karate-do mi camino, por gichin funakoshi - en español

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1 Karate-dõ Mi forma de vida Gichin funakoshi Prologo Mucho ha sido publicado en Japón acerca del gran maestro de Karate, Gichin Funakoshi, pero esta es la primera traducción en inglés de su autobio- grafía. Escribiendo no mucho antes de su muerte, a la edad de 90 años, des- cribe sucintamente su vida –su infancia y su juventud en Okinawa, sus esfuer- zos por refinar y popularizar el arte del Karate, su prescripción para la longevi- dad- y revela su gran personalidad y su a veces forma antigua de verse a sí mismo, su mundo y su arte. A través de este volumen, el seguidor de Karate-dõ adquirirá gran conocimiento por la forma de vida y de pensar del maestro y, en consecuencia, un agudo conocimiento del arte de defensa propia que él llevó a un estado de alta perfección. Yo recomiendo sinceramente estas memorias de Funakoshi no solo para los que practican Karate-dõ o piensan hacerlo, sino también para aquellos interesados en la cultura y el pensamiento de Oriente. El origen del Karate permanece desconocido, entre las tinieblas de la leyenda, pero igualmente conocemos mucho: ha echado raíces y es amplia- mente practicado en el Este de Asia entre gente que adhiere a varias creen- cias como el Budismo, Mahometanismo, Hinduismo, Brahmanismo y Taoísmo. Durante el transcurso de la historia humana, distintos artes de defensa propia ganaron sus adeptos en varias regiones del Este de Asia, pero hay en todos una similitud. Por esta razón el Karate es referido, en distintas formas, como el otro arte oriental de defensa propia, aunque (pienso que seguramente se pue- de decir), el Karate es ahora el más ampliamente practicado de todos. La inter- relación aparece cuando comparamos el ímpetu de la moderna filosofía con el de la filosofía tradicional. La primera tiene sus raíces en las matemáticas y la última en movimiento físico y técnica. Los conceptos orientales e ideas, len- guaje y forma de pensar, han sido en cierto grado formados por su íntima co- nexión con la destreza física. Aún cuando el lenguaje, tanto como las ideas, tuvieron cambios inevitables durante el transcurso de la historia humana, en- contramos que sus raíces permanecen solidamente embebidas en técnicas físicas. Hay un dicho budista que, como muchos otros dichos budistas son os- tensiblemente contradictorios, pero para el karateca adquiere especial signifi- cado. Traducido, el dicho dice: “Movimiento es no movimiento, no movimiento es movimiento”. Esta es una tesis que aún en el Japón contemporáneo es aceptada por educadores, y debido a su familiaridad el dicho puede ser acor- tado y usado como adjetivo en nuestro lenguaje. PDF created with pdfFactory trial version www.pdffactory.com

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Page 1: Karate-do mi camino, por Gichin Funakoshi - en Español

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Karate-dõ Mi forma de vida Gichin funakoshi

Prologo

Mucho ha sido publicado en Japón acerca del gran maestro de Karate, Gichin Funakoshi, pero esta es la primera traducción en inglés de su autobio-grafía. Escribiendo no mucho antes de su muerte, a la edad de 90 años, des-cribe sucintamente su vida –su infancia y su juventud en Okinawa, sus esfuer-zos por refinar y popularizar el arte del Karate, su prescripción para la longevi-dad- y revela su gran personalidad y su a veces forma antigua de verse a sí mismo, su mundo y su arte.

A través de este volumen, el seguidor de Karate-dõ adquirirá gran conocimiento por la forma de vida y de pensar del maestro y, en consecuencia, un agudo conocimiento del arte de defensa propia que él llevó a un estado de alta perfección. Yo recomiendo sinceramente estas memorias de Funakoshi no solo para los que practican Karate-dõ o piensan hacerlo, sino también para aquellos interesados en la cultura y el pensamiento de Oriente.

El origen del Karate permanece desconocido, entre las tinieblas de la leyenda, pero igualmente conocemos mucho: ha echado raíces y es amplia-mente practicado en el Este de Asia entre gente que adhiere a varias creen-cias como el Budismo, Mahometanismo, Hinduismo, Brahmanismo y Taoísmo. Durante el transcurso de la historia humana, distintos artes de defensa propia ganaron sus adeptos en varias regiones del Este de Asia, pero hay en todos una similitud. Por esta razón el Karate es referido, en distintas formas, como el otro arte oriental de defensa propia, aunque (pienso que seguramente se pue-de decir), el Karate es ahora el más ampliamente practicado de todos. La inter-relación aparece cuando comparamos el ímpetu de la moderna filosofía con el de la filosofía tradicional. La primera tiene sus raíces en las matemáticas y la última en movimiento físico y técnica. Los conceptos orientales e ideas, len-guaje y forma de pensar, han sido en cierto grado formados por su íntima co-nexión con la destreza física. Aún cuando el lenguaje, tanto como las ideas, tuvieron cambios inevitables durante el transcurso de la historia humana, en-contramos que sus raíces permanecen solidamente embebidas en técnicas físicas.

Hay un dicho budista que, como muchos otros dichos budistas son os-tensiblemente contradictorios, pero para el karateca adquiere especial signifi-cado. Traducido, el dicho dice: “Movimiento es no movimiento, no movimiento es movimiento”. Esta es una tesis que aún en el Japón contemporáneo es aceptada por educadores, y debido a su familiaridad el dicho puede ser acor-tado y usado como adjetivo en nuestro lenguaje.

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Un japonés, investigando su propia instrucción, dirá que él está “entre-nando su estómago” (hara wo neru). Aunque la expresión tiene amplias impli-cancias, su origen reside en la obvia necesidad de endurecer los músculos del estómago, un prerrequisito para la práctica del Karate. Llevando los músculos del estómago a un estado de perfección, el karateca será capaz de controlar no solo los movimientos de sus manos y pies sino también su respiración.

El Karate debe ser casi tan viejo como el hombre, que tempranamente se vio obligado a combatir desarmado las fuerzas hostiles de la naturaleza, animales salvajes y enemigos entre sus semejantes. Pronto aprende que en su interrelación con las fuerzas naturales, adaptarse es más conveniente que lu-char. Sin embargo, cuando se ve obligado a combatir debido a hostilidades inevitables, desarrolla técnicas para defenderse y vencer a su enemigo. Para lograrlo aprendió que tenía que tener un cuerpo fuerte y saludable. Así, las técnicas que finalmente se incorporaron al Karate-dõ provinieron de un feroz arte de pelea y de defensa propia.

En Japón, el término “sumõ” aparece en al antología poética más anti-gua, el “Man’yoshu”. El “sumõ” de ese tiempo (siglo VIII) incluye no solo las técnicas que se encuentran en el “sumõ” actual sino también las de Judo y de Karate, y este último mostró un nuevo desarrollo bajo el Budismo, ya que los sacerdotes lo usaban como una forma de movimiento para su propio perfec-cionamiento. En los siglos VII y VIII, los budistas japoneses viajaban a las cor-tes de Sui y T’ang, donde se interiorizaban del arte chino y llevaban a Japón algunos de sus refinamientos. Por muchos años, aquí en Japón, el Karate permaneció enclaustrado detrás de las gruesas paredes de los templos, en particular aquellos de Budismo Zen; aparentemente no fue practicado por otra gente hasta que los samurai comenzaron a entrenarse en los templos y co-menzaron a aprender el arte. El Karate como lo conocemos actualmente fue perfeccionado en el último medio siglo por Gichin Funakoshi.

Hay numerosas anécdotas acerca de este hombre extraordinario, mu-chas de las cuales él mismo cuenta en las páginas siguientes. Algunas tienden a convertirse en leyendas y otras Funakoshi no las cuenta porque son una par-te tan íntima de su forma de vida que casi no está enterado de ellas. El nunca se desvió de su forma de vida, la forma samurai. Quizás para los jóvenes japo-neses posteriores a la guerra mundial, así como para muchos de los lectores extranjeros, Funakoshi aparecerá como un excéntrico, pero él fue simplemente un seguidor del código ético y moral de sus ancestros, un código que existe mucho antes de que se escribiese algo de la historia de Okinawa.

Él conservó los viejos tabúes. Por ejemplo, para un hombre de su clase la cocina era territorio prohibido, y Funakoshi, hasta donde yo conozco, nunca lo traspasó. Nunca se molestó en pronunciar los nombres de artículos munda-nos como calcetines o papel higiénico, por que –según el código que seguía rigurosamente- éstos estaban asociados con lo que se consideraba impropio o indecente.

Para aquellos de nosotros que estudiamos bajo su guía, él fue un maes-tro grande y reverenciado, pero temo que en los ojos de su joven nieto Ishirõ (ahora un coronel de la Fuerza Aérea de Defensa) él fue solo un anciano muy obstinado. Recuerdo bien una ocasión en que Funakoshi vio un par de calceti-nes dejados en el piso. Con un gesto hacia Ishirõ, dijo: “Lleva eso afuera”. “Pe-ro no entiendo”, dijo Ishirõ con una mirada totalmente inocente. “¿Qué quiere

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decir con eso?”. “Sí” dijo Funakoshi. “¡eso, eso!”. “¡Eso, eso!” Ishirõ replicó. “¿Usted no conoce la palabra de “eso”?”. “¡Yo dije que ponga eso afuera in-mediatamente!” Repitió Funakoshi, e Ishirõ fue forzado a admitir la derrota. Su pequeña trampa falló; su abuelo se negó firmemente, como lo había hecho en toda su vida, a pronunciar la palabra calcetines.

Durante el transcurso de su libro Funakoshi describe algunas de sus costumbres habituales. Por ejemplo, lo primero que hacía ni bien se levantaba era cepillar y peinar su cabello, un proceso que a veces le ocupaba hora ente-ra. Él solía decir que un samurai siempre debe ser de apariencia pulcra. Des-pués de ponerse presentable, se daba vuelta en dirección a Okinawa y hacía una reverencia similar. Solo después de que completaba estos ritos tomaba su té de la mañana.

Mi propósito no es contar la historia de él sino sólo introducir a él. Y es-toy muy contento y orgulloso de poder hacerlo. El Maestro Funakoshi fue un espléndido ejemplo de un hombre cuya posición nace en los comienzos del periodo Meiji, y quedan pocos hombres actualmente en Japón que puedan de-cir que cumplen un código similar. Estoy muy agradecido de haber sido uno de sus discípulos y no puedo más que lamentar que ya no esté con nosotros.

GENSHIN HIRONISHI, Presidente Japón Karate-dõ Shõtõ-Kai

Introducción

Hace cerca de cuatro décadas que me embarqué en lo que actualmente hago, en lo que fue un ambicioso programa: la introducción al público japonés de un grande y complejo arte de Okinawa, o deporte, que llamado Karate-dõ, “el Camino del Karate”. Estos 40 años han sido turbulentos y el sendero que elegí estuvo muy lejos de ser fácil; ahora, mirando hacia atrás, estoy asombra-do de haber logrado en este esfuerzo aún el más modesto éxito en lo que ha sido mi camino.

Que el Karate-dõ ocupe ahora su lugar en el mundo como un deporte reconocido internacionalmente es debido principalmente al esfuerzo de mis maestros, mis compañeros practicantes, mis amigos y mis estudiantes, todos los cuales con devoción, tiempo y esfuerzo han llevado a cabo la tarea de refi-nar este arte de defensa propia hasta su estado actual de perfección. Sobre mi propio rol, siento que no he sido más que un introductor –un maestro de cere-monias, por así decirlo, dotado tanto por el tiempo como por la oportunidad de aparecer en el momento justo.

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No es exageración decir que la mayor parte de mis 90 años han sido dedicados al Karate-dõ. Yo fui mas bien un bebé enfermizo y un chico débil; en consecuencia, me fue sugerido cuando era aún bastante joven que para su-perar estos inconvenientes debía comenzar a estudiar karate. Esto fue lo que hice, pero con muy poco interés al comienzo. Sin embargo, en la mitad de mi escuela primaria, después de que mi salud comenzó a mejorar notablemente, mi interés en el karate comenzó a crecer. Pronto encontré que me había hechizado. En esa tarea de superarme puse mi mente y cuerpo, corazón y al-ma. Yo había sido un chico frágil, sin resolución, introvertido, pero al llegar a joven me sentí fuerte, vigoroso y extrovertido.

Si miro hacia atrás en las nueve décadas de mi vida –desde que era jo-ven hasta mi madurez y (usando una expresión que no me gusta) hasta viejo- me doy cuenta que estoy agradecido por mi devoción al Karate-dõ, ya que nunca tuve que consultar a un médico. Nunca tomé en mi vida alguna medici-na, ni píldoras, ni elixires, ni siquiera una simple inyección. En años recientes mis amigos me acusaron de ser inmortal, esta es una broma a la cual solo puedo contestar, seriamente pero simplemente, que mi cuerpo ha sido tan bien entrenado que repele todas las enfermedades.

En mi opinión hay tres clases de enfermedades que afectan al ser humano: enfermedades que causan fiebre, mal funcionamiento del sistema gastrointestinal y daños físicos. Casi invariablemente la causa de inhabilidad tiene sus raíces en una forma de vida insalubre, en hábitos irregulares y en escasa circulación. Si un hombre que tiene alta temperatura practica karate hasta que comienza a sudar, encontrará que rápidamente su temperatura se normaliza y que se ha curado su enfermedad. Si un hombre con problemas gástricos hace lo mismo, hace que su sangre circule más libremente y así ali-via su aflicción. Los daños físicos son otro problema, pero muchos de ellos pueden evitarse con un buen entrenamiento, cuidado y precaución. El Karate-dõ no es solo un deporte que enseña a golpear y patear, es también una de-fensa contra la enfermedad.

Solo recientemente adquirió popularidad internacional, pero esta es una popularidad que los maestros de karate deben fomentar y usar con mucho cui-dado. Ha sido muy gratificante para mí ver el entusiasmo con que hombres y mujeres y aún niños han tomado el deporte, no solo en mi propio país sino en todo el mundo.

Esta es una de las razones, sin duda, por la que el “Journal of Commer-se and Industry” me ofreció que escribiera acerca del Karate-dõ. Inicialmente contesté que yo era un hombre viejo y un humilde y común ciudadano, con muy poco que decir. Sin embargo es verdad que dediqué virtualmente toda mi vida al Karate-dõ, así que acepté la oferta con la condición de que me permi-tiesen escribir una especie de autobiografía.

Al mismo tiempo, ya habiendo comenzado la tarea, me vi en una situa-ción embarazosa, así que debo decirles a mis lectores que me perdonen por hablar de estos asuntos de poca importancia. Les pido a ellos que consideren mi libro como los delirios de un anciano. Yo, por mi parte, trataré de poner en movimiento este viejo cuerpo y, con la ayuda de mis lectores, centralizar mis energías en descubrir la gran ley del cielo y de la tierra por el bien de la nación y de las generaciones futuras. En pos de este esfuerzo pido el sincero apoyo y cooperación de mis lectores.

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Quiero expresar aquí mi gratitud a Hiroshi Irikata del Weekly Sankei Magazine, por su asistencia editorial y a Toyohiko Nishimura de la misma re-vista, por el diseño del libro (de la edición japonesa).

GICHIN Funakoshi Tokio Septiembre, 1956.

Comenzando el camino Perdiendo un rodete

La Restauración Meiji y yo nacimos en el mismo año, 1868. La primera

en la antigua capital de Edo, que posteriormente se transformará en Tokio. Yo nací en el distrito de Yamakawa-chõ en la okinawense capital real de Shuri. Si alguien tiene la inquietud de consultar los registros oficiales, podrá ver que yo nací en el tercer año de Meiji (1870), pero realmente mi nacimiento ocurrió en el primer año del reino y tuve que falsificar el registro oficial para ser aceptado en los exámenes de la escuela médica de Tokio.

En ese tiempo había una reglamentación que sólo aquellos nacidos en el año 1870 o después podían ser considerados para rendir los exámenes, así que yo no tenía alternativa, excepto tratar de falsificar el registro oficial que era más fácil de hacerlo porque, aunque parezca extraño, el registrarse no era tan estricto como lo es actualmente.

Habiendo así alterado los datos de mi nacimiento, me presenté al exa-men y lo aprobé, pero aún no entro en la escuela médica de Tokio. La causa, que me pareció muy razonable, ahora no me parece tanto, me imagino.

Entre las muchas reformas introducidas por el joven gobierno Meiji du-rante los primeros veinte años de su vida, fue la abolición del rodete, un pei-nado que fue una parte tradicional de la vida japonesa por mucho más tiempo del que cualquiera se puede imaginar. En Okinawa en particular, el rodete era considerado un símbolo no sólo de madurez y virilidad sino de valor. Como el edicto prohibiendo el venerado rodete fue en toda la nación, hubo una oposi-ción en todo el país, pero principalmente en Okinawa.

Estaban los que creían que el destino futuro del Japón requería que se adoptasen ideas occidentales y los que veían lo opuesto, que estaban en constante crítica de la mayoría de las reformas instauradas por el gobierno. Nada, sin embargo pareció conmover tanto a los okinawenses como la cues-tión de la abolición del rodete. En general los hombres de la clase “shizoku” (o privilegiada) se opusieron obstinadamente, mientras que los de la clase “hei-

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min” (o común) así como pocos de la “shizoku” sostenían que podía aprobarse la abolición. El segundo grupo fue conocido como el “Kaika-tõ” (el Partido Ilus-trado) y el primero como el “Ganko-tõ” (literalmente, el Partido Obstinado).

Mi familia atacó por generaciones las leyes oficiales y la totalidad se opuso unánime y firmemente al corte del rodete. Aunque este hecho fue total-mente aborrecido por mi familia, yo personalmente no me sentía totalmente convencido. El hecho fue que fui influenciado por la presión de mi familia y en la escuela rechazaban a los que persistían en el estilo tradicional, y así el cur-so de mi vida fue influenciado por un pequeño motivo como el espeso rodete.

En ese momento, como la mayoría, yo estaba conforme, pero después, como suele suceder, quise volver varios años atrás. Mi padre Gisu era oficial inferior y yo fui su único hijo. Nacido prematuramente, fui un niño enfermizo y como mis padres y abuelos creían que no estaba destinado a una larga vida, me cuidaban especialmente. Particularmente fui mimado y consentido por mis abuelos. Prácticamente después de mi nacimiento viví con mis abuelos mater-nos y mi abuelo me enseñó los “Cuatro Clásicos Chinos” y los “Cinco Clásicos Chinos” de la tradición de Confucio, esencial para los hijos de “shizoku”.

Fue durante mi estada en la casa de mis abuelos donde hice la escuela primaria y después de un tiempo me hice íntimo amigo de uno de mis compa-ñeros de clase. Esto también estuvo destinado a alterar el curso de mi vida (y en forma más importante que el rodete), porque mi compañero de clase era el hijo de Yasutsune Azato un hombre maravilloso que fue uno de los más gran-des expertos okinawenses en el arte del karate.

El Maestro Azato pertenecía a una de las dos principales familias “shi-zoku” de Okinawa: la “Udon” era la clase más alta y era equivalente a “daimyo” entre los clanes de afuera de Okinawa; los “Tonochi” eran jefes hereditarios de pueblos y villas. Azato provenía de este último grupo, su familia ocupaba una alta posición en la villa de Azato, localizada entre Shuri y Naha. Tan grande era su prestigio que los Azato no eran tratados como vasallos por el goberna-dor de Okinawa sino como íntimos amigos en el mismo nivel.

El Maestro Azato no sólo no era superado en todo Okinawa en el arte del karate sino también sobresalía en equitación, en esgrima japonesa (Kendo) y en arquería. Él fue, más bien, un brillante erudito. Fue mi buena suerte que me prestara su atención y que recibiese mi primera instrucción en karate en tan extraordinarias manos.

En aquel tiempo la práctica del karate estaba prohibida por el gobier-no, así que las sesiones se tenían que hacer en secreto, y a los alumnos se les prohibía estrictamente decir a cualquiera que aprendían karate. Después diré algo más al respecto, por el momento es suficiente decir que la práctica del karate solo se hacía de noche y en secreto. La casa de Azato estaba bastante lejos de la de mis abuelos, donde yo todavía vivía, pero por mi entusiasmo por el arte nunca encontré las caminatas nocturnas demasiado largas. Después de un par de años de práctica mi salud mejoró notablemente y no fui más el chico débil que era antes. Me gustaba el karate pero –más que eso- me sentía pro-fundamente en deuda con el arte por mi bienestar, y fue en ese tiempo donde comencé a considerar seriamente hacer el Karate-dõ una forma de vida.

Sin embargo, esa idea no entró en mi mente ya que necesitaba empezar una profesión, y aunque la controversia del rodete puso la carrera médica fue-ra de mi alcance, comencé a considerar alternativas. Como había aprendido

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los clásicos chinos en mi infancia, enseñados por mi abuelo y Azato, decidí usar estos conocimientos para enseñarlos como maestro de escuela. De acuerdo con esto, dí los exámenes y fui instructor de escuela primaria. Mi pri-mera experiencia en dar clase fue en 1888, cuando tenía 21 años.

Pero el rodete se seguía entrometiendo, ya que antes de hacerme cargo como maestro se me exigió deshacerme de él. Esto me pareció totalmente ra-zonable. Japón estuvo luego en un estado de gran fermentación; ocurrían grandes cambios en todos lados, en todas las facetas de la vida. Yo sentía, como maestro, una obligación de ayudar a nuestra joven generación, que un día iba a forjar el destino de nuestra nación, como un puente en la amplia la-guna que se abría entre el viejo y nuevo Japón. Yo podría haber objetado du-ramente el edicto oficial que convirtió a nuestro tradicional rodete en una reli-quia del pasado. Sin embargo, temblaba cuando pensaba qué dirían los miem-bros antiguos de mi familia.

En ese tiempo, los maestros de escuela usaban uniformes oficiales (semejantes a aquellos que usaban los estudiantes en la Escuela Peer antes de la última guerra), una chaqueta negra abrochada hasta el cuello, los boto-nes de latón con un diseño de una flor de cerezo y una gorra con una insignia que también tenía una flor de cerezo.

Fue usando este uniforme y sintiendo deshonra por mi rodete, que hice una visita a mis padres para decirles que me había empleado como instructor asistente en una escuela primaria.

Mi padre casi no podía creer lo que veían sus ojos. “¿Qué has hecho con tu persona?”, gritó irritado. “¡Vos, el hijo de un samurai!”. Me madre, tan irritada como él, se negó a hablarme. Ella se fue, dejando la casa por la puerta de atrás, hacia la casa de sus padres. Me imagino que todo este alboroto le debe parecer a la juventud de estos días como inconcebiblemente ridículo.

De cualquier forma, la suerte estaba hechada. A despecho de la enérgi-ca objeción de mis padres yo emprendí la profesión que seguiría durante trein-ta años. Pero no abandoné mi primer y verdadero amor. Iba a la escuela en el día y luego, como aún existía la prohibición de hacer karate, me escabullía en plena noche, llevando una débil linterna cuando no había luna, a la casa del Maestro Azato. Cuando, noche tras noche, llegaba a mi casa justo antes del amanecer, los vecinos conjeturaban sobre quién era y que hacía. Algunos de-cidieron que la única respuesta posible a ese curioso enigma era que venía del burdel.

Ciertamente, la verdadera respuesta era muy diferente. Noche tras no-che, a menudo en el patio trasero de la casa de Azato, con el maestro mirando, yo practicaba un kata (un ejercicio de forma) semana tras semana y a veces mes tras mes, hasta que mi maestro consideraba que lo había aprendido. Esta constante repetición de un kata particular era agotadora, a menudo exasperan-te y en ocasiones humillante. Más de una vez caí agotado en el piso del Dojo o del patio de Azato. Pero la práctica era estricta y nunca se me permitió pasar a otro kata hasta que Azato estaba convencido de que había entendido satisfac-toriamente lo que había estado trabajando.

Aunque considerablemente avanzado en años él siempre se sentaba erguido sobre el balcón cuando nosotros trabajábamos afuera usando un “hakama”, con una débil lámpara a su lado. A menudo, a causa del agotamien-to, yo no podía distinguir la lámpara.

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Después de ejecutar un kata yo debía esperar su opinión. Si estaba in-satisfecho con mi técnica murmuraba “Hágalo de nuevo” o “Un poco más!”. Un poco más, un poco más, tantas veces un poco más, hasta que sudaba abun-dantemente y estaba casi por caerme; esta era su forma de decirme que aún había algo que aprender. Luego, si le satisfacía mi progreso, expresaba su opinión en una sola palabra “¡Bien!”. Esta única palabra era su mayor elogio. Sin embargo, hasta que yo no la escuchaba varias veces no me animaba a preguntarle que me enseñase otro kata.

Pero después de nuestras prácticas, generalmente en las primera horas de la madrugada, él era una clase distinta de maestro. Teorizaba sobre la esencia del karate o, como un padre bondadoso, me preguntaba acerca de mi vida como maestro de escuela. Cuando la noche estaba por terminar, tomaba mi linterna y me dirigía a mi casa conciente de que mi jornada terminaba con las suspicaces miradas de mis vecinos.

Bajo ninguna circunstancia debo omitir mencionar a un amigo de Azato, un hombre que también nació en una familia “shisoku” de Okinawa y que era considerado tan diestro en karate como el mismo Azato. A veces yo practicaba bajo la tutela de los dos maestros, Azato e Itosu, al mismo tiempo. En esas ocasiones yo escuchaba atentamente las discusiones entre los dos y esto hizo que aprendiese mucho acerca del arte, tanto en su aspecto espiritual como físico.

Si no fuese por esos dos grandes maestros yo sería una persona muy distinta actualmente. Es casi imposible expresar mi gratitud hacia ellos por haberme guiado en el sendero que me proveyó mi principal fuente de gratifica-ción durante ocho décadas de mi vida.

Reconociendo lo sin sentido

Creo que es esencial, justamente aquí en el comienzo, hacer un breve comentario acerca de lo que no es karate ya que se escribió mucho de esto sin sentido en los últimos años. Más tarde, cuando llegue la ocasión; trataré de aclarar que es el karate. Pero antes de seguir creo que es correcto extenderse en aclarar algunos conceptos equivocados que oscurecen la esencia del arte.

Una vez, por ejemplo, escuché a alguien que decía ser una autoridad, hablándole a su asombrada audiencia que “en karate tenemos un kata llamado “nukite”. Usando solo los cinco dedos de la mano un hombre puede penetrar la caja torácica de su adversario agarrándole los huesos y arrancándoselos del cuerpo. Esto es, por supuesto” proseguía la así llamada autoridad, “un kata muy difícil de aprender. “Uno comienza a entrenarse introduciendo los dedos dentro de una cuba llena de habas todos los días por horas y horas, cientos y cientos de veces. Al principio los dedos comenzarán a lacerarse por el ejerci-cio y la mano sangrará. Con el tiempo la sangre se coagulará y el aspecto de los dedos cambiará grotescamente”.

“Eventualmente la sensación de dolor desaparecerá. Luego las habas se reemplazan por arena, la arena es más firme y los dedos encuentran más resistencia. Sin embargo a medida que avanza el entrenamiento los dedos

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atraviesan la arena y llegan al fondo de la cuba. Después del entrenamiento con arena comienza el entrenamiento con piedras, lo que requiere mucho ma-yor tiempo de práctica para alcanzar el éxito. Finalmente comienza el entre-namiento con trozos de plomo. A través de largas y arduas sesiones de entre-namiento los dedos se pondrán fuertes y capaces de no solo romper de un golpe una gruesa tabla de madera sino también una pesada piedra o atravesar el cuero de un caballo”.

