josé martínez ruíz _azorin_ - las confesiones de un pequeño filósofo#5d0b

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José Martínez Ruíz _Azorin_ - Las Confesiones de Un Pequeño Filósofo

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  • 25. Jose? Marti?nez Rui?z "Azori?n" - Confesiones de un pequen?ofilo?sofo PORTADA.jpg

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  • Edicin digital para Universidad de Guadalajara 2015

    Programa acadmico de Literatura Espaola del Siglo XIX

    2015 diseo de la portada Librooks Acadmicos Digital Publishing

    2015 de la presente edicin digital formato EPub

    Produccin Editorial Librooks Acadmicos Digital Publishing

    Programa acadmico de literatura espaola del siglo XIX en la Univer-sidad de Guadalajara

    Direccin Editorial para versin digital de Judith Guzmn Ramrez

    Mecanografistas y digitalizadores de texto

    Laura Araceli Cardona Ching

    Gerardo Vzquez Briseo

    Karen de la Torre Vizcarra

    Miriam de los ngeles Saldaa Martnez

    Sara Estela Varo Argello

  • Participacin como prestadores de servicio social y prcticas profe-sionales en el proyecto Digitalizacin de textos para uso acadmico deLiteratura Espaola del Siglo XIX 2013-2014

    Las caractersticas grficas y tipogrficas digitales de esta edicin enversin ePub son propiedad de Librooks Acadmicos DigitalPublishing.

    Este es un libro de uso exclusivo acadmico dentro de la Universidadde Guadalajara, enfocado para los alumnos inscritos a la asignaturaLiteratura Espaola del siglo XIX, su distribucin es libre y puedeser de utilidad para cualquier interesado en la materia. No tiene costo.Si pagaste por este libro reprtalo a: [email protected] [email protected]

    Esta obra est bajo la licencia de Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International.

    Su contenido es de Dominio pblico respetando los derechos moralesde la obra original.

    Hecho en Mxico.

    Guadalajara, Jalisco. 2015

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  • CONTENIDO

    Dnde escrib este libro

    Yo no s si escribir...

    Escribir

    La escuela

    La alegra

    El solitario

    Es ya tarde

    Camino del colegio

    El colegio

    La vida en el colegio

    La vega

    El padre carlos

    La leccin

    La luna

    Yecla

    La misteriosa Elo

    Mi primera obra literaria

  • Mis aficiones bibliogrficas

    El padre pea

    El padre miranda

    La propiedad es sagrada e inviolable

    Cnovas no traa chaleco

    El padre Joaqun

    Los buenos modos

    Las teneras

    La sequa

    Mi to Antonio

    Mi ta Brbara

    El abuelo Azorn

    Mi to antonio en el comedor

    Los despertadores

    El monstruo y la vieja

    El monstruo y la vieja

    Mi ta gueda

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  • Encubrid vuestros dolores, haced fuerte y bella la vida

    La irona

    Menchirn!

    Azorn es un hombre raro

    Los tres cofrecillos

    Las vidas opacas

    Las ventanas

    Esas mujeres

    Las puertas

    Mara rosario

    Yo, pequeo filsofo

    Eplogo de los canes

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  • III

    La escuela

    Estos primeros tiempos de mi infancia aparecen entre mis recuerdosun poco confusos, caticos, como cosas vividas en otra existencia, enun lejano planeta. cmo iba yo a la escuela? por dnde iba? quemociones senta al verme fuera de las cuatro paredes horridas? Nomiento si digo que aquellas emociones deban ser de pena, y que stasdeban de serlo de alegra. Porque este maestro que me inculco lasprimeras luces era un hombre seco, alto, huesudo, spero de condi-cin, brusco de palabras, con unos bigotes cerdosos lacios, que yo sen-ta raspear en mis mejillas se inclinaba sobre el catn para adoctrin-arme con ms ahnco. Y digo ahnco, porque yo como hijo delalcalde reciba del maestro todos los das una leccin especia. Y estoes lo que aun ahora trae a mi espritu un sabor de amargura y deenojo.

    Cuando todos los chicos se haban marchado, yo me quedaba solo enla escuela la escuela se levantaba a un lado del pueblo, a vista de lahuerta y de las redondas colinas que destacan suaves en el azulluminoso; tena delante un pequeo jardn con acacias amarillentas yringleras de evnimus. El edificio haba sido convento de franciscanos;el saln de la escuela era largo, de altsimo techo, con largos bancos,con un macilento cristo; bajo dosel morado, con un inmenso mapacuajado de lneas misteriosas, con litografas en las paredes. Estas lito-grafas, que luego he vuelto a encontrar en el colegio, han sido la pesa-dilla de mi vida. Todas eran de colores chillones y representabanpasajes bblicos; yo no los recuerdo todos, pero tengo, all en los senosrecnditos de la memoria, la imagen de un anciano barbas blancas quese asoma, encima de un monte, por entre nubes, y la entrega a otroanciano dos tablas formidables, llenas de garabatos, largas y con laspuntas superiores redondas.

  • Yo me quedaba solo en la escuela; entonces el maestro me llevaba,pasando por los claustros y por el patio, a sus habitaciones. Ya aqu,entrabamos en el comedor. Y ya en el comedor, abra yo las cartillas, ydurante una hora este maestro feriz me haca deletrear con una insist-encia brbara.

    Yo siento an su aliento de tabaco y percibo el rascar, a intervalos, desu bigote cerdoso. Deletreaba una pgina, me hacia volver atrs;volvamos a avanzar, volvamos a retroceder; se indignaba de miestulticia; exclamaba a grandes voces: que no! que no! Y al fin yo,rendido, anonadado, oprimido, rompa en un largo y amargo llanto

    Y entonces el cesaba de hacerme deletrear y deca moviendo la cabeza:yo no s lo que tiene este chico

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  • VEl solitario

    Y vais a ver un contraste terrible: esta mujer extraordinaria serva a unamo que era su polo opuesto. Viva enfrente de casa; era un seorsilencioso y limpio; se acompaaba siempre de dos grandes perros; legustaba plantar muchos rboles todos los das, a una hora fija, sesentaba en el jardn del casino, un poco triste, un poco cansado, luegotocaba un pequeo silbo. Y entonces ocurra una cosa inslita: delboscaje del jardn acudan piando alegremente todos los pjaros, l lesiba echando las migajas que sacaba de sus bolsillos. Los conoca atodos: los pjaros, los dos lebreles silenciosos y los arboles eran susnicos amigos. Los conoca a todos: los nombraba por sus nombresparticulares mientras ellos tristaban sobre la fina arena; reprenda aste cariosamente porque no haba venido el da anterior; saludaba alotro que acuda por vez primera. Y cuando ya haban comido todos, selevantaba y se alejaba lentamente, seguido de sus dos perros enormes,silenciosos.

