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---- COMO NACIO LA PRIMERA BIOGRAFIA DE «CLARIN». MEMORIAS DE «EL PROVINCIANO UNIVERSAL» Juan Antonio Cabezas L a primera biografía de Leopoldo Alas («Clarín») titulada «Clarín, el provin- ciano universal », nace de mi casual en- cuentro con el escritor Benjamín Jar- nés, en el pacio de Doriga. En el interior de su alto torreón, jugábamos una ptida de billar, Jar- nés, que ya había publicado «El convidado de papel»; el entonces propietario del palacio, Inda- lecio Corugedo (diputado liberal asturiano, hasta el «golpe» de Primo Rivera en 1923); su yerno el escritor Valentín Andrés Alvarez, que ya había estrenado con gran éxito su comedia ¡«Tararí»! Y yo, que ya había dejado la dirección del periódico ovetense «El Carbayón». Estamos en el verano de 1933. En aquel mi primer encuentro con Jarnés (des- pués seríamos buenos amigos), me dijo el autor de «El profesor inútil», que la editorial Espasa-Calpe le había encargado la dirección de una nueva Colección de biogrías literarias, que pensaba ti- tular «Vidas Españolas e Hispanoamericanas del siglo XIX». Agregó que preparaba ya el primer volumen que se titulaba, «Sor Patrocinio, la monja de las llagas». Y que el segundo sería el de Anto- nio Espina, «Luis Candelas, el �andido de Ma- drid». Fue Jarnés quien me dijo: «¿Por qué no haces tú una biografía del escritor asturiano, «Cla- rín»? De aquella conversación en Doriga, nació la idea de lo que sería dos años después, mi «Cla- rín, el provinciano universal». Mis primeras actividades se encaminaron a reu- nir en Oviedo, donde yo vivía entonces (calle de Martínez Marina, número 3), una completa biblio- gría de Leopoldo Alas. La cosa no e nada cil, ya que se trataba de ediciones, agotadas hacía más de veinte años. Sólo se encontraban algunas obras, casi siempre primeras ediciones, en bibliotecas particulares, de los escasos admirado- res d� «Clarín» o de simples bibliófos. Aún fue más difícil reunir una solvente bibliografía sobre Leopoldo Alas. A los 32 años de su muerte, ésta era escasísima. Padecía entonces el autor de «La Regenta», ese olvido, más terrible que la muerte sica, que suelen padecer los hombres extraordi- narios. Más al tratarse del tan polémico entre sus contemporáneos, como lo era, el catedrático de © -� la Universidad de Oviedo y escritor univers, Leopoldo Alas. Aparte de la media docena de artículos, enco- miásticos y anecdóticos, publicados entre 1901 y 1902, con motivo de su muerte, sin que ftase el de su enemigo y calumniador, Luis Bonoux, que se iniciaba con estas cínicas pabras: «Yo que soy el primero en alegrarme de la muerte de «Cla- rín». Y en otro momento escribe: «En el entierro de Alas, se escuchó el silencio que se escucha en los entierros de los tiranos». Crueldad innecesaria que retrata a su autor. La mayoría de los artículos, salvo algunas ex- cepciones que ahora citaré, estaban firmados por «clarinianos» locales de vía estrecha, a los que el ingenioso ovetense, Paco Sousa, calicaba de «escritores efeméridos». Los que aprovechaban los aniversios de la muerte de Alas para echar su «cuarto a espaldas» y sus plumas a enristrar tópicos y anécdotas «de oídas», sobre «Clarín», que se publicaban en periódicos locales de matiz liber o en el porfolio ilustrado de las fiestas de San Mateo. En mi selección de entonces, figuraban con fir- mas solventes: «Clarín, apuntes para un estudio psicológico» de Navarro Ledesma, Madrid, 1901; «Alas sociólogo» de A. Alvarez Buylla, Oviedo, 1901; «Paliques» de Rael Altamira, en la «Re- vista Popular» Oviedo, 1901; «Apuntaciones ne- __________________ Clariniano. 98

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Page 1: --.i-- · 2019-06-18 · cartulina del cielo. Era el mismo que llenara de poéticas leyendas, la fantasía del niño Leopoldo. Según la tradición familiar en las noches de luna,

--.i--COMO NACIO LA

PRIMERA BIOGRAFIA

DE «CLARIN».