Sin duda muchos de los que escucharon esta sorprendente exposición terminaron por creerla. Muchos estudiantes de karate aún eligen, por una u otra razón, nutrirse de estos mitos. Por ejemplo, alguien no muy familiarizado con el arte le puede decir a un practicante: “Yo entiendo que usted practique karate. Dígame, ¿puede usted realmente romper una gran roca con sus de-dos? ¿Puede usted realmente hacer un agujero en el abdomen de un ser humano con ellos? Si el practicante contesta que eso es casi imposible, creerá que no le está diciendo la pura verdad. Algunos practicantes o pretendidos practicantes se encogerán de hombros despreciativamente y murmurarán, “Bueno, a veces yo...” Como resultado, el lego recibe una mentira total y una impresión intimidatoria del arte; él admirará, tanto con miedo como con temor respetuoso, al practicante que ha adquirido poderes sobrehumanos.

El entusiasta del karate que exagera y por lo tanto pervierte la naturale-za del arte, es un charlatán no muy sincero y ciertamente podrá tener éxito en fascinar a los que lo escuchan y convencerlos de que el karate es a veces te-rrible. Pero lo que dice es totalmente falso y además él lo sabe. Porqué él hace esto –bueno, le parecerá bien.

Quizás, en el pasado lejano había expertos de karate capaces de reali-zar estos hechos milagrosos. Esto no lo puedo testificar, pero puedo asegurar a mis lectores que, hasta donde dan mis escasos conocimientos, no hay hom-bre que por mucho que se haya entrenado y practicado, pueda exceder los límites naturales del poder humano.

No obstante, hay adeptos que continúan reivindicando otras cosas. “En karate” ellos dicen, “un fuerte agarre es esencial. Para adquirirlo uno debe practicar hora tras hora, y la mejor forma es, usando la punta de los dedos de ambas manos, agarrar dos pesado cubos, preferiblemente llenos de algo como arena y balancearlos muchas, muchas veces. El hombre que haya fortalecido su agarre al máximo será capaz de rasgar la carne de su adversario hasta deshacerla”. ¡Que disparate! Un día uno de estos hombres vino a mi Dojo y me ofreció enseñarme el secreto de rasgar la carne hasta deshacerla. Yo le pedí que lo demostrase en mí y me morí de risa cuando al fin, me apretó la piel sin causarme ni una pequeña marca negro azulada. Así, él se fue sin decir que un fuerte agarre es una gran ventaja para el practicante de karate.

Recuerdo haber oído de un hombre que podía dar vuelta alrededor de su casa en Okinawa balanceándose a lo largo del alero, excelente hazaña que ninguno podrá realizar conociendo las casas de Okinawa. Yo mismo vi al Maestro Itosu quebrar un grueso tallo de bambú con sus manos. Esto puede parecer una hazaña prodigiosa pero creo que su gran fuerza era un don natu-ral, no adquirido solo por entrenamiento, aunque éste obviamente lo aumenta. Cualquier hombre puede ser capaz, después de una práctica suficiente, de llevar a cabo notables hazañas de fuerza, pero puede llegar hasta cierto punto y no más. Hay un límite de la fuerza humana que no puede ser superado.

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Si bien es cierto que un experto en karate puede romper una gruesa ta-bla o varias tejas con un golpe de sus manos, les aseguro a mis lectores que solo es posible con un adecuado entrenamiento. No es nada extraordinario realizarlo.

Esto no tiene ninguna relación con lo que es el verdadero karate; esto es mas bien una demostración del grado de fuerza que puede adquirir un hombre a través de la práctica. No hay ningún misterio en esto. A menudo me pregunta la gente si la capacidad de un practicante de karate depende de cuantas tablas o tejas es capaz de romper con un golpe de su mano. No hay relación, por supuesto, entre las dos cosas. Puesto que el karate es uno de los más refinados artes marciales, un practicante que se jacte de cuantas tablas o tejas puede romper con sus manos o que reivindique que es capaz de rasgar la carne hasta deshacerla o arrancar las costillas, tiene una concepción muy pequeña de lo que es el verdadero karate.

El Maestro En la época en que empecé mi carrera académica había cuatro catego-

rías de instructores de escuela primaria: aquellos que daban las clases más elementales, los que instruían a los grados superiores, los que estaban a car-go de cursos superiores y los que servían como asistentes. En ese tiempo eran obligatorios cuatro años de escuela primaria. Los maestros de la primer cate-goría daban clase en primer y segundo grado, mientras que los maestros en categorías más avanzadas daban los dos últimos grados obligatorios, el terce-ro y el cuarto, así como los grados superiores (quinto hasta octavo), que no eran obligatorios.

Aunque al principio fui un asistente, no mucho después aprobé el exa-men que me calificó como instructor de grado inferior. Luego fui transferido a Naha, lugar del gobierno de la prefectura de Okinawa. Esta transferencia, que fue de hecho un promoción, la consideré la cosa más afortunada, ya que me permitió tener más tiempo y mayor oportunidad para practicar karate.

Más tarde me gradué también como instructor de grados superiores. Como yo no me había recibido de maestro en un colegio y el número de gra-duados de esta forma aumentaba en el sistema escolar de Okinawa, la con-creción de esta última promoción fue un proceso muy difícil para mí.

Finalmente, el principal de mi escuela recomendó que yo debía avanzar al puesto más alto. Yo no acepté esta promoción porque hacerlo significaba que tenía que irme a lejanos distritos o a islas remotas en el archipiélago y consecuentemente separarme de mi maestro de karate. Esto no lo podía acep-tar.

Había, además, otra razón por la que mis superiores me permitieron quedarme en Naha, que nos lleva otra vez a la controversia del rodete. Las familias de muchos de mis alumnos eran firmes partidarios del Partido Obsti-nado y aunque estábamos en el 24 ó 25 año Meiji (1891-1892), el edicto del gobierno prohibiendo el rodete estaba muy lejos de ser cumplido en Okinawa.

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Puesto que mi propia familia también apoyaba al Partido Obstinado, yo enten-día bien el sentimiento que despertaba este desafío a las órdenes guberna-mentales. Al mismo tiempo, considerando las importantes reformas que esta-ban cambiando virtualmente cada aspecto de la vida japonesa, no podía con-siderarlo como de poca importancia.

Sin embargo, el Ministro de Educación no veía las cosas con la misma óptica. Asustado por la resistencia de los okinawenses decretó que todos los alumnos debían cortarse su rodete inmediatamente. Esto no fue tan sencillo y muchos chicos retrasaron su entrada a la escuela tanto como fue posible. El resultado fue que hubo chicos enojados por mucho tiempo y que hubo más de una pelea con sus maestros que usaban tijeras. Además, muchos de ellos se habían entrenado en karate, el cual fue luego practicado más abiertamente en Okinawa. Los maestros de escuela primaria, intentando imponerse a estos “chicos” encontraban a veces sus tijeras totalmente inutilizadas.

Fue por esta razón que a los instructores que sabían karate les enco-mendaron la tarea de dar el ejemplo a los obstinados alumnos que también eran adeptos al karate. Todavía no puedo olvidarme de los alumnos que, des-pués de una lucha, eran sometidos a la odiosa tijera con rabia en sus ojos y sus puños cerrados, como queriendo aniquilar a los que los despojaron de ese símbolo de virilidad. Sin embargo no pasó mucho tiempo en que los chicos tu-vieron sus cabellos cortos. El furor del rodete terminó para siempre.

Mientras tanto yo continuaba asiduamente con el karate, entrenándome con una cantidad de maestros: el Maestro Kiyuna, que con sus manos desnu-das podía descortezar un árbol rápidamente; el Maestro Tõonno de Naha, uno de los discípulos confucianos más conocido de la isla; el Maestro Niigaki, cuyo gran sentido común me impresionó más profundamente; y el Maestro Matsu-mura, uno de los más grandes karatecas, acerca de quien diré algo más tarde. Esto no quiere decir que rechace a alguno de mis dos primeros maestros. Por el contrario, estuve con ellos tanto tiempo como me fue posible y de ellos aprendí no solo karate sino mucho más.

El Maestro Azato, por ejemplo, era un agudo observador político. Re-cuerdo que una vez me dijo: “Funakoshi, antes de que se termine el ferrocarril trans-siberiano, la guerra entre Japón y Rusia será inevitable”. Esto fue mu-chos años antes del comienzo de hostilidades entre los dos países en 1904. lo que me pareció improbable se hizo realidad y me encontré, cuando empezó la guerra, profundamente impresionado por su agudeza y previsión política. Fue él quien, en el tiempo de la Restauración Meiji, aconsejó al gobernador de Okinawa cooperar al máximo con la nueva forma de gobierno, y cuando se promulgó el edicto contra el rodete, fue uno de los primeros en obedecerlo.

Azato era también un diestro maestro de esgrima de la escuela Jigen de Kendo. Aunque no se jactaba de sí mismo, se tenía una gran confianza en su habilidad de esgrimista, y una vez lo escuché decir: “Dudo mucho que alguien en el país quiera tener un duelo a muerte conmigo”. Esta pequeña confidencia fue posteriormente verificada cuando Azato se encontró con Yõrin Kanna, uno de los más famosos esgrimistas de Okinawa.

Kanna era un hombre enorme, musculoso, con grandes protuberancias en sus brazos y hombros; la gente acostumbraba decir que sus hombros eran grandes como dos pisos!. Era un hombre intrépido y valiente y tenía bien me-recida su reputación por su habilidad en el arte marcial. También era un erudi-

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to en clásicos japoneses y chinos. Claramente se podía pensar que él podía tener más de una pelea con Azato.

Sin embargo, cuando se produjo el famoso duelo, él atacó a Azato con una espada de acero sin filo y se sorprendió mucho cuando su desarmado ad-versario con un diestro agarre con sus manos no solo evadió la estocada sino tiró a Kanna de rodillas. Cuando le pregunté a Azato que había ocurrido real-mente, él describió a Kanna como un esgrimista muy diestro, quien debido a su reputación de invencible y audaz, atemoriza a su oponente al empezar el en-cuentro y luego lo vence fácilmente. Sin embargo, dijo Azato, si el oponente no se deja atemorizar, si permanece con la cabeza fría y si busca la inevitable falla en la defensa de Kanna, la victoria no puede se tan difícil. Este consejo, como el resto de la guía de Azato, fue de gran valor para mí.

Otra de sus máximas era: “Cuando usted practica karate, piense que sus brazos y piernas son como sables”. Ciertamente, las exhibiciones de kara-te de Azato eran vivos ejemplos de esta filosofía. Una vez un hombre le pre-guntó el significado y la aplicación del “ippon-ken” (puño de punto único). “Tra-te de pegarme”, le contestó Azato tranquilamente. El hombre dijo solo quería preguntar, pero en un abrir y cerrar de ojos el golpe había sido lanzado y se dirigió al estómago de su oponente, donde fue detenido a la distancia del es-pesor de una hoja de papel. La velocidad de todo el movimiento fue increíble. El hombre que había hecho la pregunta no tuvo tiempo ni de pestañear y si realmente hubiese golpeado su plexo solar podría perfectamente haberlo ma-tado.

Azato tenía una información muy detallada acerca de todos los expertos de karate que vivían en Okinawa, la que incluía no solo los datos comunes como sus nombres y apellidos sino también lo relacionado con sus capacida-des, destrezas y técnicas especiales, en que ellos eran fuertes y en que eran débiles. El solía decirme que el conocimiento de la habilidad del oponente y su capacidad técnica era la mitad de la batalla, citando el viejo refrán chino: “El secreto de la victoria es conocerse a uno mismo y a su enemigo”.

Azato y su buen amigo Itosu compartían por lo menos una cualidad de grandeza: no tenían la más mínima envidia de otros maestros. Ellos querían presentarme a otros maestros que conocían, diciéndome que aprenda de ellos la técnica en la cual sobresalían. Los instructores comunes de karate, de acuerdo a mi experiencia se oponen a que sus alumnos estudien con instructo-res de otras escuelas, pero esto está lejos de lo que pensaban Azato e Itosu.

Aunque ellos no me hubiesen dado ninguna de estas cosas, igualmente hubiese ganado con el ejemplo de humildad y modestia que daban en todos los aspectos de proceder con sus semejantes. Y ciertamente, ellos nunca se detuvieron sobre las hazañas “heroicas” de karate que les atribuían, dejándo-las de lado como “actos impetuosos” de la juventud.

Los dos hombres compartían otras cualidades, incluyendo el bastante interesante primer nombre, Yasutsune. Pero filosóficamente tenían puntos de vista bastante distintos respecto al karate y físicamente eran también muy dife-rentes.

Mientras que el Maestro Azato era alto, con anchos hombros y ojos ras-gados, recordando sus facciones a los antiguos samurai, el Maestro Itosu era de estatura mediana, con un gran pecho redondo, parecido a un barril de cer-veza. A pesar de su largo bigote, tenía la mirada de un chico bueno.

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Esta era una visión engañosa, porque sus brazos y manos poseían un extraordinario poder. Sin embargo él fue desafiado muchas veces por Azato en una diversión okinawense de lucha con las manos y siempre salía victorioso. En esta forma particular de deporte los dos combatientes cerraban sus puños y cruzaban sus muñecas una contra la otra. No agarraban sus manos como en la versión de Tokyo de la lucha de manos. Después de ser inevitablemente ven-cido, Azato solía murmurar irónicamente que nunca sería mejor que Itosu, aún usando ambas manos. Ciertamente Itosu estaba tan bien entrenado que su cuerpo parecía invulnerable.

Una vez, al entrar a un restaurante en el centro de recreación de Naha, un robusto joven lo atacó por la espalda dirigiéndole un fuerte golpe al costa-do. En ese momento, sin darse vuelta, endureció los músculos del estómago desviando el golpe y al mismo tiempo su mano derecha agarró la muñeca de-recha de su atacante. Aún sin dar vuelta la cabeza arrastró tranquilamente al hombre adentro del restaurante. Luego ordenó a la asustada criada que trajese comida y vino. Teniendo agarrada aún la muñeca del joven con su mano dere-cha, tomó un sorbo de vino con su mano izquierda colocando luego a su agre-sor frente a él, mirándolo. Después de un momento sonrió y dijo “yo no se cual puede ser su motivo de enemistad conmigo, pero bebamos juntos”. El asombro del joven ante este gesto puede fácilmente imaginarse.

Itosu tuvo otro encuentro famoso con un temerario joven, instructor de karate de una escuela de Okinawa. Beligerante por naturaleza y lleno de vani-dad por su fuerza, el joven tenía el desagradable hábito de esconderse en os-curas callejuelas y cuando un caminante solitario pasaba él lo castigaba. Era tanta su confianza que decidió agarrar al mismo Itosu, no importándole cuan poderoso fuese el maestro, y golpearlo de improviso. Una noche siguió a Itosu y después de acercarse furtivamente lanzó su más poderoso golpe en la es-palda del maestro. Desconcertado por el evidente hecho de que no provocó ningún daño, el joven fanfarrón perdió su equilibrio y al mismo tiempo tuvo su muñeca derecha agarrada en un agarre tipo tornillo. El joven trató de liberarse con su otra mano pero por supuesto no tuvo éxito. El poder de agarre de Itosu era famoso en Okinawa; el podía, como ya dije, cortar un grueso tronco de bambú con una mano.

Itosu caminaba arrastrando al otro con él sin molestarse en mirar hacia atrás. Comprendiendo que había sido derrotado completamente, el joven supli-có el perdón del maestro. “¿Pero quién es usted?”, preguntó Itosu suavemen-te. “Yo soy Gorõ” contestó el joven. En ese momento Itosu lo miró por primera vez. “Ah”, murmuró, “Usted no debe tratar de engañar a un anciano como yo”. Después de esto, lo dejó ir.

Imágenes vivas se abalanzan una detrás de otra en mi mente cuando recuerdo acerca de mis dos maestros y de sus distintas filosofías del Karate-dõ. Azato solía decirme “Considera a tus brazos y piernas como espadas”, mientras que Itosu me aconsejaba que entrenase mi cuerpo de forma tal que pudiese resistir cualquier golpe, no importando cuán potente fuera. Lo que él quería significar, por supuesto, era que no solo debía entrenar mi cuerpo hasta que fuese duro y resistente sino también que debía practicar diariamente las distintas técnicas de karate.

Recuerdo un conocido incidente que ocurrió cuando Itosu fue asaltado por un grupo de fuertes jóvenes, que en poco tiempo los delincuentes queda-

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ron inconcientes en la calle. Un testigo, viendo que Itosu corría peligro, corrió precipitadamente a contarle a Azato acerca del incidente. Interrumpiendo su relato, Azato dijo: “Y los rufianes, por supuesto, quedaron todos inconcientes, con sus caras sobre el piso, no es así?”. Muy sorprendido, el testigo admitió que era cierto, pero quiso saber como Azato lo sabía. “Muy simple”, replicó el maestro, “los no adeptos al karate pueden ser tan cobardes como para atacar por la espalda y si alguno ataca de frente terminará cayendo. Pero conozco a Itosu; sus puños pueden noquear a sus agresores. Estaría bastante sorprendi-do si alguno sobrevive”.

En otra ocasión Itosu se despertó durante la noche por un ruido sospe-choso en la puerta de su casa. Al dirigirse silenciosamente hacia el lugar don-de escuchó el ruido, sintió que alguien intentaba forzar la cerradura de la puer-ta. Inmediatamente rompió el panel de la puerta de un solo golpe de puño. Si-multáneamente pasó su mano a través del agujero y agarró por la muñeca al ladrón. Normalmente si un karateca común golpea haciendo un agujero en un panel de madera gruesa, el agujero puede ser desigual y la madera puede as-tillarse en alguna dirección. En este caso solo había un redondo agujero, y sé que es cierto porque lo escuché del mismo Azato.

Siempre he tenido conciencia del legado de estos dos maestros. Como retribución yo ejecutaba un rito no solo en honor de ambos sino también en honor de todos los maestros que me han enseñado –y lo recomiendo a todos los practicantes de karate: quemaba incienso en el altar budista de cada ins-tructor y me prometía nunca hacer uso de mi cuerpo entrenado para un propó-sito ilícito. Pienso que esta fue la promesa que más he honrado y resultó en que fui tratado como miembro de la familia, hasta mucho después que me casé y tuve hijos –realmente, hasta la muerte de los dos ancianos.

Frecuentemente llevaba a mis hijos a sus hogares donde les mostraban algún kata y luego les decían a los chicos que lo repitiesen. Como un obsequio los dos maestros les daban a mis chicos dulces de una clase que yo no podía comprarles (lo mejor que podía comprar en ese entonces era ocasionalmente dulce de batata!). Los maestros querían a los chicos y se comportaban como sus propios abuelos. Pronto los muchachos comenzaron a visitar ellos solos a los maestros, como yo lo había hecho cuando era un chico. Y pronto comenza-ron a querer al karate como yo.

Ahora que miro hacia atrás, veo a mis hijos y a mí, las dos generacio-nes, beneficiados enormemente con la enseñanza de estos dos maestros. No encuentro palabras para expresar mi gratitud.

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Sin armas Una importante lección

Entre los maestros de Okinawa con los que yo estudié estaba el Maes-tro Matsumura, acerca del cual se contaba una historia famosa: cómo derrotó a otro maestro de una vez sin dar un solo golpe. Tan famosa es la historia que es ahora legendaria; sin embargo quiero contarla aquí porque es una expre-sión incomparable del verdadero significado del karate.

Comencemos en el revuelto negocio de un hombre en Naha quien se ganaba la vida grabando dibujos en objetos de uso diario. Aunque ya había pasado los cuarenta años mantenía aún su virilidad; su gran cuello tenía la apariencia del de un toro. Debajo de la corta manga de su kimono se veían sus músculos abultados y ondeados, sus mejillas estaban llenas y su cara era co-mo bronceado o cobriza. Evidentemente, aunque un modesto artesano, era un hombre a tener en cuenta.

Un día llegó a su negocio un hombre de una estampa totalmente distinta pero que también tenía un gran espíritu de peleador. Era más joven que el ar-tesano, no más de treinta años, y su presencia física, aunque no tan grande como el artesano, era sin dudas imponente. Era muy alto, más de seis pies, pero lo más sorprendente eran sus ojos, tan agudos y penetrantes como los ojos de un águila.

Ni bien entró en el pequeño lugar de trabajo del artesano, se mostró pá-lido y abatido.

Su voz era suave y le dijo al artesano que quería un diseño grabado so-bre el hueco de bronce del largo tallo de su pipa.

Al tomar la pipa entre sus manos, el artesano dijo en términos muy cor-teses, por ser él claramente de menor clase social que su visitante, “¿Perdón señor, pero no es usted Matsumura, el maestro de karate?”.

“Sí”, fue la lacónica respuesta, “¿por qué?” “Ah, yo sabía que no podía estar equivocado! Por un largo tiempo tuve

la esperanza de poder estudiar karate con usted”. La respuesta del hombre más joven fue corta, “Perdón”, le dijo, “yo no

soy un maestro tan viejo”. El artesano, sin embargo insistió “¿Usted enseña al mismo jefe del clan,

no es cierto?” le preguntó. “Todos dicen que usted es el mejor instructor de karate del mundo”.

“Ciertamente escuché eso” contestó irónicamente el joven visitante, “pe-ro no es mi costumbre enseñar a otros. Y de hecho no enseño desde hace tiempo al jefe del clan. Para decirle a usted la verdad” él estalló, “estoy harto del karate!”.

“Que cosa increíble está diciendo!” exclamó el artesano.”¿Cómo puede un hombre de su calibre estar harto del karate?” “¿Puede ser usted tan gene-

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roso de decirme porque?” “Yo no le podría precisar”, rezongó el joven, “si en-señé karate al jefe del clan o no. Por cierto, fue tratando de enseñarle karate que perdí mi trabajo”.

“No entiendo” dijo el artesano. “Todos conocen que usted es el mejor instructor que hay y si usted no puede enseñarle, quién puede? Seguramente ninguno puede ocupar su lugar”.

“Ciertamente” contestó Matsumura, “fue por mi reputación que gané el puesto de instructor del jefe del clan. Pero él era un estudiante indiferente. Re-chazaba el perfeccionamiento de las técnicas, las que a pesar de mis esfuer-zos permanecían muy imperfectas. Oh, yo lo podría haber abandonado fácil-mente si hubiera querido, pero no habría sido de provecho para él, así que puse fin a algunas de sus debilidades y luego lo desafié a atacarme con todas sus fuerzas. El contestó instantáneamente con una doble patada cuando sabe que tiene delante de él a un oponente mucho más competente”.

“Decidí utilizar este error para darle una lección que necesitaba mucho. Como usted debe saber, un combate de karate es una cuestión de vida o muerte, y una vez que ha cometido un grave error, ya está hecho. Es imposible de repararlo. Usted conoce esto muy bien. Pero aparentemente él no, y para demostrarle la verdad paré su doble patada con mi mano sable y lo arrastré. Pero antes de que toque el piso choqué mi cuerpo contra el suyo. Finalmente fue a parar a una distancia como mínimo de seis yardas más lejos”.

“Se hizo mucho daño?” preguntó el artesano. “Su hombro. Su mano. Su pierna donde mi mano en sable golpeó, se

pusieron negros y azules”. El joven hizo silencio por un momento. Luego prosi-guió “Por bastante tiempo no se pudo levantar del piso”. “Que terrible!” gritó el artesano. “Por supuesto usted fue castigado”.

“Por supuesto. Se me ordenó marcharme y no aparecer hasta nueva or-den”.

“Ya veo” dijo el artesano reflexionando. “Pero seguramente él le pedirá perdón”.

“Yo pienso que no. Aunque el incidente tuvo lugar hace más de cien dí-as, no tuve noticias de él. Escuché que estaba aún muy enojado conmigo y dice que soy muy arrogante. No, dudo mucho que quiera pedirme perdón. Ah”, murmuró el maestro, “hubiese sido mejor para mí no haber intentado enseñar karate al jefe del clan. De hecho, hubiese sido mejor no haber aprendido kara-te!”

“No diga eso” dijo el artesano. “En la vida de un hombre siempre hay al-tibajos. Pero” agregó, “ya que no hace mucho le enseñaba a él, porqué no me enseña a mí?”

“No!” dijo Matsumura secamente. “Yo renuncié a enseñar. En todo caso, porqué un hombre con una reputación de experto como usted quiere tomar más lecciones?” Matsumura dijo solo la verdad, ya que la reputación del arte-sano era tan alta en Naha como en Shuri.

“Quizás esta no sea la razón” dijo el artesano, “pero francamente tengo curiosidad de ver como enseña usted karate”.

¿Había alguna particularidad en la voz del artesano que incomodó al jo-ven? ¿Fue la presunción de que el maestro del jefe del clan podría convertirse en el maestro del artesano?

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Rápidamente, como muchos jóvenes para ofenderse, Matsumura gritó encolerizado, “¡Que estúpido es usted!. Cuantas veces tengo que decirle que no quiero enseñar karate!”

“¿Entonces” dijo el artesano con un tono de voz menos cortes que la que había tenido en el comienzo, “si usted rehúsa enseñarme, podrá rehusar-se también a concederme combate?

“¿Que dice?” Preguntó incrédulo Matsumura. “¿Usted quiere un comba-te conmigo? ¿Conmigo?

“¡Exactamente! ¿Porqué no? En un combate no hay distinciones de cla-ses. Además, como hace mucho tiempo que no le enseñas al jefe del clan, no necesita su permiso para enfrentarse conmigo. Y puedo asegurarle que mejor tenga cuidado de mis piernas y brazos”. En ese momento, tanto las palabras del artesano como su tono de voz sólo se podían considerar como insolentes.

“Sé que usted dice ser muy bueno en karate” dijo Matsumura, “aunque por supuesto no tengo idea cuán bueno. ¿Pero no cree que ha ido muy lejos? Esto puede no ser un problema de un golpe, puede ser un problema de vida o muerte. ¿Está usted tan sobre lo mortal?

“Estoy dispuesto a morir” replicó el artesano. “Entonces estaré contento de complacerlo” dijo Matsumura. Ninguno,

por supuesto, puede prever el futuro, pero hay un viejo dicho: si dos tigres pe-lean, uno estará en el límite de ser lastimado y el otro de morir. Así, ya sea que gane o pierda, usted debe estar seguro que no retornará a su casa con el cuerpo intacto. El día y el lugar del encuentro”, concluyó Matsumura, “lo dejo a elección suya”.

El artesano sugirió a las cinco de la mañana del día siguiente y Matsu-mura estuvo de acuerdo. El lugar establecido fue el cementerio en el Kinbu Palace, situado detrás del Tama Palace.

Justo a las cinco, los dos hombres estaban uno frente al otro, a una dis-tancia de aproximadamente doce yardas. El artesano hizo el primer movimien-to, acortando la distancia a aproximadamente la mitad, en ese lugar cerró su puño izquierdo en posición “gedan” y mantuvo su puño derecho junto a su ca-dera derecha. Matsumura se levantó de la roca donde estaba sentado mirando de frente a su oponente en posición natural (“shizen tai”) con la parte inferior del rostro sobre su hombro izquierdo.