    Haba hecho mucho bien en el pueblo; pero las multitudes son incon-stante y crueles. Y este hombre un da, hastiado, amargado por lasingratitudes, se march al campo. Ya no volvi jams a pisar el puebloni a entrar en comunin con los hombres; llevaba una vida de solitarioentre las florestas que l haba hecho arraigar y crecer. Y como si esteapartamiento le pareciese tenue, hizo construir una pequea casa en lacima de una montaa, y all esper sus ltimos instantes.

    Y vosotros diris: este hombre abominaba de la vida con todas susfuerzas. No, no; este hombre no haba perdido la esperanza. Todoslos das le llevaban del pueblo unos peridicos; yo lo recuerdo. Y estashojas diarias eran como una lucecita, como un dbil lazo de amor queaun los hombres que ms abominan de los hombres conserva, y a loscuales les deben el perdurar sobre la tierra.

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  • VI

    Es ya tarde

    Muchas veces, cuando yo volva a casa una hora, media hora despusde haber cenado todos, se me amonestaba porque volva tarde. Yacreo haber dicho en otra parte que en los pueblos sobran las horas,que hay en ellos ratos interminables en que no se sabe qu hacer, yque, sin embargo, siempre es tarde.

    por qu es tarde? para qu es tarde? qu empresa vamos a realizarque exige de nosotros esta rigurosa contabilidad de los minutos? qudestino secreto pesa sobre nosotros que nos hace desgranar uno a unolos instantes en estos pueblo estticos y grises? Yo no lo s; pero osdigo que esta idea de que siempre es tarde es la idea fundamental demi vida; no sonriis. Y que si miro hacia atrs, veo que a ella le deboesta ansia inexplicable, este apresuramiento por algo que no conozco,esta febrilidad, este desasosiego, esta preocupacin tremenda y abru-madora por el interminable sucederse de las cosas a travs de lostiempos.

    He de decirlo, aunque no he pasado por este mal: sabis lo que esmaltratar a un nio? Yo quiero que huyis de estos actos como unatentacin ominosa. Cuando hacis con la violencia derramar lasprimeras lgrimas a un nio, ya habis puesto en su espritu la ira, latristeza, la envidia, la venganza, la hipocresay entonces, con estosllantos, con estas explosiones dolorosas de sollozos de gemidos, desa-parece para siempre la visin riente e ingenua de la vida, y se disuelvepoco a poco, inexorablemente, aquella secreta e inefable comunidadespiritual que debe haber entre los que nos han puesto en el mundo ynosotros los que venimos a continuar, amorosamente, sus personas ysus ideas.

  • VII

    Camino del colegio

    Cuando los pmpanos se iban haciendo amarillos y llegaban los crep-sculos grises del otoo, entonces yo me pona ms triste que nunca,porque saba que era llegada la hora de ir al colegio. La primera vezque hice este viaje fue a los ocho aos. De monvar a yecla bamos encarro, caminando por barrancos y alcores; llevbamos como viaticouna tortilla y chuletas y longanizas fritas.

    Y cuando se acercaba este da luctuoso, yo vea que repasaban yplanchaban la ropa blanca: las sbanas, las almohadas, las toallas, lasservilletas y luego, la vspera de la partida, bajaban de las falsas uncofre forrado de piel cerdosa, y mi madre iba colocando en l la ropacon mucho apao. Yo quiero consignar que pona tambin un cubiertode plata; ahora, cuando a veces revuelvo el aparador, veo desgatado,este cubierto que me ha servido durante ocho aos, y siento por l unaprofunda empata.

    De monvar a yecla hay seis u ocho horas: salamos al romper el alba;llegbamos a prima tarde. El carro iba dando tumbos por los hondosrelejes; a veces parbamos para almorzar bajo un olivo. Y yo tengomuy presente que, ya al promediar la caminata, se columbraban desdelo alto de un puerto pedregoso, all en los confines de la inmensa lla-nura negruzca, los puntitos blancos del poblado y la gigantesca cpulade la iglesia nueva, que refulga.

    Y entonces se apoderaba de m una angustia indecible; senta como sihubieran arrancado de pronto de un paraso delicioso y me sepultaranen una caverna lbrega. Recuerdo que una de las veces quiseescaparme; an me lo cuenta riendo un criado viejo, que es el que mellevaba. Yo me arroj del carro y corra por el campo; entonces l me

  • cogi, y deca dando grandes carcajadas: no, no, antoito, si novamos a yecla!

    Pero s que bamos: el carro continu su marcha, y yo entr otra vez enesta ciudad horrida y me vi otra vez, irremediablemente, discurriendo,puesto en fila, por los largos claustros, o sentado, silencioso e inmvil,en los bancos de la sala de estudio.

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  • VIII

    El colegio

    En yecla haba un viejo convento de franciscanos: a este conventoadosaron tres anchas navadas y qued formado un gran edificio cuad-rilongo, con un patio en medio, con una larga fachada, sin enlucir, roj-iza, spera, trepada por balcones numerosos. Hay tambin en el cole-gio, en ese recinto del convento, un patizuelo silencioso que surte deluz a los claustros de bovedillas, a travs de pequeas ventanas. Cerra-das con tablas amarillentas de espato. Yo siempre he mirado con unasecreta curiosidad este patio lleno de misterio; en el centro aparece elbrocal de una cisterna, trabajado con toscas labores blanquinegras,roto; grandes platas silvestres crecen por todo el piso.

    Los claustros del colegio son largos y anchos. Los dormitorios estabanen el piso segundo; destacaban sobre la blancura de las paredes largasfilas de camas blancas. En cada sala eran dos o tres haba un granlavabo con diez o dice espitas. Los balcones daban al pequeo jardnque est delante del colegio; a lo lejos, por encima de las casas de laciudad, se ve el pesado cerro del castillo, resaltando en el cielo azul.

