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119 119 119 119 119 Revista Casa de las Américas No. 255 abril-junio/2009 pp. 119-124 SEMANA DE SERGIO PITOL Q uizá deba comenzar aclarando –para despejar cualquier malen- tendido que el título de mi intervención pudiera provocar– que no intentaré forzar aquí una genealogía. Ya sabemos que la vida y la obra de Sergio Pitol eluden encasillamientos, que él no es siquiera, si vamos a hacer caso de los estereotipos, un escritor típicamente mexi- cano. Sabemos también que esa atipicidad ha sido atribuida, como re- proche y con ligereza, a demasiados escritores ilustres (las diatribas que soportaron los Contemporáneos deberían bastar para hacernos desistir de tales argumentos). Lo que esbozaré aquí no tiene nada que ver con esa rudimentaria acusación que, sin embargo, me tienta. ¿Y si asumiéra- mos que, en verdad, Pitol no es un escritor típicamente mexicano; si pensáramos que es posible ubicarlo dentro de otra tradición; si nos aven- turáramos a leerlo, por ejemplo, como si fuera un escritor cubano? La suposición no es desatinada. La casi nula publicación de textos de Pitol entre nosotros y sus visitas de incógnito a la Isla, nos hacen perder de vista que la presencia cubana en su obra es más notable de lo que parece. Valdría la pena comenzar recordando un conocido dato biográ- fico: su infancia en un ingenio de Veracruz. La propia obra de Pitol nos autoriza a realizar esta cabriola cronológica, pues más de una vez aparecen en ella retrospectivas que nos remiten a un pasado lejano que funciona- ría como explicación del presente. En el capítulo final de El viaje, ese libro que toma como telón de fondo la experiencia de un viaje a la Unión Soviética en el período de la perestroika, el narrador se desprende del entorno en que se ha venido moviendo para recalar en un recuerdo de la niñez; cuenta allí un pasaje según el cual el niño que fue disfrutaba deambular por el central en: JORGE FORNET Un escritor cubano llamado Pitol

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S E M A N A D E S E R G I O P I TO L

Quizá deba comenzar aclarando –para despejar cualquier malen-tendido que el título de mi intervención pudiera provocar– queno intentaré forzar aquí una genealogía. Ya sabemos que la vida

y la obra de Sergio Pitol eluden encasillamientos, que él no es siquiera, sivamos a hacer caso de los estereotipos, un escritor típicamente mexi-cano. Sabemos también que esa atipicidad ha sido atribuida, como re-proche y con ligereza, a demasiados escritores ilustres (las diatribas quesoportaron los Contemporáneos deberían bastar para hacernos desistirde tales argumentos). Lo que esbozaré aquí no tiene nada que ver conesa rudimentaria acusación que, sin embargo, me tienta. ¿Y si asumiéra-mos que, en verdad, Pitol no es un escritor típicamente mexicano; sipensáramos que es posible ubicarlo dentro de otra tradición; si nos aven-turáramos a leerlo, por ejemplo, como si fuera un escritor cubano?

La suposición no es desatinada. La casi nula publicación de textos dePitol entre nosotros y sus visitas de incógnito a la Isla, nos hacen perderde vista que la presencia cubana en su obra es más notable de lo queparece. Valdría la pena comenzar recordando un conocido dato biográ-fico: su infancia en un ingenio de Veracruz. La propia obra de Pitol nosautoriza a realizar esta cabriola cronológica, pues más de una vez aparecenen ella retrospectivas que nos remiten a un pasado lejano que funciona-ría como explicación del presente. En el capítulo final de El viaje, eselibro que toma como telón de fondo la experiencia de un viaje a la UniónSoviética en el período de la perestroika, el narrador se desprende delentorno en que se ha venido moviendo para recalar en un recuerdo de laniñez; cuenta allí un pasaje según el cual el niño que fue disfrutabadeambular por el central en:

JORGE FORNET

Un escritor cubano llamado Pitol

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esos largos meses de inactividad inmediatamenteposteriores a la zafra [...]. Atravesaba [dice] el cuer-po central del ingenio, recorría sus diversas naves,salía de los edificios y caminaba hasta un monte debagazo de caña que se secaba bajo el sol. [...] Unavez allí, me sentaba o tendía sobre el bagazo tibio.Desde una altura regular contemplaba una cañadaque terminaba en un muro de árboles de mango.1

Es fácil para cualquiera de nosotros imaginar esepaisaje que podemos sentir como propio. Lo sorpren-dente es que ese capítulo final se titula «Iván, niñoruso», y la vivencia infantil que en él se cuenta parecepresagiar la devoción de Pitol por el universo ruso yeslavo en general. Es en aquel ingenio en tiempo muer-to, en ese escenario que nos resulta familiar, donde elnarrador ubica la posible génesis de una pasión quecuajará muchos años después y que podemos corro-borar en el mismo libro que acabamos de leer. La aso-ciación me permite recordar que ese tránsito del inge-nio al mundo eslavo adelantaba una experiencia similarvivida por miles y miles de cubanos. Lo curioso es quepese a la avalancha de compatriotas nuestros que pa-saron durante décadas por las más disímiles vivenciasen los países de Europa del Este y dominaban sus res-pectivos idiomas, pese al prestigio entre nosotros de lomejor de su cultura, pese a que algunos abordaron esemundo y aún hoy muchos escritores nacidos de pa-dres rusos y cubanos reivindican y aprovechan esaherencia, no hay ningún escritor cubano que haya ha-bitado con tal intensidad y devoción aquel universo ylo haya escrito como él. Pitol cumple en cierto sentidola función que –cabe conjeturar– debió corresponder aalgún escritor nacido en esta isla, los cuales llegaron altema, salvo escasas y famélicas excepciones, en fe-chas relativamente recientes.

Y del mismo modo que el entorno del ingenio loproyecta al mundo eslavo, la presencia en dicho mun-

do no deja de remitirlo a referentes cercanos. Allí le esposible recuperar, por ceñirnos a un caso notable, auno de esos escritores por los que siente una admira-ción especial. Ya Pitol ha contado que entre 1963 y1966 frecuentaba la cafetería del hotel Bristol, de Var-sovia, donde se daban cita intelectuales como AndrzejWajda y Jerzy Andrzejewski –de quien aquel había lle-vado al cine pocos años atrás la novela Cenizas y dia-mantes–. Pitol estaba traduciendo otra novela suya, Laspuertas del paraíso, y en esos años el joven mexicanoy el autor polaco mantuvieron una comunicación re-gular. En una de aquellas conversaciones, en un con-texto en apariencia lejano y tal vez provocado por eljoven traductor, Andrzejewski confiesa que,

de los narradores hispanoamericanos traducidos alpolaco, que eran entonces todavía pocos, el únicoque le había logrado interesar era Carpentier. NoLos pasos perdidos [advertía], donde la opulenciadel lenguaje y la magistral arquitectura se desperdi-ciaban en un tema insignificante [...]. El Siglo delas Luces era ya otra cosa. «Cualquiera que hayavivido la ocupación alemana y la fase más dura delestado totalitario» [recordaba Andrzejewski], «po-dría leer ese libro como si esa historia sobre idealestraicionados formara parte de su propia experien-cia. Cuando llegué al último párrafo volví a iniciar lalectura de ese libro excepcional».2

Me sorprende tanto la aparición de Carpentier enaquellos diálogos como su reaparición en la versiónque Pitol da de aquellos encuentros más de treinta añosdespués. Verter a Andrzejewski al español le permitiótambién a Pitol llegar indirectamente a los lectores cu-banos, quienes leyeron perplejos esa novela de traduc-ción especialmente ardua y, a la vez, le permitió acce-der a otro escritor excepcional cuyo nombre vuelve avincularlo de forma tangencial con la literatura cuba-na. En 1965, tras dos años en Varsovia, Pitol recibeuna carta de Witold Gombrowicz –quien había leído1 El viaje, Barcelona, Anagrama, 2001, p. 165. [Recomendamos

el texto de Nara Araújo: «Más allá de la vigilia para llegar alsuelo. Frontera del discurso, discurso de frontera en Palmerasde la brisa rápida, un taxi en L.A. y El viaje», Casa de lasAméricas, No. 247, abril-junio, 2007, pp. 38-48, N. de la R.]

2 Sergio Pitol: «Prólogo», en Jerzy Andrzejewski: Las puertasdel paraíso, Sergio Pitol (trad.), Xalapa, Universidad Veracru-zana, 1998, pp. 18-19.

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su traducción de Las puertas del paraíso– invitándolo atraducir su Diario argentino para la editorial Sudame-ricana. La relación tuvo en la vida del mexicano unaimportancia que excede lo puramente literario: «Fue»,según confiesa, «el inicio de una mejoría considerableen mis condiciones de vida». Pero si menciono a Gom-browicz, como imaginarán, es porque también él estáligado de cierta manera a nuestra literatura. Recorda-rán que en su primera estancia en Buenos Aires Adolfode Obieta presentó a Gombrowicz a Virgilio Piñera. Deese encuentro surgió una amistad (fortalecida por elresentimiento del polaco hacia un medio literario quejamás lo tuvo en cuenta), que alcanzó su punto culmi-nante al convertirse Piñera en presidente del Comité deTraducción de Ferdydurke. De modo que, involuntariay simbólicamente, Pitol hereda el papel que le habíapertenecido a Piñera varios años antes.

Debo volver a Carpentier no para consignar las in-numerables referencias a él que Pitol hace desde quedescubriera en Caracas, en 1953, El reino de este mun-do, y el consiguiente deslumbramiento que su lecturale provocara, sino para recordar que cinco años des-pués, cuando Carlos Monsiváis y José Emilio Pachecolo invitaron a colaborar en la revista Estaciones –don-de Elías Nandino les había concedido total libertad paraencargarse de una sección dedicada a los nuevos auto-res–, Pitol les ofreció una nota sobre El acoso que nollegó a publicarse. La anécdota carecería de sentido deno ser porque ese interés por El acoso afloraría unosaños más tarde. En 1961 Pitol decide salir por un tiem-po de México: «pensé en un viaje a Nueva York paracargar baterías, o a La Habana, para ver de cerca esanueva realidad revolucionaria que festejaban algunosintelectuales de gran prestigio como Jean-Paul Sartreo Michel Leiris, y terminé por viajar a Europa».3 Y así,en junio de ese año se embarcó en el carguero alemánMarburg. A bordo de él escribe el cuento «Tiempo cer-cado», el cual, como se conoce, toma el título de suprimer libro pero forma parte del segundo, Infierno detodos (1964). El cuento sorprende por varias cuestio-nes; se trata tal vez del primer texto de su autor que

utiliza referentes extranjeros, lo que luego sería usualen su obra. Si hasta entonces sus historias tenían lugar enambientes locales, en esta, aunque la anécdota ocurreen la capital mexicana, la esencia del conflicto se ubicafuera del país. De hecho es el único cuento que rompela unidad espacial del volumen. La segunda cuestión esque en los protagonistas del relato se transparentan lasfiguras de Tina Modotti y Julio Antonio Mella, quienesson víctimas de la persecución machadista en México,pero cuyo drama nos remite al contexto cubano. Laúltima cuestión que me interesa señalar es que la histo-ria misma recuerda de manera ostensible la menciona-da novela de Carpentier, cuya presencia es explícita enalgunas citas textuales: «El acoso al que veíanse so-metidos se conectaba íntimamente con la precariedadde cuidados que habían tomado desde su arribo a Méxi-co» o «A medida que las horas corrían el acoso ibaadquiriendo un tinte más siniestro».4

Aunque el proyectado viaje a La Habana no se pro-dujo, el efecto de su deseo emergería en algunos tex-tos. Uno de los más celebrados cuentos de Pitol, «Ha-cia Varsovia», fechado (y ubicado) en esta ciudad enenero de 1963, introduce la referencia al interés por elproceso cubano. Dos décadas después, el supuesta-mente agonizante protagonista de la novela Juegos flo-rales, vuelve sobre el tema, esta vez como fuente deconflictos, en una anécdota en la que no es difícil per-cibir ciertos elementos autobiográficos:

Conversar con él [su padre] le resultaba imposible.La reciente revolución en Cuba lo tenía como loco[...]; un antiguo amigo, cubano, socio suyo en otrotiempo en una fábrica de licores, le escribía desde suexilio en Tegucigalpa cartas aterrorizadoras. [...] Undía, a mitad de una discusión, le anunció que pensa-ba visitar Cuba. Sabía, dijo, que moriría pronto y antesde que eso ocurriera quería ver más de cerca lo queocurría en el mundo. Renunciaría al trabajo e iría apasar unas semanas a La Habana para ver qué era esarevolución que tanto espanto producía.

3 El arte de la fuga, México, Era, 1999 (1996), p. 41.4 «Tiempo cercado», Infierno de todos, Xalapa, Universidad Vera-

cruzana, 1964, pp. 59 y 65, respectivamente. El énfasis es mío.

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Finalmente, decide irse en el Marburg para Europa.«A fin de cuentas no conocería La Habana, Camagüey,Santiago, ni su fervor revolucionario, se dijo con cier-to pesar [...]».5

Hay un viaje real y fugaz a La Habana en que esta lesirve de puente para un salto mayor a Pekín, donde Pitolacababa de conseguir un trabajo para la editorial de len-guas extranjeras y la revista China Ilustrada. Todoslos días, según ha contado, visitaba la oficina de Cubanade Aviación en la Ciudad de México con la esperanza derecibir el pasaje que los chinos debían enviarle. Pero elpasaje no llega; en ese entonces México y China no te-nían relaciones diplomáticas, y el joven decide presen-tarse en la embajada china en La Habana. Durante quin-ce días esperó la respuesta hasta que finalmente pudoviajar a Pekín vía Praga-Moscú, en las que serían susprimeras paradas en dos ciudades a las que luego haestado tan vinculado. Pero el puente Habana-Moscú-Pekín se quebraría pronto como efecto de sucesos ocu-rridos en la Isla; pareciera que Pitol hubiera llegado comoagorero de la borrasca:

A las dos semanas de mi llegada estalló la crisis delCaribe y la ruptura entre China y la Unión Soviéticase hizo abierta. En las oficinas de China IlustradaAdelia y yo estábamos sometidos a un constantebombardeo oral para convencernos de que la UniónSoviética era la mayor traidora a los intereses de lospueblos del mundo.6

Sin embargo, ningún viaje a La Habana ha tenido enPitol el efecto vital y literario del primero que realizara,aunque para detenernos en él debamos comenzar por elfinal. Esta historia contada al revés comienza en mayode 2004, cuando Pitol se interna durante dieciséis díasen el Centro Internacional de Salud La Pradera. Cono-

cemos los detalles porque allí escribió una parte de esediario descomunal que lo ha acompañado por décadas,la cual colocó como epílogo de su más reciente libro, Elmago de Viena (2005). El dato es importante porque esefinal nos remite al principio, es el fruto de una largaBildungsroman iniciada medio siglo antes en las callesde esta ciudad. El círculo de una vida se cierra sobre elmapa de La Habana. El hecho, según podemos leerlo enesta versión, es que Pitol y su amiga Paz entran un día acomer a La Zaragozana, un restaurante que él recorda-ba de aquella primera estancia. Y es ante una trivial pre-gunta de ella («¿Cuándo viniste aquí la primera vez?»)que la memoria se dispara. Es la magdalena en el té eldetonante de una catarata de recuerdos ocultos: «Du-rante cincuenta años mantuve clausurados los días deLa Habana; sabía, desde luego, que había estado de pasoen esa ciudad fascinante pero no recordaba qué habíahecho o visto en ella, ni siquiera dónde dormía [...]».7 Lahistoria se remonta a fines de febrero o principios demarzo de 1953, cuando en su primera salida de Méxicocon destino a Venezuela Pitol llega a Veracruz para em-barcarse en el Francesco Morossini; evitando el mal tiem-po, el barco había adelantado su salida para NuevaOrleans y el joven aborda un carguero brasileño queharía escala en La Habana y le permitiría alcanzar alMorossini en ese puerto. De modo que el azar lo conducea estos rumbos y, si hemos de creer esa versión, enton-ces Cuba y su capital se convertirían en la primera tierraextranjera visitada por este impenitente viajero futuro.Hago la salvedad porque está claro que ese diario y esosrecuerdos salpicados de elementos en que se confundenrealidad y ficción, es también la reconstrucción de unabiografía. De hecho, una versión de ese mismo itinerario,escrita en 1967, afirma que «mi deseo de viajar, el afánque me acuciaba de conocer lo otro, lo que siempreestá más allá, me llevó a emprender un viaje a Venezue-la a principios de 1953 con algunas escalas en puertosde los Estados Unidos, La Habana y Curazao».8 Otra5 Juegos florales, México, Era, 1990 (1982), p. 42.

