2-7.24-25; Sal 70; Lc 1, 5-25

“No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre. Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos. E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 15-17).

Vemos aquí el ministerio de Juan el Bautista. Él vino para “preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 17). Tuvo una misión especial para hacer “que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor” (Lc 1, 16). Hizo esto “con el espíritu y el poder de Elías (Lc 1, 17), con que él iba delante del Señor, para preparar su camino en el desierto. Cuando, por fin, Cristo vino, el pueblo era preparado por la predicación y el ejemplo de Juan, predicando en el desierto. Él fue lleno del Espíritu Santo, que le dio la inspiración y el poder para hacer esto, y vivió una vida ascética toda su vida, nunca bebiendo vino ni sidra, porque era “nazareo a Dios desde su nacimiento hasta el día de su muerte” (Jueces 13, 7).

Podemos imitar a Juan el Bautista. Él es un ejemplo para nosotros. Él iba delante del Señor para preparar su camino, y hacer a muchos convertirse a él.

Jesucristo es la salvación del mundo. Empezamos a vivir una vida nueva e iluminada por medio de él. Él nos libra de la carga pesada de nuestra culpabilidad, porque en la cruz él pagó nuestra deuda, debida a nosotros por nuestros pecados. Él sufrió nuestro castigo en lugar de nosotros, librándonos del castigo y borrando nuestra culpabilidad. Él nos lavó y nos redimió por su sangre derramada en sacrificio, y después de morir sacrificialmente por nosotros, resucitó para ser nuestra iluminación. Somos, pues, iluminados por él, y vivimos y caminamos ahora en su luz si tenemos fe salvadora en él. Este es el esplendor que él nació para traernos, para que seamos iluminados y renovados.

Entonces nosotros podemos ir delante de él como lo hizo Juan, para hacer que muchos se conviertan a él, para que ellos también tengan una vida nueva, librada, e iluminada en él. Así podemos imitar a Juan e ir delante de Cristo, conducidos por el Espíritu Santo, que nos llena, e ir con el espíritu y el poder de Elías.

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Hacemos esto por nuestros sermones y escritos, por nuestras conversaciones y modo de vivir, y por nuestro amor hacia nuestros hermanos y vecinos. Debemos siempre tratar de difundir la buena nueva de esta nueva vida en Jesucristo, para que muchos lo acepten a él con fe como su Salvador, para ser justificados por la fe, hechos resplandecientes delante de Dios, y regocijados por el Espíritu Santo, para vivir en adelante una vida nueva en él.

Preparemos, pues, con Juan el camino del Señor, e invitemos a muchos a creer en Cristo.

VIVIMOS AHORA EN EL REINO ETERNO DEL SOL DE LA JUSTICIA

20 de diciembre

Is 7, 10-14; Sal 23; Lc 1, 26-38 “…y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).

Estas son las palabras del ángel Gabriel a la Virgen María, anunciando que ella será la madre del deseado Mesías, y que este Mesías será el Hijo único de Dios, engendrado no del hombre, sino del Espíritu Santo, y que se le dará el trono de David, porque es un descendiente de David, y que reinará para siempre sobre la casa de Jacob —pero también sobre todas las naciones (Mt 25, 31-32; Dan 7, 14)— . Este será un reino, dice Gabriel, que “no tendrá fin” (Lc 1, 33).

Este Mesías, que María concebirá, es “Dios con nosotros”, el cumplimiento de la profecía de Isaías, que oímos hoy, de que “la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel” (Is 7, 14). Sobre este hijo de David, Natán profetizó a David que “yo afirmaré para siempre el trono de su reino” (2 Sam 7, 13). Y Daniel profetizó sobre él, diciendo: “su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (Dan 7, 14). Isaías también dijo de él: “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán limite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre” (Is 9, 7). Y este niño de María se llamará: “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is 9, 6).

Si tenemos fe en Cristo, si él es nuestro Salvador que nos ha salvado por su muerte en la cruz de nuestros pecados y de la pena de nuestra culpabilidad, entonces vivimos ahora en este reino eterno, y vivimos con Emanuel, “Dios con nosotros” (Is 7, 14). En Jesucristo, Dios es con nosotros; vivimos con él, y él vive dentro de nosotros, iluminándonos por dentro, y dándonos su paz, una paz no de este mundo

Problemas que nosotros no podemos solucionar, él soluciona para nosotros, llenándonos de perdón, paz, y certidumbre sobre su voluntad para con nosotros. Y más aún, él nos hace resplandecientes al revestirnos de su propia justicia cuando creemos en él; y él nos ilumina por la nueva luz de su resurrección. Él murió para pagar nuestra deuda, y resucitó para nuestra justificación (Rom 4, 25). Él expió definitivamente nuestros pecados en la cruz (Rom 3, 25), y nos invita ahora a andar en su luz (Jn 8, 12; 1 Pd 2, 9; Ef 5, 8), para ser hijos del día e hijos de la luz (1 Ts 5, 5).

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Nos regocijamos ahora, pues, a vivir en este reino eterno de paz celestial, este reino del Sol de la justicia sobre la tierra(Mal 4, 2).

REINARÁ SOBRE LA CASA DE JACOB PARA SIEMPRE

4 domingo de Adviento 2 Sam 7, 1-5.8-12.14.16; Sal 88; Rom 16, 25-27; Lc 1, 26-38

“Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo. Y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 31-33).

Este es el reino glorioso de las profecías. Por fin ha venido. El rey de este reino eterno y universal de paz celestial sobre la tierra es el hijo de María, que es el único Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo (Lc 1, 35; Mt 1, 18.20). Este rey reinará para siempre, y será llamado: “Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Is 9, 6). Y “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán limite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre” (Is 9, 7).

Vivimos ahora en este reino de paz universal si vivimos en Jesucristo. Él trae la paz celestial a nuestros corazones. Él nos rehace. Él rejuvenece al género humano, haciéndolo una nueva creación (2 Cor 5, 17; Gal 6, 15; Apc 21, 5). Él nos hace hombres nuevos (Ef 4, 22-24) al perdonarnos de nuestros pecados y al llenarnos del resplandor de su propia justicia. Él nos reviste de gloria como de un manto de justicia (Is 61, 10). En efecto, somos revestidos del mismo Jesucristo por nuestra fe en él (Gal 3, 27; Rom 13, 14).

Lo que nos deprime son nuestros pecados y la culpabilidad. Pero él vino para librarnos de esto, para trasladarnos de las tinieblas a su luz admirable (Col 1, 12-13; 1 Pd 2, 9; Ef 5, 8), para que andemos en la luz (Jn 8, 12).

Esto es algo completamente fuera de nuestras posibilidades de hacer para nosotros mismos. Sólo Dios puede rehacernos así; y lo hace por medio de su Hijo Jesucristo, para sus electos que creen en él, confesando sus pecados, y recibiendo su perdón por los méritos de su muerte en la cruz. Entonces su resurrección nos ilumina interiormente, haciéndonos, resplandecientes delante de Dios con el esplendor del mismo Jesucristo.

Este rey tiene un reino que perdura par siempre. El ángel Gabriel dijo a María que Dios le dará a él “el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33). Él sigue reinando incluso hasta ahora en el mundo. Él es el Príncipe de Paz. Como profetizaron los profetas, la dinastía y el trono de David son para siempre. El Príncipe de Paz trae la paz a todos los que acuden a él con fe, sobre todo por medio de los sacramentos, que él nos dejó (Mt 18, 18; Jn 20, 23).

Por medio de él y su reino, la paz de Dios extiende a todas partes del mundo. Esta paz es una luz en el corazón (2 Cor 4, 6), una iluminación interior que regocija nuestro espíritu, y que nos capacita para vivir en paz celestial y amor con nuestro prójimo. La paz de este reino no tiene limite (Is 6, 7) porque este reino no tiene fronteras. Es un reino

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universal de paz y salvación para siempre sobre la tierra, para la renovación del género humano.

Hoy Dios promete a David que afirmará el reino de su descendiente para siempre. Dice: “afirmaré su reino” (2 Sam 7, 12). Y dice: “Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente” (2 Sam 7, 16).

Este es el reino eterno que celebramos ahora en el nacimiento de Cristo. Él tiene un trono estable para siempre, en un reino de paz celestial sobre la tierra, en que podemos vivir por nuestra fe en él. Es un reino en que él nos limpia y nos regocija, nos renueva y nos llena de esplendor. Él es el descendiente prometido, prefigurado por Salomón. Es un individuo eterno, no sólo una dinastía eterna. Así el cumplimiento es más grande que la profecía de que David tendrá una dinastía eterna y un trono eterno. En Jesucristo la dinastía y el trono de David son eternos, y él cumple la profecía del salmista que profetizó: “Para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones” (Sal 88, 4). Y “Pondré su descendencia para siempre, y su trono como los días de los cielos” (Sal 88, 29). En Jesucristo esto es cumplido.

Cristo vino para la renovación de la tierra y de la raza humana. Sus electos viven con él en paz y luz en su reino por su fe y obediencia a su voluntad. Él los perdona y los justifica por los méritos de su muerte en la cruz, para que ellos puedan vivir en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21) en este reino sin fronteras.

Y a él “le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará y su reino uno que no será destruido” (Dan 7, 14).

LOS POBRES EN ESPÍRITU SON LOS QUE SE REGOCIJAN EN EL SEÑOR

22 de diciembre

1 Sam 1, 24-28; 1 Sam 2; Lc 1, 46-56 “…mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva…y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” (Lc 1, 47-48.52-53).

María se regocija en el Señor. San Pablo dice: “Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!” (Fil 4, 4), y “Por lo demás, hermanos, gozaos en el Señor” (Fil 3, 1), y “Estad siempre gozosos” (1 Ts 5, 16). Un cristiano se regocija en el Señor porque es salvo, es perdonado, tiene su culpabilidad quitada por Cristo, es revestido por él de un manto espléndido de justicia (Is 61, 10), y es justificado por su fe en él, y no por sus propios méritos.

La salvación ya ha empezado en el cuerpo y el espíritu de la Virgen María. Ya ha concebido al Salvador del mundo por obra del Espíritu Santo; y por eso dice: “mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador” (Lc 1, 47). La verdadera alegría humana está en el Señor. La alegría de nuestro corazón está en Jesucristo, y en su obra salvadora en nosotros. Aun Ana, la madre de Samuel, conoció algo de esta alegría en el Señor, y dijo: “Mi corazón se regocija en el Señor…me alegré en tu salvación” (1 Sam 2, 1).

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Estos últimos días de Adviento son días de alegría en el Señor, un tiempo cuando nos regocijamos en el Señor, porque “El Señor está cerca” (Fil 4, 5). Vivimos en estos días en la cercanía del Señor, y vivimos en moderación y silencio para ser recogidos, enfocados en el Señor, y centrados en oración y alegría espiritual. Preparamos nuestro corazón durante estos días para la venida del Señor a nosotros. Queremos que él venga de una manera especial en nuestro corazón durante el tiempo de Navidad, la celebración de su venida al mundo. Queremos recibirlo bien, con mucho amor y cariño, en un corazón bien preparado por la meditación y la contemplación.

María dice también hoy que el Señor “exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos” (Lc 1, 52-53). Aquí vemos que los pobres (Lc 6, 20) y los pobres en espíritu (Mt 5, 3) son bienaventurados y especialmente bendecidos por Dios, y que “de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). Dios ama a los pobres, a los pobres en espíritu, a los humildes, a los anawim, a los que han perdido todo por causa de Dios, a los que han renunciado a todo lo de este mundo por amor a Dios. A ellos los “colmó de bienes”, a los que le aman con todo su corazón y toda su alma (Mc 12, 30), dejando todo lo demás por él, para reservar todo su corazón sólo para él, un corazón indiviso en su amor por él en todo aspecto de su vida.

Dios llena y regocija un corazón que ha renunciado a todos los placeres de este mundo por amor a él, para tener un corazón reservado sólo para él. Los anawim, los pobres en espíritu, son, de veras, los verdaderos alegres, que siempre se regocijan en el Señor.

EL REY DE UN REINO ETERNO DE LUZ Y PAZ SOBRE TODA LA TIERRA

24 de diciembre, la Misa Matutina

2 Sam 7, 1-5.8-12.14.16; Sal 88; Lc 1, 67-79 “Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino… Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente” (2 Sam 7, 12.16).

Esta es la gran profecía de que el Mesías vendrá del linaje de David. Él “procederá de tus entrañas —dice el profeta Natán a David—, y afirmaré su reino” (2 Sam 7, 12). En él, el reino de David será afirmado para siempre, y su trono “será estable eternamente”: “será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro” (2 Sam 7, 16).

Jesucristo ha cumplido esta profecía. Después de dos mil años, él todavía reina sobre el trono de David. En Cristo tenemos un Rey eterno y un reino eterno, un reino de luz y paz sobre toda la tierra. Cualquiera que cree en él será un miembro de este reino eterno de paz y luz. En él, la salvación ha venido al mundo, y la gloria del Señor ha nacido sobre Israel.

“…he aquí que tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá el Señor, y sobre ti será vista su gloria” (Is 60, 2). Vemos la gloria del Señor en la venida de Jesucristo a su pueblo. Él vino para perdonar nuestros pecados e

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imperfecciones por su muerte en la cruz; y vino para resucitar en el esplendor de Dios para ser nuestra iluminación.

En Jesucristo “nos visitó desde lo alto la aurora, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz” (Lc 2, 78-79), profetizó el padre de Juan el Bautista. Jesucristo es la aurora, la luz de lo alto, el “Sol de la justicia” (Mal 4, 2), la “Estrella de Jacob” (Num 24, 17), que resplandece en nuestra oscuridad. Él vive en un reino eterno, y reina sentado sobre un trono establecido para siempre. Él es para nosotros “reflejo de la luz eterna” (Sabiduría 7, 26).

Si nos arrepentimos y dejamos nuestros pecados, y si los confesamos, él nos redimirá y nos librará de nuestra culpabilidad, que nos deprime y entristece; y en vez de la tristeza, nos dará su iluminación, que resplandecerá en nuestro corazón (2 Cor 4, 6), para que andemos con él en la luz de su resurrección.

Él es la respuesta y la solución de todos nuestros problemas. Él es nuestro Salvador, el Salvador de todo el mundo. Él reina sobre la casa de Jacob, y se sienta sobre el trono de David para siempre, para resplandecer sobre nosotros; y quiere que vivamos y permanezcamos en el esplendor de su amor al obedecerlo (Jn 15, 9-20).

OS HA NACIDO HOY, EN LA CIUDAD DE DAVID, UN SALVADOR, QUE ES CRISTO EL SEÑOR

Natividad del Señor, Misa de la Noche, 25 de diciembre

Is 9, 1-3.5-7; Sal 95; Tito 2, 11-14; Lc 2, 1-14 “Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón” (Lc 2, 6-7).

Hoy es nacido el Salvador del mundo, que vino para darse “a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2, 14). Él “se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Tim 2, 6). Él “se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre” (Gal 1, 4). Él “me amó y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef 5, 2). Él vino en el mundo no “para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28).

Hoy recibimos a nuestro Salvador. El ángel dijo a los pastores: “No temáis, porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 10-11). Este Salvador vino para reconciliarnos con Dios por su muerte en la cruz en rescate por nosotros, así expiando nuestros pecados y salvándonos de la culpabilidad por su sangre derramada por nosotros, en lugar de nuestro castigo.

Hoy la persona divina del Hijo eterno se viste de carne humana para divinizarla, primero en sí mismo, y después en todos los que creen en él y lo imitan. Esto es para nuestra transformación, iluminación, y divinización.

Este niño trajo una gran luz al mundo, y los que andaban en tinieblas han visto esta luz (Is 9, 2). Él ilumina al mundo, siendo su Salvador, su Redentor, su divinizador.

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Nuestro contacto con él en fe nos transforma en una nueva creación (2 Cor 5, 17). Así él trajo paz a la tierra, y por esta paz, damos gracias a Dios, cantando con los ángeles, diciendo: “¡Gloria a Dios en las alturas!” (Lc 2, 14).

Vemos también hoy cómo él vino. Vino en pobreza, en la pobreza evangélica, que él mismo promoverá en su predicación. Nació afuera, en un viaje, no en un mesón, acostado en un pesebre, y visitado por pastores pobres. Su vida fue sólo para Dios. Vivió sólo para su Padre. Fue una vida de renuncia radical al mundo, que él recomendará a sus seguidores (Lc 18, 29; 6, 20; Mt 19, 21; 6, 24; 13, 44-46); y él mismo fue un ejemplo de ella aun en su nacimiento. Así nos enseñó por su ejemplo y por su predicación a hacer lo mismo, que “renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada” de su segunda venida (Tito 2, 12-13).

LA PERSECUCIÓN ES ESENCIAL A LA VIDA CRISTIANA

Fiesta de san Esteban, Protomártir, 26 de diciembre Hch 6, 8-10; 7, 54-60; Sal 30; Mt 10, 17-22

“Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mt 10, 22).

Hoy, tan cerca de Navidad, meditamos sobre la persecución y el martirio de los cristianos, mientras celebramos la fiesta de san Esteban, el protomártir. La Iglesia no nos deja olvidar la realidad de la persecución, aun en medio de nuestra celebración del nacimiento del Salvador.

Es esencial recordar esto, porque la misma salvación que estamos celebrando es la causa de esta persecución, porque la salvación de Jesucristo nos hace tan diferentes del mundo alrededor de nosotros, que él no puede entendernos ni tolerarnos más.

Por los méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz, canalizados a nosotros por medio de nuestra fe y por los sacramentos, somos redimidos de la carga y tristeza de nuestros pecados y culpabilidad, para ser una nueva creación (2 Cor 5, 17), hombres nuevos (Ef 4, 22-24), viviendo en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21), regocijándonos en esta nueva vida y nueva intimidad con Dios, con el Espíritu Santo alegrando nuestro espíritu (Jn 7, 37-39), y con Cristo resucitado iluminando nuestro corazón (2 Cor 4, 6). Esta salvación maravillosa nos hace tan diferentes del mundo (Jn 15, 19; 17, 14.16), que el mundo nos persigue.

Así, pues, la persecución es una parte esencial de la vida de todos los verdaderos cristianos. Y es necesario que sepamos esto, que lo aceptemos, y que lo vivamos bien. Es incluso una razón de gozo para el cristiano el sufrir la persecución del mundo por causa de su fe. “Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan —dice Jesús—, y cuando os aparten de sí, y os vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. Gozaos en aquel día, y alegraos” (Lc 6, 22-23).

Cuando somos llevados ante las autoridades por causa de nuestra fe, dice Jesús, “esto os será ocasión para dar testimonio” (Lc 21, 13). Y “yo os daré palabra y sabiduría —continúa Jesús— la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan” (Lc

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21, 15). San Esteban es un ejemplo de esto hoy. “…no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (Hch 6, 10).

Tenemos que vivir y proclamar nuestra fe, sin temer a los que nos opongan. Tenemos que vivir como hombres nuevos, recreados por Jesucristo, y limpiados del pecado por los méritos de su muerte en la cruz. Y viviendo como hombres nuevos, renunciamos a la mundanalidad del mundo y a muchas de sus convenciones, para vivir una vida nueva en Cristo, una vida resucitada, buscando las cosas de arriba, y no más las de abajo (Col 3,1-2), y aceptando con acción de gracias a Dios toda la vituperación y la persecución del mundo, que nos vendrán a causa de nuestro nuevo estilo de vida en Jesucristo. Y esto será nuestro testimonio delante del mundo.

SOMOS DIVINIZADOS POR SU ENCARNACIÓN, E ILUMINADOS Y JUSTIFICADOS POR SU RESURRECCIÓN

Fiesta de san Juan, Apóstol y Evangelista, 27 de diciembre

1 Jn 1, 1-4; Sal 96; Jn 20, 2-9 “Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó” (Jn 20, 8).

Seguimos celebrando Navidad, pero hoy, en esta fiesta de san Juan el apóstol, meditamos sobre la resurrección del Señor. Lo que comenzó en la encarnación del Hijo de Dios como un hombre aquí en la tierra es completado en su muerte en la cruz por nuestros pecados, y en su resurrección en la gloria final para nuestra iluminación y justificación (Rom 4, 25), porque en su resurrección, él nos reviste del manto espléndido de su propia justicia (Is 61, 10). Somos revestidos del mismo Jesucristo (Gal 3, 27; Rom 13, 14) cuando creemos en él para nuestra salvación. Y así somos revestidos de la iluminación de su resurrección, para andar en la luz (Jn 8, 12).

Aunque el nacimiento de Cristo es separado por treinta y tres años de su resurrección, nosotros que creemos en él para nuestra salvación experimentamos estos dos misterios junto al mismo tiempo. Él nos salva al encarnarse, al morir en la cruz por nuestros pecados, y al resucitar para que vivamos en su luz, con él resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6) si creemos en él y se nos ofrecemos completamente a él.

Los misterios de la encarnación y nacimiento de Cristo son tan luminosos como el de su resurrección. Cristo, de veras, vino para la verdadera ilustración del hombre, para ser una luz en nuestro corazón, para que no andemos más en la oscuridad, sino en su luz admirable (Jn 8, 12; 12, 46; 1 Pd 2, 9). Él nació para esto. Él vino al mundo para esto. Él se vistió de nuestra carne para esto, para iluminarla y transformarla por su divinidad.

Nuestra carne es nuestra naturaleza humana, ya transformada por su encarnación si tenemos fe en él y lo imitamos. Su encarnación pone la luz de su divinidad en nuestra humanidad, en nuestra naturaleza humana, en nuestra carne humana, para iluminarla por dentro, primero en el mismo Jesucristo, y después en todos los que creen en él. Su encarnación, pues, es nuestra iluminación si creemos en él y hacemos su voluntad, porque entonces tenemos su luz en nuestra carne, en nuestra naturaleza. Así él nos diviniza.

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Además, él murió en la cruz para pagar nuestra deuda por nuestros pecados, sufriendo por nosotros su castigo, para librarnos del castigo. Y cuando él resucitó de la muerte, nosotros también resucitamos con él (Rom 6, 4; Col 2, 12; 3, 1-2; Ef 2, 6), para buscar en adelante las cosas de arriba, donde él está, y no más las de la tierra (Col 3, 1-2).

¡VENID, ADORÉMOSLE, AL CRISTO DEL SEÑOR!

Fiesta de la Sagrada Familia Eclo 3, 3-7.14-17; Sal 127; Col 3, 12-21; Lc 2, 22-40

“Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 16 Antífona de Entrada).

Hoy celebramos el misterio de la Sagrada Familia en Belén al nacimiento del “Cristo del Señor” (Lc 2, 26). Es un misterio de luz en la oscuridad. La luz del mundo es nacida hoy en una cueva de Belén, y es anunciada a ciertos pastores pobres, que vienen a verlo y a adorarlo. Simeón dice hoy que es “la luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32). Esta luz es para todas las naciones. Es la gloria de Israel. Ha sido revelada para todos los que creerían. Por eso, “Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalén; porque el Señor ha consolado a su pueblo, a Jerusalén ha redimido. El Señor desnudó su santo brazo ante los ojos de todas las naciones, y todos los confines de la tierra verán la salvación del Dios nuestro” (Is 52, 9-10).

Este nacimiento del Salvador es la consolación de Israel. Es el cumplimiento de toda su historia, que lo preparó para este momento, en que el Cristo del Señor se manifiesta. Israel ha cumplido su parte cuando él nació. Ahora él es una “luz de las naciones” (Is 42, 6), para llevar la salvación de Dios “hasta lo postrero de la tierra” (Is 49, 6). Y hoy “todos los confines de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios” (Sal 97, 3).

Nos regocijamos en esta salvación; nos calentamos en su esplendor. En este niño, el Señor hizo acercarse su salvación y su justicia a su pueblo y a todos los que creerán en él. De veras, “Haré que se acerque mi justicia —dice el Señor—; no se alejará, y mi salvación no se detendrá. Y pondré salvación en Sion, y mi gloria en Israel” (Is 46, 13).

Hoy es el día de la salvación. Recibimos hoy con Simeón el que es “la luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32). Vivimos ahora en esta luz. Ella ilumina nuestro corazón. Es la gloria del Señor, la luz del Cristo del Señor (Lc 2, 26). Él nos une con Dios, nos redime de nuestros pecados, nos purifica e ilumina, nos da una nueva vida, y nos hace una nueva creación. Él pone la verdadera alegría en nuestros corazones y resplandece en ellos (2 Cor 4, 6). En él, andamos en la luz, y no más en las tinieblas, y somos librados de la pena de nuestra culpabilidad.

Todo esto vino de su muerte por nuestros pecados en la cruz. Y hoy acogemos a nuestro redentor, viniendo en el mundo. Decimos hoy con Simeón, “Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32). A Simeón, “le había sido revelado por el Espíritu Santo, que no vería la muerte antes que viese al Cristo del Señor”

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(Lc 2, 26), y ahora lo ve. Sus ojos ven al que ilumina el mundo, al que resplandece en el corazón de todos los que creen en él. Sus ojos ven la luz del mundo, la salvación que ahora han visto todos los confines de la tierra (Sal 97, 3). Después de haber bajado los montes y alzado los valles, esta es la gloria del Señor que se manifiesta, y que toda carne juntamente verá (Is 40, 5).

El misterio de la Sagrada Familia en Belén es un misterio de contemplación en la oscuridad de la noche. Así, pues, en estos días, nosotros también contemplamos la gloria de Dios iluminando al mundo desde el pesebre. Contemplamos su gloria en la noche. Él nos ilumina con su gloria, y resplandece sobre nosotros con su esplendor. Y somos transformados por nuestra contemplación de su gloria, que vemos “a cara descubierta como en un espejo” (2 Cor 3, 18). Es la gloria de Dios en la noche, es esplendor interior en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), es la alegría en el Señor de un corazón librado del pecado y de la culpabilidad por el sacrificio de este niño en la cruz, tomando nuestra parte, y sufriendo nuestro castigo por nuestros pecados, para que nosotros caminemos en su luz.

Hoy María y José contemplan a su niño, el Hijo de Dios, la salvación del mundo, el Cristo del Señor; y lo contemplan en la noche, en la soledad de la cueva de Belén, donde nadie los conoce, y donde, por eso, estaban solos, a solas con el Cristo del Señor. Nos juntamos con ellos en estos días santos de Navidad para contemplar la luz de los gentiles y la gloria de Israel (Lc 2, 32), que es la luz que nos salva y nos transforma, recreándonos en la misma imagen del Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18). Nos calentamos en su esplendor e irradiamos esta gloria dondequiera que vayamos.

¡Venid, pues, adorémosle!

EN NINGÚN OTRO HAY SALVACIÓN

Quinto Día dentro de la Octava de Navidad, 29 de diciembre 1 Jn 2, 3-11; Sal 95; Lc 2, 22-35

“Ahora, Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra; porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 29-32).

Simeón ve ahora al Salvador del mundo, al “Cristo del Señor” (Lc 2, 26); y le había sido revelado que no vería la muerte antes que viese a este Salvator. Ahora sus ojos lo ven, a quien “muchos profetas y reyes desearon ver…y no lo vieron” (Lc 10, 24). Él es el deseado de todo Israel durante toda su historia. Es luz para los gentiles y gloria de su pueblo. En él es nuestra salvación.

Sólo él puede salvarnos de lo que nos entristece, que es el pecado y nuestras imperfecciones. Nosotros no podemos hacer esto para nosotros mismos. Sólo él es el Salvador enviado al mundo por Dios para hacer esto para nosotros. Esto será una gran revelación a los gentiles, que no estaban preparados para esto.

La luz de Dios resplandecerá sobre ellos por medio de este niño en el pesebre, y resplandece ahora sobre nosotros, los cristianos gentiles. En verdad, esta salvación ha estado preparada “en presencia de todos los pueblos” (Lc 2, 31), porque no hay otro

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salvador para ellos, puesto que “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4, 12).

Después de quitar de nosotros, por medio de su cruz, la pena y tristeza de nuestra culpabilidad, causada por nuestros pecados, él pone su gloria en nuestro corazón, el don de su resurrección, que resplandece en nuestro espíritu con su nueva luz. Son los méritos de su muerte en la cruz, que son canalizados a nosotros por medio de nuestra fe y por el sacramento de reconciliación, que él mismo nos dejó por esto (Mt 18, 18; Jn 20, 23), que quitan de nosotros la depresión de nuestra culpabilidad; y es la luz de su resurrección que pone su gloria en nuestro espíritu.

Así, pues, somos completamente renovados por este Salvador. Él, y sólo él, quita nuestra enfermedad, y en lugar de ella, nos da su gloria. Él hace nuestra vida resplandeciente y nueva. Sólo él puede hacer esto para nosotros, porque él es el único Salvador que Dios ha enviado al mundo (Hch 4, 12).

Además, él permanece con nosotros y nos guarda y proteja. Y si caemos en otra imperfección, él es siempre con nosotros para curarnos otra vez cuando confesamos nuestro pecado o imperfección e invocamos de nuevo los méritos de su muerte en la cruz, en que él sufrió nuestro castigo por nosotros. Entonces él irradiará otra vez sobre nosotros la gloria de su resurrección.

HEMOS VISTO LA GLORIA DEL VERBO ETERNO HECHO CARNE ENTRE NOSOTROS

Séptimo Día dentro de la Octava de Navidad, 31 de diciembre

1 Jn 2, 18-21; Sal 95; Jn 1, 1-18 “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).

Este es el misterio que estamos celebrando ahora, la presencia de Dios entre nosotros en su Hijo, su Verbo eterno, hecho carne en el mundo para que podamos regocijarnos en su presencia, mirando y contemplando su gloria. En él, vemos al único Hijo del Padre encarnado en la tierra, nuestro Emanuel, “Dios con nosotros” (Is 7, 14; Mt 1, 23). Vino para que pudiéramos contemplar su gloria, porque él es lleno de esplendor, “de gracia y de verdad” (Jn 1, 14.17). Al contemplarlo en su gloria, somos transformados en su imagen por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18), y así él resplandece en nuestros corazones, iluminándonos por dentro por su gloria (2 Cor 4, 6). Desde su nacimiento y en adelante, vivimos en su gloria, vivimos con Dios en la tierra, vivimos con Emanuel, si tenemos fe, y hacemos su voluntad.

Comemos su carne y bebemos su sangre, que contienen su divinidad, su Persona divina, que entra en nosotros y nos transforma, ilumina, y diviniza. Vivimos en su plenitud, y recibimos de su abundancia. “…de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16). Él es “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 17), las cuales recibimos por medio de él. Él quiere que vivamos así en su esplendor —por eso vino al mundo, y sigue habitando entre nosotros—. Él quiere que permanezcamos en su amor (Jn 15, 9), que es lleno de esplendor; y permanecemos en ello al hacer su voluntad. Así él nos dijo,

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diciendo: “permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10). Y si lo desobedecemos en algo, tenemos que confesarlo, y así volver a vivir otra vez en su esplendor.

Él está en medio de nosotros ahora. Sus sacramentos son la extensión en el mundo y en la historia de su presencia física en el pesebre de Belén. Por medio de ellos podemos continuar regocijándonos en su presencia, y permanecer en este esplendor del único Hijo de Dios, habitando entre nosotros para nuestra iluminación y divinización.

Pero es sobre todo su muerte en la cruz y su resurrección que nos transforman, purifican, e iluminan, porque él sufrió en vez de nosotros por nuestros pecados, para redimirnos de este castigo y culpabilidad, para que anduviéramos limpios y puros, iluminados por la luz nueva de su resurrección. Esta luz nos iluminará si acudimos a él con fe, e invocamos los méritos de su muerte en la cruz, sobre todo en el sacramento de penitencia. Así él quiere que permanezcamos en su espléndida luz.

EL QUE NOS SALVÓ NACIÓ EN LA POBREZA EVANGÉLICA

1 de enero, Octava de Navidad, Santa María, Madre de Dios Num 6, 22-27; Sal 66; Gal 4, 4-7; Lc 2, 16-21

“Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre” (Lc 2, 16).

Hoy es el Día Octava de Navidad, el día en que celebramos el misterio de Navidad otra vez, y lo hacemos desde la perspectiva de la Virgen María, Madre de Dios. San Lucas nos dice hoy que “María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2, 19). Es de ella que los evangelistas aprendieron los datos personales del nacimiento de Jesucristo.

Vemos hoy al Salvador del mundo acostado en un pesebre, nacido en una cueva de animales, afuera, en un viaje, en la ciudad de David, y anunciado a pastores pobres por un ángel como “un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 11). Y en su nacimiento los ángeles cantaron “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lc 2, 14).

Cristo el Salvador es el único Hijo de Dios, enviado del Padre para satisfacer la justicia divina, y por medio de su muerte en la cruz reconciliar a Dios con los hombres. Tanto amor tiene Dios para con los hombres que envió a su propio Hijo para librar al hombre de sus pecados por medio de la muerte en la cruz de su propio Hijo, porque sólo así pudo Dios perdonar nuestros pecados, siendo él mismo un Dios justo. Una retribución justa tenía que ser pagada, y el pecado castigado para ser expiado y propiamente perdonado. Esto hizo Jesús, el Salvador del mundo. Él pagó por nosotros, sufriendo él mismo el castigo debido a nosotros por nuestros pecados, para que nosotros pudiéramos ir libres del pecado, libres del castigo, libres de la culpabilidad, para disfrutar de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8 2).

Cristo vino al mundo, nació en una cueva de Belén, y fue acostado en un pesebre para esto. Nuestra libertad del pecado y de la culpabilidad está en este niño en el pesebre. La luz de Dios, que resplandece en nuestro corazón, viene de este niño en el pesebre.

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Su sufrimiento en la cruz por nosotros comenzó en su nacimiento, es decir, de la manera de que nació. Vino en pobreza, en la pobreza evangélica, que él mismo promoverá, como una expresión de su dedicación total a su Padre en todo aspecto de su vida. No vino para los placeres del mundo, sino para servir a su Padre como a su único Señor (Mt 6, 24), renunciando a todo lo demás; y en esto él es un modelo para nosotros a imitar. Nosotros también debemos despojarnos de todo para amar y servir a Dios con un corazón indiviso, con todo nuestro corazón (Mc 12, 30), y hallar nuestro placer sólo en Dios, a la medida que esto es posible. Por eso meditamos hoy sobre la pobreza evangélica de su nacimiento, y la imitamos en nuestra vida, sirviendo sólo a Dios con todo nuestro corazón.

SEGUIMOS PREPARANDO EN EL DESIERTO EL CAMINO DEL SEÑOR

2 de enero

1 Jn 2, 22-28; Sal 97; Jn 1, 19-28 “Le dijeron: ¿Pues quién eres? para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías” (Jn 1, 22-23).

Esta es la vocación de Juan el Bautista, ser una voz clamando en el desierto: Enderezad el camino del Señor. Él preparó al pueblo para la venida del Señor, preparando en el desierto el camino del Señor. Esta es nuestra vocación también. Nosotros también debemos vivir en el desierto, lejos del mundo y su mundanalidad, preparando a nosotros mismos y al pueblo para la venida del Señor. Hay que haber preparación para su venida, para poder recibirlo bien y disfrutar de sus bendiciones. Esta preparación nos incluye a nosotros mismos, junto con todos los que podemos alcanzar con nuestra palabra y ejemplo de vida, para que todos podamos vivir una vida nueva en el “Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 11).

Cristo nos da un nuevo tipo de vida, una vida reconciliada con Dios, una vida en paz con Dios, que es algo que no podemos darnos a nosotros mismos, porque estamos perdidos en pecado, y lejos de Dios. Sólo el Hijo de Dios, nuestro “Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc 2, 11), puede librarnos de nuestros pecados, de nuestra lejanía de Dios, y de la ira de Dios por nuestros pecados.

Aun una vez que hemos recibido a Jesucristo, todavía necesitamos ir al desierto con Juan el Bautista para preparar el camino del Señor. Nuestra propia vida necesita más purificación de la mundanalidad del mundo, y nuestro pueblo también necesita esta purificación; y nosotros podemos ayudarlo con nuestra predicación y ejemplo.

Cristo vino para que tuviéramos paz, para que estuviésemos librados del pecado y de la depresión causada por la culpabilidad. Si acudimos a él con fe, y especialmente en el sacramento de penitencia (Mt 18, 18; Jn 20, 23), él siempre nos limpiará de nuevo, y nos restaurará en “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Fil 4, 7).

No hay cosa mejor en este mundo que vivir en esta paz que Jesucristo nos trae por medio de su muerte en la cruz, sufriendo nuestro castigo, y así librándonos del sufrimiento causado por nuestros pecados. Este don de la paz, que sólo viene de

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Jesucristo, cambia nuestra vida, y puede cambiar al mundo también, transformándolo en el reino de Dios (Apc 11, 15).

Nosotros, además, debemos ser los agentes de esta transformación, al ser transformados nosotros mismos, y al ir al desierto con Juan para preparar el camino del Señor. Nuestra predicación de Cristo y el ejemplo de nuestra vida transformarán al mundo, para que viva en la paz de Cristo, de la cual los ángeles cantaron en su nacimiento, diciendo: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad!” (Lc 2, 14).

SEAMOS, PUES, IRREPRENSIBLES EN SANTIDAD DELANTE DE DIOS NUESTRO PADRE

3 de enero

1 Jn 2, 29 – 3, 6; Sal 97; Jn 1, 29-34 “El siguiente día vio Juan a Jesús que venía a él, y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29).

Jesucristo nació en el mundo para nuestra transformación en una nueva creación (2 Cor 5, 17), hechos hijos adoptivos de Dios (1 Jn 3, 1), con nuestros pecados quitados (Jn 1, 29; 1 Jn 3, 5). Él vino para que fuésemos como él. Esto vendrá después, cuando “le veremos tal como él es” (1 Jn 3, 2). Por eso estamos ahora en un proceso de purificación, dejándolo a él purificarnos, y purificándonos a nosotros mismos, porque él es puro, y seremos como él. “…seremos semejantes a él…y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn 3, 2-3).

Debemos llegar al punto de que no pecamos más, porque “todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Jn 3, 6). Creo que siempre tendremos imperfecciones, y siempre caeremos en imperfecciones, pero san Juan nos dice hoy que ¡debemos llegar al punto de que no pecamos más! Esta es, entonces, una verdadera purificación y transformación, que Cristo obra en nosotros.

Cristo es el Cordero de Dios, que murió en sacrificio, cargado de nuestros pecados, sufriendo la muerte por nuestros pecados en lugar de nosotros, para librarnos de la muerte, para que viviéramos para Dios, purificados, y revestidos de la justicia de Jesucristo como de un manto espléndido (Is 61, 10). San Juan dice hoy que “sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados” (1 Jn 3, 5). Esto lo hizo en la cruz, sufriendo nuestro castigo por nosotros, para librarnos del castigo y de la culpabilidad. Él es “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pd 2, 24).

Cristo es como el cordero pascual, cuya sangre salvó a los israelitas de la plaga de la mortandad (Ex 12, 13). Por la sangre de Cristo, el Cordero de Dios, nosotros somos salvos del castigo de la muerte por nuestros pecados. Él murió en vez de nosotros, para que nosotros no muriéramos. Fuisteis, pues, “rescatados…con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pd 1, 19). Cristo es

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nuestro cordero pascual. “…nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Cor 5, 7).

Estemos, pues, en este proceso de transformación con todo nuestro corazón, purificándonos, porque él es puro (1 Jn 3, 3), dejando atrás el pecado y una vida mundana, para vivir un nuevo tipo de vida ahora en Cristo, una vida ya resucitada, porque habemos resucitado con Cristo (Col 3, 1). “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 1-2). Y esto es porque “nuestra ciudadanía está en los cielos” (Fil 3, 20). Purifiquémonos, pues, porque él es puro (1 Jn 3, 3).

LA LUZ DEL MUNDO QUE RESPLANDECE EN NUESTROS CORAZONES

Epifanía del Señor

Is 60, 1-6; Sal 71; Ef 3, 2-3.4-6; Mt 2, 1-12 “Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11).

La luz de Cristo ha venido al mundo, y resplandece desde Belén, desde el establo, desde la cueva iluminada de su nacimiento, desde el pesebre en que fue acostado el Salvador del mundo. Él es luz para revelación a los gentiles y la gloria de su pueblo Israel (Lc 2, 32).

Isaías profetizó este día de gloria que ilumina al mundo entero. “…ha venido tu luz —dice— la gloria del Señor ha nacido sobre ti” (Is 60, 1). Él que nació en Belén es la luz de todo corazón que cree en él, el esplendor que nos llena y nos transforma cuando acudimos a él, la nueva iluminación del género humano, el cumplimiento de todos nuestros deseos. Los Magos vinieron del Oriente para ver esta luz, postrarse delante de él, y ofrecerle sus presentes. En verdad, ellos cumplen la profecía de que “andarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu nacimiento” (Is 60, 3).

Esta es la luz que atrae todo corazón que busca la verdad sinceramente. Atrae a todos los electos. Aun reyes paganos, o Magos del Oriente, son atraídos a este esplendor. “…los reyes” andarán “al resplandor de tu nacimiento” dice Isaías (Is 60, 3). Quieren venir y postrarse en este establo delante del niño en el pesebre, porque reconocen en él la luz y el esplendor de Dios que ellos necesitan y buscan. Y en esto ellos son nuestros representantes.

Desde nuestra oscuridad, buscamos la luz que Dios envió al mundo en Jesucristo. Y cuando los Magos llegaron, hallaron lo que buscaban, la luz del mundo. Así, pues, cumplieron las antiguas profecías: “Reyes serán tus ayos…con el rostro inclinado a tierra te adorarán” (Is 49, 23). Y “ante él se postrarán los moradores del desierto… Todos los reyes se postrarán delante de él; todas la naciones le servirán” (Sal 71, 9.11).

Y cuando los Magos llegaron a Jerusalén, quisieron adorar a este nuevo rey recién-nacido. Quisieron postrarse delante de él. Al llegar, preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos, que ha nacido? Porque su estrella hemos visto en el oriente, y venimos a adorarle” (Mt 2, 2). Aun el rey Herodes reconoce que lo que él mismo debe hacer es ir y postrarse delante de él. Así, pues, dijo correctamente —aunque no sinceramente— a los

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Magos: “Id allá y averiguad con diligencia acerca del niño; y cuando le halléis, hacédmelo saber, para que yo también vaya y le adore” (Mt 2, 8). Y, al fin, siguiendo la estrella, los Magos llegaron donde estaba el niño, “y postrándose, lo adoraron” (Mt 2, 11).

Si hacemos lo mismo, hallaremos lo que los Magos hallaron, la gloria de Dios resplandeciendo en nuestro corazón, el esplendor que nos ilumina, porque este niño es Dios y hombre unidos en un solo ser, y él entra dentro de nosotros cuando lo recibimos con fe, y en la eucaristía, que es la extensión de su cuerpo humano, que contiene su divinidad. Él entra dentro de nosotros como nuestra iluminación interior.

Y más aún, él murió en la cruz para quitar de nosotros la oscuridad, el dolor, y la depresión causados por nuestra culpabilidad, por haber pecado. Si tan sólo tenemos fe en él, él llevará por nosotros la maldición de Dios por nuestros pecados, siendo hecho él mismo maldición por nosotros, sufriendo nuestro castigo por nosotros, porque “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición, porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero” (Gal 3, 13). Recibimos este perdón, este alivio de nuestros pecados, sobre todo en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23).

Es por eso que ofrecemos a Cristo el don de nosotros mismos, sabiendo que en él está la salvación del hombre. Así cumplimos lo que los Magos hicieron en ofrecerle sus dones, como los profetas predijeron, diciendo: “las riquezas de las naciones hayan venido a ti. Multitud de camellos te cubrirá; dromedarios de Madián y de Efa; vendrán todos los de Sabá; traerán oro e incienso, y publicarán alabanzas del Señor” (Is 60, 5-6). Esto fue cumplido en la visita de los Magos con sus dones de oro, incienso, y mirra (Mt 2, 11). Y el salmista también profetizó que “Los reyes de Tarsis y de las costas traerán presentes; los reyes de Sabá y de Seba ofrecerán dones…y se le dará del oro de Sabá” (Sal 71, 10.15).

Hoy nosotros venimos con los Magos para postrarnos delante del Salvador del mundo, la luz del mundo, la gloria del Señor, porque reconocemos que sólo en él hallaremos lo que más necesitamos, el perdón de nuestros pecados y la gloria de Dios en el corazón. Si nos postramos delante de él con fe y nos acercamos a él por medio de sus sacramentos, hallaremos lo que buscamos.

AL FIN LLENARÁ DE GLORIA EL CAMINO DEL MAR

Lunes después de Epifanía 1 Jn 3, 22 – 4, 6; Sal 2; Mt 4, 12-17.13-25

“Cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, volvió a Galilea; y dejando a Nazaret, vino y habitó en Capernaum, ciudad Marítima, en la región de Zabulón y de Neftalí, para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Tierra de Zebulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles; el pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció” (Mt 4, 12-16; Is 9, 1-2).

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Jesucristo cumple esta profecía de Isaías. Él dejó Judea y Nazaret, y comenzó su ministerio en la región de las tribus de Zebulón y de Neftalí. Y Isaías dice que “Como el tiempo primero ultrajó a la tierra de Zabulón y a la tierra de Neftalí; pues al fin llenará de gloria el camino del mar…en Galilea de los gentiles. El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Is 9, 1-2).

Esta luz, dice Isaías, resplandecerá en la región de Galilea. Aunque Jesús nació en Belén y fue bautizado en Judea, su luz comenzó a resplandecer en su ministerio en Galilea. Este es el pueblo que vio gran luz, porque vio a Jesucristo predicando el reino de Dios, curando a los enfermos, echando fuera los demonios, y perdonando los pecados. “…los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Is 9, 2).

Nosotros somos este pueblo. Hemos oído la predicación de Jesucristo y hemos experimentado su poder a curarnos, perdonando nuestros pecados y dándonos su vida. Él resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), para que andemos con él en su luz (Jn 8, 12; 1 Pd 2, 9). Los que no creen en él no conocen nada de esto, no lo han experimentado; pero los que sí, creen, saben que Cristo los hizo una nueva creación por su fe en él (2 Cor 5, 17). Saben que él los perdonó y llenó de luz, haciéndolos hijos adoptivos de Dios.

En Cristo, nuestra luz ha venido, e Isaías dice: “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti” (Is 60, 1). Si lo obedecemos, permaneceremos en esta luz (Jn 15, 9-10), que resplandece en nuestros corazones; y esto es su voluntad para con nosotros. San Juan nos dice hoy que “el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 3, 24). Si lo desobedecemos en algo, tenemos que arrepentirnos, confesar y dejar nuestro pecado, y comenzar otra vez a regocijarnos en esta gran luz. Esta luz es la alegría de nuestro corazón. Cristo quiere que permanezcamos en este amor suyo, que él mismo comparte con el Padre en el Espíritu Santo. Él quiere que seamos parte de este amor suyo con su Padre (Jn 17, 23.26; 15, 9). Por esto nació en la tierra, para traernos este amor de la Trinidad, para que su luz resplandeciese en nosotros.

YO VINE PARA ANUNCIAR A LOS POBRES LA BUENA NUEVA

Jueves después de Epifanía 1 Jn 4, 19 – 5, 4; Sal 71; Lc 4, 14-22

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2).

Esta es la escritura que san Lucas nos dice que Jesús leyó en la sinagoga en Nazaret; y al terminar la lectura, dijo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lc 4, 21).

Jesucristo vino del Padre donde vivía eternamente con él en esplendor inefable en un abrazo del amor divino, unido al Padre por el Espíritu Santo. Él fue enviado al mundo para traernos algo de este esplendor, para introducirnos en su luz. Él se encarnó,

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vistiéndose de nuestra carne, para iluminarla por dentro con su divinidad. Su Persona divina iluminó su propia carne, divinizándola, y al mismo tiempo iluminó toda carne humana, si tan sólo creemos en él y imitamos su vida.

Él vino para que anduviéramos con él en su luz. Dijo: “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas” (Jn 12, 46). Él no quiere que permanezcamos en tinieblas, sino que andemos en su luz. Para esto fue ungido del Espíritu como nuestro Mesías. Vino para abrir los ojos de los ciegos, para que vieran su luz, y así fuesen librados de la cautividad y de la opresión. Así dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Él vino, pues, para que naciéramos de nuevo de él, para vivir en esta luz con nuestros ojos abiertos. Esta es la Buena Nueva que él trae a los pobres.

Son los pobres en espíritu que heredarán el reino de Dios (Mt 5, 3). Son los pobres de Yahvé, los anawim, que reciben esta Buena Nueva con un corazón abierto, y que son iluminados y divinizados por Jesucristo. Esto es porque son ellos que han perdido todo lo demás de este mundo, y quedan sólo con Dios como su única alegría y gozo.

Jesús nos invita a ser estos pobres del Señor, a dejar todo lo demás para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa, que se obtienen sólo al precio de todo lo demás (Mt 13, 44-46). Su invitación al joven rico es para todos nosotros, para que vivamos sólo para él, dejando los demás placeres de este mundo (Mt 19, 21).

Sólo así podemos vivir en su luz, purificando nuestro corazón de otras luces, para que sea iluminado sólo por él (2 Cor 4, 6). Al dejar todo por amor a Dios, podemos disfrutar de esta luz que el Mesías vino al mundo para darnos. Él quiere que tengamos un corazón indiviso en nuestro amor por él. Él quiere que lo amemos con todo nuestro corazón (Mc 12, 30). Para ser iluminados y divinizados, tenemos que sacrificar todo lo demás por amor a él.

TENEMOS UNA VIDA NUEVA E ILUMINADA EN JESUCRISTO

Viernes después de Epifanía 1 Jn 5, 5-13; Sal 147; Lc 5, 12-16

“El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn 5, 12).

Jesucristo vino al mundo para que viviéramos por medio de él. Él nos trae la vida de Dios que resplandece en nuestros corazones cuando creemos en el Hijo (2 Cor 4, 6). San Juan nos dice que “Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (1 Jn 4, 9). La vida divina, que nos ilumina y nos transforma nos viene del Hijo cuando creemos en él. Y vivimos por medio de él al recibir de su plenitud, “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16).

Jesús dijo que “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn 14, 19). Tomamos la vida divina del Hijo, y así vivimos por medio de él. Tomamos vida de él en la eucaristía, como él nos dijo, diciendo: “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Jn 6, 57). Nuestra vida nueva en Dios nos

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viene por medio del Hijo, Jesucristo el Señor. Por esto vino al mundo, para que, creyendo en él, viviéramos una vida nueva, iluminada, y transformada por medio de él, por nuestra fe y por sus sacramentos.

Jesucristo, el único Hijo de Dios, murió en la cruz por nosotros, no sólo para darnos un ejemplo de dedicación y perdón, perdonando a sus verdugos, para que lo imitáramos, sino murió para salvarnos del pecado y del alejamiento de Dios por medio de su sangre derramada en sacrifico en la cruz.

Dios nos amó tanto que él envió a su propio Hijo (Rom 8, 32) para sufrir nuestro castigo justo por nuestros pecados en lugar de nosotros, para que nosotros, al creer en él, pudiéramos ir libres de este castigo justo, porque en la muerte de Cristo en la cruz ya fue pagado por completo. Así Dios puede perdonarnos justamente de nuestros pecados, y de una manera sumamente misericordiosa también, sufriendo él mismo, en la Persona de su Hijo, nuestro castigo justo.

Y al resucitar y ascender a la diestra del Padre, derramó del Padre el Espíritu Santo sobre todos los que creen en el Hijo. Y este Espíritu viene a ser en nuestro estómago “ríos de agua viva” (Jn 7, 38). Es una “fuente de agua” en nosotros que salta para vida eterna (Jn 4, 14). Además, el mismo Cristo, ya resucitado y glorificado, resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), iluminándonos por dentro, y regocijando nuestro espíritu.

Así tenemos vida por medio del Hijo, si creemos en él. Es el Hijo que pone esta vida en nosotros. Entonces, nuestra obediencia a la voluntad de Dios nos ayuda a crecer en esta vida, y evita que caigamos afuera de ella. Es una vida librada del pecado y de la culpabilidad, una vida en que nos regocijamos en Cristo, tomando de su plenitud (Jn 1, 16), viendo su gloria (Jn 1, 14; 2 Cor 3, 18), con su Espíritu regocijándonos, y la luz de su resurrección iluminándonos.

LOS QUE NACIERON DE DIOS NO PECAN

Sábado después de Epifanía 1 Jn 5, 14-21; Sal 149; Jn 3, 22-30

“Sabemos que todo aquel que ha nacido de Dios, no practica el pecado, pues Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Jn 5, 18).

Jesucristo nos renueva y nos transforma. Por la fe en él, él nos justifica; es decir, él nos hace justos, llenos de la misma justicia del mismo Jesucristo, y esto no viene de nuestros méritos ni de nuestras obras, sino sólo de los méritos de Jesucristo en su muerte por nosotros en la cruz (Gal 2, 16). Somos, pues, rehechos en la imagen del Hijo de Dios (Rom 8, 29; 2 Cor 3, 18), hechos una nueva creación (2 Cor 5, 17) y hombres nuevos (Ef 4, 22-24). Se nos ha dado una nueva vida, una vida resucitada con Cristo resucitado (Col 3, 1-2). Hemos incluso ascendido con Cristo y vivimos ya una vida no sólo resucitada, sino que también aun ascendida (Col 2, 12; Ef 2, 6), buscando ya las cosas de arriba donde está Cristo asentado en gloria a la diestra de Dios, y no más las de la tierra (Col 2, 1-2).

Un cristiano es un hombre nuevo, que ha renunciado al pecado (Rom 6, 11); y san Juan nos dice hoy que no peca más. Dice: “todo aquel que ha nacido de Dios, no practica

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el pecado” (1 Jn 5, 18), y “Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido” (1 Jn 3, 6). Es decir, los cristianos que siguen voluntariamente pecando gravemente no son cristianos verdaderos, o por lo menos no son cristianos maduros. Si alguien sigue voluntariamente pecando gravemente “no le ha visto (a Cristo), ni le ha conocido” (1 Jn 3, 6). Un cristiano verdadero y maduro, en cambio, “guarda su palabra”, y “el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado” (1 Jn 2, 5). Esto implica que en los que no guardan su palabra, el amor de Dios no se ha perfeccionado (1 Jn 2, 5), y por eso no son cristianos verdaderos, o por lo menos, no son cristianos maduros.

San Juan sigue diciendo: “Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (1 Jn 3, 9). Es decir, la simiente de Dios en nosotros nos guarda para que no hagamos voluntariamente cosas graves, cometiendo pecados graves. San Pablo también nos dice: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 11).

Aunque un cristiano verdadero y maduro no peca gravemente, porque es protegido por Dios, parece que sigue cometiendo y cayendo en imperfecciones, aun diariamente, sobre todo involuntariamente, y por inadvertencia. Pero aun estas, él debe tratar de evitar, confesándolas cuando se da cuenta de que ha caído otra vez en una nueva imperfección. Así crecerá en la vida de perfección, a la cual Cristo nos invita (Mt 5, 48; 19, 21).

Cristo vino para salvarnos del pecado. En él, hemos visto una gran luz (Is 9, 1), y de su plenitud hemos tomado todos (Jn 1, 16). Él resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), y nos renueva en su propia imagen por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18; Rom 8, 29). Y él quiere que seamos hombres nuevos (Ef 4, 22-24), andando con él en su luz (Jn 8, 12), habiendo renunciado al pecado (Rom 6, 11).

HE PUESTO SOBRE ÉL MI ESPÍRITU,

Y ÉL TRAERÁ JUSTICIA A LAS NACIONES

El Bautismo del Señor Is 42, 1-4.6-7; Sal 28; Hch 10, 34-38; Mc 1, 7-11

“Y luego, cuando subía del agua, vio abrirse los cielos, y al Espíritu como paloma que descendía sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia” (Mc 1, 10-11).

Este es el bautismo del Señor, y la voz de su Padre lo identifica como su Hijo y su siervo en quien tiene complacencia (Is 42, 1). Así Jesucristo es el cumplimiento de las profecías de Isaías sobre el siervo del Señor que redimirá a su pueblo de sus pecados (Is 53). Es Jesucristo, pues, que es ungido del Espíritu Santo para traer “justicia a las naciones” (Is 42, 1). “…por medio de la verdad traerá justicia. No se cansará ni desmayará hasta que establezca en la tierra justicia” (Is 42, 3-4). Él está puesto “por luz de las naciones” (Is 42, 6). Él vendrá para abrir “los ojos de los ciegos”, para sacar “de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que moran en tinieblas” (Is 42, 7).

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Jesús reconoció a sí mismo como este siervo cuando los mensajeros de Juan el Bautista le preguntaron: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro? Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mt 11, 3-5). Es decir, él es este siervo del Señor que fue prometido.

En Nazaret Jesús se mostró de acuerdo otra vez de que él era este siervo cuando leyó en la sinagoga del libro de Isaías, diciendo que “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lc 4, 11). Y la escritura fue: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos…” (Lc 4, 18; Is 61, 1).

Ahora en su bautismo vemos a este siervo del Señor, sobre quien descendió el Espíritu Santo “como paloma” (Mc 1, 10). Es Jesucristo que trae la justicia a la tierra. Él justifica a los que creen en él, es decir, la ofrenda de sí mismo en la cruz nos libra de nuestros pecados y nos reviste de gloria como de un manto espléndido de justicia (Is 61, 10). Él vino para establecer esta justicia en la tierra, y así librar al hombre de su esclavitud, de la culpabilidad, y de la tristeza. En él es nuestra luz y paz; en él es nuestra alegría. Él está puesto “por luz de las naciones” (Is 42, 6), y para sacarnos de la cárcel de nuestro alejamiento de Dios.

En la cruz él sufrió nuestro castigo por nuestros pecados, para que nosotros no tuviéramos que sufrirlo, y así él nos libró de la cárcel de la culpabilidad, si creemos en él e invocamos los méritos de su muerte en la cruz. Así él es la luz en nuestras tinieblas, y la alegría de nuestro corazón.

Jesucristo es el siervo del Señor que “sufrió nuestros dolores” (Is 53, 4) por nosotros en la cruz. En la justicia de Dios, era necesario que los pecadores sufrieran el castigo justo por sus pecados. Y Dios nos amó tanto que él envió a su propio Hijo para sufrir este castigo por nosotros (Rom 8, 32), para librarnos de este sufrimiento, y así perdonarnos justamente de nuestros pecados.

Así, pues, Jesucristo “sufrió nuestros dolores” (Is 53, 4), y “el Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). “…por la rebelión de mi pueblo fue herido” (Is 53, 8). Puso “su vida en expiación por el pecado” (Is 53, 10). “…justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos” (Is 53, 11). “…derramó su vida hasta la muerte…habiendo él llevado el pecado de muchos” (Is 53, 12). “…él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is 53, 5).

En Jesucristo tenemos el perdón de nuestros pecados cuando invocamos con fe los méritos de su muerte en la cruz. “De éste dan testimonio todos los profetas —dice san Pedro— que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hch 10, 43). Y Pedro y Juan dijeron también: “A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados” (Hch 5, 31).

¿Qué mejor nuevas hay que estas?, que en Jesucristo, por la fe en él, nuestros pecados son definitivamente expiados y perdonados, y que somos librados de la carga pesada y dolorosa de la culpabilidad, para ir libres de este castigo, que es la culpabilidad, para

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disfrutar de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21). Cristo nos libró. Él es nuestro libertador. Y él nos revistió de su propia justicia.

“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21). Es decir, Dios lo hizo a Jesucristo pecado al cargarlo de nuestros pecados, para expiarlos con su muerte en la cruz, para que nosotros fuésemos revestidos de su justicia como de un manto espléndido (Is 61, 10).

Así Jesucristo, el siervo del Señor, “traerá justicia a las naciones” (Is 42, 1).

DEBEMOS CAMINAR EN EL RESPLANDOR DE JESUCRISTO

Lunes, 1ª semana del año Heb 1, 1-6; Sal 96; Mc 1, 14-20

“…en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo…el cual, siendo el resplandor de su gloria, e impronta de su sustancia…” (Hb 1, 2.3).

Jesucristo es el resplandor de su Padre, venido al mundo para iluminarnos, para llenarnos de su luz, para que andemos en su luz (Jn 8, 12). En él, los que andaban en tinieblas vieron una gran luz (Is 9, 1). En la venida de Cristo al mundo, hemos visto esta luz, que resplandece sobre nosotros y dentro de nosotros (2 Cor 4, 4.6). En él, nuestra luz ha venido, y la gloria del Señor ha nacido sobre nosotros, y es vista encima de nosotros (Is 60, 1-2). Él fue dado “por luz de las naciones”, para que su salvación llegara hasta los confines de la tierra (Is 49, 6).

Hoy a carta a los hebreos nos dice que el Hijo es el resplandor de la gloria de Dios. “Dios es luz” (1 Jn 1, 5); y el único Hijo de Dios es el resplandor de su gloria, enviado para iluminar nuestros corazones (2 Cor 4, 6). Él es “una emanación pura de la gloria del Omnipotente… Es reflejo de la luz eterna” (Sabiduría 7, 25-26). “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Jn 1, 5). Y nosotros, al nacer de nuevo en Cristo, somos “hijos de luz e hijos del día” (1 Ts 5, 5). Él es nuestro sol que no se pondrá ni menguará. “El sol —dice Isaías— nunca más te servirá de luz para el día, ni el resplandor de la luna te alumbrará, sino que el Señor te será por luz perpetua, y el Dios tuyo por tu gloria. No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu luna; porque el Señor te será por luz perpetua” (Is 60, 19-20).

Al ser iluminados por Jesucristo, naciendo de nuevo de él para ser una nueva creación (2 Cor 5, 17) y hombres nuevos (Ef 4, 22-24), debéis ser luces en el mundo para los demás, en medio de los cuales “resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil 2, 15). En la contemplación, Cristo nos ilumina, y somos transformados “de gloria en gloria” en su imagen por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18). Sólo los incrédulos —dice san Pablo— no conocen esta iluminación, porque “el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Cor 4, 4).

Debemos vivir y caminar en esta luz. Cristo nos salva de la ira de Dios al sacrificarse por nosotros en la cruz. Así él propició la ira de Dios por nuestros pecados. Dios, en su amor por nosotros, nos lo envió (Rom 8, 32) para satisfacer la justicia divina, sufriendo

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nuestro castigo en lugar de nosotros, para quitar de nosotros la ira de Dios, para que andemos en su luz y esplendor.

TENEMOS LA VICTORIA SOBRE EL TEMOR DE LA MUERTE

Miércoles, 1ª semana del año Heb 2, 14-18; Sal 104; Mc 1, 29-39

“Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para propiciar por los pecados del pueblo” (Heb 2, 17).

Jesucristo vino al mundo para propiciar por nuestros pecados por medio de su muerte en la cruz, y así, por su muerte, librarnos de la muerte y del diablo, que “tenía el imperio de la muerte” (Heb 2, 14). Es decir, Cristo vino “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, el diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb 2, 14-15).

La muerte es el resultado del pecado (Sabiduría 1, 13; 2, 23-24), y al propiciar por el pecado, Cristo destruyó el imperio de la muerte, el imperio del diablo. Él propició por los pecados del mundo por medio de su propia muerte. San Juan dice: “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros sino también por los de todo el mundo” (1 Jn 2, 1-2). Y dice también que Dios “envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10).

Cristo propició la ira de Dios contra nuestros pecados al sufrir esta ira y este abandono de Dios en la cruz, así absorbiendo y propiciando toda la ira divina contra el pecado del hombre. Es por esto que Cristo “comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera” (Mt 26, 37) en el jardín de Getsemaní, porque supo que iba a sufrir más que sólo la muerte, sino también la ira y la separación de Dios. Y por eso gritó desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46).

Fue más que la muerte que sufrió. Sufrió la separación de Dios al sufrir el castigo justo por todos los pecados del mundo. Sufrió la maldición de Dios en la cruz, siendo “hecho por nosotros maldición” (Gal 3, 13), cuando “Al que no conoció pecado, por nosotros [Dios] lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21). Es decir, Dios le cargó con todos nuestros pecados, para propiciar por ellos con su muerte, para que nosotros pudiéramos ser hechos justos, libres del pecado, y revestidos de la justicia del mismo Jesucristo.

Al propiciar por nuestros pecados en su muerte, él nos salvó del temor de la muerte como una separación de Dios y como el castigo del fuego eterno. Ahora bien, para los que creen en él, la muerte ha perdido su poder. “Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?...el aguijón de la muerte es el pecado”, y tenemos la victoria sobre el pecado por medio de nuestro Señor Jesucristo (1 Cor 15, 54-57). Su muerte interviniendo, somos librados del temor de la muerte. Tenemos la victoria sobre la muerte y sobre el temor de la muerte por la muerte de Jesucristo nuestro Señor.

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SEAMOS, PUES, UN PUEBLO VERDADERAMENTE NUEVO EN CRISTO

Jueves, 1ª semana del año Heb 3, 7-14; Sal 94; Mc 1, 40-45

“Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Heb 3, 7-8; Sal 94, 7-8).

Esta es una amonestación para los que se debilitan en su jornada de fe y empiezan a volver atrás y dejar su vida nueva que tienen en Cristo. Quieren volver a vivir como vivían antes de conocer a Jesucristo, y ser otra vez como los demás judíos. Esta nueva vida en Cristo ha venido a ser muy difícil para ellos, y ahora querían ser como los demás, y vivir otra vez como todo el mundo, y no ser más un pueblo especial y diferente de la mayoría de sus paisanos.

Por eso el autor de la carta a los hebreos los compara a la generación de los hebreos en el desierto, diciendo que son como aquella generación que endureció su corazón después de haber visto las maravillas del Éxodo y al Mar Rojo. Él cita el Salmo 94 contra ellos, diciendo que son como aquella generación que “siempre andan vagando en su corazón, y no han conocido mis caminos” (Heb 3, 10). El resultado era que Dios se disgustó contra ellos —“me disgusté contra esa generación” (Heb 3, 10), dijo—.

Esta advertencia siempre tiene significado para el pueblo de Dios en Jesucristo en cada edad. Somos un pueblo nuevo, hemos nacido de nuevo en Jesucristo, para ser una nueva creación (2 Cor 5, 17; Gal 6, 15), y hombres nuevos (Ef 4, 22-24), porque Cristo resucitado hace “nuevas todas las cosas” (Apc 21, 5). Él nos justifica por nuestra fe, sufriendo por nosotros nuestro castigo por nuestros pecados en su muerte en la cruz, para que seamos libres del castigo de la culpabilidad, para regocijarnos en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21), revestidos de la justicia de Cristo como de un manto espléndido (Is 61, 10), vistiéndonos ahora de Jesucristo (Gal 3, 27; Rom 13, 14) para una vida nueva y resucitada en él (Rom 6, 4; Col 2, 12; 3, 1-2), buscando ya las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra del Padre, y no más las de la tierra (Col 3, 1-2).

Con todas estas bendiciones, Cristo quiere que sirvamos sólo a un Maestro (Mt 6, 24), sólo a él, con todo nuestro corazón (Mc 12, 30), con un corazón indiviso, renunciando a otros señores y a los placeres de este mundo (Lc 21, 34; 8, 14; Mt 13, 44-46; 19, 21; 6, 19-21; Lc 6, 24) que dividen el corazón y nos hacen pachorrudos, cargados, y olvidadizos de Dios. Más bien él quiere que seamos un pueblo distinto del mundo alrededor de nosotros con sus estilos y modas.

Pero ¿cuántas veces has rehusado hacer esto, y has hecho como los israelitas que “se mezclaron con las naciones, y aprendieron sus obras, y sirvieron sus ídolos, los cuales fueron causa de su ruina” (Sal 105, 35-36)? Si has hecho esto, ahora es el tiempo de arrepentirte, y “Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones” (Heb 3, 7-8).

Seamos, pues, un pueblo verdaderamente nuevo, diferente del mundo alrededor de nosotros, dando testimonio para los demás de nuestra nueva vida en Cristo.

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LA LIBERTAD DEL PECADO ES LA LIBERTAD DE LA TRISTEZA

Viernes, 1ª semana del año Heb 4, 1-5.11; Sal 77; Mc 2, 1-12

“Hijo, tus pecados te son perdonados… Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa” (Mc 2, 5.10).

Nuestro problema más grande es el pecado y la resultante culpabilidad, que es un dolor en nuestro corazón que disminuye o destruye nuestra paz y alegría de espíritu. Podemos soportar la enfermedad con alegría, pero ¿quién puede soportar la depresión de su espíritu por haber pecado?, como dice Proverbios: “El ánimo del hombre soportará su enfermedad; mas ¿quién soportará el ánimo angustiado?” (Prov 18, 14). Y nada angustia el ánimo más que la culpabilidad por haber pecado. Aun los santos, que desde hace mucho tiempo habían dejado el pecado, todavía sufrían este dolor por sus imperfecciones. Los santos fueron muy sensibles y se angustiaban sobre sus imperfecciones, en las cuales seguían cayendo, como vemos en los santos padres del desierto, que lloraban a causa de sus pecados.

Para esto, Jesucristo fue enviado al mundo como nuestro Salvador del pecado y de la culpabilidad —y esto incluye también nuestras imperfecciones—, para que al fin pudiéramos tener un espíritu jubiloso delante de Dios. Él perdona nuestros pecados al ofrecerse a Dios como un regalo, entregándose “a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef 5, 2).

Jesucristo es el medio usado por Dios para poder perdonar nuestros pecados y al mismo tiempo mantener su santa ley, que requiere que los pecados sean justamente castigados. San Pablo, después de decir que “el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Rom 3, 28), concluye, diciendo: “¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Rom 3, 31). La enseñanza de san Pablo confirma la ley en el sentido de que la ley requiere la muerte del pecador, y nuestros pecados son cargados en Jesucristo (2 Cor 5, 21; Gal 3, 13; Is 53, 6), que murió en la cruz para cumplir la ley de Dios por nosotros y en nuestro lugar. La muerte de Cristo es, entonces, la muerte por el pecado, requerida por la ley de Dios.

Así la ley es confirmada y cumplida en la muerte de Jesucristo en la cruz; y nosotros somos perdonados, sin violarse la ley de Dios. Así, pues, Cristo es el medio usado por Dios para perdonar nuestros pecados justamente y según su ley, manteniendo así al mismo tiempo tanto su justicia como su misericordia. Y aun su justicia es misericordiosa, porque es el mismo Dios, en la Persona de su Hijo, que sufre el castigo requerido por la ley. Y nosotros, por Jesucristo, somos asegurados de que nuestros pecados, que deprimen nuestro espíritu, son perdonados, sobre todo al usar el sacramento de reconciliación, que él nos dio para esto (Mt 18, 18; Jn 20, 23). Así somos librados del pecado, para regocijarnos en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21).

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EL DEJARLO TODO PARA HALLARLO TODO

Memoria de san Antonio, Abad, 17 de enero

Ef 6, 10-13.18; Sal 15; Mt 19, 16-26 “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mt 19, 21).

Hoy celebramos la memoria de san Antonio, Abad que dejó todas sus posesiones y huyó al desierto, para vivir una vida solitaria de oración y ayuno, lejos de los placeres y distracciones del mundo. Él es el padre de los monjes, que tratan de hacer lo mismo, renunciando al mundo y a sus placeres para vivir en el desierto, o dentro de una clausura monástica, una vida sólo para Dios con todo su corazón, con un corazón indiviso, es decir, no dividido entre los placeres del mundo y de la mesa. Renuncian pues, aun la ropa seglar, la ropa de este siglo, como signo de su renuncia a los valores falsos del mundo en su mundanalidad, en su búsqueda inacabable del placer.

En los mejores tiempos de su historia, como, por ejemplo, en los días de san Bernardo, los monjes comían sencillamente, sin carne, sin condimentos excepto la sal, sin fritura, sin incluso pan blanco y otras delicadezas, para derivar todo su placer sólo de Dios, a la medida que esto es posible. Y vivían dentro de clausuras, no vagando en el mundo para el placer, y se vestían de hábitos, expresivos de su dedicación total a Dios. Quisieron tener un corazón puro, más y más librado de las tentaciones, distracciones, ruido, y atracciones del mundo; y así vivían una vida contemplativa como el contexto para su oración contemplativa.

Y hoy Jesús invita al joven rico a dejar todo para el reino de Dios, para dedicarse completamente a Jesucristo y su reino, dejando todo lo demás por amor a él. Dice que “difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” y que “es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 23.24). Y así es, porque un rico normalmente está rodeado de los placeres de este mundo y de los condimentos y delicadezas de la mesa, que dividen el corazón de un amor puro e indiviso sólo por Dios.

Jesús dice que los que dejan lo todo recibirán “cien veces más” (Mt 19, 29), porque vivirán para un solo Señor (Mt 6, 24), y tendrán un solo tesoro (Mt, 6 19-21), que es Cristo en el cielo. Ellos son los benditos pobres del Señor, los anawim (Mt 5, 3; Lc 6, 20), los que tienen sólo a Dios en este mundo, los que ahora tienen hambre, pero que después serán saciados, mientras que los ricos ya han tenido su consuelo en esta vida (Lc 6, 21.24), y después tendrán hambre (Lc 6, 25). Los ricos son como el rico epulón, que “hacía cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19), y que en el infierno se le dijo: “acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida” (Lc 16, 25).

Los pobres que han dejado todo por Cristo son los que pierden su vida por causa de Cristo, y por eso la hallarán, mientras que los ricos, en su indulgencia, son los que trataban de salvar su vida mundanamente, y la perderán (Mt 16, 25). Jesús nos invita a dejar lo todo, para hallar el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46), porque, como dijo: “cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33).

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EL CORDERO DE DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO

2º domingo del año 1 Sam 3, 3-10.19; Sal 39; 1 Cor 6, 13-15.17-20; Jn 1, 35-42

“El día siguiente otra vez estaba Jesús, y dos de sus discípulos. Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios” (Jn 1, 35).

El día anterior Juan el Bautista dijo: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Para esto vino Jesucristo al mundo, para quitar nuestros pecados, para que fuésemos libres de esta tristeza, que es la depresión y el dolor causados por la culpabilidad, para que anduviéramos libres en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21). La culpabilidad que nos deprime viene de la ira de Dios contra nuestros pecados (Rom 1, 18). Dios es a la vez justo y amoroso. En su justicia, aborrece y castiga todo pecado.

Vemos la ira de Dios en todas partes de la Biblia. La vemos en Edén, cuando Dios dijo a Adán que el día que del árbol de la ciencia del bien y del mal comiere, ciertamente morirá (Gen 2, 17). La muerte, la separación de Dios, y el alejamiento de él era el castigo del pecado original. Y vemos la ira de Dios en el diluvio en los días de Noé, y en la destrucción de Sodoma y Gomorra. Los salmos hablan de la ira de Dios: “haz cesar tu ira contra nosotros. ¿Estarás enojado contra nosotros para siempre? ¿Extenderás tu ira de generación en generación?” (Sal 84, 4-5). Jesús habla del rico epulón castigado en el infierno (Lc 16, 19-31), y del juicio final y de los que irán al fuego eterno (Mt 25, 41.46), y del Hijo del Hombre que vendrá en su gloria “y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt 16, 27). San Pablo también habla de “la ira de Dios” que “se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia” (Rom 1, 18). Por eso cuando pecamos, sentimos esta ira quemando nuestro corazón y nuestra conciencia.

Pero Jesucristo es el redentor que Dios nos envió sin escatimarlo (Rom 8, 32), para redimirnos y salvarnos de esta ira justa y santa de Dios. Su ira no es como nuestra ira —sin control—, más bien es un atributo de un Dios justo, que aborrece toda maldad y pecado, y que castiga todo pecado en su justicia perfecta. Cristo fue enviado, pues, de Dios para rescatarnos de esta ira, sufriéndola él mismo en la cruz por nosotros, para que Dios pudiese permanecer justo. En la muerte de Cristo en la cruz, la ira justa de Dios se gastó totalmente, porque Cristo la sufrió en lugar de nosotros, siendo hecho una maldición por nosotros al ser colgado de un madero (Gal 3, 13). Él llevó nuestra maldición por nosotros, y en vez de nosotros, y así mostró que Dios fuera justo, aunque perdona nuestros pecados (Rom 3, 26).

San Pablo dice que Dios pasó por alto los pecados del Antiguo Testamento, en su paciencia, sin castigarlos adecuadamente (Rom 3, 25), y así parece que era un Dios amoroso y misericordioso, pero no justo. Pero él hizo esto, según san Pablo, porque tenía su mirada en la expiación futura de Jesucristo en la cruz, en que él pagará toda justicia y sufrirá todo castigo justo por todo pecado, pasado y futuro. San Pablo dice que Dios puso a Jesucristo “como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Rom 3, 25). Así, pues, la muerte de Cristo en la cruz muestra públicamente la justicia de Dios, que sí, él castiga justamente todo pecado. Dios hizo esto, dice san Pablo, para “manifestar su justicia, a fin de que él sea justo” (Rom 3, 26).

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Vemos, pues, en la cruz que Dios no es sólo amoroso, sino también perfectamente justo. Pero al mismo tiempo, y por el mismo acto de Jesucristo su único Hijo en la cruz, Dios también manifiesta que sea sumamente amoroso y misericordioso, porque él acepta la muerte de su propio Hijo como castigo adecuado y suficiente por todos los pecados del mundo, por los pasados tanto como por los futuros. Todos han sido adecuadamente castigados en la muerte de su Hijo.

El resultado es que nosotros somos ahora definitivamente y justamente perdonados si creemos en Cristo e invocamos sus méritos, sobre todo en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23). Así esta muerte del Cordero de Dios en sacrificio manifiesta la justicia de Dios, “a fin de que él sea justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom 3, 26). Así Cristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 25); es decir, para que anduviéramos en la nueva luz de su resurrección.

Cristo, pues, es el Cordero de sacrificio, “el cual se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Tim 2, 6). Así el mismo Dios nos salva de su propia ira al sufrir él mismo, en la Persona de su Hijo, nuestro castigo por nosotros, para que nosotros seamos libres de este castigo y de la culpabilidad. Cristo fue para nosotros “como codero…llevado al matadero” (Is 53, 7). “Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos todos curados” (Is 53, 5). “El Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6).

Somos ahora hombres nuevos, viviendo en la luz de su resurrección, hechos justos con la justicia del mismo Jesucristo “porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Cor 5, 7).

EL AYUNO

Lunes, 2ª semana del año Heb 5, 1-10; Sal 109; Mc 2, 18-22

“Y los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunaban; y vinieron, y le dijeron: ¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan, y tus discípulos no ayunan? Jesús les dijo: ¿Acaso pueden los que están de bodas ayunar mientras está con ellos el esposo? Entre tanto que tienen consigo al esposo, no pueden ayunar. Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces en aquellos días ayunarán” (Mc 2, 18-20).

El tiempo del ministerio terrestre de Jesucristo fue un tiempo especial y excepcional de la historia de la salvación, y por eso sus discípulos no ayunaban durante este tiempo. Pero después de su muerte y resurrección, sus discípulos sí, ayunarán como lo hicieron los discípulos de Juan y los de los fariseos. Los judíos ayunaban dos veces a la semana (Lc 18, 12), el lunes y el jueves, mientras que los cristianos ayunaban el miércoles y el viernes (Didache 8, 1).

La razón para el ayuno es para ayudarnos a tener un corazón indiviso en nuestro amor por Dios. Es fácil dividir nuestro corazón entre los deleites de este mundo y entre las delicadezas del mesa, y así nuestro interés y amor y placer vendrán de muchos lugares, y no sólo de Dios, y así no amaremos a Dios con todo nuestro corazón, con un corazón sin

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división, con un corazón no dividido entre Dios por una parte, y los deleites del mundo y de la mesa por otra parte.

Así, pues, por ejemplo, los padres del desierto y los monjes durante los mejores tiempos de su historia —como en los días de san Bernardo— ayunaban al renunciar siempre a las delicadezas, a los condimentos excepto la sal, y a la carne. Esta abstinencia es una forma del ayuno, y no perjudica la salud. Así uno puede comer todo lo necesario, y cuanta cantidad que sea necesario para la salud, y al mismo tiempo renunciar a la adición de delicadezas y condimentos, que son añadidos sólo para el placer, y así uno puede enfocarse mejor sólo en Dios, con un corazón indiviso, como en nuestra única fuente de placer, a la medida que esto es posible, y así normalmente nuestro placer en Dios aumenta.

Otra manera de ayunar es eliminar una o dos comidas diariamente, y así comer, por ejemplo, sólo una vez al día, algo que fue común entre los padres del desierto y entre los monjes. Esto también es una renuncia al placer, para que sólo Dios sea el único placer de nuestra vida; pero esta forma del ayuno también tiene la ventaja de disponernos bien físicamente para la oración, la contemplación, y los ejercicios espirituales como la lectio divina y la lectura espiritual en las horas de la mañana. Es así porque si comemos sólo al mediodía, nuestra digestión será cumplida cuando oramos muy temprano de la mañana, y los monjes comienzan su oración de la mañana como a las tres de la madrugada. Pero si comemos en la noche (cena), seremos todavía cargados de comida a las tres de la mañana; y si comemos otra vez en la mañana (desayuno), nos bajamos espiritualmente durante el mejor tiempo de la oración, la contemplación, y los ejercicios espirituales.

TÚ ERES SACERDOTE PARA SIEMPRE SEGÚN EL ORDEN DE MELQUISEDEC

Miércoles, 2ª semana del año Heb 7, 1-3.15-17; Sal 109; Mc 3, 1-6

“Porque este Melquisedec, rey de Salem, sacerdote del Dios Altísimo, que salió a recibir a Abraham…y le bendijo, a quien asimismo dio Abraham los diezmos de todo…” (Heb 7, 1-2).

La carta a los hebreos nos dice que el sacerdocio de Melquisedec prefiguraba el sacerdocio de Jesucristo, en que no era levítico, y en que también era superior al sacerdocio levítico. Era superior porque Leví, en los lomos de Abraham, le dio a Melquisedec los diezmos de todo, y fue bendecido por Melquisedec; y es claro que “el menor es bendecido por el mayor” (Heb 7, 7), y que el menor da diezmos al mayor. Y más aún, el salmista profetiza que el Mesías no será un sacerdote del linaje de Leví, sino “según el orden de Melquisedec” (Heb 7, 17; Sal 109, 4).

Así, pues, vemos que Jesucristo es un sacerdote, y un sacerdote eterno e inmortal, no como los sacerdotes levíticos que murieron; y que es de un linaje superior al de Leví. Como sacerdote, su tarea es ofrecer sacrificio, y su sacrificio fue uno solo, ofrecido una sola vez para siempre, para justificarnos y santificarnos, quitando de nosotros nuestros pecados. No tiene que ofrecer muchos sacrificios, “porque esto lo hizo una vez para

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siempre, ofreciéndose a sí mismo” (Heb 7, 27), “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb 10, 14).

Como sacerdote, Cristo intercede por nosotros con el Padre. San Pablo dice que es Jesucristo que ahora “está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Rom 8, 34). Y san Juan dice: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Jn 2, 1). Y hebreos dice que Jesucristo “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hb 7, 25). Y también dice: “no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb 9 24). Vemos, pues, que Jesucristo es nuestro intercesor con el Padre.

Jesucristo se ofrece a Dios, ofreciendo su vida en amor y sacrificio para agradar a Dios por nosotros. Y como sacrificio, murió como una propiciación para propiciar y aplacar la ira justa y santa de Dios por nuestros pecados. Es el mismo Dios, pues, en la Persona de su Hijo, que sufrió nuestro castigo por nosotros para librarnos de este castigo (2 Cor 5, 21; Is 53, 6; Gal 3, 13). Y él hizo esto una sola vez para siempre con un solo sacrificio de sí mismo. Este sacrificio es lo que nos justifica y perfecciona en santidad (Heb 10, 14).

Vemos, pues, la superioridad del sacerdocio de Cristo, prefigurado por la superioridad del sacerdocio de Melquisedec sobre el de Leví. Por eso el salmista profetizó del Mesías, diciendo: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal 109, 4).

NUESTRO SACERDOTE NOS PERDONA VERDADERAMENTE

Jueves, 2ª semana del año Heb 7, 25 – 8, 6; Sal 39; Mc 3, 7-12

“…mas éste, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb 7, 24-25).

Tenemos ahora este gran sumo sacerdote Jesucristo, “el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Heb 8, 1-2). Él está ahora en el cielo, en el verdadero santuario, siempre intercediendo por nosotros delante del Padre (Heb 7, 25; 9, 24; Rom 8, 34; 1 Jn 2, 1). Tiene un mejor sacerdocio que el sacerdocio levítico, un mejor tabernáculo (el cielo), un mejor sacrificio (el de sí mismo), ofrecido sólo una sola vez para siempre, y un mejor pacto, el nuevo pacto profetizado por Jeremías (Heb 8, 8-12; Jer 31, 31-34).

Este sacerdote es efectivo en su sacrificio que realmente borra nuestros pecados y nos reviste de su justicia, haciéndonos sentir verdaderamente perdonados por medio de su ministerio, cuando esto está comunicado a nosotros por medio de su sacramento (Mt 18, 18; Jn 20, 23), por los manos de sus representantes terrestres, los sacerdotes de su Iglesia.

Esto es muy importante, porque en la medida que crecemos espiritualmente, venimos a ser más y más sensibles con respecto a nuestras imperfecciones, en que caemos sin

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entenderlo. Una indicación de nuestro crecimiento espiritual es que imperfecciones más y más pequeñas nos perturban más y más, y hieren nuestra conciencia, es decir, cosas que anteriormente nunca nos perturbaban.

La solución es que en Cristo, nuestro sumo sacerdote, tenemos un sacerdote que ofrece sacrificio para la remisión de nuestras imperfecciones o pecados, y su sacrificio es verdaderamente efectivo y nos da alivio y gran paz y alegría de espíritu cuando sus efectos están canalizados a nosotros por medio del sacramento de reconciliación, que él estableció y nos dejó para este propósito (Mt 18, 18; Jn 20, 23).

Cristo, nuestro sumo sacerdote, “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb 9, 26). “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Heb 9, 28). “…somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb 10, 10). “…con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb 10, 14).

Cristo, en su donación de sí mismo en amor, sacrificándose al Padre en la cruz, agradó al Padre perfectamente, ganando así nuestra redención. Al mismo tiempo él sufrió por nosotros nuestro castigo justo por nuestros pecados, así librándonos del pecado y de la culpabilidad, porque “El Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). Así él mostró que Dios es justo al sufrir nuestro castigo por nuestros pecados (Rom 3, 26). “…el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is 53, 5). Este es el gran sacrificio de nuestro sumo sacerdote que nos trae el perdón de Dios por nuestros pecados.

LA INTERIORIDAD DEL NUEVO PACTO

Viernes, 2ª semana del año Heb 8, 6-13; Sal 84; Mc 3, 13-19

“Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas” (Heb 8, 6).

El autor de la carta a los hebreos está comparando el antiguo pacto de los judíos con el nuevo pacto de Jesucristo, diciendo que el ministerio de Jesucristo es mejor y que él tiene un mejor pacto, fundado sobre mejores promesas. El pacto de Jesucristo es mejor porque es nuevo, es el pacto nuevo y superior profetizado por Jeremías (Jer 31, 31-34). Y hebreos dice que “si aquel primero (pacto) hubiera sido sin defecto, ciertamente no se hubiera procurado lugar para el segundo” (Heb 8, 7). Y añade: “Al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero; y lo que se da por viejo y se envejece, está próximo a desaparecer” (Heb 8, 13).

La superioridad del nuevo pacto consiste en su forma interior, como profetizó Jeremías, citado por hebreos en estas palabras: “estableceré…un nuevo pacto… Pondré mis leyes en la mente de ellos, y sobre su corazón las escribiré; y seré a ellos por Dios, y ellos me serán a mí por pueblo; y ninguno enseñará a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce al Señor; porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos” (Heb 8, 8.10-11).

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En el nuevo pacto —nuestro pacto— será claro que el hombre es justificado por su fe en el Redentor que ya ha venido, y no por sus propias obras; es decir, será por medio del sacrificio de Jesucristo en la cruz, quien sufrió nuestro castigo por nuestros pecados, así librándonos y perdonándonos por nuestra fe en él. Entonces por su resurrección somos iluminados y regocijados, y su Espíritu es derramado en nuestros corazones junto con el amor de Dios (Rom 5, 5). Y somos, además, dirigidos individualmente y personalmente por la plenitud del Espíritu Santo, y no sólo por leyes generales y externas, para conocer la voluntad de Dios para con cada uno de nosotros. En este día —que es nuestro día—, profetizó Isaías, “tus oídos oirán a tus espaldas palabra que diga: Este es el camino, andad por él; y no echéis mano a la derecha, ni tampoco torzáis a la mano izquierda” (Is 30, 21). Así es nuestra dirección interior e individual bajo el nuevo pacto.

Esta es la plenitud de la dirección interior, personal, e individual que tenemos ahora. Dios nos muestra interiormente en nuestro corazón su voluntad; y cada uno tiene dones diferentes, y es dirigido de una manera distinta, aunque hay principios generales que aplican a todos. Esto es porque “hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho” (1 Cor 12, 4-7).

Así, pues, uno, por ejemplo, puede ser dirigido a vivir en silencio, soledad, y oración, mientras que otro es dirigido a acoger bien a todos los visitantes; y los dos son bendecidos por Dios y sirven a Dios. Los dos siguen la dirección interior del Espíritu bajo el nuevo pacto, en que las leyes están en nuestras mentes y en nuestros corazones.

LA SANGRE DE CRISTO LIMPIA NUESTRAS CONCIENCIAS

Sábado, 2ª semana del año Heb 9, 2-3.6-7.11-14; Sal 46; Mc 3, 20-21

“… ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb 9, 14).

Cristo es nuestro sacrificio del pacto nuevo. Los judíos en el Antiguo Testamento ofrecieron sacrificios de animales, y rociaron la sangre. Así, pues, Cristo, “no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb 9, 12). Es decir, el mismo Jesucristo en su ascensión entró en el tabernáculo celestial para completar su sacrificio de sí mismo y así “presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Heb 9, 24). Por medio de su sacrificio, él es nuestro intercesor con Dios (Rom 8, 34; Heb 9, 24; 7, 25; 1 Jn 2, 1). Así, pues, él “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb 9, 26). Así “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Heb 9, 28).

Este es el sacrificio de Jesucristo, ofrecido a su Padre en amor y donación de sí mismo en obediencia perfecta. Después de morir en la cruz, él se presentó ante el Padre en el cielo para completar su sacrificio en el tabernáculo celestial, donde él está ahora

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intercediendo por nosotros ante Dios. Es este sacrifico que ganó nuestra redención. La sangre de Cristo nos redime de nuestros pecados, y nos une otra vez con Dios.

La eucaristía es este mismo único sacrificio, hecho presente para nosotros, en que nosotros nos unimos con Cristo en su ofrenda de sí mismo, así ofreciéndonos con él al Padre en el Espíritu Santo. Esta gran ofrenda es nuestro culto perfecto del Nuevo Testamento y el único sacrificio del Nuevo Testamento, ofrecido una sola vez para siempre, que seguimos ofreciendo cada vez que celebramos la eucaristía, porque está hecho presente para nosotros.

Al mismo tiempo, Cristo lleva todos nuestros pecados, y su muerte en la cruz propicia la ira divina, que es la ira santa y justa de Dios contra todo pecado (Sal 84, 3-5; Rom 1, 18; Mt 25, 41.46). Su muerte propicia la ira divina contra nosotros porque él llevó nuestra maldición al ser colgado de un madero (Gal 3, 13). Él es nuestro sustituto, porque Dios puso nuestros pecados sobre él (2 Cor 5, 21; Is 53, 5-6), y él sufrió en lugar de nosotros el castigo debido a nosotros por nuestros pecados. Así nosotros somos librados de la ira justa y santa de Dios contra nuestros pecados, y podemos regocijarnos en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21) en el Espíritu Santo.

La sangre de Cristo, ofrecido al Padre, es a la vez su vida ofrecida en sacrificio de amor, y también signo de su muerte salvadora en la cruz, en que él pagó a Dios el precio de nuestra redención, Dios habiendo cargado “en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). Así, pues, “el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is 53, 5).

¡ARREPIÉNTETE!

3 domingo del año

Jonás 3, 1-5.10; Sal 24; 1 Cor 7, 29-31; Mc 1, 14-20 “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mc 1, 14-15).

Este es un llamado al arrepentimiento y a la conversión. En el plan de Dios, el tiempo ya está cumplido para la manifestación del reino de Dios, porque “cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Gal 4, 4). Este es el plan divino para “la dispensación del cumplimiento de los tiempos” (Ef 1, 10). El reino de Dios vendrá en el cumplimiento del tiempo, es decir, la gloria de Dios se manifestará aquí en la tierra, “y toda carne juntamente la verá” (Is 40, 5). Es Jesucristo que trae este cumplimiento del tiempo, y en él el esplendor de Dios se manifiesta. La respuesta apropiada del hombre es el arrepentimiento y la fe, para entrar en este reino de Dios en la tierra.

Vivimos en este tiempo de cumplimiento ahora. Estos son los tiempos mesiánicos, los tiempos de la cercanía de Dios; y nuestra respuesta debe ser el arrepentimiento y la fe en Jesucristo nuestro Salvador, que nos trae a Dios y su gloria. Pero si sigues viviendo como antes, es decir, como todo el mundo, como los no creyentes, no vas a disfrutar de esta salvación. Tienes que cambiar tu actitud, tu parecer, y tu proceder. Este es el

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mensaje de las escrituras de hoy. Los primeros discípulos dejaron todo para seguirle a Jesús, dejaron su negocio, sus barcas, sus redes, y sus familias, y siguieron a Jesús —“Y dejando sus redes, le siguieron” (Mc 1, 18)—.

A la predicación de Jonás, “los hombres de Nínive creyeron a Dios, y proclamaron ayuno, y se vistieron de cilicio” (Jon 3, 5), y se convirtieron cada uno de su mal camino (Jon 3, 8), y dijeron: “¿Quién sabe si se volverá y se arrepentirá Dios, y se apartará del ardor de su ira, y no pereceremos?” (Jon 3, 9). Y Dios fue aplacado y propiciado por ellos, y dejó su ira contra ellos (Jon 3, 10).

Esto es un tipo de lo que Jesucristo hace para nosotros en que él fue enviado por Dios para propiciar y aplacar su propia ira contra nosotros por nuestros pecados. Él hizo esto al ser cargado de nuestros pecados (2 Cor 5, 21; Is 53, 6), y al sufrir el castigo justo por ellos en la cruz (Gal 3, 13) por nosotros, y así la ira justa y santa de Dios fue aplacada y propiciada por todos los que creen en el Hijo de Dios y en su obra salvadora en la cruz.

Y hoy Jesús empieza su ministerio mesiánico en Galilea, predicando el arrepentimiento y fe en el evangelio de la salvación.

Esta palabra salvadora está dirigida a nosotros. Él nos llama a arrepentirnos de nuestros malos caminos. San Pablo nos dice hoy que “el tiempo es corto; resta, pues que…los que lloran (sean) como si no llorasen; y los que se alegran, como si no se alegrasen; y los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan de este mundo, como si no disfrutasen; porque la apariencia de este mundo se pasa” (1 Cor 7, 29-31). Es decir, no debemos enredarnos en este mundo que se pasa, en el sentido de olvidar a Dios y dejarnos llevar por el mundo. Usa el mundo, pero como si no lo usases, y con tu corazón en Dios y en su reino, y no distraído por los placeres de este mundo pasajera. “Ninguno que se milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado” (2 Tim 2, 4). Este debe ser nuestro modelo.

Debemos vivir así, porque Cristo nos eligió del mundo. “…no sois del mundo —dice—, antes yo os elegí del mundo” (Jn 15, 19). Los discípulos de Jesucristo “No son del mundo —dijo Jesús—, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 16). Por eso san Juan nos dice, “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn 2, 15). No debemos enredarnos aquí abajo en los deleites de este mundo, sino arrepentirnos y creer en el evangelio de nuestra salvación, que está en Jesucristo. “¡Oh almas adúlteras! —dice Santiago— ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (St 4, 4). Más bien, hemos resucitado con Cristo para buscar las cosas de arriba (Col 3, 1-2), donde está nuestra ciudadanía (Fil 3, 20).

Necesitamos, pues, el arrepentimiento. Tienes que cambiar tu vida, y creer en el Salvador que nos une con Dios al aplacar y propiciar su ira justa y santa contra nosotros por nuestros pecados. En él somos librados del pecado, para vivir en el reino de Dios, en la presencia y gloria de Dios y permanecer en su esplendor (Jn 15, 9-10). Así, pues, tienes que dejar la mundanalidad y los estilos de vida que no son apropiados para un cristiano. Debes amar a Dios con todo tu corazón, con un corazón indiviso, y dejar las modas superficiales de este mundo.

El tiempo es corto, y la apariencia de este mundo se pasa (1 Cor 7, 31). Sé, pues, un buen soldado y no enredarte “en los negocios de la vida” (2 Tim 2, 4). No te dejes llevar por el mundo. Deja tu camino falso, ora, ayuna (Jon 3, 8), y conoce el tiempo, “que es ya

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hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos” (Rom 13, 11). Y “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” (Rom 12, 2). Arrepiéntete, y halla vida nueva en el evangelio. Deja tus caminos antiguos, y ven a ser una nueva criatura en Cristo. Vive sólo para él con todo tu corazón. Esto es el significado del arrepentimiento.

ROGAD AL SEÑOR DE LA MIES QUE ENVÍE OBREROS A SU MIES

Memoria de los santos Timoteo y Tito, 26 de enero 2 Tim 1, 1-8; Sal 95; Lc 10, 1-9

“La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Lc 1, 2).

Hoy celebramos la memoria de los santos Timoteo y Tito, dos de los compañeros de san Pablo, que le acompañaron en muchos de sus viajes misionales; y por eso leemos este evangelio hoy sobre la misión de los discípulos de Jesús.

Estos misioneros son enviados —dice Jesús— “como corderos en medio de lobos” (Lc 10, 3), es decir, su trabajo será difícil, porque muchos los rechazarán, pero en medio de este sufrimiento serán testigos de la paz mesiánica cuando los corderos y los lobos vivirán juntos en paz (Is 11, 6). Su ministerio es un ministerio de paz, la paz de Jesucristo, la paz mesiánica; y ellos son testigos de esta paz, yendo “de dos en dos” (Lc 10, 1), viviendo ellos mismos en la paz que iban a predicar a los demás. Y deben predicar, diciendo: “Se ha acercado a vosotros el reino de Dios” (Lc 10, 9). Son, pues, testigos del reino de Dios en la tierra, y anuncian su llegada. Y en cada casa que entran deben decir, “Paz sea a esta casa” (Lc 10, 5). El misionero tiene un ministerio de paz, la paz de Dios, la paz del reino de Dios.

Jesucristo vino para traernos esta paz de Dios, y necesita hoy también testigos de esta paz que viene a nosotros por medio de nuestra fe en Cristo como el Mesías y único Hijo de Dios. Él nos dará este don de paz si creemos en él y obedecemos su voluntad. Por medio de él recibimos el perdón de nuestros pecados, que nos separan de Dios y nos entristecen. En su muerte, el mismo Jesucristo sufrió esta separación de Dios por nosotros (Gal 3, 13), para que en él pudiéramos ser librados de este sufrimiento por nuestra fe en él (2 Cor 5, 21). Al confesar nuestros pecados, sus méritos en la cruz nos libran de nuestros pecados y nos dan el don de su paz, la paz mesiánica, la paz celestial sobre la tierra.

Cristo necesita hoy también misioneros y testigos que predican su buena nueva de la salvación. Dice que “La mies a la verdad es mucha, mas los obreros pocos” (Lc 10, 2). Son pocos los que predican esta buena nueva de la salvación en Cristo por medio de su cruz. “Rogad al Señor de la mies —dice— que envíe obreros a su mies” (Lc 10, 2).

Estos obreros deben ir ligeros. “No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado”, dice (Lc 10, 4). Es decir, debemos ser también testigos de la pobreza evangélica, de que somos los anawim de Yahvé, los pobres del Señor, los que viven sólo para él, los que sirven sólo a un Señor (Mt 6, 24), los que no tienen otro placer en su vida fuera de Dios, los que tienen sólo un tesoro, Cristo (Mt 6, 19-21), los que han dejado todo para hallar a Cristo, el

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tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46). Los que viven así deben ser recompensados por su trabajo por la gente a quien sirven, “comiendo y bebiendo lo que os den; porque el obrero es digno de su salario” (Lc 10, 7).

Cristo necesita más obreros para su mies, personas completamente dedicadas a él, quienes predicarán a Cristo y la salvación de Dios que está en él.

¡CUÁNTO NECESITAMOS LA SANGRE DE CRISTO!

Miércoles, 3ª semana del año Heb 10, 11-18; Sal 109; Mc 4, 1-20

“…pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios…porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb 10, 12.14).

¡Cuánto necesitamos esto! Tenemos una necesidad casi continua de esta salvación que sólo Jesucristo puede darnos. Tenemos tantas imperfecciones, y fallamos en tantas cosas a alcanzar al grado de perfección que queremos, y que Dios quiere ver en nosotros, que con frecuencia clamamos con san Pablo, “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Rom 7, 24). Y nuestra respuesta es la misma de san Pablo: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro” (Rom 7, 25). Gritamos así porque con san Pablo vemos que tantas veces no alcanzamos a la perfección, y no hacemos como queremos la perfecta voluntad de Dios, y decimos en sus palabras, “lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Rom 7, 15).

No debemos concluir de estas palabras que san Pablo fue un gran pecador, sino que él, como otros santos, fue muy conciente de sus imperfecciones, y muy sensible concerniendo sus defectos y faltas. Y ¿no es lo mismo con nosotros, en la medida de que estamos creciendo espiritualmente? Venimos a ser más y más concientes de cómo hemos fallado a alcanzar a la perfección que Dios quiere ver en nosotros, y por eso sufrimos de la culpabilidad, y lloramos interiormente nuestros pecados como los santos padres del desierto.