    Abajo, en el piso principal, estaban la sala de estudio, la capilla, losgabinetes de historia natural y de fsica y dos o tres grandes salones,vacos, con pavimento de madera, por donde, al andar, las pisadashacen un ruido sonoro, sobre todo de noche, en la soledad, cuandosolo un quinqu colgado a lo lejos ilumina dbilmente en el anchombito

    Las escuelas de prvulos y las aulas de la segunda enseanza se hallanen el piso bajo. Y he de decir, para que no parezca con solo lo enun-ciado que es recudido el edificio, que esto se refiere solo al flancoderecho; en el izquierdo estn situadas las celdas y dependencias de lacomunidad. Nosotros rara vez traspasbamos los aledaos de nuestros

  • dominios. Y cuando esto suceda, yo discurra con una emocinintensa por las escalerillas del viejo convento; por una ancha sala,destartalada, con las maderas de los balcones rotas y abiertas, en queaparecen trofeos desvencijados: banderas, arcos y farolillos; por unlargo corredor, semioscuro, silencioso, en que se ve, junto a unaventana, un cntaro, que, al tresmanar, ha formado a su alrededor ungran circulo de humedad por unas falsas situadas sobre la iglesia, enque hay capazos de libros, viejos, con los pergaminos abarquilladospor el ardiente calor de la techumbre

    La iglesia est contigua al colegio; se entra en ella por la portezuela delcoro y por otra pequea puerta que comunica con un claustro del pisobajo. Nosotros hacamos nuestras oraciones en la capilla particularque a este fin tenamos en el piso principal; pocas veces nosllegbamos a la iglesia. Y eran los das en que haba sermn queoamos sentados en los bancos del color o las fiestas de semanasanta, en que permanecamos mortalmente de pie, en el centro de lanave, durante las horas interminables de los oficios, bien sobre otra,para engaar nuestro cansancio.

    El comedor estaba en el piso bajo; las ventanas dan a la huerta. A estahuerta yo no he entrado sino en rarsimas ocasiones: para m era lasuprema delicia caminar bajo la bveda del emparrado, entre los pil-ares de piedra blanca, y discurrir por los cuadros de las hortalizaslujuriantes.

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  • IX

    La vida en el colegio

    Nos levantbamos a las cinco; an era de noche; yo que dorma paredpor medio de una de los padres semaneros, le oa, entre sueos, toserviolentamente minutos antes de la hora. Al poco se abra la puerta;una franja de luz se desparramaba sobre el pavimento semioscuro. Yluego sonaban unas recias palmadas que nos ponan en conmocin atodos. Estas palmadas eran verdaderamente odiosas; pero noslevantbamos porque de retardarnos hubiramos perdido el chocol-ate y nos dirigamos, con la toalla liada al cuello, hacia los lavabos.Aqu ponamos la cabeza bajo la espita y nos corra la helada agua porla tibia epidermis con una agridulce sensacin de bienestar ydesagrado.

    Yo recuerdo que muchas maanas abra una de las ventanas quedaban a la plaza; el cristal estaba empaado por la escarcha; una fos-cura recia borraba el jardn y la plaza. De pronto, a lo lejos, se oa unligero cascabeleo. Y yo vea pasar, emocionado, nostlgico, la diligen-cia, con su farol terrible, que todas las madrugadas a estar horaentraba en la ciudad, de vuelta de la estacin lejana.

    Cuando nos habamos acabado de vestir, nos ponamos de rodillas enuna de las salas; en esta postura rezbamos unas breves oraciones.Luego bajbamos a la capilla a or misa. Esta misa diaria, al romper elalba, ha dejado en m un imborrable sedimento de ansiedad, de pre-ocupacin por el misterio, de obsesin del porqu y del fin de lascosas yo me contemplo, durante ocho aos, todas las madrugadas,en la capilla oscura. En el fondo, dos cirios chisporrotean; sus llamastiemblan a intervalos, con esas ondulaciones que aparece el lenguajemudo de un dolor misterioso; el celebrante rezonguea con un mur-mullo bajo y sonoro; en los cristales de las ventanas, la plida clarordel alba pone sus luces mortecinas.

  • Despus de la misa pasbamos al saln de estudio; y cuando habatranscurrido media hora, sonaba en el claustro una campana y des-cendamos al comedor. Otra vez subamos a estudia, despus deldesayuno, y tras otra media hora que nosotros aprovechbamosafanosamente para dar el ltimo vistazo a los libros bajbamos a lasclases. Duraban las clases tres horas: una hora cada una. Y cuando lashabamos rematado, sin intervalo de una a otra, subamos otra vez aesta horrible sala de estudio. Estudibamos media hora antes decomer; sonaba de nuevo la campana; descendamos siempre de dosen dos al comedor. La comida transcurra en silencio; un lectorcada da le tocaba a un colegial lea unas pginas de julio verne odel quijote. Luego, idos al patio, tenamos una hora de asueto. Y otravez subamos al nefasto saln; permanecamos hora y media inmvilessobre los libro, y, al cabo de este tiempo, tornaba a tocar la campana ybajbamos a las aulas. Por la tarde tenamos dos horas de clase; des-pus merendbamos, nos expansionbamos una hora en el patio yvolvamos a colocarnos en nuestros pupitres, atentos sobre los textos.

    Ahora estbamos en esta forma hora y media: el tiempo nos parecainterminable. Nada pesaba ms sobre nuestros cerebros vrgenes queeste lapso eterno que pasbamos a la luz opaca de quinqus srdidos,en esta sala fra y destartalada, con los codos apoyados sobre la tabla yla cabeza entre as manos, fija la vista en las pginas antipticas, mien-tras rumibamos mentalmente frases abstractas y ridas

    Volva a sonsonear el esquiln: descendamos, por los claustrososcuros, al comedor. Y cuando habamos despachado la cena, tirit-ando, en la larga sala con mesas de mrmol, subamos al segundo piso.Entones nos arrodillbamos, rezbamos unas oraciones y cada uno sediriga a su cama.