Confundido por la postura que había asumido su oponente, el artesano se preguntaba si el hombre había perdido el sentido. Era una posición que pa-recía no ofrecer posibilidad de defensa, y el artesano se preparó a atacar. Jus-to en ese momento, Matsumura abrió grandes sus ojos y miró profundamente los ojos del otro. Repelido por una fuerza que sintió como un rayo de luz, el artesano cayó hacia atrás. Matsumura no había movido ni un músculo, perma-neciendo como antes, aparentemente indefenso.

Gotas de sudor llenaron el rostro del artesano y sus axilas estaban to-talmente mojadas; sintió que su corazón latía anormalmente rápido. Se sentó sobre una roca cercana y Matsumura hizo lo mismo. “¿Qué pasó?” se pregun-taba el artesano. “¿Por qué todo este sudor? ¿Por qué mi corazón late tan rá-pido? ¡Todavía no intercambiamos ni un solo golpe!”

Luego escuchó la voz de Matsumura. “¡Hey! ¡Venga! El sol está salien-do. ¡Prosigamos!

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Los dos hombres se levantaron y Matsumura asumió otra vez la misma posición. El artesano, por su parte, estaba dicidido esta vez a completar el ataque, y avanzó hacia su oponente –de doce a diez yardas, de diez a ocho... seis... cuatro. Y luego se paró, incapaz de seguir, inmovilizado por la fuerza intangible que provenía de los ojos de Matsumura. Sus propios ojos perdían brillo y él se extasiaba por el brillo de los ojos de Matsumura. Al mismo tiempo era incapaz de desviar la mirada de la de su oponente; en su interior sabía que si lo hacía algo terrible podía pasar.

¿Cómo podía hacer para desembarazarse de esta situación difícil? Re-pentinamente, tuvo voz como para exclamar un grito, un kiai, que sonó como “¡yach!” resonando a través del cementerio y repercutiendo en los montes cir-cundantes. Pero Matsumura se mantenía inmóvil. En ese momento el artesano cayó otra vez hacia atrás y se desmayó.

El maestro Matsumura sonrió, “¿Qué pasa?” le dijo. “¿Por qué no ata-ca? ¡Usted no puede combatir solo gritando!”

“No entiendo” contestó el artesano. “Yo nunca había perdido una pelea. Y ahora...” Después de un momento de silencio él levantó su cara y gritó tran-quilamente a Matsumura “¡Sí, adelante!” El resultado del combate ya está de-cidido, ya lo sé, pero terminémoslo. Si no lo hacemos habré perdido mi imagen y mejor estaría muerto. Le advierto que atacaré en “sutemi” (significando que quería pelear hasta el final).

“¡Bien!” Exclamó Matsumura. “¡Adelante!” “Luego perdóneme si quiere” dijo el artesano, lanzando su ataque, pero

justo en ese momento salió de la garganta de Matsumura un gran grito que sonó al artesano como un trueno. Así como el brillo de los ojos de Matsumura. El artesano encontró que no podía moverse; hizo el último intento para atacar para caer finalmente al piso en una derrota total. A unos pocos pies, la cabeza de Matsumura había girado hacia el sol naciente: él parecía ante el caído arte-sano como uno de los antiguos reyes religiosos que mataban demonios y dra-gones.

“¡Renuncio!” gritaba el pobre artesano. “¡Renuncio!” “¡Que dice!” gritó Matsumura. “¡Esa no es forma de hablar a un experto!” “¡Fui un tonto en desafiarlo!” dijo el artesano levantándose. “El resultado

era obvio desde el comienzo. Me siento completamente avergonzado. No hay comparación entre mi destreza y la suya”.

“No diga eso” contestó gentilmente Matsumura. “Su espíritu de lucha es excelente y sospecho que tiene mucha habilidad. Si hubiesemos peleado en este momento yo bien podría haber perdido”.

“Usted me adula” dijo el artesano. “El hecho es que me sentí completa-mente perdido cuando lo miré. Estaba tan asustado por sus ojos que perdí to-do el espíritu de lucha que podía tener”.

La voz de Matsumura se hizo suave. “Cuando fui ayer a su negocio es-taba muy infeliz porque había sido reprendido por el jefe del clan. Cuando us-ted me desafió, tambien estaba molesto por eso, pero una vez que decidimos el combate todas mis molestias desaparecieron repentinamente. Vi que me había obsesionado con problemas de relativamente menor importancia –con refinamientos de técnicas, con saber enseñar, con adular al jefe del clan. Es-taba preocupado en mantener mi posición”.

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“Hoy soy el hombre sabio que era antes. Yo soy un ser humano y un ser humano es una criatura vulnerable, que no tiene posibilidad de ser perfecta. Después de la muerte, él retorna a los elementos –a la tierra, al agua, al fuego, al viento, al aire. La materia se elimina. Todo es vanidad. Nosotros somos co-mo hojas de hierbas o árboles del bosque, creaciones del universo, del espíritu del universo, y el espíritu del universo no vive ni muere. La vanidad es el único obstáculo de la vida”.

Luego hizo silencio. El artesano también hizo silencio, ponderando la invalorable lección que había recibido. Cuando años más tarde hablaba de este incidente con sus amigos, nunca dejó de describir a su anterior oponente en los términos más brillantes, como un hombre de verdadera grandeza.

Respecto a Matsumura, fue nuevamente designado como instructor per-sonal de karate del jefe del clan.

Historia no escrita

Debido a que prácticamente no hay material escrito sobre los comienzos del karate, no conocemos quién lo inventó y desarrolló ni tampoco donde se originó y como se extendió. Su historia más antigua se puede inferir sólo por leyendas que se transmitieron de boca en boca, y ellas, como muchas leyen-das, tienden a ser imaginativas y posiblemente inexactas.

En mi infancia, durante los primeros años Meiji, como mencioné antes, el karate fue prohibido por el gobierno. No podía practicarse legalmente y por supuesto no había Dojo de karate. No había ningún instructor profesional. Los hombres que se sabía que eran adeptos aceptaban pocos alumnos en secreto, pero su subsistencia dependía de trabajos no relacionados con el karate. Y aquellos que tenían la suerte de ser aceptados como alumnos se debía a su interés por el arte. Al principio, por ejemplo, yo fui el único alumno del Maestro Azato y uno de los pocos que estudió con el Maestro Itosu.

No habiendo instructores profesionales fue puesto poco énfasis en des-cripciones escritas de técnicas y formas, una carencia que para un hombre como yo, cuya misión en la vida ha sido la propagación del Karate-dõ, se ha sentido muy profundamente. Aunque obviamente lo que recuerdo haber oído de mis maestros acerca de las leyendas que sobrevivieron en Okinawa. Ay, sé que mi memoria no es siempre confiable y estoy seguro de que haré mi parte de errores. Sin embargo, haré lo posible para decir aquí lo poco que aprendí acerca del origen y desarrollo del karate en Okinawa.

Se dice que Napoleón observó que en alguna parte del Lejano Este había un pequeño reino donde la gente no poseía una sola arma. Hay un poco de dudas de si se refería a las Islas Ryukyu, lo que es ahora la prefectura de Okinawa y sonde debe haberse originado el karate, desarrollado y hecho po-

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pular entre la gente de la isla por esta razón: ellos tenían prohibido por ley por-tar armas.

Había, en efecto, dos decretos prohibiendo esto: uno promulgado alre-dedor de cinco siglos atrás, el segundo promulgado alrededor de 200 años más tarde. Antes de la promulgación del primer decreto, las Ryukyus estaban divididas en tres pequeños reinos guerreros: Chuzan, Nazan y Hokuzan. El monarca de Chuzan, Shõ Hashi, una vez logró unificar los tres pequeños rein-os y emitió un mando prohibiendo a todos los habitantes de las Ryukyus la po-sesión de armas, aún viejas y oxidadas espadas. También invitó a los letrados famosos y hombres de estado de los tres reinos a la ciudad capital de Shuri, donde estableció un gobierno central que duró los dos siglos siguientes.

En el año 1609, sin embargo, el rey dominante de la dinastía estuvo obligado a equiparse de armas para repeler una invasión a las islas lanzada por Shimazu, el “daimyo” de Satsuma (actualmente Prefectura de Kagoshima). Los recientemente armados guerreros de las Ryukyu pelearon con gran bravu-ra y valor contra los soldados del clan Satsuma, conocidos y temidos en toda la región por su capacidad de pelea, pero después del éxito de los Ryukyuan en algunas batallas, la sorpresa del desembarco de fuerzas de Shimazu selló el destino de los isleños y el de su monarca, que fue obligado a rendirse.

Como Shimazu reimplantó el edicto de prohibición de armas, muchos Ryukyuans (la mayoría de ellos miembros de clase “shizoku”) comenzaron a practicar secretamente una forma de autodefensa donde las manos y piernas eran las únicas armas. Cómo fue realmente esto solo puede ser conjeturado. Sin embargo es conocido que por muchos siglos Okinawa estuvo empeñada en comerciar con la gente de la Provincia de Fukien, al sur de China, y es pro-bable que de esta forma el “kempo” chino (boxeo) fuese introducido en las is-las.

Fue a través del kempo que el karate actual se desarrolló. Primero fue conocido como “Okinawate”, y recuerdo que cuando era un chico escuchaba a mis mayores hablar de ambos, “Okinawate” y “Karate” (el “Kara” en este caso refiriéndose a China). Luego comencé a pensar en el Okinawate como un arte de pelea nativo de Okinawa y en el karate como una forma china de boxeo. En cada caso, percibía una clara distinción entre los dos.

Durante los años de prohibición de armas, se enviaban inspectores a las islas desde Satsuma, para asegurar que la prohibición fuese observada estrictamente, así que es sorprendente cómo el karate (que capacitaba a un hombre a matar sin armas) pudo ser practicado y perfeccionado en la clandes-tinidad. Como dije antes, este aspecto clandestino del karate persistió a través de los primeros años de Meiji, en parte porque el antiguo decreto se mantenía en la mente de la gente.

Es una observación personal que las danzas folklóricas okinawenses usaban una serie de movimientos similares a los utilizados en karate, y la ra-zón, yo creo, es que los adeptos que practicaban el arte marcial en secreto, incorporaron estos movimientos en las danzas a efecto de confundir más a las autoridades. Ciertamente, cualquiera que observe cuidadosamente las danzas folklóricas okinawenses (y ellas tienen todavía bastante popularidad en las grandes ciudades) notará que difieren marcadamente de las danzas más gráci-les de otras islas japonesas. Los bailarines okinawenses, hombres y mujeres, usan sus manos y piernas mucho más enérgicamente, y su entrada en la zona

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de danza, así como su salida, son también reminiscencias del comienzo y final de cualquier kata de karate.

Ciertamente, la esencia del arte ha sido resumida en las palabras: “Ka-rate comienza y termina con cortesía”. Así también en la misma Okinawa, la gente por muchos, muchos siglos consideró a su país como un lugar donde eran estrictamente observadas todas las formas de etiqueta.

La famosa puerta en el frente del Castillo Shuri era llamada “Shurei no Mon”: “la Puerta de la Cortesía”. Antes de que el gobierno Meiji llegara al po-der y Okinawa se convirtiese en una prefectura, la “Shuri no Mon”, así como el castillo por el cual se accedía, fueron designados como tesoro nacional. Ay, la “Shuri no Mon” no existe más: fue totalmente destruída durante la batalla de Okinawa al final de la Segunda Guerra Mundial. Que irónico es esto. Las ba-ses militares americanas ocupan ahora el terreno adyacente de donde una vez estaba la puerta y simbolizaba paz! (Después de que esto fue escrito la “Shu-rei no Mon” fue reconstruida en su forma original).

De manos chinas a manos vacías

El idioma japonés no es uno de los más fáciles de aprender, no siempre

es tan explícito como debería ser: distintos caracteres pueden tener exacta-mente la misma pronunciación y un único carácter puede tener distintas pro-nunciaciones de acuerdo al uso que se le dé. La expresión “karate” es un ex-celente ejemplo. “Te” es suficientemente fácil, significa “mano (s)”. Pero hay dos caracteres bastante diferentes que se pronuncian “kara”, uno significa “va-cío” y el otro es el carácter chino referido a la dinastía Tang y puede traducirse “chino”.

Así, nuestro arte marcial puede ser escrito con los caracteres que signi-fican “manos (s) vacía (s)” o con aquellos que significan “mano (s) china (s)”? Aquí nuevamente estamos en las tinieblas de las conjeturas, pero estoy casi seguro en decir que antes de que viniese desde Okinawa a Tokio, en los co-mienzos de 1920, era costumbre usar los caracteres de “chinas” más que de “vacías” para escribir karate, lo que no significa que el uso de “chinas” para “kara” fuese necesariamente correcto.

Ciertamente, en Okinawa usamos la palabra karate, pero más a menudo llamamos al arte simplemente “te” o “bushi no te”, “mano (s) de guerrero”. Así, deberíamos hablar de alguien como que estudió “te” o que tuvo experiencia en “bushi no te”. Con respecto a cuando “te” comenzó a usarse primero en karate en Okinawa, puedo conjeturar algo, ya que no hay material escrito que pudiera dar la más ligera sugerencia, menos aún decirnos si el carácter usado fue el de “chinas” o el de “vacías”, pero esto, como dije, son solo conjeturas.

Actualmente, las dos clases de “te” dichas y practicadas en Okinawa, deberían llamarse más correctamente “Shurite” y “Nawate” según las dos es-cuelas distintas de karate en la isla. Pero los caracteres de “mano (s) china (s)”

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parecen ser los más populares y quizás como resultado, la gente cree que ka-rate es realmente una forma del arte de boxeo chino. Aún actualmente hay gente que mantiene esa opinión, pro de hecho el karate es practicado en una forma totalmente distinta que el antiguo arte chino de boxeo.

Fue por esta razón que no estaba de acuerdo en que “mano (s) china” (s)” fuese el término correcto para describir el karate okinawense como se había desarrollado a través de los siglos. Por lo tanto, unos pocos años des-pués de llegar a Tokio, tuve la oportunidad de expresar mi desacuerdo con esa forma tradicional de escritura. Fue cuando la Universidad de Keio formó un grupo de investigación de karate que fue posible sugerir que el arte debía ser renominado “Dai Nipón Kempo Karate-dõ” (“Gran Puño Japonés-Forma de Mé-todo de Manos Vacías”), usando el carácter “vacío” en cambio de “chino”.

Mi sugestión originó violentas críticas en Tokio y en Okinawa, pero yo tenía confianza en el cambio y tuve adherentes a través de los años. Desde entonces, ha ganado de hecho tan amplia aceptación, que la palabra karate nos parecería extraña ahora si fuese escrita con el carácter chino “kara”.

El “kara” que significa “vacío” es definitivamente el más apropiado. Por una parte simboliza el hecho obvio de que este arte de defensa propia no usa armas, solo pies desnudos y manos vacías. Además, los estudiantes de Kara-te-dõ aspiran no solo al perfeccionamiento de su propio arte sino también al vaciamiento de su corazón y de su mente de los deseos y vanidades munda-nas. Leyendo las escrituras budistas podemos encontrar algunas palabras co-mo “Shiki-soku-ze-ku” y “Ku-soku-zeshiki” que significan literalmente “el cuerpo está vacío” y “todo es vanidad”. El carácter “ku” que aparece en las dos amoni-ciones y puede también pronunciarse “kara”, significan lo mismo.

Así, aunque las artes marciales son muchas e incluyen diversas formas como judo, esgrima, arquería, pelea con lanza y pelea con palos, el objetivo final de todas ellas es el mismo que el karate. Creyendo como los budistas en la vacuidad, el vacío, que reside en el interior de toda materia y ciertamente de toda creación, yo persistí firmemente en el uso de ese carácter particular para nombrar al arte marcial por el cual he dado mi vida. Por cierto tengo mucho más que decir en el uso de “kara” significando “vacío”, pero como el espacio es limitado y estos problemas filosóficos tienen poca cabida aquí, evitaré tocar más profundamente el tema. Esto está tratado con mayor detalle en otro de mis libros, Karate-dõ Kiõhan: El Libro Maestro.

Una vez que finalicé lo que estaba destinado a tener éxito, el cambio de manos “chinas” a manos “vacías” me dediqué a otros asuntos de revisión y simplificación. Esperando ver al karate incluido en la educación física enseña-da en nuestras escuelas públicas, me puse a revisar los katas para hacerlos tan simples como fuese posible. Los tiempos cambian, el mundo cambia y ob-viamente las artes marciales deben también cambiar. El karate que los estu-diantes de las escuelas superiores practican actualmente no es el mismo kara-te que se practicaba tan solo hace diez años, y hay una gran diferencia con el karate que yo aprendí en Okinawa cuando era chico.

Aunque no hay ni nunca hubo reglas rígidas y firmes respecto a los dis-tintos katas es muy raro encontrar que ellos cambien no sólo con el tiempo sino de instructor a instructor. Lo más importante es que el karate, como una forma de deporte usada en educación física, pueda ser lo suficientemente sim-

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ple de ser practicado sin dificultades por todos, jóvenes y viejos, chicos y chi-cas, hombres y mujeres.

Otra reforma en que yo dediqué mi atención fue en la nomenclatura. Ni bien llegué a Tokio en 1922, la firma Bukyosha publicó un libro que yo había escrito llamado Ryúkyú Kempo: Karate. En ese tiempo, la palabra aún se es-cribía como “manos chinas” y todos los nombres de katas que describo en mi libro son de origen okinawense: Pinan, Naikanchi, Chinto, Bassai, Seíshan, Jitte, Jion, Sanchín y otras. Estos son los nombres que aprendí hace mucho de mis maestros.

Nadie tiene idea de cómo ellas se originaron y la gente las encuentra di-fíciles de aprender. Después de haber transformado “manos chinas” por “ma-nos vacías” comencé a dar a los katas nombres más fáciles para la gente ja-ponesa y ahora son familiares en todo el mundo: Ten no Kata, Chi no Kata, Hito no Kata, Empi, Gankaku, Hangetsu, Meikyo, Hakkõ, Kiun, Shõtõ, Shõin, Hotaku, Shõkyõ, etc. Me apresuro a asegurarle al lector que los nombres que yo elegí no son constantes ni eternos. No tengo duda alguna que en el futuro, como el tiempo cambia una y otra vez, a los katas les serán dados nuevos nombres, y eso es ciertamente lo que pasará.

El karate-dõ es uno

Un serio problema que presenta, en mi opinión, actualmente el Karate-dõ, es la existencia de escuelas divergentes. Yo creo que esto puede tener efectos perjudiciales para el futuro desarrollo del arte.

En Okinawa había hace tiempo, como ya conocemos, dos escuelas, Nawate y Shurite, y estas estaban relacionadas con dos escuelas de boxeo chino llamadas Wutang y Shorinji Kempo, que florecieron durante las dinastías Yuan, Ming y Chin. El fundador de la escuela Wutang se atribuye a un cierto Chang Sanfeng, mientras que el fundador de la escuela Shorinji se dice que ha sido el mismo Daruma (Bodhidharma), el fundador del Budismo Zen. Ambas escuelas, de acuerdo a las referencias, eran muy populares, y sus adherentes daban frecuentes demostraciones públicas.

La leyenda dice que la escuela Wutang recibió su nombre de la monta-ña china donde primero comenzaron a practicar, mientras que Shorinji es la pronunciación japonesa del Templo de Shaolín de la Provincia de Hunan, don-de Daruma predicó la vía del Buda. De acuerdo con una versión de la historia, sus seguidores eran físicamente sin igual por el rigor del entrenamiento que él exigía, y después de que muchos caían exhaustos, él les ordenaba comenzar a la mañana siguiente e entrenar sus cuerpos, así sus mentes y corazones podrían llegar a aceptar y seguir la vía del Buda. Su método de entrenamiento era una forma de boxeo que comenzó a conocerse como Shorinji Kempo. Aun-que muchas de las leyendas las aceptamos como hechos históricos, pienso

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que hay un poco de duda de que el boxeo chino haya realmente cruzado el mar hasta Okinawa, donde se combinó con el estilo indígena okinawense de pelea con puño para formar la base de lo que ahora conocemos como karate.

Se dice que inicialmente las dos escuelas chinas de boxeo se unieron con las dos escuelas okinawenses, Shõrin-ryú y Shõrei-ryú, pero cuán precisa interrelación existío entre ellas está, por supuesto, en la niebla del tiempo. Lo mismo ocurre respecto a las escuelas Shurite y Nawate.

Lo que conocemos es que las técnicas de la escuela Shõrei eran más convenientes para una persona robusta, mientras que las técnicas de Shõrin eran convenientes para gente con constitución más pequeña y menor fuerza. Ambas escuelas tenían sus ventajas y desventajas. La Shõrei, por ejemplo, enseñaba una forma más efectiva de defensa propia pero le faltaba la movili-dad de la Shõrin. Las técnicas actuales de karate han adoptado las mejores cualidades de ambas escuelas.

Nuevamente digo que esto es como debería ser. No hay lugar en el Ka-rate-dõ contemporáneo para distintas escuelas. Sé que algunos instructores pretenden haber inventado un kata nuevo y extraordinario y se arrogan a sí mismos el derecho de ser llamados fundadores de “escuelas”. Ciertamente yo he escuchado referirse a mis colegas y a mí mismo como la escuela Shõtõ-kan, pero yo objeto enérgicamente este intento de clasificación. Creo que to-das estas “escuelas” deberían amalgamarse en una, así el Karate-dõ podrá proseguir un ordenamiento y progreso útil para el hombre futuro.

El karate de mi mujer

He mencionado antes que mi familia provenía de la clase “shizoku”. Mi abuelo paterno, Gifuku, fue un excelente estudioso confuciano y como la ma-yoría de los estudiosos, tenía pocos problemas con el dinero –o sea, tenía muy poco dinero como para preocuparse. El tenía, sin embargo, un alto favoritismo por parte del “hanshu” (jefe del clan) y le fue dado el deber y el honor de ins-truir a las hijas del viudo “hanshu” en la ética confuciana. Estas lecciones pri-vadas se daban en el Kuntoku Daikun Goten, un palacio donde vivían las se-ñoritas y donde había también un altar dedicado a los antepasados del “hanshu”. Estaba prohibida, por supuesto, la entrada de hombres al palacio de las señoritas, pero fue hecha una excepción con Gifuku.

Al hacerse demasiado viejo como para continuar enseñando, renunció a su puesto y fue recompensado por el “hanshu” con una casa en Teira-machi, cerca del palacio; en el tiempo de la Restauración Meiji también se le dio una considerable suma de dinero. Lamentablemente, después de la muerte de mi abuelo, la propiedad y el dinero que legó mi padre fue lentamente pero total-mente disipado.

Para mi desgracia, mi padre era grande y generoso. Era experto en pe-lear con palos (“bõjitsu”) y un consumado cantor y bailarín, pero tenía un des-afortunado defecto. Era un gran bebedor, y ésta, sospecho, fue la causa de

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que el legado de Gifuku gradualmente se alejó de las manos de mi familia. La casa donde vivíamos, aún cuando yo era chico, fue siempre alquilada.

Debido a nuestra relativa pobreza, yo no me casé hasta que fui mayor de veinte años, una edad un poco avanzada para casarse en esa época en Okinawa. Mi salario como maestro de escuela primaria era la fastuosa suma de tres yen por mes, y con esa cantidad yo tenía que mantener no sólo a mi mujer y a mí mismo sino también a mis padres y abuelos; no estaba permitido a los maestros de escuela tener otro tipo de trabajo extra. Además yo estaba trabajando muy duramente en karate, que aunque yo lo quería mucho, no me aportaba ni un solo sen.

Así estábamos, una familia de diez, subsistiendo con un ingreso de 3 yen al mes. El hecho de que fuésemos capaces de hacerlo se debió totalmente a la diligencia de mi mujer. Avanzada la noche, por ejemplo, ella se consiguió un trabajo tejiendo una vestimenta típica llamada “kasuri” por la que le paga-ban seis sen cada una. Luego se levantaba al alba y caminaba cerca de una milla hasta un pequeño terreno donde cultivaba los vegetales para la familia. A veces quería acompañarla, pero en esa época era considerado impropio para un maestro ser visto trabajando en el campo al lado de su mujer. Así, no iba muy seguido con ella y cuando lo hacía me ponía un sombrero ancho y grande para evitar ser reconocido.

Yo estaba asombrado de cuándo ella encontraba tiempo para dormir, pero nunca escuché una palabra de queja. Nunca sugirió que aprovechase más mi tiempo en lugar de practicar karate en cada minuto que tenía. Por el contrario, me estimulaba para que continuase y ella misma tenía interés en él, viendo frecuentemente mis prácticas. Y cuando se sentía particularmente can-sada, ella no hacía como supongo la mayoría de las mujeres deben hacer, descansar y decirle a uno de los hijos que le masajeara sus hombros y brazos. ¡Oh no, no mi mujer! Lo que ella hacía para aliviar su exhausto cuerpo era salir y practicar katas de karate, y debido a esta conducta ella se hizo tan diestra que sus movimientos eran como los de un experto.

En los días en que yo no practicaba ante los agudos ojos de Azato o Itosu, lo hacía sólo en nuestro patio. Varios jóvenes del vecindario, que me habían estado observando, se acercaron a mí un día y me preguntaron si les podía enseñar karate, lo que por supuesto me complació mucho. A veces me retrasaba en la escuela y en aquellas ocasiones cuando retornaba a mi casa encontraba a los jóvenes practicando por su cuenta, con mi esposa entusias-mándolos y corrigiéndolos cuando hacían algo equivocado. Simplemente por mirarme practicar y por practicar ella misma ocasionalmente, logró alcanzar un total entendimiento del arte.

Por nuestra casa pagábamos una renta mensual de 25 sen, que era una suma bastante grande en aquellos días. Nuestros vecinos eran en su mayoría pequeños comerciantes y hombres “jinriksha” (N.deT.:carro de pasajeros tirado por un hombre), algunos vendían chinelas para la casa, artículos como peines y otros habas preparadas que las llamábamos “tofu”. En algunos casos nues-tros vecinos se volvían pendencieros después de que habían bebido.

En esos casos generalmente mi mujer intercedía y hacía las paces. Ella frecuentemente tenía éxito aún cuando en el vecindario se hubiese llegado a una pelea, que no era fácil ni para un hombre. Por supuesto ella no usaba la violencia en su rol de mediadora, utilizaba su poder de persuasión. Así, mi mu-

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jer, admirada en su hogar por la diligencia y economía, era conocida en el ve-cindario como adepta al karate y hábil mediadora.

Final del secreto

Sucedió en el primer o segundo año de este siglo, según recuerdo, que nuestra escuela fue visitada por Shintarõ Ogawa, que era el comisionado de escuelas de la Prefectura de Kagoshima. Entre las varias exhibiciones que se habían preparado para él hubo una demostración de karate. Él pareció muy impresionado por esto, pero solo más tarde me enteré que cuando retornó a Okinawa dio un detallado informe al Ministerio de Educación, alabando las vir-tudes del arte. Como resultado del informe de Ogawa el karate formó parte del programa de la Escuela Media de la Prefectura de Daiichi y de la Escuela Normal de Hombres. El arte marcial que yo había estudiado en secreto cuando era muy pobre emergió de su encierro y además se ganó la aprobación del Ministerio de Educación. No sé como expresar mi profunda gratitud por Oga-wa, pero determiné consagrarme todo el tiempo y esforzarme todo lo posible en la popularización del arte.

