j. jorge sánchez. la historia del vagabundo

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La Historia del vagabundo Este próximo septiembre se cumplirán cincuenta años de la publicación, en el semanario The New Yorker, del artículo de Joseph Mitchell “Joe Gould's Secret”, continuación y conclusión del que publicara veintidós años antes en la misma revista bajo el título “Professor Sea Gull”, ambos en la famosa sección Profiles” y consideradas dos piezas magistrales del periodismo norteamericano del siglo XX. En el verano de 1942, Mitchell, que ya había escrito alguno de esos “Perfiles” cuya nómina ha incluido desde Hitler hasta Brando o Hemingway bajo la pluma de escritores como Truman Capote, Ian Frazier o Lillian Ross, decidió dedicar uno al vagabundo Joe Gould, un habitual del Village neoyorquino al cual vio por vez primera diez años antes en un restaurante griego cercano a los juzgados que cubría por aquel entonces como reportero de sucesos. El propietario, que caritativamente le daba de comer, como a otros bohemios del barrio que padecían con intensidad la aguda crisis económica, le explicó al entonces joven corresponsal que aquel cochambroso bohemio de largos cabellos y barba enmarañada “supuestamente está escribiendo el libro más largo de la historia”. Aunque aquel dato le llamó la atención, no sería hasta varios años más tarde, cuando consiguió un puesto en The New Yorker y comenzó a encontrárselo a menudo, que fue creciendo en él la curiosidad hacia aquel individuo y la “obra” que al parecer escribía y en la que se cimentaba su fama. Tras el visto bueno de la dirección, Mitchell se puso manos a la obra. No le costó demasiado concertar una entrevista. Gould se mostró interesado y dispuesto a colaborar y le relató, a grandes trazos, su historia. Había nacido en Norwood, Nueva Inglaterra, en el seno de una familia acomodada. Su padre y su abuelo eran médicos pero él se había graduado en Literatura en Harvard rompiendo la tradición. Durante varios años viajó y participó en diversos proyectos y empeños hasta que, ya en Nueva York, trabajando para un periódico, un día concibió la idea de una obra que recogiera el auténtico fundamento de la Historia: la historia de la gente corriente. Sus preocupaciones, anhelos, conflictos, tal y como se expresan en las discusiones, charlas y conversaciones debían ser registradas para componer una Historia oral de nuestro tiempo que constituyera el suelo sobre el que se levantara cualquier “otra” Historia. Media hora después de aquella revelación dejó su trabajo y resolvió no aceptar ningún otro empleo estable para poder consagrarse a la tarea. Desde aquel momento vivió de la ayuda de sus amigos y de la caridad y vagabundeó, con ropa prestada y acompañado siempre por una maleta en la que guardaba las anotaciones de las que se debía nutrir la Historia oral... que consignaba en pequeños cuadernos escolares de redacción. Según sus propias palabras, poetas de la talla de Ezra Pound o E.E. Cummings se habían interesado por su empresa y el primero llegó incluso a publicar un fragmento de la obra en la revista Exile, que dirigía. Otros tres aparecieron también en otras revistas. El último en 1931. Desde entonces no había publicado ninguno más aunque Mitchell averiguó, posteriormente, que no faltaron ocasionales referencias en la prensa a la magna obra en los años siguientes. Así, en 1934, en el Herald Tribune, Gould informaba que su longitud superaba los 7 millones de palabras y tres años más tarde, en el mismo

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Este próximo septiembre se cumplirán cincuenta años de la publicación, en el semanario The New Yorker, del artículo de Joseph Mitchell “Joe Gould's Secret”, continuación y conclusión del que publicara veintidós años antes en la misma revista bajo el título “Professor Sea Gull”, ambos en la famosa sección “Profiles” y consideradas dos piezas magistrales del periodismo norteamericano del siglo XX.

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La Historia del vagabundo

Este próximo septiembre se cumplirán cincuenta años de la publicación,en el semanario The New Yorker, del artículo de Joseph Mitchell “Joe Gould'sSecret”, continuación y conclusión del que publicara veintidós años antes en lamisma revista bajo el título “Professor Sea Gull”, ambos en la famosa sección“Profiles” y consideradas dos piezas magistrales del periodismonorteamericano del siglo XX.

