junto al pozo xavier quinza

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Xavier Quinzá i I 'i'i i L'J I Desclée De Brouwer

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Page 1: Junto al pozo xavier quinza

Xavier Quinzá

i

I 'i'i i L'J

I

Desclée De Brouwer

Page 2: Junto al pozo xavier quinza

XAVIER QUINZA LLEO, S.J.

JUNTO AL POZO Aprende r de la fragilidad del a m o r

DESCLEE DE BROUWER

BILBAO - 2004

Page 3: Junto al pozo xavier quinza

© Xavier Q u i n z á Lleó, S.J., 2004

© E D I T O R I A L D E S C L É E D E B R O U W E R , S.A., 2004

Henao , 6 - 48009 Bilbao

www.edesclee.com

[email protected]

Diseno de portada: Luis Ak

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transforma­ción de esta obra sm contar con la autorización de los titulares de pro­piedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Repro-gráficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Printed in Spain

ISBN: 84-330-1889-2

Depós i to Legal: BI-1837/04

Impresión: R G M , S.A. - Bilbao

Í N D I C E

INTRODUCCIÓN. LAS SENDAS ESCONDIDAS DEL AMOR 11

La fuente que mana y corre 11 La noche, oscuridad y dicha presentida 13 Aprender los gestos del amor 15

PRIMERA PARTE:

ENTRAÑAS DE MISERICORDIA

1. LA BENDICIÓN DEL AMOR 25

Las voces de Sofía, sabiduría divina 25 Entrar en la tienda del encuentro 27 Las voces mudas de nuestra cultura 30 Fundar la pertenencia de nuestra vida 33 Para rumiar y repensar: orar con las parábolas . . 37

2. Los REPROCHES DEL QUE AMA 41

El pleito del que sufre el desamor 41 La arcilla y quien la modela 45 Nacer de lo alto: el amor como motivo 47 Para rumiar y repensar: es tiempo de dar fruto . . 50

3. LA FECUNDIDAD DEL DON 53

La muda 53 El pozo y la herida 55 La rehabilitación del deseo 58 Devolver la vida en un abrazo 61 Para rumiar y repensar: una mirada con

entrañas de misericordia 65

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SEGUNDA PARTE:

EL DULCE ROSTRO DEL AMADO

4. LA LLAMADA DE LA ALTERIDAD 69

Un beso en la frente del corazón 69 ¿El reino de los amadores de Dios o los amigos

del Rey? 72 El misterio escondido de una presencia 75 Oírte, verte, tocarte: cómo acoger el don 78 Para rumiar y repensar: agricultura de Dios . . . . 81

5. ESCRUTAR EL CORAZÓN 85

Cruzar el río 85 La entrada en la patria de Dios 87 El gozo de ver lo que otros no vieron 89 Ponderar el corazón, sopesarlo, aquilatarlo 92 Esto es "ser recibido" 96 Para rumiar y repensar: negociar lo recibido . . . . 98

6. REPRODUCIR SU ROSTRO 101

El cinturón de lino 101 Un rostro velado, radiante y luminoso 104 Dibujo de fe, dibujo de amor 107 Para rumiar y repensar: diversos encuentros con

el Señor de la vida 110

TERCERA PARTE:

LAS ENTRETELAS DEL ALMA

7. LA FRAGILIDAD DEL AMOR 115

Del molusco al vertebrado 115 Por las sendas del despojo 117 Discernir los afectos para madurar el amor 120 La hora decisiva: amar y más amar en el conflicto 121 Para rumiar y repensar: una mirada de implicación

la del que ama y es amado 124

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8. LA DESNUDEZ DE LA COMPASIÓN 127

La semilla y el árbol 127 Manifestación y ocultamiento 128 Sus heridas nos curaron 131 Los recorridos de la compasión . . . . . 133 Para rumiar y repensar: el escándalo de la Cruz

y su victoria 137

9. EL AMOR OCULTO 139

El itinerario personal del reconocimiento 139 Las entrañas del Resucitado: renacer de las

heridas 141 La bendición de la comunidad reconstituida . . . 144 Para rumiar y repensar: una mirada de vigilancia

para alimentar la espera 149

CONCLUSIÓN: LA FUENTE, EL AGUA, EL CAUDAL . . . . 153

El pozo del que brota la vida 153 Cuerpo de agua viva 156 La irrupción del caudal que no cesa 158 Consentir que el amor envuelva nuestra vida . . . 160

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I N T R O D U C C I Ó N . L A S S E N D A S E S C O N D I D A S

D E L A M O R

LA FUENTE QUE MANA Y CORRE

Las sendas del amor siempre son sendas escondidas. Porque no se transita por ellas como por una carretera conocida y sabida, sino que se tienen que descubrir en cada ocasión, como algo inexplorado y nuevo. Sólo se aprenden las sendas del amor recorriéndolas, haciendo camino con humildad. Porque el que quiera conocer el misterio del amor, humano o divino, tiene que hacerse como un niño chico y disponerse al aprendizaje cotidiano. No se puede amar sin aprender a ser discípulo del amor.

Para enamorar al amor hay que ir al pozo. Donde el manantial mana en lo escondido, es una fuente que brota en lo más hondo de la oscura selva de los deseos, en el lecho fangoso de las pasiones, en el limo negro de las entretelas del corazón. No se puede amar, en serio, de verdad, sin abismarse de algún modo en las entrañas del ser humano, en los vericuetos de la voluntad cautiva, en la maraña de lo que anhelamos, sin saber siquiera si es lógico o razonable.

Enamorar al amor, porque no se nos manifiesta sino en la caza, en la espesura de la selva ciudadana, en el acoso de los demás, los que parecen robarnos el tiempo de la coti-dianeidad, los que buscan y desesperan, los que no se atre­ven a hurgar en lo más candente de sus heridas. Al amor se le conquista, se le gana en la lucha cuerpo a cuerpo, alma a alma.

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Las sendas escondidas del amor tienen, en nuestra cul­tura, un hondón desconocido: el pozo oscuro del corazón, de donde brota lo bueno, pero también lo no tan bueno, o lo malo incluso. Es una utopía querer vivir el amor espiri-tualmente, si no nos aprestamos a plantarle cara a nuestras afecciones, siempre desordenadas y tumultuosas.

Las sendas del amor nos conducen a aprender a amar amando, y esa es la mistagogía del corazón, el aprendizaje que siempre comporta riesgos, porque nos lleva de acá para allá en las historias amorosas, desde el momento en que en nuestra cultura se ha roto, definitivamente, la gramática del amor. Lo que significa que no podemos hacer otra cosa que reinventarla de nuevo, en sus fragmentos humanos, en las piezas descolocadas de lo que vivimos, en la aventura del adentrarnos poco a poco y reconocernos capaces de liberar el amor, de hacernos sus cómplices, de aprender de los errores y caminar, una y otra vez, a trompicones.

Una iniciación espiritual se hace necesaria. Un mapa en el que orientarnos para no caminar en círculos, para apren­der a adentrarnos en ese laberinto dentro del laberinto que es el sentimiento amoroso. El gozo primero dará paso una y otra vez a la incertidumbre; el primer amor a la decep­ción por la que, inevitablemente, iremos descubriendo la evolución más desprendida, más madura. Y será necesario que nos dejemos ilustrar por el amor humilde, que es el rostro adulto del que espera y ama.

Las fuentes del amor son un manantial que nace en lo profundo del pozo del alma. Y desde ese manantial nos recorren de arriba abajo, y son capaces de empapar las zonas más áridas de nuestra geografía personal. Por lo tan­to, deseamos dejarlas correr sobre nuestro cuerpo como una ducha mañanera que nos vigoriza, zambullirnos en su frescura y purificarnos en ellas de todo lo que se nos ha pegado al corazón; buscamos sentir su regeneración y des­cubrir por fin la fecundidad del amor desprendido y libre.

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Fuentes de agua que saltan y corren desde el pozo del corazón, que nos sanan las heridas más pútridas y hedion­das y que nos renuevan las fuerzas, haciéndonos saltar como una liebre, desatados de las muletas que nos han puesto en las manos. Esa es la fuente que mana y corre... ¡aunque es de noche!

LA NOCHE, OSCURIDAD Y DICHA PRESENTIDA

La invitación a recorrer las sendas escondidas del amor es crepuscular. Al mediodía la sombra es imperceptible, la luz cenital deslumhra al que ama y le lleva a buscar la fres­cura de la tarde. Al atardecer, esa hora imprecisa en que el amor despierta, cuando todo calla, y el silencio de las cosas impone su presencia quieta, cuando parece que el cese de la actividad predispone a la contemplación, a mirar hacia adentro, al retiro. Cuando hasta los sentidos callan, cuan­do comienza la serena quietud de la noche, aún incipiente, presentida. Entonces es la hora del amor.

El declive de la luz nos otorga su bendición, pero es aún muy pronto para el reposo, porque el sosiego es todavía lejano, y la oscuridad parece adueñarse de la estancia, y su invitación nos llama a la búsqueda ardiente de otra llama.

Salir a la caza, en la noche oscura, con la luz de nuestra lámpara en las manos, es como una provocación. Aún no están libres los sentidos, aún queda mucho por ordenar en la casa de nuestro corazón, pero sólo el que busca, encuen­tra, al que llama se le responde, al que solicita se le otorga el don.

Es un don sólo presentido, porque la sed nos lleva a buscar el agua donde no está, a intentar beber en las cis­ternas agrietadas que no la retienen, a descubrir con auda­cia, todo lo que aún nos queda para encontrar la dicha de sabernos escondidos en su corazón.

Y, por eso, el camino de la iniciación es un camino lar­go y costoso. Todavía queda mucho amor propio en los

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repliegues del corazón y es necesario atravesar la noche, buscar y equivocarse de sendero, abrazando muchas veces los fantasmas del deseo. Bajaremos a los sepulcros, bus­cando entre los muertos el abrazo de la vida y nos tendre­mos que sanar de muchas decepciones, hasta aprender a vivir, en tantos y tantos amores, al verdadero amor.

La noche es el tiempo de la prueba, tiempo de desan­dar muchos caminos que nos han conducido a ninguna parte. Pero que nos ha dejado impresa en el alma otra enseñanza muy precisa: es necesario perderse para apren­der la intensidad desprendida del amor. Aprendemos a amar a golpes de miseria, no reteniéndola sino soltándo­nos de ella, amándola, como la fragilidad de nuestra tierra, pero descubriendo también, que es capaz de abrigar la semilla de la vida.

En la noche caminamos a tientas, pero con audacia, des­pierto el corazón para la aventura. No vemos con claridad, pero aprendemos de los trompicones amorosos, de la frus­tración de nuestro intento de abrazar lo que siempre nos huye y nos deja tan frío el corazón. Sabemos que el viaje es así, y no desesperamos. La noche será también un lugar de bendición, cuando gustemos el abrazo y nos despertemos, como de un sueño infeliz, ignorantes y atrevidos.

En los momentos de mayor oscuridad de la noche, cuando parece que hemos perdido el rastro del amado de nuestro corazón, debemos recordar que el camino es un ahondar en el pozo, apenas excavado, y que hace falta mucho vigor y mucha fuerza para seguir amando. Hondura, no espectacularidad, los trazos de su presencia aún no aparecen entre las sombras, las pepitas de oro se ocultan debajo de mucho cieno y arena.

Ahondar en el pozo, para descubrir mejor la herida. Atender fielmente a los medios pobres: sólo disponemos de ellos para la tarea. El amor está desnudo y nuestras manos, que se tienden hacia él, también lo están. No es únicamen-

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te un fruto dorado que pende del árbol y podemos dispo­ner de él a placer. Es una veta honda, que debemos rastrear, olfatear, seguir a tientas en la oscuridad de la noche.

Necesitamos un tiempo más pausado, un corazón más quieto, un cuerpo más distendido para alcanzar su don. Los signos son discretos, como de intimidad, y su imagen se va formando despacio en el alma; pero va calando, nos va invadiendo su débil presencia, se va haciendo capaz de más, nos va descubriendo la sorpresa, nos desmonta de las seguridades, nos descoloca.

APRENDER LOS GESTOS DEL AMOR

En este caminar nocturno y atrevido es donde pode­mos aprender los gestos del amor. El amor se nos hace espléndido maestro en cuanto nos dejamos enseñar por él. Pero debemos reconocer, ante que nada, nuestra propia ignorancia. Sabemos los gestos del amor humano, pero ¿cuáles de ellos nos sirven para expresar a Dios la adecua­da correspondencia amorosa? ¿Sabemos los gestos del amor de Dios?

La pasión por Dios la vivimos a ciegas. Sentimos su fue­go unas veces, otras el rescoldo en su ausencia, nos apare­ce vivo cuando nos sentimos desbordados de intensidad luminosa, pero también silencioso, frágil e impotente cuan­do nos salta la desgracia del mal y sus efectos destructores en los más débiles. Nos altera, nos sorprende, nos huye y nos asalta... ¡tantas y tantas veces!

En estas circunstancias, en estas extrañas formas de amor, ¿cómo corresponderle con acierto? ¿Cómo saber cuando deberemos insistir y cuando permanecer silencio­sos y expectantes? ¿Y con que gestos, con qué palabras podemos expresar nuestra pasión? ¿Cómo podemos "acos­tumbrarnos" a Dios, o mejor dicho, hacernos familiares a su amor, aprender su gramática?

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Nuestra vida, cada vez más, necesita y se fundamenta en una relación apasionada con Dios. Y necesitamos des­cubrir los signos de su paso, los caminos que deberemos recorrer junto a nuestros hermanos, las circunstancias que la posibilitan o la impiden. Por eso queremos explorar en este libro los signos del amor, su fragilidad y su ternura honda, junto al pozo...

Quizá suene como una exhibición casi impúdica, mos­trar por escrito lo que debe ser creación del amor, duelo entre dos, expresión íntima de afectos hondos. Pero creo que a todos nos ha ayudado consultar ciertos manuales para aprender y practicar los gestos del amor. De todos modos deberemos mantenernos dentro de los límites de lo más general y no bajar a inoportunos detalles. El amor, como tantas otras cosas, es una creación personal.

El cuerpo, en primer lugar, nos enseña lecciones de amor humano. Sabemos lo importante que es su expresión franca en gestos de cuidado y de acogida del otro cuerpo que nos ama: sabemos de los besos, las caricias, los abra­zos. La audacia y la prudencia se dan la mano en el amor. Si nos entusiasmamos sin mesura, se puede cerrar la cas­cara de los sentidos, y desconectar el flujo interior de la vida. Pero, si no sabemos iniciar el gesto de ternura, e insistir en la caricia, tampoco se nos abrirán los arcanos, y nos encontraremos sin aliento y fríos.

¿Cómo se debe estar, corporalmente, ante el encanto del amor de Dios? Los sentidos se agudizan cuando se reposa dulcemente, tanto como cuando se despiertan con fuerza. El silencio del cuerpo, la actitud vigilante y relajada, es necesaria para orar. Aprender a arrodillarnos puede lle­var tiempo: no sólo porque nuestras piernas se duelen, sino porque el orgullo de nuestro corazón se resiste a postrarse ante nadie. Pero podemos intentarlo y ver qué pasa. No se pierde nada.

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Buscar una postura cómoda, tampoco es la solución. La facilidad del cuerpo no siempre nos conduce a aumentar la sensibilidad interior, sino a relajar los músculos, quizá en exceso. Aprenderemos con cuidado, a base de tentativas, hasta descubrir la postura relajada y atenta. En realidad, se trata de ir a buscar lo que quiero, y a cambiar sólo cuando el mismo ritmo de la bendición lo requiera.

De pie, con los brazos en alto, en la postura pagana del orante, sirve para un rato y, además, puede tener la dificul­tad añadida de lo convencional. De todos modos, en mo­mentos, hay que adoptarla, porque ayuda a sabernos a la espera de su favor y ayuda. Aspiramos con mayor intensi­dad al abrir los brazos y levantar el rostro, lo que nos ayu­da para desear más, para mostrar el anhelo del corazón.

La postura recogida, sentados, con los brazos sobre el halda y las manos una sobre la otra, es una postura de entrega, de recogimiento, de respeto, muy apreciada por la oración quieta, aquella que permite centrar en el plexo solar las sensaciones. Implica reverencia, reconocimiento, nos pone en contacto con los pensamientos del corazón. Ayuda al diálogo sereno con él, en esos coloquios amables y esperanzados entre lo que nos resuena dentro y el impul­so fluido del Espíritu.

Postrados en el suelo, sobre una estera, y en el silencio de la noche, la oración puede ser una rendición callada, un importante acento de humildad y de reconocimiento. La noche, después de tres o cuatro horas de sueño, tiene un momento de gracia para rezar. Depende del propio ritmo de descanso, pero suele ser apropiado, cuando el Señor lla­ma, como al niño Samuel, en Silo, estar dispuestos a res­ponderle y aceptar gustosos, su vista.

Y en las circunstancias cotidianas de la vida, siempre hay un lugar de silencio reposado, en medio de la gente, en la mesa de trabajo o en el autobús. No hay que desdeñar nin­guna ocasión ni momento del día. Siempre cabe una mira-

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da atenta al corazón, un guiño de amor o un piropo senti­do. Momentos fugaces de levantar el alma hacia el secreto interior, de sentir y gustar su presencia constante y dulce.

Los gestos del amor son siempre creativos y variados. Cada cual los tendrá que aprender, dejándose guiar por Su divina mano, alertados por signos imperceptibles que nos indican que la comunicación está abierta, que el Señor de la vida nos reclama.

* * *

El libro que tienes entre las manos, consta de tres blo­ques bien definidos, compuestos cada uno de ellos por tres capítulos. Y organiza los temas de una manera propedéu­tica, de tal modo que todo el proceso, con sus reflexiones consiguientes a cada capitulo ("Para rumiar y repensar"), forman una verdadera mistagogía, en la línea de mi primer libro, Desde la zarza. Quiero decir que, poco a poco, nos vamos iniciando en los misterios del amor de Dios, que se expresa en todos los amores humanos que existen.

El primer bloque tiene como hilo conductor la necesi­dad sentida de descubrir la bendición como el hilo interior de nuestra relación con la vida y con el Dios de la vida. La bendición es un clima ante los demás y ante los aconteci­mientos de la vida, que se expresa como la respiración del ser vivo ante el Dios bueno, creando el fluir mismo y la sus­tancia de nuestra comunicación con El. Porque somos ben­ditos en su presencia, nos dirigimos a él, oracionalmente, en la forma de bendición. Y también nos orientamos desde ella en nuestras relaciones con los demás y con toda la creación. No hay otra oración cristiana sino la bendición.

Una vez asentada esa condición original que funda­menta la pertenencia de nuestra vida, de ser benditos, crea­dos y amados, desarrollamos en un segundo capítulo, lo bueno que Dios quiere para nosotros. Sus reproches, son los de un corazón enamorado, que quiere de sus benditos

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una respuesta de amor. La fragilidad de nuestra condición, la arcilla, le pide al que la modela que le enseñe el signifi­cado del "nacer de lo alto", porque ansia una regeneración para poder dar fruto.

En el último capítulo de este primer bloque, nos centra­mos en la fecundidad del don. Tenemos que mudar de piel, como los lagartos, dejar atrás lo viejo amado inservible y volvernos a la sed que nos alumbra el camino. Conocer el don y desearlo, los pozos de agua viva y la herida del cora­zón. Se hace necesario rastrear lo que fuimos, y rehabilitar el deseo nómada. Dejarnos abrazar para recuperar la digni­dad y la vida. Una mirada "entrañada" en la miseria de nues­tro corazón que nos devuelva el respeto por lo que hemos sido, es la condición para descubrir de nuevo la fecundidad.

Si el primer bloque nos ha puesto delante la bendición, como la herencia que recibimos, el segundo nos acerca al rostro de Jesús, el amado de nuestro corazón. En el primer capítulo experimentamos que Él es la bendición y la vida. Su presencia, su llamada, nos hace los amigos del Rey que, aunque ausente, sentimos su presencia cada día, como un beso en la frente del corazón. Y nos haremos presentes al misterio de ese Amor escondido, en la zarza ardiente de María, respuesta de alteridad a su invitación amorosa. Despertaremos el deseo de oírle, verle, tocarle, para saber­nos agricultura de Dios.

Una segunda perspectiva, nos sitúa ante la necesidad de la opción, antes de cruzar el río: ¿qué nos llevaremos para entrar por el camino de la bendición de la tierra y qué deja­remos a este lado del Jordán? La entrada en la patria de Dios nos pide ponderar bien el corazón, escrutarlo para alcanzar la vida verdadera y descubrir lo que significa "ser recibido". Deberemos negociar lo que se nos regala para hacer realidad el deseo.

La última aproximación de este segundo bloque, se centra en el deseo de adherencia a Jesús, que nos quiere

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junto a sí, como el cinturón se adhiere a la cintura de uno. Y de dicha intimidad nos descubriremos con un ros­tro, velado aunque luminoso, que se nos va imprimiendo en las entretelas del alma. Dibujo de fe, porque está vela­do, dibujo de amor porque brilla y nos alegra muy ínti­mamente. Los diversos encuentros personales con el Señor de la vida, nos han dejado una marca imborrable en la propia biografía.

La tercera parte de nuestro recorrido nos introduce en las entretelas del alma. La mayor parte del trabajo está hecho. Los ingredientes preparados, pero el plato se tiene que meter al horno. Tal como está, no sirve todavía como nutriente. Y el horno para nuestro espíritu, no puede ser otro que el misterio pascual de la entrega generosa del Señor de la vida. Ello nos exige otra atención, otro cuida­do, porque se actúa sobre nuestros deseos, se nos templa la voluntad y nos dejamos elaborar el corazón por el "mayor amor". Estamos ante el momento decisivo en el que la obra de Dios se intensifica.

La primera aproximación, de este nuevo bloque, nos sitúa en la contemplación del amor despojado y libre. Le queremos acompañar al Señor con un corazón agradecido, y permanecer en actitudes de amor humilde y reconoci­miento callado. Contemplamos lo que celebramos: el amor de Jesús que se abaja y nos muestra una actitud sorpren­dente de diakonía: vulnerable pero resistente. Nos cambia­rá la percepción de lo que somos, vertebrando la humani­dad mediante el despojo y enseñando la lección del amor que más y más ama en medio del conflicto.

El siguiente paso, todavía es más sorprendente y exclu­sivo: Jesús va a la pasión "apasionadamente", y su hora es la exaltación tanto como el ocultamiento. En la desnudez de la cruz hay un gran caudal de compasión que se derra­ma sobre nuestro miedo y lo cura de muchas viejas heri­das. Bajamos del sentir al consentir, de la apariencia desfi-

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gurada a los veneros de humanidad que encierra. Y debe­remos acompañar hasta el límite su entrega generosa y ali­mentar la espera.

Y al final nos encontraremos con la fuerza del amor que se oculta y se manifiesta milagrosamente. Hacer el recorri­do del reconocimiento es una aventura personal que nos llevará a descubrir tantas experiencias pascuales como bio­grafías de amistad. Las cosas cuadran cuando se ama y se busca. Por eso la nueva comunidad es la nueva humanidad, reconstituida por aquél que vive para siempre. El recorrido nos habrá hecho más capaces para vivir la bendición y alimentar la espera.

* * *

En conclusión: nos vamos a acercar junto al pozo de Jacob. Los pozos jalonan todo el itinerario de los patriar­cas en su itinerancia por la tierra que se les había prome­tido, pero que no poseían en propiedad. Es la señal de la permanencia de Dios junto a su familia, sus elegidos. Siquem es la primera etapa de la peregrinación de Abram desde Ur de Caldea. Guevar y Berseba son otros tantos pozos excavados por el padre de los creyentes en su camino, cegados por los filisteos y reabiertos después por Jacob. Siquem será el lugar de asiento de Jacob y sus hijos, herencia para mejorar a José, su predilecto, (Gn 48,22) y donde habían llevado a enterrar sus huesos traídos desde Egipto.

La fuente, que brota en el interior de ese pozo, ha sido liberada por la acción del Espíritu. Y la hemos visto surgir impetuosa de la peña de la cruz, del costado amante del crucificado. Nosotros sabemos que el agua de esa hendi­dura es la mostración de un amor patente que nunca se acabará. Hasta alcanzar las fuentes de la verdadera vida.

Hemos sido bendecidos, enriquecidos en nosotros mis­mos, por el contacto benéfico de Su mano humilde y sana-

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dora. Ricos de nosotros, sin la opresión del que nos regala algo ajeno. Él ha removido las capas de cieno y arena de nuestro corazón, y nos ha liberado para que el torrente de aguas vivas vuelva impetuoso a fecundar todos los rinco­nes de la existencia.

Junto al pozo descubrimos la fuente, el agua, el caudal... Ahora nos podemos sentir, en verdad, renovados por el amor, bañados por este nuevo bautismo. ¡Y con qué ansia lo deseamos!

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Primera Parte

L A S E N T R A Ñ A S D E M I S E R I C O R D I A

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I

L A B E N D I C I Ó N D E L A M O R

LAS VOCES DE SOFÍA, SABIDURÍA DIVINA

En Oriente, Sofía se representa como un ángel, joven en la plenitud, sentado en un trono imperial. Él es el principio que da origen a todo lo que existe. Personificado así, se nos aparece como un ser vivo, que respira y palpita pleno de vida, en el que se reúnen los atributos del bien, de la ver­dad y de la belleza.

El ángel Sofía señala a Cristo, al Espíritu, a la Madre de Dios, a la Iglesia, como caminos que hay que recorrer entre el mundo divino y el humano. Según la enseñanza de los padres griegos, el cristiano descubre en todos los seres la sabiduría divina que ha creado el universo.

Por eso el ángel está representado en los iconos, en el centro del cosmos y de la historia, aludidos simbólicamen­te por un círculo estrellado y una mandorla rosa y verde (la humanidad y la naturaleza); de él parten los rayos dorados de la gloria que envuelven y penetran toda la creación. El joven está coronado por Yahvé Sebaoth y por la Etimacía que es el trono preparado para Cristo en el día del Juicio; sobre él hay un paño y el libro de la Escritura. En torno a él se postran los ángeles en adoración.

La Sabiduría, Sofía en griego, se nos presenta en el libro de los Proverbios literalmente dando voces (8, 1-31). Alza la voz y clama desde las cumbres de las colinas y en los

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cruces de las sendas. Da voces en las puertas de la ciudad, y a la entrada de los portales, llamando a los hijos de los hombres. Les llama como un vocero, alguien que anuncia para susurrarles la verdad y la prudencia, porque ninguna cosa deseable y apetecible le puede igualar. Su fruto ocul­to es mejor que el oro, y se ofrece gratis a los que le bus­can. Ama a los que le aman y no se oculta.

Es la primicia del camino de Dios, y ha sido desde siempre su delicia. Por eso nos entrega un fruto acabado, porque ha jugado con Dios y es, ella misma, juego en su presencia, desde que trazó un círculo sobre la faz del abis­mo y asentó los cimientos de la tierra. Las voces de Sofía son el clamor de Dios que nos invita a gozar en su presen­cia, que nos busca para que le busquemos, que nos invita al juego del amor en una creación renovada.

Ben Sira también nos habla de Sofía, como alguien que busca reposo entre los hombres (24,lss). Y la presenta arraigando en un pueblo generoso, en la heredad del Señor. Allí, como un árbol lozano, se eleva hacia las nubes. Cedro del Líbano, ciprés del Hermón, palmera de Engadí, rosal de Jericó, olivo en la llanura de Yesdralón.

Exhala sus aromas y su fragancia como mirra o cina­momo, alarga con gracia sus ramas como el terebinto. Como la vida, ha hecho germinar la gracia, y sus flores son gloria y riqueza. Es el agua viva que inunda la tierra como el Pisón, el Tigris o el Nilo. Como el Jordán o el Eufrates rebosa de doctrina, en días de frutos nuevos o de vendimia.

Y nosotros somos la acequia, el canal que se deriva del río; y esa inundación nos rebosa, nos desborda con su agua viva. Y el canal se nos hace río y el río, ancho como un mar. "Venid a mí los que me deseáis, porque no sólo para mime he fatigado, sino para todos aquellos que me buscan. Bebe el agua de tu cisterna, la que brota de tu pozo, ¿se van a desbor­dar por fuera tus arroyos, tus fuentes de agua por las plazas?".

Las voces y el agua del ángel Sofía se hacen en Baruc instrucción y profecía (3,9-4,4). Hemos envejecido en tie-

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rra extraña, vivimos entre sepulcros, como los que bajan a las sombras. Y ahí nos busca la voz del ángel: "¿Por qué abandonaste la fuente? Aprende dónde está la fuerza, la luz de los ojos, los largos años, la paz y la vida". Nadie ha encontra­do a Sofía fuera del camino de Dios, nadie ha podido pene­trar en sus tesoros.

Ni la fuerza de los príncipes, ni la juventud y el vigor de los que les sucedieron. Ni se oyó hablar de Sofía en Canaán, ni entre los sabios de Agar, ni entre los mercade­res de Teman. No se la encontró entre los autores de fábu­las y narradores de cosas extraordinarias. Ninguno entre todos ellos tuvo memoria de sus senderos.

Muy grande es el mundo, la casa de Dios; grande y sin límites. ¿Quién pudo subir al cielo para arrebatar la sabidu­ría, o atravesar el mar para hacerse con ella? ¿Quién podrá encontrarla? Nadie imagina sus senderos. Sólo el que todo lo sabe la conoce, el que envía la luz, el que la llama y tem­blorosa le obedece, el que llama a los astros y dicen: Aquí estamos", llenos de alegría.

Sólo el Incomparable descubrió sus caminos y los ense­ñó a su amado, después apareció en la tierra y convivió con los humanos. "Vuelve, Jacob y abrázala, camina hacia el esplendor bajo su luz. No des tu gloria a ningún extraño. Somos

felices pues lo que agrada al Señor se nos ha revelado" (4, 2-4).

ENTRAR EN LA TIENDA DEL ENCUENTRO

"Hijo mío, cuando te acerques a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba, manten tu corazón firme, se valiente, no te asustes..." (Eclo 2,1). Todo el poema, del que sólo apunto el comienzo, es un serio aviso: si buscas la bendición, pre­párate para la prueba. No se alcanza la bendición sin apres­tarse a la lucha. Para ser bendecido, como Jacob, uno tiene que soportar el cuerpo a cuerpo durante toda la noche. Y sólo al amanecer se nos bendice.

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La insistencia de Ignacio de Loyola, va en la misma línea: a preparar y disponer el corazón para la aventura de escuchar la voz de Dios, y disponerse a dejar espacio a su personal bendición. Es como afinar el dial y buscar la lon­gitud de onda adecuada para hacerse perceptivo a los sig­nos sonoros de su visita. Tenemos que afinar bien, porque lo que se escucha de inmediato es lo más aparente, pero no lo más verdadero. Y en medio de tanto ruido estridente, hay un lugar en el dial interior para alcanzar la emisora que buscamos. Sólo tenemos que iniciarnos en saber discernir entre tantas voces la voz del corazón, la que resuena, quizá tímidamente, en nuestro interior.

Para entrar en la bendición, que siempre es un don de Dios, debemos prepararle un corazón sereno, sin agitacio­nes, sin ninguna actividad, por eso es necesario un cierto tiempo de oración sencilla. Un tiempo para dejar la activi­dad, lo que exige, necesariamente, permanecer. Perseverar en la oración es el único consejo del Señor, que no nos pide en el Evangelio solamente que oremos, sino que per­severemos en la oración. Un tiempo largo, aquel que se entrega con generosidad, es la primera base para alcanzar la bendición de Dios.

El salmo 34 nos lo repite también, de un modo muy bello: "Bendeciré al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca". En todo momento significa una invita­ción a la permanencia en la bendición, especialmente para nosotros, que no sabemos bendecir. Tenemos mucha más práctica en maldecir, o sea, en renegar, lamentarnos, criti­car, juzgar todo con dureza o indiferencia. Y deberemos aprender a bendecir.

La bendición es una invitación a entrar en su presencia y a continuar en ella todo el rato. Es un movimiento casi espontáneo del corazón que está colmado. Porque hace falta estar lleno para bendecir, que es siempre un rebosar del corazón, un exhalar el perfume interior, como una flor que se abre.