Es por esto que Cristo vino. Por su sacrificio, él limpia nuestra conciencia de esta culpabilidad, de este sufrimiento interior. Hebreos dice: “… ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb 9, 14). La sangre de Cristo limpia nuestra conciencia de la culpabilidad porque él sufrió en nuestro lugar este mismo tipo de sufrimiento del alejamiento de Dios, del castigo de Dios, de la ira de Dios, de la disciplina de Dios (Heb 12, 5-11), siendo hecho una maldición por nosotros al ser colgado de un madero (Gal 3, 13; Dt 21, 23) para que nosotros pudiéramos ser rescatados de todo esto (2 Cor 5, 21). Por su sufrimiento, nosotros somos librados de este tipo de sufrimiento; hasta que caemos en otro pecado, cuando él nos librará otra vez, y nos lavará de nuevo en su sangre, si lo invocamos.

Él es quien “nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apc 1, 5). San Pablo dice que “estando justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira [de Dios]” (Rom 5, 9). La “ira de Dios” (Rom 1, 18) es su castigo, su disciplina (Heb 12, 5-

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11), que nos muestra su voluntad y nos disuade de ofenderlo. Y san Juan también dice: “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Jn 1, 7). San Pedro dice lo mismo: “fuisteis rescatados…con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pd 1, 18-19).

POR LA CARNE Y LA SANGRE DE JESUCRISTO TENEMOS ACCESO AL SANTUARIO CELESTIAL

Jueves, 3ª semana del año

Heb 10, 19-25; Sal 23; Mc 4, 21-25 “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos de agua pura” (Heb 10, 19-22).

Esto es lo que tenemos ahora en Jesucristo, es decir, nuevo acceso al santuario celestial por medio de la carne de Cristo, que es como un velo, por el cual podemos pasar ahora, y así entrar en este santuario, y estar en la presencia de Dios. Tenemos este nuevo acceso por medio de la sangre de Jesucristo, derramada en sacrificio por nosotros, para lavar nuestra conciencia y corazón, para que seamos purificados del pecado y de toda mancha. Y así es, porque una muerte intervino para la remisión de nuestros pecados (Heb 9, 15). La muerte de Cristo nos libra de la muerte de la separación de Dios, en que él sufrió por nosotros nuestro castigo por nuestros pecados, para que nosotros fuésemos libres ahora de este castigo de la culpabilidad, teniendo este nuevo acceso al Padre, no sólo una vez al año, y no sólo para el sumo sacerdote entrando en el santuario terrestre, sino todo el tiempo, y para todo creyente.

Esta, pues, es la vida cristiana, la vida nueva que tenemos ahora en Cristo por nuestra fe. Por él, podemos vivir con nuestros corazones librados de una mala conciencia, librados del dolor de la culpabilidad, y regocijados por el Espíritu Santo. Por eso ahora debemos acercarnos a Dios por medio de Jesucristo “en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia” (Heb 10, 22). “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia” (Heb 4, 16), porque, como dijo Jesús, “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida, [y] nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn 14, 6). Él es el velo de acceso, por el cual pasamos ahora. Comemos su carne, y así entramos, por medio de él, en la presencia de Dios; y su sangre sacrificada en la cruz nos limpia, absorbiendo la ira divina contra nuestros pecados. Es “por medio de él [que] tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Ef 2, 18). En él “tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él” (Ef 3, 12). A la muerte de Jesús, “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15, 38), indicando que ahora el acceso a Dios está abierto, interviniendo la muerte del Hijo de Dios.

De veras, “la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo” (Heb 9, 14). Esto es porque “tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Ef 1, 7). Él viene a nosotros por la fe y por sus sacramentos para

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lavar nuestro corazón y nuestra conciencia con los méritos de su muerte en la cruz, para que seamos vivos para Dios.

SOMOS EXTRANJEROS Y PEREGRINOS SOBRE LA TIERRA

Viernes, 3ª semana del año Heb 10, 32-39; Sal 36; Mc 4, 26-34

“Pero traed a la memoria los días pasados, en los cuales, después de haber sido iluminados, sostuvisteis gran combate de padecimientos; por una parte, ciertamente, con vituperios y tribulaciones fuisteis hechos espectáculo…y el despojo de vuestros bienes sufristeis con gozo, sabiendo que tenéis en vosotros una mejor y perdurable herencia en los cielos” (Heb 10, 32-34).

El autor les recuerda a los hebreos sus primeros días después de su bautismo, llamado aquí su iluminación, es decir, cuando fueron iluminados” (Heb 10, 32). En aquellos días ellos estaban felices ser “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb 11, 13). En aquel tiempo —dice— fueron despojados de sus bienes en este mundo (Heb 10, 34), pero lo sostuvieron “con gozo”, esperando mejores cosas en el cielo (Heb 10, 34). También sufrieron vituperios, y fueron “hechos espectáculo” (Heb 10, 33).

Esta es la condición de un cristiano verdadero en cada edad. Por su fe y su palabra de predicación, sufrirá en este mundo, que no lo entenderá ni lo aceptará. Debemos, pues, vivir como “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb 11, 13). San Pedro dice: “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pd 2, 11), y “conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir…con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pd 1, 17-19).

Somos rescatados por la sangre de Cristo, lavados y hechos limpios, nuevos, y felices delante de Dios. Debemos, pues, agradecer a Dios por esta sangre de su Hijo, que fue derramada en sacrificio en la cruz por nosotros, para absorber la ira divina contra nuestros pecados y así darnos un vida nueva e iluminada en Cristo, una vida ya diferente de la del mundo. Así, pues, la sangre de Cristo nos lava y nos hace “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb 11, 13), renunciando a los deseos mundanos de nuestro antiguo modo de vivir cuando vivíamos en los placeres de la vida. Y vivimos ahora como los anawim, los pobres del Señor, que han perdido todo lo de este mundo, y ya quedan sólo con Dios.

Así seremos hechos un espectáculo en este mundo, como los apóstoles, “Porque según pienso —dijo san Pablo—, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres” (1 Cor 4, 9).

Así, como los pobres de Yahvé, tendremos sólo a Dios en este mundo para nuestra alegría, habiendo perdido o renunciado a los otros placeres de la vida, para vivir sólo para él con todo el amor de nuestro corazón, con un corazón indiviso en nuestro amor por él. Pero en este estado —lavados y limpiados en la sangre de Cristo—, somos más felices

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que todos los demás. Esta es la vida de un extranjero y peregrino sobre la tierra por el amor a Dios.

SOMOS UN PUEBLO DE ESPERANZA

Sábado, 3ª semana del año Heb 11, 1-2.8-19; Lc 1; Mc 4, 35-41

“Por la fe habitó [Abraham] como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac, y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb 11, 9-10).

Abraham fue un hombre de fe, y la fe, según hebreos, es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Heb 11, 1). Él vivió en esperanza, y tuvo la convicción por su fe de las cosas que esperaba, porque esta convicción fue basada sobre la promesa que había recibido de Dios. Así pudo vivir para cosas que no se ve. Vivía para la promesa de que él será padre de muchas naciones, y que serán benditas en él todas las familias de la tierra (Gen 12, 3). Vivía también para la promesa de que iba a heredar esta tierra prometida, en que ahora “habitó como extranjero, morando en tiendas” (Heb 11, 9).

Abraham es, por eso, un modelo para nosotros, “porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (Heb 13, 14). Abraham y los otros patriarcas “murieron…sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb 11, 13). Vivían “Conforme a la fe” (Heb 11, 13). Buscaban una patria (Heb 11, 14), una patria celestial con Dios, dice hebreos (Heb 11, 16). “…buscan una patria…anhelaban una mejor, esto es, celestial”, y Dios “les ha preparado una ciudad” (Heb 11, 14.16).

Nosotros también somos “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb 11, 13), buscando una patria no de aquí abajo. Abraham como extranjero y peregrino sobre la tierra es un modelo para nosotros. Hemos renunciado al mundo (Mc 10, 29-30), nuestra patria terrestre; y vivimos ahora en fe y esperanza para una patria celestial, una mejor patria, una “cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Heb 11, 10). Moramos, pues, ahora como en tiendas, sin habitación permanente aquí. Fuimos hechos para algo mejor, y por eso anhelamos una mejor patria, “esto es, celestial” (Heb 11, 16), y Dios nos “ha preparado una ciudad” (Heb 11, 16).

Debemos ser, pues, un pueblo de esperanza, un pueblo de la promesa divina en medio de la oscuridad de este mundo, luces en las tinieblas, mostrando el camino a los demás (Fil 2, 15). Vivimos para la segunda venida de Jesucristo con gran poder y gloria sobre las nubes del cielo (Mt 24, 30). Y nos preparamos ahora con gozo para estar listos para su venida, para poder acogerle bien. Nos purificamos, pues, ahora con la sangre de Cristo, lavándonos en la sangre de su sacrificio, que nos hace puros y limpios en sus ojos; y “como extranjeros y peregrinos” abstenemos “de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Pd 2, 11), y nos conducimos “en temor todo el tiempo” de nuestra

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“peregrinación” en la tierra (1 Pd 1, 17). Debemos vivir aquí, pues, como extranjeros y peregrinos, buscando nuestra alegría no en las cosas de aquí abajo ni en los placeres de la vida, sino en las cosas de nuestra verdadera patria (Col 3, 1-2), hacia la cual viajamos ahora, morando como en tiendas aquí abajo.

LA VIDA CONSAGRADA

4º domingo del año Dt 18, 15-20; Sal 94; 1 Cor 7, 32-35; Mc 1, 21-28

“Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. La mujer no casada y la virgen se preocupan de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido” (1 Cor 7, 32-34).

Mañana es el 2 de febrero, la fiesta de la Presentación del Señor, que es el día dedicado a la vida consagrada. La vida consagrada es la vida religiosa, la vida que ha renunciado al mundo para vivir sólo para Dios con todo el amor del corazón sin división alguna, ni siquiera la división de una esposa humana en el matrimonio cristiano. Los religiosos son por eso célibes, es decir, casados con Cristo (2 Cor 11, 2) de una manera tan exclusiva que excluye incluso una esposa humana, para que todo el amor del corazón vaya sólo al Señor, y no sea dividido entre otras cosas, intereses, placeres, o personas de este mundo, ni siquiera con una esposa cristiana en el sacramento del matrimonio. Los sacerdotes también, en la Iglesia del Oeste, viven este misterio del celibato, de que san Pablo habla hoy en la segunda lectura.

Esta vida religiosa y consagrada, junto con el sacerdocio célibe, ha sufrido mucho en nuestros días en ciertos países, y el número de vocaciones a este tipo de vida ha disminuido drásticamente en estos países en los últimos cuarenta años. Por eso esto es algo que vale la pena de nuestra reflexión, sobre todo hoy tan cerca de la fiesta mañana de la vida consagrada, y cuando la liturgia de hoy nos presenta el texto más importante para la vida consagrada, religiosa, y célibe (1 Cor 7, 32-35).

¡Qué bello es este tipo de vida!, en que todo nuestro tiempo es dedicado sólo a Dios, y es libre de otras preocupaciones por una esposa y niños y de las preocupaciones para mantener una casa y para el sustento y educación de la familia. Uno vive en soledad y silencio con Dios, enfocado en él y en su ministerio. Uno se concierne de su ministerio, ejercitado por amor a Dios, de predicar el evangelio o de ministrar a las necesidades de los pobres.

Un religioso normalmente vive en comunidad con otras personas consagradas que le confirman y apoyan en su vocación y dedicación; o uno vive solo, una vida solitaria con Dios en silencio, oración, y ayuno, renunciando a los placeres de esta vida y de la mesa para vivir una vida santa y sin división de corazón, con un corazón indiviso en su amor y servicio a Dios. Esta vida consagrada, religiosa, y célibe es en muchos sentidos, como dice san Pablo hoy, una vida libre “de preocupaciones” (1 Cor 7, 32), una vida

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sumamente concentrada y enfocada en el Señor en amor y dedicación. Toda nuestra energía psíquica, física, afectiva, y espiritual es enfocada y concentrada en el Señor y en su ministerio, que él nos dio de predicar el evangelio o de servir con amor las necesidades de los pobres.

La vida consagrada y célibe es, además, una vida de soledad personal, aun si uno vive en comunidad; y en esta soledad uno halla la mejor oportunidad para la oración silenciosa y contemplativa, para la meditación diaria sobre las escrituras, y para tiempo sin interrupción ni distracción para la lectura espiritual de buenos libros que edifican y alimentan verdaderamente el espíritu.

Así, pues, san Pablo nos dice hoy: “Yo os quisiera libres de preocupaciones” (1 Cor 7, 32). Y sigue diciendo: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor” (1 Cor 7, 32). Es librado, pues, de las preocupaciones en general del mundo y de las por una esposa y familia. Y así, como dice san Pablo, no está dividido. En cambio, “El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido” (1 Cor 7, 33-34). San Pablo quiere librarnos de esta división, para que no estemos divididos de modo alguno, es decir, si tenemos esta vocación a la vida consagrada, religiosa, o célibe.

Vemos en la Biblia que la vida de una viuda es semejante a la vida religiosa, si uno la vive fielmente. Es decir, las viudas verdaderas viven también vidas solitarias, sólo para Dios en todo aspecto de su vida. San Pablo dice: “Mas la que en verdad es viuda y ha quedado sola, espera en Dios, y es diligente en súplicas y oraciones noche y día. Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta” (1 Tim 5, 5). La verdadera viuda, según san Pablo, vive sólo para Dios, renunciando a los placeres de este mundo. Ella es como la profetiza enviudada Ana, que estaba presente para la Presentación del Señor, que “no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Judit es otro ejemplo bueno de una verdadera viuda. Ella “llevaba ya tres años y cuatro meses viuda, recogida en su casa…se había ceñido de sayal y vestía ropas de viuda; y ayunaba desde que había enviudada” (Judit 8, 4-6).

Vemos, pues, que la vida de una viuda verdadera, como la de un verdadero religioso, una persona consagrada, o un célibe, es una vida de oración, ayuno, y renuncia a los placeres de la vida y de la mesa, para tener un corazón verdaderamente indiviso en su dedicación al Señor —no dividido por otros placeres—. Es por esta razón que la Iglesia siempre ha considerado la vida consagrada, religiosa, y célibe ser superior al matrimonio. Es porque le da a uno más facilidad para vivir con un corazón indiviso en su amor a Dios.

EL CORDERO QUE SALVÓ A LOS PRIMOGÉNITOS, Y CRISTO EL CORDERO DE DIOS

Fiesta de la Presentación del Señor, 2 de febrero

Mal 3, 1-4; Sal 23; Lc 2, 22-40 “…han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos; luz para revelación a los gentiles, y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 30-32).

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Hoy es un día de gloria, cuando el niño Jesús es presentado en el templo. El Salvador del mundo viene a su templo, la luz de las naciones resplandece en la casa de Dios, y el templo está lleno de gloria. Cristo es nuestra luz. En este día “El Señor ha hecho notoria su salvación; a vista de las naciones ha descubierto su justicia. Se ha acordado de su misericordia y de su verdad para con la casa de Israel; todos los términos de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios” (Sal 97, 2-3). “Nos acordamos de tu misericordia, oh Dios, en medio de tu templo. Conforme a tu nombre, oh Dios, así es tu loor hasta los fines de la tierra” (Sal 47, 9-10). Vemos su salvación hoy, y la recibimos. “Alzad, oh puertas, vuestras cabezas, y alzaos vosotras, puertas eternas, y entrará el Rey de la gloria. ¿Quién es este Rey de la gloria? El Señor de los ejércitos, él es el Rey de la gloria” (Sal 23, 9-10). Recibimos su luz hoy en nuestros corazones (2 Cor 4, 6). Así, pues, “Levántate, resplandece; porque ha venido tu luz, y la gloria del Señor ha nacido sobre ti” (Is 60, 1). Cristo vino para iluminarnos, para que viviéramos y anduviéramos en su gloria. Hoy lo recibimos con honor en su templo. “…vendrá súbitamente a su templo el Señor a quien vosotros buscáis. He aquí viene, ha dicho el Señor de los ejércitos” (Mal 3, 1).

Jesucristo está presentado en el templo porque es el primogénito, y los israelitas presentaban a todo primogénito en memoria de que la sangre del cordero pascual rociada en los postes y en el dintel de sus casas los salvó de la plaga de mortandad del primogénito (Ex 12, 12-13; 13, 15). Así, pues, el cordero pascual fue una sustitución por su primogénito, y el cordero fue sacrificado en vez de sus primogénitos cuando la ira justa y santa de Dios hirió a los primogénitos de los egipcios.

Hoy Jesucristo, “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29), está presentado como primogénito en el templo. Él es el verdadero Cordero pascual, que morirá en vez de nosotros, en sustitución de nosotros, absorbiendo así la ira justa y santa de Dios contra nuestros pecados, para que nosotros no muramos. Como el cordero pascual en Egipto, él murió para que nosotros viviéramos. Él sufrió la plaga de mortandad en vez de y en lugar de nosotros. En él es nuestra salvación, vida, y luz. En él es el perdón de nuestros pecados, y nuestra justificación. Su muerte nos salva y es el comienzo de nuestra santificación y vida nueva en la luz de su resurrección.

¿QUIÉN SOPORTARÁ AL ÁNIMO ANGUSTIADO?

Martes, 4ª semana del año Heb 12, 1-4; Sal 21; Mc 5, 21-43

“Y tomando la mano de la niña, le dijo: Talita cumi; que traducido es: Niña, a ti te digo: Levántate. Y luego la niña se levantó y andaba” (Mc 5, 41-42).

Jesucristo curó a muchas personas durante su vida en la tierra, y aun resucitó de la muerte a esta niña de doce años, como lo hizo también a Lázaro (Jn 11, 43) y al hijo de la viuda de Naín (Lc 7, 14). Nosotros seguimos leyendo los evangelios con fe porque el mismo Jesucristo, que hizo estas cosas durante su vida en la tierra, es el que ahora está sentado en gloria a la diestra de su Padre en el cielo, intercediendo con él por nosotros

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(Rom 8, 34; Heb 7, 25; 9, 24). Y como Jairo rogó su ayuda por su hija, así nosotros también rogamos su ayuda hoy para salvarnos y levantarnos de la muerte del pecado.

El pecado nos causa más sufrimiento interior y del corazón que cualquier otra cosa. El sufrimiento del pecado, que es la culpabilidad, es peor que los sufrimientos del cuerpo, peor que los sufrimientos de la enfermedad, y peor que los sufrimientos causados por los ataques de nuestros enemigos. Esto es porque es nuestra propia conciencia que nos ataca interiormente. Somos nosotros que estamos atacándonos a nosotros mismos; y en esta situación, no hay paz, y nos sentimos mal e infelices.

La culpabilidad es una enfermedad del corazón que ninguna medicina de la tierra puede curar. Podemos soportar las enfermedades del cuerpo y aun los ataques de nuestros enemigos con alegría de espíritu y mucha paz interior. Podemos incluso aguantar la humillación causada por nuestros enemigos, y soportarla con alegría interior, si estamos en paz con Dios. Pero nadie puede aguantar bien el sufrimiento del corazón en que nosotros atacamos a nosotros mismos por haber pecado. Este es el sufrimiento peor que todo. “El ánimo del hombre soportará su enfermedad —dice Proverbios—; mas ¿quién soportará al ánimo angustiado?” (Prov 18,14).

Es para curar esta enfermedad del ánimo que Cristo vino al mundo. Él puede levantarnos de la muerte de nuestro espíritu. Para esto murió en la cruz, cargado de nuestros pecados (2 Cor 5, 21; Is 53, 5-6), para levantarnos de la muerte espiritual. Él sufrió para que nosotros no sufriéramos más de la culpabilidad. Nuestro castigo de la culpabilidad fue puesto sobre él, y él sufrió este alejamiento de Dios, esta ira de Dios, este ser maldito por Dios (Gal 3, 13; Dt 21, 23) por nosotros y en vez de nosotros para librarnos de este sufrimiento, cuando creemos en él e invocamos los méritos de su muerte por nosotros en la cruz, sobre todo cuando los invocamos por medio de los sacramentos que él mismo nos dejó para canalizar estos méritos a nosotros (Mt 18, 18; Jn 20, 23).

LA NUEVA JERUSALÉN, CIUDAD DE NUESTRO ESPÍRITU

Jueves, 4ª semana del año Heb 12, 18-19.21-24; Sal 47; Mc 6, 7-13

“…os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a miríadas de ángeles en reunión solemne, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Heb 12, 22-24).

Esta es la nueva Jerusalén, la Jerusalén celestial, la meta de nuestra jornada de fe por este mudo. Esta es la luz que brilla para nosotros en la neblina y lobreguez de este mundo. Y vivimos ya en espíritu en esta ciudad de esplendor y luz si hemos nacido de nuevo en Cristo. Es la ciudad de nuestra contemplación, a la cual somos transportados cuando contemplamos, y en que vemos la gloria del Señor, la cual nos transforma “de gloria en gloria” en la misma imagen de Cristo (2 Cor 3, 18).

Es la ciudad cuyo fulgor es como una piedra preciosísima, “como cristal” (Apc 21, 11). Es una ciudad hecha de “oro puro, semejante al vidrio limpio” (Apc 21, 18). Es la

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nueva Jerusalén que “no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Apc 21, 23).

“…nuestra ciudadanía está en los cielos” (Fil 3, 20), “porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (Heb 13, 14). Esta es la ciudad celestial de oro y luz que buscamos, en que está nuestra ciudadanía verdadera. Aquí abajo somos sólo “extranjeros y peregrinos sobre la tierra” (Heb 11, 13).

Nos acercamos a esta ciudad celestial por la sangre de Cristo, “la sangre rociada que habla mejor que la de Abel” (Heb 12, 24), donde nuestro espíritu vive ya de antemano entre miríadas de ángeles en reunión solemne. Somos rociados por esta sangre que limpia nuestra conciencia de toda culpabilidad (Heb 9, 14), y nos da entrada al santuario celestial (Heb 10, 19). Cristo pagó por nosotros nuestra deuda del pecado con su sangre derramada en sacrificio en la cruz, sufriendo nuestro justo castigo en vez de nosotros, y así dándonos acceso para entrar en la Jerusalén celestial aun ahora en nuestra contemplación, y en nuestros cuerpos resucitados en el último día.

Somos, pues, un pueblo de esperanza, no buscando más nuestra felicidad aquí abajo en las cosas de este mundo (Col 3, 1-2), porque ya hemos resucitado y aun ascendido con Cristo (Col 3, 1-2; Ef 2, 6) para sentarnos ahora con él “en los lugares celestiales” (Ef 2, 6) para buscar las cosas de arriba, y no más las de la tierra (Col 3, 1-2). Somos, pues, luces en la oscuridad para los demás (Fil 2, 15), testigos aquí en la tierra de nuestra verdadera patria, la nueva Jerusalén, la ciudad de nuestro espíritu.

EL RESPETO HUMANO

Viernes, 4ª semana del año Heb 13, 1-8; Sal 26; Mc 6, 14-29

“Y el rey se entristeció mucho; pero a causa del juramento, y de los que estaban con él a la mesa, no quiso desecharla” (Mc 6, 26).

Hoy oímos la historia de la muerte de san Juan el Bautista, y al mismo tiempo vemos la debilidad del rey Herodes. Es un contraste entre san Juan el Bautista, por una parte, que tuvo la valentía de decir la verdad y amonestar al rey, diciéndole que no le era lícito casar a la mujer de su hermano; y la cobardía del rey, por otra parte, en que él, no queriendo romper su palabra y promesa a dar a la hija de Herodías lo que pidiera y no queriendo parecer mal delante de sus convidados, mandó que Juan fuese decapitado en la cárcel y su cabeza dada a la muchacha. Herodes supo que estaba haciendo mal, porque él “temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo, y le guardaba a salvo; y oyéndole, se quedaba muy perplejo, pero le escuchaba de buena gana” (Mc 6, 20). Y porque supo que estaba haciendo mal, san Marcos nos dice que “el rey se entristeció mucho” al oír la petición de la muchacha (Mc 6, 26).

Así, pues, vemos a Herodes actuando por el respeto humano, en vez de hacer lo correcto. Había dicho públicamente a la muchacha, después de su baile, que le “agradó mucho a Herodes y a los que estaban con él a la mesa” (Mc 6, 22): “Pídeme lo que quieras, y yo te lo daré… Todo lo que me pidas te daré, hasta la mitad de mi reino” (Mc 6, 22-23). Ahora, pues, después de haber dicho todo esto, tuvo vergüenza de desechar la

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muchacha y romper su juramento y así parecer tonto delante de sus convidados. Decidió, pues, hacer lo malo en vez de hacer el bien, porque así pudo evitar a parecer mal delante de sus convidados.

¿Cuántas veces hacemos nosotros la misma cosa? ¿Cuántas veces hacemos lo malo para no parecer mal al hacer el bien? Tenemos vergüenza de hacer lo correcto. Tememos los pensamientos y palabras de otras personas. Tememos sus juicios contra nosotros si hacemos lo correcto, y por eso no lo hacemos. ¿Pero qué es el resultado de actuar así? Es que nos sentimos mal y culpables, lejos de Dios, deprimidos, y tristes. Debemos aprender algo de esta experiencia, y en el futuro evitar a actuar según el respeto humano. Pero cuántas veces, en una nueva situación, olvidamos nuestra culpabilidad anterior, y hacemos otra vez la misma cosa, evitando a hacer lo que nos causaría vergüenza. Debemos aprender de nuestro dolor de corazón al actuar así, y así ser prevenidos para el futuro para actuar como Juan con valentía en vez de cómo Herodes por el respeto humano y la cobardía.

LA ORACIÓN SILENCIOSA Y CONTEMPLATIVA

Sábado, 4ª semana del año Heb 13, 15-17.20-21; Sal 22; Mc 6, 30-34

“Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer. Y se fueron solos en una barca a un lugar desierto” (Mc 6, 31-32).

Vemos en los evangelios que Jesús se retiró con frecuencia a solas al desierto o al monte para orar (Mc 6, 46; Lc 6, 12). Antes de llamar a los doce apóstoles, “él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios. Y cuando era de día, llamó a sus discípulos, y escogió a doce de ellos” (Lc 6, 12-13). Antes de hacer una cosa tan importante como ésta, se fue a solas para orar, y vemos que “pasó la noche orando a Dios” (Lc 6, 12). Esto es importante. Podemos aprender algo importante de esto. Es la necesidad que Jesús tenía de la oración, y de pasar tiempo orando, sobre todo en a noche, o “muy de mañana, siendo aun muy oscuro” (Mc 1, 35), en “un lugar desierto” (Mc 1, 35) o “al monte” (Lc 6, 12).

Y vemos hoy que él enseñó a sus apóstoles a hacer lo mismo, diciéndoles: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto… Y se fueron solos en una barca a un lugar desierto” (Mc 6, 31.32). Aprendemos así que nosotros también tenemos la misma necesidad de retirarnos a solas a un lugar desierto o a un monte para pasar la noche, o parte de la noche, en oración silenciosa y contemplativa.

Así, pues, levantándonos “muy de mañana, siendo aun muy oscuro” (Mc 1, 35) y yendo “a un lugar desierto” para orar, nuestra relación con Dios es restaurada y crece. Entramos en comunión con él en amor y luz. Descansamos en Jesucristo, que nos justifica y nos reviste de su propia justicia como de un manto espléndido de luz (Is 61, 10). Es en Jesucristo que tenemos el perdón de nuestros pecados e imperfecciones, la eliminación de nuestra culpabilidad y depresión, y la restauración de la paz de Dios en nuestro corazón. En él, hallamos una paz que el mundo no puede dar (Jn 14, 27), y que

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sólo nos viene de él cuando creemos en él, invocamos los méritos de su muerte por nosotros en la cruz, y entonces andamos en la nueva luz de su resurrección que brillará dentro de nosotros. Disfrutamos de todo esto en la oración silenciosa y contemplativa, sobre todo “muy de mañana, siendo aun muy oscuro” (Mc 1, 35).

En esta oración, Cristo nos llenará con frecuencia de su luz, resplandeciendo en nuestro corazón (2 Cor 4, 6), y podremos contemplar su gloria, y ser así transformados “de gloria en gloria” en su imagen (2 Cor 3, 18). Así conoceremos su paz, que no es de este mundo (Jn 14, 27). Y así profundizaremos nuestra relación de amor con Cristo; y desde esta relación, tendremos nuevo poder para predicar a Cristo con convicción, y atraer a muchos, como lo hizo Jesús hoy, hasta el punto de que “eran muchos que iban y venían, de manera que ni aun tenían tiempo para comer” (Mc 6, 31).

LA INTEGRACIÓN DE LA CONTEMPLACIÓN CON EL MINISTERIO

5º domingo del año Job 7, 1-4.6-7; Sal 146; 1 Cor 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39

“Levantándose muy de mañana, siendo aun muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba. Y le buscó Simón, y los que con el estaban; y hallándole, le dijeron: Todos te buscan. Él les dijo: Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido. Y predicaba en las sinagogas de ellos en toda Galilea, y echaba fuera demonios” (Mc 1, 35-39).

Vemos aquí cómo Jesús integró su predicación con su oración silenciosa y contemplativa. Está predicando, echando fuera demonios, y curando a los enfermos. Entonces, “Levantándose muy de mañana, siendo aun muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Mc 1, 35). E inmediatamente después de orar a solas en “un lugar desierto”, dijo que quiso extender su ministerio para predicar en muchos otros lugares también. Y terminó por predicar en las sinagogas “en toda Galilea” (Mc 1, 39). Y vemos también que tuvo poder en su ministerio para curar a los enfermos y echar fuera demonios.

Hay varias cosas que podemos aprender de este evangelio. Vemos primero la conexión entre el ministerio de Jesús y su oración contemplativa. Vemos su celo para predicar a más y más personas, y extender su misión de predicación. Y vemos también que predicó y ministró con poder, y pudo incluso curar a los enfermos y echar fuera demonios.

Cristo nos ha dado a nosotros también un ministerio de predicar la buena nueva a los enfermos, y a los endemoniados, y nos llama también a la oración silenciosa y contemplativa en “un lugar desierto”, adonde nos retiramos “muy de mañana, siendo aun muy oscuro” (Mc 1, 35). Su oración era la fuente de su poder y de su predicación. Y será lo mismo para nosotros.

Es en la comunión silenciosa y contemplativa con Dios que recibimos el poder para predicar a Cristo, para predicar la salvación de Dios en él. Para predicar bien, tenemos que retirarnos de otras personas y actividades, e ir a “un lugar desierto” y solitario y estar allí a solas con Dios, sentados en silencio y paz, orando en nuestro corazón, aun sin

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palabras, y así ser refrescados por el amor y la presencia de Dios como una luz en nuestro corazón. Después de esto, es lógico que querremos hacer lo que Jesús quiso hacer e hizo —extender nuestro ministerio de predicar para alcanzar a más y más personas con el mensaje de la salvación—.

Somos hombres nuevos en Jesucristo por medio de nuestra fe en él (Ef 4, 22-24). Somos hechos una nueva creación, nuevas criaturas en él para la renovación y regeneración del género humano por medio de nuestra predicación. Somos justificados y hechos resplandecientes delante de Dios por medio de nuestra fe en Jesucristo cuando invocamos los méritos de su muerte sacrificial y propiciatoria en la cruz por nosotros. Y andamos en la nueva luz de su resurrección al creer en él, porque su resurrección es su victoria sobre nuestra muerte y pecado. Siendo victorioso en su muerte, su sacrificio habiendo sido aceptado por Dios a favor de nosotros, y nuestra deuda habiendo sido pagada, Dios lo resucitó glorioso de la muerte, mostrando así su victoria, para que él resplandeciera sobre todos los que son nacidos de nuevo en él por la fe.

Es por la fe, y en la oración silenciosa y contemplativa que realizamos y experimentamos esta nueva creación y esta luz interior dimanando de Cristo resucitado. De esto viene el celo de predicar a Cristo a los demás para su perdón, transformación, e iluminación, para que ellos también sean salvos por Jesucristo. La oración contemplativa nos da el poder y el celo para predicar y ministrar esta salvación; y este ministerio es uno que tiene poder para curar a los enfermos de corazón, a los deprimidos, y a los endemoniados. Puede incluso echar fuera demonios.

Pero necesitamos retirarnos del mundo y de sus entretenimientos para tener un corazón indiviso en nuestro amor por Jesucristo. Él quiere todo de nosotros, no sólo una parte. Él quiere todo nuestro amor, y quiere que busquemos sólo a él en este mundo, y que él sea nuestra única fuente de gozo, sacrificando las delicadezas y deleites que el mundo ofrece. Sólo así seremos dispuestos adecuadamente para la oración contemplativa con un corazón indiviso. Sólo así serviremos sólo a un Señor (Mt 6, 24), y tendremos sólo un tesoro (Mt 6, 19-21). Así dejaremos todo para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46), y así responderemos al llamado a la perfección, dado a joven rico, de dejar todo y seguir a Cristo (Mt 19, 21). Sólo así podremos predicar a Cristo con poder, echar fuera demonios, y curar a los enfermos de corazón que yacen en tristeza y depresión, sumergidos en pecado y culpabilidad.

Así vemos que la contemplación y la renunciación al mundo y a sus deleites tienen que ser integradas la una con la otra, y con nuestra predicación y ministerio, para que tengan poder.

CREE EN EL SEÑOR JESUCRISTO, Y SERÁS SALVO

Lunes, 5ª semana del año Gen 1, 1-19; Sal 103; Mc 6, 53-56

“Y dondequiera que entraba, en pueblos, ciudades o aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaban salvados” (Mc 6, 56).

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Vemos aquí que Jesús tiene el poder de salvar. Todos los que “tocaron siquiera la orla de su manto…quedaban salvados” (Mc 6, 56). La palabra “salvados” aquí quiere decir “ser hecho sano”, pero es la misma palabra que los cristianos del Nuevo Testamento usaban para indicar que en Jesucristo hay salvación, y que todos los que creen en él serán salvos. El carcelero de Filipos, por ejemplo, preguntó a san Pablo y a Silas: “Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hch 16, 30-31). Y Cornelio había visto una visión en que se le dijo que un hombre que se llama Pedro “te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa” (Hch 11, 14). Es la misma palabra “salvo” que se usa en estos tres pasajes.

Jesucristo vino al mundo para nuestra salvación, e hizo milagros como signos de que tenía el poder de salvarnos. Sus curaciones fueron signos de algo más profundo y más importante, es decir, nuestra salvación. En él, tenemos la salvación que necesitamos y buscamos. Si el carcelero de Filipos cree en el Señor Jesucristo, será salvo, y si los amigos de Cornelio creen en Jesucristo, serán salvos.

Jesucristo, por medio de la fe en él, nos salva de nuestros pecados y de la depresión causada por nuestra culpabilidad. Nos salva del castigo del fuego eterno (Mt 25, 41) por nuestros pecados porque él sufrió por nosotros, librándonos de nuestros pecados y de su castigo, y limpiando nuestra conciencia del dolor de la culpabilidad.

Así nos da una vida nueva y justificada, en que podemos vivir felices delante de Dios, revestidos de la justicia del mismo Jesucristo, y santificados por él. Andamos en el esplendor de su resurrección como nuevas criaturas en una nueva creación (2 Cor 5, 17; Apc 21, 5; Gal 6, 15), como nuevos hombres (Ef 4, 22-24) en Jesucristo. Y él nos da del Padre el don del Espíritu Santo para que andemos según el Espíritu, y no más según la carne. Este es el significado de ser salvo en Jesucristo ya en esta vida presente.

Ser salvo es tener una vida verdaderamente nueva e iluminada. Es vivir sólo para el que nos salvó, y hacerlo con todo el amor de nuestro corazón (Mc 12, 30), con un corazón indiviso en nuestro amor por él, no dividido entre los deleites de este mundo, porque hemos resucitado con él, y aun hemos ascendido para sentarnos con él en los lugares celestiales (Ef 2, 6), buscando no más las cosas de este mundo, sino las de arriba donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 3, 1-2). Este es el significado de ser salvo por medio de nuestra fe en Jesucristo.

EL PECADO ORIGINAL Y LA REDENCIÓN

Miércoles, 5ª semana del año Gen 2, 4-9.15-17; Sal 103; Mc 7, 14-23

“Y mandó el Señor Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gen 2, 16-17).

En el principio Dios creó al hombre en un estado de perfección, justicia, e intimidad con Dios, y lo creó inmortal, “Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces” (Sabiduría 2, 23-24). Dios le dio a Adán un mandamiento

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claro de no comer “del árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gen 2, 17). Por haber desobedecido este mandamiento, morirá, es decir, vino a ser mortal. Además perdió su estado de justicia y su intimidad con Dios, y fue echado fuera del jardín de Edén (Gen 3, 22-24).

Cristo fue enviado al mundo para restaurar al hombre en su estado de justicia delante de Dios y en su intimidad con Dios; y para vencer la muerte. La muerte de Cristo en la cruz destruyó nuestra muerte espiritual, es decir, nuestra separación y alejamiento de Dios; y su resurrección es las primicias de la resurrección de nuestro cuerpo en el último día, “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Cor 15, 22). Así Cristo destruyó nuestra muerte.

Por su pecado, Adán perdió su estado de justicia y su intimidad con Dios; y sus descendientes heredarán sólo lo que Adán tenía para legarles. Dios enviará a Jesucristo para que por la fe en él, el hombre pudiera recobrar su estado de justicia y su intimidad con Dios, siendo perdonado de sus pecados y revestido de la justicia del mismo Jesucristo, “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom 5, 19).

La desobediencia de Adán, con sus resultados negativos para nosotros, es cancelada por la obediencia de Jesucristo. Jesucristo obedeció al morir en la cruz en lugar de nosotros, aceptando así en sí mismo nuestro castigo justo por nuestros pecados; y así por este acto justo de un solo hombre, Cristo, todos los que creen en él son constituidos justos; así como por el acto injusto de un solo hombre, Adán, todos son constituidos pecadores. “Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida” (Rom 5, 18).

DEBEMOS SER PERSONAS DE FE, ESPERANZA, Y HUMILDAD

Jueves, 5ª semana del año Gen 2, 18-25; Sal 127; Mc 7, 24-30

“Deja primero que se sacien los hijos, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos. Respondió ella y le dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los hijos” (Mc 7, 27-28).

Hoy una mujer pagana le ruega a Jesús que eche fuera de su hija un demonio. Al principio Jesús rehusó, diciendo en efecto que su misión era sólo a los hijos de Israel (Mt 15, 24). Pero la humildad de esta mujer lo venció, y por fin consintió en hacerlo, y le dijo: “Por esta palabra, ve; el demonio ha salido de tu hija” (Mc 7, 29). Su palabra fue que ella aceptó a compararse a un perro debajo de la mesa.

A veces Dios nos trata así, posponiendo su ayuda, o por un tiempo no vemos, por ejemplo, cómo podremos continuar a vivir como él nos ha llamado. Vemos sólo obstáculos delante de nosotros. Hemos oído el llamado de Dios en nuestro corazón de seguirle de una cierta manera, y le rogamos a ayudarnos, pero por un tiempo todavía no vemos cómo será posible vivir según el llamado que hemos recibido. Sólo vemos

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obstáculos en nuestro camino. Otras personas no nos entienden, ni quieren ayudarnos, o nuestros superiores no quieren permitirnos vivir según nuestro llamado, y nos oponen. En una situación así, pues, ¿qué debemos hacer?

Debemos seguir en adelante con nuestra fe, hacer lo que podemos, y seguir pidiendo a Dios su ayuda, pidiéndole con la humildad y la profundidad de fe de esta mujer. Ella se comparó a “los perrillos debajo de la mesa que comen de las migajas de los hijos” (Mc 7, 28). Por haber dicho esto, se le concedió lo que quiso. Y si nuestro llamado de veras viene de Dios, él nos dará lo que él sabe que necesitamos para poder realizar este llamado, que él mismo nos dio. Esta es la fe que necesitamos. No debemos perder la esperanza; sino ser fieles y humildes, siempre viviendo según este llamado —como lo podemos—, y creyendo en la promesa de Dios, así como hizo Abraham. Abraham siempre creía que iba a tener un hijo de su mujer Sara, y que por medio de este hijo, él será padre de una gran descendencia. Él vivía por medio de esta promesa. Era un hombre de la promesa, un hombre de fe, un hombre de esperanza. Y Dios le guardaba toda su vida, y la promesa fue realizada.

Así debemos nosotros también vivir, fieles a la promesa de Dios, fieles a su llamado personal, que él nos dio, incluso cuando su realización nos parece imposible, y cuando Dios parece rehusar responder a nuestras peticiones. Pero en su debido tiempo, si tenemos la fe, perseverancia, y humildad de esta mujer, y si seguimos viviendo fieles al llamado que Dios nos ha dado, y si seguimos pidiendo su ayuda, él nos dará todo lo que necesitamos para realizar este llamado.

LA VIDA SEGÚN EL ESPÍRITU ESTÁ OPUESTA A LA VIDA SEGÚN LA CARNE

Viernes, 5ª semana del año

Gen 3, 1-8; Sal 31; Mc 7, 31-37 “Y vio la mujer que el árbol era bueno para comer, y que era agradable a los ojos, y árbol codiciable para alcanzar la sabiduría; y tomó de su fruto, y comió; y dio también a su marido, el cual comió así como ella. Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales” (Gen 3, 6-7).

¡Qué engañoso es el pecado! Se presenta como algo bueno, “agradable a los ojos” y “codiciable”, algo que nos alegrará y que nos dará placer. Se presenta como algo dulce y hermoso. Pero después de pecar, vemos la realidad. Nuestros ojos son abiertos, y sentimos la culpabilidad y la tristeza. Después del placer inmediato, vemos que fuimos engañados por una apariencia exterior que se nos presentó como dulce, buena, y deseable; pero ahora vemos que hemos caído en el pecado, y somos ahora heridos y alejados de Dios, la única fuente de verdadera alegría. Y sufrimos de la pena de la culpabilidad y depresión. Nos vemos como pecadores que hemos sido engañados por los placeres del mundo. Hemos perdido nuestra justicia ante Dios, y somos desnudos ahora, y no más vestidos de la justicia del Señor, o por lo menos esta justicia está disminuida. Vemos que en vez de vivir según el Espíritu, estamos viviendo ahora según la carne y de

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una manera mundana. Y todo esto es tanta verdad por los pecados relativamente pequeños, como por los grandes.

Pero Jesucristo vino al mundo para salvarnos del pecado (1 Cor 15, 3; 1 Pd 3, 18; 2, 21-24), tanto del pecado original de Adán y de sus consecuencias negativas, como de nuestros propios pecados y del sufrimiento de la culpabilidad causada por ellos. Él hizo esto en su muerte en la cruz, en que él aceptó en sí mismo nuestro pecado y culpabilidad (2 Cor 5, 21), y sufrió su castigo por nosotros, librándonos así del pecado y de la pena y depresión causadas por la culpabilidad. Cuando creemos en él, invocando los méritos de su sufrimiento en la cruz —sobre todo en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23)— somos justificados y renovados, no por nuestras obras, sino por nuestra fe (Rom 3, 28; Gal 2, 16); y somos hechos justos, hombres nuevos, una nueva creación, nuevas criaturas, personas nacidas de nuevo en Jesucristo, que se visten ahora de Jesucristo (Gal 3, 27; Rom 13, 14), y andan ya según el Espíritu, y no más según la carne.

Somos hechos justos y resplandecientes delante de Dios, con Cristo resucitado resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), iluminándonos, transformándonos, y llamándonos para el futuro a abandonar el pecado y las modas y estilos mundanos, y vivir de veras en el Espíritu, en la luz de Cristo resucitado. Debemos en adelante, pues, no volver a vivir más según la carne, de una manera y estilo mundanos; sino comportándonos ya como personas nuevas en Jesucristo. Debemos incluso renunciar a los placeres mundanos para crecer en la gracia y en el amor de Jesucristo, y ser transformados “de gloria en gloria” en él (2 Cor 3, 18), y así ser testigos de la luz en la oscuridad de este mundo (Fil 2, 15), dando un testimonio claro para los demás.

EL PROTOEVANGELIO

Sábado, 5ª semana del año Gen 3, 9-24; Sal 89; Mc 8, 1-10

“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gen 3, 15).

Este texto es conocido como el protoevangelio, o el comienzo del evangelio, la buena nueva de la salvación. Dice que la simiente de Eva herirá la cabeza de la serpiente; y que la serpiente herirá el calcañar de la simiente de Eva. Vemos indicada y prometida aquí la victoria de la simiente de Eva en que él herirá la cabeza de la serpiente, algo más serio que lo que la serpiente hará en herir sólo el calcañar de la simiente de Eva.

Esto fue cumplido en la muerte de Jesucristo en la cruz. Jesús es la simiente de Eva, y en la cruz él hiere la cabeza de la serpiente y destruye los resultados del pecado de Adán y Eva. Destruye la obra de la serpiente en tentarlos para que pequen.

Durante el Antiguo Testamento los israelitas esperaban la venida de esta simiente de Eva, y fueron justificados de antemano por su fe en él (Rom 4, 3). Abraham lo vio y se gozó (Jn 8, 56), y fue justificado por su fe (Gen 15, 6; Rom 4, 3), aunque esta simiente todavía no ha venido. Era Jesucristo que justificó a Abraham por su muerte en la cruz por medio de la fe de Abraham (Rom 4, 3; Gen 15, 6). Dios lo justificó de antemano por medio de la muerte futura de su Hijo en la cruz. Es decir, Dios lo perdonó y justificó a

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Abraham contando su fe por justicia: “Y creyó al Señor y le fue contado por justicia” (Gen 15, 6; Rom 4, 3). Fue así porque Dios supo que el pecado de Abraham será plenamente y definitivamente propiciado y expiado en la muerte de Jesucristo. Todo, pues, es centrado en Jesucristo y su muerte expiatoria y propiciatoria en la cruz.

Jesús dijo: “Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Jn 8, 56). Así, pues, todos los santos del Antiguo Testamento vieron a Jesucristo de antemano como al Mesías futuro que los salvará definitivamente; y por su fe fueron justificados.

Nosotros, en cambio, miramos atrás a nuestro redentor, mientras que los santos del Antiguo Testamento miraban en adelante al Mesías que iba a venir. Ponemos la misma fe en él, como ellos lo hacían, y somos del mismo modo justificados por medio de nuestra fe en el que sufrió por nosotros, expiando nuestros pecados al asumir en sí mismo el castigo justo por ellos (2 Cor 5, 21), para que su justicia fuese hecha nuestra. Nuestros pecados son hechos suyos, y, al morir por ellos, su justicia es hecha nuestra: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21).

UN MINISTERIO DE VIDA Y COMUNIÓN

6º domingo del año Levítico 13, 1-2.44-46; Sal 31; 1 Cor 10, 31 – 11, 1; Mc 1, 40-45

“Vino a él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio. Y así que él hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquél, y quedó limpio” (Mc 1, 40-42).

Vemos aquí la compasión y la misericordia de Jesús en tocar y curar a un leproso de su lepra. Y vemos también el resultado de esta curación, es decir, que el hombre que fue curado “comenzó a publicarlo mucho y divulgar el hecho de manera que ya Jesús no podía entrar públicamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera en los lugares desiertos; y venían a él de todas partes” (Mc 1, 45). Su mismo ministerio le forzó a buscar la soledad y “los lugares desiertos”. La versión de san Lucas dice esto de una manera aun más impresionante, diciendo, “Pero él estaba retirándose a los desiertos y orando” (Lc 5, 16). San Lucas dice que se estaba retirando “a los desiertos”, y no sólo a los “lugares desiertos”, como dice san Marcos, y añade que estaba orando allí.

Vemos, pues, aquí el poder de Jesús para curar y salvar, y al mismo tiempo la necesidad que él tenía de la soledad. Vemos su amor por “los desiertos”, no sólo para escaparse de la presión de la muchedumbre, sino positivamente para poder orar en la soledad. Por una parte él atrajo grandes multitudes con su predicación y su poder de curar, pero por otra parte él siempre estaba retirándose a los desiertos para orar y estar a solas con Dios. ¿Qué podemos aprender de esto? Creo que aprendemos que debemos imitarle.

Nosotros mismos no tenemos el poder de curar, pero él nos dio un ministerio de predicarle a él y de curar en su nombre y con su poder. Este es el ministerio de sus

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apóstoles y discípulos, y de los sucesores de ellos. Al fin del evangelio de san Marcos, Cristo resucitado dice a sus apóstoles: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo” (Mc 16, 15-16). Y sigue diciendo que los que creen, “En mi nombre echarán fuera demonios” y “sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán” (Mc 16, 17.18). Así, pues, vemos que tenemos este ministerio de predicar a Cristo y de curar en su nombre.

Tenemos también la misma necesidad de retirarnos a los desiertos para orar y estar a solas con Dios. Como Jesús “fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios” (Lc 6, 12), y como él, “Despedida la multitud, subió al monte a orar aparte (Mt 14, 23), y como él “Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba” (Mc 1, 35), y como “él estaba retirándose a los desiertos y orando” (Lc 5, 16), del mismo modo él invitó a sus apóstoles a acompañarle en sus lugares solitarios para orar. Vemos esto cuando él “tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar” (Lc 9, 28), y cuando dijo a sus apóstoles: “Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco… Y se fueron solos en una barca a un lugar desierto” (Mc 6, 31.32).

Esta, pues, es nuestra vida nueva en Jesucristo, una vida de ministerio, y también de retirarnos del ministerio, para pasar tiempo con Jesús en el desierto.

En poco tiempo comenzaremos cuaresma, un tiempo de oración y ayuno, un tiempo para retirarnos del mundo y quedarnos en el desierto solos con Dios. Es un tiempo de simplicidad y austeridad, un tiempo de renuncia a los deleites y entretenimientos del mundo para purificar y santificar nuestro espíritu, haciendo lugar para Jesucristo en nuestro corazón, y desprendiéndonos y desapegándonos de los apegos de la vida, para crecer en Jesucristo y ser transformados y santificados en él. Para esto necesitamos el desierto tanto como él lo necesitaba.

Necesitamos la simplicidad, la austeridad, el ayuno, la renuncia a las delicadezas de la mesa, y la pobreza evangélica. Tenemos que ser los pobres en espíritu, los pobres del Señor, los anawim de Yahvé, que son bienaventurados porque han perdido, dejado, y renunciado a todo lo demás para quedarse sólo con Dios, con todo su corazón. Son ellos los verdaderos felices en este mundo, los bienaventurados, los benditos por Dios.

Siendo más purificados y más transformados al vivir así, nuestro ministerio de predicar a Cristo tendrá tanto más poder, y nuestra predicación alimentará a muchos con palabras de vida, porque “Plata escogida es la lengua del justo… [y] Los labios del justo apacientan a muchos” (Prov 10, 20.21). Así creciendo en Cristo en el desierto, en la soledad, en la austeridad, en el ayuno, y en la oración, predicaremos una vida nueva (2 Cor 5, 17). Predicaremos la salvación de Dios que está en su único Hijo, que murió por nosotros, sufriendo nuestro castigo por nuestros pecados por nosotros, no para curarnos de la lepra, sino para perdonarnos de la lepra de nuestros pecados, que nos alejan de Dios y nos entristecen. Predicaremos esta salvación con poder, y muchos quedarán salvos. Aceptarán a Cristo, que sufrió para hacernos una nueva creación, justificados y santificados en él, y revestidos de la justicia del mismo Jesucristo.

Este ministerio rejuvenecerá al género humano y renovará al mundo en la muerte y resurrección de Jesucristo.

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APÁRTATE DEL MAL, Y HAZ EL BIEN

Lunes, 6ª semana del año Gen 4, 1-15.25; Sal 49; Mc 8, 11-13

“Entonces el Señor dijo a Caín: ¿Por qué te has ensañado, y por qué ha decaído tu semblante? Si bien hicieres, ¿no serás enaltecido? y si no hicieres bien, el pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñoreas de él” (Gen 4, 6-7).

Vemos aquí lo bueno y lo malo. Abel y su sacrificio fueron aceptados por el Señor; pero el Señor “no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya” (Gen 4, 5). Por eso “se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante” (Gen 4, 5). Entonces el Señor explica a Caín que si él hiciera el bien, será aceptado y enaltecido, y que para hacer el bien tiene que enseñorearse del pecado. Pero Caín no escuchó la voz del Señor, y mató a su hermano. Y porque no se arrepintió, recibió un gran castigo por su pecado. Se le dijo que será “errante y extranjero en la tierra” (Gen 4, 12).

Si somos cristianos, somos perdonados y hechos justos por medio del sacrificio de Jesucristo, por nuestra fe en él. Pero entonces tenemos que santificarnos al evitar el pecado en el futuro y enseñorearnos de él, aunque el pecado siempre estará a nuestra puerta, acechándonos. Entonces si hacemos lo bueno, seremos enaltecidos (Gen 4, 7); pero si no, seremos como Caín, echados de la presencia del Señor, de un grado u otro. La vida de fe es, entonces, una vida de guerra constante contra el pecado y la imperfección. Si hacemos lo bueno, es decir, si vivimos según la voluntad de Dios, seremos enaltecidos; pero si no, no seremos aceptados, y Dios nos castigará para que nos arrepintamos y volvamos a él con todo nuestro corazón.

Su castigo es para ayudarnos a dejar nuestro camino falso y pecaminoso, y a aprender de nuevo a obedecerlo y seguir su voluntad en el futuro. Así, pues, el Señor nos disciplina para nuestro bien cuando no le agradamos, para que nos convirtamos. Por eso “no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Heb 12, 5-6; Prov 3, 11-12).

Es difícil ser siempre disciplinado por el Señor, pero así él trata a los que él ama, y así él los perfecciona —“al que ama, disciplina” (Heb 12, 6)—. A veces los más amados son más disciplinados. Y mientras crecemos en santidad, somos disciplinados por siempre más pequeños imperfecciones. Pero Caín no aceptó esto, y no se arrepintió, y así perdió todo.

Pero ni seguimos la amonestación que Dios dio a Caín, será bien para con nosotros. Por eso “Confía en el Señor, y haz bien; y habitarás en la tierra, y te apacentarás de la verdad” (Sal 36, 3). Si nos esforzamos a hacer lo bueno, es decir, lo que Dios nos muestra es según su voluntad, seremos benditos. Él nos muestra su voluntad en detalles pequeños al castigarnos interiormente cuando nos desviamos de su voluntad. Así, pues, haz el esfuerzo de hacer con exactitud su voluntad, porque “Reprendiste a los soberbios, los malditos, que se desvían de tus mandamientos” (Sal 118, 21). Y “Apártate del mal, y haz el bien, y vivirás para siempre” (Sal 36, 27). “Espera en el Señor, y guarda su camino, y él te exaltará para heredar la tierra; cuando sean destruidos los pecadores, lo verás” (Sal 36, 34).

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RENOVADOS POR LA MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO

Jueves, 6ª semana del año Gen 9, 1-13; Sal 101; Mc 8, 27-33

“Y comenzó a enseñarles que le era necesario al Hijo del Hombre padecer mucho, y ser desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y ser muerto, y resucitar después de tres días” (Mc 8, 31).

Para esto vino Jesucristo al mundo, para redimirnos por su muerte en la cruz. Su muerte en la cruz fue su gran sacrificio al Padre, su gran acto de culto, la efusión de su vida en amor y donación de sí mismo a su Padre, un gran acto de adoración, que agradó perfectamente al Padre, y ganó nuestra redención, el perdón de todos nuestros pecados. Cristo murió como hombre, por los hombres. El Padre entonces envió su Espíritu Santo sobre él, levantándolo de la muerte, y derramó este mismo Espíritu sobre todos los que creen en su Hijo, justificándolos y santificándolos.

Al mismo tiempo su muerte en la cruz satisfizo la justicia divina al pagar el precio debido a nuestros pecados, es decir, sufriendo su castigo justo. Así él nos libró de la muerte debida en justicia a nuestros pecados, su muerte sustituyendo por nuestra muerte, así salvándonos de la muerte eterna por nuestros pecados, de la muerte de la separación de Dios, y de la muerte del sufrimiento de la culpabilidad. En él, pues, es nuestra liberación y nueva vida. Su muerte nos justifica de nuestros pecados, lavándonos en su sangre derramada por nosotros, para que andemos en la novedad de vida como una nueva creación.

En la cruz, pues, es nuestra salvación, y en su resurrección es nuestra iluminación, porque ahora podemos andar en la luz de su resurrección, con Cristo resucitado iluminándonos por dentro (2 Cor 4, 6). Él es nuestra iluminación en su resurrección; y su don del Espíritu Santo, que él nos da desde el Padre, donde él está sentado en gloria, nos regocija como ríos de agua viva corriendo en nuestras entrañas (Jn 7, 37-39).

Esta es la vida nueva en Jesucristo que proclamamos por medio de su muerte y resurrección. Esta es nuestra proclamación, nuestro mensaje, que renueva el corazón del hombre. Esta es la buena nueva que somos enviados a predicar a toda criatura (Mc 16, 15). Somos enviados para renovar al género humano por nuestra proclamación de la buena nueva de la salvación de Dios en Jesucristo. Proclamamos, pues, la liberación del pecado y de la culpabilidad, los dos enemigos más grandes del hombre. Predicamos una vida nueva e iluminada en Jesucristo.

Cristo quiere vivir en nosotros para transformarnos en nuevas criaturas (2 Cor 5, 17); y quiere alabar y adorar a su Padre unidos a nosotros en la ofrenda de sí mismo, hecha presente para nosotros en la eucaristía. Así él nos renueva por medio de su muerte y resurrección.

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EL VIVIR SÓLO PARA EL SEÑOR

Viernes, 6ª semana del año Gen 11, 1-9; Sal 32; Mc 8, 34 – 9, 1

“Y llamando a la gente y a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mc 8, 34).

Primero, vemos que esta enseñanza difícil es para todos; no sólo para un grupo especial. Jesús la predicó a la muchedumbre (Mc 8, 34). Entonces nos enseña lo que tenemos que hacer si queremos ser sus seguidores. La primera cosa es que tenemos que negarnos a nosotros mismos. Es la misma palabra griega usada cuando Jesús le dijo a Pedro que él lo negará tres veces (Mc 14, 30). Es una expresión fuerte, y aquí quiere decir: desoír o desatender los deseos que uno tiene naturalmente; y debemos hacer esto por Jesucristo, en que debemos tomar nuestra cruz y seguirle. Debemos hacer de nuestra vida un sacrificio de alabanza a Dios, como él lo hizo, un sacrificio de nosotros mismos, una donación de nosotros mismos en amor al Padre con Jesucristo en su sacrificio de amor a su Padre. Es decir, como Jesucristo se sacrificó en amor a su Padre, si queremos seguirle, tenemos que hacer lo mismo, sacrificándonos a nosotros mismos en amor con él al Padre como un sacrificio de alabanza, como un himno de alabanza.

Tenemos que perder nuestra vida en este mundo por causa de Cristo y por la buena nueva de la salvación (Mc 8, 35). El que hace esto, salvará su vida; y el que no hace esto, perderá su vida en Dios (Mc 8, 35). En otras palabras, tenemos que vivir una vida sacrificante en este mundo; no una vida de lujo y placer. Nuestra vida debe ser una ofrenda ofrecida en amor a Dios, derramada por amor a él.

Debemos vivir sólo para Dios; no para nosotros mismos. En esto debemos seguir el ejemplo de la vida de Cristo, y sobre todo el ejemplo de su muerte en la cruz, porque él “por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5, 15). Es decir, seguiremos el ejemplo de su muerte en la cruz si no vivimos más para nosotros mismos y para nuestros placeres, sino para el que murió por nosotros.

Esto es negarnos a nosotros mismos. Es vivir no para nosotros mismos, sino sólo para él, no sirviendo a nosotros mismos y a nuestros placeres, sino sólo a él, nuestro único Señor (Mt 6, 24), con todo nuestro corazón (Mc 12, 30), no con un corazón dividido entre los placeres de este mundo, sino con un corazón indiviso, “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos” (Rom 14, 7-8).

De este modo perdemos nuestra vida por él (Mc 8, 35) y nos negamos a nosotros mismos por él, tomando nuestra cruz con él, y siguiéndole (Mc 8, 34). El cristiano es llamado a vivir el misterio de la cruz, que nos salva y nos enseña cómo vivir. Debemos derramar nuestra vida por él en amor, y no vivir para nuestro placer, para nosotros mismos, sino para él, una vida de sacrificio y de renuncia a nosotros mismos. Hacemos esto al vivir según su voluntad sin avergonzarnos de él ni de su voluntad (Mc 8, 38), porque su voluntad nos causará a sufrir en este mundo. Nos dirigirá a vivir sólo para Dios y a negarnos a nosotros mismos por amor a él, derramándonos en sacrificio, haciendo de nuestra vida un himno de alabanza a Dios.

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LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA ES LA ORACIÓN DE LUZ

Sábado, 6ª semana del año Heb 11, 1-7; Sal 144; Mc 9, 2-13

“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos. Y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, como la nieve” (Mc 9, 2-3).

San Mateo dice que en esta ocasión “resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mt 17, 2), y que “Mientras él aún hablaba una nube de luz los cubrió” (Mt 17, 5).

Esta fue una experiencia de luz. Tuvo lugar en un monte alto, donde Jesús “los llevo aparte solos” (Mc 9, 2) a estos tres discípulos “a orar” (Lc 9, 28). Y Jesús “se transfiguró delante de ellos” (Mc 9, 2). Su forma cambió y vino a ser luminosa, él resplandeció delante de ellos como el sol, y sus vestidos vinieron a ser como la luz; y mientras miraban, estaban cubiertos por una nube de luz.

Esta fue una experiencia de luz, un anticipo de la venida del reino de Dios con poder, como Jesús predijo, diciendo: “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte hasta que hayan visto el reino de Dios venido con poder” (Mc 9, 1). En aquel día final, “los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43). “En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo” (Sabiduría 3, 7), y “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento” (Dan 12, 3).

Jesús, que les dio a estos tres discípulos un anticipo de la gloria del último día, nos da a nosotros el mismo tipo de anticipo en la oración contemplativa, en la oración de unión. Es entonces que él resplandece en nuestro corazón como el sol, llenándonos de luz, mostrándonos su esplendor y gloria; y esta experiencia cambia nuestra vida para siempre. Desde aquel entonces en adelante, no queremos vivir más para las luces de este mundo, ni para sus deleites, sino sólo para esta luz de Dios en Jesucristo, resplandeciendo en nuestro corazón, iluminándonos por dentro, y transformando nuestra vida.

Vemos que esta luz nos transforma en la imagen de Cristo, y nos da conocimiento de Dios, algo que nos regocija más que todos los deleites del mundo, que sólo dividen nuestro corazón, haciéndolo incapaz de percibir la luz de Dios en nuestro corazón. Sobre esta experiencia, san Pablo dice: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 18). Mientras contemplamos esta gloria, somos transformados en ella, en la imagen de Cristo, porque “Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Cor 4, 6). Esto acontece en la oración contemplativa, en la oración de unión, la oración de luz, cuando Cristo resplandece en nuestros corazones, iluminándonos por dentro. Todos los que quieren vivir para esta luz, renunciarán a las luces de este mundo, que sólo nos ciegan a esta verdadera luz. Esto requiere la renuncia a todo lo demás (Mt 13, 44-46), porque es el tesoro escondido y la perla preciosa, que sólo se obtienen al precio de renunciar a todo lo demás.

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EL SACRAMENTO DE RECONCILIACIÓN

7º domingo del año Is 43, 18-19.21-22.24-25; Sal 40; 2 Cor 1, 18-22; Mc 2, 1-12

“Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados… Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa” (Mc 2, 5.10-11).

Todos fueron asombrados a oír estas palabras de Jesucristo, diciendo al paralítico que sus pecados son perdonados. Los escribas dijeron: “¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?” (Mc 2, 7). Esto fue, de veras, algo nuevo y verdaderamente extraordinario. Es una indicación indirecta de su divinidad, porque sólo Dios puede perdonar pecados, como apuntaron los escribas. Aunque Jesús no dijo: “yo te absuelvo de tus pecados”, sino sólo: “tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 5), aun así es una indicación de su divinidad, porque ¿quién —sino sólo Dios— sabe que los pecados de este hombre son perdonados” y ¿quién —sino sólo Dios— tiene la autoridad de asegurarle que de veras sus pecados han sido perdonados? Esta es la gran novedad que vemos aquí, es decir, que Jesucristo, el Hijo del Hombre, tiene poder en la tierra aun para perdonar pecados. Él perdonó también los pecados de la mujer que regó con lágrimas sus pies y los enjugaba con sus cabellos (Lc 7, 48). Entonces para probar que de veras tiene este poder y que sus pecados han sido verdaderamente perdonados, lo curó de su parálisis.

¿Qué cosa más horrible hay que el pecado? Podemos soportar aun con alegría cualquier otro problema o enfermedad, incluso el martirio, si Cristo resucitado está resplandeciendo en nuestro corazón (2 Cor 4, 6), llenándonos de luz y del Espíritu Santo, como ríos de agua viva corriendo en nuestras entrañas (Jn 7, 37-39), regocijando nuestro espíritu. Pero el pecado es diferente. El pecado entenebrece y entristece el alma, causando depresión, y angustiando el espíritu. Y los santos, que son muy sensibles, estaban angustiados aun por imperfecciones muy pequeñas. ¡Qué alegría, pues, es oír que hay un remedio sobre la tierra para esta enfermedad más terrible de toda enfermedad, para esta enfermedad del espíritu, para esta gran tristeza y depresión que el pecado o la imperfección causa en el alma. “El ánimo del hombre soportará su enfermedad —dice Proverbios—; mas ¿quién soportará al ánimo angustiado?” (Prov 18, 14).

Pero la alegre nueva es que desde los días de Jesucristo y en adelante, hay un remedio sobre la tierra para el alma angustiada. El Hijo del Hombre sí, “tiene potestad en la tierra para perdonar pecados” (Mc 2, 10). Y no sólo esto, sino también él dio este poder a sus apóstoles, para que su Iglesia siempre tuviera esta potestad en la tierra.

Después de su resurrección, Jesús apareció a sus apóstoles el día de Pascua y les dijo: “Como me envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Jn 20, 21-23). Esta es la gran maravilla, que Jesucristo dio a su Iglesia el mismo potestad en la tierra que él mismo tenía para perdonar los pecados y dar al hombre alivio de esta gran enfermedad de su alma. Así sus ministros son enviados como él fue enviado, para perdonar pecados en la tierra.

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Nosotros experimentamos esta maravilla y este gran alivio del peor de nuestros sufrimientos en la tierra sobre todo en el sacramento de reconciliación. En este sacramento, podemos recibir el mismo alivio y la misma cura para nuestra alma angustiada que recibió este paralítico cuando el Hijo del Hombre lo pronunció perdonado de todos sus pecados, de toda la angustia y depresión de su espíritu.

¿Cuántas veces hemos pedido perdón de un pecado o de una imperfección que angustiaba nuestro espíritu, pero continuábamos angustiados? y ¿cuántas veces hemos confesado nuestro pecado o imperfección en el sacramento de reconciliación, y salido sintiéndonos completamente perdonados y felices, en paz con Dios? Esta es la maravilla de este sacramento; es decir, que hay en la tierra ahora el poder de perdonar nuestros pecados, un remedio para esta enfermedad de nuestro espíritu.

Sólo Dios tiene este poder —como los escribas apuntaron correctamente—; y Jesucristo, el único Hijo de Dios, igual al Padre en divinidad, ejerció este poder en la tierra; y después de su resurrección, lo dejó a su Iglesia, a sus apóstoles, para que estuviera siempre con su Iglesia para la salvación y el alivio de los que creen en él. ¡Tanto poder Dios ha dado a sus electos! incluso el poder de curar la enfermedad más angustiosa que todas, la depresión del espíritu causada por el pecado o por la imperfección, el sufrimiento de la culpabilidad. ¡Tanto nos ha amado Dios que nos dio este poder!

Cristo prometió este poder a Pedro cuando dijo: “a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mt 16, 19). Aquí está el poder de desatarnos del pecado aquí en la tierra por medio de los ministros de la Iglesia, y así será hecho para nosotros en el cielo —seremos desatados—. Así, pues, Jesucristo quiso que este poder permaneciese en la tierra después de su ascensión, para ayudarnos y darnos alivio de la angustia de nuestro espíritu. Y más tarde, Jesús dio este mismo poder a todos sus apóstoles (Mt 18, 18; Jn 20, 23).

¡De veras, esta es una cosa nueva en la tierra, una verdadera maravilla!

UN ANTICIPO DE CUARESMA Y PASCUA

Lunes, 7ª semana del año Eclo 1, 1-10; Sal 92; Mc 9, 14-29

“Pero Jesús, tomándole de la mano, le enderezó; y se levantó. Cuando él entró en casa, sus discípulos le preguntaron aparte: ¿Por qué nosotros no pudimos echarle fuera? Y les dijo: Este género con nada puede salir, sino con oración y ayuno” (Mc 9, 27-29).

Hoy Jesús cura a un muchacho poseído por un espíritu inmundo. Los discípulos no pudieron curarle, aunque en otras ocasiones echaron fuera demonios (Mc 6, 13). Este tipo de demonio —dice Jesús— es más difícil echar fuera, y sólo sale “con oración y ayuno” (Mc 9, 29). Por eso a este tiempo sólo Jesús pudo echarlo fuera. Vemos también que el vocabulario griego usado para esta cura es el mismo usado para la resurrección de Jesucristo de la muerte: “le enderezó (egeiren): y se levantó (aneste).

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Empezamos Cuaresma esta semana, un tiempo de “oración y ayuno” (Mc 9, 29) en preparación para la celebración de la muerte y resurrección de Jesucristo. Por eso notamos estos recuerdos de “oración y ayuno” y de la resurrección de Cristo en este pasaje.

Cristo vino para darnos una participación de su resurrección, para que pudiéramos empezar, aun ahora, a vivir una vida resucitada en él (Col 3, 1-2; 2, 12; Ef 2, 6). Esta vida nueva y resucitada, que tenemos en Jesucristo, es también una vida de “oración y ayuno”, en que renunciamos a los deleites y placeres de este mundo para poder gozar mejor con un corazón indiviso de los deleites del reino de Dios y de la nueva creación. Es, además, una vida de comunión con Cristo resucitado, vivida en oración y contemplación, en que vemos su luz resplandeciendo en nuestro corazón (2 Cor 4, 6), y contemplamos su gloria; y esta contemplación nos transforma en su imagen por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18).

Así es la vida nueva que tenemos en Jesucristo. Él nos justifica por nuestra fe por medio de su muerte, porque su muerte pagó nuestra deuda del castigo por nuestros pecados, habiendo sustituido por nuestra muerte, para que perdonados, justificados, y librados de este castigo, pudiéramos resucitar con él ahora, y vivir una vida nueva y resucitada en él. Es una vida de comunión con él, en que somos transformados en su imagen. Es, además, una vida de renuncia a este mundo, para vivir ya de antemano en la luz y el esplendor de su resurrección, una vida iluminada de contemplación y ayuno de los deleites de este mundo.

Después de su resurrección, sus discípulos tendrán más poder para echar fuera demonios de este tipo, porque serán resucitados con Cristo (Col 3, 1-2), viviendo entonces una vida nueva de oración y ayuno, buscando no más las cosas de la tierra, sino las de arriba (Col 3, 1-2).

EL QUE QUIERA SALVAR SU VIDA, LA PERDERÁ

Jueves después de ceniza Dt 30, 15-20; Sal 1; Lc 9, 22-25

“…todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Lc 9, 24).

Aquí tenemos dibujados delante de nosotros los dos caminos, el camino de la vida, y el camino de la muerte. Si escogemos el camino de perder nuestra vida por el amor a Cristo, habremos escogido el camino de la vida, y salvaremos nuestra vida para con Dios. Pero si escogemos el camino de salvar nuestra vida en este mundo, que es el camino de llenar nuestra vida de los placeres innecesarios de este mundo, habremos escogido el camino de la muerte, y perderemos nuestra vida para con Dios. Así, pues, Dios nos ha “puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas” (Dt 30, 19). “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Lc 9, 24).

El camino de la vida es el camino de renunciar a los deleites innecesarios de este mundo, porque son ídolos, dioses falsos y ajenos, que nos atraen y distraen del verdadero

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camino de la vida, que es el camino de amar sólo al Señor con todo nuestro corazón, toda nuestra alma, toda nuestra mente, y todas nuestras fuerzas (Mc 12, 30). Este es el primer mandamiento de Jesucristo. No debemos dejarnos ser distraídos de este verdadero camino de la vida. Debemos servir sólo a un Señor, sólo a un Maestro. No podemos servir a dos señores (Mt 6, 24), y debemos servirle con un corazón indiviso, con todo nuestro corazón.

Servir también a los placeres innecesarios de esta vida es servir a otro señor, es adorar un ídolo, es dividir nuestro corazón, es escoger el camino de la muerte, porque estamos tratando de salvar nuestra vida de una manera mundana. El que quiera salvar su vida de esta manera, la perderá. “…todo el que quiera salvar su vida, la perderá”, dice Jesús (Lc 9, 24). Debemos más bien aborrecer nuestra vida en este mundo, y no amarla de este modo falso y mundano, porque “El que ama su vida, la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará”, dice Jesús (Jn 12, 25).

¿Pero cuántos aman su vida en este mundo de esta manera? ¡Muchos! ¡La gran mayoría! No debemos seguir su ejemplo. Debemos más bien escoger el camino de la vida, y no el camino de la muerte espiritual. Debemos escoger el camino de la bendición, y no el de la maldición. Debemos escoger el camino angosto y difícil de la vida, y no el camino ancho y cómodo de la perdición (Mt 7, 13-14). Debemos escoger el camino más difícil de la vida, de la obediencia a la voluntad de Dios, el camino de amar a Dios con un corazón indiviso. Y este camino de la vida es el de perder nuestra vida por amor a Cristo, el de renunciar a los ídolos y dioses falsos y ajenos, es el camino de la renuncia a los deleites innecesarios de este mundo y de esta creación por los del reino de Dios y de la nueva creación. “…escoge, pues, la vida, para que vivas” (Dt 30, 19).

EL AYUNO Y LOS POBRES DEL SEÑOR

Viernes después de ceniza Is 58, 1-9; Sal 50; Mt 9, 14-15

“¿Acaso pueden los que están de bodas, tener luto entre tanto que el esposo está con ellos? Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces ayunarán” (Mt 9, 15).

Estamos en estos días ahora, cuando Jesús no está físicamente entre nosotros, y, como dice, este es el tiempo del ayuno, sobre todo ahora durante Cuaresma, que es cuarenta días de oración y ayuno en el desierto.

¿Por qué ayunamos? Ayunamos para tener un corazón indiviso en nuestro amor por Dios, es decir, un corazón no dividido entre los placeres innecesarios de este mundo y de la mesa. Aun comer austeramente y sólo lo esencial nos da placer, pero esto es necesario para la vida y la salud, y es inevitable; pero el ayuno (o una forma del ayuno) es no añadir más —sólo para dar placer— a lo necesario, es decir, delicadezas, cosas hechas de harina blanca y azúcar, por ejemplo, cosas que no tienen nada que ver con la salud, sino sólo son añadidos para dar placer.

Así, pues, ayunamos de este tipo de cosas para servir sólo a un Señor (Mt 6, 24) no a dos señores, para tener sólo un tesoro, el Señor (Mt 6, 19-21), y para que él sea el único

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gozo de nuestra vida, en la medida que esto es posible, para que vivamos sólo para él, amándole con todo nuestro corazón, alma, mente, y fuerzas (Mc 12, 30). Ayunamos para renunciar a todo para hallar todo en Cristo, quien es el tesoro escondido y la perla preciosa, los cuales se obtienen sólo al sacrificar todo lo demás (Mt 13, 44-46). Ayunamos para sacrificar todo lo demás para obtenerlos —para obtenerle a él—.

El ayunar así es vivir una vida sencilla y austera. Es muy difícil, en cambio, para un rico, rodeado de placeres y delicadezas, entrar en el reino de Dios (Mt 19, 23). De hecho, sería “más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 24). Jesús los amonesta severamente a ellos, porque ya han tenido su consuelo en los deleites de este mundo: “¡ay de vosotros, ricos! —dice— porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6, 24); y al epulón rico, que “hacía cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19), se le dijo en el infierno, donde se fue después de la muerte: “Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida” (Lc 16, 25).

En cambio, benditos son los que dejan todo por Cristo, porque recibirán cien veces más (Mt 19, 29). Ellos serán los últimos en este mundo, que serán los primeros en el reino de Dios (Mt 19, 30). Ellos son los que han seguido el camino de la perfección en dejarlo todo por Cristo (Mt 19, 21). Benditos y bienaventurados, pues, son los pobres (Lc 6, 20) y los pobres en espíritu (Mt 5, 3), porque ellos son los anawim, los pobres de Yahvé, que han perdido y renunciado a todo lo de este mundo, y quedan sólo con Dios, con todo su corazón, con un corazón indiviso; y él es toda su alegría. Ayunamos de los deleites de este mundo para ser como ellos, los benditos de Dios.

NUESTRA VIDA NO DEBE SER DIVIDIDA, SINO UNA SOLA COSA

Sábado después de ceniza Is 58, 9-14; Sal 85; Lc 5, 27-32

“…y si dieres tu pan al hambriento y saciares al alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía” (Is 58, 10).

Isaías ha estado enseñándonos ayer y hoy que si queremos que nuestro ayuno sea aceptable delante de Dios, y si queremos estas bendiciones, es decir, que “en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía” (Is 58, 10), entonces nuestra vida tiene que ser una sola cosa. No debe ser dividida, ayunando por una parte, pero afligiendo al Espíritu de Dios en otras cosas al no obedecer su voluntad en muchas otras cosas. Si nuestra vida es dividida así, nuestro ayuno no será aceptable, y Dios no nos bendecirá.

¿Qué, pues, tenemos que hacer para agradar a Dios con nuestro ayuno, para que él nos bendiga? Tenemos que dar nuestro pan al hambriento, y saciar al alma afligida (Is 58, 10). Podemos hacer esto de muchas maneras: al dar limosnas, al cultivar verduras y darlos a los pobres, al predicar el evangelio, al escribir sermones y publicarlos en el Internet, etc. Así damos pan a los hambrientos, a los pobres y necesitados, pan material, y pan espiritual. Damos pan a los pobres también al mostrarles amor y al hablar bien con nuestro prójimo.

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Pero si queremos que nuestra vida sea una sola cosa, y no dividida ni contradictoria, tenemos que eliminar nuestras faltas también. No debemos perder el tiempo inútilmente, sino siempre estar haciendo algo verdaderamente útil para Dios, al orar, al leer algo bueno para el espíritu que nos edificará en la fe, al estudiar algo que nos ayudará a predicar mejor, al escribir algo que edificará la fe de nuestro prójimo, o al hacer algo que ayudará a nuestro prójimo, usando bien los dones que Dios nos ha dado para esto.

Y no debemos perder el tiempo precioso que Dios nos ha dado en los placeres del mundo. Sólo al vivir así será nuestra vida una vida integral, es decir, una sola cosa, y no dividida, ni contradictoria. Y así nuestro ayuno será aceptable, porque toda nuestra vida será así, amando a Dios con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso, y no dividido entre Dios por una parte, y los placeres del mundo y las delicadezas de la mesa por otra parte.

“Entonces nacerá tu luz como el alba” (Is 58, 8), y “en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía” (Is 58, 10). “…entonces te deleitarás en el Señor; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra” (Is 58, 14).

Estas son las bendiciones que Dios quiere darnos si hacemos nuestro ayuno una sola cosa con el resto de nuestra vida, amándole a Dios con un corazón indiviso, con todo nuestro corazón, no con un corazón dividido entre Dios y los placeres de este mundo.

UN RETIRO DE CUARENTA DÍAS EN EL DESIERTO

1 domingo de Cuaresma Gen 9, 8-15; Sal 24; 1 Pd 3, 18-22; Mc 1, 12-15

“Y luego el Espíritu le impulsó al desierto. Y estuvo allí en el desierto cuarenta días, y era tentado por Satanás, y estaba con las fieras; y los ángeles le servían” (Mc 1, 12-13).

Hoy es el primer domingo de Cuaresma, un tiempo de oración y ayuno más intenso en imitación de los cuarenta días que Jesucristo estaba orando y ayunando en el desierto. San Mateo dice que “después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre” (Mt 4, 2). Y san Lucas dice que estaba en el desierto “por cuarenta días…y no comió nada en aquellos días, pasados los cuales tuvo hambre” (Lc 4, 2).

Durante estos cuarenta días, hasta Pascua, imitaremos a Jesús durante su retiro de cuarenta días en el desierto. Aunque él no comió nada durante estos días —algo que pocos imitarán— aun así, haremos algo en esta línea para imitar su retiro de oración y ayuno en el desierto, lejos del mundo con sus entretenimientos y distracciones.

Haremos esto para limpiar nuestro corazón para poder amar a Dios con todo nuestro corazón. Para amarle con todo nuestro corazón quiere decir no poner otras cosas en nuestro corazón en lugar de él, o en competición con él, para que nuestro corazón no sea dividido entre Dios por una parte, y estas otras cosas innecesarias por otra parte, porque si dividimos nuestro corazón así entre los varios placeres innecesarios del mundo, no tendremos tanta energía afectiva para Dios. Nuestra energía afectiva será dividida y dispersa en muchas direcciones, y nuestro amor por Dios será debilitado.

Es para tener un amor por Dios no debilitado, ni dividido, sino fuerte, que vamos en nuestro retiro anual con Jesucristo al desierto, al silencio, buscando la soledad, y pasando

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tiempo en oración y contemplación, renunciando a los entretenimientos y placeres mundanos, y reduciendo nuestra alimentación a lo esencial, dejando las delicadezas y cosas designadas sólo para el placer.

Para los monjes, toda su vida es una cuaresma continua, y por eso en los tiempos de san Bernardo, por ejemplo, ni siquiera usaban condimentos en su comida, sino la sal, para que el Señor fuese su único placer, en la medida que esto es posible. Podemos imitar su ejemplo si queremos vivir una vida contemplativa, dedicada a la contemplación. Pero por lo menos durante cuaresma todos los cristianos harán algo en esta línea.

El prefacio del primer domingo de Cuaresma dice: “Cristo nuestro Señor, al abstenerse durante cuarenta días de tomar alimento, inauguró la práctica de nuestra penitencia cuaresmal”. Y el cuarto prefacio de Cuaresma dice: “con el ayuno corporal, refrenas nuestras pasiones, elevas nuestro espíritu, nos fortaleces y recompensas”.

El ayuno puede tomar muchas formas. Los monjes cistercienses y cartujanos y la mayoría de los monjes ortodoxos, por ejemplo, raramente o nunca comen carne. Unos comen sólo pan integral, sal, y agua en ciertos días; otros, como los monjes de san Bernardo, renuncian a los condimentos, excepto la sal. Uno puede renunciar a las delicadezas y cosas hechas de harina blanca y azúcar, cosas que no tienen nada que ver con la salud, sino sólo con el placer, un placer que divide el corazón de un amor indiviso sólo por Dios. Otros comen sólo dos veces al día; y otros sólo una vez al día, al mediodía, para ser más ligeros en la madrugada para la oración, la contemplación, la lectio divina, la lectura espiritual, y el trabajo silencioso y meditativo de la mañana.

Si uno come sólo al mediodía, la digestión será terminada cuando uno comienza su oración de la madrugada. Pero será difícil digerir una cena grande antes de levantarse por la oración de la madrugada —y los monjes se levantan como a las tres de la mañana—. Y el desayuno le debilita a uno espiritualmente en medio del tiempo óptimo para la contemplación y el trabajo silencioso y meditativo de la mañana. Es por esto que hallamos con frecuencia en la tradición monástica esta práctica de comer sólo una vez al día, al mediodía.

El ayuno, pues, es uno de los elementos esenciales de una vida contemplativa, es decir, de una vida dedicada exclusivamente a Dios como nuestro único amor y único placer.

Moisés y Elías serán nuestros modelos del Antiguo Testamento para nuestro ayuno cuaresmal. Cuando Moisés subió al monte Sinaí para recibir la ley, “él estuvo allí con el Señor cuarenta días y cuarenta noches; no comió pan, ni bebió agua” (Ex 34, 28), y Elías, en el mismo desierto de Sinaí, “Se levantó, pues, comió y bebió; y fortalecido con aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios” (1 Reyes 19, 8). Y del Nuevo Testamento, el mismo Jesucristo será nuestro modelo para nuestro ayuno y oración durante estos cuarenta días, en que purificamos nuestro corazón para la Pascua, para que andemos en la luz de su resurrección, renovados en cuerpo, mente, y espíritu. Cristo nos santifica, y nuestra parte ahora es ir con él al desierto para pasar estos cuarenta días con él en oración y ayuno, en silencio y soledad.

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EL BUEN FRUTO DE NUESTRA JUSTIFICACIÓN POR LA FE

Lunes, 1ª semana de Cuaresma Lev 19, 1-2.11-18; Sal 18; Mt 25, 31-46

“Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25, 40).

Aquí Jesús nos enseña que al ayudar a una persona necesitada, ayudamos al mismo Jesucristo: “en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25, 40). Esta es una gran revelación. ¡Cuánto queremos expresar nuestro amor por Jesucristo! Y aquí él nos muestra un modo concreto de hacerlo. No podemos ver a Jesucristo ahora después de su ascensión, pero si amamos a nuestro hermano —que es cualquier persona, sobre todo los necesitados— entonces, dice Jesús, amamos al mismo Jesucristo. Jesús nos dijo que “cualquiera reciba en mi nombre a un niño como este, a mí me recibe” (Mt 18, 5). Al recibir y amar a cualquier persona necesitada, recibimos y amamos al mismo Jesucristo. Aquí vemos el fundamento de todas las obras de caridad y ministerio. ¿A quién estamos sirviendo y amando en nuestras obras de caridad y en nuestro ministerio de la palabra? Estamos ayudando y amando al mismo Jesucristo; y él recibe nuestro ministerio así.

Debemos, pues, hacer más esfuerzo para ayudar a los demás con nuestros dones, cada día tratando de ayudar a una persona nueva, si podemos, cada día tratando de predicar a una persona nueva una palabra de vida, salvación, y fe. Debemos arriesgarnos a hacer esto, es decir, arriesgarnos a ser rechazados al tratar de predicar a más y más personas o al tratar de hacer bien a siempre nuevas personas.

En este evangelio vemos, pues, la importancia de las buenas obras como el fruto de nuestra fe. Jesús está enseñando a los que creen en él, y nos enseña el fruto que nuestra fe en él debe tener si es una fe verdadera y viva. Si no tiene este tipo de fruto, no es fe genuina y viva, y no nos salvará. Nuestra fe será conocida por su fruto. “Por sus frutos los conoceréis”, dijo Jesús (Mt 7, 16). “Así todo buen árbol da buenos frutos” (Mt 7, 17). Si no da buen fruto, no es un buen árbol.

No nos justificamos a nosotros mismos, ni nos justificamos por nuestras obras, porque “el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Rom 3, 28). Es sólo la muerte de Jesucristo en la cruz que nos justifica cuando creemos en él, porque el llevó en sí mismo nuestros pecados, y sufrió su castigo, librándonos de este sufrimiento y culpabilidad, y vistiéndonos de su justicia. Así Dios nos pronuncia y hace justos, no por nuestras obras, sino por medio de nuestra fe en Jesucristo, y así somos nacidos de nuevo en Cristo y hechos una nueva creación (2 Cor 5, 17). Y en cuanto damos buen fruto en obras buenas de caridad para nuestros hermanos necesitados, creceremos en la santificación que Dios sigue obrando en nosotros. Nos regocijamos, pues, en nuestra justificación por la fe al dar buen fruto en nuestras obras de caridad para nuestros hermanos —y nuestro hermano es cualquier persona necesitada—.

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LA ORACIÓN DE PETICIÓN

Jueves, 1ª semana de Cuaresma Ester 14, 1.3-5.12-14 Sal 137; Mt 7, 7-12

“Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe, y el que busca, halla, y al que llama, se le abrirá” (Mt 7, 7-8).

Las tres obras de Cuaresma son: la oración, el ayuno, y el dar limosnas. Hoy concentramos en la oración, especialmente la oración de petición. Debemos pedir por lo que necesitamos, pedirlo con fe, creyendo —sin dudar (St 1, 5-8)— que lo recibiremos (Mt 21, 22), y pedirlo en el nombre de Jesús (Jn 14, 13-14).

También debemos orar con frecuencia con otra persona por lo que necesitamos; y si hacemos esto, nuestra oración será seguramente escuchada. Jesús dijo que “si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 19-20). El mejor ejemplo de esto es lo que sucede en el sacramento de reconciliación, cuando una persona pide el perdón de sus pecados en presencia de su confesor, quien ora con él y por él, y entonces lo absuelve sacramentalmente (Mt 18, 18; Jn 20, 23). De hecho, el versículo inmediatamente antes de este versículo se refiere a esto, diciendo: “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo” (Mt 18, 18).

¿Por qué mejor cosa pudiéramos pedir en nuestra oración que el perdón de nuestros pecados o imperfecciones, y la liberación del dolor de la culpabilidad en nuestra conciencia, que nos deprime? Sabemos de seguro que Dios quiere darnos este perdón, y sabemos cuánto lo necesitamos. Pero normalmente no nos lo da inmediatamente, porque quiere que sigamos pidiéndoselo por un tiempo. Y durante este tiempo, debemos pedirlo en el nombre de Jesús (Jn 14, 13-14), creer —sin dudar (St 1, 5-8)— que lo recibiremos (Mt 21, 22); y, si además nos confesamos en el sacramento de reconciliación con otra persona —un sacerdote—, lo recibiremos rápidamente y con toda seguridad, sintiéndonos verdaderamente perdonados. Es por esto que Cristo nos dio este sacramento (Mt 18, 18; Jn 20, 23), para que pudiéramos recibir la absolución sacramental al pedirla junto con otra persona (Mt 18, 19), y así sentirnos realmente perdonados, con una seguridad interior completa de que hemos sido verdaderamente perdonados.

Pidamos, pues, el perdón de nuestros pecados o imperfecciones, poniéndonos de acuerdo con otra persona en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 19), creyendo —sin dudar (St 1, 5-7)— que lo recibiremos (Mt 21, 22), y pidiéndolo en el nombre de Jesús (Jn 14, 13), porque “todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis” (Mt 21, 22), “y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre —dijo Jesús— lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14, 13-14).

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CONVERTÍOS, PUES, Y VIVIRÉIS

Viernes, 1ª semana de Cuaresma Ez 18, 21-28; Sal 129; Mt 5, 20-26

“Mas el impío, si se apartare de todos sus pecados que hizo, y guardare todos mis estatutos e hiciere según el derecho y la justicia, de cierto vivirá; no morirá. Todas las transgresiones que cometió no le serán recordadas; en su justicia que hizo vivirá” (Ez 18, 21-22).

Nosotros somos justificados por nuestra fe en Jesucristo, que murió en la cruz para sufrir nuestro castigo de la muerte por nuestros pecados, por nosotros, para justificarnos, haciéndonos justos y santos. Pero si, después de ser justificados, pecamos o desobedecemos la voluntad de Dios en algo, Dios nos castigará. Él nos disciplinará (Heb 12, 5-11) por nuestro bien para enseñarnos mejor su voluntad y disuadirnos para el futuro de no caer más en este pecado o imperfección. Él nos disciplinará como sus hijos amados, para ayudarnos, purificarnos, y santificarnos más. El salmista dice que si los descendientes de David “profanaren mis estatutos, y no guardaren mis mandamientos, entonces castigaré con vara su rebelión, y con azotas sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia, ni falsearé mi verdad” (Sal 88, 31-33). Al disciplinarnos, él sigue amándonos y cuidando de nosotros como a sus hijos amados.

Si seguimos la voluntad de Dios, en cambio, nuestra vida será feliz y llena de gracia, aun en medio de problemas alrededor de nosotros. Pero cuando prevaricamos, seremos llenos de culpabilidad, nuestra conciencia nos atacará y nos robará nuestra paz, y viviremos con un espíritu angustiado. Esta es la disciplina del Señor (Heb 12, 5-11) para ayudarnos a discernir mejor su voluntad para con nosotros, y dejar los caminos falsos que nos causan tanta angustia de espíritu. Y cuanto más crecemos espiritualmente, tanto más pequeñas son las imperfecciones que el Señor castiga y disciplina para nuestro bien.

Pero habiendo mejor aprendido su voluntad por medio de esta disciplina (Heb 12, 5-11), si nos arrepentimos completamente de nuestros falsos caminos y cambiamos nuestra conducta, viviendo ahora según su voluntad con exactitud, viviremos en su alegría, y seremos llenos de luz (Jn 8, 12). Y todas las transgresiones que cometimos no nos serán recordadas. Más bien en nuestra justicia que hacemos viviremos (Ez 18, 22).

Así crece un cristiano. Él crece por medio de la disciplina del Señor (Heb 12, 5-11); y en cuanto vive según la voluntad de Dios, vivirá en la luz (Jn 8, 12). Su espíritu se regocijará en el Señor, y el Espíritu Santo correrá en sus entrañas como ríos de agua viva, alegrándolo (Jn 7, 37-39). Vivirá por su fe en Jesucristo, será justificado y hecho justo y santo por él, y caminará en su luz (Jn 8, 12). De verdad, “Todas las sendas del Señor son misericordia y verdad, para los que guardan su pacto y sus testimonios” (Sal 24, l0).

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EL LLAMADO A LA PERFECCIÓN

Sábado, 1ª semana de Cuaresma Dt 26, 16-19; Sal 118; Mt 5, 43-48

“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48).

Somos todos llamados a la perfección, a una vida de perfección. “Sed, pues, vosotros perfectos —dice Jesús hoy—, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48).

Adán y Eva fueron creados perfectos en el jardín de Edén. Amaban a Dios con todo su corazón, mente, alma, y fuerzas. Lo amaban con un corazón indiviso, y se amaban el uno al otro. Pero cayeron de su estado de perfección al desobedecer a Dios, y al poner otra cosa en el lugar de Dios en su corazón, la fruta prohibida.

Una persona justificada por Jesucristo, por medio de su fe, debe estar ahora en un proceso de santificación, que requiere su cooperación con la gracia de Dios, para llegar a un estado avanzado de amor: el amor a Dios con todo el corazón, y el amor al prójimo, hasta el punto de amar incluso a sus enemigos y persecutores, como dice Jesús hoy: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haz bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mt 5, 44). Es decir, debemos hacer más que sólo amar a los que nos aman (Mt 5, 46) y saludar a nuestros hermanos solamente (Mt 5, 47). Debemos ser “perfectos” como nuestro “Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48). Y nuestro Padre —dice Jesús hoy— muestra su amor por todos, incluso por sus enemigos; y en esto, debemos imitarle, como dice Jesús hoy, “para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).

Esto es difícil, pero debe ser el programa y el proyecto de nuestra vida, lo que estamos tratando de hacer, es decir, ser perfectos como Dios es perfecto.

Para ser perfectos, tenemos que renunciar a todo lo demás, no dividiendo nuestro corazón entre los deleites y placeres de este mundo. Sólo así tendremos un corazón indiviso en nuestro amor por Dios. Sólo así podremos amar a Dios con todo el corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30). Es por esto que Jesús dijo al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mt 19, 21).

Este, pues, es el llamado a la perfección; y todos somos llamados a la perfección, todos somos llamados a servir sólo a un Señor (Mt 6, 24), y a servirle con todo el corazón, con un corazón indiviso. Así hablaba Jesús a las multitudes, no sólo a sus apóstoles: “Grandes multitudes iban con él; y volviéndose, les dijo: Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo… Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 25-26.33). Este es el llamado a la perfección.

¿Qué tendrías que hacer tú, para responder a este llamado?

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EL PADRE DIO A SU ÚNICO HIJO AMADO POR NOSOTROS

2º domingo de Cuaresma Gen 22, 1-2.9-13.15-18; Sal 115; Rom 8, 31-34; Mc 9, 2-10

“Entonces vino una nube que les hizo sombra, y desde la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd” (Mc 9, 7).

Aquí la voz del Padre, viniendo desde la nube en el monte de la Transfiguración identifica a Jesús como su “Hijo amado” (Mc 9, 7). Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago, y Juan, y se les aparecieron Moisés y Elías, “que hablaban con Jesús” (Mc 9, 4). San Lucas nos dice: “Y he aquí dos varones que hablaban con él, los cuales eran Moisés y Elías; quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida (éxodon), que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (Lc 9, 30-31). Vemos aquí, pues, que Jesús es el Hijo amado del Padre que iba a sufrir la muerte (su “partida”). Así, pues, el Padre “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32), dice san Pablo hoy. El sacrificio de Abraham, en la primera lectura, en que él iba a ofrecer a su único hijo, a quien amaba, es un tipo de lo que hizo Dios en actualidad. Dios hizo en realidad lo que él mandó que hiciera Abraham. Él ofreció en sacrificio a su único Hijo, a quien amaba. Este es el gran misterio que estamos conmemorando y celebrando durante Cuaresma y Semana Santa, el sacrificio que Dios Padre ofreció en el Calvario, el sacrificio de su único Hijo amado.

¿Cómo podemos entender este misterio? Así nos amó el Padre que “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32). “…de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

Nosotros debemos vivir por medio del Hijo que el Padre dio hasta la muerte en la cruz por nosotros. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él” (1 Jn 4, 9). Tomamos vida de él; vivimos por él, es decir, por medio de él. “…de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn 1, 16). “Todavía un poco —dijo Jesús— y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque y vivo, vosotros también viviréis” (Jn 14, 19). ¡Nosotros viviremos porque Cristo vive! Él es la fuente de nuestra nueva vida en Dios. La misma vida de Jesús ahora, después de su muerte y resurrección, es la fuente de nuestra vida nueva en él. Él vive en gloria ahora, y de él tomamos todos vida. Él dijo: “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Jn 6, 57). Como Jesús toma vida de su Padre; así nosotros tomamos vida de Jesucristo glorificado. Vivimos por medio de él. Es el que resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), vivificándonos e iluminándonos, perdonándonos y vistiéndonos de su propia justicia como de un manto espléndido (Is 61, 10).

Jesucristo es el Salvador que el Padre nos envió, porque fuimos perdidos en pecado, alejados de Dios, y viviendo bajo de su ira (Rom 1, 18). Dios es perfectamente justo, y al mismo tiempo perfectamente misericordioso. Él quiso perdonarnos de nuestros pecados y justificarnos, es decir, declararnos perdonados y justos, y hacernos verdaderamente justos y santos. Pero él quiso hacer esto sin perjudicar su justicia infinita.

El hombre perdido en pecado e incapaz de perdonarse a sí mismo ni de reparar el daño que hizo al pecar, vivió lejos de Dios y alejado de él. Pero en su gran amor, Dios

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nos envió a su único Hijo amado para sufrir nuestro castigo por nuestros pecados en vez de nosotros, y en lugar de nosotros, para que nosotros pudiéramos ser justamente perdonados de todos nuestros pecados, y justificados, es decir, declarados y hechos justos y santos delante de Dios, iluminados y resplandecientes a sus ojos, y en realidad. Y por el sufrimiento de su Hijo por nosotros, y en vez de nosotros, este perdón tan misericordioso es tan justo como misericordioso. Y Dios queda así tanto un Dios justo como un Dios amoroso.

En la cruz él muestra supremamente tanto su justicia como su amor y misericordia. Él nos muestra cómo él puede permanecer justo al perdonarnos y justificarnos, revistiéndonos de la misma justicia de su Hijo. Su infinita justicia no es perjudicada al justificarnos sin castigarnos, porque el precio del castigo justo por nuestros pecados ha sido pagado por su amado Hijo por nosotros en la cruz. El mismo Dios, en la persona de su único Hijo amado, pagó nuestra deuda justa del castigo por nuestros pecados. ¡Qué amor más grande hay que esto! En la muerte en la cruz del único Hijo amado de Dios vemos supremamente a la vez tanto la justicia como el amor de Dios. Así Dios propicia su propia ira justa contra nuestros pecados (Rom 3, 25), al llevar y absorber él mismo esta ira (Rom 3, 25), en la persona de su Hijo, en su muerte en la cruz (Gal 3, 13).

Por nuestra fe en la muerte del Hijo de Dios en la cruz somos salvados y justificados, somos hechos una nueva creación, personas nacidas de nuevo para una vida nueva en Jesucristo resucitado. Somos, pues, aun resucitados con él en su resurrección para vivir de un modo nuevo, buscando en adelante sólo a él, y no más las cosas de abajo (Col 3, 1-2).

Así vivimos por medio de él, como él vive por medio de su Padre (Jn 6, 57). Porque él vive, nosotros también vivimos (Jn 14, 19). Y es él que resplandece ahora en nuestros corazones, iluminándonos (2 Cor 4, 6). Contemplamos ahora su gloria como el transfigurado, porque así él es ahora; y por medio de nuestra contemplación de él en su gloria, somos transformados más y más en su imagen por obra del Espíritu Santo (2 Cor 3, 18).

EL FAVOR Y LA IRA DE DIOS

Lunes, 2ª semana de Cuaresma Dan 9, 4-10; Sal 78; Lc 6, 36-38

“Ahora, Señor, Dios grande, digno de ser temido, que guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan tus mandamientos” (Dan 9, 4).

Daniel habla de la bendición y del castigo de Dios, diciendo que los que guardan sus mandamientos serán bendecidos, mientras que los que le desobedecen serán castigados por Dios.

Lo mismo es verdad para el cristiano justificado por su fe en los méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz. Los que hacen la voluntad de Dios serán bendecidos por él y serán santificados; pero los que lo desobedecen no experimentarán esta bendición, sino que vivirán bajo de su castigo e ira. Los hebreos del Antiguo Testamento estaban en la misma posición que nosotros, porque ellos también fueron justificados por su fe en el

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Mesías, que iba a venir (Rom 4, 3), así como nosotros somos justificados por nuestra fe en el Mesías que ya ha venido (Rom 3, 21-22.24.28). Pero si ellos, después de ser justificados por su fe, pecaron, entonces vivían bajo la ira de Dios; y será lo mismo para nosotros si pecamos después de ser justificados por nuestra fe en Jesucristo. Entonces nosotros también sufriremos bajo la ira de Dios contra nuestros pecados, hasta que los confesemos, y Dios nos perdone otra vez por los méritos de Jesucristo.