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  • XLa vega

    Y sin embargo, en este fiero saln he encontrado yo algo que ha influ-ido gratamente en mi vida de artista el estudio est situado en laparte en la parte posterior del edificio, en el piso principal: desde susventanas se domina la pequea vega yeclana. Es un paisaje verde ysuave; la fresca y clara alfombra se extiende hasta las ligeras colinas delos cerros rojizos que cierran el horizonte; cuadros negruzcos dehortalizas y herrenes ensamblan con verdes hazas de sembradura; losazarbes se deslizan culebreando, pletricos de agua clara y mur-muradora, entre las lindes; ac y all, un almendro de tronco retor-cido, una noguera secular y rotunda, destacan su nota alegre. A laizquierda se ve el boscaje de la alameda, tupido, negro; a la derecha, lacarretera, blanca y recta, sube un largo declive y desaparece en lo altode un terreno.

    Y hay ah, en esta llanura grata, frente por frente de las ventanas delestudio, una casa pequea cuyas paredes blancas asoman por lo altode una floresta cerrada por una verja de madera. Desde mi pupitre,con la cabeza apoyada en la palma de la mano, ocho aos he estadoempapndome de esta verdura fresca y suavsima, y contemplando es-ta casa misteriosa, siempre en silencio, escondida entre el boscaje. Yesta visin continua ha sido como una especie de triaca de mis doloresinfantiles; y esta visin continua ha puesto en m el amor a la nat-uraleza, el amor a los rboles, a los prados mullidos, a las montaas si-lenciosas, al gua que salta por las aceas y surte hilo a hilo en loshontanares.

  • XI

    El padre carlos

    El primer escolapio que vi cuando entr por primera vez en el colegiofue el padre carlos lasalde, el sabio arquelogo. Guardo del padre las-alde un recuerdo dulce y suave. Era un viejo cenceo, con la cabezafina, con los ojos inteligentes y parladores; andaba pasito, silencioso,por los largos claustros; tena gestos y ademanes de una delicadezainexplicable, y haba en sus miradas y en las inflexiones de su voz ydespus, ms tarde, cuando lo he tratado, lo he visto claro un tinte demelancola que hacia callar a su lado, sumisos, sobrecogidos dul-cemente, a un a los nios ms traviesos. Parece que el destino se hacomplacido en poner ante m, a mi entrada en la vida, estos hombresentristecidos, mansamente resignados

    El padre carlos lasalde, cuando me vio en la rectoral, me cogi de lamano y me atrajo hacia s; luego me pas la mano por la cabeza, y yono s lo que me dira, pero yo le veo inclinarse sobre m sonriendo ymirarme con sus ojos claros y melanclicos. Despus, yo lo contem-plaba de lejos, con cierta secreta veneracin, cuando transcurra porlas largas salas, callado, con sus zapatos de suela de camo, con lacabeza inclinada sobre un libro.

    Pero el padre lasalde dur poco en el colegio. Cuando se fue quedaronsolas estas estatuas egipcias, rgidas, simtricas, hierticas, que lhaba desenterrado en el cerro de los santos. Tal vez s espritu nostl-gico se explayaba en reconstruccin de esas lejanas edades y vea enestos tristes hombres de piedra, sacerdotes y sabios, unos remotoshermanos en ironas y en esperanzas.

  • XIII

    La luna

    Cuando yo pasaba por este largo saln con piso de madera, en que res-onaban huecamente los pasos, levantaba la vista y miraba a travs delas ventanas. Y entonces vea all a lo lejos, al otro lado del patio, en latorrecilla que surga sobre el tejado, los cazos ligeros, pequeos, delanemmetro que giraba, giraba incesantemente.

    Unas veces marchaban lentos, suaves; otras corran desesperados, ver-tiginosos. Y yo siempre los miraba, sintiendo una profundaadmiracin, un poco inexplicable, por estos locos cacillos que dabanvueltas sin parar, rpidos, lentos indiferentes a las inquietudeshumanas, all en lo alto, sobre la ciudad en que los hombres hacantantas cosas terribles

    Esta torrecilla que he nombra era el observatorio; tena en el centro dela azotea un diminuto quiosco con la cpula de latn pintado de negro,y en esa cpula haba una hendidura que se abra y se cerraba, y por laque asomaba, en las noches claras, de estrellado radiante, un tubomisterioso y terrorfico. Nosotros sabamos que este tubo era un tele-scopio; pero no acertbamos a comprender por qu este escolapiomiraba todas las noches por l cuando una sola bastaba para hacersecargo de todo el cielo y sus aledaos una noche sub yo tambin; erauna noche de primavera; el ambiente estaba tibio y tranquilo; lucanpaliadamente las estrellas; se destacaba, redonda y silenciosa, en elcielo claro la luna. Hacia ella dirigimos el tubo misterioso; yo vi ungran claror suave, con puntos negros, que son los crteres extinguidos;con manchas blancas, que son los mares congelados.

    Y entonces, en esta noche tranquila, sobre el reposo de la huerta y dela ciudad dormida, yo sent que por primera vez entraba en mi almauna rfaga de honda poesa y de anhelo inefable.

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  • XIV

    Yecla

    yecla ha ducho un novelista es un pueblo terrible. S que lo es; eneste pueblo se ha formado mi espritu. Las calles son anchas, de casassrdidas o viejos caserones destartalados; parte del poblado se asientaen la falda de un monte yermo; parte se explaya en una pequea vegaverde, que hace ms horrida la inmensa mancha gris, esmaltada congrises olivos, de la llanura sembradiza

    En la ciudad ay diez o doce iglesias; las campanas toan a todas horas;pasan labriegos con capas pardas; van y vienen devotas con mantillasnegras. Y de cuando en cuando discurre por las calles un hombre tristeque hace tintinear una campanilla, y nos anuncia que un convecinonuestro acaba de morirse.

    En semana santa toda esta melancola congnita llega a su estadoagudo: forman las procesiones largas filas de encapuchados, negros,morados, amarillos, que llevan cristos sanguinosos y vrgenes dolori-das; suenan a lo lejos unas bocinas roncas con sones plaideros; taenlas campanas; en las iglesias, sobre las losas, entre cuatro blandones,en la penumbra de la nave, un crucifijo abre sus brazos, y las devotassuspiran, lloran y besas sus pies claveteados.