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La bendición es el fruto maduro de una manera de estar en la vida: confiados, en buenas manos, con el cora­zón quieto, como la criatura que duerme, saciada, en el regazo de su madre. La mejor bendición es el grito espon­táneo de una criatura contenta por algo. Bendecir es una forma de vivir, de estar con los demás, desde la gratitud del que todo lo recibe y nada retiene.

María, la bendita por antonomasia, es una figura exce­lente de esa actitud, que se hace estilo de vida, que se derrama en atención y servicio a los demás. La llamamos "bendita", bienaventurada, todas las generaciones, porque es fruto acabado de la bendición de Dios, ya que por ella hemos sido agraciados con Aquél que derrama toda ben­dición en el cielo y en la tierra: su propio hijo, Jesucristo.

Por todo ello, se nos invita a bendecir, entrando en la tienda del encuentro. Plantada en nuestro jardín, no hemos de ir fuera del campamento a buscarla, a cierta distancia, como la que levantó Moisés, que hablaba con el Señor cara a cara, como habla un hombre con su amigo. Nosotros, por María, tenemos otra tienda, no erigida por manos humanas, sino por el Espíritu de Dios: tienda que es lugar de encuentro, cuerpo vivo del Hombre, que nos invita a la comunión íntima, al descanso, a la cena de amistad.

El Señor ha querido plantar su tienda en nuestra tierra y nos convida a entrar en ella. Como a Moisés, pero sin velos, allí se nos revelará la gloria del Señor. Como él, una vez en la tienda, tampoco nosotros querremos caminar si no es El mismo el que camina a nuestro lado. También desearemos ver su rostro, agazapados en la hendidura de la peña, y que se nos revele el nombre nuevo, el único, el que sólo el Señor nos puede revelar.

"Guarda, hijo mío, tu corazón, porque en él están las fuentes de la vida" (Prov. 4,23). Esta advertencia de la sabiduría antigua, resulta muy adecuada para nuestros días. Aprender a bendecir es una tarea del corazón, y éste debe ser guar-

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dado con más cuidado. El manantial está hondo, y brota con fuerza, pero también se puede cegar con facilidad, debi­do, sobre todo, a nuestro descuido. La arena y el cieno pue­den cegarlo, y no permitir el paso a la corriente de la vida.

Entrar en la tienda del encuentro es asegurarnos un título de propiedad, aunque sea como huésped inoportu­no. Necesitamos saber que tenemos abierta la puerta, que el pacto de amistad nos mantiene despiertos, que nos podemos sentar a la mesa y alimentarnos de la pertenen­cia adquirida. Somos suyos, y podemos rehacer los víncu­los como quien se sabe amado y bendecido.

En la intimidad de la tienda hacemos la gozosa expe­riencia de ser deseados por Jesús, el Dios con nosotros y junto a nosotros. Son las vivencias las que confirman el cli­ma de la entrega. Nos pertenecemos el uno al otro, nos dejamos cambiar el corazón y aprendemos a saborear el amor en medio de lo cotidiano de nuestra vida. Descu­brimos un alimento nuevo que nos hace sentir el gozo de sabernos bendecidos y amados.

Jesús inaugura sus señales en un ambiente de bodas. Y la boda, lo sabemos bien, es siempre el símbolo de la alian­za de Dios con su pueblo. Inducido por el amor y el cui­dado atento de María, su madre, el Señor adelanta su hora, hace presente lo definitivo, transformando el agua en vino. Lo bueno, el vino mejor, el que ha estado guardado hasta ahora, se hace brindis de gozo y de fiesta. Y la manifesta­ción de la gloria de Dios, que hace aumentar la fe de los discípulos en Jesús, se trenza en el baile y la música de unas bodas aún mejores.

LAS VOCES MUDAS DE NUESTRA CULTURA

Deberemos mirar con cuidado y hacernos más cons­cientes de lo fácil que nos resulta desoír al corazón y blo­quear así el manantial de la vida. No todo nace del cora­zón: hay voces sonoras y voces mudas. Y, unas y otras, se

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pueden dejar oír desde muchos registros y en muchos ángulos de nuestra vida. Las unas, las interiores son sono­ras, aunque a veces sólo se perciban a base de mucha aten­ción; las otras, las de afuera, pueden ser, unas veces, mudas y hacerse sentir sin reflexión ni discernimiento, pero otras son claras y definidas.

Esta últimas son menos peligrosas, porque las identifi­camos como "de afuera", no las reconocemos como nues­tras y podemos estar más advertidos respecto a su influjo en nuestras ideas o nuestros actos. Pero no podemos olvi­dar el mecanismo de ocultamiento propio de nuestra cul­tura, la invisibilidad de sus propuestas, que oculta mejor los mensajes que más le interesa comunicar. Estos son las voces mudas.

Mirar con cuidado, o escuchar con cuidado, porque las voces mudas de nuestra cultura tienden a infiltrarse en las capas más externas, pero sin mostrar claramente de donde vienen, y pueden, a veces, despistarnos. Creemos que son nuestras, pero sólo es nuestra la resonancia, por­que son voces, discursos, pensamientos que no nacen del corazón, sino que proceden de nuestra cultura.

¿A qué nos referimos con estas "voces mudas" de la cul­tura? Son los implícitos que están por debajo de los hechos mismos, fórmulas de pensamiento que circulan sin hacer ruido, pero que impregnan, o pueden impregnar de una manera insidiosa nuestro pensar. Son los implícitos que no se confirman sino con los hechos, los subterráneos del len­guaje, el fajo de "decires" y "sentires" del mundo de lo coti­diano que se arraigan inconscientemente en nuestra alma. Un sustrato cultural de formas de pensar y sentir que, sin ser nombrado expresamente, inciden decisivamente en todo lo que hacemos y pensamos.

Estas formas de pensar infiltradas son las que fundan muchos de nuestros discursos, de nuestros pensamientos conscientes, incluso muchas de nuestras relaciones. Y ahí

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sí deberemos estar precavidos. Porque, sin darnos cuenta, podemos fundar nuestra relación con Dios, con los demás y con la vida, desde esos esquemas no verdaderamente dis­cernidos.

Hay una sabiduría de Dios, un arcano de su Palabra que se confronta con la sabiduría del mundo, la de nuestra cul­tura, sea cual sea. Y, si queremos fundar la pertenencia de nuestra vida, no podemos hacerlo a la ligera. Deberemos atinar bien, escuchar mejor sus voces, las sonoras, las del corazón, que es el lugar de donde procede nuestro manan­tial, el lugar en el que el Espíritu de Dios hace brotar las verdaderas fuentes de la vida.

La del mundo es una sabiduría que tiene una raíz prin­cipal, pero muchas ramas. En nuestra cultura se nos pre­senta como un deseo radical de autonomía personal y de libertad sin trabas. Vivimos en medio de muchas voces que nos hablan, como de lo mejor, de vivir el ideal de una liber­tad "desarraigada", de una búsqueda, sobre cualquier otra cosa, de independencia y autonomía del propio yo.

De esa única raíz, insidiosa y retorcida, brotan muchos troncos y muchas ramas. La cultura del yo, con su inci­dencia en una radical manera de vivir sin compromisos, haciendo "mi real gana", desprendidos de cualquier tradi­ción que reivindique obligación moral o fecunde otros modos de vida más arraigados a lo bueno ya vivido. Cultura que se preocupa por investir diferentes estilos de vida, todos ellos propios de esa implantación de la absolu­ta soberanía de la voluntad individual y del deseo de lograr el éxito a costa de lo que sea.

Otra rama bastante desarrollada y diversificada en muchas otras de menor tamaño, pero muy frondosa, es la cultura de la autosuficiencia y la búsqueda de protagonis­mo en todo lo que hacemos. Estar en el centro del esce­nario, capitalizar los dones que el Señor nos ha dado para brillar y deslumhrar, conseguir ser el punto de mira de los

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más, para atraerlos con la fascinación de nuestras cualida­des. La autosuficiencia nos arrastra sin piedad a dejarnos la piel en la competitividad profesional o en la búsqueda de satisfacción a toda costa. Y si ello comporta la mani­pulación del otro, del que menos tiene, cautivado por la prestancia de nuestros recursos, peor para él. Es la ley del escenario.

FUNDAR LA PERTENENCIA DE NUESTRA VIDA

Fundar la pertenencia en la sabiduría de Dios, entrar en la intimidad de su tienda, escuchar su voz y acogerla, buscar reposo y calma en sus brazos amorosos para tanta ansiedad del corazón, tiene, evidentemente, sus propios caminos. Y no son los que hemos descrito sumariamente arriba.

La sabiduría de Dios, la que funda en verdad nuestra vida, tiene otra raíz: la comunión. Un deseo tan radical de comunión que le ha llevado a salir de sí, a manifestarse en su bondad creando el mundo y dándole al hombre el cul­men de su misma creación. Pero, sobre todo, un deseo de comunión tan radical, que ha hecho que su Palabra asu­miera nuestra condición humana, despojada de su catego­ría de Dios, para compartir nuestras tristezas y nuestras alegrías, nuestras angustias y temores.

Frente a la raíz fundamental de la sabiduría del mundo, que es deseo radical de autonomía, la sabiduría de Dios se abaja para comunicarse a nosotros, en un deseo radical de intimidad amorosa.

La raíz amante de esta Sabiduría, que ha plantado su tienda entre nosotros, tiene también sus propias ramas, frondosas hojas y sabrosos frutos. Unas y otras nos ense­ñan a vivir la creaturalidad en libertad arraigada y no nar-cisista, a enfocar los destinos de nuestra existencia en el orden de la alabanza y el servicio, en el reconocimiento

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de los recursos propios, puestos al servicio de los demás, en responsabilidad madura.

En primer lugar, porque la sabiduría no se afianza en la seguridad propia sino en la propia fragilidad. Somos cria­turas, seres hechos del barro de la tierra, que no es, preci­samente, el más noble material. Y como criaturas, limita­das. Estas dimensiones creaturales de nuestro existir nos limitan a la vez que nos potencian y son para nosotros, fuente de equilibrio y moderación en la vida.

La sabiduría de Dios nos muestra el primer lugar en donde deberemos equilibrar, tanto cuanto podamos, nues­tra estabilidad humana: la corporalidad. Hombres y muje­res dotados de un cuerpo que nace indefenso y necesita de los cuidados maternales de quien nos trajo a este mundo. Cuerpo saludable o no, que crece y se desarrolla sometido a los avatares de muchos ataques externos, pero que nos enseña que tenemos fecha de caducidad, que nuestra ener­gía se tiene que renovar, que el cuidado de la salud es una responsabilidad, pero no el único objetivo de nuestra vida.

"Tanto cuanto", este es el mejor consejo para vivir la corporalidad como una dimensión, a la vez, de fragilidad y de capacidad. Nuestra cultura también nos influye con sus voces mudas y nos hace desear la juventud fáustica de ple­nitud dorada, tan deseada como imposible. Pero ese cui­dado excesivo, contra el paso del tiempo, o en el ensueño de un cuerpo siempre joven, tiene sus propios costes.

La salud, en un grado o en otro, es un bien deseable, pero no un absoluto. Y a veces parece que sí lo es. Aprender a bendecir con nuestro cuerpo, en la salud o la enferme­dad, en la fuerza y la flaqueza, en la elasticidad cuando fue joven y en la sabiduría de las arrugas cuando ya no lo es. Demasiadas veces nos dejamos llevar por ciertas voces que enaltecen la salud, la fuerza y el vigor, físico o incluso sexual, sin aprender a vivir en armonía con las propias carencias corporales.

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La sabiduría en la queremos fundar nuestra vida es una sabiduría, también, de las carencias. Y, como los recursos propios, las capacidades intelectuales o morales deben ser potenciados al máximo, no podemos olvidarlo como con­trapunto necesario. Somos seres de riqueza y la queremos compartir con los demás y afirmarnos en ello. Pero no que­remos fundar en ello la pertenencia de nuestra vida. Somos seres de deseo, carentes y ricos a un tiempo. Y tendremos que aprender, una vez más, a relativizar tanto las riquezas como las necesidades. Riqueza o pobreza, lo importante es mantener la propia estima y abandonar los anhelos en manos del Señor de la vida.

Y dígase lo mismo del necesario reconocimiento de los otros. Materia delicada, donde las haya. Porque si bien es cierto que deseamos ser reconocidos en lo que somos, y aceptados por los demás, para poder arraigar correc­tamente en la vida, no lo es menos, que la búsqueda desesperada de estima es un desgaste más que notable. La estima de los demás nos es tan necesaria cuanto menos estemos arraigados a la riqueza propia y a sus propias posibilidades. Pero la afirmación confiada en la vida, no exige ni reclama tanto reconocimiento de los demás. Otra vez, tanto cuanto.

Y, por último, está el tiempo de nuestra vida. El tiempo es el gran tesoro, y cualquiera nos lo puede robar. Vivimos gastándolo, y sólo lo redimimos si lo empleamos bien, de acuerdo a nuestras propias opciones vitales. Rescatar el tiempo es disponer serenamente de él, hacer de él la oca­sión para lo bueno: el bien que hacemos y nos hace. Pero hacernos siervos del tiempo puede ser, para nosotros, una tentación. Si vivimos el tiempo que nos ocupan los demás como un robo, como algo que nos pertenece y ellos nos quitan, les consideramos rivales y no hermanos. El que vive la vida como una posesión, siente el paso del tiempo como una pérdida.

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Decía Epicuro, el sabio de la amistad y los buenos pla­ceres, que "quien se olvida de lo bueno vivido, se hace viejo ese mismo día". Vivir la preferencia del deseo, como nos insiste San Ignacio, es devolver la flexibilidad a nuestras rigideces. La "alegre libertad" que experimenta Mary Word como una separación amistosa de las cosas de este mundo. La memo­ria de lo bueno vivido es nuestro caudal, del que vivimos día tras día, el que nos alimenta y brota impetuoso de nuestro corazón. Pero también es nuestro patrimonio, nuestra he­rencia de bendición, reservada por el Señor desde antiguo para sus elegidos. Herencia y promesa de futuro. Y, en las ocasiones difíciles es también nuestra barricada, detrás de la que nos enfrentamos a muchos olvidos y maldiciones.

Caudal, patrimonio y barricada, en eso consiste la ben­dición para los benditos que el Padre atrae hacia sí y les regala el Reino prometido a los mismos ángeles del cielo. El himno a la gloriosa generosidad de Dios, del comienzo de la carta a los Efesios nos pone delante esta misma lec­ción: podemos aprender a alabar, a bendecir en todo al Único, porque nos sabemos, en su presencia, bendecidos, santos, amados. Consagrados por el Amor.

Aprender a conjugar el verbo "alabar" para aprender el idioma de Dios, para vivir en su sabiduría, el tesoro más grande. La alabanza es el fin de la creación y de la historia, porque las obras de Dios no le ocultan, sino que nos in­vitan a buscarlo. El esplendor de su majestad, que Isaias, aquel joven sacerdote de veintiséis años, pudo contemplar llenando el templo de Jerusalén.

Gloria del Señor, cuyo templo es el cosmos, vinculada a la creación como transparencia suya, manifestación de su amor a la humanidad: "Los cielos pregonan lo gloria de Dios, el firmamento la obra de sus manos" (Sal 19). Pero también vinculada a la espléndida dignidad de la persona humana, cornado, ensalzado, hechos un himno a su gloria. Y, sobre todo vinculada a la persona de Jesús, de quien hemos vis­to su gloria, hemos gustado de su dulzura.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

ORAR CON LAS PARÁBOLAS

Orar con las parábolas es un ejercicio de mistagogía, es decir, de iniciación en los misterios del Reino de Dios. Es un ejercicio de relectura atenta de la propia vida. Necesi­tamos pasar la propia vida por una mirada nueva, des­de claves evangélicas, que nos permitan contextualizarla de nuevo. Al final de cada capítulo, vamos a diseñar un cierto itinerario mistagógico: diversas miradas de la nove­dad de Dios sobre el transcurrir de nuestra biografía.

Al situar lo vivido en otro escenario, se nos despiertan sentidos nuevos, se nos abren otros espacios, se nos capaci­ta para leer lo que somos con otros ojos. Nuestra vida no es eso que conocemos, fijado irremediablemente por lo que hemos vivido, sino que es un material más moldeable, por­que siempre está abierta a nuevas e inéditas lecturas. Los capítulos de nuestra vida tienen información muy impor­tante, pero de la que no hemos caído en la cuenta. Si la rescatamos, podemos volver a leer nuestra vida de otro modo.

Necesitamos pedir la mirada de Dios sobre nuestra vida. Ella nos hará vivir descubrimientos importantes, claves nuevas para leer lo que somos y lo que podemos ser.

a) ¿Por qué habla Jesús en parábolas? Jesús habla en parábolas para suscitar la apertura del oído, la claridad de la mirada, para ejercitar a los suyos en una mistago­gía del reino de Dios. En ella sólo los que se están ini­ciando pueden ser introducidos al misterio del Reinado de Dios sobre ellos y sobre su vida. Los otros no; Jesús lo expresa con una hipérbole profética: "Oír oiréis, pero no entenderéis, mirar miraréis, pero no veréis (...) no sea que vean con sus ojos y oigan con sus oídos, entiendan con su corazón y se conviertan y yo los sane!" (Mt 13, 14-15).

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Es una clara provocación que se nos dirige desde el deseo de llegar a nuestro corazón y curarlo de todas sus rigideces: cegueras o sorderas de nuestro espíritu. Nosotros hemos recibido el don de la sabiduría, y el mismo Señor nos lo confirma: "Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen" (ib. 13,16). A nosotros se nos han dado a conocer los misterios del Reino.

Somos los hijos de la Sabiduría que ven y reconocen las obras de Dios en el corazón de sus hijos, "ha Sabiduría se ha acreditado por sus hijos" (Le 7,35). Como el cora­zón del pueblo se ha embotado, se han hecho incapaces de oír y ver las señales de la irrupción de lo nuevo. Los sig­nos que acreditan a Jesús como enviado son muy claros: "Idy contad a Juan lo que habéis visto y oído... " (Le 7,22). Los signos del Reino tienen un doble sentido. Los ciegos ven para que nosotros reconozcamos a Jesús como el Esperado; los sordos oyen para que se abran nuestros oídos a su Palabra y nos cure el corazón.

b) Las parábolas son para que fundemos nuestro saber cotidiano. Jesús no se inventa las parábolas, sino que las encuentra en las situaciones cotidianas, son la salsa de todos los días, retazos de la vida en su ambiente concreto. Pero hay una sabiduría escondida en cada una de ellas que deberemos descubrir, una sabiduría para gente que se está iniciando en la acción de Dios en su corazón, sabi­duría evangélica sobre la vida.

El género narrativo le permite conectar con sus oyen­tes, hablarles en su lenguaje, de sus cosas cotidianas, y abrirles a otra dimensión, la de la acción secreta de Dios en sus vidas. Esa presencia frágil y pequeña, como un granito de mostaza que se debe acoger y cuidar para que dé mucho fruto.

c) ¿Cómo leerlas oracionalmente? Orar con las pará­bolas significa, en primer lugar, contemplar la historia: es

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lo más sencillo, son relatos directos que nos hablan sin con­ceptos, sino con imágenes. Cuentan dinámicas, formas de actuar, se refieren a cosas que tienen que ver con personas concretas que todos conocemos. Se trata de hacernos pre­sente a esa historia. Primero, escuchándola, y después for­mando parte de ella. Ocupando el lugar de alguno de sus personajes, repitiendo sus gestos, sus palabras.

Después apropiárnosla para la vida. Buscar una situación similar en la que hayamos participado o vivido. Un hecho de vida en el que hayamos tomado parte o pro­tagonizado. Apropiarnos de esa historia sintiéndola viva en nosotros. "¡Esta historia es mi historial". Traer a la memoria sucesos de la propia vida, cosas que nos pasaron, actitudes que hemos tenido o tenemos parecidas a las que estamos escuchando. Hacer un trabajo paciente de reme­morar, de recordar, de volver a vivir...

Y, por último, hacerle espacio a Jesús (o al Espíritu o al Padre). Hablarle, verle actuar, escuchar sus palabras, las que El nos dirige personalmente. Pedirle lo que necesi­tamos, sugerir sentimientos del corazón: dolemos por lo mal hecho, agradecer, rogar... con insistencia.

d) Las parábolas son nuevas miradas de Dios sobre nuestra vida. Thomas Keating nos introduce en el tema: "Cuando se abraza seriamente la oración contemplativa, nos encontramos con la realidad vivida (...): la inversión de las expectativas, la liberación gradual y con frecuencia dolorosa de programas emocionales para la felicidad, y el descubrimiento creciente del Reino de Dios en lo ordinario y en la vida cotidiana. Con mucha frecuencia la experien­cia de "corrupción " -lo que se considera al principio como crisis o catástrofe- es, en realidad, la ocasión de la irrup­ción del Reino, pues Dios nos invita a cambiar no tanto la situación como nuestras actitudes" (Keating, 1997).

Esta idea de que las parábolas nos inducen a una experiencia de "corrupción" es muy importante, porque

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significa que la mirada de Dios sobre nuestra vida nos alerta sobre un cierto orden de cosas en el que estamos ins­talados y que, sin saberlo, nos está condicionando para la ceguera o la sordera a la acción de Dios.

Dejarnos sorprender por las parábolas es el interés de Jesús con sus oyentes; alterar su modo de ver la vida, co­rromperlo, para hacernos ver que Dios mira de otra ma­nera, y que, sólo cuando nos convertimos de nuestra vista miope o sordera secular, podremos abrir el corazón a la novedad del Reino de Dios.

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L O S R E P R O C H E S D E L Q U E A M A

EL PLEITO DEL QUE SUFRE EL DESAMOR

Los textos de acusación, en la vieja alianza, forman un estilo literario, enraizado en la tradición profética y sapien­cial del pueblo de la Biblia. Esta tradición bíblica del pleito del Señor con su pueblo, viene ilustrada de un modo muy gráfico en el profeta Miqueas (cap. 6). Igualmente en Oseas (cap. 2) o en los salmos 50-51. El esquema se repite igual en los diversos textos: los reproches del Señor, las excusas del pueblo y la revelación de lo que es bueno y, además, quiere el Señor para su pueblo.

Estos pleitos diversos, siempre comienzan con un anun­cio público. Por ejemplo, en el profeta Miqueas: "¡Escuchad, montes, el juicio del Señor!". O el comienzo del salmo 50: "¡Convoca el Señor a los cielos y la tierra al juicio de su pueblo?. También el profeta Oseas proclama con cierto drama­tismo, y no sin razón: "¡Acusad a vuestra madre, acusad­la1.". Resulta curioso ese deseo del Señor de sacar a la luz la infidelidad del pueblo, y juzgar públicamente su mal pro­ceder. Como si al proyectar luz sobre el pecado, se hiciera más fácil afrontarlo.

A renglón seguido viene la lista de cargos. Es una denun­cia, igualmente abierta, de un proceder que Dios no puede aprobar con su silencio. "¿Eso haces y yo voy a callarme? ¿Crees que soy como tú?", es el salmista el que toma ahora la voz en nombre del Señor.

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Lo más interesante es caer en la cuenta del tono de reproche que emplea: como el de alguien que sufre y ento­na un lamento de amor. No es tanto que nos acuse como un juez que quiere dejar clara la culpa de su pueblo, sino más bien, como quien se siente profundamente herido y muestra el desgarro de su corazón. No parece ser El el ofendido, sino el que se pregunta qué le ha hecho al pue­blo, en qué le ha ofendido, y quiere una respuesta amoro­sa ante su olvido y su insensibilidad: "Pueblo mío, ¿quéte he hecho?, ¿en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!" (Miq 6,2).

Ante el reproche de amor de un corazón que tanto ha amado y tanto sufre el olvido y el desamor, la respuesta del pueblo no es de correspondencia amorosa. En lugar de entrar en ese diálogo de intimidad dolida y de respeto, se extiende en una ristra de excusas falsas y de autojustifica-ciones que le cierran aún más en su pecado. Conviene que las exploremos detenidamente porque suelen ser, también, las nuestras.

El primer capítulo es el de la preocupación por la propia imagen. Cuando se nos echa en cara la infidelidad, lo primero que sentimos es la dificultad de aceptarnos en tal condición. Se nos hace imposible arrostrar con clari­dad la imagen de pecadores, pero no tanto ante nosotros, sino por el deterioro insufrible de nuestra propia imagen ante los demás. La primera reacción es alejarnos del Señor de la vida, sentirnos indignos de presentarnos ante El con nuestra imagen hecha jirones: "¿Cómo me presenta­ré ante ti...?".

La segunda reacción, muy unida a la anterior, es la de la culpa que se nos echa encima, y se disfraza de autocas-tigo. Si hemos obrado mal, deberemos pagarlo. Y la ima­gen de un Dios al que debemos aplacar, que difícilmente se compagina con el rostro dolido del Padre de la Biblia, nos aparece en el horizonte de nuestra conciencia culpa­ble. Y somos capaces de dar como pago por nuestro deli-

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to al primogénito, la parte mejor de nosotros mismos, con tal de sentir que pagamos la deuda y nos liberamos así de su misericordia. Es otra reacción nefasta: "¿Con que te apla­caré. .. ?".

Y la tercera, también muy conocida por nuestra propia conciencia de labilidad y autoengaño, es la ignorancia manifiesta de la suerte del hermano. No querer hacernos responsables del mal inferido a los demás, del desamor, de la desgracia en la que hemos colaborado tan eficazmente. Aquellas terribles palabras de Caín: "¿Soy yo el guardián de mi hermano?", que muestran la insensibilidad de un corazón fratricida, han brotado demasiadas veces también de nues­tra boca.

Deberemos explorar mejor nuestro corazón para des­cubrir los implícitos de nuestras malas acciones, y reaccio­nar ante los reproches amorosos del Señor. Pero no es tan fácil como parece, porque en nuestra cultura hay un gran déficit de este lenguaje del pecado y del perdón. Hace fal­ta mucho valor de corazón para afrontar las denuncias que nos hacen los desposeídos, aquellos a los que hemos pri­vado de lo necesario, a los que hemos ofendido con nues­tra insensibilidad, y quizá incluso, con nuestro desprecio.

Es cierto que hay muchos peligros en el lenguaje del pecado. Es una semántica extraña para nuestra sensibilidad moderna, que piensa con sarcasmo que la historia no deja cicatrices. Somos capaces de pensar en otros conceptos: fallos, debilidades, errores, limitaciones... Pero, ¡qué difícil nos resulta afrontar la responsabilidad de lo que hacemos y de lo que dejamos de hacer! Vivimos en un clima de ver­dadera hipocresía social e incluso religiosa.

Ciertamente tendremos que purificar de una manera profunda ese lenguaje. Algunos de sus peligros están muy enraizados en el narcisismo, en la tendencia autocupabili-zadora y neurótica, en el sentimiento oscuro de la mancha, y en la dificultad de aceptar el deterioro de la propia ima-

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gen. Tendremos que devolverle el sentido original y vin­cularlo más con el querer del corazón, con la aceptación responsable de lo que hacemos mal, con la obligación de reparar el daño que causamos a los otros.

Recuerdo una definición de pecado que me ha ayuda­do decisivamente, en mi maduración de la conciencia moral a lo largo de la vida. "Pecado es todo aquello por lo que quiero pedir perdón y que se me ha revelado por el grito del oprimido o por la voz del profeta". Vincular el pecado, con lo que éste comporta, al deseo de pedir perdón, cambia radicalmente el paisaje emocional de la culpa y revierte a su sentido original el concepto de pecador. La concien­cia se nos despierta cuando salimos del propio autocon-cepto y nos referimos a un "tú". El rasgo más definitivo de una conciencia no alterada de pecador es precisamente el "coram te", es decir, "ante ti", única referencia realmente liberadora. Por eso, sólo ante otro "tú", ante otra persona, a la que hemos ofendido o dañado, podemos alcanzar la gracia.

Y este es final de nuestro recorrido. Tendremos que darle la razón al dato bíblico cuando nos pone delante otra voz, cuando se nos acusa, se pleitea con nuestra insensibi­lidad, se nos saca los colores. El grito del oprimido o la voz del profeta. Porque necesitamos que otra instancia nos alerte de lo malo que hacemos. Se da en nosotros una ten­dencia muy general a silenciar la propia conciencia para lograr los propios objetivos egoístas.

Aprender lo que el Señor desea de nosotros, lo que es bueno para alcanzar la paz del corazón, es un proceso que deberemos recorrer ante los demás, los que nos sacan del círculo cerrado de nuestra aparente buena conciencia: el profeta nos lo quiere dejar bien claro: "Hombre, ya te he explicado lo que es bueno, lo que el Señor desea de ti, que practi­ques la justicia, ames la compasión y camines humildemente con tu Dios".

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LA ARCILLA Y QUIEN LA MODELA

Es de nuevo la voz del profeta, esta vez ese desconocido del exilio que llamamos el segundo Isaías, el que nos pone delante el motivo de nuestra reflexión: "¿Dice la arcilla al que la moldea, qué haces tú?" (Is 45,9). Es una pregunta retórica que expresa más la sorpresa y la incredulidad de un absur­do, que otra cosa. ¿Cómo puede protestar la arcilla, que está siendo formada por las manos hábiles del alfarero, y decir que qué le hacen? Es, a la vez, la paradoja del ser humano: que sabiéndose frágil y quebradizo como el barro, tiene la osadía de interrogarle a su Hacedor. Y de esta sorpresa que­remos dar cuenta, reflexionando con más cuidado.

El ser humano es fragilidad y contradicción. No es poco que nos sepamos débiles de condición, monos desnudos, que no pueden sino sobrevivir en una tierra inhóspita, a base de astucia y de inteligencia. Es que, además, nos sabe­mos esclavos de una ley de rebeldía que no nos deja acep­tar la débil condición de la que estamos hechos. Somos barro de la tierra al que el Creador sopló en las narices un aliento de vida.

Combatimos contra nosotros mismos desde la grieta abierta en el fondo de nuestro ser. Un combate continua­do de nosotros contra nosotros. Pablo lo sabe bien: "No hago el bien que quiero (...) sino el mal que no quiero" (Rom 7,15). Otro hombre, conocedor del corazón humano en sus repliegues más inconscientes, Sigmund Freud, expresó esta simple verdad a su modo: "Elhombre no es dueño de su propia casa". Es una constatación de ese vivir en nosotros exilados de nosotros mismos, sometidos a la frágil condi­ción, la "carne" en sentido bíblico, de la que no nos pode­mos liberar.

Intima contradicción que se manifiesta como labilidad, tendencia a deslizamos por la rampa resbaladiza de nues­tras limitaciones morales. La "carne", la fragilidad de la existencia, es la condición en la que nos ha dejado el peca-

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do. No es el principio del mal en nosotros, porque aunque somos arcilla, hemos sido moldeados por Dios, pero es la condición en la que nos encontramos en nuestras circuns­tancias vitales. Es el estadio inacabado de humanidad, imperfecto y frágil, que puede ser cegado por las tinieblas, dominado y atraído por la seducción del egoísmo y con­ducido a hacer el mal a uno mismo y a los demás.

Es en esa misma condición frágil, donde tenemos que instalar la tienda de nuestra vida. Saber que podemos plan­tarla sobre esa tierra, con tal de que nos dejemos ayudar por Dios. Es su mismo Espíritu el que la ilumina y la for­talece, el que nos comunica su fuerza para hacer de ella una construcción espiritual. Es el amor que nos vivifica y nos potencia, el que nos hace ir madurando en la acepta­ción gozosa de la fragilidad humana, del barro del que estamos hechos, y nos multiplica la energía para evitar la caída en la decadencia.

No nos queremos engañar. Sabemos hasta dónde pode­mos dejarnos llevar desde esa pasividad avergonzada y culpable. Somos tierra, pero tierra que se puede cultivar, arrancando las malas hierbas, despejando lo pedregoso y triturando mejor los terrones apisonados de nuestro mun­do interior. El cultivo es, también una obra del Espíritu. "Lo que uno cultive, eso cosechará" (Gal 6,8). Si no desmayamos podemos cultivar, por su favor, ricos frutos de vida, y de vida verdadera. El amor, la alegría, la paz, la tolerancia, el agrado, la comprensión, la generosidad, la lealtad, la senci­llez, el dominio de sí. Todos ello son frutos del Espíritu en nosotros.