6 Sergio Pitol (autobiografía), México, Empresas Editoriales,1967, p. 54. Esa coincidencia hace recordar que cuando Pitolllegó por primera vez a Europa a bordo del Marburg, entrópor Alemania en agosto de 1961, justo cuando se levantaba elMuro de Berlín que durante casi cuarenta años fue símbolo dela Guerra Fría.

7 El mago de Viena, Bogotá, Fondo de Cultura Económica, 2006(2005), pp. 266-267. Todas las citas están tomadas de estaedición.

8 Sergio Pitol (autobiografía): Ob. cit. (en n. 6), pp. 36-37.

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versión más detallada ofrecida por Juan Villoro –quiénsabe si leída o escuchada en algún sitio– asegura quePitol zarpó en primera clase en el Francesco Morossini,

[e]n una escala en Nueva Orleans se mandó hacerun costoso traje de lino y otras prendas para refutarel torpor del trópico con la elegancia. En la siguienteescala, rodeado del son y las columnas de La Haba-na, prosiguió sus gastos con el ánimo de quien hacede la errancia una forma del derroche [...].9

Las contradicciones son evidentes pero lo que nosimporta, en cualquier caso, es que en la rememoracióndel «Diario de La Pradera», los Estados Unidos yCurazao desaparecen, y La Habana pasa a ocupar en-tonces un lugar de privilegio.

La noche de su llegada –si nos atenemos a esta ver-sión– el joven sale con un marinero italiano y dos jóve-nes cubanos que lo conducen al barrio chino y al teatroShangai. De esa experiencia apenas quedan jirones derecuerdos. Solo al día siguiente, al descubrirse dentrode unos zapatos ajenos, se da cuenta de la magnitud dehechos que no logra hilvanar. Gracias a una extraña anag-nórisis, verse en los zapatos de otro le hace cobrar con-ciencia de sí mismo y de lo ocurrido. En verdad, nologra precisar ni siquiera dónde había dormido, pero enese silencio se asoma la posibilidad de una noche deWalpurgis. Hay un vacío en la memoria y en el textomismo que, sin embargo, colma de sentido a la narra-ción y logra insinuarse en algunos pasajes:

de día y noche recorría la ciudad, tanto las partesmás reposadas como las más estrepitosas, y [...] enesas andanzas comparaba la Ciudad de México conla que estaba descubriendo, y la suya le parecía uninmenso monasterio habitado por una multitud demonjes trapenses, un desierto, un silencio infinito,

una morigerada grisura; en cambio en la otra intuíauna borrasca, un edén, la apoteosis del cuerpo, unvértigo, la gloria total. [256]

Y luego añade: «El joven estaba feliz, jamás habíasentido tan intensa comunicación con sus sentidos, consu piel, en todo su cuerpo. Extasiado, vivía como enun sueño del que jamás quería desprenderse» (258). Hadescubierto en La Habana una sensualidad que desco-nocía; pero ello no le impide descubrir otros espacios.

Al día siguiente se entera por el periódico de queCatalina Bárcena, de gira por Cuba, presenta Pygmalióny que esa misma noche, en el Lyceum Lawn-TennisClub, se homenajea a Mariano Brull.10 Si de la visita alLyceum no queda un testimonio consistente, la puestade Pygmalión, en cambio, deja en él una marca indele-ble. Tras un primer acto desafortunado de la obra, laactriz y el personaje van creciendo «al grado que todaslas Lizas de los varios Pygmaliones que vio después enproducciones mejores y direcciones soberbias en In-glaterra, Italia y Polonia le parecieron sosas en compa-ración con la actriz española» (261). Es decir, que a larevelación de una sensualidad no percibida antes, ven-dría a sumarse la experiencia de un placer estético queno volvería a encontrar ni en las más exigentes plazas.

Pero falta aún un elemento clave, el tercer vérticede este triángulo habanero indispensable en el proce-so de crecimiento y aprendizaje que significaron aquellosdías. Se trata de la iniciación política. Al día siguientede ese momento de refinamiento intelectual, después devisitar librerías, y de caminar, presumiblemente, por lacalle San Lázaro, desemboca en una manifestación

9 «La primera errancia de Pitol: el episodio venezolano», enTeresa García Díaz (coord.): Victorio Ferri se hizo mago enViena. Sobre Sergio Pitol, Xalapa, Universidad Veracruzana,2007, p. 60. A esa elegante imagen se opone la más recienteversión de Pitol, según la cual zarpó de Veracruz en un cargue-ro brasileño «que no tiene la mínima comodidad» (255).

10 Brull reaparecería de forma indirecta años después (y seríaun acceso inesperado a otros autores) cuando en la libreríaDédalo, de Madrid, Pitol descubre la biblioteca del poetacubano, adquirida pocos días antes: «La librería estaba, poreso, colmada de infinidad de primeras ediciones, muchas deellas con dedicatorias y firmas de los autores. Tuve en lasmanos primeras ediciones de López Velarde, Tablada, Aréva-lo Martínez, Vargas Vila, también los primeros e inencontra-bles libros de poemas de Cardoza y Aragón, la Visión deAnáhuac, de Alfonso Reyes, en la colección Índice de JuanRamón Jiménez», El mago de Viena, ob. cit. (en n. 7), p. 105.

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estudiantil que venía bajando de la Universidad, en pro-testa por el asesinato del estudiante Rubén Batista.«Fue», asegura, «el primer acto público al que el jovense acercó. Después participó en muchos más y en di-ferentes lugares» (262). Escucha himnos revoluciona-rios y de pronto se desata el tiroteo de la policía.Repentinamente, según recuerda, la escalinata se trans-forma en las escaleras de Odessa. Pero a diferencia dela original (ya sabemos –lo reconoció el propio Eisen-stein– que en las escaleras de Odessa no ocurrió nadadurante la sublevación del Potemkim), la versión haba-nera está teñida de violencia y de sangre y otorga, porconsiguiente, cierta dosis de heroísmo al joven mexi-cano sorprendido allí.

Por si todos los detalles de este intenso viaje no fue-ran suficientes para proclamar el paso por un procesode iniciación en los más importantes órdenes, falta undetalle más extraordinario:

Mi mayor asombro fue recordar que durantes esosdías de La Habana y los siguientes de la travesíahacia Venezuela comencé a escribir. Varias veces heinsistido por escrito y oralmente que el inicio de miobra tuvo lugar en Tepoztlán unos cuatro años des-pués de ese primer viaje al Caribe. Y descubro queno es verdad. La primera vez fue en la cubierta delFrancesco Morossini cuando, tratando de escribiruna carta probablemente a uno de los amigos quedesistieron del viaje, empecé un poema. [264-265]

Es entonces allí, en la cubierta del barco en que acabade salir de La Habana, donde el joven que había crecidoentre cañaverales y matas de mango, vela las armas quele permiten echarse a los caminos de la literatura. SergioPitol no será, es cierto, un escritor típicamente cubano,pero decenas de indicios nos invitan a leerlo en clavecubana e incorporarlo a nuestra propia tradición. c

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Según Mark Twain, viajar es letal para los prejuicios. También parala estrechez de mente. Nada hay que ensanche más las ideas quetransportar el escritorio a otras regiones creando, mientras se viaja,

el país que uno visita.Pertenezco a una generación viajera. Una generación que invirtió el

viaje interior, viaje hacia la identidad desde dentro, por la experiencia deconocer el propio país leyéndolo también desde fuera. En los años 80,para un estudiante que quería escapar de la asfixiante condición a la queremitían la inclusión arbitraria en un mercado de valores de consumo yla repetición de un discurso nacionalista que había empezado a agotar-se, la posibilidad de invertir el espejo, de probar vernos desde nuestrolado más improbable, era no solo una opción atractiva sino la únicaforma de lograr que las imágenes sobre el país se renovaran. Leer elproyecto de país era algo que iba aparejado a la noción de salida.

Tal vez por esto la lectura de Sergio Pitol fue para nuestra generaciónuna experiencia tan determinante. Todo en su obra hablaba de partir, deaventurarse, de pertenecer a donde sea sin tener raíces más que en latradición literaria que uno elige y en la que decide hacerse. Éramos(somos) una generación que trató de leerse más allá de los nacionalis-mos. Sergio Pitol nos gustaba porque era un mexicano de ningún lado ydel lugar que quería: Venecia, Praga, Budapest, Varsovia o Veracruz; lasede única e invariable era la imaginación y la infinita posibilidad dereinventarse. En este sentido, era un dador de mundos. Difícilmente searraigaba en una sola forma o en una idea y en cambio, apenas germina-ba esta, la urgencia de llevar la buena nueva ponía alas a su pluma. Deinmediato, lo vivido se convertía en un relato, en una crónica, en una

ROSA BELTRÁN

De la excentricidady otros márgenes

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reflexión sobre pintura, música, arquitectura y en unanueva forma de asombro sobre la veleidad de la me-moria. Leíamos sus relatos con la seguridad de transi-tar por la historia de la cultura, pero también convenci-dos de estar asomándonos a algo más que una educaciónpersonal o a una referencia erudita de algún hecho.Porque aun en la más impersonal de sus estampas seinstalaba la experiencia autobiográfica.

De esas postales incluidas entre los ensayos comoal azar, recuerdo una que leí años antes de conocer aSergio y que me dejó profundamente conmovida. Setrataba de una apología de la hipnosis, un reconoci-miento a otro de los muchos métodos diseñados por elser humano para rescatar a la memoria del dominio desu hermana gemela, el olvido. El relato comenzaba conla visita al hipnotista y la recomendación de este deevitar los circunloquios. El paciente debía ser lo máspreciso posible; debía narrar las causas por las quequería someterse al tratamiento. Al principio de la con-sulta, el paciente era claro: quería dejar de fumar. Peroa su convicción de dejar el tabaco se iban sumandohistorias diversas, y así el paciente empezaba a hablarde mil cosas y el médico aludía otra vez a sus rodeos yantes de que el paciente terminara de explicar que losrodeos eran el fundamento de su estilo literario ya es-taba yo, lectora, metida en una escena escalofriante,frente a dos niños pequeños, el autor y su hermano,observando en cierto lugar campestre cerca del ríoAtoyac cómo unas personas trataban de sacarle el aguaal cuerpo de la madre de ambos que acababa de aho-garse en una poza de Veracruz frente a ellos.

El autor de esta desgarradora experiencia me habíahecho creer que me hablaría de otra cosa y en cambioel puerto al que me había llevado daba al relato undestino y un sentido bien distintos. Lo que había em-pezado como una experiencia chusca, hasta ciertopunto, ir a un hipnotista para dejar de fumar, se habíaconvertido en la confesión de un hecho que habría decambiar la vida de este autor para siempre y sin duda,pensé yo, el acto decisivo que lo habría obligado a suerrancia por el mundo en busca de una voz, la voz quehabía silenciado esa poza. Otra vez ensayo y experien-cia personal se fundían en una sola imagen, pero la

emoción que se desprendía del contraste me sorprendíay me llenaba de un profundo desasosiego. La escriturade este autor, que en mis años universitarios había sidouna ventana al mundo, ahora era una lección de mesuravivencial, de estoicismo. Un ejercicio vital en que losrecuerdos narrados podían convertirse en viajes al gozoy a la desolación sin paradas previas. «Uno» –diceSergio Pitol– «es los libros que ha leído, la pintura queha visto, la música escuchada y olvidada, las calles re-corridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantosamigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es unasuma mermada por infinitas restas».

Antes de conocer a Sergio personalmente y tener laoportunidad de perderme con él en una estación delmetro en Moscú, varias veces, el mismo día; muchoantes de saber por él mismo que su método de escritu-ra consistía en haber hecho de su desorientación unavirtud, tuve la oportunidad de leer a varios de los auto-res que Sergio trajo al español gracias a sus viajes.Porque a su afán de nomadismo mi generación debetambién el conocimiento de escritores que de otra for-ma habrían sido inaccesibles en nuestra lengua. Pitolno solo es nuestro autor más europeo porque su estiloesté marcado por esas influencias, sino también por-que es el autor que más novelistas nos trajo de Europa.Sus traducciones son invaluables modos de compartirsus asombros de entonces vertidos a nuestro idioma,y es raro pensar que sin los años que vivió en Varsovia oen Barcelona y más tarde en Londres no tendríamos aConrad en español, ni Las puertas del paraíso, de JerzyAndrzejewski, que le mereció elogios de Gombrowiczy la invitación a traducir junto con él su Diario argen-tino para la editorial Sudamericana.

Seis o siete años fue traductor y mientras se soste-nía con este oficio se traducía y nos iba traduciendo.Sin saberlo él fue nuestro Mercurio. A sus erranciasdebemos la travesía por muchos de los autorescentroeuropeos de los siglos XIX y XX, y si es verdadque el aleteo de una mariposa en Pekín puede ocasio-nar una tormenta tropical en nuestras costas, fue sulectura de autores polacos, ingleses y rusos la respon-sable de haber traído mundos completos y hacerlosgerminar en nuestra geografía. Donde antes hubo un

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sembradío de nombres ahora había lecturas y obras.Donde hubo certezas sobre la mexicanidad ahora ha-bía parodia. Nada respondía ya a la definición tópicade alma nacional. En sus novelas, Sergio se negaba aver el ser patrio reducido al indio, al cacique o a lamujercita abnegada. Para mejor describirnos, practicóel mester de extranjería y encontró que los mexicanosson lo que quisieran ser y no pueden; que ser uno mis-mo dentro o fuera del país es sinónimo de pretensión yabsurdo. Esta es una de las tantas prácticas literariasque comparto con él; la afición a observarse y reírsede sí mismo.

Por El arte de la fuga y por declaraciones vertidasaquí y allá sabemos que Pitol inició su trabajo comotraductor a raíz de un viaje a Europa que le llevaríaveintiocho años, los mismos que tenía cuando se fuede México. Sabemos que tradujo a Henry James, aPilniak, a Conrad, a Jane Austen, a Ford Madox Ford,a Bassani, a Vittorini, a Malerba; sabemos que a partirde 1967 nos trajo a muchos de los principales autorescentroeuropeos, al húngaro Tibor Déry, y a los pola-cos Andrzejwski, Iwaszkiewicsz y al imprescindibleGombrowicz, lo mismo que a Bruno Shulz y aun alchino Lu Hsun, autor del Diario de un loco, entremuchos otros.