    Y esta tristeza, a travs de siglos y siglos, en un pueblo pobre, en quelos inviernos son crueles, en que apenas e come, en que las casas sondesabrigadas, ha ido formando como un sedimento milenario, comoun recio ambiente de dolor, de resignacin, de mudo e impasiblerenunciamiento a las luchas vibrantes de vida.

  • XV

    La misteriosa Elo

    Y yo me pregunto: cmo explicar el carcter de este pueblo, nico enespaa? de dnde proviene este sedimento de tristeza, de amargura yde resignacin? por qu tocan las campanadas a todas horasllamando a misas, a sufragios, a novenas, a rosarios, a procesiones, detal modo que los viajantes de comercio llaman a yecla la ciudad de lascampanas? por qu son tan taciturnos estos labriegos, con suscabezas pardas, y por qu suspiran estas buenas viejas de casa en casamalagorando?

    Y yo quiero imaginar una cosa notable; no os estremezcis. Yo imaginoque estos labriegos y estas viejas llevan en sus venas un tomo de san-gre asiticadesde la ciudad, si vais a ella, veris en la lejana la cimapuntiaguda y azul del monte arab; a sus pies se extiende una inmensallanura solitaria y negruzca. Y en esta llanura, sobre las mismas faldasdel arab, se alzaba una ciudad esplendida y misteriosa, dominada porun templo de vrgenes y hierofantes, construido en un cerro. No sesabe a punto fijo, a pesar de las minuciosas investigaciones de los eru-ditos, que pueblos y que razas vinieron en la sucesin d los tiemposocho, diez o quince siglos antes de la era cristiana a fundirse en estaciudad soberbia y extraa. Venan acaso de las riberas del granes y delindo; eran orientales meditativos y soadores; eran fenicios que labra-ban estas estatuas rgidas y simtricas, de sabios y de vrgenes, quehoy contemplamos con emocin en los museos.

    Yo las he mirado y remirado largos ratos en las salas grandes y fras. Yal ver estas mujeres con sus ojos de almendra, con su boca suplicante yllorosa, con sus mantillas, con los pequeos vasos en que ofrecen esen-cias y ungentos al seor, he credo ver las pobres yeclanas delpresente y he imaginado que corra por sus venas, a travs de los

  • siglos, una gota de sangre de aquellos orientales meditativos ysoadores.

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  • XVI

    Mi primera obra literaria

    Esto no lo recuerdo bien: yo hice un discurso. Tengo una idea confusa:no quiero arreglar nada. Me place dejar estas sensaciones que bullenen mi memoria tal como yo las siento, caticas, indefinidas, como atravs de una gasa, all en la lejana

    Yo hice un pequeo discurso; es decir, lo escrib en un cuadernito, conmucho cuidado, con esa meticulosidad forzuda que ponen los niosinclinndose violentamente, apretando los labios en sus empeos.

    Y este discurso, recuerdo que cuando lleg la ocasin no s quocasin yo me levant y lo le ante la concurrencia silenciosa. S;recuerdo que fue en el largo comedor, con mesas de mrmol corridas,con sus ventanas que daban a la huerta ornada de parrales, y por laque se vea cerca una redonda higuera verdeja. Y ya no puedorecordar, por ms esfuerzos que hago, lo que deca en mi pequeaalocucin; cuando la acabo de leer, los buenos escolapios que presidenla mesa callan gravemente, y cosa rara, es decir, no, no, cosa muynatural s que tengo muy vivo, muy presente, muy entero, el gestobenvolo y las frases lisonjeras de uno de ellos

    Este escolapio tan afable, presenta mi vocacin? Yo no s: tal vez mevea en el congreso pronunciando discursos terribles; tal vez me con-sideraba en una catedra diciendo cosas estupendas. Pero sus presenti-mientos no se han cumplido. Y yo, cuando paso por delante del con-greso, bajo la cabeza tristemente y pienso en esta horrible paradoja demi vida: en haber comenzado haciendo un discurso a los ocho aos,para acabar siendo un pobre hombre que no ha podido lograr un actade diputado.

  • XIX

    El padre miranda

    El padre miranda tena la clase de historia universal; pero cuando sepresentaba lontananza un sermn ya no tenamos clase. Entonces lnos dejaba en el aula charlando y se sala a pasear por el claustro,mientras repeta en voz baja, gargajeando ruidosamente, de cuando encuando, los periodos de su prximo discurso.

    El padre miranda era un hombre bajo y excesivamente grueso; erabueno. Cuando estaba en su silla, repantigado, explicando las cosa ter-ribles de los hroes que pueblan la historia, ocurra que, con frecuen-cia, su voz se iba apagando, hasta que su cabeza se inclinaba un pocosobre el pecho y se quedaba dormido.

    Esto nos era extraordinariamente agradable; nosotros olvidbamos loshroes de la historia y nos ponamos a charlar alegres. Y como el ruidofuera creciendo, el padre miranda volva a abrir los ojos y continuabatranquilamente explicando las hazaas terribles.

    Fue rector del colegio un ao o dos; durante este tiempo, el padre mir-anda iba diezmando las palomas del palomar del colegio; nosotros lasveamos pasar frente a las ventanas del estudio en una bandada rauda.Poco a poco la bandada iba siendo ms diminuta

    es el padre miranda que se las come nos decan sonriendo losfmulos.

    Y esta ferocidad de este hombre afable levantaba en nuestro espritulo que no lograban ni csar ni anbal con sus hazaas un profundomovimiento de admiracin.

  • Luego, el padre miranda dej de ser rector; de la ancha celda direct-oral pas a otra celda ms modesta; no pudo ya ejercer su tiranasobre las nuevas palomas. Y vase lo que es la vida; ahora que era yacompletamente bueno y manso, nosotros le mirbamos con cierto des-dn, como a un ser dbil, cuando pasaba y repasaba por los largosclaustros, resignado con su desgracia.