Esta ira justa de Dios es para nuestro bien; es su disciplina (Heb 12, 5-11). Por eso “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo” (Heb 12, 5-6; Prov. 3, 11-12). Así, pues, “Yo reprendo y castigo a todos los que amo”, dice el Señor (Apc 3, 19). Esta disciplina del Señor es su ira justa contra nuestros pecados para nuestro bien, porque él nos ama.

Los hebreos, justificados por su fe en el Mesías que iba a venir (Rom 4, 3) experimentaron esta ira, y rezaban: “Restáuranos, oh Dios de nuestra salvación, y haz cesar tu ira de sobre nosotros. ¿Estarás enojado contra nosotros para siempre? ¿Extenderás tu ira de generación en generación?” (Sal 84, 4-5).

Así, pues, si queremos tener paz, tenemos que evitar la ira de Dios al obedecerle y guardar sus mandamientos. Si lo obedecemos, tendremos paz; pero si lo desobedecemos, perderemos nuestra paz y seremos miserables y deprimidos, sufriendo bajo de su ira justa para nuestro bien. Sí, Señor, “guardas el pacto y la misericordia con los que te aman y guardan tus mandamientos” (Dan 9, 4); pero “O Señor, nuestra es la confusión de rostro, de nuestros reyes, de nuestros príncipes, y de nuestros padres; porque contra ti pecamos” (Dan 9, 8).

Así, pues, “el Señor ama la rectitud, y no desampara a sus santos. Para siempre serán guardados” (Sal 36, 28). “…los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz” (Sal 36, 11). Grande es la paz de los que temen al Señor y andan en sus caminos, evitando su ira al no desobedecerle.

EL EPULÓN RICO EN EL INFIERNO

Jueves, 2ª semana de Cuaresma Jer 17, 5-10; Sal 1; Lc 16, 19-31

“Pero Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro también males; pero ahora éste es consolado aquí, y tú atormentado” (Lc 16, 25).

Estas son las palabras que el epulón rico oyó en el infierno, donde se fue después de su muerte. Durante su vida, él “se vestía de púrpura y de lino fino, y hacía cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19). Ahora, pues, en el infierno, Abraham le explica por qué está en el infierno. Es porque él vivía una vida de lujo y placer, haciendo “cada día banquete con esplendidez”, le dijo Abraham (Lc 16, 19). Ahora debe recordar que ya ha recibido sus bienes y su consuelo en su vida, y ahora, después de su muerte, no hay más consuelo para él, sino sólo las llamas del infierno. “…acuérdate —le dijo Abraham— que recibiste tus bienes en tu vida” (Lc 16, 25). El pobre Lázaro, en cambio, que vivía en pobreza durante su vida, ahora, después de su muerte, es consolado.

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Bienaventurados en verdad son los pobres (Lc 6, 20), porque ellos recibirán su consuelo después de su muerte en el cielo. Pero “¡ay de vosotros, ricos! —dijo Jesús— porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6, 24). Dijo también que “difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” (Mt 19, 23), porque ya tiene su consuelo en los placeres de este mundo —sobre todo los que hacen “cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19)—. Y Jesús añade “que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 24).

Es difícil que un rico entre en el reino de Dios porque está rodeado de placeres y deleites, y si es indulgente, dividirá su corazón entre estos placeres, y no amará a Dios con todo su corazón, con un corazón indiviso. Más bien, tendrá ídolos que pone en su corazón, y los sirve en lugar de Dios. Santiago dice a los ricos: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán… Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza” (St 5, 1.5).

Y tú, ¿cómo vives? ¿Vives en los deleites innecesarios de la mesa como este epulón rico, haciendo “cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19)? ¿Estás dividiendo tu corazón entre Dios y los deleites innecesarios de la mesa? ¿Estás viviendo para la carne? ¿Tienes tu consuelo en esta vida? ¿O estás viviendo la vida de los anawim, los pobres del Señor, renunciando a los deleites y placeres de este mundo para amar a Dios con todo tu corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30)? Si vives como los anawim, recibirás tu consuelo después de tu muerte en el reino de los cielos.

¿Estás viviendo según la carne y sus deleites, o según el Espíritu? “Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz…porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rom 8, 6.13).

Es sólo al dejarlo todo —sobre todo los placeres innecesarios— que obtendremos el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46), que es el reino de Dios.

LA PIEDRA ANGULAR

Viernes, 2ª semana de Cuaresma Gen 37, 3-4.12-13.17-28; Sal 104; Mt 21, 33-43.45-46

“Finalmente les envió su hijo, diciendo: Tendrán respeto a mi hijo. Mas los labradores, cuando vieron al hijo, dijeron entre sí: Este es el heredero; venid, matémosle, y apoderémonos de su heredad. Y tomándole, le echaron fuera de la viña, y le mataron (Mt 21, 37-39).

Como nos acercamos a Semana Santa, hoy tenemos una parábola de Jesús que habla de su muerte. En esta parábola, Jesús es el hijo del Señor de la viña, enviado a los labradores, después de haber sido enviados muchos servidores, y “le echaron fuera de la viña, y le mataron” (Mt 21, 39). Así actuó Dios con Israel, enviándoles sus servidores como Moisés, David, y los profetas, y al fin enviándoles su único Hijo, lo cual Israel mató fuera de la ciudad, es decir, fuera de la viña (Mt 21, 39).

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Este Hijo de Dios fue, como Jesús dice aquí, “La piedra que desecharon los edificadores, [que] ha venido a ser cabeza del ángulo. El Señor ha hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos” (Mt 21, 42; Sal 117, 22-23). La maravilla es que este único Hijo de Dios padre, al ser matado por Israel, ha venido a ser la piedra angular, el Salvador de su pueblo; y es precisamente al ser matado, que logró esto. Su muerte en la cruz, después de ser desechado, fue su gran obra de salvación para su pueblo. Al ser matado fuera de la viña —es decir, fuera de la ciudad— él vino a ser la piedra angular. Y esto es una cosa maravillosa.

Todos los pecados de Israel en desechar a los enviados a él, y todos los pecados del mundo son expiados por la muerte en la cruz del único Hijo de Dios. La muerte en cruz del Hijo es el castigo justo por todos los pecados del mundo. Dios es perfectamente justo y santo, y en su justicia castiga el pecado. Pero el mismo Dios, en la persona de su único Hijo, sufrió este castigo por nosotros, para que nosotros no tuviéramos que sufrirlo.

El único Hijo sufrió la separación de Dios, y bebió de la copa de la ira de Dios (Apc 16, 1; Mt 26, 39; 20, 22), experimentando su ira por los pecados del mundo y el alejamiento de él, siendo hecho una maldición por nosotros, y en vez de nosotros, al ser colgado de un árbol (Gal 3, 13; Dt 21, 22-23), para que nosotros no fuésemos malditos por Dios por nuestros pecados. Él sufrió esta maldición por nosotros, y en vez de nosotros, para librarnos de la maldición. Y en la cruz, habiendo experimentado que Dios le había abandonado, gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mt 27, 46).

Él sufrió tanto y tuvo tanto miedo en el jardín de Getsemaní porque sufrió la ira de Dios contra todos los pecados del mundo. Sufrió el rechazo y la maldición de Dios que nosotros deberíamos haber sufrido por nuestros pecados. Y así nuestros pecados fueron justa y misericordiosamente castigados en él, y nosotros perdonados.

La muerte en la cruz del único Hijo de Dios es el centro de nuestra fe. Es nuestra redención y salvación, nuestra alegría y libertad, es el perdón de nuestros pecados, y el comienzo de una vida nueva en la luz para nosotros. La resurrección, entonces, muestra que el Padre aceptó su sacrificio, y que somos en verdad perdonados y hechos justos y nuevos en Cristo.

LA MISERICORDIA DEL PADRE

Sábado, 2ª semana de Cuaresma Miqueas 7, 14-15.18-20; Sal 102; Lc 15, 1-3.11-32

“Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc 15, 20).

Esta gran parábola del hijo pródigo nos enseña el amor y la gran misericordia de Dios Padre para con los pecadores. A veces hay personas que creen que el Padre es justo y estricto, pero no misericordioso. Creen que fue el sacrificio de Jesucristo que lo hizo cambiar y ser misericordioso. Pero esto no es verdad. Jesús nos enseña hoy en esta parábola que el mismo Padre es misericordioso y lleno de amor por los pecadores, y quiere salvarlos y perdonar sus pecados. El padre del hijo pródigo simboliza a Dios

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Padre. Él “fue movido a misericordia” al ver a su hijo pródigo volver, “y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc 15, 20). Y no sólo esto, sino también lo restauró completamente como su hijo, e hizo fiesta para acogerlo. “…el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta” (Lc 15, 22-23).

¡Este es Dios Padre! Así él hace con nosotros cuando hemos pecado y venimos a él con arrepentimiento. ¿Y cómo lo hace? Él lo hace al enviar a su propio único Hijo, que es un solo ser con él en esencia, voluntad, y mente, para satisfacer por nuestros pecados, para poder perdonarnos justamente. Es decir, el mismo Dios tiene tanta misericordia hacia nosotros que él mismo, en la persona de su Hijo, satisfizo a sí mismo por medio de la muerte de su Hijo en la cruz por nuestros pecados. El mismo Dios satisfizo su propia ira contra nuestros pecados al pagar él mismo su precio, en la persona de su Hijo, muriendo en la cruz. Así Dios satisfizo su propia ira contra el pecado, para poder justificar y perdonar justamente al hombre. ¡Esta es misericordia y amor al extremo! El mismo Dios sufrió nuestro castigo por nuestros pecados, por nosotros, y en vez de nosotros, para perdonarnos justamente. Así actúa Dios. La iniciativa viene de Dios Padre.

El pecador, entonces, no debe tener miedo de Dios Padre. Dios viene a nosotros en la persona de su Hijo para morir en la cruz para la remisión de nuestros pecados. Sólo tenemos que volver a Dios con arrepentimiento por medio de Jesucristo, y él nos absolverá por los méritos de su muerte en la cruz. Vayamos, pues, a el que dijo: “A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos” (Jn 20, 23). Cristo dio a sus apóstoles, y a sus sucesores, el poder de perdonar pecados, es decir, el poder de canalizar sacramentalmente los méritos de su muerte en la cruz, y de aplicarlos individualmente y personalmente a los pecadores cuando confiesan sus pecados.

AGUA VIVA EN EL DESIERTO DE LA JORNADA DE LA VIDA

3 domingo de Cuaresma Ex 17, 3-7; Sal 94; Rom 5, 1-2.5-8; Jn 4, 5-42

“Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn 4, 13-14).

El mismo Jesucristo es la fuente de esta agua viva. Es de él que podemos tener esta agua viva, que hace vivir y exultar el alma y el espíritu. El agua viva, que él nos da, nos da júbilo de espíritu, aun en medio de los problemas y desgracias de la vida. Para tener esta agua, tenemos que tener fe en él. Es para esto que él vino al mundo, para darnos esta agua que vivifica nuestro espíritu.

Jesús, hablando con la samaritana, usa la figura del agua viva porque ellos están hablando del agua que ella vino a sacar del pozo. Él estaba pidiéndole agua para beber, y cuando ella le rehusó, diciendo que judíos y samaritanos no se tratan entre sí, él ofreció a darle a ella agua viva.

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A este punto, él empezó a hablar de un nivel más profundo sobre el don de Dios que él vino al mundo para dar a todos los que creen en él, es decir, el don del amor de Dios y del Espíritu Santo. Y porque estaba hablando de agua, seguía usando esta figura de agua viva, pero añadiendo ahora que “el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn 4, 14).

¿Quién no quisiera esta agua viva que Jesús promete a los que se la piden? Él le dijo a la samaritana: “Si…tú le pedirías…él te daría agua viva” (Jn 4, 10). Vemos, pues, que esta agua viva es algo que podemos y debemos pedir de él. ¿Quién no querría esta agua viva, que Jesucristo vino para darnos?

¡Qué tristes somos sin esta agua! ¡Qué tristes somos cuando pecamos o desobedecemos a Dios en algo, y entonces caemos fuera de su favor, y en vez de su favor, experimentamos su disciplina y su castigo (Heb 12, 5-11), cuando él nos reprende y castiga (Apc 3, 19) en su amor por nosotros para enseñarnos mejor su voluntad, y para disuadirnos para el futuro de no caer otra vez en este tipo de desobediencia! ¡Qué tristes somos cuando experimentamos su ira justa en vez de su gran amor! y ¡cuánto anhelamos otra vez experimentar su amor en nuestro corazón!

Esta es una experiencia de sed para esta agua viva que Jesucristo quiere darnos otra vez. Para disfrutar de esta agua viva, tenemos que creer en él, y arrepentirnos, confesando nuestros pecados e imperfecciones, que nos causaban esta gran sed, sequedad, y tristeza del espíritu. Al hacer esto, especialmente en el sacramento que él nos dejó para esto (Mt 18, 18; Jn 20, 23), en su debido tiempo, Dios derramará otra vez su agua viva en nuestro corazón, llenándonos de gozo y luz, y abrazándonos con su amor. Él nos llenará de su Espíritu Santo, que lleva consigo el amor de Dios, que nos regocija. San Pablo nos dice esto hoy, diciendo que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom 5, 5).

Esto es actualizado en nuestra experiencia si evitamos la ira de Dios al renunciar a todo pecado y a toda desobediencia. Entonces nos regocijamos en el Señor y en su gran amor por nosotros, y es cumplida en nosotros la palabra que él dijo a la samaritana, diciendo: “el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn 4, 14). Una fuente siempre produce agua viva, para que la tengamos siempre en nosotros. Por eso Jesús dijo también: “Si alguno tiene sed, venga a mi y beba. Él que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38). Y san Juan añade que “Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Jn 7, 39).

Estos ríos de agua viva corriendo en nuestras entrañas, regocijándonos, es una verdadera experiencia. Pero también tenemos que aprender más de nuestra nueva vida en Cristo, y muchas veces aprendemos por medio de la disciplina del Señor (Heb 12, 5-11; Apc 3, 19), es decir, por medio de la experiencia de su ira justa contra nuestra desobediencia, para nuestro bien, en su amor por nosotros. Pero después de cada lección, él nos revela otra vez el esplendor de su amor al iluminar nuestros corazones por dentro con su majestad. Todo esto él nos hace en amor porque somos sus hijos en Jesucristo. Es doloroso aprender por medio de su disciplina, pero sabemos que él nos hace esto en su amor por nosotros para nuestro bien, y que después de esto, él nos dará otra vez la experiencia de su agua viva.

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Los israelitas, después de su éxodo de Egipto, conocieron tiempos difíciles cuando no tenían agua en el deserto, pero vemos hoy que Dios, en medio de sus tribulaciones, les dio agua de una roca en medio del desierto. Así, pues, es la vida de fe. Es una jornada por el desierto, desde la esclavitud del pecado, hasta la tierra prometida de la gloriosa consumación de todas las cosas. Es una jornada que pasa por el desierto y la tribulación, pero en medio de la cual Dios nos da de beber agua viva, que regocija nuestro corazón con la alegría del mismo Dios.

EL PROFETA RECHAZADO

Lunes, 3ª semana de Cuaresma 2 Reyes 5, 1-15; Sal 41-42; Lc 4, 24-30

“De cierto os digo, que ningún profeta es acepto en su propia tierra… Al oír estas cosas, todos en la sinagoga se llenaron de ira; y levantándose, le echaron fuera de la ciudad, y le llevaron hasta la cumbre del monte sobre el cual estaba edificada la ciudad de ellos, para despeñarle. Mas el pasó por en medio de ellos, y se fue” (Lc 4, 24.28-30).

Jesús vino al mundo para morir por nuestros pecados. La muerte entró en el mundo por medio del pecado (Gen 2, 17; Rom 6, 23; Sabiduría 2, 24). Y Jesús, que no tenía pecado, murió por nuestros pecados (Gal 1, 4; 1 Tim 2, 6; 1 Cor 15, 3). Él sufrió el castigo de la muerte en la cruz por el pecado, que él mismo no cometió. Sufrió por nuestros pecados, no por los suyos. Al hacer esto, llevó nuestra maldición por nuestros pecados por nosotros, siendo una maldición por nosotros (Gal 3, 13; Dt 21, 23), para que nosotros no fuésemos malditos por nuestros pecados, habiendo sido hecho él pecado por nosotros (2 Cor 5, 21). Así nos libró de la ira de Dios. Dios satisfizo su propia ira contra nuestros pecados al sufrir él mismo, en la persona de su Hijo, nuestro castigo, para librarnos de este castigo, y justificarnos por nuestra fe en Jesucristo.

En el evangelio de hoy, vemos el comienzo de su sufrimiento. Él fue un profeta no aceptado por su propio pueblo, que trató de despeñarle de un monte en Nazaret. Así fue su misión. Él fue enviado para enseñar a su pueblo la verdad. Y fue rechazado y matado por su pueblo —todo para nuestra salvación—. ¡Así se reveló el amor de Dios para con nosotros!

Y Cristo nos enseñó que debemos seguir este mismo patrón, es decir, testificar a la verdad, y ser rechazados por nuestro testimonio. Pero bienaventurados somos —dice— cuando esto sucede (Lc 6, 22-23). Esta es nuestra vocación. Tenemos que llevar nuestra cruz cada día, y seguirle (Lc 9, 23). Los profetas fueron perseguidos y matados (Lc 11, 49; Jer 7, 25-28; Lc 13, 34; Hch 7, 52; Neh 9, 26), y así será con nosotros si seguimos a Jesucristo y proclamamos la verdad. “Si a mí me han perseguido —dijo—, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Pero bienaventurados somos cuando esto sucede, cuando nos aborrecen los hombres por nuestro testimonio y manera de vivir. Así hacían a los profetas (Lc 6, 22-23). Así seremos profetas rechazados.

En la muerte de Jesucristo en la cruz, pues, está nuestra salvación y justificación, pero su muerte en la cruz es también nuestro ejemplo en cómo debemos vivir como sus seguidores. Al obedecer su voluntad, seremos perseguidos, pero bienaventurados.

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YO AFIRMARÉ PARA SIEMPRE EL TRONO DE SU REINO

Solemnidad de san José, esposo de la Virgen María, 19 de marzo

2 Sam 7, 4-5.12-14.16; Sal 88; Rom 4, 13.16-18.22; Mt 1, 16.18-21.24 “…he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 20-21).

Hoy celebramos a san José, el padre adoptivo de Jesucristo. Es por medio de san José, aunque es sólo su padre adoptivo, que Jesucristo pertenecía legalmente a la casa y linaje de David, y era heredero de las promesas davídicas. A David fueron prometidos un reino y un trono eternos, establecidos eternamente por Dios. Por medio del profeta Natán, Dios prometió a David, diciendo: “yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino” (2 Sam 7, 12). Jesucristo cumplió esta profecía. Él ocupa el trono de David y reina como Rey para siempre. Él es el hijo de David que reina para siempre. Dios dijo: “y yo afirmaré para siempre el trono de su reino” (2 Sam 7, 13). Jesucristo reina personalmente para siempre. No es sólo que David tendrá una dinastía eterna, sino tendrá un descendiente que reinará personalmente para siempre, y será recibido y conocido como Rey en todas partes del mundo. En este descendiente de David, el trono de David es verdaderamente establecido para siempre. Así Dios le prometió a David, diciendo: “Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente (2 Sam 7, 16).

¿Qué rey más espléndido hay que Jesucristo? Sobre este hijo de María, dijo el ángel Gabriel a María: “el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).

Nosotros vivimos en este reino si creemos en Jesucristo y lo amamos con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso. Es un reino de paz celestial, no de este mundo (Lc 2, 14; Jn 14, 27). Es un reino de intimidad con Dios, en que el amor de Dios es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rom 5, 5). Es un reino en que nuestros pecados son perdonados y nuestra culpabilidad quitada por la muerte de Jesucristo en la cruz, por medio de nuestra fe en él. Es un reino en que vivimos iluminados por la luz nueva que dimana de su resurrección de entre los muertos. Es un reino en que nos ofrecemos a Dios, junto con Jesucristo —especialmente en el sacrificio eucarístico— en amor y donación de nosotros mismos como un sacrificio de alabanza. Es un reino en que vivimos una vida de oración, ayuno, y servicio de los demás. Y finalmente, es un reino de esperanza, en que esperamos y nos preparamos para la segunda venida gloriosa de Jesucristo en las nubes del cielo como Rey del universo y juez de vivos y muertos (Mt 25, 31-33; Hch 10, 42).

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LA VIDA EUCARÍSTICA

Viernes, 3ª semana de Cuaresma Os 14, 2-10; Sal 80; Mc 12, 28-34

“El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento” (Mc 12, 29-30).

Nuestras vidas deben ser libres de ídolos, y enfocadas sólo en Dios con todo nuestro corazón, alma, mente, y fuerzas. Nuestra vida y nuestro corazón no deben ser divididos, sino indivisos en nuestro amor, devoción, y ofrecimiento de nosotros mismos a Dios. Sólo así disfrutaremos de las delicias del Señor, y sólo así será nuestra vida una ofrenda al Padre, ofrecida junto con la gran ofrenda de sí mismo de Jesucristo en la cruz. Nos ofrecemos a nosotros mismos al Padre con Jesucristo en la cruz en el sacrificio eucarístico, el sacrificio del altar, cuando ofrecemos la eucaristía.

La eucaristía es el mismo y único sacrificio del Calvario hecho presente sacramentalmente para nosotros, para que podamos ofrecerlo junto con él al Padre, como nuestro culto y sacrificio del Nuevo Testamento, un sacrificio en olor fragante, y agradable al Padre. Al ofrecer con Jesucristo su gran sacrificio de sí mismo al Padre, nos ofrecemos también a nosotros mismos con él en amor y dedicación completa de nuestra vida a Dios.

Hacemos esto al vivir ascéticamente, sobre todo durante Cuaresma, es decir, vivir sólo para Dios, sacrificando todo lo demás por amor a él, para que él sea el único deleite de nuestro corazón, a la medida que esto es posible. Así, pues, dejamos placeres mundanos para vivir sólo para Dios con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso en nuestro amor por él.

Es el sacrificio de Jesucristo en la cruz que agradó infinitamente al Padre a favor de nosotros, y así ganó nuestra redención. Y este mismo y único sacrificio de Jesucristo en el Calvario está hecho presente para nosotros en la eucaristía, es decir, en el sacrificio eucarístico, para que nosotros podamos ofrecerlo con Cristo al Padre como nuestro culto y sacrificio del Nuevo Testamento, y ofrecernos a nosotros mismos, uniendo nuestro sacrificio con el de Cristo.

Así, pues, no debemos tener ídolos, es decir, placeres mundanos que dividen nuestro corazón y vida entre Dios y ellos. Y Efraín dirá en aquel día: “¿Qué más tendré ya con los ídolos?” (Os 14, 8). Y “nunca más diremos a la obra de nuestras manos: Dioses nuestros” (Os 14, 3). Más bien debemos decir: “Tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti” (Sal 15, 2). El Señor debe ser “la porción de mi herencia y de mi copa” (Sal 15, 5). En cambio, “Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios” (Sal 15, 4), es decir, al dios de los placeres mundanos.

Si vivimos enfocados sólo en Dios, entonces, el Señor nos dirá: “Yo seré a Israel como rocío; él florecerá como lirio, y extenderá sus raíces como el Líbano. Se extenderán sus ramas, y será su gloria como la del olivo, y perfumará como el Líbano” (Os 14, 5-6).

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LA VERDADERA JUSTIFICACIÓN

Sábado, 3ª semana de Cuaresma Os 6, 1-6; Sal 50; Lc 18, 9-14

“Mas el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí pecador. Os digo que éste descendió a su casa justificado antes que el otro” (Lc 18, 13-14).

No podemos justificarnos a nosotros mismos. Es demasiado difícil siempre guardar todos los preceptos de la ley de Dios y de su perfecta voluntad para con nosotros. Nunca ha existido ni una sola persona que jamás ha tenido éxito en justificarse a sí mismo por su propia rectitud y observancia de la ley y la voluntad de Dios (Rom 3, 10.20). Y el que se enaltece, jactándose de su propia justicia, no sólo no ha llegado a la justicia por sus propios méritos y obras, sino se ha dañado más aún a sí mismo ante Dios por su soberbia, “porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 18, 14).

San Pablo nos enseña que sólo Dios justifica al hombre; y lo hace por su fe, no por sus obras buenas, porque todo hombre tiene una deuda no pagada de pecado, comenzando con el pecado hereditario de Adán. Así, pues, todo hombre necesita el Salvador que Dios ha enviado al mundo para pagar su deuda del pecado, lo cual hizo al sufrir en nuestro lugar el castigo justo por el pecado de Adán, que heredamos, y por todos nuestros pecados actuales, cancelándolos, y así perdonándonos y librándonos del pecado y de la imperfección, haciéndonos justos y santos ante Dios. Así, pues, si nos presentamos delante de Dios en humildad, con arrepentimiento y fe, invocando los méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz, seremos justificados; pero si nos jactamos de nuestra propia santidad y obras buenas, pensando que ellas nos justifican, no seremos ni justificados ni aceptables ante Dios.

El fariseo en la parábola de hoy, que se jactaba de ser justo por sus propias obras, diciendo que ayuna dos veces a la semana y da diezmos de toda su propiedad (Lc 18, 12), tiene “celo de Dios —como dice san Pablo—, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia”, no se ha “sujetado a la justicia de Dios” (Rom 10, 2-3). Debemos, en cambio, humillarnos e invocar los méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz para ser perdonados y vestidos de la justicia de Cristo, que es una justicia resplandeciente, mucho más gloriosa que cualquier justicia humana merecida por nuestras propias obras. Por eso san Pablo quiso ser hallado en Cristo, “no teniendo mi propia justicia, que es por la ley —como dijo—, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil 3, 9).

Para esto Cristo vino al mundo, para pagar nuestra deuda del pecado en su muerte en la cruz, y para hacernos justos y resplandecientes delante de él. Nuestra parte es humillarnos, invocar los méritos de su muerte en la cruz, y dar buen fruto en una vida justa y santa, llena de obras buenas de justicia, tratando de ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Así creceremos siempre más en la santidad.

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SOMOS HECHOS NUEVOS POR NUESTRA FE EN JESUCRISTO

4º domingo de Cuaresma 1 Sam 16, 1.6-7.10-13; Sal 22; Ef 5, 8-14; Jn 9, 1-41

“Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo. Dicho esto, escupió en tierra, e hizo lodo con la saliva, y untó con el lodo los ojos del ciego, y le dijo: Ve a lavarte en el estanque de Siloé (que traducido es, Enviado). Fue entonces, y se lavó, y regresó viendo” (Jn 9, 5-7).

Uno de los temas importantes de Cuaresma es el bautismo, porque durante Cuaresma los catecúmenos son instruidos y examinados para su bautismo durante la vigilia pascual, la noche de Sábado Santo. Para nosotros los bautizados, Cuaresma es, entonces, un tiempo para renovar y actualizar nuestro bautismo, es decir, nuestra vida nueva en Jesucristo. Hoy las lecturas nos hablan de esta vida nueva que tenemos cuando creemos en Jesucristo, somos bautizados, y venimos a ser cristianos, es decir, personas nacidas de nuevo de agua y del Espíritu, para andar en la luz, para ver como un ciego, a quien Jesús curó de su ceguera.

El bautismo fue llamado “iluminación” porque al creer en Jesucristo, somos iluminados, nuestros ojos son abiertos, y podemos ahora vivir y andar en la luz de Cristo. Si fuimos bautizados como niños, tenemos que actualizar nuestro bautismo ahora como adultos con fe viva y madura para experimentar estos efectos. Debemos hacer esto sobre todo durante Cuaresma.

En Jesucristo, para los que creen en él con fe viva, sus pecados les son perdonados y su culpabilidad quitada. Son iluminados por una luz nueva que dimana de la resurrección de Jesucristo de la muerte, y pueden vivir y andar ahora en esta luz que resplandece en sus corazones (2 Cor 4, 6). San Pablo habla de esto hoy, diciendo: “en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz… Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Ef 5, 8.14).

Cristo murió por nuestros pecados, librándonos de la muerte y del castigo por nuestros pecados, para que nosotros andemos ahora en su luz, en la nueva luz de su resurrección. Él pagó nuestra deuda por nuestros pecados en su muerte, y resplandece ahora con la nueva luz de su resurrección sobre los que creen en él. Él es el primero en resucitar; y en él, aun ahora, nosotros también podemos resucitar por la fe (Col 3, 1-2) para vivir una vida nueva e iluminada, con él resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6). Para recibir esto, tenemos que creer en él y lavarnos en él. El lavarse en el estanque de Siloé (que es traducido Enviado) quiere decir lavarnos en el que es enviado al mundo por el Padre.

Este lavamiento es el bautismo, que renovamos ahora con fe viva y madura. El resultado es que cambiamos radicalmente de ciegos en personas curadas que ya pueden ver. Nuestra nueva vida en Cristo nos hace personas nuevas, nacidas de nuevo, hombres nuevos, y una nueva creación. Fuimos ciegos; pero ahora vemos. Fuimos injustos y pecadores; pero ahora somos hechos justos, revestidos de la misma justicia espléndida de Jesucristo. Somos justos ahora porque Jesucristo pagó nuestra deuda del pecado y de la culpabilidad en su muerte en la cruz. El mismo Dios satisfizo su propia ira contra nuestros pecados e imperfecciones al sufrir él mismo, en la persona de su hijo, que es un solo ser con él, el castigo justo en la cruz por nuestros pecados. Librados, pues, por

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Jesucristo, somos iluminados por él cuando creemos en él y nos lavamos en él en el bautismo.

Entonces podemos, de veras, vivir una vida nueva y resucitada (Col 3, 1-2), un nuevo tipo de vida, en que somos ahora luz, e hijos de luz (Ef 5, 8; 1 Ts 5, 5). Somos, pues, justificados, es decir, hechos verdaderamente justos por Dios por la muerte y resurrección de Jesucristo. Vemos ahora; aunque fuimos ciegos. Nos hemos despertado ahora, nos hemos levantado de los muertos, y Cristo nos alumbra.

Vivimos, pues, ahora un nuevo tipo de vida en él, una vida de oración, ayuno, y obras de servicio y caridad para los demás.

Así nuestra vida nueva es una vida de comunión con Dios en oración, sobre todo en la oración silenciosa del corazón, alimentada por la lectura meditativa de las Escrituras y la predicación de la Iglesia.

Vivimos también una vida de ayuno, sobre todo durante Cuaresma, en que nos enfocamos sólo en Dios, sacrificando los otros placeres innecesarios del mundo, para que Dios sea nuestro único placer, en la medida que esto es posible. Hacemos esto para amarle con todo nuestro corazón, sin dividirlo entre él por una parte, y los placeres del mundo por otra parte. Por eso comemos sencilla y austeramente, evitando delicadezas, para que nuestra vida sea un sacrificio de amor, ofrecido al Padre junto con el gran sacrificio de su Hijo en la cruz. Así nuestra vida nueva en Jesucristo es eucarística, es decir, es una ofrenda, ofrecida en la eucaristía, y durante todo el día, al Padre en amor y donación de nosotros mismos, junto con la gran ofrenda de Jesucristo en la cruz.

Y finalmente, ayudamos a los demás en buenas obras de servicio y caridad, que hacemos en amor, cada uno usando sus propios dones, talentos, intereses, e inspiraciones para esto.

Así, pues, el hombre nuevo en Jesucristo es una persona verdaderamente nueva, con nueva vida en su corazón, andando en una nueva luz, con ojos nuevamente abiertos, y viviendo un nuevo tipo de vida, una vida de oración, ayuno, y servicio.

EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN Y DE LA REDENCIÓN

Solemnidad de la Anunciación del Señor, 25 de marzo Is 7, 10-14; Sal 39; Heb 10, 4-10; Lc 1, 26-38

“…somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb 10, 10).

Hoy celebramos la anunciación del Señor, cuando el Verbo eterno, el único Hijo del Padre, engendrado antes de todo tiempo, desde toda la eternidad, se hizo carne en el vientre de la Virgen María para salvarnos de nuestros pecados. Se encarnó como Emanuel, Dios con nosotros, para estar con nosotros en carne humana, extendida en la eucaristía. En él tenemos Dios en medio de nosotros, amándonos e iluminándonos.

Cristo fue enviado al mundo por el Padre para sufrir y morir, para que Dios nos perdonase de nuestros pecados, asumiendo en sí mismo el justo castigo por ellos, para que nosotros no tuviéramos que sufrirlo. Así nos libró de nuestra culpabilidad, y nos dio nueva vida, vistiéndonos de la misma justicia de Jesucristo, para que resplandeciéramos

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delante de Dios, hechos nuevos, una nueva creación, nacidos de nuevo en él. Y él nos prometió que viviremos siempre con él (Jn 6, 54).

La encarnación de Jesucristo es la encarnación de Dios. Es Dios, pues, que sufrió nuestro castigo por nuestros pecados en la cruz; y lo hizo en la persona del Hijo hecho hombre para que pudiera sufrir y morir como hombre, como nuestro representante, sufriendo como hombre a favor de los hombres el castigo justo del hombre ante Dios por todos sus pecados. Pero siendo también Dios, su sufrimiento tuvo valor infinito, y satisfizo a Dios.

En la muerte de Jesucristo en la cruz, Dios satisfizo su propia ira contra nuestros pecados, porque nuestra deuda de castigo fue pagada por el Hijo. Cristo sufrió la ira de Dios por nuestros pecados, y la satisfizo, librándonos de esta ira. Así, pues, librados de la ira de Dios, somos justificados y transformados por medio de este sacrificio, hechos nuevos y santificados. “…somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Heb 10, 10). Así “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb 10, 14).

En este sacrificio de Jesucristo en la cruz, tenemos nueva vida. Los pecados, que Dios anteriormente en su paciencia pasó por alto, son ahora definitivamente propiciados y expiados por este sacrificio (Rom 3, 25). Por eso este sacrificio es la fuente a la cual venimos para el perdón y alivio de nuestra culpabilidad. Es por eso una fuente de alegría y libertad espiritual. Sacamos, pues, de ella las aguas de la salvación con júbilo de espíritu (Is 12, 3).

Hechos nuevos por la muerte de Jesucristo en la cruz, ofrecemos nuestro sacrificio de nosotros mismos al Padre con él en su sacrificio en la cruz. Hacemos esto en la eucaristía, ofreciéndonos al Padre con Jesucristo en su gran ofrenda de sí mismo en amor en la cruz. Su sacrificio fue la donación de sí mismo al Padre en amor, el acto perfecto de culto, y el sacrifico perfecto de adoración. Lo hacemos también nuestro propio sacrificio de la donación de nosotros mismos en amor al Padre, ofreciéndonos con el Hijo al Padre.

Hacemos esto en el sacrificio eucarístico, que es el único sacrificio del Calvario hecho presente para nosotros. Es nuestra redención, y nuestro culto perfecto de adoración. Es el sacrificio del Nuevo Testamento.

La eucaristía es también Emanuel, Dios con nosotros. Es la extensión de la encarnación, por la cual Dios permanece en medio de nosotros en su cuerpo eucarístico. Lo adoramos como Emanuel, Dios con nosotros, encarnado y sacramentado en la eucaristía para nuestra santificación.

Por la encarnación, Dios ha venido muy cerca de nosotros para iluminarnos y santificarnos, para divinizarnos con su proximidad. Su divinidad resplandece en medio de nosotros en la encarnación, para que nosotros también podamos ser encendidos por su luminosidad. Al venir tan cerca de nosotros, él nos ilumina por su resplandor. Y permanece siempre con nosotros, encarnado y sacramentado en la eucaristía.

Habiendo terminado su sacrificio para nuestra salvación, Dios lo resucitó a Jesucristo de la muerte, mostrando así que él aceptó su sacrificio, y que nuestros pecados son ya definitivamente expiados y propiciados, y que en su sacrificio, él es víctor sobre la muerte, y dador de vida. En su resurrección, pues, vencemos la muerte, y andamos iluminados por la luz que dimana de Cristo resucitado. Andamos, pues, en la luz de su resurrección. Si hacemos su voluntad, permanecemos en su luz (Jn 8, 12).

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JESUCRISTO, NUESTRO INTERCESOR CON EL PADRE

Jueves, 4ª semana de Cuaresma Ex 32, 7-14; Sal 105; Jn 5, 31-47

“Entonces Moisés oró en presencia del Señor su Dios, y dijo: Oh Señor, ¿por qué se encenderá tu furor contra tu pueblo, que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano fuerte?... Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo… Entonces el Señor se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo” (Ex 32, 11.12.14).

Aquí vemos la ira de Dios contra Israel por haber hecho y adorado el becerro de oro. Pero Moisés intercede con Dios a favor de su pueblo, y el Señor se arrepiente del mal que dijo que había de hacer a su pueblo.

Cristo cumple este papel de intercesor para nosotros. San Pablo dice: “¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Rom 8, 34).

Dios oyó la intercesión de Moisés. ¡Cuánto más oirá la de su propio Hijo Jesucristo, que siempre intercede por nosotros a la diestra de Dios (Rom 8, 34; Heb 7, 25; 9, 24)! Cristo es nuestro gran intercesor con el Padre para el perdón de nuestros pecados. El mismo Padre lo envió al mundo para este propósito (Rom 8, 32). Siendo hombre, puede interceder a favor de sus semejantes; pero siendo Dios, su intercesión tiene valor infinito.

Cristo, además que interceder con palabras, como lo hizo Moisés, se hizo una víctima para absorber la ira justa de Dios contra nuestros pecados. Y vemos más aún que Dios no está infligiendo nuestro castigo en su Hijo como en un ser distinto de sí mismo, sino que está infligiéndolo en su Hijo, con quien él es un solo ser, un solo Dios, con la misma mente divina y voluntad divina. Es decir, Dios se está infligiendo este castigo en sí mismo, en la persona de su Hijo, a quien él envió al mundo para absorber y satisfacer su propia ira justa contra los pecados de los hombres.

Así, pues, cuando caemos en una imperfección o pecado, y nos sentimos culpables, con nuestra conciencia acusándonos y atacándonos, causando dolor en nuestro corazón y tristeza, debemos ir con fe al intercesor proveído para nosotros por el mismo Padre (Rom 8, 32), y por su intercesión hallaremos alivio del dolor de nuestra culpabilidad, sobre todo cuando confesamos nuestros pecados y recibimos la absolución sacramental en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18, Jn 20, 23), que aplica personalmente e individualmente a nosotros los méritos de la muerte de Cristo.

Así Dios cura nuestra peor enfermedad —la culpabilidad—, y nos da libertad de espíritu, la libertad gloriosa de los hijos de Dios (Rom 8, 21). Así, pues, Cristo, nuestro intercesor con el Padre, “tiene un sacerdocio inmutable, por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb 7, 25).

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EL JUSTO PERSEGUIDO

Viernes, 4ª semana de Cuaresma Sabiduría 2, 1.12-22; Sal 33; Jn 7, 1-2.10.25-30

“Pongamos trampas al justo, que nos fastidia y se opone a nuestras acciones; nos echa en cara nuestros delitos y reprende nuestros pecados de juventud” (Sabiduría 2, 12).

Vemos hoy el sufrimiento del justo. Es odiado por los impíos, que viven una vida completamente hedonista, porque la manera de vida del justo es un reproche constante contra la manera de vivir de ellos. Ellos dicen que él “Es un reproche contra nuestras convicciones” (Sab 2, 14).

Los impíos describen su propia manera hedonista de vivir, diciendo: “Venid, pues, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de la realidad con impaciencia juvenil; embriaguémonos de vinos exquisitos y perfumes” (Sab 2, 6-7). Son materialistas, y su vida es una búsqueda inacabable de placer. Una vida así los hace olvidar y negar a Dios. Por eso ellos no pueden soportar ni siquiera la mera presencia del justo, porque él vive de una manera completamente distinta a ellos. “…su sola aparición nos resulta insoportable —dicen—, pues lleva una vida distinta a los demás y va por caminos diferentes” (Sab 2, 14-15). Por eso lo persiguen.

Es la misma cosa hoy. Los justos son perseguidos por los hedonistas hoy también. Los que viven sólo para el Señor no son entendidos por los que viven una vida mundana, una vida que es una búsqueda inacabable de placer, una vida que es una división constante de corazón entre Dios y los entretenimientos innecesarios de este mundo. Los justos, en cambio, que viven sólo para Dios, renunciando a todo lo demás por amor a él, tienen una vida completamente “distinta a los demás” (Sab 2, 15). El justo, pues, “va por caminos diferentes” (Sab 2, 15). Ha dejado y renunciado a la búsqueda para el placer de los hedonistas y materialistas porque quiere amar y servir a Dios, y sólo a Dios, con todo su corazón, con un corazón indiviso en su amor por él. Deja, pues, los placeres innecesarios del mundo para servir sólo a un Señor, no a dos señores —no a Dios y a los placeres de este mundo (Mt 6, 24)— . Él ha vendido todo lo demás, es decir, la vida hedonista, para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46). Él acepta el llamado a la vida de perfección, que el joven rico renegó (Mt 19, 21).

Por eso será aborrecido y rechazado por los mundanos, que dicen que el justo “se opone a nuestras acciones; nos echa en cara nuestros delitos y reprende nuestros pecados de juventud” (Sab 2, 12). Pero al ser perseguidos así por los mundanos, seguiremos en pos de Cristo, y seremos bendecidos y santificados por este sufrimiento. Dios nos bendecirá más si sufrimos con Cristo por la verdad y por responder a su llamado a la vida de perfección (Mt 19, 21; 5, 48). “Bienaventurados —dice Jesús— los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 10).

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EL DESTINO DE LOS PROFETAS

Sábado, 4ª semana de Cuaresma Jer 11, 18-20; Sal 7; Jn 7, 40-53

“Y yo era como cordero inocente que llevan a degollar, pues no entendía que maquinaban designios contra mí, diciendo: Destruyamos el árbol con su fruto, y cortémoslo de la tierra de los vivientes, para que no haya más memoria de su nombre” (Jer 11, 19).

Como nos acercamos a Semana Santa, leemos más y más tipos del sufrimiento de Cristo del Antiguo Testamento, como este ataque contra Jeremías, en que él se asemeja a un “cordero inocente que llevan a degollar” (Jer 11, 19). Así, pues, Cristo “como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores” (Is 53, 7).

Los varones de Anatot, la aldea de Jeremías, le dijeron a Jeremías: “No profetices en nombre del Señor, para que no mueras a nuestras manos” (Jer 11, 21). No quisieron oír más la palabra del Señor, la verdad. No quisieron ser desafiados más por su profeta. Las palabras de Jeremías fueron fuertes, mostrándoles sus errores, e indicando con claridad la voluntad de Dios para con ellos; pero ellos rehusaron aceptarlas, y le amenazaron de muerte si no deja de predicar.

Así es la vida de un profeta, y así fue la vida de Jesucristo. Lo crucificaron por la verdad de Dios que predicó. Isaías sufrió la misma cosa, y dijo: “este pueblo es rebelde, hijos mentirosos, hijos que no quisieron oír la ley del Señor; que dicen a los videntes: No veáis; y a los profetas: No nos profeticéis lo recto, decidnos cosas halagüeñas, profetizad mentiras; dejad el camino, apartaos de la senda, quitad de nuestra presencia al Santo de Israel” (Is 30, 9-11).

Amós experimentó la misma cosa. Así dijo el Señor por su boca: “levanté de vuestros hijos para profetas, y de vuestros jóvenes para que fuesen nazareos… Mas vosotros disteis de beber vino a los nazareos, y a los profetas mandasteis diciendo: No profeticéis” (Am 2, 11-12). Y después de profetizar en Bet-el, el sacerdote de Bet-el le dijo a Amós: “Vidente, vete, huye a tierra de Judá, y come allá tu pan, y profetiza allá; y no profetices más en Bet-el, porque es santuario del rey, y capital del reino” (Am 7, 12-13).

Nosotros también seremos rechazados si predicamos y damos testimonio de la verdad. Pero debemos ser fortalecidos para soportar este rechazo por estos ejemplos de las Escrituras. La gente quiso oír sólo “cosas halagüeñas” (Is 30, 10). No quiso oír o ser desafiada por la verdad que los profetas fueron enviados para predicarle. No quiso arrepentirse y volver de sus ídolos. Y no quieren volver de sus ídolos hoy tampoco. Antes de volver de sus ídolos, atacarán a sus profetas y les dirán: predicadnos sólo “cosas halagüeñas” (Is 30, 10). Así trataron a Jesucristo, crucificándolo por la verdad que predicó. Y dijo a sus seguidores que tomaran su cruz de persecución —esperando sufrir lo mismo—, y vinieran en pos de él (Lc 9, 23); y de esta manera promover el reino de Dios en el mundo.

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UNA VIDA NUEVA Y RESUCITADA EN JESUCRISTO

5º domingo de Cuaresma Ez 37, 12-14; Sal 129; Rom 8, 8-11; Jn 11, 1-45

“Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Jn 11, 25-26).

Jesús resucitó a Lázaro, después de que estaba cuatro días en el sepulcro, para revelar su gloria, y demostrar que tiene el poder de darnos, que creemos en él, la vida eterna. En la resurrección de Lázaro, vemos que Jesucristo tiene poder sobre la muerte, y su palabra a Marta explica este poder, mostrando su importancia para los que creen en él.

Si creemos en Jesucristo, aunque moriremos en el cuerpo, viviremos con él en el espíritu, es decir, continuaremos a vivir, y en el último día resucitaremos en nuestros cuerpos, y viviremos con él en su reino para siempre. La muerte eterna no tocará a los que creen en él. Son destinados para la vida, y no para la muerte. Él dará a los que creen en él el don de la perseverancia final. Él tiene el poder para asegurar la perseverancia final de los santos que creen en él. Y puede también dar a algunos una seguridad interior de que son entre los electos que perseverarán hasta el fin de su vida. Esta seguridad no es necesaria para la salvación, sino es un don especial dado a algunos.

Es Cristo que justifica y santifica a los electos, pero ellos tienen que hacer su parte para ser santificados, viviendo una vida nueva en él, una vida según el Espíritu, no según la carne, una vida que es una ofrenda ofrecida al Padre con y por medio de la ofrenda de Jesucristo en la cruz (Lc 9, 23; Col 1, 24). Somos, pues, unidos a Cristo en su único sacrificio de sí mismo, ofrecido al Padre en amor, y hacemos nuestra vida también un sacrificio vivo, ofrecido con Cristo al Padre. Nuestra vida santificada es, entonces, una vida nueva y sacrificial, una vida eucarística, una ofrenda de amor, un himno de alabanza, ofrecido en el sacrificio eucarístico, el único sacrificio de Cristo en el Calvario para la salvación del mundo.

Así, pues, Cristo nos asegura de nuestra perseverancia final, prometiendo la vida eterna y la victoria sobre la muerte a los que creen en él y viven según el Espíritu, y no según la carne, porque “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Rom 8, 8). El vivir según el Espíritu y no según la carne es el fruto de nuestra justificación, que muestra que creemos verdaderamente en Jesucristo, y que por eso no moriremos, sino tendremos el don de la perseverancia final. Así, si vivimos así, Dios nos ha predestinado para la vida; y no moriremos eternamente, porque ya hemos pasado de la muerte a vida, y no vendremos al juicio de condenación (Jn 5, 24).

La resurrección de Lázaro indica todo esto, y la resurrección de Jesucristo lo prueba definitivamente. Jesús dijo a Lázaro, clamando a gran voz: “¡Lázaro, ven fuera! Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desatadle, y dejadle ir” (Jn 11, 43-44). Así lo hace a nosotros. Nos resucita ahora, en medio de esta vida vieja, en medio de este mundo viejo, para ser las primicias del mundo nuevo de la resurrección, como él, al resucitar el tercer día, fue las primicias de la resurrección del último día.

Resucitamos de antemano en medio de esta vida presente por el poder de Jesucristo cuando creemos en él. Él nos da una vida nueva y resucitada, renovándonos interiormente, recreándonos, haciéndonos una nueva creación (2 Cor 5, 17), nuevas

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criaturas, hombres nuevos, muertos al pecado, y vivos en el Espíritu para andar no más según los deseos inordenados de la carne y del cuerpo (Rom 8, 13), sino según los deseos del Espíritu.

¿Y cómo es esta vida nueva? Es una vida ya resucitada de antemano del sepulcro, una vida perdonada por nuestra fe en Jesucristo, y justificada por él, revestida de su esplendor, y justa y santa delante de Dios. Es una vida espléndida que resplandece con la luz de Cristo, con quien andamos en la luz (Jn 8, 12). Es una vida muerta al pecado, sepultada al pecado (Rom 6, 11), que vive ahora sólo para Dios, renunciando a los placeres mundanos para no disipar la dulzura de Dios que tenemos en Jesucristo. Así renunciamos a la vida según la carne, a la vida dedicada a los entretenimientos y diversiones del mundo. Renunciamos a la vida según la carne “Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz…porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo viviréis” (Rom 8, 6.13).

La vida en el Espíritu es la vida que se ofrece a Dios como un sacrificio de alabanza, cumpliendo en la carne “lo que falta en las aflicciones de Cristo” (Col 1, 24), tomando “cada día” la cruz y siguiendo a Cristo (Lc 9, 23). No buscamos más los deleites de este mundo porque hemos resucitado con Cristo y ponemos la mirada ahora “en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 2). Esta es la vida resucitada, porque “habéis resucitado con Cristo” (Col 3, 1) para ser una nueva creación (Gal 6, 15), porque Cristo hace nuevas todas las cosas (Apc 21, 5).

La resurrección de Lázaro es un signo de la resurrección de Jesucristo, que nos ilumina y justifica, porque andamos ahora por fe en el que resucitó y que nos protegerá de la muerte para que nunca muramos. Vivimos, pues, una vida nueva en la luz de su resurrección, y él resplandece en nuestro corazón (2 Cor 4, 6), iluminándonos con su nueva luz y dándonos una participación de su vida. Debemos, pues, vivir resucitados en él, muertos a todo pecado. Así, pues, “consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro (Rom 6, 11). Si de veras creemos en él, viviremos así, y nunca moriremos.

LA CRUZ ES EL CAMINO DE LA SANTIFICACIÓN

Lunes, 5ª semana de Cuaresma Dan 13, 1-9.15-17.19-30.33-62; Sal 22; Jn 8, 1-11

“Susana empezó a gemir y dijo: ¡No tengo escapatoria! Si consiento, me espera la muerte; pero si me niego, no me libraré de vosotros. Prefiero caer en vuestras manos por no consentir a pecar contra el Señor” (Dan 13, 22).

Este es el apuro de Susana. Los dos ancianos quieren acostarse con ella. Si ella consienta, sería la muerte de su alma delante de Dios; pero si ella se niegue a estos dos ancianos, la acusarían falsamente, y sería apedreada. ¿Debe, pues, consentir a pecar con ellos para salvar su vida en este mundo, pero perdiéndola para con Dios; o debe rehusar pecar con ellos, para salvar su alma delante de Dios, pero perdiendo su vida en este mundo al ser acusada falsamente y apedreada? ¿Debe salvar su vida en este mundo al

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perderla para con Dios, o debe perder su vida en este mundo, para salvarla para con Dios? Cristo dice: “Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará? (Mc 8, 35). Ella escogió perder su vida en este mundo para salvarla con Dios, y rehusó tratar de salvarla al pecar, sabiendo que así perdería su alma delante de Dios. Pero al último momento, Dios intervino para salvar aun su vida en este mundo al despertar “el santo espíritu de un muchacho llamado Daniel” (Dan 13, 45). Y al fin, toda la asamblea bendijo “a Dios que salva a los que esperan en él” (Dan 13, 60).

¡Cuántas veces nos encontramos básicamente en este mismo apuro! Si obedecemos a Dios, seremos criticados, perseguidos, rechazados, o expulsados por los hombres. Y si desobedecemos a Dios, podemos salvar nuestra vida en este mundo y escapar a esta persecución. Lo que debemos hacer es claro. Debemos perder nuestra vida en este mundo para salvarla para con Dios. Debemos sacrificar nuestra vida en este mundo antes de desobedecer a Dios. Así aborreceremos nuestra vida en este mundo para salvarla verdaderamente. “El que ama su vida la perderá —dice Jesús—; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25).

Esta es la vida de la cruz. Seremos crucificados en este mundo si obedecemos a Dios, negando la voluntad de los hombres cuando está contra la voluntad de Dios para con nosotros. Pero la cruz es el medio de nuestra santificación en este mundo. Tenemos que llevar la persecución de los hombres por obedecer a Dios si queremos ser santificados. Así fue la pauta de la vida de Jesucristo, perseguido hasta la muerte en cruz por obedecer a su Padre y predicar la verdad. Él es nuestro modelo si queremos ser santificados.

Debemos ser fieles al camino por el cual Dios está llamándonos. Debemos ser fieles a su voluntad para con nosotros, aunque sería difícil y llevaría sobre nosotros la burla y la risa de los mundanos que no entienden los caminos de Dios. ¿Cuántos tienen miedo de hacer lo que ellos mismos saben es correcto, sólo porque no pueden soportar el pensamiento de ser juzgados y pensados mal por los demás? Estos son los miedos que tenemos que vencer si queremos andar por los caminos de la santidad, por los cuales Dios quiere conducirnos.

CREYÓ ABRAHAM A DIOS, Y LE FUE CONTADO POR JUSTICIA

Jueves, 5ª semana de Cuaresma Gen 17, 3-9; Sal 104; Jn 8, 51-59

“Abraham vuestro padre se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Jn 8, 56).

Este versículo (Jn 8, 56) es muy importante porque nos ayuda a entender cómo Dios justifica al hombre en toda edad, es decir, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo. San Pablo nos enseña que Dios siempre, y en toda edad, justifica al hombre por medio de su fe en Jesucristo, y no por sus propias obras. Esto, dice, fue tanta verdad para Abraham, como para nosotros. “Porque si Abraham fue justificado por las obras —dice san Pablo—, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la

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Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Rom 4, 2-3; Gen 15, 6).

Hoy Jesús nos dice que Abraham “se gozó de que había de ver mi día; y lo vio, y se gozó” (Jn 8, 56). Al ver a Jesús, Abraham creyó, y esto “le fue contado por justicia” (Rom 4, 3). El hombre no se justifica a sí mismo, no se justifica por sus propias obras, sino sólo por su fe en Jesucristo. Nosotros somos justificados por nuestra fe en los méritos de la muerte de Jesucristo, que ya ha venido; mientras que Abraham y los santos del Antiguo Testamento fueron justificados por su fe en el Mesías, que todavía había de venir. Aun su fe general en Dios les fue contada como justicia por los méritos de la muerte futura de Jesucristo en la cruz. De todos modos, el método de justificación es el mismo para todos. Todos los que son justificados son justificados por su fe, y no por sus propias obras. Los del Antiguo Testamento fueron justificados por su fe, tanto como los del Nuevo Testamento.

Jesucristo siempre existía como una Persona divina, como el Hijo eterno del Padre. La Persona de Jesucristo de Nazaret es la misma Persona eterna que es el Verbo eterno y el Hijo eterno del Padre; y el Padre siempre tenía un Hijo. Por eso Jesús pudo decir hoy: “De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy” (Jn 8, 58). Siempre era.

Si nosotros queremos ser justificados y perdonados de nuevo de nuestros nuevos pecados o imperfecciones, tenemos que hacer lo que el hombre siempre tenía que hacer, es decir, ir a Dios, y al Salvador, con fe, creyendo que él nos perdonará, nos justificará, y nos revestirá de nuevo del manto espléndido de la justicia del mismo Jesucristo. Y nosotros del Nuevo Testamento sabemos que Dios nos justificará por los méritos de la muerte de su único Hijo en la cruz, que se sustituyó en la cruz por nosotros, sufriendo el castigo de nuestros pecados por nosotros, para librarnos de este sufrimiento y de esta culpabilidad, que nos debilita. Y él nos justificará por nuestra fe, así como lo hizo a Abraham y a los santos del Antiguo Testamento. Y será los méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz que nos justificará, igual que a los santos del Antiguo Testamento.

EL SUFRIMIENTO DEL MINISTERIO PROFÉTICO

Viernes, 5ª semana de Cuaresma Jer 20, 10-13; Sal 17; Jn 10, 31-42

“…oí la murmuración de muchos, temor de todas partes: Denunciad, denunciémosle. Todos mis amigos miraban si claudicaría. Quizá se engañará, decían, y prevaleceremos contra él, y tomaremos de él nuestra venganza” (Jer 20, 10).

Jeremías es una figura de Cristo en su sufrimiento y persecución. Como matarán a Jesucristo por su predicación de la verdad de Dios, así amenazaban a Jeremías por su predicación. La misión de Jeremías era “para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar” (Jer 1, 10). Y al darle su misión profética, el Señor le dijo: “he aquí que yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro, y como muro de bronce contra toda esta tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes, y el pueblo de la tierra. Y pelearán contra ti, pero no te vencerán; porque yo estoy contigo, dice el Señor, para librarte” (Jer 1, 18-19).

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Así es la vida del profeta en cada edad, y Jesucristo también tenía esta misión, y fue opuesto por su predicación, como vemos hoy cuando “los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle” (Jn 10, 31) por haberles dicho: “Yo y el Padre uno somos” (Jn 10, 30).

Todo esto Jesucristo sufrió por nosotros, haciéndose una “ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef 5, 2) para nuestra redención del pecado. Él se ofreció al Padre por nosotros al ser matado por los hombres como blasfemador. Así el sufrió por nosotros nuestro castigo justo por nuestros pecados, para librarnos de ellos; su precio habiendo sido pagado por su sufrimiento. Así él pagó nuestra deuda, y nos libró de la pena y la depresión de la culpabilidad, para que pudiéramos vivir en la libertad feliz de los hijos de Dios (Rom 8, 21). Recibimos estos alegres resultados de su sacrificio por medio de los sacramentos y por nuestra fe. En su sufrimiento es nuestra liberación de este sufrimiento. Él es nuestra única esperanza en este mundo. Sólo su sacrificio nos libra de nuestra culpabilidad, que nos debilita y deprime.

Entonces, como sus seguidores, nosotros también tendremos una misión profética en el mundo a predicar la verdad de esta justificación y salvación de Dios en Jesucristo. Dios nos dará un mensaje y una forma de vida que serán nuestro testimonio, con que hemos de bendecir al mundo. Si predicamos y testificamos con valentía, entonces, como Jeremías y Jesucristo, seremos amenazados y perseguidos, escarnecidos y burlados. Pero Dios será nuestra fuerza, nuestro refugio, y nuestra recompensa. Y diremos con Jeremías: “el Señor está conmigo como poderoso gigante; por tanto, los que me persiguen tropezarán, y no prevalecerán; serán avergonzados en gran manera, porque no prosperarán; tendrán perpetua confusión que jamás será olvidada” (Jer 20, 11).

UN NUEVO PACTO DE PAZ CON DIOS

Sábado, 5ª semana de Cuaresma Ez 37, 21-28; Jer 31; Jn 11, 45-56

“Mi siervo David será rey sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; y andarán en mis preceptos, y mis estatuos guardarán, y los pondrán por obra” (Ez 37, 24).

Ezequiel profetiza un futuro diferente, un tiempo de gran paz y unidad con Dios, en que el Mesías, el hijo de David, el nuevo David, será rey sobre su pueblo, y su pueblo andará en los preceptos del Señor, no desobedeciéndolos, sino guardándolos y poniéndolos por obra, porque “andarán en mis preceptos, y mis estatuos guardarán” (Ez 37, 24). Y Dios pondrá su santuario en medio de ellos, y vivirá en paz con su pueblo obediente. “Y haré con ellos pacto de paz —dice el Señor—, pacto perpetuo será con ellos; y los estableceré y los multiplicaré, y pondré mi santuario entre ellos para siempre” (Ez 37, 26).

Esta es la profecía del Señor para con su pueblo; y Jesucristo murió por el pueblo para cumplir esta profecía. Él es el nuevo David que reina sobre su pueblo y que hace un pacto de paz con ellos, un pacto perpetuo. Su muerte establece este pacto, y nos perdona de todos nuestros pecados y rebeliones contra Dios, poniéndonos en paz con él, y quitando nuestro alejamiento de él, causado de nuestros pecados. Así, pues, si creemos

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en Jesucristo y recibimos su perdón y justificación, que nos vienen por medio del sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23) y por nuestra fe en los méritos de su sacrificio, viviremos en esta gran paz y alegría con Dios.

Pero lo que tenemos que guardar con gran cuidado es permanecer en esta bella paz con Dios al seguir haciendo su voluntad, y no ser decepcionados por las tentaciones del diablo, que siempre trata de engañarnos para dejar de guardar los estatuos y la voluntad de Dios. Si dejamos de obedecer a Dios, caeremos fuera de esta gran paz que tenemos ahora con él, y necesitaremos otra vez aplicar la sangre de Cristo a nuestro corazón, entristecido por nuestra desobediencia.

Caifás, el sumo sacerdote, profetiza hoy, diciendo que “nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca” (Jn 11, 50). Y san Juan añade que él “profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11, 51-52). Este es el sacrificio, el sufrimiento, que nos trae esta paz, este pacto nuevo y sempiterno de paz con Dios. La muerte en la cruz del único Hijo de Dios hecho hombre nos redimió de nuestros pecados, rebeliones, y desobediencia, que nos alejan de Dios, porque él sufrió el castigo justo por ellos para que el Dios justo pudiera perdonarnos justamente y aún permanecer un Dios justo. Por su muerte, pues, tenemos esta paz, y la guardaremos si seguimos obedeciendo a Dios.

LA MUERTE DE CRISTO NOS DA NUEVO ACCESO A DIOS

Domingo de Ramos Is 50, 4-7; Sal 21; Fil 2, 6-11; Mc 14, 1 – 15, 47

“Mas Jesús, dando una gran voz, expiró. Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15, 37-38).

Hoy es el Domingo de Ramos, y meditamos sobre la pasión y la muerte de nuestro Señor Jesucristo, y su significado para nosotros. Al momento que murió, los evangelistas nos dicen que “el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15, 38). Este velo separó el lugar Santísimo del lugar Santo. Ahora en su muerte, el velo cerrando el acceso al Santísimo es rasgado de arriba abajo, y tenemos nuevo acceso, que no teníamos antes, para entrar en el Lugar Santísimo y venir en la presencia de Dios. Así, pues, hermanos, dice la Carta a los hebreos, “teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo…acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe” (Heb 10, 19-20.22). Podemos entrar ahora en el santuario de Dios, el santuario celestial, porque Jesucristo, con su muerte en la cruz, “entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención” (Heb 9, 12). Y él entró, además, por este “más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación…no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre” (Heb 9, 11-12). Él se sacrificó a sí mismo al Padre, y así entró con su propia sangre en el santuario celestial, y “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Heb 10, 14).

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En la muerte de Jesucristo en la cruz es nuestra liberación del pecado y de la ira de Dios por nuestros pecados (Rom 1, 18). En su muerte, es nuestra reconciliación con Dios y la reparación del pecado de Adán, que nos alejó de Dios. Cristo es la propiciación por nuestros pecados, que manifiesta que Dios siempre era justo, aun en pasar por alto en su paciencia los pecados del Antiguo Testamento, porque en su muerte en la cruz el castigo justo por estos pecados antiguos fue finalmente sufrido, y su deuda así justamente pagada. Así, pues, Jesucristo es, como dice san Pablo, “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Rom 3, 25). Ahora bien, estos pecados antiguos no sólo son pasados por alto en su paciencia, sino son completamente y propiamente expiados y propiciados en la muerte en la cruz del Hijo único de Dios. Él sufrió su castigo. Este es el significado de la pasión y la muerte de Jesucristo, que celebramos esta semana.

De veras, él “sufrió nuestros dolores” (Is 53, 4). “…él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados” (Is 53, 5). Él sufrió en vez de nosotros. Dios lo envió a la tierra para esto (Rom 8, 32), para sufrir en lugar de nosotros lo que nosotros debíamos haber sufrido por nuestros pecados, para que nosotros pudiéramos ir libres de castigo y de la culpabilidad que nos debilita. “…el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is 53, 5). Por medio de su castigo, nosotros tenemos paz, entrada, y acceso al santuario celestial. Él nos reconcilia con Dios por su muerte. “El Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). Esta reconciliación es el significado de la rotura del velo del templo en el momento de su muerte. Por los méritos de su muerte en la cruz —canalizados a nosotros por los sacramentos, y por nuestra fe— tenemos este nuevo acceso a Dios por el velo para entrar en el Lugar Santísimo, símbolo del santuario celestial.

Jesucristo bebió la copa de la ira de Dios (Rom 1, 18), y por eso fue tan entristecido y angustiado en el jardín de Getsemaní (Mc 14, 33). Él sufrió el abandono de Dios en la cruz, y por eso gritó, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mc 15, 34). Esta no fue una muerte como la de los mártires, que pudieron sufrir con paz y alegría. En esta muerte, el Hijo experimentó el rechazo de su Padre. Este fue nuestro castigo, que él sufrió. “…el castigo de nuestra paz fue sobre él” (Is 53, 5).

Él fue maldito por el Padre al ser colgado de un madero, fue hecho una maldición, porque la palabra de Dios dice, “Si alguno hubiere cometido algún crimen digno de muerte, y lo hiciereis morir, y lo colgareis en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero; sin falta lo enterrarás el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado” (Dt 21, 23). Él fue maldito por nosotros al ser colgado de un madero. Nuestra maldición por nuestros pecados fue puesta sobre él, en vez de sobre nosotros, para que creyendo esto e invocando esto, pudiéramos ser libres de la maldición de Dios por nuestros pecados. Así, pues, “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición, porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero” (Gal 3, 13). Por ser maldito, él nos libró de la maldición de Dios por nuestros pecados. Él lo sufrió por nosotros, y en vez de nosotros.

Jesucristo llevó nuestros pecados en la cruz para hacernos justos por nuestra fe en él. “Al que no conoció pecado —dice san Pablo—, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21).

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Jesucristo es nuestro cordero pascual (Jn 1, 29; 1 Cor 5, 7), que al ser muerto, nos salvó de la plaga de mortandad por su sangre. Como el cordero pascual murió en vez de los primogénitos, Cristo murió en vez de nosotros. Por su sangre derramada en la cruz, somos salvos de la muerte eternal.

TE PONDRÉ POR LUZ DE LAS NACIONES

Lunes, Semana Santa Is 42, 1-7; Sal 26; Jn 12, 1-11

“…te guardaré y te pondré por pacto al pueblo, por luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos, para que saques de la cárcel a los presos, y de casas de prisión a los que moran en tinieblas” (Is 42, 6-7).

Este es el primero de los cuatro cantos del Siervo. Este Siervo salvará a su pueblo, y a las naciones, por medio de su sufrimiento. “El Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). Aunque inocente, él sufrirá nuestro castigo justo por nuestros pecados o imperfecciones para librarnos de este sufrimiento. Dios lo azotó e lo hirió a él en vez de a nosotros para sacarnos de la cárcel, y de casas de prisión en que moramos en tinieblas (Is 42, 7). Dios lo azotó a él para poder perdonarnos a nosotros. Esta es la manera por la cual Dios nos puede perdonar, y al mismo tiempo castigar el pecado, y permanecer un Dios justo. Esta es la manera por la cual Dios decidió darnos alivio de las acusaciones de nuestra conciencia, que nos deprimen con culpabilidad por nuestros pecados o imperfecciones.

Jesucristo es el cumplimiento de estos cantos del Siervo. Al castigar a su Hijo inocente, Dios permanece un Dios justo, y así puede abrir nuestros ojos y sacarnos de las tinieblas. Nos da libertad de nuestra culpabilidad, y nos da nueva vida. Él renueva nuestra naturaleza, nos da un nuevo nacimiento, y nos hace nuevas criaturas, una nueva creación, hombres nuevos, y nos dirige con su Espíritu para que sepamos cómo vivir ahora como hombres nuevos. Esto es porque al azotar a su Hijo, su ira contra nuestros pecados está satisfecha, y su relación con nosotros restaurada. Nos da también nueva valentía para poder vivir según la dirección del Espíritu, aun cuando es difícil, aun cuando estamos perseguidos por nuestra nueva manera de vivir.

Jesucristo es el Hijo de Dios, azotado por el Padre por nuestros pecados. “…y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios… él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él” (Is 53, 5).

¡Qué bueno es ser salvos por sus llagas, ser librados de la culpabilidad y de los ataques de nuestra conciencia! ¡Qué bueno es ser librados de la tristeza y la depresión causadas por nuestros pecados o imperfecciones! ¡Qué bueno es regocijarnos de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21)! Es una verdadera vida nueva, en que vivimos felices hasta el fondo de nuestro espíritu, sintiéndonos verdaderamente perdonados y renovados, y alegrándonos con la alegría del mismo Dios, que llena nuestro corazón. Los sufrimientos de Cristo, aplicados a nuestro corazón por el sacramento de reconciliación, recibido en fe, nos ponen en paz con Dios. Es una paz celestial en nuestro corazón —no

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de este mundo—, que nos renueva, dándonos una vida nueva y una misión nueva de predicar esta salvación en Jesucristo hasta los confines de la tierra.

LA EUCARISTÍA, EL SACRIFICIO DEL NUEVO TESTAMENTO

Jueves Santo, Misa Vespertina de la Cena del Señor Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115; 1 Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15

“Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en que lo han de comer… Y la sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto” (Ex 12, 7.13).

Hoy es Jueves Santo, y celebramos la institución de la eucaristía y del sacerdocio del Nuevo Testamento. Jesucristo es el cordero pascual del Nuevo Testamento. Como el cordero de pascua fue inmolado por los israelitas en Egipto para librarlos de la plaga de mortandad, así Cristo fue inmolado por nosotros para librarnos de la muerte eterna por nuestros pecados. El cordero fue inmolado en vez de los primogénitos de los israelitas. Fue una sustitución por ellos. En vez de ellos, el cordero fue sustituido y sufrió la plaga de mortandad. Por eso ninguno de los primogénitos de los israelitas murió, mientras que todos los primogénitos de los egipcios murieron. Dondequiera que fue la sangre del cordero pascual, esta familia fue salva de la plaga de mortandad. Del mismo modo, Cristo fue inmolado en vez de nosotros pecadores, que deberíamos haber muerto por nuestros pecados. Él se sustituyó por nosotros, muriendo en vez de nosotros. El Padre le hirió a él en vez de a nosotros, y su sangre derramada nos salva de la muerte. Él reconcilió a Dios con nosotros, absorbiendo su ira contra nuestros pecados por el sacrificio de sí mismo.

Como la cena pascual de los judíos es el memorial anual de esta salvación de Egipto, así la eucaristía es nuestro memorial del sacrificio de Cristo, que nos salvó de la muerte. Cristo dijo: “Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Cor 11, 26). En la eucaristía el pan viene a ser el cuerpo inmolado de Jesucristo, y el vino, su sangre derramada en sacrificio. La cena del Señor, que seguimos celebrando, hace presente para nosotros el único sacrificio de Jesucristo en la cruz para nuestra salvación. Es Jesucristo ofrecido en la cruz al Padre. La eucaristía nos pone en el Calvario en el momento de su sacrificio, y hace este sacrificio presente para nosotros. No es otro sacrificio. No repite su único sacrifico en la cruz por nuestra salvación, sino la eucaristía nos hace presentes a este único sacrificio del Nuevo Testamento, para que podamos participar de ello, y ofrecerlo junto con Cristo al Padre, para la gloria de Dios y la salvación del mundo.

Nosotros también debemos ofrecernos a nosotros mismos en este único sacrificio junto con Cristo al Padre en el Espíritu Santo. Entonces, toda nuestra vida debe ser un sacrificio de amor, ofrecido con Cristo al Padre en el Espíritu Santo. Debemos derramar nuestra vida por nuestros hermanos, y así andar como Cristo anduvo, porque “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Jn 2, 6). Esto es porque “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros

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debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Jn 3, 16), y al hacer esto, ofrecernos al Padre con Cristo en el sacrificio eucarístico.

Y esta noche Jesús nos da un ejemplo de esto al lavar los pies de sus discípulos, diciendo: “Pues, si yo el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Jn 13, 14-15).

Ofrecemos, pues, nuestra vida de amor y servicio a nuestros hermanos en la eucaristía, derramando nuestra vida en amor con Cristo al Padre en el Espíritu Santo.

CRISTO SE SUSTITUYÓ POR NOSOTROS

Viernes Santo Is 52, 13 – 53, 12 ; Heb 4, 14-16; 5, 7-9; Jn 18, 1 – 19, 42

“Con todo esto, el Señor quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento. Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje…” (Is 53, 10).

Hoy es Viernes Santo, el día en que conmemoramos de una manera especial la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo para nuestra salvación del pecado y de la ira justa de Dios contra nosotros por el pecado de Adán y por nuestros propios pecados (Rom 1, 18). Esto es el gran mensaje del evangelio, es decir, la justificación por la fe. Esto es la alegre nueva, de que somos salvos de la ira y castigo justos de Dios, debidos a nosotros por nuestros pecados, por medio del sufrimiento en la cruz del Hijo único de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Esto es la alegre anuncia del evangelio, de que Dios envió a su único Hijo para sustituir por nosotros y sufrir en vez de nosotros, y por nosotros, el castigo debido a nosotros por nuestros pecados, y así terminar su ira justa contra nosotros, y reconciliarse con nosotros. Recibimos esta liberación del castigo y de nuestra culpabilidad por haber pecado, por medio de nuestra fe, y por los sacramentos, sobre todo por el bautismo y el sacramento del reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23), que nos hacen limpios y resplandecientes delante de Dios, y nos revisten del resplandor de la justicia del mismo Jesucristo.

Así, pues, “el Señor quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Is 53, 10). Fue el mismo Dios que azotó e hirió a su propio Hijo, infligiendo en él el castigo debido a nosotros por nuestros pecados, para librarnos de este castigo. La deuda de castigo, una vez pagada, está quitada de nosotros. Esto es el evangelio de la salvación, la cual Dios ha enviado al mundo en su Hijo. Cristo nos justifica por nuestra fe en él cuando invocamos los méritos de su muerte por nosotros en la cruz. Él tomó nuestra parte. Él se sustituyó por nosotros. Dios lo azotó a él en vez de a nosotros, y “por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is 53, 5) y hechos nuevos, una nueva creación, nuevas criaturas, hombres nuevos. Entonces Dios lo resucitó para manifestar que su sacrificio de sustitución por nosotros fue aceptado. Así su resurrección manifiesta que somos verdaderamente justificados, y nos ilumina con nueva luz. Por tanto, san Pablo dice que Jesucristo “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 25). Es decir, la resurrección manifiesta la justificación lograda por su muerte.

“El Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). “…él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y

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por sus llagas fuimos nosotros curados” (Is 53, 5). En su justicia, Dios “quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (Is 53, 10), así castigando todo pecado. Pero lo hizo en su misericordia, porque fue el mismo Dios, en la Persona de su Hijo, que sufrió este castigo por nosotros, para librarnos de ello, y así perdonarnos de nuestros pecados, para que nos regocijáramos de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21).

LA MUERTE AL PECADO, Y LA VIDA NUEVA PARA DIOS

Vigilia Pascual Gen 22, 1-18; Ex 14, 15 – 15, 1; Rom 6, 3-11; Mc 16, 1-7

“…somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en la novedad de vida” (Rom 6, 4).

Esta es la Vigilia Pascual, la noche cuando Jesucristo pasó de la muerte a la nueva vida en Dios por su resurrección de entre los muertos. En esta noche él resucitó victorioso sobre la muerte, el pecado, y el diablo. En su muerte él satisfizo los requisitos justos de la ley de Dios, que exigieron el castigo del pecado, y por su resurrección él manifestó que su sacrificio fue aceptado por el Padre, y que nosotros somos por tanto justificados en verdad y hechos nuevos. Él murió al pecado, para que Dios pudiera perdonar justamente nuestros pecados, habiendo él mismo pagado el precio del pecado en su muerte en la cruz. Así, pues, en las palabras del Pregón Pascual, “él ha pagado por nosotros al eterno Padre la deuda de Adán, y ha borrado con su sangre inmaculada la condena del antiguo pecado.”

En su muerte, hemos, pues, muerto al pecado; y en su resurrección hemos resucitado a una vida nueva para vivir libres del pecado en el futuro, viviendo una vida nueva en Cristo resucitado, una vida resucitada en él y con él. Así “como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en la novedad de vida” (Rom 6, 4). Esta “novedad de vida” es una vida verdaderamente nueva y sin pecado. En Cristo resucitado no sólo somos librados de nuestros pecados pasados y de la pena de la culpabilidad por ellos, sino también resucitamos a una vida nueva y resucitada en Cristo, la cual tiene ahora el nuevo poder de Cristo resucitado de ser una vida sin pecado.

“Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Rom 6, 10). Su muerte fue una muerte al pecado, para destruir el pecado y la culpabilidad, sufriendo su castigo, sustituyendo por nosotros en la cruz; y su resurrección es una resurrección a una vida nueva con Dios, para que nosotros también vivamos con él, resucitados ya de antemano con él (Col 2, 12; 3, 1-2) para una vida nueva y sin pecado con Dios. Esto es posible ahora para los que han resucitado con Cristo. La conclusión es: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 11). No podemos vivir sin imperfecciones, las cuales tratamos, sin embargo, de vencer; pero sí, es posible en Cristo resucitado vencer el pecado y vivir una vida nueva y resucitada sin pecado.

La muerte de Cristo destruyó nuestro pecado, y resucitando él de la muerte, resucitamos con él a una vida nueva sin pecado.

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ESTE ES EL DÍA QUE HIZO EL SEÑOR

Domingo de Pascua, Misa del Día Hch 10, 34.37-43; Sal 117; Col 3, 1-4; Jn 20, 1-9

“De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hch 10, 43).

Este es el día de la resurrección, el Domingo de Pascua, el comienzo de un nuevo mundo y una nueva creación en la resurrección de Jesucristo de los muertos. En su resurrección comienza el fin del mundo con la creación de una nueva tierra y nuevos cielos (Is 65, 17). Esta esperanza para la renovación del mundo, que para los judíos fue siempre algo del último día y del fin del mundo, ahora acontece de antemano con Cristo resucitando y siendo glorificado en medio de la historia. La resurrección de Cristo es la renovación del mundo traspuesta en medio de la historia, para que los que resucitan con él por su fe y su bautismo, pudieran vivir ya de antemano en la gloria de la nueva creación como nueva criaturas (2 Cor 5, 17) y hombres nuevos (Ef 4, 22-24), porque en Jesucristo hay una nueva creación. “…en Jesucristo ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación” (Gal 6, 15).

El nuevo mundo, pues, comienza en medio del viejo mundo, y nosotros, que estamos en Jesucristo, somos las primicias de esta nueva creación. Esto es porque ya hemos resucitado con Cristo (Col 3, 1), y buscamos ahora “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1). Ponemos, pues, “la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 2). Hemos sido renovados, y vivimos ahora totalmente para Dios en Jesucristo, renunciando a todo lo demás por amor a él. Queremos amarlo con todo nuestro corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30), con un corazón indiviso, no dividido entre él y los placeres de este mundo. Queremos amar sólo a él, y a nuestro prójimo por amor a él.

En Jesucristo tenemos el perdón de nuestros pecados e imperfecciones que nos deprimen. Su muerte nos libra de ellos. Dios satisfizo su ira contra nosotros y contra nuestros pecados al azotar e herir a su propio Hijo en sustitución por nosotros, para librarnos a nosotros de esta ira, para que pudiéramos vivir otra vez en su amor. Así, por la muerte de Cristo, Dios nos hizo justos, nos justificó; y por su resurrección Dios manifestó que el sacrificio de Cristo fue aceptado y que nosotros somos ya verdaderamente libres de nuestros pecados y de nuestra culpabilidad. Esto sucede para nosotros cuando creemos en su Hijo e invocamos los méritos de su muerte en la cruz por nosotros, especialmente en los sacramentos.

Así, pues, san Pedro nos dice hoy que “todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hch 10, 43). Y san Pablo dice: “Por medio de él se os anuncia perdón de pecados y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hch 13, 38-39).

No pudimos cumplir perfectamente la ley y la voluntad de Dios, y por eso la ira de Dios estaba contra nosotros con su castigo. Pero ahora Jesús sufrió nuestro castigo por nosotros en la cruz y así satisfizo la ira de Dios por nuestros pecados. Y ahora Jesús resucita para comenzar una vida nueva y glorificada a la diestra de Dios, y nosotros, ya perdonados por nuestra fe en él, resucitamos con él para una vida nueva y resucitada en él, hechos nuevas criaturas y hombres nuevos.

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Así, pues, como dice san Pablo, “lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa de pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne sino conforme al Espíritu” (Rom 8, 3-4). Es decir, Cristo, en su muerte, “condenó al pecado en la carne” (Rom 8, 3), en su propia carne. En su propia carne, él sufrió el castigo por todo pecado, y así cumplió la exigencia justa de la ley con respecto al castigo del pecado, y así canceló el pecado. El resultado es que todos los requisitos justos de la ley son cumplidos para nosotros por medio de él, y somos por tanto justificados por su muerte.

La resurrección manifiesta nuestra justificación, es decir, muestra que la justicia de la ley fue cumplida en su muerte, y que ahora somos verdaderamente justificados a los ojos de Dios, y andamos con él en una vida nueva y resucitada en la luz de su resurrección. Por eso nuestra justificación se manifiesta en su resurrección. Por tanto san Pablo dice que Jesucristo es el que “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 25).

Nos regocijamos, pues, hoy por la iluminación de la resurrección de Jesucristo, porque resucitamos con él a una vida nueva y resucitada, perdonada e iluminada. Andamos en la luz que dimana de Cristo resucitado. Hoy, pues, “Voz de júbilo y de salvación hay en las tiendas de los justos” porque “La diestra del Señor hace proezas… No moriré, sino que viviré, y contaré las obras del Señor” (Sal 117, 15.17). Jesucristo, “La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo. De parte del Señor es esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos. Este es el día que hizo el Señor; nos gozaremos y alegraremos en él” (Sal 117, 22-24).

NUESTRA VIDA NUEVA Y RESUCITADA EN CRISTO RESUCITADO

Lunes de Pascua

Hch 2, 14.22-33; Sal 15; Mt 28, 8-15 “Entonces ellas, saliendo del sepulcro con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos” (Mt 28, 8).

Este es el día de la resurrección de Jesucristo. Las mujeres han descubierto su sepulcro vacío al amanecer del primer día de la semana, y vieron un ángel que les dijo: “No temáis vosotros; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado como dijo” (Mt 28, 5-6). Y después, vieron a Cristo resucitado que les dijo: “No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos” (Mt 28, 10).

Cristo resucitó para que nosotros resucitáramos con él a una vida nueva y transformada. Como murió para el perdón de nuestros pecados, sufriendo su castigo y así librándonos del castigo y de la culpabilidad por ellos, así resucitó para darnos una vida nueva que puede ser victoriosa sobre el pecado. Esto es porque él resucitó para que nosotros resucitáramos con él a una vida sin pecado, una vida renovada, buscando “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1). San Pablo dice que fuisteis “sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos” (Col 2, 12). De

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verdad, Dios “juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef 2, 6).

Hemos resucitado con Cristo por nuestra fe en él. Somos perdonados de todos nuestros pecados por su muerte en la cruz, y ahora somos limpios y nuevos delante de Dios para vivir una vida nueva y resucitada con él, una vida en su luz, una vida libre de pecado. Este es nuestro nuevo llamado, y en Cristo resucitado Dios nos ha dado el poder de vivir esta vida nueva. “Poned la mirada en las cosas de arriba —dice san Pablo—, no en las de la tierra” (Col 3, 2). ¿Por qué? Porque “habéis resucitado con Cristo” (Col 3, 1).

¿Qué tipo de vida, entonces, viviremos? Será una vida que sigue el primer mandamiento: “Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas” (Mc 12, 30). Este, pues, es nuestro llamado, y se nos ha dado en Cristo resucitado el poder que necesitamos para vivir así, buscando las cosas de arriba, y no las de la tierra, no dividiendo nuestro corazón entre las atracciones de la tierra, sino viviendo sólo para Dios con todo nuestro corazón, con un corazón puro y completamente indiviso en nuestro amor por él. Renunciamos, pues, a los placeres de la tierra para buscar sólo los de arriba sin división alguna de corazón. Así viviremos en su nueva luz, ya resucitados con él.

La resurrección de Cristo nos renueva y nos da una vida nueva en él, llena de su Espíritu y libre del pecado, porque Cristo murió para destruir el pecado, y resucitó para darnos una vida nueva con él sin pecado. Así, pues, “vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 11). Así seremos como el que “al pecado murió…mas en cuanto vive, para Dios vive” (Rom 6, 10).

RESUCITADOS CON CRISTO A UNA VIDA NUEVA

Jueves de Pascua Hch 3, 11-26; Sal 8; Lc 24, 35-48

“…y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas” (Lc 24, 46-48).

En Jesucristo hay arrepentimiento y nueva vida. En él es el perdón definitivo de nuestros pecados. Él fue la propiciación enviada por el Padre para satisfacer la ira divina contra los pecados del mundo. Él aplacó, propició, y satisfizo esta ira justa de Dios contra todo pecado por su muerte en la cruz. Por eso dice Jesús tantas veces que “fue necesario que el Cristo padeciese” (Lc 24, 46).

Pero no sólo murió, sino también resucitó a una vida nueva de gloria con el Padre, para que nosotros también entráramos con él en esta gloria, experimentando así un anticipo de la gloria del último día aun ahora en esta vida presente. Así él nos hace una nueva creación (2 Cor 5, 17; Gal 6, 14; Apc 21, 5) aun ahora de antemano. Somos, pues, en su resurrección las primicias de la nueva tierra y de los nuevos cielos del último día (Is 65, 17). Somos un nuevo germen, en medio del viejo, para la renovación del género

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humano. Y más aún Jesucristo nos dio una misión de predicar este arrepentimiento y perdón de pecados “en todas las naciones” (Lc 24, 47).

Sólo en Jesucristo, por nuestra fe en él, tenemos este perdón y renovación de nuestro ser para ser en adelante nuevas criaturas y hombres nuevos (Ef 4, 22-24). Es por medio de su muerte en la cruz que la ira de Dios ha sido quitada de nosotros. Su muerte en la cruz destruyó la alienación de Dios, que sufríamos, destruyó nuestra muerte espiritual; y su resurrección restaura nuestra vida. Por su resurrección somos iluminados de una luz nueva, para resucitar con él nuevos, para andar con él en la “novedad de vida” (Rom 6, 4). Nuestros pecados habiendo sido destruidos y nuestra muerte vencida en su muerte, hemos, pues, resucitado con Cristo para vivir ahora un tipo de vida radicalmente diferente, buscando no más las cosas y los placeres de esta tierra, sino más bien “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1).

Nuestra nueva manera de vivir se muestra en que ponemos ahora “la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 2). Vendemos todo lo demás —es decir, renunciamos a los placeres del mundo— para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46), que se obtienen sólo al precio de todo lo demás. La perla y el tesoro son Cristo resplandeciendo en nuestro corazón (2 Cor 4, 6), haciéndonos nuevos. Pero no podemos tener este tesoro sin renunciar al mundo con sus deleites, para tener un corazón totalmente dedicado sólo a él. De otro modo, estamos demasiado divididos y distraídos para percibir esta nueva luz. Esta, pues, es la vida nueva, a la cual somos invitados ahora, habiendo ya resucitado con Cristo para no poner la mirada más en las cosas y los placeres de la tierra, sino más bien sólo en las cosas de arriba.

DESAYUNANDO EN LA PLAYA CON CRISTO RESUCITADO

Viernes de Pascua Hch 4, 1-12; Sal 117; Jn 21, 1-14

“Les dijo Jesús: Venid, comed. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Tú, quién eres? sabiendo que era el Señor. Vino pues, Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado” (Jn 21, 12-13).

Estos bellos días de Pascua, vemos hoy a los discípulos desayunando con Cristo resucitado en la playa, comiendo pescado asado sobre brasas, y pan. Él “tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado” (Jn 21, 13). Todos le reconocieron, “sabiendo que era el Señor” (Jn 21, 12). Le reconocieron desayunando con él en la playa, al comer el pan y el pescado que él les dio.

La misma cosa sucedió con los dos discípulos en Emaús. Cristo resucitado estaba con ellos, pero sin que le conocieron, hasta el punto de que comieron junto con él. “Y aconteció que estando sentados con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista” (Lc 24, 30-31).

Esta acción de Cristo resucitado de tomar y bendecir pan y darlo a sus discípulos les recordó de lo que él hizo en la última cena, cuando comulgaron con él, comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre, después de que él había transformado el pan y el vino en su

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cuerpo y su sangre para su salvación, para que su vida estuviera en ellos, y él estuviera en ellos.

Vivimos ahora en el tiempo de Pascua. Aunque Cristo resucitado ya ha ascendido en el cielo, sin embargo él todavía está con nosotros por nuestra fe en él; y él está dentro de nosotros. Y más aún podemos desayunar con él en la playa todos los días al celebrar la eucaristía, en que él está verdaderamente presente con nosotros con su cuerpo y sangre de una manera sacramental, en su humanidad sacramentada. Él está presente con nosotros en la Misa en su cuerpo eucarístico, que comemos. Entonces él está presente sacramentalmente dentro de nosotros, resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), iluminándonos por dentro con la nueva luz de su resurrección.

La Misa es nuestro desayuno diario en la playa con Cristo resucitado, en que comemos el pan eucarístico, que es su cuerpo sacramentado, su cuerpo eucarístico, dado a nosotros para alimentar nuestra vida nueva en él. Morimos al pecado en su muerte, y ahora hemos resucitado con él para vivir una vida nueva y resucitada. La eucaristía alimenta esta vida nueva que tenemos ahora en él.

Más aún ahora debemos vivir de un modo radicalmente nuevo, obedeciendo el primer mandamiento de amar a Dios con todo nuestro corazón (Mc 12, 30). Esto quiere decir renunciar a todo lo demás, para vivir sólo para él, y derramar nuestra vida para la salvación de nuestro prójimo (Mc 12, 31). Es, pues, una vida de la renuncia al mundo, de ser crucificado al mundo (Gal 6, 14), para ser unido totalmente a Cristo sin división alguna de corazón. La eucaristía entonces alimenta esta nueva vida resucitada que tenemos en Cristo resucitado.

PREDICAD EL EVANGELIO A TODA CRIATURA

Sábado de Pascua Hch 4, 13-21; Sal 117; Mc 16, 9-15

“Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa… Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 14-15).

El evangelio de Jesucristo es un mensaje para toda la humanidad; no sólo para los judíos, o los habitantes del Imperio romano, o los europeos, sino para toda raza y tribu, cultura y religión. Es tanto para los budistas como para los musulmanes. Esto es porque es el evangelio o la alegre nueva sobre el único Hijo de Dios, engendrado del Padre desde toda la eternidad, que en el cumplimiento del tiempo se hizo carne y nació como un hombre en este mundo para revelar la verdad de Dios y para morir en sacrificio al Padre para justificar y salvar a todos los que creen en él. Su sacrificio de sí mismo en la cruz fue para los electos de todas las naciones, lenguas, razas, y religiones del mundo. Dios tuvo sólo un Hijo, y él se encarnó una sola vez para todos. No es como cada nación tiene su propia encarnación. Había sólo una encarnación para todas las naciones, y por eso Cristo resucitado instruyó a sus apóstoles a ir por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura (Mc 16, 15).

Como cristianos, pues, debemos tratar de alcanzar a más y más personas con el evangelio de salvación, para que oigan y sepan que hay un Salvador que sufrió, él mismo,

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en la cruz el castigo por todos los pecados del mundo, para satisfacer la ira de Dios contra nuestros pecados y así reconciliar a Dios con los hombres. El saber y el creer esto cambian completamente la vida de una persona. La justifica. La hace justa y santa delante de Dios. Le da nueva vida, le quita la culpabilidad de su alma, le da libertad y júbilo de espíritu, la ilumina, y la transforma en un hombre nuevo, nacido de nuevo. Este es el evangelio, la alegre nueva de salvación, que debe ser predicada hasta los confines de la tierra (Mt 28, 19-20; Hch 1, 8).

Toda nación debe saber esto, y no sólo esto, sino también que Cristo además resucitó al tercer día en su cuerpo humano y entró en la gloria del Padre para probar que su sacrificio fue aceptado, y que los que creen en él son ahora verdaderamente justificados y hechos justos y resplandecientes delante de Dios. Todos deben saber también que si creen en él, ellos también resucitarán con él ahora en medio de este mundo viejo para una vida nueva y resucitada con Dios.

Por tanto dijo Cristo resucitado a sus apóstoles: “Id, y haced discípulos a todas las naciones” (Mt 28, 19), “y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hch 1, 8). Así, pues, “Id —dijo— por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15).

Debemos tener un espíritu misionero, un deseo ardiente de compartir esta alegre nueva con cuantos podemos alcanzar. Si vivimos sólo para Dios con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso (Mc 12, 30), debemos ser también completamente dedicados a trabajar por la salvación y renovación de nuestro prójimo (Mc 12, 31). Necesitamos compartir esta alegre nueva con él, una nueva que renovará su espíritu y le dará una vida nueva y resucitada con Cristo resucitado.

SOMOS SALVOS POR SU MUERTE, E ILUMINADOS POR SU RESURRECCIÓN

2º domingo de Pascua Hch 4, 32-35; Sal 117; 1 Jn 5, 1-6; Jn 20, 19-31

“Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Jn 20, 21-23).

Jesucristo, el único Hijo de Dios, vino al mundo para salvarnos del pecado y darnos una vida nueva y resucitada en él. Hizo esto porque desde el pecado de Adán, estábamos alienados de Dios por su pecado, junto con nuestros propios pecados. Experimentábamos su ira contra nuestros pecados (Rom 1, 18) y sufríamos la culpabilidad. Dios, pues, quiso perdonarnos, pero siendo justo por naturaleza tuvo que castigar nuestros pecados.

Es verdad que perdonó a los santos del Antiguo Testamento por medio de sus sacrificios, que él les dio y enseñó en su ley. Pero no era que sus pecados fueron perdonados por el poder de estos sacrificios de animales, sino que Dios los perdonó por medio de estos sacrificios porque eran tipos del único sacrificio adecuado de su propio Hijo, que había de ofrecer en el futuro en la cruz. Es decir, Dios perdonó a los santos del Antiguo Testamento en su paciencia, pasando por alto sus pecados, mirando a su

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expiación y propiciación definitivas cuando morirá su propio Hijo en sacrificio en la cruz por nuestros pecados (Rom 3, 25-26).

Cuando, al fin, el único Hijo de Dios se encarnó, él se ofreció a sí mismo en sacrificio en la cruz, y el Padre cargó en él los pecados de toda la humanidad (Is 53, 5-6; 2 Cor 5, 21), y aceptó su sacrificio en pago completo del castigo justo por todos nuestros pecados. Esto es el plan de Dios para nuestra salvación. Así Dios pudo salvarnos de su propia ira justa contra nuestros pecados, sufriendo él mismo, en la Persona de su Hijo, su castigo en la cruz y así permaneciendo fiel a su naturaleza como un Dios justo. Al mismo tiempo, su sufrimiento en la cruz mostró de una manera asombrosa su amor y misericordia. El mismo Dios, en su misericordia y amor infinitos, decidió desde toda la eternidad sufrir, él mismo, el castigo justo por nuestros pecados, y así permanecer un Dios infinitamente justo, pero al mismo tiempo, mostrándose como un Dios infinitamente amoroso y misericordioso.

Ya muerto en la cruz, después de tres días, el Hijo de Dios hecho hombre resucitó de entre los muertos y entró en la gloria de Dios, la primicia de la resurrección de los muertos en el último día. En esta resurrección en la gloria del último día vemos que su gran sacrificio de sí mismo para el perdón de nuestros pecados fue aceptado por el Padre. Todos los que creemos en él y recibimos el bautismo, invocando los méritos de su muerte por nosotros en la cruz, somos salvos de nuestros pecados y de la pena de la culpabilidad, para resucitar ahora en él y vivir una vida nueva en su luz. Su resurrección, pues, vino a ser nuestra iluminación. Redimidos por medio de nuestra fe por su sangre derramada en la cruz en propiciación por nuestros pecados, somos ahora iluminados por el resplandor de su resurrección. Él resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), iluminándonos por dentro por una luz no de este mundo.

Ahora Dios quiere que obedezcamos su voluntad si queremos permanecer y crecer en esta luz y paz celestiales, y su primer mandamiento es que lo amemos con todo nuestro corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30). Esto quiere decir que vivamos sólo para él, y que él sea el único placer de nuestra vida, en la medida que esto es posible, para que no dividamos nuestro corazón, tratando de amar también los placeres mundanos. El que quiere andar en la luz de Cristo tiene que obedecerlo (Jn 8, 12), y esto quiere decir sobre todo obedecerlo al guardar su primer mandamiento. Si queremos santificarnos y crecer en este amor, viviremos una vida austera, renunciando a los placeres innecesarios del mundo y de la mesa por el amor a Dios, para tener un corazón indiviso en nuestro amor por él, no dividido entre él y los placeres de este mundo.

Y en segundo lugar, si queremos santificarnos, guardaremos el segundo mandamiento, que es amar a nuestro prójimo (Mc 12, 31), derramando nuestra vida para ayudar, salvar, y renovar a nuestros hermanos, usando los dones e inspiraciones que Dios nos ha dado.

Así resucitaremos con Cristo a una vida nueva y transformada para ser una nueva creación, nuevas criaturas, hombres nuevos. Pero si caemos en una imperfección o pecado y experimentamos otra vez la ira de Dios (Rom 1, 18) y su disciplina (Heb 12, 5-11), tenemos que arrepentirnos otra vez e invocar de nuevo los méritos de su muerte en la cruz; y hacemos esto sobre todo en el sacramento que Cristo nos dejó para esto, el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23). Hoy Cristo dio a sus apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar nuestros pecados cuando dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos” (Jn 20, 23). Por medio de

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este sacramento, podemos saber sin duda alguna que hemos sido perdonados, y podemos sentirnos verdaderamente perdonados. Este sacramento es uno de los dones más importantes que Cristo nos ha dejado para ser salvos de nuestros pecados y de la culpabilidad, y resucitar con él a una vida nueva e iluminada.

LA REGENERACIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

Lunes, 2ª semana de Pascua Hch 4, 23-31; Sal 2; Jn 3, 1-8

“De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn 3, 3).

Nuestra fe en Jesucristo nos transforma, es decir, nos hace verdaderamente nuevos y justos. Nuestra justificación por la fe, y no por nuestras propias obras, va acompañada por una regeneración interior de todo nuestro ser cuando creemos en Jesucristo. Es decir, la santificación acompaña la justificación, con el resultado de que al ser justificados por la fe, somos al mismo tiempo nacidos de nuevo y de lo alto. Nuestro nacimiento de nuevo muestra que nuestra justificación obra un verdadero cambio en nosotros. Dios actúa un lavamiento de regeneración en nosotros, como dice san Pablo, diciendo que Dios “nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo” (Tito 3, 5).

Nuestra condición en Jesucristo es totalmente nueva y diferente de antes. Ahora somos justificados y santificados, es decir, hechos verdaderamente nuevos, justos, y santos, y puestos en un proceso largo de crecimiento en la santidad. Somos también nacidos de nuevo, es decir, regenerados. El cambio que Dios hace en nosotros es real. Somos hechos una nueva creación (2 Cor 5, 17), hombres nuevos (Ef 4, 22-24). Por eso san Pablo dice: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rom 6, 11).

Cristo murió para destruir el pecado, librarnos de la culpabilidad que nos deprime, y darnos una vida nueva sin pecado. Él pagó nuestra deuda según la ley. Por eso nosotros no tenemos que pagarla otra vez ahora, siendo ya librados del castigo debido a nuestros pecados porque él lo sufrió en lugar de nosotros. Y él resucitó para que resucitemos con él a una vida nueva, regenerada, y nacida de nuevo, en que buscamos ahora las cosas de arriba, y no más las de la tierra (Col 3, 1-2).

Morimos en su muerte a nuestros pecados, siendo librados del pecado por su muerte, y resucitamos en su resurrección para andar en la “novedad de vida” (Rom 6, 4), es decir, para vivir una vida nueva, santa, justificada, justa, y renacida. Somos, pues, personas regeneradas en Jesucristo.

Si fuimos bautizados como infantes, tenemos que actualizar nuestra fe ahora como adultos para activar nuestra regeneración, y así empezar a vivir una vida verdaderamente nueva y diferente de la de los que no creen en Jesucristo. Debemos evitar el pecado para ser felices con Dios y vivir en su amor, y no bajo su ira. Pero si caemos en una

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imperfección o pecado, podemos acudir a su sangre derramada por nosotros en sacrificio, para ser perdonados y sanados otra vez, y experimentar de nuevo su amor.

Ahora, pues, Cristo nos llama a vivir como personas nacidas de nuevo y de lo alto por nuestra fe en él.

TODA SALVACIÓN VIENE SÓLO POR MEDIO DE JESUCRISTO CRUCIFICADO Y RESUCITADO

Jueves, 2ª semana de Pascua

Hch 5, 27-33; Sal 33; Jn 3, 31-36

“El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Jn 3, 36).

El Hijo de Dios es nuestra salvación de la ira justa de Dios por nuestros pecados. Él fue enviado a nosotros por el Padre para salvarnos de su ira justa, santa, y necesaria, porque el que no cree en el Hijo, “la ira de Dios está sobre él” (Jn 3, 36). El Hijo fue el medio que Dios usó para salvarnos de su propia ira, y perdonarnos en vez de castigarnos por nuestros pecados. Por medio del Hijo, Dios pudo perdonarnos —por nuestra fe en él— y al mismo tiempo castigar nuestros pecados en el Hijo, en vez de en nosotros porque él fue nuestra sustitución ante el Padre, y Dios hizo a él lo que de otro modo hubiera hecho a nosotros. Por eso es importante creer en el Hijo si queremos ser perdonados y reconciliados con Dios.