Una vez que se tomó la decisión de incluir karate en los programas de escuela se comenzó a recurrir a toda clase de gente. No solo la escuela media sino también la escuela primaria adoptó el sutil arte de defensa propia como parte de sus cursos de educación física y mucha gente vino a mí para buscar consejos y ofrecerme ser instructor. Después de asegurarme el permiso de Azato e Itosu, resolví tener estudiantes y aún puedo recordar la alegría que sentí cuando tuve mi primer clase de karate.

Algunos años después, el Almirante Rokurõ Yashiro (quién fue después comandante) llegó con su buque de entrenamiento a un puerto cercano y un día vino a ver la ejecución de los kata de karate realizada por mis alumnos de escuela primaria. Quedó tan impresionado que luego ordenó a sus oficiales y hombres bajo su mando que vean nuestras demostraciones y que luego aprendan el arte. Esta fue, creo, la primera vez que hombres de la marina pre-senciaron una práctica de karate.

Luego, en 1912, la Primer Flota de la Armada Imperial, bajo las órdenes del Almirante Dewa, ancló en Chújo Bay y una docena de hombres de la tripu-lación permaneció durante una semana en el albergue de la Escuela Media de la Prefectura de Daiichi para observar y practicar karate. Así, gracias al entu-siasmo del Capitán Yashiro y del Almirante Dewa, el karate comenzó a ser co-nocido en Tokio, ya que muy poco se conocía de él hasta ese momento. Según recuerdo transcurrieron otros diez años para que los hombres de karate fueran desde Okinawa a Tokio para introducir y enseñar el arte.

En 1921, el Príncipe de la Corona (ahora emperador) se detuvo en Oki-nawa durante un viaje a Europa. El Capitán Norikazu Kanna, que estaba al mando del destroyer donde el príncipe viajaba, había nacido en Okinawa, y creo que fue él quién hizo la sugerencia al Príncipe de observar una demostra-

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ción de karate. Esta fue preparada y se me confirió el honor de que esté a mi cargo, realizándose en el Gran Hall del Castillo Shuri. Ya pasaron muchos años de este día, pero aún recuerdo vívidamente lo emocionado que estaba. Posteriormente me contaron que el Príncipe dijo que se había impresionado con tres cosas en Okinawa: los hermosos paisajes, el Dragón Drain de la Fuente Mágica del Castillo Shuri y el karate.

Fue un poco antes de la visita del Príncipe a Okinawa que renuncié a mi trabajo como maestro de escuela. Aunque parezca extraño, un ascenso causó mi renuncia, debido a que mis superiores me ordenaron ir a una isla lejana del archipiélago, conde tenía que ser el principal de la escuela primaria. Mi madre era anciana y estaba postrada en la cama, y yo, su único hijo, no quería dejar-la, así que no tuve más alternativa que presentar mi renuncia. Casi tres déca-das de mi vida como maestro de escuela finalizaron, pero estoy contento por-que nunca dejé mis conexiones con el sistema escolar de Okinawa. Después de consultarlo con Shoko Makaina, el Jefe de la Biblioteca de la Prefectura de Okinawa, y Bakumonto Sueyoshi, el gerente editor del Okinawa Times, organi-cé la Sociedad de Protección de Estudiantes de Okinawa y luego fui su direc-tor. Al mismo tiempo establecí otro grupo con la ayuda de mis colegas, la Aso-ciación de Okinawa para el Espíritu de las Artes Marciales, para lograr la unificación del Karate-dõ.

Entrenamiento de por vida Contra un tifón

Quizás sería más modesto dejar que otra persona describa mis hazañas de la juventud que hacerlo uno mismo. Pero decidido a olvidarme de mi pudor, quiero citar aquí las palabras de Yukio Togawa, no responsabilizándome de ellas más allá de asegurar a mis lectores que el incidente que describo es ver-dadero. El lector podrá ver rasgos de locura, pero yo no me arrepiento.

“El cielo” escribía el Sr. Togawa, “estaba negro y había un fuerte viento que devastaba todo lo que se ponía a su paso. Enormes ramas eran arranca-das fácilmente de grandes árboles y polvo y tierra volaba por el aire pegando en la cara de la gente”.

“Okinawa es conocida como la isla de los tifones, y la violencia de estas tormentas tropicales no se puede describir. Para evitar la acción del viento que desbastaba regularmente la isla cada año durante la estación de tormentas, las casas de Okinawa eran bajas y se construían tan firmes como era posible; con fuertes paredes de piedra y tejas en los techos aseguradas con cemento. Pero los vientos son tan fuertes (a veces llegan a velocidades de cien millas por hora) que a pesar de todas las precauciones las casas se resquebrajan y tiemblan”.

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“Durante un tifón particular, toda la gente de Shuri se metió en su casa rogando para que pase el tifón sin producir graves daños. No, estoy equivoca-do cuando digo que toda la gente se metió en su casa, había un hombre joven sobre el techo de su casa en Yamakawa-chõ, que estaba resuelto a combatir el tifón”.

“Cualquiera que hubiera observado esta figura solitaria habría segura-mente concluido que había perdido el sentido. Usando solo un “loincloth” (N.deT.: vestimenta cubriendo la mitad del cuerpo, doblada entre las piernas y atada en la espalda) permanecía sobre las resbaladizas tejas y tenía entre ambas manos, como protegiéndose del viento, un tatami de estera. Debía haberse caído del techo porque su cuerpo cadi desnudo estaba cubierto de barro”.

“El joven parecía tener veinte años o aún menos. Era de baja estatura, apenas mediría más de cinco pies, pero sus brazos eran grandes y sus bíceps abultados. Su cabello estaba cortado como el de un luchador de sumõ, con un rodete con una pequeña horquilla de plata, indicando que pertenecía a los “shizoku”.

“Pero todo esto es de poca importancia. Lo importante era la expresión de su cara, grandes ojos brillando con una extraña luz, amplia frente y piel rojo cobriza. Apretando fuertemente sus dientes mientras el viento lo golpeaba vio-lentamente, daba una sensación de tremendo poder. Parecía uno de los guar-dianes de los reyes Deva”.

“En ese momento el joven asumió una postura profunda, manteniendo la estera de paja en alto contra el fuerte viento. La posición que tomó era impre-sionante, como montando un caballo. Por cierto, cualquiera que conozca kara-te se habrá dado cuanta rápidamente que el joven había tomado la posición de jinete, la más estable de todas las posiciones de karate, y él utilizaba el fuerte tifón para refinar su técnica y para tener más fuerza tanto en el cuerpo como en la mente. El viento golpeaba la estera y el joven con un máximo esfuerzo, permaneció en su posición y no renunció”.

Encuentro con una víbora

En Okinawa hay víboras muy venenosas llamadas “habu”. Felizmente su mordedura no es actualmente tan peligrosa como era en mi juventud, donde si una persona era picada en la mano o el pie, la única forma de salvar su vida era una unmediata amputación. Ahora ha sido desarrollado un suero efectivo, pero debe ser inyectado tan pronto como sea posible después de la picadura. Nuestra “habu” okinawense, que crece hasta seis o siete pies, es un animal que es mejor evitar.

Volviendo a los viejo tiempos, antes del desarrollo del suero, fui una no-che a la casa del Maestro Azato para una practica de karate. Esto ocurrió unos años después de mi casamiento y le dije a mi hijo mayor, que aún estaba en la escuela primaria, que me acompañase y llevase la pequeña linterna que nos alumbraba en la noche isleña.

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Mientras caminábamos a través de Sakashita, entre Naha y Shuri, pa-samos por un viejo templo dedicado a la antigua y muy venerada Diosa de la Misericordia, llamada Kannon en japonés moderno. Justo después de pasar por el templo descubrí en el medio del camino un objeto que al principio pensé que era un caballo caído, pero a medida que nos acercábamos observé que lo que había visto estaba vivo y no solo vivo sino replegado para atacar, con evi-dente cólera hacia los intrusos.

Cuando mi joven hijo vio esos dos penetrantes ojos brillando en la no-che y luego, por la luz de la linterna, esa delgada lengua roja lanzada hacia fuera, dio un grito de terror y se me acercó agarrándome de los muslos. Rápi-damente lo puse detrás de mí y le saqué la linterna, comenzando a oscilarla lentamente de derecha a izquierda, cuidando de mantener mis ojos fijos en los de la víbora. No puedo decir cuanto tiempo pasó, pero finalmente la serpiente, aún mirándome, se deslizó en la oscuridad hacia un campo de papas. En ese momento pude ver lo larga y gruesa que era la “habu”.

Yo ya había visto antes una “habu’ pero nunca hasta esa noche una preparada a atacar. Conociendo, como todo okinawense, sus malos hábitos, dudaba mucho que se fuese tan sumisamente sin intentar atacar, así que a pesar de lo muy asustado que estaba, puse la linterna delante mío y me arras-tré por el campo en búsqueda de la serpiente.

Pronto vi aquellos dos ojos brillantes reflejados por la luz de linterna e hice lo que la “habu” estaba esperando de mí. Ella había tendido una trampa y ahora estaba esperándome para abalanzarse. Afortunadamente, viéndome a mí y viendo el balanceo de la linterna, la serpiente abandonó su ataque y por suerte desapareció en la oscuridad del campo.

Me pareció que había aprendido una importante lección de esa víbora. Cuando continuamos nuestro camino hacia la casa de Asato, le dije a mi hijo: “Todos nosotros conocemos acerca de la persistencia de la “habu”. Pero esta vez no fue ese el peligro. La “habu” que encontramos se comportó en forma parecida a las tácticas de karate, y cuando se internó en el campo no estaba escapando de nosotros. Se estaba preparando para un ataque. Esta “habu” entendía muy bien el espíritu del karate”.

Ganar perdiendo

Me gustaría contarles dos incidentes que pienso pueden ayudar a los lectores a entender la esencia del Karate-dõ. Ambos ocurrieron muchos años atrás en el campo okinawense, y ambos ilustran como un hombre puede ganar perdiendo.

El primero tuvo lugar en el camino sudoeste del Castillo de Shuri, siendo el primer gobernador de la villa Ochaya Goten. Había en la villa una casa de té edificada según el viejo estilo de Nara, con una imponente vista sobre el Pací-fico. El gobernador, después de días de duro trabajo, solía ir allí con su mujer e hijo a descansar.

La distancia hasta Shuri era de un poco menos que una milla y el cami-no era de piedra con altos y majestuosos pinos a ambos lados.

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Después de que la villa fue abierta al público a partir de la propiedad privada del gobernador, fui una noche con el Maestro Itosu y media docena de karatecas a una reunión bajo la luna. Nuestro grupo congeniaba y habíamos perdido la noción del tiempo hablando de karate y recitando poesías.

Finalmente decidimos que era tiempo de volver a casa y comenzamos a caminar a través del sendero entre los árboles. La luna estaba cubierta por una densa niebla y los jóvenes llevaban linternas para alumbrar el camino del maestro. Repentinamente, el hombre que había estado liderando la reunión exclamó que apagásemos las linternas. Nosotros lo hicimos pensando que po-díamos ser atacados. El número de nuestros agresores parecía ser el mismo que el nuestro, así que desde ese punto de vista estábamos iguales, pero aunque nuestros agresores supieran karate, estaban destinados a una ignomi-niosa derrota. Estaba tan oscuro que no podíamos ver ninguna cara.

Yo me dirigí hacia Itosu para que me diese instrucciones, pero todo lo que dijo fue “¡Manténganse de espaldas a la luna! ¡De espaldas a la luna!” Yo quedé bastante sorprendido porque había pensado que nuestro maestro nos iba a permitir poner en práctica nuestro karate y por supuesto todos estábamos más que listos para caer sobre esa banda de rufianes. Pero Itosu nos decía simplemente que nos pusiéramos de espaldas a la luna! Esto parecía no tener sentido.

Después de unos minutos él murmuró en mis oídos, “¿Funakoshi, por-qué no va usted a hablar con ellos? En el fondo no deben ser malos hombres y si les dice que yo soy uno de los integrantes del grupo podría solucionar la diferencia”.

Yo seguí las instrucciones y comencé a caminar hacia la banda. “Uno de ellos viene hacia acá” escuché que alguien decía. “Uno de ellos viene hacía acá. Preparémonos”. La atmosfera parecía la de los momentos antes de co-menzar una gran batalla.

A medida que me acercaba a ellos pude observar que nuestros posibles asaltantes tenían cubiertas sus caras con pañuelos, así que era imposible identificarlos. De acuerdo a las instrucciones les dije cortésmente que el Maes-tro Itosu era uno de nuestro grupo y que nosotros éramos todos sus todos sus estudiantes. “Quizás” agregué tranquilamente, “esto se trata de un error”.

“¿Itosu? ¿Quién es él?” Gruñó uno de los bandidos. “Nunca escuché de él”.

Otro, viendo lo bajo que era yo, gritó “¡Hey, usted es exactamente un chico! ¿Qué está haciendo, metiendo la nariz en los asuntos de hombres? ¡Váyase de este lugar!” Y luego me agarró del pecho.

Yo bajé mis caderas en una posición de karate. Pero en ese momento escuché la voz de Itosu, “¡No pelee, Funakoshi! Escuche lo que ellos tienen que decir. Hable con ellos”.

“Bien” le dije al hombre, “¿qué tienen contra nosotros? ¡Explíqueme!” Antes de que ninguno tuviese oportunidad de reaccionar, fuimos rodea-

dos por un grupo de hombres que obviamente habían bebido y que ahora can-taban ruidosamente como yendo camino a casa. Cuando se acercaron lo sufi-ciente se dieron cuenta que había una posible pelea y comenzaron a gritar alegremente con la perspectiva de ver una pelea sangrienta. Pero luego uno de ellos reconoció a nuestro líder.

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“¡Usted es el Maestro Itosu!” Gritó. “¿No es cierto? ¡Por supuesto que es! ¿Cuál es el problema?” Luego se volvió a los bandidos que nos querían atacar. “Son ustedes locos” les dijo. “¿No conocen a esta gente? Este es Itosu, el maestro de karate con sus estudiantes. Diez o aún veinte de ustedes no po-drían vencerlos. ¡Mejor que se disculpen y se vayan rápidamente!”

No hubo disculpas pero los bandidos se miraron entre ellos por un mo-mento y luego desaparecieron silenciosamente. Luego Itosu nos dio otra orden que nos pareció misteriosa. En lugar de seguir por el camino que íbamos nos ordenó retroceder y tomar un camino más largo hacia Shuri. Hasta que llega-mos a su casa no dijo una palabra y luego nos hizo prometer no hablar de ello. “Ustedes hicieron un buen trabajo esta noche, muchachos” dijo. “No tengo du-das que ustedes se superaron como karatecas. Pero no digan una palabra a nadie sobre lo que pasó esta noche! A nadie, entendieron?”

Mas tarde supe que los integrantes de la banda fueron tímidamente a la casa de Itosu para disculparse. Sucedió que los hombres que habíamos pen-sado eran criminales o ladrones, eran en realidad “sanka”, o sea los hombres que trabajaban en la villa donde se destila un muy fuerte licor okinawense lla-mado “awamori”. Ellos simplemente estaban buscando pelea, ya que eran po-bladores violentos, orgullosos de su fuerza física, y nos habían elegido esa noche a nosotros pera probar su valentía. Fue después de saber esto que en-tendí que hábil había sido el maestro al ordenarnos retornar a Shuri por distin-to camino, evitando cualquier posible encuentro. En esto, pienso, yace el signi-ficado del karate. Mis mejillas se pusieron calientes y rojas al hacer eso pero para Itosu yo hubiera usado mi destreza y mi fuerza contra hombres no entre-nados.

El segundo incidente, que en cierta forma es de naturaleza semejante, tuvo un final más satisfactorio. Primero, sin embargo, debo decir algo acerca de la familia de mi esposa. Por muchos años ellos habían experimentado con la planta de batata, trantando de obtener una mejor producción. Tuvieron un éxito moderado pero en la Restauración Meiji en 1868 fracasaron varias veces y se trasladaron a una pequeña villa de cultivos llamada Mawashi, a alrededor de dos millas y media de Naha. Mi suegro, un firme adherente al Partido Obs-tinado, se volvió un excéntrico. Cuando el tiempo era bueno cuidaba sus cam-pos, cuando llovía se quedaba en su casa y leía; y eso era todo lo que hacía.

Mi esposa lo quería mucho y un día feriado fue temprano con mi hijo a visitarlo. Al atardecer yo me dirigí hacía la villa porque no me agradaba la idea de que volviesen solos de noche.

El solitario camino a Mawashi atravesaba bosquecillos de frondosos pi-nos y al caer la tarde había poca luz, así que fui sorprendido cuando dos hom-bres repentinamente saltaron desde los árboles impidiendo mi paso. Como los anteriores atacantes, tenían cubiertas sus caras con pañuelos. Era evidente que no buscaban simplemente pelea.

“Bien” gritó uno de ellos en un tono muy insolente, “no se detenga allí como si fuese sordo y mudo. Usted sabe que es lo que queremos. ¡Hable en voz alta! Diga “Buenas noches, señor” y coméntenos que lindo día es. No mal-gaste nuestro tiempo, inútil, o se arrepentirá. ¡Se lo aseguro!” Cuanto más irri-tados estaban ellos más calmo me sentía yo. Pude observar que quien me había hablado, de la forma en que cerraba sus puños no era un karateca, y el otro, que llevaba un pesado palo, era también evidentemente un amateur. “No

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me han confundido” pregunté tranquilamente “¿por otro? Seguramente debe haber un error. Pienso que si hablamos acerca...”

“¡Ah, cállese, pequeño!” Gruñó el hombre con el garrote. “¿Por quien nos tomó?”

Con esto, los dos se acercaron un poco, pero no me sentí intimidado. “Parece” les dije, “que finalmente voy a tener que pelear con ustedes, pero francamente les aconsejo que no insistan. No creo que sea muy bueno para ustedes porque...”.

El segundo de los dos hombres levantó el pesado palo que tenía. “...porque”, proseguí rápidamente “si no estuviese seguro de ganar no

pelearía. Yo sé que estoy destinado a perder. ¿Para que pelear? ¿Tiene esto sentido?”

Después de estas palabras, los dos parecieron calmarse un poco. “Bue-no” dijo uno de ellos, “Usted realmente no quiere pelear. Denos entonces su dinero”.

“No tengo” contesté mostrándoles mis bolsillos vacíos. “¡Entonces algo de tabaco!” “No fumo”. Realmente lo único que tenía era algo de “manju”, torta que llevaba para

ofrecer al altar de la casa de los padres de mi esposa. Le dije al hombre “tome esto”.

“Solo manju” dijo en tono de desprecio. “Bueno, es mejor que nada”. Agarrando las tortas uno de los hombres dijo “Mejor ándate, pequeño, y ten cuidado, este camino es peligroso”. Luego desaparecieron a través de los ár-boles.

Unos pocos días después estaba con Azato e Itosu y les conté sobre el incidente. El primero en elogiarme fue Itosu quien dijo que me había comporta-do en la mejor forma y que consideraba que el tiempo que había utilizado para enseñarme karate había sido bien utilizado.

“Pero” dijo Azato sonriendo, “si no tenía más “manju”, ¿qué le ofreció al altar de sus suegros?”

“Como no tenía más” contesté, “ofrecí una oración con todo mi senti-miento”.

“Ah, bueno, bueno” exclamó Azato. “Bien hecho, ciertamente. Ese es el verdadero espíritu del karate. Ahora está usted comenzando a entender lo que significa”.

Yo trataba de ocultar mi orgullo. Mientras que los dos maestros nunca elogiaron un solo kata que yo ejecuté durante las prácticas, ellos me elogiaban ahora, y mezclado con el orgullo había un permanente estado de alegría.

El peligro del orgullo

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Una noche, cuando recientemente había cumplido los treinta años, es-taba caminando desde Naha a Shuri. El camino era solitario y más aún des-pués del templo Sogenji. A la izquierda se extendía un cementerio y cerca de él había un gran estanque donde en el pasado los guerreros lo usaban para dar agua a sus caballos. Cerca del estanque había un prado con una pequeña plataforma de piedra en el centro; aquí los jóvenes de Okinawa venían a pro-bar sus fuerzas en competencias de lucha de mano.

Esta noche particular, mientras pasaba, varios jóvenes estaban ocupa-dos en ese deporte.

Como había dicho antes, la lucha a mano okinawense es algo diferente de la que se practica en el resto de Japón. Yo estaba muy entusiasmado en el deporte y (debo confesarlo) no estaba bien de ánimo. Me quedé y estuve mi-rando un tiempo.

Repentinamente uno de ellos gritó “¡Hey, usted! ¡Venga y pruebe! A menos que esté atemorizado”.

“¡Cierto!” Gritó otro. “No es justo que esté ahí parado mirando. ¡Eso no es muy cortés!”.

Yo realmente no quería tener problemas, así que contesté “Por favor, discúlpeme, pero debo irme ahora” me quedé en el lugar.

“¡Oh no, eso no!” dijeron, y una pareja de jóvenes corrió hacía mí. “¿Escapando?” se burló uno. “¿No tiene usted modales?” preguntó el otro. Juntos, los dos me agarraron de la camisa y me arrastraron hacia la pla-

taforma de piedra. Estaba sentado allí un hombre viejo que supuse era el árbi-tro, y probablemente el más fuerte luchador de mano del grupo. Sin dudas po-dría haber usado mi habilidad y escapar sin problemas, pero decidí practicar el deporte. Mi primera lucha, con el más débil del grupo, la gané fácilmente. El segundo joven fue también una victoria fácil. Y así con el tercero, cuarto y quinto. Ahora quedaban solo dos hombres, uno de ellos el árbitro, y ambos parecían fuertes oponentes.

“Bueno”, dijo el árbitro con una inclinación hacia el otro, “es su turno ahora. ¿Está usted listo para un match con este desconocido?”.

“No estoy atemorizado” intervine, “ya tuve suficiente; estoy seguro que no ganaré más. Por favor discúlpeme”.

Pero ellos insistían. Mi próximo oponente, con el ceño fruncido, agarró mi mano, así que no tuve más elección que pelear. Esta pelea también la gané e inmediatamente dije “Ahora realmente debo irme. Gracias. Por favor discúl-peme”.

Esta vez mis excusas fueron aparentemente aceptadas. Pero cuando comencé a ir hacia Shuri sentía que el día no iba a terminar sin incidentes. Y estaba en lo cierto, no pasó mucho cuando escuché ruidos detrás de mí.

Afortunadamente cuando salí temprano de Naha llevaba un paraguas porque estaba lloviendo. Ahora que no llovía, usé el paraguas como bastón; también decidí usarlo como medio de defensa, así que lo abrí rápidamente y lo coloqué sobre mi cabeza para dar un golpe de atrás.

Bueno, no quiero hacer una larga historia. Aunque el grupo debía ser de siete u ocho, tuve suerte de evadir todos los golpes que me tiraron, hasta que por último escuché la voz del hombre mayor que decía “¿Quién es este? Pare-ce que sabe karate”.

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El ataque cesó. Los hombres se pararon alrededor mío mirándome fu-riosos, pero no hubo más golpes, no hubo ningún intento de detenerme, así que seguí de nuevo mi camino. Mientras caminaba recitaba uno de mis poe-mas favoritos y al mismo tiempo estaba atento de algún sonido, de algún mo-vimiento furtivo, pero no escuché ninguno.

Al llegar a Shuri estaba lleno de remordimientos. ¿Porqué intervine en esa competencia de lucha a mano? ¿Fue por curiosidad? Pero la respuesta verdadera vino a mi mente: fue una sobreestimación de mi fuerza. Fue, en una palabra, orgullo. Fue una violación del espíritu del Karate-dõ y me sentía aver-gonzado. Aún cuando actualmente cuento la historia, después de muchos años, me siento profundamente avergonzado.

Benevolencia sin compasión

Cerca de la casa de mi abuelo, sobre una gran cuesta, había un denso bosque llamado Bengadake. En él había un templo conocido porque daba buena suerte a aquellos que oraban allí (de los cuales había muchos entre Naha y Shuri). El bosque mismo era visible para los viajeros de paso a Chújo Bay.

Una noche, caminando desde la villa de Nishihara, cuando casi había llegado a la cima del bosque de Bengadake, sorpresivamente vi un hombre corriendo hacía mí. Si no me hacía rápidamente a un lado podríamos haber chocado, y aunque estaba bastante oscuro, observé por los movimientos del hombre que no conocía el arte de defensa propia.

Al arrojarse a un campo de caña de azúcar, los altos tallos lo ocultaron completamente. Como no se escuchaba ningún ruido pensé que había trope-zado golpeándose la cabeza contra una roca y que había perdido el conoci-miento. Sin embargo, aunque lo busqué en el campo tanto como podía debido a la oscuridad, no encontré rastros de él. Extrañado, continué descendiendo hacia una pequeña cabaña donde había un baño público. El hedor era bastan-te desagradable y me hubiese ido rápidamente si no hubiese visto algo flotan-do en la suciedad que parecía un melón de color oscuro. El objeto era, no po-día haber dudas, la cabeza de un hombre, ciertamente la cabeza del hombre que se había tropezado en el bosque. A pesar del hedor, le dí una mano para ayudarlo a salir de esa inmundicia. Sin una palabra de agradecimiento, se pre-cipitó hacia el bosque tan rápido como pudo.

Justo en ese momento, desde la dirección opuesta vino el sonido de un silbido y tres figuras negras encapuchadas aparecieron en la oscuridad. Antes de que pudiese decir una palabra ellos me habían agarrado. “¡Esperen!” Grité, “Ustedes han agarrado al hombre equivocado”, en ese momento era evidente que los tres hombres eran oficiales de policía. Diciendo que eran policías, sa-caron una cuerda para atarme. Esto sucedió después de que ellos habían es-tado detrás del hombre que cayó en la suciedad. “Esperen un minuto” yo repe-tía, “Ustedes están cometiendo un error”.

“No nos mienta” dijo bruscamente uno de los oficiales. “Y no cause más problemas”.

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Los tres parecían estar seguros de que yo era el hombre que buscaban, pero yo persistía en negarlo. Pacientemente les expliqué que ellos me habían apresado solo unos pocos minutos después de que el hombre había caído en la suciedad y que luego de ayudarlo, escapó.

Ellos estaban al principio bastante incrédulos, pero luego de repetirles otra vez la historia comenzaron a creerme. Luego me preguntaron que edad tenía el hombre y como era. Yo les contesté que estaba demasiado oscuro como para dar una descripción confiable y que cualquiera podía equivocarse en la identificación. En ese momento uno de ellos corrió hacia el bosque en la dirección que había tomado el hombre. Cuando llegamos al bosque escucha-mos una exclamación de un hombre que había encontrado algo tirado en el campo. En ese momento me dí vuelta y vi a otro grupo de policías buscando el mismo reo, quienes lo habían encontrado tirado en el medio de un campo de papas. Él estaba, o parecía estar, inconsciente, y olía muy mal. No había du-das que era el hombre que estaban buscando esos oficiales de policía.

Ellos estaban por atarlo y llevárselo cuando sugerí que primero debían limpiarlo un poco.