    Algunos aos despus, siendo yo ya estudiante de facultad mayor, meencontr en yecla un da de todos los santos. Por la tarde fui al cemen-terio, y vagando ante las largas filas de nichos, pararon mis ojos en unepitafio que comenzaba as: hic ja-cet franciscus miranda, sacerdosscholarum piarum

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  • XX

    La propiedad es sagrada e inviolable

    Casi todos los colegiales tenamos nuestras arquillas. qu encerrabayo en la ma? Ya no lo recuerdo; acaso un lbum de calcomanas, unlpiz rojo, un espejico de bolsillo, un membrillo, que yo voy partiendopoco a poco y comindomelo; un libro pequeo con las tapas pajizas,que yo leo a escondidas con avidez las arquillas eran unas cajaspequeas de madera, erradas, con un asidero en la tapa. Cuando nossentbamos ante nuestros pupitres, enseguida abramos, en los ratosde asueto en que por causa de lluvia no podamos ir al patio, enseguidaabramos nuestra arquilla. Yo recuerdo el olor a membrillo el mismode las grandes arcas de casa que se exhala de la ma cuandolevantaba la tapa. Y luego senta una viva satisfaccin en ir revolviendolas cosas que haba dentro; el lpiz, el espejo, las calcomanas, rojas yverdes, que pegaba en los libros.

    sta era una de nuestras grandes satisfacciones; pero un da, a unescolapio, no recuerdo cul, le pareci que estas arquillas eran unacosa abominable; decidi suprimirlas. Y aquel da, en que yo veo a miscompaeros cada uno con su caja yendo a depositarla a los pies del tir-ano, yo lo tengo por uno de los ms ominoso de mi niez; y todavahoy me siento indignado ante aquel despojo de mi propiedad, sagradae inviolable.

  • XXIII

    Los buenos modos

    seor, azorn: cree usted que esa postura es acadmica?

    Yo no creo nada; pero quito una pierna de sobre la otra y me quedoinmvil mirando al escolapio. Entonces l me explica cmo debenestar los jvenes sentados y como deben estar de pie. Yo ya tenaalgunas noticias de esto; en mi pupitre hay un pequeo libro que setitula tratado de urbanidad; por mis manos han pasado cuatro o seisejemplares de esta obra. qu haca yo de ellos? Ya no lo recuerdo.

    Pero s que tengo presentes algunas de las cosas que all se decan;luego he encontrado el libro entre mis papeles, y lo he vuelto a hojear.cundo doblar usted los brazos? preguntaba el tratadista; y con-testaba a rengln seguido: doblar los brazos en todo acto de reli-gin, sea en el templo, sea en otra parte, y en los ejercicios literarioscuando el maestro me lo diga.

    Yo he de confesar que no tuve ocasin de doblar los brazos en ningnejercicio literario. a qu ejercicios se refera el autor? qu es lo queen ellos se haca? Todas estas cosas me las preguntaba yo entonces;despus, andando el tiempo, creo que he hecho algunos ejercicios lit-erarios, pero no recuerdo haber guardado la prescripcin deltratadista.

    Tampoco la guardaba entonces respecto a tener las manos metidas enlos bolsillos del pantaln; esto era un crimen horrible a los ojos delautor del libro.

    tener las manos metidas en las faltriqueras del pantaln, sobre todoestando sentado deca, es postura indigna y algo ms. Y luego de

  • formular esta anatema, aada indulgentemente: otra cosa fuerameterla en la faltriquera del gabn

    yo guardo este libro como una reliquia preciosa de mi niez.

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  • XXX

    Los despertadores

    Cuando yo dorma alguna vez en casa de mi to antonio, si era vsperade fiesta, yo oa por la madrugada, en esas madrugadas largas de invi-erno, el canto de los despertadores, es decir, de los labriegos queforman la cofrada del rosario, y que son llamados as por el vulgo. Yono s quin ha compuesto esa melopea plaidera, montona, suplic-ante: me han dicho que es la obra de un msico que estaba un pocoloco

    Yo la oa arrebujado en la cama, entre estas sbanas, rasposas de linocon pequeos burujones; dorma en la sala; encima de la consolahaba un gran lienzo con un cristo entre sayones hoscos; la cama eragrande, de madera, pintada de verde y amarillo; recuerdo que lajofaina del agua, puesta en un rincn, siempre estaba vaca.

    Primero se perciba a lo lejos un murmullo, como un moscardoneo,acompaado por el tintinear de la campanilla; luego las voces se oanms claras; despus, cerca, bajo los balcones, estallaba el coro suplic-ante, lloroso, trmulo.

    No nos dejes, madre ma;

    Mranos con compasin

    Cantaban enardecidos. Y yo oa emocionado esta msica torturante, deuna tristeza brbara, obra de un mstico loco.

    La oa un momento, all abajo, y luego, poco a poco, se alejaba hastaapagarse tenue con un lamento imperceptible.

  • Despus principiaba el tintineo de los martillos sobre el yunque en laherrera contigua; trabajaban en aguzar las rejas que se haban dellevar a los aldeanos llegados el sbado. Y ms tarde, en el cuarternde la ventana dejada abierta, comenzaba a mostrarse una claror vaga,indecisa.

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  • XXXI

    El monstruo y la vieja

    Yo estoy en la entrada de la casa de mi to antonio; los cazos ypucheros de las espetera en la entrada de la casa de mi to antonio;tengo entre las manos un libro en que voy viendo toscos grabadosabiertos en madera; representan una cigea que mete el pico por unaampolla, ante los ojos estupefactos de una vulpeja; un cuervo que estposado en una rama y tiene cogido un queso redondo; una serpienteque se empea en rosigar una lima

    Yo estoy sentado en un amplio silln de cuero; al lado, en la herreraparedea, suenan los golpes joviales y claros de los machos que caensobre el yunque; de cuando en cuando se oye tintinear en la cocina alalmirez. El aparcero ha entrado hace un momento y ha dicho que en latormenta del otro da se le han apedreado los majuelos de la herrada;este ao apenas podr coges doscientos cantaros de vino; las miesestambin se han agotado por falta de lluvias oportunas; l esta atribu-lado, no sabe cmo va a salir de sus apuros. Se hace un gran silencioen la entrada; los martillos marchan con su tic-tac ruidoso y alegre; ellabriego mira tristemente al suelo y se soba la barba intonsa con lamano; luego ha dicho: esta tarde, a las cuatro, el entierro de don juanantonio!