Por otro lado, ganar la libertad del corazón exige asee-sis. Disciplina y dominio de sí mismo para liberar el amor. La abnegación cristiana no es la virtud, la virtud es el amor. Pero la abnegación es el único camino que lo libera. Entrar en la dimensión del exceso, de los gestos gratuitos y desin­teresados, del tiempo perdido a favor de los demás, es la condición para poder amar en serio y con constancia.

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Es cierto que no somos dueños de lo que sentimos. Que la propia sensibilidad interior se altera con facilidad y nos obnubila, que perdemos casi sin darnos cuenta el ritmo altruista de la vida. Pero también es cierto que sí somos res­ponsables de lo que decidimos hacer. Y debemos asumir, para madurar, la fragilidad emocional, la sensibilidad alte­rada, porque éstos son los primeros obstáculos para la vida espiritual, es decir para una vida intensa.

NACER DE LO ALTO: EL AMOR COMO MOTIVO

Jesús, en la intimidad cálida de la noche, le asegura a Nicodemo que sólo puede ver el Reino de Dios el que naz­ca de lo alto (Jn 4,lss). Y si no nace de este modo, no pue­de verlo. "Ver" el Reino, en este contexto del evangelio de Juan, es reconocer a Jesús como nacido de Dios. Y para reconocerle, necesitamos nacer de nuevo, junto a Jesús, engendrados de una semilla inmortal en un seno virginal y materno. Nacer de lo alto es ser engendrados por el amor primero.

Por eso en la correspondencia de Juan a las Iglesias se nos va desvelando este misterio de lo alto. Progresivamente. En primer lugar, nace de lo alto el que camina en la luz. Dios es la luz primera que no conoce el ocaso, y su palabra es luz que ilumina una novedad verdadera. Reconocer a su luz nuestra condición pecadora es nacer de Dios, de lo alto. Y vivir como El vivió, es decir, permanecer en el vínculo ígneo de su trayectoria.

Pero, de un modo aún más claro y profundo, estar en la luz es amar al hermano, no con nuestra frágil razón, sino con el amor del suyo, que es la unción espiritual que ense­ña una dimensión nueva del Deseo. No como desea el mundo, cuyas apetencias nos deslumhran y nos engañan, sino como El nos hace desear.

Nace de lo alto, de Dios, el que no cierra el corazón, el que obra la justicia amando al hermano y reconoce que el

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Amor del Padre nos hace hijos y hermanos. Porque es por el amor por lo que conocemos que hemos atravesado los muros de la muerte, y vivimos para dar la vida por los her­manos. No de palabra, ni de boquilla, sino con obras y de verdad. Nacer de Dios es pertenecerle y adquirir ciudada­nía cristiana frente a la del mundo.

Nace de Dios, todavía más íntimamente, el que ama. Porque Dios es el amor que nos amó en Jesús, al que hemos conocido y creído sin temor, porque estamos arrai­gados en su amor primordial y perfecto. Y así es como nos afirmamos en el mismo amor fraternal y no aborrecemos al hermano, porque somos una misma carne. El que nace de Dios vence al mundo y la victoria que nos asegura una posesión gloriosa es nuestra fe. Quien tiene al Hijo y es de su sangre y bebe su agua pura, ése tiene en realidad la vida que es verdadera porque nunca se va a acabar.

El amor es, una y otra vez, el único motivo de regene­ración. Amamos más o menos, según hayamos sido rege­nerados, perdonados, vueltos al amor y la vida. Porque sólo el que ha sido perdonado, conoce las verdaderas dimensiones del amor. Jesús nos lo dejó muy claro en aquel lugar en que una pecadora reconocida se acercó en silen­cio, lloró sobre sus pies y se los enjugó con sus cabellos sueltos (Le 7,36ss).

El momento es delicado: en casa de Simón, el hombre honrado pero incapaz de tener con Jesús gestos de amor y de acogida. Y ante una prostituta, que, sin decir nada, "ha mostrado mucho amor", según reconoce el propio Jesús. El que piensa mal en su corazón, achacando el momento a la ignorancia de Jesús y dudando de su persona, se ve con­frontado a esos gestos de invasión corporal que le escan­dalizan. Gestos de amor que sólo pueden nacer de un cora­zón arrepentido, al que mucho se le ha perdonado. Porque, aunque no haya confesado su pecado con palabras, esos mismos gestos de amor le delatan.

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El amor es el motivo. El único que nos libera del mie­do y nos hace afrontar, con dignidad, el problema de la culpa. Lo estéril es el camino del desamor, el camino equi­vocado del olvido. Y, por ello, alcanzar el perdón es aumentar en nosotros la fecundidad, es hacernos más capaces de una verdadera experiencia de gracia.

Se nos echa en cara lo malo que hemos hecho, no para castigar, sino para perdonar, para salvar. Y el corazón con­trito es aquel que a base de madurar la sensibilidad altera­da, se acepta como es, serenamente, sin inquietud, con la mirada tranquila del que sabe abrazarse con su propia debilidad. Esta experiencia gratuita, el sabernos aceptados y queridos, sin mérito alguno por nuestra parte, evidencia un paso tan sustancial como necesario. Y de ello se deriva un gran sentimiento de paz. La paz honda, la del corazón que es fruto de una experiencia de reconciliación, que se trasmuta en gozo interior en el Espíritu.

La mirada de Jesús sobre nuestro pecado, es la que nos reconcilia para siempre con nuestra propia condición. Y la que nos asegura que sólo abrazándonos a la misericordia, y dejándonos sanar por las palabras y los gestos de Jesús, podemos vivir en paz con nuestra conciencia. Vivir con un mayor respeto hacia nuestras partes dañadas, recuperar el abrazo sanador, y sacudirnos la impotencia de la frustra­ción, son señales de haber reconocido el amor como nues­tra única fuente de salvación y de vida.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

ES TIEMPO DE DAR FRUTO

a) La mirada del Señor tiene un fuerte contenido de reproche sobre nuestra vida. Reproche de amor herido. Por eso las parábolas tienen una carga de denuncia conside­rable: presentan a un pueblo que no quiere reconocer la dureza de su corazón que se extravía por caminos de olvi­do del amor, de egoísmo e insolidaridad.

Además de la recriminación pública a los dirigentes del pueblo, el evangelio nos ha trasmitido parábolas que refle-jan actitudes cerradas que llevan a no acoger el mensaje de salvación que se les proclama. Jesús, de igual modo que el Dios de la alianza, llama ajuicio al pueblo. Les plantea el pleito de amor que tiene el Señor con sus fieles. Ante los reproches del Dios que ama y no es correspondido, resaltan aún más las excusas del que no ama y no se quiere impli­car (los convidados a la boda, el apocado de los talentos, las quejas de los contratados en la primera hora...).

b) Una metáfora muy querida de la enseñanza para­bólica de Jesús es la de la esterilidad: la viña que no da

fruto (¡o los viñadores que lo retienen para sí!) es una imagen tomada de la profecía clásica: "¡La viña del Señor es la casa de Israel!". Y lo mismo sucede con la higuera estéril que será cuidada con mayor esmero para evitar que sea arrancada. El símbolo de "arrancar y plantar" es muy duro: hace referencia a un cambio en los depositarios de la alianza. Ponernos en la piel de los otros es una condición necesaria para dejarnos convertir el corazón desde la pre­dicación parabólica de Jesús. Y pedir, humildemente, la renovación interior.

c) Las excusas que nos decimos para no aceptar el cambio de vida: la parábola del gran banquete: Le 14,15ss. En la parábola del hombre que daba un gran

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banquete se nos pueden revelar los verdaderos impedi­mentos que tenemos para cambiar a una vida mejor. La primera pregunta que el texto nos hace es esta: ¿cuál debe ser nuestro lugar en el banquete del Reino? Los invitados que eligen ellos su lugar pueden equivocarse y ser aver­gonzados delante de todos. Nos debemos situar en el lugar que no creemos nos corresponde (¡el último!) y esperar que el Señor nos ponga en el verdadero. De igual modo se nos insta a no convidar a los parientes y amigos, sino a aque­llos que, al no poder pagarnos el favor, nos ponen en la lis­ta de la correspondencia al amor de Jesús.

Los bienes que hemos adquirido honestamente, el buen trabajo que nos dignifica, y hasta las lícitas exigencias del amor familiar, pueden ser excusas para no participar del "gran banquete". Esta es la "corrupción" de la parábola. ¡La alegría del banquete, el amor desbordado y... frus­trado del Señor! ¿Cuáles son las dimensiones claves de nuestra vida que nos sirven de excusa para no aceptar la invitación del Señor de la fiesta?

"Ninguno de los invitados probará mi banquete!". Fastas palabras del hombre que invita y se ve decepciona­do son una grave declaración. Se ha cambiado el orden del mundo: el Señor sale a los caminos e invita a todos los des­graciados de la tierra a participar en su banquete porque los entendidos y poderosos se han excusado. ¿Somos noso­tros de los primeros invitados? ¿O nos han acogido de los márgenes del camino de la vida... ?

d) Las inútiles excusas de los que hemos excluido a los hermanos: el Señor pleitea con nosotros (Mt 25,3lss). Y en este texto tan importante (¡la última parábola del evangelio de Mateo!) es un juicio universal lo que se nos pone ante los ojos. El Señor de todos reúne ante El a todas las naciones y discrimina a unos de otros. Es un lenguaje realmente nuevo, lenguaje de juicio y perdón, que revela la verdad de muchos corazones.

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Se nos presenta una sentencia, que lo es de atracción o de rechazo. Y dicha sentencia está dicha en función de la comunión con los empobrecidos de la tierra. Es una clara referencia al concepto bíblico de "justicia": defensa del débil, del extranjero, del huérfano y de la viuda. Se nos tratará con cercanía y amor. Pero a condición que haya­mos tenido también misericordia con el que pasa necesi­dad.

Y la pregunta que más duele: ¿Dónde están esas vícti­mas de la historia'? ¿Dónde están los que tienen hambre o sed, los desnudos, los encarcelados, los enfermos, los exclui­dos? No están ni a la derecha ni a la izquierda, no perte­necen a ninguno de los dos grupos que son juzgados por el Señor. Están identificados con el que nos juzga. Ellos serán nuestros jueces y el Señor, con ellos.

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I I I

L A F E C U N D I D A D D E L D O N

LA MUDA

Como los lagartos. Cambiar de piel. Es el tiempo de la muda. Dejar atrás la funda protectora, lo viejo amado, como inservible. Y dejar que se mude el deseo desde la luz interna del corazón. Mudarse de piel, salir de ella con un sentimiento de liberación, como quien suavemente arran­ca de sí lo viejo, lo inservible. Mudar de afectos, dejar atrás los viejos, los que sirvieron en su momento pero ahora pesan ya como un fardo en las espaldas.

Algo nuevo se anuncia cuando nos desprendemos del viejo envoltorio del corazón. Aunque aún duela la nostal­gia de lo que vivimos, de lo que amamos. Porque lo que ahora vamos dejando atrás, como una transparente y vieja piel, tuvo un día todos los colores y el brillo de una fiesta de Eros. Fue flexible y nuevo, y ceñido a nosotros nos rega­ló la fuerza y la intensidad de un descubrimiento. Y nos hizo vibrar con amor y con gozo.

Nos sorprendemos incluso, al volver la vista del recuer­do hacia atrás, de aquel brillo y resplandor pasados que ahora vivimos como una opresión que se ha estado ciñen-do por un tiempo sobre el corazón. Y descubrimos las rozaduras de ese zapato demasiado estrecho que nos ha lastimado el alma. No llegamos a comprender cómo se ha obrado esta transformación; cómo lo que fiae vestidura de

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gala se ha ido convirtiendo en coraza de miseria y ha ido cegando las fuentes del corazón.

El miedo, la ansiedad consentida en aras de una impro­bable satisfacción, quizá la culpa rebozada de complacen­cia egoísta, parecen haber colaborado a este cambio. Pero no cabe más engaño. La vieja piel nos lastima y debemos salir poco a poco de ella. Mudamos porque la vida nos impulsa a dejar atrás esa misma vida que nos brotó dentro. Mudamos para descubrir que somos caudal, pero no fuen­te de la vida.

Mudar es pelarse como una cebolla. Es dejar que se vayan desprendiendo las sucesivas capas que nos han con­figurado como tal ser vivo, vegetal. La ternura fresca de lo que hemos sido y ya no somos. Pelarnos hasta llegar otra vez al blanco inmaculado de la escarcha, cerrada y pobre, del corazón.

Quizá el secreto de la muda estribe en que debemos despedirnos de los amores para vivir el amor. Pero no un amor intemporal, trascendente sino concreto y temporal pero más intransitivo. El amor que nace y muere en todos los amores y que pervive siempre y es eterno precisamen­te a base de saberse caudal pero no fuente de la vida.

El amor que conocemos, sólo podemos nombrarlo así, sin desnaturalizarlo, porque lo identificamos brotando en nosotros en cada palpito del corazón enamorado, pero no nuestro, sino en nosotros. Ese secreto del amor fontal, sólo se nos revela por el hecho de no ser nosotros los que ama­mos, sino el amor en nosotros el que ama y por el que somos amados y capaces también de amar.

La muda puede convertirse en una construcción espiri­tual. Mudar es desprenderse de lo ajeno, no de lo propio que hemos sido y somos. Mudar es desprenderse de todo aquello de lo que nos hemos ido apropiando a lo largo de la vida pasada, y que, al hacerlo, parecía que se convertía en algo nuestro, que nos enriquecía, cuando en realidad

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nos hacía vivir la ficción de ser lo que no éramos. Y por ello el reconocimiento de todo aquello que no somos en verdad, pero que creíamos ser, se convierte en un ejercicio de necesaria ascesis que nos sitúa en el marco de una auténtica construcción espiritual.

Porque no son sólo las cosas vividas, los acontecimien­tos que hemos protagonizado, los que precisan discerni­miento, sino que también las otras vidas, las personas con las que hemos amado o sufrido, se nos pueden convertir en una proyección, en una pantalla donde nos hemos refleja­do en falso. Desprenderse de la vida ajena, de la persona amada con la que hemos llegado a identificarnos puede ser también una liberación.

Al apropiarnos de otro o de otra nos estamos enaje­nando de nosotros mismos en cierto modo. Y así, también cuando nos desprendemos nos reencontramos, podemos volver a recuperar ese fragmento de nuestro ser que había­mos perdido. El amor es un mecanismo complejo y siem­pre se descubre un doble fondo. Amamos, y el egoísmo despierta en nosotros un mecanismo de apropiación que hace que, al querer adueñarnos del otro, nos perdamos a nosotros mismos.

Cuando llega el tiempo de la muda y se rompen los vínculos con los que hemos trabado al que amamos des­cubrimos hasta qué punto hemos sido nosotros los que hemos vivido maniatados. Hemos perdido precisamente, por querer ganar al otro para sí. Y por eso, desprenderse es, a la vez, morir y vivir de nuevo. Se rompe el vínculo, pero queda el amor.

EL POZO Y LA HERIDA

Del umbral de la Casa de Dios vio Ezequiel manar un hilillo de agua que se iba convirtiendo, hacia oriente, en un torrente caudaloso que nadie podía vadear (Ex 47,1-12).

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Poco a poco, el hombre misterioso que le acompañaba, iba sondeando la profundidad, primero agua hasta los tobillos, después hasta las rodillas, luego hasta la cintura, y, final­mente, ya se tenía que pasar a nado, porque no se hacía pie.

Pero lo más interesante de esta visión tan original, es la capacidad regeneradora de ese torrente que brotaba y sanaba a su paso hasta las salinas y el agua hedionda del Mar muerto. Y allí por donde discurría, brotaban en las dos orillas todo tipo de árboles frutales y medicinales. Y los pescadores extendían sus redes y pescaban todo tipo de peces como los del Mediterráneo.

Es una bella visión: esa agua sanadora y fecunda que limpia a su paso todo lo maloliente y que regenera la tierra y la purifica hasta hacerla fecunda y capaz de reverdecer lo estéril y de hacer fructificar lo más seco y doliente de la tie­rra del corazón. El corazón, esas entretelas del deseo, ese umbral de lo más íntimo de nuestro ser, que es como un templo en el que Dios mora.

Las aguas nuevas del Espíritu van a brotar precisamen­te de las entrañas del creyente. Jesús, que en el evangelio de Juan (cap.7) se apropia del texto y lo hace suyo, lo pro­clama a gritos precisamente en el mismo lugar de la visión de Ezequiel. "El que tenga sed que venga a mí. Que beba en el crea en mí: ¡de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva!". No hay mejor templo que el propio corazón, y sus umbra­les son nuestras entrañas. De ahí surge el manantial que arrastra y sana todo nuestro interior y nos hace alcanzar y gozar de una vida sin límites.

El problema es, justamente, que tenemos sed. Que esta­mos sedientos de deseo, y buscando saciarnos, nos aleja­mos de la fuente viva, del agua salvadora. La sed del cora­zón, que nada ni nadie puede saciar, es la que nos lleva a dudar de Dios, porque se nos desdibuja, como un espe­jismo, y nosotros queremos apresar el objeto de nuestra ansia. El profeta Jeremías nos hace más conscientes aún de

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la duda terrible que se adueña del corazón: "¡Ay! ¿Serás para mí un espejismo, aguas no verdaderas?" (Tr 15,18).

Y el recurso que tenemos a la mano, aún es peor que la sed del corazón. Nos volvemos a esas cisternas agrietadas, a nuestra historia de frustraciones repetidas, y queremos refrescar nuestros labios en ellas, que no pueden retener al agua (Tr 2,13). Y sufrimos un doble mal: abandonamos el manantial de aguas vivas y nos quedamos sedientos, heri­dos, desconsolados. Desconfiamos y somos como el tama­risco del Araba, el abrojo en la estepa, cuando podríamos ser como el árbol plantado a la orilla de la acequia, que alarga sus raíces hasta lo corriente (Jr 17,7).

Buscadores del agua, deseantes, pero que no quieren abrazarse a la herida, esa grita íntima del corazón. Pero "sólo la sed nos alumbra" el camino, porque esa herida se hace señal de otra sed, de otra agua, nos orienta hacia el don presentido, desconocido. En el desierto, a la hora de más calor, y sin querer vaciar el cántaro...

Jesús también pidió agua a una mujer junto a ese pozo: el pozo de Jacob. Pero, en esta ocasión, era una samaritana y cargada de suspicacias. Y le negó el agua al que podía hacerle beber del manantial que nunca se agota. Sin embar­go, Jesús no se cansa de hacernos ahondar en la herida, como a esa mujer, en el pozo de nuestra insatisfacción tan repetida. Y, poco a poco, en una maestría de intimidad, como un experto del corazón, la fue llevando a sus propias entrañas, tan malamente habitadas por tantos y tantos que no eran sus maridos. "¡Si conocieras en don de Dios... ".

Nosotros, como ella, podemos intentar despertar los sentidos interiores para conocerlo. Que de eso se trata. De mover los afectos para afinar el deseo y sentir los labios resecos por la sed. Como la cierva herida que jadea por un hilillo de agua entre los montes. Estamos junto al pozo, pero el manantial es hondo y no tenemos con qué sacar­lo. Y es el deseo el que se hace manos, cuerda, pozal...

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"¡Muéstrame el don!", repetimos con la mujer: "Dame de ese aguapara que no tenga más sed..!'.

Conocer el don -¡si lo conociéramos!- es un misterio que se revela en la sed, o en la noche. La sed y la herida. Y sólo en el lenguaje de la intimidad se puede revelar lo que la luz de los ojos jamás comprendería. Nosotros hemos vis­to, nuestros ojos se han abierto para percibirlo, nuestras manos le han tocado y hemos podido oír con nuestros oídos de carne el misterio de su cercanía. Y esta noticia que se ha revelado en la intimidad se abre a otros corazones que la desean. Y se hace gozo de comunión y de expe­riencia compartida. Cae la atadura del temor, y surge una libertad despojada que vive en el deseo y se recrea una y otra vez en él, sin temor ni ansiedad.

Conocer el don es desearlo, es abrir el oído del corazón y dejar que sus sonidos alegren el silencio y ahuyenten las sombras de nuestra vida. Conocer el don es saber de su ter­nura, dejarse suavemente en sus manos, ofrecido a sus cari­cias, llamado a un desvelamiento progresivo de su cuerpo hasta una intimidad que ya es franca ocupación de nuestro ser. "Amada en el amado transformada..". Ya el temor huye como las sombras ante la luz de la mañana.

LA REHABILITACIÓN DEL DESEO

La salvación que se nos oferta es, en realidad, una reha­bilitación del deseo. Ese deseo fontal, dañado por el peca­do, debilitado en su energía vital, que es el motor de la vida espiritual. Por eso el debilitamiento del deseo es una enfer­medad espiritual, es el principio de la tristeza, del tedium vitae, de la melancolía, y puede conducir a la depresión más o menos larvada. Rehabilitar el deseo es reestructu­rarlo desde una nueva dinámica, desde la restauración pro­funda de lo más positivo que somos, a los ojos de Dios, el que incondicionalmente nos ama y nos recrea.

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La tristeza interior es desolación espiritual y compor­ta un complejo mundo emocional alterado. Se manifiesta como una gran turbación interior, desgana y pasividad, honda inquietud, agitación interna, desasosiego, yendo como sin rumbo. En realidad es la aparición en el exte­rior de una quiebra de los dinamismos espirituales que nos debilita, nos paraliza y despierta las inclinaciones de la sensualidad.

Salen a la luz las secuencias más dañadas de nuestra his­toria, las heridas viejas, los mecanismos debilitados de nuestra psicología, los resentimientos que paralizan la ener­gía vital, fijándonos en experiencias sufridas de poco apre­cio, o de traición a la amistad, o de falta de corresponden­cia al amor otorgado. Fijaciones nostálgicas en carencias o frustraciones, sensaciones pantalla que ocultan un deterio­ro de la estima. Y, en medio de todo, una inclinación a la ambigüedad, al secreto, al engaño. Son los saboteadores de nuestra propia imagen: son los mecanismos vulnerados, o traumatizados, en todo caso, desproporcionados.

Pero deberemos caminar con nuestras propias heridas. La fragilización de ciertos puntos de nuestra persona, no nos imposibilitan el camino. Podemos examinar con aten­ción lo que nos ata, lo que bloquea nuestros pies, lo que nos paraliza, lo que no nos deja caminar. Desatarnos del mal amor, que es el que nos tiene trabadas las energías del corazón. El que nos crea dependencias malsanas, el que nos curva sobre nosotros mismos, como a Adán después del pecado.

Movilizarnos es cambiar la orientación de nuestros deseos. Lo que nos vigoriza es nuestra capacidad de reo­rientar la voluntad sobre el deseo cautivo. Del desierto no se sale queriendo recuperar el camino que hemos perdido, se sale manteniendo la dirección, adentrándonos en él, para superarlo. Atravesar la frustración es el único camino de rehabilitación posible. No se trata de sustituir unos obje­tos de deseo por otros, aunque pudieran ser mejores, sino

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de cambiar la dirección: dejar de caminar en círculo sobre nosotros mismos y experimentar la liberación que el no­madismo nos otorga. Nómadas que se guían por la luz interior, peregrinos del deseo, liberados del temor y sin estériles miedos.

Como el paralítico de la piscina Ovejera (Jn 5,lss), tam­poco nosotros encontramos a mano la persona que nos pueda conducir hacia el remolino de las aguas sanadoras. La parálisis es el pecado, esa opción mala que produce invalidez, que nos tiene postrados entre la masa de enfer­mos e impedidos. Es la palabra viva de Jesús la que nos sanará "a su modo", no como lo esperamos, postrados tan­tos años en nuestra camilla. Aprender a llevar nuestra pro­pia camilla, aquella que nos ha crucificado estérilmente, es una llamada a la curación.

O como la mujer encorvada (Le 13,10ss) que no pide nada, acostumbrada como está a la atadura infantil de la Ley del varón que la limita y le obliga a mirar siempre a sus propios pies. También aquí, será Jesús el que toma la iniciativa, el que le hace salir al centro del corro, y levantar la cabeza y alabar a Dios erguida, como una verdadera hija de Abrahám. La sanación implica un cambio de vida, y Jesús conoce las ataduras que nos tienen paralizado el corazón y nos imposibilitan caminar hacia los hermanos.

Se trata de integrar otros dinamismos, de dejar actuar en nosotros al Espíritu del Señor. Porque, de una forma u otra, su acción es siempre una recreación espiritual, una intensificación de la vida en nosotros. La acogida genero­sa y amplia de Jesús, a quien no hace falta pedir nada, por­que Él sabe bien lo que sufrimos, es la que nos libera de la parálisis del miedo, de la culpa. Y su palabra nos abre una ocasión de novedad, de interiorizar de nuevo la fuerza de Dios, de sacudirnos el pecado que se nos pega, las falsas seguridades con que nos ata, la impotencia de la frustra­ción. La sanación implica, ciertamente, un cambio de vida.

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DEVOLVER LA VTDA EN UN ABRAZO

Abrazar y ser abrazado es de las experiencias más reconfortantes que hay. Es un gran gesto de acogida, de perdón, de poder descansar en brazos del que se quiere. El abrazo se esquematiza en el apretón de manos, o si hay algo más de confianza, en la mano en el hombro del amigo que presiona para mostrar un afecto no demasiado efusivo.

Por los modos de abrazar conozco yo los estados de ánimo de mis amigos y amigas, y el grado de intimidad al que me invitan. Se puede abrazar doblando la cintura y acercando un hombro a otro apartando significativamente la cara hacia un lado. Se puede abrazar pegando el cuerpo al otro, sin temor, con los brazos sobre la espalda. En la antigüedad el abrazo de respeto era alrededor de las rodi­llas y exigía una actitud rendida y humilde, postrada, y con la mirada hacia arriba como buscando protección y ampa­ro. Deberíamos recuperarlo como una forma respetuosa de acatamiento y adoración a los que más amamos.

En el evangelio, Jesús no se deja abrazar demasiado. Se deja tocar y él mismo toca bastante y de muchas formas: impone las manos, bendice a los niños, que no era hacer el gesto de la cruz con la mano, como pensamos, sino tocan­do la cabeza expresar un buen deseo para el que así queda­ba "bien dicho", es decir, bendito... Toca a los enfermos, los ojos ciegos, los oídos cerrados, incluso la boca, los labios, la lengua; a veces incluso con el dedo mojado en su propia saliva. Toma de la mano a la niña muerta a los doce años, acerca la suya a los muñones y deformidades de los lepro­sos (¡lo que estaba rigurosamente prohibido por la ley!).

Sólo en algunas ocasiones se muestra Jesús receptivo a las caricias de otros o a gestos de mayor intimidad. Se deja ungir en Betania en casa de Lázaro, el enfermo, por María con un ungüento caro que simboliza el amor femenino abierto y ofrecido. "Mientras el rey reposa en su diván, mi

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nardo exhala su fragancia" dice el Cantar (1,12) Mateo y Marcos, que sitúan la escena en casa de Simón el leproso, relatan una unción similar efectuada por otra mujer sin nombre, sobre la cabeza y todo su cuerpo que queda per­fumado para la sepultura, según explica el mismo Jesús. Lucas habla de otra unción en Naím.

Ahora bien, hay dos abrazos en el evangelio que me impactan muy íntimamente. El primero es el que María, la mujer de Magdala, da a Jesús en el huerto cercano al Gol-gota cuando éste le llama por su nombre. Ya lo comenta­remos en otra ocasión. El segundo es el que el padre da a su hijo pequeño que vuelve destrozado a la casa paterna, después de peder toda su herencia.

El abrazo que da el padre a su pequeño, que vuelve a casa casi sin vida ni dignidad, es de una efusividad sorpren­dente. El texto nos dice literalmente que "se le colgó al mello", mostrando así el desbordamiento de un corazón paterno que siente que puede volver a engendrar a su propio hijo "que estaba muerto"y devolverlo al amor paternal, a la vida.

También el joven vuelve a casa con la mochila muy car­gada. Viene de malgastar la hacienda con prostitutas, vie­ne de pasar meses o años de necesidad, viene de apacen­tar puercos que es un lugar maldito e indigno. Pero, sobre todo viene, como venimos nosotros tantas veces, de haber podido comprobar que nadie ha cumplido sus deseos, que casi se ha muerto de hambre, falto de todo: de amigos, de placer, de felicidad.

En su corazón los pensamientos son sombríos, viene sin ninguna estima de sí mismo, convencido que no mere­ce ser llamado "hijo suyo", porque el peso de la culpa y de la ley le hace querer ser tratado por su propio padre como un jornalero más, y no como un hijo, que vuelve buscando un lugar que ha perdido.

Así volvemos a casa tantas veces... buscando caer bajo el régimen de la ley, asustados, perdidos, sin capacidad de

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reconocer y respetar el misterio de Dios en nuestra indig­nidad, en nuestro fracaso. Buscamos el patrón con quien saldar las deudas, porque al pecar nos alienamos muy hon­damente de lo que somos y nos sometemos a lo externo del castigo, para quedarnos satisfechos al menos, de poder purgar por nuestros pecados. Porque aunque no dejamos de sabernos quiénes somos, estamos, sin embargo, ence­rrados en la falsa imagen que hemos fabricado de nosotros.

Así es como vuelve el joven a la casa del padre, sin haber gustado la ternura, la gracia, la compasión, la mise­ricordia de una auténtica relación entre adultos. Algo ha aprendido de sus desvarios, algo ha crecido, pero no lo suficiente como para sentirse mirando cara a cara a su padre e insertarse en el círculo de su amor adulto.

¿Y qué recibe? Un abrazo que le engendra de nuevo, un corazón conmovido que corre hacia él y colgándose de su cuello le hace crecer desde su amor incuestionable, que le viste una túnica nueva para devolverle la dignidad que cree haber perdido, un anillo con el sello familiar que lo reinte­gra al círculo familiar, al nido materno y unas sandalias nuevas para cubrir la desnudez de esos pies que se han extraviado por caminos inhóspitos.

Es muy curioso, y muchos lo han observado, que la madre no aparece en escena en ningún momento. Pero el padre es maternal, y su abrazo le reintegra al útero com­pasivo que lo engendró, y lo sigue creando y recreando, porque no hay otro lugar de donde puede surgir la vida. "¡Estaba muerto y ha vuelto a la vida!".

Toda la escena contagia ese apresuramiento del amor del padre, esa urgencia por rehabilitar amorosamente al que ha huido hace tanto tiempo de sus brazos. El beso efu­sivo que se multiplica por su cara, su cuello, sus manos, "le cubrió de besos", es símbolo de unción y parece querer borrar la ausencia de cariño sufrido, las heridas que la falta de un amor verdadero le han dejado en su propio cuerpo.

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Y el banquete, el ternero cebado, las músicas, las dan­zas con las que todo el clan parece participar en una fiesta alegre y bullanguera. También recibirá el rechazo de su hermano, pero las palabras apaciguadoras del padre bus­can calmar la falta de comunión fraterna, reintegrar la fra­ternidad, mostrando que uno no es hermano si rechaza lo que necesariamente también a él le pertenece.

Cuando nos hemos ido a buscar otros abrazos entre los sepulcros, esperamos y deseamos un abrazo de verdad, anhelamos volver a los brazos de los que nos marchamos. A lo mejor hemos sido nosotros los que nos quisimos apropiar del otro, retenerle entre nuestros brazos, pero eso siempre es inútil. Sólo si le dejamos marchar, o si nos deja marchar, podemos volver a sentir de un modo nuevo sus brazos ciñéndose a nuestro cuerpo. Sólo si sabemos per­donar y no mantener vivo el resentimiento, si sabemos dejar a un lado el reproche y mirar al otro como otro, que no nos pertenece aunque le queremos siempre a nuestro lado. En la huida de casa ha habido mucho de bueno y no se debe perder cuando regresamos, incluso si volvemos rotos y dañados.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

UNA MIRADA CON ENTRAÑAS DE MISERICORDIA

a) La compasión es una palabra empobrecida, pero que esconde una fuerza inmensa. Porque compadecerse es "que se nos estremezcan las entrañas". Entonces, cuando esto nos sucede, es cuando podemos orar. Es cuando esta­mos disponibles para ello. La contrición es también un movimiento de las entrañas. Nos arrepentimos de verdad, cuando sentimos un toque en las entrañas, una mirada de misericordia. Mirada "entrañada"y liberadora, mirada de Dios y del hermano.

b) Nuestra propia vida necesita ser mirada con mayor respeto. Cuando volvemos atrás la mirada, nos podemos sentir insatisfechos de lo que ha sido, o quizá queremos olvidar algunos pasajes de ella, ciertos "misterios doloro­sos". Pero necesitamos volver sobre ellos. Lo malo sufrido o hecho a otros, siempre nos deja huellas profundas que deberemos curar. Heridas que nos han dejado sin resuello, que nos han amargado la vida; nos quitan la paz yfra-gilizan nuestra felicidad.