Así recibimos alivio de nuestra pena y depresión de culpabilidad, y júbilo de espíritu al ser reconciliados con Dios y en paz con él; y nuestra conciencia deja de acusarnos, dándonos paz en nuestro corazón. Este estado de paz con Dios por medio del perdón de nuestros pecados es el comienzo de la vida eterna. En el Hijo tenemos esta vida de Dios en nosotros, y viviremos eternamente con él. Así dice el evangelio hoy, diciendo que “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn 3, 36). Y san Juan dice en su primera carta que “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn 5, 12). De hecho, si creemos en el Hijo, no vendremos a condenación, mas ya hemos pasado de muerte a vida (Jn 5, 24). Ya hemos empezado a vivir eternamente con Cristo de antemano en medio de esta vida vieja.

Los santos del Antiguo Testamento también tenían al Hijo por medio de su esperanza y fe (Jn 8, 56), y por eso “Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia” (Rom 4, 3; Gen 15, 6), como dice san Pablo. Él fue justificado por su fe, como nosotros.

San Pedro dice hoy al concilio: “A éste Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas” (Hch 5, 31). Sólo por medio de la muerte y la resurrección de Jesucristo viene el perdón de pecados, porque, como dice san Pedro: “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4, 12). Aun los paganos, si son salvos (ver el libro de Jonás), será por su fe, y su salvación vendrá por medio de la muerte en la cruz de Jesucristo, y por su resurrección, aunque ellos no saben esto, como tampoco Abraham no lo supo.

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Es, sin embargo, sumamente importante que Jesucristo y su muerte salvadora en la cruz y su resurrección que restaura nuestra vida sean predicados a “toda criatura” (Mc 16, 15), y que hacemos “discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19), como Cristo resucitado nos dijo, para que tengan la seguridad de su salvación en Cristo, el alivio del perdón de sus pecados, y la alegría de vivir ahora con Dios en Jesucristo su Señor y Salvador.

LA CONSOLACIÓN EN MEDIO DE LA PERSECUCIÓN

Viernes, 2ª semana de Pascua Hch 5, 34-42; Sal 26; Jn 6, 1-15

“Y ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta, por causa del Nombre” (Hch 5, 41).

Los apóstoles Pedro y Juan fueron perseguidos y azotados por haber desobedecido la advertencia del concilio de no hablar más de Jesús (Hch 4, 17; 5, 40). Ellos desobedecieron a los hombres para poder obedecer a Dios, porque han sido enviados por Dios a predicar a Cristo. Así, pues, los apóstoles dijeron al concilio: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20), y “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Por su desobediencia a los hombres, fueron azotados (Hch 5, 40); pero por su obediencia a Dios, fueron consolados. Por eso “salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre” (Hch 5, 41).

Vemos, pues, su alegría al ser azotados por Cristo. Fueron consolados por Dios en medio de sus padecimientos, “Porque —dice san Pablo— de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación” (2 Cor 1, 5). “…así como sois compañeros en las aflicciones —dice san Pablo—, también lo sois en la consolación” (2 Cor 1, 7).

Jesús nos preparó para esto, diciendo: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). No podemos seguir a Jesucristo con todo nuestro corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30), y no ser perseguidos por el mundo. Es imposible. La vida de Cristo crucificado es la pauta de la vida de sus seguidores también. De veras, como dice san Pablo, “todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Tim 3, 12). Y la vida de san Pablo ilustra esto abundantemente.

Pero ¿cuántos tratan de evitar esta persecución al dejar de obedecer a Dios, y al vivir como todo el mundo? Ellos se avergüencen a dar testimonio a Cristo por su manera de vivir; y él se avergonzará a dar testimonio a ellos también (Mc 8, 38).

Cuando, por ejemplo, predicamos la verdad que el pueblo necesita oír, siempre habrá los que rechazarán nuestra predicación y nos atacarán y perseguirán. Cristo causa división (Lc 12, 51). Los que lo obedecen serán rechazados por los que lo desobedecen.

Pero este es el camino verdadero del discípulo de Jesucristo. No somos más del mundo. Él nos eligió del mundo (Jn 17, 14.16). Por eso no debemos vivir como el

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mundo, vidas que son una búsqueda inacabable de placer. Y al dejar de vivir como vive el mundo, el mundo no nos entenderá más. Así es la vida de un verdadero discípulo de Jesucristo. Pero es también una vida llena de consolación divina y paz celestial. Dios nos recompensa, aun en esta vida, si lo seguimos al caminar este camino de padecimiento en este mundo. Y nuestro galardón será grande en el futuro (Mt 5, 12).

EL MINISTERIO DE LA PALABRA

Fiesta de san Marcos, evangelista, 25 de abril 1 Pd 5, 5-14; Sal 88; Mc 16, 16-20

“No es justo que nosotros dejemos la palabra de Dios, para servir a las mesas… Y nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la palabra” (Hch 6, 2.4).

San Marcos fue un apóstol y evangelista, un ministro de la palabra. En su vida vemos la importancia de la oración y del ministerio de la palabra como un trabajo o vocación de plena dedicación en que un hombre emplea todo su tiempo y energía. Por eso los apóstoles no querían servir a las mesas en la distribución diaria a las viudas pobres, porque para hacer esto tendrían que dejar sus oraciones y su ministerio de la palabra, y creían que esto no sería justo. Por eso ordenaron a siete hombres para este servicio. Vemos aquí, pues, que la idea y la práctica de un ministerio de plena dedicación a la oración y a la palabra empezaron muy temprano en la Iglesia primitiva. Y esto ha sido algo que continuaba así por toda la historia de la Iglesia.

¡Qué importante, pues, es este ministerio de la palabra, eslabonado a la vocación de la oración! Los monjes tienen la vocación de dedicarse a la oración, eslabonada normalmente al trabajo manual. Pero los apóstoles y sus sucesores, que son los obispos y los sacerdotes, tienen la vocación de dedicarse plenamente a la oración, eslabonada al ministerio de estudiar y predicar la palabra de Dios. Por eso no tienen tiempo para servir a las mesas o para hacer otros servicios manuales, que deben ser encargados a otras personas, a otros asistentes, o a los que se ofrecen voluntariamente para estos servicios dentro de la comunidad cristiana.

¡Qué importante es, entonces, que nosotros, que hemos heredado esta vocación de la oración y del ministerio de la palabra, nos dediquemos plenamente a este trabajo con fidelidad, leyendo buenos libros de teología, estudios sobre las escrituras, y sermones de los grandes predicadores del pasado y del presente, y que preparemos con diligencia nuestros sermones para que alimenten de veras al pueblo de Dios! ¡Qué importante es también que nos dediquemos a la liturgia de las horas, a la lectura meditativa de las escrituras, a la lectura espiritual, y a los tiempos de contemplación silenciosa durante el día!

¡Qué importante es, además, que vivamos una vida digna de nuestra vocación, viviendo simple y austeramente, buscando nuestra alegría sólo en Dios, no en los placeres de este mundo! ¡Qué importante, entonces, es que no perdamos tiempo en diversiones mundanos, mirando el televisor, yendo al cine, etc., que sólo dividen nuestro corazón! Nuestra vida, más bien, debe ser una vida de plena dedicación a la oración y al ministerio

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de la palabra, sin desviarnos ni para servir a las mesas, ni para hacer otro trabajo manual, ni para buscar nuestra alegría en las diversiones seculares y mundanos.

EL MISTERIO PASCUAL

3 domingo de Pascua Hch 3, 13-15.17-19; Sal 4; 1 Jn 2, 1-5; Lc 24, 35-48

“…y les dijo: Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lc 24, 46-47).

La muerte y la resurrección de Jesucristo es un solo misterio, el misterio pascual, el misterio por el cual nuestros pecados son perdonados, y nosotros salvos. Este misterio fue conocido por Dios y planificado así desde antes de la creación del mundo (1 Pd 1, 20). No fue un accidente o una tragedia que Dios sólo permitió y conoció anteriormente, sino fue el plan definitivo de Dios, deseado y escogido por él, para nuestra salvación.

No es que Jesús vino sólo para enseñarnos, y desafortunadamente fue matado en el proceso por el pueblo. Tampoco fue su muerte sólo un ejemplo de cómo Jesús derramó su vida hasta la muerte por amor a nosotros, ni tampoco fue sólo un ejemplo de cómo Dios nos perdona todo, aun la matanza de su propio Hijo, ni tampoco fue sólo un ejemplo de cómo Jesús, en su gran amor por nosotros, perdonó aun a sus verdugos.

Más bien Dios lo planificó deliberadamente así, porque sólo por la muerte y la resurrección de su Hijo pudiéramos ser salvos, y nuestros pecados adecuadamente perdonados, expiados, y totalmente propiciados. Su muerte no fue un accidente trágico, sino el medio deseado y escogido por Dios, por el cual él pudo perdonar nuestros pecados y aún permanecer un Dios justo que castiga todo pecado. Por eso san Pedro dice que “a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis” (Hch 2, 23).

Dios lo quiso y lo planificó así, para que la ley pudiera ser establecida (Rom 3, 31) y cumplida en nosotros (Rom 8, 4). La ley de Dios exige el castigo del pecador. Este castigo tuvo lugar por nosotros en la muerte del Hijo de Dios, que era nuestro representante. Así la ley fue cumplida en él por nosotros, y él “condenó al pecado en la carne” (Rom 8, 3), es decir, en su propia carne en la cruz. Así él tuvo que morir, según el plan de Dios, “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Rom 8, 4).

Su muerte no fue un accidente, sino fue necesaria para nuestra salvación, y Dios nos preparó para esto por medio de los profetas, como afirma san Pedro hoy, diciendo: “Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer” (Hch 3, 18). Y el mismo Jesucristo nos dice la misma cosa hoy, que “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos” (Lc 24, 46). Su muerte fue el medio necesario, por el cual Dios nos pudo perdonar justamente de nuestros pecados.

Cristo, pues, murió por nuestros pecados. Él fue la “propiciación” por nuestros pecados, como dice san Juan hoy (1 Jn 2, 2). Como la propiciación dada por Dios, él satisfizo la justicia de Dios y de la ley de Dios por nosotros. Él propició esta justicia. Él

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propició la ira justa, santa, y necesaria de Dios contra todo pecado en su muerte en la cruz. Él satisfizo esta justicia necesaria.

Entonces al tercer día, él resucitó para completar este misterio pascual, este misterio de nuestra salvación. Librados y perdonados justamente de nuestros pecados en la muerte de Cristo, ¿qué sucederá entonces con nosotros? Él resucitó para esto, para que librados de nuestros pecados en su muerte, pudiéramos resucitar con él a una vida nueva y resucitada en su resurrección.

Así, pues, su muerte es nuestra muerte al pecado, y su resurrección es nuestra resurrección a una vida nueva y resucitada. Así el misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo nos renueva completamente, y nos da una vida nueva en el Espíritu, para que vivamos en adelante según el Espíritu, y no más según la carne.

Cristo nos dio, pues, un nuevo tipo de vida en este mundo. Es la vida de los que han nacido de nuevo en Jesucristo. Es una vida centrada en Dios, y vivida sólo para Dios. Es, además, una vida en que tenemos que crecer mucho. Es una vida en que estamos en un proceso largo de santificación. Esto quiere decir que tenemos que aprender paso a paso cómo vivir sólo para Dios en este mundo.

Aprendemos que hay muchas cosas que tenemos que dejar, renunciar, y sacrificar ahora si queremos vivir verdaderamente sólo para Dios en cada aspecto de nuestra vida. Cosas, por ejemplo, que antes hicimos sólo para el placer, aprendemos ahora que no debemos seguir haciéndolas.

Poco a poco, pues, nuestra vida cambia radicalmente, y viene a ser un testimonio visible del evangelio que creemos y predicamos a los demás. Y entendemos que tenemos una misión a los demás, para compartir esta alegre nueva con ellos también por medio de nuestra palabra, respaldada por el testimonio de nuestra nueva manera de vivir. Y vemos que una palabra respaldada así por el testimonio personal de nuestra nueva manera de vivir tiene mucho poder.

Así, pues, muertos en la muerte de Cristo a nuestros pecados, y resucitados en la resurrección de Cristo a una vida nueva y resucitada, venimos a ser nuevas criaturas, hombres nuevos, una nueva creación en Jesucristo, con una misión al mundo. Tenemos ahora un evangelio a predicar y un ejemplo a dar para la salvación del mundo, para su transformación por medio del misterio pascual en la nueva creación (2 Cor 5, 17; Apc 21, 5).

ÉL RESUCITÓ VICTORIOSO SOBRE LA MUERTE

Lunes, 3ª semana de Pascua Hch 6, 8-15; Sal 118; Jn 6, 22-29

“Entonces le dijeron: ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 28-29).

Todavía estamos meditando sobre la resurrección de Jesucristo y su significado para nosotros. Sus oyentes hoy quieren saber lo que ellos deben hacer, porque Jesús les había dicho: “Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna

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permanece” (Jn 6, 27). Quieren saber lo que deben hacer, pues, para trabajar por la comida que permanece, y él les dice que deben creer en el que Dios ha enviado. Y ¿qué deben creer con respecto a él? No sabrán claramente lo que deben creer hasta que él resucite de la muerte y les envíe el Espíritu Santo para abrir su entendimiento.

Somos nosotros, junto con los primeros cristianos, los que ya por fin podemos entender lo que debemos creer sobre él. Debemos creer que Jesucristo es el único Hijo de Dios, y que vino al mundo principalmente para morir en la cruz en castigo por todos los pecados de todo tiempo.

La muerte es el castigo del pecado (Gen 2, 17). Dios dijo a Adán: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gen 2, 17). Ahora, pues, Jesús sufrió este castigo de la muerte al ser crucificado como malhechor. Pero él no tenía pecado alguno personalmente, sino todos nuestros pecados fueron cargados en él, y él, siendo el único Hijo de Dios, sufrió su castigo por nosotros, para librarnos de este castigo de la muerte, del fuego eterno, y de la culpabilidad. Habiendo cumplido este sufrimiento, el destruyó este castigo para todos los electos. Él destruyó la muerte porque él pagó con su muerte la deuda de todos los que creen en él. Por eso la misma muerte fue destruida para ellos en su muerte. No tendrán que sufrirla más.

Habiendo destruido la muerte, él resucitó triunfante sobre la muerte. Su resurrección muestra su victoria sobre la muerte. Él es ahora eternamente victorioso sobre la muerte para todos los que creen en él. Para los que están en Cristo, pues, la muerte es vencida y cambiada. No es más la puerta de entrada al fuego eterno, sino ahora la puerta hacia la vida eterna con Dios.

¡Qué importante es, entonces, ser en Cristo por creer en él! Por nuestra fe en él somos librados de la muerte como castigo, y resucitamos con él para una vida nueva. Vivimos ahora en Cristo resucitado, y en él somos victoriosos sobre la muerte. Este castigo se ha terminado para nosotros. En su muerte él nos libró de la ira de Dios y de su castigo por nuestros pecados. Nosotros, pues, somos victoriosos en su victoria. Por medio de su victoria —que es su resurrección— andamos en la “novedad de vida” (Rom 6, 4). La muerte como castigo no existe más para nosotros que creemos en Cristo. Su muerte nos libró de la muerte, y en su resurrección resucitamos a una vida nueva y resucitada en él.

EL PAN DE VIDA

Jueves, 3ª semana de Pascua Hch 8, 26-40; Sal 65; Jn 6, 44-51

“Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (Jn 6, 51).

Jesucristo nos da “el pan vivo” (Jn 6, 51) o “el pan de vida” (Jn 6, 48) para que tengamos la vida eterna (Jn 6, 54), para que vivamos para siempre (Jn 6, 51), y para que no muramos (Jn 6, 49). Este pan viene del cielo, y descendió al mundo para que lo

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comamos. El mismo Jesucristo es este pan. El pan del cielo es su carne y su sangre. Debemos comer su carne y beber su sangre para tener vida en nosotros (Jn 6, 53) y para permanecer en él, y él en nosotros (Jn 6, 56).

Aunque él no explica esto en este tiempo, aun así sabemos que su carne y su sangre, que comemos y bebemos, es la eucaristía, porque él nos dio pan, diciendo: “esto es mi cuerpo” (Mc 14, 22), y sobre la copa de vino dijo: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada” (Mc 14, 24).

La eucaristía es un don precioso que Jesucristo nos dejó para permanecer en nosotros. Ella nos da la capacidad de permanecer en él, que es su voluntad para con nosotros. Él nos dijo: “permaneced en mí, y yo en vosotros…permaneced en mi amor” (Jn 15, 4.9). Al recibir la eucaristía, recibimos a Jesucristo en nuestro cuerpo y espíritu, y él nos llena de su amor.

Por la eucaristía podemos ser unidos íntimamente con él en la contemplación silenciosa y en la oración de unión, que llenan nuestro espíritu de luz. En este estado de unión con él, no tenemos más hambre o sed, porque él nos sacia completamente. Sólo disfrutamos de él. Por eso nos dijo: “Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Jn 6, 35).

Aun cuando no lo experimentamos tan fuertemente como lo experimentamos en la contemplación silenciosa o en la oración de unión, aun así no tenemos hambre por él, porque sabemos que él todavía está con nosotros cada momento, dirigiéndonos en todo, y enseñándonos cada día. Y sabemos que volveremos a experimentarlo así otra vez, cuando él quiera, en esta luz interior que tanto llena y quema nuestro corazón.

¡Qué importante, entonces, es celebrar y recibir la eucaristía con frecuencia, aun cada día, para que Cristo sea realmente nuestro pan de cada día, el pan de vida, poniendo la vida de Dios en nuestro cuerpo y corazón cada mañana, para nuestra iluminación y transformación en hombres nuevos, haciéndonos una nueva creación! Así, pues, ofrecemos cada mañana el único sacrificio del Nuevo Testamento, que es el único sacrificio del único Hijo de Dios en el Calvario, para nuestra justificación, y recibimos el pan de vida, que es su cuerpo y su sangre, para nuestra iluminación.

EL SILENCIO CONTEMPLATIVO DE SAN JOSÉ, OBRERO

Memoria de san José, Obrero, 1 de mayo Gen 1, 26 – 2, 3; Sal 89; Mt 13, 54-58

“¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mt 13, 55).

Hoy honramos a san José, el padre adoptivo de Jesucristo. Él fue un pobre carpintero, un obrero, y hoy lo honramos sobre todo como obrero, modelo para todos los obreros.

El trabajo tiene gran valor y dignidad. La tradición monástica siempre ha hecho hincapié en el trabajo de todo tipo, pero sobre todo en el trabajo manual, como el de un carpintero. El monacato ha visto gran valor en el trabajo sencillo y manual, hecho en silencio, como un medio de enfocar la mente y el cuerpo en algo sencillo que da la inteligencia y el corazón la oportunidad de enfocarse en Dios. Podemos contemplar sentados en silencio por varias horas durante el día, pero es posible extender nuestra

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oración por muchas más horas por medio del trabajo silencioso. Así podemos extender nuestra oración por todo el día sin fatiga, y al mismo tiempo sostenernos físicamente, ganando nuestro pan diario por el sudor de nuestro rostro.

San José es un símbolo para nosotros de todo esto, de la dignidad del trabajo, sobre todo del trabajo manual. Pero san José, del cual nunca oímos ni siquiera una sola palabra en los evangelios, es también un símbolo y modelo para nosotros del silencio contemplativo. Vemos ilustrada en él una vida sencilla y pobre de silencio contemplativo y trabajo manual.

Esto es el ideal monástico: una vida sencilla y austera, enfocada sólo en Dios, de silencio contemplativo, en que nuestra contemplación es extendida por todo el día por medio de nuestro trabajo silencioso y contemplativo, en que oramos mientras trabajamos con nuestras manos. Los monjes, pues, eran imitadores de san José, el obrero sencillo y silencioso, en su trabajo monástico típico de copiar manuscritos y cultivar la tierra, viviendo en pobreza evangélica, sólo para Dios, con Dios como su único placer, renunciando a los placeres de este mundo. Así vivía san José, en pobreza, silencio, y trabajo, amando a Dios con un corazón indiviso, no dividido por los placeres de este mundo.

El trabajo intelectual, como el escribir sermones o el predicar, es también importante y enfoca nuestra mente y corazón en Dios. Y la preparación que hacemos para esto en silencio es una forma de meditación y contemplación.

San José es también para nosotros un modelo de la contemplación silenciosa, enfocada sólo en Dios o en Jesucristo, sin trabajar, sino sólo sentados en oración. Sin duda, él oraba así delante del pesebre en la cueva de Belén, iluminado por el Verbo hecho carne en frente de él, en el silencio de la noche, en sencillez, lejos del mundo con sus distracciones y placeres. Esta forma de oración sin ideas, sin palabras, es muy importante. En este tipo de oración silenciosa experimentamos con frecuencia el amor de Dios en nuestro corazón de una manera brillante, que nos sacia de amor y luz. Vemos, pues, también en san José nuestro modelo para esta contemplación pasiva e iluminada, la oración de unión, en el silencio de la noche, iluminada por el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros.

LAS PALABRAS DE VIDA ETERNA

Sábado, 3ª semana de Pascua Hch 9, 31-42; Sal 115; Jn 6, 60-69

“Le respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).

Los discípulos no pudieron entender las palabras de Jesucristo sobre el pan de vida, y por eso muchos de ellos “volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Jn 6, 66). Pero Simón Pedro decidió permanecer con él, aunque él también no entendió bien en este tiempo este discurso. Pero él supo de las otras palabras de Jesús que él tiene “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). De todos modos, esta respuesta de Pedro tiene gran significado para

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nosotros: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). ¿Cuáles, pues, son estas palabras de vida eterna?

Dios lo envió a Jesucristo a nosotros para mostrarnos el camino para volver a Dios. Hemos caído en pecado en Adán, y por eso estamos lejos de Dios y culpables por su pecado y por nuestros pecados. No tenemos la vida eterna en nosotros. Somos bajo la ley y su maldición de muerte por nuestros pecados. No tenemos esperanza, sino somos condenados a la muerte eterna por nuestros pecados.

En todo esto, Dios se reconcilió a sí mismo con nosotros al enviarnos a su único Hijo, y si creemos en él, viviremos y seremos salvos. Seremos entre sus electos para recibir su salvación, ser rescatados del pecado y de la maldición de la ley, y heredar la vida eterna.

Estas son las palabras de vida eterna que Jesucristo tiene para nosotros que creemos en él. Él nos enseña que él es nuestra salvación del pecado, de la culpabilidad, y de la maldición de la ley, que es la muerte. Él es nuestra redención de la muerte. Él vino “para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). Él paga el precio para nuestra manumisión de la esclavitud. Él paga a la ley y a la justicia divina nuestra deuda de la muerte con su sangre derramada en la cruz. Él redime de la muerte a todo hombre que cree en él. Todo el que cree en él es uno de sus elegidos, predestinados para vida eterna. Es por eso que él vino al mundo, para que estas palabras de vida eterna sean predicadas a cada criatura (Mc 16, 15), para manifestar quiénes son sus electos. Los que creen en él son sus electos.

Lo que sus electos creen sobre él es que él es nuestra sustitución ante Dios, pagando por nosotros nuestra deuda de la muerte por nuestros pecados, para librarnos de este pago. Nuestra deuda a la ley y a la justicia divina fue la muerte. Muriendo, él la pagó por nosotros; por eso nosotros que creemos en él somos ahora libres de este pago. Y así somos manifestados como sus electos, predestinados desde toda la eternidad para la vida eterna. Ahora, pues, en él tenemos esperanza. Somos librados justamente de nuestra culpabilidad. Esto nos da júbilo de espíritu, la verdadera alegría de los redimidos, predestinados para la gloria. Él nos asegura de nuestra salvación (Rom 8, 30.33); y esto es lo que nos da alegría de espíritu. En él somos salvos, y lo seguimos porque él tiene estas palabras de vida eterna.

EL BUEN PASTOR

4º domingo de Pascua

Hch 4, 8-12; Sal 117; 1 Jn 3, 1-2; Jn 10, 11-18

“Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas” (Jn 10, 11). En este bello tiempo de Pascua, meditamos hoy sobre la imagen de Jesucristo el buen

pastor, que da su vida por sus ovejas. Nosotros somos sus ovejas, y él da su vida por nosotros, para que vivamos por medio de él y tomemos vida de él (Jn 1, 16). “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él” (1 Jn 4, 9). Él es nuestra vida. Estamos en él, y él vive en nosotros. Él dio su vida para estar en nosotros. Él nos dio su cuerpo sacramentado en la eucaristía para que lo comiéramos y así viviéramos en él, y él en nosotros. Él quiere

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que vivamos en él y por medio de él. “…porque yo vivo —dijo—, vosotros también viviréis” (Jn 14, 19). Tomamos, pues, nuestra vida de él (Jn 1, 16), la vida de Dios, que él nos dio. “…yo vivo por el Padre —dijo—, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Jn 6, 57). Él es nuestra vida.

Así, pues, Jesucristo dio su vida por sus ovejas como un buen pastor. Tomamos vida de él, de su plenitud (Jn 1, 16), y así permanecemos en su amor, como él permanece en el amor de su Padre (Jn 15, 9). Como él vive por medio de su padre, tomando vida de él, asimismo nosotros vivimos por medio de Cristo, tomando vida de Cristo, y así vivimos en su amor. Así recibimos nuestra vida nueva en el Espíritu por medio de Cristo.

Cristo dio su vida por nosotros al ofrecerse como un sacrificio de amor a su Padre. Este único sacrificio adecuado de sí mismo como el único Hijo de Dios nos salvó y reconcilió con Dios. El resultado es que Cristo resucitado nos envió del Padre el Espíritu Santo para renovarnos y llenar nuestros corazones del amor de Dios (Rom 5, 5).

¡Cuánto necesitamos el Espíritu Santo y la eucaristía, que es el cuerpo y la sangre, la persona y la vida de Jesucristo, con todo su amor, habitando en nuestros corazones, iluminándolos! Él nos salva de nuestros pecados e imperfecciones, que nos entristecen, y entenebrecen nuestro espíritu. Él viene a nosotros cada día para salvarnos de nuevo de esta oscuridad, iluminándonos siempre de nuevo con su vida y amor, y con su don siempre nuevo del Espíritu Santo, que nos renueva y regocija.

Jesucristo, que dio su vida por nosotros como nuestro buen pastor, nos justifica delante de Dios, haciéndonos nuevos, limpios, perdonados, e iluminados. Él resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6), y nos hace resplandecientes, vistiéndonos de su propia justicia y santidad. Él es la cura definitiva de nuestra conciencia culpable, porque en su muerte, él destruye nuestra culpabilidad por nuestros pecados e imperfecciones, que nos entristecen.

Él dio su vida por nosotros para salvarnos de la muerte de nuestro espíritu, para propiciar y aplacar la ira de Dios contra nuestros pecados. Su muerte en sustitución por nosotros nos libró de la muerte de nuestro espíritu, y quitó nuestra pena de culpabilidad. En su muerte, morimos, pues, a la muerte. Su muerte destruyó nuestra muerte, muriendo él en vez de nosotros, cargado de nuestros pecados, sufriendo su castigo por nosotros y en vez de nosotros. Su muerte, pues, destruyó la muerte para todos sus electos.

Por eso resucitó de la muerte al tercer día victorioso sobre la muerte, Satanás, y el pecado. Resucitó para que nosotros resucitemos en él a una vida nueva, para vivir una vida resucitada en él, llenos de su amor y del Espíritu Santo. Así permaneceremos en su amor (Jn 15, 9) al andar en la “novedad de vida” (Rom 6, 4) en la luz de su resurrección. Como morimos con él a nuestros pecados, asimismo resucitamos con él para una vida nueva, iluminada por su amor.

De verdad, como san Pedro dice hoy, “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4, 12). De verdad, no hay otro que sufrió nuestro castigo por nosotros, dando su vida por sus ovejas. Él es el único que ha hecho esto, y el único que ha podido hacer esto, porque sólo el único Hijo de Dios, igual al Padre, pudo hacer esto, pudo sufrir el castigo debido a nuestros pecados, para que fuésemos librados de este sufrimiento y del pecado, y hechos nuevos y resplandecientes delante de Dios.

Sólo Dios pudo hacer esto para nosotros, renovándonos así; y sólo pudo hacerlo como hombre; y Dios se encarnó como hombre una sola vez para cada hombre de cada nación y

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religión. Hay un solo único Hijo de Dios hecho hombre. Y él se encarnó para cada nación, cultura, y religión. Él quiere que todos vengan a él. Es por eso que dijo: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15). Predicamos el evangelio a todos, pues, para que todos tengan esta oportunidad de ser salvos y venir a una vida nueva en él, con sus pecados perdonados y su culpabilidad quitada.

Jesucristo es nuestro buen pastor, que nos dijo que “nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn 14, 6). Él es el camino, la verdad, y la vida, y nadie viene al Padre sino por él. Él dio su vida por nosotros, para que vayamos al Padre por él. “Pongo mi vida por las ovejas”, dijo (Jn 10, 15). Vayamos, pues, a él, que es nuestro buen pastor.

NO HAY OTRO NOMBRE

Lunes, 4ª semana de Pascua Hch 11, 1-18; Sal 41-42; Jn 10, 1-10

“Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Jn 10, 9).

Jesucristo es la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7). Nosotros somos las ovejas. Si pasamos por esta puerta, dada a nosotros por Dios, seremos salvos y hallaremos pastos. Para esto vino Jesucristo al mundo, enviado por el Padre. Vino para que tengamos vida, y para que la tengamos en abundancia (Jn 10, 10).

Hay sólo una puerta, y todas las ovejas tienen que pasar por esta única puerta si quieren hallar pastos y ser salvos. Jesucristo es la única puerta dada a los hombres para que sean salvos. Sólo los que pasan por él serán salvos, porque “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4, 12). Es por eso que Pedro fue enviado hoy a predicar a Cristo a Cornelio. Un ángel fue enviado a Cornelio, diciéndole que Pedro “te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa” (Hch 11, 14). Cuando Pedro les predicó a Cristo, el Espíritu Santo cayó sobre ellos, y Pedro fue sorprendido a ver que “también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida” (Hch 11, 18).

Esto fue un nuevo descubrimiento para los discípulos, que al principio fueron todos judíos. Vieron que cuando predicaban a Cristo a los gentiles, ellos también recibieron el Espíritu Santo y “hablaban en lenguas” (Hch 10, 46), exactamente como ellos mismos. Vieron, pues, que deben predicar a Cristo también a los gentiles para que ellos también puedan ser salvos y tener sus pecados perdonados al invocar su nombre. Pedro predicó a los amigos de Cornelio, diciendo: “De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hch 10, 43).

Cristo vino al mundo para que esta alegre nueva sea predicada a “toda criatura” (Mc 16, 15), para que todos —no sólo los judíos— tengan la oportunidad de tener sus pecados perdonados al invocar con fe su nombre, y así ser salvos y asegurados de vida eterna.

No hay diferencia entre los judíos y los gentiles en el asunto de la justificación y la salvación. Todos, por naturaleza, son bajo la ira de Dios y la maldición de la ley por el pecado de Adán y por sus propios pecados. Sólo Jesucristo ha cumplido perfectamente la ley, y sólo él sufrió su maldición por todos los electos. Y todos los que creen en él son

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sus electos y serán perdonados por su fe (Hch 10, 43). La ley exigió la muerte como castigo del pecado, y Cristo murió por todos sus electos, cumpliendo así por ellos este requisito de la ley. Así, pues, cuando un gentil cree en él, la muerte de Cristo paga la deuda del pecado y de la muerte por este gentil. Jesucristo, pues, es el Salvador de los gentiles igual que de los judíos, y por eso debe ser predicado a “cada criatura” (Mc 16, 15). Debemos, pues, dar a todos esta oportunidad de tener “vida en abundancia” (Jn 10, 10). Los que aceptan nuestra predicación son los electos, predestinados a vida eterna. Debemos hacer conocida esta única puerta de salvación hasta los confines de la tierra.

LA NOVEDAD DE VIDA

Jueves, 4ª semana de Pascua Hch 13, 13-25; Sal 88; Jn 13, 16-20

“De la descendencia de éste, y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel” (Hch 13, 23).

Con esta lectura, estamos en los primeros días de la Iglesia, después de la resurrección, y hoy oímos el primer sermón anotado de san Pablo, que dio en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, es decir, al sur de Turquía actual.

San Pablo contó brevemente primero lo que Dios hizo para salvar a su pueblo durante su historia, hasta que por fin “levantó a Jesús por Salvador a Israel” (Hch 13, 23). Dijo que los judíos lo mataron, pero Dios lo resucitó de la muerte. Y concluyó, diciendo: “Sabed, pues, esto varones hermanos; que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hch 13, 38-39).

Así, pues, era la antigua predicación sobre Cristo—muerto y resucitado—, en quien es perdón, justificación, y salvación para “todo aquel que cree” en él (Hch 13, 39). La experiencia de estos primeros días después de la resurrección era una de renovación interior por medio de su fe en Cristo muerto y resucitado. Son muertos con él a sus pecados, y resucitados con él para una vida nueva en su resurrección. Por fe en él, la muerte de él destruyó sus pecados, y su resurrección les dio una vida nueva, iluminada, y resucitada.

San Pablo les dijo que por la ley no pudieron ser justificados delante de Dios. Esto es porque nadie pudo guardar la ley perfectamente. Siempre, pues, eran culpables ante Dios, en cuanto a la obediencia a la ley (Dt 27, 26). Sólo Jesucristo satisfizo la ley por ellos, llevando su maldición (Dt 27, 26; Gal 3, 13; Dt 21, 23) y castigo por ellos. Sólo él la cumplió perfectamente, sin pecado, y sólo él satisfizo la justicia de Dios al sufrir el castigo de la ley a favor de ellos al morir por ellos en la cruz. Por eso la ley es cumplida ahora por ellos en Jesucristo, si creen en él. Y su resurrección muestra el resultado, es decir, que ellos pueden ahora andar en la “novedad de vida” (Rom 6, 4), y vivir en el Espíritu (Rom 8, 9), resucitados con Cristo (Col 3, 1-2), con él resplandeciendo en sus corazones (2 Cor 4, 6).

Nadie logró esta justificación por la ley. La ley era demasiado difícil para ellos, y sólo multiplicó sus pecados y aumentó su culpabilidad al no poder cumplirla. Pero ahora,

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por la fe en Cristo, muerto y resucitado, esta culpabilidad es quitada de sus corazones, y su deuda de desobediencia pagada por Jesucristo en la cruz, en que él tomó el castigo de ellos y lo sufrió por ellos, y en vez de ellos, así librándolos para que anden en la luz de su resurrección.

Así era la alegría de estos primeros días de la Iglesia, y es nuestra alegría también por medio de nuestra fe en Jesucristo, en que tenemos una vida nueva e iluminada, en paz con Dios.

NADIE VIENE AL PADRE, SINO POR MÍ

Viernes, 4ª semana de Pascua Hch 13, 26-33; Sal 2; Jn 14, 1-6

“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn 14, 6).

Jesucristo es el agente enviado del Padre al mundo para que vengamos al Padre por medio de él. Él es el único Hijo de Dios, hecho hombre para revelarnos al Padre. Sólo él ha estado en el cielo con el Padre y descendió de allá para enseñarnos de Dios. No hay otro que jamás ha ascendido al cielo y volvió otra vez a la tierra para revelarnos las cosas que él ha visto personalmente allá. Así nos dijo san Juan, diciendo: “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn 1, 18). Y a Nicodemo, Jesús dijo: “Nadie subió al cielo, sino el que descendió del cielo; el Hijo del Hombre” (Jn 3, 13). Este dicho elíptico no quiere decir que Elías y Enoc (Gen 5, 24) no subieron al cielo, sino que nadie ascendió al cielo, y entonces volvió otra vez a la tierra para decirnos lo que vio allá, excepto sólo Jesús, que estaba en el cielo y descendió a la tierra para revelarnos lo que ha visto y oído del Padre.

Pero Jesús hizo mucho más que sólo esto. Él es, además, el medio por el cual venimos al Padre. “…nadie viene al Padre, sino por mí”, nos dice hoy (Jn 14, 6). Él, pues, es el camino que nos conduce al Padre, porque para ser conducidos al Padre tenemos que ser justificados primero. Esto quiere decir ser justos al cumplir la ley perfectamente, sin pecado, y resplandecer con la misma justicia del mismo Dios.

Pero san Pablo nos enseña que, empezando con Adán, nadie jamás ha podido hacer esto. Por medio de la ley, dice san Pablo, “No hay justo, ni aun uno” (Rom 3, 10), y “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” (Rom 3, 20). Esto es porque nadie ha podido guardar la ley perfectamente. Por eso Jesucristo es el único camino dado a los hombres para venir al Padre; y por tanto dijo: “nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn 14, 6).

El mismo Dios, pues, justifica al hombre por medio de la muerte de Jesucristo en la cruz cuando creemos en el Hijo y en el poder de su sacrificio. Cristo es nuestro jefe de pacto y representante, y él vivió justamente, cumpliendo toda la ley por nosotros para que su justicia sea nuestra. Y, además, puesto que la ley exige la muerte del pecador como castigo de violarla, nuestro representante cumplió también por nosotros este requisito de la ley en su muerte en la cruz, que tiene valor infinito, siendo él el único Hijo de Dios, igual en divinidad al Padre. Al creer en él, pues, somos reconciliados con Dios, nuestros

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pecados son justamente expiados en su muerte, y nosotros somos revestidos de la justicia resplandeciente del mismo Jesucristo (2 Cor 5, 21; Is 61, 10).

Los judíos antes de Jesucristo fueron también justificados por él por su fe, como lo fue Abraham (Gen 15, 6; Rom 4, 3). Todo aquel, pues, que es justificado y viene al Padre es justificado sólo por la muerte de Jesucristo en la cruz, por medio de su fe en él. Él es, pues, el camino; y nadie viene al Padre, sino por él (Jn 14, 6).

SI VEMOS A CRISTO, VEMOS AL PADRE

Sábado, 4ª semana de Pascua Hch 13, 44-52; Sal 97; Jn 14, 7-14

“Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto… El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 7.9).

Ahora Jesús habla del gran misterio de su unidad con el Padre, hasta el punto de que puede decir que “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9). Para esto, Jesús vino al mundo, para ser el eslabón entre el Padre y nosotros. Jesucristo está en nosotros, al mismo tiempo que su Padre está en él, y por eso él nos eslabona con el Padre, estando en el Padre y en nosotros. Él vino para establecer y perfeccionar esta unidad: “Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad” (Jn 17, 23). Así, pues, cuando vemos a Cristo, vemos al Padre. Él es quien revela al Padre. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn 1, 18).

¿Cómo, pues, vemos y experimentamos a Cristo, para ver al Padre al ver a él? Lo experimentamos cuando Dios nos justifica y perdona de nuestros pecados por medio de la muerte de Cristo en la cruz, por nuestra fe en él. Nosotros no podemos hacer esto a nosotros mismos. No tenemos el poder de dar alivio a nuestra propia conciencia, y de iluminarnos a nosotros mismos por dentro. Sólo Jesucristo hace esto por medio de su muerte en la cruz. Dios nos perdona y nos renueva sólo por los méritos de la muerte de su Hijo en la cruz cuando los invocamos con fe, porque Dios es justo, y no nos perdona injustamente y sin haber una expiación justa por nuestros pecados.

Pero es el mismo Dios que nos dio esta expiación en su Hijo, y por eso por medio de nuestra fe en el Hijo, el Padre nos perdona y quita de nosotros el cargo de nuestra culpabilidad, que nos deprime. Todos los santos del Antiguo Testamento fueron perdonados también sólo por medio de la muerte de Jesucristo en la cruz, por su fe y esperanza en el Mesías que había de venir. Así, por Jesucristo experimentamos el perdón y el amor del Padre.

También vemos al Padre al ver a Cristo cuando participamos en la gloria de su resurrección, resucitando con él a una vida nueva, renovada, y limpiada, para andar en la novedad de vida, iluminados por dentro por Cristo resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6). El Padre, pues, por medio de Jesucristo, nos hace una nueva creación, nuevas criaturas, y hombres nuevos, buscando en adelante las cosas de arriba, y no más los placeres, deleites, y diversiones de aquí abajo. Nuestro deleite es en adelante sólo en Dios; y por eso renunciamos a los deleites y delicadezas de este mundo, para vivir una

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vida austera y santa en Jesucristo. Al ser resucitados con Cristo, pues, experimentamos y vemos al Padre.

Experimentamos al Padre en Jesucristo también en la eucaristía, en el ritual sagrado de la Misa, y en la recepción de su cuerpo y sangre en la santa comunión, que nos une íntimamente con Cristo, y por él, con Dios.

De verdad, si conocemos a Cristo, conocemos al Padre. Si vemos a Cristo, vemos al Padre.

PERMANECED EN MI AMOR

5º domingo de Pascua Hch 9, 26-31; 1 Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8

“Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (Jn 15, 4).

Este quinto domingo de Pascua, meditamos sobre la bella imagen de la vid y los pámpanos. Cristo es la verdadera vid, y nosotros somos los pámpanos. Jesucristo quiere que nosotros permanezcamos en él, y él en nosotros, como los pámpanos en la vid. Sólo así podemos florecer y llevar fruto.

Cristo vino a la tierra del esplendor del Padre para comunicar este esplendor a nosotros, para ser el eslabón entre el Padre y nosotros, para que el esplendor del Padre sea infundido en nosotros. Por eso Jesús nos dice: “Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Él vino, pues, para introducirnos en este río espléndido del amor divino en que él mismo vive con su Padre. Por eso dice: “permaneced en mi amor” (Jn 15, 9).

Permaneceremos en su amor al hacer su voluntad; y caeremos fuera de su amor al no hacer su voluntad. Él quiere que permanezcamos en su amor como él permanece en el amor de su Padre, y él nos da este amor si permanecemos en él al obedecerle. Por eso dijo: “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15, 10).

La obediencia, pues, es la clave de todo esto. Si queremos permanecer en este río espléndido del amor divino, tenemos que hacer su voluntad. Y su voluntad es que permanezcamos unidos íntimamente a él. Él quiere que lo amemos con todo nuestro corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30), que lo amemos con un corazón indiviso, no con un corazón dividido entre los placeres del mundo y de la mesa, no con un corazón dividido por una vida de placer, entretenimiento, y diversión. Él quiere todo nuestro corazón. Él quiere un corazón reservado sólo para él.

Para vivir así, renunciaremos a los placeres innecesarios. Los monjes, por esta razón, viven una vida de oración y ayuno en el desierto, lejos de mundo con sus distracciones, atracciones, tentaciones, ruido, y placeres. Los monjes de san Bernardo, por ejemplo, comían muy austeramente, sin carne, sin delicadezas, sin ni siquiera condimentos, excepto la sal. Pero una vida austera así no es limitada sólo a los monjes viviendo en una

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clausura. Estos son valores para todo cristiano, y todos podemos ser edificados e inspirados por su ejemplo y el testimonio de su vida.

Estas, pues, son nuestras obras, por las cuales somos santificados. Pero, como san Pablo nos enseña, nadie se justifica a sí mismo por medio de obras buenas. Somos demasiado débiles y demasiado llenos de pecado para esto. Por el pecado de Adán, del cual somos todos culpables, y por nuestros propios pecados, somos separados de Dios y bajo la ira de Dios. Es el mismo Dios, y no nosotros, que nos justifica en su misericordia, y él hace esto por medio de la sangre de su Hijo. En su sangre, el pecado de Adán, junto con nuestros propios pecados, es lavado y expiado. Cristo pagó con su sangre, por su muerte en la cruz, la deuda de Adán, sufriendo su castigo, y librándonos de su maldición.

Somos malditos bajo la maldición de la ley por nuestros propios pecados también, y estos también son lavados y expiados en la sangre de Cristo derramada en la cruz. Sólo así podemos entrar en el amor de Dios y ser introducidos por Jesucristo en el espléndido río de amor que fluye eternamente entre el Padre y el Hijo. Cristo nos introduce en este río por medio de su muerte en la cruz, librándonos, por nuestra fe, de la carga de nuestros pecados y de la culpabilidad al librarnos de su castigo, muriendo él mismo en vez de nosotros, sufriendo el castigo de la muerte en nuestro lugar, para darnos la nueva libertad de los hijos de Dios. Y su resurrección nos muestra la gloria de esta nueva vida en que él quiere introducirnos.

Entonces, para permanecer en este río espléndido del amor divino, tenemos que obedecerlo. Si lo desobedecemos, caeremos fuera de su amor, aunque no completamente afuera de él, pero nuestro sol será entenebrecido y nuestro corazón dolido hasta que aplicamos de nuevo la sangre de Cristo a nuestro corazón al arrepentirnos, sobre todo en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23), invocando los méritos de su muerte en la cruz. Así volveremos a regocijarnos en su amor, en su esplendor, porque su amor es espléndido, y permaneceremos en su amor como sus electos, predestinados desde toda la eternidad para la gloria. Así, pues, viviremos en la esperanza de la gloria (Rom 5, 2), asegurados del cumplimiento de esta gloria cuando Cristo vendrá sobre las nubes del cielo.

LA NUEVA CREACIÓN

Lunes, 5ª semana de Pascua Hch 14, 5-18; Sal 113; Jn 14, 21-26

“El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él” (Jn 14, 23).

Esta es la gran promesa de Jesucristo, que él hará su morada en nosotros, junto con su Padre —que él morará en nosotros—. Leemos estas palabras durante el bello tiempo de Pascua cuando nos enfocamos en nuestra vida nueva con Cristo resucitado. Sabemos que él nos dio una vida verdaderamente nueva. Es por la muerte de Cristo que Dios se reconcilió a sí mismo con nosotros pecadores, Cristo habiendo dado su vida en la cruz por nosotros, expiando nuestros pecados al llevar su castigo en su propio cuerpo y con su sangre derramada. Él fue azotado y matado, “entregado por el determinado consejo y

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anticipado conocimiento de Dios” (Hch 2, 23), y así “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia, y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pd 2, 24).

Por nuestra fe en Cristo, y no por nuestras obras, somos justificados y salvados (Gal 2, 16; Ef 2, 8). Esta es la alegre nueva de nuestra fe, de que somos hechos nuevos por la muerte en la cruz de Jesucristo, que pagó nuestra deuda con el Padre por nuestros pecados, limpiándonos así completamente, por medio de nuestra fe en él, del pecado y de la tristeza de la culpabilidad. Y resucitó para permanecer con nosotros, para que andemos en su nueva luz, en la luz y la alegría de su resurrección de entre los muertos. Nuestra deuda habiendo sido pagada, resucitamos con él como hombres nuevos, a ser una nueva creación (2 Cor 5, 17).

Ahora bien, si lo obedecemos, él vivirá en nosotros con su Padre, y hará su morada en nosotros. Nuestra obediencia muestra que tenemos fe viva, que se manifiesta en obras buenas. Sin las obras buenas de la obediencia, es claro que no tenemos fe viva, y que por eso no somos ni justificados ni salvados. Sin obras buenas, pues, no hay salvación; pero nuestras obras buenas no nos salvan ni nos justifican. Sólo Jesucristo nos justifica y nos salva, por su muerte, y nuestra fe es sólo el instrumento que recibe esta salvación.

Ahora, pues, es el tiempo de obras buenas según la ley moral de Dios, que es la regla de nuestra vida, pero no el pacto de nuestra salvación. Si obedecemos a Dios y hacemos su voluntad, andaremos en su luz. “Yo soy la luz del mundo —dijo Jesús—; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). Para tener esta luz, tenemos que seguirlo, es decir, obedecerlo.

Somos invitados, pues, ahora a vivir así en obediencia radical, para andar con él en la luz y ser librados de las tinieblas. Él, pues, nos regocijará con su Espíritu (Jn 7, 37-39; 4, 14) y morará en nosotros con su Padre, amándonos. Esta es la alegría de Pascua, que Cristo resucitó, y que nosotros, que hemos muerto en su muerte a nuestros pecados, resucitamos con él en su resurrección, para vivir una vida resucitada en él, en la luz y la alegría de espíritu de la nueva creación.

Este es el día que hizo el Señor, el día de la resurrección, el día del comienzo de la nueva creación, con Jesucristo y el Padre morando en nosotros, regocijando nuestros corazones.

UN TESTIGO DE LA RESURRECCIÓN

Fiesta de san Matías 14 de mayo Hch 1, 15-17.20-26; Sal 112; Jn 15, 9-17

“Es necesario, pues, que de estos hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros fue recibido arriba, uno sea hecho testigo con nosotros, de su resurrección (Hch 1, 21-22).

Hoy es la fiesta de san Matías, uno de los discípulos de Jesús que vivía con él y que vio a Cristo resucitado, junto con los demás apóstoles (1 Cor 15, 5-7). Él, pues, fue

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elegido después de la ascensión, pero antes de Pentecostés, para ser un testigo con los once de la resurrección de Jesucristo.

La resurrección de Jesucristo de entre los muertos fue una parte importante de la proclamación de la salvación de Dios por medio de la muerte y resurrección de Jesucristo para todos los que creen en él.

Todos necesitan esta salvación, porque nadie es justo, nadie ha vivido perfectamente según la ley de Dios (Rom 3, 10). Y por eso todos son malditos por la ley, que dice: “Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas” (Dt 27, 26). Los gentiles tenían la ley moral de Dios escrita en sus corazones (Rom 1, 19-20; 2, 15), pero no la guardaban (Rom 1, 21-22), y por eso son inexcusables (Rom 1, 20), igual que los judíos, y por tanto, “Como está escrito —como dice san Pablo—: No hay justo, ni aun uno; no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Rom 3, 10-12; Sal 13, 1-3).

Todos, pues, tanto los judíos como los gentiles, necesitan la salvación de Dios que él envió al mundo en su Hijo Jesucristo por medio de su muerte por nuestros pecados en la cruz, y por su resurrección, que muestra que su muerte fue efectiva y aceptada por Dios en remisión de nuestros pecados por su sustitución por nosotros en llevar nuestro castigo justo en la cruz.

Los apóstoles, pues, proclamaban esta victoria de Jesucristo sobre nuestra muerte. No tenemos que morir eternamente si creemos en Cristo, porque él murió por nosotros, remitiendo nuestros pecados, y resucitó victorioso sobre la muerte, introduciendo así un nuevo tipo de vida, la vida de la resurrección, que podemos tener ahora en su resurrección. Es una vida resplandeciente, iluminada por la luz que dimana de su resurrección.

Resucitamos, pues, con él para esta vida nueva y resucitada, habiendo muerto con él a nuestros pecados por medio de su muerte, que pagó la deuda de nuestros pecados, y así nos libró para esta vida nueva y resplandeciente en su resurrección.

San Matías se juntó con los once para vivir y predicar esto. Y nosotros también vivimos y predicamos esta salvación en Jesucristo, muerto y resucitado.

TODOS SON SALVOS DE LA MISMA MANERA

Viernes, 5ª semana de Pascua Hch 15, 22-31; Sal 56; Jn 15, 12-17

“…y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por fe sus corazones” (Hch 15, 9).

Los primeros días de la fe cristiana, los discípulos descubrieron que la salvación de Dios, enviada al mundo por medio de la muerte y resurrección de Jesucristo, era para todos los que creen, tanto para los gentiles, como para los judíos. Antes, pensaban que sólo los judíos pudieron ser salvos por la fe en Jesucristo. Entonces, viendo que los gentiles recibieron el Espíritu Santo igual que ellos mismos, decidieron que no era necesario que los gentiles vinieran a ser primero judíos, siendo circuncisos y guardando toda la ley ceremonial de los judíos.

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Esto fue un gran descubrimiento de mucha importancia, porque ahora la fe cristiana pudiera ser una verdadera religión universal, de personas de toda nación que creen en Jesucristo. No era, pues, sólo para los judíos, o los que vinieron a ser judíos. San Pedro descubrió esto con Cornelio, y san Pablo lo descubrió en sus viajes; como, por ejemplo, en Antioquía de Pisidia, donde predicó a los gentiles. Y “Los gentiles…se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna” (Hch 13, 48).

Dios ha conocido de antemano y ordenado los que habían de ser salvos al invocar el nombre de su Hijo. Todos los que en verdad creen en él están entre estos benditos electos. Qué importante, entonces, es predicar su nombre y salvación hasta los confines de la tierra, porque este es el plan de Dios desde toda la eternidad para su salvación. Por la fe en su nombre, vendrán a una vida nueva, una vez que el evangelio es predicado efectivamente a ellos.

Nosotros también seguimos maravillándonos de este mismo descubrimiento. Es, pues, una maravilla en nuestras propias vidas. Vemos, pues, como el nombre de Jesús tiene el poder de limpiarnos de toda culpabilidad y darnos la alegría de Dios, la verdadera alegría que es el fruto del Espíritu Santo. Y obtenemos esta alegría sólo al invocar con fe el nombre de Jesucristo. Es, pues, él que sana todas nuestras heridas y nos da un nuevo corazón, radiante con el amor de Dios, y feliz en su servicio, con el cargo pesado de la culpabilidad y del pecado quitado de nosotros.

Dios, pues, purifica los corazones de todos sus electos de la misma manera, por medio de su fe en Jesucristo, muerto por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra vida nueva. Muriendo, él pagó nuestra deuda; y resucitando, él nos iluminó. Muriendo, él destruyó nuestra muerte; y resucitando, él restauró nuestra vida. Por su cruz y resurrección, él renovó el mundo.

Así, pues, “creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos” (Hch 15, 11), todos de la misma manera, tanto los gentiles como los judíos. “Porque no hay diferencia entre judío y griego —dice san Pablo—, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan; porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Rom 10, 12-13).

NO SOMOS DEL MUNDO

Sábado, 5ª semana de Pascua Hch 16, 1-10; Sal 99; Jn 15, 18-21

“Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 19).

No somos del mundo si somos cristianos. Esto es claro de las escrituras (Jn 15, 19; 17, 14.16). Por eso el mundo nos perseguirá, porque nuestros valores son diferentes. El mundo nos aborrece porque no somos del mundo. Jesús no fue del mundo, y tampoco somos nosotros, sus seguidores, del mundo. “No son del mundo —dice Jesús—, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 16). Jesús no es del mundo y, además, él testifica de él, “que sus obras son malas” (Jn 7, 7). Por eso el mundo lo aborrece (Jn 7, 7). Así, pues,

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el cristiano será aborrecido, rechazado, y perseguido por el mundo, tanto como Cristo lo fue. Esta es nuestra vocación y vida como sus seguidores. “El siervo no es mayor que su señor —dice Jesús hoy—. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20).

Le persiguieron a Jesús porque el testificó del mundo que sus obras son malas (Jn 7, 7). Por el testimonio de nuestra vida, por nuestra manera de vivir, y por nuestras palabras, nuestros escritos, y nuestros sermones, nosotros también testificamos que las obras del mundo son malas. Testificamos que los entretenimientos mundanos no son dignos de un cristiano. Y por eso vivimos completamente de otra manera. Toda nuestra manera de vivir es completamente diferente de la del mundo alrededor de nosotros, y por eso el mundo nos aborrece, y no nos acepta. Si fuésemos del mundo, sería diferente, y seríamos populares y amados por el mundo.

Desgraciadamente hay cristianos que se avergüencen de ser cristianos, e imitan al mundo y viven como el mundo. Tratan así de evitar ser perseguidos por el mundo. Y por fin Cristo también se avergonzará de ellos cuando venga en su gloria (Mc 8, 38).

Pero bienaventurados somos cuando no imitamos al mundo, y cuando somos aborrecidos y perseguidos por los hombres por causa de Cristo (Lc 6, 22). No debemos dudar aun si vemos a todos aborreciéndonos por causa de Cristo, porque Cristo predijo esto también como nuestra vocación como sus seguidores. “…seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre —dijo—; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mt 10, 22).

No somos del mundo, y toda nuestra manera de vivir debe testificar que el estilo del mundo es malo. No debemos vivir, pues, de una manera mundana; más bien debemos rechazarla y testificar contra ella. Es nuestra gloria y nuestra vocación, pues, vivir como testigos de Jesucristo en el mundo, resplandeciendo “como luminares en el mundo”, “en medio de una generación maligna y perversa” (Fil 2, 15). Recordemos siempre, pues, que no somos del mundo, como tampoco Cristo fue del mundo (Jn 17, 16). Dios es nuestra única alegría; y esto ciertamente no es verdad del mundo y de su manera de vivir.

CÓMO PERMANECER EN EL ESPLÉNDIDO AMOR DE DIOS

6º domingo de Pascua Hch 10, 25-26.34-35.44-48; Sal 97; 1 Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17

“Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado, permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15, 9-10).

Cristo vino al mundo para nuestra alegría. Todo el mundo quiere la alegría y quiere ser alegre; pero no es fácil ser alegre en este mundo. La mayoría creen que una búsqueda inacabable de placeres mundanos la hará alegre, pero por fin, descubre que no es así. Jesucristo nos enseña hoy que si permanecemos en su amor, seremos alegres. Y el camino para permanecer en su amor, es el guardar sus mandamientos. Entonces, en el siguiente versículo dice: “Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y

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vuestro gozo sea cumplido” (Jn 15, 11). Por tanto el camino hacia la alegría es permanecer en su amor al guardar sus mandamientos.

Jesucristo quiere que entremos en su amor. Si hacemos esto, estaremos también en el amor de su Padre, porque Jesús es amado por el Padre, y entonces él nos ama a nosotros por turno con el mismo amor con que él mismo es amado por su Padre. “Como el Padre me ha amado —dice—, así también yo os he amado” (Jn 15, 9). Cristo dice que él quiere “que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Jn 17, 26). Cristo, pues, es el canal por el cual el amor del Padre fluye en nosotros.

El amor del Padre por Cristo es el amor que existe dentro de la Trinidad, el amor entre el Padre y el Hijo. Cristo, pues, nos introduce en el amor divino, que fluye entre el Padre y el Hijo en esplendor inefable desde toda la eternidad. Él nos introduce en la Trinidad. Esto es lo que nos hará verdaderamente alegres; y el camino para permanecer en este amor es la obediencia a Cristo.

Cristo obedece los mandamientos de su Padre, y así permanece en su amor. Y en esto, él es nuestro modelo. “Si guardareis mis mandamientos —dice—, permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15, 10). Dijo también: “el que me envió, conmigo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8, 29). Cristo siempre permanece con su Padre, y su Padre con él precisamente porque él siempre hace la voluntad de su Padre. Y Jesucristo hace así “Porque —como dice— he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn 6, 38). Así debemos nosotros también hacer si queremos permanecer en su amor y en el amor del Padre.

“Mi comida —dijo Jesús— es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Jn 4, 34). Esto es lo que alimenta su espíritu: el hacer la voluntad de su Padre. ¿Qué tendríamos que hacer para seguir este ejemplo, y así permanecer en su amor? Cada acción de su vida fue controlada por este deseo y empeño de siempre hacer la voluntad de su Padre. “No puedo hacer nada por mí mismo —dijo—; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre” (Jn 5, 30).

Cada individuo tiene que discernir bien lo que Dios quiere de él, y empeñarse en hacerlo si quiere permanecer en el amor de Dios, y así tener la alegría de Cristo en sí mismo. Si desobedecemos esta voluntad, no podemos ser felices, ni permanecer en el amor de Dios. Esta es la causa principal de nuestra tristeza y depresión, el no discernir bien lo que Dios quiere de nosotros. Si pudiéramos aprender mejor lo que él quiere de nosotros, seríamos mucho más felices con la verdadera felicidad de Dios, si tan sólo lo hiciéramos.

Pero Jesús nos enseña hoy algo de lo que él quiere que hagamos, y esto es amar a nuestros hermanos. “Esto os mando —dice hoy—: Que os améis unos a otros” (Jn 15, 17). Y nos da un ejemplo de este amor: “Nadie —dice— tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Este es el ejemplo de su propia vida, porque él es el buen pastor, y “el buen pastor su vida da por las ovejas” (Jn 10, 11). “…pongo mi vida por las ovejas”, dice (Jn 10, 15).

Si hacemos esto, llevaremos fruto, y él quiere que llevemos fruto. “…yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca”, dice hoy (Jn 15, 16). Llevaremos fruto si nos amamos los unos a los otros y si ponemos nuestra vida por nuestros amigos (Jn 15, 13). San Juan nos dice que “En esto hemos

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conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Será revelado a cada individuo que busca, cómo él debe personalmente hacer esto. Y al hacerlo y al obedecer a Dios en todas las otras cosas, permaneceremos en el amor de Cristo, y en el del Padre.

Si pecamos, necesitamos la sangre de Cristo, quien fue enviado por el Padre “en propiciación por nuestros pecados”, como afirma san Juan hoy (1 Jn 4, 10). Nadie puede obedecer siempre (Rom 3, 10). Fallamos todos en mucho, y por eso siempre necesitamos aplicar de nuevo la sangre de Cristo a nuestro corazón herido por nuestros pecados o imperfecciones que nos entristecen. Pero en Cristo, por medio de nuestra fe, está nuestra cura, enviada por Dios, porque él sufrió nuestro castigo para librarnos de la tristeza de nuestro castigo, para que pudiéramos regocijarnos en el amor de Dios.

LA ILUMINACIÓN INTERIOR DEL ESPÍRITU SANTO

Miércoles, 6ª semana de Pascua Hch 17, 15.22 – 18, 1; Sal 148; Jn 16, 12-15

“Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn 16, 14).

El don del Espíritu Santo nos hará entender lo profundo del misterio de Cristo. “…no hablará por su propia cuenta” (Jn 16, 13), dice Jesús, sino “tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn 16, 14). El Espíritu Santo no nos enseñará nuevas doctrinas, sino nos profundizará el misterio de Cristo. Él es un maestro interior, que conoce lo interior de Dios, y entonces nos lo da a entender interiormente dentro de nuestro espíritu. Él reside en el interior de Dios, y se nos ha dado a nosotros como un don para morar también dentro de nosotros para comunicarnos lo profundo de Dios dentro de nuestro espíritu. “…el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios”, dice san Pablo (1 Cor 2, 10), y “nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 11). Y nosotros hemos recibido “el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Cor 2, 12).

Este Espíritu procede del Padre, y por medio de Jesucristo resucitado y ascendido se nos da a nosotros en abundancia mesiánica. Cristo glorificado nos lo da del Padre. “Cuando venga el Consolador —dice Jesús—, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Jn 15, 26). La función del don del Espíritu por nosotros es glorificar a Cristo al hacernos entender mejor su misterio. “Él me glorificará —dice Jesús hoy—; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn 16, 14).

Pero sólo los cristianos lo recibirán, porque el mundo “no le ve, ni le conoce” (Jn 14, 17). Sólo los que creen en Cristo lo experimentarán. Así, pues, “vosotros lo conocéis —dijo Jesús—, porque mora con vosotros y estará en vosotros” (Jn 14, 17).

Es la acción del Espíritu Santo dentro de nuestro corazón que nos ilumina interiormente. Él infunde conocimiento espiritual dentro de nuestro espíritu. Él hace brillar el amor de Cristo dentro de nuestro corazón. Es el que nos revela lo profundo de Dios en la contemplación silenciosa, sin palabras ni ideas, cuando nos sentamos en la oscuridad, orando en nuestro corazón. Es el que nos da la alegría verdadera y el júbilo de

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espíritu cuando contemplamos la salvación que nos viene de la muerte y resurrección de Jesucristo. Y es el que nos asegura interiormente que somos salvos por medio de nuestra fe en el sacrificio de Jesucristo en la cruz, que satisfizo la justicia divina y la ira de Dios contra nuestros pecados, y nos dio una vida nueva, iluminada por su resurrección. Es el Espíritu Santo que nos ilumina interiormente con la luz que dimana de Cristo resucitado.

LA VIDA ASCENDIDA

Ascensión del Señor Hch 1, 1-11; Sal 46; Ef 1, 17-23; Mc 16, 15-20

“Y el Señor, después que les habló, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a la diestra de Dios” (Mc 16, 19).

Hoy Jesús ascendió al cielo, volviendo a la gloria de su Padre, y nosotros somos enviados por él a predicar “el evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15). Pero al mismo tiempo ascendemos con él al cielo en espíritu. Hemos resucitado con él, y por eso debemos ahora buscar “las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1), y poner “la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 2). Esta es la vida resucitada que tenemos ahora en Jesucristo. Y más aún ascendemos al cielo con él en espíritu, y por eso debemos vivir una vida, no sólo resucitada, sino que aun ascendida con él, porque Dios “juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef 2, 6).

Esto, pues, debe ser el ideal de nuestra vida nueva en Jesucristo. Somos uno con él, y donde él está ahora, estamos nosotros también, viviendo una vida ascendida con él. El buscar sólo las cosas de arriba, y no las de la tierra quiere decir no dividir nuestro corazón por los deleites y placeres del mundo, sino dejarlo todo para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46), y así responder positivamente al llamado a la perfección dado al joven rico (Mt 19, 21), dejándolo todo para ser un discípulo verdadero (Lc 14, 33) y recibir cien veces más (Mt 19, 29), considerándolo al cual renunciamos “pérdida por amor de Cristo” (Fil 3, 7).

Esto, pues, es nuestro ideal —la vida ascendida—, mientras predicamos el evangelio a toda criatura (Mc 16, 15) para su salvación por medio de la sangre de Cristo, sabiendo que “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Mc 16, 16). Así, pues, “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado” (Jn 3, 18).

Esta es la vida nueva que Cristo nos ha dado, y ahora él asciende al Padre, y con “su propia sangre, entró para siempre en el Lugar Santísimo” (Heb 9, 12), donde él intercede por nosotros delante del Padre (Rom 8, 34; Heb 7, 25; 9, 24), mostrándole su sangre, por la cual él obtuvo nuestra eterna redención, habiendo absorbido en sí mismo la ira divina contra nuestros pecados. Así él completa su sacrificio en la cruz, presentando en el santuario celestial su sangre sacrificada por nuestra redención.

Es este sacrificio que nos capacita para vivir una vida nueva, perdonada, resucitada, y aun ascendida con él. Según el plan eterno de Dios, su sacrificio reconcilió a Dios con nosotros, capacitándole para perdonarnos justamente si creemos en Jesucristo. Es este

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sacrificio que nos da nuestra vida nueva y ascendida, y que al mismo tiempo nos envía a predicar la salvación en Cristo hasta los confines de la tierra, siendo sus “testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hch 1, 8).

NADIE OS QUITARÁ VUESTRO GOZO

Viernes, 6ª semana de Pascua Hch 18, 9-18; Sal 46; Jn 16, 20-23

“También vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16, 22).

Aquí Jesús enseña a sus apóstoles que su situación cambiará radicalmente después de su muerte y resurrección, cuando habrán recibido el Espíritu Santo. Todavía tienen tristeza, y sobre todo tendrán tristeza cuando él será crucificado, pero al resucitar, ellos se gozarán al verlo otra vez. “…pero os volveré a ver —dice—, y se gozará vuestro corazón” (Jn 16, 22).

Este es gozo espiritual, arraigado en Jesucristo vivo, resucitado, y presente en nosotros, resplandeciendo en nuestros corazones (2 Cor 4, 6). Este gozo espiritual es la riqueza del cristiano. Le viene por medio de la redención que ha recibido en Jesucristo por medio de su fe en él. Jesucristo nos hace verdaderamente justos por su muerte por nosotros en la cruz, porque en esta muerte, él sufrió por nosotros nuestro castigo justo por nuestros pecados, y así nos libró del castigo del remordimiento y de la tristeza de la culpabilidad que nos deprimen. Él los sufrió por nosotros y en vez de nosotros, librándonos de este sufrimiento. Su muerte, pues, le capacitó a Dios para perdonar justamente nuestros pecados, que son la única cosa que nos puede entristecer ahora.

Y más aún, él nos reviste del manto glorioso de su propia justicia, haciéndonos resplandecer delante de Dios (Is 61, 10), y ser verdaderamente justos y santos, hombres nuevos (Ef 4, 22-24), una verdadera nueva creación (2 Cor 5, 17), nuevas criaturas en Jesucristo. Así él vino, murió, y resucitó para hacer nuevas todas las cosas (Apc 21, 5). Dios habiéndonos perdonado justamente por la muerte de Cristo, Cristo resucitó para nuestra justificación (Rom 4, 25), para que resucitemos con él a una vida resucitada (Col 3, 1-2; 2, 12; Ef 2, 6; Rom 6, 4). Entonces él nos ilumina por dentro por su resurrección, y su Espíritu resplandece en nosotros. Todo esto es la fuente de nuestro nuevo gozo espiritual en Jesucristo, por medio de nuestra fe en él.

Entonces, empezamos a vivir una vida nueva, diferente de nuestra manera anterior de vivir. Ahora renunciamos a los placeres mundanos (1 Jn 2, 15; St 4, 4; Mt 13, 44-46; 19, 21.29) y buscamos las cosas de arriba, no las de abajo (Col. 3, 1-2). En la medida, pues, que vivimos como hombres nuevos, nos gozaremos en Cristo, y “nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16, 22). Sólo el pecado o las imperfecciones nos quitarán este gozo. Pero Dios está siempre listo para perdonarnos de nuevo cuando invocamos los méritos de la muerte de Jesucristo en la cruz, sobre todo en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23), y entonces lo veremos otra vez, y se gozará nuestro corazón, “y nadie os quitará vuestro gozo” (Jn 16, 22).

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PEDID Y RECIBIRÉIS

Sábado, 6ª semana de Pascua Hch 18, 23-28; Sal 46; Jn 16, 23-28

“Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (Jn 16, 24).

Debemos pedir al Padre en el nombre de Jesús, y el Padre nos dará lo que hemos pedido. “…todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Jn 16, 23). Todavía los apóstoles no han pedido nada al Padre en el nombre de Jesús porque Jesús todavía no fue glorificado. Pero ahora la situación cambiará con su muerte y resurrección. Cuando él habrá sido glorificado, en aquel día, deben empezar pidiendo al Padre en el nombre de Jesús, y o el Padre o Jesús les dará lo que han pedido. Jesús dice, pues, “todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré…si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré (Jn 14, 13-14). Cristo nos promete, para que “todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé” (Jn 15, 16).

La cosa importante es que pidamos al Padre en el nombre de Jesús. Si hacemos esto, o el Padre o Jesús nos dará lo que hemos pedido. Dice, pues, “pediréis en mi nombre; y yo no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado, y habéis creído que yo salí de Dios” (Jn 16, 26-27). El Padre nos ama y nos dará nuestra petición porque amamos a Jesucristo y pedimos en su nombre. La conclusión para nosotros es: Pedir al Padre en el nombre de Jesús, y recibiremos, o del Padre o de Cristo, lo que hemos pedido.

¿Qué, pues, debemos pedir para probar esta promesa? La mejor cosa, y la más segura, es pedir lo para lo cual Jesucristo fue enviado al mundo, es decir, la remisión de nuestros pecados y la justificación por la fe, para que seamos una nueva creación, nuevas criaturas, verdaderos hombres nuevos. Esta petición, él no puede negar, y es, además, la cosa más importante para nosotros y más necesaria para nuestra vida. Si pedimos esto, sobre todo en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23), lo recibiremos, y seremos felices con la felicidad de Dios en el fondo de nuestro corazón, como Jesús nos promete hoy, diciendo: “pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido” (Jn 16, 24).

Si somos cristianos, no creemos en una religión meramente natural, disponible a todo hombre por medios puramente naturales. Nuestra fe es más bien basada en Jesucristo, que nos revela al Padre y el camino de la salvación. El murió y resucitó para nuestra salvación. Sólo si creemos en él, podemos ser perdonados y justificados, porque sólo él llevó nuestros pecados en la cruz y pagó nuestra deuda por ellos al morir en vez de nosotros, que creemos en él. Debemos, pues, pedir al Padre en el nombre de Jesús, invocando sus méritos en la cruz, para que seamos perdonados y justificados.

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NO SOMOS DEL MUNDO, PERO SOMOS ENVIADOS AL MUNDO

7º domingo de Pascua Hch 1, 15-17.20-26; Sal 102; 1 Jn 4, 11-16; Jn 17, 11-19

“Yo les he dado tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14).

Como Jesucristo no fue del mundo, tampoco somos nosotros, sus seguidores, del mundo, ni tampoco debemos amar al mundo, ni las cosas que están en el mundo. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo —dice san Juan—. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn 2, 15). No debemos, pues, ser mundanos, amantes de los placeres del mundo. “¡Oh almas adúlteras —dice Santiago—! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (St 4, 4).

No debemos hallar y buscar nuestra alegría aquí abajo en los entretenimientos y diversiones del mundo. Más bien, como cristianos, debemos vivir una vida nueva y resucitada en Cristo. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo —dice san Pablo—, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 1-2). Cristo no vino al mundo para llenarse de sus deleites, sino “para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). Y así él quiere que seamos nosotros también, no amantes del mundo y sus placeres, sino personas enviadas al mundo, como él fue enviado al mundo para salvar al mundo. Tuvo una misión de salvar al mundo, y nos dio a nosotros la misma misión de dar nuestra vida por el mundo.

El amar al mundo para salvar al mundo es completamente diferente de amar al mundo para buscar sus placeres y vivir una vida mundana. “…de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Debemos amar al mundo en este sentido de que tenemos una misión al mundo para salvar al mundo. Debemos dar nuestra vida en amor por el mundo, por nuestros hermanos, para que puedan salvarse en Jesucristo. Así, pues, “el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). No vino para ser servido por los placeres del mundo, sino para servir, y para dar su vida en propiciación por nuestros pecados, llevando nuestro castigo, y sufriéndolo en vez de nosotros, para librarnos de este sufrimiento, del pecado, y de la culpabilidad, y para darnos una vida nueva en la luz de su resurrección.

En esto, Cristo es nuestro modelo. Aunque no llevamos los pecados de los demás, aun así, debemos dar nuestra vida por nuestros amigos y hermanos, para que sean salvos. “En esto hemos conocido el amor —dice san Juan—, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Es claro que Cristo quiere que sigamos su ejemplo de dar su vida por nosotros. Dijo: “Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis” (Jn 13, 14-15). Esta es nuestra misión, dar nuestra vida en amor por nuestros hermanos. “Nadie tiene mayor amor que este —dijo Jesús—, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Así debemos hacer.

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Es claro, pues, lo que debemos hacer. No somos del mundo, y el mundo nos aborrecerá porque somos diferentes, porque no buscamos sus placeres como los demás. “A éstos les parece cosa extraña —dice san Pedro— que vosotros no corráis con ellos en el mismo desenfreno de disolución, y os ultrajan” (1 Pd 4, 4). Sí, somos diferentes del mundo. La palabra de Dios nos hizo diferentes. “Yo les he dado tu palabra —nos dice Jesús hoy—; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14). No somos del mundo porque no buscamos las cosas de la tierra, sino las de arriba “donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3, 1). Dios es nuestra única alegría, en la medida que esto es posible, y por eso renunciamos a los placeres del mundo. “Si fuerais del mundo —dice Cristo—, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 19).

No amamos al mundo en el sentido de una búsqueda de sus placeres (1 Jn 2, 15). Pero sí, amamos al mundo en el sentido de que tenemos una misión al mundo para salvar al mundo (Jn 3, 16). En este segundo sentido, debemos imitar al buen pastor que puso su vida por sus ovejas (Jn 10, 11.15.17). Debemos, pues, poner nuestra vida por nuestros hermanos, para llevarles la palabra de salvación, para predicarles a Cristo, porque “Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene también al Padre” (1 Jn 2, 23), y “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn 5, 12). El llevar a Cristo al mundo es nuestra misión al mundo.

Debemos, pues, dar el ejemplo del testimonio de nuestra vida de que no somos del mundo en el sentido de ser en búsqueda de sus placeres (1 Jn 2, 15), sino que somos personas enviadas al mundo en misión, para salvar al mundo (Jn 3:16), porque “Como tú me enviaste al mundo —dice Jesús hoy—, así yo los he enviado al mundo” (Jn 17, 18).

CRISTO DA PAZ A NUESTRA CONCIENCIA

Lunes, 7ª semana de Pascua Hch 19, 1-8; Sal 67; Jn 16, 29-33

“Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

Jesucristo vino al mundo para darnos su paz, que no es como la paz que el mundo da. “La paz os dejo, mi paz os doy —dijo—; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27). Su paz es algo que sólo él puede dar porque sólo él quitó la enemistad de Dios contra nosotros por causa de nuestros pecados. En realidad, es Dios que nos amaba siempre y por eso nos envió a su Hijo para quitar la enemistad que él tenía contra nosotros a causa de nuestros pecados. Cristo hizo esto al satisfacer la justicia de Dios por su sufrimiento en la cruz por nuestros pecados. Por medio de su muerte sacrificial y propiciatoria en la cruz, él satisfizo por nosotros toda la ira justa y necesaria de Dios contra nosotros por nuestros pecados, así capacitándole a Dios para perdonarnos en toda justicia, y no sólo gratuitamente. Esta realidad, y el conocimiento revelado concerniendo esto, es lo que pacifica nuestra conciencia. Sabemos, pues, en fe que nuestro perdón es

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justo, y que nuestra deuda y nuestro castigo justos han sido pagados. El saber esto nos da gran paz de conciencia, la paz de Cristo, que sólo él puede dar.

Y más aún, hemos resucitado con él a una vida nueva. Él nos santifica por su justificación. Su justicia perfecta es dada a nosotros, haciéndonos verdaderamente justos y resplandecientes delante de Dios, y podemos crecer cada día más en santidad con él viviendo en nosotros.

No hay otra religión que puede dar paz a nuestro corazón y conciencia como Jesucristo nos la da, porque sólo él sufrió nuestro castigo para justificarnos justamente. Es esta justificación por su muerte que nos da esta gran paz, que el mundo no puede dar. “…el castigo de nuestra paz fue sobre él”, profetizó Isaías (Is 53, 5). De su sufrir nuestro castigo en la cruz viene nuestra paz. Por su sufrir nuestro castigo fuimos justificados, y de esta justificación viene nuestra paz. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5, 1).

Tenemos paz, pues, en Jesucristo —paz en nuestro corazón y paz en nuestra conciencia—. En el primer lugar, Cristo no nos reconcilió con Dios, sino más bien él reconcilió a Dios con nosotros al satisfacer su justicia y su ira por medio de su muerte en la cruz. Entonces Dios pudo perdonarnos en toda justicia, igual que en toda misericordia. Es esto que nos da tanta paz con Dios, y esta paz nos sostendrá en todas nuestras aflicciones que tendremos que sufrir en el mundo. Por eso nos dice: “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Al ser reconciliados con Dios, tenemos paz en medio de todas nuestras aflicciones en el mundo.

EL VIVIR CONTEMPLATIVAMENTE ES EL CONTEXTO PARA CONTEMPLAR LA GLORIA DE DIOS

Jueves, 7ª semana de Pascua

Hch 22, 30; 23, 6-11; Sal 15; Jn 17, 20-26

“La gloria que me diste, yo les he dado” (Jn 17, 22). Cristo vino al mundo para que veamos y contemplemos su gloria, que es la gloria en

que él vive con el Padre. Así él nos da acceso a Dios y a la experiencia de la gloria de Dios en nuestro corazón. Él quiere que contemplemos esta gloria, y así recibir de su plenitud (Jn 1, 16). Él quiere que permanezcamos en esta gloria que el tiene con el Padre (Jn 15, 9). Él quiere que al contemplar su gloria, seamos transformados de gloria en gloria en su propia imagen (2 Cor 3, 18). Para esto, vino, porque nadie vivo ha visto a Dios y puede revelárnoslo, sino sólo él (Jn 1, 18). Por eso Cristo quiere que estemos con él, para ver y contemplar su gloria. “Padre —dijo—, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado” (Jn 17, 24). Es para esto que él nos dio su gloria, para que la contemplemos. “La gloria que me diste —dijo—, yo les he dado” (Jn 17, 22).

Al contemplar la gloria de Cristo, contemplamos la gloria de Dios, la gloria del Padre, la gloria de la Trinidad. Al ascender al cielo, Cristo nos envió del Padre el Espíritu Santo para revelarnos esta gloria de la Trinidad, la gloria de Cristo resplandeciendo en nuestro corazón (2 Cor 4, 6).

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Al renunciar al mundo y a sus placeres, podemos obtener este tesoro escondido, esta perla preciosa de la contemplación de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo (Mt 13, 44-46; 2 Cor 4, 6). Los que quieren contemplar esta gloria son invitados a vivir contemplativamente, es decir, renunciar a los placeres de mundo y vivir sólo para Dios con un corazón indiviso (Mt 19, 21.29). Este es un llamado para todos, pero sobre todo para los que han respondido al llamado al sacerdocio o a la vida religiosa, que es en verdad, en los dos casos, todo un modo de vivir, una vida célibe de oración, simplicidad, y pobreza evangélica, trabajando en la viña del Señor. Este llamado a vivir contemplativamente es también el llamado a la vida monástica, una vida de oración y ayuno en el desierto, lejos del mundo y sus placeres y distracciones, vivida en simplicidad y pobreza evangélica, dedicada a la contemplación de la gloria de Dios resplandeciendo en la faz de Jesucristo (2 Cor 4, 6).

Los que quieren responder a este llamado y vivir en y contemplar esta gloria deben vivir contemplativamente, es decir, renunciar a los placeres del mundo y vivir en pobreza evangélica y simplicidad, porque el vivir así es el contexto en que podemos contemplar la gloria de Dios.

EL MUNDO PERSEGUIRÁ AL CRISTIANO

Viernes, 7ª semana de Pascua Hch 25, 13-21; Sal 102; Jn 21, 15-19

“De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios” (Jn 21, 18-19).

Las lecturas de hoy se enfocan en san Pedro y san Pablo, las dos columnas de la Iglesia, y se enfocan en sus muertes, con las cuales habían de glorificar a Dios. En el evangelio, Jesús predice la muerte de san Pedro; y en la primera lectura, Festo, el gobernador, dice al Rey Agripa que iba a enviar a Pablo a Roma, al tribunal de Cesar, diciendo: “Mas como Pablo apeló para que se le reservase para el conocimiento de Augusto, mandé que le custodiasen hasta que le enviara yo a César” (Hch 25, 21).

Podemos ver, pues, hoy un aspecto importante de la vida cristiana, y esto es que un verdadero testigo de Jesucristo sufrirá persecución en este mundo, que es tan lejos de Dios. Todo el mundo es culpable ante Dios por el pecado de Adán, nuestro progenitor y primera cabeza de pacto. Adán perdió su relación armoniosa con Dios por sí mismo y por todos sus descendientes; y su pecado se multiplicaba en el mundo donde el hombre olvidó a Dios, y se dedicó a sí mismo y a sus propios placeres. Jesucristo, pues, fue enviado al mundo para salvarlo de todo esto por medio de su sacrificio de sí mismo en la cruz, en que él murió en vez de nosotros para pagar nuestra deuda de castigo por nuestros pecados, aplacando así la ira de Dios contra la raza humana, porque el breve sufrimiento del Hijo único de Dios tuvo más valor delante de Dios que el sufrimiento eternal de toda la humanidad. Así, pues, Dios vio pagada la deuda justa de Adán para todos los que

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creen en Cristo. Así, pues, como en Adán todos los que descendieron de él murieron, del mismo modo en Cristo todos los que creen en él son salvos (Rom 5, 18).

Pero cuando los apóstoles san Pedro y san Pablo predicaron este evangelio al mundo perdido en pecado y en sus propios placeres, muchos rechazaron esta proclamación de salvación, y prefirieron a continuar con sus placeres mundanos y sus pecados. La predicación de los apóstoles no les agradó. Y los apóstoles fueron perseguidos y martirizados.

Esta, pues, es la pauta de la vida apostólica, de la vida del predicador del evangelio de la salvación de Dios en Jesucristo para todos los que creen en él. Si predicamos esto, nosotros también seremos rechazados y perseguidos por el mundo, que no quiere oír esto, porque quiere permanecer en sus placeres mundanos. El mundo no quiere convertirse, y por eso perseguirá a todos los que le predican el evangelio.

Tenemos que estar preparados para esto, y no tener miedo ni vergüenza de dar testimonio de Jesucristo, porque “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32).

EN SU RESURRECCIÓN, ÉL RESTAURA NUESTRA VIDA

Sábado, 7ª semana de Pascua Hch 28, 16-20.30-31; Sal 10; Jn 21, 20-25

“Así que por esta causa os he llamado para veros y hablaros; porque por la esperanza de Israel estoy sujeto con esta cadena” (Hch 28, 20).

San Pablo por fin ha llegado preso a Roma y convocó a los judíos y les dijo estas palabras, de que es preso por haber testificado de “la esperanza de Israel” (Hch 28, 20). La esperanza de Israel era la venida del Mesías, culminando con su resurrección de la muerte. San Pablo ha mencionado varias veces la resurrección de los muertos en sus varias defensas. Al concilio en Jerusalén ha dicho en voz alta: “acerca de la esperanza y de la resurrección de los muertos se me juzga” (Hch 23, 6). Y ante Festo el gobernador y el Rey Agrippa en Cesarea dijo que “el Cristo había de padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles” (Hch 26, 22).

Terminamos mañana el tiempo pascual, en que celebramos la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. Su resurrección es un elemento importante de nuestra fe. Somos salvos por el misterio pascual de Jesucristo, es decir, por su muerte y resurrección. Su resurrección confirma que su muerte tuvo éxito ante Dios, y que nuestros pecados son verdaderamente perdonados por su muerte cuando creemos en él e invocamos los méritos de su muerte en la cruz. Él murió para salvarnos, para perdonarnos y justificarnos, para hacernos verdaderamente justos y santos, resplandecientes delante de Dios, una nueva creación, nuevas criaturas, y hombres nuevos, revestidos ahora del mismo Jesucristo (Gal 3, 27; Rom 13, 14) y de su propia justicia (Is 61, 10). Todo esto es porque él pagó nuestra deuda de castigo en su muerte por nuestros pecados.

Entonces, nosotros, libres ya del pecado, él resucitó de entre los muertos para que resucitemos con él a una vida nueva e iluminada, para andar ahora con él en la novedad de vida (Rom 6, 4), y caminar en su luz (Jn 8, 12). Él resucitó para nuestra santificación,

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para manifestar nuestra justificación en una vida nueva y santa. Así él renueva al género humano por su resurrección.

En su muerte, él destruye nuestra muerte, nuestra pena, nuestro castigo, nuestra alienación de Dios, y nuestra culpabilidad. Y en su resurrección, él restaura nuestra vida, dándonos una vida verdaderamente nueva, santa, e iluminada. Él nos cambia en verdad y nos hace ser verdaderamente justos y resplandecientes, con la misma justicia de Jesucristo. La maldición por causa del pecado de Adán es quitada de nosotros por la muerte de Cristo; y la vida armoniosa de Adán con Dios en Edén nos es restaurada por la resurrección de Jesucristo de la muerte. Él destruye nuestra muerte, y restaura nuestra vida por su misterio pascual.

EL ESPÍRITU SANTO, EL PODER DETRÁS DE LA NUEVA CREACIÓN

Domingo de Pentecostés Hch 2, 1-11; Sal 103; 1 Cor 12, 3-7.12-13; Jn 20, 19-23

“Entonces Jesús les dijo otra vez: Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envío. Y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos” (Jn 20, 21-23).

Hoy es el Domingo de Pentecostés, el día en que Cristo, muerto, resucitado, ascendido, y glorificado a la diestra del Padre, envió del Padre el Espíritu Santo sobre la Iglesia por su salvación y el perdón de sus pecados. Es sólo cuando Cristo ha sido glorificado y ha presentado la sangre de su sacrificio, ya terminado, en el santuario celestial ante el Padre, que él envía del Padre el Espíritu Santo para la santificación de su Iglesia. Todo el poder de su sacrificio en la cruz está en este día dado a los que creen en él. El día de Pentecostés, pues, cumple y consuma el misterio pascual.

Es el Espíritu Santo que nos capacita para invocar a Jesús como Señor y Salvador, y ser perdonados y salvos por su nombre, como afirma san Pablo hoy, diciendo: “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). Y al llamar a Jesús Señor con fe, somos salvos y perdonados, como afirma san Pablo, diciendo: “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación…porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Rom 10, 9-10.13). San Pablo puso esta doctrina en práctica en la cárcel de Filipos cuando el carcelero le preguntó: “¿Qué debo hacer para ser salvo?” Y Pablo le dijo: “Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hch 16, 30-31). Esto era verdad, y es verdad, porque, como afirmó san Pedro: “en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4, 12).

Jesucristo es el único Hijo de Dios y el único Salvador enviado definitivamente al mundo para nuestra salvación. Por fe en él son expiados los pecados de todos los que creen en él. Y es el Espíritu Santo que nos da el poder de invocar su nombre con fe, porque “nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3).

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La obra del Espíritu Santo es elevar a Cristo, no a sí mismo. “Pero cuando venga el Consolador —dijo Jesús—, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí” (Jn 15, 26). Esta es su función. Él enciende el amor a Cristo en nuestros corazones. Él no nos enseña cosas nuevas, sino nos recuerda lo que Cristo nos enseñó. “…él os guiará a toda la verdad —dijo Jesús—; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Jn 16, 13-14). Su oficio es levantar a Cristo, no a sí mismo. “Mas el Consolador —dijo Jesús— el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). Él nos profundizará el misterio de Cristo, sobre todo su misterio pascual, por el cual somos salvos por medio de nuestra fe en él.

Pero no es nuestra fe que nos salva, como si fuera una virtud que agrada a Dios, y que Dios recompensa con salvación. Nuestra fe es sólo un instrumento que recibe la salvación de Dios. Lo que nos salva no es nuestra fe con que llamamos a Jesús Señor, sino la muerte de Jesucristo en la cruz, quien honró la ley de Dios al cumplirla perfectamente y al sufrir su castigo por nosotros que no la hemos guardado perfectamente (Dt 27, 26; Gal 3, 10). Así la vida y la muerte de Jesucristo confirmó, estableció, honró, y cumplió la ley de Dios por nosotros; y al tener fe en él, Dios nos acepta como si fuésemos nosotros que hubiéramos hecho y sufrido todo esto.

Es así porque Jesús es nuestra nueva cabeza de pacto, como Adán fue nuestra primera cabeza de pacto. Y como somos considerados, y somos, pecadores al ser hijos de Adán, nuestra primera cabeza de pacto, así somos considerados, y somos, salvos al ser hijos (por la fe) del nuevo Adán, nuestra nueva cabeza de pacto, Jesucristo. Es la fe que nos capacita para recibir esta salvación, y es el Espíritu Santo que nos da el poder de llamar a Jesús Señor y tener esta fe salvadora en él.

El resultado de esta obra de Jesucristo, recibida por nuestra fe, es la remisión de nuestros pecados, por la cual somos hechos una nueva creación. Somos hechos nuevas criaturas, y los apóstoles y sus sucesores son enviados al mundo con un nuevo poder de remitir pecados. Es la muerte y resurrección de Jesucristo que remiten nuestros pecados y que nos revisten de su justicia, así creando un mundo nuevo. Y todo esto es obrado por el poder del Espíritu Santo, dado a la Iglesia para la remisión de pecados. Así, pues, como “el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas” (Gen 1, 2) en la primera creación, del mismo modo es este mismo Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que es el poder detrás de la nueva creación.

SIGNOS EXTERIORES QUE INSPIRAN FE

Lunes, 9ª semana del año Tobías 1, 3; 2, 1-8; Sal 111; Mc 12, 1-12

“Mis vecinos se burlaban y decían: Todavía no ha aprendido. (Pues, de hecho, ya habían querido matarme por un hecho semejante.) Apenas si pudo escapar y ya vuelve a sepultar a los muertos” (Tobías 2, 8).

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Tobit era un hombre justo de la tribu de Neftalí. Fue deportado a Nínive y perdió todo al ser perseguido por Senaquerib, rey de Asiria, por haber sepultado a los israelitas matados por el rey.

Tobit era un hombre de fe, justificado y salvo, no por sus buenas obras (Rom 3, 28; Gal 2, 16), sino por su fe (Rom 4, 3; Gen 15, 6), que se manifestaba en buenas obras. Vivía según la ley de Moisés con gran fidelidad, aun al punto de arriesgar su vida. Él da varios ejemplos impresionantes de su fidelidad a la voluntad de Dios revelada en la ley de Moisés. Dice que toda su tribu se apartó de la ley al no ofrecer sus sacrificios sólo en Jerusalén (Tobit 1, 5), mientras que muchas veces él fue el único que iba a Jerusalén “con ocasión de las fiestas, tal como está prescrito para todo Israel por decreto perpetuo” (Tobías 1, 6). Él, pues, tenía la valentía de sus convicciones para hacer lo correcto, aunque él era el único que lo hizo. Y por eso fue bendito. Muchas veces sólo él permaneció fiel entre toda su tribu en un asunto particular.

Después de la deportación de Asiria, “Todos mis hermanos y los de mi linaje —dice— comían los manjares de los paganos, mas yo me guardé bien de comerlos” (Tob 1, 10-11). Sólo él permaneció fiel en este asunto de la comida cuando toda su familia abandonó la dieta de los israelitas, según la ley, y comía como los paganos. Y cuando recobró a su mujer, a su hijo, y su casa, después de perderlos por causa de haber enterrado a los israelitas matados por el rey, él siguió aun así enterrándolos como un acto de caridad, y así siguió poniendo su vida en peligro.

Tobit, en su vida virtuosa, es un ejemplo para todos nosotros. Él vivió virtuosamente a un grado heroico, siendo muchas veces el único en su ambiente que hizo la voluntad de Dios en un asunto particular. Nosotros también somos llamados a confesar a Cristo delante de los hombres (Mt 10, 32) y no avergonzarnos de él (Mc 8, 38), ni de su voluntad, aun si somos los únicos en nuestro ambiente que permanecemos fieles a ciertas obligaciones que son según su voluntad.

Hay muchos ejemplos de este tipo de virtud hoy que nos pueden inspirar a permanecer fieles. Los sacerdotes, por ejemplo, que son fieles a su obligación de orar la liturgia de las horas, y de vestirse clericalmente, según el derecho canónico, son ejemplos inspiradores para todos de este tipo de fidelidad. Esta fidelidad puede ayudar a muchos en la Iglesia hoy a imitar su ejemplo, cada uno según las obligaciones de su propio estado de vida y de su vocación. Las obligaciones exteriores de nuestra vocación, fielmente guardadas, deben ser expresiones y signos visibles de nuestra devoción interior y nuestro amor por Dios. Son signos de fe, que inspiran muchos, y son necesarios en el mundo de hoy tan olvidadizo de Dios.

UN CORAZÓN INDIVISO

Jueves, 9ª semana del año Tobías 6, 10-11; 7, 1.9-17; 8, 4-9; Sal 127; Mc 12, 28-34

“El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento” (Mc 12, 29-30).

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Este es el primer mandamiento para todos los que creen en Jesucristo. No es sólo para un grupo especial dentro de la Iglesia. No es sólo para los sacerdotes y religiosos. No es sólo para los célibes que han dejado incluso casarse para poder amar sólo a Dios con todo el amor de su corazón, sin división alguna, ni siquiera la división de una esposa cristiana en el sacramento del matrimonio. Este mandamiento es más bien el primer mandamiento para todo cristiano.

Cristo quiere que amemos a Dios con todos nuestros recursos, esto es, con toda nuestra energía, inteligencia, fuerzas, corazón, mente, y alma. Este es su primer mandamiento. Él quiere todo nuestro corazón, todo el amor de nuestro corazón, todo nuestro trabajo, todo nuestro tiempo, y toda nuestra dedicación. En cualquier estado de vida que estamos, él quiere todo de nosotros, en la medida que podemos ofrecernos y dedicarnos así y todavía cumplir con todas las responsabilidades de nuestro estado de vida. Es por esta razón que la Iglesia siempre ha enseñado (y todavía enseña) que el celibato es un llamado más alto que el matrimonio, porque el célibe puede amar a Dios con menos división de corazón, es decir, con un corazón más completamente y radicalmente indiviso en su amor por Dios, y sólo por él, cumpliendo así el mandamiento más importante de una manera más radical aún. Pero en esto el célibe es un espejo para toda la Iglesia, mostrándole con más claridad y de una manera más radical aún lo que todos deben esforzarse por hacer, cado uno según las responsabilidades de su estado de vida.

De hecho, como oímos en el evangelio de ayer, en el mundo de la resurrección, todos que son tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo “no se casan, ni se dan en casamiento” (Lc 20, 35), “sino serán como los ángeles que están en los cielos” (Mc 12, 25). Es decir, todos serán célibes, porque sólo “los hijos de este siglo se casan, y se dan en casamiento” (Lc 20, 34). Por eso los que son célibes por el amor a Dios ahora en este mundo actual son signos escatológicos, es decir, signos del futuro, recordando su estado futuro a toda la Iglesia, y siendo como un espejo para ella, para que vea en los célibes su propio futuro.

Cada cristiano, pues, es llamado a vivir con simplicidad y sencillez, siguiendo el espíritu de la pobreza evangélica al no dividir su corazón por los placeres, delicadezas, y deleites de este mundo. Así todos son llamados a amar a Dios con todo su corazón, según las responsabilidades de su propio estado de vida.

Y como Jesús añadió un segundo mandamiento, sabemos también, pues, que debemos pasar nuestra vida ayudando a nuestro prójimo con nuestros dones y talentos. Debemos dedicarnos a ayudar y a salvar a nuestro prójimo.

¿QUIÉN ES JESUCRISTO PARA NOSOTROS?

Viernes, 9ª semana del año Tobías 11, 5-17; Sal 145; Mc 12, 35-37

“¿Cómo dicen los escribas que el Cristo es hijo de David? Porque el mismo David dijo por el Espíritu Santo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga, tus enemigos por estrado de tus pies. David mismo le llama Señor; ¿cómo, pues, es su hijo?” (Mc 12, 35-37).

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Jesucristo es el hijo de David, pero es mucho más que sólo esto. De hecho, el mismo David lo llama “Señor” en Salmo 109, 1. Además que ser el hijo de David, es el Señor de David, y de todos. Es el único Hijo de Dios, y por eso es Dios. Es también el redentor y Salvador del mundo.

Jesucristo es nuestro Salvador, y nos salvó al ser nuestra satisfacción por nuestros pecados ante el Padre. Él es el medio que Dios necesitaba para poder perdonarnos de nuestros pecados y todavía permanecer justo, como es apropiado por Dios. Sin Jesucristo, el Dios justo no pudo justificarnos y permanecer justo, porque todo pecado necesita ser castigado. Pero por medio de Jesucristo, Dios pudo perdonarnos y justificarnos sin violar su justicia, porque Cristo es la víctima que fue sustituida por nosotros para llevar nuestros pecados en la cruz, y allá sufrir su castigo justo en vez de nosotros. Él fue maldito por Dios, por nosotros, y en vez de nosotros (Gal 3, 13).

Así, pues, él cumplió “los sacrificios por el pecado”, que Dios dio a los israelitas, en que el pecador puso sus manos sobre la cabeza del animal, indicando que estaba transmitiendo sus pecados al animal, y entonces el pecador degolló el animal delante del Señor, indicando que el animal ha pagado el castigo de muerte por el pecador. Y Dios los perdonó por su fe, por medio del único verdadero sacrificio de Jesucristo, que él iba a ofrecer, y que fue simbolizado por estos tipos del Antiguo Testamento. Estos sacrificios fueron tipos, pues, para entender la muerte de Cristo, que es la víctima sustituida por nosotros, que es degollada en lugar de nosotros, así pagando en verdad nuestra deuda de castigo por nuestros pecados. Cristo es la realidad que los antiguos sacrificios representaban simbólicamente.

Así, pues, “el castigo de nuestra paz fue sobre él” (Is 53, 5). Cristo sufrió el castigo por nuestros pecados, y al hacer esto, nos trajo la paz. Y esto es porque “el Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). Así él satisfizo la ley y la justicia de Dios, y ahora nosotros no somos condenados si creemos en él (Rom 8, 1). El pecado fue condenado en la carne de Jesucristo (Rom 8, 3) en la cruz. Y esto cumplió la justicia de la ley por nosotros (Rom 8, 4). Él puso su vida en expiación por el pecado (Is 53, 10: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado”), y así “justificará mi siervo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos…habiendo él llevado el pecado de muchos” (Is 53, 11.12).

En verdad, Jesucristo es mucho más que sólo el hijo de David.

LAS VIUDAS Y LOS POBRES DE YAHVÉ

Sábado, 9ª semana del año Tobías 12, 1.5-15.20; Tobías 13; Mc 12, 38-44

“Y vino una viuda pobre, y echó dos blancas, o sea un cuadrante. Entonces llamando a sus discípulos, les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (Mc 12, 42-44).

Esta viuda pobre que echó todo lo que tenía en el arca representa el ideal de Jesús, el ideal de la pobreza evangélica. Ella es para él una de los anawim, los pobres del Señor

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que han perdido todo lo de este mundo, todos sus placeres, y permanecen sólo con Dios. Viven sólo para Dios. Esta es el ideal de la vida de una verdadera viuda, que vive “recogida en su casa” (Judit 8, 4), vistiéndose “de sayal” y “de ropas de viuda” (Judit 8, 5), “sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). La verdadera viuda “ha quedado sola, espera en Dios, y es diligente en súplicas y oraciones noche y día. Pero la que se entrega a los placeres, viviendo está muerta” (1 Tim 5, 5-6). La viuda Judit “ayunaba desde que había enviudado” (Jud 8, 5), y la viuda Ana, que vio al niño Jesús en el templo cuando ella tenía ochenta y cuatro años de edad, “no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Su vida entera fue dedicada a Dios “día y noche” en el templo “con ayunos y oraciones” (Lc 2, 37).

San Pablo habla de las viudas junto con los célibes y las vírgenes. Dice que “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido” (1 Cor 7, 32-34). Y a las viudas dice: “Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo” (1 Cor 7, 8), es decir, solteros como él. Y otra vez dice sobre la viuda que “a mi juicio más dichosa será si quedare así” (1 Cor 7, 40), soltera.