Del periplo inicial que duró doce años, antes de in-corporarse al servicio diplomático, datan sus primerastraducciones. En 1961, traducir es al principio unamanera de ganarse la existencia. Pero es al mismo tiem-po la única forma de mantenerse vinculado a la lenguanueva y a la que deja. Empieza ya entonces a haber unalínea sutil que conecta ambos idiomas: el del viaje aotros mundos y el viaje interior a través de estos. Notraicionar ni traicionarse: ser fiel al original, sea este supropio impulso o la obra del autor que va a enseñarle,oyéndolo, a oírse en sus primeras, definitivas líneas.Dice Pitol:

Yo me sentía arrinconado en México; contraje aquelvirus (el del viaje) vendí casi todos mis libros y al-gunos cuadros, y me lancé al camino. A mediadosde junio me embarqué en Veracruz y crucé el océa-no. Estuve unas cuantas semanas en Londres, unos

días en París y al final me instalé en Roma. Igualque a Cervantes me pareció llegar a la capital indis-cutible del Universo Mundo. Llegué a Italia sin sa-ber decir «ciao». Lo aprendí, el italiano, con Montale,con Quasimodo y con Ungaretti, con Moravia, conPavese y hasta con el Dante. Con toda la maravillo-sa literatura italiana. Así comencé a leerlos en el ori-ginal y a darme cuenta de que las viejas traduccio-nes compradas lustros atrás en Buenos Aires no secompadecían con la verdad, que tenían graves erro-res. Una mañana, en las afueras de Roma, bajo unainclemente nevada, tomé la decisión y SalvatoreQuasimodo, el poeta de la isla convertida en paísinocente, se me planteó como primer problema.Había giros sicilianos y griegos en aquella poesía,pero armado de gruesos diccionarios también desen-trañé aquellas palabras. Siguió Ungaretti y ya habíadescubierto que era la poesía hermética lo que meinteresaba. Finalmente entré con Montale, recono-ciendo su grandeza.

Años después Sergio ofreció la publicación a lasoficinas culturales de la embajada italiana en Caracas yle contestaron que debía consultar con el Ministerio deAsuntos Exteriores en Roma quien tenía una partidapresupuestaria para esos fines. «El burócrata romanoque me tocó en suerte», dice, «respondió que ese tra-bajo de traducción ya estaba hecho en Argentina. Ja-más se enteraría de que me puse a traducirlos precisa-mente por lo malo de aquellas versiones».

Si las buenas traducciones son capaces de movermontañas (Martín Lutero, nada menos, al traducir laBiblia transforma una cultura) las consecuencias deuna mala traducción, aunque menos conocidas, sonletales. Nabokov odiaba a Conrad de quien decía queera un escritor para escautismo, es decir, para niñosexploradores; Brecht odiaba a Baudelaire cuyas pala-bras, decía, eran como chaquetas recicladas; Beckettodiaba a Proust y Arno Schmidt a Beckett; para Voltaire,Homero era aburrido y Joyce, un mediocre paraGotfried Benn y –asómbrense– para Virginia Woolf.En días recientes, Paul Auster declaró que Borges leparecía un «gran escritor menor». Quién dice que ta-

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les desastres no son el resultado de una mala traduc-ción. O de una excelente traducción de sí mismos.Hay en cambio casos de «malas traducciones», que enrealidad son traducciones ejemplares de un autor vistodesde la poética de quien lo traduce, que han cambiadola historia de la literatura. La «mala» traducción de Poehecha por Baudelaire hizo del poeta norteamericano unmagistral poeta maldito en Francia y no un decadenteromántico como era. Una gran traducción no solo haceque la obra nazca de nuevo sino que nazca por primeravez a las nuevas generaciones. Y que se reedite esatraducción es asegurar la vida futura de un autor quede otra forma está condenado al olvido. Hace unosaños apareció en el periódico español El País un casoque ilustra lo que digo. El director de la Sociedad JaneAusten en Inglaterra decidió enviar dos de los manus-critos de las primeras obras de Austen y uno más confragmentos de Orgullo y prejuicio firmados por él mis-mo a las principales editoriales londinenses. En todoslos casos recibió cartas de rechazo de «su» obra, conexplicaciones de los editores lamentando que no fuera losuficientemente buena para su publicación. La noticia,como es de suponer, fue un escándalo dentro y fueradel Reino Unido porque comprobó no solo que JaneAusten sería impublicable en estos días sino que la igno-rancia y el desconocimiento de los grandes autores hallegado también a quienes editan.

Algunos de los autores de la colección Pitol Tra-ductor son el húngaro Tibor Déry y el chino Lu Hsun.Del primero, una de las grandes figuras de la novelavanguardista del siglo XX me parece que su prestigiocomo líder de la rebelión de 1956 y como militantehizo en su momento leer su obra con otros ojos. Unautor que participó en los movimientos de 1918 y 1919hubo de exilarse en Austria, Francia e Italia y de vueltaa su país estuvo varias veces en la cárcel. Su novelarío de moderna técnica narrativa, La frase inacabada,lo hizo célebre aunque su obra debía leerse entoncesde forma clandestina. Hoy será visto con otros ojospor los nuevos lectores. Fuera ya de contextos ideoló-gicos, las tres novelas cortas que bajo el título de Elajuste de cuentas se reeditan tienen una actualidad queacerca el tema de la persecución y la huida típicos de

Déry, a autores como Beckett o Kafka. Su obra es unaespeluznante metáfora de la fuga, de la necesidad deirse de un mundo donde el poder adopta sucesivamenteel rostro de aquel a quien antes atacó y donde la únicasalvación está en la fuga clandestina hacia la muerte.Lu Hsun es un extraño caso del autor del que todosquieren apropiarse y que es inapropiable. En vida se lellamó el Chéjov chino, el Gorki chino, el Nietzschechino, cosa curiosa pues, como apunta Pitol, se tratade tres personalidades difíciles de hermanar. Quizá estaextraordinaria posibilidad de estarle creando nuevasgenealogías sea la mejor muestra de la atemporalidadde su obra. Entre los méritos que se le atribuyen está el dehaber entablado la primera batalla contra el idioma lite-rario tradicional y haber sido un partidario del pai-jua osea la transcripción ideográfica de la lengua habladachina. Otro mérito es que aunque en vida fuera com-batido por tradicionalistas, vanguardistas y proletariosy hubiera sido utilizado para fines propagandistas porel gobierno maoísta, en su obra no haya trazas de eti-quetas revolucionarias ni consignas. El Diario de unloco es el de un hombre perseguido por los otros, quie-nes acabarán por cometer con él un acto supremo decanibalismo; es la historia de la indefensión y la para-noia humanas en el momento en que se descubre quese vive rodeado de enemigos. Más tarde aparecieronlas traducciones de Emma, de Jane Austen y FordMadox Ford.

Tuve la suerte de traducir al castellano siete de susnovelas, entre ellas una de las más endemoniadamentedifíciles que pueda permitirse cualquier literatura: Loque Maisie sabía. Traducir permite entrar de lleno enuna obra, conocer su osamenta, sus sostenes, suszonas de silencio. James me confirmó en una ten-dencia que había aparecido ya desde mis primerísimosrelatos: un acercamiento furtivo y sinuoso a una franjade misterio que nunca queda aclarado del todo parapermitir al lector elegir la solución que crea más ade-cuada. Para lograrlo, James adoptó una solución su-mamente eficaz: la eliminación del autor como sujetoomnisciente que conoce y determina la conducta desus personajes y su sustitución por uno o varios

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«puntos de vista» [...]. De la misma manera [...]mis relatos se caracterizaron por registrar una vi-sión oblicua de la realidad. Por lo general existe enellos una oquedad, un vacío ominoso que casi nuncase cubre [...]. La hisoria debe contarse y recontarsedesde ángulos distintos y en ella cada capítulo tienela función de aportar nuevos elementos a la trama y,a la vez, desdibujar y contradecir el bosquejo quelos precedentes han establecido.

¿No es esto más que una descripción del estilo deJames un comentario crítico que puede adaptarse per-fectamente a El desfile del amor?

El haberse alejado del país, estar lejos de las modas ylas capillas literarias le dio la distancia suficiente paracrearse un domicilio literario construido a la altura de supropio gusto. También lo hizo nuestro autor más excén-trico. Excéntrico, básicamente, porque lo que hizo fueexhibir nuestro exotismo como algo natural. Sergio es elvoyeur que al descubrir en la vida expuesta del otro susmanías las agiganta, las mundifica. Pone a esas maníasa viajar por el mundo y las convierte, rodeadas de frivo-lidad, en el símbolo de nuestra esencia. En sus obras,ser mexicano es querer ser, ante todo. Ser típicamentemexicano es una condición aspiracional.

Después de un largo periplo alrededor del mundo, apartir de los años 90 Sergio se instaló en Xalapa. Loque no quiere decir que haya regresado del viaje. Elmundo hoy es la aldea global que permite hablar denazis en México y mexicanos en Estambul; de beca-rios mexicanos que medran en el extranjero, como supersonaje Dante de la Estrella, y de parejas que se man-tienen unidas por la esperanza de poderse dar fin en unasesinato maestro, uno al otro. Un mundo hecho a lamedida de lo que hace apenas treinta años lo convertíaen un «raro». Sus viajes van más felices que nunca delensayo al relato, de los años pasados en Rusia a loszapatistas y de sus lecturas sobre Alfonso Reyes alajuste de cuentas con los géneros literarios light, don-

de se encuentra como personaje y hace el ajuste decuentas de una tradición consigo mismo. Su libro másreciente, El mago de Viena, lleva al extremo la fusiónde fronteras que se convirtió en su sello, su estilo. Hoy,con el Premio Cervantes, el máximo reconocimientoque se da a una obra literaria en nuestra lengua, siguepensando cómo partir de cero, cómo ser distinto en susiguiente novela. Entre un plato y otro en un restoránme dice que siente que ha agotado una forma estética,pero yo le insisto en no abandonar El arte de la fuga deltodo. Sergio me responde, riendo: Regla básica, enun-ciada por Gide: «no aprovecharse nunca del impulsoadquirido». Me habla de su pánico central: volver al puntode partida siendo un viajero. Dejarse devorar por unlenguaje vegetativo que, como un posible Gólem em-piece a marcar las reglas del juego, a convertir al na-rrador en un mero amanuense. Me recuerda entoncesla conversación de Félix de Azúa con Chillida, donde elescultor le dijo que en su juventud se sintió de prontosorprendido por su destreza hasta que, atemorizadopor la facilidad con que realizaba su trabajo, se obligó aesculpir con la mano izquierda para volver a sentir latensión y la angustia del acto creador.

Un día me dijo que escribía una segunda parte queera como El arte de la fuga. Es muy parecido, medijo, es la relación de una enana que le impide al autorescribir la novela en que ella es protagonista. Le hicever que me costaba trabajo encontrar la semejanza conEl arte de la fuga pero él me contestó algo sobre elacto de partir en que solo importa la partida, algo quetenía que ver con su enana impidiéndole al autor nin-gún regreso. Cuando se publicó El mago de Viena,comprobé que para nuestra fortuna, Sergio seguirá lle-vándonos hacia cualquier parte que nos garantice lafuga de lo trillado y lo ubicable, sin necesidad de mo-jarnos dos veces en el mismo río. El viaje que inició en2003 con el Premio Cervantes en su haber confirmóuna sola certeza: que por años seguirá siendo el autormás original y más querido de nuestras letras. c

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Al comenzar estas palabras me complace citar la primera estrofade un soneto de Du Bellay. Él lo escribió en francés, en el francésrenacentista del siglo XVI, yo he de decirlo traducido al castellano

de esta edad tecnológica, y quedará así: «Feliz quien, como Ulises, re-gresa de un largo viaje... / y vuelve pleno de experiencias y razones, / avivir junto a sus padres el resto de sus días».

Largos viajes emprendió Sergio Pitol desde joven, permaneció poraños en diversos países de Europa, dentro del servicio diplomático másde veinticinco años, y al cabo de ellos regresó –definitivamente– a Méxi-co, regresó a vivir, como dijera en su época Du Bellay, junto a los su-yos. Semejante a los seres insatisfechos, regresó a su lugar de origen,después de haber visto mucho mundo. Cumplida la intensidad de susestancias en el extranjero, reside ahora en Xalapa, capital provinciana,circundada de hermosos y tranquilos paisajes.

En uno de los libros de Pitol que más he disfrutado, El arte de lafuga, este perfecto violador de fronteras geográficas y culturales, tantocomo de géneros literarios, en ese singular manual de huidas en queconjuga diestramente los viejos géneros del relato y el ensayo, las me-morias, el diario y las crónicas de viajes, se encuentra esta descripciónde una clásica vida retirada a lo fray Luis:

Por las mañanas salgo al campo, donde tengo una cabaña, y dedicovarias horas a escribir y a oír música. De cuando en cuando hagoalguna pausa para jugar en el jardín con mi perro. Regreso a la ciudada la hora de comer [...]. Me comunico con amigos por medio delteléfono. A partir de las seis de la tarde, salvo casos extraordinarios, no

ANTÓN ARRUFAT

Presentaciónde Nocturno de Bujara*

* Texto leído el 21 de noviembre de 2008 enla presentación de Nocturno de Bujara,publicado por la Casa de las Américas ensu colección La Honda.Re

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hay poder que me haga salir de casa [...]. Este ritmode vida que a muchos podría parecer desesperantees el único que me resulta apetecible.

Este párrafo confesional se encuentra al principiodel libro, dentro del ensayo titulado como una senten-cia de sabiduría zen: «Todo está en todas las cosas».Pitol tiene la costumbre de fechar, y va colocandocronológicamente huellas visibles de su existencia, eltexto está fechado en Xalapa, en febrero de 1996.

Cuando su vida se hacía de viajar y era tan distintaal reposo de su cabaña, plagada con miles de libros endiversos idiomas, traídos de todas las partes en las queestuvo, quince años antes de su regreso, escribió loscuatro relatos que forman Nocturno de Bujara. Losescribió en Moscú, en momentos muy cercanos, dosen 1979, el primero en marzo y el otro en junio, conescasos tres meses de distancia, y en el 80, los dosrestantes, uno en octubre y el siguiente en noviembre,tan solo días después. Se trata de relatos extensos,sobre las treinta cuartillas cada uno. En esos mesesestuvo poseído por una violenta energía creadora, a laque no son ajenas sus cuantiosas lecturas apasionadasy numerosos viajes por diversas ciudades europeas.En el curso de una entrevista, residiendo su autor yaen México, y para imitar su exactitud cronológica, rea-lizada un 16 de junio de 1990, confiesa haberlos escri-to durante una especie de singular «afiebramiento», lomismo físico que intelectual. Por el fervor creativo quelos une, y porque intentó en ellos ampliar su conceptodel relato, los declara entre sus páginas favoritas.

La primera edición de Nocturno de Bujara se impri-mió en México, 1981, varios meses después de haberlosescrito. Pero la edición que conozco es la de Barcelo-na, pasados cuatro años, segunda obra que incluyó laEditorial Anagrama en su colección Narrativas Hispá-nicas, cambiado el título original por Vals de Mefisto.Durante una de las muchas veces que nos hemos en-contrado, me dedicó un ejemplar. Recuerdo que fue enGuadalajara y que, naturalmente, aparece fechada ladedicatoria: 25 de febrero del 89.

Se trata de un pequeño volumen con ciento veinti-cinco páginas. Al presente el papel ha amarillado en

algo, lo que le otorga como un atractivo de otro tiem-po. Ahora, lo que llama mi atención es la portada com-puesta sobre un cuadro original de Gustav Klimt, «Mú-sica I», pues me parece percibir una relación curiosaentre la portada y el contenido del libro. Sospecho quea Sergio Pitol le complace la obra del pintor modernista,al que a menudo ha mencionado. Hay en sus cuatrorelatos, al igual que en ciertos cuadros de Klimt, unasuperficie traslúcida, resplandeciente, que parece en-tregarse de inmediato al lector y al espectador por su-puesto, y un fondo sinuoso, de líneas curvadas, quepor el contrario emite señales indecisas, amaga conuna verdad o una certeza difícil de descifrar, junto auna ambigua y oculta intensidad erótica.

Es lícito suponer que Pitol estuvo involucrado,como suelen estarlo tantos autores, en la realización dela portada. Si escogió o no el cuadro de Gustav Klimt,lo que ignoro, debió al menos aprobarlo o admitirlo,por una sencilla razón sensible: no es extraño al graba-do o la encuadernación, a la presencia tangible de unlibro, como demuestran algunos de sus textos, y prin-cipalmente a la relación, de coincidencia o ruptura, cuyaeficacia gráfica es la misma, que una portada puedeestablecer con el sentido de la obra impresa.