Volver sobre esas secuencias dañadas es sanador, ven­cer las resistencias y atrevernos a recordar los pecados de nuestra vida nos resulta incómodo, pero es una terapia espiritual necesaria. Hay una dinámica oculta entre el reconocimiento de la deuda, la petición de perdón y la gra­titud y compasión por el hermano. ¿Dónde se rompe en nosotros esa cadena?

c) Recuperar la paz interior pasa por recuperar la compasión con nosotros y con el hermano. Y eso sólo lo podemos hacer bajo la mirada misericordiosa de Dios. Las entrañas del Padre y las de Jesús las conocemos, ¿y las nuestras?

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La parábola del siervo "sin entrañas" (Mt 18,23ss) nos enseña que ante Dios siempre somos deudores, ha enorme deuda perdonada no ha cambiado su corazón. Se nos perdona tanto y seguimos exigiendo al otro. ¿Quépasa con lo que no tiene remedio? ¿Con lo que hemos echado a perder? Sólo desde el conocimiento de la deuda perdonada aprendemos a ser compasivos.

d) Lo perdido que se vuelve a encontrar (Le 15,lss) nos cambia la imagen que tenemos del pecador: es el que se ha perdido. No es el malvado, excluido, segregado, man­chado. Es el "perdido". El extraviado, el confundido. La alegría del hallazgo nace del verdadero desinterés. El hijo que se marcha somos cada uno de nosotros, todos nos ale­

jamos de casa, buscando la libertad, la nuestra, la que cre­emos posible... Y debemos tocar fondo para sentir deseos de volver. El camino del regreso es largo y da lugar al tiempo de arrepentirse. El padre que espera impaciente la vuelta y re-engendra para la vida.

¿No va a haber, en tu corazón, un abrazo para mí, como aquellos en que nos fundíamos en otro tiempo, para sentir el reposo del corazón, para recostar el anhelo, y poder continuar así nuestro camino? No soy el jornalero en que creo haberme convertido. Pese a todo. Sé que nada merezco, pero no por eso he perdido tu cariño, lo he con­servado aunque fuera convertido en un cariño sin dere­chos, en un cariño de exclusión y de rechazo.

Todo lo que creía poseer para acreditar mis derechos sobre ti, me lo he gastado, pero no estoy llamado a rivali­zar sino a integrar, a recuperarme desde el perdón y la ternura. Cuando tú has estado siempre en el centro de la mirada, aunque haya olvidado tu conducta de padre, o me haya sentido profundamente dañado por tu ausencia, siempre cabe volver a casa, recuperar lo que había perdi­do. Y de todo lo otro... ¡ya veremos lo que queda!

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Segunda Parte

E L D U L C E R O S T R O D E L A M A D O

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I V

L A L L A M A D A D E L A A L T E R I D A D

U N BESO EN LA FRENTE DEL CORAZÓN

Es una historia de la dulce Mallorca medieval. Entre olivos y palmeras dos amigos viven una intensa relación de amistad, muy feliz y tierna. Los dos se encuentran a menu­do, juegan, cazan, sueñan o se bañan en la playa cercana. Comparten tareas y preocupaciones como si fueran un alma viviendo en dos cuerpos jóvenes y pujantes. En sus corazones viven el gozo de una amistad, que es amor casi imperceptible, nunca dicho, fruto de tanto compartir su mutua presencia. Y así pasan los meses, los años, mientras crecen y llegan a ser dos hombres casi adultos.

Un día llega a la casa una sorprendente noticia. El rey, nuestro señor, ha decidido unirse a la cruzada y partir a liberar los Santos Lugares del yugo de los infieles. Desde el palacio de la Almudaina jóvenes mensajeros recorren la isla entera, para animar a los que tuvieren juicio y razón y fueran cabales caballeros, a acompañar al Rey y embarcar­se con él hacia la tierra de Nuestro Señor. El más joven siente que debe marchar con su Rey, y el mayor, asiente a la idea, aunque una mano fría le estruja el corazón: ¡su ami­go ausente, expuesto a peligros y trabajos, alejado de su cariño fraterno y protector! El mismo se hará cargo de la casa y la señora durante su ausencia.

Al fin llega el día, y junto al muelle de Sa Calatrava, se funden en un abrazo largo y retenido. La vida, al cabo, no

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es sino una constante despedida, y alcanzar fama y renom­bre en hazañas grandes, es propio de caballeros. El amor no es sólo comunicación y don del amante al amado, y vice­versa, también se debe poner más en obras que en palabras. Y servir al Rey, y liberar Jerusalén de manos impías, es una forma de demostrar y vivir el amor y la amistad que les une a ambos. El sabrá mantener firme el corazón y nunca aban­donará en sus pensamientos el rostro y la figura del amigo.

Pronto fueron pasando las semanas, los meses, los años. Al principio las noticias fueron llegando puntualmente cada tres o cuatro meses, luego se espaciaron cada vez más, y ahora ya hace más de un año que no llegan. El amigo guarda su corazón de distracciones, y se niega otros place­res que no sean los propios de un solitario amante: la músi­ca, que le calma la languidez que a veces le asalta, las car­tas leídas y releídas una y otra vez, hasta conocerlas de memoria, los largos paseos a pie o a caballo por la orilla del mar o por los montes. Sus palabras, leídas, masticadas casi, son su alimento diario; las lleva dobladas junto a su cora­zón y las rumia lentamente, saboreadas letra a letra, como un dulce manjar que lejos de calmar su inquietud, parece alimentar más y más la herida que la ausencia prolongada del amado va abriendo en su corazón.

La ausencia del amado va limpiando poco a poco su mirada interior, como si se lavara cada día un poco más con las lágrimas y los suspiros, que desbordan del manan­tial de su pecho. El amado ausente, como un vacío interior que nada llenará sino su vuelta, su presencia. Está muy vivo en su mente, en sus recuerdos, en su imaginación, que lo contempla en aquellas lejanas tierras cabalgando junto a su Rey, o realizando heroicas hazañas de valor y lealtad.

Una noche tiene un sueño extraño. El está recostado en un lugar ameno, humilde y gracioso; el aroma de las hier­bas del monte impregna un aire cálido que penetra en su pecho y relaja sus músculos, invitándole al sueño. Siente

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como un abandono dulce, una lasitud extraña que le inva­de, como si su alma estuviera a punto de abandonar sus miembros, y pudiera volar ingrávida por el éter. A lo lejos, le parece escuchar el fragor de una batalla, y entre sus pár­pados pesados, cree entrever nubes doradas y brillantes, como una polvareda al atardecer.

Su corazón le da un vuelco de repente, porque cree dis­tinguir una figura apenas perceptible en la lejanía. Y sabe que sólo puede ser su amigo el que se le aproxima. Nada puede hacer, encerrado como está en ese sopor del sueño que le envuelve y le inmoviliza. Pero su corazón golpea muy fuerte y muy rápido, como un tambor en sus sienes. La figura se acerca, y ya puede distinguir esos miembros ama­dos llenos de polvo, sucios y ensangrentados, cuya sombra a contraluz le alcanza y le sosiega. Viene rojo de sangre, pero no herido, sino esplendoroso. Su andar es esforzado y su ropaje está como el que pisa el lagar.

Ahora ya puede mirar su rostro, que apenas tiene aspec­to humano, como alguien avezado a la lucha y oprimido por un sobrehumano esfuerzo. Sólo la luz de sus ojos, esa mirada suya que es capaz de desnudar el corazón, perma­nece intacta y parece buscar los ojos del amigo. Se arrodi­lla a su lado y toma su mano diestra con ternura. Al fin, después de un largo rato de mirarle, consigue calmar la ansiedad del corazón amante que nada puede hacer, sino abandonarse a su cálida presencia. Después de un largo rato abre sus labios, sobre los que se derrama la gracia, y le habla muy quedo, como quien desgrana las palabras con cuidado, con un inmenso amor.

- "Mi amigo, cumplirás mi deseo; yo mismo te estoy hablan­do, te llamo por tu nombre, hago que triunfes en tus empresas. Acércate a mí y escucha esto que te digo: no te he abandonado, no me olvidé de ti, te tengo tatuado en la palma de mi mano y estoy siempre contigo. Tu dicha, junto a mí, será como un río grande y tu alegría como las olas del mar. Nunca ha sido arran-

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cado ni borrado de mi presencia tu nombre. Yo romperé la roca y sacaré agua para ti y saciaré la sed de tu corazón y gozará tu cuerpo y se bañará en mis manantiales hondos..".

Al escucharle, el amigo siente inflamarse su corazón. Una energía oculta le recorre los huesos y se los hace incan­descentes, su carne palpita sin control alguno, y todo su ser se ilumina como cristal resplandeciente. Se escucha una voz a lo lejos. Es un vigía que da gritos de júbilo y victoria. Se le unen otras, y poco a poco otras más, hasta escucharse un vocerío que atrona la tarde. Entonces, el amado acercó su rostro al del amigo, que fue cerrando los ojos para sentir aún más su íntima cercanía, y poder saborear su aliento. Y él, con una gran ternura, le besó en la frente del corazón.

Después la oscuridad y el silencio. Cuando despertó, una nueva luz brillaba en los ojos del

amigo. Y una presencia extraña, que le hacía sentir ligero el corazón, se había adueñado de él. Ya no quedaba ni ras­tro de la inquietud pasada. Ahora comprendía que el ama­do nunca le había dejado, y que quizá cada noche, sin que él se diera cuenta, mientras dormía, le visitaba para dejarle esa huella de su presencia amorosa: un beso amante en la frente del corazón.

¿EL REINO DE LOS AMADORES DE DIOS O LOS AMIGOS DEL

REY?

Juan Ruysbroeck escribió un "Tratado del Reino de los amadores de Dios". Y en él, el místico flamenco nos habla de un reino celeste, escatológico en el que mora Dios con sus ángeles y santos, y de un reino natural compuesto por todas las criaturas creadas para su gloria y alabanza. Y también, del reino del que nos hablan las Escrituras, un reino oculto que se nos desvela en el misterio de la salvación anunciado por los profetas y descubierto a los sencillos, el que los após­toles predicaron y al que podemos acceder como reino de

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gracia, interior, que Dios manifiesta a sus amadores, funda­do por El en lo más íntimo del reino del alma, en donde viven a la vez, como activos y como contemplativos.

Ignacio de Loyola, místico de lo humano y concreto, nos hace contemplar a Cristo nuestro Señor, Rey Eterno que a todos y a cada uno en particular llama a compartir con él no un reino extático, un estado interior, sino una empresa grandiosa: conquistar todo el mundo y a todos sus enemigos. Es, por tanto, un reino que hay que realizar aquí en la tierra y que supone esfuerzo, trabajo, lucha; vigi­lancia en la noche y actividad y combate durante el día. Reino que significa estar con Él, vestir, comer y trabajar como El, ya que Jesús es visto aquí como un compañero con quien pelear codo con codo, entregando toda la per­sona al trabajo de devolverle a Dios sus criaturas dignifica­das, arrebatadas del enemigo, porque a El sólo pertenecen.

Los amigos del Rey hacen de su vida una oblación, una entrega exclusiva de sus personas, pero no como funcio­narios ni burócratas del reino, sino como compañeros de penas y fatigas que se quieren afectar en el servicio de su Señor y amigo. Y es así, como "haciendo contra su propia sen­sualidad y contra su amor carnal y mundano", por citar sus propias palabras, se desempeñan en todo como compañe­ros, tanto de oprobios, como de alegrías.

Esta consigna del "agere contra", del hacer contra uno mismo, se ha convertido a veces en un prometeísmo de la voluntad que pretendería alcanzar el misterio del reino a base de puños, como si se pudiera desvelar a base de gol­pes y arañazos contra las propias tendencias naturales.

Pero no es así. No se presiona sobre ninguna inclinación natural, sino sobre ese mecanismo psicológico tan conoci­do, mediante el cual convertimos en bueno lo que simple­mente nos gusta, y demonizamos sin criterio lo que nos dis­gusta. La propia sensualidad es la tendencia natural a huir del dolor físico, de la soledad, el decaimiento y la tristeza, y

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es tender a la satisfacción que provoca la facilidad del buen uso de los sentidos, tanto internos como externos.

Y el amor carnal, que en el vocabulario ignaciano no tie­ne ningún matiz estrictamente sexual, no es sino huir de fatigas, trabajos y sufrimientos, y abrazarnos con el bienes­tar corporal, lo que sigue siendo una inclinación natural propia de todo ser vivo. Igualmente el amor mundano es huir del desprecio de los demás, de los malos tratos, de la sinrazón y toda clase de humillaciones, y buscar más bien el aprecio, la aceptación y el buen nombre ante los demás. Lo que tampoco es, de ninguna manera malo en sí.

Entonces, ¿por qué hay que actuar contra todo eso para entrar en la camaradería con el Rey? ¿Qué es lo malo de todo ello? Lo malo es el amor propio, es decir la orientación hacia uno mismo que, curvándonos sobre nosotros, nos refuerza esas tendencias naturales y nos hace pensar que sólo siguiéndolas vamos a encontrar la felicidad.

La felicidad del reino de los amigos del Rey, no es la facilidad de las tendencias naturales, sino la cercanía y la amistad de Jesús, que El mismo nos brinda. Estar con él, vivir como él, gozar y sufrir con él y por él, en eso vive Ignacio de Loyola la felicidad y la alegría del Reino. Y es contra el amor propio, así entendido, contra el que milita. Salir al amor-amor. Hacer el éxodo del propio gusto e inclinación natural, afrontar el malestar, que las contra­dicciones y sufrimientos nos suponen, estar decididos a soportar la soledad del corazón y el descrédito de los demás, si es necesario, para no separarnos nunca de la amistad de nuestro Rey y Señor.

El, que sufrió la ignominia y cargó con la cruz, fuera de las murallas de la ciudad santa, (Hb 12) y aprendió, sufrien­do, que el camino del Reino de Dios sólo se revela en el mis­terio del corazón, al que está dispuesto a soportar la afrenta por parecerse un poco más al Amigo, por estar algo más cerca de él, y por acompañarle tanto en la pena como en la gloria. El Reino de los amadores de Dios es, para Ignacio, el

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de los compañeros del Rey que quieren seguir sus huellas ensangrentadas y gloriosas por los caminos de la historia.

EL MISTERIO ESCONDIDO DE UNA PRESENCIA

La anunciación de Moisés (Ex 3,lss), nos pone ante el Dios escondido, que no ciego ni sordo, porque es el que ve y oye la aflicción de su pueblo. Es, precisamente, atraído por ese clamor, por lo que desciende de las alturas del Horeb, el monte del Señor coronado de nubes y de fuego, y baja a la estepa, movido por el sufrimiento de los suyos. Baja, para hacerles "subir", para sacarlos de la depresión del Nilo, del pozo de la esclavitud en donde los tienen metidos.

La zarza, lo sabemos bien, es el fruto de nuestra tierra maldita después del pecado. Tierra árida y espinosa que no deja crecer la semilla. Otra imagen de la esterilidad. Y ahí, baja el Altísimo, a la zarza y la hace arder. Presencia escon­dida, fuego ardiente, porque lo produce, a la vez, la pasión de la majestad y la pasión del cuidado. Fragilidad habitada, misterio escondido que circunscribe un lugar de adora­ción: "¡Descálzate!".

Como Moisés, fugitivo entre dos mundos, el de su fami­lia, el de su vida rehecha de nuevo junto a gente extraña, y el de su pueblo, del que se ha visto expulsado y obligado a huir. Descentrado, quizá también como nosotros mismos. Ni de aquí, ni de allá. Y ahora se le ofrece la bendición de otro destino: crear, para el Señor, un pueblo libre.

Como él, también nosotros somos llamados a una rege­neración de nuestra vida. La alteridad, el sufrimiento de los hermanos de los que hemos huido, de los que hemos pres­cindido, en el mejor de los casos, quizá incluso, instrumen-talizado, utilizado en nuestro favor, se nos pone, irreme­diablemente ante los ojos. Y se nos invita a tomar la deci­sión más importante de nuestra vida.

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Se inaugura el tiempo de la decisión. No podemos ser, por más tiempo, sordos a su llamada, insensibles a su recla­mo. Tenemos que mirarlos de otro modo, incluirlos en nuestra perspectiva de visibilidad, responder a sus deman­das. Deberemos movilizar nuestra generosidad, asumir el reto, ir "a por todas", e iniciar el camino hacia los otros, que será, inevitablemente, también hacia Dios.

El cambio de pertenencia, que hemos gustado al ser liberados de la culpa y del mal, nos lleva a implicarnos en otro objetivo existencia], más desprendido, generoso, que no tiene límites precisos, porque entonces, ya no sería un fruto de la generosidad. No se puede ser generoso hasta cierto punto, ponerle límites a la generosidad es matarla. O se es generoso del todo, o no se es generoso de ningu­na manera. Las cosas son así. Salimos del régimen de la Ley, de lo contable y medible, al régimen del exceso, al de la gratuidad.

Y, por ello, necesitamos otra voz que nos llame. Como canta el bolero: "Si tú me dices ¡ven!, lo dejo todo". No cabe entretenerse, ni disimular con la indecisión este momento decisivo. Es la palabra escuchada la que nos abre el corazón, la que nos despierta el oído. Es la escucha lo que nos forma desde el vientre de nuestra madre. El oído es de lo primero que se forma y lo último que perdemos antes de abandonar este mundo. Somos hijos de una palabra que se nos ha dicho, la que nos interroga, nos provoca y nos altera.

Lo importante es la calidad de nuestra respuesta. Porque no cualquier respuesta sirve. La insustituible, de la que no se puede prescindir, es aquella que nos brota de una acogida intensa del corazón a las llamadas que se nos diri­gen de parte de nuestros hermanos y hermanas. Endurecer el corazón, pasar de todo, es hacerse el sordo, es incapaci­tarse para acoger, misteriosamente, el don que los otros nos están ofreciendo. Por eso la respuesta tiene la forma de una verdadera oblación.

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En la narrativa del pueblo de la Biblia, siempre, cuando un ser humano se cree al final de sus posibilidades, se le pueden presentar otras nuevas por la actuación del Es­píritu de Dios. Sara, ¿por qué no puedes tener un hijo en tu vejez?, Jeremías, ¿por qué no vas a poder ser, tan joven, mi pro­

feta?, María, ¿Por qué no puede nacer de ti el Santo de Dios? Siempre, ¿por qué no? Esta pregunta del Amor destruye todos los subterfugios humanos.

En la anunciación de Moisés también se planteó la mis­ma pregunta, igual que en la de María. Cuando contem­plamos el anuncio del ángel en la casa de Nazaret estamos contemplando una petición de mano, la invitación a unos desposorios. En María la humanidad puede acoger o no la invitación a recibir al Autor de la vida. Ese Dios, que quie­re naturalizarse hombre para salvar su imagen y hacerla a su semejanza.

La escena que contemplamos, desborda los límites de la pequeña casa de un pueblo insignificante y nos amplía la mirada a los espacios mayores de la marcha de la humani­dad en la historia humana. Pero este misterio sólo lo pode­mos contemplar en verdad, si despertamos a "anima", si nos despojamos del entendimiento racional que todo lo quiere comprender y nos arriesgamos a otra mirada: la del interior, que no capta sino que se introduce dentro del mis­terio y allí, descalza se acerca de nuevo a la zarza ardiente.

Deberemos despertar los sentidos interiores y aplicarlos al encuentro que se os ofrece. Aprender los gestos del amor de Dios de un modo afectivo, espiritual. Hacernos presentes al Misterio por pasos progresivos: ver, oír, tocar, considerar, contemplar. Como en el sueño de Jacob (Gn 28) estamos en un lugar santo en donde se toca el cielo con la tierra. El amor participa de la fragilidad porque se hace uno con el que ama, y para ello, se despoja y se hace siervo. Misterio original del amor fuera de sí, en comunión eterna, que se nos acerca en un vaciamiento íntimo a nues­tra carne, a nuestra fragilidad asumida.

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Y desde esta perspectiva de la gracia frágil podemos contemplar la totalidad del mundo. Contra nuestra prepo­tencia, el ejercicio ignaciano de la contemplación de la encarnación del Señor, nos hace contemplar el mundo, no desde nosotros, sino desde su misterio oculto. Quiere sal­var la impotencia humana en fragilidad de Dios, que se res­ponsabiliza eficazmente para mostrar la gracia de la comu­nión. Ahora vemos la realidad, tal cual es, no la que perci­bimos desde nuestra mirada orgullosa o apesadumbrada.

Podemos contemplar abiertamente la intensidad de la respuesta de María: "¡Hágase en mi, como has dicho!". Primero interroga, pero después se entrega. Sin medida, a lo que sea. La dinámica del amor es la intensidad, y sólo el amor nos intensifica la vida, la relación, el gozo de estar vivos. El mayor amor es la comunión: comunión en despojo, miste­rio de humildad, de ocultamiento, de fe. Contemplamos para implicarnos, con mucho cuidado, con mucho respeto.

OÍRTE, VERTE, TOCARTE: CÓMO ACOGER EL DON

¿Qué debemos hacer? La conversión interior nos ha dejado en el aire esta pregunta. Y, sólo desde ella, se nos recrea un dinamismo nuevo cuando escuchamos no sólo una llamada, sino una verdadera invitación: "¡Ven!". La oímos con claridad, pero nos preguntamos: "¿Quién es el que me llama? ¿A qué me llama? ¿Dónde deberé ir? ¿Qué cambios en mi estilo de vida me solicita?".

El Evangelio no es otra cosa que el enunciado de las condiciones de la acogida del don de Dios. Por eso es la misma persona de Jesús la que me provoca, la que centra todo nuestro deseo, a la que deberemos entregar el cora­zón y la vida.

Ignacio de Loyola imagina un gran deseo en el que se ejercita, una vez recorrido el primer tramo de su camino espiritual: conocer internamente al Señor, para que más le

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ame y le siga. Y quizá es esa palabra aún desconocida, "internamente", la que da la clave para adentrarse en el mis­terio del Reino, que sólo conquistan los que se empeñan dócilmente a ello. Se trata de despertar una sensibilidad diferente y nueva, unos sentidos del corazón.

Al comienzo del Evangelio todos, hombres, mujeres, niños, buscan a Jesús. (Me 1,37). Todos quieren oírle, ver­le, tocarle (1,45). Y se le acercan de todas partes, y se agol­pan ante la casa donde está (2,2), atraídos y entusiasmados por su palabra y sus curaciones. "Todos los que padecían dolencias se le echaban encima para tocarle" (3,10) de manera que, en ocasiones, están a punto de aplastarle (id). "Silogro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré*, piensa aquella mujer desesperada (5,28) Y allá donde entraba, pueblos, ciudades o aldeas, le pedían tocar siquiera la orla de su manto (6,56).

Ese entusiasmo por estar muy junto a él, por experi­mentar esa fuerza que salía de su cuerpo, independiente a veces de su voluntad; esa necesidad apremiante de oírle, de verle, de estrujarle entre sus manos, es el deseo que nos pone a tiro de su contagio salvador. Es la atracción de la gracia que su persona provoca.

Entrar en el misterio del Reino pasa por su cercanía y su contacto corporal, así es como se despiertan los senti­dos interiores y nos preparamos a la gracia de su sanación. Conocer a Jesús es oír su palabra, el material sonoro de su voz que puede cambiar nuestro corazón y despertarnos a una capacidad nueva.

Verle es sentir el gozo de su presencia, es vivir el amor que su figura provoca en nuestro interior, tan vacío y oscu­ro en la espera, en la ausencia ciega de nuestro ser. Seguirle es, al menos al comienzo, estar junto a él, tocarle, sentir el calor de su cuerpo junto al nuestro tan frío y tan inerme. Oírle, para escuchar palabras que nos traerán una vida abundante.

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Hay palabras que no tienen una traducción exacta en ningún idioma, sino que nos evocan un desciframiento de significados equivalentes y plurales. Así es la palabra "Reino", en la predicación de Jesús. Es un arcano que debe­remos descubrir, un secreto que se desvela progresivamen­te, a medida en que nos vamos acercando a su despliegue interior, en que vamos viviendo en la proximidad de Jesús y captando íntimamente el deseo de su corazón que se muestra en todo lo que hace: curar, enseñar, escuchar, acoger, sanar... El Reino más que decirse o entenderse, se muestra, aparece, tiene que ver con... Todas las parábolas buscan expresarlo de modos nuevos y diferentes.

Es fruto de una actitud desprendida y apasionada. El amor de Dios accesible, cercano, pero a la vez, libre, que no se deja manipular. Amor ponderado, discernido que nos hace vivir lo mayor en lo menor, porque está amasado de fragilidad y de discernimiento. Se trata, en suma, de ir reconociendo las corrientes profundas de nuestra vida y descubrir la confluencia entre mi corazón, lo más auténti­co y profundo mío, con el amor activo de Dios. Lo prefe­rido por Él en el campo de mis propias preferencias y posi­bilidades. Es un fruto acabado de la entrega.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

AGRICULTURA DE DIOS

Somos agricultura de Dios, es una antigua imagen que se aplicaba a la Iglesia, que tiene raíces bíblicas. Desde el Génesis, donde se sitúa al ser humano en un jardín que el Señor les entrega para que lo cultiven, pasando por los profetas. Isaías nos habla de Israel como de una viña y el mismo Jesús lo reconoce con pesar, en la parábola de los viñadores homicidas.

La imagen de un Dios que mira con cuidado, cariño y preocupación el crecimiento del pueblo, es una constante. Jesús, además, añadirá un oficio a su Padre en este mis­mo contexto: un viñador que cuida de la Vid verdadera, y poda los sarmientos para que puedan dar mucho fruto.

Jesús, que tiene mucho cariño por las imágenes del gra­no que crece en el campo, nos asegura que Él mismo es el sembrador, que siembra buena semilla en la tierra, aun­que una pequeña parte caiga fuera del terreno fecundo. Imagen familiar del reinado de Dios, en donde su Palabra quedará abrigada en la tierra de nuestro corazón.

Dios sembrador, Dios agricultor que se preocupa del crecimiento de su semilla, que surge ella sola, aún cuando dormimos. Pablo nos asegura que el crecimiento lo da el mismo Dios: "Ni el que siembra, ni el que siega... ". Incluso se hace patente la imagen de la agricultura cuando se nos relata que en el último día los ángeles cosecharán una cosecha abundante.

Dios quiere que demos fruto y fruto abundante, fruto de buenas obras. Y espera de nosotros frutos sabrosos, por­que todo árbol bueno los tiene que dar, necesariamente. Por eso la viña que da agraces, o la higuera estéril, que no tiene higos, es un símbolo de la esterilidad y el pecado del pueblo.

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a) Dios siembra en nosotros su Palabra, como en María (Me 4,lss), que es fecunda y variada. La Palabra de Dios, en la parábola del sembrador, es la que fecunda la tierra. Semilla que a todos llega, incluso entre la ciza­ña. Ella la abriga y la hace fértil y la lluvia será consi­derada, por ello, como otra bendición de Dios. La buena tierra es la de promesa, cargada de posibilidades, que encierra riquezas en su seno.

Las dificultades del terreno no son tan importantes. Somos diferentes y tenemos más o menos capacidad. De lo que se trata es de acogerla y esa es nuestra responsabili­dad. Las diferencias del terreno son, en realidad, los obs­táculos, los agobios del dinero, las preocupaciones cotidia­nas, la incapacidad de profundizar de verdad, Pero la mayoría es la tierra buena del corazón, que no encierra, sino que potencia la fecundidad de nuestra pertenencia a la Vida.

b) También podemos contemplar con gusto la insignifi­cancia multiplicadora de la pequeña semilla (Mt 13,3lss). Es una cuestión de paciencia y de espera con­

fiada. Deberemos ponderar mejor ese asunto de los medios y los fines, porque no podemos medir los resultados por la aparente fragilidad de su Palabra, por el hecho de que no sea escuchada, incluso aunque nos parezca inútil. Se hace un gran árbol, como la mostaza y nos acoge a todos.

Igual con la imagen de la levadura, que como la de la sal, vive en la desproporción: un poco de levadura hace subir mucha masa, un poco de sal sazona la comida. De­masiadas veces nos parece que necesitamos más de lo que tenemos, como cuando Tomás le dirá al Señor: "Dos panes y cinco peces... ¿qué son para tanta gente?". Asistimos asombrados a una verdadera multiplicación de nuestras energías en el misterio de la comunión.

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c) Pero también debemos ser conscientes de que Dios siembra lo bueno en el corazón, pero el trigo y la cizaña se lo reparten (Mt 13,24ss). La fuerza de la bondad y de la bendición de Dios se oculta en el amor sentido y gusta­do. Y El se encarga de todo: sus ángeles le ayudan en la tarea de sembrar lo bueno en el campo. Y la única razón de los conflictos en los que nos debatimos es que el Enemigo siembra también en nosotros. Enemigo envidioso de Dios y de su creación, también el mal tiene su oportunidad en el uso que hacemos de la libertad. Y nosotros le damos cabida en el terreno fértil del corazón.

Pero el Amo del campo no se asusta, e incluso tiene que frenar los impulsos de sus amigos. Tienen que crecer jun­tas, porque nuestro interior es un campo de batalla y en él crecen juntos lo malo y lo bueno. Y cuando queremos arrancarlo malo, nos podemos también llevar por delan­te lo bueno. Es la ambigüedad de todo lo humano que sólo se resolverá en el último día. De él es el juicio, y él sepa­rará una cosa de otra, sin dañar a nuestro corazón.

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V

E S C R U T A R E L C O R A Z Ó N

CRUZAR EL RÍO

Esta mañana me han contado la historia de un hombre de la pampa que decide abandonar su rancho, y con él toda su vida pasada. Toma consigo sus pertenencias, deci­dido a no volver nunca más. Y luego de un largo camino, se encuentra con un río caudaloso que deberá cruzar. Quizá ya lo sabía cuando partió, quizá no, y se encuentra frente al obstáculo inesperado. Cuando llega a la orilla se toma su tiempo: mira hacia el otro lado calculando la distancia que le separa de él, mira el agua revuelta y considera sus pro­pias fuerzas.

Después, muy lentamente, se va despojando de todas sus pertenencias: las botas, el sombrero, la navaja grande, la zamarra, los calzones... Y, en ropa interior, va colocando cada una de las cosas amadas, las que le han servido duran­te tantos años, alineadas a la vera de aquel río caudaloso y bravio. Las contempla con cuidado y va seleccionando lo que debe dejar a este lado y lo que va a intentar llevar con­sigo al otro.

En este primer discernimiento selecciona primero lo necesario y desecha lo superfluo. Aunque alguna cosa muy querida se va a quedar atrás, otra, no tan necesaria, se irá con él para acompañarle en el nuevo camino. Decidir qué cosas va a dejar y cuáles tomar es un discernimiento que

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une utilidad y afecto. Despedirse de lo que ya no le es nece­sario, aunque antes le haya sido útil, le cuesta, porque hay apegos que siguen con ataduras muy sutiles ligadas a su cuerpo y a su corazón. Elegir aquellas cosas con las que va a seguir su camino es también un ejercicio de ascesis. Sabe que debe seguir con esto o aquello que le será necesario en adelante aunque ahora se le antoja pesado o incómodo.