    Cuando el tintineo de la campanilla se alejaba, se ha abierto un poco lapuerta de la calle y ha asomado una vieja, vestida de negro, con la caraarrugada y pajiza. Esta vieja lleva una cesta debajo del brazo, y se hapuesto a rezar, en un tono de habla lento y agudo, por todos los difun-tos de la casa; luego, cuando ha concluido, ha gritado: seores, unalimosna, por el amor de dios!, y como se hiciese una gran pausa y nosaliese nadie, la vieja ha exclamado: ay, seor!

  • Entonces, en el viejo reloj se ha hecho un sordo ruido, y se ha abiertouna portezuela por la que ha asomado un pequeo monstruo que hagritado: cu-c, cu-c

    La vieja, despus, ha tornado a preguntar: seora, una limosna, por elamor de dios! Otra vez se ha transcurrido un largo rato; la vieja havuelto a suspirar: ay, seor! Y en el viejo reloj, que repite sus horas,este pequeo monstruo, que es como el smbolo de lo inexorable y delo eterno, ha vuelto a aparecer y ha tornado a gritar: cu-c, cu-c, cu-c.

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  • XXXIII

    Encubrid vuestros dolores, haced fuerte y bella la vida

    Ya creo que he dicho que mi to antonio padeca la misma enfermedadel mismo mal de piedra que otro clebre y amable escptico: mon-taigne. Mi to muri como un hombre bueno y senillo: hizo todo lo quepudo por ahorrar a los que le rodeaban el espectculo de su dolor.cosa imperfectsima me parece deca santa teresa este aullar yquejar siempre, y enflaquecer la habla, hacindola de enfermo; aunquelo estis, si podis ms, no lo hagis, por amor de dios. Hay almassuperiores que saben tener ese gesto supremo en sus angustias: mi tofue de estas almas. Padeci atrozmente en sus ltimos das; l decaque era como si tuviera cerca unos perricos que venan a morderle. Ycuando, de rato en rato, senta los crueles y abrumadores aguijonazosen la vejiga, l intentaba sonrer, y exclamaba: ya estn aqu, ya estnaqu los perricos!

    Pocas horas antes de expirar, los perricos le dejaron quieto; l recobrtoda su bella serenidad y dijo que ya estaba en la taquilla tomandobillete para el viaje

    Luego, por la tarde, tuvo unas palabras consoladoras para todos, yces de vivir

    Si hay un mundo mejor para los hombres que han paseado sobre latierra una sonrisa de bondad, all estar mi to antonio, con su largacadena de oro al cuello, con su eslabn y su pedernal, oyendo eterna-mente msica de rossini.

  • XXXVII

    Los tres cofrecillos

    Si yo tuviera que hacer el resumen de mis sensaciones de nio en estospueblos opacos y srdidos, no me vera muy apretado. Escribira sen-cillamente los siguientes corolarios:

    es ya tarde!

    qu le vamos a hacer!, y

    ahora se tena que morir!

    Tal vez estas tres sentencias le parezcan extraas al lector; no lo son deningn modo; ellas resumen brevemente la psicologa de la razaespaola; ellas indican la resignacin, el dolor, la sumisin, la inerciaante los hechos, la idea abrumadora de la muerte. Yo no quiero hacervagas filosofas; me repugnan las teoras y las leyes generales, porques que circunstancias desconocidas para m pueden cambiar la faz delas cosas, o que un ingenio ms profundo que el mo puede deducir delos pequeos hechos que yo ensamblo leyes y corolarios distintos a losque yo deduzco. Yo no quiero hacer filosofas nebulosas: que vea cadacual en los hechos sus propios pensamientos. Pero creo que nuestramelancola es un producto como notaba baltasar gracin de lasequedad de nuestras tierras; y que la idea de la muerte es la que dom-ina con imperio avasallador en los pueblos espaoles. Yo, siendo nio,oa cantar muchas veces que un vecino o un amigo estaba enfermo;luego, inmediatamente, la persona que contaba o la que oa sequedaba un momento pensativa y agregaba:

    ahora se tena que morir!

  • Y ste es uno de los tres apotegmas, uno de los tres cofrecillos mis-teriosos e irrompibles en que se cierra toda la mentalidad de nuestraraza.

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  • XXXVIII

    Las vidas opacas

    Yo no he mencionado nunca, como otros muchachos, ser general uobispo; mi tormento ha sido y es no tener un alma multiforme yubicua para poder vivir muchas vidas vulgares e ignoradas; es decir:no poder meterme en el espritu de este pequeo regatn que est ensu tiendecilla oscura; de este oficinista que copia todo el da expedi-entes y por la noche van l y su mujer a casa de un compaero, y allhablan de cosas insignificantes; de este saltimbanqui que corre por lospueblo; de este anodino que no sabemos lo que es ni de qu vive y quenos ha hablado una vez en una estacin o en un caf

    Las pequeas tiendas tienen un atractivo poderoso. cmo viven estosregatones, estos percoceros con sus bujeras de plata, estos sombrer-eros con sus sombres humildes, estos cereros con sus velas rizadas?Hay en las viejas ciudades espaolas calles estrechas tal vez con elbside de una vetusta iglesia en el fondo , donde todos estos mer-cadees tienen sus tiendecillas, y hay una hora profunda, una horanica en que todas estas tiendas irradian su alma verdadera.

    Esta hora es por la noche, despus de cenar; ya los cannigos se hanretirado de sus tertulias; las calles estn desiertas; la campana de lacatedral lanza nueve graves y largas vibraciones. Entonces os paseisbajo los soportales: las tiendas tienen ya sus escaparates apagados;acaso algunas estn tambin entornadas; pero sents que un reposoprofundo ha invadido los reducidos mbitos; un halito de vidamontona y vulgar se escapa de la anaquelera y del pequeomostrador; tal vez un nio, que se ha levantado con la aurora, duermede bruces sobre la tabla; en la trastienda, all en el fondo, se ve elresplandor de una lmpara y la campana de la catedral vuelve asonar con sus vibraciones graves y largas.

