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WILLIAM CONGREVE Incógnita Traducción de María Jesús Pascual Editorial Belvedere

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WILLIAM CONGREVE

Incógnita

Traducción de María Jesús Pascual

Editorial B

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Título original: Incognita

Primera edición: marzo 2010

© de la traducción: María Jesús Pascual© de la presente edición:Editorial Belvedere, S. L.

Sociedad UnipersonalApartado de Correos 7191

28012 MadridE-mail: [email protected]

www.editorialbelvedere.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita delos titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medioo procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamientoinformático, y la distribución de ejemplares de ella mediante

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o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-936533-7-8Depósito legal: M. 15.894-2010

Impreso en España – Printed in SpainFotocomposición e impresión:

Imprenta TaravillaMesón de Paños, 6

28013 Madrid

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A la honorable y muy estimada señora Katharine Leveson

Señora:

Un ingenio claro, un juicio sensato y una predisposición clementeson cosas que van tan raramente unidas que es casi imperdonableentretenerlas con algo menos excelente en su clase. El conocerla se-ría una advertencia suficiente para mí para evitar que censuraraesta nimiedad si yo no tuviera un conocimiento tan absoluto de subondad. Puesto que he cogido mi pluma para una escaramuza, creoque es mejor entablar combate donde, aunque haya aptitudes sufi-cientes como para desarmarme, también haya suficiente generosi-dad como para herir; pues de esta manera, si no puedo nivelar labatalla, me salvará la reputación de un valor infructuoso. Pero, ami parecer, la comparación implica algo de desafío y trazas de arro-gancia. Por lo que, puesto que soy consciente de un temor que nopuedo aplacar, déjeme usar la política de los cobardes y dejar estanovela desarmada, desnuda y temblando a sus pies para que, si lefaltara algún mérito para solicitar protección, aún, como objeto decaridad, pueda despertar compasión. Para mí ha supuesto una di-versión escribirla; ojalá que lo sea para usted cuando pueda perderuna hora leyéndola. Pero, al menos, tengo de antemano esta satis-facción: que en sus mayores defectos pueda correr a pedir perdón aesa indulgencia que le debe a la debilidad de su amigo, un títulodel que estoy orgulloso que me haya hecho merecedor, y que creo quesólo puede ser superior a

Su más humilde y atento servidor

Cleophil

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PREFACIO AL LECTOR

Lector:

A algunos autores les gusta tanto el prefacio que escribi-rían uno aunque no hubiese en él nada más que unadisculpa por ello. Pero para mostrarte que no soy uno deesos, no pediré disculpas por éste, sino que te diré quecreo necesario hacer un prefacio a esta nimiedad paraimpedirte que pases por alto algunas molestias que mehe tomado en la composición de esta historia.

Los romances están generalmente formados porlos constantes amores y el valor invencible de los hé-roes y las heroínas, de los reyes y de las reinas, de losmortales de alta alcurnia, y así sucesivamente, don-de el majestuoso lenguaje, las milagrosas eventualida-des e imposibles hazañas, sorprenden y elevan al lec-tor hasta un placer vertiginoso que le devuelve denuevo a la Tierra cuando se dedica a la lectura, y ledesconcierta pensar como ha sufrido él mismo para

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ser complacido, embelesado, preocupado y afligido enlos diversos pasajes que ha leído, a saber, el éxito deestos caballeros con las desgracias de sus damiselas,y otros por el estilo, como cuando se ve forzado averse bien convencido de que todo es una mentira.

Las novelas son de una naturaleza más familiar. Seacercan a nosotros y nos presentan intrigas en la prác-tica; nos deleitan con imprevistos y extraños aconte-cimientos, aunque no del todo inusuales o inauditos,sino que, sin estar muy lejos de nuestra opinión, nosacercan también al placer. Los romances nos asom-bran más; las novelas nos deleitan. Y dicho sea conreverencia y manteniendo la comparación a la distan-cia adecuada, hay entre ellos una relación similar ala que existe entre la comedia y la tragedia. Pero hacetiempo que el drama ha sido desterrado del roman-ce y de la historia; es la comadrona de la laboriosi-dad y saca adelante las ideas del cerebro. Minervacamina por el escenario por delante de nosotros, yestamos más convencidos de la presencia real delingenio cuando se nos comunica viva voce:

Segnius irrtitant animos demissa per aurem,Quam quae sunt oculis subiecta fidelibus, et quaeIpse sibi tradit spectator

Horacio

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Puesto que todas las tradiciones tienen que darlugar de manera irrefutable al drama, y puesto queno hay posibilidad de dar esa vida al escrito o a larepetición de una historia que tiene en la acción, medecidí por otro tipo de belleza para imitar el estilodramático, es decir, el diseño, la estructura y el resul-tado del argumento. No lo he visto antes en unanovela. He comprobado que algunas empiezan conun accidente inesperado que es la única parte sor-prendente de la historia, causa suficiente para hacerque la continuación parezca carente de interés, abu-rrida e insípida; puesto que es totalmente razonableque el lector no espere que mejore, al menos paramantener un cierto nivel de entretenimiento, se lepuede mantener con la esperanza de que en un mo-mento u otro pueda enmendarse, pero, por otro lado,es una dificultad tan grande para un hombre comolo es el llevarle al piso de arriba para mostrarle elcomedor, y, después, obligarle a comer en la cocina.

No solamente me he esforzado en evitar esto, sinoque también he usado un método para el fin contra-rio. El diseño de la novela es obvio desde el primerencuentro de Aureliano e Hipólito con Incógnita yLeonora, y la dificultad estriba en conseguir que su-ceda, a pesar de todos los obstáculos aparentes, en elespacio de dos días. Dejo a la consideración del lectorcuantas probables casualidades intervengan en opo-

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sición al diseño principal, a saber, la de casar a las dosparejas implicadas de modo tan extraño en un intrin-cado asunto amoroso, como también si cada obstácu-lo no está, en el desarrollo de la historia, supeditadoal fin al que en un principio parece oponerse. En unacomedia esto se llama unidad de acción; aquí no sepuede pretender que sea más que una unidad de es-trategia.

La escena se desarrolla en Florencia desde el co-mienzo de la relación amorosa, y la duración, deprincipio a fin, no es sino de tres días. Si hay algomás en particular que se parezca a la copia a la queimito (como el lector curioso percibirá pronto) de-jaré que se manifieste por sí solo, dándome por sa-tisfecho con que haya sido mucho más adecuado paraél haberlo descubierto por sí mismo que para mípredisponerle con una opinión de algo extraordina-rio en un trabajo empezado y terminado en las ho-ras de ocio a lo largo de una quincena. Porque sólopuedo considerar un ocio laborioso el que es padrede un nacimiento tan desdeñable.

He complacido al librero al inventar un motivo parahacer un prefacio. Las otras dos personas implicadas sonel lector y yo mismo, y si él se siente al menos compla-cido con lo que se ha escrito con tal fin, mi satisfacciónnaturalmente le acompaña, puesto que depende de suaprobación o de que no le guste.

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Aureliano era hijo único de un importante caballe-ro de Florencia. La indulgencia de su padre inducía—y su riqueza le permitía— a otorgar una genero-sa educación al hijo a quién su padre ahora empezabaa considerar como si fuera él mismo, una impresiónque le había producido la apostura y vigor de sujuventud antes de que el declive de la edad hubieradebilitado y oscurecido el esplendor del original. Eraconsciente de que no debía ser parco en sus atavíossi había decidido embellecer su propia memoria. Sinduda, se ha visto a don Fabio (pues así se llamaba elanciano caballero) con la mirada fija en Aurelianocuando había numerosos invitados en la mesa, yhaber sollozado por la seriedad de la intención si nadasucedía que le distrajera del objetivo. Fuera porquelamentaba el recuerdo de su ser anterior o por laalegría que concebía al haber, por así decirlo, resuci-tado en la persona de su hijo, que nunca me creí conderecho a indagar, aunque supongo que algunas ve-ces podría ser un motivo y, a veces, por ambos a lavez.