Al fin decide pasar la noche cálida al raso rodeado de todas sus cosas que ya van siendo colocadas, no sin titu­beos, en dos montones a la derecha y a la izquierda según su elección. Las horas pasan lentamente y las estrellas van acompañando con su lento caminar por el espacio, ese vai­vén de su voluntad que va de la necesidad al deseo. Alguna de sus cosas cambia de montón varias veces a lo largo de la noche.

El hombre contempla el cielo; a ratos intenta vislum­brar la otra orilla, con sus posibilidades inciertas; otras horas se le escapan mirando hacia atrás y guardando memoria de su pasado. Y también mira al río: en sus aguas caudalosas cree vislumbrar los rostros amados u odiados. Los que fueron propios y le acompañaron un trecho en el camino, pero también los otros, los que le engañaron, los que se quisieron aprovechar de él. Todos esos rostros, esas manos, que le abrazaron o golpearon, que le dieron repo­so o aventura, que le marcaron con su amor o con su des­precio. También ahí va desgranando un discernimiento del corazón, va despojando sus recuerdos, y fijando amores, evaluando afectos, desechando inútiles pasiones.

La luz madruga más que el trabajo de su memoria. Por el oriente se apunta una línea brillante que pugna por abrir­se paso, por ensanchar la herida de la noche, que ya, des­vanecida, se rinde acosada por el agua limpia de la aurora.

Y siente que se le ha cumplido el tiempo, que debe par­tir con la decisión de ahora, la que le ha permitido tomar el límite preciso de la noche. Se levanta y termina casi litúr-

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gicamente, de despojarse de lo poco que le abriga todavía el cuerpo. Aquellas pobres prendas que protegen su inti­midad van cayendo a sus pies; y así, surge de la noche, des­nudo como Adán, recreado, limpio, para saludar la integri­dad del nuevo día. Toma sus cosas, las elegidas, las amadas, y hace con ellas un hato anudado con el poncho campero. Después hay un revoleo de color sobre su cabeza y con el impulso nuevo de sus músculos purificados vuelan alegres las cosas elegidas hacia la otra orilla.

Todavía vuelve por un momento los ojos hacia el mon­tón de las que se quedan irremediablemente detrás. Y, en una despedida breve pero entrañable, las acaricia por últi­ma vez con la mirada antes de lanzarse libre a la corriente turbulenta. Mientras nada, lenta y rítmicamente hacia la otra orilla siente su cuerpo más ligero y su alma como nue­va, brillando entre los destellos de la luz verdosa y blanca del agua que le ciñe. "Desear y elegir solamente lo que más de­rechamente me lleva a la meta..", piensa mientras se agarra a las matas del otro lado, que ya es "este lado" para él. La pampa inmensa se le ofrece ahora como un cuerpo tendi­do, amante, que le llama.

LA ENTRADA EN LA PATRIA DE DIOS

A la hora de cruzar el Jordán, para entrar a la patria que Dios les había prometido, el pueblo de la Biblia tiene que realizar también una elección. Tiene que elegir entre la bendición y la maldición. Si elige la bendición, vivirá él y sus hijos e hijas, si por el contrario, elige la entrada equi­vocada, será maldito y no encontrará las sendas del amor y de la vida.

Y, quizá por ello, Moisés, que les ha acompañado has­ta ese momento, aunque él sabe que no va cruzar esa estre­cha frontera, tiene que prepararles para que acierten, para que elijan lo adecuado, para que puedan recibir la bendi-

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ción de su Dios. Se están jugando el futuro como pueblo, Moisés lo sabe muy bien. Y, por ello, les urge a un discer­nimiento detenido, a reflexionar sobre tres imperativos que le pueden ayudar en ese momento crucial de su vida: re­cuerda, escucha, practica. Su largo discurso está recogido en el libro del Deuteronomio (Deut 4,44-11,12).

Para acoger la bendición de la tierra, que Dios mismo les quiere regalar, en primer lugar tienen que recordar el largo camino que han recorrido hasta llegar adonde están: la orilla del Jordán. Los largos años de marcha que han pasado durante tantos años por el desierto. Y cómo no se han desgastado sus vestidos, ni hinchado sus pies... Cómo bebieron agua de la roca, cuando desfallecían de sed, o cómo fueron curados de las picaduras de las serpientes, levantando los ojos hacia el estandarte de bronce.

"Recordar" es el imperativo primero, el que nos asegura en la constante presencia de Aquél que camina a nuestro lado, que no nos abandona en la tentación, que nos corri­ge como un padre a su hijo, para que no se desvíe del cami­no recto. Es urgente traer a la memoria lo que fuimos, para no perder de vista el guión de Dios sobre nuestra vida. Con frecuencia, cuando ya las cosas nos vuelven a ir bien, nos olvidamos del regalo, de la asistencia amorosa del Señor, y nos volvemos orgullosos. Decimos: "Mi astucia me libró del mal, mi poder me hizo derrotar al enemigo... ".

El segundo imperativo con el que Moisés se esfuerza por modelar su duro corazón es: "Escucha, Israel... " Shemá Israel. Para evitar la maldición y asegurar futuro, es necesa­rio hacernos perceptivos a la voz interior, aquella que resuena con fuerza cuando nos aprestamos a dejarle a Dios su lugar en nuestra vida. La escucha de la voz interior se debe dejar alertar por la Palabra que nos viene de Dios, la de afuera, la de la Escritura santa y sanadora. Escuchar la Palabra para despertar el corazón, para alertar los sentidos interiores y que el Espíritu haga brotar en nosotros su

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melodía de alabanza al Padre y de servicio a los hermanos. No escuchar es entrar en el silencio del olvido, en donde se nos endurece el corazón.

Y el tercer imperativo con el que urge Moisés al pueblo es: "¡Practica!". Vivir la Palabra de Dios nunca defrauda, por­que es viva y eficaz y nos plantea siempre anchura y liber­tad para nuestro pobre corazón que se apega a la estrechez de las normas y no puede alzar el vuelo sin ataduras. No tentar al Señor, que es un imperativo de acción, significa actuar confiadamente en sus manos, sin temor, liberados de lo que nos ata, nos limita, nos obliga a caminar dando vuel­tas alrededor de nuestra falta de horizonte, como caminan­tes extraviados en el desierto de su impotencia y su soledad.

Moisés traza un itinerario para entrar en la patria de Dios, para poseer una tierra que siempre será del Señor y de la que sólo se enseñorearán desde el servicio y la alabanza. El pueblo no es el dueño de la tierra, le pertenece a Dios, y ellos entrarán a ella por gracia y don, y no como fruto de su esfuerzo humano. Acceder a la tierra es acceder al misterio del reinado de Dios, y también a nosotros, como al pueblo de la Biblia, se nos pone ante una encrucijada. Debemos discernir bien el camino, aceptar otra sabiduría, la del Reino de Dios, e ir muy libres, muy despojados de todo lo que nos ata a este lado del río, a este lado del Jordán.

El, GOZO DE VER LO QUE OTROS NO VIERON

Dejarse conducir, ser enviado a veces adonde uno no quiere, tiene sus resistencias, pero también sus momentos de gozo hondo. Cuando nos descubrimos enviados y sen­timos que el deseo del corazón, y el querer de la voluntad, acompañan lo que el otro explícitamente nos pide, realiza­mos obras inauditas y experimentamos que brota en noso­tros una fuerza desconocida que nos impregna el corazón de un gozo nuevo.

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No son las obras que realizamos lo que lo causa, sino una plenitud de vida regalada que sólo podemos nombrar­la como obra y regalo del Espíritu. Sentimos que la razón del gozo es que nuestros nombres están escritos en el libro del Espíritu de Dios (Le 10,17-24) y que esa escritura es como un tatuaje que nos hace ser de su propiedad, suyos en exclusiva.

Es como una conmoción interior, familiar a aquella que alteró el corazón de Jesús llenándolo de "gozo en el Espíritu Santo", cuando, bendiciendo al Padre, le agradeció que el código del Reino estuviera oculto para la sabiduría reflexiva y se hiciera patente a los pequeños. La revelación del secreto, la clave de interpretación quedaba así, para siempre, en manos de los que se dejan hacer, de los que han perdido su propia voluntad y capacidad de decisión y solamente esperan ser utilizados para el bien por otra per­sona, por alguien que les ha robado el corazón.

El misterio sólo se revela en el misterio. Conocer lo de Dios es ardua tarea para la inteligencia discursiva y don regalado para quien se deja abrir los ojos y aprende a ver con una atención nueva.

Por eso Jesús anuncia una bienaventuranza más: "¡Dicho­sos vuestros ojos, que ven lo que veis!". Es el asombro ante una novedad reconocida y amada. No todos los ojos se abren a este misterio, ni siquiera aquellos que "quisieron ver", ni los ojos penetrantes de los profetas, ni los omnipresentes de los poderosos, que creen ver y dominar todas las cosas. "Lo que vosotros veis, ellos no lo vieron, y lo que vosotros oís, no lo oyeron.."(id).

Esta sabiduría del reinado de Dios es una paradoja. Nos dejamos llevar, introducir en el hondón del misterio y debe­mos hacerlo con una mirada y un corazón de niño. Por eso pedimos luz al Señor para descubrir los engaños, para alcan­zar sabiduría que nos ponga en el buen camino y no nos haga entrar por el valle de la desgracia. Luz para descubrir

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la dinámica equivocada que nos dejaría el corazón seco y las manos insensibles para abrazar el misterio en los hermanos, para descubrir la fuerza y la belleza de la fragilidad.

Optar por una vereda de pobreza y humildad, entrar con buen pie en la tierra, que es siempre fruto de la bendi­ción de Dios, que nos ilumina los ojos del corazón para poder ser, junto con los humildes del pueblo, también camino de fortaleza y de dignidad. Así es como adquirimos la capacidad para una vida plena, para la Vida que se nos regala a manos llenas, que se nos vuelca en el regazo con una medida plena, remecida, redonda.

Hay una entrada en falso: aquella que renuncia al don, por la autoposesión interesada. Y muchas veces nos encon­tramos envueltos en ella, casi sin darnos cuenta. Creemos que, en la medida en que seamos dueños de nosotros mis­mos, tendremos todo a nuestro alcance. Es una tendencia antigua en el ser humano, quizá la que perdió a nuestros padres originales en el paraíso entre los dos ríos.

Dinámica de poseerse en plenitud, de vivir la vida con la pretensión de tener un fundamento sólido en la propia satisfacción y complacencia. Lo que tenemos, aunque nues­tro, no nos pertenece en exclusiva, y cuando creemos que podemos asirlo y basar en ello el bienestar del alma, se nos convierte en polvo y en nada. Y pasamos de la satisfacción propia a la frustración, dejándonos llevar, paradójicamente, por el mismo impulso.También Jesús tuvo que resistir a esa tentación de "codicia de riquezas", en el desierto de Judá, cuando, empujado por el Espíritu, se enfrentó a los propios fantasmas de un mesianismo adquirido.

Pero además, esa dinámica de la autoposesión, (todo en provecho propio), nos conduce irremediablemente a la di­námica del privilegio (todos a mi servicio). Y nos situamos, enrocados en nuestro propio egoísmo, sobre un escabel, para ser más que los demás. Esta es una consecuencia de lo anterior: nos creemos mejores que los otros y les impone-

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mos nuestra propia seguridad, o nuestra voluntad de poder, en lugar de vivirlos como semejantes y hermanos. Pero nadie es más que nadie, porque esclavizamos nuestra liber­tad cuando nos creemos por encima de los otros y les manipulamos a nuestro servicio.

Y, por este camino, desde esta mala senda de entrada en la tierra que se nos promete, llevamos al culmen nues­tro despotismo original y nos alzamos con la malvada pre­tensión de ocupar todo el espacio liberado y excluir a los demás de nuestro propio dominio. La dinámica se com­pleta: del "todo en mi provecho", al "todos a mi servicio", para concluir en el terrible: "nadie ocupará mi lugar". Dinámica casi diabólica, en todo caso idolátrica, porque la voluntad cautiva quiere desplazar del espacio de los derechos a cual­quiera que me lo dispute. Incluso a Dios.

La dinámica de la autoposesión termina en la dinámica de la exclusión. Y no podemos excluir a los demás del ámbito sagrado de nuestra vida, sin desalojar a Dios de su propio centro. De ese lugar único y secreto en donde El siempre mora. Necesitamos desplazarlo a Él, al único due­ño, arrancarlo de su morada más íntima, para excluir tam­bién a los demás y disponer de ellos como objeto de pla­cer o de rivalidad. A veces no caemos en la cuenta de esta sencilla verdad evangélica: necesitamos adorar al Señor, con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas, para no excluir a nadie, para alcan­zar la comunión con los demás y con el mundo. Adorar para no excluir, tal es nuestra condición de criaturas.

PONDERAR EL CORAZÓN, SOPESARLO, AQUILATARLO

Para alcanzar la gracia de la vida, la que nos incluye en la dinámica de la comunión, necesitamos ponderar más nuestro corazón. Aquilatarlo, sopesarlo, sin dejarnos llevar alegremente por unos sentimientos u otros. El corazón, sin

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discernir, también nos puede engañar. No bastan las bue­nas intenciones para asegurar la buena entrada en la tierra bendita del Dios de la vida.

Y, para ello, precisamente, hay dos preguntas que nos debemos hacer alguna vez en la vida: la primera es, ¿Adonde me lleva, verdaderamente, mi corazón?; la segunda, tan importante como la anterior: ¿Cuánto estoy dispuesto a pagar por ello?

Preguntarme cuál es el polo de atracción de mi vida, es pedir razón del fuego que me alimenta por dentro, de la pasión más auténtica que me atraviesa, de aquello que me mueve en realidad. Todos necesitamos disponer de un motor que potencie nuestro ser y que polarice nuestra voluntad para actuar de forma adecuada. Somos seres de deseo, pero éste se nos muestra confuso e intermitente. Alcanzamos a vivirlo como a ráfagas, sin determinación, ni casi objeto preciso que lo canalice. Preguntarnos por la pasión de nuestra vida es hacerlo desde la verdad que nos hace padecer, no solamente, desde los deseos dispersos e inseguros.

Por eso es tan importante pensar igualmente sobre la segunda pregunta: porque sin asumir el coste de nuestra pasión, todavía no hemos discernido adecuadamente el lugar central que moviliza las energías de nuestro corazón. Presupuestar la pasión significa ponerle un precio: ¿hasta dónde estoy dispuesto a llegar por esto que siento ser lo más definitivo de mi vida? Jugarse la vida, derrocharla por algo o por alguien, es la marca verdadera de que estamos en lo central, y no en lo superficial y pasajero del deseo. "¿De qué le sirve al ser humano ganar el mundo entero, si malogra su vida?". Esta sencilla pregunta evangélica ha puesto a más de uno en el brete de la decisión definiti­va. Y si no, que se lo pregunten a Francisco Xavier que se encontró confrontado a ella por su condiscípulo, Ignacio de Loyola.

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Si no hemos dedicado tiempo a contestar a estas pre­guntas nunca podremos estar seguros de haber puesto toda la carne en el asador de nuestra libertad, en el punto crucial en donde la voluntad se adhiere al deseo. Y podemos estar viviendo en el engaño sin darnos cuenta. Es muy impor­tante que la vida no nos sorprenda con los cimientos de nuestra casa sobre arena. A estas alturas, no podemos ser ingenuos. Las dinámicas internas que nos orientan desde el amor propio siempre nos están amenazando de manipula­ción inconsciente y de autoengaño. Y debemos prevenir la arbitrariedad del deseo, asegurarnos en contra de una diná­mica de arbitrariedad, aunque sea bienintencionada.

Deberemos ir caminando hacia la desnudez del cora­zón, desarrollar lo que, en un primer momento, sólo ha sido un germen, pero que puede esconder aún mucho amor propio inconsciente. Ponderar el corazón, aquilatar­lo, es caminar a través de la ambigüedad propia de toda acción humana, y en ese camino descubrir la enorme capacidad de ocultación del propio interés en la que nos movemos. Nos engañamos, a pesar del buen clima interior, que no es suficiente para asegurar la permanencia en lo que queremos. Sólo el desprendimiento nos asegura dar los pasos necesarios para desenmascarar los engaños.

Caminar desde el despojo consentido y querido es ali­viar la tensión que nos procura la satisfacción en el logro de lo que buscamos. Renunciar a ese contentamiento, sos­pechar de él para asegurar una libertad, realmente suelta, desprendida que nos incline hacia las actitudes de despo­sesión, de liberar dependencias y de correr con pies ligeros el camino de la pobreza y la humildad.

El camino de Jesús es el que nos va llevando a descolo­carnos de nuestro lugar, pretendidamente de privilegio, y aprender a compartir con todos la condición común. A no hacernos un camino propio de deseo en deseo, que nos dejará un fondo de insatisfacción repetido, a aprender a

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hacer el éxodo del propio amor, para abrir el corazón, libre y desprendido a los aires puros del amor y el servicio humilde. Deseamos despojarnos de lo que nos limita y nos ata. Tiempo de discernimiento de la generosidad de nues­tra respuesta, de quitar la máscara de los pretextos, purifi­cándonos de toda posesividad.

El discernimiento a que somos llamados tiene dos caras: por un lado para asegurar el progreso, por otro, para pro­fundizar la intimidad en el amor.

Discernir el progreso es caer en la cuenta de que tene­mos una capacidad inaudita para adquirir lo nuevo y dis­cernirlo. No estamos viviendo según un guión predetermi­nado, que nos obliga a repetir en el presente lo vivido y sufrido en el pasado. Podemos colonizar futuro, es decir, abrirnos a lo nuevo inédito, sin ser esclavos de un pasado que nos pesa como una losa sobre el corazón. Y para ello, es preciso que ponderemos el hecho de que el progreso no es homogéneo y tiene que atravesar momentos de crisis. Partimos de la convicción, experimentada tantas veces, de que estamos mal afectados. Y que deberemos soportar el malestar que toda crisis conlleva, porque es precisamente eso lo que nos desenmascara los engaños y hace madurar la decisión.

Pero, también, discernir para profundizar en la intimi­dad. La experiencia del amor discernido (la discreta caritas ignaciana), nos lleva a descubrir un "más adentro", una invitación a la profundidad mayor de una intimidad com­partida. Sin discernimiento no ahondamos en la relación amorosa. Es necesario purificar más, atravesar muchas capas superficiales e inmaduras, para hacernos más y más presente al corazón que nos ama y que amamos.

Y no se trata solamente de atravesar los obstáculos de una intimidad cerrada e "intimista", se trata de amar más, de mejorar la calidad del amor para evitar lo que nos impi­de una entrega generosa y atrevida. Renunciar a dirigir,

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disponernos a dejarnos conducir, a ponernos en otras manos, para acabar por descalzarnos del todo, por despo­jar nuestro corazón y recibir la comunión en la desnudez de lo que somos.

ESTO ES "SER RECIBIDO"

Jesús se rodeaba de todo tipo de gente. Los comienzos de su actividad pública recogen las expectativas de muchos: los pobres, los pequeños, los afligidos, los enfermos, los excluidos, los pecadores. También los ricos y los inteligen­tes se acercaron a él, aunque con suerte desigual. Pero atrae de una manera muy especial al pueblo pobre y creyente, a aquellos que esperan en Dios porque no tienen otro valedor para su vida. Un pueblo humilde, descorazonado, herido, agobiado que incluso es invitado por Jesús a acu­dir a él. Los que confían en El, sin límites, porque necesi­tan y desean un cambio de escenario para su pobre vida.

Es necesario haberse visto perdido, haber sido alcanza­do por una mirada misericordiosa, tocado por manos cura­tivas, sostenido en un abrazo firme, y sanado, devuelto a la comunión y la vida, para experimentar de verdad lo que significa "ser recibido".

"Ser recibido" es una experiencia privilegiada. Una experiencia única de gracia. Experiencia que nos lleva a sentir que somos re-engendrados, que en nuestra propia fragilidad y nuestra propia miseria, no nos podemos hacer aceptar por nadie, y que necesitamos, desde un amor dife­rente, experimentar que somos aceptados porque sí, por­que se nos quiere, sin límites ni condiciones. La acogida como fruto de una experiencia honda de despojo: el otro, los otros, que nos perdonan, que nos reciben, sin poder conquistar su cariño.

Experiencia honda de la complacencia de otro. Como el caído en el margen del camino, que se siente acogido,

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cuidado y querido por el samaritano que le encuentra mal­herido. Podemos ponerle voz y escuchar su experiencia de "ser recibido".

"Jesús, tú eres mi samaritano y yo soy ese hombre medio muerto que bajaba de Jerusalén a Jericóy cayo en manos de sal­teadores, que, después de desnudarme y golpearme, se marcharon y me abandonaron en la cuneta del camino. Yo soy ese hombre ante quien la religión de los puros y la erudición de los teólogos dan un rodeo para no tropezarse conmigo porque quedo fuera de sus preocupaciones. Pero tú llegas casualmente junto a mí, me ves tal y como estoy, te compadeces de mi estado lamentable, te me acercas, vendas con aceite y vino mis heridas, me lomas y me montas sobre tu cabalgadura, me conduces a una posada, velas

junto a mí cuidándome toda la noche, me encargas al cuidado del posadero, te gastas tu dinero conmigo, y sobre todo, vuelves a buscarme!

Tú eres mi samaritano porque te vinculas a mí, y ahora ya te has ido pero yo estoy seguro que volverás porque tu corazón se ha enternecido y tus manos han cuidado mis heridas y has vela­do toda la noche mi sueño intranquilo, y te espero con ansia para irme contigo y no separarme jamás de tu lado..!'.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

NEGOCIAR LO RECIBIDO

a) ha lucidez de nuestro corazón es fruto de una mira­da recibida, de una perspectiva diferente, no la propia, que siempre es engañosa, sino de la mirada de los otros, de la mirada de Dios. Mirada penetrante que nos desvela el corazón. Es la mirada del acoso de Dios sobre nuestra vida. Mirada constante que sondea el corazón y le descu­bre en los límites de su agudeza visual. No nos vemos bien desde nosotros mismos. "Sondéame y conoce mi corazón" (Sal 139).

b) El que administra con astucia su vida, sabe poner atención en las propias carencias y convertirlas en oportu­nidades para el futuro. Jesús alaba el proceder previsor de quien conoce sus propias limitaciones. El administrador sagaz (Le 16, lss) sabe actuar consciente de la fragilidad de su posición. Somos como quien administra lo que no es suyo y puede perderlo. No nos podemos apoyar en lo pro­pio, sino en la sagacidad para hacer el bien y asegurar el futuro. Lo recibido es una ocasión de entrega.

c) El rico necio (Le 12, 13ss), cree que lo que tiene le sobrará, y lo vive como el primer engaño. Sus previsiones son necias. Como las nuestras, cuando hacemos planes sin contar con nuestra propia debilidad. Creemos reforzar lo que somos a base de suplencias: el tener, el codiciar, el ate­sorar.

d) Para vivir bien, tenemos que invertir lo recibido. Esa es la fecundidad del don. La parábola del señor que se va de viaje, de Mateo (25, 14ss) nos lo recuerda. Todo lo que somos y tenemos no nos pertenece, somos adminis­tradores de una vida que se nos ha regalado. Pero el don

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tiene su propia fecundidad, y la propuesta es multiplicar­lo sin temores. El que esconde el don por miedo, se pierde, porque la recompensa no se hará esperar. Siempre llega a su hora, e incluso antes de lo que esperamos, y nos pide cuentas. Los temores que nos incapacitan para multiplicar el don, son los modos y maneras de no arriesgar por el rei­nado de Dios. Dejamos de invertir en fidelidad, en com­promiso con los desfavorecidos, en profecía práctica... por miedo. Pero esperamos recibir doble paga: el "gozo del Señor"y la responsabilidad multiplicada. En lo poco y en lo mucho la fidelidad es lo importante.

e) La dinámica del prestigio social y el reconocimiento de los otros se nos muestra en la parábola del fariseo y el publicano (Le 18,9ss). Debemos estar atentos a los "dia-logismoi" del que se afirma en sí mismo. ¿Conversamos con nuestro corazón como el fariseo? ¿Dónde apoyamos la honestidad de nuestra vida: en las obras que hacemos o en la confianza humilde que hace fructificar lo que hacemos?

f Los dos hijos que son enviados a trabajar al campo por su padre, en la parábola de Mateo (21,28ss) nos hacen situarnos bien ante las opciones de la vida. Y eso es lo importante. No todo el que diga: "Señor, Señor... ", sino el que acude al servicio sin justificarse con buenas razo­nes. Hacer lo de Dios, para que no nos descubramos en el engaño de amar solamente de boquilla, sino de verdad.

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V I

R E P R O D U C I R S U R O S T R O

EL CINTURÓN DE LINO

El cinturón, en la antigüedad, no era como ahora, un objeto meramente práctico que nos sujeta el pantalón a la cintura. Era mucho más. Era el adorno con el que se ceñía la amplia túnica que hombres y mujeres vestían en las actividades cotidianas. "Ceñirse" es una metáfora de prepararse para hacer algo: incluso es frecuente en­contrar esa forma verbal asociada al servicio. Se ceñían para salir a la calle, para viajar, para realizar tareas do­mésticas, etc.

Además, el cinturón era un modo de lucir el tipo. Normalmente era de lino, bordado en la parte delantera y signo de prestancia social y casi de lujo, al menos en cier­tas ocasiones. Así era habitualmente.

En una ocasión, el profeta Jeremías nos cuenta un caso curioso referido a la compra de un cinturón de lino. Un día cualquiera, dentro de esa extraña intimidad amistosa del Señor con el profeta, le envía al mercado a comprarse un hermoso cinturón y ponérselo en la cintura. Jeremías responde, muy contento, a la invitación. Por una vez el Señor no le pide ningún gesto extravagante, como cuan­do le hizo andar desnudo por la ciudad pasando una gran vergüenza. Esta vez no. Con su cinturón aumenta la pres­tancia de su vestido y se siente feliz y contento ante sus conciudadanos.

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Pero la alegría dura poco. Al cabo de un cierto tiempo, de nuevo se le comunica el Señor con un mandato extra­ño. Se debe despojar del cinturón de lino, ir al Eufrates y enterrarlo bajo el agua tapado con unas piedras. El profe­ta, acostumbrado a los extraños caprichos de su Dios, no se hace de rogar y cumple lo mandado. Le fastidia, como es lógico, desprenderse del adorno, y comprende que la cosa no va a acabar así como así.

En efecto, al cabo de varios meses, el Señor se acuerda de nuevo del cinturón y le hace ir a buscarlo adonde lo había escondido bajo las aguas del río. Con consternación, el profeta descubre que el lino se ha estropeado y que el cinturón se ha echado a perder. Cuando ya está a punto de quejarse, por la pérdida de aquella prenda que tanto le gus­taba, y que no podrá volverse a poner nunca más, escucha la voz del Señor que le dice:

"Lo mismo desgastaré el orgullo desmedido de mi pueblo que se porta obstinadamente, que adora y sirve a dioses extranjeros. Serán inservibles, como ese cinturón. Porque, como se adhiere el cinturón a la cintura del hombre, así me los ceñí, para que fue­ran mi pueblo, mi fama, mi gloria y mi honor" (Jr 13,9-11).

La idea del cinturón de lino adherido a la cintura de Dios, no deja de ser atractiva y sorprendente. Adherirse al Señor: esta es la palabra clave. Este término no tiene nada del heroísmo cristiano de una exigencia ética extrema, ante los ojos de uno mismo o de los demás. Seguir a Jesús se puede haber convertido para algunos, en esta modernidad secularizada, en una norma de conducta, por excelente que pueda ser, en un artículo de fe, o incluso en una propuesta moral que intenta justificar toda nuestra vida. Pero verlo así es una perspectiva equivocada.

"Adherirse a otro" expresa, en primera instancia, sola­mente un deseo de intimidad, de apego, de abrazo. La casa de Israel, según esta metáfora, es como un cinturón que Dios quiere ceñirse para su gloria y que, sin embargo, se

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separa de él y se pudre, hundido en el Eufrates. Se pudre cuando se separa de la cintura de Aquél que le ama.

Así es como el Señor nos quiere: adheridos a El, a su cintura, a la vida, para no pudrirnos. El apego, esa figura de una intimidad particular, es aquí lo decisivo. Nada hay de más vulnerable, pero tampoco nada de más firme. Un cin­turón que se ciñe a la cintura que ama. Porque si somos su cinturón, El es quien nos ha tomado para abrazar su cin­tura y adornarse con nosotros. De lo que se trata y a lo que se nos invita, es a vernos ante los ojos de Aquél a quien amamos. Y solamente ante sus ojos. La identidad buscada ante uno mismo es una pérdida irreparable. Ante los ojos de los demás es un engaño.

Identificarnos con Jesús, se nos hace una pretensión demasiado orgullosa, conscientes como somos de la dis­tancia infinita que nos separa. Aunque sabemos que se tra­ta de una manera de hablar, la figura del mediador se acer­ca demasiado al límite y se puede romper en una preten­dida sustitución. Podríamos caer en el deseo de asumir el rol de otro, prestado, desde el deseo inconsciente de no ser uno mismo, de ser otra cosa, de ser más. De este modo estaríamos viviendo en una mediación engañosa.

Y podríamos hablar de una sencilla gradación de la adherencia: adherencia del sentimiento, adherencia del deseo, adherencia del corazón. Cada una de ellas como una etapa a cubrir, como un itinerario hasta llegar al corazón, a la estancia interior, a la reserva íntima, figura del lugar de lo secreto, de lo escondido donde Él siempre mora. La nueva alianza es interior, es el reino oculto de los amadores de Dios. Y la recompensa del misterio es el misterio. Dios, que ve en lo secreto, da su recompensa. Misterio de lo oculto que señalan las parábolas, que anuncian las bienaventuran­zas, que al mismo Jesús le hace vibrar de gozo al descubrir esa acción secreta de Dios en el interior de los sencillos, en el corazón de los ignorantes.

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UN ROSTRO VELADO, RADIANTE Y LUMINOSO

La consecuencia del deseo de estar adheridos a la cin­tura del Señor que nos ama, será, de forma muy imper­ceptible pero también progresiva, que se nos irá impri­miendo su rostro en el tapiz de nuestra vida. Es un metá­fora, claro, pero fruto de una experiencia repetida y tam­bién de una perspectiva teológica determinada.

Comencemos por el final. Pensar la experiencia de ad­herencia a la persona de Jesús, como un proceso de mimesis progresiva, supone que concebimos la experien­cia interior como una forma coherente de ir haciéndola, paulatinamente, biografía personal. De tal modo que lo que cuenta en el llamado seguimiento de Jesús, no es tan­to la capacidad o incapacidad de asumir los valores evan­gélicos, sino la de aventurarse a hacer la experiencia de dejar brotar del encuentro con Él su misma vida.

Si Cristo es Icono del Padre, impronta de su ser, reflejo vivo de su Rostro, nosotros, sus amigas y amigos, lo somos del suyo. Somos iconos suyos, seres de carne como Él que se van dejando trasfigurar progresivamente hasta transpa­rentar su gloria.

Esta es una sencilla verdad que tiene amplio respaldo en la teología paulina: Cristo, imagen de Dios en la prime­ra creación (Col 1,15), por una nueva creación, ha venido a restituir a la humanidad caída el esplendor de esa imagen divina que el pecado había empañado. Se hace semejante a nosotros para devolverle a Dios su propia imagen res­taurada y plena.

Y lo hace imprimiéndonos la imagen aún más hermo­sa que la primera, de hijo de Dios, que restablece al ser humano nuevo, hombre y mujer, en la rectitud (Col 3,10) y le concede el derecho a la gloria que el pecado le había hecho perder (Rom 3,23). Esta gloria, que el Hijo posee en propiedad como Icono de Dios, penetra más y más

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en el cristiano (2Cor 3,18) hasta el día en que nuestro mismo cuerpo se revestirá plenamente de ella a imagen de la humanidad celeste (ICor 15,49).

De lo que hablamos, por tanto, es de hacer realidad aquello de Pablo: "Porque Dios los eligió primero, destinándo­los desde entonces a que reprodujeran los rasgos de su Hijo, de modo que éste fuera el mayor de una multitud de hermanos; y a esos que había destinado los llamó, los rehabilitó y les comunicó su gloria" (Rom 8,29). Este "reproducir sus rasgos''no es una tarea de la que nosotros seamos autores, bien al contrario, es precisamente el mismo Espíritu de Jesús, que brota como un torrente de nuestro interior, el que lo hace.

