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Relatos

Rudyard Kipling

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LA PUERTA DE LAS CIEN PENAS

Rudyard Kipling

Esto no es obra mía. Me lo contó todo mi amigo Gabral Misquitta, el mestizo, entre la puesta de la

luna y el amanecer, seis semanas antes de morir; y mientras respondía a mis preguntas anoté lo

que salió de su boca. Fue así:Se encuentra entre el callejón de los orfebres y el barrio de los vendedores de boquillas de

pipa, a unos cien metros a vuelo de cuervo de la mezquita de Wazir Jan. Hasta ahí no me importa

decírselo a cualquiera, pero lo desafío a encontrar la puerta, por más que crea conocer bien la

ciudad. Uno podría pasar cien veces por ese callejón y seguir sin verla. Nosotros lo llamábamos “el

callejón del Humo Negro”, aunque su nombre nativo es muy distinto, claro está. Un asno cargado

no podría pasar entre sus paredes, y en un punto del paso, justo antes de llegar a la puerta, la

panza de una casa te obliga a caminar de lado.

En realidad no es una puerta. Es una casa. Primeramente fue del viejo Fung-Tching, hasta

hace cinco años. Era un zapatero de Calcuta. Dicen que mató a su mujer estando borracho. Por eso

cambió el ron de bazar por el Humo Negro. Luego se marchó al norte y abrió la Puerta, una casadonde se podía fumar en paz y tranquilidad. Ten en cuenta que era un fumadero de opio

respetable, auténtico, no uno de esos tugurios malolientes, esos chandoo-khanas  que hay por

toda la ciudad. No; el viejo conocía bien su negocio y era muy limpio para ser chino. Era un

hombre tuerto y bajito, no medía más de metro cincuenta, y le faltaba el dedo corazón de las dos

manos, a pesar de lo cual era uno de los hombres más hábiles para amasar las píldoras negras que

he visto en mi vida. No parecía afectarle el Humo, y eso que fumaba sin parar día y noche, noche y

día. Yo llevo en esto cinco años, y puedo medirme con cualquiera, pero en comparación con Fung-

Tching era un niño. En todo caso, el viejo se preocupaba mucho por su dinero, muchísimo, y eso es

lo que no alcanzo a comprender. Oí decir que dejó unos buenos ahorros al morir, y su sobrino se

quedó con todo; el viejo volvió a China para ser enterrado en su país.

Se ocupaba de la gran sala de arriba, donde se reunían sus mejores clientes, un espacio

limpio como una patena. En un rincón estaba el ídolo de Fung-Tching, casi tan feo como él, y

siempre había varitas perfumadas ardiendo bajo de su nariz, aunque apenas se notaba cuando el

humo de las pipas era denso. Frente al ídolo se encontraba el ataúd de Fung-Tching. Había gastado

en él buena parte de sus ahorros y cada vez que llegaba a la Puerta un cliente nuevo lo invitaba a

meterse allí. Estaba lacado en negro, con letras rojas y doradas, y me contaron que Fung-Tching lo

había mandado traer desde China. No sé si eso es cierto o no, lo que sé es que cuando yo llegaba

el primero, al atardecer, extendía mi esterilla a los pies del ataúd. Era un rincón tranquilo y de vez

en cuando entraba por la ventana un poco de brisa del callejón. No había más mobiliario en la

habitación que las esterillas, el ataúd y el ídolo, verde, azul y púrpura, de viejo y pulido que estaba.

Fung-Tching nunca nos dijo por qué llamó a su casa La Puerta de las Cien Penas. (No

conozco a otro chino que inventara nombres feos. La mayoría de los nombres chinos son muy

floridos. Ya lo verás en Calcuta). Tuvimos que averiguarlo sin su ayuda. Nada afecta tanto a un

hombre blanco como el Humo Negro. El hombre amarillo es diferente. El opio apenas lo perjudica,

pero los blancos y los negros lo pasan muy mal. Los chinos echan una cabezada, como si

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disfrutaran de un sueño natural, y a la mañana siguiente están casi en condiciones de trabajar. Yo

era de ésos al principio, pero llevo cinco años fumando mucho, y ahora es distinto. Tenía una

anciana tía en Agra que me dejó algo de dinero al morir, unas sesenta rupias al mes. No es que sea

gran cosa. Recuerdo que en otra época, aunque me parece que hace siglos de eso, ganaba mis

buenas trescientas cincuenta rupias al mes, más algún que otro pico, cuando trabajaba en una

gran empresa maderera de Calcuta.No duré mucho allí. El Humo Negro no te permite otras ocupaciones, y aunque a mí no me

afecta demasiado, ahora no resisto una jornada de trabajo sin riesgo para mi vida. Además, a mí

me basta con sesenta rupias. Fung-Tching me administraba el dinero, me daba la mitad para vivir

(suelo comer poco) y se quedaba con el resto. Podía entrar en la Puerta a cualquier hora del día o

de la noche, y fumar y dormir cuando se me antojara; y eso era lo único que me importaba. Sé que

el viejo hacía un buen negocio, pero a mí me da igual. Casi todo me da igual; además, recibía

dinero fresco todos los meses.

Al principio éramos diez los que nos reuníamos en la Puerta. Yo y dos babus, dos señores

que trabajaban en una oficina del gobierno en Anarkulli, hasta que los echaron del trabajo y no

pudieron pagar (nadie que trabaje durante el día resiste el Humo Negro mucho tiempo); un chino,que era el sobrino de Fung-Tching; una tendera que había ganado mucho dinero no sé cómo; un

vagabundo inglés-MacAlgo, creo, aunque no lo recuerdo, que fumaba muchísimo y al parecer

nunca pagaba (dicen que le había salvado la vida a Fung-Tching en un juicio en Calcuta, cuando era

abogado); otro euroasiático, como yo, de Madrás; una mujer mestiza y un par de hombres que

decían ser del norte. Yo creo que eran persas o afganos o algo por el estilo. Ahora sólo quedamos

cinco con vida, y seguimos yendo a la Puerta. No sé qué fue de los babus; la tendera murió seis

meses después de que se abriera el local, y creo que Fung-Tching se quedó con sus esclavas y su

aro de la nariz, pero no estoy seguro. El inglés bebía, además de fumar, y murió. A uno de los

persas lo mataron en una pelea nocturna, junto al gran aljibe que está cerca de la mezquita, hace

ya mucho tiempo; la policía lo cerró, pues decían que el aire estaba viciado. Lo encontraron

muerto en el fondo del aljibe. De manera que, como ves, sólo quedo yo, el chino, la mujer mestiza

a la que llamamos la memsahib (que vivía con Fung-Tching), el otro euroasiático y uno de los

persas. La memsahib parece muy vieja. Creo que cuando empezó a frecuentar el local era una

mujer joven, aunque en ese sentido todos somos viejos. Hemos vivido siglos y siglos. Es muy difícil

llevar la cuenta del tiempo allí; además, a mí no me importa el tiempo. Recibo mis rupias frescas

todos los meses. Hace tiempo, mucho tiempo, cuando ganaba trescientas cincuenta rupias al mes,

más algún que otro pico, en la gran empresa maderera de Calcuta, yo tenía una mujer. Ahora está

muerta. La gente dice que yo la maté por mi afición al Humo Negro. Puede que sea cierto, pero

hace tanto tiempo que ya no importa. Cuando empecé a frecuentar el fumadero, a veces lo

lamentaba; pero eso se acabó hace ya mucho tiempo, y recibo mis sesenta rupias frescas todos los

meses, y soy bastante feliz. No estoy ebrio de felicidad, pero sí tranquilo, sosegado y satisfecho.

¿Cómo me aficioné? Todo empezó en Calcuta. Al principio fumaba en mi casa, para ver

qué se sentía. No me excedía demasiado, aunque creo que fue por aquel entonces cuando murió

mi mujer. El caso es que acabé aquí y conocí a Fung-Tching. No recuerdo exactamente cómo

ocurrió; él me habló de la Puerta y empecé a ir por allí, y en cierto sentido no he salido de allí

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desde entonces. Recuerdo que en la época de Fung-Tching aquél era un lugar respetable, donde

uno se sentía cómodo; nada que ver con esos chandoo-khanas adonde van los negros. No; era un

lugar limpio, tranquilo, y poco frecuentado. Por supuesto que había más gente que nosotros diez y

el chino, pero siempre teníamos una alfombrilla y un reposacabezas acolchado con lana, todo

cubierto de dragones negros y rojos y de cosas así, como el ataúd del rincón.

A partir de la tercera pipa, los dragones empezaban a moverse y a pelear. Los he vistomuchas noches. Era así como regulaba mi dosis; ahora necesito una docena de pipas para ver

moverse a los dragones. Además, están rotos y sucios, como las alfombrillas, y el viejo Fung-Tching

ha muerto. Murió hace un par de años, y me regaló la pipa que ahora utilizo siempre, una pipa de

plata, con extraños animales que se arrastran por la boquilla y la cazoleta. Creo que antes de eso

usaba una pipa grande de bambú, con la cazoleta de cobre, muy pequeña, y la boquilla de jade.

Era un poco más gruesa que un bastón y tiraba de maravilla. Parecía que el bambú succionara el

humo. La plata no es igual; tengo que limpiarla con frecuencia y eso es un fastidio, pero la uso por

el viejo. Puede que hiciera un buen negocio conmigo, pero siempre me daba alfombrillas y

almohadas limpias, y el mejor opio que pudieras encontrar.

Cuando murió Fung-Tching, su sobrino Tsin-Ling se quedó con la Puerta, y la llamó el“Templo de las Tres Posesiones”, aunque los viejos seguimos llamándola de las Cien Penas. El

sobrino es muy desaliñado, y creo que la memsahib tiene que ayudarle. Vive con él; igual que

antes vivía con el viejo. Dejan entrar a gente de mala calaña, incluso a negros, y el Humo Negro ya

no es igual de bueno. Siempre encuentro restos de salvado en la pipa. El viejo se habría muerto si

eso hubiera pasado en su época. Además, la habitación nunca está limpia, y las alfombrillas están

rotas y raídas en los bordes. El ataúd ya no está en la sala; ha vuelto a China con el viejo y dos

onzas de humo dentro, por si quería fumar durante el camino.

El ídolo tampoco está rodeado de tantas varitas perfumadas como antes; eso es un mal

augurio, tan cierto como la muerte. Se ha vuelto marrón y nadie se ocupa de él. Sé que eso es

tarea de la memsahib, porque cuando Tsin-Ling intentaba quemar un papel dorado para el ídolo,

ella le decía que era un despilfarro y que si la varita se consumía muy despacio el ídolo no notaba

la diferencia. Ahora mezclan las varitas con un montón de cola y tardan más de media hora en

consumirse, y despiden un olor pegajoso; eso por no hablar de cómo huele la habitación. Así no es

posible hacer negocio. Al ídolo no le gusta. Yo lo noto. A veces, de noche, adquiere extraños

colores-azul y verde y rojo, como cuando Fung-Tching estaba vivo, y mueve los ojos y patalea

como un diablo.

No sé por qué no dejo de ir por allí y me quedo fumando tranquilamente en mi cuartito

del bazar. Lo más probable es que Tsin-Ling me matara si lo hiciera —ahora es él quien administra

mis sesenta rupias—; además es un jaleo y le tengo mucho cariño a la Puerta. No es nada del otro

mundo. No lo que era en vida del viejo, pero no puedo dejar de ir. He visto entrar y salir a muchos.

Y he visto morir a tantos, en las alfombrillas, que ahora temo morir en la calle. He visto cosas que a

la gente le parecerían muy extrañas; pero no hay nada extraño en el Humo Negro, salvo el Humo

Negro. Y aunque lo hubiera, tampoco importaría. Fung-Tching era muy puntilloso con sus clientes;

nunca dejaba entrar a quien pudiera causar problemas por morir de un modo desagradable o algo

por el estilo. Pero el sobrino no es ni la mitad de cuidadoso. Le va contando a todo el mundo que

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tiene un fumadero “de primera”. Nunca recibe a los hombres tranquilamente y les ofrece lo

necesario para que se instalen a gusto, como hacía su tío. Por eso la Puerta ahora empieza a ser

más conocida. Entre los negros, claro. El sobrino no se anima con los blancos, ni siquiera con los

mestizos. A nosotros no puede echarnos, desde luego; a mí y a la memsahib y al otro euroasiático.