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A Aureliano, a la edad de dieciocho años, no lefaltaba de nada, excepto una barba que, el más logra-do caballero de Florencia, pudiera desear; había sidoeducado desde los doce años en Siena donde pareceque su padre tenía un administrador, obteniendograndes ingresos por los alquileres de varias casas enesa ciudad. Don Fabio dio órdenes a su criado paraque a Aureliano no se le escatimaran gastos al alcan-zar la madurez. Por medio de los cuales no sólo podíahacerse acompañar, sino también contraer compro-misos con desconocidos de alta alcurnia y caballerosque viajaban a Italia desde otros países, de los queSiena nunca andaba escasa, siendo ésta una ciudaddeliciosamente situada en una noble colina, y muyadecuada para los extranjeros preferentemente a causade lo agradable y puro de su aire. También está lapeculiaridad y delicadeza de la lengua italiana que sepuede aprender allí, siendo muchos los profesorespúblicos de la misma en el lugar; lo cierto es que, losmás vulgares de Siena se expresan con una facilidady dulzura sorprendentes, e incluso dignas de agrade-cimiento, a los oídos de aquellos que no entiendenel lenguaje.

Aureliano llegó a conocer personas de gran valíade varios países, y entre todos ellos alcanzó unamayor intimidad con un caballero de alta alcurnia de

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España, sobrino del arzobispo de Toledo, que tantose destacó en el afecto de Aureliano mediante la si-militud de temperamentos, una igualdad en la edad,y un cierto parecido en rasgos y envergadura, que leconsideraba como su segundo yo. Hipólito, por otrolado, no era desagradecido a cambio de esa amistad,pues se consideraba a sí mismo que estaba solo o enmala compañía si Aureliano estaba ausente. Perohabiéndole enviado su tío bajo la supervisión de untutor, y habiendo expirado los dos años que limita-ban su permanencia en Siena, se le recordó que erael momento de su partida. Su amigo sintió melanco-lía al oír la noticia, pero considerando que Hipólitonunca había visto Florencia, le convenció fácilmen-te para hacer su primer viaje allí, a donde él le acom-pañaría, y quizás convencería a su padre de hacer lomismo a lo largo de sus viajes.

Por lo tanto, partieron, pero no pudiendo alcanzarFlorencia la misma noche, descansaron a una o dosleguas de distancia, en la villa del gran duque llamadaPoggio Imperiale donde unos criados de su alteza lesinformaron que las nupcias de donna Catharina (pri-ma cercana del gran duque) y don Ferdinand deRoveri iban a tener lugar solemnemente al día si-guiente, y que se habían estado haciendo preparati-vos extraordinarios desde hacía algún tiempo para

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amenizar la solemne cita con bailes, mascaradas yotras diversiones; que se había organizado una justay a tal fin se habían levantado unas tribunas alrededordel espacioso palacio y delante de la iglesia de San-ta Croce, donde normalmente tenían lugar todas lascabalgatas y espectáculos llevados a cabo por las re-uniones de la joven nobleza; que todos los artesanosy comerciantes tenían prohibido trabajar o exponermercancías a la venta por espacio de tres días, tiempodurante el cual todas las personas debían ser agasa-jadas a cargo del gran duque, y que se iban a llevara cabo preparativos públicos para organizar e insta-lar una multitud de mesas, con entretenimientos paratodos los que vayan o vengan, y varias casas para taluso en todas las calles.

Esta explicación levantó el ánimo de nuestrosjóvenes viajeros, y se regocijaron ante la perspectivade los placeres que anticipaban. Aureliano no podíacontener la satisfacción que tuvo ante la bienvenidaque la Fortuna había preparado para su estimadoHipólito. En pocas palabras, reflexionaron tanto sobrela agradable información que les habían proporcio-nado que se olvidaron de dormir, y se levantaron tanpronto como asomó la primera luz del día, aporrean-do la puerta del pobre signor Claudio (así se llama-ba el tutor de Hipólito) para que se despertara, pues

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no se podía perder tiempo en llegar a Florencia,donde se proveerían de disfraces y demás equipamien-to necesario para llevar a cabo su propósito de par-ticipar de la alegría popular. Prefirieron salir muytemprano porque Aureliano no consideraba adecuadohacer pública su presencia en la ciudad durante untiempo, no fuera que su padre, sabiéndolo, pudieraestablecer alguna limitación a la libertad que proyec-taban para sí mismos.