En la segunda narración, «El relato veneciano deBillie Upward» –en la edición española, a la que me hereferido, y en la presente edición cubana ocupa idénti-co lugar–, se encuentra una confirmación del interésen que el libro como objeto, un cuaderno en el relato,adquiera un valor significativo para el lector: «la com-posición de aquel cuaderno –se dice, alguien dice enlos párrafos iniciales– era una de las mejor resueltas.Los enigmas del texto se insinuaban ya en la mismaportada [...]». Subrayo «enigmas» e «insinuaban»,determinantes en el discurso narrativo de Pitol. Luego,la misma voz nos ofrece, a nosotros, sus lectores, ladescripción de esa portada que insinúa los enigmas quehan de venir con el resto del texto. Una fotografía trun-ca, borrosa y color sepia, refleja un palacio en el aguade un canal de apariencia viscosa. Más abajo una pala-bra al menos efectiva: Venecia.

El sepia contrasta y se opone a los refulgentes colo-res de Gustav Klimt, pero el resto, la apariencia de un

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canal, lo borroso, lo trunco, lo eminentementeevanescente y esfumado, podrían ser elementos indu-dables, o mejor, dudosos, de algunos cuadros del pin-tor austriaco.

«Vals de Mefisto» y «El relato veneciano de BillieUpward», se inician con un aparente hecho casual ototalmente fortuito, la revista con un cuento publicado,que ha de revelarle a la protagonista ciertas razones desu fracaso matrimonial, cae inesperadamente de su bol-so cuando buscaba su pijama de seda azul, o un libroolvidado que es necesario volver a leer. En parte, cuantoocurrirá a los protagonistas de Pitol se halla prefigura-do, aunque de manera oblicua, en algún texto escritocon anterioridad, y donde han de buscar la compren-sión o la reivindicación de personajes y acontecimientosposteriores. Todo parece estar en estas escrituras pre-vias que los personajes leen como se leen los libros sa-grados, Vedas o Talmut, en busca de algún descifra-miento del misterio de sus vidas. Ellos también intentancomprender y comprenderse mediante la lectura. En«Nocturno de Bujara», cuento que da título al volumen,Juan Manuel induce a la lectura de un texto de Jan Kottal narrador protagonista, Breve tratado del erotismo, queluego él volverá a leer buscando una confirmación so-bre la carencia de identidad en los cuerpos conocidos enla oscuridad tan solo a través del tacto.

Varias figuras filiales pasan por estos cuentos. «Hayinfluencias evidentes» –se nos advierte en «El relato ve-neciano de Billie Upward»– «de James, de Borges, delOrlando de la Woolf». Sirviéndome de esta clave, re-cuerdo momentos semejantes que Borges ha destacadoen otras escrituras o los que ocurren en la suya propia,y escojo dos de los que recuerdo: cuando Eneas en-cuentra en un bajorrelieve sus propias aventuras, en lasegunda parte de El Quijote, donde los protagonistashan leído la primera parte de la novela, es decir, sontambién lectores de la obra que ellos protagonizan.

Estos relatos, principalmente los dos primeros, sonevidencia de su poética. Abundan inesperadas definicio-nes, citas de autores que ofrecen alguna pista, comoArthur Schnitzler, advertencias al lector, enumeraciónde posibilidades narrativas. «La trama se teje en elsubsuelo del lenguaje». Pequeños núcleos dramáticos

(más bien esperpénticos), a punto del estallido. Desinte-rés por esa dudosa categoría llamada desde hace siglos«realidad», sin que el hombre ni la mujer hasta ahoraconozcan definitivamente en qué consiste. Tensionescuya causa hay que buscar en un juego de hipótesis,distancia entre el autor y el narrador del relato, la anéc-dota como pretexto para establecer un tejido de asocia-ciones y reflexiones libres. Imágenes y acontecimientosunidos por una «sutura muy enterrada», cuya conexiónel lector no advierte hasta que ha avanzado en la lectura.Algo de crónica de viaje, de novela, de ensayo literario.De su fusión o choque se desprende la expresión dra-mática de la narración, continuamente interrumpida ydiferida reiteradamente.

Como sabemos por sus fechas y por confesión pro-pia, entre la redacción de estos cuentos media poca dis-tancia, y tal vez por ello tienen vínculos y semejanzassorprendentes y reveladores. Están como contamina-dos unos de otros. En la entrevista que antes mencioné,el autor nos revela que han brotado de una necesidadprofunda, un estado de casi inconciencia, como visio-nes de las que resulta imprescindible deshacerse.

Si esto es cierto, no obstante, el trabajo con la es-critura es tan extremado y tan hermoso a la vez, que nopuedo dejar de pensar que en esta poética, hay tambiénmucho oficio. Una frase acorde excluye la ambigüe-dad total. Ha salvado del naufragio o de la oscuridaduna forma, un orden dentro (o sobre) el desorden, al-gún sentimiento del número y de la belleza, hechos quecontradicen en algo la afirmación del autor.

En esa especie de conflicto entre las visiones y lalucidez de la escritura: de una parte, la palabra, con suantigua tradición racional y nominativa, se aproxima aellas intentando reducirlas a la claridad de la páginaescrita, y de la otra parte y a su vez, adquiere un res-plandor de metal oscuro, que no es el de la razón o nolo es del todo. Al referirse a las atmósferas de pesadillamediatizadas por el arte, inevitablemente mediatizadas,en su artículo sobre la primera novela de Pitol, El tañidode una flauta, observa con acierto Carlos Monsiváis:«su maestría verbal contradice cualquier complacen-cia en el desastre, equilibra con la razón el desfile de lateratología».

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Hace muy poco, al principio de esta nota, señalé elafán y la minuciosidad de Pitol, su diafanidad en larelación con la sucesión temporal, al menos con sugrafía numérica, que siempre consiste en consignar alfinal de sus textos, la fecha en que fueron redactados.

En uno de estos cuentos tiene por igual un persona-je la costumbre de fechar cuanto escribe. Tal vez en elcaso de Segio Pitol no se trata solamente de costum-bre, sino de un acontecimiento más profundo y previoa la costumbre: fijar, en la medida de lo posible, lafluencia asimétrica de la conciencia, dentro de la oscu-ra fluencia temporal. Ponerle marco a esa inagotableoscuridad del enlace de sus anécdotas. Estas visionese imágenes de dos estructuras o de dos cápsulas den-tro de una estructura, que se prestan luces, entablanun diálogo subterráneo. Cuentos libres en su estructu-ra y clásicos, aunque parezca una paradoja, en su esti-lo o ejecución. Mentalidad barroca que se expresa enuna prosa clásica. Hay sin duda la necesidad, en elforcejeo con las visiones, de alcanzar lo que pudierallamarse visualidad. La narración es puntual: escribeel nombre de las ciudades, de las calles, el título y elautor de los libros citados, mundo tangible que de prontose vuelve inasible, como si comenzara a desintegrarse...Sus personajes, y nosotros sus lectores, alcanzan (oalcanzamos) solo vislumbres, imágenes, aproximacio-nes, en eso que Pitol llama en su admirable libro Elarte de la fuga, «la delgada zona que se extiende entrela luz y las tinieblas».

La tesis del carácter doble de la forma del cuento,tesis en la que Ricardo Piglia ha insistido en nuestroidioma, podría convertirse en un método válido de in-terpretación de la aparente discontinuidad de Pitol. Se-gún esta tesis, un cuento siempre narra dos historias.Una en primer plano, la otra en uno más secreto. Relatovisible que esconde un relato secreto, narrado de modoelíptico y fragmentario, y que concluye cuando estahistoria secreta aparece en primer plano. En «Vals deMefisto», la presencia de dos relatos es muy percepti-ble, y el autor trabaja en él dos historias sin resolverlasnunca. La primera, el final y el desencanto de una rela-ción matrimonial entre una pareja de escritores, y lasegunda historia, cargada de un homoerotismo indefi-

nido pero muy agudo, el drama entre un anciano direc-tor de orquesta ya retirado y un pianista, al que haayudado a triunfar. Ahora bien, estas dos historias seprestan luces y se reflejan la una en la otra, hasta elpunto en que la segunda se convierte en la conclusiónde la primera, mediante, como se dice precisamente alprincipio, «una sutura muy enterrada»

Vuelvo al nómada, al trashumante, que era Pitolcuando escribió Nocturno de Bujara. Sus viajes, losabemos, están fechados y registrados por él mismo.Los diversos escenarios se suceden: Praga, París, Var-sovia, Moscú, Venecia, Nueva York, uno tras otro vanpasando. Subía a aviones y trasatlánticos, iba en tren,llevaba un pasaporte y cartas credenciales, sus ropas ymaletas, compraba libros en cada lugar, miraba y oía,probaba comidas exóticas y hablaba idiomas que noeran el suyo, desplazaba su cuerpo incansable.

A estos desplazamientos, diré físicos y tangibles,que también figuran en sus cuentos donde sus persona-jes parece que van a morir por desplazamiento, sucedeun viaje distinto, íntimo y silencioso, sin documentosni transporte, en el que las fronteras se difuminan, pier-den la sucesión cronológica y los acontecimientos seamontonan en un espacio sin límites y se disuelvenentre ellos. Ese viaje es el de la memoria, el viaje delrecordar. Estos cuatro relatos ocurren también en eseespacio de la memoria. Empiezan in medias res, cuandolos sucesos decisivos ya han ocurrido, y si ocurren en elpresente narrativo, serán contados como si se evocaran.Una oscura pradera los convida al asombro nocturnode la memoria, una oscura pradera va pasando: allí venilustres ruinas, ciudades reales y soñadas, paisajes sinnombre, cuerpos del deseo, nombres extraordinarios,callejones de Samarcanda...

Debo llegar al final de esta nota. El primer libro deSergio Pitol que se publica entre nosotros, Nocturnode Bujara, espera por su lector. A ese lector futuro nohe podido más que darle una pequeña muestra de resi-duos de una lectura inquietante. El encanto que produ-jeron en mí estos relatos, y que producirán sin duda enel lector cubano, resulta difícil de comunicar, y aúnmás, de explicar. Pienso que el encanto es una cualidaddeterminante del arte. Sin encanto no hay literatura

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que valga la pena. Pero el encanto elude las explicacio-nes lógicas, el discurso racional: es un efecto que de-terminadas cosas y algunas personas, el arte y la litera-tura valiosos, con cierto misterio inasible, nos producenapenas sin proponérselo. Me parece que no hay quienpueda ser, a propósito, encantador.

Quiero agradecer, finalmente, al amigo Sergio Pitolsu renovado interés por viajar a La Habana, abandonan-do su retiro voluntario de Xalapa. Les recuerdo la con-

fesión que reproduje al comienzo. Después de las seisde la tarde, salvo casos extraordinarios, él no abandonasu casa. Significa que venir a La Habana es para Pitol uncaso extraordinario. Desde los veinte años ha estadoviajando a nuestra ciudad repetidas veces, siendo creoel primer puerto y la primera tierra que conoció al iniciarsu peregrinaje. En Diario de La Pradera, relata estasestancias y su curación en una clínica habanera. Queregrese cada cierto tiempo es honor que nos hace. c

Luisa Valenzuela y Silvia Gil (1992)

Eduardo Galeano en la presentación de su libro Memorias del fuego,Sala Che Guevara, 1989

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Cuando en 1968 Sergio Pitol empezó a escribir Juegos florales noimaginó las dificultades que enfrentaría: «fue una calamidad; pa-recía que estuviese yo pagando una grave culpa que descono-

cía», dice en El mago de Viena. Corrigió el primer manuscrito, lo dejódescansar y luego repitió el proceso una y otra vez. Entre tanto, en1972, apareció El tañido de una flauta, pero ni la seguridad que ganócon esa experiencia le permitió componer Juegos florales. Optó pordestruir el manuscrito y en 1981 publicó Nocturno de Bujara con cua-tro de sus grandes cuentos. El autor exorcizó la condena de la infertili-dad con los cuentos de Moscú, escritos, dice, con inmenso placer. Lasegunda edición de esos relatos que Vila-Matas califica de fundacionalesno llevó el título original sino que adoptó el de Vals de Mefisto, para míel Fausto de Pitol, una obra que no solo acabó con el cerco de Juegosflorales sino que permitió el salto alquímico con el que el autor cambióla coloración y la musicalidad de su escritura. A partir de ese momentose hacen más visibles los enormes contrastes, la teatralidad bufa, elpaso de la locura a la irrisión, de la tierra al aire. «En los cuatro cuentosdel Vals de Mefisto», escribe Pitol

[P]ercibo que la realidad y la imaginación han calmado sus agravios,ambas instancias han cedido su prepotencia, los antónimos se handisuelto. Presencia, fuga, sueño, realidad, soledad, lejanía, solidaridad,textualidad y crónica autobiográfica han podido conjugarse con algunacomodidad.

En Vals de Mefisto Pitol firmó el pacto con la levedad. Nos la habíadado a probar en El tañido de una flauta cuando creó el gran finale

ELIZABETH CORRAL

Los refinamientosde la imaginación

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burlesco para la Falsa Tortuga. (No por nada los fran-ceses, con buen olfato para el carnaval, la tradujeroncomo Las apariciones intermitentes de una falsa tor-tuga). En estos relatos crece el rumor fársico, exage-rado, zumbón, relativo, cambiante, que asumirá el puestoprotagónico en el Tríptico del carnaval. Con los cuen-tos de Vals de Mefisto Pitol experimentó la soltura quelo llevaría a El mago de Viena, en mi opinión una obraaérea. Dice en El viaje que el período vivido en Moscúlo sumergió en una tierra de excéntricos; podemos creerentonces que cuando un excéntrico se sitúa entre lossuyos se engendra la libertad. Los cuatro relatos ru-sos, una de las cimas de su creación, fueron el labora-torio de laberintos y abismos que permitieron a Pitolarmar la más compleja de sus estructuras, la de Juegosflorales, y anunciaron lo que él llama el tercer «aire»de su narrativa.

Desde el inicio de «Nocturno de Bujara» están da-dos los elementos de una atmósfera misteriosa, desaberes ancestrales e inexplicables. Los dos viajes aBujara y Samarcanda descritos en el cuento, uno in-vención del narrador y su amigo Juan Manuel y el otrohecho por el narrador unas dos décadas después, re-crean ambientes que responden a otra lógica, a un uni-verso invadido por encantamientos e instintos profun-dos. Las callejuelas laberínticas y estrechas que se abrenen amplias e inesperadas plazas, los callejones desier-tos de casas sin ventanas y puertas minuciosamentetalladas con la historia familiar, la música islámica es-cuchada a lo lejos, todo contribuye a que el narradorse ubique en el cosmos mágico de Las mil y una no-ches, título cuya simple mención en el texto propalaaromas de lejana extravagancia. Bujara es el centro re-ligioso convertido en emporio comercial de la ruta dela seda, un punto de confluencia de culturas distantesque comerciaban en tianguis complicadísimos, unaBabel con siglos de civilización que el narrador con-trasta con la juventud histórica de Europa. Los turistasalemanes que esperan el mismo vuelo a Samarcandaque él y sus amigos son miembros de una civilizaciónincipiente que mil quinientos años atrás, dice el narra-dor, desgarraba con los dientes la carne de los ciervosque abrigaban sus bosques mientras Bujara existía ya

como polis. Contrapone Oriente con Occidente, lo an-tiguo con lo nuevo, la sabiduría con el conocimiento,la intuición con la razón. Confiesa una afinidad por looriental que se confunde con un anhelo de pertenenciaquizá no del todo justificado. Frente a los alemanes delaeropuerto le

invadió una racha ciega de mal humor. No fue soloque la presencia de extraños mancillara la ciudad; afin de cuentas yo era uno de ellos aunque tratara deafirmarme en la idea de que también los mexicanoséramos en el fondo asiáticos [...].Pero los turistas no son la fuente principal de su

enojo y él lo sabe. Lo que de veras le molesta es norecordar de la noche anterior lo mismo que sus com-pañeros de viaje. El relator, como el de El arte de lafuga, también tiene su «visión», una que, paradójica-mente, logra comunicar mediante el olvido. Junto conKyrim y Dolores, los amigos con los que recorrióBujara, hace al día siguiente el recuento de la boda tra-dicional que presenciaron en la calle. La pareja habladel fuego, de la gran hoguera con reminiscencias deculto a Zoroastro que el narrador no logra recordar yeso le hace sentir que perdió el núcleo de la ceremonia.En cambio es capaz de describir con todo detalle laintensidad de algunas miradas ebrias no solo de alco-hol, el ritmo monocorde de los tambores, el brocadode oro de una túnica, los saltos y cabriolas de losdanzantes, la expresión del novio y la de las mujeresque guardaban a la novia. Puro fragmento inconexo,pura sensación aislada, imágenes clarísimas que sur-gen de la niebla envolvente. Los lectores tenemos en-tonces el sentimiento de que su olvido se relaciona conuna inmersión en los acontecimientos más profundaque la del simple espectador. Podemos imaginar que elnarrador, como los asistentes que describe, tenía losojos brillantes por la excitación colectiva mientras parti-cipaba en trance del encantamiento ritual. En la cap-tura de los detalles –los únicos que ayudan a com-prender lo esencial, dice Márai– el narrador pierde lagran hoguera purificadora pero se hunde en el princi-pio de los tiempos. La intensidad de la vivencia, su

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conciencia de los hechos, yace justamente en los deta-lles asimilados. Como afirma André Chastel, la mayorparte de la vida realmente vivida consiste en detallesminúsculos, en experiencias no comunicadas y a ve-ces incomunicables.