MEMORIAS DE «EL

PROVINCIANO

UNIVERSAL»

Juan Antonio Cabezas

La primera biografía de Leopoldo Alas («Clarín») titulada «Clarín, el provin­ciano universal», nace de mi casual en­cuentro con el escritor Benjamín Jar­

nés, en el palacio de Doriga. En el interior de su alto torreón, jugábamos una partida de billar, Jar­nés, que ya había publicado «El convidado de papel»; el entonces propietario del palacio, Inda­lecio Corugedo (diputado liberal asturiano, hasta el «golpe» de Primo Rivera en 1923); su yerno el escritor Valentín Andrés Alvarez, que ya había estrenado con gran éxito su comedia ¡«Tararí»! Y yo, que ya había dejado la dirección del periódico ovetense «El Carbayón». Estamos en el verano de 1933.

En aquel mi primer encuentro con Jarnés (des­pués seríamos buenos amigos), me dijo el autor de «El profesor inútil», que la editorial Espasa-Calpe le había encargado la dirección de una nueva Colección de biografías literarias, que pensaba ti­tular « Vidas Españolas e Hispanoamericanas del siglo XIX». Agregó que preparaba ya el primer volumen que se titulaba, «Sor Patrocinio, la monja de las llagas». Y que el segundo sería el de Anto­nio Espina, «Luis Candelas, el �andido de Ma­drid». Fue Jarnés quien me dijo: «¿Por qué no haces tú una biografía del escritor asturiano, «Cla­rín»? De aquella conversación en Doriga, nació la idea de lo que sería dos años después, mi «Cla­rín, el provinciano universal».

Mis primeras actividades se encaminaron a reu­nir en Oviedo, donde yo vivía entonces (calle de Martínez Marina, número 3), una completa biblio­grafía de Leopoldo Alas. La cosa no fue nada fácil, ya que se trataba de ediciones, agotadas hacía más de veinte años. Sólo se encontraban algunas obras, casi siempre primeras ediciones, en bibliotecas particulares, de los escasos admirado­res d� «Clarín» o de simples bibliófilos. Aún fue más difícil reunir una solvente bibliografía sobre Leopoldo Alas. A los 32 años de su muerte, ésta era escasísima. Padecía entonces el autor de «La Regenta», ese olvido, más terrible que la muerte física, que suelen padecer los hombres extraordi­narios. Más al tratarse del tan polémico entre sus contemporáneos, como lo fuera, el catedrático de

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la Universidad de Oviedo y escritor universal, Leopoldo Alas.

Aparte de la media docena de artículos, enco­miásticos y anecdóticos, publicados entre 1901 y 1902, con motivo de su muerte, sin que faltase el de su enemigo y calumniador, Luis Bonafoux, que se iniciaba con estas cínicas palabras: «Yo que soy el primero en alegrarme de la muerte de «Cla­rín». Y en otro momento escribe: «En el entierro de Alas, se escuchó el silencio que se escucha en los entierros de los tiranos». Crueldad innecesaria que retrata a su autor.

La mayoría de los artículos, salvo algunas ex­cepciones que ahora citaré, estaban firmados por «clarinianos» locales de vía estrecha, a los que el ingenioso ovetense, Paco Sousa, calificaba de «escritores efeméridos». Los que aprovechaban los aniversarios de la muerte de Alas para echar su «cuarto a espaldas» y sus plumas a enristrar tópicos y anécdotas «de oídas», sobre «Clarín», que se publicaban en periódicos locales de matiz liberal o en el porfolio ilustrado de las fiestas de San Mateo.

En mi selección de entonces, figuraban con fir­mas solventes: «Clarín, apuntes para un estudio psicológico» de Navarro Ledesma, Madrid, 1901; «Alas sociólogo» de A. Alvarez Buylla, Oviedo, 1901; «Paliques» de Rafael Altamira, en la «Re­vista Popular» Oviedo, 1901; «Apuntaciones ne-

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crológicas» en Anales de la Universidad de Oviedo, 1902; Pérez Galdós, Prólogo a una nueva edición de «La Regenta», Madrid, 1902; Maximi­liano Arboleya Martínez, «Alma religiosa de «Cla­rín», en Revista Quincenal, Barcelona, 1919; dos estudios de «Azorín» titulados «Clarín y la inteli­gencia» y «De la vida de Clarín», Madrid, 1928.