“Bien, ¿dónde?” Preguntó uno de ellos con desagrado. Llévenlo a mi casa” dije. “De todas maneras está en camino a la esta-

ción de policía”. Y eso fue lo que hicimos. Le sacamos sus sucias ropas y lo lavamos

bien, luego me sorprendió ver lo que había pasado con él. Desde su muslo derecho corría un hilo de sangre, mientras que su muslo izquierdo estaba ne-gro y azul. Evidentemente se había lastimado cuando se cayó en la letrina y el doloroso golpe que tenía fue aparentemente el resultado de una patada no intencional que le dí cuando giré para evitarlo, cayendo él en el monte.

Sentí una profunda compasión por él, hasta que los oficiales me dijeron que era un preso que se había escapado y que tenía un largo prontuario y es-taba preso por robo, saqueo y rapto. Después de esto, mi sentimiento de com-pasión se desvaneció.

Meditación

En la parte norte de la isla de Okinawa, en la ciudad de Kokuryo, hay una villa costera llamada Motobe, y cerca de ésta, también sobre la costa, hay una aldea conocida como Shaka. Después de la Restauración Meiji, Shaka estaba poblada por okinawenses disconformes con el nuevo régimen de Tokio y era la principal fuente de las casi interminables disputas que parecían sacu-dir la unidad de Kokuryo año tras año.

El incidente del que me voy a referir ocurrió alrededor de quince años después de que dejé de enseñar y está relacionado con una disputa que había surgido entre Shaka y la aldea vecina. La misma policía local fue insuficiente para resolver la cuestión, por lo que recurrieron a la policía de Naha. Como el origen de la disputa era político, fueron también llamados a ayudar los miem-bros del consejo de la unidad, el consejo de la prefectura y el mismo goberna-

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dor de la prefectura. Extrañamente a mí también se me requirió que me uniese a la parte que juzgaba. No tuve ni tengo idea porqué.

Yo era miembro del consejo de una pequeña escuela cerca de la bahía de Senno en chúto County, y por algún tiempo estuve esperando que me transfiriesen a una escuela en el centro de Naha, que era más conveniente para mis prácticas de karate, pero la transferencia no llegaba. Yo estaba sor-prendido, en efecto, sin saber si había sido tan vehementemente solicitado para ser uno de los árbitros, seguramente, si era para dirigir las peleas de combate mano a mano o mas bien debido a que muchos de los participantes serían adeptos al karate y podría ser beneficiosa mi presencia.

En cualquier caso, sentía que no me podía rehusar, por eso solicité una breve licencia al principal de mi escuela. Esta me fue concedida. En esa época no había, por supuesto, coches a caballo en Okinawa, así que partí a la ma-ñana temprano en carro tirado por un caballo. Como la distancia entre Naha y Shaka era de alrededor de quince millas, recuerdo que tuve que cambiar dos veces de caballo.

Al llegar encontramos una atmósfera de fuerte sospecha y hostilidad en-tre las dos pequeñas aldeas, una atmósfera de la que teníamos mucho temor se pusiese más beligerante y que estallase una batalla. Resolvimos ejercitar el mayor tacto en un esfuerzo para mantener el asunto bajo control.

Luego pasó una cosa muy extraña. Los habitantes de las dos villas es-taban separados, con cara de enojados, con nosotros en el medio, cuando re-pentinamente y casi simultáneamente, desde los grupos opuestos dos perso-nas me saludaron con casi idénticas palabras. “Funakoshi”, les escuché decir, “¿qué hace usted aquí?”

Viendo que me saludaban de esa forma, mis compañeros árbitros me di-jeron que tratase de dirigir los combates. Sin duda pensaron que teniendo un amigo en cada bando era capaz de poner fin al problema fácil y rápidamente, pero de mi parte me sentía poco optimista y sabía que una palabra equivocada podía conducir a una pelea que llevaría a perder la paz por mucho tiempo.

Sin embargo acepté hacer el trabajo. Decidí ser tan cortés y tan impar-cial como fuese humanamente posible, escuchando cuidadosamente los argu-mentos de ambas partes. Esto hice, pero hubo momentos durante ese día y el siguiente que me parecieron que iba a ser atacado por una muchedumbre eno-jada, primero de una aldea, luego de la otra. Sin embargo, cuidé mi cabeza y mi paciencia y no hice nada imprudente y la amenazante violencia no se mate-rializó. Finalmente después de dos días de estar escuchando propuse una so-lución de compromiso que pareció ser aceptable para ambas partes. Con la paz lograda, fue realizada la ceremonia formal para celebrar el feliz evento en el colegio primario de Shaka. Luego los árbitros se subieron a sus carros y re-tornaron a Naha.

Un mes después fui llamado por la Sección de Asuntos Educacionales del gobierno de la prefectura de Okinawa, donde se me informó que había sido promovido a una escuela en el centro de Naha. Lo que había querido por tanto tiempo para que finalmente pasase y que podía atribuirlo a mi entrenamiento en karate, probó lo útil de los esfuerzos de mi mediación.

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El hombre modesto

Cuando todavía era un maestro asistente en una escuela de Naha, yo tenía que caminar dos millas y media dos veces por día ya que en esa época mi mujer y yo vivíamos en la casa de sus padres en Shuri. Un día hubo una reunión de maestros que duró bastante tiempo, por lo que era tarde cuando partí hacia mi casa y pronto comenzó a llover. Decidí hacer un gasto extra por una vez y alquilé un “jinriksha” (N.deT.: carro de pasajeros tirado por un hom-bre).

Para pasar el tiempo comencé una conversación con el hombre del “jin-riksha” y encontré, para mi sorpresa, que él daba respuestas extremadamente cortas a mis preguntas. Generalmente los hombres “jinriksha” son tan locuaces como los barberos. Además su tono de voz era extremadamente cortés y su lenguaje el de un hombre bien educado. En ese momento había en Okinawa dos clases de “jinrikshas”:”hiruguruma"(“jinrikshas de día”) y “yorugurumas” (“jinrikshas de noche”) y yo conocía bastante bien que algunos de los “jinriks-has de noche” era gente bien educada que había dado la vuelta al mundo.

¿Podía este hombre, yo me preguntaba, quién me tiraba hacia Shuri, resultar ser alguien que yo conocía? De ser así, su condición podía verse le-sionada. Sin embargo, quedaba el problema de descubrirlo y no era fácil, el hombre usaba un amplio sombrero con el cual se cuidaba de no descubrir su cara ante mí.

Yo planee una estratagema que permitiese ver quién era. Le dije que parase un momento el “jinriksha” para satisfacer una necesidad natural. Cuan-do apoyó el carro en el piso tuve la impresión de que no era un “jinriksha” co-mún y cuando descendía traté de ver su cara pero rápidamente dio vuelta su cabeza. Había algo familiar en su porte, en su alto y delgado cuerpo.

La lluvia había cesado y una pálida luna emergía desde las nubes. Des-pués de que me alivié, volví al “jinriksha” y de nuevo traté de ver la cara del hombre y fui nuevamente contrariado. Disgustado por mi propia incompetencia, pensé otro plan que estaba convencido daría resultado. “Ya recorrimos una buena distancia” le dije, “y usted tiene que estar cansado. Es una linda noche, porqué no caminamos un poco?” El hombre aceptó, pero también fue un fraca-so porque se rehusó a caminar a mi lado. Él iba siempre uno o dos pasos de-trás. Repentinamente, en una curva del camino, dí una vuelta y agarré las va-ras del “jinriksha”, tratando al mismo tiempo de entrever su semblante. Sin em-bargo el hombre fue más rápido que yo y se puso el sombrero sobre su cara. Fue tan rápido en su reacción que yo ahora estaba totalmente convencido de que él no podía ser un “jinriksha” común.

Efectivamente yo estaba bastante seguro que lo conocía. Me saqué mi sombrero y le dije: “Perdóneme por preguntarle, ¿pero es usted el Sr. Sue-yoshi?”

Sorprendido contestó “Yo no soy”. Así, nos detuvimos por un momento como petrificados, yo agarrado del “jinriksha” y él parado mirando hacia abajo, con su cara cubierta por el ancho sombrero. Luego, repentinamente, él tomó una decisión, se sacó el sombrero y cayo de rodillas. Comprobé que no estaba equivocado. Realmente era Sueyoshi. Lo tomé de la mano para ayudarlo a

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levantarse y luego caí sobre mis rodillas, le dije mi nombre y le pedí perdón por mi impertinente curiosidad. El provenía, como yo lo sabía muy bien, de una familia de clase alta descendiente de guerreros y había sido instructor mío de Karate-dõ. Además, fue un alto exponente del arte de pelea con palo y poste-riormente fundó su propia escuela de “bojitsu”.

No hubo, por supuesto, preguntas acerca del “jinriksha”. Caminando los dos juntos hacia Shuri, tuvimos una muy agradable conversación acerca del karate y del arte de pelea con palo. Luego, obviamente preocupado porque descubrí su identidad, me dijo que no mencionase a nadie que estaba traba-jando como un hombre “jinriksha”. Me dijo que tenía su esposa enferma post-rada en la cama y que para poder mantenerse los dos y comprar las medicinas que ella necesitaba, trabajaba como agricultor durante el día y empujaba el “jinriksha” durante la noche.

Si él hubiera deseado fama y fortuna ciertamente la hubiese tenido, pe-ro posiblemente a expensas de un trabajo en que habría perdido su dignidad. En este él era, como se dice, en cada pulgada un samurai, y en la forma en que llevaba el “jinriksha” revelaba su experiencia en el arte marcial. Aunque él murió inmediatamente después de que yo fui para Tokio, nunca he olvidado esa noche pasada en su compañía. Para mí él siempre representó la perfecta personificación del espíritu del samurai.

Espíritu de fuego

La “cinchada”, un popular deporte en nuestra isla, generalmente se rea-liza en nuestros numerosos festivales. Nuestra “cinchada” es bastante diferen-te de las que se practican en otras prefecturas. Es en gran parte más dinámica y alguien que haya sido testigo estará de acuerdo. Y definitivamente no es, les aseguro a mis lectores, un deporte para chicos.

Se unen los extremos de dos sogas para formar una soga muy larga que es generalmente tan gruesa como el tronco de un árbol. Cada soga tiene un lazo en el extremo y después de enlazar un extremo con el otro se coloca un pesado tronco de roble para unir las dos partes. Numerosas sogas pequeñas se atan a la soga principal, asemejándose a un enorme ciempiés, estas pe-queña sogas son llamadas “mezuna” (sogas hembras). Es el deber del árbitro colocar el tronco de robre a través del lazo. Aunque este trabajo es bastante peligroso, es una ceremonia que nunca debe omitirse en una “cinchada” oki-nawense.

El juego empieza cuando el árbitro golpea los pies de los dos hombres de cada equipo que están cerca del centro de la soga. Luego todos los partici-pantes agarran las pequeñas sogas “hembras” y comienzan a tirar con fuerza, con el acompañamiento de tambores y “gongs”. Para animar a las partes se levantan estandartes con los nombres de cada equipo y se los incita haciendo tanto ruido como es posible.

Aunque es un juego y un deporte, también es una imitación de la guerra y hay ocasiones (si la decisión del árbitro es discutida) en que se produce una

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verdadera batalla. Muchos okinawenses han sido lastimados en las peleas en que frecuentemente terminan las “cinchadas”. Por esta razón el árbitro debe ser un hombre reconocido por ambas partes y también capaz de actuar tanto como árbitro en el deporte que como mediador en la pelea que bien puede se-guir.

En la antigua y real capital de Shuri la “cinchada” ha sido un deporte popular por centurias. Luego, con la Restauración Meiji, Naha fue hecha la capital de Okinawa y rápidamente se desarrolló como su vieja ciudad hermana. Durante mi época como maestro de escuela en Naha, a menudo fui requerido como árbitro en las “cinchadas” y estoy contento de decir que las veces en que actué como árbitro la competencia no se convirtió en una batalla sangrienta.

Lo que aprendí observando estas “cinchadas” es que el equipo que sólo intenta ganar generalmente no lo consigue, mientras que el que interviene pa-ra disfrutar del juego sin preocuparse mucho en ganar o perder frecuentemen-te emerge victorioso. Esta observación es tan válida para un combate de kara-te como para una “cinchada”.

El karate salva mi vida

Me gustaría contar una historia de karate ocurrida en el puerto de Naha, que es el más importante de la Prefectura de Okinawa. Desafortunadamente éste es tan poco profundo que los grandes barcos no pueden llegar al muelle. Estos deben anclar en el medio del puerto y los pasajeros deben ser traslada-dos en pequeños botes.

El día que dejé Okinawa para ir a Tokio estaba bastante ventoso y las olas eran altas. Junto con un grupo de pasajeros que nos llevaría a la capital. Cuando llegamos el mar estaba momentáneamente calmo y varios pasajeros pasaron fácilmente desde el pequeño bote hacia el pasamanos de la cubierta del gran barco. Cuando llegó el turno de pararme en el movedizo bote, vino repentinamente una gran ola, así que esperé hasta que el mar se calmase nuevamente.

Tan pronto como se calmó puse un pie en el pasamanos pero justo en ese momento vino otra enorme ola y el bote comenzó a moverse fuertemente. Y ahí estaba yo, con un pie en el pasamanos y otro aún en el bote, y dos vali-jas en mis manos. Debajo mío estaba el peligroso mar. Para hacer peor la si-tuación debo confesar que, aunque isleño, nunca aprendí a nadar, habiendo sido criado en el castillo de la ciudad de Shuri y habiendo hecho varias excur-siones a la costa okinawense.

Permaneciendo allí, sobre el fuerte mar, podía escuchar a la tripulación del barco dándome instrucciones pero simplemente no les hacía caso. Sin pensarlo, cambié la valija que tenía en la mano izquierda a la mano derecha y simultáneamente arrojé la valija más pesada que tenía en la mano derecha hacia la cubierta. El impulso me llevó hacia la segura cubierta. Si hubiese vaci-lado un momento seguramente habría caído al mar y me hubiese ahogado. Y si me hubieran rescatado habría sido con mi estómago lleno de agua salada.

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Cuando subí a la cubierta murmuré unas palabras de agradecimiento al Kara-te-dõ por ayudarme a salir de esa situación.

Algunos años después, retornando de visita a Okinawa, por supuesto fui a saludar al Maestro Azato. “Bienvenido” exclamó. “¡Realmente! Que asusta-dos estábamos ese día”. Él, con su familia, había ido al puente a despedirme y ahora me contaba lo aterrorizados que habían estado con lo que había pasa-do. “Cuánto admiramos su rapidez y destreza” agregó. “Y que aliviados nos quedamos”.

Por supuesto que no es solo el karate el que entrena a un hombre al punto de realizar hechos extraordinarios de esta clase; las otras artes marcia-les son igualmente útiles. Los expertos de judo, por ejemplo, aprenden a caer de una forma que no se lastiman, esta habilidad se atribuye al entrenamiento de judo. El punto importante es que la práctica diaria de cualquier arte marcial puede ser invalorable en momentos de emergencia.

Reconocimiento Días difíciles

Recuerdo que fue hacia el final del año 1921 que el Ministro de Educa-

ción anunció que se haría una demostración del antiguo arte marcial japonés la siguiente primavera en la Escuela Superior Normal de Mujeres (situada lue-go en Ochanomizu, en Tokio). La Prefectura de Okinawa fue invitada a partici-par y el Departamento de Educación me pidió que introdujese nuestro arte de karate en la capital japonesa. Yo acepté inmediatamente, por supuesto, y co-mencé a hacer planes.

Como el karate era poco reconocido fuera de Okinawa y a la gente que lo tenía que presentar tenía poco o ningún conocimiento de él, decidí que co-mo introducción era necesario algo bastante imprevisto. De acuerdo a esto lo que hice fue tomar fotografías de varias posiciones, katas, movimientos de manos y pies y ordené las fotografías en tres largos rollos de papel. Las llevé conmigo a la capital. La demostración fue un gran éxito y creo que esta fue particularmente buena por la introducción en el arte okinawense de karate a la gente de Tokio.

Había planeado retornar a mi isla inmediatamente después de la demos-tración pero pospuse mi retorno cuando el ya difunto Jigorõ Kanõ presidente del Kodokan de judo me preguntó si podía dar un breve discurso sobre el arte del karate. Al principio vacilé, no sintiéndome suficientemente capaz, pero de-bido a que Kanõ había sido tan atento, acordé mostrarle algún kata. El lugar fue el mismo Kodokan y yo había pensado que sólo un pequeño grupo de maestros responsables de escuelas estarían presentes. Para mi considerable sorpresa había más de cien espectadores esperándome.

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Como compañero par la demostración yo había elegido a Shinkin Gima, quien luego estudió en Tokio Shõka Daigaku (ahora Universidad de Hitotsu-bashi). Gima era un karateca de primera que había practicado intensamente antes de irse de Okinawa. Muy impresionado, Kanõ me preguntó cuanto tiem-po tardaría en aprender el kata que habíamos mostrado.

“Como mínimo un año” le contesté. “Ah, es demasiado” dijo. “¿Puede usted enseñarme sólo un poco de lo

más básico?” Para un simple maestro de escuela de provincia como yo, era un gran

honor el pedido de un gran maestro de judo como Jigorõ Kanõ, y por supuesto estuve de acuerdo.

Un tiempo después, cuando me estaba preparando nuevamente para re-tornar a Okinawa, fui llamado una mañana por el pintor Hõan Kosugi. Me dijo que el tiempo atrás, cuando por una exposición de pintura había visitado Oki-nawa, había quedado profundamente impresionado por el karate y quería aprender el arte, pero que aquí en Tokio no pudo encontrar maestros ni libros de instrucción. Quiere usted, me preguntó, considerar permanecer un tiempo en Tokio y darme instrucción personal?

Nuevamente postergué me partida y comencé a dar lecciones al grupo de pintores llamado Tabata Alamo Club, del cual Kosugi era el presidente. Después de varias sesiones, ellos comenzaron a decirme que si yo quería ver el Karate-dõ introducido en Japón, era el hombre que debía hacerlo y que To-kio era el lugar para empezar. Así fue que escribí a Azato e Itosu contándoles la idea y ambos maestros me contestaron con cartas de estímulo y al mismo tiempo advirtiéndome que podía tener tiempo difíciles.

En esto, como sucedió, ellos estaban más que en lo cierto. Yo me mudé hacia el Meisei Juku, un albergue para estudiantes provenientes de Okinawa (situado en la zona Suidobata de Tokio), donde me permitieron utilizar la sala de lectura del albergue como Dojo cuando no fuese usada por los estudiantes. Sin embargo, el dinero era un problema crítico: yo no tenía nada para mí, mi familia en Okinawa era difícil que me pudiese enviar algo y yo no podía en ese momento recibir ayuda de alguien ya que el karate era aún desconocido.

Para pagar el pequeño cuarto donde dormía hacia cualquier tipo de tra-bajo en el albergue: sereno, cuidador, jardinero y también limpiaba los cuartos. En ese tiempo tenía muy pocos estudiantes, así que mis ingresos no eran sufi-cientes para pagar mis gastos. Para ayudar a resolver el problema persuadí al cocinero del albergue que tomase lecciones de karate y que a cambio me des-contase lo que pagaba por la comida. Fue una vida difícil, pero cuando recuer-do aquello después de todos estos años, siento que también fue bueno.

También hubo momentos muy buenos. En esos días eran raras las en-trevistas personales en diarios revistas, pero un día apareció en el albergue un periodista de un diario. Cuando llegó yo estaba barriendo el pasillo del jardín, y obviamente me tomó por un sirviente.

“¿Dónde puedo encontrar al señor Funakoshi, el maestro de karate?” Preguntó.

“Un momento, señor”, le contesté y me fui. Rápidamente subí a mi habi-tación, me puse mi formal kimono y luego bajé hasta la entrada, donde espe-raba el periodista. “¿Cómo está usted?” le dije, “yo soy Funakoshi”. Nunca ol-

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vidaré la expresión de sorpresa del periodista cuando se dio cuenta que el jar-dinero y el maestro de karate eran la misma persona!

En otra oportunidad fui llamado por uno de los más altos sirvientes de la casa del Barón Yosuo Matsudaira, que estaba al lado del albergue. Los Mat-sudaira eran una familia de importancia y el barón y su esposa eran los pa-drastros de la Princesa Chichibu.

“Yo vine”. Dijo el sirviente, “para agradecer al hombre de mayor edad del albergue que limpia la tierra de nuestra puerta todas las mañanas. Mi señor le envía este pequeño testimonio de gratitud”. Luego, él me dio una caja de dulces.

El epílogo de la historia vino unos pocos años después cuando el mismo sirviente me volvió a visitar para disculparse por haberme llamado “el hombre de mayor edad que limpia la tierra”. Él continuó “En ese entonces no sabía-mos que usted era el notable experto en karate Gichin Funakoshi”

Realmente la limpieza del albergue requería gran atención por los chi-cos que a menudo jugaban allí. Después de una hora de limpieza exhaustiva cuando dejaban de jugar, a veces los regañaba diciéndoles que estaba bien que jugasen en el jardín pero no que lo ensuciasen.

Un día, uno de ellos, un pequeño demonio lengua larga me llamó “kara-su-uri” (calabaza de serpiente) y luego el resto de los chicos hizo el coro. Me pareció algo raro y no podía entender porqué me habían llamado así, hasta que a la noche, cuando me miré en un espejo, comencé a reír cuando vi la se-mejanza. Aunque no bebo alcohol mi piel es bastante rosada y extremadamen-te suave y pude entender cómo, en la mente de esos pequeños yo parecía un melón que se vuelve anaranjado brillante al madurar.

De esta forma, para mis estudiantes yo era un experto en karate, para la familia Matsudaira un anciano barrendero y para los chicos que jugaban en el jardín una calabaza de serpiente! Encontraba todo esto muy divertido, pero lo que era menos divertido los días de penuria cuando no podía juntar el dinero suficiente para cubrir mis necesidades.

Un día pensé en empeñar algo pero no sabía qué. Tenía pocas cosas de valor para empeñar. Finalmente encontré un viejo sombrero que había usa-do en Okinawa y un kimono okinawense hecho a mano. Los envolví cuidado-samente y fui caminando a una lejana casa de empeño porque no quería que se enterasen los estudiantes del albergue.

Ciertamente estaba avergonzado de mostrar los dos objetos al emplea-do de la casa de empeño, ambos eran viejos y usados y suponía de poco va-lor. El empleado los llevó al cuarto de atrás del negocio, donde se escuchaban voces (la otra presumiblemente del dueño del negocio) hablando en voz baja. Después de un momento reapareció el empleado y me dio una gran suma de dinero.

Me había quedado perplejo hasta que me enteré que el hermano del empleado era uno de mis estudiantes de karate. Realmente, ahora que pienso en aquellos años, recuerdo a muchos benefactores, entre ellos Hõan Kosugi y a los pintores del Tabata Alamo Club, y siento hacia todos ellos una perma-nente gratitud.

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De interés público

Con el pasar del tiempo mi situación comenzó a mejorar. Estoy ahora enseñando a un creciente número de estudiantes. Muchos son trabajadores de cuello blanco (N.deT.:usado como sinónimo de trabajadores no manuales), que después de su día de trabajo vienen a mi Dojo para practicar un par de horas. Ansiosos de aumentar sus conocimientos de Karate-dõ y para perfeccionar sus técnicas, son muy entusiastas, y estoy muy agradecido con ellos porque hicie-ron que el arte se conociese más y más entre la gente de todas las formas de vida.

También los universitarios comenzaron a interesarse por el karate, con Keio a la cabeza. Un día, el Profesor Shin’yõ Kasuya, del departamento de idioma alemán y literatura, vino a mi Dojo con un par de miembros de la Facul-tad de Keio y varios estudiantes que querían aprender karate. No mucho des-pués de esto la universidad formó un grupo de estudio del karate integrado por miembros de la facultad y estudiantes: este fue el primer grupo de esta clase que se estableció en la Universidad de Tokio. Ahora, además de enseñar en mi propio Dojo, hago visitas regulares a Keio para dar instrucciones sobre el arte. Seguidamente, estudiantes de otra universidad, Takushoku, que no esta-ba lejos del albergue, también vinieron a aprender.

En uno de esos días de actividad creciente, un caballero espléndida-mente vestido apareció en el albergue acompañado de un joven con uniforme de estudiante. Me pidió que le diese una breve demostración de karate, des-pués de la cual el joven dijo entusiasmado que tenía intención de estudiar el arte. Resultó ser Kichinosuke Saigõ, miembro de una familia aristocrática que después de la Segunda Guerra Mundial fue nombrado en el Parlamento.

Según recuerdo, el joven caballero era en ese entonces un estudiante del Colegio Peers. Sin embargo eligió como residencia el alojamiento de Tõgõ-kan, que estaba cerca de mi Dojo, debido a que había decidido pasar todo el tiempo posible practicando karate. Cuando le dije al propietario del Tõgõ-kan que él era un huésped aristocrático se sorprendió mucho y rápidamente con-venció al joven caballero para que se mudase a otro alojamiento en Myogada-ni, diciéndole que lo consideraba más limpio y adecuado para el hijo de un no-ble. Desde este segundo alojamiento el joven viajaba diariamente al Colegio Peers y a mi Dojo.

Después del interés demostrado en Keio y luego en Takushoku, el nú-mero de estudiantes de varias escuelas de Tokio pareció crecer sin límites. Recuerdo, entre otros, jóvenes de Waseda, Hosei, Colegio Médico Japonés, Universidad de Comercio de Tokio y Universidad de Agricultura de Tokio. Se establecieron al mismo tiempo grupos de estudio de karate en varios institutos de alta enseñanza. Uno se formó en el Colegio Nikaido de Educación Física y fui invitado a dar clases de karate en las academias militar y naval, y debo agregar que estuve muy gratificado al recibir las visitas de padres de chicos que estudiaron conmigo. Ellos me agradecieron que por la instrucción de kara-te que recibieron sus hijos se volvieron fuertes y saludables.

Ahora tengo poco tiempo para limpiar habitaciones y jardines y tampoco tengo una necesidad imperiosa de hacerlo. En efecto, un día vino a verme el

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dueño de la casa de empeño, que había sido tan generoso, y me dijo “Hacía tanto que no lo veía que pensé que estaba enfermo. Me alegro de verlo tan sano y saludable”.

Durante todo este tiempo mi mujer estuvo en Okinawa, sin embargo mi hijo mayor vino a Tokio antes que yo y mis dos hijos menores vinieron después de mi llegada. Yo decidí no volver a Okinawa hasta cumplir mi misión y a pesar de las dificultades podría haber mantenido a mi familia en Tokio. Pero esto no pudo ser. Cuando le escribí a mi mujer para que viniera, ella se negó rotunda-mente.

En la religión okinawense la veneración de los antepasados es un ele-mento muy importante, y mi mujer, una devota budista, no podía concebir la idea de cambiar la tumba de nuestros antecesores a un lugar desconocido. En respuesta a mi requerimiento me dijo que era su deber permanecer en Okina-wa pata atender sus obligaciones religiosas. Ella me decía que yo debía con-centrar mis esfuerzos en mi trabajo. Viendo que no había forma de que cambie de idea, estuve de acuerdo, aunque fueron muchos años de separación.