En el verano de 1942, Mitchell, que ya había escrito alguno de esos“Perfiles” cuya nómina ha incluido desde Hitler hasta Brando o Hemingwaybajo la pluma de escritores como Truman Capote, Ian Frazier o Lillian Ross,decidió dedicar uno al vagabundo Joe Gould, un habitual del Villageneoyorquino al cual vio por vez primera diez años antes en un restaurantegriego cercano a los juzgados que cubría por aquel entonces como reportero desucesos. El propietario, que caritativamente le daba de comer, como a otrosbohemios del barrio que padecían con intensidad la aguda crisis económica, leexplicó al entonces joven corresponsal que aquel cochambroso bohemio delargos cabellos y barba enmarañada “supuestamente está escribiendo el libromás largo de la historia”. Aunque aquel dato le llamó la atención, no seríahasta varios años más tarde, cuando consiguió un puesto en The New Yorker ycomenzó a encontrárselo a menudo, que fue creciendo en él la curiosidad haciaaquel individuo y la “obra” que al parecer escribía y en la que se cimentaba sufama.

Tras el visto bueno de la dirección, Mitchell se puso manos a la obra. Nole costó demasiado concertar una entrevista. Gould se mostró interesado ydispuesto a colaborar y le relató, a grandes trazos, su historia. Había nacido enNorwood, Nueva Inglaterra, en el seno de una familia acomodada. Su padre ysu abuelo eran médicos pero él se había graduado en Literatura en Harvardrompiendo la tradición. Durante varios años viajó y participó en diversosproyectos y empeños hasta que, ya en Nueva York, trabajando para unperiódico, un día concibió la idea de una obra que recogiera el auténticofundamento de la Historia: la historia de la gente corriente. Suspreocupaciones, anhelos, conflictos, tal y como se expresan en las discusiones,charlas y conversaciones debían ser registradas para componer una Historiaoral de nuestro tiempo que constituyera el suelo sobre el que se levantaracualquier “otra” Historia. Media hora después de aquella revelación dejó sutrabajo y resolvió no aceptar ningún otro empleo estable para poderconsagrarse a la tarea. Desde aquel momento vivió de la ayuda de sus amigosy de la caridad y vagabundeó, con ropa prestada y acompañado siempre poruna maleta en la que guardaba las anotaciones de las que se debía nutrir laHistoria oral... que consignaba en pequeños cuadernos escolares de redacción.Según sus propias palabras, poetas de la talla de Ezra Pound o E.E. Cummingsse habían interesado por su empresa y el primero llegó incluso a publicar unfragmento de la obra en la revista Exile, que dirigía. Otros tres aparecierontambién en otras revistas. El último en 1931. Desde entonces no habíapublicado ninguno más aunque Mitchell averiguó, posteriormente, que nofaltaron ocasionales referencias en la prensa a la magna obra en los añossiguientes. Así, en 1934, en el Herald Tribune, Gould informaba que su longitudsuperaba los 7 millones de palabras y tres años más tarde, en el mismo

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rotativo, aseguraba que se acercaba a los 9 millones.