Hay una narración en el libro del Éxodo de un encan­to muy particular. Es aquella en la que se nos narra la trans­figuración del rostro de Moisés después de conversar con su Señor (Ex 33,35). El amigo, que se vio invitado a des­calzarse ante el prodigio de la zarza ardiente, no cae en la cuenta de que su rostro se ilumina de una manera muy especial cada vez que acude a la Tienda del encuentro a dialogar con su Dios.

El fuego divino, que sigue ardiendo sin consumirse en la proximidad del pueblo, en cuya tienda mora, le afecta también a él de una manera que desconoce por completo. Moisés no lo sabía, pero su piel se había vuelto radiante por haber hablado con Él. Y, sólo al salir de la tienda y des­cubrir el asombro en el rostro de los que le miraban estu­pefactos por tan extraordinario prodigio, cae en la cuenta y se echa un velo por la cara, con el deseo de proteger el regalo que la intimidad de adhesión le había proporciona­do. De tal manera que los israelitas veían su cara radiante cada vez que hablaba cara a cara con Dios, como un ami­go habla con su amigo.

De este fenómeno de intimidad velada, reflejada en el rostro de Moisés, toma ocasión Pablo para glosar su pro-

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pia experiencia. Igual que Moisés, también nosotros reflejamos en nuestro rostro la gloria de Dios. Pero con dos diferencias sustanciales: la primera es que no quere­mos velar esa transparencia de su gloria; y la segunda, que el Espíritu de Dios nos regala algo aún más precio­so: nos va transformando en esa misma imagen, que aho­ra ya es la de su Hijo amado, la de Jesús: "Nosotros, que con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos. ASÍ"es como actúa el Señor, que es Espíritu" (2Cor 3,12).

"Como en un espejo", es decir, desde nuestro propio rostro en el que se refleja el Suyo, el del Amado de nues­tro corazón. Reflejo de reflejo, icono que manifiesta pau­latinamente aquello en que se va convirtiendo por la gra­cia de quien así lo ha querido. Semejanza suya, rescatada del olvido del pecado, imagen salvada de una gloria úni­ca que se nos comunica por la acción secreta del Es­píritu, a medida en que le vamos dejando transformar nuestro corazón.

Pedro, el que tanto lloró su desamor de un momento de negación ofuscada, nos alienta a los que creemos sin haberle visto, a los que le amamos creyendo en El sin ver­lo, y sentimos un gozo indecible, radiantes de alegría. Como él, también nosotros experimentamos "la gloria que va a revelarse" (IPe 5,1). La alegría que irradia nuestro ros­tro no puede ser velada, porque es la misma gloria comu­nicada y recibida de El en la espesura de la nube, en el monte Tabor. También allí Jesús sufrió esa transfiguración pasmosa mientras oraba, y también el aspecto de su ros­tro cambió como el de Moisés al salir de la Tienda. Y sus vestidos refulgían de blancos y su rostro estaba brillante como el sol (Mt 17,2). Y Pedro y los demás, pudieron ver su gloria y se estremecieron con la voz que salía de la nube y, postrados en tierra, se quedaron como fuera de sí.

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DIBUJO DE FE, DIBUJO DE AMOR

A lo largo de la vida nos hemos ido encontrando per­sonalmente con Jesús, y en cada uno de esos encuentros podemos asegurar que hemos contemplado su gloria. Fugazmente, la mayoría de las veces, otras, de forma más detenida y gustada con mayor intensidad. Pero siempre velada por la acción de la fe, esa luz suficiente para ver lo que los ojos no pueden ver, para iluminar el trecho siguien­te del camino, como cuando caminamos en la noche en busca del pozo de agua clara con una linterna en nuestras manos. Sólo podemos enfocar unos pasos delante de nues­tros pies descalzos.

Y hemos encontrado en cada momento de gracia, un trazo nuevo, un rasgo más definido de ese rostro amado que buscamos. Es como si se nos fuera quedando grabada en el corazón la huella de su paso fugaz. Y esa huella, jun­to con todas las otras, ha ido formando un dibujo, ése que somos ahora mismo, por obra del amor. Porque el amor nos va marcando la frente del corazón con sus propios ras­gos y terminamos por parecemos a la persona a quien más amamos.

Juan Pablo II nos ha enseñado que cualquiera de noso­tros, todo ser humano, puede encontrar su propia biografía en el corazón y en la vida del Señor. Y es un reto apasio­nante descubrirlo. Porque este don tan preciado sólo se ha­ce posible cuando leemos progresivamente lo que nos ha pasado desde los encuentros personales con El. Lo que habíamos creído que era nuestra pobre historia, lo que con­sideramos episodios fugaces, encuentros sucesivos, aconte­cimientos cotidianos, quedan iluminados de un modo inau­dito desde la narración evangélica, cuando descubrimos atónitos que a nosotros también nos ha pasado lo de Za­queo, o lo del joven rico entristecido, o lo de la samaritana que iba a por agua al pozo en Siquem. Es entonces cuando nos brota del corazón decir: "¡Esta historia es mi historia!".

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En su Comentario a la canción XII del Cántico Espiri­tual, Juan de la Cruz expresa este hecho llamándolo "dibu­jo de fe, dibujo de amor". Lo hace, glosando aquel pasaje en el que la esposa, mirándose en una alberca, expresa su anhelo diciendo: "¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblan­tes plateados formases de repente, el rostro del Amado, que tengo en las entrañas dibujado!"

Dibujo de fe, porque es un dibujo que está siempre por terminar, que es solamente el esbozo de un rostro todavía borroso y sin perfilar. Al hacer memoria agradecida de los diversos encuentros que hemos ido viviendo a lo largo de nuestra vida con el Amigo, descubrimos en ellos los trazos inacabados, muy imperfectos, del rostro que tanto amamos.

Pero no deberíamos desanimarnos, porque la misma tor­peza de rasgos, en los que apenas podemos adivinar fugaz­mente su mirada, es un grito dirigido al verdadero artista. Así lo expresa el místico: "Conociendo que está como la ima­gen de primera mano y dibujo, clamando al que la dibujo para que la acabe de pintar y formar".

En realidad, dichos rasgos del rostro amado, que vamos experimentando en las marcas de nuestra biografía, no son sino las sucesivas etapas de un camino de seguimiento. Rasgos que nos van modelando el corazón, que se van haciendo vida propia y que configuran, cada uno de ellos incompleto, nuestra propia historia de salvación.

Desde la primera infancia, en que nos pudimos sentir en la cercanía misteriosa del pequeño Jesús, o los arrebatos rebeldes de la adolescencia y primera juventud, cuando soñamos el mano a mano de sus correrías por Galilea, has­ta tantos otros encuentros en la temprana madurez, cuan­do la grieta del corazón nos paralizaba el aliento y nos pu­dimos sentir tan ciegos y mudos como los del Evangelio.

Ha habido mucho camino recorrido juntos. Muchas ilu­siones y muchas miserias, que hemos ido compartiendo con el Amigo fiel. Muchos olvidos y mucha necesidad de com­partir la compasión, y de sufrir la soledad y la espera. Y a lo

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largo de todo ese camino se han ido marcando, aunque borrosos, los rasgos de ese rostro amado en nuestro corazón.

Pero también, dibujo de amor, porque es el deseo amo­roso el que nos ha ido marcando con su fuego el retrato de Aquél a quien tan ansiosamente buscamos. Los gestos del amor son los que nos han marcado, lo que nos van con­formando una geografía corporal y bendita que, al reco­rrerla despacio, nos señala el paso fugitivo de su presencia, tan íntima como escondida. Como los enamorados, tam­bién tenemos una biografía en común, un modo de ir visi­tando los lugares de gozo y de sufrimiento desde una doble perspectiva: la de nuestros ojos y la de los suyos que han ido subrayando muchas esperas y muchos encuentros.

Los hombres y mujeres de cada época, son las palabras con las que Dios escribe su propia historia. Somos, cada uno, imagen suya, aunque muy parcial y borrosa. Por eso tenemos de Él diversos grados de impregnación de sus ras­gos, todos diferentes, y cada uno reproduce unos u otros. De Francisco de Asís se decía que, al final de su vida, era el retrato vivo de Cristo. Las propias marcas de la tortura de la cruz estaban impresas en sus manos y en su costado. Y, al verlo, todos podían reconocer en él un trasunto de su Señor crucificado.

Los santos son lo que, de un modo más eminente, han llegado a reproducir unos u otros rasgos del Señor. Y, por ello, son verdaderos iconos, donde se transparenta la gloria del que es impronta del Padre, imagen de su ser, primogé­nito de muchos otros hermanos. Pero ésta es una cualidad de todo creyente, que se deja impregnar la propia biografía a partir del encuentro constante y repetido con el Señor.

Cada uno tenemos que hacer memoria de su presencia, y retener con cuidado, lo más suyo en lo más nuestro. Aquello que, desde su regalo, nos hemos hecho capaces de reproducir. Deseamos que la imagen de su rostro, dibujo de fe y de amor, se acabe de pintar y formar. Y a esa tarea es a la que debemos dedicar toda nuestra vida.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

DIVERSOS ENCUENTROS CON EL SEÑOR DE LA VIDA

Prescindimos de las parábolas y vamos a contemplar diversos encuentros personales con el Señor. En su tránsi­to por nuestra tierra, Aquél que venía de Dios y a Dios volvía, hizo muchos amigos y amigas. No era un paso

fugaz, porque tenía el deseo de fundar una Humanidad Nueva, y si pasó haciendo el bien, también es cierto que pensaba volver a recoger el fruto de sus esfuerzos.

Rodeado de mucha gente, se fue haciendo un hombre discutido. Muchos pensaban que era un hombre bueno, un verdadero profeta, pero algunos otros lo consideraban también "un endemoniado" (Jn 8,48). Su actuación, con una autoridad inaudita sobre la Ley de Moisés, sus pala­bras ardientes y compasivas, las señales que iban suce-diéndose, todo hacía que se fuera generando un gran inte­rés por su persona.

Quizá era una actitud pretendida, ya que el suscitar preguntas estaba en la base de despertar su acogida con­fiada o su rechazo. Muchas veces aparece en los evange­lios la pregunta: "¿Quién es éste...?". Incluso el mismo Jesús se la plantea directamente a sus amigos que le siguen: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?".

a) Podemos contemplar diversos encuentros de Jesús con algunas personas concretas del Evangelio y pregun­tarnos qué tienen que ver con nosotros. En primer lugar se encuentra repetidas veces con los fariseos y legalistas de su tiempo. Jesús se encuentra ante actitudes bloqueadas: inte­resadas, muchas veces hipócritas, y en todo caso incapaces de ver y oír los signos de la salvación que se anuncia. Terquedad, obstinación, incluso mala voluntad patente.

El momento en que Jesús cura al ciego de nacimiento (Jn 9,lss) es un paradigma de lo que decimos. Los ciegos,

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realmente, son los que no quieren ver y reconocerlo que ha sucedido. Investigan, preguntan, inquieren, pero son inca­paces de creer. El ciego verá la luz, cuando en su confe­sión firme aunque incomprendida, se encuentre cara a cara con Jesús y le vea y crea en El. "Lo estás viendo, el que habla contigo".

b) Otro encuentro, de otras resonancias y en una situa­ción muy diferente es el que sucede entre Pedro y Jesús sobre las aguas tormentosas del lago en la hora más oscu­ra de la noche. Expresa bien una actitud ambigua, falta de discernimiento. Es nuestro quiero y no quiero.

Jesús, que les ha obligado a embarcar en medio del fer­vor popular por lo de los panes, se encuentra ahora, en la oscuridad, con la barca que es zarandeada por las olas. ¿Será un fantasma? La actitud de Pedro es consecuente: si no es un fantasma, si es Jesús, en verdad, es que lo pue­de todo y puede hacerle caminar sobre las aguas del lago enfurecido. Jesús consiente: "¡Ven a mil", Pedro, con auda­cia, se atreve, se fia de su palabra, pero... el embate de las olas es muy fuerte y él duda: "Hombre de poca fe, ¿porqué has dudado?". Es la mano de Jesús la que le agarra para que no se lo traguen las aguas.

c) El caso de aquel joven, con gran corazón y de bue­na familia, que se acerca a Jesús buscando algo más, y al que el maestro mira con cariño es otro caso de encuentro que no llega a dejarse imprimir un rasgo de Jesús. Encuentro fallido. Nos lo trasmite el evangelista Marcos, en el capítulo 10 de su relato. Los muchos bienes agobian la respuesta decidida de un corazón temeroso que no se atreve a dejar atrás una vida de riqueza y comodidades. Mirado por Jesús con una mirada de amor, interrogado con cuidado, acogido por su corazón generoso, pero escla­vo de los muchos bienes y sus agobios.

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d) Otro encuentro, éste más dichoso, porque sí que se le pega algo de la generosidad de Jesús es el de Zaqueo. El recaudador de Jericó, ciudad muy rica y dueño él mismo de una buena hacienda. Como era bajo de estatura y tenía curiosidad de ver a Jesús, que estaba de visita, intentaba verlo pero la multitud, seguramente hostil a su persona, no se lo permitía. Subido a una higuera, sin ningún reparo, se encuentra con la mirada amistosa de Jesús que se invi­ta a hospedarse en su casa. Y el milagro se produce sin que medien reproches ni recriminaciones. Zaqueo, ante tal pro­digio de confianza, tiene un arranque de generosidad, devuelve triplicado lo que había extorsionado, y da la mitad de sus bienes a los pobres.

Las diversas actitudes, de los que se encuentran con Jesús, nos ayudan a evaluar nuestra adhesión real a El y a su propuesta de Vida. Actitudes bloqueadas, de quienes viven algo innegociable, actitudes sin discernir, generosas pero inmaduras, actitudes en fin, que se dejan transfor­mar en el encuentro con Jesús y su misterio.

ha fecundidad del don en cada uno, depende de la aco­gida del corazón. Y de la adhesión firme a su persona. ¿Queremos de verdad, lo que vemos y oímos?

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Tercera Parte

L A S E N T R E T E L A S D E L A L M A

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V I I

L A F R A G I L I D A D D E L A M O R

DEL MOLUSCO AL VERTEBRADO

Hay un pasaje en la historia del pueblo de la Biblia, que siempre me ha llamado la atención. Es aquel en el que, en una campaña habitual contra los filisteos, durante el invier­no, Saúl y sus jóvenes guerreros se enfrentan una vez más contra la prepotencia del ejército que ocupa los territorios de la costa (ISan 17, 31ss). Unas veces ganan algo de terre­no y otras lo pierden. Pero, en este caso, los filisteos tienen a un hombretón entre sus filas, que se pasa el día insultan­do al Señor de Israel con su prepotencia.

Nadie se atreve a enfrentarse a un combate cuerpo a cuerpo con él y, diariamente tienen que tragarse su orgullo y sus insultos. El joven David, que no tiene aún edad para pelear, y lleva diariamente la comida a sus hermanos al frente, se envalentona, y a pesar de los reproches de su gente, hace correr la voz de que él aceptará el reto y se enfrentará al gigantón.

Enterado Saúl, le manda llamar, y se deja convencer por la audacia casi infantil del joven David. Su desparpajo y buena apariencia le ayudan, sin duda. David muestra su confianza en el Señor, que le ha librado, en otra ocasiones, de las garras del oso y aún del león, que quería arrebatarle las ovejas y, de este modo, el rey acepta su pretensión des­cabellada de salir al cuerpo a cuerpo con Goliat.

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De todas formas, Saúl le fuerza a vestirse con su arma­dura, su yelmo, y su pesada espada de guerra, y David, de esta guisa, apenas puede caminar. De modo que, despoja­do de todo ese impedimento, sale a retar al gigantón, con su menguada ropa, su onda de pastor y unos cuantos can­tos rodados del río. El resultado ya lo sabemos: sin pertre­chos, vertebrado en la confianza en su Dios, derribará a su temible enemigo y le cortará la cabeza. La fama de David se consolidará entre su pueblo, y la envidia del rey se aba­tirá sobre él.

Pero, lo que más despierta mi interés de este pasaje, es la calidad de dicho enfrentamiento desigual, y la enseñan­za que se puede extraer de él. Como David, deberemos comprender que la excesiva protección no nos ayuda en el combate decisivo. Hay otra coraza interior, la extrema confianza en Dios, que se muestra más eficaz que nuestro deseo de seguridad externa, que, muchas veces, lo que expresa es una gran debilidad.

Esta experiencia es la que me hace pensar que, para hacer frente a las dificultades de la vida, nos conviene pasar del molusco al vertebrado. Y me explico.

Somos seres carentes, vulnerables, pero vertebrados. El esqueleto que nos sostiene, nos permite caminar erectos y desnudos. La piel de nuestro cuerpo es una formidable pan­talla de sensibilidad, frente al molusco, y aún más al crus­táceo, que está protegido con una coraza defensiva para ocultar la fragilidad de su falta de vertebración interior. Sin ese instrumento defensivo y ofensivo, no podría sobrevivir. Nosotros, los humanos, hemos internalizado en el esquele­to dicha coraza, y estamos preparados mejor para la adver­sidad.

Nos sucede, sin embargo, de un modo existencial, que, por falta de fuerza interior, de confianza en nosotros mismos y en Dios, vamos haciendo el camino inverso. Y, cuanto más nos acorazamos, más débiles nos vamos que-

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dando interiormente. Ciertamente, es el temor a que nos hieran lo que nos impulsa a hacerlo, pero caminamos a ciegas, y sin darnos cuenta de lo que perdemos. Debere­mos salir de esa existencia bunquerizada, si queremos reforzar la seguridad y vertebración interior. Aunque no nos sea fácil conseguirlo.

El ejemplo de Jesús es decisivo. Cuando tiene que enfrentarse a los conflictos, que le llevarán hasta el patíbu­lo, lo hace reforzando maravillosamente su confianza en el Abbá, su Padre que le ama y le protege. Y no va desprote­gido, porque está vertebrado. Vulnerable, pero firme. Con la voluntad sostenida en Aquél que le conforta.

A veces, podemos pensar en la imagen falsa de que Jesús se enfrenta al conflicto desde una pasividad sacrificial, como quien "es llevado" a la muerte presionado por las cir­cunstancias. Pero olvidamos que a Jesús "nadie la quita la vida", que El va preparado y confiado en la fuerza de Dios y decidido irrevocablemente a subir a Jerusalén.

Allí deberá afrontar la violencia del mal, con un ánimo fuerte y no arrastrado por nadie. Él sabe en quién ha pues­to su confianza y se siente apoyado interiormente y prepa­rado, aunque despojado de armaduras como David, para ese combate desigual.

POR LAS SENDAS DEL DESPOJO

¿Qué tienen en común gestos como perder el tiempo con un toxicómano que no se quiere recuperar, escuchar al hermano molesto, que no nos cae bien y es un pesado, asu­mir una tarea ingrata para que no la tenga que hacer el otro o la otra, invitar a tu casa a un transeúnte desastrado que no tiene adonde ir? Estos y otros gestos similares, tienen en común que son una evidencia de la inundación de la gra­cia del Señor. Síntomas de que se está disfrutando una vida muy gozosa.

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En todo caso, si se realizan, conscientes de que son gra­tuitos, de que no podemos esperar recompensa alguna, y no los hacemos por un mero imperativo moral, sino de corazón, nos señalan que se conoce y se aprecia la abne­gación. Estos son gestos que nunca harán los que se las dan de prudentes, los calculadores, los que se las saben todas, y menos aún, los que sienten que se está perpetua­mente en deuda con ellos.

En realidad, cuando hablamos así, lo que queremos es insistir en que el cálculo, la previsión, la eficacia de los resultados, la economía de los afectos que se vive en nues­tra sociedad, pueden ser rebasados desde una experiencia gozosa de la gratuidad de Dios.

Y es, precisamente por ello, una experiencia muy huma­na. Cuando vivimos satisfechos, con el corazón sosegado, en la seguridad de que se nos quiere, con el alma en paz y la conciencia tranquila, podemos dar un paso más y descu­brir el paisaje nuevo de la dimensión del exceso. Si nos encontramos carentes, con fallos en la estima o el afecto, buscando compensaciones, anhelando reconocimiento por parte de los otros, inseguros de que se nos quiera de verdad, entonces tenemos que arreglar primero los cajones de nues­tra alma.

El amor, cuando nace y se cultiva con cuidado, nos va llevando por los caminos del despojo, pero sin herirnos, como un maestro experimentado, que nos enseña a amar y a disfrutar del amor, poniendo a salvo nuestro protago­nismo y deshaciendo con maestría la compulsión de los deseos. El amor es un maestro muy realista y sabe que no se puede amar, sin que el mismo amor nos vaya despojan­do de aquello que amamos.

La autodisciplina es la condición para servir al amor, el medio necesario para darle, de verdad, cauce en nuestras vidas. Sin esa actitud de no hambrear ni el tiempo ni el afecto, y vivir la vida, entregados a lo que se nos presenta, no nos haremos nunca discípulos del amor. Es la condi-

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ción que permite al amor dejar de ser una aspiración esté­tica y convertirse en realidad efectiva.

En realidad, consiste en saber decir no a la propia sen­sualidad, cuando lo requiere el servicio, el bienestar o la felicidad del otro. Y esta capacidad, de estar descentrado del propio interés, es una escala que se tiene que ir subien­do con cuidado, porque el propio amor es engañoso y nos puede desconcertar.

La abnegación, por otro lado, es una garantía para ase­gurar que nuestra vida de oración no es ilusa, es un instru­mento para el crecimiento espiritual, porque se trata de una actitud vital, que nos potencia el deseo, más allá de cualquier disposición meramente formal.

San Ignacio la describe como la creación de un espacio en donde se va a dar algo mejor, o de mayor calidad, sin el cual no se daría. Es un ejercicio que nos permite superar los estrechos límites de lo cotidiano y nos circunscribe un ámbito de mayor claridad. También es un ejercicio que nos libera de la dispersión, ya que al cortar algunas de las ramas por las que se nos difumina el propio interés, nos hace centrar el crecimiento de una forma más exigente. Es una capacidad para el servicio.

Y, por último, es una señal de la primacía del Señor sobre cualquier otra cosa de nuestra vida, una referencia clara de nuestro deseo de tenerlo como el único bien nece­sario, que se nos convierte en un ensanchamiento del cora­zón asociado al gozo.

Siempre hay variadas ocasiones para ejercitarla: asu­miendo, sin pesar, las normales limitaciones de la vida, o el hecho de que nuestros deseos y aspiraciones no se cum­plan, al menos como nosotros esperábamos. La vida en común nos pone ante los ojos una multitud de ocasiones para vivirla de forma callada, y nuestra especial cercanía con los ignorantes y sencillos de corazón, depende en gran manera de esta forma de elegancia humana y espiritual.

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DISCERNIR LOS AFECTOS PARA MADURAR EL AMOR

El amor cristiano, sea dirigido a Dios o sus criaturas, es un amor extraño. Tiene su propia gramática que hay que aprender. No es cualquier amor, sino de una determinada cualidad, porque, el beber el agua de un pozo que está tan hondo, tiene sus propios recorridos y debe servirse de ellos para llegar a su plena maduración en cada sujeto.

No es un amor que pueda prescindir de los avatares del corazón humano, porque aunque solamente brota en él y no es su fuente, sí que va siendo modelado por su misma capacidad y por sus propias cualidades. Es enteramente humano, en este sentido, pero también es todo de Dios.

Amor que se pretende lúcido, pero no interesado, por­que no rivaliza con ningún otro tipo de amor, pero, a la vez, exige una integridad grande, un amor entero, porque queremos amar con todo el corazón y éste no está partido. Se nos enseña a amar a los que nos hacen bien, a los que queremos afectivamente, pero también a los otros, a los que no nos aman y hasta a los que nos hacen daño.

Los afectos son el territorio del yo, de tal manera que podríamos decir que delimitan las propias fronteras de lo que nos pertenece y lo que no. Como el corazón humano es expansivo, colonizamos otros espacios cuando amamos a los amigos, y así nos ensanchamos vitalmente en la con­quista de otros corazones, que pasan a ser, en algún modo, nuestros: nuestros familiares, nuestros amigos.

Pero el corazón, además de ensancharse cuando ama, también es adhesivo, se apega, se adhiere a los que quiere. Y, por ello, nuestras relaciones de afecto se pueden con­vertir en adictivas. Nos sentimos dependientes, apresado el corazón por ellos, y al hacerlo así nos vinculamos de tal manera que podemos perder la libertad. Al hacernos pro­piedad del otro o la otra, podemos debilitar la misma fuen­te amorosa y detener la corriente del amor.

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El amor no se justifica por su objeto, por aquel al que se dirige, sino por su origen: de dónde y cómo brota. Por ello se hace necesaria una renuncia virtual al mismo don, para prevenir la apropiación, para dejar fluir el amor sin barre­ras. Poder amar a cualquier persona con el mismo amor de Dios, es consecuencia de una renuncia previa: que da lugar al amor suelto, libre, intenso, que es transparencia y aper­tura. Del amor, sólo a Dios y todo a Dios. Este es su lími­te preciso.

El amor, como Dios que es su fuente, no se centra en su propia satisfacción, se renuncia a ella, y mantiene libre el deseo. Para ello tendremos que aceptar la vulnerabilidad del corazón, sin blindarlo ni endurecerlo, ni siquiera por un deseo lógico de protección. Vulnerable, pero resistente, vertebrado, sin dejarnos dañar, con una solidez que sólo la gracia puede proporcionar, no sin sufrimiento. Fuertes en el amor, desde la integración de lo que somos: la confian­za invencible de quien "ha conoádoy creído".

El amor verdadero es el amor humilde. Porque, al sentir el flujo del amor en el corazón, nos podemos sentir "seño­res", como dioses, con el orgullo de los que descubren el tesoro que les brota dentro. Por eso es necesario prevenir­nos. Amor amasado en pobreza, que arraiga en la arcilla de nuestras carencias, que nos ama porque sí, sin que hayamos de merecer su amor. Somos amados sin seducción previa, sin que tengamos que atraer y conseguir el amor.

Este es el amor sólido, oculto pero invencible; resisten­te y vulnerable. Amor que ama y es amado porque sí, por amar.

LA HORA DECISIVA: AMAR Y MÁS AMAR EN EL CONFLICTO

El amor debe afrontar el conflicto. Si queremos madu­rar, permanecer, seguir hasta el final, no podremos eludir­lo. Amar nos exige permanecer. Permanecer junto a Jesús que, subiendo a Jerusalén, sabe muy bien adonde va y para

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qué. El conflicto se presenta por confrontación entre lo que deseamos y lo que la realidad da de sí. Fuera y dentro de nosotros, y siempre nos sorprende porque sus golpes son a traición, y nunca estamos preparados para recibirlos. Cuando aparece, nos derriba, nos vence...

Jesús tomó, en un momento dado, una decisión irrevo­cable: subir a Jerusalén. Debía afrontar el conflicto con la religiosidad establecida, con la complicidad de los jefes del pueblo, hasta con las fuerzas de ocupación romana. Pero, quizá lo más doloroso para el maestro, será que la subida ajerusalén le abocará a un conflicto también con los suyos, con las expectativas de sus mismos discípulos, que no comprenden su actitud, y quieren evitar lo inevitable, cerrándole el camino. Cuando no hay sintonía vital con el estilo de Jesús, nos sentimos desconcertados, perdidos, en este momento clave.

Y Jesús, en realidad, se va a confrontar con la verdad de su misión, en Jerusalén, la ciudad santa, en adelante y para siempre la ciudad símbolo de contradicción. Jesús es una bandera discutida; en este momento de su vida, tiene con­fabulados hasta los más irreconciliables enemigos contra sí. Se ha convertido, como profetizó el anciano Simeón, en una piedra donde se van estrellar muchos, y también se edificarán obras importantes. Los anuncios repetidos de la pasión son parte de la clarividencia de Jesús respecto al destino de su vida y misión en la tierra.

Y tiene que aceptar el despojo de sus planes, el rechazo abierto de los genuinos representantes de Dios, incluso los gritos del pueblo que reclamarán su muerte. Las lamenta­ciones del Señor sobre Jerusalén son muy elocuentes, y llo­rando a la vista de la ciudad, nos desvelan su más íntimo drama: "¡Si tú conocieras el mensaje de paz! No has conocido el tiempo de tu visita" (Le 19,41). "Jerusalén, Jerusalén, que matas a profetas y apedreas a los que Dios te envía. Yo he querido reu­nir a tus hijos como la gallina a suspolluelos..." (Mt 23,37).

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Jesús aceptará con entereza el desafio del amor adul­to: morir para dar la vida. El último relato de los signos, en el evangelio de Juan, va ser la resucitación de Lázaro, el enfermo, al que Jesús amaba (Jn ll,lss). Y es muy elo­cuente, porque va a provocarle la definitiva sentencia de muerte. Como el grano de trigo que, sólo al caer en el surco de la tierra y morir, dará mucho fruto, Jesús se jue­ga la vida por su amigo. Realmente nadie tiene mayor amor.

El amor se muestra en las ocasiones, y ésta es una de ellas. Pese a las amenazas de muerte, Jesús volverá ajudea alertado de la enfermedad de Lázaro y seguro ya de su muerte. Los discípulos, temerosos, le seguirán seguros de ir a una muerte cierta. El maestro se enternecerá en el diálogo con las hermanas del amigo y llorará por dos veces ante su dolor por la ausencia de aquel a quien tanto quería-

Lázaro es rescatado de las garras de la muerte por amis­tad, porque Jesús le quiere y desea así, pese a la amenaza de su vida, manifestar la gloria de Dios. Su actitud debería engendrar en cada uno de nosotros un deseo firme, una capacidad nueva: estar con El, subir con El hasta Jerusalén y acompañarle en su destino, sea el que sea. Después ya se verá de lo que somos capaces!

En la sala del piso alto, sobre los divanes, aún queda un tiempo para la charla amable, para la cena, cargada de ges­tos de intimidad y de ternura. En ese clima de amor paten­te, la despedida se prolongará en unos gestos sencillos, pero que impactarán decisivamente a aquellos y aquellas que los contemplaron. Con el pan roto, con la copa de mano en mano, se sellará un pacto tan sólido que ni el abandono y la dispersión posterior podrán borrar. Allí se jugará la partida decisiva: realmente hay mucho amor y más amor...

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

UNA MIRADA DE IMPLICACIÓN: LA DEL QUE AMA Y ES

AMADO

a) El amor adulto nos solicita ahora. Amor que supe­ra las palabras bonitas y se recrea en la entera entrega del corazón. Amor que crece y se deja configurar con Aquel que ama, y que va marcando una huella indeleble en lo profundo de la vida. Amor lúcido y discernido: prudente y fiel. Amor que sabe permanecer a la espera, que no teme aplazar la presencia dulce del que ama. Amor que sabe trabajar y servir, también en la ausencia del amado, en la carencia sentida en la fragilidad del corazón que "sabe" y espera-

Perseveraren la súplica ardiente, cuando Dios calla, es un signo de desinterés amoroso. El amigo importuno (Le ll,5ss) es un ejemplo de oración perseverante que nos pone en la dinámica de la confianza. Sigue llamando a la casa del amigo porque espera de él, porque confia en su amistad, a pesar de lo tarde de la hora. Esta es la nota característica de la oración confiada: insistir, aducir las quejas, solicitar la ayuda. Confiados en la amistad, a cualquier hora...

La viuda, a quien el juez injusto desoye, es otro esce­nario (Le 18,1 ss). Ahora es la tenacidad, el deseo de no desfallecer en conseguir la justicia. Dios nos hace esperar demasiado tiempo a los que clamamos a El, pero no nos desoye. Día y noche importunó la pobre viuda al juez ini­cuo. Y ella es sólo una sombra, una parábola, sobre la que destaca el amor de Dios. La cosa buena, por excelencia, que esperamos es el don del Espíritu, el de la verdad, la

justicia, la paz.

b) Amor despierto, aun en la noche más cerrada. La parábola del Señor que tarda en la noche (Le 12,35ss)

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nos lo recuerda. Venga a una hora u otra, por la noche o en la madrugada, nos deberá encontrar vigilantes, con el amor ardiente y preparado el corazón. Lo que espera al servidor es un servicio que se le hace: el mismo Señor, en delantal para atender uno a uno nuestra mesa.