Finalmente, en mi rebusca bibliográfica, me en­contré con un folleto que contenía el discurso de apertura del Curso académico de la Universidad de Oviedo (1921-1922), pronunciado por el enton­ces joven catedrático de Literatura, Pedro Sáinz Rodríguez. Al texto del discurso, lo más serio escrito hasta entonces sobre «Clarín», se unía lo que fue para mi búsqueda bibliográfica de Leo­poldo Alas una completa ficha en la que apare­cían todas las obras de «Clarín» por orden crono­lógico y con las fechas de su publicación. Un verdadero hallazgo para el aprendiz de biógrafo.

Anteriores a la muerte de Leopoldo Alas encon­tré trabajos más o menos críticos, de Emilia Pardo Bazán, José Ortega Munilla, Armando Palacio Valdés, Ramón Pérez de Ayala y otros. Todos, por Jo general encomiásticos, pero parciales e in­completos.

* * *

En el año 1934, logré reunir una completa do­cumentación bibliográfica. Ya tenía el «Clarín» de la letra de molde: libros, periódicos, revistas. Pero yo quería más. Ambicionaba el otro. El «Clarín» vivo. El «Clarín» humano. Decidí buscarlo en lo que podría denominarse documentación oral. Ini­cié una búsqueda de personas que lo habían cono­cido, que habían hablado con él. Que recordaran sus palabras y el tono de su voz. Fue una busca apasionada del «Clarín» que perduraba en la me­moria de las gentes, de Oviedo y de otras locali­dades del Principado. Pasaron de un centenar las personas interrogadas. Empecé por su hijo mayor, Leopoldo, ya rector de la Universidad ovetense. Siguieron algunos compañeros de Claustro que aún vivían entonces y algunos de los que habían sido sus discípulos: Melquíades Alvarez,, Ramón Pérez de Ayala, Alvaro de Albornoz, José Sarri, marqués de San Feliz, Ulpiano Gómez, Serrano. Su gran amigo y contemporáneo Armando Palacio Valdés. El canónigo Maximiliano Arboleya Martí­nez, sobrino del obispo Martínez Vigil (el de la famosa polémica con «Clarín», al publicarse «La Regenta»). Arboleya poseía por herencia el ar­chivo del obispo su tío, más que mediano historia­dor, que al cabo de algunos años fue gran amigo de «Clarín».

También acompañé varias veces en sus viajes, desde la calle Principado a la estación del Norte, a Pío Rubín, que entonces contaba ochenta y más años, Registrador de la Propiedad ya jubilado. Du­rante aquellos paseos a pasitos de anciano, don Pío me hablaba de su compañero del Bachillerato Leopoldo Alas. A cada pregunta mía, don Pío se detenía, alzaba su bastón y sus ojos al cielo, como

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para buscar en lo alto 'sus lejanos recuerdos y luego hablaba con la pasión de un niño, aquel bachiller octogenario. Recordaba un poco atrope­lladamente. Los recuerdos, una vez encontrados, se apresuraban a salir de su boca hechos palabras. Eran las mismas palabras infantiles de los doce años. Don Pío revivía en la infancia de «Clarín», la suya propia. Sus ojos tan apagados, adquirían por un momento el brillo húmedo de emoción. A veces concretaba: «pues sí, Leopoldo era el que más corría. Salíamos del Campo de San Francisco hacia la clase, que se daba en una de las aulas universitarias y Leopoldo siempre llegaba el pri­mero. Corría más que Armando Palacio, más que Tomás Tuero y que yo. » El Registrador de la Propiedad, no recordaba al «Clarín» hombre, ni profesor, ni escritor. Lo recordaba siempre estu­diante de Bachillerato, que era lo que a mi funda­mentalmente me interesaba. No recordaba casi nada de fechas mucho más recientes, pero con­servaba bien claro el recuerdo de que Leopoldo era el más ágil del grupo. El que «corría más».

Los interrogatorios continuaron. Desde un ca­sero de la Puerta Nueva Alta, hasta un maletero de la estación del Norte, un bibliotecario y un viejo conserje de la Universidad y otro del Casino. Dos libreros y un feligrés de la parroquia de San

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Andrés de Linares, en La Oscura (Langreo) en cuya iglesia encontré la partida de Matrimonio (fecha 29 de agosto de 1882) de Leopoldo Alas y Onofre García Argüelles. Partida que un mes des­pués fue como la propia iglesia destruida por las llamas, durante la revolución minera, en octubre de 1934. La boda se había celebrado en La La­guna (orilla izquierda del Nalón), en la capilla particular de la casona de los García Argüelles, ante un antiguo óleo de San Ildefonso.