Mitchell extrajo la convicción de que la Historia oral... constituía “la razónde la vida” de aquel singular habitante del Village y le pidió que le dejaraconsultar la obra para poder escribir el Perfil. Gould le dejó dos cuadernos juntoa los ejemplares de sus publicaciones pero el periodista no pudo formarse unaimpresión cabal: se trataba de escritos que poco parecían tener que ver con elpropósito original. Uno versaba sobre el fallecimiento de su padre y el otro erauna parodia sobre la relación entre el consumo de tomates y los accidentesferroviarios. Tampoco los textos de las revistas guardaban demasiada relacióncon ninguna observación de lo dicho por la gente de la calle. El periodistainsistió en echarle un vistazo al conjunto de la obra pero Gould respondió conevasivas y dilaciones. Sólo ante la amenaza de abandonar el retrato le explicóque el grueso estaba guardado en lugar seguro. No obstante, algunas partesestaban depositadas transitoriamente en diversos lugares de la ciudad.Siguiendo sus indicaciones, Mitchell halló cinco cuadernos en casa de un amigode Gould mas todos ellos, pese a contener en el título la frase “Un capítulo dela Historia oral de Joe Gould”, seguían sin corresponder a lo prometido. Gould leaclaró poco después que había tenido la mala suerte de dar sólo con loscapítulos ensayísticos y ninguno de los orales. Todo lo que pudo obtenerMitchell en el curso de sus sucesivos diálogos fue que le recitara, de memoria,algunos de estos. Dado que el tiempo se le echaba encima, optó por concluirsu trabajo sin haber accedido al misterioso texto: se conformó con lo leído yescuchado.

En el número del 12 diciembre de 1942 de The New Yorker salió a la calleel artículo con el título final de “Professor Sea Gull” (“El profesor gaviota”: noen vano Gould se jactaba de dominar el idioma de las gaviotas y traducirpoemas al “gavioto”). La fama de Gould se multiplicó con el trabajo de Mitchelly su relación se intensificó: el primero se presentaba con regularidad en laoficina del segundo en busca de un oyente y, a la vez, contribuyente, aunquesu renacido prestigio le proveyera de más dinero y ofertas de alojamiento quenunca. Con el paso de los meses, la paciencia de Mitchell se fue agotando yantes de que llegara al límite intentó ayudarle a publicar la Historia oral... comomodo de sustraerse de su presión. Varios editores se mostraron interesados enpublicar fragmentos representativos aun sin haber leído ni un párrafo, dada lareputación que atesoraba. Gould, sin embargo, aduciendo motivos dispares,rechazó todas y cada una de las ofertas. Estas negativas acabaron pordistanciarles hasta el punto que dejaron de verse. Cuando Gould falleció, en1957, el texto continuaba inédito.

Siete años después, en los números del 19 y 26 de septiembre de 1964del magazine, Mitchell explicó la verdadera causa. Una auténtica leyenda habíacrecido entretanto alrededor de la obra. Incluso se llegó a crear una comisiónque organizó búsquedas entre sus amigos y conocidos sin hallar el menorrastro del montón de cuadernos que debía contenerla. Mitchell deshizo elmisterio: nunca existió. Gould llenaba sus cuadernos infantiles con continuasreescrituras de textos sobre la muerte de su padre, la muerte de su madre, laadicción al tomate, sus experiencias con los indios de Dakota del Norte y puedeque algún otro asunto pero, en rigor, jamás escribió ni una línea de la Historiaoral de nuestro tiempo.

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¿Y si lo hubiera hecho? No es descabellado suponer que habría sidopublicada, parcialmente al menos: las expectativas creadas, las figuras deprestigio del “campo literario” que habían manifestado su interés, la publicidadque le había procurado el artículo de Mitchell... No hubiera sido en absolutoextraño. Y con ello podría haberse mostrado, que no demostrado, que en elproceso de la comunicación y recepción de los textos escritos - y en especial delos textos literarios -, los factores que acostumbramos a considerar“extrínsecos”, aquellos sociales o ambientales, los elementos que no serestringen a las propiedades internas, verbales o materiales de la obra, puedentener un papel relevante en determinados casos, sino en todos. Yprobablemente, asimismo, en la creación y la producción.

Una teoría de la literatura que privilegie el análisis interno para explicaren qué consiste su “literariedad” o se ciña exclusivamente a él para explicarlas condiciones en las que se convierte en clásico, “canónico”, en detrimentode otros que se sumen en el olvido o no llegan ni a ser conocidos, olvida que elentorno no es un mero trasfondo, un simple decorado sobre el que destaca: es,asimismo, un actor que desempeña un papel protagonista en la trama. Algoque, demasiado a menudo, tiende a olvidarse en las Facultades de Filología deeste país...

J. Jorge Sá[email protected]