Hoy hay viudas, como en los días de san Pablo, y también hay célibes, personas viviendo la vida religiosa, la vida célibe por el amor a Dios, para tener un corazón indiviso en su amor y servicio a Dios, sirviéndole día y noche en ayunos y oraciones. Es este ideal que meditamos hoy, el ideal de la vida religiosa, célibe por el reino de Dios, el ideal del celibato sacerdotal, el ideal de la vida de una verdadera viuda. Es una vida de sencillez y simplicidad, que renuncia a los placeres de esta vida, para los del reino de Dios y de la nueva creación. Es una vida con Dios, en que buscamos nuestra alegría sólo en él, y no en los deleites de esta vida presente (Col 3, 1-2). Es una vida de oración y ayuno, de meditación, lectura espiritual, y pobreza evangélica. Es la vida que tiene la recompensa céntupla (Mt 19, 29).

Esta es una vida separada del mundo con sus atracciones y distracciones que dividen nuestro corazón de un amor indiviso sólo para Dios. Por esta razón es vivida recogida en la casa, o no apartándose del templo, y uno se viste diferentemente —de ropas de viuda— distinguiéndose más aún del mundo. Y es pasada en ayuno y oración, renunciando a los deleites de este mundo para mejor vivir para los de Dios.

TRES PERSONAS EN UNA NATURALEZA

La Santísima Trinidad, domingo

Dt 4, 32-34.39-40; Sal 32; Rom 8, 14-17; Mt 28, 16-20

“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros…” (Rom 8, 32).

I

Hoy es la solemnidad de la Santísima Trinidad. Es el misterio de que el Padre, el

Hijo, y el Espíritu Santo son todos los tres igualmente Dios, iguales en divinidad. Por eso

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Jesús dijo: “id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mt 28, 19).

Todos los tres son personas, pero no son seres diferentes como son las personas humanas, cada uno siendo un ser diferente. Estas tres personas tienen sólo un ser entre sí mismos, sólo una sustancia, sólo una esencia, sólo una naturaleza. Todas estas últimas palabras tienen básicamente el mismo significado. Pero las personas se relacionan entre sí como Padre, Hijo, y Espíritu Santo, en que el Padre envía al Hijo, pero el Hijo no envía al Padre. Así, pues, para la salvación del mundo, el Padre envió al Hijo para encarnarse y venir a ser hombre para poder sufrir y morir en la cruz para salvarnos de nuestros pecados. Su muerte satisfizo la justicia y la ira divina porque el Hijo divino de Dios pagó la deuda de castigo por nuestros pecados.

Pero no podemos decir que fue injusto o cruel que el Padre envió a su Hijo y lo afligió así con nuestros pecados y castigo, porque el Hijo es un solo ser, una sola sustancia y una sola esencia con el Padre. El Hijo (como lo es el Padre, y también el Espíritu Santo) es el único Dios. Por eso la verdad es que el único Dios sufrió nuestro castigo para poder perdonarnos justamente (como es apropiado por Dios). Y porque es Dios que sufrió esto, este acto de morir en la cruz es infinitamente misericordioso. Porque el mismo Dios sufrió nuestro castigo para salvarnos, este acto de salvación es a la vez infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Es mucho más misericordioso y justo que si Dios nos hubiera perdonado gratuitamente sin tomar en cuenta la justicia ni la necesidad de que la deuda de pecado sea pagada. Dios, pues, vino él mismo, en la persona de su Hijo, y llevó el cargo de nuestros pecados en su muerte en la cruz, así librando a todos los que creen en Jesucristo del cargo del pecado y de la culpabilidad.

II

Es, además, maravilloso que en Dios hay una sola mente y una sola voluntad, las cuales pertenecen a la única naturaleza, o esencia, o sustancia de Dios. Pero cada persona divina posee esta única mente y esta única voluntad según su propio modo, como el Padre, o como el Hijo, o como el Espíritu Santo. Además, Jesucristo también tenía una mente y una voluntad humanas, distintas pero perfectamente unidas y sumisas a su mente y voluntad divinas, que él tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo.

La mente y la voluntad pertenecen a la naturaleza, no a la persona. Vemos esto claramente en el caso de Jesucristo. Cristo es una persona divina, con una naturaleza divina y una naturaleza humana. En Cristo, pues, hay una sola persona, y dos naturalezas, y esta única persona es divina, el Hijo de Dios. No hay en Jesucristo una persona humana, sino sólo una persona divina. Por eso su mente y voluntad humanas tenían que pertenecer a su naturaleza humana, porque no tenía una persona humana a la cual pudieran pertenecer. De igual manera, pues, su mente y voluntad divinas tienen que pertenecer a su naturaleza divina, y no a su persona divina, porque, como hemos visto, la mente y la voluntad pertenecen a la naturaleza, y no a la persona.

Pero si la mente y la voluntad divinas de Jesucristo pertenecen a su naturaleza, entonces la mente y la voluntad del Padre y del Espíritu Santo también tienen que pertenecer a su naturaleza, y no a sus personas. Pero en Dios hay una sola naturaleza, que todas las tres personas poseen en común. Si, pues, hay sólo una naturaleza, a la cual pertenecen la mente divina y la voluntad divina de Dios, entonces es claro que en Dios

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hay sólo una mente y una voluntad, compartidas por las tres personas que comparten esta única naturaleza, aunque cada persona posee esta mente y esta voluntad según su propio modo.

Por tanto cuando el Padre envió a su Hijo al mundo para nuestra salvación, había una sola mente y una sola voluntad divinas obrando. Así, pues, Dios, al enviar a su Hijo para morir por nosotros, viene él mismo a llevar nuestros pecados en la persona del Hijo. Hay una sola mente y una sola voluntad divinas funcionando en esta misión del Hijo para morir en la cruz por nuestros pecados.

LA NUEVA ÉTICA DEL REINO DE DIOS

Lunes, 10ª semana del año 2 Cor 1, 1-7; Sal 33; Mt 5, 1-12

“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3).

Jesús empieza su sermón del monte con las bienaventuranzas. Es su introducción programática, la ética nueva del reino de Dios. Así, pues, deben vivir los que son llamados a entrar en el reino de Dios. Esta es la vida nueva de los regenerados. Así vive el hombre nuevo en Jesucristo, el que ha nacido de nuevo por su fe en él.

En las bienaventuranzas Jesús hace hincapié en la pobreza evangélica, sobre todo en la versión de san Lucas (Lc 6, 20-26). Jesús bendice a los pobres, a los que tienen hambre, a los que lloran ahora, y a los perseguidos por causa del Hijo del Hombre (Lc 6, 20-22); mientras que él maldice a los ricos, a los saciados, a los que ríen ahora, y a los que el mundo alaba (Lc 6, 24-26).

Esto, pues, es una nueva manera de vivir, es la ética del reino de Dios. Es el opuesto de la ética del mundo. En el reino de Dios, no son los ricos y saciados, los que se llenan de los deleites de la mesa y del mundo que son benditos, sino más bien los pobres, sobre todo los pobres en espíritu, los humildes y sencillos, y los que tienen hambre ahora. Son los que son perseguidos por su buena vida y por su simplicidad, a los cuales Jesús alaba, los que sacrifican los deleites de este mundo, y viven sólo para Dios con todo su corazón. Estos son los verdaderos bienaventurados, los pobres en espíritu; no los ricos que viven en sus placeres.

¡Qué difícil será entrar un rico en el reino de Dios (Mt 19, 23)! “…es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 24), dice Jesús. El rico, rodeado de sus placeres y delicadezas, tiene su corazón dividido por ellos, y no vive sólo para Dios. Ya ha tenido su consuelo en los placeres de este mundo; y no lo tendrá también para con Dios. “¡…ay de vosotros, ricos —dice Jesús—! porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6, 24). Él pudiera decir la misma cosa a los saciados y a los que ríen ahora y pasan su vida en los pasatiempos de este mundo. Ya han tenido su consuelo. Es la misma cosa que Abraham dijo al epulón rico en el infierno: “Hijo —dijo—, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida” (Lc 16, 25).

Al contrario, son benditos los que han dejado todo por Jesucristo. Son ellos que recibirán la recompensa céntupla (Mt 19, 29). Así, pues, Dios escogió lo necio del

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mundo para avergonzar a los sabios (1 Cor 1, 27); y maldice a “los reposados en Sion”, a “los confiados en el monte de Samaria”, a los que “Duermen en camas de marfil, y reposan sobre sus lechos; y comen los corderos del rebaño” (Amós 6, 1.4). En sus placeres han olvidado a Dios. “En sus pastos se saciaron, y repletos, se ensoberbeció su corazón; por esta causa se olvidaron de mí”, dijo el Señor (Os 13, 6).

Benditos, más bien, son los anawim, los pobres del Señor, que han perdido todo, y viven sólo para Dios. Esto debe ser el ideal de nuestra vida como hombres nuevos en el reino de Dios.

UN HOMBRE LLENO DE FE

Memoria de san Bernabé, 11 de junio Hch 11, 21-26; 13, 1-3; Sal 97; Mt 10, 7-13

“Porque era varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe. Y una gran multitud fue agregada al Señor” (Hch 11, 24).

Hoy conmemoramos a san Bernabé, uno de los primeros discípulos después de la resurrección, y el compañero de san Pablo en sus viajes misioneros. San Lucas lo describe como “varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe” (Hch 11, 24), y por su ministerio, dice, “una gran multitud fue agregada al Señor” (Hch 11, 24).

¡Qué importante es que tengamos este tipo de fe! Lo necesitamos a la vez para dirigir nuestra propia vida según la voluntad de Dios sin desviarnos por miedo de ser diferentes de los demás, y también para agregar a otras personas al Señor para su salvación y para una vida nueva en Jesucristo. Este tipo de fe es lo que tenía san Bernabé, y como resultado era lleno del Espíritu Santo, es decir, lleno de poder para predicar y testificar concerniendo a Jesucristo, y lleno de la alegría de Dios a ser salvo en Jesucristo. Un hombre tal tiene gran poder, y su palabra puede sostener a muchos, y encender en ellos la fe que salva. Esta fe, y la dirección del Espíritu Santo, hicieron a Bernabé un misionero. Así, pues, “dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado” (Hch 13, 2).

¿Qué, pues, hace este tipo de fe en el corazón de un hombre? Lo transforma. La fe en Jesucristo puede asegurarle que él es salvo por medio de la muerte de Cristo en la cruz de sus pecados e imperfecciones que le entristecen y deprimen. Al ser justificado por su fe, uno no es condenado ahora. No vive más bajo la condenación de Dios, sino su espíritu es librado del cargo de la culpabilidad. Así, pues, ahora “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Rom 8, 1) porque Dios “condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Rom 8, 3-4). Es decir, al enviar a su Hijo “a causa del pecado” (Rom 8, 3), o como un sacrificio por el pecado, Dios “condenó al pecado en la carne” de Jesucristo en la cruz (Rom 8, 3). El pecado fue condenado para que nosotros no seamos condenados. Y el pecado fue condenado en la carne de Jesús porque el sufrió el castigo de la ley contra el pecado, así cumpliendo “la justicia de la ley” por nosotros (Rom 8, 4). Así Cristo cumplió los requisitos de la justicia de la ley por nosotros en su muerte. La ley pues, no puede condenarnos más. Su

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castigo justo ha sido justamente pagado en la muerte de Cristo, y nosotros somos librados, y no condenados. Somos, pues, salvos.

Así predicó san Pablo, y así es el hombre librado y justificado por su fe en Jesucristo. San Bernabé fue un predicador preclaro de este misterio.

LA RENUNCIA AL MUNDO

Viernes, 10ª semana del año 2 Cor 4, 7-15; Sal 115; Mt 5, 27-32

“…llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Cor 4, 10).

Hoy san Pablo habla de la cruz en su propia vida. Cristo nos salvó por su cruz, y entonces la recomendó a nosotros como un camino de vivir si queremos seguirle. San Pablo dice que él lleva por todas partes la muerte de Jesús, viviendo él mismo el misterio de la cruz, para que también la vida de Jesús se manifieste en él. Jesús nos dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mc 8, 34). Este, pues, es el camino verdadero de los discípulos de Jesús, el de llevar la cruz y seguirle. Debemos, pues, renunciar a todo, llevar la cruz, y seguirle. Pero si, al contrario, tratamos de salvar nuestra vida en este mundo al rehusar la cruz, perderemos nuestra vida para con Dios. Y si aceptamos la vida de la cruz, es decir, la vida de renunciar al mundo y a todas las cosas, salvaremos nuestra vida para con Dios.

La cruz es nuestra nueva manera de vivir como cristianos. Quiere decir renunciar al mundo y a sus deleites y placeres, y vivir sólo para Dios con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso. Debemos, pues, sacrificar nuestra vida por amor a él. Esto es vivir en el Espíritu, y no según la carne. Debemos, pues, vivir según el hombre nuevo, dirigidos por el Espíritu de Dios, y dejar de vivir según los deseos de la carne, “Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (Rom 8, 6). Y “todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). “Porque el que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25). Estos dichos se aplican a todo cristiano, a cada uno según su estado de vida.

Esto quiere decir que tenemos que ser crucificados al mundo, y el mundo a nosotros (Gal 6, 14). Morimos al mundo y a sus placeres para vivir sólo para Dios con todo nuestro corazón, con un corazón indiviso. Si somos ocupados con los placeres de este mundo, nuestras afecciones serán divididas y nuestro corazón divido lejos de un amor puro, reservado sólo para el Señor. Por eso gloriamos con san Pablo en el camino de la vida de la cruz. Él dijo: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6, 14).

Esto es una nueva manera de vivir en este mundo, reservando el corazón sólo para Dios, y renunciando a todo lo demás. Pero este es el camino seguro y bendecido por Jesús para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46). Es decir, estos se obtienen sólo al precio de renunciar a todo lo demás. Como el hombre que descubrió el tesoro escondido sólo pudo obtenerlo al vender todo lo que tenía para poder comprar el

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campo donde el tesoro fue escondido, así nosotros podremos experimentar la vida de Jesús en nosotros sólo al abrazar su cruz, y renunciar a todo por amor a él.

LA OBRA EXPIATORIA DE JESUCRISTO

Sábado, 10ª semana del año 2 Cor 5, 14-21; Sal 102; Mt 5, 33-37

“Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21).

Con este versículo estamos al corazón de nuestra fe en la expiación que Cristo obró por nosotros por su muerte en la cruz. En sí mismo, Cristo es sin pecado, pero por nosotros Dios “lo hizo pecado”, es decir Dios cargó sobre él nuestros pecados. Dios hizo esto para que él pudiera sufrir por nuestros pecados su castigo justo según la ley, para que nosotros no tuviéramos que sufrir este castigo, sino que pudiéramos ir libres y justamente perdonados, siendo hechos justos delante de Dios. Así san Pablo dice que Dios “lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5, 21).

“El Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). Entonces “el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is 53, 5). Su castigo nos trajo la paz, porque él sufrió en vez de nosotros por nuestros pecados. Él fue maldito en vez de nosotros y por nuestros pecados para librarnos de la maldición de Dios. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición, porque está escrito: Maldito todo el que es colgado de un madero” (Gal 3, 13; Dt 21, 23).

Así, pues, Dios, “enviando a su Hijo…a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Rom 8, 3-4). Es decir: Dios envió a su Hijo como un sacrificio por el pecado, y así condenó el pecado en la carne de Jesucristo para cumplir los requisitos justos de la ley por nosotros. Y estos requisitos eran que los pecadores murieran por su pecado. Jesucristo cumplió este requisito justo de la ley por nosotros al morir en la cruz. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Rom 8, 1). No somos condenados más, sino somos hechos justos por medio de nuestra fe en Jesucristo. Somos “hechos justicia de Dios en él (2 Cor 5, 21).

Así somos reconciliados con Dios (2 Cor 5, 18-20) y hechos una nueva creación en él, porque “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor 5, 17). Por eso no debemos vivir más para nosotros mismos, sino sólo para aquel que murió y resucitó por nosotros, porque “por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5, 15). Tenemos, pues, una nueva vida ahora en que no vivimos más para nosotros mismos ni para nuestros placeres, sino sólo para el que nos salvó y dio esta vida nueva. En este sentido morimos por el que murió por nosotros, porque “si uno murió por todos, luego todos murieron” (2 Cor 5, 14). Morimos a nuestra manera vieja de vivir para nosotros mismos, y ahora somos hechos nuevos y vivimos sólo para el que murió y resucitó por nosotros. Vivimos, pues, muertos a nuestra vieja manera de vivir para nuestros placeres, y resucitados ahora en Cristo para una nueva manera de vivir en él, al

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vivir ahora sólo para él, perdonados y justificados, y renunciando a los placeres de este mundo.

EL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO

Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo Ex 24, 3-8; Sal 115; Heb 9, 11-15; Mc 14, 12-16.22-26

“Porque si la sangre de toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Heb 9, 13-14).

Hoy es la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Su cuerpo y sangre son el sacrificio ofrecido a Dios en la cruz, en el Calvario, para nuestra redención. Este único sacrificio del Calvario está hecho presente para nosotros cada vez que se ofrece el sacrificio de la Misa. El pan durante la Misa viene a ser el cuerpo de Cristo, y el vino viene a ser su sangre. No es sólo un símbolo de su cuerpo y sangre, sino su verdadero cuerpo y verdadera sangre. Es por eso que la Misa es un verdadero sacrificio, el mismo sacrificio de Cristo ofreciéndose a sí mismo a su Padre en la cruz en el Calvario. La Misa hace presente para nosotros el único sacrificio de Cristo de sí mismo en la cruz. No es una repetición de este único sacrificio, sino nos hace presentes en el Calvario en el momento de su único sacrificio en la cruz para nuestra salvación.

Así lo quiso Jesús. Él quiso que tuviéramos este sacramento para entrar en el sacrificio de nuestra salvación. Podemos incluso, como su cuerpo místico, ofrecer este sacrificio junto con Cristo a su Padre, y al mismo tiempo ofrecernos a nosotros mismos con él al Padre en amor y donación de nosotros mismos en la eucaristía. Nos hacemos a nosotros mismos un sacrificio al Padre junto con Jesucristo. Esto es lo que hacemos en la Misa. Ofrecemos a Cristo al Padre, y al mismo tiempo nos ofrecemos a nosotros mismos al Padre junto con él, uniendo nuestro sacrifico de nosotros mismos con su único sacrificio aceptable al Padre. Así la eucaristía es nuestro sacrificio, el culto, y sacrificio perfectos del Nuevo Testamento, nuestro culto y adoración perfectos delante del Padre. Este es el único sacrificio que tenemos hoy, dejado a nosotros, que ha cumplido todos los demás sacrificios del Antiguo Testamento.

Por su sacrificio de sí mismo, Cristo dio culto perfecto a su Padre y lo agradó infinitamente para nuestra salvación. En su muerte, él satisfizo todos los requisitos de la justicia divina, pagando con su sangre derramada nuestra deuda de pecado según la ley. Él cumplió la ley por nosotros que no la hemos guardado, y él sufrió por nosotros el castigo prescrito por la ley por los que no han guardado la ley. Así su sacrificio nos da alivio de nuestra culpabilidad, y nos renueva, haciéndonos hombres nuevos, resplandecientes delante de Dios con el esplendor del mismo Jesucristo. Él quitó nuestra condenación, y restauró nuestra vida por su sacrificio.

El cuerpo y la sangre de Cristo son también nuestra comida. No sólo ofrecemos a Cristo al Padre con Cristo, sino que también Cristo nos da su cuerpo para comer, y su

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sangre para beber, para que tengamos su vida en nosotros. El pan y el vino son transformados en Jesucristo, a quien comemos y bebemos para tenerlo a él dentro de nosotros, llenándonos de su divinidad encarnada en su sagrada humanidad, y entonces sacramentada por nosotros. Su divinidad encarnada en su humanidad sacramentada nos alimenta espiritualmente. Esta santa comunión nos llena de luz, alegría, y gozo espiritual. Es Dios encarnado y sacramentado, resplandeciendo dentro de nosotros para unirnos con él.

La recepción de la eucaristía nos hace “ser participantes de la naturaleza divina” (2 Pd 1, 4). Nos diviniza. Su divinidad entra sacramentalmente en nuestro cuerpo y corazón, iluminándonos por dentro. Somos, pues, iluminados por la divinidad de Jesucristo dentro de nosotros por medio de la santa comunión. Su carne, divinizada por su divinidad, y conteniendo su divinidad, su persona divina, viene en contacto con nosotros, y entra dentro de nuestra humanidad, así divinizando nuestra humanidad por dentro, transformándonos y santificándonos. Nos hace hombres nuevos y una nueva creación. Su humanidad divinizada, que lleva su divinidad, ilumina nuestra humanidad por dentro.

¡Qué bello, entonces, es si, después de recibir la santa comunión, permanezcamos silentes en oración! Este es el mejor tiempo para la oración silenciosa, la oración sin palabras ni ideas, en que podemos entrar en unión con Dios, y en que nuestro espíritu puede ser unido a Dios. Este tiempo después de la comunión es el mejor tiempo que hay para experimentar a Dios en la contemplación. Es el mejor tiempo para la adoración silenciosa, para la oración de quietud, y para la oración de unión.

EL REINO DE PAZ

Lunes, 11ª semana del año 2 Cor 6, 1-10; Sal 97; Mt 5, 38-42

“Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvete también la otra” (Mt 5, 38-39).

Vemos aquí la etapa final en el desarrollo de la enseñanza bíblica sobre la venganza y la violencia. En el libro de Josué, vemos que Dios dirigió a los israelitas a conquistar muchas ciudades y a matar a todo lo que en ellas tenía vida. Así Dios les dio una tierra en que podían vivir. Pero hoy vemos a Jesús enseñando que no debemos resistir al que es malo, sino volvernos la otra mejilla.

Todavía debemos tratar de vencer al mundo por Cristo (1 Jn 5, 4-5), pero ahora con medios puramente pacíficos. Así, pues, todavía podemos leer el libro de Josué como la palabra de Dios para nosotros, pero lo leemos ahora por la lente de la enseñanza de Jesús contra la violencia. Así, pues, nos vemos en un estado de guerra santa contra el mundo, pero usando medios pacíficos. Pero Dios no reveló todo esto al principio; sino sólo poco a poco.

Vemos esta enseñanza de Jesús ejemplificada en su propia vida cuando perdonó a sus verdugos desde la cruz. Es también ejemplificada en la vida de san Pablo, quien nunca se vengó de todos sus perseguidores. Jesús “cuando le maldecían, no respondía con

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maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente”, dice san Pedro (1 Pd 2, 23). Y san Pablo dice: “Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis… No paguéis a nadie mal por mal… No os venguéis vosotros mismos…sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Rom 12, 14.17.19). Dios es el que se vengará del que es malo por nosotros, y no nosotros mismos; por eso no debemos vengarnos del que es malo, sino dejar “lugar a la ira de Dios” (Rom 12, 19), porque él pagará por nosotros. Suya es la venganza; no nuestra.

¿Cómo sería el mundo si los creyentes en Jesucristo vivieran así? El beato Franz Jägerstätter es un ejemplo inspirador de esto para nosotros. Él rehusó servir como militar bajo de Hitler, y por tanto fue martirizado por los Nazis por no servir. No debemos resistir con violencia al que el malo (Mt 5, 39). Yo creo que esto quiere decir que no debemos matar, o hacer guerra, o participar violentamente en una guerra; antes debemos volvernos la otra mejilla y rehusar matar, “no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición”, como dice san Pedro (1 Pd 3, 9). “Mirad —dice san Pablo— que ninguno pague a otro mal por mal” (1 Ts 5, 15). Si muchos cristianos vivieran así, viviríamos en el reino de Dios, donde “morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia domestica andarán juntos, y un niño los pastoreará” (Is 11, 6). Aun una sola persona que rehúsa matar y rehusará servir violentamente en una guerra hará una diferencia en el mundo. Dará un testimonio poderoso, y nos llevará más cerca del reino de Dios.

EL CELIBATO Y LA VIDA RELIGIOSA

Jueves, 11ª semana del año 2 Cor 11, 1-11; Sal 110; Mt 6, 6-15

“Porque os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Cor 11, 2).

Vemos en este versículo que tenemos una relación nupcial con Jesucristo. San Pablo dice que él nos ha desposado “con un solo esposo”, que es Jesucristo. Por eso somos “como una virgen pura”, presentada a Cristo. “…pues os he desposado con un solo esposo —dice san Pablo—, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Cor 11, 2). Vemos, pues, que tenemos una relación nupcial con Cristo, y que este es el ideal, es decir, que nuestra relación con él debe ser nupcial y exclusiva, o la más exclusiva que podemos hacerla, en consonancia con nuestras responsabilidades de nuestro estado de vida. Los casados deben tener una relación exclusiva con Cristo a tono con su estado de casados; pero los célibes por el reino de Dios, es decir, los que se han consagrado a Dios como religiosos, o personas consagradas, pueden tener una relación nupcial con Cristo en que Cristo es literalmente el único esposo de su corazón. Para ellos esta relación nupcial con Cristo es más exclusiva aún que la de los casados.

Cada cristiano, pues, debe tener a Jesucristo en su corazón como su único esposo con que él tiene una relación íntima y exclusiva, siempre guardando su corazón para que no se divida. Los casados hacen esto juntos como una pareja, como “una sola carne”, con

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Cristo uniéndose con ellos en su matrimonio. Y los célibes hacen esto según su manera con un corazón radicalmente indiviso, no dividido ni siquiera por el amor de un esposo cristiano en el sacramento del matrimonio. El celibato es por eso un estado de vida más radical aún que el matrimonio en la exclusividad de su relación nupcial con Jesucristo, como literalmente el único esposo del corazón. Los célibes, pues, pueden literalmente amar a Cristo con todo su corazón, con toda su energía afectiva yendo sólo a Jesucristo, sin división alguna, con un corazón completamente indiviso.

Por eso san Pablo describe la vocación célibe así: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. La mujer no casada y la virgen se preocupan de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido” (1 Cor 7, 32-34). Así, pues, san Pablo hace hincapié en la exclusividad más grande de la relación nupcial del célibe con Cristo.

Por esta razón la Iglesia siempre ha considerado el celibato como una vocación más alta que el matrimonio. El rechazo de esta enseñanza hoy por muchos en Europa del Oeste y en los Estados Unidos es otra razón por la cual la vida religiosa en estos países está muriendo hoy, porque si uno ya no cree más que el celibato le capacita para tener una relación más exclusiva con Cristo, carece de un motivo mayor para escoger esta manera de vida.

EL SUFRIMIENTO DEL CORAZÓN DE JESÚS

Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús Os 11, 1.3-4.8-9; Is 12; Ef 3, 8-12.14-19; Jn 19, 31-37

“Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).

El soldado abrió el costado de Jesús con una lanza para averiguar que era muerto. Pero ¿por qué salió agua también, y no sólo sangre? ¿Es esto una indicación de que no sólo era muerto, sino que también su corazón fue literalmente roto por lo que sufrió en su corazón en la cruz espiritualmente, psicológicamente, y emocionalmente?

¿Y qué sufrió en su corazón? Sufrió el odio de los hombres a quienes vino para salvar. Pero todos los mártires sufrieron el odio de los hombres también, y muchos de ellos lo sufrieron con gozo y valentía, como san Ignacio de Antioquía que anheló el martirio, y pidió a los romanos que no se interpusieran para conmutar su sentencia de muerte. Pero Jesús, al contrario, tenía gran miedo antes de sufrir, y pidió a su Padre que esta copa de sufrimiento se pasase de él (Lc 22, 42), y en su agonía en Getsemaní antes de su muerte, “era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lc 22, 44). Y tenemos su grito de abandono desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mc 15, 34). ¡Qué diferente fue la muerte de Jesús de la de muchos mártires —como san Ignacio de Antioquía— que fueron a su muerte con gozo y gran deseo para morir por Cristo! ¡Qué diferente que la muerte del mártir san Policarpo,

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que murió en silencio al ser quemado vivo! ¿Qué, pues, sufrió Jesucristo en su corazón más que ellos, que hizo su muerte mucho más horrible que la de ellos?

La respuesta es que él sufrió la ira de Dios por todos los pecadores del mundo en su amor por nosotros. El mismo Dios lo hirió y lo abandonó para que el sufriera en su corazón la ira divina que merecían todos los pecadores, para librarnos de este gran sufrimiento del corazón. Él experimentó en su corazón el abandono de Dios en la cruz y la depresión del infierno en lugar de nosotros, para salvarnos de este sufrimiento de corazón, para que pudiéramos vivir en la alegría de Dios, y aun morir en alegría como tantos mártires.

Jesucristo fue azotado y herido por Dios en su corazón humano. Este fue su sufrimiento más grande, el ser alienado de Dios en su corazón. “…el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados…el Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 5-6). Jesucristo fue incluso maldito por Dios (Gal 3, 13) al ser colgado en un madero (Dt 21, 23); y al ser maldito en lugar de nosotros, “nos redimió de la maldición de la ley” (Gal 3, 13).

Hoy, en esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, reconocemos lo que fue el gran sufrimiento del corazón de Jesús en la cruz, que nos salvó, es decir, el ser abandonado por su Padre, para absorber su ira por nosotros, para librarnos de esta ira.

NO PUEDES SERVIR A DOS SEÑORES

Sábado, 11ª semana del año 2 Cor 12, 1-10; Sal 33; Mt 6, 24-34

“Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mt 6, 24).

Este versículo es la clave para entender la vida cristiana, es decir, la vida de los regenerados, de los que han nacido de nuevo en Jesucristo por la fe. El Espíritu Santo los hace una nueva criatura con nuevos intereses, con una nueva orientación, y con una nueva ética. Viven ahora por la ética del reino de Dios. Y todo esto quiere decir que viven ahora sólo para Dios en todo aspecto de su vida. Ya no viven más para los deleites de la comida y la bebida, ni se preocupan más por la belleza de sus vestidos. Buscan más bien ahora sólo el reino de Dios y su justicia. Quieren vivir justificados por Dios, hechos nuevos y resplandecientes por él, perdonados de sus pecados e imperfecciones, y en paz con Dios. Así, pues, dice Jesús hoy: “buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mt 6, 33).

“Por tanto os digo —dice Jesús hoy—: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o que habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir” (Mt 6, 25). Nuestra concentración no debe ser dividida así, sino enfocada sólo en Dios, sólo en un Señor, no en dos señores, no en muchos señores. No se puede servir a dos señores bien. No podemos servir bien a Dios, y también a las riquezas. Las riquezas son las delicadezas y deleites de este mundo, los placeres del mundo que dividen el corazón.

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Jesús nos enseña hoy que no podemos amar o estimar bien a Dios, y también a estas riquezas.

Debemos más bien comer cosas sencillas, básicas, ordinarias, y saludables, y no preocuparnos más de los vestidos mundanos, ni de los deleites de este mundo en el asunto de la comida, la bebida, y los vestidos —los elementos básicos de la vida—. Entonces podremos poner toda nuestra concentración sólo en Dios, como lo hacen los pobres del Señor, los pobres en espíritu, los anawim de Yahvé.

Será muy difícil, al contrario, para un rico, que se afana de todas estas cosas y de las riquezas, entrar en el reino de Dios (Mt 19, 24). Sería como un camello tratando de pasar por el ojo de una aguja (Mt 19, 24), porque ya ha tenido su recompensa en los deleites de esta vida presente (Lc 6, 24; 16, 25). “…el reino de Dios —dice san Pablo— no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rom 14, 17).

Así, pues, el primer mandamiento de Jesús es amar “al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas” (Mc 12, 30). Si hiciéramos esto, no dividiríamos nuestro corazón con las riquezas y los placeres de este mundo, sino amaríamos a Dios como nuestro único Señor y único tesoro (Mt 6, 19-21). Esto es importante “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt 6, 21).

CRISTO CALMA LAS TEMPESTADES DE NUESTRO CORAZÓN

12º domingo del año Job 38, 1.8-11; Sal 106; 2 Cor 5, 14-17; Mc 4, 35-41

“Y levantándose, reprendió al viento, y dijo al mar: Calla, enmudece. Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Mc 4, 39).

Hoy Jesucristo calma al mar y al viento, y le obedecen. “Y cesó el viento, y se hizo grande bonanza” (Mc 4, 39). Esto es importante para nosotros porque es el mismo Jesucristo que murió, resucitó, ascendió al cielo, y está sentado a la diestra del Padre, que calma nuestros corazones y nos da paz interior en medio de las tempestades que surgen dentro de nosotros. Este episodio en la barca simboliza para nosotros lo que Jesucristo hace en nuestro corazón.

¡Qué fácil es perder nuestra paz, y experimentar una tempestad en nuestro corazón al caer en una imperfección! Dios nos deja experimentar esto para persuadirnos a evitar esta imperfección en el futuro, y así crecer en la santidad y en una vida de perfección. Pero al mismo tiempo él nos da el remedio para nuestro sufrimiento y para este dolor en nuestro corazón. Este remedio es el mismo Jesucristo, que murió y resucitó por nosotros. Al llamarle y al invocar los méritos de su muerte en la cruz, él se interpone por nosotros ante el Padre para absorber la ira justa del Padre contra nosotros por nuestros pecados, y sufrirla él mismo en la cruz en vez de nosotros. Así, pues, la ira necesaria de Dios es expresada contra nosotros por haber hecho mal, pero al mismo tiempo es absorbida por el Hijo de Dios en la cruz por nosotros para librarnos de este sufrimiento, de este dolor de corazón, de esta culpabilidad, de esta tempestad en nuestro corazón. Así Dios, por medio de Jesucristo, cambia la tempestad en nuestro corazón, y se hace “grande bonanza” (Mc

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4, 39). Esto transcurre por medio de nuestra fe y oración, cuando se lo pedimos a Jesucristo, porque por esto sufrió en la cruz, para interponerse ante Dios por nosotros, para absorber nuestro castigo justo y la ira divina justamente dirigida contra nosotros.

Por eso Jesús estableció los sacramentos, sobre todo el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23), para que por medio de este sacramento pudiéramos experimentar la obra mediadora de Jesucristo en la cruz, y recibir alivio genuino de nuestras imperfecciones o pecados, y ver cambiada en “grande bonanza” la tempestad en nuestro corazón.

Cuando esto sucede, vemos todas las cosas hechas nuevas, porque, de veras, “si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”, como afirma san Pablo en la segunda lectura hoy (2 Cor 5, 17). Así Dios nos renueva, y así crecemos de grado en grado en la santidad. Todo esto sucede por medio de la fe. Siempre tenemos que llamarle a Jesucristo de nuevo en cada nueva tempestad. Nunca somos independientes, sino siempre dependientes de el que murió y resucitó por nosotros, a fin de que vivamos sólo para él.

Puesto que Jesucristo murió por nosotros, todos nosotros debemos, pues, morir a nosotros mismos y a nuestra propia vida y a nuestros propios placeres, para vivir en adelante sólo para el que murió y resucitó por nosotros. Tanto nos constriñe el amor de Jesucristo al morir por nosotros, que no podemos vivir más para nosotros mismos, sino sólo para él en adelante. Así dice san Pablo hoy, diciendo: “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor 5, 14-15).

Este es un gran misterio. Es el misterio de nuestra muerte y resurrección en Jesucristo (Rom 6, 4). Puesto que él murió por nosotros, nosotros morimos a nosotros mismos. Y porque el resucitó, resucitamos nuevos con él para vivir en adelante no más para nosotros mismos, ni para nuestros propios placeres, sino sólo para el que murió y resucitó por nosotros (Col 3, 1-2).

El vivir así, no más para nosotros mismos ni para nuestros placeres, sino sólo para él es un gran cambio en nuestra vida. Es un nuevo modo de vivir en este mundo. Debemos, pues, vivir ahora sólo para Dios en todo, en todo aspecto de nuestra vida, con Cristo como nuestro Salvador en todas las tempestades de nuestro corazón. En su muerte, pues, es nuestra muerte a nuestra vida vieja de pecado, y en su resurrección es nuestra resurrección a una vida nueva en él, librados de la ira de Dios y con un nuevo propósito para nuestra vida, que es: vivir en adelante sólo para él.

DIOS LO LLAMÓ EN EL DESIERTO

Homilía para la Natividad de san Juan Bautista, 24 de junio de 2009

Is 49, 1-6; Sal 138; Hch 13, 22-26; Lc 1, 57-66.80

“Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu; y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel” (Lc 1, 80).

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Hoy celebramos a san Juan el Bautista, que vivía “en lugares desiertos” desde su juventud (Lc 1, 80), y estaba allí cuando le vino la palabra de Dios llamándole a ser un profeta, para preparar para la venida del Señor a la tierra. San Lucas dice que “vino la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto” (Lc 3, 2).

¿Qué estaba haciendo en el desierto? ¿Por qué escogió vivir allí donde no hay vida? ¿Por qué quiso vivir en un sequero terreno, en una cueva, vestido no de los vestidos de la ciudad ni de la civilización, sino más bien “estaba vestido de pelo de camello y tenía un cinto de cuero alrededor de sus lomos” (Mt 3, 4)? ¿Y por qué, en vez de comer comida normal de personas civilizadas, comía “langostas y miel silvestre” (Mt 3, 4)? ¿Qué era su motivo para comportarse tan extrañamente, viviendo en soledad, en “lugares desiertos”, con una vista ilimitada de la llanura vasta del desierto?

Sabemos, pues, que Juan era un hombre de Dios con una misión desde antes de su nacimiento para convertir a muchos y “para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Lc 1, 17). Él escogió vivir solo, en el desierto, porque allí pudo purificarse de sus apetitos y unirse a Dios en oración, y así tener “una boca como espada aguda” (Is 49, 2), y ser como una saeta bruñida en la aljaba del Señor (Is 49, 2). Tuvo que vivir con Dios, para hablar su palabra con poder y efecto. El Señor puso su palabra en su boca, y lo puso “sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar, para edificar y para plantar” (Jer 1, 10). Muchos pelearán contra él, pero no le vencerán, porque el Señor estará con él (Jer 1, 19). Él fue una luz a las naciones para llevar la verdad y la salvación de Dios hasta los confines de la tierra (Is 49, 6). Vino, pues, como una “Voz que clama en el desierto”, para preparar camino al Señor y enderezar su calzada, para llenar todo valle y bajar todo monte (Is 40, 3-4).

El desierto es el mejor lugar para este tipo de vida. Un sequero terreno es el lugar por antonomasia para las manifestaciones celestiales; y no sólo comía miel silvestre sino que también conocía la dulzura de Dios en su corazón en el yermo, en la estepa, sin nada más para llamar su atención o interés. Él pudo vivir así una vida solitaria, sólo para Dios, a solas con Dios, una vida de oración y contemplación profunda, descansando en la plenitud de Dios y refrescado por ella, una vida de lectura y estudio de la palabra de Dios. En el desierto Dios está más cerca.

Todos nosotros somos llamados también a ser la boca del Señor, como su espada aguda, para hablar su verdad, despertar almas dormidas, y convertir corazones. Y para esta vocación no hay mejor lugar que el desierto, la soledad, un sequero terreno, en que experimentamos por antonomasia las manifestaciones celestiales, y donde saboreamos la miel de la presencia de Dios en nuestro corazón. Así san Juan vivía en la luz en el yermo, y fue un testigo de la luz (Jn 1, 8). Él es un modelo para todos los que buscan a Dios hoy, y nos muestra cómo hallarlo, y cómo ser su profeta. Dios nos llama así. Él quiere revelarse a nosotros en el yermo, y entonces enviarnos a proclamar su verdad, y predicar su palabra. ¿Cómo responderás?

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EL HACER LA VOLUNTAD DE DIOS

Jueves, 12ª semana del año Gen 16, 1-12.15-16; Sal 105; Mt 7, 21-29

“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21).

Somos justificados por nuestra fe, no por nuestras obras (Rom 3, 20.28; Gal 2, 16). Esto es porque no podemos siempre cumplir todos los requisitos de la ley y de la voluntad de Dios. “Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas” (Dt 27, 26), dice la ley. “Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos” (St 2, 10). Así, pues, somos en una condición de maldición, y no justificados por nuestras obras. Siempre estamos fallando en algo —si no hoy, entonces mañana, o pasado mañana—. Rara vez pasamos más que unos pocos días sin hacer algo malo, para el cual nuestra conciencia nos acusa, y por eso tantas veces nos hallamos con una deuda no pagada, no cumplida con Dios. Es sólo Jesucristo que ha pagado nuestra deuda por nosotros, así librándonos de nuestra culpabilidad, y dándonos otra vez la alegría de Dios en nuestro espíritu.

Cuando faltamos en algo, nos sentimos culpables y perdemos nuestra paz con Dios, y a veces tenemos que sufrir en este estado de convicción de pecado hasta que Cristo nos lava de nuevo con su sangre derramada en sacrificio por nosotros. Así, pues, necesitamos la salvación que Dios nos dio en Jesucristo, y siempre tenemos que aplicar de nuevo su sangre a nuestro corazón herido de nuevo por nuestras nuevas imperfecciones o pecados.

Pero al mismo tiempo, nuestra fe y nuestra justificación por la fe deben mostrarse y florecer en buenas obras y en la obediencia a la voluntad de Dios. Si no tenemos buenas obras, entonces nuestra fe es muerta, y no somos justificados. Si pensamos que sólo tenemos que creer y decir: “Señor, Señor”, nos engañamos a nosotros mismos, y la casa de nuestra vida está edificada sobre la arena; mientras que el que “me oye estas palabras y las hace —dice Jesús hoy—, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca” (Mt 7, 24).

¡Qué importante es, entonces, tratar constantemente de hacer la voluntad de Dios! Jesús dijo: “todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre” (Mt 12, 50). Y a la mujer que dijo: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste”, él respondió: “Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan” (Lc 11, 27-28). Y dijo: “El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama” (Jn 14, 21), y “Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15, 10).

El tratar de guardar sus mandamientos es el camino seguro para permanecer en su amor y en paz con él en nuestro corazón. Y ¿qué es su voluntad? San Gregorio de Nisa dice en el oficio de hoy que “La visión de Dios está ofrecida a los que han purificado sus corazones”. Esta es la voluntad de Dios, que purifiquemos nuestro corazón al purificarnos de los apetitos de la carne, para poder percibir y vivir en su luz y amor.

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EL ESPLENDOR DE DIOS REFLEJADO EN NOSOTROS

Viernes, 12ª semana del año Gen 17, 1.9-10.15-22; Sal 127; Mt 8, 1-4

“Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció” (Mt 8, 3).

Hoy Jesús cura a un leproso de su lepra instantáneamente, sólo con una palabra. “Sé limpio —dijo—. Y al instante su lepra desapareció” (Mt 8, 3). Vemos que la cura fue inmediata, al mismo momento que Jesús dijo “sé limpio”, y que fue milagrosa, el resultado del poder divino, no humano. Fue algo completamente más allá de lo que el leproso pudiera haber hecho a sí mismo por su propio poder. El leproso no pudo limpiarse a sí mismo de cualquier remedio que tomaba, ni de cualquier medio que usaba.

Las curaciones de Jesús fueron signos de la llegada del reino mesiánico (Mt 11, 5); y en este reino Jesús perdona pecados (Mc 2, 5). La manera en la que él perdonaba los pecados era la misma manera en la que él curaba la lepra. Es instantánea, milagrosa, el resultado del poder divino, no humano, y completamente más allá de lo que nosotros pudiéramos haber hecho a nosotros mismos. Cuando tratamos de levantarnos a nosotros mismos de la depresión causada por la culpabilidad, después de haber caído en una imperfección o pecado, vemos que nuestro esfuerzo es en vano, y que no podemos levantarnos ni curarnos a nosotros mismos de cualquier modo. Más bien, quedamos lo mismo, y aun nos empeoramos, y nuestra tristeza crece más aún.

Sólo Jesucristo puede salvarnos de esta situación, y limpiarnos completamente de la lepra del pecado con su poder divino, de una manera totalmente más allá de nuestra capacidad humana. Y muchas veces él lo hace instantáneamente. Experimentamos esto por antonomasia en el sacramento que Jesús nos dio para esto, el sacramento de reconciliación. (Mt 18, 18; Jn 20, 23). En un momento Cristo puede levantar la depresión de nuestro espíritu al darnos su absolución sacramental por nuestra imperfección o pecado que tanto nos abrumaba. Y el cambio en nosotros es radical. Nos sentimos completamente librados de toda culpabilidad, y totalmente renovados en nuestro espíritu y corazón, con la felicidad de Dios desbordándose de nuestro corazón. A los que nunca han experimentado este sacramento les parece difícil creer que Cristo puede transformarnos de esta manera y hacernos así verdaderamente justos.

El salmista describe un anticipo profético de esta experiencia, cuando habló de la alegría del pueblo de Dios, diciendo: “Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte; andará, oh Señor, a la luz de tu rostro. En tu nombre se alegará todo el día, y en tu justicia será enaltecido” (Sal 88, 15-16). Y san Gregorio de Nisa dice en el Oficio de Lecturas hoy que debemos cooperar con la gracia de Cristo, que nos purifica, y purificarnos también a nosotros mismos de nuestros apetitos, para poder ver el esplendor de Dios reflejado en la belleza de nuestra alma, creada de nuevo por Jesucristo.

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LA VENIDA DEL SEÑOR

Sábado, 12ª semana del año Gen 18, 1-15; Lc 1; Mt 8, 5-17

“De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe. Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera; allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 8, 10-12).

Hoy Jesús cura el criado de un centurión que tiene tanta humildad y fe que no se considera digno de que Jesús entrare en su casa, sino sólo quiere que Jesús diga una palabra de lejos, para que su criado sane. Al ver su humildad y fe, Jesús se maravilló y dijo que “ni aun en Israel he hallado tanta fe” (Mt 8, 10). Al ver la fe de este gentil, Jesús expresó su visión del futuro, cuando los gentiles que creerán en él vendrán “del oriente y del occidente” y se sentarán juntos a la mesa con los patriarcas para el banquete mesiánico en el reino de los cielos, mientras que los judíos, que no creen en él, “serán echados a las tinieblas de afuera” (Mt 8, 11-12).

Esta es nuestra visión del futuro, que los electos de todas las naciones, que creen en Jesucristo, se sentarán a la mesa con los patriarcas en el reino de Dios al banquete mesiánico. Nuestra vida de fe no es solamente para aquí abajo; no es sólo para esta vida presente, sino más bien para una eternidad con Dios en el cielo en gran paz y luz con todos los ángeles y santos. Debemos, pues, creer en Jesucristo, y purificarnos ahora para ser preparados para el cumplimiento de esta esperanza en el reino de nuestro Padre.

Y mientras nos preparamos para la última venida del Señor, para estar dignos de sentarnos a la mesa en el reino de Dios con los patriarcas, vemos que estamos empezando a vivir, aun ahora de antemano, un anticipo de la alegría de este reino celestial. Vemos que el esplendor y la alegría de este último día ya empiezan a resplandecer sobre nosotros aun ahora, y que ya estamos andando más y más en su luz.

Tenemos muchos misterios, sobre los cuales podemos meditar en nuestra oración y vida de fe. Uno de ellos es el futuro, los últimos días, la segunda y gloriosa venida del Señor Jesucristo sobre las nubes del cielo. Porque entonces “enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt 25, 31). Podemos, en cierto sentido, vivir aun ahora en este gran día, viviendo ya de antemano un anticipo de su gloria. Tenemos que purificarnos ahora, pues, para esta gloria. Por eso san Pablo ora que “vuestros corazones [sean] irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). Queremos, pues, estar irreprensibles aun ahora para esta venida del Señor con todos sus santos y ángeles.

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JESUCRISTO, EL VENCEDOR DE LA MUERTE

13 domingo del año Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-24; Sal 29; 2 Cor 8, 7.9.13-15; Mc 5, 21-43

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces” (Sabiduría 2, 23-24).

Hoy las escrituras nos hablan de la muerte. La muerte entró en el mundo por el pecado de Adán, y todos mueren a causa de su pecado. Él tenía la inmortalidad, pero la perdió al pecar, y por eso ya no la tenía más para legar a sus descendientes. La muerte fue el castigo del pecado de Adán porque él desobedeció el mandato de Dios, que le dijo: “del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gen 2, 17). San Pablo afirma esta conexión entre el pecado y la muerte, diciendo: “la paga del pecado es muerte” (Rom 6, 23), y “como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres por cuanto todos pecaron” (Rom 5, 12), y “por la transgresión de uno solo reinó la muerte” (Rom 5, 17).

Notamos, pues, que aun los infantes, que no pecan personalmente, mueren, no como un castigo de sus pecados personales, los cuales no tienen, sino por causa del pecado de Adán. San Pablo dice que aun antes de la ley de Moisés todos murieron, aunque no tenían una ley positiva que pudieran desobedecer. Es decir, aunque sus pecados no eran tan serios que el de Adán, aun así murieron a causa del pecado de Adán. San Pablo afirma esto notando que “antes de la ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley no se inculpa de pecado” (Rom 5, 13), es decir, su pecado no era tan serio porque carecían de la ley. Pero aun así, murieron, porque la muerte era el castigo del pecado de Adán. Dice: “reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán” (Rom 5, 14), como los infantes. La conclusión, pues, es que morimos a causa del pecado de Adán. Un solo hombre ha podido constituir a todos nosotros pecadores, y por eso sujetos a la muerte, aun cuando fuimos infantes y todavía no habíamos hecho nada personalmente. Morimos, pues, por causa del pecado de Adán.

Del mismo modo, pues, todos los electos, es decir, todos los que creen en Jesucristo, son constituidos justos, perdonados de sus pecados, y dados vida eterna por un solo hombre Jesucristo, porque “como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida” (Rom 5, 18). Y esta justificación también nos viene cuando creemos en él, antes de hacer cosa alguna buena para merecerlo. Como la muerte pasó a todos por un solo hombre Adán, asimismo la vida eterna y la victoria sobre la muerte vino sobre todos los electos por un solo hombre Jesucristo. Cristo es, pues, el vencedor de la muerte para todos los que creen en él.

Cristo vence la muerte espiritual y la muerte física. La muerte espiritual es la separación de Dios, la alienación de él. Esto es la muerte del alma, la muerte del espíritu. Cristo venció esta muerte espiritual al llevar en sí mismo el castigo del pecado de Adán, y, siendo una persona infinita, su muerte en la cruz por fin terminó el castigo del pecado de Adán; y los que creen en Cristo son salvos de la muerte espiritual, de la separación y

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alienación de Dios, y son reunidos a él. Nuestra muerte espiritual, pues, es vencida por la muerte de Jesucristo en la cruz. Los méritos de la muerte de Cristo borran la culpabilidad de todos sus electos. El pecado de Adán es perdonado para ellos, junto con sus propios pecados, y pueden vivir en la luz.

Cristo es, al mismo tiempo, el vencedor de la muerte física también, y esto vemos en el evangelio de hoy cuando él resucitó de la muerte a una niña de doce años. Él es nuestra vida y resurrección. Vemos su gran victoria sobre la muerte física en su propia resurrección de entre los muertos al tercer día. Por su poder, todos los que creen en él resucitarán cuando él vuelva por segunda vez en su gloria sobre las nubes del cielo. Pero aun ahora, él vence nuestra muerte física, en que la muerte de un creyente, nacido de nuevo en Jesucristo, no es como la muerte de un incrédulo, o como la de un pecador no perdonado por Jesucristo. Para un creyente, la muerte física es transformada en un pasaje a la luz eterna en el cielo con Dios y todos sus ángeles y santos.

Jesucristo es, pues, nuestra gran esperanza, el vencedor de la muerte, el que perdona nuestros pecados, nos justifica, y nos santifica. Cuando moriremos, él nos conducirá al cielo para estar con él en la gloria, en luz inefable. Y en el último día, él nos resucitará en nuestros cuerpos, ya glorificados, para vivir con él eternamente en el mundo de la resurrección. Vivimos en esta esperanza ahora. Ella nos ilumina en la oscuridad de esta vida presente. Cristo nos libra del cargo de nuestros pecados y de la pena en nuestro corazón causada por nuestra culpabilidad. Él nos renueva y nos vivifica, venciendo para nosotros a la vez la muerte espiritual y la muerte física. Es el vencedor de la muerte.

EL CELO DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Solemnidad de san Pedro y san Pablo, 29 de junio Hch 12, 1-11; Sal 33; 2 Tim 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19

“…tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia” (Mt 16, 18).

La Iglesia de Cristo está edificada sobre san Pedro y sobre su fe; y en cierto sentido está fundada también sobre san Pablo, el “expositor preclaro” de sus misterios (Prefacio). Los dos eran hombres llenos de celo y dedicación. Vemos esto en sus caracteres. Lo vemos en san Pedro tratando de andar sobre las aguas en imitación de Jesús (Mt 14, 28), y, después de la resurrección, ciñéndose su ropa exterior y echándose al mar para llegar más pronto a la orilla donde estaba Jesús (Jn 21, 7). En la última cena, Pedro dijo: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (Lc 22, 33). Y cuando los sumos sacerdotes le intimaron que no hablase más en el nombre de Jesús, Pedro dijo a todo el concilio: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20), y “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29). Y ante todo el concilio, tuvo la valentía de decir también: “Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángel. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch 4, 11-12). Y cuando los sumos sacerdotes habían azotado a Pedro y a los otros apóstoles por predicar a Cristo y los habían intimado que no hablasen

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más en este nombre, “ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre. Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (Hch 5, 41-42). Notamos que después de ser intimados que no predicasen más en le nombre de Jesús, continuaban predicando en su nombre todos los días —“no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (Hch 5, 42) —.

San Pablo, al contrario, era un intelectual, pero tenía el mismo celo e impetuosidad que san Pedro. Saulo, “respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor” (Hch 9, 1), fue a Damasco para traerlos presos, cuando oyó la voz del Señor y vio una gran luz que le convirtió. Inmediatamente fue bautizado en Damasco, y “En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios. Y todos los que le oían estaban atónitos” a ver que fue convertido y ahora predicaba a Cristo con tanto celo (Hch 9, 20-21).

Y ¿dónde estamos nosotros cuando vemos estos ejemplos de celo en estas dos columnas de la Iglesia? Ellos estaban listos a viajar, y a ir aun hasta los confines de la tierra para predicar a Cristo. ¿De qué manera predicas tú a Cristo? Personas necesitan oír tu fe expresada, para estar encendidas ellas mismas de una fe que cambiará y enriquecerá su vida. Lo que Cristo necesita hoy son personas que proclamarán su fe en él, y expondrán su doctrina.

Y ¿qué es lo que san Pedro y san Pablo predicaron? Predicaron la salvación de Dios en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre para llevar el pecado de Adán y nuestros pecados y sufrir su castigo justo según la ley para propiciar y cumplir la justicia divina, para nuestra liberación espiritual del pecado y de su castigo, para que estemos revestidos de la justicia y del esplendor del mismo Jesucristo. San Pedro dijo que Jesucristo es el que “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pd 2, 24). Y san Pablo dijo que Cristo es “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto en su paciencia, los pecados pasados” (Rom 3, 25). O, en otras palabras, ahora Dios expía propiamente los pecados en la sangre de Cristo, que pagó su deuda justa del sufrimiento. Y esto muestra que Dios es justo y fue todavía justo aun cuando perdonaba los pecados del Antiguo Testamento sin esta expiación, porque él los pasó por alto en su paciencia porque tuvo la intención de expiarlos propiamente en el futuro con la muerte de su Hijo en la cruz.

Así los dos —san Pedro y san Pablo— proclamaban la misa fe en la salvación de Dios por medio del sacrificio de su Hijo Jesucristo en la cruz.

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¿HEMOS PASADO LA PRUEBA?

Jueves, 13ª semana del año Gen 22, 1-19; Sal 114; Mt 9, 1-8

“…por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo; de cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar” (Gen 22, 16-17).

Esto fue la gran prueba de Abraham, pero Abraham no supo que era sólo una prueba. Pensaba que en verdad tuvo que sacrificar a su único hijo, su hijo amado, el hijo de la promesa y del pacto, por el cual él esperaba tantos años, pensando que Sara nunca podría dar a luz un hijo. Al fin, Isaac nació, y ahora Dios le pide que lo sacrifique. Abraham obedeció y se fue para sacrificar la cosa más valiosa de su vida, su hijo amado, el hijo de la promesa. Viendo esto, el ángel le dijo: “ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (Gen 22, 12). Y porque él estaba listo para hacer este sacrificio, Dios prometió que lo bendecirá mucho, multiplicando su “descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar” (Gen 22, 17).

Este texto de la palabra de Dios nos enseña a hacer lo mismo, es decir, obedecer a Dios, aun cuando querrá decir que tenemos que sacrificar la cosa más importante de nuestra vida. Y si pasamos esta prueba, Dios nos bendecirá mucho. Dios quiere que nosotros seamos fieles a él, que hagamos lo que él pide de nosotros, que vivamos y actuemos como él nos conduce a vivir y a actuar, y que permanezcamos fieles a esto, aun cuando es muy difícil, aun cuando nos causará a perder la cosa más valiosa de nuestra vida.

Si, pues, pasamos esta prueba, él nos bendecirá sobremanera, pero si, por miedo, debilidad, o cobardía, somos infieles, sufriremos la culpabilidad y tendremos una gran pena en nuestro corazón, un fuego de culpabilidad quemando nuestro corazón por dentro. Muchas veces fallamos esta prueba, y este es nuestro gran pecado y sufrimiento, la causa de dolor y depresión en nuestro corazón. Debemos, pues, aprender bien esta lección, y empezar a obedecer exactamente, sobre todo cuando es difícil obedecer. Nunca seremos felices si no aprendemos esta lección. No podemos ser felices si rehusamos obedecer y sacrificar lo que Dios pide de nosotros. El camino de la obediencia es el camino de la bendición, sobre todo cuando es muy difícil obedecer. Los que se avergüenzan de Cristo y de su voluntad delante de los hombres, no serán bendecidos, y Cristo se avergonzará de ellos delante de su Padre (Mc 8, 38).

Ahora, pues, debemos arrepentirnos por las veces cuando no habíamos seguido el ejemplo de Abraham, y resolver a cambiar nuestra vida, y en adelante obedecer a Dios siempre, aun si esta obediencia requiere un gran sacrificio como el sacrificio de nuestro único hijo. Entonces seremos verdaderamente benditos y felices.

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LA ALEGRÍA QUE RESULTA DE LA FE

Fiesta de santo Tomás, Apóstol, 3 de julio Ef 2, 19-22; Sal 116; Jn 20, 24-29

“Entonces Tomás respondió y le dijo: ¡Señor mío, y Dios mío! Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (Jn 20, 28-29).

Hoy es la fiesta de santo Tomás, Apóstol, el que dudó que Jesús resucitó, pero después de verlo, creó y confesó su fe de una manera extraordinaria, diciendo: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Jn 20, 29).

¡Qué importante es tener una fe profunda como la de santo Tomás! Él necesitó ver a Jesucristo resucitado para creer tan profundamente. Pero no es necesario verlo resucitado para creerlo y recibir todos los beneficios de la fe. De hecho, “bienaventurados —dice Jesús hoy— los que no vieron, y creyeron” (Jn 20, 29). Esos somos nosotros. Podemos tener los mismos beneficios de la fe, aun sin verlo resucitado con los ojos del cuerpo. Y san Pedro habla de esto también, diciendo que Jesucristo es “a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas” (1 Pd 1, 8-9).

Por la fe entramos en una relación con Jesucristo, a quien amamos, y que nos ama a nosotros, y crecemos en su amor, alimentados diariamente por él. Es, pues, Jesucristo que es el Cordero de Dios que quita nuestros pecados y pone su gran paz celestial en nuestro corazón, iluminándonos por dentro con su resplandor, con que él resplandece en nuestro corazón (2 Cor 4, 6). Es él que nos salva al quitar y al llevar nuestros pecados en sí mismo —incluyendo el pecado de Adán—, expiándolos por su muerte en la cruz.

Es Jesucristo que manifiesta que Dios es justo en perdonarnos, porque con su sangre él expió nuestros pecados, sufriendo su justo castigo por nosotros y en vez de nosotros, para librarnos de esta alienación de Dios, salvándonos de la ira de Dios, absorbiendo esta ira en sí mismo en la cruz. Así vemos la justicia infinita de Dios en requerir la sangre de su propio Hijo en pago por la remisión de nuestros pecados. Pero es una justicia infinitamente misericordiosa, porque es el mismo Dios, en la persona de su Hijo, que paga nuestra deuda de castigo por nuestros pecados.

Y todo esto sucede para nosotros si tenemos fe y somos verdaderamente nacidos de nuevo en Jesucristo. Somos, pues, nuevas criaturas (2 Cor 5, 17) con la vida y el amor de Dios en nosotros. Y ¡qué felices somos si también vivimos de acuerdo con la voluntad de Dios, siempre haciendo lo que él nos guía a hacer! Esta vida de fe y obediencia es una verdadera vida nueva; y nosotros somos hechos nuevas criaturas por medio de nuestra fe en Jesucristo y por sus sacramentos que él nos dio para ser verdaderamente nuevos, viviendo en su luz, paz, y amor. Cuando Dios nos perdona y nos reviste del esplendor de Jesucristo, nos regocijamos desde el fondo de nuestro corazón y espíritu —aun sin haberlo visto en la carne—, alegrándonos “con gozo inefable y glorioso” (1 Pd 1, 8).

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EL AYUNO EN LA VIDA CRISTIANA Y RELIGIOSA

Sábado, 13ª semana del año Gen 27, 1-5.15-29; Sal 134; Mt 9, 14-17

“Entonces vinieron a él los discípulos de Juan, diciendo: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos muchas veces, y tus discípulos no ayunan? Jesús les dijo: ¿Acaso pueden los que están de bodas tener luto entre tanto que el esposo está con ellos? Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces ayunarán” (Mt 9, 14-15).

Vivimos ahora en estos días cuando el esposo nos es quitado físicamente, y por eso ayunamos. El ayuno es un elemento importante de la vida de cada cristiano porque por el ayuno guardamos nuestro corazón indiviso, reservado sólo para el Señor, y no dividido entre los deleites y delicadezas de la mesa y del mundo en general.

El ayuno es también muy importante para la vida monástica y la vida religiosa, y en eso podemos incluir también las sociedades de vida apostólica, y todos los que son célibes por el reino de Dios.

Un monje o un ermitaño es alguien que vive una vida de oración y ayuno en el desierto, lejos del mundo. Él vive en el desierto para separarse del mundo con sus distracciones, ruido, atracciones, tentaciones, delicadezas y deleites, para enfocarse sólo en Dios con toda la afección de su corazón. Él guarda su corazón en el desierto para que no se divida entre Dios y los deleites del mundo, para vivir en paz y luz con Dios una vida contemplativa de oración y unión con él. Un monje o ermitaño vive una vida de estabilidad, obediencia, y conversión de costumbres. Es decir, él vive sólo para Dios en estabilidad, no viajando para el placer, sino enfocando su vida y mente en una sola cosa, Dios, en un lugar, sin distracción. Él obedece a Dios en todo lo que Dios le revela, y vive como él le guía para permanecer en su paz y luz. Y él se convierte completamente de una manera mundana de vivir (conversión de costumbres), dejando atrás la búsqueda inacabable del mundo para el placer, para vivir en el amor, la luz, y la paz de Dios. Para el monje el ayuno es un elemento integral de su nueva vida. Esto quiere decir, evitar y renunciar a los deleites del la mesa y de la vida en general, y más bien comer y vivir en gran simplicidad, abrazando la pobreza evangélica y la vida de la cruz.

El religioso y el célibe por el reino de Dios viven una vida de pobreza, castidad, y obediencia —en votos o no en votos— para vivir sólo para Dios con todo su corazón, con un corazón indiviso, reservado sólo para el Señor y el servicio de la Iglesia. Para ellos la pobreza es esencial para mantener un corazón indiviso; ellos viven castamente sin dividir su corazón por el amor de una mujer; y tratan de obedecer la voluntad de Dios en cada detalle de su vida, para permanecer en la paz de Dios. No viven más por los placeres innecesarios de este mundo, más bien viven sencillamente, pobremente, sin placeres mundanos, y comen comida sencilla y saludable, sin delicadezas, para hallar su placer sólo en Dios, en la medida que esto es posible.

Vivimos, pues, ahora en los días del ayuno.

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EL SUFRIMIENTO DEL PROFETA

14º domingo del año Ez 2, 2-5; Sal 122; 2 Cor 12, 7-10; Mc 6, 1-6

“Yo, pues, te envío a hijos de duro rostro y de empedernido corazón; y les dirás: Así ha dicho Dios el Señor” (Ez 2, 4).

El profeta Ezequiel fue enviado a los cautivos de Israel viviendo en Babilonia, pero ellos no lo aceptaron, ni querían oírle. Fueron obstinados porque no querían oír a Dios. El Señor le dijo que “la casa de Israel no te querrá oír, porque no me quiere oír a mí; porque toda la casa de Israel es dura de frente y obstinada de corazón (Ez 3, 7). Si fuera enviado a los paganos, sería diferente, ellos oirían. “…si a ellos [a los paganos] te enviara —dice el Señor— ellos te oyeran” (Ez 3, 6). Así era la vida del profeta Ezequiel, pero aun así, tuvo la misión de hablar a los cautivos todo lo que el Señor le dará para hablar, sin tener miedo de ellos. “…no les temas —dice el Señor— ni tengas miedo de sus palabras, aunque te hallas entre zarzas y espinos, y moras con escorpiones” (Ez 2, 6). Quizás no aceptarán sus palabras, pero por lo menos “siempre conocerán que hubo profeta entre ellos” (Ez 2, 5).

Esta es la vocación de un profeta. Es alguien a quien Dios revela su verdad para comunicarla a su pueblo, o, como un misionero, a un pueblo extranjero. Como cristianos, tenemos un ministerio profético a proclamar nuestra fe y la revelación de Dios a los demás para su conversión, salvación, y crecimiento en la fe. Pero muchas veces experimentamos exactamente lo que Ezequiel experimentó —el rechazo—.

Muchas personas no quieren convertirse. No quieren cambiar, ni crecer, y no quieren ser desafiados por la palabra de Dios, ni por un profeta o predicador. Quieren permanecer como están. Quieren quedar con sus placeres y su vida mundana, y si les predicamos, ellos rechazarán nuestro mensaje y ejemplo. Pero tenemos que estar preparados para este rechazo. Jesús nos preparó para esto cuando dijo: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 18-19). No somos del mundo, pues, porque Cristo nos eligió del mundo para vivir en adelante por otros valores, para el reino de Dios, para la nueva creación. A causa de este llamado, pues, somos profetas en medio del mundo, luces y testigos en la oscuridad. Así, pues, san Pablo ora “para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo; asidos de la palabra de vida” (Fil 2, 15-16).

Esta es nuestra vocación como cristianos, es decir, ser profetas en medio de un mundo perverso que nos rechazará. Esto es nuestro aguijón, y puede ser que la persecución y el rechazo fueron el aguijón de san Pablo. Al principio él pidió que este aguijón sea quitado de él, pero al fin lo aceptó, e incluso glorió en todas las afrentas, persecuciones, y angustias que sufrió a causa de Cristo (2 Cor 12, 10). Tenemos que aprender esto, es decir, aceptar las persecuciones y el rechazo de nuestro mensaje, y testimonio, y aceptarlo con alegría porque estamos sufriéndolo a causa de Cristo. Y más aún, debemos incluso regocijarnos en este sufrimiento por causa de Cristo (Mt 5, 10-12; 1 Pd 4, 13-14).

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No podemos ser más grandes que Jesucristo. Si él sufrió la persecución, nosotros también la sufriremos si somos verdaderamente sus seguidores. “El siervo no es mayor que su señor —nos dijo—. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15, 20). Esto, pues, es nuestra vocación. Somos llamados a ser profetas y a sufrir como Cristo, y como los profetas del Antiguo Testamento. Nos perseguirán porque no conocen a Dios, ni conocen su verdad. Así nos dijo Jesucristo, diciendo: “todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado” (Jn 15, 21).

Así reaccionaba el pueblo de Nazaret hoy cuando Jesús enseñó en su sinagoga el día de reposo. “Decían: ¿De dónde tiene éste estas cosas? ¿Y qué sabiduría es esta que le es dada? … ¿No es éste el carpintero, hijo de María? … Y se escandalizaban de él” (Mc 6, 2-3). Él, pues, experimentó lo que experimentaron Isaías, Jeremías y Ezequiel, es decir, que un profeta no es aceptado en su propia tierra.

Pero este es el camino correcto. Este es el camino de un verdadero seguidor de Jesucristo, es decir, el camino de ser un profeta rechazado por muchos. Pero no debemos tener miedo de ellos, sino más bien dar nuestro testimonio a la verdad y predicar la palabra de Dios; y Dios nos fortalecerá. “He aquí —dice— yo he hecho tu rostro fuerte contra los rostros de ellos, y tu frente fuerte contra sus frentes. Como diamante, más fuerte que pedernal he hecho tu frente; no las temas, ni tengas miedo delante de ellos, porque son casa rebelde” (Ez 3, 8-9).

JESÚS VENCE LA MUERTE ESPIRITUAL

Lunes, 14ª semana del año Gen 28, 10-22; Sal 90; Mt 9, 18-26

“…le dijo: Apartaos, porque la niña no está muerta, sino duerme. Y se burlaban de él. Pero cuando la gente había sido echada fuera, entró, y tomó de la mano a la niña, y ella se levantó” (Mt 9, 24-25).

Vemos aquí que Jesucristo es victorioso sobre la muerte. Pudo resucitar a esta niña como resucitó a Lázaro después de cuatro días en la sepultura, y como resucitó al hijo de la viuda de Naín. Jesús tiene este poder porque vino para expiar el pecado de Adán y los pecados de todos los que creen en él. Y puesto que la muerte es el castigo del pecado de Adán (Gen 2, 17), al expiar este pecado con su muerte en la cruz, él también venció la muerte. Al resucitar a los muertos, mostró esto; y su propia resurrección fue la gran prueba de que él es el vencedor de la muerte.

La muerte espiritual —esto es, la separación de Dios— es también el resultado del pecado, y si uno no se arrepiente, él morirá eternamente cuando muere físicamente. Jesucristo vino para librarnos de la muerte espiritual, y para cambiar nuestra muerte física en un portal de vida eterna, y no de muerte eterna. Su muerte pagó nuestra deuda de castigo de la muerte, para que no tengamos que morir eternamente si creemos en él. Él sufrió la muerte, pues, en vez de nosotros, para que nosotros no tengamos que sufrirla, y por eso nuestra muerte física es cambiada. Es ahora la puerta de entrada a la vida eterna para los que creen en él, y no más el portal de la muerte eterna.

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Una persona que está muerta espiritualmente, es decir, separada de Dios por el pecado, es alguien que no tiene verdadera alegría, que no tiene la alegría de Dios en su corazón; más bien vive en las tinieblas, en la culpabilidad, y en la tristeza. Tiene, además, un gran dolor en su corazón, que no puede curar, y su conciencia le acusa constantemente. Es una vida de muerte, yendo a la muerte eterna.

Cristo nos salva de esta muerte espiritual al sufrirla en vez de nosotros, siendo hecho una maldición por nosotros en la cruz para salvarnos de esta maldición de Dios (Gal 3, 13). Él sufrió la alienación de su Padre en la cruz por nosotros, y en vez de nosotros, para librarnos de esta alienación de la muerte espiritual, causada por nuestros pecados. Cuando invocamos a Jesucristo con fe, especialmente en el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23), él nos perdona de nuestros pecados y nos libra de la pena de la muerte espiritual.

Ahora bien, “si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (Rom 10, 9). Tus pecados serán expiados por su muerte en la cruz, y el gran dolor de la culpabilidad en tu corazón desaparecerá. Serás una nueva creación en Jesucristo (2 Cor 5, 17), tendrás la alegría de Dios en tu corazón, y cantarás una nueva canción, la canción de los redimidos del Señor. Y conocerás que Jesucristo es, de veras, el vencedor de la muerte espiritual, y el conquistador de la muerte.

EL REINO DE DIOS

Jueves, 14ª semana del año Gen 44, 18-21.23-29; 45, 1-5; Sal 104; Mt 10, 7-15

“Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado” (Mt 10, 7).

Los judíos en el tiempo de Jesucristo vivían para el reino de Dios, que iba a venir con el Mesías, cuya llegada anhelaban. Y cuando llegó, el tema central de su predicación era el reino de Dios. Sus primeras palabras adultas registradas son: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt 4, 17). Es decir, la gran esperanza de Israel llegó al pueblo con su venida. Ahora, pues, deben arrepentirse y creer en el evangelio. Él vino a toda Galilea predicando este “evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” (Mc 1, 14-15).

Por fin el perdón de pecados ha llegado definitivamente, el tiempo para su expiación propia con la muerte sacrificial del Mesías y el establecimiento de su Iglesia con su poder de perdonar pecados en su nombre por los méritos de su muerte en la cruz. Y con su resurrección amanece una vida nueva y perdonada para los que creen en él y viven de sus sacramentos que él nos dejó para esto, sobre todo el sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23) y la eucaristía, por medio de los cuales somos asegurados definitivamente que nuestros pecados son verdaderamente perdonados, y por los cuales nos sentimos plenamente perdonados, y llenados de la gracia, el amor, y la paz de Dios en nuestros corazones.

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Este es el reino eterno que Jesucristo vino para traer al mundo, un imperio de paz sin fin y sin límite. Este es el reino de Dios que el Ángel Gabriel prometió a la Virgen María, diciendo que su hijo “reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 33). Será, pues, un reino de paz universal sobre toda la tierra hasta el fin del mundo, y él será su rey. Su paz penetrará en los corazones de los electos, iluminándolos por dentro (2 Cor 4, 6), quitando todo pecado y culpabilidad, y dándonos la vida nueva de Dios y su alegría.

Así es el poder de sus sacramentos que nos pueden asegurar con tanta certeza y convicción que por su muerte nuestros pecados ya son perdonados. Vivimos, pues, en este reino de paz —por medio de estos sacramentos— en nuestra vida nueva de fe en Cristo. Así, pues, es cumplida la profecía de Isaías: “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino…desde ahora y para siempre” (Is 9, 7). Así, pues, “Florecerá en sus días justicia, y muchedumbre de paz, hasta que no haya luna. Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra” (Sal 71, 7-8). Y “Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol” (Sal 71, 17). Este es el comienzo de su reinado eterno, y “su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (Dan 7, 14).

Benditos somos si pertenecemos a este reino de paz y salvación. Es nuestro en su Iglesia, por medio de sus sacramentos, por nuestra fe en Jesucristo.

LA PERSECUCIÓN DEL VERDADERO CRISTIANO

Viernes, 14ª semana del año Gen 46, 1-7.28-30; Sal 36; Mt 10, 16-23

“Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mt 10, 22).

Esta es la predicción de Jesús, es decir, que así será nuestro futuro: que seremos aborrecidos de todos por causa de su nombre (Mt 10, 22). Quizás no experimentamos esto todo el tiempo, o quizás no estamos experimentándolo ahora, pero es siempre algo en nuestro horizonte si somos cristianos verdaderos, personas nacidas de nuevo en Jesucristo. Y así es, porque la mayoría siempre seguirá e imitará los valores y las costumbres de la cultura en que vive. Pero estos valores y costumbres no están siempre de acuerdo con nuestra fe, ni tampoco con a manera en que Dios está dirigiéndonos a vivir y actuar. En un conflicto así entre la cultura y la voluntad más perfecta de Dios para con nosotros, para la mayoría, la cultura siempre ganará; y los que permanecen fieles a la voluntad de Dios y se oponen a la cultura y a sus valores y costumbres falsos serán siempre muy pocos. Quizás tú serás la única persona en tu ambiente que permanecerá fiel a la voluntad de Dios en muchas cosas importantes. En este caso, sería normal que serás perseguido y aborrecido, aun a veces por todos, con nadie que toma tu parte o te apoya. “Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre”, dijo Jesús (Mt 10, 22).

En esta circunstancia, tienes que perseverar hasta el fin, y dar un buen testimonio a los demás. A veces serás perseguido por tu misma perseverancia, y tendrás que huir a otra ciudad. ¡Hazlo, pues! Jesús nos dice que siempre habrá una ciudad en que podemos

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posar. “Cuando os persigan en esta ciudad —dice—, huid a la otra; porque de cierto os digo, que no acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre” (Mt 10, 23).

Y de veras seremos benditos si somos perseguidos así por nuestra fe en Jesucristo y por nuestra obediencia a su voluntad. Dios nos dará un refugio, y él mismo será nuestro refugio; y por haber sufrido por él, él nos bendecirá mucho, dándonos nuevas y aun mejores oportunidades de vivir sólo para él y de dar un buen testimonio que ayudará a muchos.

Así será nuestra vida como cristianos verdaderos. No seremos más de este mundo (Jn 17, 14.16), ni imitaremos más sus costumbres mundanas, ni creer en sus valores falsos, ni seguir su búsqueda inacabable de placer. Más bien abrazaremos la cruz, y viviremos su misterio, perdiendo y aborreciendo nuestra vida en este mundo por el amor de Jesucristo (Mc 8, 35; Jn 12, 25). Un verdadero cristiano ha sido llamado del mundo por Cristo, y por eso el mundo lo aborrece y persigue como lo aborreció y persiguió a Jesucristo (Jn 15, 18-19; 17, 14). “Yo les he dado tu palabra —dijo Jesús a su Padre—; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14). Al ser fieles en esta situación, sin tratar de imitar la mundanalidad del mundo, seremos santificados y benditos por Dios.

LA VIDA MONÁSTICA, EL IDEAL DE SAN BENITO

Fiesta de san Benito, 11 de julio

Prov 2, 1-9; Sal 33; Fil 3, 8-14; Mt 19, 27-29

“Entonces respondiendo Pedro, le dijo: He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?” (Mt 19, 27).

Jesús nos llama a dejar todo por él, y nos promete una recompensa céntupla. Él llamó a Simón y Andrés, diciendo: “Venid en pos de mí, y yo os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). Y “Ellos entonces, dejando al instante las redes, le siguieron” (Mt 4, 20). Al llamar a Santiago y Juan, “ellos, dejando al instante la barca y a su padre, le siguieron” (Mt 4, 21-22). Notamos que dejaron incluso a su padre, es decir, todo. San Lucas nos dice que estos mismos apóstoles, “cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5, 11). Y a Leví “le dijo: Sígueme. Y dejándolo todo, se levantó y le siguió” (Lc 5, 27-28).

Por haber dejado todo por él, Jesús les prometió una recompensa céntupla, diciendo: “cualquier que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos, o tierras, por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna” (Mt 19, 29). En verdad, por haber dejado todo por Jesús, ellos se han hecho los últimos de este mundo, pero serán los primeros para con Dios; mientras que los primeros de este mundo serán los últimos con Dios, porque “muchos primeros serán postreros, y postreros, primeros” (Mt 19, 30).

San Benito, a quien honramos hoy, es un ejemplo de todo esto para nosotros. Él dejó un mundo lleno de pecado para vivir con Dios en el desierto, y más tarde dejó aun su

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pequeño pueblo para vivir como ermitaño una vida de oración, ayuno, y purificación en una cueva por tres años. Después, muchos reconocieron su sabiduría, y le seguían. Él edificó monasterios para ellos, y les escribió una regla para guiarlos en su vida monástica.

San Benito se retiró del mundo para que, en su sabiduría, no conociera los caminos del mundo, y así fue muy sabio al no haber aprendido la llamada sabiduría del mundo. Supo que para obtener el tesoro más grande de todo, que es escondido para los demás, tendría que vender primero todo lo que tenía (Mt 13, 44-46) y vivir en adelante sólo para Dios en todo aspecto de su vida. Esta es la vida monástica, una vida vivida sólo para Dios al renunciar a todo lo demás.

Él pudiera haber dicho con san Pablo que “cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo” (Fil 3, 7). Todos los placeres de este mundo, su comida delicada y la vida dulce de los ricos dejó atrás para obtener este tesoro, esta divina sabiduría, que legó a sus discípulos, los monjes. Todas las cosas que antes eran para él ganancia, ahora —pudiera decir— “las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura para ganar a Cristo” (Fil 3, 7-8).

Tuvo que renunciar a todas estas cosas y dejarlas atrás para obtener el gran tesoro, así como el “mercader que busca buenas perlas” tuvo que vender primero todo lo que tenía para comprar la perla preciosa que halló (Mt 13, 45-46).

Así san Benito renunció a la ropa seglar y a la ciudad para vivir en el desierto, en una cueva, perdiendo todo lo de este mundo por el amor de Cristo; y lo tuvo por basura en comparación con las riquezas que ganó así. Lo opuesto de todo esto son los “que son enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que sólo piensan en lo terrenal” (Fil 3, 18-19). Estos son los que buscan sus placeres aquí abajo en los deleites de este mundo, y no saben nada de las riquezas de Cristo ni de la gloria de la cruz, “por la cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”, como afirma san Pablo (Gal 6, 14). En san Benito y la vida monástica vemos el esplendor de la cruz y la belleza de la vida del desierto, vivida sólo para Dios en todo aspecto de nuestra vida.

¿Te sientes llamado a la vida del desierto? Si sientes esta inquietud, busca un camino para realizar tu sueño.

¿QUÉ ES NUESTRA MISIÓN?

15º domingo del año Amós 7, 12-15; Sal 84; Ef 1, 3-14; Mc 6, 7-13

“Y saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen. Y echaban fuera muchos demonios y ungían con aceite a muchos enfermos, y los sanaban” (Mc 6, 12-13).

Vemos hoy la misión de los doce apóstoles. Jesús los asocia con sí mismo en su propia misión al mundo. Ellos tienen el mismo mensaje que tiene Jesús, es decir, que “El reino de Dios se ha acercado” (Mt 10, 7). Así predicó Juan el Bautista (Mt 3, 2), y Jesús (Mt 4, 17), y ahora los apóstoles (Mt 10, 7). Este es el mensaje de la salvación. Es un

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llamado a arrepentirse y creer en el evangelio. Por medio de esta fe sus pecados serán perdonados, y ellos salvos, nacidos de nuevo como hijos de Dios, y hechos justos y nuevos con la justicia del mismo Jesucristo. Deben creer aun ahora durante la vida de Jesús, pero su perdón y justificación les vienen de antemano por medio de los méritos de su muerte en la cruz. Así, pues, la predicación de los apóstoles durante la vida de Jesús era el comienzo del reino de Dios y de la gracia del evangelio.

Por eso ellos deben ir sin preocupación por cosas materiales, que son completamente secundarias. Sólo deben ir, y empezar ahora, y depender de la hospitalidad del pueblo para sus necesidades —alojamiento, comida, bebida, etc.—. Deben vivir sencillamente y viajar ligeros. El mensaje que predicamos es lo importante, los medios son secundarios. Si nuestro mensaje es correcto y tiene poder, tendrá su efecto y será comunicado de boca, hasta que muchos lo oirán. Aun hoy con toda nuestra tecnología, un verdadero mensaje es comunicado mejor de boca, de una persona a otra; y así será conocido y difundido. Por eso no te preocupes para tu viaje o tus medios de comunicación. “Y les mandó que no llevasen nada para el camino, sino solamente bordón; ni alforja, ni pan, ni dinero en el cinto, sino que calzasen sandalias, y no vistiesen dos túnicas. Y les dijo: Dondequiera que entréis en una casa, posad en ella hasta que salgáis de aquel lugar” (Mc 6, 8-10). Deben, pues, quedar en una sola casa, no mudándose de casa en casa para experimentar una alimentación mejor o diferente.

A veces, no nos recibirán ni nos oirán. En este caso debemos sacudir el polvo que está de bajo de nuestros pies, para testimonio a ellos (Mc 6, 11), y seguir predicando en otro sitio. Es Dios que nos dio nuestro mensaje, y no los hombres, y tenemos que obedecer a Dios, y no a los hombres cuando hay un conflicto entre los dos. Así hicieron los apóstoles cuando el concilio les intimó que no hablasen más en el nombre de Jesús. Dijeron: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20).

Así, también fue el caso con el profeta Amós en la primera lectura cuando el sacerdote Amasías le dijo: “Vidente, vete, huye a tierra de Judá, y come allá tu pan, y profetiza allá; y no profetices más en Bet-el, porque es santuario del rey, y capital del reino” (Amós 7, 12-13). Y Amós contestó, diciendo que él no era profeta de profesión, ni pertenecía a una cofradía de profetas, sino que era un vaquero, pero Dios lo llamó a profetizar a Israel, y porque su vocación viene de Dios y no de su propia elección, tiene que obedecer y profetizar. Dijo: “El Señor me tomó de detrás del ganado, y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo Israel” (Amós 7, 15). “Si el león ruge, ¿quién no temerá? Si habla el Señor Dios, ¿quién no profetizará?” (Amos 3, 8).

Así es con nosotros también. Nuestra fe en Jesucristo nos ha dado un mensaje y una misión, y tenemos que obedecer; si no en este lugar, entonces en otro lugar —pero es nuestra obligación obedecer a Dios y su llamado—. Podemos usar cualquier medio para difundir la palabra, y si el mensaje es correcto, Dios lo bendecirá.

San Pablo habla hoy del mensaje que debemos predicar y difundir. Es que Dios nos predestinó y escogió para ser sus hijos adoptivos en Jesucristo, lavados, salvados, y perdonados por su sangre, para vivir para la alabanza de su gloria, para que todas las cosas sean reunidas en Cristo, como la cabeza de todo. Debemos, pues, vivir para esto, para el cumplimiento de este plan, viviendo para la alabanza de la gloria de Dios y para la reunificación de todas las cosas en Cristo. Dios nos escogió para esto “antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef 1, 4).

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Somos sus elegidos, los escogidos antes de la creación para ser sus santos, y vivir sólo para él, para “la alabanza de su gloria” (Ef 1, 6.12.14).

No nos escogemos a nosotros mismos, como tampoco Amós no se llamó a sí mismo. Dios nos ha elegido y predestinado para esto. Nuestra vocación viene de Dios, y no de nosotros mismos, ni de los hombres. Por eso tenemos que obedecer, aun si los hombres se nos oponen; y en este caso, debemos simplemente sacudir el polvo que está debajo de nuestros pies, “para testimonio a ellos” (Mc 6, 11), y seguir predicando en otros lugares y usando los medios que tenemos. Y si predicamos su mensaje con fidelidad, Dios bendecirá nuestra misión.

¿QUIERES HALLAR O PERDER TU VIDA?

Lunes, 15ª semana del año Ex 1, 8-14.22; Sal 123; Mt 10, 34 – 11, 1

“El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mt 10, 39).

Hay aquí toda una filosofía de la vida. Es una nueva manera de vivir en este mundo, y es exactamente opuesta a la filosofía del mundo que nos dice que debemos salvar nuestra vida en este mundo de una manera mundana, llenando nuestra vida de sus placeres. Ante esta filosofía mundana, Jesús presenta su doctrina de la cruz. Según la nueva doctrina de Jesucristo, los que viven según la filosofía mundana morirán, y perderán en vano su vida. Sólo los que pierden su vida en este mundo por causa de Jesucristo hallarán y salvarán su vida en verdad.

Esta es la enseñanza de los pocos, porque siempre la mayoría escogerá la filosofía y la llamada sabiduría de este mundo, que nos dice que para ser felices tenemos que hallar nuestra vida y nuestra alegría aquí en este mundo, en sus deleites, delicadezas, y placeres. Pero Jesús nos enseña que al vivir así no podremos observar el primer y más importante mandamiento de todo, que es amar a Dios con todo nuestro corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30). Alguien que siempre y diariamente está buscando su deleite aquí abajo, ya ha dividido su corazón, y no puede amar a Dios más con todo su corazón. No ha reservado su corazón sólo para Dios, sino que lo disipa entre los placeres innecesarios de esta vida.

Sólo el que pierde su vida en este mundo por amor de Cristo puede cumplir el primer y más importante mandamiento de todo. Sólo el que pierde su vida en este mundo puede amar a Dios como debe, con todo su corazón y vida. Sólo el que pierde su vida en este mundo puede purificar sus sentidos y su espíritu de otras cosas, apetitos, y placeres, para vivir sólo para Dios y hallar su alegría sólo en él. Sólo el que pierde su vida en este mundo será purificado en sus cinco sentidos y en las tres potencias de su espíritu (la mente, la memoria, y la voluntad) para entrar en unión con Dios en la oración contemplativa.

Este es el camino auténtico de la vida, el camino angosto y estrecho, que pocos conocen, y más pocos aún escogen, pero es el único camino de vida (Mt 7, 13-14). La mayoría siempre escogerá el camino ancho y espacioso que lleva a la perdición, el

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camino de la sabiduría de este mundo, el camino de hallar y salvar la vida de una manera mundana en los deleites de la mesa y de aquí abajo en general. De veras, “espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella” (Mt 7, 13); pero “estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt 7, 14).

Tienes que escoger cuál camino quieres: el camino difícil de la vida, y de los pocos; o el camino fácil de la perdición, y de los muchos. ¿Quieres en verdad hallar o perder tu vida?

DESCANSO PARA VUESTRAS ALMAS

Jueves, 15ª semana del año Ex 3, 13-20; Sal 104; Mt 11, 28-30

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mt 11, 28-30).

En Jesucristo hay descanso para nuestras almas. Sólo en él podemos hallar el verdadero descanso del alma que anhelamos y buscamos. Es sobre todo el pecado y las imperfecciones que nos trabajan y cargan. Y sólo Dios puede descargarnos de esta carga. Es la carga de la culpabilidad, la carga de la depresión, causada por nuestros pecados e imperfecciones. Pero aun esta pena nos ayuda, porque nos enseña con más exactitud la voluntad de Dios, y nos motiva a corregirnos y a aprender una nueva y mejor manera de comportarnos. No queremos ser deprimidos. Por eso evitamos lo que sabemos que nos deprimirá; y así vivimos mejor, más de acuerdo con la voluntad de Dios para con nosotros.

El yugo de Cristo, al contrario, que es su voluntad para con nosotros, no nos deprime, sino que es fácil y ligera, y alegra nuestro corazón. Por eso debemos ir a él con nuestra carga, tristeza, depresión, culpabilidad, y pecado, para que él nos sane y nos dé descanso a nuestra alma trabajada y cargada. Sólo en él hallaremos este descanso en el fondo de nuestro espíritu, después de haberle ofendido por nuestras imperfecciones.

Jesucristo dejó a su Iglesia el poder de perdonar pecados por los méritos de su muerte en la cruz por nosotros. Por sus sacramentos, la Iglesia aplica la sangre de Cristo a nuestro corazón, herido por nuestro pecado, y nos sana. Cristo, por medio de su sacramento de reconciliación (Mt 18, 18; Jn 20, 23), nos da nueva vida y alegría, donde había antes tristeza y pena de corazón. Él murió en la cruz para esto, para librarnos de esta pena de alienación de Dios. Él sufrió esta pena de alienación de su Padre en la cruz en vez de nosotros, para expiar nuestros pecados al sufrir nuestro castigo justo en nuestro lugar. La única cosa que él requiere de nosotros es nuestra fe, una profesión que creemos que él llevó nuestros pecados y pagó nuestra deuda de sufrimiento y castigo debida a nuestros pecados. Y esta deuda no tiene que ser pagada dos veces: una vez por él, y otra vez por nosotros; sino una solo vez, es decir, por él, no por nosotros. Por sus llagas nosotros somos sanados (Is 53, 5). “…el castigo de nuestra paz fue sobre él” (Is 53, 5)

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porque “el Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 6). Puesto que él fue castigado por Dios por nuestros pecados, nosotros hallamos en él descanso para nuestras almas. Entonces, si en el futuro andamos más exactamente en sus caminos —los cuales esta pena nos enseñó y motivó a seguir con más exactitud—, viviremos en paz. No estaremos más trabajados y cargados.

UN SALVADOR GENTIL Y BENEVOLENTE

Sábado, 15ª semana del año Ex 12, 37-42; Sal 135; Mt 12, 14-21

“He aquí mi siervo, a quien he escogido; mi Amado, en quien se agrada mi alma; pondré mi Espíritu sobre él, y a los gentiles anunciará juicio” (Mt 12, 18).

San Mateo presenta a Jesucristo hoy como el cumplimiento del Siervo del Señor de Isaías. San Mateo cita hoy el primer de los cantos del Siervo (Is 42, 1-4). Este Siervo es el amado de Dios. Dios pone su Espíritu sobre él, “y a los gentiles anunciará juicio” (Mt 12, 18).

Los judíos buscaban la justicia de Dios, es decir, anhelaban ser justos y justificados por Dios por su fe (Gen 15, 6), y crecer más aún en la santidad por su obediencia a su voluntad al observar su ley. Pero será este Siervo que anunciará la justicia de Dios también a los gentiles, que no tenían la revelación ni la ley escrita de Dios. Este Siervo, pues, llevará la justicia de Dios tanto a los gentiles como a los judíos, porque él es el cumplimiento de la salvación de Dios para todos. Él justifica tanto a los gentiles como a los judíos por su muerte en la cruz y por su resurrección de los muertos.

Aunque los judíos fueron justificados por su fe desde los días de Abraham (Gen 15, 6; Rom 4, 3) y sus pecados fueron perdonados por su fe, aun así sus pecados no fueron justamente ni propiamente expiados hasta la muerte de Jesucristo en la cruz. Dios sólo los perdonó con la intención de expiar sus pecados más tarde con la muerte de su Hijo (Rom 3, 25-26). Por eso Jesucristo es el Salvador de los judíos también, y ahora con él presente con ellos en la carne, tienen la plenitud de la salvación de Dios con ellos; y en su resurrección pueden resucitar con él a una vida nueva y resucitada. Así, pues, los judíos pueden esperar en este Salvador junto con los gentiles, como dice el texto: “Y en su nombre esperarán los gentiles” (Mt 12, 21). La venida de Jesús fue el primer anuncio de salvación a los gentiles, como profetizó Isaías, diciendo: “Y a los gentiles anunciará juicio” (Mt 12, 18). Desde ahora en adelante, entonces, el hombre tiene salvación en Jesucristo —judíos tanto como gentiles—.

Esta salvación es algo interior; es la limpieza de la conciencia, que nos da alegría de espíritu, la alegría de Dios y del Espíritu Santo, “porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz, y gozo en el Espíritu Santo”, como afirma san Pablo (Rom 14, 17). El tener nuestros pecados perdonados y el tener la vida nueva de Dios resplandeciendo en nuestro corazón es algo interior. Por eso el Salvador será gentil. “No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz. La caña cascada no quebrará, y el pábilo que humea no apagará, hasta que saque a victoria el juicio” (Mt 12, 19-20). Él será gentil, un hombre de gentileza y benevolencia; y en él hallaremos la alegría de Dios

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que tanto anhelamos y buscamos. Él sacará a victoria la justicia de Dios, es decir, su salvación y justificación que nos justifica y renueva, iluminándonos con nueva vida y alegría en el Señor.

LA COMUNIÓN CON DIOS EN UN LUGAR DESIERTO

16º domingo del año Jer 23, 1-6; Ef 2, 13-18; Mc 6, 30-34

“Venid vosotros aparte a un lugar desierto, y descansad un poco… Y se fueron solos en una barca a un lugar desierto” (Mc 6, 31-32).

Vemos dos cosas en el evangelio de hoy: 1) el descanso de los discípulos con Jesús en “un lugar desierto”, y 2) el deseo de Jesús, como buen pastor, de pastorear a su pueblo, que era como ovejas descarriadas, sin pastor.

Jesús y sus apóstoles estaban muy activos en su ministerio, pero ahora él quiere apartarse de la multitud para descansar un poco en un lugar desierto, en silencio y paz. De hecho, Jesús hacía esto con frecuencia, apartándose aun de sus discípulos y yendo a solas a un lugar desierto para orar; y una vez por lo menos pasó toda la noche en oración en un monte: “En aquellos días —dice san Lucas— él fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios” (Lc 6, 12).

Pero hoy él va junto con sus discípulos para orar con ellos, como lo hizo en el monte de su transfiguración, cuando “tomó a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar” (Lc 9, 28), y como lo hizo también en el jardín de Getsemaní con estos mismos tres discípulos, queriendo que ellos también le acompañasen en la oración.

La oración en un lugar desierto era esencial para Jesús mismo en dos sentidos. Primero, como el Verbo eterno y el Hijo eterno del Padre, él vivía en comunión constante con su Padre y con el Espíritu Santo, en que él como Hijo, relacionaba siempre a su Padre como un hijo relaciona a su padre, aunque era de la misma sustancia divina que su Padre, e igual con él en divinidad, siendo igualmente Dios. Esta comunión íntima desde toda la eternidad con su Padre es como la oración contemplativa, una comunión de vida y amor, sin palabras ni ideas. Segundo, como un verdadero hombre con un alma humana, conteniendo una inteligencia humana y una voluntad humana como parte de su naturaleza humana, él tenía la necesidad de orar, como tenía la necesidad de comer y dormir como cualquier hombre, aunque era Dios. Así, pues, como el hombre perfecto, él es nuestro gran modelo de lo que nuestra oración debe ser.

La oración, sobre todo la oración contemplativa, es fundamental para el ser humano si él quiere ser completo y actuar como Dios quiere que actúe. El hombre fue hecho para esto, para ir aparte “a un lugar desierto” y orar. Así él halla la paz que anhela y necesita, y el descanso de su espíritu que le renueva. Así él halla también el amor que necesita, y para el cual fue creado. En el desierto puede entrar en esta comunión con Dios que lo relaja espiritualmente. Es como un sueño dulce. Él descansa en los brazos de Dios, abrazado y amado por Dios. Y de esta oración, él puede levantarse bien descansado y refrescado en su cuerpo y espíritu, con la paz de Dios en su corazón. Así hacía Jesús desde toda la eternidad como el Verbo eterno del Padre, y así hizo también como

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verdadero hombre en los lugares desiertos de Palestina. Y hoy vemos además que toma consigo a sus apóstoles, para enseñarles a ellos también esta necesidad de su naturaleza. Aun en medio del ministerio de ellos, cuando sus “apóstoles se juntaron con Jesús, y le contaron todo lo que habían hecho, y lo que habían enseñado. Él les dijo: Venid vosotros aparte a un lugar desierto” (Mc 6, 30-31).

Nosotros, pues, tenemos la misma necesidad que tenía Jesús para la oración contemplativa en el desierto. La atracción del desierto es la atracción de Dios. Dios nos atrae al desierto para estar a solas con él, para buscarlo, para disfrutar de su presencia y amor, y para ser renovados y rejuvenecidos por nuestro contacto con él en silencio y soledad, sin distracción ni ruido, sin otras personas ni obligaciones. En el desierto, el corazón puede descansar y experimentar una paz no de este mundo.

Los monjes hacen todo un programa de vida de estos episodios cuando Jesús descansó en los lugares desiertos. Esto es la especialización de los monjes. Son, pues, especialistas, y su especialidad es la oración contemplativa en el desierto, en un lugar silencioso, lejos del mundo. Establecen, pues, oasis en los desiertos de este mundo, lugares de oración y contemplación, centros de refresco espiritual para los que están trabajados y cargados (Mt 11, 28).

Pero vemos también hoy que cuando Jesús llegó al lugar desierto, encontró una gran multitud que “eran como ovejas que no tenían pastor; y comenzó a enseñarles muchas cosas” (Mc 6, 34). Así es con nosotros también. Aunque tanto anhelamos la soledad del desierto y la oración contemplativa, anhelamos también enseñar a los demás, que son como ovejas descarriadas, que no saben donde hay buen pasto, y que pierden mucho tiempo buscándolo en vano, hallando sólo espinos y cardos. Ellos necesitan los que les pueden predicar el evangelio de la salvación en Jesucristo. Esto también es nuestra responsabilidad como cristianos; es decir: predicar a Cristo y la salvación en su sangre. Él nos libra de nuestros pecados y de la pena y la depresión de la culpabilidad al sufrir él mismo la pena de la alienación de su Padre por nosotros en la cruz. Él sufrió esto para librarnos, para que no tengamos que sufrirla otra vez, puesto que su sufrimiento satisfizo nuestra deuda de sufrimiento y castigo por nuestros pecados, satisfaciendo así los requisitos de la justicia divina y dejándonos ir libres.

Así, pues, Jesús nos invita al desierto; pero nos invita también a predicar el evangelio de la salvación a los que son “como ovejas sin pastor” (Mc 6, 34).

LA VERDADERA FE

Lunes, 16ª semana del año Ex 14, 5-18; Ex 15; Mt 12, 38-42

“La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás” (Mt 12, 39).

El pedir una señal de Jesús era en sí una señal de que ellos carecían de la fe que deberían haber tenido después de haber visto tantos milagros, curaciones, y señales. Es decir, fue sólo otra manera de rehusar creer, cuando evidencia suficiente ya se ha dado a ellos. En vez de pedir otra señal aún, deberían haber creído en él para experimentar su

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salvación. Pero Jesús les promete una señal más, su resurrección, que debe convencer a todos de buena voluntad. Dijo: “como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches” (Mt 12, 40).

Entonces Jesús les da dos ejemplos de fe: el de la reina del Sur, y el de los hombres de Nínive en los días de Jonás. Fueron dos ejemplos de paganos que tuvieron más fe que los escribas y fariseos que pidieron una señal. Estos paganos de Nínive —dice Jesús— “se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán” porque ellos creyeron al oír Jonás, y más que Jonás está presente ahora, pero no creen. Y la reina del Sur también vino para oír a Salomón, y ahora más que Salomón está presente, y no creen en él.

¿Y dónde estás tú en todo esto? Has visto aun la gran señal prometida aquí por Jesús, su resurrección. ¿Crees tú verdaderamente en él como tu Salvador que te puede salvar como salvó a los israelitas de los egipcios en el Mar Rojo? Moisés les dijo: “No temáis; estad firmes, y ved la salvación que el Señor hará hoy con vosotros…el Señor peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (Ex 14, 13-14).

Esta es su salvación que Dios hará para ti por medio de Jesucristo cuando crees en él y buscas su ayuda, especialmente en sus sacramentos. Él te librará de los egipcios, que por nosotros son el diablo y sus secuaces, y el pecado, y la muerte espiritual, que es el resultado del pecado. Para esto vino Jesucristo en el mundo, para darte esta liberación y salvación si crees en él y si vives en adelante para él con todo tu corazón. Él te dará su luz, y te hará caminar con él en su luz (Jn 8, 12; 12, 46). Él te perdonará tus pecados e imperfecciones y te dará una nueva vida. Resucitarás con él a vivir una vida nueva y resucitada (Rom 6, 4), vivida sólo para él en su luz, con una conciencia pura y limpia y con la alegría de Dios en tu corazón. Así quiere él que vivas, en su luz, y no en las tinieblas del pecado. Debes, pues, dejar atrás tu vida vieja mundana para resucitar e incluso ascender con él a una vida aun ascendida (Ef 2, 6; Col 2, 12). Tienes que creer en el poder de su sangre que pagó tu deuda de castigo por tus pecados, y resucitar con él a una vida nueva (Rom 6, 4; Col 3, 1-2). Todo esto es para los que tienen verdadera fe en él.