Somos fijos. Pero jamás nos fiaría una pipa por nada del mundo.

Creo que un día de estos moriré en la Puerta. El persa y el hombre de Madrás no paran detemblar. Necesitan que un chico les encienda las pipas. Yo lo hago siempre sin ayuda. Lo más

probable es que vea cómo se los llevan antes que a mí. No me veo en condiciones de sobrevivir a

la memsahib o a Tsin-Ling. Las mujeres resisten más que los hombres el Humo Negro, y Tsin-Ling

tiene la misma sangre del viejo, aunque él fuma opio barato. La tendera del bazar supo que iba a

morir dos días antes de que llegara su hora; murió sobre una alfombrilla limpia, sobre una cómoda

almohada, y el viejo colgó su pipa justo encima del ídolo. Creo que siempre le tuvo cariño. Pero se

quedó con sus esclavas, eso sí.

A mí me gustaría morir como ella, sobre una alfombrilla limpia y fresca, con una pipa de

buen opio entre los labios. Cuando sienta que me voy, se lo pediré a Tsin-Ling; que se quede con

mis sesentas rupias al mes mientras le plazca. Me tumbaré, tranquilo y cómodo, y contemplaré elúltimo gran combate de los dragones negros y rojos; y después...

Bueno, no importa. Casi nada me importa... sólo pido que Tsin-Ling no ponga salvado en el

Humo Negro.

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LA CASA DE LOS DESEOS

La nueva visitadora de la iglesia acababa de marcharse después de una visita de veinte minutos. Enese tiempo, la señora Ashcroft había usado el inglés que debía emplear una cocinera de edad,

experimentada y pensionista, que había visto mundo en Londres. Se sentía muy dispuesta, portanto, a recaer en la cómoda y antigua habla de Sussex (las t  que se suavizan en d  conforme uno seiba entonando) cuando el autobús trajo a la señora Fettley desde una distancia de treinta millaspara una visita, aquel agradable sábado de marzo. Las dos eran amigas desde la infancia; peroúltimamente el destino había ido espaciando sus encuentros con largos intervalos.

Mucho tuvieron que decirse, y muchos cabos, sueltos desde la última vez, hubieron deatar ambas partes, antes de que la señora Fettley, con su bolso de parches acolchados, se sentaraen el sofá junto a la ventana que dominaba el jardín y el campo de futbol situado abajo, en el valle.

—Mucha gente se apeó en Bush Tye para ir a ese partido —explicó—, así que no habíanadie en quien apoyarme durante las cinco últimas millas. Y el autobús no paraba de dar tumbos.

—No te has hecho daño —dijo su anfitriona—. Los años no te quebrantan, Liz.La señora Fettley emitió una risita y emparejó a su gusto dos remiendos.

—No, o hubiera cascado hace veinte años. No puedes estar siempre pendiente cuando tehas pasado la vida de la ceca a la meca.

La señora Ashcroft movió la cabeza lentamente (nunca se apresuraba) y siguió cosiendo unforro de tela de saco a un rudimentario cesto de excursión. Su amiga expuso más remiendos al solde la primavera que se colaba entre los geranios del alféizar, y guardaron silencio un rato.

—¿Qué tal es esa nueva visitadora? —preguntó la señora Fettley, moviendo la cabezahacia la puerta. Como era muy corta de vista, al entrar casi había chocado con ella.

La señora Ashcroft mantuvo juiciosamente en alto la aguja grande antes de clavarla.—Descontando que todavía no ha contado gran cosa, no lo sé porque no tengo nada

especial contra ella.—La nuestra de Keyneslade —dijo la señora Fettley— está llena de palabras y compasión,

pero no te escucha. Puedes seguir pensando en tus cosas mientras ella parlotea.—Esta no parlotea. Quiere ser una de esas monjas católicas, parece.—La nuestra está casada, pero, por lo que dicen, no le ha servido de mucho… —la señora

Fettley levantó su barbilla afilada—. ¡Señor! ¡Cómo menean esos condenados hasta los mismoshuesos de la casa!

El cottage  cubierto de tejas tembló al paso de dos autocares de cuarenta plazasespecialmente fleteados para el partido de Bush Tye; el autobús “de compras” habitual de lossábados, que se dirigía a la capital del condado, bufaba tras ellos; de una de las posadasconcurridas salió un cuarto vehículo a sumarse al cortejo, y entorpeció el tráfico de recreo.

—Sigues tan deslenguada como siempre, Liz —comentó su amiga.—Sólo cuando estoy contigo. De lo contrario, soy una abuela; por partida triple. Seguro

que ese cesto es para uno de tus nietos, ¿no?—Para Arthur: el hijo mayor de Jane.—Pero no trabaja en ningún sitio, ¿verdad?—No, es un cesto para picnic.—Pues te ha salido barato. Mi Willie me pidió dinero para instalar uno de esos postes al

aire libre que la gente pone en el jardín para tomar la música de Lunnon. ¡Y yo, tonta de mí, se lodi!

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—¿Pero a veces no te resulta pesado? —preguntó su invitada.—La enfermera dice que es más probable que me muera de una indigestión que de la

pierna.La señora Ashcroft, en efecto, tenía una úlcera muy antigua en la espinilla, que necesitaba

un cuidado asiduo de la enfermera del pueblo, quien se jactaba (u otros lo hacían por ella) dehaberla vendado ya ciento tres veces desde que ocupaba el puesto.

—¡Tú que eras tan activa! Todo eso te vino antes de tiempo.La señora Fettley hablaba con verdadero afecto.—Alguna vez tenía que ser. Pero todavía me queda el corazón —respondió su amiga.—Siempre has tenido un corazón que vale por tres. Y eso es algo que consuela al final del

día.—Sé que tú también tienes tus consuelos —fue la respuesta de la señora Ashcroft.—Ya lo sabes. Pero no pienso mucho en esas cosas, menos cuando estoy contigo, Gra.

“Hacen falta dos palos para hacer un fuego.”La señora Fettley miró fijamente, con la mandíbula medio caída, el brillante calendario del

tendero en la pared. El cottage  se estremeció de nuevo ante el fragor del tráfico rodado, y elatestado campo de futbol, más allá del jardín, bramó casi tan ruidosamente; el pueblo estaba

ciertamente entregado a su ocio del sábado.La señora Fettley llevaba un rato hablando muy precisamente y sin interrumpirse cuando

se secó los ojos.—Y —concluyó— me leyeron su esquela, que vino el mes pasado en el periódico. Claro

que no me llevé un disgusto enorme; porque además no le había visto desde hacía mucho.Tampoco pude decir ni mostrar nada. Y no tengo un derecho legítimo a presentarme enEastbourne para ver su tumba. He estado dándole vueltas a la idea de acercarme allí en autobúsun día; pero en casa me harían preguntas insufribles. Así que ni siquiera me queda eso.

—¿Pero tuviste tus satisfacciones?—¡Dios! ¡Desde luego! Aquellos cuatro años en que él estuvo trabajando en el ferrocarril,

cerca de nosotros. Y los otros conductores también le hicieron un entierro cumplido.

—Entonces no tienes de qué quejarte. ¿Otra taza de té?La luz y el aire habían cambiado un poco al descender el sol, y las dos ancianas cerraron lapuerta de la cocina para que no entrase frío. Un par de arrendajos chillaban y alborotaban porentre los manzanos del jardín. Esta vez tenía la palabra la señora Ashcroft, con los codos sobre lamesa del té y la pierna enferma descansando encima de un taburete…

—¡Bien dicho! ¿Y qué dijo a eso tu marido? —preguntó la señora Fettley, cuando el relatoen tono grave se detuvo.

—Dijo que por él podía irme adonde me apeteciera. Pero como él guardaba cama le dijeque lo cuidaría. Él sabía que yo no iba a aprovecharme de su estado. Duró ocho o nueve semanas.Luego le dio una especie de ataque y se quedó días inmóvil como una piedra. Después seincorporó en la cama y dijo: “Reza para que ningún hombre se porte contigo como tú te hasportado con alguno.” “¿Y tú?”, le digo yo, porque tú sabes, Liz, que él era un calavera. “Vale por

los dos”, me dice, “pero yo tengo el juicio de la muerte, y veo lo que va a ocurrirte.” Murió undomingo y lo enterraron un jueves… Y, sin embargo, me había importado mucho… en cierta época,¿o tal vez no?

—Nunca me lo habías dicho —comentó su amiga.—Te lo digo a cambio de lo que acabas de decirme. En cuanto estuvo muerto, escribí a

aquella señora Marshall, de Lunnon, diciéndole que estaba totalmente libre. Ella me dio mi primerpuesto de ayudanta de cocina. ¡Señor, cuánto hace de eso! Ella estaba muy contenta, porque los

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dos se iban haciendo viejos, y yo conocía sus costumbres. Ya te acuerdas, Liz, de que solíaayudarles por temporadas, desde hacía años, cuando necesitábamos dinero o mi marido noestaba… por sus cosas.

—Estuvo seis meses en Chichester, ¿verdad? —cuchicheó la señora Fettley—. Nuncaconocimos el fondo del asunto.

—Hubiera estado más, pero el hombre no se murió.—No tuviste nada que ver en ello, ¿verdad, Gra?—¡No! Esa vez fue el marido de ella. Así que, muerto el mío, volví a casa de los Marshall,

de cocinera, a poner las piernas otra vez debajo de la mesa de un caballero, y a que me llamarande doña antes del nombre. Fue el año que tú te mudaste a Portsmouth.

—A Cosham —corrigió su invitada—. Estaban construyendo mucho por allí. Mi hombre fueprimero y buscó alojamiento, y yo fui después.

—Bueno, pues, estuve como un año en Lunnon, todo seguido, con cuatro comidas al día yla vida fácil. Luego, entrado el otoño, los dos se fueron de viaje a Francia; me conservaron, porqueno podían prescindir de mí. Puse la casa en orden para el guarda y después me vine aquí con mihermana Bessie, mis sueldos en la faltriquera, y todos contentos de mi compañía.

—Eso sería cuando yo estaba en Cosham —dijo la señora Fettley.

—Ya sabes, Liz, que la gente no tenía ese orgullo tonto en aquellos tiempos, comotampoco había cine ni fiestas. Varón o hembra aceptaban cualquier trabajo que prometiese unchelín caliente, ¿no es así? Yo estaba en plena forma después de Lunnon, y pensé que el airefresco me sentaría bien. Así que me fui a Smalldene, a echar una mano en la primera recogida depatata, desplumar gallinas y faenas así. Buena burla habrían hecho en mi cocina de Lunnon si mehubieran visto con botas de hombre y faldas todo remangadas.

—¿Sacaste buen partido? —preguntó la señora Fettley.—No fue por eso que fui. Ya sabes que yo siempre pienso que nada te ocurre hasta que ha

ocurrido. El magín no te avisa por adelantado del camino que has tomado hasta que estás al cabode la calle. Sólo vemos nuestros actos cuando son agua pasada.

—¿Quién fue?

—‘Arry Mockler.La señora Ashcroft arrugó la cara por el dolor de su pierna enferma. Su invitada abrió laboca.

—¿’Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ¿Y yo nunca me enteré?La señora Ashcroft asintió.—Y yo me dije, y me creí, que quería faena en el campo.—¿Qué sacaste en limpio?—Lo de siempre. Al principio todo; luego más o menos que nada. Tuve un montón de

señales y advertencias, pero no les hice caso. Total que un día estábamos quemando basura y derepente nos percatamos de lo que había entre los dos. “Es época temprana para esta quema”, ledije. “¡No!”, dice él, “cuanto antes acabemos con estos desperdicios”, dice, “tanto mejor.” Hablócon el rostro más duro que una roca. Entonces caí en la cuenta de que había encontrado a mi

dueño, lo que nunca me había sucedido antes. Hasta entonces yo más bien había mandado.—¡Sí, sí! Son tuyos o eres de ellos —suspiró la otra—. Yo prefiero tener la sartén por el

mango.—Yo no la tuve, pero ‘Arry sí… Mucho después me llegó el momento de volver a Lunnon.