La imagen del Señor, ceñido, es muy elocuente. Como El, también nosotros, en delantal, y atentos a las necesi­dades de todos los de la casa. Nos toca administrarlos bie­nes de los suyos, cuidarlos hasta que El vuelva. La res­puesta a Pedro sobre al que pondrá "al frente de los sier­vos" es bien elocuente para los que vivimos la responsabi­lidad y el cuidado de los que amamos.

El corazón confiado es nuestro mayor tesoro. ¿Cómo lo administramos? Es un tesoro inagotable porque no se dete­riora y se disfruta también en el más allá. Lo que haya­mos amado, eso perdurará. ¿Dóndeponemos el corazón?

c) Amor de injerto vital en el cuerpo amado. Como el nuevo árbol de la vida, el que quedó vedado en el paraí­so, la vid verdadera se nos ofrece (Jn 15,lss). Allí pode­mos insertar la raíz del corazón. Vino derramado, amor patente que se muestra, que no se oculta. Amor de entre­ga, de derroche vital, que nos da la vida. Nosotros, los sar­mientos. El fruto que demos es fruto de comunión, de vin­culación muy honda, aunque también de poda constante y

fructificadora. Somos limpiados para dar mucho fruto, tal es la volun­

tad del Padre, y su gloria en los racimos plenos de jugo dulce. Nosotros no nos separaremos del árbol de la vida, porque en la permanencia en ese amor desprendido y humilde, tenemos la ocasión de vivir "el mayor amor": el que da la vida por aquellos que ama.

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V I I I

L A D E S N U D E Z D E L A C O M P A S I Ó N

LA SEMILLA Y EL ÁRBOL

En los últimos decenios del siglo IV a.C, después de las conquistas de Alejandro Magno, un profeta desconocido describe, con sabor netamente apocalíptico, las pruebas y la gloria de los últimos tiempos. Entre los oráculos mesiá-nicos del resurgimiento de un tiempo nuevo destaca el anuncio misterioso del Traspasado. Todos los ojos se diri­girán hacia él y harán duelo como a un hijo único, porque manará un manantial desde el monte del Señor y todos "mirarán al que atravesaron.." (Zac 12,10).

"¡Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salva­ción del mundo!", así canta la Iglesia el viernes santo, duran­te la adoración de la Cruz. "Salve, ¡oh Cruz!, árbol único en nobleza. Jamás el bosque dio mejor tributo, en hoja, en flor, en

fruto. (...) Dulce leño donde la vida empieza con un fruto tan dulce en su corteza". Y es que el árbol sagrado en donde se originaron los frutos de la muerte en el jardín de esta tie­rra, se convierte en el Árbol de la Vida que nos trae los fru­tos del Crucificado.

"¡Salve, oh Cruz, única esperanza!". La victoria de la Cruz está en el Amado que se abrazó a ella y la convirtió en lecho de salvación. La vida fue engendrada sobre ella y el juicio del mundo se realizó al ser elevado el cuerpo del Hijo a lo alto, y atraer sobre sí todas las miradas.

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Pero no hay árbol sin semilla. Y los amadores del Cru­cificado Viviente, estamos marcados por esa señal del amor extremo de Dios. Como el cuerpo del resucitado tiene las marcas de la tortura en sus miembros, nosotros también lle­vamos en nosotros las marcas de esa amistad. Pablo es tes­tigo de ello y nos lo relata en su carta a los gálatas. Y las lle­vamos desde el comienzo de nuestra vocación; ya que la semilla plantada en nuestro corazón es el deseo y la opción de nuestro seguimiento "lo más cerca posible" de Jesús.

Simone Weil, en un bello texto, nos explica como Dios viene a visitarnos, con insistencia, como un mendigo, para depositar en nosotros una pequeña semilla. Si lo acepta­mos, ya no tiene otra cosa que hacer, porque ella ira cre­ciendo, poco a poco, en nuestro corazón. Y nosotros tam­poco, porque después de haber dado nuestro consenti­miento, sólo cabe esperar.

El crecimiento progresivo de la semilla siempre será doloroso, porque nos obliga a destruir lo que le molesta, y tenemos que arrancar las malas hierbas, que forman parte de nuestra propia carne. Sin embargo, en cualquier caso, la semilla crece sola.

En un momento determinado de nuestra vida el peque­ño brote se va convirtiendo en un árbol magnífico, tan bello y frondoso que hasta las aves del cielo llenarán de nidos sus ramas. Ese árbol, el más alto de todo el bosque, no es otro sino el árbol de la Cruz. Y una semilla de ese árbol es la que el Señor había puesto, amorosamente, en nuestro corazón. De haberlo sabido... pero ahora crece fuerte en nosotros y ya no se puede arrancar. Sólo la trai­ción podría desarraigarlo.

MANIFESTACIÓN Y OCULTAMIRNTO

El árbol de la cruz se alzó, por primera vez en la vida de Jesús, en el monte de la Calavera. Él también había dado su consentimiento a ese amor que viene y nos toma,

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su sí filial. Y, al final de su camino, tiene que contemplar el fruto de la entrega continuada de su vida. La cruz no es un obstáculo que impidiera al Señor realizar su plan de com­pasión y de generosidad, es la condición de una serie de posturas tomadas conscientemente a lo largo de su vida.

¿Podría haberla evitado? Sí y no. Para hacerlo hubiera debido de pagar un coste excesivo: renunciar a lo que era y pactar con los intereses del Enemigo. Y, desde aquella dura pelea en el desierto de Judea, Jesús había aprendido la dia­léctica idolátrica y excluyente del Mentiroso. Seguramente, ahora volvía a enfrentarse con él, porque era "la hora y el poder de las tinieblas".

La hora de Jesús había llegado. La hora de la manifes­tación máxima de la gloria de Dios, en el ocultamiento máximo de la ignominia, sufrida y consentida por amor.

En la pasión de Jesús se manifiesta la gloria de Dios, es decir, Dios demuestra su inmenso amor al mundo - "¡Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo, el único!"- 0n 3,16) y, por eso, la manifestación plena de la gloria/amor en la Cruz continúa para siempre. El costado abierto por la lanzada, que seguirá abierto en el pecho del Resucitado, lo atestigua. De él sigue manando sin cesar el agua del Espíritu.

Decía San Anselmo que Jesús en su pasión "sufre, pero no es desdichado", porque la asume por amor, voluntaria­mente, como una tarea amorosa. Todo se polariza en su "ardiente deseo...". Para ser desdichado hace falta algo más: hay sufrimiento, hay tristeza honda hasta la muerte, pero hay también consentimiento, y deseo de darlo todo.

Pero también, en la pasión del Señor, se nos aparece el ocultamiento máximo de la gloria en la ignominia. San Ignacio nos dice, muy certeramente, que debemos "contem­plar cómo la divinidad se esconde... ". El silencio absoluto de Dios en la muerte del Justo es un terrible lugar de manifes­tación: en donde no se experimenta sino la soledad y el miedo, en donde no se le ve, ni se le oye: en la tiniebla máxima de la total identificación.

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"Dios tenía una palabra, nos la dio y se quedó mudo", así se expresaba el místico de la noche oscura, San Juan de la Cruz. Dios ya no tiene nada más que decir. La cruz es su única palabra, es la elocuencia que hace trizas nuestra inú­til sabiduría religiosa, lo que creemos saber de Dios. Donde se manipula a Dios, de un modo inaudito, donde se le con­vierte en moneda de cambio, en interés, en egoísmo idolá­trico, no hay nada más que decir.

El silencio de Dios ante el sufrimiento de los inocentes, no es un silencio cómplice, es la imposibilidad de decir nada ante su manipulación más patente y descarnada. Echar la culpa a Dios, como lo hacemos, es de un sarcas­mo tal, que no puede ser negado con ninguna otra palabra. Allí donde un pequeño sufre y clama, allí mismo está Dios; en ningún otro lugar podría estar sin avergonzarse.

Jesús murió "según las Escrituras". Así reza la fórmula más antigua del credo cristiano. Y lo que quiere decir la frase, no es que no tenía más remedio que morir así, que ya estaba, desde siempre, escrito. Lo que quiere decir es que murió la muerte del Justo, del Siervo y del Profeta, es decir, de aquellos que, puestos en manos de Dios, se entregan por el pueblo.

La Iglesia, desde antiguo, ha visto a Jesús como el sier­vo que, siendo inocente, sufre por el pueblo. Esa figura pro-fética del exilio, individual y colectiva, que aparece como quien acepta solidariamente sufrir en silencio por los demás. En sus cantos, sobre todo el último, lo contempla­mos. (Is 52,13ss). Hombre deshumanizado, sin apariencia humana, desfigurado, que uno no soporta mirar a la cara. Sufre por todos, porque no quiere romper la comunión, para traer la paz. Inocente, que se deja inmolar para dar la vida. Figura extraña que sustituye a criminales y pecadores. Y de quien se puede afirmar, con verdad, que "sus heridas nos curaron...".

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SUS HERIDAS NOS CURARON

Nos podemos decir "los amigos del Siervo", incluso con cierto orgullo, en la medida en que nos limpiamos la mira­da de unos ojos que sólo ven las apariencias, para atrever­nos a contemplar, por debajo de ellas, la realidad: el sufri­miento forma parte de nuestra vida.

Y nos cuesta llegar a formular el lugar del sufrimiento, porque siempre lo consideramos como un extraño, como algo que no nos pertenece, que no es nuestro, sino ajeno, que nos roba alguna parte de nuestro ser, que mata algo de lo que somos. No lo conocemos como nuestro, porque tendremos que bajar un escalón y "reconocerlo". Nos reve­la aspectos desconocidos de nosotros mismos, porque nos despoja y nos hace tocar lo esencial.

¡Estamos tan acostumbrados a valorar lo que vivimos por lo que hacemos! Y hay un más allá del hacer, que es el aceptar, el soportar, incluso el padecer. Lo que no nos cuadra, lo que nos impide ser tan eficaces como nuestro amor nos pide, lo que no conseguimos evitar a los que amamos...

Sin exagerar, porque tampoco es cuestión de hacernos sus víctimas, pero la vida lleva consigo un componente habitual de sufrimiento. Los conflictos, que deberemos afrontar con cierta deportividad, son como un crisol: nos ponen a prueba, nos dan la medida exacta de lo que somos, porque en ellos no podemos improvisar, en ellos actuamos desde las reservas que tenemos. Se desvela la verdad de nuestro corazón: somos personas que saben que lo que pretendemos tiene sus costes, y no pequeños.

El peligro que corremos ante las situaciones conflicti-vas, es no tomar conciencia de lo que vivimos y querer evitarlo a cualquier precio. Cuando se nos exige asumir y aceptar, callar y sufrir, es cuando descubrimos la orienta­ción fundamental de nuestro corazón. Es la "puerta estre­cha", de la que habla Jesús.

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El primer peligro que corremos es dejarnos ensimismar por el sufrimiento. Si el yo se curva sobre sí mismo, nos hacemos, fácilmente, el centro. El yo se engorda con el sufrimiento, porque hay heridas que parecen merecer medallas. Y podemos exhibirlas con insensatez, y asumir el papel de víctimas o de culpables.

Cualquiera de estas dos actitudes es muy peligrosa. Y ninguna es positiva. La primera, porque siempre tenemos aspectos de nuestra persona que tenemos que revisar y purificar; la segunda, porque es una tendencia egoísta y cerrada que no nos permite salir hacia los otros, y crecer. La libertad cristiana, en situaciones de conflicto, nos exige una actitud doble: asumir y revisar.

La verdad del corazón no siempre aparece a la vista de los demás, ni de nosotros mismos. Cuando somos mal inter­pretados por asumir las causas justas del oprimido, cuando debemos afrontar las críticas por nuestra actitud libre y com­pasiva, debemos abandonar el deseo de aparecer como los buenos, o legitimar a toda costa, nuestro proceder. Nos cuesta mucho dejar a Dios el juicio, ponernos en sus manos y no preocuparnos por nuestra propia causa. Pero es el momento clave, el momento de no devolver con la misma moneda y de asumir con realismo la calidad de nuestra vida.

Cargar con la realidad supone asumir las cargas de los otros. Es una enseñanza que podemos aprender de las acti­tudes que Jesús desarrolla en medio de las circunstancias de su pasión. El sufrir y callar, cuando es por la causa del Evangelio, nos humaniza, nos hace mejores, nos solidariza con los sufrimientos de tantos y tantos inocentes de nues­tro mundo.

Cargar con el mal ajeno, no resistirse, devolver bien por mal, orar por los que nos lo causan, es un buen consejo de la enseñanza evangélica. Es el aprendizaje necesario para pasar del "sentir" al "consentir": el Reino de Dios tiene sus propios caminos, aunque no siempre sean los nuestros.

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Debemos aprender a dejarnos despojar por los aconteci­mientos de la vida. Tragarnos la propia muerte es condi­ción innegociable para alcanzar el gozo de la vida. Sin heroísmo, sin gestos llamativos, podemos cargar sobre nuestras espaldas cosas muy grandes.

El sufrimiento, padecido con buen espíritu, nos huma­niza. El dolor de cada día, que tantos deben asumir como una costumbre cotidiana, nosotros lo aceptamos por el rei­nado de Dios. Es la marca ineludible de nuestra vocación, la semilla que se ha plantado, con nuestro consentimiento, en el corazón de nuestra vida.

LOS RECORRIDOS DE LA COMPASIÓN

Contemplar la pasión del Señor puede ser un buen ejer­cicio para ejercitarnos en la desnudez de la compasión. Es ésta una materia muy delicada y sutil. Ante ella no somos espectadores, sino actores de ese drama. Nadie es inocen­te ante la muerte del Justo, y unos y otros, porque la cau­samos, o porque nos escondemos y callamos, somos tam­bién responsables. Ante la cruz se derriban las barreras entre los buenos y los malos. Todos estamos bajo su fasci­nación y bajo su peso.

La compasión, en su desnudez, es una actitud despres­tigiada. Nos suena a debilidad emocional, a sensiblería, nos parece una actitud ineficaz que deja al sufriente en su situación y no cambia, para nada, su suerte. Pero no es así. Deberemos atar la sensibilidad para despertar la compa­sión auténtica. Deberemos limpiar la palabra, y recuperar una tradición cristiana, que se muestra, también hoy, muy válida.

Ejercitarnos en la compasión significa dejar que el sufri­miento del hermano nos afecte en las entrañas, como a Jesús. Los relatos evangélicos utilizan, en muchas ocasio­nes, un verbo muy fuerte para expresar este movimiento

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interior, y nos hablan de "estremecerse las entrañas". De tal modo que, la compasión, no es un mero sentimiento, sino un estremecimiento corporal provocado por el encuentro entre unas entrañas en donde habita el amor del Abbá, y una situación concreta en la que un pequeño sufre, por sí o por aquellos a los que ama. No es solamente un impulso provocado por una situación de miseria ajena, supone tam­bién un movimiento hacia su liberación en comunión con el que sufre.

Los cristianos no contemplamos suficientemente la pasión del Señor y es un excelente ejercicio para limpiar nuestra sensibilidad interior, mal afectada culturalmente. En nuestro mundo se evita mirar a las víctimas de este sis­tema injusto. El sufrimiento es visto, a menudo, como res­ponsabilidad exclusiva del pobre, como un problema indi­vidual. Se intenta, a toda costa, apartar de nuestras miradas la miseria como un problema social, o el sufrimiento que causamos a nuestros hermanos. Pero éste vuelve una y otra vez, para inquietar nuestra propia comodidad y lastimar nuestra conciencia.

Al contrario, en la tradición de la narrativa cristiana, se nos invita a entrar en contacto con el sufrimiento de la gen­te, a comulgar con sus padecimientos para dejarnos impac­tar por ellos y sanar nuestro corazón. Contemplar la Pasión es un buen ejercicio de compasión porque nos ponemos en una actitud más limpia y verdadera. El amor que sentimos por Jesús, hace que nuestro corazón se compadezca de sus sufrimientos, se rebele contra ellos y, a la vez, se sienta res­ponsable, al menos en parte, de los mismos.

Al contemplar la pasión del Señor, nos veremos llama­dos a ejercitarnos en las prácticas compasivas. Son prácti­cas concretas que nos hacen movilizar todo nuestro ser. Prácticas de los pies, porque vamos a movernos, acercán­donos al sufrimiento ajeno. Es lo primero, no dar rodeos, no evitar su contacto, no hacernos extraños a los lugares

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de sufrimiento. Podemos ejercitarnos en un Vía Crucis real, por los distintos lugares de sufrimiento de nuestro mundo. Y recorrer las "estaciones" parándonos en cada uno de ellos, conocidos y cercanos o desconocidos y leja­nos. Acompañar en ellos a Jesús en su camino, el de hoy, el de siempre.

También nos ayudará practicar con los oídos: escuchar el gemido, el clamor, los gritos del sufrimiento cotidiano de tantos hermanos nuestros en situaciones duras. Cuando el dolor es extremo, reduce al silencio. La mudez es propia del que mucho sufre, que vive como un abismo impenetrable ante los demás, que según piensa, no pueden comprenderle. Es como una opresión privatizada, porque hasta el consue­lo de los demás resulta molesto. Por eso es tan importante la escucha, porque ayuda a salir de esa situación destructiva. Tener oídos para escuchar el relato de los que sufren.

Donde tenemos el corazón, allí se nos va la mirada. Las prácticas de la mirada se modulan desde el anhelo del corazón. ¿Por qué nos cuesta tanto mantener las miradas de los sufrientes? Sostener la mirada a los ojos, para dejar­nos afectar el corazón y hacer de ello una práctica de soli­daridad callada, pero efectiva.

Y las manos, que saben amparar, abrazar, acariciar, aco­ger... En las prácticas de compasión, ¡qué importantes son las manos! Con la mano apartamos al que nos molesta, o le abrimos el gesto más genuino de amistad franca y aco­gedora. Decía Santa Teresa que "Dios no tiene otras manos, sino las nuestras". De lo que se trata es que las podamos ejer­citar compasivamente: curar, atender, bendecir, abrazar.

Compadecerse es sufrir solidariamente con los demás. Contemplar la Pasión, y ejercitarnos en la compasión es una buena manera de dejar que se nos vaya convirtiendo la sensibilidad interior, es decir, que se nos vaya transfor­mando el corazón. Recuperar el corazón "de carne" en el que se imprime el estremecimiento del Padre ante el sufri­miento de los más débiles de sus hijos.

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En la desfiguración del Siervo, que sufre y calla, se nos muestra ya una transfiguración: la fidelidad y el amor de Dios no se rompen con el sufrimiento, aún el más extremo. De lo que se trata es de descubrir las energías de la solida­ridad en y con el dolor. Hay una misteriosa comunión en la que podemos, humildemente, participar: la miseria es fruto del despojo, y por eso, el sufrimiento nunca es un extraño, nos pertenece en algún grado, es de todos. En par­te como verdugos y en parte como víctimas, que de las dos cosas tenemos. Asumir con los otros, esa parte de sufri­miento que es también nuestra, nos ennoblece, nos cura.

Hay mucho dolor por redimir. La pasión del mundo nos abraza por delante y por detrás. El dolor cotidiano de los que cargan con la cruz de las penurias cotidianas, para quie­nes afrontar la vida es un peso insoportable, doloroso. El dolor de los que, por querer vivir con dignidad, por superar las limitaciones impuestas por otros, se enfrentan a la mar-ginación, al desprecio humillante, a la indiferencia cobarde.

Pero también, los que sufren por el reinado de Dios, por vivir el Evangelio. Nuestro tiempo sigue dando márti­res, algunos ocultos, otros patentes y reconocidos. Los que se sacrifican por otros, los testigos de la caridad, tan poco reconocidos ni siquiera por la Iglesia. Ellos son, también hoy, el verdadero rostro del crucificado.

Y, por último, la "pasión inútil", o aparentemente inútil, por mejor decir. Tanto dolor sin asumir, sin sentido, sin esperanza. El dolor de los que sufren y desesperan, de los que no pueden afrontar la dureza de la vida y deciden aca­bar de una vez con ella, de los angustiados, sin esperanza, sin consuelo. Cristo sufre y muere en ellos y con ellos.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

EL ESCÁNDALO DE LA CRUZ Y SU VICTORIA

La cruz es victoriosa por Aquel que la abrazó. Y no solamente por el que cargó con ella, sino por el amor que muestra al hacerlo. Hay un misterioso atractivo que nos escandaliza: despierta en nosotros, a la vez, una fascina­ción y una repulsa. El que la contempla, con ojos implica­dos, como el discípulo al que Jesús tanto quería, sabe bus­car y descubrir sentidos que, para la mayoría, quedan ocultos.

La verdadera humanidad también se muestra en ese Jesús apaleado, coronado de espinas, desfigurado con los símbolos de la realeza. Se presenta como un espectáculo, lo que revela a los ojos de todos los que se atrevan a mirar­lo, la verdadera dignidad humana, el rostro del Hombre esculpido por la tortura. Realeza de la verdad, del que afronta consecuentemente su vida, la enormidad de su amor.

Con María, que sostiene entre sus brazos a su Hijo, nuestra propia obra, también podemos contemplar el ros­tro materno de Dios. Son sus manos maternales las que sostienen la única prueba de su fidelidad amorosa y doliente. María vuelve a tener al Hijo en su seno. Y, de su costado, va a renacer como figura de la Iglesia, arcano de comunión y fuente abierta para el Espíritu. Contemplar esta nueva trinidad con admiración, con ternura, con inmenso respeto.

a) En las parábolas también podemos contemplar nuestra propia obra. En la de los viñadores homicidas (Me 12,lss y paralelos) se nos cuenta nuestra propia his­toria. La viña escogida, preciosa, selecta, que se nos ha arrendado, ha dado muy buenos jrutos. Pero los viñado­res no quieren compartirlos y se rebelan contra el señor de

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la viña que se los reclama. Apedreando, maltratando a quienes les envía a reclamarlos, asesinando al hijo queri­do, buscan arrebatarle la herencia. ¿Qué hará el dueño con esos viñadores asesinos? ¿Nos arrebatarán la propie­dad para entregársela a otros?

b) El rico malo y el pobre Lázaro (Le 16,19ss), es una escena que vemos repetida en nuestras calles, en nuestra sociedad. Y, aunque sabemos el final de la historia, no nos dejamos convencer por las consecuencias de la frontera en la que nos hemos situado. Es una sima demasiado pro­

funda, la que se ha creado entre ellos y nosotros. Entre los que tenemos y disfrutamos el bienestar, a costa del males­tar de muchos hermanos.

Nada ni nadie parece poderla salvar. Ni aunque un muerto resucitara, nos cambiaría la suerte. ¿Sabremos adelantar la hora y cambiar el final de la parábola ? ¿Con qué recursos nos presentaremos ante aquellos a quienes hemos expoliado con nuestra complicidad o nuestra indi-

j'erencia? ¿Y nuestras prácticas compasivas servirán para refrescarnos el ardor de nuestro egoísmo y duro corazón de piedra?

c) Mientras quede un sufrimiento en la tierra, el hijo de Dios no bajará de la cruz. Es un escándalo consentido, porque queda aún mucho por hacer. El guerrero esforza­do del profeta, (Is 63, lss), que viene con las vestiduras enrojecidas de sangre, como el que ha pisado en el lagar, pregona el día del rescate, la venganza contra los injustos. El sólo los rescató, la fuerza de su brazo y su ardor gue­rrero. No hubo nadie a su lado, ni la asistencia de un ángel, ni el apoyo de un compañero. ¿Cómo salir a su encuentro con las manos limpias, si no le hemos acompa­ñado en la batalla? ¿Quéesperanza nos alumbra desde su rostro teñido de sangre? ¿Cuál es, en verdad, su victoria?

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I X

E L A M O R O C U L T O

EL ITINERARIO PERSONAL DEL RECONOCIMIENTO

Pronto, fue apareciendo en la conciencia de los atemo­rizados discípulos del que había sufrido la ignominia de la cruz, fuera de las murallas, como un maldito de Dios y de los hombres, esta convicción: "Era necesario que el Mesías padeciese para entraren su Gloria".

Pero no se llegó a ella por una deducción personal, que hubiera nacido de una lectura atenta de las Escrituras, sino como fruto de una experiencia particular de la Presencia discreta del Señor en los avatares de sus vidas. Seguramente, todo ayudó, porque las experiencias que no se codifican de algún modo, quedan inseguras, sin confirmar. Y ya tenían signos y advertencias por parte de Jesús, del destino final que le esperaba.

Fue un proceso largo, muy personalizado, a partir del cual cada uno y cada una de ellos, llegaron a formular lo que había sucedido con Jesús, y cómo había atravesado las barreras de la muerte, porque el Padre Dios no podía dejar que su siervo Jesús conociera la corrupción del sepulcro. De todos modos, no fue fácil.

A veces nos sucede también a nosotros algo parecido: es necesario que una visión impactante e inesperada, nos rompa las barreras de comprensión de lo conocido y sabi­do, y nos sitúe frente a la vida con otras herramientas para descifrarla. Así debió suceder con los encuentros del

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Crucificado, después de su muerte en la cruz. El hecho mismo de la resurrección de Jesús es un enig­

ma. Así como murió a la vista de todos, como un espectá­culo público de burla e ignominia, resucitó en la soledad de una mañana privilegiada. El Dios escondido, al que Jesús siempre oraba, también se mantiene oculto en la resurrec­ción. Sólo porque fue recuperando la amistad familiar con los suyos, porque se fue haciendo presente, discretamente, en sus vidas, llegaron a formular que, de un modo diferen­te y nuevo, el Señor se abrazaba con la vida.

Itinerarios personalísimos, uno por uno, que quedaron reflejados en los relatos de reconocimiento. Reconocer es conocer otra vez, es mirar lo mismo con otros ojos, como cuando nos enamoramos y, al ver a la misma persona de antes, lo hacemos de un modo nuevo, con los ojos del amor de nuestro corazón. Cada relato de lo que llamamos "apa­riciones", no es sino una revelación biográfica, un modo de contar, cómo le reconoció cada cual, como le reconocieron. Por eso son tan diferentes unos de otros.

Ellos y ellas, desconcertados por el asombro que su Presencia les causaba, lo vieron "con otros ojos" que se les abrieron con su visita. Quizá por eso, cada cual le recono­ció a su modo, desde los mismos lugares de su fracaso, de su abandono, de su pecado. Cada escena que contempla­mos nos pone delante una herida: porque todos le habían abandonado, le habían traicionado, le habían negado de una forma o de otra. Y le reconocieron, precisamente, ahí, en el modo en que eran recuperados para su amistad, para su perdón, para su trato.

Son verdaderas historias de pasaje, que eso quiere decir "pascua". Pasaron de la dispersión, a la comunidad junto a Juan y María; del temor, a la sorpresa desconcertada y, lue­go, al gozo íntimo; de la huida del grupo, escépticos, a la reintegración y la vuelta, de la desconfianza a la adoración, del llanto al abrazo.

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Seguramente son itinerarios ejemplares, catequéticos, si queremos decirlo así, que nos quieren iniciar en el nuestro propio, en el modo como podemos hacerlo cada uno de nosotros. ¿Desde dónde partimos para el encuentro? ¿En qué deseos nos encontramos heridos? ¿Cuál es el nombre que hemos perdido y queremos recuperar de sus propios labios? ¿Cuáles son los abrazos que, dejándonos fríos, nos va a llevar a reposar en su pecho?

El itinerario del reconocimiento es exclusivamente per­sonal. Vamos a seguir los pasos de algunos de ellos, los que se nos cuentan en la narrativa evangélica, para aprender a seguir sus huellas y reconocernos en sus historias de amor perdido y reencontrado. El sufrimiento padecido, y la pro­pia frustración de los deseos, nos ha alejado de casa. Hemos dilapidado la hacienda, como el muchacho de la parábola. Y tendremos que haber tocado la entraña misma de la propia miseria, para descubrir el camino de vuelta, y encontrarnos a Jesús en ese mismo camino.

LA ENTRAÑAS DEL RESUCITADO: RENACER DE LAS HERIDAS

Veamos el itinerario de María, la mujer de Magdala, en primer lugar (Jn 20, lss). Es una mujer curada por Jesús, que, agradecida, le acompañaba (Le 8,24); y que en el rela­to de Juan, aparece por primera vez bastante tarde, con la madre de Jesús y las otras mujeres que le habían seguido desde Galilea, y que se arriesgan a acompañarlo al pie de la cruz, en el lugar del tormento.

La mañana siguiente después del Sabath, apenas está despuntando, y María camina en la oscuridad. Viene, pues, de noche, quizá también en su corazón, roto de dolor por la muerte del amigo. Además viene buscando un cadáver. Ante la piedra corrida y el sepulcro vacío, corre sobresal­tada por el robo evidente del cadáver de Jesús.

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Vuelve junto al sepulcro con los amigos, y cuando estos se marchan más o menos desconcertados, ella se queda allí junto al lugar vacío, llorando con desconsuelo la ausencia del cuerpo de su amado. Aunque unos jóvenes, de extraño aspecto le preguntan y le hablan, ella se siente tan descon­certada que apenas repara en ellos. Obsesionada por el robo, sólo le preocupa saber dónde han puesto el cuerpo de su señor.

Así es como viene María. Y ¿qué recibe? Un hombre se le acerca, intenta consolarla, le pregunta por el origen de su pena, pero ella lo confunde con un labrador y le repite su discurso cerrado y obsesivo. Sólo el sonido de su nom­bre "¡María!''le sacará de su insensata obcecación, y le lan­zará a abrazar las rodillas del que ama. El nombre, pro­nunciado por unos labios que le quieren, produce el mila­gro del reconocimiento. El paso pascual de la tristeza a la alegría se sella por un abrazo apasionado y efusivo. Por eso Jesús le advierte con dulzura, "Suéltame...".

El nombre propio tiene un tono especial cuando lo pro­nuncia quien nos quiere. Y, seguramente a María, se le agolpa en la memoria del corazón todas las otras veces que lo ha oído pronunciar de labios de Jesús. El nombre es el archivo de tantas cosas de nuestra historia... Es como un resumen de todos los buenos y malos momentos, de todas las veces que nos han marcado con reproches o acusacio­nes, y también de aquellas en las que lo hemos escuchado como condensación de amistad verdadera, de ternura, de afirmación, de cariño.

El propio nombre somos cada uno de nosotros, toda nuestra vida rehecha desde los otros, presentada ante nues­tros ojos como la totalidad que somos. Así es, proba­blemente, como esa sola palabra: "María", le moviliza el recuerdo del amor pasado, de la rehabilitación de su pro­pia vida, y le pone de nuevo ante una relación que se rea­nuda convertida en misión y en testimonio.

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La historia, tantas veces contada de Tomás, tiene otros registros. La comunidad dispersa se ha ido reagrupando, buscando la protección de María, la madre del Señor, se­guramente en la casa de Juan. Se encuentran atemorizados y con las puertas cerradas por miedo; al fin y al cabo son los discípulos de un sedicioso, conocidos por mucha gen­te dejerusalén, que los han visto junto a Jesús. Se pregun­tan en su corazón: "Yahora, ¿quénos espera a nosotros?".

En medio de la zozobra y la inquietud, Jesús se hacer pre­sente en medio del grupo, en la estancia sombría. Asustados, y creyendo ver a un fantasma, Jesús come un trozo de pes­cado que había sobrado de la cena, para demostrarles que los fantasmas no comen. Es Él mismo, en persona. La sor­presa se convierte en alegría: todos le abrazan y son acogi­dos por el Señor. Les consuela, les anima, les comunica sus deseos. Y, luego, desaparece como había venido.

La emoción, que les embarga los corazones, está unida a una sorpresa honda. Y a algún desconcierto, sin duda. Al­gunos dudaron, nos confiesa el mismo relato evangélico. Y Tomás, que no estaba presente en el momento clave, es uno de ellos. Y con mucha fuerza, se empecina en sus trece. Rechaza ser incluido en una experiencia que no ha sufrido y, menos aún, en un proyecto que no es el suyo.