EL MISTERIO DE LA INCREDULIDAD

Jueves, 16ª semana del año Ex 19, 1-2.9-11.16-20; Dan 3; Mt 13, 10-17

“Por eso les hablo por parábolas: porque viendo no ven, y oyendo no oyen, ni entienden” (Mt 13, 13).

A la multitud Jesús habla en parábolas, pero a sus discípulos él explica los misterios del reino de Dios, “Porque a vosotros —dijo— os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado” (Mt 13, 11). Si él hubiera predicado clara y abiertamente, no habrían entendido. Sólo sus discípulos íntimos que viven con él pueden entender más, pero aun ellos tenían mucha dificultad para entender.

Después de su muerte y resurrección era diferente. Entonces los apóstoles pudieron predicar todo el kerigma de salvación en Jesucristo a las multitudes, y miles de personas

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se convirtieron, porque la plenitud del misterio de Cristo ya era conocida y el don del Espíritu Santo ya se ha dado. Vivimos ahora en estos días, y ahora, pues, podemos predicar a Cristo claramente, y la gracia estará presente para que entiendan y crean todos los que son predestinados a la vida. Pero en los días de Jesús este tiempo de predicación clara todavía no ha venido. Pero aun así la enseñanza parabólica de Jesús ayudó un poco a la multitud, y más tarde ella podía recordarla y entonces apreciar mejor la profundidad de su significado. Nosotros también estamos ahora en una situación en que podemos leer las parábolas de Jesús y entenderlas a la luz de los misterios del reino de Dios.

Sin embargo, aun hoy muchos son como ciegos y sordos, y no entienden ni creen nuestra predicación. No les es dado saber los misterios del reino de Dios. Sólo pueden entender parábolas, pero no el misterio de Cristo, y no quieren convertirse y vivir para él con todo su corazón y vida. Ellos sólo pueden entender nuestros ejemplos e ilustraciones, pero sin entender su significado interior. Su corazón se ha engrosado y han cerrado sus oídos.

¿Qué, pues, debe hacer un predicador en este caso? ¿Debe cesar de predicar a Cristo, y no hablar más a la multitud, sino sólo a los pocos que pueden entender? No. Debe continuar predicando todo el misterio de Cristo a todos. Los que se les ha dado a entender creerán, y los demás cegarán sus ojos y cerrarán sus oídos. De hecho, será nuestra predicación que cierra sus oídos. Por eso se le dijo a Isaías: “Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (Is 6, 10). Así es el plan de Dios, así son preordinados todos los acontecimientos. Y nuestra parte es predicar a Cristo y testificar que por su muerte, por la fe, nuestros pecados son perdonados, y que en su resurrección podemos resucitar a una vida nueva en él, y que debemos entonces vivir en adelante sólo para el que murió y resucitó por nosotros (2 Cor 5, 15) —crean o no crean—. Los que son predestinados para la vida, tarde o temprano, creerán.

LOS ESPINOS NOS AHOGAN

Viernes, 16ª semana del año Ex 20, 1-17; Sal 18; Mt 13, 18-23

“El que fue sembrado entre espinos, éste es el que oye la palabra, pero el afán de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra, y se hace infructuosa” (Mt 13, 22).

Los santos de cada época de la Iglesia son los que se guardan de los espinos de este mundo que ahogan la semilla de la palabra de Dios sembrada en su corazón. En la versión de san Lucas leemos: “La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto” (Lc 8, 14). Los espinos son sobre todo “los placeres de la vida” (Lc 8, 14). Jesús nos previene contra los placeres de la vida, sobre todo la glotonería, que carga el corazón, haciéndolo pesado e insensible. Dice: “Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día” (Lc 21, 34).

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De veras, debemos tener sólo un tesoro, Cristo, y no otros tesoros en este mundo. “No os hagáis tesoros en la tierra —dice Jesús—… sino haceos tesoros en el cielo… Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mt 6, 19-21). Nuestro corazón debe fundarse sólo en Dios, y no en los tesoros y placeres de este mundo, porque no podemos servir a dos señores (Mt 6, 24). Esta es la razón por la cual será tan difícil para un rico entrar en el reino de Dios, es decir, porque está rodeado de riquezas y de los placeres de este mundo. Jesús dijo: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Mc 10, 23). De hecho, continúa Jesús, “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mc 10, 25). Normalmente un rico pone su corazón en las delicadezas de este mundo, que son como otros dioses que dividen su corazón.

La primera lectura advierte a los israelitas del peligro de otros dioses. El primer mandamiento es: “Yo soy el Señor tu Dios… No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Ex 20, 2-3). No deben ni siquiera hacer imágenes de otras cosas: “No te harás imagen” (Ex 20, 4). Esto era para que no sean tentados a adorar estas imágenes como dioses, como hicieron todos los otros pueblos alrededor de Israel. “No te inclinarás a ellas —dice el Señor en sus diez mandamientos— ni las honrarás; porque yo soy el Señor tu Dios, fuerte, celoso” (Ex 20, 5). Este mandamiento era el primer mandamiento de Jesús también: “y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el primer mandamiento” (Mc 12, 30).

Si queremos ser contemplativos, esta debe ser nuestra manera de vivir en este mundo, porque este es el estilo de vida que alimentará la contemplación. Es así porque para contemplar tenemos que ser enfocados sólo en Dios con todo nuestro corazón, sacrificando los placeres innecesarios de esta vida que son como espinos que nos ahogan para que no llevemos fruto. Debemos guardar nuestro corazón de los espinos que son “los afanes y las riquezas y los placeres de la vida” (Lc 8, 14).

EL DESHECHO DE TODOS

Fiesta de Santiago, 25 de julio 2 Cor 4, 7-15; Sal 125; Mt 20, 20-28

“…el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 27-28).

Vemos hoy un gran contraste. Santiago y Juan quieren ser los primeros entre los apóstoles, sentándose a la derecha y a la izquierda de Jesús en su reino (Mt 20, 21); pero Jesús les enseña que la vida de un apóstol es una de sufrimiento y persecución en este mundo. Ellos beberán del mismo vaso de sufrimiento que Jesús (Mt 20, 22-23), y serán los últimos de todos, y sus servidores. Esta vida presente no es el tiempo de recompensa y honores para los apóstoles, sino de guerra, persecución, y martirio. Como Cristo sufrió y fue crucificado, así también sus apóstoles sufrirán en este mundo. Pero no serán completamente destruidos; y podrán continuar predicando el evangelio de la salvación en

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Jesucristo para la renovación del mundo y de la Iglesia. Como Cristo dio su vida, asimismo su apóstol dará su vida.

San Pablo describe su propia vida hoy como apóstol de Jesucristo, pero es también la descripción de la vida de un apóstol de cada edad. Dice: “estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos” (2 Cor 4, 8-9). Así fue la vida para Santiago, a quien honramos hoy, y así será para ti también. Serás perseguido y deshonrado en este mundo por causa de Cristo si vives como su verdadero apóstol, obedeciendo su voluntad y predicando su evangelio. San Pablo fue apedreado, encarcelado, y martirizado, pero hasta el fin seguía predicando el evangelio de Jesucristo. Esta vida presente es para un apóstol el tiempo de pelear para Dios y su verdad, y así promover el reino de Dios en este mundo.

“Porque según pienso —dice san Pablo—, Dios nos ha exhibido a nosotros los apóstoles como postreros, como a sentenciados a muerte; pues hemos llegado a ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres… hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos” (1 Cor 4, 9.13). Así será nuestra vida también como los apóstoles de Jesucristo en este mundo. Pero todo esto es el plan de Dios, todo esto es preordinado por él para nuestro bien y el del mundo. Y en todo esto, seguiremos predicando el evangelio de Jesucristo en cada nueva situación en que nos encontramos, y continuaremos obedeciéndolo en todo, viviendo como él nos dirige, dando así nuestro testimonio en este mundo para su iluminación. Así, pues, como a san Pablo, “…nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difamen, y rogamos” (1 Cor 4, 12-13). Como apóstoles seremos, pues, tratados “como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo” (2 Cor 6, 9-10). En resumen, estamos “llevando en el cuerpo siempre, por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Cor 4, 10).

JESUCRISTO EUCARÍSTICO SANTIFICA, ILUMINA, Y RENUEVA AL MUNDO

17º domingo del año

2 Reyes 4, 42-44; Sal 144; Ef 4, 1-6; Jn 6, 1-15

“Y tomó Jesús aquellos panes, y habiendo dado gracias, los repartió entre los discípulos, y los discípulos entre los que estaban recostados” (Jn 6, 11).

Hoy Jesús alimenta a cinco mil varones con cinco panes y dos peces. Él da gracias sobre el pan, y lo reparte entre la gente. Después, en el evangelio de san Juan, hay un largo discurso sobre el pan de vida, el pan que desciende del cielo y da vida al mundo. El mismo Jesucristo es este pan de vida. Su carne y su sangre son el pan vivo. Por eso todo este capítulo del evangelio de san Juan es sobre la eucaristía, porque en la eucaristía Jesús nos alimenta milagrosamente del pan de vida, es decir, de sí mismo, de su carne y sangre eucarísticas. En la eucaristía, pues, comemos a Jesucristo sacramentado para la vida del mundo.

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Jesucristo es la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo eterno del Padre que existía desde toda la eternidad en el seno del Padre; y se encarnó por obra del Espíritu Santo en la Virgen María. En la encarnación, su persona divina con su naturaleza divina entró en unión con una naturaleza humana y la santificó. Su humanidad y su cuerpo humano contenían su divinidad y su persona divina aquí en la tierra para la transformación del mundo. Por medio de nuestro contacto con él en fe somos transformados y santificados, instruidos y cambiados.

Jesucristo nos justifica y salva por su muerte en la cruz, por la cual él pagó nuestra deuda de castigo y sufrimiento por nuestros pecados, satisfaciendo así la divina justicia. En la eucaristía su muerte en la cruz está hecha presente para nosotros para que podamos participar de su sacrificio y ser librados del castigo debido a nuestros pecados. Entonces en la santa comunión comemos la carne y la sangre de Jesucristo que fueron ofrecidas en sacrificio al Padre, en sustitución por nosotros, para sufrir nuestro castigo por nuestros pecados. Al comer su carne y beber su sangre, comemos y bebemos la carne y la sangre de Dios para nuestra transformación y divinización. Como su cuerpo físico contenía su persona divina y su naturaleza divina en forma humana, asimismo su cuerpo eucarístico, que es una extensión en espacio y tiempo de su cuerpo físico, también contiene su divinidad y su persona divina, pero ahora en una forma que podemos comer y beber para la vida de nuestra alma.

La persona divina de Jesucristo diviniza su humanidad, es decir, la llena de divinidad, aunque siempre permanece una naturaleza humana con una mente y una voluntad humanas. Sin embargo, para nuestra salvación, su humanidad está llena ahora de su divinidad, iluminando su humanidad por dentro. Dios hizo esto para nuestra salvación, para que nosotros, que hemos sido justificados por su muerte en la cruz por medio de nuestra fe en él, podamos también ser divinizados ahora al comer y beber su carne y sangre, que contienen para nosotros su divinidad. Así, pues, al comulgar con fe, los que son justificados por su muerte, ahora pueden ser santificados y divinizados, con su divinidad iluminándonos por dentro como su persona divina iluminaba su humanidad física por dentro, y la divinizaba. Y como su humanidad siempre permanecía humana, aunque divinizada, del mismo modo nosotros también siempre permanecemos humanos, aunque divinizados al comer la carne y la sangre eucarísticas de Jesucristo. Recibimos y comemos, pues, a Jesucristo sacramentado en la eucaristía. Y esto es para nuestra iluminación y divinización. Así, pues, la divinidad de Jesucristo ilumina nuestra humanidad por dentro, divinizándola.

La eucaristía es también un sacrifico de alabanza que ofrecemos al Padre con el Hijo en el Espíritu Santo. Cristo se ofrece a sí mismo al Padre, derramando su vida en amor por nosotros, en sustitución por nosotros, pero también como un sacrificio y ofrenda ofrecidos en amor y donación de sí mismo a su Padre. Este sacrificio de sí mismo en amor y alabanza al Padre viene a ser nuestro sacrificio de alabanza también, que ofrecemos con él al Padre en la Misa. La Misa es por eso nuestro gran acto de culto y adoración, el sacrificio perfecto del Nuevo Testamento, que los cristianos ofrecen a Dios con Cristo, en el Espíritu Santo. Es nuestro sacrificio de alabanza, amor, y donación de nosotros mismos con Cristo al Padre.

Cristo, pues, vino a la tierra para nuestra justificación, santificación, iluminación, transformación, y divinización. Él nos justifica por su muerte en sustitución por nosotros. Entonces podemos resucitar con él en su resurrección para una vida nueva en Dios.

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Luego, por medio de la eucaristía, podemos continuar creciendo en santidad por nuestro contacto con su cuerpo eucarístico, que nos diviniza, poniéndonos en contacto sacramental y físico con la humanidad de Jesucristo, que contiene su divinidad, para iluminarnos por dentro. En la eucaristía, su divinidad ilumina y diviniza nuestra humanidad por dentro. Así Dios obra la salvación y la transformación del mundo por medio de Jesucristo.

LA SEMILLA DE MOSTAZA

Lunes, 17ª semana del año Ex 32, 15-24.30-34; Sal 105; Mt 13, 31-35

“El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo; el cual a la verdad es más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen nidos en sus ramas” (Mt 13, 31-32).

Así, pues, es el reino de Dios. Empieza como algo muy pequeño, como una semilla de mostaza, pero con el tiempo viene a tomar posesión de toda nuestra vida, y cambia toda la sociedad y el mundo también. El reino de Dios en nuestro corazón comienza con una palabra de Dios que recibimos con fe. Dios la hace crecer en nuestro corazón, hasta que llegue al punto de que es la fuerza dominante de nuestra vida. Es la vida de Dios en nosotros que transforma todo lo demás. De principios muy pequeños viene a ser el único amor de nuestra vida, al cual dedicamos todo nuestros amor, atención, interés, y tiempo. Es el amor que llena nuestro corazón, y no sólo nuestro corazón, sino el mundo también, cambiándolo y transformándolo.

El reino de Dios es la conglomeración de las almas regeneradas por su fe en Jesucristo, que fue crucificado para pagar nuestra deuda de sufrimiento en castigo de nuestros pecados, para que Dios pudiera perdonarnos y limpiarnos justamente, haciéndonos justos y nuevos a sus ojos. Sólo Jesucristo puede hacer esto. El reino de Dios, pues, es la unión o la sociedad de todas estas almas que son nacidas de nuevo por su fe en Jesucristo, con sus pecados perdonados y sus almas renovadas y revestidas de la justicia del mismo Jesucristo. Ellos toman su vida de Jesucristo. Son los pámpanos de la vid, que es Cristo, de la cual toman vida. Ellos comen su carne y beben su sangre para ser divinizados, para poder resplandecer en este mundo, iluminándolo por dentro y transformándolo. El sacrificio de Jesucristo los hace nuevos, nuevas criaturas, hombres nuevos, justificados por su fe en él. Ellos forman la sociedad que sigue ofreciendo el sacrificio del Calvario en el mundo por medio de la eucaristía. Es este sacrificio que es la vida del mundo, la luz interior y transformadora del mundo, la fuerza que renueva y rejuvenece al mundo.

Los miembros del reino de Dios deben amar a Dios con todo su corazón y vida, y no dividir su corazón entre los placeres mundanos, sino más bien vivir sólo para el que murió y resucitó por ellos (2 Cor 5, 15). Viven de su muerte, ofreciendo en la eucaristía con él el mismo sacrificio de él al Padre. Viven también de su resurrección, habiendo resucitado con él para una vida nueva, iluminada, y resucitada.

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La primera lectura sobre el becerro de oro nos muestra la maldad de la idolatría, la adoración de dioses ajenos y falsos. Este es el gran pecado. Pero tú también estás culpable de este pecado si sigues viviendo para los deleites de este mundo después de creer en Jesucristo, porque estás dividiendo tu corazón en vez de dedicarte completamente a Dios. Cristo, pues, busca y espera encontrar corazones indivisos en su amor y dedicación a él en el reino de Dios.

EL TIEMPO DE PREPARACIÓN

Jueves, 17ª semana del año Ex 40, 16-21.34-38; Sal 83; Mt 13, 47-53

“Así será al fin del siglo: saldrán los ángeles y apartarán a los malos de entre los justos, y los echarán en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 13, 49-50).

Esperamos ahora este fin del siglo cuando los ángeles vendrán “y apartarán a los malos de entre los justos” (Mt 13, 49). Estamos en pleno verano ahora y los frutos y verduras están madurando para la cosecha; y la cosecha de los frutos de la tierra es el gran símbolo de la cosecha final de la tierra al fin del siglo, cuando los ángeles, los segadores, vendrán y apartarán la cizaña del trigo, y echarán la cizaña en el fuego, y el trigo en el granero. El fuego es el fuego eterno del infierno, donde “será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 13, 42), y el granero es la plenitud del reino de Dios. Esperamos este día de juicio ahora, un día de fuego y luz: fuego para “los hijos del malo”, y luz para “los hijos del reino” (Mt 13, 38). “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43).

“Así será al fin del siglo: saldrán los ángeles, y apartarán a los malos de entre los justos” (Mt 13, 49). Los ángeles echarán a los malos “en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes” (Mt 13, 50). Será como una red llena de peces, que los pescadores sacan “a la orilla; y sentados, recogen lo bueno en cestas, y lo malo echan fuera” (Mt 13, 48).

Dios quiere recoger a todos, y por eso echa la red en el mar, pero sabe también que no todos serán buenos y dignos del reino de Dios. Es necesario, pues, que recibamos la justificación de Dios con fe, para que Dios pueda perdonarnos justamente de nuestros pecados al enviar a su Hijo para sustituir por nosotros en la cruz, absorbiendo así su ira justa por nuestros pecados. Entonces él nos reviste de la misma justicia de Jesucristo cuando creemos, invocando los méritos de su muerte. Y resplandecemos aun ahora con la justicia de Cristo. Luego tenemos que cooperar con la gracia de Dios y tratar de obedecerlo en todo para que seamos santificados. Sólo los que son justificados y santificados serán escogidos y puestos en cestas al fin del siglo. Los demás serán echados en el horno de fuego por los ángeles.

Esperamos este día de gloria y luz ahora, revistiéndonos de la justicia de Jesucristo al creer en él, y viviendo de su resurrección. Pero esta vida actual es también una escuela en que Dios siempre está enseñándonos nuevas cosas y castigándonos en nuestro corazón por nuestros errores, imperfecciones, y pecados, para que aprendamos y estemos

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preparados y perfeccionados para estar entre los electos que resplandecerán como el sol en el reino de nuestro Padre en el último día.

CÓMO DIOS PERDONA NUESTROS PECADOS

Viernes, 17ª semana del año Lev 23, 1.4-11.15-16.27.34-37; Sal 80; Mt 13, 54-58

“A los diez días de este mes séptimo será el día de expiación… y ofreceréis ofrenda encendida al Señor. Ningún trabajo haréis en este día; porque es día de expiación, para reconciliaros delante del Señor vuestro Dios” (Lev 23, 27-28).

El día de expiación era una de las más importantes celebraciones de Israel, y sus detalles son explicados en el capítulo decimosexto del Levítico. Dos machos cabríos fueron ofrecidos en expiación por los pecados del pueblo. Uno fue degollado y ofrecido en el santuario y su sangre fue rociada sobre el propiciatorio, es decir, sobre la tapa del arca de la alianza. El otro macho cabrío no fue degollado, sino el sumo sacerdote confesó sobre su cabeza todos los pecados del pueblo, poniéndolos así sobre este animal al poner sus manos sobre su cabeza, y entonces este cabrío fue conducido al desierto y dejado ir por el desierto, llevando los pecados del pueblo. La escritura dice: “y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto” (Lev 16, 21-22).

Aquí vemos la práctica de confesar y poner los pecados del pueblo sobre un animal al poner las manos sobre su cabeza. En este caso el macho cabrío llevó estos pecados al desierto. En los sacrificios regulares por el pecado (Lev 4), el pecador también pone su mano sobre la cabeza del animal, y entonces degüella el animal, y el sacerdote rocía su sangre hacia el velo del santuario y la pone sobre los cuernos del altar del incienso aromático (Lev 4, 4-7). El significado es que los pecados de los pecadores son transferidos de los pecadores al animal, que muere en castigo vicario, sustituyendo por los pecadores, así pagando por ellos su deuda de sufrimiento en castigo por sus pecados. El animal es una sustitución por los pecadores, y sufre la muerte por los pecados de ellos en vez de ellos, para que los pecadores sean librados de sus pecados.

En sí, como san Pablo nos enseña (Heb 10, 4), el animal sacrificado no tiene este poder, pero funciona de una manera sacramental, en que el animal representa el sacrificio perfecto de Jesucristo que sí, tiene este poder de sustituir por nosotros y sufrir nuestro sufrimiento en castigo por nuestros pecados, si creemos en él. Así, pues, Dios dio a los israelitas estos sacrificios, y al confesar sus pecados sobre la cabeza del animal, poniendo la mano sobre él, sus pecados fueron perdonados de antemano por su fe en este sacrificio que representó para ellos el único sacrificio que en sí mismo tiene este poder, el sacrificio del único Hijo de Dios en la cruz.

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TESTIGOS DE LA VERDAD

Sábado, 17ª semana del año Lev 25, 1.8-17; Sal 66; Mt 14, 1-12

“Dame aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista. Entonces el rey se entristeció; pero a causa del juramento, y de los que estaban con él a la mesa, mandó que se la diesen” (Mt 14, 8-9).

San Juan el Bautista tenía gran valentía en reprender al rey por haberse casado con la mujer de su hermano. Pero por haber testificado a esta verdad (Lev 18, 16; 20, 21), Herodes lo encadenó y metió en la cárcel, y al fin lo decapitó en la cárcel sin proceso alguno. En esto, Juan fue un ejemplo de lo que pudiera suceder a Jesús también, porque después de la muerte de Juan, Herodes decía que Jesús era Juan el Bautista resucitado de los muertos. Así, pues, Jesús también estaba en peligro. Si Herodes mató a Juan y piensa ahora que Jesús es Juan resucitado de la muerte, puede ser que Herodes lo querría matar otra vez.

Así es siempre, aun con nosotros. Si actuamos como Juan, diciendo la verdad que los demás necesitan oír, nos ponemos en peligro. Pero así es la vida de un profeta, y de un verdadero cristiano también. De una manera u otra somos obligados a decir la verdad que los demás necesitan oír —oigan o no oigan—. La necesidad es en nosotros si queremos ser fieles a la verdad y a nuestra vocación como cristianos. Si los demás oigan o no oigan no es nuestro problema. Es su problema. Nuestro problema es decir la verdad. Si no oigan, entonces ellos son responsables por su propia muerte para con Dios, pero nosotros habríamos cumplido nuestra parte, nuestra obligación, que es advertirles del peligro en que están. Si no les advertimos por miedo de ser rechazados o burlados por ellos, entonces ellos morirán espiritualmente, pero nosotros seremos responsables por no haberles advertido del peligro en que estaban al comportarse así (Ez 33, 6-9). Somos, pues, atalayas. Nuestra responsabilidad, pues, es amonestar al pueblo del peligro en que están (Ez 33, 7).

“A ti, pues, hijo del hombre, te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo dijere al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano” (Ez 33, 7-8).

Vemos hoy, pues, que ser un profeta es peligroso. Costó a Juan su vida. Pero Jesús dice: “todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mc 8, 35).

Nuestra vocación como cristianos es dar testimonio de la verdad por el ejemplo de nuestra vida y por nuestra palabra. Así perderemos nuestra vida en este mundo para salvarla con Dios.

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LA GLORIA DE DIOS EN JESUCRISTO

18º domingo del año Ex 16, 2-4.12-15; Sal 77; Ef 4, 17.20-24; Jn 6, 24-35

“De cierto, de cierto os digo que me buscáis, no porque habéis visto las señales, sino porque comisteis el pan y os saciasteis. Trabajad, no por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece, la cual el Hijo del Hombre os dará” (Jn 6, 26-27).

Jesús se queja que esta muchedumbre está siguiéndole sólo porque ha comido y se ha saciado de pan, en vez de seguirle porque ha visto señales de Dios y busca a Dios. Por eso Jesús les dice que deben trabajar más bien por la comida que “a vida eterna permanece”, la cual el Hijo del Hombre les dará. Ellos, entonces le preguntan ¿qué deben hacer para trabajar por esta comida permanente? Y Jesús les responde, diciendo: “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 29). En otras palabras, si ellos quieren tener esta comida espiritual que “a vida eterna permanece”, tienen que creer en Jesucristo, a quien Dios les ha enviado para su salvación.

Esta es la gran obra que tienen que hacer, es decir, creer en Jesucristo. Pero en realidad no es una obra, sino es la fe. Tienen que tener fe en el que Dios les envió para su salvación. Y más aún, él mismo es este pan que desciende del cielo y “da vida al mundo” (Jn 6, 33). Él mismo es este pan celestial, este pan de vida, este pan vivo que da vida al mundo, y que “a vida eterna permanece”. Es por este pan que deben trabajar, y no por el pan que perece.

El hombre es hecho por más que esta vida presente. Es hecho por más que sólo comer el pan que perece. Esto no es suficiente. “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). ¿Pero cuántos hay que no saben esto? Todo su trabajo es por el pan, la comida, las necesidades de la vida material, y los placeres de este mundo y de esta vida. Pero una vida tal no es digna de un ser humano, que es algo más que las bestias del campo, que se pueden satisfacer sólo de esto.

Debemos, más bien, vivir para Dios, para su gloria, para experimentar su gloria y vivir en su gloria. Moisés y Aaron dijeron al pueblo en el desierto de Sinaí: “En la tarde sabréis que el Señor os ha sacado de la tierra de Egipto, y a la mañana veréis la gloria del Señor” (Ex 16, 6-7). Es para esta gloria que deben vivir. Es para esto que el Señor los salvó y llevó de la tierra de Egipto, para ser su propio pueblo, saber sus leyes y su voluntad, vivir según su voluntad, y ser unido a él como a su Dios. Y él les revelará su gloria, y la verán y experimentarán.

Y en la mañana vieron la gloria del Señor cuando él les “sació de pan del cielo” (Sal 104, 40), “E hizo llover sobre ellos maná para que comiesen, y les dio trigo de los cielos. Pan de nobles comió el hombre” (Sal 77, 24-25). “Y hablando Aarón a toda la congregación de los hijos de Israel, miraron al desierto, y he aquí la gloria del Señor apareció en la nube” (Ex 16, 10). Esta era la gloria de Dios que Moisés y Aarón predijeron, diciendo: “y a la mañana veréis la gloria del Señor” (Ex 16, 7).

Esta es la gloria que nosotros también anhelamos ver, y la tenemos en Jesucristo, que es “el verdadero pan del cielo”, el que “descendió del cielo y da vida al mundo” (Jn 6, 32-33), vida que no perece, porque él es el pan que “a vida eterna permanece” (Jn 6, 27). Este es el pan por el cual debemos trabajar, y el trabajo que debemos hacer para

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conseguir este pan es creer en él. “Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6, 29).

Por medio de la fe venimos en contacto con esta gloria, para la cual fuimos hechos. Al creer en Jesucristo somos rehechos. Nuestros pecados son más que sólo perdonados, aun su castigo es pagado por nosotros por el sufrimiento del Cordero de Dios en la cruz. La justicia es satisfecha, nuestra deuda de sufrimiento en castigo por nuestros pecados es pagada por nosotros en la muerte del Hijo de Dios en la cruz. La justicia divina es satisfecha, y nosotros somos librados de la pena de la culpabilidad para vivir una vida nueva en la luz con Jesucristo. Nuestro hombre viejo es despojado en él, y nos revestimos ahora del hombre nuevo en Jesucristo (Ef 4, 22-24; Gal 3, 27; Rom 13, 14). Esta es la renovación de nuestra mente (Rom 12, 2), el andar en el Espíritu, y no más según la carne (Rom 8, 5.13), el resucitar con Cristo a una vida resucitada (Rom 6, 4). Por eso Jesús dice hoy: “el que a mí viene, nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás” (Jn 6, 35). Jesucristo es la fuente de esta nueva vida. Él nos perdona y renueva. Él nos hace hombres nuevos en él (Ef 4, 24), una nueva creación (2 Cor 5, 17; Gal 6, 15; Apc 21, 5), con mentes renovadas (Rom 12, 2).

Jesucristo obra en nosotros por medio de sus sacramentos, cuando venimos a él con fe. Dios nos justifica por medio de la muerte de Jesucristo cuando creemos en él e invocamos los méritos de su muerte en la cruz. Él nos perdona y limpia nuestra conciencia, dándonos una vida nueva. Resucitamos con el en su resurrección (Rom 6, 4), y tomamos vida y gloria de él (Jn 1, 16). Vivimos, pues, en adelante para él, y sólo para él, con todo nuestro corazón. Este es el significado de creer “en el que él ha enviado” (Jn 6, 29). Es creer a causa de esta nueva vida que en él nunca tendrá hambre” (Jn 6, 35).

LA EUCARISTÍA DIVINIZA AL GÉNERO HUMANO

Lunes, 18ª semana del año Núm 11, 4-15; Sal 80; Mt 14, 13-21

“Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba; y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la multitud” (Mt 14, 19).

Jesús alimenta al pueblo milagrosamente en el desierto hoy. Esto es un anticipo de la eucaristía, en que él nos alimenta del pan celestial, que es su cuerpo eucarístico. La eucaristía es pan que desciende del cielo y da vida al mundo (Jn 6, 33). Y este pan eucarístico es el mismo Jesucristo, que descendió a la tierra del cielo para que comamos su carne y bebamos su sangre, y vivamos una vida nueva en él, alimentados de su cuerpo y sangre, que contienen su divinidad.

Su divinidad se unió con su humanidad en la encarnación. Su persona divina, con su naturaleza divina, asumió una naturaleza humana con una mente y voluntad humanas para que nosotros pudiéramos tener contacto directo, físico, y sacramental con Dios para nuestra transformación y divinización. Nosotros, por supuesto, permanecemos humanos, pero aun así, somos divinizados por nuestro contacto con el cuerpo de Jesucristo. De una manera semejante el cuerpo humano de Jesús, con su mente y voluntad humanas,

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permaneció humano aunque fue divinizado por contacto con su persona divina con su naturaleza divina. Pero la divinización de la humanidad de Jesucristo por su persona divina fue mucho más intensa a causa de la unicidad de la relación hipostática que unió su divinidad con su humanidad. Es decir, ser divinizados quiere decir ser llenados de divinidad, transformados e iluminados por dentro por la divinidad, mientras que permanecemos humanos.

Así, pues, Jesucristo vino a la tierra para nuestra divinización. Y él sacramentó su cuerpo y sangre humanos, que contienen su persona divina con su naturaleza divina, para que comiendo su cuerpo eucarístico, pudiéramos así tocar a Dios y ser transformados y divinizados por este contacto físico y sacramental con su divinidad.

Por la encarnación la humanidad de Jesucristo fue divinizada, y por medio del contacto con su humanidad divinizada, toda humanidad puede ser divinizada. Así la encarnación tuvo lugar para la divinización del género humano. Es hecho una nueva creación por la encarnación, si creemos en Jesucristo, somos salvos y justificados por su muerte, resucitados con él en su resurrección, y alimentados espiritualmente por él en la eucaristía.

La eucaristía es para la transformación y renovación del mundo porque hace presente la muerte expiatoria de Jesucristo en la cruz, y nos pone en contacto físico y sacramental con el cuerpo divinizado y divinizador del mismo Jesucristo.

ESPECIALISTAS EN LA CONTEMPLACIÓN

Transfiguración del Señor, 6 de agosto Dan 7, 9-10.13-14; Sal 96; 2 Pedro 1, 16-19; Mc 9, 2-10

“Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó aparte solos a un monte alto; y se transfiguró delante de ellos. Y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún lavador en la tierra los puede hacer tan blancos” (Mc 9, 2-3).

Hoy Jesús permite que Pedro, Santiago, y Juan entrevan su gloria. Este esplendor que vieron en Jesús en este monte alto era normalmente escondido de ellos, pero era su verdadera gloria. Jesús quiso que en esta ocasión pudieran entreverlo para fortalecer su fe en él.

Es la misma cosa con nosotros. No vemos siempre el esplendor de Jesucristo. Vivimos una vida de fe y de fidelidad en nuestro seguimiento de él, tratando de hacer su voluntad. Pero a veces él se manifiesta a nosotros en su gloria, y lo experimentamos resplandeciendo en nuestro corazón, iluminándonos por dentro. Algunos sólo raramente tienen esta experiencia, mientras que otros viven con frecuencia en su esplendor, iluminados por él.

Por esta experiencia, Jesús “los llevó aparte solos a un monte alto” (Mc 9, 2). No fue en medio de la multitud que vieron esta visión de gloria. Era sobre un monte alto, donde fueron para orar (Lc 9, 28). Estaban “solos,” y “aparte”. Tiempos como este son esenciales para un discípulo de Jesucristo. Tenemos que ir “aparte”, “solos” con frecuencia, como lo hizo Jesús para estar a solas en oración con su Padre en un monte de

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noche, o en el desierto muy temprano, antes de la aurora. Como hombre, Jesús necesitaba este tiempo de comunión a solas con Dios. Y nosotros tenemos que perseverar en esto, aun cuando no sentimos nada especial, o cuando sólo queremos dormir. Entonces Cristo puede revelarse a nosotros así en su gloria en nuestro corazón.

Debemos también tratar de limpiar nuestra mente de distracciones innecesarias. No debemos leer todo, sino debemos guardar nuestra mente como guardamos nuestra vista, y no sólo de materias sexuales. Es por esta razón que los monjes estrictos, como los cartujos, no leen el periódico, ni miran el televisor ni las películas, ni escuchan la radio. Tenemos que guardar nuestra mente, no sólo nuestra vista, si queremos ser contemplativos.

Es bien también si podemos ir aparte no sólo de vez en cuando, sino aun vivir aparte, solos, en un monte alto —si Dios nos llama así— como especialistas, cuya especialidad es la contemplación. Así tratan de vivir los monjes, para el bien espiritual de todos. Pero otros también pueden vivir por lo menos algo de esta especialidad para el bien de toda la Iglesia.

EL PERDER LA VIDA POR CRISTO

Viernes, 18ª semana del año Dt 4, 32-40; Sal 76; Mt 16, 24-28

“Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mt 16, 25).

Debemos ser testigos de Jesucristo en este mundo. Pero dar testimonio de la verdad en el mundo quiere decir ser perseguidos y rechazados por el mundo, que no quiere oír nuestro testimonio. Los que quieren tener vida en Jesucristo darán este testimonio, y sufrirán esta persecución. Ellos perderán su vida en este mundo por causa de Cristo; pero estos son los que hallarán su vida con él. Pero los que tienen miedo de este rechazo, y por eso dejan de dar el testimonio requerido, salvarán su vida en este mundo y no serán perseguidos, pero perderán su vida para con Dios.

Así, pues, vemos que la verdadera vida cristiana es una vida de la cruz, que vive el misterio de la cruz, que ama sacrificarse en este mundo por el amor de Dios y de la verdad. Así nos enseña Jesucristo hoy, diciendo, “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt 16, 24). No debemos avergonzarnos de Cristo, ni de su voluntad. Debemos más bien hacer su voluntad delante de los hombres, sin avergonzarnos de Cristo, “Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Mc 8, 38). Es mucho mejor confesarlo delante de los hombres al hacer su voluntad y al dar el testimonio que él quiere que demos de él, porque “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32).

Nuestra manera de vivir debe ser nuestro mejor testimonio, nuestro mejor sermón. Nuestra vida debe reflejar nuestros valores, los valores de Cristo. Nuestra manera de

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vivir debe mostrar que, de veras, perdemos nuestra vida en este mundo por causa de Cristo. Debe ser obvio a todos que hemos perdido nuestra vida por Cristo, y que estamos viviendo una vida de pobreza evangélica, una vida de oración y renuncia de los deleites de este mundo, para no distraernos de Dios, para vivir sólo para él.

No debemos vivir una vida mundana, una vida que busca su alegría en cosas mundanas. Debemos más bien guardar la vista, y también la mente, no llenándola de imágenes dañosas y mundanas. Guardar sólo la vista no es suficiente. Tenemos que guardar nuestra mente también, no llenándola de cualquier cosa. No debemos leer todo, sino guardar nuestra mente. De veras, “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25).

Los monjes estrictos son ejemplos buenos de todo esto. Ellos no leen los periódicos ni miran la televisión ni las películas, ni escuchan la radio, para no llenar sus mentes de las imágenes inútiles y dañosas de este mundo. Y la dieta sencilla y austera de los padres del desierto y de los monjes de san Bernardo es también una inspiración para nosotros de vivir sólo para Dios en todo aspecto de nuestra vida, y no para los placeres del mundo.

UNA GUÍA SEGURA A LA SANTIDAD

Sábado, 18ª semana del año Dt 6, 4-13; Sal 17; Mt 17, 14-20

“Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas” (Dt 6, 4-5).

Esta es el Shema, la gran oración de los judíos, y el primer mandamiento de Jesucristo. Es también el primer mandamiento de cada cristiano verdadero. En esta oración está el secreto de una nueva manera de vivir en este mundo. Es el secreto de los santos. Es el secreto de los monjes del desierto, los padres del desierto. Y es nuestro secreto también si queremos ser santos. Nos muestra lo que tenemos que hacer si queremos ser santos. ¿Y qué es esto? Es que debemos vivir sólo para Dios en este mundo, y debemos vivir sólo para él con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, y con todas nuestras fuerzas. De hecho, debes pensar siempre en esto. Debes hablar de esto “estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes” (Dt 6, 7). Este principio debe ser siempre en tu mente en todo lo que haces, en cada decisión que haces, en cada actividad en que tomas parte. Siempre y en toda cosa debes preguntarte si dividirás tu corazón o no si haces esto o aquello. Hay ciertas cosas—aun cosas buenas e inocentes—que nunca debes hacer, sólo porque sabes que al hacerlas, dividirás tu corazón entre los placeres de este mundo, y no vivirás más sólo para Dios en todo aspecto de tu vida, con todo tu corazón.

¿Por qué vivieron los monjes en el desierto de Egipto en el siglo cuarto? ¿Por qué dejaron su familia, su casa, su vida cómoda, y su buena comida, para vivir a solas en el desierto con una dieta austera, ocupándose en oración, estudio, lectura, y trabajo silencioso? Era porque quisieron vivir sólo para Dios siempre, con todo su corazón, alma, y fuerzas, en cada aspecto de su vida, buscando toda su alegría sólo en Dios, y

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nunca más en los deleites innecesarios de este mundo. Este primer mandamiento de Jesucristo les dirigió a vivir así.

Así, pues, es la vida de santidad. Los religiosos son los más capaces para vivir así. Han renunciado al matrimonio y han dejado a sus familias y amigos, han renunciado a una vida seglar y a un estilo seglar de vida. Han renunciado a la ropa seglar y han abrazado una vida de pobreza evangélica, que quiere decir: vivir sólo para Dios, y renunciar a todo lo demás. Entre “religiosos” incluyo aquí a todos los que viven el celibato por el reino de Dios. Esto, pues, incluye a los sacerdotes y las sociedades de vida apostólica, aunque no son “religiosos” en el sentido jurídico. Si ellos vivieran más de acuerdo con este primer mandamiento en todo aspecto de su vida, disfrutarán más de la alegría de su estado de vida. Este es un mandamiento que conduce a la santidad, a la unión con Dios en la luz. Es una guía segura para los que quieren ser santos en este mundo.

COMIDA PARA LA JORNADA

19º domingo del año 1 Reyes 19, 4-8; Sal 33; Ef 4, 30 – 5, 2; Jn 6, 41-51

“Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo” (Jn 6, 51).

Jesucristo es “el pan de vida” (Jn 6, 48), “el pan vivo que descendió del cielo” (Jn 6, 51). Es “el pan de vida”, para que lo comamos y vivamos para siempre. Este pan nos da vida eterna. “…si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51). Este es el “pan que descendió del cielo, para que el que de él come, no muera” (Jn 6, 50).

Este “pan vivo”, este “pan de vida”, es el gran don que Jesucristo nos ha dado para que tengamos la vida divina en nosotros. Cristo vino de Dios, del seno del Padre, para darnos la vida de Dios, una vida que no muere, para que vivamos con Dios, aun ahora al comer este pan; y después, en el cielo, y entonces en el mundo de la resurrección cuando él vuelva en su gloria con los santos ángeles en las nubes del cielo.

Esta vida nueva en Dios empieza ahora cuando creemos en Jesucristo, cuyo sacrificio de sí mismo nos ganó todo esto. San Pablo nos dice hoy que él “se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Ef 5, 2). Es este sacrificio de sí mismo que nos salvó. Él agradó perfectamente a su Padre por su vida y su sacrificio amoroso de sí mismo en la cruz, y como resultado, el Padre lo resucitó de la muerte y derramó el Espíritu Santo sobre todos los que comparten una naturaleza humana con él, si tan sólo creen en él como su redentor. Su donación de sí mismo en amor al Padre siempre ha agradado al Padre desde toda la eternidad, pero cuando lo hizo esta vez en carne humana en la cruz, el resultado fue la salvación de todos los que comparten con él una naturaleza humana si creen en él.

Jesucristo no sólo agradó infinitamente a su Padre por su donación amorosa de sí mismo en la cruz, sino que también llevó nuestros pecados, y por su sufrimiento, pagó nuestra deuda de sufrimiento por nuestros pecados, para que no tengamos que sufrirla

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más; y sólo al invocar con fe los méritos de su sufrimiento, seremos justificados y perdonados de todos nuestros pecados, y librados de nuestra culpabilidad por ellos.

Entonces al resucitar con él en su resurrección a una vida nueva, somos alimentados por él para que vivamos con la vida de Dios en nosotros, no muriendo más. Es este “pan de vida” que recordamos hoy con acción de gracias. Puesto que Jesucristo es Dios y hombre, puede dejarnos comer su cuerpo humano, que él sacramentó para nosotros en forma de pan. Al comer su cuerpo humano, comemos a él mismo, el único Hijo de Dios hecho hombre. Comemos la carne de Dios, y bebemos su sangre. Si Dios no fuera hombre en él, no tendría un cuerpo que pudiéramos comer; pero siendo hombre, puede darnos a sí mismo para comer. Y siendo también Dios, no comemos sólo la carne de un hombre, sino también la carne de Dios para nuestra vida, para que seamos alimentados de Dios, teniendo su vida en nosotros de una manera física y sacramental. Dios, pues, da su carne y sangre por la vida del mundo. Si lo comemos, tenemos la vida de Dios en nosotros.

La eucaristía es nuestro maná. En la mañana vemos la gloria de Dios, como los israelitas vieron la gloria de Dios en la mañana cuando descubrieron el maná que descendió con el rocío y cubrió la faz del desierto (Ex 16, 13-14). En la mañana descubrimos este pan del cielo que fortalece nuestro espíritu para que podamos caminar y crecer en la vida de Dios. Es como la torta cocida sobre las ascuas en el desierto, al sur de Beerseba, a donde Elías huyó para salvar su vida. Se quedó dormido debajo de un enebro, cuando un ángel lo despertó y le mostró esta torta y una vasija de agua. Dos veces el ángel le despertó y dijo: “Levántate y come”. Y comió de este pan del cielo dos veces, “y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios” (1 Reyes 19, 8).

La eucaristía es nuestro “pan del cielo”, nuestro “pan de vida”, nuestro “pan vivo”, que Jesucristo da a los que creen en él y son justificados y salvos por su sacrificio. Nos da este pan para fortalecernos en nuestra vida nueva, para llenarnos de sí mismo, para nuestra divinización y santificación. Y con este pan seguimos ofreciendo su único sacrificio de sí mismo al Padre en la cruz, el sacrificio perfecto del Nuevo Testamento, en que es nuestra salvación. Este es el sacrificio que propició al Padre, agradándole perfectamente, y ganando así nuestra salvación. Y al mismo tiempo este sacrificio pagó nuestra deuda de sufrimiento por todos nuestros pecados, para que nosotros pudiéramos ir libres, perdonados y salvos por nuestra fe en él.

EL ABORRECER NUESTRA VIDA EN ESTE MUNDO

Fiesta de san Lorenzo, diácono y mártir, 10 de agosto 2 Cor 9, 6-10; Sal 111; Jn 12, 24-26

“El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25).

Este versículo del evangelio de hoy describe toda una orientación de vida. Es la orientación de los santos. Los santos son los que aborrecen su vida en este mundo. Son los que han renunciado a la vida según los deseos de la carne, los deseos para los placeres

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de esta vida. Han renunciado a los entretenimientos y diversiones de este mundo. Todo esto fue la vida del hombre viejo. El hombre nuevo es el hombre regenerado, nacido de nuevo de Jesucristo, que busca ahora las cosas de arriba, y no más los placeres innecesarios del mundo (Col 3, 1-2). Esto es “porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rom 8, 13). El vivir según la carne no es limitado a pecados grandes, groseros, o sexuales, sino incluye toda búsqueda de placeres innecesarios en las cosas de este mundo.

El ideal, pues, es aborrecer nuestra vida en este mundo; no amarla. El que ama su vida es el que ama, busca, y participa en estas diversiones. El que vive así, perderá su vida para con Dios. Él divide su corazón, y no ama a Dios con todo su corazón y toda su alma. ¿Pero cuántos viven así? ¡La mayoría, sin duda! No debemos, pues, vivir como la mayoría si queremos ser santos. No debemos ser amantes del mundo. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1 Jn 2, 15).

Debemos más bien renunciar al mundo si queremos ser santos. Debemos aun aborrecer nuestra vida en este mundo, renunciando al mundo, a sus placeres, y a su estilo de vida. “¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios” (St 4, 4). El amigo del mundo no puede amar a Dios. El que ama su vida en este mundo no puede amar a Dios como debe. Él ama más bien a sí mismo —y de una manera equivocada—, y los placeres de su cuerpo. Él vive “conforme a la carne”, y morirá para con Dios (Rom 8, 13).

Pero el que ha resucitado con Cristo es diferente. Él vive para Dios, y porque quiere amar a Dios con todo su corazón, él renuncia al mundo y a sus placeres innecesarios. Él busca sólo las cosas de arriba, y no las de abajo (Col 3, 1-2). Él pierde todo por Cristo (Fil 3, 8), y lo tiene por basura, para ganar a Cristo (Fil 3, 8). Él hace “morir las obras del cuerpo”, y por eso vivirá (Rom 8, 13). Él ha “crucificado la carne, con sus pasiones y deseos” (Gal 5, 24). Él no sigue la mayoría, ni imita su estilo de vida, ni su proceder, ni su manera de comportarse. Este es el que salvará su vida y será un santo.

LA IMPORTANCIA DEL PERDÓN

Jueves, 19ª semana del año Josué 3, 7-10.11.13-17; Sal 113; Mt 18, 21 – 19, 1

“Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti?” (Mt 18, 32-33).

Esta es la parábola sobre el siervo que fue perdonado por el rey de una deuda enorme de diez mil talentos después de que se había postrado, suplicando perdón. Pero saliendo aquel siervo, rehusó perdonar a un consiervo que le debía sólo cien denarios. Por no haber perdonado a su consiervo, el rey le entregó a los verdugos, hasta que le pagase todo. La moraleja es que “Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas” (Mt 18, 35).

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Tenemos que estar enterados de la gran misericordia de Dios hacia nosotros en perdonarnos todos nuestros pecados. Es una gran deuda que tenemos, y él siempre nos perdona, aun hasta “setenta veces siete” (Mt 18, 22) si le rogamos. Nosotros, pues, debemos hacer lo mismo con nuestros consiervos que nos ofenden. Podemos reprenderlos, y si se arrepienten, tenemos que perdonarlos, y no sólo una vez, sino aun siete veces al día, porque Jesús dijo: “Si tu hermano pecare contra ti, repréndele; y si se arrepintiere, perdónale. Y si siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo: Me arrepiento; perdónale” (Lc 17, 3-4).

Si somos honestos con nosotros mismos, admitiremos que tenemos que pedir perdón de Dios casi cada día, y con frecuencia, más que una vez al día. Hacemos algo mal, y nos sentimos mal y culpables. Perdemos nuestra paz, y nuestra conciencia nos acusa. Pero sabemos que siempre podemos pedir perdón, y si lo pedimos, sobre todo en el sacramento de reconciliación, Dios nos lo dará, y nuestra paz será restaurada. Así, pues, debemos comportarnos también con los demás, siempre perdonándoles sus palabras que nos injurian, o sus acciones que nos molestan. Si rehusamos hacer esto, Dios también rehusará perdonarnos a nosotros. “Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 14-15).

No podemos ser felices sin el perdón de Dios. ¡Pero después de confesar nuestros pecados y recibir su absolución, qué grande es la paz que sentimos y qué grande es la felicidad que llena nuestro corazón! Cuanto, pues, es grande el perdón de Dios en nuestra vida, tanto también debe ser grande nuestra prontitud a perdonar cuando alguien nos ofenda con sus palabras o acciones.

¿POR QUÉ EL CELIBATO?

Viernes, 19ª semana del año Josué 24, 1-13; Sal 135; Mt 19, 3-12

“Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba” (Mt 19, 12).

Este es un texto bíblico importante por el celibato. Jesús dice aquí que hay los que no se casan por causa del reino de Dios, es decir, se han hecho a sí mismos eunucos en un sentido figurativo al no casarse. Vemos, pues, que el reino de Dios puede ser un motivo legítimo y bueno para renunciar al matrimonio. Uno renuncia al matrimonio y a su familia para dedicarse más exclusivamente a Dios y al reino de Dios, a una vida de oración, soledad, renuncia al mundo, silencio, sacrificio, ayuno, y ministerio. Uno puede hacer mejor todas estas cosas muy importantes si no tiene ni mujer ni familia. Por eso Jesús bendice más el que ha “dejado casa, o padres, o hermanos, o mujer, o hijos, por el reino de Dios”. Él va a “recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna” (Lc 18, 29-30).

El célibe puede servir mejor sólo a un Señor (Mt 6, 24). Su corazón puede quedarse íntegro en su amor por Dios, sin la división de un amor humano. Él puede mejor

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renunciar a los placeres de este mundo, y vivir sólo para Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente, y con todas sus fuerzas (Mc 12, 30). Y esta es la cosa más importante. Es el primer mandamiento.

Por eso san Pablo dice: “bueno sería al hombre no tocar mujer” (1 Cor 7, 1), y “Quisiera más bien que todos los hombres fuesen como yo”, es decir, célibes (1 Cor 7, 7). Dijo: “Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo” (1 Cor 7, 8), es decir, soltero. Y dice sobre las vírgenes que “el que la da en casamiento hace bien, y el que no la da en casamiento hace mejor” (1 Cor 7, 38). Y sobre las viudas dice que pueden casarse otra vez, “Pero a mi juicio, más dichosa será si se quedare así”, es decir, soltera (1 Cor 7, 39-40).

Finalmente, san Pablo dice: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido” (1 Cor 7, 32-34). El celibato nos capacita mejor para vivir sólo para el Señor, sin ser divididos. El célibe tiene una vida de más silencio y soledad para Dios, y para la lectura espiritual y la oración. Sin familia, puede quedarse en mucho silencio, y vivir una vida más sencilla y austera, sólo para Dios, lejos y más separado del mundo, de la televisión, de las películas, de la música seglar, y de otras invasiones del mundo, que distraen y dividen el corazón. Como resultado, el célibe, dedicado así más exclusivamente a Dios y a su reino, puede también ejercer mejor el ministerio de la predicación de la palabra de la salvación en Jesucristo.

EL AMOR NUPCIAL DE LA VIRGEN MARÍA

Asunción de la Santísima Virgen María, 15 de agosto Apc 11, 19; 12, 1-6.10; Sal 44; 1 Cor 15, 20-27; Lc 1, 39-56

“Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Apc 12, 1).

Hoy celebramos la asunción en el cielo de la Virgen María. Después de su muerte, fue asumida cuerpo y alma en el cielo como un privilegio especial porque era la Madre de Dios. Tradicionalmente este texto del Apocalipsis era entendido como una descripción de ella en su estado de gloria después de su asunción. Ella es una mujer bella y gloriosa, “vestida del sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas” (Apc 12, 1). Ella es hermosa, la novia del mismo Dios. Es “Imponente como ejércitos en orden” (Ct 6, 4). Ella es el cumplimiento de la novia del Cantar de los Cantares, y su novio es Dios. En esto, ella es un tipo y ejemplo para todos nosotros —seres humanos que pueden tener una relación nupcial con Dios—. Jesucristo nos ha unido con Dios, y ahora somos como su novia. Vemos en la Virgen María nuestra relación ideal con Dios, y todo esto es descrito simbólicamente en el Cantar de los Cantares. El esposo es Dios; la novia, somos nosotros, y también —y más perfectamente aún— la Virgen María. Cuando nos maravillamos de la belleza de esta mujer y de la belleza de su relación con Dios, somos inspirados a desarrollar una relación semejante.

Así, pues, “¿Quién es ésta —decimos con admiración— que se muestra como el alba, hermosa como la luna, esclarecida como el sol, imponente como ejércitos en orden?” (Ct

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6, 10). Su gran belleza, que resplandece en el cielo, viene de su relación de amor con Dios. El amor de él la hermosea sobre manera. Aun durante su vida terrena, ella vivía a solas con este gran amor de su corazón. Vivía en un desierto de soledad con Dios, y estaba recostada sobre él. “¿Quién es ésta —decimos, pues— que sube del desierto, recostada sobre su amado?” (Ct 8, 5). Es la Virgen María, toda perfumada del amor de Dios. De veras, “¿Quién es ésta que sube del desierto como columna de humo, sahumada de mirra y de incienso y de todo polvo aromático?” (Ct 3, 6). Es la Virgen María, viniendo de su contemplación, toda perfumada de la fragancia de Dios.

Así nos hermosea el amor de Dios. Nos da el olor de la santidad, y el desierto es el lugar por antonomasia para este encuentro amoroso con Dios. Es por eso que el desierto, con su soledad y silencio, es el lugar predilecto de los monjes en su anhelo de vivir en el amor de Dios. Y la Virgen María, en su soledad con Dios, todo envuelta en su amor, es su modelo. Nosotros también podemos ser todo perfumados de la fragancia de Dios, del olor de la santidad, solos con él en la contemplación, en el desierto. Y esto es porque nuestro novio es “semejante al corzo, o al cervatillo, sobre las montañas de los aromas” (Ct 8, 14). Él nos comunica su olor, y nosotros exhalamos perfume. “Como cinamomo y aspálato aromático —decimos con ella—, he exhalado perfume, como mirra exquisita he derramado aroma” (Eclo 24, 15). Ella es todo sahumada del aroma de su contemplación en la soledad. Es “como nube de incienso en la Tienda” (Eclo 24, 15), y sus “flores son frutos hermosos y abundantes” (Eclo 24, 17).

Por eso ella nos dice: “Venid a mí los que me deseáis, y saciaros de mis frutos. Que mi recuerdo es más dulce que la miel, mi heredad más dulce que los panales” (Eclo 24, 19-20). Ella es el gran modelo de una persona llena de Dios y hecha resplandeciente por este amor. Así, pues, en este gran amor, ella ha “crecido como cedro del Líbano, como ciprés de las montañas del Hermón…como palmera de Engadí, como plantel de rosas en Jericó” (Eclo 24, 13-14).

Ella tiene su escondrijo secreto en un bosque de árboles aromáticos (Ct 4, 6), con vigas de cedro y de ciprés (Ct 1, 16), y duerme en un lecho de flores (Ct 1, 16), con su amado entre sus pechos como un manojito de mirra (Ct 1, 13). Su amado va a este escondrijo para estar solo con ella en amor, y dice: “Hasta que apunte el día y huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, y al collado del incienso” (Ct 4, 6).

Él es para ella “como el manzano entre los árboles silvestres” (Ct 2, 3), y ella come pasas y manzanas, porque está enferma de amor (Ct 2, 5); y el olor de su boca es como de manzanas (Ct 7, 8). Ella vive en lugares remotos, para estar sola con el amado de su corazón. Y él la llama “desde la cumbre de Amana, desde la cumbre de Senir y de Hermón, desde las guaridas de los leones, desde los montes de los leopardos” (Ct 4, 8). Porque ella vive en estos escondrijos del bosque tan remotos, el olor de sus vestidos es como el olor del Líbano (Ct 4, 11). Ella tiene también una cabaña, donde “Las mandrágoras han dado olor,” y dice: “a nuestras puertas hay toda suerte de dulces frutas” (Ct 7, 13).

Así vive la Virgen María con el amado de su corazón; y así debemos vivir nosotros también.

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EL PAN EUCARÍSTICO DA VIDA A NUESTRA ALMA

20º domingo del año Pro 9, 1-6; Sal 33; Ef 5, 15-20; Jn 6, 51-58

“Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Jn 6, 57).

Somos salvos por medio de Jesucristo. Él nos da nueva vida. Él nos renueva interiormente, llenándonos de su propia vida, que es la vida de su persona divina, contenida en una naturaleza humana, y entonces sacramentada en forma de pan y vino. Así, de veras, podemos comer su carne y beber su sangre, y tener así dentro de nosotros la vida de Dios, que nos transforma. El comer su carne nos une con Dios. Pone Dios en nosotros, y nosotros en Dios. Jesús nos une con Dios porque Jesucristo está en el Padre, y el Padre en él por naturaleza, porque comparten la misma naturaleza divina, el mismo ser divino. Y por medio de su carne eucarística que comemos, el mismo Jesucristo está en nosotros también, y nosotros estamos en él. Pero porque él es uno con su Padre y es también ahora uno con nosotros por la eucaristía, él es el eslabón que nos une con Dios. Al comulgar, estamos unidos a Dios. “En aquel día —dijo Jesús— vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Jn 14, 20).

Es la muerte y la resurrección de Jesucristo que nos salva y justifica. Es el sacrificio de su muerte en la cruz que agradó infinitamente al Padre, y que pagó nuestra deuda de castigo por nuestros pecados y por el pecado de Adán. Y es en su resurrección que, una vez perdonados y justificados por su muerte, resucitamos en él y con él a una vida nueva y resucitada. Pero en esta vida nueva y resucitada, crecemos en la santidad por medio de nuestra unión con el Padre que tenemos al ser unidos con Jesucristo. Y esta unión con Jesucristo tiene lugar sobre todo por medio de la eucaristía.

Por medio de la eucaristía, vivimos por Jesucristo, es decir, tomamos vida de él, o vivimos por medio de él, como él vive por su Padre, o por medio de su Padre, o a causa de su Padre. Así tomamos vida divina por medio de Jesucristo. “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (Jn 6, 57). Esta es la manera que Dios escogió y nos dio para tener la vida divina en nosotros. De esta manera, Jesucristo nos da nueva vida y resplandece en nuestros corazones (2 Cor 4, 6). Viviremos por él. Porque él vive, vivimos nosotros. Vivimos a causa de él. “Todavía un poco —dijo—, y el mundo no me verá más, pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn 14, 19). Nosotros vivimos porque él vive. Él es nuestra vida. Como él vive de su Padre, nosotros vivimos de él. “…el que me come, él también vivirá por mí” (Jn 6, 57) “como…yo vivo por el Padre” (Jn 6, 57). Vivimos por, o por medio de Cristo al comer su carne eucarística, que es su carne sacramentada para nosotros en forma de pan. Así es el plan de Dios para unir al hombre con Dios. “Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él” (1 Jn 4, 9). Y vivimos por él, o por medio de él, al comulgar.

Si no comulgamos, no tendremos su vida en nosotros, ni creceremos en la santidad, ni seremos hechos de veras nuevas creaturas, realmente justificadas por Jesucristo. “De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Somos hechos verdaderamente justos y nuevos, y estamos realmente justificados —no sólo declarados justos— porque comemos la carne

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y bebemos la sangre de Jesucristo. Los que no tienen esta experiencia, es decir, los que no comulgan, no tienen la plenitud de su vida en sí mismos, porque “si no coméis la carne del Hijo del Hombre…no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53).

La carne de Cristo es verdadera comida, y nos da la vida de Dios, y nos une con Dios, porque nos une con su Hijo. “El que come me carne y bebe mi sangre, en mí permanece, yo en él” (Jn 6, 56). Si, pues, queremos crecer en Cristo y en la santificación, el medio es la eucaristía. “Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55). Y “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna” (Jn 6, 54).

En el sacrificio eucarístico, el sacrificio de la Misa, ofrecemos con Cristo al Padre el mismo sacrificio de Cristo en la cruz que nos justifica, que agradó perfectamente al Padre, y que pagó nuestra deuda de sufrimiento en castigo por nuestros pecados. Y en la comunión, comemos a Jesucristo eucarístico para que su vida divina esté en nosotros, y seamos verdaderamente cambiados, hechos realmente justos, y santificados. Si queremos crecer en Cristo, en la vida de Dios, y en nuestra unión con Dios, el camino es celebrar y recibir con frecuencia —aun diariamente— la eucaristía.

EL LLAMADO A LA PERFECCIÓN

Lunes, 20ª semana del año Jueces 2, 11-19; Sal 105; Mt 19, 16-22

“Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mt 19, 21).

Este es el gran llamado a la perfección. Podemos ser perfectos al renunciar a todo lo demás de este mundo por causa de Jesucristo, para seguirle con todo nuestro tiempo, energía, mente, alma, corazón, y fuerzas (Mc 12, 30). Este llamado a la perfección es dirigido a todos (Lc 14, 33; Mt 5, 48), aunque aquí está dirigido a este joven rico. Según su estado de vida, uno puede responder a este llamado más, o menos radicalmente. En este caso, este joven está invitado a dejar todo literalmente y unirse a la banda de los apóstoles que siguen a Jesús por dondequiera que vaya para predicar el evangelio. Él rehusó esta invitación porque la halló demasiado difícil. Y en reacción, Jesús dijo: “difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos…es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 23-24).

¿Y qué quiere decir esto para nosotros? Si, por ejemplo, nuestro trabajo es escribir, ¿quiere decir esto que tenemos que ir sin ropa, sin escritorio, sin silla y lámpara, sin libros, y sin computadora? No creo que esto es necesario, pero ¿qué entonces es el significado de esta escritura para nosotros? Es el llamado a la perfección que pocos quieren oír o seguir. Es que debemos servir a Dios completamente. Podemos tener las herramientas necesarias para nuestra profesión y trabajo, pero fuera de esto, debemos vivir una vida de pobreza radical. El santo Maximiliano Kolbe es un buen ejemplo de esto. Él tuvo todas las herramientas de su profesión como escritor y editor. Tuvo grandes máquinas, pero él y sus compañeros religiosos vivían en gran simplicidad, comiendo austeramente de platos de estaño, en una mesa sencilla, y vistiéndose de hábitos franciscanos. Sus vecinos fueron impresionados por la simplicidad de su vida.

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Así debe ser nuestra vida también si queremos vivir una vida de perfección, sólo para Dios en todo aspecto. De veras, son muy pocos, aun entre religiosos, los que siguen este llamado a la perfección, porque es difícil, y los sacrificios requeridos son reales. Es un llamado a cambiar nuestro estilo de vida, de vestirnos, de comer, y de pasar nuestro tiempo libre. En vez de pasar nuestro tiempo libre en pasatiempos mundanos, ahora usamos este tiempo precioso para el Señor. En vez de vestirnos de un modo mundano, si somos sacerdotes o religiosos, nos vestimos religiosamente. En vez de pasearnos por el placer, practicamos la estabilidad y la sobriedad. En vez de comer delicadezas, comemos comida sencilla, austera, y sin adorno por el amor de Dios. Así, pues, responderemos al llamado de Jesucristo a la perfección, y viviremos para él con todo nuestro corazón, mente, y alma. Este es el camino angosto de los pocos que lleva a la vida, no el camino espacioso de los muchos que lleva a la perdición. (Mt 7, 13-14). Estemos, pues, entre estos pocos que lo escogen.

EL CONTEMPLAR LA GLORIA DE DIOS

Memoria de san Bernardo, 20 de agosto Eclo 15, 1-6; Sal 118; Jn 17, 20-26

“La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno” (Jn 17, 22).

Hoy celebramos a san Bernardo, el segundo fundador de la orden cisterciense. Esta orden monástica fue fundada en el año 1098 por Roberto de Molesmes, Alberico, y Esteban Harding en Cister, Francia. Pero vivían una vida tan estricta y austera que tenían miedo de que nunca iban a recibir vocaciones. Sus vecinos les respetaban por su piedad, pero tenían horror a su manera de vivir. Pero su problema fue solucionado cuando un día apareció a sus puertas Bernardo con sus cuatro hermanos y veintisiete otros amigos, todos queriendo entrar como novicios.

Bernardo vino a ser abad de una nueva fundación en Claraval, y vino a ser un gran predicador y escritor del amor de Dios. El evangelio de hoy describe bien su espíritu de amor por Dios.

Cristo nos dio su gloria, que es la misma gloria que el Padre le dio a él. Él vive en esta gloria. Él quiere que nosotros también vivamos en esta misma gloria. Es la gloria del amor de Dios en nuestro corazón, que tenemos por medio de Jesucristo. El mismo amor con que el Padre ama al Hijo desde toda la eternidad está ahora en nosotros también por medio de Jesucristo. El Padre nos ama a nosotros como él ama a su único Hijo. Es por eso que el Padre envió a Jesucristo al mundo —para que el mismo amor que el Padre tiene por su Hijo esté también en nosotros—. Jesús oró a su Padre, diciendo: “les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Jn 17, 26). Es, pues, un amor trinitario, el amor que existe entre la Santísima Trinidad. Nosotros tenemos ahora, pues, por medio de Jesucristo, una participación de este amor divino que fluye eternamente entre el Padre y el Hijo.

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Jesucristo nos comunica este amor, sobre todo en la eucaristía. Él viene a vivir en nuestro corazón por medio de su cuerpo y sangre que comemos y bebemos. Entonces, en la oración contemplativa él profundiza este amor en nuestra alma. Él mismo viene a vivir en nosotros, trayéndonos este amor del Padre (Jn 14, 23). El que es uno con el Padre viene a ser uno con nosotros. Él se une a nosotros en la eucaristía, y por eso somos unidos al mismo tiempo al Padre (Jn 14, 20).

En la oración contemplativa vemos su gloria, la gloria que el Padre le dio, y esta gloria resplandece en nosotros también, iluminándonos por dentro. San Bernardo vivió por esta gloria. Por eso se hizo monje, dejando todo lo demás para vivir en esta gloria. Así, pues, vivió una vida de silencio dentro de una clausura, dedicándose a la alabanza de Dios en el coro monástico y en la vida claustral, cuando no estaba en una de sus misiones de predicar por toda Europa. La austeridad de esta vida dio vida a su espíritu, porque lo purificó para Dios, para la contemplación de su gloria. Viviendo sólo para Dios, él vivía en su amor, y escribió del amor divino que llenó su corazón.

San Bernardo es un ejemplo para todos nosotros. Todos pueden vivir en el amor de Dios y dedicarse a contemplar su gloria. Cristo nos dio esta gloria para que la contemplemos y así crezcamos en su imagen (2 Cor 3, 18). “La gloria que me diste —dijo Jesús— yo les he dado” (Jn 17, 22). Y “quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado” (Jn 17, 24). Ver su gloria es contemplar su gloria. La vida contemplativa, que es la vida monástica, es dedicada a esta contemplación de su gloria. Y hemos visto esta gloria por medio de Jesucristo. “Y aquel Verbo fue hecho carne —dice san Juan— y habitó entre nosotros. Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Vivimos, pues, por esta visión de su gloria. Renunciamos a todo lo demás como san Bernardo para ver y contemplar esta gloria, para vivir en esta gloria, en esta plenitud de Dios —sobre todo cuando lo recibimos en la santa comunión—. “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia”, como afirma san Juan (Jn 1, 16). Y esta plenitud, esta gloria, nos transforma cuando la contemplamos. “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor 3, 18).

EL CAMINO DE LOS POCOS

Viernes, 20ª semana del año Rut 1, 1.3-8.14-16.22; Sal 145; Mt 22, 34-40

“Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primer y grande mandamiento” (Mt 22, 36-38).

Este es el primer mandamiento de Jesucristo. Es la cosa más importante en el mundo para un cristiano. Después de ser salvos por nuestra fe en Cristo, debemos enfocarnos en este mandamiento. Es relacionado con el ideal de la pobreza evangélica. Jesús llamó al joven rico a hacer esto al dejarlo todo por él. Al practicar la pobreza evangélica, amamos a Dios con todo nuestro corazón, alma, y mente. Es decir, con todos nuestros recursos,

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con todo nuestro ser. Es por eso que los pobres son los bienaventurados (Lc 6, 20), sobre todo los pobres en espíritu (Mt 5, 3). Es porque ellos viven sólo para Dios. Son los anawim, los pobres del Señor, que son verdaderamente felices y bienaventurados. Son bienaventurados porque su corazón ha sido purificado de otras cosas, de los ídolos, de otros dioses, de dioses ajenos y falsos, y ya viven sólo para el Señor con todo su corazón, pobres en este mundo. Viven para Dios en sencillez y simplicidad, una vida básica, sin adorno.

Este primer mandamiento es a la vez relacionado también con el ayuno. Uno que come delicadezas y comida suntuosa ya ha dividido su corazón, y ya ha tenido su recompensa en esta vida presente. Mejor es una vida de oración y ayuno en el desierto, lejos del mundo y sus deleites y placeres. La vida monástica es una vida así en el desierto, vivida sólo para Dios, una vida de sacrificio y de la renuncia al mundo para los deleites del espíritu y de la nueva creación. Por eso los monjes ayunan y viven en el desierto. Es porque quieren purificar su corazón y enfocarlo únicamente en Dios. Quieren cumplir el primer mandamiento y amar a Dios con todas sus fuerzas, sin división de corazón. No quieren oír de Abraham lo que oyó el epulón rico cuando llegó al infierno, después de hacer “cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19). Abraham le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida” (Lc 16, 25). Debemos hacer caso de las palabras de Jesús cuando dijo: “¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6, 24).

Si oímos el primer mandamiento y si lo vivimos bien, podremos evitar esta condenación de los que ya han tenido su recompensa en las cosas buenas de esta vida presente. Amar al Señor con todo nuestro corazón, alma, y mente quiere decir no dividir nuestro corazón entre los placeres de este mundo, sino vivir como los bienaventurados pobres en espíritu. Por eso muchos han escogido vivir una vida de oración y ayuno en el desierto, lejos del mundo y sus placeres.

Pero ¿cuántos viven según este ideal? Muy pocos, aun entre religiosos, porque este es el camino angosto de los pocos que lleva a la vida, no el camino ancho y cómodo de los muchos que lleva a la perdición (Mt 7, 13-14). ¡Estemos, pues, entre los pocos que hallan y siguen este camino de la salvación y la vida en Dios!

UN REINO DE PAZ

Nuestra Señora María Reina, 22 de agosto Is 9, 1-3.5-6; Sal 112; Lc 1, 26-38

“Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 31-33).

La Virgen María, a quien honramos hoy como Reina, dio a luz un hijo a quien será dado el trono de David. Él “reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33). Este es el reino mesiánico, que él inauguró, y en que vivimos

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nosotros ahora. Cuando él nació, “El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierra de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos” (Is 9, 2).

La Virgen María es Reina porque ella es la madre de este gran Rey de luz que tiene un reino eterno sobre toda la tierra, un reino de luz y paz. Su nacimiento dio gloria a Dios en las alturas, y trajo paz a la tierra. En él podemos todos nacer de nuevo para ser hombres nuevos (Ef 4, 22-24) en una nueva creación (2 Cor 5, 17; Apc 21, 5). Y esta Reina es nuestra madre porque somos hechos hijos adoptivos de Dios en su hijo. Si él es Rey sobre toda la tierra, trayéndole paz y alegría, ella es su Reina, resplandeciendo en la luz de él.

Si queremos paz, debemos acudir a él, porque él trajo paz a la tierra en su nacimiento y es Príncipe de Paz. Y “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino” (Is 9, 7). ¿Quién no quiere paz en su corazón, paz en su vida? Por esto vino él a la tierra —para establecer un reino de paz universal para todos los que creen en él, acuden a él en sus problemas, y le obedecen y sirven con todo su corazón—. Él es el Príncipe de Paz. “La paz os dejo, mi paz os doy —dijo—; yo no os la doy como el mundo la da” (Jn 14, 27). Su paz es una paz interior, en el fondo del espíritu. Es una presencia divina en nosotros que nos alegra. Es la presencia de Cristo resplandeciendo en nuestro corazón, iluminándolo (2 Cor 4, 6). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5, 1). Podemos vivir en esta paz de su reino sobre toda la tierra. “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Es por eso que acudimos a él en nuestras tribulaciones en este mundo, y él restaura nuestra paz.

La Reina de esta paz es María. Si vivimos en paz con Cristo, vivimos también con ella en su paz y alegría en el Señor.

¡Qué importante es para nosotros vivir en este reino de paz universal con el Príncipe de Paz! Es un reino de luz que resplandece en nosotros también. Si perdemos esta paz, y si acudimos a él, en su debido tiempo él nos restaurará otra vez y nos dará aun más paz que antes. En él, pues, es nuestra paz.

LA EUCARISTÍA, LA ALIMENTACIÓN PARA NUESTRA ALMA

21 domingo del año Josué 24, 1-2.15-17.18; Sal 33; Ef 5, 21-32; Jn 6, 60-69

“Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Jn 6, 66).

Jesús acabó de explicar la eucaristía, es decir, que sus discípulos comerán su carne y beberán su sangre. El resultado de este discurso fue que “Desde entonces muchos de sus discípulos volvieron atrás, y ya no andaban con él” (Jn 6, 66). Así es también hoy. La eucaristía causa divisiones entre los que creen en Cristo. No todos creen que comemos su carne y bebemos su sangre en la eucaristía.

Cuando yo estaba más joven y oí este pasaje, siempre me pregunté, ¿por qué Jesús no explicó más claramente que no iban a comer su carne como ellos pensaban, sino en forma

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eucarística, es decir, su carne iba a ser sacramentada en forma de pan, e iban a beber su sangre sacramentada en forma de vino, y no como ellos imaginaban.

Pero ahora no pienso así porque ¿creéis de veras que esto les habría ayudado a aceptar su enseñanza? ¿Es verdaderamente más fácil creer que Jesucristo es Dios, siendo su único Hijo hecho hombre, y que él vino a la tierra encarnado como hombre para expiar nuestros pecados y unirnos con Dios por medio de su muerte expiatoria, y que entonces iba a resucitar para que nosotros que creemos en él resucitemos con él, hechos nuevos por él con nuestros pecados perdonados? ¿Sería más fácil creer que él entonces quiso alimentarnos con su carne y sangre que contienen su persona divina y su vida divina? ¿Sería más fácil creer que él tuvo el poder de sacramentar su verdadero carne humana en forma de pan que pudiéramos comer, con el resultado de que tendremos la vida de Dios física y sacramentalmente en nosotros para transformarnos más y más en Cristo, en su imagen? En verdad, ahora creo que esta explicación es más difícil de creer, de entender, y de aceptar que el discurso actual que Jesús dio.

La eucaristía es una doctrina difícil de creer, y muchos cristianos hoy, que creen en Jesucristo para su salvación, no creen que la eucaristía es su verdadera carne y sangre. Por eso cuando Jesús explicó algo de este misterio, perdió muchos de sus discípulos. ¿Qué pudiera haber hecho para no perderlos? Si no hubiera hablado sobre la eucaristía, no habría perdido estos discípulos; pero Jesús no escogió este curso de acción. Era necesario predicar toda la verdad de Dios paso a paso. Y es lo mismo con nosotros sus seguidores. No podemos callarnos sobre la eucaristía por miedo de perder discípulos, o por miedo de ofender a los que no creen que la eucaristía es el verdadero cuerpo y sangre de Cristo. Es, pues, necesario que perdemos seguidores, que perdemos a los que oyen y leen nuestros sermones. Pero por fin, la verdad ganará, y seremos benditos por haber dado testimonio de la verdad.

Nuestra salvación del pecado está en Jesucristo. Pero hay más que esto en el evangelio. La eucaristía nos capacita para crecer en la santidad, en la vida de Dios en nuestro corazón. Necesitamos esta alimentación espiritual. No podemos vivir y crecer en Cristo sin esta alimentación sacramental. “Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53). Pero “El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él” (Jn 6, 56). Esto es lo que queremos. Queremos que él permanezca en nosotros, y nosotros en él. Él es nuestra paz. Por la eucaristía él permanece en nosotros, y nosotros en él, como dice; y él nos da la paz que anhelamos. Él mismo es nuestra paz.

Muchos hoy tienen interés en la oración contemplativa, la oración centrante (centering prayer), una oración íntima con Dios sin ideas ni palabras, que nos llena del amor divino y de la paz celestial. La eucaristía es una gran ayuda para avanzar en este tipo de oración. Podemos tener nuestras mejores experiencias de la oración contemplativa si la practicamos inmediatamente después de recibir la santa comunión. Esta ciertamente ha sido mi experiencia.

Comemos la divinidad de Jesucristo el Hijo de Dios al recibir la santa comunión. Es una verdadera comunión con Dios en nuestro interior. Nos llena de Dios. Nos llena de su luz y paz. Nos fortalece para toda la vida cristiana y para todo nuestro trabajo para el Señor. Nos da ganas aun de sufrir con y por Cristo, de dar nuestra vida por él, de sacrificarnos en amor por él.

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Somos regenerados por nuestra fe en Jesucristo, y la eucaristía es la comida del nuevo hombre, de la nueva creación, de la nueva criatura que somos ahora. Como un niño recién nacido no puede crecer sin alimentación, así los nacidos de nuevo en Jesucristo no podemos crecer sin la eucaristía.

LA NUEVA JERUSALÉN

Fiesta de san Bartolomé, 24 de agosto Apc 21, 9-14; Sal 144; Jn 1, 45-51

“…y me mostró la gran ciudad santa de Jerusalén, que descendía del cielo, de Dios, teniendo la gloria de Dios. Y su fulgor era semejante al de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal” (Apc 21, 10-11).

Esta es la visión de la Nueva Jerusalén, ciudad de oro y luz, ciudad de esplendor, diáfana como cristal. Es la ciudad de nuestro espíritu. Es nuestro futuro, porque es la ciudad celestial a donde iremos, la ciudad de los salvos en Jesucristo. Pero podemos vivir en esta ciudad aun ahora en espíritu si somos salvos en Jesucristo y somos contemplativos. Es una ciudad de luz y paz, la luz y la paz que tenemos en Dios por nuestra fe. Por la fe somos justificados y hechos resplandecientes con el esplendor del mismo Cristo, y la habitación de nuestro espíritu es con él en esta ciudad diáfana como cristal. Somos, pues, iluminados por él como un cristal de roca traspasado por un rayo del sol al mediodía.

Esta ciudad es bellísima. “El material de su muro era de jaspe; pero la ciudad era de oro puro, semejante al vidrio limpio” (Apc 21, 18). “Las doce puertas eran doce perlas … y la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio” (Apc 21, 21). Este es nuestro ideal, vivir en esta ciudad de luz y esplendor, diáfana como el cristal (Apc 21, 11). Los santos viven ahora en esta ciudad mucho de su tiempo en esta vida, porque Cristo los ilumina por dentro (2 Cor 4, 6), y andan en su luz (Jn 8, 12). Es Cristo que nos da la luz de la vida (Jn 8, 12), porque él es la luz que resplandece en las tinieblas de este mundo (Jn 1, 5). En su encarnación, hemos visto su gloria, “gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Y porque él nos ilumina, tomamos de su plenitud, gracia sobre gracia (Jn 1, 16). Caminamos, pues, en su luz (Jn 8, 12).

Esta ciudad, esta habitación de nuestro espíritu ahora y en el futuro, está iluminada por el mismo Dios y por el Cordero (Apc 21, 23); y por eso su esplendor no viene del sol, sino del Señor. Así, pues, nuestra iluminación también es del Señor y del Cordero. Ellos son nuestras lumbreras que brillan en nuestro corazón, iluminándonos por dentro con una luz no de este mundo y poniéndonos en un esplendor que no es de aquí abajo. Es nuestra contemplación que nos ilumina, porque entonces Dios resplandece más fuertemente en nosotros.

Es por eso que amamos la soledad, para calentarnos en este esplendor y no perderlo al hablar. Las mañanas pueden ser luminosas si nos calentamos en esta luz en la soledad. Es Jesucristo que nos reviste de su propio esplendor al creer en él y al vivir sólo para él.

Así, pues, esta ciudad de luz tiene una gran atracción, y “las naciones andarán en la luz de ella” (Apc 21, 24).

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Podemos vivir más y más en esta luz, en esta ciudad de esplendor, por medio de nuestra fe y por medio de la contemplación en silencio y soledad lejos del mundo y sus distracciones y ruido. Es por eso que muchos han buscado una vida solitaria en el desierto o en los montes —para vivir sólo para Dios y con él, sin distracción, y caminar en esta luz—.

Y si somos ciudadanos de esta ciudad, podemos atraer a los demás también a disfrutar de su luz con nosotros por su fe y su vida de oración. Los que viven en esta luz vienen a ser luces para los demás, lumbreras resplandeciendo en la oscuridad, mostrando el camino (Fil 2, 15; Mt 5, 14-16).

Una vida solitaria puede ser una vida luminosa mucho del tiempo si vivimos en Jesucristo en silencio y oración, en ayuno y simplicidad, en pobreza y servicio a los demás.

Y cuando termina nuestra vida en este mundo, si somos salvos en Cristo, iremos a la Jerusalén celestial para vivir allá en un sentido más amplio aún. Y al fin, cuando Cristo vuelve en su gloria, será en la Nueva Jerusalén que viviremos todos juntos en esplendor con nuestros cuerpos glorificados.

SED IRREPRENSIBLES EN SANTIDAD

Jueves, 21ª semana del año 1 Ts 3, 7-13; Sal 89; Mt 24, 42-51

“Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor” (Mt 24, 42).

Hemos llegado al tiempo del año cuando nuestra atención comienza a volver a la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo. Habrá muchas referencias a este tema en este último parte del año litúrgico al fin del verano y en los días del otoño. Esto acontece al tiempo de la cosecha, y entonces al tiempo cuando muere toda la naturaleza; y nuestros pensamientos también vuelven a nuestra muerte y la vida eterna para los electos que sigue esta vida. Pensamos también en este tiempo de la cosecha, de la gran cosecha de la tierra y la parusía de nuestro Señor Jesucristo en las nubes del cielo, viniendo con gran gloria y poder.

Jesucristo nos dice hoy: “Velad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor” (Mt 24, 42). De veras, no sabemos ni el día ni la hora de la parusía de Jesucristo, y así él lo quiso, para que estemos siempre preparados, siempre vigilantes. Es lo mismo con la hora de nuestra muerte. No la sabemos, y por eso es necesario estar siempre preparados.

Debemos, pues, vivir una vida vigilante, no negligente, usando bien nuestro tiempo en oración, vigilias, ayuno, estudio y lectura espiritual, y trabajo para los demás. Así quiere Jesucristo que siempre vivamos, pensando que su parusía vendrá en nuestro día. Debemos vivir en espera constante de su venida gloriosa, preparándonos y santificándonos siempre más cada día.

En la primera lectura, san Pablo reza “para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). Jesucristo nos justifica por la fe; pero

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nosotros tenemos que trabajar para nuestra santificación. La venida del Señor nos inspira y motiva a santificarnos. Es nuestro gran deseo que seamos “irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). ¡Qué día de gloria será aquel gran día cuando Jesucristo vendrá con todos sus santos en gran luz! El meditar sobre esta gran luz y sobre todos estos santos viniendo en gloria con él en aquel gran día nos llena de alegría y anhelo santo, y nos anima a vivir sólo para él en este mundo.

Hoy, siendo la memoria de santa Mónica, la madre de san Agustín, leemos la conversación que san Agustín tuvo con ella antes de que muriera ella. Hablaron sobre cómo será la vida eterna que tendremos después, con todos los santos, y dice que se llenaron sus corazones de anhelos para entrar en este gozo. Dice, además, que mientras conversaban, “el mundo y sus placeres perdieron toda su atracción para nosotros” (Breviario). Así es con nosotros también cuando nos enfocamos en las alegrías del cielo y en la gloria que veremos en la venida de nuestro Señor Jesucristo en gran luz con todos los santos. Ya empezamos a compartir esta gloria. Dejemos, pues, los placeres de este mundo, y vivamos sólo para él en alegre expectativa y ansiosa preparación.

MIRAD, VELAD, ORAD

Viernes, 21ª semana del año 1 Ts 4, 1-8; Sal 96; Mt 25, 1-13

“Y a la medianoche se oyó un clamor: ¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!” (Mt 25, 6).

Estamos en este tiempo de espera ahora con las diez vírgenes. Esperamos la venida del esposo que puede venir a cualquier hora, y no sabemos la hora ni el día de su llegada. Por eso tenemos que estar siempre vigilantes como estas vírgenes. Y cuando al fin vendrá el esposo, si estamos preparados, entraremos con él en las bodas de la consumación de todas las cosas en Cristo.

Pero no todas estas vírgenes eran prudentes. No todas llevaban vasijas de aceite con sus lámparas. El aceite es nuestras buenas obras para nuestra santificación. Para que nuestra justificación por la fe sea real y válida, tiene que mostrarse en buenas obras. Si no tiene buenas obras, no es una verdadera justificación por la fe. Cinco de estas vírgenes no fueron justificadas y no entraron con el esposo en las bodas, y la puerta se cerró delante de ellas. Su falta de buenas obras, es decir, su falta de ser santificadas, muestra su falta de ser justificadas por la fe. No fueron salvas.

Así, pues, tenemos que hacer todo lo necesario para crecer en santidad por medio de una vida de obras buenas. Debemos cooperar con la gracia de Dios y santificarnos, es decir, vivir una vida buena y santa, no una vida ahogada, dividida, disipada, y cargada por “los afanes y las riquezas y los placeres de la vida” (Lc 8, 14). “Velad, pues —dice el Señor—, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del Hombre ha de venir” (Mt 25, 13).

Ahora, pues, es el tiempo de vigilancia. Podemos dormir —aun las vírgenes prudentes se durmieron—, pero tenemos que estar preparados como ellas. Cuando el

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esposo viene, si no estamos preparados, no tendremos tiempo para ir a comprar aceite. La puerta se cerrará delante de nosotros. Sólo ahora todavía hay tiempo para prepararnos. Estaremos preparados si velamos siempre, y no nos dejamos ser cargados de disipación y sueño. “Mirad también por vosotros mismos —dijo Jesús— que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra” (Lc 21, 34-35).

Veremos, pues, aquel día de la llegada del esposo —si en esta vida, o en la que viene—, pero sólo si estamos preparados, disfrutaremos de él. Los que están disipados, no entrarán en el gozo de su Señor (Mt 25, 23). Este día será como un lazo para ellos. Serán como las semillas plantadas entre espinos, y “yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto” (Lc 8, 14). “Mirad, velad, orad —dice el Señor—; porque no sabéis cuándo será el tiempo” (Mc 13, 33). No tenemos que saber la hora, pero sí, tenemos que estar preparados y vigilantes en todo tiempo. “Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lc 21, 36).

LA PERSECUCIÓN Y EL MARTIRIO

Martirio de san Juan Bautista, 29 de agosto Jer 1, 17-19; Sal 70; Mc 6, 17-29

“Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 10).

La persecución por causa de la justicia es una realidad de la vida cristiana. Todos los que quieren servir a Jesucristo y hacer la voluntad de Dios padecerán persecución (2 Tim 3, 12). Jesús fue perseguido, Juan el Bautista, cuyo martirio celebramos hoy, sufrió persecución, y los discípulos de Jesús fueron perseguidos. Es imposible vivir fielmente como un cristiano y no sufrir persecución (2 Tim 3, 12). Los que viven para Dios serán siempre los pocos en este mundo, y el mundo no los aceptará, ni aceptará su comportamiento.

Pero la buena nueva es que la persecución nos santifica. Somos bienaventurados, dice Jesús, si sufrimos persecución. Nos asimila a Jesucristo en la cruz. La persecución nos ayuda a renunciar al mundo. Nos separa del mundo. Y esto nos santifica. Siendo perseguidos en este mundo, ¿a dónde volveremos para nuestra felicidad?, sino sólo a Dios. Perdemos la felicidad del mundo y de esta vida al ser perseguidos. Fuimos perseguidos en primer lugar por vivir sólo para Dios y por hacer su voluntad. Por eso perdimos la felicidad de este mundo, con el resultado de que vivimos ahora aun más que antes sólo para Dios. Así crecemos en la santidad. Venimos a ser siempre más como los anawim, que no tienen nada sino Dios, y que hallan su felicidad sólo en él. Entonces, el reino de Dios es nuestro por haber sufrido persecución por nuestra fe. Así el martirio santificó a todos los mártires, empezando con Juan el Bautista, y los honramos todos como santos. Hay santos, como Ignacio de Antioquía, que tuvieron sed del martirio, para

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asimilarse a Cristo y vivir sólo para él y su voluntad, hasta el punto de perder este mundo y esta vida completamente.

Un mártir es una persona de valentía. Él vive por la fe y por la verdad, y no rehúsa morir por la verdad. No rehúsa sufrir por su testimonio a la verdad. Él acepta aun ser aborrecido de todos por causa de Cristo y por causa de la voluntad de Dios (Mt 10, 22). Él incluso se regocija en su persecución (Hch 5, 41; 1 Pd 4, 13; Mt 5, 12). Él no tiene miedo de sus perseguidores porque se concierne únicamente con Dios y su voluntad. Por eso él acepta la persecución y aun se regocija en su corazón cuando es perseguido por hacer la voluntad de Dios. Él sabe que Dios está dirigiendo su vida, y que su dirección incluye aun esto, y por eso puede incluso regocijarse al ser perseguido por causa de Cristo y por hacer su voluntad. Cuanto más es despojado del mundo, tanto mejor, porque así se pega tanto más sólo a Dios. Sabiendo todo esto, él pierde su miedo de ser perseguido, y vive más y más conforme a la verdad y a la voluntad de Dios, a pesar de lo que el mundo piensa de él o le hace. Así él crece en el espíritu del martirio y en la santidad, conformándose cada vez más a Cristo y a la pauta de su vida y muerte en la cruz.

SANTIFICADOS POR LA LEY

22º domingo del año Dt 4, 1-2.6-8; Sal 14; St 1, 17-18.21-22.27; Mc 7, 1-8.14-15.21-23

“Le preguntaron, pues, los fariseos y los escribas: ¿Por qué tus discípulos no andan conforme a la tradición de los ancianos, sino que comen pan con manos inmundos?” (Mc 7, 5).

Vemos aquí que Jesús y sus discípulos no siguen las tradiciones de los ancianos, que los fariseos añadieron a la ley de Moisés. Y vemos más aún que Jesús, como Mesías, es superior a la ley de Moisés, y puede incluso abrogar su parte ceremonial (no su parte moral; no los Diez Mandamientos). Él abrogó las leyes sobre la dieta cuando dijo: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le puede contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre” (Mc 7, 15). Y san Marcos nos dice: “Esto decía, haciendo limpios todos los alimentos” (Mc 7, 19).

Es claro en todo el Nuevo Testamento que es la muerte y resurrección de Jesucristo que justifica al hombre, y no su observancia de la ley (ceremonial o moral). El hombre no tiene el poder de justificarse delante de Dios por sus propias obras buenas según la ley. Es demasiado difícil, y nadie ha podido lograrlo. Lo que nos justifica es la vida obediente de Jesucristo. Su obediencia es contada como justicia por nosotros, y es imputada a nosotros como si fuera nuestra propia obediencia. Y más aún, su muerte en la cruz es el castigo de Dios que nosotros debemos pagar por nuestros pecados. Su castigo es también imputado a nosotros como si fuese nosotros que lo hubiéramos sufrido. Así la ley es cumplida por nosotros por Jesucristo. Él la cumple positiva y negativamente por nosotros: positivamente, por su vida obediente; y negativamente, por su muerte sufrida para cumplir el castigo requerido por la ley por nuestros pecados. Al creer en esto, pues, somos justificados, es decir, hechos justos delante de Dios. Y esto no es por nuestra

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observancia de la ley, sino por su observancia de la ley en su vida y en su muerte. Somos, pues, justificados, perdonados, y llenados de gracia no por nuestra observancia de la ley, sino por su observancia de la ley. Así, pues, establecemos la ley (Rom 3, 31) y su importancia, y establecemos también la fe en las obras de Cristo, que cumplieron la ley por nosotros.

Cuando, pues, decimos que somos justificados por la fe, no queremos decir que nuestra fe es una virtud tan grande que Dios nos recompensa al justificarnos por tener tanta fe. Más bien queremos decir que la vida, muerte, y resurrección de Jesucristo nos justifican y cumplen por nosotros la ley. Es nuestra fe que cree esto, y en creerlo, recibe su fruto, que es nuestra justificación.

Así, pues, ni la ley ceremonial ni la ley moral nos justifica, es decir, nuestra observancia de la ley no nos justifica. ¿Pero qué, entonces, es el significado de la ley moral para con nosotros si no nos justifica? Jesús no abrogó la ley moral, pero tampoco nos justifica nuestra observancia de la ley moral. Su significado es para nuestra santificación, una vez que ya hayamos sido justificados por la vida, muerte, y resurrección de Jesucristo, que recibimos por la fe. Entonces, ya justificados, ya perdonados, y ya hechos resplandecientes delante de Dios por nuestra fe en Jesucristo, debemos avanzar y crecer en la santidad por nuestra observancia de la ley moral. Como cristianos, Cristo nos ha librado de la ley ceremonial, es decir, de lavar las manos y los jarros, y de no comer puerco, etc., pero tenemos que estudiar y seguir todos los detalles de los Diez Mandamientos (la ley moral), no para nuestra justificación, sino para nuestra santificación.

¡Qué importante, entonces, es la ley moral para un cristiano! Las palabras siguientes son dirigidas tanto a nosotros el nuevo Israel, como al primer Israel: “Ahora, pues, oh Israel, oye los estatutos y decretos que yo os enseño, para que los ejecutéis, y viváis, y entréis y poseáis la tierra que el Señor Dios de vuestros padres os da” (Dt 4, 1). “Bienaventurados los perfectos de camino, los que andan en la ley del Señor. Bienaventurados los que guardan sus testimonios” (Sal 118, 1-2). “Tú encargaste que sean muy guardados tus mandamientos. ¡Ojalá que fuesen ordenados mis caminos para guardar tus estatutos!” (Sal 118, 4-5). “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos” (St 1, 22).

Tenemos que observar la ley moral, pero también andar en el Espíritu. El Espíritu de Dios es nuestro preceptor interior, dirigiéndonos de una manera más personal según la voluntad de Dios para con cada individuo. No todos tienen la misma vocación. Algunos son casados, otros son sacerdotes o religiosos, y otros ermitaños. No deben vivir los Diez Mandamientos de la misma manera, y hay muchas diferencias en sus vidas y sus estilos de vivir. Es el Espíritu Santo que guiará a cada individuo a saber cómo debe vivir según las responsabilidades de su estado de vida. Así, pues, unos necesitarán mucho más soledad y silencio que otros, y no podrán hacer lo que otras personas hacen. Y esto es conforme a la voluntad de Dios para con ellos. Es su vocación personal, o su vocación dentro de una vocación, y el Espíritu Santo es su preceptor interior en todo esto.

En resumen, justificados por la fe y no por las obras de la ley, somos santificados por las obras de la ley y dirigidos por el Espíritu.

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LA FINAL TROMPETA

Lunes, 22ª semana del año 1 Ts 4, 13-18; Sal 95; Lc 4, 16-30

“Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (1 Ts 4, 16-17).

Desde la resurrección de Jesucristo, todos que mueren en Cristo —después de un tiempo de purificación en el purgatorio, si lo necesitan— estarán con Cristo resucitado en el cielo y verán a Dios en la visión beatífica. “Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él” (1 Ts 4, 14). Cristo es “quien murió por nosotros para que ya sea que velemos, o que muramos, vivamos juntamente con él” (1 Ts 5, 10). “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven” (Rom 14, 9). San Pablo dice que es incluso mejor morir que vivir, porque así estará con Cristo. Dice: “Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Fil 1, 23). Por eso debemos tener esperanza para los muertos, y para nosotros también, que cuando morimos —si morimos en el Señor— estaremos con Cristo.

Los santos del Antiguo Testamento, que murieron antes de la resurrección de Jesucristo, fueron justificados por su fe en el Mesías que iba a venir (“Y creyó al Señor, y le fue contado por justicia” Gen 15, 6; Rom 4, 3), y después de la muerte, fueron al paraíso. En el paraíso, que es el nivel más exaltado del Seol, esperaban la resurrección de Cristo para abrir las puertas del cielo para que pudieran entrar en el mismo cielo y ver a Dios con la visión beatífica. Así, pues, Jesús nos dice que cuando el pobre mendigo Lázaro murió, “fue llevado por los ángeles al seno de Abraham (Lc 16, 22). El seno de Abraham era el paraíso, pero no era el mismo cielo, y no vieron a Dios allá con la visión beatífica antes de la resurrección de Cristo. Al malhechor colgado en la cruz, Jesús le dijo: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43). Él estará junto con Jesús este mismo día en el paraíso, a dónde Jesús descendió después de su muerte, el nivel más elevado del Seol, y entonces, el domingo de Pascua, él entrará en la plenitud del mismo cielo para ver a Dios directamente en la visión beatífica.

Nuestra esperanza por la segunda venida del Señor Jesucristo es tanto para los muertos como para los que viven. Es para todos. Es nuestra última esperanza, y cuando Cristo venga, estaremos juntos con él y con todos los que ya han muerto.

Tenemos, pues, dos esperanzas, la esperanza de estar con Cristo en el cielo después de la muerte y ver a Dios en la visión beatífica, y la esperanza final de verlo viniendo en gloria en las nubes del cielo cuando recibiremos nuestros cuerpos resucitados para resplandecer con él como el sol en el reino de nuestro Padre (Mt 13, 43). Vivimos ahora, pues, para estas dos esperanzas, pero sobre todo para la segunda, que será más gloriosa, la cual veremos un día, seamos vivos o muertos.

¡Qué importante, pues, es santificarnos ahora, para estar preparados a acogerlo como debemos, con anhelos y gran gozo! ¡Qué vida santa debemos entonces vivir, motivados

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por esta gran esperanza! Y sabemos más aún que nuestra santa manera de vivir incluso apresurará la venida de este gran día de su llegada. “Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios … Por lo tanto, queridos, en espera de estos acontecimientos, esforzaos por ser hallados en paz ante él, sin mancha y sin tacha” (2 Pd 3, 11-12.14).

LAS ÚLTIMAS COSAS

Martes, 22ª semana del año

1 Ts 5, 1-6.9-11; Sal 26; Lc 4, 31-37

“Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios” (1 Ts 5, 5-6).

Seguimos meditando hoy sobre las últimas cosas. Ayer, consideramos la muerte, es decir, que después del purgatorio todos los que mueren en el Señor después de la resurrección de Jesucristo entran en el cielo y ven a Dios —tienen la visión beatífica—. Los santos del Antiguo Testamento fueron justificados por su fe en el Mesías que iba a venir (Gen 15, 6; Rom 4, 3), y después de su muerte entraron en el paraíso, como Abraham y el mendigo Lázaro (Lc 16, 22), y como el malhechor en la cruz (Lc 23, 43). Y después de la resurrección de Jesucristo, que abrió el cielo, ellos entraron en el cielo mismo y vieron a Dios con la visión beatífica. Porque nosotros vivimos después de la resurrección de Jesucristo, si morimos en el Señor, entramos —después del purgatorio, si lo necesitamos— directamente en la visión beatífica de Dios en el cielo. Pero todavía esperamos la parusía de Jesucristo para resucitar corporalmente y recibir nuestros cuerpos glorificados. Este será el gran fin de todo, la consumación de todas las cosas en gloria y el comienzo de los nuevos cielos y la nueva tierra (Is 65, 17). Para esto esperamos ahora —junto con la visión beatífica después de la muerte—, y san Pablo nos dice que Cristo puede volver en cualquier momento, y que por eso debemos estar siempre preparados.

Queremos ser irreprensibles para este día final. Ahora, pues, es nuestro tiempo para purificarnos y santificarnos activamente. En el purgatorio, será Dios que nos purificará, y nosotros seremos pasivos —sólo él actuará entonces—. Pero ahora nosotros podemos actuar, para que no seamos cargados de glotonería y de una búsqueda inacabable de placer, sino que vivamos sobrios, siempre vigilando, como hijos de la luz y del día. “Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios” (1 Ts 5, 6). Debemos, pues, vivir en alegre espera de estas cosas gloriosas. “Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (1 Pd 1, 13). Debemos vivir simple y sobriamente, en espera y alegre preparación, con lomos ceñidos. Debemos esperar por completo en esto. “Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración” (1 Pd 4, 7). “Sed sobrios, y velad” (1 Pd 5, 8). Es Jesucristo que “os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 1, 8). Es nuestra alegría prepararnos ahora para este gran día, y estar preparados, aun ahora.

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Esta palabra de Jesús debe estar siempre con nosotros: “lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Mc 13, 37).

EL AYUNO EN LA VIDA CRISTIANA

Viernes, 22ª semana del año Col 1, 15-20; Sal 99; Lc 5, 33-39

“…vendrán días cuando el esposo les será quitado; entonces, en aquellos días ayunarán” (Lc 5, 33-35).