Mi primer libro

No hacía mucho que había llegado a Tokio cuando Hõan Kosugi, el pin-tor, me invitó a escribir un libro de referencia sobre el Karate-dõ. Este no iba a ser un trabajo fácil porque como ya expliqué, no había material disponible en Tokio y tampoco en Okinawa. Así que comencé escribiéndole a los maestros Azato e Itosu y a otros amigos y colegas en Okinawa para que me enviasen cualquier información e ideas que tuviesen sobre el Karate-dõ. Pero por su-puesto cuando comencé a escribir el libro tuve que confiar casi totalmente en mi experiencia personal durante los días en que me entrenaba y practicaba el arte en Okinawa.

Publicado por Bukyosha en 1922, el libro se tituló “Ryúkyú Kempo: Ka-rate” y tuve el honor de incluir cortas palabras de introducción de varias perso-nas eminentes. Entre ellas puedo mencionar los nombres del Marqués Hisa-masa, el primer gobernador de Okinawa, del Almirante Rokurõ Yashiro, del Vicealmirante Chosei Ogasawara, del Conde Shimpei Goto, del Teniente Ge-neral Chiyomatsu Oka, del Almirante Real Norikazu Kanna, del Profesor No-rihito Toonno y de Bakumonto Sueyoshi del “Okinawa Times”.

Cuando actualmente releo el libro me siento un poco avergonzado por la escritura de aficionado. Sin embargo para escribirlo le dediqué un gran es-fuerzo y por eso entre mis publicaciones ésta permanece como mi favorita. El libro fue diseñado por el mismo Hoán Kosugi.

Los cinco capítulos son: “Que es el Karate”, “El valor del Karate”, “En-trenamiento y enseñanza del Karate”, “La organización del Karate” y “Funda-mentos y Kata”. En el apéndice del libro discuto las precauciones que debe tener un karateca cuando practica el arte. Para darle una idea al lector de có-mo sentía el karate en ese momento, les reproduciré aquí una breve introduc-ción que escribí en ese primer libro mío:

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“Dentro de la profundidad de las sombras de la cultura humana acecha la semilla de la destrucción así como la lluvia y el trueno siguen en el comien-zo de una tormenta. La historia es la historia del levantamiento y caída de las naciones. El cambio es un mandato del cielo y de la tierra; la espada y la plu-ma son tan inseparables como las dos ruedas de un carro. Así, un hombre de-be abarcar ambos campo si quiere ser considerado un hombre de talento. Si es demasiado complaciente, creyendo que durará siempre el tiempo bueno, puede un día ser sorprendido por terribles diluvios y tormentas. Así, es esen-cial para todos nosotros prepararnos cada día de cualquier emergencia ines-perada”.

“Para recordar días difíciles en días pacíficos y entrenar constantemente el cuerpo y la mente está la guía espiritual y el carácter del pueblo japonés”.

“Actualmente gozamos de la paz y nuestro país está haciendo grandes avances en todos los campos. Espadas y lanzas, ahora virtualmente sin uso, han sido guardadas en nuestros armarios. Pero ahora, el sutil arte de la defen-sa propia llamado karate, se va haciendo cada vez más popular y la gente me pregunta constantemente si hay disponible un buen libro de referencia. Aún entusiastas de otros remotos lugares me escribieron preguntándome por algún libro. Por otra parte, la salud y la fuerza de nuestros jóvenes de acuerdo a los exámenes físicos para el servicio militar, parece deteriorarse año tras año. Te-niendo todo esto en consideración, decidí escribir un libro de referencia sobre el karate con el propósito de que el deporte se extienda en todo el país y nues-tra gente pueda entrenarse tanto la mente como el cuerpo. Esta primera humil-de intención está, por supuesto, con muchos defectos”.

Este libro goza de amplia popularidad y fue editado nuevamente cuatro años después por Kobundo en una forma revisada, con el pequeño cambio de “Renten Goshin Karate-jitsu” (Afirmación de la fuerza de la voluntad y de la defensa propia a traves de técnicas de karate). Mi siguiente libro, llamado “Ka-rate Kiõhan”, fue publicado en 1935 y trata principalmente de los distintos ti-pos de kata (este libro fue diseñado por Hõan Kosugi).

Varias revistas semanales y mensuales también se empezaron a intere-sar por el karate y mientras que algunos escritores tratan de presentar la ver-dadera imagen del Karate-dõ, otros prefieren hacerlo en forma sensacionalista. En el apéndice de mi primer libro cito un artículo que apareció en un periódico de Tokio en el cual el autor dice:

“El propósito del karate es tener un cuerpo fuerte. Es también un arte de defensa propia. Un karateca bien entrenado es capaz de levantarse desde la posición de sentado y hacer pedazos el techo de una habitación con una pata-da, de romper un tronco de bambú con una mano, de romper dos o tres grue-sas tablas con un solo golpe de puño, de romper una gruesa cuerda con un golpe o de destrozar una roca con sus puños o muchos otros hechos de fuerza sobrehumana. Ciertamente estos hechos están más allá de la capacidad humana. “Milagroso” es la única palabra que puede describirlo!”

Como hemos visto, no todos estos hechos están más allá de la capaci-dad humana y describirlos como “milagrosos” es absurdo. Lamento decir que esta es la forma en que mucha gente considera actualmente al karate.

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Amigos y conocidos

Uno de los primeros oficiales de nuestras fuerzas armadas que recono-ció el valor del karate fue el Almirante Rokurõ Yashiro, quien había ganado considerable fama en la guerra contra Rusia. Como el lector recordará, fue él quién me llamó a Okinawa y al quedar tan impresionado por la demostración de karate ordenó a los oficiales y hombres bajo su mando que lo practicasen.

No tengo idea de cómo el Almirante Yashiro supo que estaba en Tokio, pero lo sabía y un día me invitó a su casa en Koishikawa Hara-machi. El recor-dó todo lo que había visto en Okinawa y me dijo que él mismo así como sus hijos y nietos querían aprender karate, de esta forma acordé visitar su casa una vez a la semana para enseñarles el arte.

Cuando llegó el día de práctica me atendió personalmente en la puerta de su casa usando un formal kimono y después que terminamos nuestra prác-tica me fue a despedir. Teníamos frecuentes conversaciones antes y después de la práctica y aproveché mucho su amplia experiencia. Encontré en él un hombre digno de admiración. Otro hombre de la marina de quien aprendí mu-chas cosas valiosas fue Isamu Takeshita, quién también llegó a tener más tar-de el grado de Almirante.

Esto puede parecer extaño, pero varios luchadores de sumõ eran cono-cidos y estudiantes míos. Uichirõ Onishiki, por ejemplo, era un famoso cam-peón en ese entonces, aunque quizás la joven generación actual no recuerde su nombre. A veces él traía a otros luchadores durante las prácticas en mi Dojo Meisei Juku, pero como mi Dojo era bastante chico y los luchadores de sumõ no, prefería mostrarles mis katas en el establo de Onishiki en Ryogoku. Otro luchador de sumõ al que le dí frecuentemente clases fue el campeón llamado Fukuyanagi, quien sufrió una muerte prematura al comer pez globo mal prepa-rado. Los luchadores siempre estaban muy atentos durante las prácticas y así como lo hacen actualmente, ellos hacían frecuentes giras a través de todo el país. Tan pronto como retornaban a la capital volvían a mi Dojo para contarme.

Recuerdo que un día, el Gran Campeón Onishiki y yo estábamos pa-seando por el puente Ishikiri en Koishikawa, cuando comenzó a llover. Como solía suceder yo no llevaba paraguas, pero Onishiki inmediatamente abrió el suyo sobre nuestras cabezas. Pero como Onishiki era más que seis pies de alto mientras que yo era sólo de cinco pies, su paraguas no me cubría mucho. Viendo esto, él insistió en cubrirme con sus paraguas diciéndome “Si usted me permite”. El se colocó una toalla de manos sobre su cabeza y continuamos caminando.

Después de su retiro, Onishiki abrió un restaurante en Tsukiji y una no-che me invitó a cenar. Me ofreció un almohadón para sentarme mientras que él se sentó directamente sobre la estera de paja, siguiendo estrictamente la ce-remonia apropiada entre maestro y alumno. Yo no quería, pero estaba profun-damente impresionado por el gran sentido de corrección del primer gran cam-peón.

Además de Onishiki y Fukuyanagi había media docena de otros famo-sos luchadores que estudiaban karate conmigo y aunque yo les enseñaba

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aprendí mucho de ellos. Mi conclusión fue que el fin último tanto del karate como del sumõ era el mismo: el entrenamiento del cuerpo y de la mente. Shõtõ-kan

Es difícil de imaginar la catástrofe que azotó Tokio el primer día de sep-tiembre de 1923. Ese fue el día del Gran Terremoto Kanto. Casi todas las edi-ficaciones eran de madera y cuando comenzó el fuego después del terremoto, la gran capital quedó reducida a ruinas. Mi Dojo afortunadamente se salvó de la destrucción pero muchos de mis estudiantes simplemente desaparecieron en el holocausto, al caerse e incendiarse los edificios.

Los que sobrevivimos hicimos todo lo posible para socorrer a los heri-dos y a los que quedaron sin hogar en los días siguientes al terrible desastre. Con el resto de mis estudiantes y otros voluntarios que junté ayudamos a dar comida a los refugiados, a limpiar las ruinas y a asistir en el trabajo de dispo-ner de los muertos.

Por supuesto tuve que posponer el trabajo de enseñar karate, pero el salario para subsistir no podía ser diferido. Después de un corto tiempo unos treinta de nosotros encontramos trabajo en el Banco Daiichi Sogo haciendo esténciles. No recuerdo cuánto nos pagaban ni cuanto conservamos el trabajo, pero recuerdo que el viaje diario desde el Dojo en Suidobata hasta el banco en Kyobashi fue por poco tiempo.

Recuerdo un aspecto de estos viajes diarios. En esos días muy poca gente usaba zapatos en las ciudades japonesas; se usaban sandalias o las galochas de madera llamadas “geta”. Hay un tipo de estas últimas llamadas “hõba no geta” que tienen dos dientes largos en los extremos y a veces solo uno, y eran estas últimas las que yo siempre usaba para fortalecer los múscu-los de mis piernas.

Las usaba desde que era joven, en Okinawa, y no veía razón para cam-biar ahora que viajaba hacia mi trabajo en el banco. La “geta” de un solo diente que yo usaba estaba hecha de una madera muy pesada y hacía mucho ruido al caminar, tan fuerte como las “geta” de metal usadas por algunos para ac-tualmente entrenarse en karate. No dudaba que los que pasaban me miraban ocultando la risa, divirtiéndoles que una persona de mi edad fuese tan vanido-so como para querer ser más alto. Después de todo yo me sentía bien con mis cincuenta años en esa época. Sin embargo les aseguro a mis lectores que mi motivo no era por vanidad: yo consideraba a mi “geta” de un solo diente como una necesidad para mi entrenamiento diario.

Con el pasar de las semanas y los meses Tokio comenzó a reconstruir-se y llegó el tiempo donde vimos que nuestro Dojo estaba en un estado irrepa-rable. El Meisei Juku se había construido alrededor de 1912 o 1913 y no se había hecho nada por él en largo tiempo. Afortunadamente habíamos conse-guido algún dinero de la prefectura de Okinawa y de la Sociedad Becaria de Okinawa para hacer las reparaciones tan necesarias.

Por supuesto tuvimos que buscar otro lugar donde el Mesei Juku se vol-viese a hacer. Sabiendo que necesitaba un lugar para entrenamiento, Hiromi-chi Nakayama, un gran instructor de esgrima y un buen amigo, me ofreció el

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uso de su Dojo cuando no lo usase para las prácticas de esgrima. Inicialmente alquilé una pequeña casa cerca del Dojo de Nakayama, pero tan pronto como pudiese quería alquilar una más grande con un gran patio donde mis estudian-tes y yo pudiésemos practicar.

Llegó el momento, sin embargo, en que este arreglo fue inadecuado. El número de mis estudiantes crecía así como el de estudiantes de esgrima. La consecuencia de esto era que yo estaba estorbando a mi benefactor. Desafor-tunadamente mi situación financiera era aún mala y no podía hacer aquello que quería: construir un Dojo específico para karate.

Fue alrededor de 1935 en que un comité nacional de apoyo al karate solicitó los fondos necesarios para construir el primer Dojo de karate en Japón. No fue sin algo de orgullo que en la primavera de 1936 entré por primera vez en el nuevo Dojo (en Zoshigaya, Toshima Ward) y vi sobre la puerta una placa que tenía el nuevo nombre del Dojo: Shõtõ-kan. Ese fue el nombre que decidió ponerle el comité; yo no tenía idea de que ellos habían elegido el nombre que usaba en mi juventud para firmar los poemas chinos que escribía.

También estaba triste porque hubiese querido que principalmente los maestros Azato e Itosu estuviesen y enseñasen en mi Dojo. Ay, nadie puede durar tanto en esta tierra, así que el día en que el nuevo Dojo se inauguró for-malmente quemé incienso en mi pieza y oré por sus almas. En mi imaginación estos dos grandes maestros parecían sonreírme, diciéndome “¡Buen trabajo, Funakoshi, buen trabajo! Pero no cometa el error de sentirse satisfecho porque todavía tiene mucho que hacer. Hoy, Funakoshi, es solo el comienzo!”

El comienzo? Yo tenía cerca de setenta años. ¿Dónde iba a encontrar el tiempo y la fuerza para hacer todo lo que faltaba? Afortunadamente nunca me preocupé ni sentí mis años y determiné, como mis maestros me lo deman-daban, no renunciar. Había aún, me dijeron ellos, mucho que hacer. De una u otra forma yo lo iba a hacer.

Con la inauguración del nuevo Dojo uno de mis primeros trabajos era hacer una serie de reglas para ser seguidas como un programa de enseñanza. También formalicé los requerimientos para los grados y clases (“dan” y “kyu”). El número de mis estudiantes crecía día a día así que nuestro nuevo Dojo, que al comienzo parecía más que adecuado para nuestras necesidades progresi-vamente quedaba más pequeño.

Aunque, como dije, no sentía mis años, hice hasta lo imposible para cumplir con todos los compromisos que se habían acumulado. No solo debía conducir el Dojo sino también las universidades de Tokio que estaban forman-do grupos de karate en sus departamentos de educación física, y esos grupos necesitaban instructores. Esto era demasiado para una sola persona, dirigir el Dojo y viajar de universidad a universidad, así que puse en mi lugar a estu-diantes avanzados para enseñar en sus propias universidades. Al mismo tiem-po puse a mi tercer hijo como asistente, delegándole el trabajo diario en el Do-jo, mientras que yo supervisaba la enseñanza en el Dojo y en las universida-des.

Debo señalar que nuestras actividades no estaban reducidas solamente a Tokio. Muchos graduados de mi Dojo y de las universidades consiguieron trabajo en ciudades de provincias y pueblos, con el resultado de que el karate comenzó a conocerse por todo el país, abriéndose un gran número de Dojos. Esto me dio otra misión, como el karate se extendía yo estaba constantemente

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asediado por los grupos locales, viajando de un lado a otro dando clases y demostraciones. Cuando estaba afuera por algún tiempo, dejaba el trabajo en el Dojo en las buenas manos de mis estudiantes más avanzados.

A menudo me pregunto como elegí el seudónimo Shõtõ del cual se ori-ginó el nuevo nombre del Dojo. La palabra Shõtõ significa literalmente en ja-ponés “ondular de los pinos” y aunque no tiene un significado misterioso, de todas maneras me gustaría contarles porqué lo elegí.

Mi ciudad natal de Shuri está rodeada de montes con árboles de pinos Ryukyu y vegetación subtropical, entre ellos el Monte Torao, que pertenecía al barón Chosuke Ie (quién en realidad fue uno de mis primeros patrones en To-kio). La palabra “torao” significa “cola de tigre” y es particularmente apropiada por que la montaña es muy estrecha y el denso bosque parece una cola de tigre cuando se ve desde lejos. Cuando tenía tiempo, acostumbraba caminar en el Monte Torao, a veces a la noche, cuando había luna llena o cuando el cielo estaba tan claro que parecía una bóveda de estrellas. En esos momen-tos, si había algo de viento, se podía escuchar el crujido de los pinos y sentir el profundo e impenetrable misterio que yace en el origen de toda la vida. Para mí ese murmullo era como una música celestial.

Poetas de todo el mundo cantaron acerca del profundo misterio que ya-ce en los bosques y yo fui atraído por el encanto de la soledad en donde ellos eran un símbolo. Quizás mi amor por la naturaleza se intensificó porque era hijo único y un chico débil. Pero creo que es una exageración llamarme un “so-litario”. No obstante, después de una fuerte práctica de karate yo no encontra-ba nada mejor que ir al bosque y pasear en soledad.

Luego, cuando tenía mis veinte años y trabajaba como maestro de es-cuela en Naha, iba frecuentemente a una larga y angosta isla en la bahía, donde se admiraba un espléndido parque natural llamado Okunoyama, con gloriosos pinos y un gran estanque de lotos. El único edificio en la isla era un templo Zen. Aquí también acostumbraba a ir frecuentemente para caminar solo entre los árboles.

En ese tiempo yo ya practicaba karate desde hacía algunos años, y a medida que me familiarizaba más con el arte me hacía más conciente de su naturaleza espiritual. Gozar de la soledad mientras escuchaba el viento sil-bando entre los pinos era, según me parecía a mí, una excelente forma de al-canzar la paz mental que requiere el karate. Y como esto ha sido parte de mi forma de vida desde mi niñez, decidí que no había mejor nombre que Shõtõ para firmar los poemas que escribía. A medida que pasaban los años, este nombre se hizo más conocido que el que mis padres me dieron al nacer, y a menudo encuentro que si no escribo Shõtõ junto con Funakoshi la gente puede no reconocerme.

Una vida Gran pérdida.

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En los lejanos horizontes de Manchuria y Mongolia se estaban acumu-lando las nubes de guerra, pero el cielo de Japón estaba aún pacífico. La vida proseguía como siempre, con el emperador llevando a cabo sus múltiples fun-ciones oficiales. Yo estaba en esta oportunidad más emocionado por su pre-sencia anual en las demostraciones de karate porque esta vez tenía el honor de ser uno de los participantes.

Aún recuerdo vívidamente cada momento de ese día cuando yo, con media docena de mis estudiantes, ejecuté katas de karate ante la presencia imperial. Los pobres jóvenes okinawenses que tenían que caminar varias mi-llas cada noche hasta la casa de su maestro, difícilmente podrían prever, ni aún en sueños, algo tan importante en su carrera de karateca. Y a pesar de todo sucedió y el honor para mí fue mayor porque pude realizar el kata ante Su Majestad habiendo pasado los cincuenta años de edad.

Yo tendría que haber estado ante la presencia imperial antes, cuando el emperador fue coronado príncipe y pasó por Okinawa en su viaje a Europa. Pero la situación en ese entonces era diferente. En ese tiempo el karate era una de las artes marciales menos conocidas; estoy seguro que era apenas conocida fuera de las Islas Ryukyuan. Pero ahora ocupa su lugar entre las otras artes marciales y al considerar la tremenda inferencia entre aquellos le-janos días okinawenses y estos días en Tokio, encuentro muy difícil contener la emoción.

Después de la demostración fui invitado a una reunión por Suteki Chin-da, el gran asistente del emperador. Él me dijo que Su Majestad recordó la demostración en el Castillo Shuri y que al verme en el Palacio Imperial de To-kio preguntó si no era la misma persona. Podrá imaginarse el lector como me sentí al escuchar esto.

Nuestros agradables días estaban terminando. Cuando el Incidente de Manchuria comenzó a extenderse Japón comenzó a prepararse para una gue-rra en gran escala. En ese momento mi Dojo tenía cada vez más estudiantes y cuando comenzaron las hostilidades con China, que fue seguida rápidamente por la Gran Guerra del Pacífico, mi Dojo no pudo contener el número de jóve-nes decididos a entrenarse. Como ellos practicaban en el patio y aún en la ca-lle temía que el golpe de sus puños desnudos demoliesen los puestos rellenos con paja y que fuese un perjuicio para los vecinos.

“Sensei”, escuchaba a menudo decir a un joven arrodillándose ante mí, “he sido elegido y estoy dispuesto a servir a mi país y a mi emperador”. Todos los días querría ver a mis estudiantes, más de una vez, dirigirse a mí de esa forma. Ellos practicaron ardientemente karate día a día preparándose para en-cuentros mano a mano con un peligroso enemigo, sintiéndose confiados. Les dije que algunos oficiales instruyen a sus hombres para utilizar un rifle o una espada en lugar de atacar con las manos vacías. Esto comenzó a conocerse como “ataque de karate”.

Por supuesto que muchos de mis estudiantes murieron en combate –tantos, ay, que perdí la cuenta de ellos. Yo sentía que mi corazón se rompía cuando recibía noticia tras noticia diciéndome de la muerte de tantos jóvenes promisorios. Luego quería estar solo en el Dojo en silencio y ofrecer una ora-

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ción por el alma del muerto, recordando los días en que él practicaba karate tan diligentemente.

Y por supuesto, como muchas otras, mi familia y yo sufríamos nuestra desgracia personal, desgracias que se intensificaron cuando comenzó a hacerse evidente que la Guerra del Pacífico terminaría con la derrota de Ja-pón. Cuando, en la primavera de 1945, mi tercer hijo Gigõ se enfermó y tuvo que ser hospitalizado, lo trasladé junto con mi hijo mayor a Koishikawa. Al de-jar mi Dojo un ataque aéreo lo destruyó totalmente.

Pensaba que había sido construido con amor y generosidad por amigos del Karate-dõ. Había sido una cristalización de su devoción por el arte y me parecía la cosa más maravillosa que había sucedido en mi vida. Ahora, repen-tinamente, había desaparecido.

Luego hubo que soportar una catástrofe aún mayor: el emperador emitió un decreto aceptando la derrota. El caos en Tokio después de la rendición era más de lo que yo podía soportar, así que me fui para Oita, en Kyushu, donde mi mujer huyó cuando comenzó la feroz batalla de Okinawa. Pensaba que al menos podía vivir tranquilamente con ella y tener la posibilidad de conseguir la suficiente comida que en la hambrienta y concurrida metrópoli.

Pero la vida en Kyushu no fue tranquila como había pensado. Por algu-na razón hubo una evacuación masiva desde Okinawa a Oita y mi mujer y yo tuvimos parientes entre las hordas de refugiados. No había mucho para comer: unos pocos vegetales que cultivábamos nosotros mismos y algas que juntá-bamos en la costa. Mi mujer, con la edad que tenía, mantenía su espíritu indo-mable, pero para mi gran pesar no por mucho tiempo.

Un día se sintió repentinamente enferma. Ella siempre había sufrido de asma y se sintió tan mal que apenas podía respirar. Cuando una tarde estaba junto a ella, movió su delicado cuerpo en la cama y miró en dirección a Tokio. Miré sus labios moviéndose en una silenciosa oración. Luego se movió otra vez, en esta oportunidad mirando hacia Okinawa, agarrándose sus tembloro-sas manos y diciendo otra silenciosa oración. Por supuesto yo sabía lo que pensaba: al mirar hacia Tokio ella pensó en el emperador y en el Palacio Impe-rial, en sus hijos y nietos; cuando miró hacia Okinawa ofreció su última oración a sus antepasados antes de unirse a ellos.

Así murió mi mujer, quien a través de largos años hizo todo lo posible para ayudarme y estimularme en mi devoción por el karate. Cuando viajé a Tokio, teniendo alrededor de cincuenta años, me tuve que separar de ella y cuando, años antes, estuvimos juntos en Okinawa, su vida fue difícil. Éramos tan pobres que ninguno de los dos tuvo los placeres comunes que forman par-te de la comodidad de una pareja. Ella dio toda su vida para mí, su esposo, con su amor por el karate, y para sus hijos.

Creo que sus extraordinarias cualidades fueron reconocidas por la gen-te de Oita porque hicieron una inusual excepción con ella en la antigua tradi-ción del funeral. La casa funeraria de la villa es solo para la gente nacida en Oita. Los extraños son velados en una morgue en Usuki. Pero los representan-tes de la villa decidieron que mi esposa fuese cremada en la funeraria local y creo que fue la primera vez que se hizo esta excepción. Fue un conmovedor tributo a su memoria, a sus especiales cualidades humanas.

Era el final del otoño de 1947. En pocos días me iría hacia Tokio llevan-do una urna conteniendo las cenizas de mi esposa. Iba a pasar un tiempo en la

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casa de mi hijo mayor. Como el viejo tren de los tiempos de guerra iba lenta-mente, se paraba en numerosas estaciones. Para mi gran sorpresa en cada estación había antiguos alumnos míos que habían ido a saludarme y a ofre-cerme sus condolencias. No sabía como ellos se habían enterado que estaba en el tren y que mi esposa había muerto, pero estaba muy emocionado por sus atenciones. Las lágrimas cayeron desenfrenadamente por mis mejillas hasta que pensé que ella había muerto tan noblemente como había vivido. Reconociendo el verdadero karate

En los últimos años he escuchado cada vez más decir a la gente “karate sannen-goroshi” o “karate gonen-goroshi” queriendo significar que un hombre que ha sido golpeado con un golpe de karate morirá inevitablemente tres o cinco años después. Parece algo tremendo y por supuesto deplorable pero puesto que hay algo de cierto quiero referirme a esto muy brevemente.

Es totalmente inexacto decir que si se golpea a un oponente en deter-minado lugar él está inevitablemente destinado a morirse en un período de tres a cinco años. Pero es cierto que un hombre que es golpeado de esa forma si no muere en el momento puede llegar a morirse después de unos años como resultado de ese golpe. Algunos golpes de karate pueden, por lo tanto, acortar la vida de la víctima: hasta ahí está la verdad que ha dado lugar a estos di-chos.

¿Cómo puede suceder esto? No hay dudas que mis lectores habrán vis-to fotografías de karatekas rompiendo tablas o tejas con un golpe de sus ma-nos desnudas. Generalmente la primer tabla o teja permanece sin dañarse mientras que las de más abajo son las que se rompen; la tabla que realmente recibe el golpe no muestra señales de haber sido golpeada.

Lo mismo puede ser cierto en el caso de un golpe en el cuerpo humano: no aparece nada en la superficie pero el interior puede estar seriamente daña-do. Todos hemos escuchado en algún momento de alguien que se golpeó con algo y que sintiendo poco o nada de dolor, le desaparece el problema. Luego, al pasar el tiempo, quizás años, comienza de nuevo el dolor y puede aumentar. Pero golpeando de esa forma, rompiendo tablas o tejas, se está muy lejos de la verdadera esencia del Karate-dõ.

Digamos que una persona entrenada en karate puede normalmente romper cinco tablas de un solo golpe. También un hombre común sin conocer absolutamente nada de karate, con suficiente entrenamiento puede ser capaz de romper tres o cuatro tablas. Lo que no podemos decir es que él de esa for-ma ha comenzado a entender el verdadero significado del karate. Si intentase utilizar la habilidad que ha adquirido para atacar a otros, con toda seguridad perderá la pelea; puede tener éxito en fortalecer sus manos pero fallará en entender la naturaleza del karate.