Desconfia. Seguramente aún le quedan muy abiertas las heridas de su decepción y le duelen íntimamente. Hombre práctico y apasionado, que animó a los otros a acompañar a Jesús a Jerusalén, confiado en su palabra, y que se ha vis­to, profundamente, decepcionado. Las propias heridas, y también las ajenas, le duelen. Y no está dispuesto a dejarse engañar por una ensoñación colectiva.

Pasan los días y la experiencia se va asentando en los corazones. ¿Volverán a ver al Maestro, como la otra vez? A la semana justa, en el primer día, se vuelve a repetir el pro­digio. Seguramente Tomás ya ha tenido ocasión de rumiar su empecinamiento y ablandar el duro corazón. Jesús se dirige a él, de un modo altamente personal, y le indica el

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único lugar de curación, que lo será también de reconoci­miento: las heridas de sus manos y de su costado. No es suficiente con verlas, Tomás había aventurado una loca pretensión: tocarlas, meter el dedo, meter la mano... Y el Maestro se aviene a ella con ternura: "Trae tu mano... ".

El pecho desnudo, la herida abierta, la mano de Jesús que guía el asombro expectante de la mano de Tomás. To­car las entrañas es una experiencia demasiado fuerte. Pero es necesaria, porque en ellas se produce la emergencia del amor y de la vida. Tomás se rinde: se postra en el suelo y adora: "¡Señor mío y Dios mío!"'No hay en los evangelios una confesión tan franca y tan rendida. Como él, también no­sotros somos conducidos a reconocer, a aceptar sin ver, para recibir la bendición sobre las heridas de nuestra vida.

LA BENDICIÓN DE LA COMUNIDAD RECONSTITUIDA

Reconocimiento exclusivamente personal, pero que sólo puede ser refrendado por una comunidad, que es la matriz necesaria de todas nuestras experiencias, por muy perso­nales que sean.

La experiencia que sus amigos y amigas vivieron junto a Jesús, en el momento más clave de su vida, la intentaron expresar con su lenguaje tomado del ambiente religioso y cultural dentro del que vivían: resurrección del que había muerto en su lugar, vida nueva que se les transmitía a rau­dales, Mesías que estaba escondido en Dios, el Calcificado vivo para siempre, vencedor de la culpa y del mal. Pero poco a poco, necesitaron de nuevas fórmulas y nuevos cauces para verter el cambio que experimentaron en nue­vas formas de vida.

Vivieron una de esas experiencias que nunca se produ­cen por la decisión expresa de una persona, sino a partir de un cambio en el horizonte cultural y religioso, que ellos no podían sino describir como un corte decisivo en el fluir de lo cotidiano. Experiencia que marcaba de una forma única

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las maneras de pensar y vivir del grupo del que formaban parte, y que fue generando progresivamente, nuevas for­mas de estar en la vida. Experiencia que vivieron todos ellos, aunque, como ya hemos descrito en el apartado ante­rior, se fue produciendo como la revelación de un recono­cimiento de Jesús en el encuentro personal con cada uno.

La comunidad fue de nuevo reconstituida. Al recuperar Jesús el trato personal con los suyos, les volvió a agrupar de nuevo, aunque de otra manera, ya no como antes, cuan­do El compartía con todos ellos sueños y fatigas. Deberán descubrir otro trato con Él, otra dimensión, pero recuer­dan aquel dicho de Jesús: "Cuando están dos o más reuni­dos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos" (Mt 18,20). Y así, la comunidad se va a convertir en un lugar privilegia­do de su presencia constante y personal.

Por eso, el relato de la pareja que caminaba hacia Emaús, adquiere tanta relevancia en el relato de Lucas (Le 24,lss). Evidentemente se trata de otro itinerario personal, pero iluminado desde una nueva perspectiva: la de ubicar la presencia de Jesús en el ámbito eclesial, con sus signos expresos y sus ocasiones de gracia.

En realidad, en el camino de Emaús se trata de hacer un camino de ida... y vuelta. El alcance del escenario pri­mero es una defección comunitaria. Ellos abandonan el grupo que les había acogido y se marchan, decepcionados, de Jerusalén. Han roto la comunión, posiblemente porque el trauma de la cruz y la decepción por la conducta del grupo, les ha llenado de amargura el alma. Parten decep­cionados, tristes, pensando que quizá no había valido la pena la aventura.

Cuando entramos a la comunidad guiados por deseos orgullosos, acabamos por exigirles a los demás, y hasta a Dios mismo, que se nos cumplan. Y si no sucede así, nos convertimos en acusadores de los hermanos y fracturamos la comunidad. El que ama más su sueño de comunidad que la real, siempre se convierte en destructor.

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Salen, queriendo olvidar un mal sueño, cariacontecidos y apesadumbrados. Y, aunque ellos lo ignoran, el Señor no está tan lejos de su corazón herido, sino que se pone a caminar a su lado. El tiempo del encuentro se va alargan­do, a medida que va cayendo la luz del día. El desconoci­do caminante les lleva, con gran maestría, a explorar los lugares de su fracaso, y a ahondar espiritualmente en ellos.

A partir de sus palabras, de su recurso a las Escrituras, de su contacto cálido, el corazón arde, precisamente, cuan­do el día declina. El ademán del Peregrino de seguir ade­lante, es la ocasión para la súplica: "¡Quédate junto a noso­tros. ..!". Quedarse, permanecer unidos, estar juntos, esa es la clave de su desengaño. Y Jesús acepta y por los gestos sencillos y familiares, es reconocido, justo cuando ya se va.

Ahora es la ocasión de hacer el viaje de vuelta, sin espe­rar al día siguiente, el viaje del reconocimiento de la comu­nidad eclesial como el lugar propio donde encontrar al Señor de nuevo. Cada paisaje es un motivo de despertar el corazón, ese corazón que se encendió en el contacto de su mirada. Y a la vuelta, la comunidad reunida, reconstituida, los integrará de nuevo en el gozo de la presencia nueva del Señor, constante, ininterrumpida. "¡Era verdad...!".

Otro momento clave, de reconocimiento cotidiano y en común nos lo narra el epílogo del relato de Juan (Jn 21,lss) Jesús es también el huésped de lo cotidiano, del trabajo al que se vuelve, de la convivencia fraterna, de la tarea común. Ese es el lugar privilegiado para acoger el don y reconocer al crucificado Vivo. Nuestra "Galilea" es un lugar muy idó­neo de reconocimiento: "¡Allíle veréis!", dicen los enviados a las mujeres, que visitan sorprendidas el sepulcro vacío. Lugar donde lo incidental, lo fragmentario, lo pequeño y aburrido, lo rutinario incluso, lo que parece no contar, se ilumina por los signos de su presencia escondida. Es una llamada a vivir en el trabajo compartido, su presencia, y a acostumbrarnos a ver en lo cotidiano, lo excepcional.

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La escena se desarrolla en ese tiempo, que no tenemos ubicado en el discurrir de nuestro relato, tiempo extraño y de silencio o quizá de maduración, entre la resurrección de Jesús y la dispersión misionera de los primeros. Ellos al parecer, volvieron a Galilea, a las redes, a lo de antes. O quizá es una figura semiótica y nada más.

Están los siete primeros llamados, las dos parejas de hermanos, Tomás, Natanel y otro más. Y están embarca­dos en su tarea, como siempre. Es lo que saben hacer. Pedro tiene un especial protagonismo en toda la historia. La noche en blanco y, al amanecer, una figura borrosa entre las brumas a la orilla, les indica un lugar de abun­dancia de pesca, después de confirmar que no han cogido nada en toda la noche. Ante la pesca grande, Juan, el ami­go fiel, presiente que es el Señor. Pero es Pedro el que se anuda un trapo a la cintura y se lanza al encuentro de Aquel al que tanto ama.

La sencillez del almuerzo es tan discreta como la pre­sencia de Jesús. Nadie tiene necesidad de preguntarle nada. Es su presencia ¡algo tan obvio! Jesús se aparece para recor­darles su misión y lo hace con un símbolo de fecundidad: tantos y tantas que esperan ser salvados por la red de la Iglesia. Después del regalo eucarístico, Pedro es rehabilita­do de nuevo, cuando reconoce y ama su propia pobreza. El Señor, que lo sabe todo, sabe también el amor verdadero que fecunda su corazón. Al escuchar de nuevo una antigua indicación: "¡Sigúeme!", se le recuerda, de una manera dis­creta, cómo debe abandonar en otros la cintura de su vida.

"¿Renace un pueblo en un solo diaP" así se pregunta extra­ñado el profeta. ¿Se puede dar a luz a todo un pueblo? Sí, en la pascua, en el paso de Jesús de la muerte a la vida, renace un pueblo. Un pueblo re-engendrado para una esperanza viva, para una riqueza recibida en herencia que no se desgasta, reservada y custodiada por la Fuerza de Dios (IPe l.lss).

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Podemos asistir al parto de un pueblo nuevo, de una nueva humanidad, que se engendró de un semen inmortal en el seno virginal y pecador de esta nuestra tierra. Tierra casta y meretriz, que, fecundada por el Espíritu, nos ali­menta a sus pechos, con el dulce jugo de la Palabra que sus­tenta los mundos, la que no decae, la que es fiel y segura. Y como niños pequeños, recién nacidos, debemos ansiar la leche espiritual, la que es pura, en sinceridad, sin fingi­mientos, sin doblez, sin engaños.

Desde la victoria de la Pascua somos un pueblo consa­grado, de su propiedad. El pueblo que ha nacido del agua y del Espíritu, el que ha nacido de lo alto, de Dios, aquel a quien Dios ama y le conoce. El que vive y trabaja, cotidia­namente, por la Justicia.

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PARA RUMIAR Y REPENSAR

UNA MIRADA DE VIGILANCIA PARA ALIMENTAR LA ESPERA

La historia oculta del Amor de Dios nos muestra, aquí y allá señales de su presencia. En la ausencia del Amado tenemos sus noticias, sus mociones, sus consuelos. Pero debemos aprender a detectarlas y a dejarnos abrir los sen­tidos interiores.

Son llamadas al reconocimiento, semillas de resurrec­ción. Lo que Dios hace y promueve en el corazón de la humanidad. Es un Dios activo, aunque discreto, que tra­baja hasta el presente. Porque el Espíritu sigue recreando lo creado, como Señor y dador de la Vida.

Pero vivimos en una ardiente espera. Y debemos ali­mentarla. Sabemos que el Señor viene, pero, con el Espíritu y la Iglesia, también nosotros le decimos: "¡Ven pronto!". Porque nos podemos instalar demasiado en la figura de este mundo y esa figura pasa... De lo que se tra­ta es de reconocer una presencia que se nos regala. Y dese­arla. El Señor tarda en llegar, pero podemos acelerar su venida con nuestro deseo. No nos acomodemos a este tiem­po, ni lo consideremos definitivo. Simplemente es la ante­sala de un encuentro, hasta que el Señor vuelva.

a) Debemos alimentar la espera, como las muchachas que aguardan, en la noche, la llegada del esposo (Mt 25,lss.). La imagen de la boda, aplicada a la vuelta del Señor, nos hace preguntarnos si estamos o no vigilantes para la fiesta. Somos los compañeros y compañeras del novio, que no pueden entristecerse. Vivimos en la víspera de la boda del gran Rey con la humanidad!

Por eso nos preocupamos por lo que alimenta el gozo de nuestra espera, el aceite de nuestra lámpara. Frente a la imagen cicatera del no querer compartir, la pena de no poder hacerlo. ¡Qué más quisiéramos! El aceite es el

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nutriente personal, el gozo propio, lo sembrado que ali­menta la luz. Y debemos espabilarla lámpara, despertar­la en la mecha de la alegría del nuevo encuentro.

La voz en la noche resuena: "¡Qué viene el Esposo!", es la del centinela que atisba el día desde las murallas de la ciudad sitiada, que nos alerta el corazón. El que viene es el Esposo, el Refuerzo, la Protección, ¡salgamos a bus­carlo! "¡Fuera de las murallas, fuera del campamento, car­gados con su oprobio, que aquí no tenemos ciudad perma­nente!" (Hb 13,13).

b) La vigilancia es un arte de discernimiento. Los sig­nos de Dios ya apuntan en nuestro tiempo. Es la confir­mación de una mirada doble: la del que se queda, y se esconde, y la del que invierte, confiando en la vuelta de su Señor. Descubrir la densidad de este tiempo, la oportuni­dad de Dios para la gracia y la vida, y sacar rendimien­to a los dones.

La ausencia del Rey: (Le 19,1 lss) otra vez la misma imagen, como si el Señor quisiera grabarla a fuego en nuestra conciencia, nos abre al tiempo del trabajo por su causa. No todo vale en su ausencia, porque, a la vuelta, se van a restituir la justicia y la verdad. La calidad de la espera: ¿quiénes lo hacen con ansia? Los que piden justi­cia: los pequeños, débiles, oprimidos...

Hay una gran variedad en la calidad de nuestras res­puestas. No todos actuamos igual. Todos recibimos dones, de más o de menos, y cada cual negocia a su modo. Los dones con todo, siempre nos exigen su propio rendimiento, todo menos esconderlos.

Y el retorno salvífico se resuelve en un encuentro: ¡nos llevará consigo! El reparto del botín para los que han hecho aquí el trabajo definitivo, los amigos del Rey, sus compañeros. Si le hemos tenido presente, recibiremos una invitación amorosa: "¡Venid conmigo!".

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c) Sin olvidar que estamos a la espera de lo definitivo. Trabajamos la viña de otro (Mt 20,lss). Tenemos la garantía de lo que esperamos, nuestra fe, que ha vencido al mundo. Vivimos la propia vida a otro ritmo temporal, tiempo "en otro tiempo", en el instante preciso de Dios para nosotros. Lo que no se ve, se experimenta en lo que se ve. ¿De qué hora somos? ¿De la mañana?, ¿del medio­día?, ¿de ¡a media tarde?

La viña del Señor necesita brazos, trabajadores para el Evangelio. La misión, que nace del Resucitado, es acu­dir a la viña a cualquier hora. El fruto es abundante y los trabajadores escasos. Nos llama a ocuparnos de sus intereses, es su encargo lo que cuenta.

¿Quiénes son los de "la hora undécima"? ¿A qué rea­lidad nos remiten? Hay muchas cosas que no tienen aún su lugar en nuestra vida, pero, a cualquier hora, puede venir el Señor a invitarnos a volver al trabajo. Es una dinámica de inclusión generosa: todos caben en la viña, en la Iglesia.

El amor es un salario siempre desmesurado. Frente a nuestra mezquindad contabilizadota, la justicia se con­vierte en generosidad. Todos caben, todos tienen el mismo salario... "¡Si hasta los buenos se salvan!". No esperamos un pago cualquiera, que a jornal de gloria no hay traba­

jo grande.

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C O N C L U S I Ó N : L A F U E N T E , E L A G U A , E L C A U D A L

EL POZO DEL QUE BROTA LA VIDA

Hacer espacio al amor: esa es la consigna. Porque eva­luamos afectivamente los sucesos, según la manera como afecten a nuestras metas. La fuerza del torrente es de Dios, de nosotros sentir los efectos. El mueve y renueva los cora­zones y los sentidos. Y, si le percibimos, nos hace otros. Y en cómo nos habita, encontramos el renacer diario.

Aunque el pozo es hondo, el brocal está abierto. Y es de doble dirección, como todos los umbrales de nuestra casa. Se puede entrar y salir: ahondar en él y sacar el agua. Entrar al misterio ahondando el agua quieta: hacia el amor original, hacia las fuentes primordiales de donde todo bro­ta. Amor gratuito que se dona, creador. Los nombres del amor son variados, pero el lugar es único. También pode­mos dejarnos arrastrar por la corriente y fluir, con ella, en derroche que mana, y fecunda al mundo.

El caudal es abundante, porque la vida fluye y salta has­ta regar la sequedad del corazón, las tierras desecadas de su cultura. Accesibilidad de lo que está patente y manifies­to, manante a borbotones como la sangre de una herida abierta. El deleite es redentor, y nos empuja al éxodo de lo más pequeño, en humildad rendida, a los pies del que ama.

El agua es deseo de vida, regeneradora y fértil. Es la vic­toria de lo que fluye oculto y purificador, vivificante. Es el

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amor que ama, el agua que mueve la noria con la que rega­mos. Motor que es el agua misma y empuja para saltar a los campos de la vida. Y ya son nuevos los nombres del Deseo, el de Dios.

El pozo son las aguas de la primera creación, aguas lús­trales que nos consagran como los nuevos hijos de la vida. Aguas sobrevoladas por el Espíritu, que las cobija con una sombra amorosa de recreación. Y recibimos su bautismo, como quien se sumerge en la frescura profunda del manan­tial que brota de la roca. Sumergidos para ser recreados, transformados, convertidos en criaturas nuevas, que abren los ojos a la luz, sin nostalgias de un pasado remoto.

La sed es el camino, porque el pozo es hondo y se tie­ne que sondear con la ayuda del que todo lo penetra, has­ta las propias simas de la humanidad de Dios, del Ungido. Como la cierva herida, jadeamos por las corrientes de agua, y buscamos anhelantes la salida del miedo, la ansie­dad, la antigua culpa.

Es un agua que sacia, sin apagar la sed. La sed del cora­zón, que nos entrena el tumulto de los deseos, y nos pre­para para otra novedad, porque renueva la ternura de nuestra entraña, y moviliza recursos inauditos, inespera­dos. Bautismo nuevo, sentido por la orientación del alma, que realimenta nuestros sueños. Y en esos sueños, somos imágenes del Dios vivo, semejanza suya, impronta diseña­da sobre el rostro luminoso de su Amado.

Como el niño, que siente un inagotable interés por encontrar explicaciones a las cosas, también nosotros son­deamos y sondeamos el pozo y queremos hacer balance. Balance de un misterio que no se puede desvelar sin rom­perlo del todo, sin mancillar los pliegues de su corteza. Necesitamos la presencia de la Madre que nos explique el por qué de todas las cosas. Y balbuceamos nuestras expec­tativas, sin conocerlas del todo, sin poderlas abarcar con nuestras pequeñas manos.

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Queremos ahondar en el pozo, hacer vacío en nuestra vida para prepararnos a la esperada visita; pero el secreto que se nos susurra nos fuerza a ponernos una y otra vez en camino. Los signos de su visitación nos alteran la mirada con la que contemplamos, y nos interrogamos sobre lo que podemos o no, hacer, podemos o no, amar. Dios es más que una palabra, es un hacer silencioso y atrevido, porque es ocasión para ser de otra manera, para aprender a amar con otro tono, desde otras claves. Si le dejamos hacer, o mejor, si nos dejamos mirar, Él puede hacer en nosotros cosas grandes. Si nos dejamos arrebatar por su mirada.

Cuando hablamos del amor de Dios, sólo lo podemos hacer por un camino: la sed que nos alumbra, el deseo pre­sentido del corazón. El camino del amor "se enturbia y desa­parece''como decía Antonio Machado. Porque el amor bus­ca las fronteras difusas de la tarde. Por eso no es la claridad meridiana la que nos anima a seguir por el sendero, sino la penumbra, la nube en donde se difuminan los perfiles, en donde se camina desde la luz tenue de las ascuas del cora­zón. Lo que ya ardió, nos señala con su calor el camino del regreso. Lo que hubo y ya no hay, aunque algo quede. Las reliquias de su paso nos agudizan la mirada para el paso siguiente, y el otro.La sed que nos dejó su paso en la maña­na, el roce de su mano bendita. Ese toque delicado, que nos deja aún más hambrientos de cariño franco, aún más deses­perados en su ausencia. Los muchos viajes al pozo de Jacob no han conseguido calmar la sed del corazón.

Pero esa sed nos orienta hacia otros veneros, al encuen­tro de Quien ha salido en nuestra búsqueda, porque tam­bién está cansado y sediento: "Dame de beber... ". Pedir agua a un sediento suena a paradoja, pero explícita una verdad no descubierta: en el lugar más íntimo del corazón brota un torrente que salta hasta la vida.

Que la sed nos alumbre el camino es una forma de decirnos que debemos caminar hacia adentro, a las entre-

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telas del corazón, en donde podremos refrescar nuestras manos ardientes, nuestro cuerpo cansado, nuestro dolien­te corazón de enamorados. Hace falta despertar la memo­ria de ese pozo, hacer espacio al recuerdo, para que se haga vivo y palpitante, para que alcance a renovar nuestra mirada y abrir nuestra ceguera. La memoria va elaboran­do los restos que nos han habitado, en un trabajo callado y creativo.

CUERPO DE AGUA VIVA

El amor se hace cuerpo, encarna una naturaleza que él mismo creó. Y crecerá en fortaleza y en sabiduría mode­lando un corazón virginal, pero abierto y ofrecido. El cora­zón de Dios: palabra primordial que encierra y ofrece toda la densidad de su persona: afectos, deseos, pensamientos, acciones, que serán, a un tiempo, de él y de su Dios.

El cuerpo es caudal del agua viva de ese pozo. Caudal de amor y de ternura que se derramará de sus labios, como una bendición. Caudal de paciencia y bondad, que atraerá hacia sí a todos los lisiados, para liberarles de las ataduras del mal, para envolverles en dignidad y en respeto nuevos. Caudal que entrega a manos llenas el secreto más íntimo de su persona, que deja reclinar la cabeza sobre su pecho al que le ama, que abraza al perdido, cuando vuelve a casa.

Templo nuevo es su cuerpo. Caudal de riqueza que bro­ta bajo su umbral, y que nos invita a la adoración constan­te en espíritu y en verdad. Templo que se quiere purificado por el agua derramada de su Espíritu, que derriba las mesas de los cambistas por el suelo y reclama una mansión de plegaria y de silencio. De adoración.

La cortina rasgada de ese templo lo deja a la intempe­rie. Y el velo era su cuerpo, rasgado sobre la cruz, como tenacidad de gracia, como lugar patente de apertura hacia el arcano de Dios. Templo de todos y para todos: bautis-

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mo en el Jordán y en el torrente Cedrón, donde se limpia­rá la sangre de la espada de los impíos.

Costado abierto de donde brota la vida en abundancia. Agua y sangre como una comunión de dones que vigoriza la asamblea de creyentes y la engendra para otra convoca­ción, para una nueva humanidad de conjurados; que quie­re mostrar ante el mundo su victoria. La de la cruz, la de la exaltación del amor derramado.

El caudal de su generosidad es un himno glorioso que entonarán las criaturas nuevas. Caudal que desborda las expectativas del interior, que recrea el alma, y la empuja a la alabanza, porque lo que nos colma rebasa los límites de la pobre humanidad doliente. Su armonía son modalidades del gozo más sereno y del más ardiente. Exultar de gozo es una vivencia que saca de la clausura interior, y nos hace vibrar con una alegría intensa.

El amor, cuando nos toma, nunca es una conquista, sino una rendición. Se rinde en nuestros brazos y, de este modo, nos gana, como un niño que se refugia en el seno de su madre después de la travesura. Por eso nunca se con­figura con una imagen nítida, acabada, precisa.

El amor se emborrona, se difracta siempre en muchos otros amores. Ni en los sentimientos que nos despierta, ni en el conocimiento de la persona amada, es fuerza de con­creción, sino que, más bien, difumina los perfiles y nos deja en la indeterminación de lo inacabado.

Primero, porque no podemos delimitar y localizar con nitidez su origen; después, porque su intensidad se aviene mal con una figura precisa, ya que siempre la desborda y la vuelca; y, sobre todo, porque no podemos amar lo que no tiene misterio. Fijar el amor es siempre una quimera: nece­sitamos saber, pero el conocimiento no alcanza a dar cuen­ta del por qué, del cómo, hasta del quién... sino que se abisma en una desproporción.

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Precisamente porque no podemos amar desde unas for­mas precisas, la energía del amor se nos hace tan necesa­ria como imposible. Otra vez la oscuridad del pozo, la sombra de la nube.

No podemos no amar cuando el amor se presenta en los umbrales de nuestra vida. Sabemos que resistirnos al amor es empeño inútil. Si no le abrimos la puerta a la pri­mera llamada, él insistirá, una y otra vez, hasta que le abra­mos. La persistencia tenaz del amor, cuando se nos ha metido por los ojos y se ha instalado en el dintel del cora­zón, es un tormento que no nos deja vivir en paz.

Pero, a la vez, abrirle la puerta de nuestra alma es apres­tarnos a vivir en el filo de lo imposible. El amor, no sólo no nos garantiza la felicidad, sino que, aunque nos la prome­te, en muchas ocasiones nos la arrebata. ¡Con tanto deseo como hay de alcanzar el premio, y aunque pusiéramos todo nuestro capital en los boletos, nunca podríamos for­zar la suerte!

Y así, nos ponemos a servir al amor, sabiendo que todo será posible, que nada se nos promete sino el fervor. Que amando, nos sabemos vivos, ya que esa intensidad del que nos hace vibrar con todos los poros de la piel, no nos hará alcanzar el reposo prometido.

Lo dicho: amar es un imposible necesario. Hace vivir del deseo ardiente, pero que nunca se consume, como la zarza de Moisés.

LA IRRUPCIÓN DEL CAUDAL QUE NO CESA

Si el pozo inexhaurible es el Padre, amor originante, y el caudal es el Hijo, amor manifestado, el agua es el Espí­ritu, irrupción del caudal de amor que no cesa. Agua, fuen­te y caudal: el mismo amor del que procedemos, del que vivimos, con el que amamos.

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Los huesos secos, en el campo del profeta Ezequiel nos muestran la herencia de sequedad y de muerte. Y al invo­car al Espíritu de los cuatro vientos, soplará sobre ellos el estremecimiento de la vida. Músculos y tendones recubri­rán los huesos, la carne se cubrirá de piel y un ejército numeroso se pondrá en movimiento.

El viento sopla donde quiere, es libre y creativo, se mete por todas partes y nos oxigena, es energía y hálito de vida. Su soplo destruye lo viejo, refresca lo árido, produce insó­litas reacciones: amalgama, integra, refresca, sana. Es un crisol de novedad y de transformación.

El agua del Espíritu se convierte en vino, vino de alegría, de fiesta multiplicada. Pero es también aceite y bálsamo para refrescar nuestras heridas y aportar a nuestra piel la ter­sura brillante para librar el combate. Nos unge para ungir a los demás, nos sana y purifica, para que ejerzamos de puri-ficadores. Es un perfume que nos impregna con su fragan­cia, que nos hace "buen olor del Ungido", agua de rosas o de azahar, en la perpetua primavera de sus aromas nuevos.

El pozo hondo de las aguas primordiales se convierte en fuente de consuelo, en manantial del gozo, hilillo insig­nificante o torrente impetuoso que nos inunda el alma de claridad, que sustenta nuestra fragilidad amorosa, que nos trae la recuperación de la ansiedad que nos produce el sufrimiento de los que amamos.

Defensor de los pobres, padre de los humildes, aboga­do de los desamparados: son todas expresiones tomadas del lenguaje del pueblo de la Biblia. Y nos dicen mucho de otra sed, sed de justicia, que también deberá ser saciada. El agua es la Justicia, de lo que tenemos sed, la paz, la armo­nía, la fraternidad. Y el Espíritu es un agua que tiene todos esos sabores.

El progreso del amor no nos empuja a la manifestación, sino a la intensidad de la unión. Nos hace ir más de lo explí­cito a lo implícito, que al revés. Cuanto más avanzamos,

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menos decimos y más profundamente nos implicamos. No es en la expresión en donde más se muestra el Espíritu cuando nos toma, sino en los "gemidos sin palabras", en el lenguaje que no se pronuncia, en lo inefable del corazón.

Es como entrar en la nube: para fundirnos en un abrazo íntimo las palabras casi estorban, la comunicación es otra, el silencio es elocuente. De lo explícito a lo implícito del amor de Dios. Por eso, al final del camino preguntaremos desconcertados: "¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, desnudo o en prisión... ?" (Mt 25,37). No, no lo vimos. No es necesario haberlo visto. Lo único urgente es haber amado.

Amar a Dios es avanzar hacia una progresiva oscuridad. De una imagen de su presencia más delimitada y figurati­va, vamos pasando a otra en la que se van difuminando los perfiles, al ir adentrándonos en el no saber. Quizá es esta la señal: desaparecen los contornos y se va desarrollando, con mayor precisión, la mirada de los ojos de la fe. Avanzar hacia lo "implícito" del amor de Dios puede ser una mane­ra de amar más y no menos. Lo que puede producir un cierto escándalo al fiel que lo padece. Si perdemos pie, nos podemos fiar más y no menos, como a veces pensamos.

Perder para ganar. La irrupción del caudal nos asegura un agua que no cesa. Y que regará las tablas de nuestra huerta, el jardín ameno de nuestra casa, y hasta los bosques frondosos que queremos levantar con nuestras manos en la aridez de nuestra vida. Avanzar hacia la desnudez del cora­zón, con una mirada limpia, sin velos.

CONSENTIR KN QUE EL AMOR ENVUELVA NUESTRA VIDA

Al final se trata de hacerle espacio al amor en nuestra vida. Nuestra realidad cotidiana tiene un espesor que lo asi­mila todo, que lo hace vulgar, trivial, que tritura las más bellas aspiraciones, los más hermosos deseos. Por ello, se hace más necesario hacerle espacio al amor, dejarle un hueco mayor en lo cotidiano de nuestra vida. Aprender a

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vivir alimentados de esa presencia, responsables de una actitud de reconocimiento, constante y discernidora.

Nuestra vida cotidiana es un conjunto de experiencias muy dispersas, como las piezas revueltas de un puzzle. Pero también como ellas, cada fragmento puede ser visto de forma aislada o como algo que tiene su lugar en el todo. Se nos pretende conducir a una manera de mirar la vida más unificada, que nos haga ver mejor la trabazón de cada pieza, de cada fragmento: acontecimientos que nos suce­den, éxitos o fracasos, disgustos o logros, amores, ausen­cias, desamores... Verlo todo a la luz de una experiencia privilegiada: la del amor que envuelve toda nuestra vida.

Y no sólo se trata de integrar las dimensiones plurales de la vida, se trata también, de integrar nuestro tiempo dis­perso en la historia de Dios. Caer en la cuenta de cómo afecta ese amor constante de Dios en nuestra manera de vivir el tiempo. Tiempo que se nos ha regalado, pero que tenemos que elaborar creativamente.

Integrar nuestro pasado, haciendo memoria de todo lo bueno recibido, para no envejecer: es el lugar del recuerdo agradecido. Debemos capacitarnos para vivir regaladamen­te la vida, desde la presencia, no desde la nostalgia. Y, sobre todo, vivir nuestro presente en la seguridad de una interco-munión de vida y afecto. El amor nos habita y trabaja sin cesar en nosotros, nos hace taller de transformación cons­tante.

Y vivir el futuro como ocasión de confianza y entrega. Como todo desciende, el agua que vemos correr en su cau­dal admirable, nos conduce hacia arriba hacia la fuente. Como los rayos del sol hacia el astro mayor de nuestra vida.

La vida transformada es algo del corazón. Una luz, una chispa, una intensidad nueva: se trata de mantener abierto el circuito, para que, cuando sea y a la hora que sea, pueda saltar la comunicación. La atención debe ser muy fina, por­que lo poco aquí, es mucho, lo más imperceptible, muy importante.

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Page 81: Junto al pozo xavier quinza

Como María, la muchacha entera de Nazaret, pode­mos pronunciar nuestro propio Magníficat. Su gozo intenso es una señal, la primera en los evangelios, del Re­sucitado. Ella se dejó mirar bondadosamente y consintió, de un modo admirable, en que el amor envolviera su vida. Y por ser la agraciada, la favorita, privilegiada de Dios, supo descubrir también las maravillas del Señor en la marcha de la historia humana. Por eso la mira desde ese amor transformador y activo que no se olvidó de la cau­sa perdida de los suyos: "desbarata los planes de los arro­gantes, derriba del trono a los poderosos, despide a los satisfe­chos con las manos vacías".

Aunque los hechos parezcan desmentirlo a veces, Dios es Recuerdo. Y un recuerdo que segura el futuro de la hu­manidad, porque "levanta del polvo a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y auxilia a sus siervos...".

El manantial del pozo no cesará de brotar y correr... hasta el límite del tiempo, hacia la Vida.

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