No podía. ¡Lisa y llanamente no podía! Así que fui y un lunes por la mañana me volqué el calderode agua hirviendo encima de la mano y del brazo izquierdo. De esa manera pude darme otraquincena.

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—¿Valió la pena? —preguntó su amiga, mirando la cicatriz plateada en el antebrazoarrugado.

La señora Ashcroft asintió.—Y después de eso arreglamos entre los dos que él viniera a Lunnon para un trabajo en

una cuadra de alquiler, no lejos de mí. Le dieron el puesto. Yo misma me ocupé de eso. No hubohablillas en ninguna parte. Ni su madre siquiera sospechó la cosa. Él se vino callando a Lunnon yallí pasamos el invierno, ni a una milla de distancia uno de otro.

—Le pagaste el viaje y todo —dijo con convicción la señora Fettley.Su amiga asintió otra vez.—No hubo muchas cosas que no hiciera por él. Era mi dueño y… ¡que Dios nos ayude!, nos

reíamos de toda la aventura paseando juntos después de anochecido por las calles adoquinadas,¡y mis callos retorciéndose en mis botas! Nunca me había sentido tan bien. ¡Y él tampoco,tampoco!

Su invitada soltó una risita comprensiva.—¿Y cuándo llegó el final? —preguntó.—Cuando él me devolvió hasta el último penique. Entonces lo supe, pero no pude sufrirlo.

“Has sido buenísima conmigo”, me dice. “¿Buena?”, le dije, “¿entre nosotros?” Pero él se

empeñaba en decirme lo bondadosa que había sido y que no lo olvidaría en los días de su vida.Aparté de mi cabeza el pensamiento durante tres noches, porque no me lo creía. Entonces mehabló de que no estaba satisfecho con el trabajo en las cuadras, y de que los compañeros le hacían jugarretas, y todas esas mentiras que te dice un hombre cuando va a dejarte. Le escuché hasta elfinal, sin ayudar a estorbarle. Por último me quito un brochecito que él me había regalado y ledigo: “se acabó. Yo no te pido nada.” Y me di media vuelta y me marché con mi pena. Él no laempeoró. Ni vino ni escribió después. Volvió con su madre a la chita callando.

—¿Y cuántas veces le pediste que volviera? —preguntó, inmisericorde, la señora Fettley.—Más de una vez… ¡más de una! Al pasear por las calles que solíamos, me parecía que

hasta los adoquines se encogían debajo de mis pies.—Sí —dijo su amiga—. Sólo sé que eso duele más que nada. ¿Y ahí quedó la cosa?

—No. Esa es la parte curiosa, si puedes creértelo, Liz.—Puedo. Apuesto a que ahora estás más lejos de mentir que en toda tu vida, Gra.—Cierto… Y sufrí como no se lo deseo ni a mis peores enemigos. ¡Alabado sea Dios!

¡Aquella primavera fue un verdadero mal trago! Por un lado la jaqueca que en la vida había tenido.¡Figúrate yo con jaqueca! Pero llegué a agradecerla. No me dejaba pensar…

—Es como una muela —comentó la señora Fettley—. Se encona y se enterca hasta que latortura se calma poco a poco; y luego… se va sin dejar rastro.

—A mí me dejó bastante para todos los días que me queden en el mundo. La cosa sucediópor la chiquilla de nuestra asistenta: se llamaba Sophy Ellis, toda ojos, codos y hambre. Yo solíadarle víveres. Por lo demás no me fijaba demasiado en ella, y mucho menos, claro, cuando llevabaa cuestas mi disgusto con ‘Arry. Pero ya sabes cómo se lo toman a veces las chicuelas; me tomó uncariño loco, y a todas horas me andaba con manoseos y mimos; y yo no tenía ánimos para

espantarla… Una tarde, a principios de la primavera, su madre le mandó a embolsar lasprovisiones que pudiésemos darles. Yo estaba sentada al lado del fuego, con el delantal encima dela cabeza, medio enloquecida por la jaqueca, y hete aquí que ella entra. “¡Señor!”, me dijo, “¿esoes todo? Eso se lo quito en un abrir y cerrar de ojos.” Yo le dije que no me sobara, porque penséque quería acariciarme la frente; y… No soy amiga de arrumacos. “No voy a tocarla”, me dijo, y semarchó. No habían pasado diez minutos cuando la jaqueca me desaparece como por ensalmo. Osea que seguí mi quehacer. Al rato volvió Sophy y se sentó en la silla, más callada que un ratón.

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Tenía los ojos hundidos y la cara toda compungida. Le pregunté qué le había ocurrido. “Nada”, medijo, “sólo que ahora la tengo yo.” “¿Tienes qué?”, le pregunté. “Su jaqueca”, me respondió, todaronca y con los labios pegados, “se ha pasado a mi cabeza.” “Bobadas”, le dije, “se me ha quitadosola cuando tú te has ido. Quédate ahí quieta que ahora te preparo una taza de té.” “No me haránada”, dijo ella, “hasta que llegue la hora. ¿Cuánto le duraba a usted?” “No seas majadera o temando el médico”, le dije. Me dio la impresión de que a lo mejor estaba incubando el sarampión.“Oh, señora Ashcroft”, dijo, alargando sus bracitos flacos, “yo la quiero.” No había réplica quevaliese ante eso. La senté en el regazo y le hice zalemas. “¿De veras que se le ha pasado?”, dijo.“Sí”, dije, “y si has sido tú, te estoy muy agradecida.” “He sido yo”, dijo, arrimando la mejilla a lamía, “nadie más que yo sabe la manera.” Y entonces me contó que había hecho un trueque con mi jaqueca en una casa de deseos.

—¿Una qué? —saltó bruscamente la señora Fettley.—Una casa de deseos. ¡No! Yo tampoco sabía lo que era. Al principio no lo capté muy

bien, pero luego, atando cabos, saqué la conclusión de que tenía que ser una casa que habíaestado sin alquilar y vacía el tiempo suficiente para que alguien, por así decirlo, fuera a ocuparla.Ella dijo que se lo había dicho una chiquilla con la que había jugado en las cuadras donde trabajaba‘Arry. Dijo que la niña vivía en un carromato que en invierno paraba en Lunnon. Gitana, supongo.

—¡Ooooh! Mentira parece lo que los cíngaros saben, pero nunca he oído hablar de unacasa de ésas, y eso que yo… sé un rato largo —dijo su invitada.

—Sophy dijo que había una en Wadloes Road, a unas pocas calles de la nuestra, en eltrayecto hacia el verdulero. Dijo que lo único que había que hacer era llamar al timbre y decir tudeseo por la ranura del buzón. Le pregunté si las hadas se lo habían concedido. “¿No sabe”, medijo, “que no hay hadas en una casa de deseos? Solamente hay una estantigua.”

—¡Dios todopoderoso! ¿De dónde habrá sacado esa palabra? —exclamó la señora Fettley,porque una estantigua es un espectro de los muertos o, peor aún, de los vivos.

—La chica del carromato se lo había dicho, según ella. Bueno, Liz, me asustó oírla, y comoestaba en mis brazos debió de sentirlo. “Has sido muy amable”, le dije, estrechándola fuerte, “pordesear que se me pasara la jaqueca. ¿Pero por qué no has pedido algo bonito para ti?” “No se

puede”, me dijo, “lo único que conceden en una casa de deseos es el permiso para que te pasen elmal de otra persona. Yo he pedido las jaquecas de mami cuando ha sido buena conmigo; pero éstaha sido la primera vez que he podido hacer algo por usted. Oh, señora Ashcroft, de veras que laquiero muchísimo.” Y dale que dale, emperrada en esto. Te aseguro, Liz, que al oírla casi se mepusieron los pelos de punta. Le pregunté cómo era una de esas estantiguas. “No sé”, me dijo,“pero cuando has llamado al timbre, la oyes subir corriendo del sótano a la puerta principal. Luegodices tu deseo y después te vas.” “Entonces el duende no te abre la puerta, ¿no?”, le dije. “Oh,no”, me respondió, “sólo oyes una risita detrás de la puerta. Entonces le dices que quieres que tepase el mal de la persona que has elegido por amor; y él te lo concede.” No le pregunté más;estaba muy caliente y febril. La mimé mucho hasta la hora de encender el gas, y un poco despuéssu jaqueca (la mía, me figuro) se le fue y ella se puso a jugar con el gato.

—¡Qué increíble! —dijo la señora Fettley—. ¿Tú… tú lo aprovechaste?

—Ella me lo pidió, pero yo no quise semejante trato con una criatura.—¿Qué hiciste, entonces?—Sentarme en mi rincón de la cocina cuando me venía el dolor de cabeza. Pero la idea se

me quedó dentro.—Claro. ¿Te dijo ella algo más?—No. Aparte lo que le había dicho la gitana, no sabía nada más que el hechizo hacía

efecto. Y, a continuación (era el mes de mayo), sufrí el verano en Lunnon. Hizo calor y viento

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durante semanas, y las calles apestaban a cagajones secos que volaban de un lado a otro yllegaban a la altura del bordillo. Hoy día ya no hay eso. Me tomé vacaciones justo antes del lúpulo;y vine aquí otra vez a estar con Bessie. Ella me notó desmejorada y se fijó en que tenía ojeras.

—¿Viste a ‘Arry?La señora Ashcroft asintió.—El cuarto…, no, el quinto día. Un miércoles. Me enteré de que trabajaba otra vez en

Smalldene. Se lo pregunté a su madre en la calle, con todo el descaro. No pudo decir gran cosa,porque Bessie (ya sabes qué lengua tiene) hablaba a caño suelto. Pero aquel miércoles yo ibaandando por Chanter Tot con uno de los niños de Bessie colgado de mis faldas. En seguida notéque me seguía los pasos, y por su modo de andar supe que le había cambiado el carácter. Aflojé elpaso y él también aflojó. Entonces enredé un poco con el crío, para obligarlo a que pasara delante.Y él tuvo que adelantarme. Me dijo solamente “buenas noches”, y pasó de largo tratando de noperder la compostura.

—¿Estaba borracho? —preguntó la invitada.—¡Ni hablar! Encogido y marchito; la ropa le caía holgada, y tenía la nuca más blanca que

la tiza. Tuve unas ganas tremendas de abrirle los brazos y llamarlo a gritos. Pero aguanté laemoción hasta que volví a casa y acosté al niño. Después de cenar le pregunté a Bessie: “¿Qué ha

sido de ‘Arry Mockler?” Bessie me dijo que había estado en el hospital dos meses, a raíz de que secortó el pie con una pala cuando desfangaba el viejo estanque de Smalldene. Había ponzoña en latierra y se le infectó la pierna, y parece que le prendió por todas partes. No hacía más de dossemanas que había vuelto al trabajo: carretero en Smalldene. Bessie me dijo que el doctor habíadicho que se lo llevarían las heladas de noviembre, según calculaba; y su madre le había dicho aBessie que no comía ni dormía bien, y que sudaba a chorros, por mucho frío que hiciera. Y queescupía de un modo horrible por las mañanas. “Dios mío”, dije, “pero quizá… espero que sereponga”, y chupé la hebra y levanté el ojo de la aguja y enhebré el hilo a la luz de la lámpara, sinun temblor en la mano. Y esa noche (mi cama estaba en el lavadero) lloré a mares. Y tú sabes, Liz,porque has estado conmigo en mis partos, que no tengo el llanto fácil.

—Sí, pero alumbrar es solamente doloroso —dijo la señora Fettley. — 

Desperté con el gallo y me restregué los ojos con té frío para borrar las señales delllanto. Muy entrado el anochecer de ese día, me había puesto en camino para poner unas floresen la tumba de mi marido, por las apariencias, y me encontré con ‘Arry donde está ahora elmonumento a la guerra. Él volvía de sus caballos, o sea que no pudo no verme. Lo miré de arribaabajo y le dije entre dientes: “‘Arry, vuelve a descansar a Lunnon.” “No pienso”, me dijo, “porqueno tengo nada que darte.” “No te lo pido”, dije yo, “¡por el amor de Dios! ¡No te pido nada!, sóloque vengas a Lunnon y te vea un doctor.” El me miró con sus ojos tristes y me dijo: “Ya es tarde,Gra, me quedan sólo unos meses.” “¡’Arry!”, dije, “¡mi hombre!” No pude decir más. Tenía unnudo en la garganta. “Gracias, eres muy buena, Gra”, me dijo (pero no me dijo “mi mujer”), y semarchó calle arriba y su madre, la maldita, estaba esperándolo y cerró la puerta detrás de él.