Recuerdo lo preocupado que estaba el Departamento Metropolitano de Policía (en la época en que llegué a Tokio) de que el karate fuese utilizado

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como un arma ofensiva. Pienso que actualmente la gente no es tan impruden-te. Algunos años después un alto oficial me dijo, “Usted sabe que a cualquiera que se encuentre llevando un arma de fuego o una espada se lo puede arres-tar por posesión ilegal de armas, pero con el karate las únicas armas son las manos y las piernas y no podemos arrestar a la gente por llevar eso. Así que me gustaría decirle que tenga cuidado de que la gente joven que se entrena en su Dojo no haga uso de esa habilidad para cualquier propósito ilegal. ¡Hay tan-tas bandas de criminales actualmente en el país!”

Yo pensaba que si a través de mis esfuerzos estas bandas aprendían karate y lo usaban para dañar o matar gente mi nombre caería en desgracia para siempre. Estoy orgulloso de que entre los cientos que estudiaron y practi-caron en mi Dojo no conozco un solo caso en que esta habilidad haya sido usada ilegalmente.

Siempre he puesto énfasis durante mi enseñanza de que el karate es un arte defensivo y nunca debe ser utilizado con fines ofensivos. “Tenga cuidado”, escribí en uno de mis primero libros “acerca de las palabras que dice, porque si es jactancioso usted puede hacerse de gran cantidad de enemigos. Nunca olvide el viejo refrán de que un fuerte viento puede destruir un firme árbol pero el sauce se dobla y el viento pasa a través de él. Las grandes virtudes del ka-rate son la prudencia y la humildad”.

Es por eso que siempre enseño a mis estudiantes que estén alertas pe-ro nunca vayan a la ofensiva con su habilidad en el karate y enseño a mis nuevos alumnos que bajo ninguna circunstancia permitiré que usen sus puños por tener diferencias personales. Confieso que algunos de los jóvenes no es-tán de acuerdo conmigo: ellos dicen que el karate puede precisamente usarse en circunstancias en que sea absolutamente necesario.

Yo trato de explicarles que ésta es una concepción totalmente errónea del verdadero significado del karate, una vez que se comienza a utilizar el ka-rate el resultado se hace un asunto de vida o muerte. ¿Y cómo podemos acep-tar para nosotros mismos dar un combate de vida o muerte frecuentemente con los pocos días que estamos en la tierra?

En ninguna circunstancia el karate debe ser usado ofensivamente. Para ilustrar mi punto de vista daré un ejemplo de un hombre joven que estuvo por poco tiempo en mi Dojo Meisei Juku y que un día decidió probar sus patadas sobre un perro que cuidaba los jardines de la residencia Matsudaira, vecinos nuestros. El joven falló la patada y fue seriamente mordido por el perro. Por eso digo que aquellos que teniendo entrenamiento de karate piensan en usar su habilidad, están pervirtiendo el significado del arte.

Algo más querría comentar aquí es el llamado “golpe cortante de karate” usado en las peleas profesionales. No es algo de lo que realmente estoy muy bien calificado para hablar, porque conozco poco o nada de las peleas profe-sionales, y como no me gusta estar entre la muchedumbre nunca vi un match excepto por televisión.

Este “golpe cortante de karate” es el principal arma usado por Rikido-zan, el hombre que más ha popularizado la pelea profesional en Japón, por lo cual lo respeto. Yo estaba admirado cuando dijo que había aprendido karate y que cuando era luchador de sumo había practicado con Yukio Togawa, que había sido estudiante de mi Dojo. Así, Rikido-zan estudió karate antes de ser

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luchador profesional, un hecho que ilustra claramente lo decidido que estaba en aprender todas las técnicas relacionadas con su profesión.

Cuando vi su famoso “golpe cortante de karate” por televisión observé que no había ninguna variación con el golpe “shuto” de karate. La palabra “shuto” significa “mano espada”, refiriéndose al uso de la mano como una es-pada o cuchillo, con los cuatro dedos y el pulgar extendidos y apretados uno con otro.

A pesar de su aparente similitud, el “golpe cortante de karate” y el “shu-to” son dos cosas muy distintas. Cuando observé a Rikido-zan parecía estar utilizando sus manos como cuando un chico impulsa una “espada” de bambú. Nuestro “shuto”, sin embargo, es un arma mucho más mortal: es como una afi-lada espada de acero. Un golpe “shuto” en el costado del cuello de un oponen-te lo puede matar instantáneamente. Si golpea el omóplato lo destrozará y puede, como la hoja de un cuchillo, penetrar en el cuerpo de un oponente. Es el mismo “shuto” que a veces es usado para romper tablas y tejas.

A pesar de que el “golpe cortante de karate” proviene del “shuto” los expertos de karate podrán ver grandes diferencias. En karate, por ejemplo, raramente se levanta el brazo más alto que la cabeza (aunque los principian-tes tienden a hacer esto al practicar los katas o al hacer sus movimientos). Pero un practicante nunca levantará sus brazos y sí lo hace el peleador con el “golpe cortante de karate”.

También este último es realizado con el brazo totalmente extendido, mientras que el “shuto” se realiza con el codo flexionado. Aunque el movimien-to es mas corto comparado con el “golpe cortante de karate” puede ser por supuesto infinitamente más letal.

Todos los días

A menudo me preguntan los periodistas (y también médicos) aquellos que la gente vieja debemos responder. Lo que todos quieren saber es a que debo mi longevidad. Y mi sencilla respuesta es que no tengo ninguna regla secreta excepto moderación. ¡Tengo noventa años y me siento tan bien de sa-lud y de espíritu que no me sorprendería totalmente si este día marcase el co-mienzo de una nueva vida para mí!

Moderación, sí. Sin embargo pienso que quizás si le cuento a mis lecto-res acerca de algunos de mis hábitos diarios en mi larga vida ellos podrán comprender más claramente como es posible para mí vivir una madura y activa vejez. Como conté muy al comienzo de este libro, mi nacimiento fue prematuro y tanto mi familia como mis vecinos pensaron que no viviría más de tres años. Ahora, noventa años después, aún enseño karate y escribo libros y mi mente está tan ocupada pensando nuevas actividades como si tuviese la mitad de la edad.

Detengámonos por un momento en la importancia del alimento. Yo como frugalmente, nunca hasta estar lleno. Los vegetales son los favoritos en mi di-eta y aunque no soy apasionado de la carne y el pescado, como ambos con limitación. Me hice una regla de nunca tener más que un plato y un tazón de

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sopa. Creo que limitarse en las comidas puede ser uno de los motivos princi-pales para que conserve un excelente salud. Debo mencionar también que es mi costumbre y siempre lo ha sido, comer comidas calientes en verano y frías en invierno. Por ejemplo yo nunca, como lo hace la mayoría de la gente, comí helado o tomé agua helada cuando hacía calor.

Para vestirme me disgusta la ropa pesada. Okinawa es muy cálida la mayor parte del año así que hay poca necesidad de usar ropa pesada, pero aún ahora durante los inviernos en Tokio, yo visto tan liviano como es posible. Nunca usé aquellos calderos de carbón que llamamos “hibachi” o las estufas de carbón (kotatsu) ni nunca he usado algo como una botella de agua caliente.

Durante las cuatro estaciones del año duermo sobre una sola y fina manta con una almohada de lana o de caña y aún en el rigor del invierno me cubro con una sola manta. Nunca usé mantas adicionales. Debido a que mi familia era pobre me acostumbré a esa relativa austeridad y nunca encontré ninguna razón para cambiar mi forma de vida. Aún ahora vivo en una casa al-quilada y en lo que más insisto es en un cuarto alto. Esto lo hago muy delibe-radamente porque creo que subir las escaleras es un excelente entrenamiento para los músculos de las piernas. Esta costumbre puede ser también importan-te factor de mi larga vida de buena salud.

Siempre me levanto temprano. Supongo que mis jóvenes lectores, acos-tumbrados a que hagan cosas por ellos, puedan encontrar esto sorprendente, pero cuando me levanto enrollo mi manta y la guardo en el ropero. Cuando vivía en Okinawa nunca dejé que mi mujer hiciese esas cosas por mí, así como ahora no quiero que la hagan mis hijos o mis nietos. Mi costumbre fue siempre hacer las cosas yo mismo, como limpiar mi habitación, ventilar mi manta o sa-car el polvo de mis libros. Soy un firme creyente de la importancia de la limpie-za e insisto en realizarlo personalmente. Esta ha sido siempre mi costumbre.

Cuando me levanto limpio el polvo que pudo haberse acumulado sobre el retrato del Emperador Meiji en traje de corte, un retrato que me regaló mi hijo, o sobre el de Tokamori Saigõ, el soldado y estadista Meiji. Este último me lo obsequió su hijo mayor, Kichinosuke Saigõ. Luego limpio mi habitación, practico algún kata, lavo mis manos y cara y luego tomo un sencillo desayuno.

Ahora ocasionalmente me concedo una indulgencia que no la conside-raba cuando era joven: a veces hago una pequeña siesta después de mi al-muerzo. Mis tardes las dedico en general a escribir o leer. Escribo general-mente contestando a estudiantes que habiéndose graduado en la universidad trabajan en lugares distantes y quieren que les escriba algo. Practiqué caligra-fía desde niño pero luego nunca permití que preparasen mi tinta y ahora tam-poco lo permito. Como deben saber mis lectores, los escritores japoneses usan tallos de pigmentos sólidos que los convierten en tinta colocándolos en un ta-zón de piedra conteniendo agua. Este es un proceso lento, así que paso varios meses para contestar a los estudiantes. ¡Espero que no sean mis años que causan este retraso!

Siento que cuando escribo no necesito anteojos pero sí cuando leo car-tas escritas con pluma y tinta. Mi sentido auditivo está aún aguzado pero debo confesar que mis dientes no son los realmente los míos. No tengo problemas con ellos cuando como pero me ha sucedido a veces durante una conversa-ción que se me aflojan y siento que se me caen, así que los presiono con un

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dedo contra mi encía, lo que no siempre contribuye a que se me entienda. Creo que debo comprarme una dentadura nueva y mejor uno de estos días.

Bueno, después de todo una persona difícilmente puede alcanzar mi edad sin tener problemas. A veces le reprocho a mi hijo mayor cuando le dice a mi mujer: “Recomiende a su esposo que tenga cuidado cuando va a la ciu-dad, hay tantos autos y micros en las calles y su esposo no es ningún joven!”

“Y cuán viejo” ella responde irónicamente “cree que es usted, abuelo?” Dos hábitos que nunca tuve fueron fumar y beber. Cuando era joven mis

maestros de karate me advirtieron contra ambos y seguí fielmente sus adver-tencias. Decía un maestro “si usted está con diez, veinte o cincuenta compañe-ros, nunca olvide que ellos pueden convertirse en sus enemigos si se embo-rrachan. Si usted bebe tenga siempre eso en la mente”.

Un hábito que he mantenido toda mi vida es bañarme diariamente, pero al contrario de muchos de mis conciudadanos yo prefiero el agua moderada-mente caliente que muy caliente. No me gusta estar mucho tiempo en el agua. En el pasado, cuando acostumbraba ir al baño público el encargado se ofrecía a darme masajes, pero siempre me hacía sentir cosquillas, así que rápidamen-te le decía que pare. Ahora la gente joven de mi familia me pregunta si me gus-taría darme masajes pero yo me niego diciéndoles que viejo como soy mis músculos están en excelentes condiciones.

Y esto es verdad aunque quizás los que no me conocen al verme cami-nar por la calle puedan pensar lo contrario, porque aún uso la forma de cami-nar deslizándose que nosotros llamamos “suriashi”, que es la que se usaba cuando era joven. Actualmente la juventud no acostumbrada a esta vieja cos-tumbre puede suponer que me caigo de rodillas, pero están equivocados.

Yo viajo solo haciendo por ejemplo frecuentes excursiones a Kamakura. No necesito ayuda para subir o bajar del tren y realmente me siento disgustado de que los universitarios me alquilen un auto cuando voy a enseñar. También es desagradable el hecho de que cuando en uno de mis solitarios viajes en-cuentro un antiguo practicante, invariablemente insista en acompañarme. Esto demuestra por supuesto un gran afecto, pero aunque mi cabello es blanco y en una década seré centenario siento que no necesito ninguna ayuda.

Mi mayor desagrado es que mi memoria no es tan buena como antes. A veces olvido cosas o cometo tontos errores como bajarme en una estación de tren equivocada, pero pienso que la gente joven a veces comete errores simi-lares, así que mi opongo a aceptar que esto es una demostración de senilidad.

Esta falta de memoria se extiende también hacia los estudiantes de los departamentos de karate de varias universidades. ¡Hay tantos! Y a veces no solo olvido sus nombres sino también a que universidades están asistiendo. Cuando todavía son estudiantes usando sus uniformes el problema es relati-vamente simple, pero es peor cuando se gradúan y comienzan a usar ropas comunes.

A veces hombres a los que enseñé décadas atrás me visitan cuando viajan a Tokio. Por supuesto ellos me recuerdan muy vívidamente, pero el nú-mero de mis antiguos estudiantes son decenas de miles. Así que frecuente-mente no se como llamarlos y me siento obligado a caer en esta frase común, “¡Cuánto a crecido usted!”

Luego los jóvenes de mi familia me tocan advirtiéndome y me murmu-ran, “Abuelo, su invitado es un caballero gentil y próspero. ¿No piensa que es

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descortés decirle cuanto que a crecido?” Pero aunque los recuerde claramente o no, yo siempre estoy feliz de recibir visitas de mis antiguos estudiantes y es-toy muy agradecido con ellos por ayudar a popularizar el Karate-dõ.

Uno de mis mayores placeres actuales es estar en la compañía de jóve-nes entusiastas del karate. Unos pocos años atrás, cuatro o cinco, fui invitado a Shimoda, en Izu, por uno de estos grupos. Tomé el tren a Itó y luego el micro y cuando mis jóvenes anfitriones me recibieron pensé que ellos esperaban en-contrarme muerto de cansancio.

Con mucho cuidado me condujeron al hotel donde habían reservado un cuarto para mí en la planta baja. Le pregunté al encargado si tenía un cuarto en la planta alta por el paisaje y porque me iba a sentir mejor cuando me des-pertase. El estuvo feliz en complacerme pero fue otro motivo de preocupación para mis jóvenes anfitriones así como para los empleados del hotel, todos los cuales estaban preocupados de que me tropezase y cayese. Así que tuve que demostrarles que un hombre de noventa años podía aún subir las escaleras y también bajarlas.

Los habitantes de la ciudad, me enteré, pensaron que era como mínimo veinte años más joven y todo el viaje a Shimoda fue realmente placentero. Mis anfitriones parecieron estar tan contentos como yo. El recuerdo de sus caras sonrientes durante todo el viaje de vuelta me hizo sentir que mi trabajo estaba lejos de finalizar. Aunque el Karate-dõ ha tenido grandes progresos no es aún tan popular como me gustaría que fuese. Así que pienso que debo seguir vi-viendo bastante tiempo más para ver completado el trabajo que comencé tiem-po atrás.

Cortesía

Algunos jóvenes entusiastas del karate creen que pueden aprender sólo a través de instructores en un Dojo, pero éstos son sólo tecnicistas y no verda-deros karatekas. Hay un dicho budista que dice “cualquier lugar puede ser un Dojo” y es un dicho que cualquiera que quiera seguir el camino del karate nun-ca debe olvidarlo. El Karate-dõ no es solo adquirir ciertas habilidades defensi-vas sino también el aprendizaje del arte de ser un miembro de la sociedad bueno y honesto.

Saludamos a nuestros amigos diciendo “buen día” o “buenas tardes” y hacemos observaciones sobre el tiempo. Esto es bastante común y raramente lo pensamos, ¿pero porqué no pensamos de algo que es más importante?

En nuestra época actual de liberalismo y democracia no dudo de ser acusado de conservador, aún de ser un reaccionario, si sugiero que la cortesía que mostramos con nuestros vecinos y amigos también puede ser extendida a miembros de nuestra familia. Esto es lo que sostengo, debemos interesarnos más por nuestros padres y abuelos, por nuestros hermanos y hermanas. Esto es tan obvio que a menudo lo olvidamos.

Particularmente los jóvenes deben mostrar más interés por sus familias y esto obviamente es de importancia no sólo para los que quieren practicar karate sino también para todos los miembros de la raza humana. La mente del

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verdadero karateka debe estar imbuida de estos hechos antes que prestar atención en su cuerpo o en el refinamiento de su técnica. Querer al karate, quererse a sí mismo, querer a la familia y amigos: todo conduce eventualmente a querer el país de uno. El verdadero significado del karate solo puede ser ad-quirido a través de ese sentimiento.

Tomemos como ejemplo uno de los hechos que ocurren diariamente, la visita a una de las casas públicas para bañarse. No querría que nadie tuviese la desagradable experiencia de encontrar la tazón o la palangana de madera que está acostumbrado a usar media llena de agua sucia, lo que significa que antes de usarla uno sirvió para limpiar la suciedad de otro. La persona que procede de esta forma es evidentemente una persona sin cortesía. Algunos agarran su toalla de mano de la cuba común y se van lejos para lavarse con agua que otra gente está bebiendo. Otros que quieren afeitarse delante del espejo y lo encuentran ocupado, en cambio de esperar que esté libre realizan la peligrosa práctica de afeitarse sin ver claramente lo que están haciendo. Cualquiera con cortesía común debería, después de vestirse, dar los tres o cuatro pasos necesarios para poner el canasto con sus cosas en el lugar don-de estaba, en cambio de dejar que lo haga el encargado del baño. El baño pú-blico es uno de los mejores lugares del mundo para demostrar lo que es ver-daderamente una persona en el curso de su vida diaria.

No recuerdo cuanto hace que leí la autobiografía del difunto Seiji Noma, fundador de Kodansha (la compañía editora), pero nunca olvidaré el libro, y yo hice mucho de lo que aprendí de él:

Un pasaje me impresionó particularmente. “Yo acostumbraba a ir a los baños públicos todas las noches” escribió.”Cuando llegaba el encargado me saludaba diciéndome “Bienvenido” y cuando me iba me decía “Muchas gra-cias”. Por mucho tiempo yo no me molesté en contestar sus saludos, pero re-pentinamente pensé que era cortés hacerlo”.

Él recalcó la importancia de contestar siempre a estos saludos y decidí ponerlo en práctica todos los días. Entrando al baño público escuché una pa-labra de bienvenida y yo sonreí y dije “Buenas noches” en respuesta a su acostumbrado “Muchas gracias”. Después de esto el encargado y yo nos hici-mos bastante amigos. El tono de su voz, que anteriormente era superficial, se hizo cálido y más personal y la visita diaria al baño público fue para mí algo más que una rutina diaria.

Una de las cosas que siempre digo a mis nuevos alumnos es que uno que solo piensa en sí mismo y no considera a los demás no está capacitado para aprender Karate-dõ. He descubierto que los serios estudiantes del arte son siempre muy considerados con los demás. Ellos también demuestran la gran firmeza de propósito que es esencial si uno continúa estudiando karate durante el período de tiempo que se requiera.

Cada año en el mes de abril un gran número de estudiantes nuevos se inscriben en las clases de karate de los departamentos de educación física de las universidades, mucho de ellos, afortunadamente, con el doble propósito de crecer tanto espiritualmente como en su fuerza física. Sin embargo siempre hay algunos que solo desean aprender karate para usarlo en una pelea. Estos en su mayoría abandonan el curso antes de que pase la mitad del año, porque es casi imposible para una persona joven con objetivos tan necios continuar mucho tiempo karate. Solo aquellos con grandes ideales pueden encontrar al

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karate lo suficientemente interesante como para perseverar en el esfuerzo que este requiere. Aquellos que han encontrado que cuanto más fuerte se entrenen más fascinante se hace el arte.

Puntos importantes Seis reglas

Estén seguros que la mejor forma de entender el Karate-dõ es no sola-

mente practicando katas sino también adquiriendo el conocimiento del signifi-cado de cada uno de los distintos katas. Sin embargo, como ya me referí con alguna extensión sobre los katas en “Karate-dõ Kyõhan” y no es este el propó-sito de este libro, aquí me gustaría solo mencionar seis reglas y el estricto cumplimiento de ellas es absolutamente esencial para cualquier persona que desee comprender la naturaleza del arte (Nota de editorial: aunque al Maestro Funakoshi habla de “seis” reglas, la numerada tres está inexplicablemente desaparecida)

1. Usted debe ser extremadamente serio en el entrenamiento. Cuando

digo esto no quiero significar que no debe ser razonablemente dili-gente o moderadamente formal. Quiero significar que el adversario debe estar siempre presente en su mente, si usted se sienta o se pa-ra o camina o levanta sus brazos. Si usted lanza un golpe de karate durante un combate, no debe tener dudas de que siempre ese golpe decidirá. Si usted ha cometido un error usted será el que habrá per-dido. Siempre debe estar preparado para esta eventualidad. Usted puede entrenarse mucho, mucho tiempo, pero si solo mueve sus manos y pies y salta y cae como un títere, aprender karate no es muy distinto que aprender a bailar. Nunca habrá encontrado el fondo del problema, habrá fallado en alcanzar la esencia del Karate-dõ. Ser extremadamente serio no es esencial solo para un seguidor del Karate-dõ, es igualmente esencial para la vida diaria de cada uno porque la vida misma es una lucha para sobrevivir. Cualquiera que sea tan complaciente como para asumir que después de un error puede tener otra oportunidad, raramente tendrá éxito en su vida.

2. Entrénese con alma y vida sin atormentarse con la teoría. A menudo una persona que no tiene la cualidad esencial de ser extremadamen-te serio puede querer refugiarse en la teoría. Digamos, por ejemplo, una persona que ha practicado un kata particular por un par de me-ses y luego dice con un cansado suspiro “No importa cuán fuerte me entrene, yo no puedo aprender este kata. ¿Qué puedo hacer?” ¡Un par de meses! ¿Quién puede aprender un kata en un par de meses? El “kibadachi” (posición de jinete) por ejemplo, parece muy fácil pero el hecho es que nadie puede aprenderlo sin haberlo practicado to-

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dos los días por un año entero hasta que sus pies se vuelvan tan firmes como alineados. ¡Que sin sentido es por lo tanto que una per-sona diga después de dos meses de práctica que es incapaz de aprender un kata! La verdadera práctica no se hace con palabras si-no con el cuerpo entero. Otros aprendieron el kata que usted está practicando. ¿Porqué no puede ser capaz usted también? ¿Está haciendo algo equivocado? Estas son las preguntas que debe hacerse uno mismo, luego debe entrenarse hasta que caiga exte-nuado; rápidamente debe continuar usando estrictamente el mismo sistema. Aquello que ha aprendido escuchando las palabras de otros lo olvidará rápidamente; aquello que ha aprendido con todo su cuer-po lo recordará el resto de su vida. El Karate-dõ consiste en un gran número de katas, conocimientos básicos y técnicas que ninguna per-sona es capaz de asimilar en corto tiempo. Además, hasta que usted no entienda el significado de cada técnica y kata, nunca será capaz de recordar, no importa cuanto tiempo practique, todas las distintas destrezas y técnicas. Todas están interrelacionadas y si no las en-tiende cada una completamente fracasará en el largo camino. Pero una vez que aprendió una técnica podrá observar que está estre-chamente relacionada con otras técnicas. Podrá, en otras palabras, comenzar a entender que todas las más de veinte katas pueden ser resumidas en solo unas pocas técnicas básicas. Por lo tanto si co-mienza a dominar un kata podrá rápidamente comprender todas las otras simplemente mirando como se hacen o practicándolas durante un período de instrucción. Quiero contarles una vieja historia que creo ilustrará bien mi punto de vista. Está relacionada con un muy famoso recitador de canciones dramáticas que tuvo un maestro muy estricto cuando estaba aprendiendo el arte en su juventud. Día tras día, semana tras semana, mes tras mes y de hecho año tras año, el joven tuvo que recitar el mismo pasaje del “Taikõki” (la historia de Toyotomi Hideyoshi) sin que se le permitiese seguir más adelante. El joven, quien finalmente (si recuerdo correctamente) fue el famoso Maestro Koshiji, abrumado se desesperó. Persuadido de que no era capaz de realizar la profesión se fue de la casa de su maestro bus-cando en la capital de Edo alguna otra profesión. Siguiendo la ruta de Tokaido, Koshiji paró una noche en una posada en la Prefectura Shizuoka donde, por fortuna para él, todas las noches había un con-curso de recitadores. No teniendo nada que perder participó en la disputa y recitó, por supuesto, el pasaje del “Taikõki” que conocía tan bien. Cuando terminó, el que dirigía la competencia exclamó ad-mirado “¡Esto es soberbio! Dígame quién es usted porque estoy se-guro que es un maestro famoso”. El joven Koshiji se sintió complaci-do con estas palabras y al mismo tiempo algo perplejo, confesando que era solo un principiante. Su atónito admirador contestó “Encuen-tro esto difícil de creer, usted actuó esta noche como un verdadero maestro. ¿Quién es entonces que le enseña?” En ese momento Koshiji contó la historia de cómo tuvo que escapar porque su maes-tro era tan severo. “Ah, que terrible error cometió” exclamó el que di-rigía la competencia. “Es precisamente por ese maestro severo que

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usted fue capaz de recitar tan soberbiamente esta noche, después de estudiar solo unos pocos años. Si tiene en cuenta mi consejo, vuelva con su maestro, ofrézcale sus disculpas y suplíquele que con-tinúe su instrucción”. El joven Koshiji hizo esto y luego se convirtió en el maestro más famoso de su tiempo. Conté esto porque como la enseñanza de otras tantas historias que pueden no tener su funda-mento en hechos actuales, puede ser aplicable a la vida misma.

3. (no aparece) 4. Evitar el amor propio y el dogmatismo. Una persona que se jacta en

voz alta o fanfarronea por la calle de lo fuerte que es nunca merece-rá verdadero respeto aún cuando por la fuerza que tenga sea muy capaz en karate o en algún otro arte marcial. Es aún más absurdo escuchar el propio engrandecimiento de uno que no tiene capacidad. En karate generalmente es el principiante el que no resiste la tenta-ción de jactarse o mostrarse a los demás; pero haciendo eso él des-honra no solo a su persona sino también el arte que eligió.

5. Trate de verse a usted mismo como realmente es y trate de adoptar aquello que es meritorio en el trabajo o en otro lugar. Como karateka deberá por supuesto observar a menudo otras prácticas. Cuando lo haga y vea fuertes puntos en la performance de otros, trate de incor-porarlos a su propia técnica. Al mismo tiempo si el entrenamiento que está observando parece ser no muy bueno, pregúntese si tam-bién usted no estará fallando en practicar adecuadamente. Cada uno de nosotros tiene buenas y malas cualidades; el hombre sabio trata de emular lo bueno que percibe en otros y evitar lo malo.