Al hablar con Kyrim y Dolores el narrador recuer-da algo más, una lectura de Jan Kott que Juan Manuelle recomendó años atrás, Breve tratado del erotismo,con la que intenta explicar a sus amigos la naturalezade sus percepciones de la víspera: «En la oscuridad elcuerpo estalla en fragmentos, que se convierten enobjetos separados. Existen por sí mismos. Solo el tactologra que existan para mí... El tacto es invariablemen-te fragmentario: divide las cosas [...]». Vive la cere-monia antigua como el amante el erotismo. La miradamás completa de sus amigos se transforma en él envivencia fragmentaria... Quizá de veras el mexicanotiene algo de asiático.

«Uno, de eso soy consciente, no busca la forma,sino que se abre a ella, la espera, la acepta, la combate.Y entonces, siempre es la forma la que vence», escribePitol en «Soñar la realidad». La forma de «Nocturnode Bujara», como los inextricables barrios que descri-be, es sinuosa y evasiva, precisa para dibujar el efectode imprecisión, de velo que se interpone entre el lectory el texto, un rasgo poético de Pitol particularmenteadecuado para este relato ubicado en el Turquestán. Ala compleja estructura narrativa, historias abismadas yespejeantes con cronologías mezcladas que dan la sen-sación de intemporalidad, se suma la minuciosa elec-ción léxica que imprime a los relatos la atmósfera desu geografía. Zocos, kasbahs, minaretes espigados yhercúleos, princesas circacianas y niños que hacen al-haraca en jardines sembrados de rosales y granados setrenzan con nombres como Kalyan, Samánidas,Samarcanda, y envuelven al lector en una musicalidadparticular.

«¿Existe tal vez un “hechicero de Bujara” en Las mily una noches?», se pregunta el narrador al inicio de lasegunda sección, donde también refiere la visita aMoscú de un teósofo mexicano que afirmaba que Bujaraera uno de los ombligos del universo, esos lugares enque la tierra y el cielo se ponen en contacto: «cuando ala hora del crepúsculo llegué a la ciudad y percibí laconfiguración cóncava de la bóveda celeste llegué asentirme en el centro mismo del planeta». Aliteraciones,cadencias, ritmos moldean la sensación de redondezde la tierra, de imantación del agujero negro, de lugarmágico. El cuento de los amigos mexicanos, una his-toria con inexactitudes y confusiones históricas y geo-gráficas, no desentona porque tienen el cuidado de usarutilería que responde a la imagen que Occidente tienedel Medio Oriente, de un simbolismo que consolida elpoder de la palabra. Es la conjunción de sentidos ysonidos que parece dar cuerpo tangible a lo descrito, lafacultad de la palabra de convertirse en realidad.

En su historia del arte, Daniel Arasse señala la rique-za significativa que surge cuando los detalles se des-vían del sentido general de la obra. Recordé su afirma-ción cuando en «Nocturno de Bujara» leí la palabra«tianguis», disonancia náhuatl que quizá sirva para re-cordarnos que es un mexicano, un extranjero, el rela-tor de este episodio de aires asiáticos en el que cuentacómo en carne propia experimentó la mismísima no-ción de infinito.

Asombra la eficacia poética del principio:

Le decíamos, por ejemplo, que al anochecer el aleteoy el graznido de los cuervos lograba enloquecer a losviajeros... Era necesario ver las ramas de los altoseucaliptos, de los frondosos castaños a punto de des-gajarse, donde se coagulaba aquel torvo espesor deplumas, picos y patas escamosas para descubrir loabsurdo de reducir ciertos fenómenos a cifras. c

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La lucha de Sergio Pitol contra el caos, sus alternativas múltiples yencrucijadas para llegar al texto, no solo es una puesta en abismocomo técnica narrativa, sino como concepto para hallar la forma.

El arte de la fuga (Era, México, 1996) es un libro sobre las rutas dePitol ante lo indescifrable y personal de cada escritura, de la suya, y dela de otros autores con los que ha convivido. La gran tijera del lenguajeno podía separar esas partes: escritura-lectura-vida de un (mosaico)que intenta desprenderlo, ya esté en Varsovia, Xalapa o Roma, ante unamesa de trabajo encuadrada al lado de una ventana (una hoja) tratandode ver un jardín, junto al dilema que trae entre las carpetas con las quetrabaja, apunta, corrige, traduce, y la vida que está pasando afuera (lailusión). ¿Dónde está el texto realmente?, se pregunta. Su labor estásiempre en conflicto de dejar la vida a favor de la escritura o viceversa.Por lo que, la restitución de espacios entre un territorio y otro, logra unaextraña conexión que no puede explicarse por lógica causal o común y,sobre este abismo puede tenderse un puente.

La ruta de la novela por ejemplo, es trazada en un texto dedicado aMargo Glanz, «La marquesa nunca se resignó a quedarse en casa» pero,sacando a ese personaje a través de diferentes épocas hasta el sepulcro,narra qué ocurre con eso de novelar, pues sobrevive y se vigoriza (lanovela, una marquesa más), porque «la verdad es que con ella no hayquien pueda», concluye Pitol, aun cuando la marquesa haya muerto,la novela que inicia esa línea de demarcación, de sangre azul también, lasobrevivirá siempre en su constante peregrinación.

Y la ruta atraviesa la carpintería de su propia novela, El desfile delamor (título tomado de una película de Ernst Lubitsch, de 1929, parauna crónica de familia), entre apuntes de un diario donde nos cuenta las

REINA MARÍA RODRÍGUEZ

Puesta en abismo[...] y ha hecho de ese ejercicio un gozoso juego deescondrijos, una aproximación al arte de la fuga.

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herramientas que usó para su construcción, y apare-cen personajes de un edificio de 1942 donde sucedeun crimen. Nos confiesa que: «como Tolstoi, mis na-rraciones han sido un cuaderno de bitácora que regis-tra mis movimientos». El desfile del amor, Domar a ladivina garza y La vida conyugal, le descubrirían untríptico que sin partir de ninguna concepción previa,dice, revelarían su pasión por lo grotesco y un home-naje a Gogol, Domecq y Gombrowicz.

El arte de la fuga, libro lleno de confesiones y deinquietudes, «su ars poética», pero sin recetas, nosabre sus interrogaciones de autor, por lo que muchaspreguntas no obtienen respuestas, porque son sus pro-pios límites, sus desvelos. Y los datos de cómo fueronesas aliaciones, bosquejos y comentarios sobre otroslibros suyos, existen gracias a él. El dilema de Chejovy el realismo en: Chejov nuestro contemporáneo; suconflicto entre naturaleza y sociedad; la fragmentaciónhasta llegar a la incomunicación, le hacen decir que:«los personajes de Chejov poco a poco enmudecen,las palabras se le congelan, y cuando se ven forzados ahablar coagulan el lenguaje, lo infectan [...]». Así comoel lenguaje es todo para un escritor, nos alerta sobrecómo la palabra se contrae y debilita contagiosamentecon fines o colocaciones oficiales, se paraliza y enmu-dece. Porque, solo hay una manera de vivir sin las tum-bas de los poderes y de las oficinas, intentando resca-tar del olvido, lo que fuimos.

En Roma, María Zambrano, le descubrió a BenitoPérez Galdós, su auténtico maestro. «En su obra des-cubrí» –dice Pitol –«que, como en la de Goya, lacotidianidad y el delirio, lo trágico y lo grotesco notienen por qué ser dos caras diferentes de una moneda[...]». Chejov y Galdós, cuya oposición tienden unpuente hacia él, se juntan en sus extremos. Y me pre-gunto, ¿qué hay de Chejov en Pitol? La narrativa rusa,su fórmula clásica y paródica a la vez, la deceleraciónde la historia, sus detallismos, la teatralidad para salirdel aislamiento de la prisión. ¿Qué hay de Galdós? Elcostumbrismo, historias delirantes para una renova-ción de lo tradicional, la marcha. Y en la sintaxis, esanecesidad de retardo y aceleración a la vez hasta infil-trarse (con ligereza y densidad) en un mundo utópico.

Después de un viaje caótico en el navío alemánMarburg, inscribe en El viaje (Era, México, 2000), suotro viaje como período de vida diplomática en París,Budapest, Moscú y Praga, donde lo aprovecha todo:autores que conoció, lenguas, lecturas, burocracia roja,y nieve de la cual extraer (del subsuelo), la universali-dad. «Si pienso en mi pasado», dice en El mago deViena (2006), «descubro que me he ocupado en traba-jos detestables, pero en su época no lo advertía [...]».Si algo me llamó la atención, desde la traducción suyade los cuentos de Bruno Shulz, a través del cual loconocí en aquella antología del cuento polaco contem-poráneo, fue esa sintaxis hecha con voces, ritmos yjerarquías halladas en su pasión por la literatura deEuropa oriental; estructuras variopintas desafiando es-tereotipos realistas (ni realismo mágico ni realismo so-cialista); la movilidad en sus discursos; y la propia bio-grafía pasando entre historias ficcionadas como pordebajo de un tapete con un color que reivindica a laescritura por encima de todo.

El viaje en verdad no está en Venecia, en caminataso recorridos en el vaporetto. Pasa dentro de la frase deBerenson, de que «el mayor regalo que nos han dadolos venecianos es el color» que está en Tiziano,Tintoretto, Veronese, que Pitol reconoce a su paso porla Galleria, incluso, sin llevar lentes. Está, en el palaciodonde Henry James escribió Los papeles de Aspernque tanto lo influyeron; en el Vendramin donde se alojóWagner; en otro palacio donde Byron vivió; en la cartaque Gombrowicz le enviara, en la cual le pedía la tra-ducción de su diario argentino, petición que le resulta-ra difícil de creer en aquel momento; está, en su deseode tolerancia como una máxima y sobre todas las co-sas, fiel a los enciclopedistas del siglo XVIII, a Voltaire,a Diderot; está, en «su forma pura de hedonismo» a laque se refiere al comenzar El arte de la fuga, ese «es-tar lejos de todo sin renunciar a observar el mundo, aescrutarlo [...]» que es su lujo, su obsesión. Está enlos programas radiales que hizo con Rosario Castella-nos, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, en losque México es un centro a donde siempre regresansus protagonistas y donde el viaje es la búsqueda de ungénero, más que la búsqueda de un fin.

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En Xalapa, donde me instalé en 1993, nació un últi-mo libro: El arte de la fuga, una summa de entu-siasmos y desacralizaciones que a medida que trans-curre se convierte en resta [...]. Fuga como unacomposición a varias voces, escrita en contrapun-to, cuyos elementos esenciales son la variación y elcanon [...]. En una técnica de claroscuro [...]. Abo-lido el entorno mundano que durante varias décadascircundó mi vida, [...] me vi obligado a transfor-marme yo mismo en un personaje casi único [...].¿Qué hacía yo metido en esas páginas?

De vuelta al yo, al yo promiscuo y asesino (por elque se deja asesinar muchas veces), Pitol desgaja supropia comprensión y crítica. Ha vencido al personajede escritor, ese voyeur, ese transeúnte que no quieredetenerse, para convertirse en su propio crítico, desa-fiándolo. Trece años después de haber obtenido unadedicatoria suya al libro, Tiempo cerrado, tiempo abierto,compilación de textos de la Unam sobre él, presentadoen La Habana, lo vi llegar a la azotea con un sombrerode alas anchas, entre la oscuridad y las plantas, de unsimulacro de jardín rodeado por otras azoteas destrui-das o en vísperas de caer y hablar de literatura comosi el mundo de Marina Tsvietaieva nos perteneciera.Porque,

ella inventa, [nos dice], una construcción diferentedel discurso. En su escritura [...] todo se transfor-maba en todo: lo minúsculo, lo jocoso, la discreciónsobre el oficio, sobre lo vivido y soñado, y lo cuentacon un ritmo inesperado no exento de delirio, de ga-lope, que permite a la propia escritura convertirse ensu propia estructura, en su razón de ser [...] tics,extravagancias, [...] fragmentos de conversaciones,[...] donde nada parecería importante, porque todoes literatura [...].

No me decepcionó Pitol (él mismo refiere en Sienarevisitada, cómo desilusionaba a los que esperaban deél estrategias distintas que «quizás ayudaran a redimiral viejo mundo») porque encontré, a ese lector que seconvierte en el propio autor que busca, inhala de otros

mundos, como en El viaje sobre Marina, donde Mari-na es también él. No aspira a cambiar las cosas, de-nunciarlas o redimirlas, sino a succionar de los he-chos, sensaciones, sentimientos, su intimidad, hastaser el otro; hasta arrebatar al tiempo burlonamente, loque se fue. Así hallé a un crítico que se metamorfoseaen el propio autor que desea ser, en su alma; y en eseverdadero vaso comunicante, un amigo, aquel, queconvive con el horror estalinista; con sus andanzas porel Renacimiento, la pintura italiana, las vanguardias;alternando contra el horror, sitios rejuvenecidos, quelo rejuvenecen a la vez por su inmersión en la cultura,no una pátina, sino un personaje vivo, andante, cuyo«uso novelesco de los espacios» mueve con mano tea-tral su vida. Actor, titiritero, mimo, cuando se burla desu propio ceremonial y lo destroza. Después de lograrla obra, es capaz de mostrarnos el garabato, su envés.El escribidor al que se refiere Barthes.

Precisamente, porque su vivir latinoamericano nofue para él un descubrimiento o folclore; victimarismos,mendicidad o lamento, sino la transportación en na-víos cargados de especies, razas, recorridos, encuen-tros y alternancias enriquecidas, Latinoamérica, en suslibros, no se paraliza con arabescos ni cantos salvajes;tampoco con nacionalismos o luchas intestinas o pa-trioteras, sino que detenta enseguida las máscaras, susposes. Despierta su barroquismo, su insinceridad, susafeites. Su ser latinoamericano no lo afrancesó ni ledio tiempo para agarrarse a utopías perdidas, a quejasconvertidas en retórica, sino que optando por la escri-tura como país final, transportó elementos de otra rea-lidad profunda a ella, haciéndola congeniar por encimade épocas y distancias. Tampoco extrapoló el presen-te, esa gran fuga. «Hay que comenzar a reírse de todo,llegar al caos si es necesario [...] que todo el mundoaprenda a reírse de esos monigotes ridículos y sinies-tros que se dirigen a la nación como si por su boca seexpresara la historia, no la viva, eso nunca, sino la queellos han embalsamado [...]». De ahí, que le interesa-ran las historias minúsculas, sorprendentes, arrebata-das por la Historia al silencio.