La señora Fettley alargó un brazo por encima de la mesa e hizo ademán de tocar la mangade su amiga en la muñeca, pero la otra la puso fuera de su alcance.

—De modo que fui al camposanto con mis flores, y me acordé de la advertencia de mimarido aquella noche que habló. Tenía la sabiduría de la muerte, y había ocurrido como él dijo.Pero cuando estaba poniendo el tarro de mermelada en la sepultura, se me ocurrió que había unacosa que podía hacer por ‘Arry. Doctor o no, decidí que iba a intentarlo, y así lo hice. A la mañanasiguiente llegó una cuenta de nuestro verdulero de Lunnon. La señora Marshall me había dejadounas perras para cosas así, pero a Bessie, claro, le dije que era un recado de que fuese a abrir lacasa. O sea que me marché en el tren de la tarde.

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—Y… aunque sé que no, ¿no tuviste miedo?—¿A santo de qué? Yo no veía más que mi congoja y la crueldad de Dios. Ni siquiera podía

recuperar a ‘Arry, ¿cómo iba a poder? Sabía que aquello seguiría ardiendo hasta consumirme.—¡Ay! —exclamó la señora Fettley, alargando de nuevo la manco hacia la muñeca, y esta

vez su amiga se lo permitió.—Fue un consuelo saber que podía intentar eso por él. Así que fui y pagué la factura del

verdulero y me guardé el recibo en el bolso y luego me acerqué donde la señora Ellis, nuestraasistenta, y tomé las llaves y abrí la casa. Primero hice la cama (¡bendito sea Dios! ¡Mi propia camapara echarme encima!) Después me preparé una taza de té y me senté en la cocina a pensar hastael oscurecer. Hacía un bochorno horrible. Luego me vestí y salí con el recibo en el bolso, haciendocomo que consultaba una dirección. Catorce, Wadloes Road, era el sitio: una casita con la cocinaen el sótano, en una hilera de unas veinte o treinta parecidas, y franjas primorosas de jardíndelante, con un seto; la puerta de la calle despintada, y todo descuidado desde tiempo atrás. Enlas calles apenas había más que algunos gatos. ¡Y qué calor! Entré, toda valiente; subí losescalones y llamé el timbre. Sonó muy fuerte, como suena en una casa vacía. Cuando calló elruido, oí como una aclamación que venía del suelo de la cocina. Luego oí pasos por las escaleras,como pisadas de una mujer gruesa con pantuflas. Subieron hasta arriba de la escalera, cruzaron el

vestíbulo, oí crujir las tablas desnudas y se detuvieron delante de la puerta. Me incliné hacia laranura del buzón y dije: “Quiero recibir todo lo malo reservado para mi hombre, ‘Arry Mockler,por amor.” Entonces, lo que hubiera al otro lado de la puerta dejó escapar el aliento, como si lohubiese retenido para oír mejor.

—¿No te dijo nada? —preguntó la señora Fettley.—Nada. Simplemente echó el aliento; sonó como una especie de Ahh. Y después los pasos

volvieron a bajar a la cocina, arrastrando los pies, y oí otra vez la aclamación.—¿Y tú plantada en la entrada todo el tiempo, Gra?La señora Ashcroft asintió.—Después me marché y un hombre que pasaba me dijo: “¿No sabía que esa casa está

vacía?” “No”, le dije yo, “me han debido de dar un número equivocado.” Volví a casa y me acosté,

porque estaba desfallecida. Hacía demasiado calor para dormir más que a rachas, y anduve de unlado a otro, tumbándome por momentos, hasta despuntar el alba. Fui entonces a la cocina parauna taza de té, y allí me hice una herida justo encima del tobillo con un hierro de asar que laseñora Ellis había sacado del rincón en la última limpieza. Y así, lo siguiente que pasó fue queesperé hasta que los Marshall volvieran de sus vacaciones.

—¿Allí sola? Lo normal es que estuvieras más que harta de casas vacías —dijo su invitada,horrorizada.

—Oh, la señora Ellis y Sophy entraban y salían en cuanto volví, y entre las tres limpiamos lacasa de arriba abajo. Y pasé el otoño y el invierno en Lunnon.

—¿Entonces nada ocurrió, no trajo consecuencias?La señora Ashcroft sonrió.—No. Entonces no. En noviembre mandé diez chelines a Bessie.

—Fuiste muy generosa —la interrumpió la otra.—Y recibí mi pago, con el resto de noticias. Me dijo que el lúpulo le había sentado a ‘Arry

estupendamente. Había estado recogiendo seis semanas y ahora andaba otra vez con la carreta enSmalldene. No me importaba cómo, con tal de que hubiese ocurrido. Pero no sé si mis diezchelines me aliviaron mucho. Si ‘Arry estuviese muerto era como si hubiera sido mío hasta el díadel juicio. Pero estando vivo, quién sabía si no se encaprichaba en seguida de alguna mujer. Estepensamiento me hacía renegar. Llegó la primavera y tuve otra casa de reniego. Me había salido en

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la espinilla, justo encima del final de la bota, un divieso asqueroso y purulento, que no sanaba ni ala de tres. Me enfermaba mirarlo, porque soy de piel limpia por naturaleza. Me hacía cortes portodas partes con la pala, y las marcas curaban como la misma seda. Entonces la señora Marshallme llevó a su médico. Él me dijo que debía haber ido a verlo a las primeras de cambio, en lugar deponerme toda clase de medias oscuras durante meses. Dijo que había resistido el trabajo más dela cuenta, porque el forúnculo se había acercado mucho a una vena hinchada, al lado del tobillo.“Sale despacio y se va despacio”, me dijo, “ponga la pierna en un sitio alto y descánsela, sentiráalivio. No lo deje cicatrizar demasiado pronto. Tiene una pierna muy bonita, señora Ashcroft”, dijo.Y me puse un vendaje húmedo.

—Hizo muy bien —dijo firmemente la señora Fettley—. Vendaje húmedo para heridashúmedas. Secan los humores, lo mismo que la mecha chupa el aceite de la lámpara.

—Es verdad. Y la señora Marshall me obligó a reposar y esa noche me curó la llaga. Y alcabo de un tiempo me mandaron donde Bessie a terminar la cura, porque yo no soy de esas quese quedan sentadas cuando hay que estar de pie. Por entonces tú estabas de vuelta en el pueblo,Liz.

—Sí, sí, pero ¡ni siquiera me lo olí!—No quise que te enteraras —sonrió la otra—. Vi a ‘Arry un par de veces en la calle, bien

guapo y restablecido. Un día, de repente, no lo vi, y su madre me dijo que uno de los caballos lohabía lastimado de una coz en la cadera. Así que guardaba cama, dolorido. Y Bessie le suelta a lamadre que era una pena que ‘Arry no tuviese una mujer suya para cuidarlo. ¡Y la vieja se pusohecha una fiera! Nos dijo que ‘Arry no había perseguido las faldas de nadie en los días de su vida, yque mientras a ella le quedaran arrestos, velaría por él hasta que se le cayeran las dos manos. Deeste modo supe que iba a montar conmigo una guardia de perro, aunque sin pedirme huesos.

La señora Fettley lanzó una carcajada moderada.—Aquel día —prosiguió su anfitriona— estuve de pie casi todo el tiempo, observando las

idas y venidas del doctor; porque creían que quizá también tenía alguna costilla rota. Eso hizo queel divieso manara otra vez pus y agüilla. Pero resultó que no tenía nada en las costillas, y ‘Arrypasó bien la noche. A la mañana siguiente, cuando me enteré, me dije: “No voy a cantar victoria

todavía; voy a bajar la pierna una semana y a ver qué pasa.” No me dolió ese día, que se diga; fuemás como si se me escapara la fuerza por la llaga; y ‘Arry pasó otra buena noche. Entonces decidíperseverar; pero no me atreví a cantar victoria hasta el fin de semana, y entonces ‘Arry apareciótan campante, casi el mismo de siempre, sin nada roto por fuera ni por dentro. Casi caí de rodillasen el lavadero cuando Bessie se marchó a la calle. “Ya te tengo, mi hombre”, me dije, “vas a sacartu salud de la mía sin que tú lo sepas hasta que duren mis días. ¡Oh, Dios, que viva mucho por elbien de ‘Arry!”, dije. Y no sé si esto me curó el achaque.

—¿Definitivo? —preguntó la señora Fettley.—Vuelve muchas veces, pero, a fin de cuentas, yo sabía que estaba ayudándolo. Lo sabía.

Empecé a provocar mis dolores de cuando en cuando, como regulando mi propio poder, hasta queaprendí a provocarlos a mi antojo. Y eso fue curioso, también. Había veces, Liz, en que la heridaestaba toda cerrada y reseca. Al principio solía procurar que volviese, por miedo a dejar a ‘Arry

mucho tiempo sin nada a que agarrarse. Poco después me di cuenta de que era señal de que él ibabien en ese tiempo, y así me salvé.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó la señora Fettley, con el máximo interés.—He estado, una o dos veces, casi un año entero con nada más que el corazón supurante

de la herida. Totalmente encogido y seco. De pronto se inflamaba, a manera de aviso, y me dolía.Cuando no podía más y tenía que seguir haciendo mi trabajo en Lunnon, colocaba la pierna en altosobre una silla hasta que se calmaba. No demasiado aprisa. Aquellas veces, por las trazas del

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divieso, sabía que ‘Arry estaba necesitado. Entonces mandaba otros cinco chelines a Bess, o algopara los niños, para averiguar si, quizá, él había sufrido algún mal por culpa de mis descuidos. ¡Yasí era! Un año sí y otro no fui haciéndolo de esta manera, Liz, y él sacaba provecho de mí sinsaberlo, durante años y años.

—¿Y qué sacaste tú de todo esto, Gra? —casi gimió su invitada—. ¿Lo veías cada poco?—A veces, cuando pasaba aquí mis vacaciones. Y más, ahora que estoy aquí

definitivamente. Pero nunca me ha mirado, ni a ninguna otra mujer más que a su madre. ¡Y cómola espiaba y la escuchaba yo! Y ella lo mismo.

—¡Años y años! —repitió la señora Fettley—. ¿Y dónde trabaja ahora?—Oh, hace ya tiempo que dejó la carreta. Ahora trabaja para una de esas grandes

compañías de tractores; a veces lleva el arado y otras conduce camiones…, he oído que va hastaGales. Para en casa de su madre entre viaje y viaje; pero paso semanas seguidas sin saber palabrade él. ¡Natural! Su trabajo no lo deja afincarse en ningún sitio.

—Pero… nada más que por decir algo… suponte que ‘Arry se casara un día —dijo la señoraFettley.

Su anfitriona aspiró una intensa bocanada de aire entre sus dientes parejos y naturales.—Eso no se me ha exigido —respondió—. Imagino que mis dolores se tendrán en cuenta,

¿tú qué crees, Liz?—Deberían tenerse, querida. Deberían.—A veces duele. Ya verás cuando venga la enfermera. Ella cree que no sé que ha

empeorado.La otra comprendió. La naturaleza humana rara vez se enfrenta a la palabra cáncer.—¿Pero estás segura, Gra? —preguntó.—Lo estuve cuando la señora Marshall me llamó a su estudio y me habló un largo rato de

mi leal servicio. Les he hecho alguno que otro favorcillo, pero no tanto como para una pensión.Pero me dan una asignación semanal de por vida. Yo sabía lo que eso significaba… hace ya tresaños.

—Eso no prueba nada, Gra.

—¿Dar quince chelines a una mujer que viviría veinte años con una salud normal? ¡Claroque prueba!—¡Te equivocas! ¡Te equivocas! —insistió la señora Fettley.—Liz, no hay equivocación cuando los bordes están todo levantados, como… lo mismo que

el cuello de una camisa. Y además yo amortajé a Dora Wickwood. Ella lo tenía debajo del sobaco.Su amiga meditó un momento e inclinó la cabeza, rindiéndose a la evidencia.