La liturgia sabe nuestra necesidad de instrucción y de oír repetidamente los puntos básicos de la vida cristiana, como la importancia de la oración y del ayuno, y por eso nos presenta textos como este con frecuencia, mientras que omite muchos otros. El ayuno es básico para la vida cristiana porque nos dirige en el camino de buscar todo nuestro deleite en el Señor, como dice el invitatorio hoy: “Vengamos y alabemos al Señor; en él es todo nuestro deleite”.

Jesús nos ha dado una nueva manera de vivir en este mundo, amándole con todo nuestro corazón, alma, mente, y fuerzas (Mc 12, 30), sin dividir nuestro corazón entre otros deleites. Por eso un cristiano ayuna, viviendo en simplicidad y pobreza evangélica. Jesucristo nos llama a renunciar a todo para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46), y para ser perfectos (Mt 19, 21). Él bendice más los que dejan familia, casa, y tierras por él (Mt 19, 29), los que pierden su vida en este mundo por él (Mc 8, 35), los que incluso aborrecen su vida en este mundo por él (Jn 12, 25), los que renuncian a todo por él (Lc 14, 33), como lo hizo san Pablo, considerando todo lo demás pérdida para ganar a Cristo (Fil 3, 7), como hicieron los primeros discípulos (Lc 5, 11.28), los cuales hizo ser pescadores de hombres (Mc 1, 17-18). Dejaron sus redes, su barca, y aun su padre por él (Mc 1, 19-20), para servir sólo a un Señor (Mt 6, 24), y tener sólo un tesoro (Mt 6, 19-21). Ellos, pues, son los benditos pobres (Lc 6, 20), los pobres en espíritu (Mt 5, 3), mientras que los ricos con sus placeres son los que ya han tenido su consuelo (Lc 6, 24), como el rico epulón en el infierno (Lc 16, 25). Estos ricos con sus placeres son como un camello tratando de pasar por el ojo de una aguja (Mt 19, 24).

Una forma de ayuno es no usar condimentos, excepto la sal que es necesaria para la vida, porque la función de condimentos es dar placer, no nutrición. Otra forma es no comer delicadezas, cosas designadas sólo para el placer, cosas hechas de harina blanca, de la cual la parte más nutricia ha sido quitada para dar placer, y cosas hechas de azúcar, que tampoco ayuda la nutrición, sino sólo el placer. Otra forma de ayunar es comer sólo una vez al día para ser ligero para la oración de la mañana. Otra forma es no comer carne. La mayoría de personas en el mundo no come carne como los norteamericanos —¡dos o tres veces al día!—que es extravagante en comparación con el resto del mundo, muy costoso, y no es necesario. La mayoría come carne sólo cuando hay una fiesta especial. Ordinariamente come cosas sencillas, nutritivas, y básicas, como tortillas, arroz, frijoles, verduras, y fruta.

El cristiano alaba al Señor porque en él es todo su deleite, y trata de hacer que toda su vida siga esta pauta, renunciando a los deleites del mundo. Otra forma de hacer esto es

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renunciar también a paseos para el placer, películas, restaurantes, y visitas, como lo hacen los monjes. El cristiano, en resumen, quiere vivir una vida sencilla de oración y ayuno.

RECONCILIADOS MEDIANTE LA SANGRE DE SU CRUZ

Sábado, 22ª semana del año Col 1, 21-23; Sal 53; Lc 6, 1-5

“Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Col 1, 21-22).

Esta es la doctrina que creemos. Este es el gran don que Dios nos ha dado en su Hijo Jesucristo. Cristo nos reconcilió con Dios “en su cuerpo de carne, por medio de la muerte” (Col 1, 22), y lo hizo para que seamos “santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Col 1, 22). Dios reconcilió al mundo a sí mismo por medio de su Hijo, “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col 1, 20). Es, pues, una reconciliación con Dios por medio de la sangre de su Hijo derramada en la cruz, una reconciliación hecha en “su cuerpo de carne, por medio de su muerte” (Col 1, 22). El resultado de esta reconciliación es que somos hechos “santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Col 1, 22).

Vemos, pues, aquí que la justificación que Dios nos da en Jesucristo, es real, no ficticia. Él nos hace realmente justos, santos, sin mancha, e irreprensibles. Nos hace resplandecientes delante de sí mismo por medio de la sangre de la cruz y la muerte de su Hijo. “…tenemos redención por su sangre” (Ef 1, 7). Habríamos muerto eternamente en el infierno por nuestros pecados, si Cristo no nos hubiera reconciliado con el Padre por su sangre. Cristo, pues, “condenó al pecado en la carne” (Rom 8, 3), es decir, en su propia carne al morir en lugar de nosotros para salvarnos de la muerte eterna del infierno. Él hizo esto por nosotros “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros” (Rom 8, 4), y la justicia de la ley demanda la muerte eterna por nuestros pecados. Él, pues, pagó esta deuda por nosotros al derramar su sangre en la cruz, así condenando al pecado en su carne, reconciliándonos en su cuerpo de carne por medio de su muerte, “así haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col 1, 20). Así los requisitos justos de la ley son cumplidos para nosotros (Rom 8, 4).

Esta justificación es comunicada a nosotros por medio de nuestra fe en el Hijo de Dios, y sobre todo por medio de los sacramentos de la reconciliación y la eucaristía, que debemos usar y experimentar con frecuencia, la eucaristía aun cada día, y la penitencia cuando la necesitamos. El resultado es que somos hechos “santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Col 1, 22). Así Cristo nos hace, y por nuestra buena vida, podemos santificarnos más aún. “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha” (Ef 5, 25-27).

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LA NUEVA TIERRA DEL ÚLTIMO DÍA

23 domingo del año Is 35, 4-7; Sal 145; St 2, 1-5; Mc 7, 31-37

“Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa” (Is 35, 1).

Hoy Jesús abre los oídos y desata la lengua de un sordo y tartamudo (Mc 7, 31-37). Al hacer esto, él cumple la primera parte de la profecía mesiánica de Isaías, que dijo: “Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán” (Is 35, 5).

Isaías profetizó el tiempo mesiánico, que consiste en dos partes: 1) la primera venida del Mesías, y 2) su segunda y gloriosa venida al fin del mundo con grandes señales en el cielo y con los nuevos cielos y la nueva tierra (Is 65, 17). Pero él profetizó todo esto junto, sin dividirlo en dos partes distintas, separadas por muchos siglos. Así profetizaron los profetas. Cuando oímos sus profecías muy bellas, tenemos que regocijarnos en el cumplimiento de la primera parte en Jesucristo, y todavía esperar con alegre y ansiosa expectativa el cumplimiento de la segunda parte en su segunda y gloriosa venida en el futuro. Con frecuencia también el profeta hace referencia a acontecimientos contemporáneos a sí mismo, que su profecía promete solucionar, pero de una manera que incluye mucho más que sólo estos acontecimientos. Él promete, como solución, la venida del tiempo mesiánico y la venida del mismo Dios para destruir todo, y hacer una nueva tierra, bendecida de paz y alegría. Esto es lo que Isaías hace en la primera lectura hoy.

En este tiempo, al fin del verano, es litúrgicamente correcto reflexionar sobre el fin del mundo, es decir, sobre la segunda parte de esta profecía, de la cual la cura del tartamudo por Jesús es sólo el cumplimiento de la primera parte. Esperamos, pues, los nuevos cielos y la nueva tierra, que veremos un día después de los grandes signos y portentos en los cielos al fin de este mundo presente. Todo esto veremos en la parusía de Jesucristo, cuando vendrá con gran poder y gloria en las nubes del cielo, acompañado de todos sus santos. Isaías profetiza el fin del mundo presente y el esplendor de la nueva creación para elevar nuestros espíritus y ponernos en el encanto de esta alegre expectativa.

Isaías profetiza primero la destrucción de los cielos presentes: “los montes se disolverán … Y todo el ejercito de los cielos se disolverá, y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejercito, como se cae la hoja de la parra, y como se cae la de la higuera” (Is 34, 3-4). Será un día de destrucción. “Por lo cual las estrellas de los cielos y sus luceros no darán su luz; y el sol se oscurecerá al nacer, y la luna no dará su resplandor” (Is 13, 10). El Apocalipsis también profetiza este gran día de destrucción del mundo presente: “y el sol se puso negro como tela de cilicio —dice—, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar” (Apc 6, 12-14). Este es el gran día de la ira de Dios, que Jesús también profetizó, diciendo: “E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna

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no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas” (Mt 24, 29).

Pero después de todo esto, Dios vendrá y renovará la faz de toda la tierra. “…he aquí que vuestro Dios viene con retribución, con pago; Dios mismo vendrá, y os salvará. Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos, y los oídos de los sordos se abrirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo, y cantará la lengua del mudo” (Is 35, 5-6). Ya hemos visto en Jesucristo parte de esto, en su primera venida. Esperamos, pues, su segunda venida en gloria por lo demás, cuando aun los desiertos serán transformados en parques verdes con cipreses y cedros, de los cuales podremos disfrutar con nuestros cuerpos glorificados. En aquel día, “Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa. Florecerá profusamente, y también se alegrará y cantará con júbilo; la gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón” (Is 35, 1-2). En este gran día, “Ellos verán la gloria del Señor, la hermosura del Dios nuestro” (Is 35, 2). Será un día de gloria, un día de esplendor y alegría en el Señor. Es el día para el cual nos preparamos ahora cuando la tierra se renovará, “porque aguas serán cavadas en el desierto, y torrentes en la soledad. El lugar seco se convertirá en estanque, y el sequedal en manaderos de aguas; en la morada de chacales, en su guarida, será lugar de cañas y juncos” (Is 35, 6-7). Será una nueva tierra. “Daré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivos; pondré en la soledad cipreses, pinos y bojes juntamente” (Is 41, 19).

Jesús, que abre nuestros ojos y oídos y nos salva, nos dice: “Mirad, velad y orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo” (Mc 13, 33). Vivimos ahora, pues, en alegre expectativa y preparación para este nuevo día y este nuevo mundo.

LA VIDA ESPLÉNDIDA DE LA VIRGEN MARÍA

Natividad de la Virgen María, 8 de septiembre Miqueas 5, 1-4; Sal 12; Mt 1, 1-16.18-23

“He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mt 1, 23; Is 7, 14).

Hoy celebramos el nacimiento de la Virgen María, el ser humano que dio a luz el Hijo de Dios. Celebramos su belleza y santidad, dadas a ella por Dios para que cumpla dignamente su papel como Madre de Dios. Tradicionalmente la Iglesia usaba el Cantar de los Cantares en su liturgia, sobre todo en el oficio divino, para celebrar a esta mujer más bella que todas las mujeres. La liturgia ve en ella el cumplimiento por antonomasia de la novia del Cantar de los Cantares en su amor por su novio que es Dios. Estas imágines son bellísimas y nos ayudan a contemplar este gran misterio del noviazgo entre la Virgen María y Dios. Esta relación de amor es el mejor modelo para nosotros también si queremos ser contemplativos, porque ser un contemplativo quiere decir tener una relación íntima y nupcial con Dios.

El novio divino, el esposo de nuestra alma, y el novio de la Virgen María, es como un cedro del Líbano, lleno del olor del bosque. “Su aspecto [es] como el Líbano, escogido como los cedros” (Ct 5, 15). Él es lleno de aromas porque viene como un corzo o un

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cervatillo “sobre las montañas de los aromas” (Ct 8, 14). Y puesto que ella frecuenta estos bosques para estar sola con él, el olor de estos bosques se pega también a ella, y él le dice: “el olor de tus vestidos [es] como el olor del Líbano (Ct 4, 11).

El Cantar la presenta como una solitaria, una ermitaña, que se esconde con su amado en estos bosques aromáticos. “Ven conmigo desde el Líbano, oh esposa mía —él le dice—; ven conmigo desde el Líbano. Mira desde la cumbre de Amana, desde la cumbre de Senir y de Hermón, desde las guaridas de los leones, desde los montes de los leopardos” Ct 4, 8). Ella buscaba la soledad, y se fue a vivir aun en lugares remotos incluso en los montes de los leopardos, según cabe presumir en una cueva en el nieve, para tener el silencio que anhelaba para contemplar a su novio divino. En esto ella es un modelo para toda alma contemplativa en cada edad.

El Cantar la pinta también habitando en un monte de mirra, en un collado de incienso, rodeada de árboles aromáticos, contemplando a su novio. Allí ella duerme en un lecho de flores, en una casa que tiene vigas de cedro y artesonados de ciprés, todas maderas aromáticas, y ella reposa con él cerca de su corazón, como un saquito de mirra suspendido entre sus pechos. El novio, pues, dice: “Hasta que apunte el día y huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, y al collado del incienso” (Ct 4, 6). Y ella dice: “Las vigas de nuestra casa son de cedro, y de ciprés los artesonados” (Ct 1, 17). “…nuestro lecho es de flores” (Ct 1, 16), y “Mi amado es para mí un manojito de mirra, que reposa entre mis pechos” (Ct 1, 13).

Así ella está toda perfumada y aun respira perfume, como también su esposo. Por tanto ella pudiera decir con las palabras de él: “Como cinamomo y aspálato aromático he exhalado perfume, como mirra exquisita he derramado aroma” (Eclo 24, 15). Ella, como él, tiene un olor “como nube de incienso en la Tienda” (Eclo 24, 15). Ella, tanto como él, y por causa de su relación con él, puede decir, usando las palabras de él: “He crecido como cedro del Líbano, como ciprés de las montañas del Hermón … como plantel de rosas en Jericó” (Eclo 24, 13.14).

El olor de él es comunicado a ella, y se pega a ella, quien es ahora toda perfumada por su contemplación de él, y es incluso como una columna de humo, hecha de polvo aromático, subiendo del desierto, donde se ha ido para estar con él. Así, pues, decimos con admiración: “¿Quién es ésta que sube del desierto como columna de humo, sahumada de mirra y de incienso y de todo polvo aromático?” (Ct 3, 6). Es la litera de Salomón, su palanquín —y así es ella para él—. Reconociendo que es ella, decimos “¿Quién es ésta que sube del desierto, recostada sobre su amado?” (Ct 8, 5). Ella va al desierto para contemplar a su novio divino, y sube ahora del desierto toda perfumada por su encuentro con él.

Él es pintado también “como el manzano entre los árboles silvestres, así es mi amado entre los jóvenes” (Ct 2, 3), dice ella. Asimilándose a él, ella come manzanas, porque está enferma de amor, y dice: “Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas; porque estoy enferma de amor” (Ct 2, 5). Por lo tanto él le dice: “el olor de tu boca [es] como manzanas” (Ct 7, 8).

No sólo honramos a la Virgen María hoy, el día de su cumpleaños, sino que también queremos imitarla en su noviazgo con su novio divino. Nosotros también buscamos y anhelamos la soledad y el silencio entre la belleza de la naturaleza para contemplarlo, y ser, como ella, completamente perfumados de nuestro encuentro.

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BIENAVENTURADOS LOS POBRES

Miércoles, 23ª semana del año Col 3, 1-11; Sal 144; Lc 6, 20-26

“Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.… Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6, 20.24).

Las Bienaventuranzas nos presentan todo un camino de vivir, un nuevo modo de vivir en este mundo. Es el camino de los anawim del Antiguo Testamento, los benditos pobres que viven sólo para Dios. Ellos son los verdaderos bienaventurados. Jesús nos dice que los ricos que viven una vida lujosa son malditos porque ya tienen su consuelo aquí abajo en los placeres de la carne y del cuerpo, es decir, en los placeres mundanos. “Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo”, dice hoy (Lc 6, 24). Y dijo también: “De cierto os digo, que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 23-24).

Mejor es estar entre los pobres de este mundo que viven sólo para Dios. “Bienaventurados vosotros los pobres —dice hoy—, porque vuestro es el reino de Dios” (Lc 6, 20). Y si no somos pobres por nacimiento, podemos, aun así, aceptar la invitación de Jesús de venir a ser pobres al renunciar voluntariamente al mundo y a sus placeres por el reino de Dios. Este es el llamado a la perfección, el llamado a dejar los placeres de este mundo y renunciarlos por el reino de Dios.

Al joven rico, Jesús dijo: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mt 19, 21). El rico epulón, que “hacía cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19), oyó en el infierno, donde fue después de su muerte, que ya ha tenido su consuelo en la vida lujosa que vivía (Lc 16, 25). “Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida”, le dijo Abraham (Lc 16, 25).

Ahora, pues, es el tiempo para decidir. ¿Vivirás en el futuro para Dios, o para ti mismo? ¿Vivirás una vida radical de pobreza evangélica, o seguirás viviendo una vida de placer mundano? Aceptarás la invitación de Jesús a ser uno de los anawim que viven sólo para él, o tendrás tu consuelo aquí abajo en los placeres de este mundo. La decisión depende de ti.

Jesús nos invita a una nueva manera de vivir, a ser uno de los pobres del Señor, a aceptar la pobreza evangélica, y renunciar al mundo y a sus placeres, a tener nuestro consuelo en él y en su reino, y no aquí abajo. San Pablo nos invita a vivir una vida ya resucitada en Cristo resucitado y buscar las cosas de arriba, no los de abajo. San Pablo nos dice hoy: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mirada en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col 3, 1-2). Nos amonesta también a no vivir como muchos, “enemigos de la cruz de Cristo; el fin de los cuales será perdición, cuyo dios es el vientre, y cuya gloria es su vergüenza; que sólo piensan en lo terrenal” (Fil 3, 18-19).

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LA HIPOCRESÍA

Viernes, 23ª semana del año 1 Tim 1, 1-2.12-14; Sal 15; Lc 6, 39-42

“¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo? ¿O cómo puedes decir a tu hermano: Hermano, déjame sacar la paja que está en tu ojo, no mirando tú la viga que está en el ojo tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja que está en el ojo de tu hermano” (Lc 6, 41-42).

Jesús fue constantemente atacado por los escribas y fariseos, pero en realidad eran ellos, no él, que necesitaban la corrección. El punto no es que nunca debemos corregir a los demás, porque hay la corrección fraterna, que es permitida (Mt 18, 15-17), pero el problema es corregir falsamente a otro, mientras que tú mismo tienes la falta y no la reconoces. Por ejemplo, es el papel y la responsabilidad de un predicador predicar e instruir al pueblo cómo vivir bien la vida cristiana, mencionando en general las faltas que debemos evitar si queremos ser cristianos buenos. Pero si algunos de sus oyentes, que tienen estas faltas, comienzan a atacarlo por haber mencionado sus faltas de una manera general, ellos no están actuando correctamente. No reconocen la gravedad de sus propias faltas. Ellos tienen una viga en su propio ojo, y están tratando de sacar la paja del ojo de su predicador. Sería mejor si ellos reconocieran primero su propia falta y corregirla. Entonces, verán mejor para poder sacar la paja del ojo de su predicador.

Hay personas que se sienten llamadas a empezar a vivir una vida austera y de mucho silencio y soledad para la oración, la contemplación, y para vivir recogidas en Dios en su trabajo silencioso. Muchas veces ellos están juzgados, criticados, y aun a veces rechazados por sus compañeros que no entienden su comportamiento ni las razones por las cuales viven así de esta nueva manera. Esto, pues, es otro ejemplo de querer sacar la paja del ojo de una persona, mientras que ellos mismos no miran la viga en su propio ojo. Sería mejor si ellos sacaran primero la viga de su propio ojo al dejar de vivir una vida tan mundana y de juzgar con criterios tan mundanos, antes de tratar de corregir a una persona que es más avanzada espiritualmente que ellos mismos. Imaginan que ven una falta en su compañero, mientras que no reconocen su propia falta, que es más grave.

Finalmente, hay el ejemplo de un predicador que dice muchas cosas no pertinentes, acusando a otras personas de esto y aquello, mientras que él mismo no vive una vida santa y desprendida de los placeres del mundo. Un predicador que todavía no ha renovado su propia vida es una contradicción en sí mismo. Está tratando de sacar la paja de los ojos de los demás, mientras que no mira la viga en su propio ojo. Sería mejor si él primero reformara su propia vida. Entonces, estaría en una mejor posición para ayudar a los demás a reformar sus vidas. Su primer, mejor, y más importante sermón siempre será su propia vida, que todos sus oyentes ven. El testimonio de su propia vida dará poder a su palabra. Es por eso que los santos siempre fueron los mejores predicadores, y tenían los mejores resultados, aun si no fueron muy elocuentes, como, por ejemplo, el cura de Ars.

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HACED LA VOLUNTAD DE DIOS

Sábado, 23ª semana del año 1 Tim 1, 15-17; Sal 112; Lc 6, 43-49

“No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que de buen fruto. Porque cada árbol se conoce por su fruto” (Lc 6, 43-44).

“Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores”, dice san Pablo hoy (1 Tim 1, 15). Cristo nos redimió y pagó el precio de nuestra redención por su sufrimiento y muerte en la cruz. Así él nos libró de la muerte eterna y de la culpabilidad, para que pudiéramos resucitar con él en su resurrección a una vida nueva e iluminada, llena del amor de Dios, revestidos del esplendor de la justicia del mismo Jesucristo. Él quiere, pues, que andemos ahora en la novedad de la vida con Cristo resucitado (Rom 6, 4) y andar en la novedad del Espíritu (Rom 7, 6) al vivir un nuevo tipo de vida en este mundo, una vida obediente a la voluntad de Dios.

Redimidos por Jesucristo, entonces, debemos obedecer a Dios y hacer su voluntad. Es por esto que él nos redimió. No nos redimimos a nosotros mismos. Sólo él pagó el precio de nuestra redención de la muerte eterna con su sangre derramada en la cruz. Y sólo él nos justifica, es decir, sólo él nos hace justos, perdonados, y resplandecientes delante de Dios, luces en el mundo para los demás. No nos justificamos a nosotros mismos por nuestras obras buenas o por nuestra observancia de la ley moral. Pero una vez justificados por la muerte de Jesucristo, cuya justificación recibimos por la fe, entonces, debemos hacer en adelante la voluntad de Dios. Sólo así permaneceremos justos en su vista, y sólo así creceremos más aún en la santidad. Tenemos que dar buenos frutos. Si no los damos, entonces, no somos verdaderamente justificados. Nuestros frutos en buenas obras mostrarán qué tipo de árbol somos —si bueno o malo—.

“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos —dice Jesús—, sino sólo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). Jesús preguntó “¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos?”, y añadió: “todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana, y madre” (Mt 12, 48.50). Una mujer le dijo: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan” (Lk 11, 27-28). Y Jesús dijo: “permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor” (Jn 15, 9-10). ¡Qué importante, entonces, es hacer la voluntad de Dios!

La voluntad de Dios es que vivamos para él con todo nuestro corazón y que amemos a nuestro prójimo (Mc 12, 30-31). Por eso nos purificamos del mundo y servimos a nuestro prójimo. Si no somos purificados del mundo y sus placeres, no podremos amar a Dios con todo nuestro corazón; y si no lo amamos con todo nuestro corazón, no haremos su voluntad. La mortificación, entonces, es esencial para poder amar a Dios con todo nuestro corazón y así cumplir su voluntad. Entonces, debemos servir a nuestro prójimo con nuestro tiempo, talentos, y posesiones.

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LA PUERTA DE LOS POCOS

24º domingo del año Is 50, 5-9; Sal 114; St 2, 14-18; Mc 8, 27-35

“Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Mc 8, 35).

Este es un gran versículo de las escrituras que ha hecho santos. Uno puede tomar de él toda una orientación de vida. Ha sido para mí personalmente el versículo clave en varias de mis decisiones en encrucijadas importantes de mi vida —escogí, por medio de meditar en este versículo, el camino más difícil de perder mi vida en este mundo por amor a Cristo en vez de la otra posibilidad que estaba enfrente de mí en aquel entonces—.

Jesucristo nos invita a seguirle completamente, dejando atrás el mundo y otras posibilidades, porque él nos invita a negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz, y seguirle. “Si alguno quiere venir en pos de mí —nos dice hoy—, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame” (Mc 8, 34). Entonces, el versículo que sigue es nuestro versículo clave, porque el negarnos a nosotros mismos, el tomar nuestra cruz, y el seguir a Jesús así es perder nuestra vida en este mundo por causa de él y del evangelio. Pero a los que escogen este camino más difícil, este camino de vida (Mt 7, 13-14), Jesús promete que ellos salvarán su vida para con él, es decir, para con Dios. Pero los que no quieren perder su vida así en este mundo por causa de Jesucristo y del evangelio, ellos perderán su vida para con Dios, que es su verdadera vida, la única vida que vale la pena tener, y la única vida que vale la pena vivir.

Pero en realidad los que escogen esta verdadera vida son pocos. Siempre la mayoría prefiere el camino cómodo de la perdición. El camino de la vida es para los pocos porque es más difícil. Y es este camino más difícil que Jesucristo nos invita a escoger hoy. “Entrad por la puerta estrecha —dice—; porque ancha es la puerta, y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan” (Mt 7, 13-14).

Muchos escogen la puerta ancha porque es la puerta de salvar la vida en este mundo. Pero es la puerta de la perdición. Es la puerta de los que perderán su vida en el único sentido que tiene significado. Y pocos escogen la puerta estrecha porque es la puerta de perder su vida en este mundo. Pero los que la escogen, salvarán su vida en el único sentido que tiene significado, porque es la puerta que lleva a la vida.

“¿Cuál puerta quieres tú escoger? ¿Cuál puerta has escogido hasta ahora en tu vida? ¿Y cómo parece la puerta estrecha que lleva a la vida, que pocos hallan, la puerta de

perder tu vida en este mundo por causa de Cristo y del evangelio? Es la puerta de amar a Dios con todo el corazón, alma, mente, y fuerzas (Mc 12, 30). Es la puerta de los que observan el primer y más importante mandamiento de Jesucristo. Y los que observan este mandamiento de amar a Dios con todo el corazón guardan su corazón para que no divida entre otras cosas y placeres del mundo. Ellos hacen como hizo el que descubrió un tesoro escondido en un campo, que “gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo” (Mt 13, 44). Él perdió su vida en este mundo al vender todo lo que

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tenía, pero como resultado salvó su vida para con Dios al obtener el tesoro escondido, que es el reino de Dios, y el amor de Dios en el corazón.

Él no quiso oír de Jesús lo que Jesús dijo a los ricos: “¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo” (Lc 6, 24), ni tampoco quiso oír lo que oyó el rico epulón, que “hacía cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19), cuando en el Hades oyó la voz de Abraham diciéndole: “Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida” (Lc 16, 25). Ya ha tenido su consuelo en su vida lujosa en este mundo. No perdió su vida en este mundo, y por eso la perdió para con Dios. Escogió la puerta ancha de los muchos, la puerta de salvar su vida en los deleites del mundo, y por eso perdió su vida en el único sentido que tiene significado. Él escogió la puerta de los muchos, que es la puerta que lleva a la perdición. Rehusó la puerta estrecha de los pocos que aman a Dios con todo su corazón, que lleva a la vida, y más bien dividió su corazón con los deleites del mundo, y perdió su vida para con Dios.

La puerta de la vida es la puerta más difícil, estrecha, y angosta porque no es la puerta de la semilla sembrada entre espinos, y los espinos son “las riquezas y los placeres de la vida” (Lc 8, 14). Pero para evitar los espinos, uno tiene que renunciar a los placeres de la vida que nos ahogan para que no llevemos fruto para Dios, porque “La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto” (Lc 8, 14).

EN LA CRUZ, HAY VIDA

Exaltación de la Santa Cruz, 14 de septiembre Num 21, 4-9; Sal 77; Jn 3, 13-17

“Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6, 14).

Ahora, cuando la luz está más y más vencida por la oscuridad, celebramos la Exaltación de la Santa Cruz, que echa fuera la oscuridad y trae la luz; y como la cruz está exaltada encima de la tierra, dejando la tierra y el pecado atrás, así nosotros estamos elevados encima de la tierra y del pecado al ser crucificados con Cristo, para obtener las cosas de arriba (ver san Andrés de Creta, Breviario).

Morimos al mundo con Cristo por medio de la cruz. Con la oscuridad, que crece más y más cada día, toda la naturaleza empieza a morir y es bella en su muerte, llena de colores. Así también nosotros somos bellos al morir a este mundo mortal en la muerte de Jesucristo en la cruz. Por medio de su cruz, morimos al mundo. Soy crucificado al mundo, y el mundo a mí por medio de su cruz. Y así, como la naturaleza es bella en su muerte, nosotros también somos bellos en nuestra muerte a este mundo. Al perder nuestra vida por Cristo, salvamos nuestra vida para con Dios (Mc 8, 35). Si aborrecemos nuestra vida en este mundo al ser crucificados con Cristo al mundo, la guardamos para vida eterna (Jn 12, 25).

Por la cruz, Cristo murió a esta vida y nos salvó. Entonces, él quiere que sigamos este mismo camino, muriendo al mundo con él al ser crucificados con él. “Con Cristo estoy juntamente crucificado”, dice san Pablo (Gal 2, 20). Cristo nos enseñó que

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debemos seguir este mismo camino de ser crucificados al mundo cuando dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9, 23). Este, pues, es el verdadero camino de vida, que pocos hallan (Mt 7, 13-14).

Por su cruz, Cristo nos salvó de la muerte, que es nuestro castigo por nuestros pecados. Él sufrió este castigo en lugar de nosotros al morir en la cruz. Librados, pues, de la muerte, somos invitados a morir con él a este mundo, para vivir sólo para el que murió por nosotros (2 Cor 5, 15). La cruz, pues, es el camino de vida. Nos salvó de la muerte y nos muestra cómo vivir como personas salvadas de la muerte. Debemos, pues, vivir muertos con Cristo al mundo, y el mundo crucificado a nosotros, para que vivamos en adelante sólo para el que murió por nosotros (2 Cor 5, 15).

Morir al mundo es bello. Cristo lo hizo en la cruz, y al hacerlo, nos trajo vida eterna, abriendo las puertas del cielo. Este es el bello camino de los santos, que murieron a este mundo, para vivir sólo para Dios. Somos invitados a seguir su ejemplo y tomar este mismo camino de vida.

CÓMO LOS PASTORES MATAN A SUS OVEJAS

Jueves, 24ª semana del año 1 Tim 4, 12-16; Sal 110; Lc 7, 36-50

“Ninguno tenga en poco tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Tim 4, 12).

¡Qué importante es el ejemplo de un pastor para su congregación! Como dice san Agustín hoy, él puede matar o fortalecer a sus ovejas, sólo por el ejemplo de su propia vida (Breviario). La orientación general del pastor tiene mucha influencia en su rebaño. Si él sólo tiene la idea de que Dios creó el mundo para nuestro placer, él matará a sus ovejas, porque esto es sólo el primer escalón de la escalera de la vida espiritual. Los escalones más avanzados hacen hincapié en la renuncia al mundo y a sus placeres innecesarios. La bondad de la creación nos enseña la bondad de Dios, pero también hay peligro aquí, porque disfrutando de esta bondad, es fácil olvidar a Dios y dividir nuestro corazón de un amor indiviso por Dios. No es posible para los que se abandonan a una vida de placer en las cosas buenas de esta creación, tener un corazón reservado sólo para el Señor. Son más bien divididos, y por eso olvidadizos de Dios. Son distraídos, no recogidos, y así no pueden avanzar espiritualmente. Si el pastor piensa y vive así, su rebaño no avanzará, no crecerá en espiritualidad y santidad, sino permanecerá sólo en el primer escalón de la escalera del crecimiento espiritual.

Después de conocer la bondad de Dios por medio de la belleza de la naturaleza, para avanzar más, somos llamados a renunciar a las cosas buenas de esta creación que no son necesarios, por causa de las cosas mejores de la nueva creación y del reino de Dios. Así, pues, debe pensar y vivir un pastor, cuya responsabilidad es ayudar a su rebaño a crecer espiritualmente. Él los ayudará si él, en primer lugar, piensa correctamente sobre esto y, en segundo lugar, si él vive correctamente, es decir, conforme a un pensamiento correcto y, en tercer lugar, si él enseña correctamente sobre este asunto. Pero si él piense, viva, y

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enseñe sobre este asunto de una manera mundana, ignorante de la doctrina correcta, matará a sus ovejas, en vez de fortalecerlas.

Cada pastor debe estudiar el Nuevo Testamento y basar su pensamiento, conducta, y enseñanza en esto, no en sus propias ideas o en nociones mundanas. Jesús, pues, nos enseña a negarnos a nosotros mismos y tomar nuestra cruz y seguirle (Mc 8, 34). Nos enseña a perder nuestra vida en este mundo, para salvarla (Mc 8, 35); a aborrecer nuestra vida en este mundo, para guardarla (Jn 12, 25); a vender todo, para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46); a dejarlo todo, para ser perfectos (Mt 19, 21); a renunciar a familia, casa. etc., para la recompensa céntupla (Mt 19, 29); a no ser como un camello, tratando de pasar por el ojo de una aguja (Mt 19, 24); a dejarlo todo (Lc 14, 33), como los primeros discípulos (Lc 5, 11.28; Mc 1, 17-18.20); a no vivir en los deleites, porque los que hacen esto ya han tenido su recompensa (Lc 6, 24; 16, 25); y a no vivir entre los placeres, porque ellos nos ahogarán, y no daremos fruto (Lc 8, 14). Esta es la enseñanza de Jesús que un pastor debe creer, vivir, y enseñar, para fortalecer, no matar, a su rebaño.

LLAMADOS A EVANGELIZAR

Viernes, 24ª semana del año 1 Tim 6, 2-12; Sal 48; Lc 8, 1-3

“Aconteció después, que Jesús iba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el evangelio del reino de Dios, y los doce con él, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades” (Lc 8, 1-2).

Aquí vemos la vida de Jesús, lo que hizo, y la razón por la cual escogió a sus discípulos, es decir, predicar y anunciar el evangelio del reino de Dios por todas partes. Jesucristo es la salvación de Dios para el hombre. El evangelio anuncia esta salvación, la explica, e invita a todos a arrepentirse y aceptarla, cambiando su vida. Seguimos hasta hoy evangelizando por todas partes, sobre todo donde todavía no se ha oído el evangelio, para dar a cada persona la oportunidad de oír de la salvación de Dios, enviada al mundo, y creer este mensaje, este evangelio. No hay nada nuevo que un predicador puede decir hoy, sino sólo repetir el mensaje del Nuevo Testamento, el kerigma de la Iglesia, predicado por los apóstoles después de la muerte y resurrección de Jesucristo. Pero el predicador del evangelio de Jesucristo puede siempre reflexionar de nuevo sobre el significado de este único mensaje de la salvación.

Es una salvación que nos da nueva vida, nueva alegría, y nueva esperanza. Vivimos por medio de Jesucristo resucitado. Él es el dador del Espíritu Santo, que viene del Padre. El Padre nos envía este Espíritu por medio de Jesucristo, y Cristo nos lo envía del Padre para nuestra resurrección espiritual, para que vivamos una vida nueva, ya resucitada de antemano en Cristo resucitado, llenos de su propio Espíritu, con la vida de Dios en nosotros. Su muerte nos libra de nuestros pecados pasados y futuros, para que andemos ahora con él en la novedad de vida, en la novedad del Espíritu, como nuevas criaturas, viviendo de antemano en la nueva creación. Su resurrección es el comienzo de los nuevos cielos y la nueva tierra, los cuales ya han comenzado en medio de la historia,

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en medio del mundo viejo. Resucitamos, pues, con él en su resurrección, para andar en su luz, iluminados por él, y alimentados de su cuerpo y sangre en la eucaristía, para vivir una vida espiritual, buscando las cosas de arriba, y no más las de la tierra (Col 3, 1-2).

Su muerte pagó el precio de nuestra redención y nos reconcilió con Dios, porque satisfizo la justicia divina y la ira de Dios contra nuestros pecados. En su sangre, nuestro corazón herido es sanado, porque Dios es reconciliado con nosotros por medio de esta sangre, y por eso ha dejado su ira contra nosotros.

Este, pues, es el mensaje del evangelio, siempre el mismo, pero siempre nuevo, siempre una experiencia nueva, que nos renueva y alegra con la verdadera alegría de Dios. Debemos, pues, buscar siempre nuevos modos de predicar y difundir este evangelio, de boca, de escrito, electrónicamente en las páginas de Web, por correo electrónico, y por la televisión.

SED SIN MACULA NI REPRENSIÓN

sábado, 24ª semana del año 1 Tim 6, 13-16; Sal 99; Lc 8, 4-15

“Te mando delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Jesucristo, que dio testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato, que guardes el mandamiento sin macula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tim 6, 13-14).

Esta es una exhortación inspiradora, dada por san Pablo a Timoteo, a guardarse “sin macula ni reprensión” en su observancia del mandamiento, “hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tim 6, 19). Timoteo debe vivir ahora en un estado de pureza, “sin macula ni reprensión”, ya preparado para la aparición del Señor. Debe vivir en la luz de esta aparición aun ahora. Vemos, pues, que esta esperanza es algo vivo e inminente, algo que afecta la vida presente. Debemos, pues, vivir en la luz presente de la aparición del Señor, en alegre expectativa y preparación ansiosa. La aparición del Señor es la motivación para la reformación de nuestra vida presente. No debemos esperar hasta el fin para comenzar nuestra preparación, y no debemos pensar que su aparición está muy lejos, o que no la veremos. ¡No! Un cristiano vive en expectativa viva y alegre que le inspira a hacer mucha preparación, aun cambiando todo su estilo de vida, dejando y renunciando a un estilo mundano, para vivir más bien, durante este corto tiempo de espera, una vida sobria, justa, y piadosa en este siglo, “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tito 2, 12-13). Así, pues, debemos cambiar nuestra manera de vivir en este mundo para estar preparados y propiamente dispuestos, “renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos” (Tito 2, 12).

Debemos vivir en el encanto de este misterio de la aparición del Señor. Es un misterio que debe afectar toda nuestra vida, para que tengamos una vida sobria y piadosa, recogida y justa, sencilla y desprendida de los placeres mundanos, buscando más bien las cosas de arriba, y no más las de la tierra (Col 3, 1-2).

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El Señor está viniendo aun ahora en nuestra vida, pero para vivir en el encanto del misterio de su aparición y experimentarlo, tenemos que ser despojados de este mundo y desprendidos de una vida mundana, y ser más bien “sin macula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tim 6, 14). Si vivimos así, en alegre expectativa, guardando el mandamiento, es decir, la vida cristiana, viviremos aun ahora en este encanto de su aparición. Tenemos que guardarnos, pues, de los espinos, que son los placeres del mundo, que nos ahogarán para que no llevemos fruto.

No seamos, pues, como los que viven entre espinos, porque la semilla “que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto” (Lc 8, 14). Ellos son como el epulón rico, que “hacía cada día banquete con esplendidez” (Lc 16, 19), y cuando murió fue atormentado en el infierno. Seamos más bien “sin macula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo”, siempre guardando su mandamiento (1 Tim 6, 14).

SI SOMOS MUERTOS CON ÉL, TAMBIÉN VIVIREMOS CON ÉL

25º domingo del año

Sabiduría 2, 12.17-20; Sal 53; St 3, 16 – 4, 3; Mc 9, 30-37

“Pongamos trampas al justo, que nos fastidia y se opone a nuestras acciones; nos echa en cara nuestros delitos y reprende nuestros pecados de juventud . . . Es un reproche contra nuestras convicciones y su sola aparición nos resulta insoportable, pues lleva una vida distinta a los demás y va por caminos diferentes” (Sabiduría 2, 12.14-15).

Esta fue la experiencia de Jesucristo, y la predice hoy, diciendo: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán, pero después de muerto, resucitará al tercer día” (Mc 9, 31). Jesús profetizó su pasión conforme a la tipología de la persecución del justo en el segundo capítulo del libro de Sabiduría. Jesús en su pasión cumplió este tipo del Antiguo Testamento y así nos salvó. Esta persecución del justo en la pasión y muerte de Jesucristo nos dio nueva vida. Nos dio alegría en el fondo de nuestro espíritu, librándonos de nuestros pecados al morir por ellos, y dándonos con su resurrección júbilo de espíritu y una vida que es completamente diferente y nueva, una vida ya resucitada de antemano e incluso ascendida con Cristo resucitado y ascendido. Es, pues, una vida que busca las cosas de arriba, y no más las de la tierra (Col 2, 1-2).

La base de esta nueva vida es la nueva reconciliación con Dios que Dios nos dio por medio de la muerte y resurrección de su único Hijo, Jesucristo. En esta muerte, nuestros pecados son borrados; y en su resurrección, tenemos esta nueva vida que vivimos ahora por nuestra fe en él. Es nuestra fe que comunica estos efectos a nosotros. Pero nuestra renovación no viene de nuestra fe, sino de la muerte de Jesucristo que reconcilió a Dios con nosotros, capacitándole a perdonarnos. Sin la muerte de Jesucristo, Dios no pudo perdonarnos, porque es Dios, y Dios es justo, y un Dios justo no puede hacer una cosa tan injusta como esta, es decir, perdonar gratuitamente y sin castigo personas culpables de pecados graves. Pero la muerte de su Hijo, que el mismo Dios planificó, cambió todo esto y reconcilió a Dios con nosotros. Este es su propio plan, en su amor eterno por nosotros, para reconciliarse con nosotros. Él planificó que su Hijo llevara el justo castigo

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necesario para poder perdonarnos de una manera digna y apropiada para Dios, es decir, de una manera justa. Y así él hace ahora, dándonos, pues, en la muerte de Jesucristo toda esta alegría que experimentamos ahora al ser completamente —y justamente— perdonados, renovados, reconciliados con Dios, e incluso hechos partícipes de una nueva vida, en la luz de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos.

Renovados y reconciliados, pues, con Dios por la muerte de su Hijo, debemos participar nosotros mismos en esta muerte, como dice san Pablo: “Ahora me gozo en lo que padezco por vosotros, y cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo que es la iglesia” (Col 1, 24). Y estas aflicciones fueron sus persecuciones y los otros sufrimientos de su vida de fe. Tenemos que ser crucificados juntamente con Cristo. “Con Cristo estoy juntamente crucificado”, dice san Pablo (Gal 2, 20) y “si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rom 6, 8) y “Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Tim 2, 11-12).

Así, pues, la experiencia del justo en el libro de Sabiduría será nuestra experiencia también como cristianos si somos fieles a Cristo en nuestra manera de vivir. Dirán, pues, a nosotros también que les fastidiamos, que nos oponemos a sus acciones y planes, que echamos en cara sus delitos, y reprendemos sus pecados. Dirán que somos un reproche contra sus convicciones y que nuestra sola aparición les resulta insoportable, que llevamos una vida distinta a los demás y que vamos por caminos diferentes (ver Sabiduría 2, 12.14-15).

Así, pues, será nuestra vida como cristianos si somos fieles. Seremos criticados, perseguidos, y rechazados en este mundo. Si renunciamos al mundo y a sus valores falsos y mundanos, el mundo nos rechazará a nosotros como diferentes, como personas que llevamos una vida distinta a los demás, y como personas que vamos por caminos diferentes (ver Sabiduría 2, 15). Porque no somos del mundo, el mundo nos aborrecerá. “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece”, dijo Jesús (Jn 15, 19). Sobre sus seguidores, Jesús dijo: “el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14).

Esta es nuestra vida —renovada, perdonada, y llena de alegría por la reconciliación que ya tenemos con Dios por medio de la muerte de su Hijo—. Es una vida ya resucitada con él de antemano, que busca ahora las cosas de arriba, y no más las de la tierra (Col 3, 1-2). Por eso es una vida que el mundo no puede entender ni aceptar. Siempre será una vida perseguida y rechazada en este mundo. Así, pues, vivimos el misterio de la pasión de Jesucristo. Somos partícipes de su pasión. Cumplimos, como san Pablo, “lo que falta de las aflicciones de Cristo” (Col 1, 24). Estamos juntamente crucificados con Cristo (Gal 2, 20). Morimos con él (2 Tim 2, 11) y lo seguimos, llevando nuestra cruz (Lc 9, 23). Esta es nuestra gloria y nos llevará a la resurrección y a la plenitud de la vida.

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Y DEJÁNDOLO TODO, SE LEVANTÓ Y LE SIGUIÓ

Fiesta de san Mateo, 21 de septiembre Ef 4, 1-7.11-13; Sal 18; Mt 9, 9-13

“Pasando Jesús de allí, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme. Y se levantó y le siguió” (Mt 9, 9).

El llamado a los apóstoles, con su respuesta total e inmediata, dejándolo todo para seguirle, es siempre una inspiración para nosotros de lo que nosotros también debemos hacer cuando Jesucristo nos llama a nosotros. Es un llamado radical a dejarlo todo por Jesucristo, y la respuesta de san Mateo es igualmente radical: “Y se levantó y le siguió” (Mt 9, 9). Cuán radical fue esta respuesta, podemos ver cuando san Lucas nos dice que, al ser llamados así Simón, Juan, y Santiago, cuando vieron la gran pesca que habían hecho al mandato de Jesús, “cuando trajeron a tierra las barcas, dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5, 11). Y al describir el llamado de Leví (Mateo), san Lucas nos dice: “Y dejándolo todo, se levantó y le siguió” (Lc 5, 28).

Este dejarlo todo debe ser radical. Cambió toda la vida y todo el estilo de vivir de san Mateo. Renunció a su trabajo, a su medio de sostenerse, y a su modo de pasar su tiempo. Su vida cambió completamente. Así debe ser con nosotros también. Debemos cambiar nuestra vida y estilo de vivir al seguir a Jesucristo. Después de responder al llamado de Jesucristo a ser uno de sus discípulos, no somos más individuos privados, incógnitos, que podemos andar vagando dondequiera, sin que nadie sepa. Somos conocidos desde el llamado de Jesucristo. Somos marcados como sus discípulos, y debemos vivir sólo para él desde este entonces. Toda nuestra vida debe ser dedicada a él, y no a nosotros mismos, ni a nuestros entretenimientos. Debemos, pues, renunciar a los placeres mundanos y a una vida mundana, como Mateo renunció a su trabajo impuro de recaudador de impuestos para los romanos.

Ahora, pues, Mateo invita a todos sus contactos, a los otros recaudadores de impuestos y a otros pecadores, para llevarlos a Jesús. En el futuro, él será un predicador del reino de Dios, pobre como los otros apóstoles que han dejado su trabajo seglar para seguir a Jesús con todo su tiempo

Y tú, ¿has respondido así a este llamado de Jesucristo? ¿Has dejado un estilo mundano de vivir, para vivir sólo para Dios y hallar toda tu alegría sólo en él, dejando y renunciando a una vida de placer en las cosas de aquí abajo? Esto es lo que Jesucristo quiere de ti, una respuesta igualmente radical como la de los apóstoles. Tenemos que renunciar a mucho, a nuestra libertad de vagar incógnitos en este mundo como individuos privados, haciendo cualquier cosa que queremos, buscando los placeres de la vida. Debemos más bien dejarlo todo, levantarnos, y seguirle, como san Mateo (Lc 5, 28).

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UN PUEBLO DE ESPERANZA

Jueves, 25ª semana del año Ageo 1, 1-8; Sal 149; Lc 9, 7-9

“Subid al monte, y traed madera, y reedificad la casa; y pondré en ella mi voluntad, y seré glorificado, ha dicho el Señor” (Ageo 1, 8).

Hoy oímos la voz del profeta Ageo, diciendo al pueblo recién vuelto a Jerusalén de Babilonia que reedifiquen el templo. Él promete que el Señor llenará este templo de esplendor. Será la morada del Señor en medio de su pueblo, y él dará paz en este lugar. El profeta dice: “así dice el Señor de los ejércitos: De aquí a poco yo haré temblar los cielos y la tierra, el mar y la tierra seca; y haré temblar a todas las naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré de gloria esta casa, ha dicho el Señor de los ejércitos” (Ageo 2, 6-7).

Dios quiso vivir en gloria con su pueblo, en medio de su pueblo, y ser su Dios, y ellos, su pueblo. Él quiso darles paz y tener su santuario en medio de ellos.

En el Breviario hoy, leemos una profecía semejante de Ezequiel, de que el Señor reunirá a su pueblo, y “mi siervo David será rey sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; y andarán en mis preceptos . . . y mi siervo David será príncipe de ellos para siempre. Y haré con ellos pacto de paz, pacto perpetuo será con ellos; y los estableceré y los multiplicaré, y pondré mi santuario entre ellos para siempre” (Ez 37, 24.26).

Esta profecía fue parcialmente cumplida en la primera venida de Jesucristo y será completamente cumplida en su segunda venida. El profeta no distingue entre estas dos venidas del Mesías. Sabemos solamente que vivimos ahora en los días mesiánicos, los días del cumplimiento, y miramos al futuro con alegre expectativa para la plenitud del cumplimiento de estas profecías de paz cuando Dios morará en la tierra con su pueblo, y su Mesías —su siervo David— reinará sobre nosotros en paz. Es, además, una profecía que se cumple gradualmente, un poco más cada día, para los que viven en el encanto de esta esperanza y hacen la voluntad de Dios. Son felices aun ahora con la felicidad de Dios estos electos que se dedican a hacer la voluntad de Dios. Él les recompensa con su paz y alegría. Él está en medio de ellos. Su santuario y su tabernáculo están en medio de ellos, y él hace un pacto de paz con ellos. David, su siervo, reina sobre ellos. Jesucristo es este nuevo David, el siervo del Señor. Cuando él venga en la plenitud de su gloria, será completamente cumplida esta profecía, pero aun ahora cada día nos acercamos más a este cumplimiento. Debemos, pues, vivir en el encanto de esta esperanza al creer en Jesucristo y hacer la voluntad de Dios en todo. Así, pues, su reino viene y se desarrolla en medio de nosotros cada día más.

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¿POR QUÉ MURIÓ JESÚS EN LA CRUZ?

Viernes, 25ª semana del año Ageo 1, 15 – 2, 9; Sal 42; Lc 9, 18-22

“Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día” (Lc 9, 22).

Hoy san Pedro confiesa que Jesús es el “Cristo de Dios” (Lc 9, 20) e inmediatamente Jesús predijo su pasión, muerte violenta a las manos de las autoridades judías, y su resurrección. Pedro fue correcto en reconocer que Jesús era el Mesías, pero Jesús quiso que tuvieran una idea correcta de qué tipo de Mesías será. Él será un Mesías que será matado por los mismos judíos que él vino a salvar, y después de tres días, resucitará.

¿Por qué murió así?, matado por los judíos. Sólo al morir pudo resucitar y vencer la muerte por nosotros, para que pudiéramos resucitar con él a una vida nueva y resucitada, y un día, resucitar con él en nuestros cuerpos para vivir siempre con él en el mundo de la resurrección. Sólo al morir, pudo descender al Hades, la morada de los muertos, y reventar a Seol, que lo tragó injustamente, porque él no tuvo ni el pecado de Adán ni tampoco pecados personales, y por eso no debería haber muerto, porque la muerte es el castigo del pecado (Gen 2, 17). Reventando, pues, la morada de los muertos, libró a todos los cautivos que fueron destinados para la vida eterna. Él fue matado en la cruz también para derramar su vida como un sacrificio de amor y donación de sí mismo al Padre, agradándole infinitamente para nuestra salvación, y así el Padre derramó sobre él y sobre todos los que comparten una naturaleza humana con él y creen en él una efusión mesiánica del Espíritu Santo, dándonos así la salvación y una vida nueva en el Espíritu. Y así él nos dio la eucaristía, que es el mismo sacrificio del Calvario, como nuestro sacrificio, que será nuestro culto perfecto del Nuevo Testamento, que podemos ofrecer con él al Padre.

Jesús, el Mesías y único Hijo de Dios, fue matado en la cruz también para sufrir vicariamente el castigo debido a nosotros por nuestros pecados, para que Dios pudiera perdonarnos justamente. El capítulo cincuenta y tres de Isaías fue muy importante para los cristianos del Nuevo Testamento para entender el significado de la muerte de Jesucristo, y este capítulo profetiza su muerte vicaria, diciendo: “el castigo de nuestra paz fue sobre él . . . el Señor cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is 53, 5-6). San Pedro, por ejemplo, cita este capítulo, diciendo: Cristo “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis sanados” (1 Pd 2, 24).

De su muerte, viene nuestra nueva vida, perdonados de nuestros pecados y de su castigo, para vivir en paz y en la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21). La cruz de Cristo es el medio usado por Dios para librarnos del peso de nuestros pecados y de la depresión que ellos nos causan. En la cruz de Cristo, somos librados. Él pagó nuestra deuda de castigo por nosotros, y nos dio una nueva vida en sí mismo.

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CANTA Y ALÉGRATE, HIJA DE SION

Sábado, 25ª semana del año Zac 2, 5-9.14-15; Jer 31; Lc 9, 43-45

“Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras; porque acontecerá que el Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres” (Lc 9, 44).

Hoy, por segunda vez, Jesús predice su pasión y muerte. Su muerte es el centro del evangelio. Nos trajo la salvación y una vida nueva. Es la salvación del mundo. Su muerte reventó la morada de los muertos y abrió las puertas del cielo para que los santos del Antiguo Testamento entraran en el cielo, en la presencia de Dios. Por su muerte, Cristo es el vencedor de la muerte. La muerte es sólo para los que llevan el pecado de Adán y por los pecadores, porque es el castigo del pecado (Gen 2, 17). Cristo no murió como pecador, ni como quien lleva el pecado de Adán, sino para destruir la misma muerte. Al morir y descender al Hades, Jesucristo lo reventó y destruyó —porque lo tragó injustamente— y condujo a los electos al cielo, hasta la presencia del Padre. En Cristo, pues, tenemos la esperanza de vivir eternamente con Dios.

Él pagó nuestra deuda de muerte. Deberíamos haber muerto eternamente si él no hubiera pagado esta deuda por nosotros. El que no debía haber muerto, murió no por sus pecados, sino por los nuestros y por el pecado de Adán, para que sean perdonados. Toda nuestra vida nueva, pues, dimana de él, el vencedor de la muerte y del pecado.

Por causa de la muerte de Cristo, tenemos esperanza para el futuro. Zacarías habla hoy del futuro de Jerusalén, que es nuestro futuro también. Dice: “Yo será para ella, dice el Señor, muro de fuego en derredor, y para gloria estaré en medio de ella . . . Canta y alégrate, hija de Sion; porque he aquí vengo, y moraré en medio de ti, ha dicho el Señor” (Zac 2, 5.10-11).

Esta profecía se cumplió en el nacimiento de Cristo en Belén, cerca de Jerusalén, porque en Cristo, Dios moraba en medio de nosotros, en medio de Jerusalén. “. . . y para gloria estaré en medio de ella . . . Canta y alégrate hija de Sion; porque, he aquí vengo, y moraré en medio de ti” (Zac 2, 5.10). Jesucristo es la gloria de Dios en medio de nosotros, la fuente de toda nuestra alegría. Por eso debemos alegrarnos en él, porque ha venido, y ya mora entre nosotros. Es nuestro Emanuel, Dios con nosotros.

Pero él es nuestra esperanza también, y esperamos con alegría su segunda venida cuando él morará en medio de nosotros de una manera visible y manifiesta cuando su gloria será vista por toda carne juntamente. “Y se manifestará la gloria del Señor, y toda carne juntamente la verá” (Is 40, 5). Aunque él está con nosotros ahora como Emanuel y nos regocijamos en su presencia en medio de nosotros, aun así, anhelamos el cumplimiento completo de esta profecía cuando él será como un “muro de fuego en derredor” (Zac 2, 5) y cuando para gloria él estará en medio de nosotros (Zac 2, 5). Aquel día está viniendo ahora, y alegramos ya de antemano en su luz. Vivimos, pues, en la alegría de su venida, y experimentamos que ya está viniendo. Vivimos en el encanto de su venida, y hacemos su voluntad para apresurarla (2 Pd 3, 12).

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EL EXPERIMENTAR A DIOS EN EL CORAZÓN

26º domingo del año Núm 11, 25-29; Sal 18; St 5, 1-6; Mc 9, 38-43.45.47-48

“Si tu mano te fuere ocasión de caer, córtala; mejor te es entrar en la vida manco, que teniendo dos manos ir al infierno, al fuego que no puede ser apagado” (Mc 9, 43).

Vemos aquí la importancia de evitar ocasiones de caer en pecado o de perderse lejos de Dios. Cualquier cosa que nos escandaliza, que es ocasión de caer y apartarnos de Dios, debemos cortar y sacrificar. Es mejor entrar en la vida manco o cojo o teniendo sólo un ojo que ser echado al infierno con dos manos, dos pies, y dos ojos. Es decir, debemos hacer sacrificios —aun sacrificios grandes— en esta vida y perder cosas, amigos, oportunidades, honores, etc. si estos sacrificios son necesarios para que no caigamos. Así vive una persona sabia. Pero el necio se guardará y rehusará todo sacrificio en este mundo, y en su necedad caerá constantemente. El necio no es cuidadoso de su vida. Vive más bien descuidadamente y negligentemente. Un necio no es vigilante. No trata de vivir sobriamente ni piadosamente.

El mundo está lleno de cosas que nos hacen caer y olvidar a Dios. En el campo de la comida, hay, por ejemplo, delicadezas que hacen daño a nuestra salud y que se come sólo para el placer. Estas son ocasiones de olvidar a Dios, de poner algo en nuestro corazón que compete con Dios para nuestra atención. Es por eso que los Padres del Desierto y los monjes estrictos en los tiempos de más fervor de su historia han renunciado a estas cosas. Es decir, han hecho este sacrificio para vivir sólo para Dios en cada aspecto de su vida. Querían guardar el amor de su corazón sólo para él. Han cortado, pues, su mano, su pie, y han sacado su ojo para no caer.

Otra cosa que es ocasión de caer es la televisión y las películas que muestran todo tipo de imagen que ensucian nuestra mente, memoria, e imaginación y que nos distraen de Dios y de una vida sobria, justa, y piadosa en este siglo. Nos distraen de una vida que renuncia a la impiedad y a los deseos mundanos (Tito 2, 12) y que vive en alegre expectativa para la aparición de nuestro Señor, Jesucristo (Tito 2, 13). San Pablo nos dice que debemos guardar “el mandamiento sin macula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo” (1 Tim 6, 14). ¿Cuántas películas nos escandalizan y son ocasión de caer en relación con esto?

Amistades imprudentes son otra ocasión de caer. Son peligrosas porque el corazón puede enamorarse y así ser dividido y estar en gran angustia y agonía. Si uno es célibe, y esto sucede, él perderá el beneficio de su llamado al celibato, que es tener un corazón indiviso, reservado sólo para el Señor. Uno puede perder toda su paz por este camino peligroso y estar separado de Dios. Una persona sabia sacrificará estas amistades imprudentes. Será un sacrificio difícil, como el sacrificio de cortar una mano, un pie, o de sacar un ojo, pero es necesario para entrar en la vida y proteger el corazón de este peligro.

Otra cosa que es ocasión de caer son paseos sin motivo, sólo para el placer de andar vagando por el mundo y perder tiempo. Esta, pues, es otra cosa que tenemos que sacrificar y cortar si queremos tener un corazón indiviso en nuestra relación con Dios. Es por eso que la estabilidad es una de las virtudes y votos monásticos más importantes. Los tres votos monásticos ancianos (y modernos) son la obediencia, la estabilidad, y la

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conversión de costumbres. Los monjes viven en un solo lugar, y más aún viven dentro de una clausura para no ir vagando por el mundo.

Estos son ejemplos del tipo de sacrificio que tenemos que hacer para guardarnos a no caer y a no dividir nuestro corazón entre las cosas buenas de esta creación, sino más bien guardarlo indiviso sólo para el Señor.

Dios está en todo lugar. Está dentro de nuestro corazón también. ¿Por qué, entonces, no lo experimentan tantas personas si está escondido en su corazón? Es porque ellos no se esconden con él en su corazón para encontrarlo, sino están más bien siempre afuera vagando por el mundo y sus placeres. Para experimentar a Dios en el fondo del corazón, tenemos que escondernos en nuestro corazón con él y dejar el mundo y sus placeres que nos distraen de él. Tenemos que sacrificar los placeres y deleites del mundo y escondernos en silencio y oración.

La oración contemplativa es todo un modo de vivir e incluye todo aspecto de nuestra vida. Incluye cómo pasamos nuestro tiempo y cómo vivimos en este mundo. Incluye todo nuestro estilo de vida. Incluye todos estos sacrificios; incluye el cortar la mano y el pie y el sacar el ojo que nos escandalizan. La oración contemplativa incluye también el escondernos en silencio con Dios, sentados en la oscuridad, en la oración del corazón. Al vivir así, experimentaremos a Dios en el fondo de nuestro corazón, y no tendremos que buscarlo afuera.

Así, pues, “Si tu mano te fuere ocasión de caer, córtala; mejor te es entrar en la vida manco, que teniendo dos manos ir al infierno, al fuego que no puede ser apagado” (Mc 9, 43).

LOS MONTES DESTILARÁN MOSTO

Lunes, 26ª semana del año Zac 8, 1-8; Sal 101; Lc 9, 46-50

“Así ha dicho el Señor de los ejércitos: He aquí, yo salvo a mi pueblo de la tierra del oriente, y de la tierra donde se pone el sol; y los traeré, y habitarán en medio de Jerusalén; y me serán por pueblo, y yo seré a ellos por Dios en verdad y en justicia” (Zac 8, 7-8).

Esta es la promesa de Dios para el futuro de su pueblo. No sólo vendrán los desterrados de Babilonia, sino de todas partes de la tierra —del oriente y del occidente—, y vendrán y volverán a Jerusalén. El Señor restaurará a Sion. Dice: “Yo he restaurado a Sion, y moraré en medio de Jerusalén; y Jerusalén se llamará Ciudad de la Verdad, y el monte del Señor de los ejércitos, Monte de Santidad” (Zac 8, 3).

Jerusalén será la morada de Dios en la tierra, en medio de su pueblo. “…moraré en medio de Jerusalén”, dice (Zac 8, 3). Morará con nosotros. Será nuestro Emanuel, y por eso tendremos paz. Dios es la fuente de toda paz, y con él morando con nosotros, en medio de nosotros, viviremos en su paz. Será una paz que atraerá a todos los pueblos —no sólo a los judíos— a Jerusalén, para morar con Dios. “Y vendrán muchos pueblos y fuertes naciones a buscar al Señor de los ejércitos en Jerusalén, y a implorar el favor del Señor” (Zac 8, 22).

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En aquel día, “habrá simiente de paz; la vid dará su fruto, y dará su producto la tierra, y los cielos darán su rocío; y haré que el remanente de este pueblo posea todo esto” (Zac 8, 12). Vivimos ahora en los días mesiánicos, los días del Mesías, los días de Jesucristo habitando con su pueblo en la tierra. Hemos visto el comienzo de esta esperanza, y vivimos en este cumplimiento ahora, aguardando la venida del Señor cuando vendrá con todos sus santos en gran luz y gloria para colmar todo corazón con su gracia y esplendor.

Entonces “Sucederá en aquel tiempo, que los montes destilarán mosto, y los collados fluirán leche” (Joel 3, 18). La dulzura de Dios estará con su pueblo, y Dios los llenará de su paz. En aquel día, “vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mt 8, 11). Será un día de luz y esplendor, de alegría y paz. Dios estará con su pueblo, y sus corazones se regocijarán en el Señor. Y la paz reinará en la tierra en los corazones de los hombres, y el amor de Dios los llenará.

Vivamos, pues, ahora en esta paz. Amemos a Dios con todo nuestro corazón, y sirvamos a nuestro prójimo con amor. Así viviremos en esta bendición mesiánica, en esta bendición de paz. Viviremos con Dios en la tierra, calentándonos en su esplendor y andando en su luz. Vivamos, pues, vigilantes para la parusía del Señor en gran luz con todos sus santos cuando los montes destilarán mosto y los collados fluirán leche.

Vivimos, pues, en esperanza para la parusía del Señor, pero al mismo tiempo ya vivimos en los días mesiánicos, los días del cumplimiento de las profecías. ¡Qué la paz de Dios colme nuestros corazones que desbordan de alegría para la venida de Dios en la tierra para consumar todas las cosas en su gloria!

ESTAD PREPARADOS PARA LA TROMPETA FINAL

Los santos Arcángeles Miguel, Gabriel, y Rafael, 29 de septiembre Dan 7, 9-10.13-14; Sal 137; Jn 1, 47-51

“De cierto, de cierto os digo: De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (Jn 1, 51).

Hoy celebramos la fiesta de los arcángeles. Los ángeles son espíritus puros, sin cuerpos, que sirven a Dios y lo alaban siempre. Viven constantemente en su presencia y están enviados a la tierra como sus mensajeros. Cuando morimos, los veremos en el cielo con Dios, porque Dios está rodeado de ellos, como vemos en la hermosa visión de Daniel. Daniel dijo: “Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y se sentó un Anciano de días, cuyo vestido era blanco como la nieve, y el pelo de su cabeza como la lana limpia; su trono llama de fuego, y las ruedas del mismo, fuego ardiente. Un río de fuego precedía y salía de delante de él; millares de millares le servían, y millones de millones asistían delante de él” (Dan 7, 9-10). Estos millares de millares y millones de millones que le sirven y asisten delante de él son los ángeles. Los ángeles estarán enviados también a nosotros en el último día, para llamarnos a entrar en la gloria de Dios y contemplarlo en esplendor y luz eternamente. Esperamos este gran día de gloria y luz ahora, y nos preparamos diligentemente para ello.

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Debemos, pues, estar siempre vigilantes, siempre guardándonos del mundo, siempre aguardando su venida, su parusía en gran luz con sus ángeles, “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt 16, 27). Justificados por nuestra fe y no por nuestras obras, seremos juzgados conforme a nuestras obras. Por eso tenemos que vigilar siempre, porque no sabemos cuando él vendrá. No sabemos cuando lo veremos. Queremos estar preparados, aguardando su venida con alegre y ansiosa expectativa.

En aquel día, “las estrellas caerán del cielo, y las potencias que están en los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará sus ángeles, y juntará a sus escogidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo” (Mc 13, 25-27).

Queremos, pues, estar en un estado constante de preparación, porque el Señor vendrá cuando menos lo esperamos. Debemos, pues, vivir en el encanto de su venida, y no perdernos en la mundanalidad de este mundo con su ruido y distracción. Debemos reservar nuestro corazón para el Señor, y guardarlo bien para que no sea dividido. Debemos aun imaginar la trompeta final del arcángel para llamar a los electos de los cuatro vientos, del norte y del sur, del este y del oeste, para entrar en el banquete mesiánico, donde resplandeceremos como el sol en el reino de nuestro Padre (Mt 13, 43).

En aquel gran día, “el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo” (1 Ts 4, 16). ¡Qué estemos preparados para esto ahora, mirando, orando, y velando (Mc 13, 33), siempre en un estado digno de este gran día! Entonces “enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos” (Mt 24, 31). Vivamos, pues, de tal manera ahora que estaremos entre su número.

EN LA PRESENCIA DE LOS ÁNGELES

Memoria de los santos Ángeles Custodios, 2 de octubre Ex 23, 20-23; Sal 90; Mt 18, 1-5.10

“Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 10).

Hoy honramos a los ángeles custodios. Vemos aquí que cada persona tiene un ángel custodio. Jesús habla sobre los ángeles custodios de los niños, que “en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 10). No vemos a los ángeles porque no tienen cuerpos, pero cada uno de nosotros tiene un ángel custodio. Los que temen al Señor y habitan al abrigo del Altísimo tienen una protección angélica especial. “El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen, y los defiende”, dice el salmista (Sal 33, 7). Y al que “habita al abrigo del Altísimo … —dice el salmista— No te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada. Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán para que tu pie no tropiece en piedra. Sobre el león y el áspid pisarás; hollarás al cachorro del león y al dragón” (Sal 90, 1.10-13). Los ángeles también presentan nuestras oraciones delante de Dios. “Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos” (Apc 8, 4). El ángel Rafael dijo a Tobit y a Tobías: “Cuando tú y Sarra hacías

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oración, era yo el que presentaba y leía ante la Gloria del Señor el memorial de vuestras peticiones” (Tob 12, 12).

Los ángeles estaban cerca de Jesucristo. Cuando nació, “repentinamente apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alaban a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lc 2, 13-14). Y en el jardín de Getsemaní, Jesús dijo a sus apóstoles, “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y él no me daría más de doce legiones de ángeles?” (Mt 26, 53).

Con todo esto, no podemos dudar que los ángeles están especialmente presentes durante la celebración de la eucaristía cuando Jesucristo está sacramentalmente presente sobre el altar y cuando la comunidad de los cristianos ofrecen sus oraciones y su culto público y oficial a Dios. Ofrecemos, pues, la Santa Misa en la presencia de innumerables ángeles que veneran el cuerpo y la sangre de Jesucristo, presentes en nuestro altar, y “suben y descienden sobre el Hijo del Hombre” (Jn 1, 51), presentando nuestras oraciones y suplicaciones delante del Padre (Apc 8, 4; Tob 12, 12). En la celebración de la Misa, estamos en la presencia de los santos ángeles, porque en el sacrificio de la eucaristía, “os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles” (Heb 12, 22). En este tiempo, no estamos solos aun si celebramos la eucaristía solos. Estamos en la presencia de los santos ángeles, adorando a Dios con nosotros, y presentando nuestras peticiones delante de él.

DIOS NOS RECOMPENSA CONFORME A NUESTRA JUSTICIA

Sábado, 26ª semana del año Baruc 4, 5-9.27-29; Sal 68; Lc 10, 17-24

“Como os inclinasteis a apartaros de Dios, así convertidos lo buscaréis diez veces más. Pues el que trajo sobre vosotros el castigo, os traerá con la redención la eterna alegría” (Baruc 4, 28-29).

La palabra de Dios es muy clara cuando nos enseña que si desatamos la ira de Dios por nuestros pecados, él nos castigará; pero si lo tememos y recordamos sus mandamientos para ponerlos por obra, él nos mostrará misericordia desde la eternidad y hasta la eternidad (Bar 4, 6-7; Sal 102, 17-18). ¡Cuán importante es recordar esto! Si nos hemos apartado de Dios y de su voluntad en algo, no debemos desesperar; sino tener paciencia con nuestro castigo y, convertidos ahora, buscarlo diez veces más. Si hacemos esto, él nos promete que nos “traerá con la redención la eterna alegría” (Bar 4, 29).

A veces no está completamente claro a nosotros exactamente qué es la voluntad de Dios para con nosotros en un asunto particular; y al actuar, podemos cometer una falta. Descubrimos que nos hemos equivocado por sentirnos mal en nuestro corazón, por sentir la culpabilidad, y por perder nuestra paz y alegría de espíritu. Así Dios nos enseña su voluntad más claramente y con más exactitud. Él hace así a veces aun cuando no tenemos la intención de ofenderlo ni desobedecerlo, e incluso cuando estamos confundidos, no sabiendo con claridad exactamente qué es su voluntad en un asunto particular. Así, pues, aprendemos y crecemos.

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Baruc nos da consolación hoy en este tipo de situación cuando nos hemos equivocado en algo y por eso nos sentimos mal, habiendo perdido nuestra paz. “Hijos —dice— soportad con paciencia el castigo que Dios os ha enviado … ¡Ánimo hijos, clamad a Dios!, pues el que os mandó esto se acordará de vosotros” (Bar 4, 25.27). Él os perdonará si “convertidos lo buscaréis diez veces más” (Bar 4, 28). Debemos, pues, tratar diez veces más de buscarlo y en adelante observar su voluntad exactamente. Si hacemos esto, él restaurará su paz y alegría en nuestro corazón. Jerusalén personificada dice a sus hijos desterrados por sus pecados: “Os despedí con lágrimas de duelo, pero Dios os devolverá a mí para siempre con felicidad y alegría” (Bar 4, 23). Vuestros vecinos —dice— “contemplarán muy pronto la salvación que Dios os concederá con gran gloria y el esplendor del Eterno” (Bar 4, 24).

Entonces, si podemos permanecer en su voluntad y no desobedecerlo; viviremos en la misericordia y alegría de Dios. Es así, porque “la misericordia del Señor es desde la eternidad y hasta la eternidad sobre los que le temen, y su justicia sobre los hijos de los hijos; sobre los que guardan su pacto, y los que se acuerdan de sus mandamientos para ponerlos por obra” (Sal 102, 17-18). Así es, pues, porque “El Señor me ha premiado conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado” (Sal 17, 20).

EL MATRIMONIO Y EL CELIBATO EN EL PLAN DE DIOS

27º domingo del año

Gen 2, 18-24; Sal 127; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16

“…al principio de la creación, varón y hembra los hizo Dios. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne; así que no son ya más dos, sino uno. Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre” (Mc 10, 6-9).

Este es el plan original de Dios para el hombre y la mujer. Es por eso que Dios creó a la mujer, diciendo, “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Gen 2, 18). La mujer fue creada de la costilla de Adán, y por eso es, como dijo Adán, “hueso de mis huesos, y carne de mi carne” (Gen 2, 23). Ella fue creada después de Adán para ser su ayudante, una ayuda adecuada para él. Ella vivirá con el hombre como una carne con él, y debe ayudarle. El hombre es la cabeza de la mujer, y ella está sujeta a él, como Cristo es la cabeza de la iglesia, y la iglesia está sujeta a Cristo. Así nos enseña san Pablo, diciendo, “Las casadas estén sujetas a sus propios maridos, como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia … así que, como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las casadas lo estén a sus maridos en todo” (Ef 5, 22-24). Y los maridos, por su parte, deben amar a sus mujeres. “Maridos —dice san Pablo— amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella” (Ef 5, 25).

Este es el ideal, una buena relación de amor en que los dos esposos se comportan bien y con fidelidad y amor. Así la mujer será feliz a someterse a su marido y ser sujeta a él; y él la amará y cuidará de ella. Así, pues, es el plan de Dios, lo que los casados deben

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tratar de vivir. Así la mujer ayudará a su esposo como su ayudante apropiada para él. Es verdad que hay muchos problemas en la vida actual, pero esta enseñanza bíblica nos orienta correctamente para que sepamos el ideal y tratemos de vivirlo en la medida que es posible.

Pero vemos aquí también que san Pablo dice que la relación de la iglesia con Cristo es como la de la mujer con su marido. Es decir, nuestra relación con Cristo es un relación nupcial, y así debe ser tan exclusiva que podemos hacerla. Debemos amar a Cristo como el único esposo de nuestra alma. Dice san Pablo, “os celo con celo de Dios; pues os he desposado con un solo esposo, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Cor 11, 2). El matrimonio, pues, es el modelo para nuestra relación con Cristo.

Tanto los casados como los no casados deben tener esta relación nupcial con Cristo, en que Cristo es el único esposo de nuestra alma. Los casados hacen esto junto como una pareja, y los célibes lo hacen como solitarios y por eso pueden tener una relación nupcial aun más exclusiva con Cristo, como literalmente el único esposo de su alma. Es por eso que el celibato para el reino de Dios es un llamado más alto que la vocación del matrimonio, como la Iglesia siempre ha enseñado —y todavía enseña—. Por eso san Pablo dice, “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. La mujer no casada y la virgen se preocupan de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido” (1 Cor 7, 32-34).

¡Qué bello también es este ideal de Jesucristo y del Nuevo Testamento, el ideal de los “eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos” (Mt 19, 12)! Es otro tipo de matrimonio, un matrimonio con Dios, con Jesucristo, en que reservamos nuestro corazón para él, y lo guardamos estrictamente para que no se divida por otra persona o por otra cosa o por los placeres del mundo.

Un célibe que se enamora de una mujer ha dividido su corazón y ha perdido su ventaja como célibe, que es tener un corazón radicalmente indiviso en su relación nupcial con Jesucristo. El ideal, pues, del celibato por el reino de Dios es tener una relación nupcial con Jesucristo que es radicalmente exclusiva, y así todo el amor del corazón puede ir sólo a su único esposo, Cristo. El corazón no está dividido ni siquiera por el amor de una esposa humana en el sacramento del matrimonio.

El célibe debe guardar su corazón de otras divisiones también. Si un célibe se dedica a los placeres del mundo, pues, está dividido también. Por eso un célibe debe vivir una vida austera y ascética, una vida de simplicidad y pobreza evangélica, una vida de oración y ayuno. Su deleite está en la oración, en la palabra de Dios, en la lectura espiritual, en el lectio divina, en sus estudios espirituales, y en su trabajo para el Señor, su ministerio. Su deleite está en Jesucristo, en su paz y amor, en su luz y esplendor, en el silencio, en la soledad, en la contemplación, y en el amor por su prójimo y en su servicio a él.

El célibe, pues, vive separado del mundo y sus placeres, ruido, superficialidad, delicadezas, y distracción. Él quiere vivir recogido en Jesucristo, con el amor de Cristo quemando en su corazón, y así ser un ejemplo para los demás, alguien que eleva y renueva a todos. Personas así son como oasis en el desierto, un refresco en el calor, personas que dan vida a todos.

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UNA VIDA RADICAL PARA DIOS

Lunes, 27ª semana del año Jonás 1, 1-2, 1.11; Jonás 2; Lc 10, 25-37

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27).

El amar a Dios con todo el corazón, alma, mente, y fuerzas es el primer mandamiento de Jesucristo, como vemos claramente en el evangelio de san Marcos y de san Mateo (Mc 12, 30; Mt 22, 36-37). Este mandamiento debe guiarnos en toda nuestra vida, en todo lo que hacemos; y lo más radicalmente podemos observarlo, mejor, según la dirección de Dios en nuestra vida. Así, pues, el Espíritu Santo guía a algunos a dejar todo lo de este mundo y seguirle a Cristo con todo su corazón y vida como lo que Jesús invitó al joven rico a hacer (Mt 19, 21). Este es el llamado a la perfección, a una vida de perfección en el servicio de Dios. Todos son llamados a la perfección y a dejar todo por causa de Jesucristo, pero algunos lo hacen de una manera más radical que otros, conforme a la dirección de Dios en su vida.

La vida monástica es la manera más radical de todo de observar este primer mandamiento. El ideal de la vida monástica es vivir sólo para Dios y dejar el mundo y sus placeres atrás. Los monjes, pues, viven en una clausura, separados del mundo y sus placeres, ruido, y distracción. Viven en silencio y simplicidad, sin televisión, radio, ni películas; y viven una vida de ayuno continua —es decir, sin carne ni delicadezas, comiendo una sola comida completa al día—. Este es el ideal. Lo vemos en los Padres del Desierto, en la vida de san Antonio, abad, y en la vida de san Bernardo y san Bruno, por ejemplo. Es un ideal que desafía a los monjes de hoy si se han relajado u olvidado el ideal de su vida.

Es, además, un ideal que puede inspirar también a los sacerdotes y religiosos. Ellos viven el celibato precisamente porque quieren vivir radicalmente sólo para Dios con todo su corazón, mente, alma, y fuerzas. No quieren dividir su corazón con el amor de una esposa humana. No deben dividir su corazón tampoco con los otros placeres innecesarios de este mundo. Ellos también deben vivir una vida de oración y ayuno en el servicio del Señor. Deben ser separados del mundo, no perdidos en ello. Ellos, dice Jesús, “no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14). No deben, pues, prender la televisión como la primera cosa que hacen en la mañana, sino reverenciar las primeras horas del día, dedicándolas a Dios en silencio, oración, vigilias, el oficio divino, lectio divina, la celebración de la Misa, y la contemplación después de la recepción de la Santa Comunión. Deben ser reconocidos, además, por su manera de vestirse, como distintos del mundo seglar, y así dar el testimonio de su manera de vivir para la inspiración del mundo. Entonces, deben dedicarse al servicio de su prójimo en caridad y en la ofrenda de su vida.

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NACERÁ EL SOL DE JUSTICIA

Jueves, 27ª semana del año Mal 3, 13-4, 2; Sal 1; Lc 11, 5-13

“Mas a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación; y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada” (Mal 4, 2).

Esta es una profecía mesiánica. En los días del Mesías, los que temen al Señor e invocan su nombre con fe recibirán lo que piden. El Sol de justicia nacerá para ellos, y “en sus alas traerá salvación; y saldréis y saltaréis como becerros de la manada” (Mal 4, 2). Jesús nos dice algo semejante hoy, diciendo: “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc 11, 13). Cristo es el Mesías que nace para nosotros como el Sol de justicia, y en sus alas está la curación y la salvación de nuestras almas.

¿Pero de qué necesitamos ser curados? De la culpabilidad y tristeza de espíritu, causadas por haber fallado en hacer nuestra obligación y todo lo que Dios quiere de nosotros. Cristo vino, pues, para curar esta enfermedad que lisia nuestro espíritu. Él vino para destruir el reino de Satanás para librarnos de su poder. San Marcos nos dice que Jesús “predicaba en las sinagogas de ellos en toda Galilea, y echaba fuera los demonios” (Mc 1, 39). Y “Volvieron los sesenta con gozo, diciendo: Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre. Y él les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 17-18). Cristo es el hombre más fuerte que vence al hombre fuerte y armado (Satanás) que guardaba su palacio, y le quitó todas sus armas en que confiaba, y repartió el botín (Lc 11, 21-22). Jesús interpretó su acción exorcista, diciendo: “si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20).

Cristo es el vencedor sobre el poder del diablo, y nos dará la curación de nuestro espíritu que anhelamos y necesitamos. Nos la da por medio de su muerte y resurrección cuando se la pidamos. Murió en nuestra naturaleza vieja para que, unidos íntimamente con él, resucitemos con él en una naturaleza renovada, en el esplendor de su resurrección, para andar en la novedad de vida (Rom 6, 4) y vivir con él una vida resucitada (Col 3, 1-2) en la alegría del Espíritu Santo. Su muerte, además, pagó nuestra deuda de sufrimiento en castigo por nuestros pecados, porque él sufrió la alienación de Dios en la cruz por nosotros para librarnos de este sufrimiento de alienación cuando le pedimos con fe. Él nos dará este don cuando se lo pedimos por medio de los méritos de su muerte por nosotros en la cruz. Entonces saldremos, saltando de alegría y júbilo de espíritu como becerros de la manada. Así, pues, nacerá para nosotros “el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación” (Mal 4, 2). Sólo tenemos que arrepentirnos, cambiar nuestra vida, y pedir con fe; y entonces esperar con paciencia su respuesta, que él nos dará en su debido tiempo.

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EL REINO DE DIOS ESTÁ ENTRE NOSOTROS

Viernes, 27ª semana del año Joel 1, 13-15; 2, 1-2; Sal 9; Lc 11, 15-26

“Mas si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20).

Jesucristo es el vencedor de Satanás y su reino. Sus exorcismos demuestran esto. Él echa fuera los demonios, los secuaces de Satanás, y trae a la tierra el reino de Dios. En él, con su aparición y actividad en el mundo, el reino de Dios aparece en el mundo para la salvación del hombre. Es por el poder de Dios que Cristo echa fuera los demonios, no del Beelzebul, porque en este caso Satanás sería dividido contra sí mismo. Cristo es el Mesías, trayendo el reino de Dios al mundo. El reino de Dios es un nuevo estado de paz en el mundo, en que Dios, victorioso en Cristo sobre los poderes de Satanás, reina en los corazones de los hombres. Cristo introduce un reino de luz en la tierra y destruye el reino de pecado y condenación.

Cristo nos libra de la condenación de la ley al cumplir la ley por nosotros en su vida obediente y al sufrir en su muerte el castigo justo de la ley por nuestros pecados, condenando el pecado en su propia carne (Rom 8, 3). Habiendo cumplido la ley por nosotros, somos librados de la condenación de la ley, para vivir en adelante en la libertad de los hijos de Dios, en paz con Dios, andando en la nueva luz de Cristo (Jn 8, 12). Él sufrió nuestra condenación, y “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Rom 8, 1). Ahora, pues, andamos según el Espíritu y no más según la carne. Ahora, justificados por nuestra fe en Jesucristo, guardamos la ley moral para nuestra santificación, porque seremos juzgados conforme a nuestras obras (Mt 16, 27; Rom 2, 6).

Así, pues, Jesucristo nos redimió para que andemos en su luz, en paz con Dios, librados de los ataques de nuestra conciencia. Él vence a Satanás y al pecado. Su muerte destruye el reino de Satanás, porque Satanás no pudo agarrarlo, siendo Cristo sin pecado y por tanto sin necesidad de morir, porque la muerte es el castigo del pecado (Gen 2, 17). Cristo, pues, echa fuera Satanás, reventando su morada de los muertos, y nos libra de su poder, para que vivamos una vida nueva en él, habiendo resucitado en el poder de su resurrección. Su muerte destruyó nuestra muerte y pagó nuestro castigo de pecado, justificándonos. En su resurrección, él nos vistió de su justicia y esplendor, restaurando nuestra vida e iluminándonos de la luz que dimana de su resurrección. Así, pues, por la fe en él, librados de la culpabilidad, andamos en la luz (Jn 8, 12). Estamos, pues, en el reino de Dios al estar en Jesucristo, porque “el reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17, 21). “El reino de Dios no vendrá con advertencia” (Lc 17, 20). Está en medio de nosotros.

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LOS COLLADOS FLUIRÁN LECHE

Sábado, 27ª semana del año Joel 3, 12-21; Sal 96; Lc 11, 27-28

“Sucederá en aquel tiempo, que los montes destilarán mosto, y los collados fluirán leche” (Joel 3, 18).

Es para estos días que esperamos ahora, y aun hemos empezado a disfrutar de algo de ellos ahora, de antemano, por la vida de fe. La vida de fe se muestra en obras externas, en la manera en que vivimos. Es una vida de obediencia a la voluntad de Dios en todo aspecto de nuestra vida, conforme a la dirección del Espíritu Santo. Cada persona tiene su vocación personal, distinta a los demás, y si uno obedece esta dirección personal con exactitud, será bendito. Para él, aun los montes destilan mosto, y los collados fluyen leche, porque vive en la bendición de Dios.

Jesús dice hoy: “Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios, y la guardan” (Lc 11, 28). Esta fue su respuesta a la mujer que le dijo: “Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste” (Lc 11, 27). Mejor aun que ser su madre es guardar la palabra de Dios. Dijo la misma cosa cuando le dijeron: “Tu madre y tus hermanos están fuera y quieren verte. Él entonces respondiendo, les dijo: Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios, y la hacen” (Lc 8, 20-21). Somos, pues, como su madre y sus hermanos si oímos y hacemos la palabra de Dios, porque “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21). “Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace —dice—, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca” (Mt 7, 24).

Es difícil, a veces, hacer la voluntad de Dios, porque puede ser que yo soy el único que la hago en algún asunto en mi ambiente, y la presión social está en contra de mí, y tengo que nadar contra la corriente. Pero así daremos nuestro testimonio, que es muy importante para nuestros contemporáneos. Cuando damos este testimonio requerido de nosotros por Dios, él nos recompensa interiormente, y los montes destilan mosto y los collados fluyen leche para nosotros (Joel 3, 18).

Dios nos recompensa por nuestra justicia, como dice el salmista: “El Señor me ha premiado conforme a mi justicia; conforme a la limpieza de mis manos me ha recompensado. Porque yo he guardado los caminos del Señor, y no me aparté impíamente de mi Dios … Limpio te mostrarás para con el limpio” (Sal 17, 20-21.26). La salvación y la gloria de Dios están cerca de los que le temen y hacen su voluntad. Ellos viven en el encanto de su presencia, porque “Ciertamente cercana está su salvación a los que le temen, para que habite la gloria en nuestra tierra” (Sal 84, 9).

Pero todavía esperamos la revelación de esta gloria de Dios mientras nos acercamos cada día más al día del Señor. Queremos, pues, guardar su “mandamiento sin macula ni reprensión, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo”, como dice san Pablo en el oficio de las lecturas hoy (1 Tim 6, 14).

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LA MUNDANALIDAD DE LA CULTURA CONTEMPORÁNEA Y LAS VOCACIONES RELIGIOSAS

28º domingo del año

Sabiduría 7, 7-11; Sal 89; Heb 4, 12-13; Mc 10, 17-30

“Entonces Jesús, mirándole, le amó, y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven, sígueme” (Mc 10, 21).

Aquí está el llamado a la perfección. No hay nadie que pueda disculparse y decir que esto no me aplica a mí. Este texto, en cierto sentido, es para todos. Todos son llamados a dejarlo todo y seguir a Jesús si quieren ser perfectos (Mt 19, 21). Pero es verdad que no todos son llamados a hacer esto de la misma manera. Pero sí, hay algunos que son llamados a seguir a Jesucristo así de una manera más literal y más radical. Entre ellos son los sacerdotes y religiosos, y sobre todo los monjes. Hay también muchos que no viven en monasterios ni son ordenados sacerdotes, ni han echado votos religiosos formales, pero que aun así se sienten llamados a un seguimiento más radical de Jesucristo de esta manera. Así, pues, de un modo u otro, este texto se dirige a todos, a cada persona que quiere seguir a Jesucristo, pero especialmente se dirige a los sacerdotes y religiosos, a los monjes, y a los que se sienten llamados a una vida de seguimiento radical, a una vida de despojo y desprendimiento de sí mismos por amor a Jesucristo.

Hoy, en varios países, hay muchas menos vocaciones sacerdotales y religiosas que antes. ¿Por qué? Puede ser porque somos más prósperos económicamente ahora y más acostumbrados a una vida lujosa, llena de placeres y delicadezas. Y esto ha estropeado a muchos. Son, pues, mimados, y han olvidado las virtudes de una vida austera, sencilla, y frugal. Han olvidado la belleza y la importancia espiritual del sacrificio, unido al sacrificio de Cristo. Muchos han olvidado la cruz y su centralidad en la vida cristiana. Han olvidado que al morir, vivimos; al morir a este mundo, viviremos para con Dios. Muchos han olvidado también la belleza de una vida dedicada a Dios, la belleza de un corazón reservado únicamente para el Señor, sin ser dividido entre otros amores, cosas, y placeres. Muchos, pues, han venido a ser mundanos, personas del mundo, hombres del mundo, conocedores de la dulce vida, personas cuyas vidas son llenas de diversiones, vacaciones, entretenimientos, y recreaciones. Muchos, pues, han venido a ser como vagabundos, andando vagando por el mundo y sus deleites y placeres, perdiendo tiempo, no haciendo nada de significado ni de valor a los ojos de Dios. Quieren distraerse continuamente. Prender la televisión es la primera cosa que hacen en la mañana en vez de orar, meditar, leer la Biblia, y rezar el oficio divino.

Si este es nuestra cultura hoy, una cultura de placer, ¿estamos sorprendidos a ver que, en varios países, entre nuestros jóvenes no hay vocaciones sacerdotales ni religiosas? En un sentido, es un castigo de Dios por la mundanalidad de nuestra cultura contemporánea. Es también el resultado normal, natural, y esperado de esta orientación de la cultura.

Pero en medio de todo esto, se oye la voz del evangelio, llamándonos a algo más, llamándonos otra vez a la perfección (Mt 19, 21). “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!”, dice Jesucristo hoy (Mc 10, 23). “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja —continúa diciendo— que entrar un rico en el reino de Dios” (Mc 10, 25). El rico es el hombre rodeado de placeres y olvidadizo de Dios. Pero los que dejan el mundo por Cristo recibirán cien veces más, con

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persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna (Mc 10, 30). Los primeros de este mundo, en su vida moderna y próspera, llena de placeres, serán los últimos para con Dios; mientras que los sencillos que han renunciado a todo por causa de Cristo serán los primeros para con Dios (Mc 10, 31; 8, 35; Jn 12, 25).

¡Qué bello es este ideal que tantos han olvidado! —el ideal de la vida de perfección, el ideal de dejarlo todo de este mundo por causa de Cristo—. Los que viven así, que viven verdaderamente el ideal del sacerdocio y de la vida religiosa o monástica, conocen la belleza espiritual de este tipo de vida, reservando sus corazones sólo para el Señor, renunciando a los placeres innecesarios de este mundo. Han dejado una vida de ir vagando por el mundo buscando entretenimientos y diversiones, y han descubierto la importancia de la estabilidad y de una vida quieta de oración, ayuno, silencio, concentración, soledad, lectura y estudio espiritual, y trabajo silencioso y orante. Sirven sólo a un Señor (Mt 6, 24) y tienen sólo un tesoro, el Señor (Mt 6, 19-21). Tratan de entrar por la puerta estrecha y difícil de los pocos, no por la puerta ancha y cómoda de los muchos (Mt 7, 13-14). Pierden su vida en este mundo para hallarla verdaderamente con Dios (Mc 8, 35; Jn 12, 25). Renuncian a los placeres, entretenimientos, y delicadezas de este mundo para obtener el tesoro escondido y la perla preciosa (Mt 13, 44-46). Son los benditos pobres y pobres en espíritu que heredarán el reino de Dios (Lc 6, 20; Mt 5, 3), no los ricos que ya han tenido su consuelo (Lc 6, 24; 16, 25)

Si pudiéramos descubrir otra vez estos valores evangélicos, verdaderos y vivirlos, creo que habremos descubierto también la solución de la falta de vocaciones sacerdotales y religiosas en muchos países hoy. Son estos valores, vividos por una comunidad, que atraerán vocaciones, porque este es el significado de una vocación sacerdotal y religiosa. Pero si nuestras órdenes y sociedades de vida apostólica no viven estos valores, ¿cómo sería posible que atraigamos vocaciones?

REDIMIDOS POR SU MUERTE

Lunes, 28ª semana del año Rom 1, 1-7; Sal 97; Lc 11, 29-32

“Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán; porque a la predicación de Jonás se arrepintieron, y he aquí más que Jonás en este lugar” (Lc 11, 32).

Jesús condena a su generación por su falta de fe, en que siguen pidiendo una señal de él antes de que creerían. Mejores fueron los hombres de Nínive, que se arrepintieron a la predicación de Jonás. Y ellos eran paganos. Aquí hay más que Jonás, y la gente son judíos; pero aun así, no creen en él. Y ¿qué es lo que deberían haber creído? Que él fue enviado de Dios para salvarlos de sus pecados al dar su vida por ellos.

Y tú que has visto toda su revelación, su muerte y resurrección, ¿crees verdaderamente que él murió por tus pecados? Si no crees esto, los hombres de Nínive te condenarán en el juicio.

Jesucristo nos ha traído nueva vida. Él nos reconcilió con Dios, y por fe en él, Dios nos perdona nuestros pecados. Cristo es el mediador entre Dios y el hombre. Por medio

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del sacrificio de su muerte en la cruz, Dios puede permanecer justo y al mismo tiempo perdonar nuestros pecados. La muerte de Cristo manifiesta la justicia de Dios, es decir, que Dios es justo, aun en perdonar nuestros pecados sin imponernos el castigo justo por nuestros pecados. Cristo murió por nosotros. Murió nuestra muerte, que deberíamos haber muerto en castigo por nuestros pecados. Pero puesto que él murió nuestra muerte, él pagó nuestra deuda justa por nuestros pecados, mostrando que Dios es justo, porque ha requerido el castigo justo por nuestros pecados. El resultado es que Dios nos perdona y justifica y es justo en hacerlo, porque el castigo justo fue pagado por Jesucristo. Cristo, pues, fue nuestro sustituto. Él sustituyó por nosotros con su sacrificio vicario, que demostró que Dios es justo. Al mismo tiempo, este sacrificio nos justificó. Jesucristo es “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Rom 3, 25). Aunque no castigó los pecados pasados, aun así Dios es justo, porque Cristo sufrió el castigo justo por estos pecados.

Jesucristo es el Hijo de Dios, y vino a la tierra para hacer esto. Los que creen en él, creen esto, creen que él ha hecho esto, y el resultado es que son perdonados y justificados por los méritos de Cristo en la cruz, y tienen en adelante una vida nueva en él. Morimos al pecado en su muerte, y resucitamos, justificados en su resurrección. Así, pues, Dios da una vida nueva a todos los que creen esto.

Pero todavía hay muchos que no creen esto, aunque se llaman cristianos. Son ellos los que estarán condenados en el juicio por los hombres de Nínive. Han visto mucho más que los hombres de Nínive y se llaman cristianos, pero no creen en la muerte vicaria de Jesucristo en la cruz. No creen que él sustituyó por nosotros para que seamos librados de la condenación de la ley. No creen que somos hechos una nueva creación en su sangre. ¿Estás tú entre ellos?

UNA PROPICIACIÓN EN SU SANGRE

Jueves, 28ª semana del año Rom 3, 21-30; Sal 129; Lc 11, 47-54

“Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios (Rom 3, 21) … la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él (Rom 3, 22) … por cuanto todos pecaron (Rom 3, 23) … siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús (Rom 3, 24), a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados (Rom 3, 25), con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea justo, y el que justifica al que tiene fe en Jesús (Rom 3, 26) … Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley (Rom 3, 28) … Porque Dios es uno, y él justificará por la fe a los de la circuncisión y por medio de la fe a los de la incircuncisión (Rom 3, 30). ¿Luego por la fe invalidamos la ley? En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Rom 3, 31).

Estas sentencias de la primera lectura, traducidas aquí literalmente, son las sentencias más importantes teológicamente que jamás han sido escritas. San Pablo nos enseña aquí

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que ahora la justicia que nos hace justos se ha manifestado aparte de la ley (Rom 3, 21) y aparte de nuestras obras buenas según la ley (Rom 3, 28). Esta justicia justificante de Dios viene “por medio de la fe en Jesucristo para todos los que creen en él” (Rom 3, 22). Dios nos envía esta justificación porque todos han pecado (Rom 3, 23) y han fallado en venir a ser justos por sus propias obras según la ley. Por eso Dios nos justifica ahora “gratuitamente por su gracia”, rescatándonos por medio de Jesucristo (Rom 3, 24).

Jesucristo es el medio que Dios usó para esto, siendo quien propició a Dios por medio de su sangre. Es decir, Cristo fue un sacrificio propiciatorio para aplacar la ira justa de Dios contra nuestros pecados. Es la misma Trinidad que, en su amor por nosotros, inició este medio de propiciar su propia ira justa contra nuestros pecados.

Él propició a Dios en que él sufrió, en lugar de nosotros y por nosotros, el castigo justo por nuestros pecados. Es el mismo Dios, la misma Trinidad, que inició esto, y así Jesucristo manifestó que Dios es verdaderamente justo aunque había “pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” del Antiguo Testamento (Rom 3, 25) sin castigarlos adecuadamente. Pero ahora es claro que Dios era justo en pasar por alto los pecados del Antiguo Testamento, porque ahora él los expía justamente en la muerte de Cristo en la cruz. Es decir, Dios pasó por alto los pecados pasados “con la mira [o la intención] de manifestar en este tiempo su justicia” (Rom 3, 26) en el sacrificio propiciatorio y expiatorio de Jesucristo en la cruz. Así, pues, Jesucristo manifiesta que Dios es “justo y el que justifica al que tiene fe en Jesús” (Rom 3, 26). Todos son justificados así, tanto los gentiles como los judíos (Rom 3, 30). Así, pues, la ley no es destruida, sino confirmada (Rom 3, 31), porque el castigo justo de la ley por el pecado fue pagado por Jesucristo en su muerte en la cruz.

Vemos, pues, que somos hechos verdaderamente justos por Dios por medio de nuestra fe, es decir, no somos sólo declarados justos sino hechos justos, porque es Dios que nos justifica. Somos, pues, regenerados, nacidos de nuevo, y hechos una nueva creación (2 Cor 5, 17) por el sacrificio propiciatorio de Jesucristo en la cruz.

Dios es la persona primaria a ser reconciliada y propiciada por este sacrificio, que se ofreció a él. Dios es siempre un Dios de Amor. Es la Trinidad que, por amor, propuso este método de rescatarnos. Pero aun así, su amor no cancela su justicia, que tuvo que ser propiciada de esta manera.

LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE NOS RENUEVA INTERIORMENTE

Viernes, 28ª semana del año Rom 4, 1-8; Sal 31; Lc 12, 1-7

“Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Rom 4, 3).

Aquí vemos que la justificación por la fe y no por nuestras obras según la ley era el método de salvación aun antes del nacimiento de Jesucristo, porque Abraham fue justificado no por sus obras, sino por su fe; es decir, por su fe en Dios y en su promesa. “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Rom 4, 3; Gen 15, 6).

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Así, pues, podemos jactarnos sólo de Jesucristo y no de nuestras propias obras en este asunto de ser justificados, porque la justificación viene de él y no de nosotros. Esta justificación nos cambia interiormente y transforma, perdonando nuestros pecados y vistiéndonos de la gloria de Cristo. Nos da paz con Dios, paz en nuestra conciencia. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom 5, 1). Es una renovación interior que nos hace una nueva creación (2 Cor 5, 17).

La justificación viene de la muerte y resurrección de Jesucristo y se aplica a nosotros cuando creemos en él. Viene sobre todo por medio de los sacramentos (el bautismo y la penitencia). Nos da una liberación interior del pecado y de nuestra culpabilidad y borra nuestro gran sufrimiento de la culpabilidad por nuestros pecados e imperfecciones. Y porque continuamos a caer en imperfecciones, tenemos que repetirla, aun diariamente, pidiendo siempre de nuevo el perdón de Dios por nuestras nuevas imperfecciones, y usando los sacramentos que Cristo nos dejó para este propósito.

Cuando Dios nos justifica por los méritos de Jesucristo, nuestra culpabilidad está transferida a Cristo, mientras que su justicia está imputada a nosotros. Su gracia está infundida en nosotros. En su justificación, Dios no pone a un lado la ley, sino declara que sus requisitos son cumplidos por nosotros en la muerte de Cristo, quien pagó por nosotros nuestra deuda. Y así podemos ir absueltos y libres de todo pecado y todo sentido de culpabilidad.

Nuestra fe es el medio por el cual recibimos el don de la justificación. Tenemos que confesar nuestros pecados y pedir este don por medio de los méritos de Jesucristo en la cruz, sobre todo en el sacramento de la penitencia. Son los méritos de Cristo que nos justifican, no la virtud de nuestra fe. Nuestra fe es sólo el medio de recibir y aceptar lo que los méritos de Cristo ganaron por nosotros.

La justificación una vez recibida, podemos crecer más en ella por medio de nuestras obras buenas según la ley. Este es el proceso de la santificación, y en el último día seremos juzgados conforme a nuestras obras (Mt 16, 27).

Por medio de la justificación por la fe, podemos andar en el esplendor de la justicia de Jesucristo, en paz con Dios en nuestro corazón, como una nueva criatura, un hombre nuevo, alguien que ha nacido de nuevo.