Para obtener datos concretos de la crónica so­cial de la boda de «Clarín» (con asistentes distin­guidos y características de la ceremonia) tuve que subir hasta un pueblo de la montaña, donde vivía retirado, el que era en aquel tiempo mayordomo de la casa de los Argüelles, Tomás Tercias. El había asistido a la boda, vestido con el traje fol­klórico asturiano (calzón corto de estameña, ca­misa de lienzo de casa y montera picona, mercada en El Fontán de Oviedo). Tercias recordaba que los señores llegados de Oviedo en el tren, que entonces solo llegaba a La Oscura, todos llevaban sombrero de copa y levita de faldones. Me dio a los 52 años una amplia referencia del enlace ma­trimonial «de la señorita Onofre, con el letrado».

* * *

Después de la apasionada búsqueda del espíritu de «Clarín», en la geometría urbana de su «Ve­tusta», en el Oviedo que desde «La Regenta», además r.e capital territorial de una provincia, era capital de un amplio distrito literario en la geogra­fía universal de lo maravilloso, me propuse bus­carlo también en su paisaje. En Guimarán de Ca­rreño, su rural Arcadia, donde pasaba sus fecun­dos veranos, en plena naturaleza. Allí encontré inalterada la geografía de Leopoldo Alas. Con mi fervor clariniano, yo andaba con el mismo paso lo terreno y lo eterno. Los caminos de Carreño, bor­deados de setos olorosos, en términos de Guima­rán, y los no menos auténticos, de la ficción litera­ria. Para mí, andar por los caminos rurales de Guimarán, era realizar un paseo por las inolvida­bles páginas de «Clarín». El convirtió los caminos vecinales de Carreño en caminos de novela. que me conducían hacia las regiones incontrolables de lo lírico. Sobre la sensación real de cada trozo de paisaje -bosque, prado, labrantío- tenía yo la emoción de un auténtico poema rural. U na sen­sación sublimada en cada soto de castaños o de pinos, que cubren una preñez de montaña; cada arroyo que se arrastra por el valle con una ilusión de cielo dentro. Allí estaba el prado «Aren», el prado de «Doña Berta» y el arroyo, que «solo la vanidad geográfica de los Rondaliego pudo llamar el río a lo que todo el pueblo llamaba el regato». Y frente a la casa el ciprés -«totem» familiar de los Alas- que recortaba su silueta sobre la azul cartulina del cielo. Era el mismo que llenara de poéticas leyendas, la fantasía del niño Leopoldo. Según la tradición familiar en las noches de luna, podían verse siluetas de monjes y caballeros -fan-

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«¡Adiós, Cordera!

tasmas de luna y de viento- que aparecían y desa­parecían entre las ramas, con un leve soplo de brisa nocturna.

Y dentro de la casa, otras sorpresas. Allí esta­ban muchas de las cosas que le fueran gratas a «Clarín», convertidas por su segundo hijo Adolfo y sus nietos, en reliquias de un culto familiar. En su mesa de trabajo un poco menos revuelta, el tintero de hierro, un secafirmas, un pisapapeles de cristal y dos de sus plumas, en las que la tinta seca me hizo pensar en las palabras nonnatas y en las ideas que «Clarín» se llevó al otro mundo. En la mesa y en la librería -vivo ejemplo de tole­rancia paternal- había una copiosa primavera de mariposas en calcomanía, adheridas a las maderas de nogal. Allí estaban algunos de sus libros predi­lectos -Tolstoi, Renán, Valera, Galdós- muchos objetos que le fueron gratos y algunos cuadros de pintores que gozaron de su amistad. También las cartas de personajes de la época.

Fuera de la casa, pude ver el magnolio que sombreaba una mesa rústica, sobre la que flore-

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« La Regenta».

cían las cuartillas de «Clarín», de magníficas fan- . tasías literarias. Y el laurel real que un día de mayo, dejaba caer sus flores -azahar simbólico­sobre el pecado de amor que cometían doña Berta de Rondaliego y su capitán de liberales. Desde un punto de la finca de Guimarán, se atala­yaban en días claros los lejanos remates de los Picos de Europa, esas torres de nieve y caliza, que los geólogos pueden llamar como quieran, pero que serán siempre las catedrales góticas de la asturiana Edad de Piedra.