—¿Cuánto calculas que te queda, querida, contando desde ahora?—Despacio viene y despacio se va. Pero si no te veo antes del próximo lúpulo, ésta será la

despedida, Liz.—No sé si podré arreglarme hasta entonces… No sin un perrito lazarillo. Para los niños no

será problema, y… ¡Oh, Gra! ¡Me estoy quedando ciega! ¡Ciega!—¡Ah, por eso todo este tiempo no dabas puntadas a tus centones! Me ha llamado la

atención… Pero el dolor cuenta, ¿no crees, Liz? El dolor sí cuenta para conservar a ‘Arry como yoquiero que esté. Dime que no puede ser en vano.

—Estoy segura, segura, querida. Tendrás tu recompensa.—No quiero más que eso… si el dolor entra en la cuenta.—Entrará… seguro, Gra.Llamaron a la puerta.—Es la enfermera. Ha llegado antes de la hora —dijo la señora Ashcroft—. Ábrele.

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La joven entró briosamente, con un tintineo de botellas en su bolso.—Buenas tardes, señora Ashcroft —empezó—, he venido un poco más temprano que de

costumbre por el baile de esta noche en el Instituto. No le importará, ¿verdad?—Oh, no. Mis tiempos de baile ya se han acabado —la señora Ashcroft volvió a ser al

punto la fámula autosuficiente—. Mi antigua amiga, la señora Fettley, ha estado charlandoconmigo un rato.

—No la habrá fatigado, espero —dijo la enfermera, un tanto glacialmente.—Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo que… que, al final, me he sentido un poco… un

poco floja.—Sí, sí.La enfermera estaba ya de rodillas, con los enjuagues a mano.—Cuando dos señoras se juntan —dijo— hablan más de lo debido, me he fijado.—A lo mejor sí —dijo la señora Fettley, levantándose—, así que ahora mismo me largo.—Mira esto, primero —dijo débilmente la señora Ashcroft—. Quiero que lo veas.Su amiga lo hizo y se estremeció. Luego se inclinó y besó a la señora Ashcroft una vez en la

frente, de un amarillo céreo, y otra en los ojos, de un gris descolorido.—¿Sí contará, verdad, el dolor?

Sus labios, que aún conservaban la huella de su contorno original, apenas exhalaron laspalabras.

La señora Fettley los besó y se encaminó hacia la puerta.

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MÁS ALLÁ DE LOS LÍMITES

El amor no atiende a la casta ni duerme en una

cama rota. Yo fui en busca del amor y me perdí.

Proverbio indio

Un hombre, suceda lo que suceda, debe permanecer con los de su propia casta, raza y especie.

Dejen que el blanco vaya con el blanco y el negro con el negro. Luego, cualquier problema que se

presente estará en el curso ordinario de las cosas: no será repentino, ni ajeno, ni inesperado.

Ésta es la historia de un hombre que por su propia voluntad sobrepasó los límites seguros

de la decente sociedad de todos los días, y pagó caro por ello.

En primer lugar, sabía mucho; y en segundo, vio demasiado. Tomó un profundo interés en

la vida de los nativos; pero nunca volverá a hacerlo.

Allá en lo profundo del corazón de la ciudad, detrás del barrio de Jitha Megji, está la

barranca de Amir Nath, que termina en una pared con una ventana enrejada. A la entrada de labarranca hay un pastizal y en ambos lados de la barranca las paredes no tienen ventanas. Ni

Suchet Singh ni Gaur Chand estaban de acuerdo en que sus mujeres miraran al mundo. Si Durga

Charan hubiera sido de la misma opinión, sería hoy un hombre más feliz, y la pequeña Bisesa

podría amasar su propio pan. Su cuarto miraba a través de la ventana enrejada hacia la angosta y

oscura barranca donde el sol nunca llegaba y donde los búfalos se revolcaban en el cieno azul. Ella

era una viuda, de unos quince años de edad, y le rezaba a los dioses, día y noche, para que le

enviaran un amante, porque no quería estar sola.

Un día, el hombre —se llamaba Trejago— entró en la barranca de Amir Nath,

vagabundeando y sin ninguna ambición; y después de pasar los búfalos, tropezó con un montón

de alimento para ganado.Después vio que la barranca terminaba en una cerrada y escuchó una risilla que venía

detrás de la ventana enrejada. Era una risilla simpática y Trejago, sabiendo que para todo

propósito práctico las viejas Mil y una noches son buena guía, se acercó a la ventana y susurró ese

verso de “La canción de amor de Har Dyal” que comienza así:

¿Puede un hombre pararse de cara al sol o

un amante en la presencia de su amada?

Si mis pies fallan, oh corazón de mi corazón,

¿debo culparme de estar ciego ante el deslumbramiento de tu belleza?

Aquí vino un débil clink  de brazaletes de mujer detrás del enrejado y una vocecilla continuó con la

canción en el quinto verso:

¡Ay! ¿Puede la luna distinguir el loto de su amor cuando las Puertas del Cielo están

cerradas y las nubes se reúnen para las lluvias?

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Han tomado a mi amada y la han llevado con la manada de caballos al norte.

Hay cadenas de hierro en los pies que se posaron en mi corazón.

Llamen a los arqueros para que se alisten... 

La voz se detuvo de repente y Trejago salió de la barranca de Amir Nath preguntándose quién

podría haber entonado “La canción de amor de Har Dyal” tan claramente.A la mañana siguiente, mientras se dirigía a la oficina, una vieja mujer arrojó un paquete

dentro de su carrito. En el paquete estaba la mitad de un brazalete de cristales rotos, una flor rojo

sangre de dhak, una pizca de bhusa, o alimento para ganado, y once cardamomos. El paquete era

una carta; no una chapucera y comprometedora carta de amor, sino una inocente e ininteligible

epístola de amante.

Trejago sabía demasiado de estas cosas, como he dicho. Ningún inglés puede traducir

estas cartas-objeto. Pero Trejago esparció todas las bagatelas sobre la cubierta de su escritorio y

comenzó a descifrar el mensaje.

En toda la India un brazalete de cristales rotos representa una viuda; porque cuando su

esposo muere, los brazaletes de una mujer se rompen sobre su muñeca. Trejago vio el sentido del

pequeño pedazo de cristal. La flor de la dhak tiene diversos significados: “deseo”, “ven”, “escribe”

o “peligro”, de acuerdo con los otros objetos. Un cardamomo indica “celos”; pero cuando un

artículo es duplicado en una carta-objeto, pierde su significado simbólico y representa únicamente

un número que indica la hora o, si también se envía incienso, cuajo o azafrán, el sitio. El mensaje

decía entonces: “Una viuda —flor de dhak   y bhusa—  a las once”. La pizca de bhusa  iluminó a

Trejago (este tipo de carta deja mucho a la intuición). Se refería al montón de pasto para ganado

sobre el que había caído en la barranca de Amir Nath y que el mensaje debía venir de la persona

detrás de la enrejada, quien era, entonces, una viuda. Así pues, el mensaje decía: “Una viuda, en la

barranca de Amir Nath donde está el montón de bhusa,  desea que vengas a las once”.

Trejago arrojó todas las tonterías en la chimenea y rió. Sabía que los hombres en el Este no

hacen el amor bajo ventanas a las once de la mañana, ni las mujeres conciertan citas con una

semana de anticipación. Así que esa misma noche a las once fue a la barranca de Amir Nath,

vestido con una boorka, que sirve tanto para cubrir a un hombre como a una mujer. De inmediato

los batintines de la ciudad dieron la hora. La pequeña voz detrás de la enrejada retomó “La

canción de amor de Har Dyal” en el verso donde la muchacha Pathan llama a Har Dyal para que

regrese. La canción es en verdad bonita en lengua vernácula. En español se pierde el intenso

lamento. Dice algo así:

 A solas, sobre los tejados, hacia el Norte

me vuelvo y miro el relampagueo en el cielo,

El hechizo de tus pasos en el Norte,¡Amado, regresa a mí o moriré!

Bajo mis pies yace el quieto bazar

Lejos, lejos, donde los cansados camellos yacen,

Los camellos y los cautivos de tu invasión.

¡Amado, regresa a mí o moriré!

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La esposa de mi padre está vieja y arrugada

 por los años,

y esclava de la casa de mi padre soy.

Mi aliento es tristeza y lágrimas mi bebida,

¡Amado, regresa a mí o moriré!

Cuando la canción cesó, Trejago dio un paso bajo la enrejada y susurró: “Aquí estoy”.

Bisesa era de buen ver.

Esa noche fue el principio de muchas cosas extrañas y de una vida tan aventurada que

Trejago se pregunta si no fue todo un sueño. Bisesa o la vieja sirvienta que arrojó la carta-objeto,

había desprendido la reja de los ladrillos de la pared, de manera que la ventana se deslizaba hacia

adentro, dejando solamente un cuadrado de áspera mampostería por el que un hombre activo

podía encaramarse.

Durante el día, Trejago pasaba por la rutina del trabajo en la oficina, o se ponía su ropa de

trabajo y visitaba a las damas de la estación; se preguntaba cuánto tiempo le dirigirían la palabra si

supieran de la pequeña Bisesa. En la noche, cuando la ciudad estaba quieta, venía la caminata bajoel perverso olor de la boorka, la ronda a través del barrio de Jitha Megji, la rápida vuelta hacia la

barranca de Amir Nath entre el ganado dormido y los muros sin aberturas y luego, finalmente,

Bisesa, y la profunda y regular respiración de la vieja que dormía afuera de la puerta del pequeño

cuarto que Durga Charan destinó para la hija de su hermana. Quién o qué era Durga Charan,

Trejago nunca lo averiguó; y por qué nunca fue descubierto y apuñalado, nunca se le ocurrió hasta

que su locura pasó, y Bisesa... Pero eso viene más tarde.

Bisesa era un deleite sin fin para Trejago. Era tan ignorante como un pájaro; y las

distorsionadas versiones de los rumores del mundo exterior que habían llegado hasta su cuarto

divertían a Trejago casi tanto como sus intentos de pronunciar su nombre: “Christopher”. La

primera sílaba era más de lo que ella podía pronunciar, y hacía pequeños y graciosos gestos consus manos de pétalos de rosa, así como quien deja caer el nombre y después, arrodillándose ante

Trejago, le preguntaba, exactamente como lo hubiera hecho una mujer inglesa, si estaba seguro

de que la amaba. Trejago juró que la amaba más que a nadie en el mundo. Lo que era cierto.

Después de un mes de esta locura, las exigencias de su otra vida obligaron a Trejago a

tener especiales atenciones con una dama que conocía. Se puede dar por un hecho que algo así da

motivos para hablar no solamente a hombres de la propia raza sino, además, a por lo menos unos

ciento cincuenta nativos. Trejago tuvo que caminar con esta dama y platicar con ella por el

quiosco, y acompañarla una o dos veces en paseos en coche; y nunca por un instante imaginó que

esto pudiera afectar su otra vida, excéntrica y más amada. Pero las noticias volaron en la manera

acostumbrada y misteriosa, de boca en boca hasta los oídos de la criada de Bisesa, quien se locontó a ella. La muchacha estaba tan afligida que hizo pésimamente los quehaceres de la casa y,

en consecuencia, fue golpeada por la esposa de Durga Charan.

Una semana más tarde Bisesa replicó a Trejago su coqueteo. Ella no entendía de sutilezas,

así que habló abiertamente. Trejago rió y Bisesa pisoteó con sus pequeños pies —pequeños pies,

ligeros como caléndulas, que podían posarse en la palma de la mano de un hombre.

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Mucho de lo que se ha escrito de la pasión e impulsividad oriental es exagerado y

recopilado de segunda mano, pero un poco de ello es cierto; y cuando un inglés encuentra ese

poco, es tan alarmante como cualquier pasión en su propia vida. Bisesa, atormentada, montó en

cólera y amenazó con matarse si Trejago no dejaba de inmediato a la extranjera mujer blanca que

había interferido entre ellos. Trejago trató de explicar y de mostrarle que no entendía de estos

asuntos desde el punto de vista occidental. Bisesa se contuvo y simplemente dijo:—No lo entiendo. Sólo sé que no es bueno que te haya querido más que a mi propio

corazón, Sahib. Tú eres un inglés. Yo sólo soy una muchacha negra —ella estaba más hermosa que

una barra de oro en la Casa de la Moneda— y la viuda de un hombre negro.