6. Aténgase a las reglas de ética en su vida diaria, ya sea en público o en privado. Este es un principio que demanda estricta observancia. Con las artes marciales, más particularmente con el Karate-dõ, mu-chos principiantes exhibirán inevitablemente grandes progresos y fi-nalmente algunos podrán terminar siendo mejores karatekas que sus instructores. Frecuentemente escucho a profesores hablando de sus practicantes como “oshiego” (alumno) o “montei” (seguidor) o “deshi” (discípulo) o “kohai” (joven). Pienso que estos términos deben ser evitados porque puede llegar el momento en que el practicante pue-de sobrepasar a su instructor. Mientras tanto el instructor, usando esas expresiones corre el riesgo de complacencia, el peligro de olvi-dar que algún día el joven al que le habló mas bien con desprecio no solo puede llegar a ser igual que él sino llegar más lejos que él, en el arte del karate o en otros campos del desarrollo humano. La fábula familiar de la tortuga y la liebre se aplica no solo a los chicos. A me-nudo le digo a mis jóvenes colegas que ninguno puede lograr la per-fección en Karate-dõ hasta que comience a sentir que éste es, por sobre todo, una fe, una forma de vida. Cuando alguien comienza una empresa, desea fervientemente tener éxito en ella. Además sabe que necesita la ayuda de otros; el éxito no puede alcanzarse solo. En Ka-rate-dõ ayudando a otros y aceptando la ayuda de estos, un hombre adquiere la habilidad de elevar el arte a una fe donde perfecciona tanto el cuerpo como el alma y termina finalmente reconociendo el

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verdadero significado del Karate-dõ. Me gustaría pensar que estoy equivocado pero estoy seguro de lo contrario, por todo lo que he es-cuchado recientemente de jóvenes practicantes de karate usando expresiones como “jitsuryoku-gata” (un hombre con verdadera habili-dad) o “sento-gata” (un hombre de combate) o “jissen-gata” (un hom-bre de combate efectivo). Estos términos son absolutamente infanti-les y demuestran una abismal ignorancia respecto al verdadero sig-nificado del Karate-dõ. Como el Karate-dõ apunta a la perfección tanto de la mente como del cuerpo, expresiones que alaban solo las hazañas físicas nunca deben usarse en relación a él. Como dice tan acertadamente un monje budista, Nichiren, el que estudie los Sutras debe leerlos no solo con los ojos de la cara sino con los de su alma. Esta es la perfecta exhortación para un practicante de karate, que siempre debe conservarla en la mente.

Violando una regla

Debo confesar que he cometido el desliz de la estricta observancia de las reglas. Este particular incidente ocurrió unos pocos años después de ter-minar la Guerra del Pacífico.

Teniendo solo alrededor de ocho años menos, era bastante más activo de lo que soy ahora, y así un día fui a una reunión de lecturas de poesías en Tamagawa. Como había abundante bebida (para celebrar un aniversario) la reunión terminó bastante tarde y llegué justo a tomar el último tren de regreso a Tokio.

Japón aún estaba en estado de caos de postguerra y la gente sabía que era peligroso caminar solo de noche. Pero pensé que ninguno molestaría a un anciano como yo, así que después de bajarme del tren en la Estación Otsuka me dirigí a mi casa. Esta parte de Tokio estaba en ruinas y desierta y la casa donde vivía, que afortunadamente se había salvado de los bombardeos, esta-ba algo distante.

Había comenzado a llover, así que levanté el cuello de mi saco, abrí mi paraguas y comencé a caminar. El incidente que quiero relatar ocurrió entre Osuka y Hikawashita; comenzó cuando una figura de negro saltó repentina-mente desde cerca de un poste de teléfono. “¡Hey, abuelo!” gritó, haciendo una estocada por mi paraguas.

Pensando que podía ser un amigo o un conocido me dí vuelta cortés-mente y levanté mi sombrero como haciéndole una reverencia.

Esto pareció sorprenderlo. Luego, después de un momento de silencio, dijo con una voz algo incierta, “¿Tiene un cigarrillo, abuelo?”

En ese momento me dí cuenta que era un ladrón pero también puedo decirles que por el tono de su voz era muy aficionado, un principiante en el negocio, así que hablaba tratando de aparentar que era fuerte.

“Yo no fumo” le contesté.

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Debo explicarles que nunca llevo un portafolios. Esa noche, cubierto en mi sencillo “furoshiki” negro, todo lo que tenía era mi caja de comida vacía y algunos libros.

“¿Porqué miente, abuelo?” preguntó el hombre. “Debe tener algunos ci-garrillos en su “furoshiki”.

“Ya le dije que no fumo. ¿Ahora puede usted tener a bien dejarme pa-sar?”

“¡Ni piense en eso!” exclamó el hombre. “¡Desate su “furoshiki” y déjeme ver que hay en él!”

“No hay nada de gran valor” le dije. “¡Eso es lo que usted dice!” En ese momento el hombre arrebató el pa-

raguas de mi mano y me miró como si fuese a pegarme con él. Su posición de ataque estaba llena de fallas. Cuando balanceó el para-

guas hacia mí me agaché y con mi mano derecha lo agarré firmemente de los testículos. No tengo dudas que el dolor debía ser insoportable. El paraguas cayó al piso y también el hombre, luego de un violento grito agudo, mirando como si hubiese perdido el conocimiento.

En ese momento afortunadamente apareció en escena una patrulla poli-cial y dejé a mi asaltante con su custodia.

Permanecí en el lugar y averigüé que el que me quiso robar era casi se-guramente un veterano que había regresado recientemente de algún frente lejano. Sin trabajo, decidió robarme bajo el impulso del momento y yo, también bajo el impulso del momento, hice lo que constantemente les digo a mis jóve-nes practicantes que nunca deben hacer: tomar la ofensiva.

No me sentí muy orgulloso de mí mismo.

Karate para todos

Uno de los más notables aspectos del karate es que puede ser realiza-do por todos, jóvenes o viejos, fuertes o débiles, hombres o mujeres. Además, para practicarlo no es necesario un oponente. Por supuesto, a medida que se progresa en el arte, será esencial un adversario como sparring en la práctica (kumite) o sparring libre (jiyú kumite), pero al comienzo es innecesario un ad-versario real. No hay necesidad de un uniforme especial. Aún un Dojo es inne-cesario: una persona puede practicar karate en su propio patio. Por supuesto, ninguno que quiera realmente aprender los distintos katas puede hacerlo en un Dojo propio, pero el que considere que es suficiente estar saludable y en-trenar su mente y espíritu puede hacerlo practicando karate por sí mismo.

Por estas razones encontramos que hay muchas más mujeres practi-cando el arte actualmente, lo que creo que es una ventaja para ambos, para las mismas mujeres y para el Karate-dõ. Pero si los colegios de chicas que estudian karate frenan la publicidad de este hecho, pienso que aquellos que hemos sido responsables de su propagación también podemos ser responsa-bles de alimentar la idea de que es un arte que debe ser practicado sólo por hombres.

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Aunque en general la gente no piense muy bien de una mujer que eligió estudiar karate, ellas mismas deben encontrar al arte tan intrigante como le pasa al hombre. Una razón, creo yo, es que los katas tienen movimientos gra-ciosos, parecidos a aquellos usados en distintos tipos de danzas. En televisión vemos ahora los llamados “ejercicios de belleza” para mujeres y pienso al mi-rarlos cuán efectivamente podrían utilizarse nuestros katas para ese propósito, ya que pueden ser practicados por cualquiera.

Frecuentemente me han preguntado si una mujer que aprendió karate no querrá dominar a su marido después de casarse. Lo más probable es que ocurra lo contrario, yo decía; una esposa entrenada en karate hará todos los esfuerzos para obedecer a su marido porque el karate comienza y termina con cortesía. Una esposa que aprendió Karate-dõ no pensará en tratar de prevale-cer sobre su marido.

Sabemos muy bien que el karate puede mejorar la apariencia de chicas y mujeres jóvenes, tanto que los padres me traen frecuentemente a sus hijos para que les enseñe el arte. En numerosas ocasiones tuve que aceptar a chi-cas enfermizas como alumnas sólo para verlas recuperar su salud después de aproximadamente seis meses de entrenamiento, pero luego el karate se hizo tan importante para muchas de ellas que no desearon dejarlo.

También está el hecho indiscutible que una mujer con algún conoci-miento de karate puede defenderse aún contra un poderoso agresor masculi-no. Sin embargo me gustaría reiterar que el karate no es, ni nunca ha sido, meramente una forma brutal de defensa propia. Por el contrario, cualquiera que haya aprendido el arte de karate tendrá cuidado de aventurarse en luga-res peligrosos o en situaciones donde él o ella puedan verse obligados a usar el arte. Así como un hombre entrenado en karate no irá buscando pelea, una mujer entrenada en karate no se colocará en una situación donde deba usar su destreza para someter a un posible captor.

Una cosa que a menudo les digo a mis jóvenes alumnos ellos la en-cuentran confusa. “Ustedes no deben” les digo “convertirse en fuertes sino en débiles”. Ellos quieren saber qué quiero decir, porque una de las razones por la que eligieron Karate-dõ es para hacerse fuertes. Es difícil, me dicen ellos, entrenarse para convertirse en débil. Luego les contesto que lo que les estoy diciendo es realmente difícil de entender. “Quiero que encuentren la respuesta ustedes mismos” les digo. “Y les prometo que llegará el tiempo en que ustedes realmente entenderán lo que les quiero decir”.

Estoy convencido de que podrán. Estoy convencido que si la gente jo-ven practica karate con todo su corazón y toda su alma llegará a entender mis palabras. El que conoce su propia debilidad podrá manejarse en cualquier si-tuación; solo una persona verdaderamente débil es capaz de un verdadero valor. Naturalmente un adepto al karate debe perfeccionar su técnica a través del entrenamiento, pero nunca debe olvidar que sólo a través del entrenamien-to será capaz de reconocer su propia debilidad.

El pasado, el futuro Muchas armas

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Mucha gente tiene la equivocada impresión de que las armas del karate consisten solamente en las manos (cerradas o abiertas) y los brazos, los pies y las piernas. Sin embargo no es exageración decir que cada parte del cuerpo, desde la parte superior de la cabeza hasta la punta de los dedos del pie, pue-de ser usada como un arma. Por ejemplo desde la muñeca hacia la mano hay por lo menos diez potenciales armas: el “seiken” (el puño común), el “uraken” (la parte posterior del puño), el “shuken” (el puño-mano), el “ippon-ken” (el pu-ño con único-punto), el “chúkõken” (otro puño con único-punto), el “tettsui” (el puño martillo), el “shuto” (la mano espada), el “nukite” (la mano en lanza), el “ippon nukite” (la mano en lanza con un solo dedo) y el “nihon nukite” (la mano en lanza con dos dedos). Y desde el tobillo hacia el pie: el “koshi” (la bola del pie), el “shusoku” (el pie-mano), el “sokutõ” (el pie espada), el “tsumasaki” (la punta del dedo), el “enju” (el talón) y el “sokkõ” (la parte posterior del pie). Otras partes de los brazos y piernas usadas como armas son las muñecas, los codos y las rodillas. Casi no hay parte del cuerpo que no pueda ser usada co-mo arma.

Me gustaría ahora describirles muy resumidamente qué partes son las más frecuentemente usadas y también cuán efectivas ellas pueden ser. Para aquellos que practican karate simplemente como una forma de gimnasia, tam-bién querría darles una breve explicación de las distintas partes que pueden ser fortalecidas a través del entrenamiento.

Debemos comenzar con el “seiken”, el puño común, porque es la más básica de las armas del karate, la más frecuentemente usada. Consiste en ce-rrar los cuatro dedos contra la palma y luego se coloca el pulgar entre los de-dos índice y medio. Si coloca el pulgar algo más adentro puede lastimárselo al golpear; por lo tanto debe tener cuidado que no esté más allá del dedo medio. Los nudillos forman un ángulo agudo más que del dedo medio. Los nudillos forman un ángulo agudo más que un ángulo recto. Al principio podrá encontrar difícil formar el puño y se sentirá molesto, pero con la práctica se acostumbrará y comenzará a golpear más fuerte. Luego los nudillos se agrandarán y forma-rán una masa compacta parecida a un callo, mientras que la base de los dedos formarán al final ángulos rectos. En expertos altamente entrenados el ángulo se hace agudo.

Un buen momento para practicar el “seiken” es en el baño. Cubra sus manos con jabón así hará sus dedos resbaladizos, luego practique cerrar y abrir sus puños en la forma descripta y tan seguido como sea posible.

El novato encontrará que al tratar de lanzar un verdadero golpe con el “seiken” que su mano se dobla en la muñeca. Un golpe con la muñeca inclina-da no es nunca efectivo. Por el contrario, siempre está el peligro que el princi-piante pueda torcerse la muñeca.

Cuando el “seiken” es usado correctamente el nudillo del dedo medio golpea directamente al oponente, con toda la fuerza del brazo. El “seiken” puede ser llamado adecuadamente el corazón del karate y debe ser practicado todos los días y con la mayor perfección. Si no fuera tan completamente efecti-vo todo kata y kumite serían inútiles.

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La forma de entrenamiento más conocida del “seiken” es usando un “makiwara”, un grueso trozo de madera cubierto con paja. El “makiwara” tam-bién puede usarse ocasionalmente en fortalecer la mano espada (shuto), los codos y las rodillas. Pienso que no exagero cuando digo que la práctica con el “makiwara” es la clave de la creación de fuertes armas.

De alrededor de siete pies de alto y seis pulgadas de ancho, el “makiwa-ra” se fija firmemente en el piso hasta que su altura alcance aproximadamente la altura de los hombros del practicante. Luego se coloca la paja alrededor de dos a dos y media pulgadas. La paja se asegura con delgadas cuerdas. Al co-mienzo el principiante al golpear experimentará considerable dolor, así que recomiendo que inicialmente se envuelva una toalla sobre la paja.

Una vez preparado el “makiwara”, el practicante toma la posición de medio frente (hanmi) frente a él a una distancia suficiente para llegar con el puño al blanco. Debe flexionar sus rodillas y bajar sus caderas. Su mano iz-quierda debe estar cerrada y a una distancia de aproximadamente seis pulga-das del “makiwara” mientras que su mano derecha, también cerrada, debe es-tar en su cadera con la palma hacia arriba. Los ojos deben estar fijos en el “makiwara” y la fuerza concentrada en el bajo vientre (el “tanden”). La zona cubierta con paja debe estar a la altura del pecho porque si está más arriba deberá levantarse y perderá poder.

El punto más importante es la posición: las piernas deben sentirse como si estuviesen firmemente agarradas al piso. Luego viene el golpe en sí. El pu-ño derecho cerrado, que estaba al costado del cuerpo, es lanzado; simultá-neamente se gira la cadera con toda la fuerza hacia el blanco mientras que el puño izquierdo cerrado, que estaba colocado a seis pulgadas del “makiwara” se dirige hacia atrás en el lado izquierdo. Al realizar el golpe el puño derecho debe rotarse rápidamente en un movimiento de tirabuzón y esto lo hace más letal. Es un movimiento muy difícil de aprender, así que el practicante debe repetirlo una y otra vez.

Querría sugerir que al principio el practicante golpee débilmente el “ma-kiwara”, aumentando la fuerza gradualmente hasta que sus puños estén acos-tumbrados a absorber un fuerte golpe. Eventualmente por supuesto el practi-cante puede ser capaz de golpear con todas sus fuerzas. Aún si el principiante golpea el “makiwara” solo muy débilmente, también experimentará dolor e in-flamación en su mano, o puede simplemente llegar a rozar el blanco (aunque esté a tres pies de distancia) como resultado de lo cual su mano quedará con-tusa o hinchada. La inflamación podrá aliviarse colocando la mano en agua helada, pero la piel rota requerirá que se postergue el entrenamiento hasta que la herida esté curada.

Repitamos dos o tres puntos de importancia acerca del “seiken”: la posi-ción debe ser baja, las caderas deben girar rápidamente y fuertemente y el puño debe llevar toda la fuerza de que es capaz el cuerpo. Una observación más: cualquier practicante que se jacte de las callosidades de sus nudillos to-davía no aprendió el significado del Karate-dõ. El que practique karate como una forma de ejercicio físico no necesita usar el “makiwara”, puede practicar y realizar todo los movimientos necesarios sin haber nunca dado un golpe.

Además del “seiken” otro importante golpe de puño es el dado con la parte de atrás del puño (uraken), donde la parte que golpea al oponente con-siste principalmente en los nudillos del primer y segundo dedo. Si una persona

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se entrena con el “makiwara” debe tener cuidado de no golpear con los nudi-llos de los cuatro dedos. El “uraken” es un arma altamente efectiva para gol-pear la cara, debajo de las axilas y los costados del torso si un oponente ataca lateralmente.

Luego está el puño martillo (tettsui). El pulgar se cierra entre los dos dedos como en el “seiken” pero la parte del puño que golpea no es la misma. Aquí la parte blanda de la palma cerca del dedo chico es la que golpea. Mu-chos dicen que este no es un golpe muy efectivo, pero puedo asegurar a mis lectores que un “tettsui” totalmente desarrollado con el uso del “makiwara” es ciertamente un arma muy fuerte. Puesto que la zona que realmente golpea en el blanco es muy blanda, no puede ser muy dañada no importa cuán duro sea el blanco. Por esa razón el “tettsui” puede ser usado más efectivamente para golpear la muñeca u otras articulaciones del oponente.

La mano en lanza es un arma que penetra al oponente haciendo uso de la punta de los dedos. El “shihon nukite” utiliza los cuatro dedos, el “nihon nu-kite” dos y el “ippon nukite” uno. El dedo pulgar se dobla hacia el interior de la palma mientras que el resto de los dedos se extienden y se mantienen unidos entre sí. Alguien no familiarizado con este golpe puede suponer que los dedos pueden dañarse seriamente al golpear al oponente, pero el hecho es que con la suficiente práctica el “nukite” es un arma sumamente útil tanto contra la cara como contra el plexo solar.

El “shuto” o mano espada, que he descripto brevemente, tiene numero-sas aplicaciones. Se coloca en igual forma que el “shihon nukite” excepto que la zona que golpea es la parte blanda de la palma al lado del dedo chico. El “makiwara” es muy útil en fortalecer este arma. El “shuto” puede usarse más efectivamente contra el cuello del oponente, los costados, brazos y piernas.

“Empi” significa los codos, que son usados frecuentemente tanto ofensi-va como defensivamente, cuando su oponente trata de agarrarlo, cuando ataca por cualquiera de los lados o de frente o cuando usted se agacha para entrar en su defensa o lo agarra tratando de acercarlo a usted. Los codos son efecti-vos para golpear la cara, la cabeza, el pecho, los costados o atrás. También pueden ser usados para proteger su propio pecho o costados y si está caído en el piso los codos son útiles para golpear las piernas de su oponente. Debi-do a que los huesos del codo son fuertes, las mujeres y los chicos pueden también, con la suficiente práctica, hacer un uso altamente eficiente de los co-dos.

Los movimientos de pierna y pie, si son lo suficientemente rápidos, es-tán entre las armas más importantes del karate porque toman frecuentemente por sorpresa al oponente. Los movimientos de piernas consisten principalmen-te en golpear, pero a veces las piernas y pies son usados para bloquear. Las piernas son, por supuesto, más gruesas y fuertes que los brazos, pero son más difíciles de usar efectivamente sin considerable práctica. Hay también un serio peligro: si un hombre patea y erra su blanco puede perder el equilibrio dándole oportunidad de contragolpear al oponente.

La palabra “koshi” se refiere a una zona particular de la planta del pie que se usa para golpear frontalmente hacia arriba o si no se concentra la fuer-za suficiente en el ángulo, el “koshi” se convierte en un peligro para el que lo usa. El talón (“enju”) es útil contra un oponente que ataca desde la retaguardia o intenta agarrar desde atrás.

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Recuerdo de la niñez

Antes de dar por terminadas estas acaso demasiadas reflexiones acer-ca del Karate-dõ y de mí mismo, me gustaría decir unas pocas palabras acer-ca de otro deporte local okinawense, no solo porque me dio muchas horas de diversión cuando era joven sino también porque creo que me ayudó a desarro-llar la fuerza muscular que es tan útil en karate.

El deporte del que estoy hablando es la lucha. Pero usted podrá decir, la gente lucha en todo el mundo. Los chicos comienzan a jugar a la lucha an-tes que a otro juego. Ah, pero la lucha okinawense tiene ciertas características únicas. Como el karate, sus orígenes son desconocidos y muchos okinawen-ses suponen que debe haber alguna relación entre los dos.

El nombre okinawense de nuestro estilo de lucha es “tegumi” y al escri-bir la palabra se usan los mismos dos caracteres chinos que se usan para es-cribir el “kumite” del karate, excepto que ellos están invertidos. “Tegumi” es por supuesto un deporte mucho más simple y primitivo que el karate. Hay pocas reglas excepto para ciertas prohibiciones: el uso del puño, por ejemplo, para golpear al oponente o el uso de pies o piernas para patearlo. No está permitido agarrar del pelo al otro o asirlo contra uno. También está prohibida la mano en espada y el golpe de codo usado en karate.

A diferencia de la mayoría de las formas de lucha donde los participan-tes están ligeramente vestidos, los que participan en un encuentro de “tegumi” están totalmente vestidos. Además no hay ningún ring especial; el encuentro puede realizarse en cualquier sitio, dentro de una casa o en algún campo cer-cano. Cuando yo era joven los lugares para los encuentros de “tegumi” eran generalmente al aire libre porque de esa forma eran más animados y a nues-tros padres no les gustaba que se dañase el papel de la puerta corrediza o la estera del tatami. Por supuesto que cuando teníamos un encuentro en el cam-po primero teníamos que sacar todas las rocas y piedras que son una caracte-rística prevaleciente en la escena rural de Okinawa.

El encuentro comenzaba, como en el “sumõ”, con los dos oponentes empujando uno contra otro. Luego, de acuerdo al proceder, eran usadas técni-cas de agarre y lanzamiento. Una que recuerdo bien era muy similar a la “ebi-gatama” (bloqueo de piernas y tres cuartas Nelson), actualmente usada por luchadores profesionales. Cuando ahora miro a los luchadores por televisión recuerdo al “tegumi” de mi juventud okinawense.

Los árbitros eran generalmente chicos que actuaban también como se-gundos de los oponentes, y su principal papel era asegurar que ningún partici-pante fuera dañado seriamente o golpeado perdiendo el conocimiento. Para parar la pelea, si cualquiera de los chicos lo consideraba necesario, daban palmadas al cuerpo del oponente. Algunos chicos, sin embargo, eran tan atre-vidos que querían seguir peleando hasta que los noqueasen. En esos casos el deber del árbitro era parar la pelea antes de que eso sucediese.

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Como muchos otros chicos de Okinawa yo pasaba horas muy felices participando o mirando los encuentros de “tegumi”, pero fue después de que tomé seriamente el karate que vi lo que el “tegumi” ofrecía como oportunidad para entrenarse, para lo cual no se limitaba a dos participantes únicamente. Uno (generalmente un chico más grande y fuerte) practicaba contra dos o tres oponentes o los que él quisiese.

Estos encuentros comenzaban con un luchador tirado de espaldas en el piso y sus oponentes sujetando sus brazos y piernas. Cuando decidí ser un karateka usaba cuatro o cinco muchachos jóvenes para luchar contra mí, pen-sando que estos encuentros fortalecían tanto mis músculos de los brazos y piernas como los del estómago y caderas. No podría decir ahora en cuánto realmente contribuyó el “tegumi” en mi aprendizaje de karate, pero si que ayu-dó a fortalecer mi voluntad.

Por ejemplo, rara vez tuve gran dificultad en hacer caer a un oponente, pero mis dificultades aumentaban cuando el número de oponentes era mayor. Si yo atacaba a uno los otros encontraban como atacarme a mí. Es difícil pen-sar en una forma mejor para aprender a defenderse contra más de un oponen-te, y no es un juego de chicos. Les aseguro que lo tomábamos muy seriamen-te.

Por lo que oí, el “tegumi” se está popularizando otra vez entre los chicos de Okinawa, y no me hace totalmente feliz. La razón es que mientras nosotros sacábamos las rocas y piedras para hacernos un lugar, los chicos en la actual Okinawa pueden encontrar proyectiles o bambas sin explotar de la sangrienta batalla de la Guerra del Pacífico. Esta posibilidad es muy angustiante.

El karate llega a ser internacional

Antes de la guerra muy pocas personas que no eran japonesas conocí-an algo acerca del karate o tenían deseos de aprenderlo. Aquellos que llega-ron a mi Dojo eran reporteros o profesores de educación física que habían es-cuchado acerca del interés japonés sobre el karate. Al terminar la guerra vino la ocupación y luego un número de soldados americanos comenzó a visitarme y a preguntarme para aprender karate. Cómo es que ellos supieron de mí no lo sé.

Un día estaba hablando del difunto Bunshiro Suzuki en el Hotel Imperial en una entrevista con una editorial americana. En ese tiempo no se les permi-tía a los japoneses entrar en el Imperial excepto por una invitación de un ame-ricano que estuviese ahí. Estuve más que sorprendido cuando entré en la habitación donde teníamos la entrevista y estaba decorada en la forma japo-nesa, con biombos plegables y flores que evidentemente habían sido arregla-das por un estudiante de ikebana. Lo que recuerdo principalmente de esa en-trevista fue la sorpresa del caballero americano por mi avanzada edad. Su co-mentario, según me fue traducido, fue que mientras en Japón el Karate-dõ se transformó de un arte marcial a un deporte, en América era valorado como una forma de longevidad.

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Después de esta tuve varias experiencias con visitantes y ocupantes americanos y pronto comencé a acostumbrarme a ver sus caras extrañas (in-cluyendo también a algunas mujeres) en el Dojo de Karate Kyõkai. Se me pidió de enseñarle al oficial de educación física de la base de la Fuerza Aérea de USA en Tachikawa, y luego fui invitado a dar una demostración de katas para el comandante de la base en Kisarazu, Prefectura de Chiba.

En esta última ocasión el comandante, aunque obviamente conocía po-co o nada sobre el karate, me dijo de convertirlo en una verdadera costumbre japonesa. Me recibió muy cordialmente, miró la demostración con gran respeto y él mismo me despidió. Antes de esto me mostró un altar dedicado a los avia-dores japoneses muertos en combate.

Había una monumental estatua de bronce de un aviador japonés seña-lando hacia el Océano Pacífico y un águila con sus alas extendidas a sus pies. Ambos, el altar mismo y el “torii” estaban en perfectas condiciones. El coman-dante me dijo que respetaba a los jóvenes aviadores japoneses que habían dado la vida por su país, aunque hubiese sido en vano. Luego me preguntó si algún estudiante mío había sido piloto durante la guerra. Cuando yo me incliné profundamente hacia el templo, él entendió la respuesta y también saludó. Aquí hay, pensé, un verdadero caballero y fue con lágrimas en mis ojos que lo saludé a la salida de la base.

Después que se firmó el tratado de paz entre Japón y Estados Unidos el karate se hizo su propio lugar entre los americanos. Esto sucedió cuando fui invitado por un oficial americano de alto rango para hacer una gira de tres me-ses en las bases del continente, mostrando el Karate-dõ a los aviadores ame-ricanos. Para acompañarme elegí a Isao Obata (de la Universidad de Keio), a Toshio Kamata (de Waseda) y a Masatoshi Nakayama (de Takushoku). Para la gira tuvimos un avión especial a nuestra disposición y en cambio de hacer de-mostraciones ante pequeños grupos de espectadores como antes, hicimos nuestro kata ante gran número de interesados aviadores americanos. No pue-do expresar el placer que sentí.

Así, el Karate-dõ, que en mi niñez era una actividad local clandestina, finalmente se convirtió en un arte marcial japonés antes de tener alas y volar a América. Ahora es conocido en todo el mundo. Mientras escribo estas notas recibo pedidos de información, también de instructores, de todas partes. Aún asombrado por el número de personas que han escuchado acerca del karate, siento que una vez que este libro esté terminado comenzaré un nuevo proyec-to, enviar expertos japoneses de karate al exterior.

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