Antes del amanecer entraron en Florencia por laPorta Romana asistidos sólo por dos criados, quedan-do el resto detrás para evitar que se fijaran en ellos.Pero, ¡ay!, no necesitaban haber sido ni la mitad deprecavidos porque, temprano como era, las callesestaban llenas de toda clase de gente que iban de unlado a otro. Todo el mundo se encontraba trabajandoen algo relacionado con las diversiones que estabanpor venir, de tal modo que nadie se fijaba en nadie;un marqués y su séquito podrían haber pasado porallí tan inadvertidos como un mozo o un zapatero.No había una ventana en las calles que no devolvierael sonido de la melodía de un laúd o el punteode una guitarra; porque, por cierto, los habitantes deFlorencia son extrañamente adictos al amor por lamúsica, hasta tal punto que sus hijos pueden carecerde lo que sea menos de tocar un instrumento. No era

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ningún espectáculo desagradable para nuestros caba-lleros (que, viendo que no eran observados, decidie-ron hacer comentarios) contemplar la diversidad defiguras y posturas de muchos de estos músicos. Sepodía ver a un afectado ayuda de cámara imitandola conducta de su señor, inclinándose descuidadamen-te contra la ventana con su cabeza hacia un lado enuna postura lánguida y gimiendo en una lastimeravoz baja alguna queja triste mientras, de su compren-sivo theorbo,1 fluía el principio de una melodía nomenos triste para sus oyentes. En el lado contrario esposible que hubiese un zapatero con el desastrosoesqueleto de una guitarra, golpeada y encerada consus propias manos, y que, con tres cuerdas desafina-das y su propia desgarradora voz ronca, atraería laatención del vecindario para gran aflicción de muchosprofesionales más moderados, que, sin duda, estabanigualmente deseosos de ser escuchados.

Para entonces, el criado de Aureliano había reser-vado alojamiento y volvió para informar del mismoa su señor. Los caballeros, cansados de ese ridículoentretenimiento que, a simple vista, era ameno, seretiraron a donde les condujo el lacayo, quien, según

1 Instrumento musical del siglo XVIII del tipo del laúd condos cuellos. (N. de la T.)

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con las directrices que le habían dado, había busca-do una de las calles más oscuras de la ciudad. Duran-te todo aquel día, hasta la noche, se le empleó parair de una tienda a otra de comerciantes para proveer-les de ropajes puesto que no tenían tiempo dehacérselos nuevos.

Dio la casualidad de que sólo había uno que fue-ra lo bastante rico como para satisfacer a nuestrosjóvenes caballeros, de tantos como fueron llevadosen esa ocasión. Mientras discutían y se alababan mu-tuamente (Aureliano protestando que debía ponér-selo Hipólito, y él, por otro lado, renunciando almismo de forma igual de implacable), vino el cria-do de Hipólito y puso fin a la controversia, dicién-doles que había conocido al valet-de-chambre de uncaballero, que era uno de los más gallardos de todala ciudad, pero que se encontraba en una condicióntal que realmente no podría asistir a los espectácu-los. Con lo cual, el ayuda de cámara había planea-do disfrazarse con las ropas de su señor, y poner aprueba sus aptitudes en la corte; al oír esto, él lecontestó que le informaría sobre como podría em-plear el ropaje más para su beneficio que para suplacer durante un tiempo, así que le contó la opor-tunidad que su señor tenía para ello. Hipólito hizoir a buscar al individuo, que no estaba tan conten-

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to por su plan como para no ser sobornado, perodespués de concederle sus exigencias a cambio depoder utilizarlo, lo trajo. Era muy ostentoso y, trasprobárselo, tan adecuado para Hipólito como si hu-biera sido confeccionado expresamente para él.