Luego, dijo entre sollozos:

—Pero por mi alma y el alma de mi madre, yo te amo. Ningún daño te pasará, me suceda

lo que me suceda.

Trejago discutió con la muchacha y trató de calmarla, pero ella estaba irrazonablemente

perturbada. Nada la satisfaría excepto que las relaciones entre ellos terminaran. Él debía partir de

inmediato. Y se fue. Cuando saltó fuera de la ventana, ella besó su frente dos veces y él regresó a

casa consternado.Una semana y luego tres semanas pasaron sin ninguna señal de Bisesa. Trejago, pensando

que la ruptura había durado tiempo suficiente, fue a la barranca de Amir Nath por quinta vez en

las tres semanas, con la esperanza de que su golpeteo en el antepecho de la reja desprendible

fuera contestado. Esta vez no sufrió decepción.

Había una luna joven y un torrente de luz caía sobre la barranca de Amir Nath y golpeaba

la reja que fue retirada cuando él tocó. Desde el fondo oscuro Bisesa extendió los brazos hacia la

luz de la luna. Ambas manos habían sido cortadas hasta la muñeca y los muñones casi habían

sanado.

Después, cuando Bisesa inclinó su cabeza entre sus brazos y sollozó, alguien en el cuarto

gruñó como una bestia salvaje y algo filoso —cuchillo, espada o lanza— dio una estocada a Trejagoen su boorka. El lance falló al cuerpo, pero cortó uno de los músculos de la ingle, y él habría de

cojear por la herida durante el resto de sus días.

La reja regresó a su lugar. No hubo ninguna señal dentro de la casa —nada, más que la faja

del claro de luna en las paredes altas y, detrás, la oscuridad en la barranca de Amir Nath.

Lo único que recuerda Trejago, después de rabiar y gritar como un loco entre las paredes sin

piedad, es que se encontraba cerca del río al romper el alba; y arrojando su boorka, se fue a casa

con la cabeza descubierta.

¿Cuál fue la tragedia?: ya sea que Bisesa, en un arrebato de desesperación, contó todo, o

que la intriga haya sido descubierta y ella torturada para hablar; Trejago no sabe hasta este día si

Durga Charan se enteró de su nombre o qué fue de Bisesa. Algo horrible había sucedido y la

imagen de lo que pudo ser viene a Trejago por las noches una y otra vez, y le hace compañía hasta

la mañana.

Una característica particular del caso es que él no sabe en qué lugar está la entrada de la

casa de Durga Charan. Puede dar a un patio interior común a dos o más casas, o puede estar

detrás de cualquiera de las entradas del barrio de Jitha Megji. Trejago no lo sabe. No puede tener

a Bisesa —la pobre pequeña Bisesa— otra vez. La ha perdido en la ciudad donde la casa de cada

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hombre está tan resguardada e irreconocible como una tumba; y la reja que da hacia la barranca

de Amir Nath ha sido tapiada.

Pero Trejago hace sus visitas con frecuencia y es considerado como un hombre decente.

No hay nada particular en él, excepto por una leve rigidez, causada por una tensión en la

pierna derecha.

1888

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EL JARDINERO

Una tumba se me dio,una guardia hasta el Día del Juicio;

y Dios miró desde el cieloy la losa me quitó. 

Un día en todos los años,una hora de ese día,

su Ángel vio mis lágrimas,¡y la losa se llevó!

En el pueblo todos sabían que Helen Turrell cumplía sus obligaciones con todo el mundo, y connadie de forma más perfecta que con el pobre hijo de su único hermano. Todos los del pueblosabían, también, que George Turrell había dado muchos disgustos a su familia desde suadolescencia, y a nadie le sorprendió enterarse de que, tras recibir múltiples oportunidades ydesperdiciarlas todas, George, inspector de la policía de la India, se había enredado con la hija deun suboficial retirado y había muerto al caerse de un caballo unas semanas antes de que naciera

su hijo. Por fortuna, los padres de George ya habían muerto, y aunque Helen, que tenía treinta ycinco años y poseía medios propios, se podía haber lavado las manos de todo aquel lamentableasunto, se comportó noblemente y aceptó la responsabilidad de hacerse cargo, pese a que ellamisma, en aquella época, estaba delicada de los pulmones, por lo que había tenido que irse apasar una temporada al sur de Francia. Pagó el viaje del niño y una niñera desde Bombay, los fue abuscar a Marsella, cuidó al niño cuando tuvo un ataque de disentería infantil por culpa de undescuido de la niñera, a la cual tuvo que despedir y, por último, delgada y cansada, perotriunfante, se llevó al niño a fines de otoño, plenamente restablecido a su casa de Hampshire.

Todos esos detalles eran del dominio público, pues Helen era de carácter muy abierto ymantenía que lo único que se lograba con silenciar un escándalo era darle mayores proporciones.Reconocía que George siempre había sido una oveja negra, pero las cosas hubieran podido irmucho peor si la madre hubiera insistido en su derecho a quedarse con el niño. Por suerte parecía

que la gente de esa clase estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa por dinero, y como Georgesiempre había recurrido a ella cuando tenía problemas, Helen se sentía justificada —y sus amigosestaban de acuerdo con ella— al cortar todos los lazos con la familia del suboficial y dar al niñotodas las ventajas posibles. Lo primero fue que el pastor bautizara al niño con el nombre deMichael. Nada indicaba hasta entonces, decía la propia Helen, que ella fuera muy aficionada a losniños, pero pese a todos los defectos de George siempre lo había querido mucho, y señalaba queMichael tenía exactamente la misma boca que George, lo cual ya era un buen punto de partida. Dehecho, lo que Michael reproducía con más fidelidad era la frente, amplia, despejada y bonita delos Turrell. La boca la tenía algo mejor trazada que el tipo familiar. Pero Helen, que no queríareconocer nada por el lado de la madre, juraba que era un Turrell perfecto, y como no había nadieque se lo discutiera, la cuestión del parecido quedó zanjada para siempre.

En unos años Michael pasó a formar parte del pueblo, tan aceptado por todos comosiempre lo había sido Helen: intrépido, filosófico y bastante guapo. A los seis años quiso saber porqué no podía llamarle «mamá», igual que hacían todos los niños con sus madres. Le explicó que noera más que su tía, y que las tías no eran lo mismo que las mamás, pero que si quería podíallamarle «mamá» al irse a la cama, como nombre cariñoso y secreto entre ellos dos. Michaelguardó fielmente el secreto, pero Helen, como de costumbre, se lo contó a sus amigos, y cuandoMichael se enteró se puso furioso.

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—¿Por qué se lo has dicho? ¿Por qué? —preguntó al final de la rabieta.—Porque lo mejor es decir siempre la verdad —respondió Helen, que lo tenía abrazado

mientras él pataleaba en la cuna.—Bueno, pero cuando la verdad es algo feo no me parece bien.—¿No te parece bien?—No, y además —y Helen sintió que se ponía tenso—, además, ahora que lo has dicho ya

no te voy a llamar «mamá» nunca, ni siquiera al acostarme.—Pero ¿no te parece una crueldad? —preguntó Helen en voz baja.—¡No me importa! ¡No me importa! Me has hecho daño y ahora te lo quiero hacer yo. ¡Te

haré daño toda mi vida!—¡Vamos, guapo, no digas esas cosas! No sabes lo que...—¡Pues sí! ¡Y cuando me haya muerto te haré todavía más daño!—Gracias a Dios yo me moriré mucho antes que tú, cariño.—¡Ja! Emma dice que nunca se sabe —Michael había estado hablando con la anciana y fea

criada de Helen—. Hay muchos niños que se mueren de pequeños, y eso es lo que voy a hacer yo.¡Entonces verás!

Helen dio un respingo y fue hacia la puerta, pero los llantos de «¡mamá, mamá!» le

hicieron volver y los dos lloraron juntos.Cuando cumplió los diez años, tras dos cursos en una escuela privada, algo o alguien le

sugirió la idea de que su situación familiar no era normal. Atacó a Helen con el tema, y derribó susdefensas titubeantes con la franqueza de la familia.

—No me creo ni una palabra —dijo animadamente al final—. La gente no hubiera dicho loque dijo si mis padres se hubieran casado. Pero no te preocupes, tía. He leído muchas cosas degente como yo en la historia de Inglaterra y en las cosas de Shakespeare. Para empezar, Guillermoel Conquistador y... bueno, montones más, y a todos les fue estupendo. A ti no te importa que yosea... eso, ¿verdad?

—Como si me fuera a... —empezó ella.—Bueno, pues ya no volvemos a hablar del asunto si te hace llorar.

Y nunca lo volvió a mencionar por su propia voluntad, pero dos años después, cuandocontrajo las anginas durante las vacaciones, y le subió la temperatura hasta los 40 grados, nohabló de otra cosa hasta que la voz de Helen logró traspasar el delirio, con la seguridad de quenada en el mundo podía hacer que cambiaran las cosas entre ellos.

Los cursos en su internado y las maravillosas vacaciones de Navidades, Semana Santa yverano se sucedieron como una sarta de joyas variadas y preciosas, y como tales joyas lasatesoraba Helen. Con el tiempo, Michael fue creándose sus propios intereses, que fueronapareciendo y desapareciendo sucesivamente, pero su interés por Helen era constante y cada vezmayor. Ella se lo devolvía con todo el afecto del que era capaz, con sus consejos y con su dinero, ycomo Michael no era ningún tonto, la guerra se lo llevó justo antes de lo que prometía ser unabrillante carrera.

En octubre tenía que haber ido a Oxford con una beca. A fines de agosto estaba a punto de

sumarse al primer holocausto de muchachos de los internados privados que se lanzaron a laprimera línea del combate, pero el capitán de su compañía de milicias estudiantiles, en la que erasargento desde hacía casi un año, lo persuadió y lo convenció para que optara a un despacho deoficial en un batallón de formación tan reciente que la mitad de sus efectivos seguía llevando laguerrera roja, del antiguo ejército, y la otra mitad estaba incubando la meningitis debido alhacinamiento en tiendas de campaña húmedas. A Helen le había estremecido la idea de que sealistara directamente.

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—Pero es la costumbre de la familia —había reído Michael.—¿No me irás a decir que te has seguido creyendo aquella vieja historia todo este tiempo?

—dijo Helen (Emma, la criada, había muerto hacía años)-. Te he dado mi palabra de honor, y larepito, de que... que... no pasa nada. Te lo aseguro.

—Bah, a mí no me preocupa eso. Nunca me ha preocupado —replicó Michaelindiferente—. A lo que me refería era a que de haberme alistado ya habría entrado en faena...Igual que mi abuelo.

—¡No digas esas cosas! ¿Es que tienes miedo de que acabe demasiado pronto?—No caerá esa breva. Ya sabes lo que dice K.—Sí, pero el lunes pasado me dijo mi banquero que era imposible que durase hasta

después de Navidad. Por motivos financieros.—Ojalá tenga razón. Pero nuestro coronel, que es del ejército regular, dice que va a ir para

largo.El batallón de Michael tuvo buena suerte porque, por una casualidad que supuso varios

«permisos», fue destinado a la defensa costera en trincheras bajas de la costa de Norfolk; de ahí loenviaron al norte a vigilar un estuario escocés, y por último lo retuvieron varias semanas conrumores infundados de un servicio en algún lugar apartado. Pero, el mismo día en que Michael iba

a pasar con Helen cuatro horas enteras en una encrucijada ferroviaria más al norte, lanzaron albatallón al combate a raíz de la matanza de Loos y no tuvo tiempo más que para enviarle untelegrama de despedida.

En Francia, el batallón volvió a tener suerte. Lo destacaron cerca del Saliente, donde llevóuna vida meritoria y sin complicaciones, mientras se preparaba la batalla del Somme, y disfrutó dela paz de los sectores de Armentieres y de Laventie cuando empezó aquella batalla. Un jefe deunidad avisado averiguó que el batallón estaba bien entrenado en la forma de proteger sus flancosy de atrincherarse, y se lo robó a la División a la que pertenecía, so pretexto de ayudar a ponerlíneas telegráficas, y lo utilizó en general en la zona de Ypres.