Por eso, en El arte de la fuga hay un autor que no separapeta en la Historia; que no permite que lo embalsamen,

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para fluir entre sus hilos de espectador, de titiritero, rién-dose de sus peripecias, de sus trampas, equivocacioneso aciertos que confiesa y acepta. Algunos críticos ha-blan de su acercamiento al cómic, a un desafío deliranteante lo real con su manera de quebrantar el lenguaje; porsu inmersión en lo sórdido intentando rescatar la civili-dad perdida, para cerrar con ensayos que son conver-saciones, sobre José Vasconcelos, por ejemplo, hacién-dole homenaje a su «energía redentora», salvando lainsumisión del autor de Ulises criollo: la vida del autorescrita por él mismo. Es siempre, ante todo, un autor quetransita entre otros autores, viéndose a sí mismo en otros;reivindicando al lenguaje para su propio fin en el espejode tantos; reivindicando también al tiempo, mediantecambios de perspectivas con su vista sinóptica.

En su vuelta a México, vemos, cuando regresa de-finitivamente, en páginas del diario de 1994: «Estoyaturdido» dice, «sigo sin comprender qué ocurre enChiapas». Llega en febrero de ese año al escenario delos hechos, para intentar comprender, todo aquello queno aparece en los periódicos ni en la televisión. Y, en lasmanos lleva la novela de Antonio Tabucchi, SostienePereira (novela política), de la que escribió también paraEl arte de la fuga en 1995. Lo que me deslumbra, esesta asociación final entre lo ocurrido en México (la re-belión de Chiapas) y su deseo de estar in situ, leyendo lanovela que le cae en las manos como anillo al dedo.

Le abre, [dice], un Yo, debido a cierto estímulo y mederrota a otro Yo. El libro me estaba predestinado

[...]. Bastaron cuatro días en Chiapas para sacudir-me treinta años o más de encima [...]. Pienso enChiapas y en lo que podía llegar a ser, pienso en losindios que vi detenidos por docenas al lado de losretenes militares [...]. Pienso en que todo eso mere-cería cancelarse. ¿Es mucho pedir acaso?

Con esta petición cierra El arte de la fuga, casi unruego. De vuelta a su obsesión de rescate, de salvamen-to dentro de las trizas; de vuelta al cronista, al ojo quetodo lo va desmenuzando desde arriba. «El mundo a ojode cigüeña», como dijera W.G. Sebald de Nabokov, suhedonismo queda relegado momentáneamente ante esteYo menos displicente, bajo la doble ala del ancho som-brero. Sergio Pitol «vivía ya otra vida», pensaba, esadonde sus seres se complementan por el camino,sobrevolando imágenes de horror y deseo. Casi no per-mitirá a una crítica parásita que lo manosee, porque hadejado rastros de un sentimiento de renuncia y constan-te movimiento de retorno que no persigue un fin, culmi-nación, sino el proceso con el que pinta el mundo, sufase transitoria y siempre amenazada, como dijera unacarta de Sikong Tu en el siglo IX, punto de partida deuna tradición crítica donde la propia crítica es literaturaa la vez: «[...] que sea próxima sin ser superficial, y seexpanda a lo lejos sin límite: solo entonces se puedehablar de excelencia más allá de la resonancia». Soloasí, creo, logra Pitol la transformación infinita.

Azotea, 16 de noviembre de 2008 c

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1. Contrapunto

Citando a Gliksohn, se puede decir que «la reflexión sobre la belleza ytoda la historia de la estética demuestran que se puede reducir a laliteratura y a las artes a principios comunes. Pero la literatura ocupa

un lugar especial en la formación del pensamiento estético». Conformea esta premisa, la obra de Sergio Pitol es un texto que entreteje diversasdisciplinas y en la que no es en absoluto ajena la música, tanto de formaintertextual como incluso a niveles estructurales. Muchas veces su con-cepto de escritura es parecido a El arte de la fuga de Johann SebastianBach, compuesta entre 1738 y 1742. El arte de la fuga, inconclusa,abierta, podría pensarse adecuada a la naturaleza de la fuga en sí. Pitol,a lo largo de toda su obra, recurre al intercambio de voces sugiriendoque si una obra de arte empieza, al combinarse con otras voces, noacabará ni se agotará jamás. Este principio fue utilizado como nociónpor el compositor y arquitecto griego Iannis Xenakis, contemporáneode Pitol e igualmente ambicioso en su deseo de alimentar todas las dis-ciplinas artísticas y la ciencia en un solo crisol. La síntesis estocásticadinámica a través de funciones matemáticas no lineales, fue lo que dioorigen a la idea del glisando perpetuo, una sobreimposición de planosfísicos traslapados uno sobre otro para crear una superficie sonora oarquitectónica perpetua, empleado tanto en su pieza musical Metastasis(1953-1954) como en la estructura del Pabellón de Bruselas para laFeria Internacional de 1958 en colaboración con Le Corbusier. De lamisma forma, en el relato «Vals de Mefisto», Pitol avisa que el Palau de

TRYNO MALDONADO

Música concreta: el sonidoen los cuentos de Sergio Pitol

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la Música de Barcelona, de orgánico estilo art noveau,no es más que una extensión estructural de la mismamúsica que en él se interpreta, «prolongación o, mejordicho, revivificación de un instante a través de la mú-sica».

La ciencia que amaba Xenakis le sirvió por su parte aeste como guía infalible a su intuición, tanto en la músi-ca como en la arquitectura. En esa confluencia podríaresumirse también la naturaleza del espíritu de una obray una prosa híbrida y abierta como la del propio SergioPitol, en la que se entretejen, se bifurcan y se corres-ponden sistemas de intrincados rizomas. A nivel formal,la injerencia de las técnicas compositivas de la fugapermearon el discturso de Pitol. El ejemplo más claroes el relato «Asimetría», donde una misma voz se des-dobla para convertirse en dos líneas melódicas hori-zontales independientes, pero que se contrapuntean yvuelven a mezclarse mutuamente a través del recursográfico de la ruptura de las cajas tipográficas, tal comosi se tratara de pasajes fugados de Bach.

La visión de Sergio Pitol que contempla la vida y elarte desde una perspectiva integral a través de la lite-ratura, nos muestra un modelo interdisciplinario que res-ponde al deseo totalizante de la cultura contemporánea.

El arte de la fuga, por poner el mejor ejemplo, enpalabras de Pitol

es una summa de entusiasmos y desacralizacionesque en el transcurso se convierte en una resta. Losmanuales clásicos de música definen la fuga comouna composición a varias voces, escrita en contra-punto, cuyos elementos esenciales son la variacióny el canon, es decir la posibilidad de establecer unaforma mecida entre la aventura y el orden, el instin-to y la matemática, la gavota y el mambo. En unatécnica de claroscuro, los distintos textos se con-templan, potencian y deconstruyen a cada momen-to, puesto que el propósito final es una relativizaciónde todas las instancias. Abolido el entorno mundanoque durante varias décadas circundó mi vida, desa-parecidos de mi visión los escenarios y los persona-jes que por años me sugirieron el elenco que pueblamis novelas, me vi obligado a transformarme yo

mismo en un personaje casi único, lo que tuvo mu-cho de placentero pero también de perturbador. ¿Quéhacía yo metido en esas páginas? Como siempre laaparición de una Forma resolvió a su modo las con-tradicciones inherentes a una Fuga.

2. Música concreta y noción de masasonora en «Victorio Ferri cuenta un cuento»

La música concreta es un tipo de organización del so-nido que se originó en las experiencias del compositorPierre Schaeffer en los estudios de grabación de la radio-difusión francesa en 1948. La música concreta consisteen grabar o generar en cinta magnetofónica, sintetiza-dor o en computadora, sonidos musicales, no musica-les y ruidos concretos, como golpes, gritos, ruido demotores, canto de pájaros, ladridos, mugidos, entreotros, a los que se les llama «objetos sonoros». Estasgrabaciones son seleccionadas, manipuladas electrónica-mente con filtros, reverberación, delay o eco, entre otrastécnicas, y finalmente combinadas, pegando fragmen-tos de cinta magnetofónica o pegando archivos de audio,que forman una especie de montaje sonoro-musical.El compositor trabaja solo con sonido grabado y laobra final únicamente existe como una grabación encinta o como un archivo de audio digital. Luego sereproduce por medios electroacústicos, como repro-ductores de cinta, amplificador y altavoces.

Victorio Ferri, el protagonista del primer cuento deSergio Pitol, se encuentra postrado en la cama por laenfermedad y, ante los indicios de lo que sabremosmás tarde una vuelta de tuerca fantasmal, siente súbi-tamente agudizados sus sentidos. Pero es en especialel sentido auditivo, quizá solo precedido por el táctil, elque resiente su anhelo de asirse al mundo de algunamanera, de volverse una especie de voyeur que debeconformarse no con mirar acechante, sino con apre-hender al vuelo el mínimo indicio sonoro que, dada lafrustración de su inmovilidad, le traiga el viento desdetodos los puntos de la hacienda que señorea su padre.Liberar los sentidos, volverse un fantasma, un diquesensorial por el que el mundo se tamiza. Sonidos con-cretos, colecciones enteras de música concreta en su

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cabeza. De pronto, los murmullos de toda la comarca,los cuchicheos de los peones, los sonidos de los ani-males, el chirrear de los insectos, el ruido del vientomeciendo la yerba y las copas de los árboles, se ampli-fican y se traslapan unos sobre otros para crear unvelo sonoro que lo envuelve y todo se trasmina en lamisma prosa del relato.

Dentro del lenguaje musical de finales de los años50 y principios de los 60 (recordemos que VictorioFerri fue escrito en 1957), los compositores académi-cos de avanzada comenzaron a utilizar una nociónnovedosa promovida sobre todo por Iannis Xenakis:las «masas sonoras», inspirado a su vez por el con-cepto de entropía de Boltzmann o de Shannon. Unaperspectiva distinta y renovadora de la música. Lasreglas del serialismo tan sofisticado ya solo se seguíanen el papel: lo que el oído percibía, tal como noche anoche percibía el oído de Victorio Ferri, eran texturascompletas. También conocidas como «masas de soni-do», y en contraste con las texturas musicales mástradicionales, la composición de masa de sonido o masasonora minimiza la importancia de las notas individua-les para preferir la textura, el timbre y la dinámica comoformas primarias de gestos e impacto. Desarrolladas apartir de los modernistas clústers y extendidas a la es-critura orquestal de esa época, la masa sonora difuminala frontera entre el sonido y el ruido.

«Solo yo que soy conocido de los perros, de loscaballos, de los animales domésticos, puedo acercar-me a las chozas a escuchar lo que el peonaje murmurasin obtener el ladrido, el cacareo o el relincho con quetales animales denunciarían a cualquier otro», diceVictorio Ferri anclado a una cama, anhelante de susantiguas correrías.

Como Proust, Sergio Pitol sabe que todo viaje dedescubrimiento no consiste en buscar nuevos horizon-tes, sino en percibirlos con nuevos ojos, con nuevosoídos. Victorio Ferri, como el narrador de En buscadel tiempo perdido, elabora un mapa sensorial vastísimosobre su pasado inmediato desde la inacción, como unfantasma de Henry James. Pero no es una magdalenay la sutil gama de sabores lo que incita el disparo sen-sorial en Victorio Ferri, ni la memoria prodigiosa como

en el Funes de Borges. Victorio rememora el placerinsano que le causa a su padre, que describe como «elDemonio», azotar a los peones y contemplar la sangremanando de las heridas. En su cabeza lo que resuenason las risotadas de los mil diablos, el choque del fusteabriéndose paso sobre la endeble piel humana, el resta-llido del látigo y los relinchos lascivos de las yeguas.La narración, además, hace un marcado pivoteo sobreun leitmotiv sonoro que le da dimensión y vida al mons-truo: el sonido diabólico de la risa del padre de VictorioFerri, la risa sonora del Demonio, la risa estentórea delAzote, la carcajada atronadora del Fuego y del Castigo:

Cuando [mi padre] los hace golpear y contempla lasangre que mana de sus espaldas laceradas muestralos dientes con expresión de júbilo. Es el único en lahacienda que saber reír así, aunque también yo es-toy aprendiendo a hacerlo. Mi risa se está volviendode tal manera atroz que las mujeres al oírla sepersignan.

Esto es: los sonidos producidos por el dolor, lossonidos provocados por el parto de los animales comovindicación de la vida, son los que marcan la narracióndel joven Ferri desde la suciedad y perennidad de sussábanas.

Cuando desperté, la noche había cerrado. Dentrode la choza se oía el suave ronroneo de voces pre-surosas y confiadas. Pegué el oído a una ranura yfue entonces cuando por primera vez me enteré delas consejas que sobre mi casa corrían. Cuando re-produje la conversación mi servicio fue premiado.Parece ser que mi padre se sintió halagado alrevelársele que yo, contra todo lo que esperaba, podíallegar a serle útil.

Victorio Ferri, con Sergio Pitol, bien podría aseve-rar lo siguiente en unas líneas escritas por él mismo:

Un novelista es alguien que oye voces a través delas voces. Se mete en la cama y de pronto esasvoces lo obligan a levantarse, a buscar una hoja de

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papel y escribir tres o cuatro líneas, o tan solo unpar de adjetivos o el nombre de una planta. Esascaracterísticas, y unas cuantas más, hacen que suvida mantenga una notable semejanza con la de losdementes, lo que para nada lo angustia; agradece,por el contrario, a las Musas, el haberle trasmitidoesas voces sin las cuales se sentiría perdido. Conellas va trazando el mapa de su vida. Sabe que cuan-do ya no pueda hacerlo le llegará la muerte, no ladefinitiva, sino la muerte en vida, el silencio [...].

En el lapso de tres años dentro del relato, VictorioFerri estrecha un lazo con su padre, al que se ha unidode forma tácita bajo un sistema de recompensas, eloído del joven Victorio se va aguzando cada vez más, ala par de sus habilidades para el acecho noctívago, talcomo las bestias salvajes que cifran su supervivenciaen las percepciones auditivas y olfativas, o como cier-ta clase de arquetipos de hombre salvaje que debe afi-nar sus dotes de cazador para no desfallecer en unmedio hostil.

Mi oído se ha vuelto tan fino como lo puede ser elde una nutria; camino tan sigilosa, tan, si se puededecir, aladamente, que una ardilla envidiaría mis pa-sos; puedo tenderme en los tejados de los jacales ypermanecer allí durante larguísimos ratos hasta queescucho las frases que más tarde repetirá mi boca.He logrado oler a los que van a hablar. Puedo decir,con soberbia, que mis noches rara vez resultan bal-días, pues por sus miradas, por la forma en que suboca se estremece, por un cierto temblor que perci-bo en sus músculos, por un aroma que emana desus cuerpos, identifico a los que una última ver-güenza, o un rescoldo de dignidad, de rencor, dedesesperanza, arrastrarán por la noche a las confi-dencias, a las confesiones, a la murmuración. Heconseguido que nadie me descubra en estos tresaños; que se atribuya a satánicos poderes la facul-tad que mi padre tiene de conocer sus palabras ycastigarlas en la debida forma. En su ingenuidad lle-gan a creer que ésa es una de las atribuciones del

demonio. Yo me río. Mi certeza de que él es el dia-blo proviene de razones más profundas.

