iglesia de cantuña

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Cantuña pudiera llamarse la Capilla Sixtina del arte quiteño. Dada por los franciscanos a la cofradía de escultores y pintores, los cofrades se encapricharon en convertirla en auténtico relicario de joyas únicas. Su puerta se abre sobre el atrio de San Francisco, hacia el sur, casi al final. Cantuña dice una tradición recogida por el proto-historiador del Reino de Quito, el padre Juan de Velasco, fue hijo de Hualca, que ayudó a Rumiñahui a esconder los tesoros de Quito para librarlos de la codicia hispana. Para acudir a la extrema necesidad de su amo, Cantuña le condujo hasta el tesoro, y el amo, al morir, dejó al indio de único heredero. Urgido alguna vez para que revelase el secreto de bienes que gastaba con prodigalidad, Cantuña dijo que había hecho pacto con el diablo. Acaso para redimirse de tal pacto, Cantuña erigió a sus expensas la capilla que hasta hoy lleva su nombre. Con el paso del tiempo se la destinó a la cofradía de escultores y pintores, y se entronizó en ella la hermosa talla de San Lucas del Padre Carlos la más hermosa madera policromada de la imaginería quiteña, que aún puede verse en su altar. El esplendor actual de la capilla debe mucho a Bernardo de Legarda, síndico de la cofradía hacia 1762. Obra suya es el retablo central. Talló columnas, paños, friso, cornisa, arco, remate y elementos ornamentales, con encaprichado primor, y alojó en hornacinas y repisas hermosas esculturas. Completó el áureo conjunto dando al nicho central un marco de espejos y plata. También el púlpito es obra primorosa de Legarda. De Caspicara está en Cantuña una de sus obras maestras: la Impresión de las Llagas de San Francisco, grupo armonioso y transido de sentimiento devoto, cuya culminación es la admirable expresión del santo, abismado en el dolor y la iluminación. No menos impresionante es el San Pedro de Alcántara, durante mucho tiempo atribuido al Padre Carlos. Y hay aún otros caspicaras, legardas y más estatuillas y tablas diseminadas por los retablos. Como para nunca terminar de very asombrarse.

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Cantuña pudiera llamarse la Capilla Sixtina del arte quiteño. Dada por los franciscanos a la cofradía de escultores y pintores, los cofrades se encapricharon en convertirla en auténtico relicario de joyas únicas. Su puerta se abre sobre el atrio de San Francisco, hacia el sur, casi al final.Cantuña dice una tradición recogida por el proto-historiador del Reino de Quito, el padre Juan de Velasco, fue hijo de Hualca, que ayudó a Rumiñahui a esconder los tesoros de Quito para librarlos de la codicia hispana. Para acudir a la extrema necesidad de su amo, Cantuña le condujo hasta el tesoro, y el amo, al morir, dejó al indio de único heredero. Urgido alguna vez para que revelase el secreto de bienes que gastaba con prodigalidad, Cantuña dijo que había hecho pacto con el diablo. Acaso para redimirse de tal pacto, Cantuña erigió a sus expensas la capilla que hasta hoy lleva su nombre. Con el paso del tiempo se la destinó a la cofradía de escultores y pintores, y se entronizó en ella la hermosa talla de San Lucas del Padre Carlos la más hermosa madera policromada de la imaginería quiteña, que aún puede verse en su altar.

El esplendor actual de la capilla debe mucho a Bernardo de Legarda, síndico de la cofradía hacia 1762. Obra suya es el retablo central.Talló columnas, paños, friso, cornisa, arco, remate y elementos ornamentales, con encaprichado primor, y alojó en hornacinas y repisas hermosas esculturas. Completó el áureo conjunto dando al nicho central un marco de espejos y plata. También el púlpito es obra primorosa de Legarda. De Caspicara está en Cantuña una de sus obras maestras: la Impresión de las Llagas de San Francisco, grupo armonioso y transido de sentimiento devoto, cuya culminación es la admirable expresión del santo, abismado en el dolor y la iluminación.No menos impresionante es el San Pedro de Alcántara, durante mucho tiempo atribuido al Padre Carlos. Y hay aún otros caspicaras, legardas y más estatuillas y tablas diseminadas por los retablos. Como para nunca terminar de very asombrarse.

Sobre ciclópea obra de arquería que cerró una quebrada, se edificó el Sagrario, contiguo a la catedral. En 1706 se terminó la fachada; en 1715, la edificación y entre 1731 y 1747, los retablos.No se sabe a ciencia cierta quién hizo los planos, pero en el terminado y ornamentación jugaron papel preponderante Legarda, el dorador Cristóbal Gualoto y el pintor Francisco Albán. El frontispicio se hizo bajo el cuidado de Gabriel de Escorza Escalante, con el ordenamiento neoclásico que había presidido, pocos años atrás, la obra de San Agustín.Tres órdenes de columnas jónicas en el primer cuerpo, al que corresponden tres de corintias en el segundo, enmarcando la puerta, la gran ventana central y el campanario que corta el frontón.Obra maestra de Legarda es la mampara, una de las manifestaciones más ricas del barroco quiteño. Fastuosa en la decoración exótica de los fustes de las columnas; encaprichada y armoniosa de talla y color. La bóveda central desemboca en soberbia cúpula decorada con pinturas al fresco de escenas de la Biblia protagonizadas por arcángeles, obra de Francisco Albán. El retablo del altar mayor fue dorado por Legarda. De los otros, tiene más valor el de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, de cuerpos superpuestos con columnas entorchadas y nichos.En uno de los retablos de la nave del Evangelio se halla un retablo atribuido a Gaspar Sangurima.