Un mes después, y cuando Michael acababa de escribir a Helen que no pasaba nadaespecial y por lo tanto no había que preocuparse, un pedazo de metralla que cayó en una mañana

de lluvia lo mató instantáneamente. El proyectil siguiente hizo saltar lo que hasta entonces habíansido los cimientos de la pared de un establo, y sepultó el cadáver con tal precisión que nadie salvoun experto hubiera podido decir que había pasado algo desagradable.

Para entonces el pueblo ya tenía mucha experiencia de la guerra y, en plan típicamenteinglés, había ido elaborando un ritual para adaptarse a ella. Cuando la jefa de correos entregó a suhija de siete años el telegrama oficial que debía llevar a la señorita Turrell, observó al jardinero delpastor protestante:

—Le ha tocado a la señorita Helen, esta vez.Y él replicó, pensando en su propio hijo:—Bueno, ha durado más que otros.La niña llegó a la puerta principal toda llorosa, porque el señorito Michael siempre le daba

caramelos. Al cabo de un rato, Helen se encontró bajando las persianas de la casa una tras otra y

diciéndole a cada ventana:—Cuando dicen que ha desaparecido significa siempre que ha muerto.

Después ocupó su lugar en la lúgubre procesión que había de pasar por una serie de emocionesestériles. El pastor protestante, naturalmente, predicó la esperanza y profetizó que muy prontollegarían noticias de algún campo de prisioneros. Varios amigos también le contaron historiascompletamente verdaderas, pero siempre de otras mujeres a las que al cabo de meses y meses desilencio, les habían devuelto sus desaparecidos. Otras personas le aconsejaron que se pusiera en

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contacto con secretarios infalibles de organizaciones que podían comunicarse con neutralesbenévolos y podían extraer información incluso de los comandantes más reservados de los hunos.Helen hizo, escribió y firmó todo lo que le sugirieron o le pusieron delante de los ojos. Una vez, enuno de sus permisos, Michael la había llevado a una fábrica de municiones, donde vio cómo ibapasando una granada por todas las fases, desde el cartucho vacío hasta el producto acabado.Entonces le había asombrado que no dejaran de manosear en un solo momento aquel objetohorrible, y ahora, al preparar sus documentos, pensaba: «Me están transformando en una afligidapariente».

En su momento, cuando todas las organizaciones contestaron diciendo que lamentabanprofunda o sinceramente no poder hallar, etc., algo en su fuero interno cedió y todos sussentimientos —salvo el de agradecimiento por esta liberación— acabaron en una benditapasividad. Michael había muerto, y su propio mundo se había detenido, y ella se había parado conél. Ahora ella estaba inmóvil y el mundo seguía adelante, pero no le importaba: no le afectaba enningún sentido. Se daba cuenta por la facilidad con la que podía pronunciar el nombre de Michaelen una conversación e inclinar la cabeza en el ángulo apropiado, cuando los demás pronunciabanel murmullo apropiado de condolencia.

Cuando por fin comprendió que aquello era que se estaba empezando a consolar, el

armisticio con todos sus repiques de campanas le pasó por encima y no se enteró. Al cabo de unaño más había superado todo su aborrecimiento físico a los jóvenes vivos que regresaban, deforma que ya podía darles la mano y desearles todo género de venturas casi con sinceridad. No leinteresaba para nada ninguna de las consecuencias de la guerra, ni nacionales ni personales; sinembargo, sintiéndose inmensamente distante, participó en varios comités de socorro y expresóopiniones muy firmes -porque podía escucharse mientras hablaba- acerca del lugar delmonumento a los caídos del pueblo que éste proyectaba construir.

Después le llegó, como pariente más próxima, una comunicación oficial —que respaldabanuna carta dirigida a ella en tinta indeleble, una chapa de identidad plateada y un reloj— en la quese le notificaba que se había encontrado el cadáver del teniente Michael Turrell y que, tras seridentificado, se le había vuelto a enterrar en el Tercer Cementerio Militar de Hagenzeele, con

indicación de la letra de la fila y el número de la tumba.De manera que ahora Helen se vio empujada a otro proceso de la transformación: a unmundo lleno de parientes contentos o destrozados, seguros ya de que existía un altar en la tierraen el que podían consagrar su cariño. Y éstos pronto le explicaron, y le aclararon con horariostransparentes, lo fácil que era y lo poco que perturbaría su vida el ir a ver la tumba de su propiopariente.

—No es lo mismo —como dijo la mujer del pastor protestante— que si lo hubieranmatado en Mesopotamia, o incluso en Gallipoli.

La agonía de que la despertaran a una especie de segunda vida llevó a Helen a cruzar elCanal de la Mancha, donde, en un nuevo mundo de títulos abreviados, se enteró de que aHagenzeele-Tres se podía llegar cómodamente en un tren de la tarde que enlazaba con eltransbordador de la mañana, y de que había un hotelito agradable a menos de tres kilómetros del

propio Hagenzeele, donde se podía pasar una noche con toda comodidad y ver a la mañanasiguiente la tumba del caído. Todo esto se lo comunicó una autoridad central que vivía en unachabola de tablas y cartón en las afueras de una ciudad destruida, llena de polvareda de cal y depapeles agitados por el viento.

—A propósito —dijo la autoridad—, usted sabe dónde está su tumba, evidentemente.—Sí, gracias —dijo Helen, y mostró la fila y el número escritos en la máquina de escribir

portátil del propio Michael. El oficial hubiera podido comprobarlo en uno de sus múltiples libros,

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pero se interpuso entre ellos una mujerona de Lancashire pidiéndole que le dijera dónde estaba suhijo, que había sido cabo del Cuerpo de Transmisiones. En realidad se llamaba Anderson, perocomo era de una familia respetable se había alistado, naturalmente, con el nombre de Smith, yhabía muerto en Dickiebush, a principios de 1915. No tenía el número de su chapa de identidad nisabía cuál de sus dos nombres de pila podía haber utilizado como alias, pero a ella le habían dadoen la Agencia Cook un billete de turista que caducaba al final de Semana Santa y, si no encontrabaa su hijo antes, podía volverse loca. Al decir lo cual cayó sobre el pecho de Helen, perorápidamente salió la mujer del oficial de un cuartito que había detrás de la oficina y entre los tres,llevaron a la mujer a la cama turca.

—Esto pasa muy a menudo —dijo la mujer del oficial, aflojando el corsé de ladesmayada — . Ayer dijo que lo habían matado en Hooge. ¿Está usted segura de que sabe elnúmero de su tumba? Eso es lo más importante.

—Sí, gracias —dijo Helen, y salió corriendo antes de que la mujer de la cama turcaempezara a sollozar de nuevo.

El té que se tomó en una estructura de madera a rayas malvas y azules, llena hasta lostopes y con una fachada falsa, le hizo sentirse todavía más sumida en una pesadilla. Pagó sucuenta junto a una inglesa robusta de facciones vulgares que, al oír que preguntaba el horario del

tren a Hagenzeele, se ofreció a acompañarla.—Yo también voy a Hagenzeele —explicó—. Pero no a Hagenzeele-Tres; el mío está en la

Fábrica de Azúcar, pero ahora lo llaman La Rosiére. Está justo al sur de Hagenzeele-Tres. ¿Tiene yahabitación en el hotel de aquí?

—Sí, gracias. Les envié un telegrama.—Estupendo. A veces está lleno y otras veces casi no hay un alma. Pero ahora ya han

puesto cuartos de baño en el antiguo Lion d'Or, el hotel que está al oeste de la Fábrica de Azúcar,y por suerte también se lleva una buena parte de la clientela.

—Yo soy nueva aquí. Es la primera vez que vengo.—¿De verdad? Yo ya he venido nueve veces desde el Armisticio. No por mí. Yo no he

perdido a nadie, gracias a Dios, pero me pasa como a tantos, que tienen muchos amigos que sí.

Como vengo tantas veces, he visto que les resulta de mucho alivio que venga alguien para ver... elsitio y contárselo después. Y además se les pueden llevar fotos. Me encargan muchas cosas quehacer -rió nerviosa y se dio un golpe en la Kodak que llevaba en bandolera-. Ya tengo dos o tresque ver en la Fábrica de Azúcar, y muchos más en los cementerios de la zona. Mi sistema esagruparlas y ordenarlas, ¿sabe? Y cuando ya tengo suficientes encargos de una zona para quemerezca la pena, doy el salto y vengo. Le aseguro que alivia mucho a la gente.

—Claro. Supongo —respondió Helen, temblando al entrar en el trenecillo.—Claro que sí. Qué suerte encontrar asientos junto a las ventanillas, ¿verdad? Tiene que

ser así, porque si no no se lo pedirían a una, ¿no? Aquí mismo llevo por lo menos 10 ó 15 encargos—y volvió a golpear la Kodak—. Esta noche tengo que ponerlos en orden. ¡Ah! Se me olvidabapreguntarle. ¿Quién era el suyo?

—Un sobrino —dijo Helen—. Pero lo quería mucho.

—¡Claro! A veces me pregunto si sienten algo después de la muerte. ¿Qué cree usted?—Bueno, yo no... No he querido pensar mucho en ese tipo de cosas —dijo Helen casi

levantando las manos para rechazar a la mujer.—Quizá sea mejor —respondió ésta—. Supongo que ya debe de bastar con la sensación de

pérdida. Bueno, no quiero preocuparla más.Helen se lo agradeció, pero cuando llegaron al hotel, la señora Scarsworth (ya se habían

comunicado sus nombres) insistió en cenar a la misma mesa que ella, y después de la cena, en un

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saloncito horroroso lleno de parientes que hablaban en voz baja, le contó a Helen sus «encargos»,con las biografías de los muertos, cuando las sabía, y descripciones de sus parientes más cercanos.Helen la soportó hasta casi las nueve y media, antes de huir a su habitación.

Casi inmediatamente después sonó una llamada a la puerta y entró la señora Scarsworth,con la horrorosa lista en las manos.

—Sí... sí..., ya lo sé —comenzó—. Está usted harta de mí, pero quiero contarle una cosa.Usted... usted no está casada, ¿verdad? Bueno, entonces quizá no... Pero no importa. Tengo quecontárselo a alguien. No puedo aguantar más.

—Pero, por favor...La señora Scarsworth había retrocedido hacia la puerta cerrada y estaba haciendo gestos

contenidos con la boca.—Dentro de un minuto —dijo—. Usted... usted sabe lo de esas tumbas mías que le estaba

hablando abajo, ¿no? De verdad que son encargos. Por lo menos algunas —paseó la vista por lahabitación—. Qué papel de pared tan extraordinario tienen en Bélgica, ¿no le parece? Sí, juro queson encargos. Pero es que hay una... y para mí era lo más importante del mundo. ¿Me entiende?

Helen asintió.—Más que nadie en el mundo. Y, claro, no debería haberlo sido. No tendría que

representar nada para mí. Pero lo era. Lo es. Por eso hago los encargos, ¿entiende? Por eso.—Pero ¿por qué me lo cuenta a mí? —preguntó Helen desesperada.—Porque estoy tan harta de mentir. Harta de mentir... siempre mentiras... año tras año.

Cuando no estoy mintiendo, tengo que estar fingiendo, y siempre tengo que inventarme algo,siempre. Usted no sabe lo que es eso. Para mí era todo lo que no tenía que haber sido... lo únicoverdadero... lo único importante que me había pasado en la vida, y tenía que hacer como que noera nada. Tenía que pensar cada palabra que decía y pensar todas las mentiras que iba a inventara la próxima ocasión ¡y esto años y años!

—¿Cuántos años? —preguntó Helen.—Seis años y cuatro meses antes y dos y tres cuartos después. Desde entonces he venido

a verle ocho veces. Mañana será la novena y... y no puedo... no puedo volver a verle sin que nadie

en el mundo lo sepa. Quiero decirle la verdad a alguien antes de ir. ¿Me comprende? No importoyo. Siempre he sido una mentirosa, hasta de pequeña. Pero él no se merece eso. Por eso... poreso... tenía que decírselo a usted. No puedo aguantar más. ¡No puedo, de verdad!