3. El silencio como herramienta discursiva

Como el compositor John Cage cuando experimentó elencierro en una cámara anecoica y, hundido en el másabsoluto silencio pudo escuchar los latidos de su sangrecomo un torrente fragoroso, así Sergio Pitol nos obligaa escuchar nuestro flujo sanguíneo, aislándonos por com-pleto del ruido mundanal entre sus páginas. Ante la es-tridencia, el silencio. El silencio en la música es tan va-lioso como grande es el riesgo de emplearlo. Hay pocasreferencias de mayor estimación de este elemento quelas variaciones sobre el silencio de Miles Davis, queafirmaba: «Yo no toco lo que está, yo toco lo que noestá», o el tratado y la obra de John Cage (Silence y4’33’’). Y es que, paradójicamente, el silencio implicapor fuerza musicalidad. En música y en literatura po-cos son los Maestros del Silencio: Chéjov, Kafka, tancaros a Sergio Pitol. Pocos los que se aventuran a unaempresa tan arriesgada. El silencio no es abismo. Elsilencio no es vacío. El silencio es el detenerse a escu-char el universo, como hacía Victorio Ferri postrado enla cama por la enfermedad. El silencio es también unaherramienta discursiva frecuente dentro de una paletabien temperada, como la del autor que aquí nos ocupa.El uso del silencio implica, por tanto, una musicalidadnotable, un oído educado y una sensibilidad refinada.Bien utilizado, el silencio logra ser aun más elocuenteque una ópera épica o un legajo inmenso de páginas. Laprosa de Sergio Pitol, de fuelle y largo aliento, sabe sinembargo emplear el silencio como herramienta, y es,en sus cuentos, donde la utiliza con mayor destreza ymaestría. Allí su virtud, en saber contenerse, saber ocul-tar, saber insinuar, abrir el misterio. Los cuentos deSergio Pitol reconocen en el silencio la horma sólida desu voz, el molde de su materia narrativa. Su sustento,jamás vacío. El modelo, la materia prima de su obracuentística, por ende, es inmensa, nunca mínima: laexperiencia vital toda. Sobre el uso del silencio en suprosa, el mismo Pitol aseveraba lo siguiente:

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En una carta a Suvorin, su editor, [Chéjov] le dice:«Cuando escribo confío plenamente en que el lec-tor añadirá los elementos subjetivos que faltan enmis cuentos». En mis primeros cuentos, aun antesde leer a Chéjov, y hasta en los recientes, he dejadoespacios vacíos para facilitarle al lector elegir algu-na de las varias opciones de colmarlos.

La relación intertextual y estructural de Sergio Pitolcon los sonidos, con la música, en fin, podrían cifrar-

se en un párrafo dicho en voz de uno de los personajesdel relato «Asimetría» que hace referencia a la ópera:

En la ópera el lenguaje ideal al que todos aspiramosse potencia con la música. Claro que es necesariocierto grado de pureza, tanto del autor para crear laforma como del espectador para integrarse a ella.¿Creerá usted, Ricardo, que hay un momento enque después de oír una fuga de Bach ya soy esaforma? Sí, se lo aseguro, yo-soy-la-fuga. c

Gonzalo Rojas en el Premio Casa 2008

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12 de mayo, 2004, martes

Ayer al mediodía me interné en el Centro Internacional de Salud LaPradera, a media hora de La Habana; por la tarde exámenes yvisita a los doctores. Hablaron del tratamiento al que me somete-

ré: todas las mañanas me extraerán sangre, la enriquecerán con ozonoen un recipiente al alto vacío y la devolverán al organismo por la mismavena. Esa operación no demorará más de una hora. Tendré pues todo eldía para descansar, leer, hacer ejercicio en un inmenso jardín, y recapa-citar sobre mis males y sus posibles remedios. Estoy atrasado en todosmis trabajos; procuraré escribir y leer con entera tranquilidad. [...]

17 de mayo

Llevo cinco días instalado. Los jardines y palmares cubren una superfi-cie de varias hectáreas. Los pacientes son extranjeros, la mayoría vene-zolanos. Hay un amplísimo hotel, varios restaurantes; en uno pequeño,El Rocío, comemos algunos mexicanos, canadienses, una señora pana-meña. Paz Cervantes ha venido a curarse de un enfisema, llegamos porinstrucciones del doctor Jorge Suárez, nuestro homeópata en Xalapa,para terminar un tratamiento de ozono que iniciamos con él; por lo quenos han dicho, la clínica de ozono de La Pradera es uno de los pocoslugares del mundo en que esa técnica se aplica. Todas las mañanas,incluso el sábado y el domingo, vamos a la clínica. La enfermera esnotable, pero hay días en que la curación se vuelve ardua y toma muchotiempo. Mis venas desaparecen paulatinamente, la extracción de la san-gre y sobre todo la reincorporación de ella al organismo tiene sus difi-cultades. Además de asistir a la clínica, Paz y yo vamos juntos a comer

SERGIO PITOL

Diario de La Pradera(fragmentos)(fragmentos)(fragmentos)(fragmentos)(fragmentos)

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y luego hacemos un paseo de media hora o una hora enel jardín. El tiempo restante lo dedico a leer, a escribirestas notas y a descansar. En los primeros momentos enLa Pradera me sentí Hans Castorp llevando una vida deexámenes médicos y curaciones en un lugar aislado delmundo. Al instante me desdigo, nuestras circunstanciasson totalmente diferentes: su hospital se hallaba en unamontaña ceñida eternamente por la nieve; aquí, en mispa caribeño, estoy rodeado de toda clase de palmas, debugambilias y plantas tropicales, y el calor es abruma-dor. Pero lo que radicalmente nos separa es una educa-ción distinta, el idioma, la cultura, los mitos antagóni-cos. Castorp llegaba a su montaña mágica algo así comoa los veinte años, y yo me matriculé en La Pradera a lossetenta y uno. A Hans Castorp le interesa todo, tiene lavida por delante, o así lo cree, hace amistades con faci-lidad, le entusiasma escuchar las polémicas entre Naftay Settembrini, y ha conocido por primera vez el amorcon una mujer fascinante, y yo aquí a las orillas de LaHabana solo saludo a uno que otro paciente, eso sí muycorrectamente, pero eludo las charlas con que casi to-dos tratan de matar un tiempo que para ellos les parecevacío y que yo disfruto intensamente en mi habitación.Esta anchura de tiempo me permite hacer ejercicios,descansar voluptuosamente en mi cuarto donde leo ho-ras y horas y horas como hacía tiempo que no habíapodido hacerlo. Cuando viajo llevo más de una docenade libros para tener varias opciones de lectura. Llegué aLa Pradera con varios clásicos españoles: Cervantes,Tirso de Molina y Lope de Vega, algunas novelas dejóvenes mexicanos que conozco poco: Toscana,Fadanelli, Montiel y González Suárez, dos novelas deSándor Márai, el último libro de Tito Monterroso: Lite-ratura y vida, los diarios de Gombrowicz, una novelapolicial del suizo Friedrich Glauser: El reino de Matto,la única suya que me falta leer, y un excelente e incisivolibro de ensayos de Gianni Celati: Finzioni occidental.

Me he propuesto visitar La Habana solo los sábadosy domingos, después de salir de la clínica. Anteayerfue nuestro primer sábado; fui con Paz al Museo deBellas Artes a ver la soberbia colección de Wifredo Lam,pasamos al Hotel Meliá a comprar El País, recorrimosel corazón de La Habana, y en los puestos de libros

encontré algunas maravillas: la poesía completa deGastón Baquero y la de Emilio Ballagas, la obra narra-tiva casi completa de Lino Novás Calvo, que me entu-siasmó en mi juventud y una edición mexicana, que enlas librerías de México nunca vi, de ese libro conside-rado maldito durante muchos años, Hombres sin mu-jer, de Carlos Montenegro, que César Aira comparacon el más provocativo Genet en su Diccionario deautores latinoamericanos. La Habana Vieja es un pro-digio, añade al cosmopolitismo turístico la fuerza po-pular del Caribe. Pululan los músicos por todas partes.Cuando conocí La Habana por primera vez los turistasllegaban de los Estados Unidos; hoy los que hablaninglés en las plazas y en los restaurantes son canadien-ses; pero también se oye el francés, el italiano, el ale-mán y en abundancia el español de España. El lenguajede los negros y mulatos me resulta casi ininteligible, unpapiamento extraordinariamente melodioso, como ex-traído de poemas del primer Guillén, de Ballagas y delos cuentos de Lydia Cabrera. Podría ser que en misprimeras visitas a Cuba, antes de la Revolución, losmulatos no circulaban por las calles de La Habana Vie-ja en tal cantidad, o que en esos tiempos se esforzaranpor hablar con un español regular, de acento cubano,para no ser despreciados por los blancos, o tal vez quemi memoria retuviera otros aspectos para mí más atrac-tivos que la manera del habla popular.

De pronto me vi frente al Floridita, el bar dondeHemingway, ya se sabe, pasaba a tomar sus daiquiríes alllegar a La Habana; a su lado está La Zaragozana, el mejorrestaurante de Cuba y uno de los más antiguos de la ciu-dad, abierto a mediados del XIX. Entré allí como convoca-do a descifrar una parte de mi pasado, a jugar al acusado,al fiscal y al juez en una misma persona. La decoración deLa Zaragozana a la que entré el sábado me era desconoci-da. Me parece que en la primera vez su arquitectura inte-rior era igual al estilo de los años 30 o 40 con un eco deAlvar Aalto, el finlandés, o aun de Adolf Loos, el austriaco.Pero no confío en mi memoria, por eso estoy encerradoen La Pradera. Ahora, las paredes del restaurante estánpintadas con fachadas de viejas fondas españolas y esome desconcertó; en cambio, los muebles, los uniformesy el estilo de servir de los meseros tenían todo el gusto del

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pasado, como en las mejores películas de Lubitsch. Lacocina de La Zaragozana mantiene el nivel altísimo desiempre. «¿Cuándo viniste aquí la primera vez?», me pre-guntó Paz. Hice la cuenta y me quedé petrificado: ¡cin-cuenta y dos años! Debió de ser en los finales de febreroo los primeros días de marzo de 1952. Era yo un jovenque estaba por cumplir los dieciocho años, lo recuerdobien porque tuve que salir de México con la aprobaciónde un tutor.

Un grupo de compañeros de la Universidad había-mos planeado un viaje suramericano para las vacacio-nes. Nuestro proyecto era cruzar horizontalmente lospaíses andinos. No sé si por emular un viaje notable,tal vez el de Orellana. Saldríamos de Veracruz, en unbarco de la línea marítima italiana. Llegaríamos a LaGuaira, de inmediato subiríamos a Caracas y de allíatravesaríamos aceleradamente Colombia, Ecuador yPerú, de donde navegaríamos por el Pacífico hasta lle-gar a Manzanillo. Conseguí el dinero con mis familia-res; solo obtener el pasaporte tuvo complicaciones; lamayoría de edad se lograba entonces hasta los veintiúnaños. Yo era huérfano, de manera que mi tutor tendríaque otorgarme el permiso para salir al extranjero, peromi tío vivía en Córdoba y no podía viajar a la capital;tuve que hacer trámites bastante complicados para quemi tía Elena Pitol se convirtiera en mi tutora y se pre-sentara conmigo en Relaciones Exteriores. Cuandoestuvimos ante un funcionario ella contó anécdotasabsurdas de mis enfermedades y mis caprichos de niño,lo que me sacó de quicio. Ya en el último mes, uno poruno los compañeros fueron desistiendo del viaje, algu-nos por falta de dinero, otros por enfermedad y acci-dentes repentinos, otros más decían que ese viaje seríaun desastre, era la época de las peores tormentas en elAtlántico y viajar en barco significaría internarse en uninfierno. Alguien propuso que mejor fuéramos unosdías a Guatemala, otro a San Antonio, Texas, otro mása Pachuca, donde las barbacoas eran de primera. Enfin, solo yo emprendí el viaje. Había perdido variosdías debido a los trámites de la tutoría y el pasaporte.Al llegar a la aduana de Veracruz, entre un chubasco yun ventarrón terribles, me dieron una noticia fatal: elFrancesco Morossini había partido unas cuantas horas

antes. El representante de la línea italiana en Veracruzme dijo que la tormenta estaba ya entrando y el barcocorría peligro anclado en el muelle, por eso tuvo quesalir rumbo a Nueva Orleans, la primera escala del via-je. No pudieron esperarse por las únicas dos personasque faltaban. Yo y un italiano anciano con tipo de en-fermo fuimos los pasajeros que se quedaron en tierra,pero cuando el representante vio mi boleto y se enteróde que iba a Venezuela, me dijo que habría posibilidad dealcanzar al Francesco Morossini en La Habana. Otroempleado añadió que al día siguiente saldría hacia Cubaun barco de carga brasileño que la empresa manejaba.«Si se atreve a viajar en ese carguero que no tiene ningu-na comodidad podría alcanzar al Morossini. El pasajecorre por la empresa. ¿Le conviene?», me preguntó.«Claro que me conviene», exclamé con entusiasmo. Encambio el anciano no aceptó. Gritó que iba a enjuiciar ala empresa naviera y a los aduaneros y luego comenzóa llorar.

¡Qué laberinto tan complicado para llegar a LaZaragozana de 1952! Me pasma el joven que he sido.Me resulta difícil creer que aquel joven fuese el ancianoque con esfuerzo recuerda un capítulo tan lejano de suvida. Me es más fácil establecer una distancia para con-tar sus hazañas en La Habana; escribiré como si yo nofuera el otro. El carguero brasileño llegó a La Habanados días después, al anochecer; la aduana y los servi-cios del puerto ya habían cerrado. Aquel joven ve laciudad desde lejos fascinado ante ese panorama prodi-gioso; permanece un rato más en la cubierta contem-plando cómo el crepúsculo arropaba a la ciudad. Derepente, casi instantáneamente, cae la noche y en esemismo momento un repentino manto de luces surge delsuelo. La ciudad se ha iluminado violentamente y subelleza se potencia. De pronto llega un bote de motor yse acerca al casco del barco; de la cubierta alguien tirauna escalera de cuerdas por donde inmediatamente su-ben los representantes en Cuba de la compañía maríti-ma a la que pertenecía el Francesco Morossini, subenalgunos empleados de sanidad y aduana. Alguien voceasu nombre y él se presenta ante los oficiales. Le dicenque suba al bote y que vuelva mañana muy temprano ala aduana para recoger su maleta. La empresa se ocupará

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de su alojamiento hasta que llegue el barco. Le entregasu pasaporte a un funcionario, se lo devolverán al díasiguiente. Un marinero italiano le hace bromas por haberperdido el barco, y le sugiere burlonamente que estéalerta para no quedarse de nuevo en tierra cuando elFrancesco Morossini salga de Cuba.

Ahora, cincuenta y dos años después, paseando porlas calles de esta ciudad voy encontrando algunas hue-llas de esa estadía, algunos jirones de memoria comien-zan a activarse, pero otros se resisten a salir a flote.No recordaba por ejemplo dónde durmió durante esosdías, pero sí que de día y de noche recorría la ciudad,tanto las partes más reposadas como las más estrepi-tosas, y en esas andanzas comparaba la ciudad deMéxico con aquella que estaba descubriendo, y enton-ces la suya le parecía un inmenso monasterio habitadopor una multitud de monjes trapenses, un desierto, unsilencio infinito, una correcta grisura; en cambio, enla otra encontraba un vértigo, una borrasca, un edén, laapoteosis del cuerpo, la gloria total.