* * *

En la segunda quincena de setiembre de 1934 volvía yo de Guimarán a Oviedo. Pronto inicié la tarea de ordenar mis notas, dispuesto a la redac­ción de mi libro, todavía sin título, cuando el día cinco de octubre al oscurecer, entraban en Oviedo los mineros revolucionarios de Mieres y Sama. Calle de Campomanes arriba, los revolucionarios

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lanzaban cartuchos de dinamita a derecha e iz­quierda, que estallaban sobre las fachadas a la altura de los primeros pisos. Las cerradas puertas de los portales se abrían violentamente por la fuerza de la onda expansiva y los cristales de balcones y miradores caían sobre las aceras he­chos añicos. Al día siguiente, cuando la zona de Campomanes, en la que había quedado mi casa, se había convertido en retaguardia revolucionaria, yo, invocando mi vieja amistad con Teodomiro Menéndez, que era el Jefe del Primer Comité, bajé por la calle de Magdalena hasta el Ayuntamiento, en cuya plaza tenía su domicilio provisional el Comité de Guerra. Durante los cinco días que duró aquella tan heroica como utópica aventura de la conquista de Oviedo, yo sólo pude salir, para tranquilizar y ayudar a algunas familias amigas, lo que al final sirvió para que se incluyese mi nom­bre entre los que era preciso . detener como res­ponsables.

Dos días antes de que terminase la lucha, yo salí con mi familia por el Cristo de las Cadenas y fuimos a hospedarnos en un hotel de Las Caldas. Allí me informé de que me buscaba la Policía dentro de Oviedo y que habían registrado mi casa. En vista de lo cual, decidí marchar a Galicia, a Puentedeume, donde un amigo, el abogado José Prado, era alcalde de la villa. Yo llevaba en un maletín las notas todavía desordenadas de la bio­grafía de «Clarín».

Pasé en Puentedeume los tres primeros meses de la sangrienta represión, que siguió a la rebelión de Octubre, durante los cuales, inicié la tarea or­denadora de documentos y notas. Cuando empezó a amainar la virulencia represiva, me vine a la aldea de Cordovero (Pravia), donde el párroco, don Pablo, era muy amigo de mi familia. Con el decidido apoyo del sacerdote, empecé a vivir tranquilamente en Cordovero. Pronto me hice amigo de todos los vecinos, que, aunque algo sos­pechaban, estaban decididos a callar. Alguna vez se acercaba por el pueblo una pareja de la Guardia Civil. Naturalmente se dirigían a la Casa Rectoral. El párroco don Pablo les decía que no ocurría nada anormal y encargaba al «ama» que les prepa­rase una buena tortilla de chorizos y un par de botellas de sidra. Mientras la pareja merendaba en compañía del cura, yo que vivía en una solana alta, con una gran ventana sobre el paisaje de frutales, leía libros que había traído de Galicia, uno que recuerdo, era «España» de Salvador de Madariaga.

En el mes de abril de 1935, en mi solana de la Casa Rectoral de Cordovero, decidí empezar la redacción del libro que pronto titularía «Clarín, el provinciano universal».

Cuando llevaba unas semanas trabajando en mi eclesiástica guarida de Cordovero, se produjo un cambio político, en el que fue elegido ministro de Instrucción Pública, del Gabinete de Lerroux, el catedrático de Oviedo y mi gran amigo de «El Carbayón>,, Ramón Prieto Bances. Al enterarme

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del nombramiento, propuse a mi don Pablo y al ex diputado praviano José María Moutas, con el que estaba en relación, para que me llevase en su coche hasta una estación que no fuese la de Oviedo, con el fin de trasladarme a Madrid, donde me entrevistaría con mi amigo el ministro Prieto Bances, para resolver de una vez mi regreso a Oviedo.

El plan resultó perfecto. En Madrid estuve unos quince días, durante los cuales hablé con muchos amigos, entre otros con los escritores Jarnés y Valentín Andrés. Desde allá hablé por teléfono con mi amigo ovetense, el comandante Brasa, que realizó una gestión definitiva con el Gobernador Civil. A primeros de mayo volví a Oviedo, con un nombramiento de colaborador de «El Sol», en el que inicié mi sección «Glosario provinciano». Para el aniversario de la muerte de «Clarín» (13 de junio), publiqué en «El Sol» una página entera, en la que adelantaba algunas de las notas biográficas de mi futuro libro.

* * *

De nuevo en Oviedo y ya sin sobresaltos, me apliqué a la redacción de aquel libro, en el que tenía puesto gran entusiasmo, ya que era la pri­mera vez que tomaba contacto directo con una editorial de la categoría de Espasa-Calpe.