La ceremonia tuvo lugar por la mañana en la grancatedral con toda la magnificencia correspondiente ala riqueza del gran duque y la estima que sentía porla noble pareja. A la mañana siguiente iba a tenerlugar una justa, y esa misma noche un baile de más-caras en la corte. Para omitir la descripción de laalegría general (que se había esparcido a través de losconductos del vino, los cuales eran transmitidos a lagente en grandes cantidades), y relatar solamenteaquellos efectos de la misma que conciernen a nues-tros actuales aventureros, debéis saber que al aproxi-marse la caída de la noche, en ese momento en el queel equilibrio del día y la noche mantiene durante unmomento el aire en una sombría incertidumbre en-tre una falta de disposición a abandonar la luz y unimpulso natural hacia el dominio de la oscuridad, enese momento, nuestros héroes, como digo, iniciaronuna salida o escapada de sus alojamientos y pusieronrumbo hacia el gran palacio, donde, antes de su lle-gada, ardía tal prodigiosa cantidad de antorchas queel día, con la ayuda de estas fuerzas auxiliares, parecía

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continuar su dominio. Los búhos y los murciélagos,percibiendo su error al contar las horas, se retirabande nuevo hacia la conveniente oscuridad; la señoranoche no era más vista que oída, y los químicos erande la opinión de que sus oscuras humedades, enra-recidas por la abundancia de llama, se evaporaban.

Supongo que en este momento el lector está en-tre la espada y la pared con respecto a ésta y otras di-gresiones no pertinentes, pero dejémosle solo y vendrápor sí mismo, momento que yo creo adecuado parahacerle saber que cuando divago, escribo para mipropio agrado y que cuando continúo con el hilo dela historia, escribo para complacerle a él. Suponien-do que es un hombre razonable, le declaro satisfechode permitirme esta libertad; así pues, continúo.

Si nuestros caballeros estaban deslumbrados anteel esplendor que contemplaban fuera de las puertas,qué sorprendidos, fijaos, debieron quedarse cuandoal entrar en el palacio encontraron que, incluso allí,las luces no eran otra cosa que unas láminas de metala los ojos brillantes que destellaban sobre ellos concada giro.

Nunca un acontecimiento reunió una compañíamás gloriosa; todo lo mejor de Florencia, con los másdistinguidos caballeros, estaba presente, y a pesar deque la Naturaleza había sido parcial al conceder a al-

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gunos mejores rostros que a otros, el Arte era igual-mente indulgente con todos, e industriosamente re-paró aquellos defectos que ella había dejado, realizan-do algún añadido a sus mejores excelencias. Todo elmundo era bien parecido, como cabe suponer; nadieque fuera consciente de poseer alguna deformidadvisible se permitiría ir allí. Sus atavíos eran igualmen-te magníficos, aunque cada unos de ellos difirieranen fantasía. En pocas palabras, nuestros forasterosestaban tan bien educados como para llegar a la con-clusión, a partir de estas evidentes perfecciones, deque no había una máscara que no escondiera comomínimo la cara de un querubín.

Al mismo tiempo, es posible que las damas no sequedaran atrás en una opinión favorable de ellos,pues ambos iban bien vestidos, y tenían en su aire yen su semblante algo agradable difícil de explicar,diferente del resto de la gente y, sin duda, diferenteel uno del otro. Creían que mientras estuviesen juntosllamarían más la atención que ningún otro en el salóny, sin pretender ser tomados por extranjeros, lo quepensaban que eran a causa de algunos murmullos quehabían oído cerca de ellos, acordaron una hora paraencontrarse después de que se deshiciera la reunión,y así, de forma separada, se mezclaron con el grue-so de la concurrencia.

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Aureliano había puesto sus ojos en una dama ala que había observado que estuvo cuchicheando conotra mujer durante un tiempo considerable. Espe-raba con gran impaciencia el desenlace de esa con-ferencia privada para ver si podía tener alguna opor-tunidad de atraer a la dama cuya persona le resultabatan agradable. Al fin percibió que habían dejado dehablar, y la otra dama pareció haberse despedido.Entre tanto, él se había tomado no pocas molestiaspara ponerse en posición de abordar a la dama, loque, sin duda, habría llevado a cabo felizmente sino hubiera sido interrumpido. Pero apenas le hizouna reverencia preliminar (y que, le he oído decir,fue la más baja que jamás hizo) y terminó de abrirsus labios para expresar un pequeño cumplido delque, sin embargo, estaba muy ufano, cuando, des-graciadamente, se vio malogrado al interponerse lamisma dama por cuya partida, no mucho antes,había estado rogando con tanto celo. Pero, como laProvidencia así lo quiso, solamente se trató de unpequeño asunto olvidado que fue recuperado en unsuspiro. Estando despejada de nuevo la costa, hizoacopio de valentía y allí fue, y, desplegando las ve-las, repitió su ceremonia para la dama, a quién,habiéndola devuelto amablemente, se dirigió conestas o similares palabras:

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—Si no estoy usurpando un privilegio reservadoa algún conocido suyo más afortunado, ¿me permi-te, señora, suplicar el favor de su conversación por untiempo?, al menos hasta la llegada de quién esté es-perando, siempre que antes no se canse de mí, puesentonces a la mínima indicación de inquietud, nodudaré en causarme el disgusto de retirarme paradejarla libre.

La dama le respondió que no esperaba a nadie,por lo que él podía imaginar que su conversación noera de gran valor, y que permitirle conversar con ellano serviría sino para convencerle de ello para su pro-pio perjuicio. Él respondió que ella ya había dichobastante para convencerle de algo que de todo cora-zón deseaba que no le perjudicase a la larga. Ella hizover que no le entendía, y le contestó que si ya lamen-taba conversar con ella, tendría razón suficiente paraarrepentirse de la precipitación de su primera peticiónantes de que hubieran terminado puesto que ahoraella intentaba mantener una conversación con él conla intención de castigar su indiscreción al suponer quetenga ingenio una persona cuyo vestido y semblan-te podría, quizás, no ser desagradable.

—Tengo que confesar —replicó Aureliano— quesoy culpable de atrevimiento, y de buen grado mesometo al castigo que me imponga; y aunque sea un

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agravante del delito de perseverar en su justificación,aun así no puedo evitar defender una opinión en laque ahora me reafirmo, y es que se pueden estable-cer conjeturas creíbles por la ingeniosa predisposiciónde la mente a partir del aspecto atractivo y de la elec-ción del atavío.

—Le concedo el sentido del humor —dijo ladama— o la constitución de la persona, tanto si esmelancólica como enérgica. Pero no debería pasar poralto tan ligera indicación de ingenio porque hay ton-tos enérgicos igual que hombres de sentido brioso, ylo mismo sucede con los melancólicos. Confieso quees posible que un tonto se ponga en evidencia por suvestimenta llevando algo singular o ridículo, o alcombinar los colores extravagantemente; pero undecoro en el vestir, que es lo que todos los hombresde mejor juicio pretenden, se puede adquirir porcostumbre y ejemplo sin obligar a la persona a ungasto superfluo de inteligencia para ingeniárselas; yaunque hubiera ocasión para ello, pocos son tan pocoafortunados en sus relaciones y amistades como parano tener algún amigo capaz de aconsejarles si no sondemasiado ignorantes y presuntuosos como para pedirconsejo.

Aureliano estaba tan satisfecho con la naturalidade inteligencia de su exposición que olvidó dar una

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respuesta cuando ella parecía esperarla. Pero, siendouna mujer de rápida percepción y consciente, conrazón, de sus propias perfecciones, pronto notó queél no había dejado de prestarle atención. Sin embar-go, ella se empeñó en obligarle a darle una respues-ta, así que continuó con el mismo tema.

—Signor —dijo—, he estado mirando a mi alre-dedor y de acuerdo con su máxima no puedo descu-brir ni un solo necio en esta reunión porque todosvan bien vestidos.— Dijo esto con un aire de chanzaque llamó la atención del caballero, que inmediata-mente le respondió:

—Es cierto, señora, que vemos que puede ha-ber tanta variedad de buen gusto en la ropa comode apariencias; sin embargo, puede haber muchosde ambas clases prestados y adulterados si fueran in-vestigados. Y como ha querido observar, la inven-ción puede ser ajena a la persona que la lleva a lapráctica; y por buena que sea la opinión que yotenga de un vestido agradable, me resistiría a res-ponder por el ingenio de todos los que están anuestro alrededor.

—Le creo —dijo la dama—, y espero que estéconvencido de su error, puesto que tiene que recono-cer que es imposible decir quién de toda esta reunióneligió o no su propio atavío.

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