La primera noche el marinero italiano y dos jóvenescubanos, empleados de la empresa, lo invitaron a pasearpor La Habana. Recorrieron toda clase de bares, llega-ron al Barrio Chino, entraron en un trepidante cabaretcon espectáculos de una procacidad tan desmesuradaque jamás hubiera concebido: El Shangai. El marinerocomenzó a condolerse de que no podía hacer nada delo que se debía allí, se había quedado una semana enLa Habana porque le habían pegado una asquerosapurgación y le habían brotado unas burbujas rojizasbastante sospechosas en el pecho; el doctor le curócon pomadas esas ronchas y le aseguró que no erandemasiado peligrosas y que también que la purgaciónque al principio fue torrencial estaba comenzando asecar; maldecía a una pasajera, una compatriota suyade mierda con quien se acostó varias veces en el viaje,también frecuentada por otros marineros y algunospasajeros porque tenía una furia en el mono que no lacolmaba nadie; tenía que ser cauteloso, decía, para noreincidir, porque eso sí podría ser peligroso. Decía atoda voz que era un martirio recorrer esos lugares queeran los que más le gustaban, y saludaba a todo elmundo, dándole noticias a quien lo quisiera oír de que

su pene comenzaba a reponerse, por lo menos ya se leparaba, pero debía ser cuidadoso, repetía, extremada-mente cuidadoso para evitar que esa porquería se levolviera crónica. Decía también que durante siete añoshabía hecho la misma ruta y que de todos los puertossu preferido era La Habana, especialmente por poderrecorrer el barrio de los chinos y oír a los músicos ysingar con las mulatas. Acababa de cumplir veintiochoaños y maldecía al diablo por darle ese golpe en la ver-ga como regalo. Al joven mexicano tanta oratoria yreiteración de los males venéreos del marino, los ges-tos extremados, los ademanes victoriosos, le parecíandemasiado teatrales, una ostentosa celebración de virili-dad, una presentación al mundo de medallas y trofeos. Elmarino, como los jóvenes empleados de la empresa,conocía y saludaba a mucha gente. Algunos peatonesse acercaban para conversar con el enfermo, le pre-guntaban cómo iba su caso, ¿se estaba aliviando?, ¿to-davía le seguía saliendo la pus del caso?, a lo que elmarino corregía: «¡Qué caso ni qué caso, lo que tengoen las verijas es un cazzo, en italiano se pronuncia catzo,¿se les antoja verlo?», algunos le recomendaban un re-medio casero mejor que el otro: ungüentos, infusiones,semillas molidas, humo de hojas de tabaco, vinagres,pedos de una santera, baba de sapo; las mujeres le ha-cían bromas pesadas: «¡Lástima del nené que no vol-verá a levantarse!», y sonreían malignamente. Las cor-tinas que cubrían las puertas de los alrededores delShangai estaban hechas con hilos compactos de cara-coles minúsculos y bisutería barata; uno las hacía delado con la mano y en el interior aparecían salones dejuego o fumaderos de opio. La música lo cubría todo,cantantes de ambos sexos, de todas las edades, mula-tos vestidos de colores brillantes intensísimos, al igualque los instrumentistas que los rodeaban tanto en losbares como en la calle.

El joven estaba feliz, jamás había sentido tan intensacomunicación con sus sentidos, con su piel, sobre todosu cuerpo. Estaba extasiado, vivía como en un sueñodel que jamás quería desprenderse.

Al día siguiente, hacia el mediodía, sin haberse ba-ñado, ni cambiado de ropa, maloliente, con una jaque-ca atroz, sin saber bien dónde había dormido, solo que

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era un edificio de varios pisos no muy lejos del BarrioChino, caminó hasta la avenida central y al ver a la luzdel sol los lugares frecuentados la noche anterior, con-cluyó que en efecto había soñado todo. La calle eraabsolutamente otra, llena de lavanderías y pequeñoscomercios de comida oriental para llevar a domicilio.Llegó al Shangai, que desde luego estaba cerrado, y lepreguntó a un transeúnte a qué hora abría ese local; elotro quiso saber de dónde era y el joven contestó, cla-ro, que de México, y añadió que acababa de llegar a LaHabana. El cubano se echó una carcajada: «¿Así que elmexicanito quiere conocer El Shangai, eh? Apenas lle-gaste y ya preguntas por el lugar, ¿no es cierto? Estose abre en la noche hacia las diez, pero las horas bue-nas comienzan después de la medianoche y se cierrahasta la salida del sol. Mira, lo que sí no vengas solo ytrae poco dinero, porque en estos rumbos hay gentemuy peligrosa, muy, pero muy peligrosa. Así que yasabes...». El joven se alarmó, bajó la vista y advirtió quellevaba unos zapatos que no eran los suyos, y se quedóestupefacto. Se metió la mano al bolsillo derecho delpantalón, palpó la cartera, pero no quiso sacarla en lacalle, se acercó a un policía y preguntó por dónde podíallegar al puerto, la compañía marítima estaba frente a él,echó a correr, fue preguntando a la gente, estaba segurode que le habían robado el dinero; la cartera la tenía,pero alguien podía haberla sacado, retirar los dólares ylos cheques de viajero, y meterla de nuevo al bolsillo;tenía ganas de vomitar, le dolía el estómago, tenía lacamisa empapada de sudor, corría con la mano derechaasida de la cartera, ni siquiera se atrevió a entrar en unW.C. de algún café. El dolor de cabeza era enloquece-dor. Durante la carrera intentaba saber qué había pasadoen la noche, desde luego recordó el despertar y la rápidadespedida de la mañana, pero no lograba saber a quéhora se perdieron sus compañeros. De pronto extraíajirones confusos de bares, de mujeres cantando y entra-das y salidas de taxis; a veces se veía solo, otras hablan-do con grupos que lo abrazaban y lo hacían reír a carca-jadas, en todos los lugares estaban los músicos, lascantantes, la rumba, el bolero...

En la oficina se fue directamente a los servicios sa-nitarios, cerró la puerta, contó el dinero, estaba com-

pleto. Juró no repetir una correría nocturna como lade ayer, tendría que ser responsable, ¿a quién podríarecurrir si se le acabara el dinero o si lo perdiera en elcamino? Uno de los empleados con quien había reco-rrido los bajos fondos le estaba esperando en su ofici-na; lo trató con sequedad, más bien con grosería. Leentregó el pasaporte, que había dejado en custodia enla oficina, le increpó por llegar tan tarde, lo había cita-do a las nueve para hacer los trámites en la aduana yrecoger su maleta, y ya era más de las doce. Cuandollegó a la aduana un oficial de mal talante también loreprendió; le recordó que por un favor especial a laempresa habían permitido que saliera del barco la no-che de ayer con la condición de que se presentara allí ala primera hora de la mañana para sellar su pasaporte ypasar la aduana. El joven que anoche había sido tanamable repitió sus insultos, esa vez frente a los adua-neros y otros empleados con una violencia desmedida.Después de eso ya no se volvieron a ver sino hasta lallegada del Francesco Morossini, y allí en el momentodel embarque declaró ante los oficiales italianos queese chiquillo era un anárquico, un sinvergüenza, unirresponsable, un comemierda y otros dos adjetivosmás violentos, que ruborizaron al joven mexicano. «Yaverán –decía–, los meterá en apuros durante la trave-sía como a nosotros, la noche misma que llegó se nosperdió mientras lo paseábamos por la ciudad».

19 de mayo

El joven llegó a su cuarto. Se bañó largamente, se afeitó,se vistió con un ligero y elegante traje de algodón, sevolvió a calzar los zapatos ajenos, que eran espléndi-dos. Una comedia de equivocaciones, se dijo, el dueñodebió de pensar que se los había robado. El agua frescay la limpieza del cuerpo lo relajaron. Puso el desperta-dor, se tiró a la cama y durmió profundamente un parde horas. Luego, con un hambre de perro entró en LaZaragozana y comió una langosta muy superior a laspocas que había comido en su vida. Allí leyó el periódi-co y se enteró de que la compañía teatral de CatalinaBárcena hacía una gira por Cuba y presentaría esa tar-de Pygmalion, de Bernard Shaw, y que por la noche

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en un lugar llamado Lyceum Lawn-Tennis Club se leharía un homenaje a Mariano Brull, el autor de lasjitanjáforas de las que con tanto entusiasmo había es-crito Alfonso Reyes. Anotó en un papel las direccionesdel teatro y el club, y asistió a los dos lugares. La co-media de Shaw estaba bien dirigida y actuada, solo lefastidió bastante que en el primer acto los dos perso-najes que hablaban en cockney, Eliza Doolittle y su pa-dre, manejaron un español aborrecible. La Bárcena erauna mujer encantadora, de movimientos leves y gra-ciosos; pero cuando abría la boca arruinaba todo, ha-blaba en una germanía intraducible, como unachulapona de los peores barrios de Madrid. Si no hu-biera leído la comedia en inglés y visto la película deAnthony Asquith, donde Wendy Hiller era la Eliza ori-ginal, no habría entendido nada. A punto estuvo de sa-lir en el primer entreacto, pero se quedó, y fue afortu-nado. En los siguientes actos, cuando Liza aprende ymejora su lenguaje y sus maneras, la Bárcena estabaestupenda, al grado que todas las Lizas de los variosPygmaliones que vio después en Inglaterra, Italia yPolonia le parecieron sosas en relación con la actrizespañola. Voló después en un taxi al Vedado al home-naje del poeta Brull; le pidieron la invitación, que, cla-ro, él no tenía. Dijo que era mexicano, que había leídoen el periódico el anuncio de esa sesión literaria y men-cionó a Alfonso Reyes, amigo y admirador de Brull, ylo pasaron a una sala sorprendentemente elegante, conseñoras vestidas y enjoyadas de manera espléndida,caballeros demasiado estirados y solemnes, y en lasúltimas filas unos pocos jóvenes, junto a quienes losentaron; apenas sentarse se dio cuenta de que estabaexhausto por las pocas horas dormidas, la larga mar-cha de la mañana, la cruda imponente, la riña en laaduana, el teatro, y no lograba concentrarse, ni siquie-ra la siesta lo había repuesto, aplaudía cuando todosaplaudían; lo que más le interesaba era el público, surefinamiento, y una sensualidad latente y oscura quese conectaba oblicuamente con el Barrio Chino; al finalhubo un vino y se despejó, habló primero con los jóve-nes cercanos y luego con medio mundo como si hu-biera vivido siempre en esa ciudad. A la salida, una

señora y su hijo lo llevaron en un lujoso automóvil allugar donde estaba alojado.

La última mañana que pasó en La Habana recorriólas librerías y consiguió algunos libros, entre otros, loseditados por Manuel Altolaguirre en su imprenta LaVerónica, y consiguió uno de piezas teatrales breves dePushkin, que leyó con deleite en el tramo de La Habanaa La Guaira. Conversando con un librero, le indicó unalibrería, al lado de la Universidad, donde podría encon-trar lo mejor de la literatura cubana. Caminó por esaavenida que desemboca en la monumental escalera dela Universidad. Al acercarse, vio las escaleras cubier-tas por decenas de millares de personas, estudiantessobre todo, con banderas de luto y pancartas, segura-mente de protesta.

Estaba ya casi en la última calle, pero no la atravesó;grupos numerosos de jóvenes se dirigían en la mismadirección, y empujaban con fuerza a los de adelante paracruzar la calle y llegar a las escaleras; de repente sepresentó un pelotón de policías armados y comenza-ron a detener a quienes intentaban pasar la calle y asubirlos en carros militares. El joven logró retrocedervarios metros, una estudiante le dijo que estaban ve-lando el cadáver de un dirigente universitario asesina-do por la policía el día anterior. La Universidad estabaalterada. La multitud que cubría la escalera se moviólenta, imponentemente y bajó algunos escalones, en elcentro descendía el féretro sobre los hombros de seisestudiantes. Estallaron los himnos revolucionarios, elhimno nacional, tal vez la Internacional. En ese mo-mento se convirtieron en las escaleras de Odesa. Seoyó una balacera, los soldados comenzaron a hacerredadas y a irrumpir brutalmente en las escaleras. Unaavalancha de cuerpos se movía hacia todas partes, al-gunos rodaban por las gradas. El joven inició el retiro,no fue detenido, por suerte. Varias líneas de policíasarmados se movían por la calle donde él se escurría.Poco después, en un café, supo que el asesinado se lla-maba Rubén Batista, el tirano de Cuba se apellidaba asípero no había ningún lazo familiar entre ellos. Fue elprimer acto público al que el joven se acercó. Despuésparticipó en muchos más y en diferentes lugares. [...]

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23 de mayo

Y así, en una mesa de La Zaragozana, me fue dado asis-tir a esas antiguas imágenes de mi vida, encapsuladas enlos desvanes del subconsciente, algunas, pocas, muyclaras; otras, tan borrosas o truncas que solo dejabanpercibir mínimos detalles, ecos de ecos de algo informeque aún no puede desprenderse de las sombras. Mi mayorasombro fue recordar que durante esos días de La Ha-bana y los siguientes en la travesía hacia Venezuela, co-mencé a escribir. Varias veces he insistido por escrito yoralmente que el inicio de mi obra tuvo lugar en Tepoztlánunos cinco años después de ese primer viaje al Caribe. Ydescubro que no es verdad. La primera vez fue en lacubierta del Francesco Morossini cuando tratando deescribir una carta probablemente a uno de los amigosque desistieron del viaje, empecé un poema. Había esta-do viendo el mar, de pronto surgieron unas líneas queaspiraban a describir las cualidades del océano, su mú-sica, sus colores y el contraste de su magnitud con eldiminuto, grisáceo y átono destino del hombre. ¡Quedéarrobado! En la noche volví a leerlo y me pareció pasa-ble pero un tanto pomposo. No quería ser Valéry sinoTristan Tzara, el primer poeta dadaísta de México, unsalvaje sofisticado, de manera que en los tres o cuatrodías que faltaron para llegar a La Guaira, en la cubierta,en mi camarote o en el bar, deformé, desconstruí y re-habilité varias veces todos los versos del poema.

En Caracas, una carta de presentación de AlfonsoReyes para Mariano Picón Salas, uno de los más emi-nentes intelectuales de Venezuela, me abrió todas laspuertas. Don Mariano me invitó un par de veces a co-mer en su casa, donde conocí a algunos escritores,historiadores y periodistas interesantes. Una de ellosfue la poeta Ida Gramko, quien me invitó a participaren unas reuniones celebradas todos los sábados en sucasa. Hice amistad entonces con jóvenes que el tiempotransformó en grandes figuras de la literatura venezo-lana. Poco después, una familia mexicana muy con-

servadora, elegante y ampliamente hospitalaria, la dedon Ángel Altamira, cuya hija, Malú, había yo conoci-do en México, me invitó a pasar unos días en una in-mensa casa de campo en Los Chorros, un mundoedénico de residencias y espléndidos jardines a las ori-llas de Caracas, donde pasé más de un mes leyendopoesía, novelas policiales del Séptimo Círculo, la co-lección dirigida por Borges y Bioy Casares, y otroslibros de los que solo recuerdo con entusiasmo El rei-no de este mundo, de Alejo Carpentier, acabado de edi-tar en México. [...]

27 de mayo

La cura ha dado resultados sorprendentes. La semanapasada estuve todas las tardes en la clínica neurológica,especialmente en la sección de logopedia y foniatría don-de me hicieron una revisión logofoniátrica. En mi expe-diente leo que me fue aplicado el test neurosicológico deLuria y el test de Denominación de Boston, de los queno tenía ningún conocimiento; estudiaron también concuidado los resultados de unas resonancias magnéticasy corroboraron que el cerebro estaba bien, como tam-bién me lo habían dicho los especialistas de México, elproblema del lenguaje, dicen, puede ser resultado de fa-tiga o de temor a las vicisitudes de la vejez. Me hansugerido varios ejercicios de prosodia y articulación vocalpara hacerlos al llegar a Xalapa.

Hoy es el último día en Cuba, mañana por la madru-gada volaremos a México. Hoy en la noche iremos adespedirnos de La Habana. Hacía muchos meses queno lograba escribir, desde enero, me parece. Se me es-capaban las palabras, se me quedaban a medias, meconfundía con las conjugaciones, con el uso de las pre-posiciones, se me paralizaba la lengua. Al tratar deleer lo que perpetraba en mis cuadernos durante losúltimos meses encontraba fragmentos de algo parecidoa un Finnegan’s Wake del paleolítico inferior grabadosen piedra por un aturdido Trucutú. [...] c

Premio Casa 1974: Tomás Escajadillo, DinaDolinsky, Rodolfo Walsh, Irma de Moncloa,Roberto Fernández Retamar, Haroldo Conti,

Fidel Castro, Saúl Ibargoyen Islas, Marta Conti,Luis Suárez, Julio Mauricio, Adalbert Dessau,

Lilia Ferreyra de Walsh, Francisco Moncloa,Carlos E. Zavaleta

Premio Casa 1981: Armando Hart, Nicolás Guillén, Fayad Jamís,Cintio Vitier, Juan Bosch, Pablo González Casanova, Mario Benedetti,

Claribel Alegría, Antonio Cornejo Polar, entre otros

Jurado del Premio Casa 1979: José Luis Méndez, Néstor GarcíaCanclini, Antonio Cândido, Ambrosio Fornet y Vera Kuteischikova