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  • XXXIL

    Las ventanas

    vosotros no habis visto una pequea ventana desde lo alto de unmonte? Yo lo explicar: cuando ya va de vencida la tarde, subs a unamontaa alta, en que hay barrancos rojizos con verdes higueras en elfondo, y en el que tal vez un allozo hace surgir entre las peas sutronco atormentado. La tarde cae tranquila y silenciosa; vosotros ossentis en un terreno; al lado vuestro, en una mata de lentisco, unaaraa os mira con sus ojos crueles y luminosos desde el fondo de suembudo de seda; a lo lejos tintinea dulcemente la esquila de unganado. Entonces vosotros sacis de un cilindro de recio y viejo cueroun catalejo enmohecido, en uno de cuyos tubos pone con letra inglesalondon; y miris el panorama verde y suave las montaas cierran enla lejana con una pincelada azul el horizonte; las vias cubren con sualfombra de verde claro el llano; una manchita blanca se divisa imper-ceptible all en la inmensidad, en el repliegue de una ladera.

    Vosotros dirigs hacia all el catalejo, y veis, en lo alto de un cerro, uncastillejo moruno con su torren desmochado, y abajo, en el declive,un tropel de casas con fachadas blancas. Mirad bien estas casas: todastienen ventanas; pero entre todas habr una con una ventanapequea, misteriosa, que har que vuestro corazn se oprima unmomento con inquietud indefinible yo no s lo que tiene esapequea ventana: si hablara de dolores, de sollozos y de lgrimas, talvez al concretarla, no expresara mi emocin con exactitud; porque elmisterio de estas ventanas est algo vago, algo latente, algo como unpresentimiento o como recuerdo de no sabemos qu cosas

    Yo he visto en mi niez muchas fotografas, con pequeas ventanas, depueblo que jams he visitado, y al verlas he sentido esta extraainquietud de que el poeta baudelaire tambin hablaba.

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  • XL

    Esas mujeres

    No habis encontrado nunca en vuestra vida una mujer que os hahechizado durante un momento y que luego ha desaparecido? Estasmujeres son como estrellas que pasan rpidas en las noches sosegadasdel esto. Habris encontrado una vez, en un balneario, en una esta-cin, en una tienda, en un tranva, en una de esas mujeres cuya vistaes como una revelacin, como una floracin repentina y potente quesurge desde el fondo de vuestra alma. Tal vez esta mujer no es her-mosa; las que dejan ms honda huella en nuestro espritu no son lasque nos deslumbran desde el primer momento

    Vosotros entris en un vagn del ferrocarril u os sentis junto al maren un balneario; despus vais mirando a las personas que estn juntoa vosotros. He aqu una mujer rubia, vestida de negro, en quien voso-tros no habis reparado al sentaros. Examinadla bien: los minutos vanpasando; las olas van y vienen mansamente; posad los ojos en su pelo,en su busto, en su boca, en su barbilla redondeada y fina. Y ved cmovais descubriendo en ella secretas perfecciones, cmo va brotando envosotros una simpata recia e indestructible hacia esta desconocidaque se ha aparecido momentneamente en vuestra vida.

    Y ser solo un minuto; esta mujer se marchar; quedar en vuestraalma como un tenue reguero de luz y de bondad; sentiris como unaindefinible angustia cuando la veis alejarse para siempre. por qu?qu afinidad haba entre esta mujer y vosotros? cmo vais a razonarvuestra tristeza? No lo sabemos; pero presentimos vagamente, como siborderamos un mundo desconocido, que esta mujer tiene algo que noacertamos a explicar, y que al marcharse se ha llevado algo que nospertenece y que no volveremos a encontrar jams.

  • Yo he sentido muchas veces estas tristezas indefinibles; era unmuchacho; en los veranos iba frecuentemente a la capital de la provin-cia y me sentaba largas horas en los balnearios, junto al mar. Y yo veaentonces, y he visto luego, alguna de estas mujeres misteriosas, suges-tionadoras, que, como el mar azul que se ensancha ante mi vista, mehaca pensar en lo infinito.

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  • XLI

    Las puertas

    Ya os he hablado de las ventanas; ahora quiero que sepis la emocinque en mi suscitan las puertas. Yo amo las cosas: esta inquietud por laesencia de las cosas que nos rodean ha dominado en mi vida. tienenalma las cosas? tienen alma los viejos muebles, los muros, losjardines, las ventanas, las puertas? Hoy mismo, sentado ante la mesa,con la pluma en la mano, he advertido que entraba en la pequea bib-lioteca el mayoral de la labranza y me deca:

    esta noche las puertas han trabajado mucho

    Yo oigo estas palabras y pienso que, en efecto, esta noche pasada laspuertas han trabajado reciamente. tienen alma las puertas? Un vientoformidable hacia estremecer la casa; todas las puertas de las grandessalas vacas, las de las cmaras, las de los graneros, las de los corre-dores, las de los pequeos cuartos perdurablemente oscuros, todas,todas las puertas han lanzado sus voces en el misterio de la noche. Unapuerta no es igual a otra nunca: fijaos bien. Cada una tiene su vidapropia. Hablan con sus chirridos suaves o broncos; tienen sus clerasque estallan en recios golpes; gimen y se expresan, en las largasnoches del invierno, en las casas grandes y viejas, con sacudidas ypequeas detonaciones, cuyo sentido no comprendemos.

    no os dice nada una de estas puertas llamadas surtidores que danpaso de una alcoba ancha y sombra a un corredor sin muebles, con lasparedes blancas? y esta otra dividida en pequeos cuarterones que dapaso a una vieja cmara campesina, con una pequea ventana alam-brada y con una leja en la que hay un espejo roto y un cantarilo conmiera? y esta otra con las maderas alabeadas, hinchadas por lahumedad, carcomidas que cierra un huertecillo abandonado, con par-rales sombros y hierbajos que crecen en las junturas de las cosas, con

  • un viejo rbol por cuyo seno verde tuerce el paso una hiedra, como enlos versos de garcilaso?

    No hay dos puertas iguales; respetadlas todos. Yo siento una profundaveneracin por ellas; porque sabed que hay un instante en nuestravida, un instante nico, supremo, en que detrs de una puerta quevamos a abrir esta nuestra felicidad o infortunio

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  • Colofn

    Coleccin de material didctico: Literatura espaola del siglo XIX

    Se termin de editar el 16 de febrero del 2015

    en una Mac Pro 2012

    Para su elaboracin se utiliz InDesign CS6 versin 8.0 for Mac,

    Garamond 11 pts para cuerpo de texto y Eccentric 72/Eurostile 34 paraportadas.

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