Para dar fin a mi obra, tuve la suerte de entre­vistarme con el malogrado doctor Alfredo Martí­nez, entonces diputado melquiadista y sobrino de «Clarín». Fue el médico que diagnósticó su en­fermedad y Jo acompañó en sus últimos momen­tos. A él debo ese dramático relato, en que se reproducen hasta los diálogos con su tío mori­bundo, con que termina mi biografía.

-¿Cómo estoy, Alfredín? -pregunta Leopoldo­¿ Verdad que estoy mejor?

-Sí, yo lo encuentro hoy un poco mejor.-Lo creo. Creo que estoy mejor porque tú me lo

dices. Si no fuese por eso, creería que iba a mo­rirme. Estoy sintiendo lo que se siente cuando se va a morir.

U nos momentos después pidió que le trajeran a sus hijos. Les dijo que se sentía mejor y los besó. Me dijo Alfredo Martínez. «Fueron los últimos actos conscientes de su voluntad». Murió al día siguiente.

También me contó Alfredo Martínez la anéc­dota del fraile dominico. Cuando ya vieron que estaba en la agonía, enviaron recado al vecino convento de dominicos para que viniese un fraile. Cuando llegó, «Clarín» acababa de expirar. El fraile, al darse cuenta de que el enfermo había muerto, trazó rutinariamente en el aire la señal de la cruz y rezó de pie frente al lecho una breve oración. Terminado el rezo se santiguó para salir

Leopoldo Alas, «Clarín» en su finca de Guimarán (Carreña), durante el verano de 1890. Le rodean su madre, una de sus cuñadas y sus hijos Adolfo y Leopoldo.

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v va en la puerta se volvió para preguntar a Al­freú o. que entraba en aquel momento:

-¿Cómo se llamaba el muerto?-Leopoldo Alas -contestó el sobrino.-¡«Clarín»! -exclamó el fraile, con emoción y

asombro. Volvió a entrar en la habitación y, arrodillado

frente al lecho, oró fervorosamente, con la cabeza entre las manos. Luego salió muy conmovido.

El sol de junio calienta la tierra. Por todas las ventanas entra del jardín el olor del próximo ve­rano. Entran los cantos alegres de los jilgueros y los mirlos que «Clarín» escuchaba con delecta­ción. Entre la vida y la poesía de los campos de Asturias. Pero ya no existe el poeta «Clarín».

* * *

Y la última peripecia de mi «Provinciano uni­versal» fue la de su edición. A fines de 1935, yo envié los originales de mi libro a Espasa-Calpe. Por Navidades recibí el contrato editorial. Y en la primera década de julio de 1936, recibí las prue­bas, que devolví a Madrid por correo, con fecha 16 de julio. Las pruebas debieron llegar el mismo día que estallaba la guerra civil. El Comité socia­lista que se incautó de la editorial, terminó la edición de la obra, que se puso a la venta en aquel otoño sangriento. Al parecer se vendió en Madrid y en las zonas republicanas de Barcelona y Valen­cia. Pero ya la zona republicana de Asturias, donde yo me encontraba, estaba totalmente ais­lada del resto de la Península. Por eso yo no pude ver el libro. Cuando en octubre de 1937 intentá­bamos huir a Francia, fuimos apresados y llevados a un campo de concentración de Galicia. Después fui juzgado y condenado a muerte. No conocí mi libro «Clarín, el provinciano universal», hasta el mes de mayo de 1939, cuando después de ocupado Madrid, logré que un amigo se acercase a Espa­sa-Calpe y me llevase cinco ejemplares a la prisión de Vitoria, donde me encontraba.

Poco después me llegaba desde Méjico un libro antifranquista, en que Eduardo de Ontañón, titu­laba un capítulo: «Juan Antonio Cabezas, el escri­tor que no conoce su libro».

En el mes de setiembre de 1939, yo continuaba condenado a muerte, en la prisión de Porlier de Madrid, pero mi libro había pasado por la censura y Espasa-Calpe lo había puesto a la venta en toda España.

Desde los años cuarenta, en que «Clarín» es­taba proscrito de las librerías, son numerosas las ediciones. Y tanto en Hispanoamérica como en Estados Unidos, son muchos los estudios, las te­sis doctorales, sobre la obra de «Clarín». Una auténtica resurrección.

Y mi libro, ahora, a los 44 años de su publica­ción, me liquida la editorial Espasa, varios cente­nares cada seis meses. «El provinciano universal», es decir, «Clarín», continúavivo en la última edición de la Colección Austral. e