SOIS LUMINARES EN EL MUNDO —NO OS AVERGONCÉIS

Sábado, 28ª semana del año Rom 4, 13.16-18; Sal 104; Lc 12, 8-12

“Os digo que todo aquel que me confesare delante de los hombres, también el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios; mas el que me negare delante de los hombres, será negado delante de los ángeles de Dios” (Lc 12, 8-9).

¡Qué importante es que confesemos a Jesucristo en el mundo y no nos avergoncemos de él y de nuestra fe en él en el mundo y delante de los hombres y los no creyentes! Dios nos puso en el mundo para esto, para ser sus testigos. Cristo nos envió a proclamar su evangelio y dar testimonio de él delante de los hombres. “Como tú me enviaste al

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mundo, así yo los he enviado al mundo”, dijo Jesús sobre sus apóstoles en oración a su Padre (Jn 17, 18). Y a sus discípulos dijo: “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Jn 20, 21). Durante su ministerio, Jesús “los envió [a sus discípulos] a predicar el reino de Dios, y a sanar a los enfermos” (Lc 9, 2).

Proclamamos el evangelio y predicamos a Cristo por nuestras palabras y por nuestra manera de vivir y comportarnos en el mundo, delante de los hombres que nos observan. Pero hay muchos que, más que nada, quieren mezclarse con la multitud y vivir como todo el mundo, siendo como los demás. No quieren ser diferentes ni destacarse de ninguna manera. Tienen miedo de ser diferentes de la mayoría y no quieren nadar contra corriente. Muchas veces ellos tienen vergüenza de su fe y no quieren ser conocidos como cristianos o como sacerdotes o como religiosos. Quieren ser anónimos. Se disfrazan, si son sacerdotes, en lugares públicos y se visten como personas seglares para no dar testimonio de su fe y su consagración a Dios. Tienen vergüenza de ser conocidos como sacerdotes de Cristo o personas consagradas a él. Pero “el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Mc 8, 38).

No es sólo con nuestras palabras o sermones que damos testimonio a Cristo. Nuestra vida, nuestro tipo de consagración a Dios, y nuestra manera de vivirla siempre serán nuestro primer y más importante sermón y nuestro mejor testimonio. No debemos poner nuestra luz “debajo de un almud, sino sobre el candelero” para alumbrar a todos los que están en la casa (Mt 5, 15).

Debemos vivir como el Espíritu Santo nos dirige; y si esto nos hace diferentes de los demás, no debemos avergonzarnos de esto ni rehusar seguir la dirección del Espíritu Santo. Nuestra diferencia será nuestro testimonio propio y particular que Dios nos ha dado para la edificación de los demás. Nuestro ideal no debe ser mezclarnos con los demás y no destacarnos entre ellos de modo alguno, sino dar testimonio de Jesucristo. Así, pues, seréis “irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Fil 2, 15). Esta es tu vocación —ser luminares en el mundo—. No te avergüences de ella.

ÉL DIO SU VIDA EN RESCATE POR MUCHOS

29º domingo del año Is 53, 10-11; Sal 32; Heb 4, 14-16; Mc 10, 35-45

“…el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

Aquí tenemos el gran texto que presenta a Jesucristo como el rescate por muchos. La primera lectura habla de esto también. Dice: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje … por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos” (Is 53, 10-11). Para esto, Dios se encarnó en el mundo; es decir, el Hijo de Dios, igual en divinidad con su Padre, asumió una naturaleza humana para poder sufrir “la paga del pecado”, que es la muerte (Rom 6, 23). Dios dijo a Adán,

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“mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gen 2, 17). De verás, “la paga del pecado es muerte” (Rom 6, 23). Es precisamente esta muerte que Dios se encarnó en Jesucristo para morir por nosotros —él murió esta muerte—, para rescatarnos de esta muerte, que es el obstáculo que nos divide de Dios. Es una muerte espiritual y física —la separación del alma de Dios—. Sería también una muerte eterna si Dios, en la persona de su Hijo, no la hubiera muerto por nosotros y en lugar de nosotros, librándonos de la muerte eterna del infierno.

Porque nosotros fuimos envueltos en la muerte a causa de nuestros pecados y a causa del pecado de Adán, por esta razón Dios, en Jesucristo, su Hijo, la murió por nosotros La muerte (física, espiritual, y eterna) es el castigo del pecado (el de Adán y los de nosotros). El mismo Dios, en Jesucristo, murió nuestra muerte, que nos divide de él, capacitándonos a entrar en comunión con él —el gran obstáculo (la muerte) habiendo sido quitado—. Así, fue para esto que Jesucristo entró en el mundo. “…no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45).

El Padre tuvo contentamiento en su Hijo amado haciendo esto en la cruz (Is 42, 1). El Hijo llevó nuestro castigo, murió nuestra muerte, y así nos libró de la muerte y del pecado, dándonos la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 23). Así, pues, él puso “su vida en expiación por el pecado” (Is 53, 10). Él expió nuestros pecados en la cruz al aceptar responsabilidad por ellos y al pagar su deuda, es decir, su castigo, que es morir por ellos.

Nosotros, pues, ahora debemos vivir una vida nueva —no solamente perdonada, sino también cambiada y transformada—, una vida que renuncia al pecado y vive en el amor de Dios. Por la muerte de Jesucristo, el Padre nos justifica, es decir, nos hace justos, personas regeneradas, nacidas de nuevo por medio de nuestra fe en él. Resucitamos, pues, en su resurrección para andar en la luz que dimana de Cristo resucitado y andamos en la novedad de la vida (Rom 6, 4). Su muerte sustituyó ante el Padre por nuestra muerte, que habríamos muerto si él no la hubiera muerto por nosotros; y su resurrección nos dio una vida nueva en la luz (Jn 8, 12; 1 Pd 2, 9).

Jesucristo es también el rescate por nosotros en que murió sin tener que morir, porque él era sin pecado, y la muerte es sólo para pecadores y los que llevan el pecado original en sus almas, como los infantes, que no tienen pecados personales, pero aun así, mueren porque tienen el pecado original. Cristo no tuvo ni el pecado original ni pecados personales, pero sin embargo murió. Es decir, murió injustamente. No debería haber muerto. Satanás no tuvo derecho alguno sobre él para ponerlo en el Hades, la morada de los muertos, y por eso cuando descendió al Hades, lo reventó y libró a todos sus cautivos, conduciéndolos al cielo con él (Ef 4, 8.9; 1 Pd 3, 19). Él fue, pues, el rescate que Dios dio a Satanás para reventar al Seol al llegar allí. Él es, entonces, el vencedor de Satanás, de la muerte, y de la morada de los muertos. Él es Christus Victor.

La cruz de Jesucristo es, además, para nosotros que fuimos rescatados por ella el modelo para nuestra nueva manera de vivir, muertos y resucitados en Jesucristo. Debemos, pues, vivir el misterio de la cruz, ofreciéndonos a nosotros mismos al Padre con Jesucristo por el sacrificio de nosotros mismos. Así, pues, “el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que de vosotros quiera ser el primero, será siervo de todos. Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45). Debemos, pues, vivir

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íntimamente unidos con él, aun en la pauta de su vida, que es una vida crucificada al mundo y sacrificada al Padre en amor, una vida derramada en amor. Hacemos esto normalmente al ofrecernos al servicio de los demás, siendo, pues, los siervos y esclavos de todos.

MUERTO POR NUESTROS PECADOS, Y RESUCITADO PARA NUESTRA JUSTIFICACIÓN

Lunes, 29ª semana del año

Rom 4, 19-25; Lc 1; Lc 12, 13-21

“…el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4, 25).

Este versículo expresa la esencia del evangelio, la proclamación de la salvación de Dios para el hombre en Jesucristo. En su muerte está nuestra vida nueva, librada del pecado y de la pena de la culpabilidad. Su muerte es la medicina para curar nuestra mala conciencia, para librarla y darle alegría. Esta es la salvación que Dios envió al hombre después de su pecado, que lo separó de Dios y lo puso en la oscuridad, tristeza, y depresión, de las cuales no pudo librarse a sí mismo. Jesucristo es el Salvador a quien Dios envió al hombre para librarlo de este pozo, en que había caído y se perdió. Jesucristo, pues, murió “por nuestras transgresiones” (Rom 4, 25), para que no permanezcamos en ellas, para que no quedemos perdidos, hundidos en la culpabilidad, y deprimidos. Él nos salva de estas transgresiones y de este mal estado de espíritu por medio de su muerte en la cruz, en que él aceptó nuestro sufrimiento de alienación de Dios y lo sufrió él mismo en la cruz, abandonado por su Padre. Cristo murió sintiéndose abandonado y alienado de su Padre, gritando: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mc 15, 34). Así él llevó nuestros pecados y nos libró de ellos en su muerte. Él, pues, sufrió vicariamente por nosotros, librando así a los que creen en él de sus pecados, porque él pagó nuestra deuda de sufrimiento por ellos. Así nos justificó, es decir, así él nos hizo justos y santos.

Entonces, Cristo resucitó de la muerte para vivir una vida nueva y glorificada, en su humanidad glorificada, sentado a la diestra de su Padre. Pero siendo resucitado, él permanece también con nosotros para que resucitemos con él para andar en la novedad de vida (Rom 6, 4). Andamos, pues, en su luz, en la luz y esplendor que dimanan de su cuerpo resucitado. La luz de su resurrección nos ilumina. Resucitamos, pues, con él para una vida nueva y resucitada en medio de este mundo viejo, para que seamos testigos de la nueva creación en Jesucristo, muerto y resucitado; y para que seamos lumbreras “en medio de una generación maligna y perversa” (Fil 2, 15).

Nuestra justificación viene de la muerte vicaria de Jesucristo en la cruz; y su resurrección es el signo del éxito de su muerte; es decir, que su muerte fue aceptada por el Padre, en vez de nuestra muerte, como el castigo de nuestros pecados. En este sentido, su resurrección manifiesta que somos justificados por su muerte. Su resurrección muestra que su muerte nos salvó y justificó, y por eso podemos decir con san Pablo que él resucitó para nuestra justificación (Rom 4, 25).

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EL VIVIR EN EL REINO DE DIOS

Jueves, 29ª semana del año Rom 6, 19-23; Sal 1; Lc 12, 49-53

“Hablo como humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia” (Rom 6, 19).

Somos llamados a una nueva forma de vivir en este mundo. Vivimos ahora —a causa de nuestra fe en Jesucristo— para el reino de Dios. Las profecías de paz y unidad son cumplidas en Jesucristo; y por fe, vivimos ahora en el reino de Dios, el reino del amor de Dios, el reinado de la paz del cielo que ha descendido a la tierra en Jesucristo. Es un reino de paz universal sobre toda la tierra, instituida por el mismo Dios en la venida de su Hijo al mundo para renovarlo. Jesucristo predicó y trajo el reino de Dios —su reinado— a la tierra. Este reino está en medio de nosotros y dentro de nosotros si creemos en Cristo. Cristo nos justifica y renueva, resplandeciendo en nuestros corazones, poniendo en nosotros el gran deseo de andar en su esplendor y en la magnificencia de su paz celestial sobre toda la tierra. Para hacer esto, una vez justificados por él, tenemos que resucitar con él a una vida nueva y resucitada, para vivir de un modo nuevo en este mundo, viviendo en la santidad, en la luz, andando en su esplendor, sirviendo a Dios en la justicia.

Debemos, pues, dejar atrás una vida de pecado y evitar aun nuestras imperfecciones, que nos pusieron en las tinieblas; y en cada aspecto de nuestra vida, presentar nuestros miembros para servir a la justicia y para amar y servir a nuestro prójimo. Así, “pues la voluntad de Dios es vuestra santificación … Pues no nos ha llamado Dios a la inmundicia, sino a santificación” (1 Ts 4, 3.7). Somos llamados a la santificación. Esto es lo que debemos hacer ahora, santificarnos en Jesucristo, en su justicia, andando en su luz, evitando todo pecado, y creciendo día tras día en su gran amor. Debemos, pues, vivir en su paz y difundir su amor en la tierra.

Esto es vivir en el reino de Dios en la tierra. Es vivir con los lomos ceñidos y las lámparas encendidas (Lc 12, 35), esperando el regreso de nuestro Señor, Jesucristo. Vivir en el reino de Dios en la tierra es vivir en la paz de Dios, en su esplendor, en la luz que dimana de su resurrección, en espera de su regreso en gloria con todos sus santos. Si vivimos en espera y alegre expectativa de esto, santificándonos más cada día, haciendo su voluntad, y evitando todo pecado, vivimos en su reino. Esto es vivir en otra dimensión, en el encanto de su venida, en la paz universal de su reino. Es vivir en un mundo nuevo, en una nueva creación, como hombres nuevos, con la paz de Dios en nuestro corazón. Es vivir para la gloria de Dios y la transformación de la tierra en el reino de su paz y luz.

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LOS TIEMPOS MESIÁNICOS HAN LLEGADO

Viernes, 29ª semana del año Rom 7, 18-25; Sal 118; Lc 12, 54-59

“¡Hipócritas! Sabéis distinguir el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y cómo no distinguís este tiempo?” (Lc 12, 56).

Aun en el Antiguo Testamento, Israel empezaba a anhelar y a esperar algo más que sólo una salvación política y temporal. Anhelaba una revelación definitiva del cielo que salvará a Israel y renovará el mundo entero (Is 65, 17). Ahora, pues, este tiempo mesiánico ha llegado con la venida de Jesucristo en el mundo. Él era el Mesías y trajo el reino de Dios a la tierra. Sus exorcismos y milagros de curación fueron los signos del llegado de este reino. “Pero si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios —dijo Jesús—, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12, 28). Vivimos, pues, ahora en el tiempo del cumplimiento de las profecías que un reino de paz se extenderá sobre toda la tierra. Vivimos en esta paz que ha descendido sobre la tierra en el nacimiento de Jesucristo. Este reino de Dios da gloria a Dios en las alturas y en la tierra trae paz y buena voluntad para con los hombres, como cantaron los ángeles en el nacimiento de Cristo (Lc 2, 14). Vivimos ahora en este reino y por eso debemos reconocer sus signos, como dice Jesús hoy, diciendo: “Sabéis distinguir el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y cómo no distinguís este tiempo?” (Lc 12, 56).

Los signos fueron sus exorcismos y curaciones, como dijo Jesús con referencia a Juan el Bautista, que le preguntó: “¿Eres tú aquel que había de venir, o esperaremos a otro? Respondiendo Jesús, les dijo: Id, y haced saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es el que no halle tropiezo en mí” (Mt 11, 3-6).

El reino de Dios en el mundo ha comenzado con la presencia en el mundo de Jesucristo, y será cumplido en su segunda venida en gloria sobre las nubes del cielo. Vivimos ahora entre estas dos venidas, esperando la segunda venida con alegre expectativa y ansiosa preparación. Él nos justifica por su muerte y nos ilumina por su resurrección para que andemos en su luz y esplendor, dando gloria a Dios en las alturas y extendiendo su paz en la tierra a nuestro prójimo (Lc 2, 14). Vivimos en el reino de Dios; y el reino de Dios —su reinado— está dentro de nosotros y en medio de nosotros. Así, pues, “El reino de Dios no vendrá con advertencia —dijo—, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17, 20-21). Es un reino de paz celestial sobre toda la tierra, que nos transforma y que transforma la tierra en la nueva creación, que coexiste ahora junto a la vieja creación hasta el día de su venida, “Porque como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día” (Lc 17, 24). Ahora, pues, es nuestro tiempo de vivir un nuevo tipo de vida en el mundo, en espera de su venida en gloria. Debemos, pues, vivir como hombres nuevos, justificados por Jesucristo, resplandeciendo con su luz, como lumbreras para los demás.

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LA VIDA SEGÚN EL ESPÍRITU

Sábado, 29ª semana del año Rom 8, 1-11; Sal 23; Lc 13, 1-9

“Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz” (Rom 8, 6).

Tenemos un nuevo modo de vivir en Jesucristo. No debemos vivir más según la carne, ocupándonos de la carne y sus deseos, que es muerte; sino nuestra vida nueva en Jesucristo es una vida de fe, en que renunciamos a la manera de vivir según la carne, y vivimos ahora según el Espíritu de Dios.

Es Dios que nos libró de la condenación de la ley por nuestros pecados. Dios envió “a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa de pecado” (Rom 8, 3), como una ofrenda o sacrificio por el pecado, y así “condenó al pecado en la carne” de Jesucristo en la cruz (Rom 8, 3). Él hizo esto “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom 8, 4). Es decir, al sufrir y morir en su carne en la cruz, Jesucristo condenó el pecado en su propia carne, así cumpliendo por nosotros los requisitos justos de la ley, que es la muerte en pago por nuestros pecados. Así satisfizo la justicia de la ley, o los requisitos justos de la ley, por nosotros.

Entonces, san Pablo dice que esta justicia de la ley fue cumplida por nosotros, “que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom 8, 4). Esta es nuestra parte, nuestra cooperación con la obra de Cristo. Una vez librados por él de la ley, del castigo de la ley por nuestros pecados, y de nuestros pecados por la muerte de Cristo en la cruz, tenemos que cooperar activamente con esta justificación al renunciar a nuestro antiguo modo de vivir según los deseos y placeres de la carne y vivir ahora y en adelante más bien en el Espíritu de Dios y conforme al nuevo modo de vivir en el Espíritu.

La manera de vivir según la carne es muerte. Esto quiere decir: vivir para el placer, viviendo en los placeres innecesarios de este mundo, que dividen nuestro corazón de un amor indiviso y puro, reservado sólo para el Señor. Si seguimos viviendo así después de ser rescatados por Cristo, viviremos en enemistad contra Dios (Rom 8, 7), porque “los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Rom 8, 8).

Jesús nos llama hoy a la conversión y dice: “si no os arrepentís, todos pereceréis” (Lc 13, 3). Somos como un árbol. Si no damos buen fruto, es decir, si seguimos viviendo como antes —según la carne y sus deseos—, seremos cortados (Lc 13, 9). Ahora, pues, es el tiempo del arrepentimiento. Tenéis que cambiar vuestra manera de vivir, renunciar a los placeres mundanos, y vivir ahora y en adelante sólo para Dios con todo vuestro corazón, con un corazón indiviso, reservado sólo para él.

Esto es el significado de vivir no más según la carne, sino según el Espíritu, porque hemos sido librados del castigo de la ley y del pecado para este nuevo modo de vivir en el mundo.

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JESÚS, HIJO DE DAVID, TEN MISERICORDIA DE MÍ

30º domingo del año Jer 31, 7-9; Sal 125; Heb 5, 1-6; Mc 10, 46-52

“Y oyendo que era Jesús nazareno, comenzó a dar voces y a decir: ¡Jesús Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Mc 10, 47).

Este mendigo ciego, Bartimeo, que está pidiendo que Jesús tenga misericordia de él, es un ejemplo de todos nosotros. Somos este mendigo ciego, pidiendo la ayuda de Jesucristo. Sabemos interiormente, como él lo supo, que Jesús es la respuesta de todas nuestras necesidades, que él es la solución de nuestro problema. Sabemos que él, y sólo él, puede solucionar nuestro gran problema. Podemos tener varios problemas, pero tenemos un problema central en nuestra vida, más importante y más serio que todo otro problema, y sabemos que Jesús, y sólo Jesús, puede solucionarlo. Sabemos, además, que él quiere solucionarlo, y que lo solucionará si le pedimos. Por eso estamos ahora sentados junto al camino; y oyendo que Jesús nazareno está ya cerca, clamamos a él de nuestra desesperación y necesidad. Y él nos oye y nos da lo que le pedimos.

¿Qué es nuestro problema, y qué es la solución que Jesús nos da? Nuestro problema es la ceguedad de nuestro espíritu, es decir, que tantas veces no podemos ver con claridad la luz del día y la belleza del mundo y de la vida. No podemos ver siempre la bondad de Dios, y no sentimos su amor, su luz, su paz, y su alegría en nuestro espíritu. ¡Cuántas veces perdemos nuestra paz, nuestra alegría, nuestro gozo de vivir! Muchas veces. Y ¿por qué perdemos nuestra paz y alegría tantas veces? Es a causa de nuestras imperfecciones, cosas que sabemos que Dios quiere de nosotros, pero cuanto más tratamos, de todos modos, seguimos fallando en cumplir perfectamente la voluntad de Dios para con nosotros. Jesús nos llama a ser perfectos (Mt 5, 48; 19, 21), y nosotros fallamos repetidamente, aun cuando estamos concientes de lo que él está pidiendo de nosotros y estamos concentrando en esto, tratando con toda nuestra fuerza de hacerlo. Fallamos tantas veces, y por eso perdemos nuestra alegría y paz.

El resultado es que caemos en un tipo de ceguera de espíritu, en una depresión de espíritu. Caemos en un tipo de desesperación. Desesperamos de que podamos cumplir la voluntad de Dios. Vemos que no tenemos el poder para hacerla con éxito.

Pero mientras crecemos espiritualmente, vemos que nuestras imperfecciones son más y más pequeñas. No son cosas grandes ahora en que fallamos, sino imperfecciones muy pequeñas—no pecados mortales o cosas serias—, pero aun así, nos abruman y roban nuestra paz, poniéndonos en una depresión, porque ya somos más sensibles que antes, y cosas más pequeñas nos atormentan más ahora.

Sabemos que estamos progresando, pero sabemos también que estas imperfecciones pequeñas, que la mayoría ni siquiera reconoce como imperfecciones, nos abruman y nos ponen en una depresión, incluso a veces casi en un estado de desesperación, porque no vemos cómo pudiéramos salir de esta situación de fallar repetidamente en lo que sabemos que Dios espera de nosotros. No logramos ser perfectos, aunque Jesús dice: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mt 5, 48).

¿Qué, pues, debemos hacer? ¿Qué es la solución de este problema de tristeza, ceguera, y depresión? Somos, pues, reducidos a ser como Bartimeo, sentados junto al camino, gritando con él: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Mc 10, 47).

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Y ¿qué hizo Jesús? Le llamó, al frente de todos, y le dio lo que le pidió. ¿Y qué hará para nosotros? Hará lo mismo. ¿Y cómo sabemos esto? Sabemos porque está escrito así en la Biblia, la palabra inspirada de Dios. Y sabemos esto también porque en el pasado, Jesús nos trató así cada vez que le habíamos pedido. No nos curaba siempre inmediatamente, porque es bueno, en su plan para con nosotros, que sufrimos un poco esta ceguera para nuestra purificación y crecimiento espiritual. Pero si somos cristianos, sabemos que él nos curó cada vez que le pedimos.

Así, pues, hacemos lo que hizo Bartimeo, y vemos que Jesús nos cura por medio de nuestra fe en él. Él cura nuestra alma. Él abre nuestros ojos. Él sana nuestra ceguedad de espíritu, perdona nuestros pecados e imperfecciones, y restaura nuestra paz y alegría de espíritu. Otra vez podemos ver la belleza de su amor y de la vida, con él morando en nuestro corazón, iluminándolo (2 Cor 4, 6), llenándonos de su luz y esplendor. Andamos, pues, en su luz y en la novedad de vida (Rom 6, 4), en la luz de su resurrección. Vivimos, pues, una vida resucitada con Cristo resucitado. Nuestros pecados e imperfecciones son perdonados por medio de su muerte en la cruz, donde él sufrió esta depresión por nuestros pecados para salvarnos de esto. Él nos da alegría de corazón. En verdad, “Los que sembraron con lágrimas, con regocijo segarán” (Sal 125, 5).

MORTIFICAD LAS OBRAS DEL CUERPO

Lunes, 30ª semana del año Rom 8, 12-17; Sal 67; Lc 13, 10-17

“Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rom 8, 12-13).

Jesucristo nos desata, librándonos de nuestra enfermedad, para que podamos enderezarnos como hizo a la mujer en el evangelio de hoy (Lc 13, 11-13). Él nos da el don del Espíritu Santo, el Espíritu de adopción, haciéndonos hijos adoptivos de Dios en Jesucristo, el único Hijo de Dios, y dándonos el poder de llamar a Dios: “Abba, Padre” (Rom 8, 15). Esta es la salvación de Dios que Jesucristo nos trajo, haciéndonos hijos de Dios, teniendo una vida nueva, la vida divina, en nosotros. Así, pues, entramos en el reino de Dios aquí en la tierra, el reino de paz celestial sobre toda la faz de la tierra. Vivimos, pues, en una nueva dimensión, salvados por Dios. Vivimos en intimidad con Dios y en amor por nuestro prójimo. El reino de Dios empieza ahora para los que están en Jesucristo, salvados y justificados por él por medio de su fe. Viven ya de antemano en la nueva creación, y son nuevas criaturas, hombres nuevos, que han dejado de vivir conforme al hombre viejo. Se han despojado de su hombre viejo y se han renovado en el espíritu de su mente, vistiéndose del hombre nuevo (Ef 4, 22-24).

Hechos nuevos así, Dios nos ha dado un nuevo modo de vivir en el mundo como ciudadanos del nuevo mundo, de la nueva creación, como hombres nuevos. Es no vivir más por los placeres de la carne, sino más bien mortificar las obras del cuerpo, “porque si vivís conforme a la carne, moriréis, mas si por el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo viviréis” (Rom 8, 13).

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¿Qué, pues, son las obras del cuerpo que tenemos que mortificar? ¡Son muchas! Primero, son nuestras pasiones y deseos engañosos. Segundo, son nuestros deseos para placer innecesario en cosas mundanas que dividen nuestro corazón y despilfarran nuestro tiempo y energía, para que no tengamos más un corazón indiviso en nuestro amor por Dios. Así, pues, “el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gal 6, 8). Y “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (Gal 5, 24). “Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí” (Gal 5, 16-17). Así, pues, “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gal 5, 25). Por tanto, “vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Rom 13, 14).

Así, pues, un cristiano vivirá una vida austera y ascética, sólo para el Señor, y renunciará a los placeres del mundo. Será feliz vivir así, porque es la vida del hombre nuevo, de la nueva creación, donde todo el amor de su corazón se enfoca sólo en Dios y el servicio del prójimo. Es vivir ya de antemano en la paz celestial del reino de Dios en la tierra, dando gloria a Dios en las alturas (Lc 2, 14).

CRISTO INTERCEDE POR NOSOTROS ANTE EL PADRE

Jueves, 30ª semana del año Rom 8, 31-35,37-39; Sal 108; Lc 13, 31-35

“Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros … ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió, más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Rom 8, 31-32.34).

Tenemos muchos enemigos en este mundo y en esta vida, que son contra nosotros, que nos perturban. Pero nuestro enemigo más grande de todos es nuestro propio pecado, que nos hace sentir culpables y nos roba nuestra paz. Pero contra todo esto, la Biblia nos dice hoy que Cristo es por nosotros, y Dios es por nosotros. De hecho, Dios incluso “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom 8, 32). Él murió y resucitó por nosotros; y además está ahora “a la diestra de Dios” e “intercede por nosotros” (Rom 8, 34).

Por eso nada puede separarnos del amor de Cristo. Él vence aun el pecado, nuestro enemigo más grande de todo. Él vence nuestra culpabilidad que entenebrece y entristece nuestro espíritu. Sólo tenemos que invocarlo con fe. Para esto, Cristo vino al mundo. “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras”, dice san Pablo (1 Cor 15, 3). Él murió en vez de nosotros y en lugar de nosotros, para rescatarnos de la muerte de nuestro espíritu por haber pecado. Por tanto, “Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8, 31). Aun si tenemos que sufrir un poco los ataques o perturbaciones de otras personas o nuestra propia culpabilidad por haber pecado o caído en una imperfección que nos roba nuestra paz; si confiamos en la salvación de Jesucristo, él nos restaurará nuestra paz, e incluso la aumentará aun más que antes.

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Por medio de su sacrificio en la cruz, Cristo propició la ira justa de Dios contra nosotros por nuestros pecados y ahora intercede por nosotros ante el Padre. Y todo esto fue la iniciativa del mismo Padre. La carta a los hebreos dice que Cristo “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Heb 7, 25). Y en Romanos 8, 34, san Pablo dice que él “intercede por nosotros”. Y otra vez en Hebreos 9, 24, el autor dice lo mismo, diciendo: “no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios”.

Tenemos un intercesor, presentándose constantemente por nosotros ante el Padre, intercediendo por nosotros. Y ¡cuánto lo necesitamos! Jesucristo es nuestro gran Salvador y esperanza en nuestra necesidad, en nuestra angustia. En él, tenemos un abogado para con Dios para ayudarnos, como afirma san Juan, diciendo: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación (hilasmos) por nuestros pecados” (1 Jn 2, 1-2). Con él, tenemos confianza para con Dios y podemos vivir en esperanza.

EL REINO DE DIOS ESTÁ AQUÍ

Viernes, 30ª semana del año Rom 9, 1-5; Sal 147; Lc 14,1-6

“¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no lo sacará inmediatamente, aunque sea en día de reposo?” (Lc 14, 5).

El reino de Dios, que estaba por tanto tiempo anhelado por los judíos, al fin llegó a la tierra en el nacimiento de Jesucristo, trayendo la paz del cielo a la tierra para los que creen en él. Todos sus milagros y curaciones son signos, indicando el llegado del reino de Dios en la tierra. Hoy, Jesús sana a un enfermo en el día de reposo. ¿Qué mejor día hay que el día de sábado para hacer esto? Es el día dedicado a Dios.

El reino de Dios en Jesucristo es la respuesta a todas nuestras necesidades. Nos trae la curación de nuestro corazón, tan dolido por nuestros pecados e imperfecciones. Nadie se considera que necesitaba más esta curación que los grandes santos, que se experimentaron como grandes pecadores. Jesucristo calma la turbulencia en nuestro corazón, sana nuestra culpabilidad, y nos da la paz que tanto anhelamos y necesitamos en este mundo viejo, tan lleno de pozos en que caemos por nuestra falta de atención. ¡Tantas veces caemos en estos pozos en nuestro camino por inadvertencia, aun sin saberlo al momento! Pero después, reconocemos que hemos fallado otra vez, y entonces nos sentimos otra vez culpables y lejos de la paz de Dios en nuestro corazón, que queremos y buscamos. Así, pues, vemos nuestra necesidad de la salvación de Dios que él ha enviado al mundo en su Hijo, Jesucristo.

Es Cristo que nos saca del pozo de nuestra depresión. Es él que sana el dolor en nuestro corazón y nos da la paz con Dios que tanto queremos. Es él, en pocas palabras, que nos hace felices otra vez con la felicidad de Dios. Es él que nos invita a entrar y a vivir en el reino de Dios, en el encanto de su amor, con él iluminando nuestro corazón,

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resplandeciendo en nosotros. Es él, y sólo él, que perdona nuestras imperfecciones. Nada de este mundo puede satisfacer nuestro corazón, sino sólo él y la alegría de su reino. Él quiere que entremos en su reino y vivamos allí, perdonados y reconciliados con Dios.

Es su muerte en la cruz que obra nuestra reconciliación con Dios, porque en la cruz, él sufrió toda esta alienación de Dios que nosotros sufrimos cuando fallamos en cumplir la voluntad de Dios. Y él la sufrió para librarnos de este sufrimiento de corazón, porque él sufrió lo que nosotros deberíamos haber sufrido por nuestros pecados.

Así, pues, podemos vivir en el reino de Dios, perdonados, limpiados, y reconciliados con Dios, y podemos compartir con nuestro prójimo esta salvación, esta sabiduría, predicándole a Cristo, y mostrándole el camino de la vida. Viviremos, pues, en la paz del reino de Dios en la tierra, dando gloria a Dios en las alturas. Toda nuestra vida entonces debe ser dedicada en adelante a llevar la paz del reino de Dios a los demás, compartiendo con ellos las riquezas que nosotros hemos descubierto en Cristo.

LA ÉTICA DEL REINO DE DIOS

Sábado, 30ª semana del año Rom 11, 1-2.11-12.25-29; Sal 93; Lc 14,1.7-11

“Mas cuando fueres convidado, ve y siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba; entonces tendrás gloria delante de los que se sientan contigo a la mesa” (Lc 14, 10).

Esta es la nueva ética del reino de Dios. Es lo opuesto de la ética del mundo. En el mundo, uno trata de promoverse a sí mismo para ser famoso para su propia gloria, honor, y prestigio. Pero en el reino de Dios, uno trata de decir la verdad que el mundo necesita oír, pero no quiere oír. De esta manera, uno se humilla a sí mismo, diciendo y escribiendo cosas que no son populares, cosas que el mundo desprecia y desdeña, pero que son verdaderas e importantes, porque vienen de la revelación de Dios para la salvación del mundo.

En el reino de Dios, uno se presenta humildemente, vestido con simplicidad y sencillez, no prestigiosamente, siguiendo la moda del mundo. Si uno es sacerdote o religioso, se vestirá con toda humildad y simplicidad como un sacerdote o religioso, algo que es desdeñado por el mundo, porque la ropa religiosa significa la renuncia a los placeres del mundo y de la vida humana por el reino de Dios y la nueva creación.

En el reino de Dios, uno come sencillamente, sin adorno, sólo para sostener la vida, no para la indulgencia en los placeres del mundo. Se come austeramente y ascéticamente, renunciando a los deleites mundanos, para que el Señor sea el único placer de nuestra vida, y para que nuestro corazón sea indiviso en su amor por él. En el mundo, todo es lo opuesto a esto, y allí, uno vive para el placer, el honor, el prestigio, la popularidad, y el poder.

En el reino de Dios, es la pobreza evangélica que es honrada, y uno quiere vivir en silencio y soledad, una vida de oración y ayuno, no una vida de gala y ostentación. Uno

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trata de ser honesto, fiel, creyente en Dios y en Jesucristo, haciendo la voluntad de Dios, y dedicándose a la conversión y la salvación del mundo.

En el mundo, todo es al revés. Allí, uno quiere ser popular, quiere agradar a la mayoría, y decir lo que el mundo quiere oír, y así ser amado por el mundo. Puesto que los hijos del reino de Dios no se comportan así, son aborrecidos por el mundo, como lo fue Cristo, san Pablo, y los profetas. “Si fuerais del mundo —dijo Jesús—, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 19). En el mundo, uno se enaltece, y por eso será humillado por Dios. En el reino de Dios, uno confiesa sus pecados e imperfecciones y depende de la justificación y perdón de Dios por medio de la muerte de Jesucristo en la cruz, y por eso es enaltecido por Dios. “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lc 14, 11). Vivamos, pues, la vida del hombre nuevo, según la ética del reino de Dios.

LOS SANTOS SON LOS OBEDIENTES Y LOS PERSEGUIDOS EN ESTE MUNDO

Todos los Santos, 1 de noviembre

Apc 7, 2-4.9-14; Sal 23; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12

“Después de esto miré, y he aquí una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas naciones y tribus y pueblos y lenguas, que estaban delante del trono en la presencia del Cordero, vestidos de ropas blancas, y con palmas en las manos” (Apc 7, 9).

Esta es la gran multitud de los santos de todas las naciones, que están ahora en el cielo regocijándose delante del trono de Dios. “Estos son los que han salido de la gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (Apc 7, 14) “…han salido de la gran tribulación” de la persecución aquí en la tierra, la cual los purificó para entrar en la presencia de Dios. El mundo no los conoció, porque no le conoció a Cristo (1 Jn 3, 1). Así, pues, es la vida de los santos. No son del mundo, como tampoco Cristo fue del mundo (Jn 17, 14.16), y por eso el mundo no los reconoció ni los aceptó. “Si fuerais del mundo —dijo Jesús—, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece” (Jn 15, 19). Pero “Yo les he dado tu palabra —oró Jesús a su Padre—; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn 17, 14).

Nosotros queremos seguir e imitar a los santos y compartir su galardón en el cielo. Si así es contigo, así será tu vida también. No serás aceptado por el mundo porque tu vida seguirá con fidelidad la dirección del Espíritu Santo, y el Espíritu te dirigirá en caminos nuevos y extraños para el mundo. Así los del mundo dirán de ti: “Es un reproche contra nuestras convicciones y su sola aparición nos resulta insoportable, pues lleva una vida distinta a los demás y va por caminos diferentes” (Sab 2, 14-15). Esta será tu vocación si quieres ser uno de los santos de Dios en este mundo. De hecho, vendrá un tiempo en que “seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre —dijo Jesús—; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mt 10, 22). “Os expulsarán de las sinagogas —dijo Jesús—; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde

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servicio a Dios. Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí” (Jn 16, 2-3). Así, pues, será tu vida en este mundo. Así fue la vida de los santos. Así fue la vida del mismo Jesucristo; y san Pablo, su seguidor fiel, tuvo la misma experiencia.

El mundo no puede entender la vida de un santo. Pero esta persecución es lo que le santificará más aún, para que tenga una recompensa espléndida en el cielo, vestido de ropas blancas, con una palma en su mano. Esta es la cruz diaria del santo de Dios; y Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9, 23).

La vida de un santo es así porque él renuncia al mundo. Él escoge el camino de la pobreza evangélica, renunciando a los placeres del mundo como el hombre que encontró un tesoro escondido vendió todo lo que tenía para poder comprar el campo donde el tesoro estaba escondido, y así obtener el tesoro. El tesoro, pues, es el reino de Dios, para el cual tenemos que renunciar a todo lo demás para obtenerlo.

Renunciamos, pues, a una vida de indulgencia y placer para obtener el reino de Dios. Y el mundo no puede ni entender ni aceptar esto. Nos mira como si fuéramos locos. Renunciamos además a muchas de las costumbres mundanas, para vivir en mucho silencio y oración, y el mundo tampoco puede aceptar esto. Abrazamos las bienaventuranzas, sobre todo la pobreza, sacrificando los placeres mundanos, y el mundo no entiende ni acepta esto. Por eso el santo es perseguido en este mundo. Es rechazado. Pero está haciendo la voluntad de Dios, y por tanto san Pedro nos pregunta: “¿Y quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien? Mas también si alguna cosa padecéis por causa de la justicia —añade—, bienaventurados sois. Por tanto, no os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis” (1 Pd 3, 13-14).

Así Dios ha probado a sus santos, “y los halló dignos de sí; los probó como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo” (Sabiduría 3, 5-7). “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13, 43). Los santos son los entendidos —y “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad” (Dan 12, 3).

Es para este resplandor que vivimos ahora, cuando seremos semejantes a Dios y le veremos tal como él es; y por eso nos purificamos ahora, porque él es puro (1 Jn 3, 2-3). Por eso somos los pobres y los pobres en espíritu ahora, “porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). Pero a los del mundo que viven vidas de indulgencia y placer, se les dirá que ya han tenido su consuelo (Lc 6, 24; 16, 25). El camino de la pobreza evangélica, pues, es el camino de los santos en este mundo, y también el camino de la obediencia fiel a la voluntad de Dios, aun si esto les causa ser perseguidos en este mundo, porque bienaventurados son “los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, l0).

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LA CONSUMACIÓN DEL REINO DE DIOS

Todos los Fieles Difuntos, 2 de noviembre Is 25, 6.7-9; Sal 26; Rom 5, 5-11; Mc 15, 33-39; 16, 1-6

“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Jn 11, 25-26).

No vivimos sólo para esta vida presente. Somos creados para más que sólo esta vida terrestre en este mundo viejo, en esta edad presente. Somos creados para el reino de Dios, para entrar en este reino aun ahora en medio de esta edad presente y vieja. Para esto, vino Jesucristo al mundo. Vino para traernos el reino de Dios, para traer al mundo la edad mesiánica, el tiempo del cumplimiento de las profecías. En el nacimiento de Jesucristo, el reino de Dios empezó, y todos los que creen en él entran en este reino de paz con Dios y reconciliación con su prójimo. En este reino, Dios renueva nuestra mente y espíritu, perdona nuestros pecados, y nos justifica, vistiéndonos del esplendor del mismo Jesucristo, de su justicia, haciéndonos justos y nuevos.

Los que viven en el reino de Dios no mueren, sino viven eternamente con Dios. Cristo venció nuestra muerte. Su muerte canceló la muerte de nuestro espíritu por haber pecado, nos reconcilió con Dios, pagando nuestra deuda de muerte, y cambió nuestra muerte física en un portal hacia la vida eternal con él en el cielo. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Rom 5, 10). Hemos sido reconciliados con Dios y perdonados por la muerte de Cristo, y ahora somos renovados y justificados por su vida. Somos salvos por su vida que está viviendo en nosotros, llenándonos de las bendiciones del reino de Dios aquí en la tierra en medio de la historia, en medio de este mundo viejo. Somos hechos, pues, una nueva creación en medio de esta creación vieja.

Hoy recordamos que por medio de Jesucristo somos destinados a una vida en el cielo y que en el último día veremos a nuestro Señor Jesucristo viniendo en las nubes del cielo con gran poder y gloria cuando regrese con todos sus santos. Nuestra muerte física es, en efecto, el comienzo para nosotros de esta gloria, porque seremos como Dios y lo veremos tal como él es (1 Jn 3, 2). Hoy, pues, oramos por todos los fieles difuntos, para que puedan ser purificados de sus pecados y entrar en la gloria del cielo con Dios y todos los ángeles y santos.

Vivimos ahora en el reino de Dios, en los últimos tiempos, los tiempos mesiánicos, reconciliados con Dios y perdonados de nuestros pecados. “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo … y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios” (Rom 5, 1-2). Nos gloriamos hoy en esta esperanza. Al vivir ahora en la nueva creación del reino de Dios por la muerte y resurrección de Jesucristo, somos llenos de esperanza para la consumación de esta gloria en la parusía, y en la hora de nuestra muerte.

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LA GRAN CENA DEL SEÑOR

Martes, 31ª semana del año Rom 12, 5-16; Sal 130; Lc 14, 15-24

“Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos” (Lc 14, 16).

Así, pues, es el reino de Dios. Es como una gran cena con muchos convidados. La hora de la cena ya ha llegado. La cena está ahora, en el presente. “…ya todo está preparado”, dice el siervo (Lc 14, 17). En la versión de san Mateo, el rey, que hizo esta fiesta de bodas a su hijo, envió a sus siervos a decir: “He aquí, he preparado mi comida; mis toros y animales engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las bodas” (Mt 22, 4). Esta gran cena, que en el Antiguo Testamento era la imagen del reino de Dios del último día (Is 25, 6-12) es, en la enseñanza de Jesús, algo teniendo lugar en medio de la historia en su propio ministerio. Pero los convidados no quieren ir porque se han enredado en las cosas del mundo. Así, no tienen interés en el gran banquete, ofrecido gratuitamente a ellos.

Esta es una parábola sobre el reino de Dios. Con la presencia de Jesucristo en el mundo, hay algo nuevo aquí, que es muy pequeño, como la semilla de mostaza, de que muchos no hacen caso, pero es el reino de Dios, que está transformando al mundo y cambiando los corazones de los hombres, llenándolos del amor de Dios y perdonándoles sus pecados. Es un reino de paz celestial que vendrá sobre toda la tierra, hasta los confines de la tierra, en que todos dan gloria a Dios en las alturas y viven en paz con los demás. Es un reino en que todos tienen un corazón limpio, íntegro, e indiviso para amar a Dios con todo su ser —con todo su corazón, mente, alma, y fuerzas (Mc 12, 30)—. Además, todos los que aceptan este reino se dedican al servicio de su prójimo en amor, y viven en paz con los demás. Por tanto el reino de Dios en la tierra aunque ahora no parece como cosa grande, es, sin embargo, una realidad milagrosa y transformante en el mundo a causa de la presencia de Jesucristo y un día será muy grande, como la semilla de mostaza que viene a ser un gran arbusto.

Nosotros somos los convidados. Cristo nos ha convidado a su reino, a su gran cena, a su gran banquete de boda, pero ¿cuántos no tienen interés en esto? ¿Cuántos están enredados en las cosas del mundo, en los placeres mundanos, en sus negocios y su búsqueda de placer, dinero, honor, poder, y prestigio y por eso no quieren ir a la gran cena? ¿Cuántos no quieren entrar en el reino de Dios y ser transformados y vivir en adelante sólo para Dios con todo el amor de su corazón, dejando todo lo demás para amar a Dios con un corazón indiviso, reservado sólo para él, y no dividido entre otras cosas?

Los que aceptan esta invitación serán transformados, justificados, hechos resplandecientes delante de Dios, y un día entrarán en la plenitud de esta gran cena —sea el día de su muerte, o en la parusía del Señor sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria—. Participemos, pues, en su cena ahora, para ser contados por dignos de gustar su gran banquete en la plenitud de su reino.

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EL USO CORRECTO DE LAS RIQUEZAS

Viernes, 31ª semana del año Rom 15, 14-21; Sal 97; Lc 16, 1-8

“Y alabó el amo al mayordomo malo por haber hecho sagazmente; porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz” (Lc 16, 8).

Esta es la parábola del mayordomo infiel que llamaba a los deudores de su amo y al primero le dijo: “¿Cuánto debes a mi amo? Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu cuenta, siéntate pronto, y escribe cincuenta” (Lc 16, 6). Hizo esto para hacerse amigos entre los deudores de su amo para que cuando será quitado de su mayordomía, ellos lo recibirán en sus casas. Su amo ya ha decidido quitarlo de su mayordomía por haber disipado sus bienes anteriormente. El mismo amo, que fue defraudado de sus bienes por esta última transacción, aun así tuvo que alabar a su mayordomo por su sagacidad en usar bien estos bienes para hacerse amigos que le ayudarán después.

No podemos seguir todos los detalles de la parábola, sino sólo el punto central de usar bien los bienes materiales para hacernos amigos que nos ayudarán después. Esta es la moraleja que Jesús saca de esta parábola para nosotros, diciendo: “Y yo os digo: Ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas faltan, os reciban en las moradas eternas” (Lc 16, 9). Los otros detalles no tienen ninguna moraleja. Sólo este punto central es la enseñanza de la parábola; es decir, que debemos usar sagazmente las riquezas injustas —como Jesús las llama— para ganarnos amigos que nos recibirán en el cielo y nos ayudarán espiritualmente.

Si la diferencia que el mayordomo cortó de las cuentas de los deudores de su amo fue su propio interés, entonces la moraleja es aun más impresionante; porque en este caso, el mayordomo se privó a sí mismo de su propio interés para ayudar con su propio dinero a los demás, ganándose así amigos que le ayudarán después.

El punto de la parábola es que nosotros debemos hacer lo mismo con nuestro dinero y nuestros bienes materiales. Debemos usarlos para el bien de los demás. Los hijos de la luz deben dedicar su vida a los demás para iluminarlos, convertirlos, y salvarlos. En hacer esto, deben usar su dinero y sus bienes materiales, además de sus palabras y buen ejemplo. Así, usaremos bien las riquezas injustas. Debemos hacer así, más bien que usar nuestro dinero para nuestro propio placer, vacaciones, entretenimientos, diversiones, delicadezas, y cosas semejantes, como ropa elegante, comida suculenta y extravagante, paseos para el placer, etc. Como los hijos de la luz, nuestro dinero no debe ser usado así, ni tampoco debe ser amontonado en el banco, sino usado para el bien espiritual de los demás, o para el bien material de los pobres. Así, pues, deben vivir los hijos de la luz con respecto de los bienes materiales.

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LA VIDA ASCÉTICA-MÍSTICA

Sábado, 31ª semana del año Rom 16, 3-9.16.22-27; Sal 144; Lc 16, 9-15

“Ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Lc 16, 13).

¿Cuáles son los dos señores que la mayoría trata de servir? Son las riquezas y placeres del mundo por una parte, y Dios por otra parte. Esta es la razón por la cual pocos conocen bien a Dios, y pocos se unen íntimamente con él. Es porque son divididos entre sus placeres y Dios. Ellos siguen los deseos de la carne, y creen que pueden también seguir la dirección del Espíritu. Desafortunadamente por ellos, esto no es posible. El mismo Jesucristo nos enseña esto hoy; es decir, que no podemos servir a dos señores, a Dios por una parte, y a las riquezas y los placeres del mundo por otra parte. Las riquezas incluyen los deseos innecesarios de la carne por los placeres del mundo que nos dividen y disipan nuestra energía afectiva en dos direcciones, la de Dios, y la del mundo. Al ser divididos así, despilfarremos mucha energía afectiva en los deseos de la carne, y por eso poca energía afectiva queda para llegar a Dios. Estamos, en efecto, peleando contra nosotros mismos, lo mundano cancelando lo bueno, y quedamos donde empezamos, sin hacer progreso en nuestra jornada hacia Dios. Por eso Jesús nos enseña que “cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33).

Tenemos que vivir, pues, una vida de renuncia al mundo para ser un verdadero discípulo. Tenemos que gloriarnos en la cruz y en la vida crucificada al mundo, en el sentido de renunciar al mundo y a sus placeres, si queremos servir sólo a un Señor, Dios. Con san Pablo, tenemos que gloriarnos sólo en la cruz de Jesucristo, “por la cual el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6, 14). Tenemos que ser crucificados al mundo si queremos unirnos con Dios y crecer en la santidad y en una vida contemplativa. No podemos tener los dos —el mundo por una parte, y Dios por otra parte—. No podemos dividirnos así entre el mundo y Dios, tratando de servir a los dos, a dos señores. Es imposible aunque la mayoría sigue tratando de hacerlo, y por eso nunca llega a su meta, la santidad y una vida contemplativa. Es verdad que el que ama su vida en este mundo, la perderá; “y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25). El que ama su vida en este mundo, siguiendo los placeres de la carne, está tratando de servir a dos señores, y no tendrá éxito.

Esta es la vida ascética-mística. Es la ascética que lleva a la mística. Es la renuncia al mundo y a los deseos de la carne que lleva a una vida de intimidad con Dios. Una vida que sirve sólo a Dios, sólo a un Señor, es una vida que renuncia a los deseos innecesarios de la carne y vive en el Espíritu. Es una vida ascética que nos lleva a nuestra meta, la vida mística.

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SED GENEROSOS Y DAD

32º domingo del año 1 Reyes 17, 10-16; Sal 145; Heb 9, 24-28; Mc 12, 38-44

“Y vino una viuda pobre y echó dos blancas, o sea un cuandrante” (Mc 12, 42).

Jesús alaba hoy a esta viuda pobre que echó “dos blancas”, es decir, dos monedas del mínimo valor de todos, porque era “todo lo que tenía, todo su sustento” (Mc 12, 44). En este sentido, él dice que ella echó más que todos los demás, “y muchos ricos echaban mucho” (Mc 12, 41). La virtud de esta viuda pobre es que dio todo lo que tenía a Dios al echar todo su dinero en el arca de ofrenda del templo. Y Jesús llamó a sus discípulos y les dijo esto, alabándola delante de ellos como un buen ejemplo a seguir, un modelo de generosidad y despojo de sí mismo, un modelo de uno que se dio completamente a Dios. Así, pues, deben sus discípulos también hacer, porque, como dijo en otra ocasión: “cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33).

Generosidad en dar limosnas es una cosa, pero lo que hizo esta viuda pobre es completamente otra cosa. Ella dio todo, es decir, se dio a sí misma a Dios al echar estas dos blancas en el arca. Esto es lo que Jesús alabó. Este es el ejemplo que él quiere que sus discípulos sigan. Esto es lo que nosotros debemos hacer —ofrecernos a nosotros mismos completamente a Dios—.

La Biblia habla mucho de este tipo de generosidad. “El que siembra escasamente —dice san Pablo—, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará” (2 Cor 9, 6). “Dios ama al dador alegre” (2 Cor 9, 7). “Dad, y se os dará —dijo Jesús—; medida buena, apretada, remecida y rebosante darán en vuestro regazo; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (Lc 6, 38). Proverbios dice: “El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado” (Pro 11, 25). Lo que debemos hacer, pues, es dar y servir a los demás con nuestros talentos y dinero. “El impío toma prestado, y no paga; mas el justo tiene misericordia y da” (Sal 36, 21). Y el profeta Isaías dice: “si dieres tu pan al hambriento, y saciares al alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz, y tu oscuridad será como el mediodía” (Is 58, 10).

Estamos aquí en la tierra para amar a Dios con todo nuestro corazón y servir a nuestro prójimo con nuestros talentos y dinero. Pero podemos tener miedo de hacer esto. Podemos temer que seremos demasiado despojados si hacemos esto, o no queremos usar nuestro dinero para nuestro prójimo. Pero Jesús alaba a los que son generosos y liberales con su dinero. Nuestro dinero no es para quedar guardado en el banco, sino para usar para el bien de los demás, para iluminarlos, para convertirlos a Cristo y a una vida nueva y santa. Dios nos dio nuestros recursos, incluyendo nuestro dinero, para usar en nuestro apostolado para los demás. La esposa del famoso predicador inglés del siglo diecinueve, Charles Spurgeon, imprimió individualmente muchos de los sermones de su esposo y los envió —usando su propio dinero— a pastores y misionarios pobres en todas partes del mundo, y así fueron usados muchas veces en todas partes, y con mucho éxito. Ella gastó mucho dinero en esto, pero enriqueció la fe y la vida de muchos. Debemos, pues, usar nuestro propio dinero para extender nuestro apostolado, y no debemos sembrar escasamente. La generosidad debe ser nuestro ideal. No estamos aquí para ganar dinero

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o para aumentar nuestra cuenta de ahorro, sino para usar nuestro dinero para el bien del mundo, para la iluminación de nuestro prójimo.

Todos pueden vivir así, aun una viuda pobre que sólo tiene dos blancas. El ejemplo de una verdadera viuda puede inspirar a todos. ¿Has conocido a este tipo de persona? Conozco a un monje que me contó lo que aprendió de su abuela, que era una viuda anciana. La describió como una persona que se ocupaba siempre de libros de oración, y siempre que él la visitaba, ella le mostraba sus libros de oración y le notaba varios puntos que la conmovían. Yo imagino que ella era una persona completamente dedicada a Dios en todo aspecto de su vida. Dejada sola en este mundo, vivía sólo para Dios con todo su tiempo, corazón, e interés.

Imagino que era como la viuda Ana que vio al niño Jesús cuando fue presentado en el templo. “…era viuda hacía ochenta y cuatro años; y no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Ella fue una de las pocas personas que reconocieron a Jesucristo como el Mesías en su infancia. Y “Esta, presentándose en la misma hora, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención en Jerusalén” (Lc 2, 38). Ella “no se apartaba del templo, sirviendo de noche y de día con ayunos y oraciones” (Lc 2, 37). Vivía una vida de oración y ayuno, una vida contemplativa, separada del mundo, dentro del templo. Ella se dio completamente a Dios y vivía sólo para él. No vivía para los placeres del mundo.

Así, pues, debemos vivir todos nosotros, desprendidos de todo lo demás, viviendo sólo para Dios de día y de noche, usando nuestro dinero para el bien y la iluminación de los demás.

DEBEMOS RESPETAR NUESTRO CUERPO

Dedicación de la Basílica de Letrán, 9 de noviembre 1 Cor 3, 9-11.16-17; Sal 45; Jn 2, 13-22

“¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Cor 3, 16-17).

Hoy celebramos la dedicación de la Basílica de Letrán, el catedral del Papa. La Biblia dice que nosotros somos el templo de Dios y del Espíritu Santo. Si nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, debemos respetar nuestro cuerpo y no usarlo de una manera mala y sin respeto. La glotonería, la borrachera, y la fornicación son ejemplos de usar mal el cuerpo. Estos pecados destruyen el templo de Dios, lo profanan; y si destruimos el templo de Dios así, Dios nos destruirá a nosotros, como dice san Pablo: “Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Cor 3, 17). Así él nos castigará por haber profanado su morada, su templo. No sólo nuestra alma es santa, sino también nuestro cuerpo, y tenemos que guardarlo bien y no usarlo simplemente como un recipiente de los placeres mundanos, de los placeres de la mesa y de los otros placeres del mundo que nos distraen de Dios. Como un templo, debemos respetar nuestro cuerpo y guardarlo puro y limpio, libre de pecado, libere de la mundanalidad, como algo santo, reservado para Dios.

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Debemos, pues, aun vestirnos con dignidad, no de una manera inmodesta. Si somos sacerdotes o religiosos, debemos comportarnos así, aun hasta nuestra manera de vestirnos, no avergonzándonos de ser sacerdotes o religiosos, no tratando de disfrazarnos e ir de incógnito, anónimos, sino ser lo que somos y parecer como lo que somos. Esto nos ayuda a nosotros mismos tanto como a los que nos ven. Nuestros vestidos expresan exteriormente lo que somos y a la vez nos ayudan a ser lo que Dios quiere que seamos si nos vestimos como él quiere que nos vistamos. Es también un modo de dar testimonio de nuestra fe en un mundo cada día más secularizado. No debemos ser partícipes de esta tendencia de secularización. Debemos más bien resistir esta tendencia, esta vergüenza de ser conocidos por lo que somos, este deseo de ser anónimos, de huir de dar testimonio de Jesucristo en medio de un mundo tan olvidadizo de Dios y de la fe cristiana.

Como templos de Dios en el mundo, debemos parecer como templos y ser bien adornados por medio una vida santa, y no desfigurados por una vida según la carne. Debemos vivir más bien en el Espíritu una vida de sencillez, simplicidad, y santidad, una vida austera que abraza la pobreza evangélica, comiendo cosas sencillas, básicas, y saludables, no delicadezas o comida extravagante, y debemos comer con moderación, respetando nuestro cuerpo como un templo santo de Dios. Así, pues, como dice san Pablo, “vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (Rom 8, 9).

EL REINO DE DIOS ESTÁ DENTRO DE VOSOTROS

Jueves, 32ª semana del año Sabiduría 7, 22-8, 1; Sal 118; Lc 17, 20-25

“Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino de Dios, les respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17, 20-21).

Este es el gran texto donde Jesús dice que el reino de Dios ya está aquí, dentro de nosotros. Aunque su consumación final será en el futuro cuando Jesucristo vendrá con gran poder y gloria sobre las nubes del cielo, aun así este reino de Dios, que los judíos esperaban al fin del mundo y al fin de la historia, ya ha invadido este mundo viejo, en medio de la historia, en la persona de Jesucristo. Ahora, pues, podemos entrar en el reino de Dios y experimentar sus bendiciones en medio de la historia. Aunque el mundo viejo todavía existe, el nuevo mundo del reino de Dios ya ha comenzado con el nacimiento de Jesucristo. El reino y el poder de Satanás han sido decisivamente vencidos en medio de la historia en Jesucristo y en los que son nacidos de nuevo en él, perdonados de todos sus pecados, justificados, y hechos resplandecientes delante de Dios. Son transformados, pues, y hechos hombres nuevos, una nueva creación, e iluminados por él.

Aunque todavía viven en medio de este mundo viejo y en medio de los hijos de este siglo, los nacidos de nuevo en Jesucristo son hechos ahora hijos de la luz e hijos del día (1 Ts 5, 5). Como la cizaña crece junto con el trigo hasta la siega, así viven los hijos del reino de Dios mezclados entre los hijos de esta edad, hasta que el Hijo del Hombre regrese en su gloria, en forma manifiesta, visible a todo ojo (Mt 13, 24-30).

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La presencia del reino de Dios ahora es invisible a los hijos de este siglo. Es para ellos como levadura escondida en la harina. No se ve, pero está transformando toda la harina. El reino de Dios no es una abstracción teológica, sino un acontecimiento y una experiencia. Vino con la venida de Jesucristo en el mundo. Da una vida nueva a los que lo entran. Ellos experimentan el perdón radical y completo de todos sus pecados por medio de la muerte vicaria y sacrificial de Jesucristo en la cruz, y resucitan con él a una vida nueva y resucitada para andar en la luz que dimana de su resurrección.

Al vivir así en el reino de Dios, el reino de paz con Dios, dando gloria a Dios en la alturas y amando a su prójimo, los hijos del reino viven en espera ansiosa para la segunda venida de Jesucristo y la plena manifestación del reino de Dios en poder y gloria, que todo ojo verá. Este día final cumplirá todos sus anhelos. Entonces verán “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón del hombre”. Verán y oirán, pues, las cosas “que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2, 9). Entonces Cristo vendrá en forma gloriosa, “Porque como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día” (Lc 17, 24). Pero nosotros vivimos ahora en las bendiciones de aquel gran día de gloria. Vivimos en el reino de Dios que está dentro de nosotros y entre nosotros, y anhelamos la plena manifestación de toda esta gloria en la parusía de Jesucristo en las nubes del cielo.

CÓMO ESPERAR LA VENIDA DEL SEÑOR

Viernes, 32ª semana del año Sabiduría 13, 1-9; Sal 18; Lc 17, 26-37

“Como fue en los días de Noé, así también será en los días del Hijo del Hombre. Comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta el día en que entró Noé en el arca, y vino el diluvio y los destruyó a todos” (Lc 17, 26-27).

Hemos llegado ahora a los últimos días del año litúrgico, en que meditamos en el fin del mundo y la segunda venida de Jesucristo en las nubes del cielo con gran poder y gloria. Será un día en que todo ojo verá su gloria en forma manifiesta. Es verdad que para los que creen en Jesucristo, el reino de Dios ya ha venido, y ellos ya viven en ello, pero aun así, esperamos su consumación final para que este reino, que ahora es invisible y escondido en este mundo viejo, sea visible sobre toda la faz de la tierra, y el pecado, que continúa hiriendo y abrumando aun a los hijos de la luz, sea completamente destruido y eliminado. Esta es nuestra esperanza ahora en este valle de lágrimas donde Satanás, aunque vencido por Cristo, continúa hiriendo a los hijos del reino de Dios y llenándolos de ansiedad y tristeza. Cuando no cumplimos perfectamente la voluntad de Dios, cuando lo desobedecemos en algo, cayendo así en pecado o en una imperfección, nuestro corazón cae dentro de nosotros, y somos tristes y deprimidos. Nuestra conciencia nos ataca, y no estamos más en paz con Dios. Por eso anhelamos su paz y perdón, su justificación y salvación. Confesamos nuestras imperfecciones y esperamos la vida gloriosa que viene después de esta vida presente.

Los días de la segunda venida de Jesucristo serán como los días de Noé. ¿Qué estaban haciendo en aquellos días de Noé? Comían, bebían, se casaban, etc., y al fin,

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“vino el diluvio y los destruyó a todos” (Lc 17, 27). Han olvidado a Dios. Vivían una vida puramente seglar, una vida pagana.

¿Cuántos viven así ahora? Imitan el estilo del mundo en su manera de vivir, aunque quizás tratan de servir a Dios también; pero sirven a dos señores, al señor del placer, que es el dios de este mundo, y también tratan de servir al verdadero Dios. Pero, como Jesús nos enseña, esto es imposible. No se puede servir a dos señores así (Mt 6, 24). El servicio al uno cancela el al otro, y quedamos con nada más que un sentido de futilidad y fracaso, que nos da ansiedad; y no somos más en paz con Dios en nuestro corazón.

¿Y qué es la cura para esta enfermedad? Es confesar nuestros pecados e imperfecciones y esperar hasta que nos sintamos perdonados por los méritos de Jesucristo en la cruz. Entonces, tenemos que cambiar nuestro modo de vivir. Es decir, tenemos que dejar de vivir una vida mundana con un estilo mundano en general —que es una vida de placer— y empezar un nuevo modo de vivir que abraza la pobreza evangélica, la simplicidad, y la austeridad. Esta será una vida vivida sólo para Dios, una vida que renuncia a los placeres del mundo, y que obedece a Dios y su voluntad en todo aspecto de nuestra vida. Entonces estaremos preparados para recibir a Cristo bien cuando venga, y seremos en paz con Dios en nuestro corazón ahora.

CUANDO UN SILENCIO APACIBLE LO ENVOLVÍA TODO

Sábado, 32ª semana del año Sabiduría 18, 14-16; 19, 6-9; Sal 104; Lc 18, 1-8

“Cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera, tu palabra omnipotente se lanzó desde los cielos, desde el trono real, cual guerrero implacable, sobre la tierra condenada” (Sabiduría 18, 14-15).

Este versículo hermoso habla de la salvación que Dios obra por su pueblo por medio de su palabra. En primer lugar, Dios salvó a su pueblo de su esclavitud en Egipto por medio de la plaga de mortandad, hiriendo a todos los primogénitos de los egipcios, haciéndolos así dejar ir los hijos de Israel de entre ellos. Y Dios cumplió esta salvación en la plenitud del tiempo, “cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera” (Sab 18, 14), en la oscuridad de la noche, en las llanuras de Belén, al borde del desierto, su palabra se hizo carne de la Virgen María, nació, fue puesta en un pesebre, y adorada por pastores y Magos. Entonces la “palabra omnipotente se lanzó desde los cielos, desde el trono real sobre la tierra condenada” (Sab 18, 15). Vino esta vez no para exterminar a los primogénitos de los pecadores, sino para salvar “la tierra condenada” por sus pecados.

Los egipcios fueron condenados por su pecado en no permitir a los israelitas salir de su tierra; pero en la plenitud del tiempo, la palabra de Dios se hizo carne no para matar a los primogénitos de los pecadores sino para salvarlos. Esta vez, “tu palabra omnipotente”, oh Dios “se lanzó desde los cielos, desde el trono real … sobre la tierra condenada” (Sab 18, 15) para traer al mundo el reino de Dios, en que todos alabarán a Dios en las alturas y vivirán con su prójimo en la paz celestial que la palabra de Dios hecha carne vino a la tierra para traernos. En Cristo ahora, nuestros pecados son

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perdonados, nuestra paz con Dios es restaurada, y podemos vivir en su reino sobre la tierra, alabándole y amando a nuestro prójimo con el amor de Cristo.

En el evangelio de hoy, Jesús nos pregunta: “¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles?” (Lc 18, 7). Si te sientes lejos ahora de esta justicia, de este perdón, de esta paz celestial, sigue pidiendo y clamando a Dios día y noche, y te lo dará sin tardarse más. Es para esto que la palabra de Dios “se lanzó desde los cielos, desde el trono real … sobre la tierra condenada” (Sab 18, 15). Vino para traernos esta paz del cielo, esta paz con Dios, su gran paz en nuestro corazón. Este es el significado de vivir ahora en el reino de Dios, que llegó a la tierra en el nacimiento de Jesucristo “cuando un silencio apacible lo envolvía todo y la noche llegaba a la mitad de su carrera” (Sab 18, 14). A su nacimiento, cantaron los ángeles sobre las llanuras de Belén: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lc 2, 14), porque en él, este reino de paz celestial llegó a la tierra.

TODOS SEREMOS TRANSFORMADOS A LA TROMPETA FINAL

33 domingo del año Dan 12, 1-3; Sal 15; Heb 10, 11-14.18; Mc 13, 24-32

“Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor” (Mc 13, 24).

Hoy es el trigésimo-tercer domingo del año, el día en que recordamos el fin del mundo y la segunda venida de Jesucristo con gran poder y gloria en las nubes del cielo para consumar todas las cosas y llevar el reino de Dios a su última gloria en una forma manifiesta, que todo ojo verá. Será la culminación de toda la creación y el último acto de la salvación de Dios. Entraremos en los principios de esta gloria en nuestra muerte, porque entonces veremos a Dios tal como él es y a Jesucristo en su gloria, sentado a la diestra del Padre (1 Jn 3, 2). Pero su parusía al fin del mundo reunirá a todas las personas que jamás han vivido sobre la faz de la tierra, y resucitaremos todos los electos con cuerpos glorificados como el de Jesucristo después de su resurrección. Entonces la gloria que veremos y en que participaremos será sin fin e incomparable.

Así, pues, debemos estar vigilantes ahora, porque no sabemos ni el día ni la hora de su venida. Tenemos que estar siempre preparados, siempre vigilando, siempre orando y purificándonos para este gran día del regreso del Hijo del Hombre con el son de la trompeta final. Si meditamos en este esplendor ahora, nos ayudará a vivir en un estado constante de vigilancia y estar siempre preparados.

Este es el punto de este discurso de Jesús, sentado en el monte de los Olivos, frente al templo —es para exhortarnos a un estado continuo de vigilancia—. “Mirad, velad y orad —dice—; porque no sabéis cuándo será el tiempo” (Mc 13, 33). Debemos estar como siervos esperando el regreso de su señor. “Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Mc 13, 35-37).

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¿Cómo, pues, vivirá una persona vigilante, una persona enamorada de la venida del Señor? Vivirá como un hijo del reino de Dios. Vivirá en el reino de Dios ahora, perdonado por Jesucristo de todos sus pecados y en paz con Dios en su corazón. Será muy cuidadoso de siempre hacer la voluntad de Dios, no importa cuán difícil sea. Sabe que vive ahora en el tiempo mesiánico, en los tiempos profetizados de la salvación. Sabe que vive en la nueva era de salvación, en la época del cumplimiento de las profecías. Por eso vivirá la vida del hombre nuevo, del hombre regenerado por Jesucristo. Vive en su gloria, en su gracia, amando a Dios con todo su corazón, y dedicándose a la conversión, renovación, y salvación de su prójimo. Da gloria a Dios en las alturas y vive en la tierra con su prójimo en la paz que Jesucristo trajo al mundo a su nacimiento.

Pero hay aun más. Él esperará su propia muerte con alegría, sabiendo que será para él el portal para entrar en la plenitud de la vida. Y más aún, él vivirá en un estado perpetuo de preparación y alegre expectativa para la consumación final del reino Dios, en que él vive ahora de antemano. Él sabe, además, que la gloria en que él vive ahora es un anticipo de la gloria final del fin del mundo y de la segunda venida de Jesucristo en las nubes del cielo. Al vivir en este anticipo de la gloria final, él anhela esta manifestación final de esplendor de la venida del Señor y quiere estar preparado y no ser hallado durmiendo cuando venga. Por eso vigila siempre, vive una vida de oración y ayuno, de simplicidad y austeridad, enfocándose así sólo en Dios, evitando las distracciones mundanas, que rompen este bello encanto del reino de Dios en que vive.

Entonces, en aquel gran día, “las estrellas caerán del cielo, y las potencias que están en los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará sus ángeles, y juntará a sus escogidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo” (Mc 13, 25-27).

En aquel gran día del Hijo del Hombre, “todo el ejército de los cielos se disolverá y se enrollarán los cielos como un libro; y caerá todo su ejército, como se cae la hoja de la parra, y como se cae de la higuera” (Is 34, 4).

En aquel gran día, será así: “he aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar” (Apc 6, 12-14).

Entonces, oiremos la trompeta final, y “todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Cor 15, 51-52).

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PODEMOS VIVIR AHORA EN EL REINO DE DIOS

Lunes, 33ª semana del año 1 Macc 1, 10-15.41-43.54-57.62-64; Sal 118; Lc 18, 35-43

“Entonces dio voces, diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” (Lc 18, 38).

Hoy Jesús sana a un ciego, que lo llama por un título mesiánico, “Hijo de David”. Era la esperanza de Israel que un día vendrá un nuevo David, uno de su linaje, que traerá el reino de Dios a la tierra. Este será el reino del último día, que destruirá todo otro reino, llenará toda la tierra, y permanecerá para siempre (Dan 2, 35). Y “Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre” (Is 9, 7). Cuando este rey vendrá, abrirá los ojos de los ciegos (Is 35, 5; 61, 1). El mismo Jesús notaba que su cura de los ciegos indica que este reino de Dios ya ha llegado a la tierra en él. En la sinagoga de Nazaret, leyó el texto de Isaías 61.1, que habla de aquel gran día de salvación: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres … a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos” (Lc 4, 18). Entonces dijo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lc 4, 21). Cuando Juan el Bautista envió a mensajeros para preguntarle: “¿Eres tú el que había de venir, o esperamos a otro?”, Jesús estaba sanando a muchos ciegos (Lc 7, 20-21), y les dijo: “Id, haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan … y a los pobres es anunciado el evangelio; y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí” (Lc 7, 22-23).

Jesús curaba a los ciegos, indicando así que él es el que había de venir. Bienaventurado es aquel, como dijo, que no se escandaliza en que el esperado reino de Dios ha venido a la tierra en una forma tan humilde. Es como una semilla de mostaza, pequeña, pero será muy grande después.

En Jesucristo, el reino de Dios, esperado por los últimos días, ya ha llegado, ha invadido este mundo viejo, y los que nacen de nuevo en él viven ahora en este reino de perdón de los pecados y paz celestial sobre la tierra. Pero este reino vino antes del fin del mundo. De hecho, vino en medio de la historia, en medio del mundo viejo, para renovarlo. Ningún judío había esperado una cosa así. Ellos esperaban el reino de Dios en el último día, al fin del mundo. Pero Dios nos lo ha enviado ahora. Somos invitados, pues, a vivir en el reino de Dios ahora. Por eso el ángel Gabriel dijo a María: “el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33). El reino de Dios está aquí ahora en Jesucristo y en los conectados con él. Debemos, pues, vivir en ello ahora, dando gloria a Dios en las alturas y viviendo en la paz celestial que él trajo a la tierra en su nacimiento (Lc 2, 14).

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RECHACEMOS EL CONFORMISMO COBARDE

Jueves, 33ª semana del año 1 Mac 2, 15-29; Sal 49; Lc 19, 41-44

“No obedeceremos las órdenes del rey ni nos desviaremos un ápice de nuestro culto” (1 Mac 2, 22).

Los días eran malos. Había en Israel una gran persecución. El rey quiso que todos sus súbditos acaten su nueva ley que cada uno abandone su religión y sus propias leyes religiosas y sigan ahora la religión pagana del rey. Muchos judíos le obedecieron, pero Matatías y sus hijos rehusaron obedecer al rey. Matatías dijo: “Aunque todas las naciones que forman el imperio del rey le obedezcan hasta abandonar cada uno el culto de sus padres y acaten sus órdenes, yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos en la alianza de nuestros padres. El Cielo nos guarde de abandonar la ley y los preceptos. No obedeceremos las órdenes del rey ni nos desviaremos un ápice de nuestro culto” (1 Mac 2, 19-22). Después de decir esto, Matatías, según la ley (Dt 13, 9), degolló a un judío que ofrecía sacrificio pagano, y huyó con sus hijos a las montañas (1 Mac 2, 28). Uno de sus hijos, Judas, llamado Macabeo, “formó un grupo de unos diez y se retiró al desierto. Llevaba con sus compañeros, en las montañas, vida de fieras salvajes, sin comer más alimento que hierbas, para no contaminarse de impureza” (2 Mac 5, 27).

Vemos, pues, hoy que la vida de fe y fidelidad a la revelación y voluntad de Dios es, en este mundo, una guerra, un asunto de persecución, de dar testimonio, y de luchar contra los enemigos de la fe. No debemos más usar fuerza física contra nuestros persecutores; pero sí, debemos tratar de convertirlos con la espada de la palabra como hizo Jesús y san Pablo. Estamos, pues, en medio de una guerra espiritual contra las fuerzas de maldad, las fuerzas secularizantes, que están tratando de destruir la Iglesia y la fe cristiana. No debemos acatar sus costumbres mundanas y destructivas. Debemos más bien siempre obedecer la voluntad de Dios aun si esto nos causa ser perseguidos. Siempre podemos refugiarnos en el desierto, como Matatías, o en otra ciudad. Jesús nos preparó para esto, diciendo: “seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo. Cuando os persigan en esta ciudad, huid a la otra; porque de cierto os digo, que no acabaréis de recorrer todas las ciudades de Israel, antes que venga el Hijo del Hombre” (Mt 10, 22-23).

Imitando el ejemplo de Matatías y sus hijos, no debemos conformarnos a este siglo. San Pablo nos dice: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” (Rom 12, 2). No debemos seguir las costumbres secularizadas del mundo alrededor de nosotros, costumbres de un mundo centrado en su propio placer. Sería mejor huir completamente del mundo y vivir en el desierto, como hacen los monjes, y como hicieron Matatías y sus hijos. No debemos conformarnos a este siglo, sino ser transformados y darle el testimonio de nuestra fe. Debemos rechazar un conformismo cobarde e imitar más bien la valentía de los Macabeos.

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TÚ ERES TEMPLO DEL ESPÍRITU SANTO

Viernes, 33ª semana del año 1 Mac 4, 36-37.52-59; 1 Cro 29; Lc 19, 45-48

“Y entrando en el templo, comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él, diciéndoles: Escrito está: Mi casa es casa de oración; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Lc 19, 45-46).

Hoy tenemos dos lecturas sobre la purificación del templo. El templo es un lugar sagrado, y debemos comportarnos en el templo de una manera diferente de en otros lugares. Nuestra iglesia es nuestro templo. Es un lugar de silencio y respeto, no un lugar para saludar a nuestros amigos y conversar con ellos, como hacen muchos hoy.

San Pablo nos dice que nosotros somos templos de Dios, y nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo. Dice: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Cor 3, 16-17). Y “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” (1 Cor 6, 19).

Si somos templos de Dios y por eso somos santos y si nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, entonces es importante cómo vivimos. No debemos, pues, vivir de cualquier manera. No debemos imitar los estilos seglares de vida que vemos alrededor de nosotros por todas partes. Como debemos comportarnos de una manera especial y diferente dentro de una iglesia donde el sagrario está presente, así también debemos comportarnos todo el tiempo de una manera especial ahora que hemos sido comprados y redimidos por Jesucristo y hechos templos del Espíritu Santo. Cada aspecto de nuestra vida debe ser cambiado por este hecho: nuestra manera de comer —qué comemos—; nuestro tiempo —cómo lo usamos—; nuestro horario —cuándo nos levantamos, qué hacemos en la mañana, y cómo usamos nuestro tiempo libre—; nuestra manera de vestirnos —que sea modesta y simple, y si somos sacerdotes o religiosos, que sea apropiada a nuestro estado de vida y no un disfraz mundano en imitación del mundo seglar alrededor de nosotros, que tanto necesita nuestro testimonio—. Nuestro nuevo estilo de vida incluye también nuestros viajes, sabiendo que pasearse sin motivo serio y necesario no sólo es una pérdida de tiempo sino que también una gran distracción de nuestro espíritu. Es por eso que los contemplativos viven dentro de una clausura; es decir, para concentrarse en la única cosa necesaria. Por esta razón viven en el desierto, en un monte, o en un monasterio, para reducir las distracciones del mundo, para poder enfocarse en Dios y amarlo con un corazón íntegro, no dividido, y menos distraído. Si somos templo de Dios y del Espíritu Santo, necesitamos también tiempos y lugares de silencio, no hablando en cualquier tiempo y lugar, sino reservando ciertos tiempos y lugares para guardar el silencio. Los monjes son un buen ejemplo de esto. Tienen tiempos y lugares en que no hablan, y con razón. En la comida, otra vez, el ayuno también es importante. Nuestra comida debe ser sencilla, simple, y sin adorno, no guisada para el placer, sino sólo sana y saludable, para poder enfocarnos en Dios con un corazón indiviso, y no estar distraídos y divididos por los placeres del mundo.

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EL CELIBATO, UNA BENDICIÓN DEL SIGLO VENIDERO

Sábado, 33ª semana del año 1 Mac 6, 1-13; Sal 9; Lc 20, 27-40

“Los hijos de este siglo se casan, y se dan en casamiento; mas los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos, ni se casan, ni se dan en casamiento” (Lc 20, 34-35).

Este es el caso de la mujer que tuvo siete esposos, uno tras otro, todos hermanos. Jesús nos enseña aquí que en la edad de la resurrección, no habrá problema alguno en saber quién será su esposo, porque en la edad de la resurrección no se casarán, sino serán como los ángeles. Dice que el casarse es sólo de este siglo presente, no de la edad nueva de la resurrección. “…los que fueren tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos —dice—, ni se casan, ni se dan en casamiento. Porque no pueden ya más morir, pues son iguales a los ángeles, y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección” (Lc 20, 35-36).

Así, pues, será en la nueva edad de la resurrección. Y esta nueva edad ya ha comenzado con la resurrección de Jesucristo y en la vida de todos los que ya han resucitado en él (Col 3, 1-2). Por nuestra fe en Cristo, vivimos ya de antemano en las bendiciones de la edad que viene. Si somos en Jesucristo, gustamos ahora, en medio de esta edad vieja, un anticipo de estas bendiciones del futuro.

Es por eso que hay célibes ahora. Ellos viven ya en este siglo viejo la forma de vida de la nueva edad. Son, pues, signos escatológicos, signos en medio de esta edad vieja de la vida de la edad nueva. Ellos tratan de vivir ahora de antemano la vida angélica. La llamo la vida angélica porque es la forma de vida de los ángeles, que no se casan, y porque Jesús dice que todos los que alcanzan la edad nueva serán “iguales a los ángeles” al no casarse (Lc 20, 36).

Todos los que alcanzarán aquella nueva edad tendrán un corazón completamente indiviso, reservado únicamente para Dios, y esto excluirá el casarse, porque su corazón tendrá sólo un esposo, Cristo, y su amor por él no será dividido ni siquiera por el amor de un esposo humano. Los que son célibes ahora en esta vieja edad son, pues, un espejo mostrando a toda la Iglesia su forma de vida en el nuevo siglo, porque allá, todos serán célibes.

Los que ya son célibes deben tratar de vivir esta vida escatológica y angélica ahora con pureza e indivisión de corazón, no dividiendo su corazón al enamorarse de nadie, sino reservándolo únicamente y exclusivamente para el Señor con todo su amor. No deben tampoco dividir su corazón entre los placeres del mundo ni de la mesa si quieren vivir esta vida angélica y dar testimonio en este siglo del siglo que viene. Y su testimonio es el testimonio de un corazón indiviso. Es el testimonio de la vida angélica del futuro, anticipada ya en medio de esta edad vieja, porque Jesucristo trae a la tierra ahora las bendiciones del siglo venidero, las bendiciones del reino de Dios. Y los que viven en Jesucristo viven ya de antemano en este reino.

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EL REY QUE VINO Y VENDRÁ

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, Último domingo del año

Dan 7, 13-14; Sal 92; Apc 1, 5-8; Jn 18, 33-37

“Le dijo entonces Pilato: ¿Luego, eres tú rey? Respondió Jesús: Tú dices que yo soy rey. Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo” (Jn 18, 37).

Hoy es la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo, y es el último domingo del año. Más que todo, hoy recordamos que en el último día, al fin del mundo, Jesucristo volverá otra vez en toda su gloria en las nubes del cielo como rey del universo. Será el día del juicio final de los vivos y de los muertos (Hch 10, 42; Mt 25, 31-33). “He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá” (Apc 1, 7). Vivimos ahora para este gran día; será el cumplimiento de todos nuestros deseos. Entonces nuestra salvación será cumplida. Nuestra muerte será el principio para nosotros de este gran día; porque entonces, si somos salvos, veremos a Dios tal como él es (1 Jn 3, 2). Vivimos incluso ahora en la luz reflejada de este día de gloria. La luz de este día nos ilumina aun ahora en este mundo viejo. Debemos, pues, anhelar este gran día y prepararnos para ello ahora al vivir sólo para Dios y su servicio y el amor de nuestro prójimo por amor de él.

Si hacemos esto, viviremos en el reino de Dios ahora, con Jesucristo como nuestro rey, porque al vivir así, seremos los verdaderos pobres en espíritu, los bienaventurados pobres de Yahvé que no tienen nada en este mundo sino sólo Dios. Así, pues, Jesús ha dicho: “Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios” (Lc 6, 20). Son los pobres, que sólo tienen Dios en este mundo, que viven sólo y únicamente para él, que entran en el reino de Dios ahora, y que después verán al rey en su gloria. Pero para los que no abrazan la pobreza evangélica, los que no viven sólo para Dios, los que no se han hecho pobres en este mundo para vivir sólo para él con un corazón indiviso, será muy difícil entrar en el reino de Dios. Así, pues, dijo Jesús: “¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!” (Mc 10, 23), y “Mas fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mc 10, 25). Si queremos vivir en el reino de Dios ahora, tenemos que abrazar la pobreza evangélica y vivir sólo para Dios con todo nuestro corazón, dedicándonos a sus alabanzas y a la salvación de nuestro prójimo.

El reino de Dios entró en el mundo con el nacimiento de Jesucristo en Belén cuando los ángeles cantaban: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lc 2, 14). Jesús dijo: “si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mt 12, 28). Sus exorcismos indican que el reino de Dios ya ha llegado en él. Él dijo además: “El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí, o helo allí; porque el reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17, 20-21). No podemos calcular el día en que vendrá el reino de Dios en su cumplimiento, y, de hecho, el reino de Dios ya está aquí en medio de nosotros y dentro de los que creen en Jesucristo. Algo nuevo comenzó en el mundo con la venida de Jesucristo. “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado” (Lc 16, 16). Los que reciben a Jesucristo reciben el reino de Dios y a Cristo como su rey. Es una cosa más grande estar en el reino de Dios que ser el más grande de los profetas del Antiguo Testamento. Así nos dijo Jesús, diciendo: “De cierto

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os digo: Entre los que nacen de mujer no se han levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de Dios, mayor es que él” (Mt 11, 11). ¡Qué cosa grande es, pues, pertenecer al reino de Dios y vivir en ello ahora! Es el Padre que “nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Col 1, 13).

En Jesucristo las profecías son cumplidas —profecías sobre un reino de paz sobre toda la tierra—. Si vivimos en Jesucristo, podemos vivir en este reino de paz universal ahora. Él nos perdona de nuestros pecados y nos pone en paz con su Padre. Él destruye la guerra en la tierra y es humilde y pobre. Dice el profeta Zacarías: “he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgado sobre un asno … de Efraín destruiré los carros, y los caballos de Jerusalén, y los arcos de guerra serán quebrados; y hablará paz a las naciones, y su señorío será de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra” (Zac 9, 9-10).

Vivimos, pues, en este tiempo del cumplimiento de las profecías. Podemos vivir en el reino de Dios, el reino de paz con Dios y con nuestro prójimo, la paz celestial y universal que Jesucristo trajo a la tierra. Esperamos también su cumplimiento final en el último día cuando “aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo; y … verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt 24, 30-31).

Debemos vivir ahora en preparación constante para este día cuando Jesucristo volverá en forma manifiesta como rey del universo. Nos preparamos para este día de gloria al vivir ahora en el reino de Dios, dando gloria a Dios en las alturas y llevando paz en la tierra a nuestro prójimo. Así viviremos en la paz que Jesucristo trajo al mundo. Viviremos sólo para él como los pobres de su reino, porque de ellos es el reino de Dios.

ELLA ECHÓ TODO LO QUE TENÍA

Lunes, última semana del año Dan 1, 1-6.8-20; Dan 3; Lc 21, 1-4

“En verdad os digo, que esta viuda pobre echó más que todos. Porque todos aquéllos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra; mas ésta, de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Lc 21, 3-4).

Hemos llegado a la última semana del año y esta semana meditaremos sobre las señales que acompañarán el fin de esta edad y la parousia del Hijo del Hombre en las nubes del cielo para introducir la nueva edad, que ya ha comenzado en su primera venida al mundo. Este gran discurso sobre el fin tuvo lugar en el monte de los Olivos, frente al templo (Mc 13, 3), pero primero Jesús estaba con sus discípulos en el templo mirando cómo los ricos echaban sus ofrendas en el arca de las ofrendas. Entonces vio a “esta viuda muy pobre, que echaba allí dos blancas” (Lc 21, 2) y notó que ella “echó más que todos”, porque “de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Lc 21, 3-4).

Mientras esperamos el fin de la edad y la consumación de la nueva edad, que ya ha comenzado en medio de esta edad vieja con el nacimiento de Jesucristo, debemos imitar a

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esta viuda pobre y ofrecer todo lo que tenemos a Dios, sacrificando todo lo demás por él. Es decir, como esta viuda pobre vivía sólo para Dios, nosotros también debemos vivir únicamente para Dios en esta edad vieja, porque hemos nacido de nuevo en Jesucristo y ya pertenecemos a la nueva edad, que ya ha comenzado en medio de la historia, en medio de esta edad vieja. Puesto que el reino de Dios ya ha comenzado para nosotros que estamos en Jesucristo, debemos vivir de una manera radicalmente diferente de los demás que todavía son hijos de este siglo viejo, dominado por Satanás y el pecado. La diferencia consiste en —siguiendo el ejemplo de esta viuda pobre— renunciar a todo lo demás por el amor de Dios y hacerlo a él la única alegría de nuestra vida. Debemos, pues, hacernos pobres por amor a él, eliminado de nuestro corazón todos nuestros deseos por los placeres de este mundo viejo, para ser hombres nuevos, una nueva creación, personas de la nueva edad, viviendo ahora de antemano en el reino de Dios que ya ha comenzado para nosotros.

El hombre nuevo es como esta viuda pobre. Vive sólo para Dios. No tiene nada más que Dios. Tiene sólo un tesoro, sólo un Señor. Ha vendido todo lo demás para obtener la perla preciosa, que es el reino de Dios. Así él vive en la paz celestial que descendió al mundo en el nacimiento de Cristo. Esta es la paz universal, dada por Dios a toda la tierra, en que viven los que creen en Cristo. Por eso ellos tienen un corazón indiviso en su amor por él y, como esta viuda, echan todo su sustento en el arca de las ofrendas. No quieren dividir su corazón con los placeres de este mundo. Más bien quieren reservarlo sólo para el Señor, el único esposo de su corazón. Así pueden regocijarse en el Señor, teniendo una relación nupcial, exclusiva con él. Viven ya de antemano en la nueva edad, que será consumida cuando el Hijo del Hombre regrese con las nubes del cielo con poder y gran gloria.

LA VENIDA DEL HIJO DEL HOMBRE

Jueves, última semana del año Dan 6, 12-28; Dan 3; Lc 21, 20-28

“Entonces verán al Hijo del Hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria” (Lc 21, 27).

Este es el gran día que todos esperamos y anhelamos, en que el Hijo del Hombre vendrá con las nubes del cielo con poder y gran gloria. Vendrá con todos sus santos, y en aquel día habrá gran luz (Zac 14, 5,7). Esta venida de Cristo en gloria será como un relámpago en el cielo de noche. “Porque como el relámpago que al fulgurar resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro, así también será el Hijo del Hombre en su día” (Lc 17, 24). Habrá también tribulación, guerras, y sufrimiento, pero es esta gran esperanza que nos fortalece y capacita para soportar todo lo que sobrevendrá en la tierra. Los judíos ya han visto la destrucción de Jerusalén y su nación por los romanos en el año 70, pero habrá más sufrimiento en el futuro, hasta que aun las estrellas caerán del cielo, porque en los últimos días, “habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas;

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desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas” (Lc 21, 25-26).

En este día, “el sol se oscurecerá y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo … Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo … y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán a sus escogidos, de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro” (Mt 24, 29-31).

Meditamos al fin del año sobre las últimas cosas, el fin del mundo y el fin de esta edad. Y Jesucristo nos dice que debemos prepararnos ahora para todo esto, porque nadie —incluso él mismo— sabe cuándo sucederá. Esto es el secreto del Padre, no revelado a nosotros, para que estemos siempre preparados y siempre preparándonos. Debemos, pues, vivir en un estado constante de vigilancia y preparación, velando y orando siempre, y viviendo una vida digna de este gran día. “Mirad, velad y orad —dice Jesús—; porque no sabéis cuándo será el tiempo … lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Mc 13, 33,37).

Debemos, pues, vivir en esperanza. Los cristianos son un pueblo de esperanza. Anhelan el futuro, la consumación del reino de Dios, que ya ha empezado, y en que ya viven, disfrutando de antemano de las bendiciones del reino de Dios en la tierra. La presencia actual del reino de Dios en medio de nosotros y dentro de nosotros (Lc 17, 20-21) nos motiva a prepararnos con alegre expectativa para su consumación en gloria en el último día. “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mt 16, 27). ¡Que nuestras obras sean buenas, pues, para este gran día de recompensa, y que estemos preparados!

LA CERCANÍA DE LA VENIDA DEL SEÑOR

Viernes, última semana del año

Dan 7, 2-14; Dan 3; Lc 21, 29-33 “Así también vosotros, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios” (Lc 21, 31).

El reino de Dios, que ya está aquí (Lc 17, 20-21; Mt 12, 28), vendrá con poder y plena gloria cuando el Hijo del Hombre volverá sobre las nubes del cielo. Antes de esto, habrá señales prodigiosas en el cielo y en la tierra, indicando la proximidad de su venida. Cuando vemos que muchas de estas señales ya hayan venido, sabremos que el Señor está cerca, al punto de venir. Dijo pues: “cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios” (Lc 21, 31).

Entonces Jesús dice: “De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca” (Lc 21, 32). Parece que quiere decir por “todo esto” que todas estas señales prodigiosas (que indicarán la proximidad del reino de Dios en poder) acontecerán antes de que su generación pasara. Parece que esto es lo que quiso decir, porque en el versículo anterior, dijo que estas cosas que sucederán serán las señales de la proximidad de su venida, y por eso no incluyen su venida. Dijo: “…cuando veáis que suceden estas

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cosas, sabed que está cerca el reino de Dios” (Lc 21, 31). Y en verdad la señal más grande —la destrucción de Jerusalén y de la nación de los judíos— aconteció cuando muchos de sus oyentes todavía vivían.

El punto para nosotros es que puesto que muchas de estas señales ya han acontecido, la venida del reino de Dios en poder y gran gloria ya está muy cerca. Debemos entender, pues, que vivimos ahora en los últimos días. Con Dios, mil años son como un día (2 Pd 3, 8; Sal 89, 4). Así, pues, con Dios, sólo dos días han pasado desde que Jesús habló estas palabras. El significado es que el cristiano, el hombre de fe, debe entender que, de veras, él está viviendo en los últimos días, y que el Hijo del Hombre pueda aparecer en cualquier momento. Por eso debemos vivir conforme a esta perspectiva escatológica y estar siempre preparados, siempre vigilantes.

Jesús no nos dijo estas cosas con más precisión porque él mismo no supo cuándo él vendría en su gloria (Mc 13, 32). Este conocimiento fue escondido de él, y el Padre no quiso que sea revelado a nosotros, para que estemos siempre preparados y siempre preparándonos. Él mismo dijo abiertamente: “Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre” (Mc 13, 32).

La conclusión es que el estado en que un cristiano debe siempre vivir es un estado de preparación y alegre expectativa. Debemos estar sobre aviso en todo tiempo para la venida del Señor en su gloria. Así debemos vivir, siempre preparados y vigilantes, no negligentes. Así nos enseña Jesús. “Velad, pues —dice—, porque no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad” (Mc 13, 35-37).

NO DEBEMOS VIVIR SEGÚN LA CARNE

Sábado, última semana del año Dan 7, 15-27; Dan 3; Lc 21, 34-36

“Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día” (Lc 21, 34).

El vivir en los últimos tiempos, esperando la venida del Señor y estando siempre sobre aviso quiere decir vivir de una cierta manera, no según la carne y sus deseos para placer, que dividen el corazón de un amor puro, reservado sólo para el Señor, sino según el Espíritu en toda pureza, sencillez, y simplicidad. Estar preparados para la venida del Señor quiere decir vivir desprendidos de los placeres mundanos, despojados, y desapegados de ellos, porque son como los espinos que ahogan la semilla para que no lleve fruto (Lc 8, 14). Más bien debemos servir sólo a un Señor, Dios, no a dos señores —a Dios y también a las riquezas y placeres del mundo (Mt 6, 24)—. Es imposible servir a dos señores, aunque muchos tratan de hacerlo. Esto sólo divide el corazón. Debemos, pues, tener sólo un tesoro, y este en el cielo (Mt 6, 19-21), porque donde está nuestro tesoro, allí también estará nuestro corazón (Mt 6, 21). Esta es la razón por la cual es tan difícil para un rico entrar en el reino de Dios. “De cierto os digo —dijo Jesús—,

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que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Otra vez os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 23-24). Los ricos normalmente son rodeados de placeres y divididos por ellos. Los que tratan de salvar su vida de esta manera mundana, llenándose de los deleites del mundo, pierden su vida para con Dios. Es, al contrario, el que pierde su vida en este mundo, sacrificándolo todo por Cristo, que salvará su vida verdaderamente para con Dios (Mc 8, 35). Así, pues, “El que ama su vida, la perderá; y el que aborrece su vida en este mundo, para vida eterna la guardará” (Jn 12, 25). Perdemos nuestra vida en este mundo, aborreciéndola, para salvarla para con Dios al vivir sólo para Jesucristo, renunciando a todo lo demás, sacrificándolo por amor a él.

Los que se sienten seguros en este mundo, rodeados de sus placeres mundanos, en realidad están en gran peligro, porque “cuando digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción repentina, como dolores a la mujer, y no escaparán” (1 Ts 5, 3). Los, pues, “que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Rom 8, 8). Todos estamos en la carne en el sentido de que tenemos cuerpos, pero el significado de san Pablo es que debemos vivir en el Espíritu y no en la carne, es decir, debemos seguir la dirección del Espíritu de Dios y no los deseos de la carne para placer innecesario que sólo dividen el corazón. “…porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis” (Rom 8, 13).

“¡Ay de los que se levanten de mañana para seguir la embriaguez; que se están hasta la noche, hasta que el vino los enciende! Y en sus banquetes hay arpas, vihuelas, tamboriles, flautas y vino, y no miran la obra del Señor, ni consideran la obra de sus manos. Por tanto, mi pueblo fue llevado cautivo, porque no tuvo conocimiento” (Is 5, 11-13). Esto es estar en la carne, o vivir según la carne, y san Pablo dice claramente: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí … Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos … Porque el que siembra para su carne, de la carne segará corrupción; mas el que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna” (Gal 5, 16-17.25; 6, 8). Las palabras de la Biblia son claras para los que las leen con un corazón puro y una mente abierta y quieren seguirlas. Es claro que la vida según la carne significa más que sólo el adulterio, la fornicación, y la glotonería, pero el intento anti-ascético de excluir estos significados de las palabras de san Pablo es seguramente mal guiado.

Hay, pues, dos maneras de vivir: la vida según la carne, y la vida según el Espíritu. Somos invitados a la vida según el Espíritu y a crucificarnos al mundo. “…lejos esté de mí gloriarme —dijo san Pablo—, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gal 6, 14). Debemos, pues, morir con Cristo a esta vida del hombre viejo y resucitar con él a la vida del hombre nuevo, a la vida en el Espíritu (Ef 4, 22-24; Rom 6, 4). Así estaremos preparados para la venida del Hijo del Hombre. Así viviremos de una manera digna de estos últimos días, esperando la venida del Señor.

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LOS DÍAS DE SALVACIÓN HAN LLEGADO

1 domingo de Adviento Jer 33, 14-16; Sal 24; 1 Ts 3, 12-4, 2; Lc 21, 25-28.34-36

“…sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13).

Esta es nuestra esperanza como empezamos otra vez este año la bella temporada de Adviento. Es un tiempo de espera y preparación para la venida del Señor en nuestra tierra, en nuestra vida, y en nuestro corazón. Es el tiempo para meditar las profecías del Antiguo Testamento para ver la esperanza de Israel para los días mesiánicos, en que habrá paz en toda la tierra, una paz celestial, no de este mundo, no de esta edad. Anhelamos durante Adviento la consumación de estas profecías. Es por eso que durante Adviento esperamos con gozosa expectativa la parusía de nuestro Señor Jesucristo, porque en su segunda venida con poder y gran gloria en las nubes del cielo, acompañado de todos sus santos en gran luz, serán consumadas todas las profecías. Habrá entonces nuevos cielos y una nueva tierra (Is 65, 17), y seremos transformados con la paz del cielo en nuestros corazones, y la alegría del Señor en nuestra vida.

Durante Adviento, nos preparamos también para la alegre celebración de la natividad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. En él, son cumplidas las profecías. En él, vino la paz celestial a la tierra para renovar los corazones de los hombres, haciéndonos una nueva creación, hombres nuevos, llenos del Espíritu Santo y de la alegría del Señor. En el nacimiento de Jesucristo, la salvación profetizada se realizó, y el reino de Dios empezó en la tierra. Los que creen en él son nacidos de nuevo en él y ven y viven ahora en el reino de Dios sobre toda la tierra. Las meditaciones del Adviento y Navidad nos renuevan, y el reino de Dios transforma nuestro mundo. Navidad y la venida de Jesucristo a la tierra es cuando la paz y la salvación vistas por los profetas se realizan en la tierra para nuestra transformación e iluminación. Lo que los profetas profetizaban para el fin del siglo vino en Jesucristo en medio del siglo, en vez de sólo a su fin, como los judíos esperaban. Nadie esperaba esto, es decir, que las cosas profetizadas por el fin del mundo empezarían ahora en el presente en Jesús, el Mesías, en medio de la historia. Pero esto es precisamente lo que pasó. El cumplimiento de las profecías llegó a la tierra en el nacimiento de Jesucristo, y este cumplimiento todavía está con nosotros, renovándonos y llenando nuestros corazones de la alegría del Señor.

Durante Adviento, pues, entramos en este misterio bello del cumplimiento de las profecías en Jesucristo, y nos preparamos ahora para su consumación final en gloria manifiesta en el último día con la parusía de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos en gran luz. Nos preparamos ahora para esto al creer en Cristo como nuestro Señor y Salvador, al nacer de nuevo en él, y al vivir ahora en su reino, dando gloria a Dios en las alturas, y en la tierra viviendo en su paz con nuestro prójimo. Y esta paz no es nuestra, sino el don que Jesús trajo a la tierra en su nacimiento cuando los ángeles cantaron, deseando “en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres” (Lc 2, 14).

El deseo de san Pablo hoy es que “sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (1 Ts 3, 13). Queremos, pues, estar preparados para este gran día de salvación. Nos acercamos a este día ahora. Nos levantamos del sueño, porque la hora

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está avanzada, y el tiempo de salvación está más cerca ahora que cuando empezamos a creer, y nosotros también debemos estar más preparados ahora que cuando empezamos. Debemos, pues, estar en un estado constante de preparación, crecimiento, y santificación. “La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz” (Rom 13, 12). Debemos limpiar nuestra vida. “Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías … sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” que nos derriban (Rom 13, 13-14).

Jesús nos dice la misma cosa hoy. “Mirad también por vosotros mismos —dice—, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo, vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lc 2, 34-36).

Si hiciéramos esto, estaríamos en un estado constante de preparación y vigilancia. Y esto es precisamente lo que debemos hacer —estar constantemente preparándonos para esta hora final al vivir ahora en el cumplimiento de las profecías en Jesucristo—. Estos son los últimos días. Vivimos ahora, pues, en los tiempos mesiánicos, los tiempos del cumplimiento de las profecías. En Jesucristo tenemos la paz celestial, y debemos dar gloria a Dios en las alturas y en la tierra vivir en esta paz de Cristo con nuestro prójimo.

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