Se llevó las manos juntas casi a la altura de la boca y luego las bajó de repente, todavía juntas, lo más abajo posible, por debajo de la cintura. Helen se adelantó, le tomó las manos,inclinó la cabeza ante ellas y murmuró:

—¡Pobrecilla! ¡Pobrecilla!La señora Scarsworth dio un paso atrás, pálida.—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Así es como se lo toma usted?Helen no supo qué decir y la otra mujer se marchó, pero Helen tardó mucho tiempo en

dormirse.A la mañana siguiente la señora Scarsworth se marchó muy de mañana a hacer su ronda

de encargos y Helen se fue sola a pie a Hagenzeele-Tres. El cementerio todavía no estabaterminado, y se hallaba a casi dos metros de altura sobre el camino que lo bordeaba a lo largo decentenares de metros. En lugar de entradas había pasos por encima de una zanja honda quecircundaba el muro limítrofe sin acabar. Helen subió unos escalones hechos de tierra batida consuperficie de madera y se encontró de golpe frente a miles de tumbas. No sabía que enHagenzeele-Tres ya había 21,000 muertos. Lo único que veía era un mar implacable de crucesnegras, en cuyos frontis había tiritas de estaño grabado que formaban ángulos de todo tipo, No

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podía distinguir ningún tipo de orden ni de colocación en aquella masa; nada más que una malezahasta la cintura, como de hierbas golpeadas por la muerte, que se abalanzaban hacia ella. Siguióadelante, hacia su izquierda, después a la derecha, desesperada, preguntándose cómo podríaorientarse hacia la suya. Muy lejos de ella había una línea blanca. Resultó ser un bloque de 200 ó300 tumbas que ya tenían su losa definitiva, en torno a las cuales se habían plantado flores, y cuyahierba recién sembrada estaba muy verde. Allí pudo ver letras bien grabadas al final de las filas y alconsultar su papelito vio que no era allí donde tenía que buscar.

Junto a una línea de losas había arrodillado un hombre, evidentemente un jardinero,porque estaba afirmando un esqueje en la tierra blanda. Helen fue hacia él, con el papelito en lamano. Él se levantó al verla y, sin preludio ni saludos, preguntó:

—¿A quién busca?—Al teniente Michael Turrell... mi sobrino —dijo Helen lentamente, palabra tras palabra,

como había hecho miles de veces en su vida.El hombre levantó la vista y la miró con una compasión infinita antes de volverse de la

hierba recién sembrada hacia las cruces negras y desnudas.—Venga conmigo —dijo—, y le enseñaré dónde está su hijo.Cuando Helen se marchó del cementerio se volvió a echar una última mirada. Vio que a lo

lejos el hombre se inclinaba sobre sus plantas nuevas y se fue convencida de que era el jardinero.

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El CUENTO MÁS HERMOSO DEL MUNDO 

Se llamaba Charlie Mears; era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de Londres y

venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno

de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba.

Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba allí como espectador; le insinué que volviera

a su casa.

Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con

los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a los

 jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias. Quería forjarse un

nombre inmortal, sobre todo a fuerza de poemas, aunque no desdeñaba mandar cuentos

de amor y de muerte a los diarios de la tarde. Fue mi destino estar inmóvil mientras

Charlie Mears leía composiciones de muchos centenares de versos y abultados

fragmentos de tragedias que, sin duda, conmoverían el mundo. Mi premio era su

confianza total; las confesiones y problemas de un joven son casi tan sagrados como los

de una niña. Charlie nunca se había enamorado, pero deseaba enamorarse en la primera

oportunidad; creía en todas las cosas buenas y en todas las cosas honrosas, pero no me

dejaba olvidar que era un hombre de mundo, como cualquier empleado de banco que

gana veinticinco chelines por semana. Rimaba «amor y dolor», «bella y estrella»,

candorosamente, seguro de la novedad de esas rimas. Tapaba con apresuradas disculpas y

descripciones los grandes huecos incómodos de sus dramas, y seguía adelante, viendo con

tanta claridad lo que pensaba hacer, que lo consideraba ya hecho, y esperaba mi aplauso.

Me parece que su madre no lo alentaba; sé que su mesa de trabajo era un ángulo

del lavabo. Esto me lo contó casi al principio, cuando saqueaba mi biblioteca y poco antes

de suplicarme que le dijera la verdad sobre sus esperanzas de “escribir algo realmente

grande, usted sabe”. Quizá lo alenté demasiado, porque una tarde vino a verme, con los

ojos llameantes, y me dijo, trémulo:

—¿A usted no le molesta... puedo quedarme aquí y escribir toda la tarde? No lo

molestaré, le prometo. En casa de mi madre no tengo dónde escribir.

—¿Qué pasa? —pregunté, aunque lo sabía muy bien.

—Tengo una idea en la cabeza que puede convertirse en el mejor cuento del

mundo. Déjeme escribirlo aquí. Es una idea espléndida.

Imposible resistir. Le preparé una mesa; apenas me agradeció y se puso a trabajar

enseguida. Durante media hora la pluma corrió sin parar. Charlie suspiró. La pluma corrió

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más despacio, las tachaduras se multiplicaron, la escritura cesó. El cuento más hermoso

del mundo no quería salir.

—Ahora parece tan malo —dijo lúgubremente—. Sin embargo, era bueno mientras

lo pensaba. ¿Dónde está la falla?

No quise desalentarlo con la verdad. Contesté:

—Quizá no estés en ánimo de escribir.

—Sí, pero cuando leo este disparate...

—Léeme lo que has escrito  — le dije.

Lo leyó. Era prodigiosamente malo. Se detenía en las frases más ampulosas, a la

espera de algún aplauso, porque estaba orgulloso de esas frases, como es natural.

—Habría que abreviarlo —sugerí cautelosamente.

—Odio mutilar lo que escribo. Aquí no se puede cambiar una palabra sin estropear

el sentido. Queda mejor leído en voz alta que mientras lo escribía.

—Charlie, adoleces de una enfermedad alarmante y muy común. Guarda ese

manuscrito y revísalo dentro de una semana.

—Quiero acabarlo en seguida. ¿Qué le parece?

—¿Cómo juzgar un cuento a medio escribir? Cuéntame el argumento.

Charlie me lo contó. Dijo todas las cosas que su torpeza le había impedido trasladar

a la palabra escrita. Lo miré, preguntándome si era posible que no percibiera la

originalidad, el poder de la idea que le había salido al encuentro. Con ideas infinitamente

menos practicables y excelentes se habían infatuado muchos hombres. Pero Charlie

proseguía serenamente, interrumpiendo la pura corriente de la imaginación con muestras

de frases abominables que pensaba emplear. Lo escuché hasta el fin. Era insensato

abandonar esa idea a sus manos incapaces, cuando yo podía hacer tanto con ella. No todo

lo que sería posible hacer, pero muchísimo.

—¿Qué le parece? —dijo al fin—. Creo que lo titularé «La historia de un buque».

—Me parece que la idea es bastante buena; pero todavía estás lejos de poder

aprovecharla. En cambio, yo...

—¿A usted le serviría? ¿La quiere? Sería un honor para mí —dijo Charlie en

seguida.

Pocas cosas hay más dulces en este mundo que la inocente, fanática, destemplada,

franca admiración de un hombre más joven. Ni siquiera una mujer ciega de amor imita la

manera de caminar del hombre que adora, ladea el sombrero como él o intercala en la

conversación sus dichos predilectos. Charlie hacía todo eso. Sin embargo, antes de

apoderarme de sus ideas, yo quería apaciguar mi conciencia.

—Hagamos un arreglo. Te daré cinco libras por el argumento —le dije.

Instantáneamente, Charlie se convirtió en empleado de banco:

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—Es imposible. Entre camaradas, si me permite llamarlo así, y hablando como

hombre de mundo, no puedo. Tome el argumento, si le sirve. Tengo muchos otros.

Los tenía —nadie lo sabía mejor que yo—, pero eran argumentos ajenos.

—Míralo como un negocio entre hombres de mundo —repliqué—. Con cinco libras

puedes comprar una cantidad de libros de versos. Los negocios son los negocios, y puedes

estar seguro que no abonaría ese precio si...

—Si usted lo ve así —dijo Charlie, visiblemente impresionado con la idea de los

libros.

Cerramos trato con la promesa de que me traería periódicamente todas las ideas

que se le ocurrieran, tendría una mesa para escribir y el incuestionable derecho de

infligirme todos sus poemas y fragmentos de poemas. Después le dije:

—Cuéntame cómo te vino esta idea.

—Vino sola.

Charlie abrió un poco los ojos.

—Sí, pero me contaste muchas cosas sobre el héroe que tienes que haber leído en

alguna parte.

—No tengo tiempo para leer, salvo cuando usted me deja estar aquí, y los

domingos salgo en bicicleta o paso el día entero en el río. ¿Hay algo que falta en el héroe?

—Cuéntamelo otra vez y lo comprenderé claramente. Dices que el héroe era

pirata. ¿Cómo vivía?

—Estaba en la cubierta de abajo de esa especie de barco del que le hablé.

—¿Qué clase de barco?

—Eran esos que andan con remos, y el mar entra por los agujeros de los remos, y

los hombres reman con el agua hasta la rodilla. Hay un banco entre las dos filas de remos,

y un capataz con un látigo camina de una punta a la otra del banco, para que trabajen los

hombres.

—¿Cómo lo sabes?

—Está en el cuento. Hay una cuerda estirada, a la altura de un hombre, amarrada a

la cubierta de arriba, para que se agarre el capataz cuando se mueve el barco. Una vez, el

capataz no da con la cuerda y cae entre los remeros; el héroe se ríe y lo azotan. Está

encadenado a su remo, naturalmente.

—¿Cómo está encadenado?

—Con un cinturón de hierro, clavado al banco, y con una pulsera atándolo al remo.

Está en la cubierta de abajo, donde van los peores, y la luz entra por las escotillas y los

agujeros de los remos. ¿Usted no se imagina la luz del sol filtrándose entre el agujero y el

remo, y moviéndose con el banco?

—Sí, pero no puedo imaginar que tú te lo imagines.

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—¿De qué otro modo puede ser? Escúcheme, ahora. Los remos largos de la

cubierta de arriba están movidos por cuatro hombres en cada banco; los remos

intermedios, por tres; los de más abajo, por dos. Acuérdese de que en la cubierta inferior

no hay ninguna luz, y que todos los hombres ahí enloquecen. Cuando en esa cubierta

muere un remero, no lo tiran por la borda: lo despedazan, encadenado, y tiran los

pedacitos al mar, por el agujero del remo.

—¿Por qué? —pregunté asombrado, menos por la información que por el tono

autoritario de Charlie Mears.

—Para ahorrar trabajo y para asustar a los compañeros. Se precisan dos capataces

para subir el cuerpo de un hombre a la otra cubierta, y si dejaran solos a los remeros de la

cubierta de abajo, éstos no remarían y tratarían de arrancar los bancos, irguiéndose a un

tiempo en sus cadenas.

—Tienes una imaginación muy previsora. ¿Qué has estado leyendo sobre galeotes?

—Que yo me acuerde, nada. Cuando tengo oportunidad, remo un poco. Pero tal

vez he leído algo, si usted lo dice.

Al rato salió en busca de librerías y me pregunté cómo, un empleado de banco, de

veinte años, había podido entregarme, con pródiga abundancia de pormenores, datos con

absoluta seguridad, ese cuento de extravagante y ensangrentada aventura, motín,

piratería y muerte, en mares sin nombre. Había empujado al héroe por una desesperada

odisea, lo había rebelado contra los capataces, le había dado una nave que comandar, y

después una isla “por ahí en el mar, usted sabe”; y, encantado con las modestas cinco

libras, había salido a comprar los argumentos de otros hombres para aprender a escribir.

Me quedaba el consuelo de saber que su argumento era mío, por derecho de compra, y

creía poder aprovecharlo de algún modo.

Cuando nos volvimos a ver estaba ebrio, ebrio de los muchos poetas que le habían

sido revelados. Sus pupilas estaban dilatadas, sus palabras se atropellaban y se envolvía

en citas, como un mendigo en la púrpura de los emperadores. Sobre todo, estaba ebrio de

Longfellow.

—¿No es espléndido? ¿No es soberbio? —me gritó luego de un apresurado saludo.

Oiga esto:  “¿Quieres —preguntó el timonel—  saber el secreto del mar? Sólo quienes

afrontan sus peligros comprenden su misterio”.  ¡Demonios!  “Sólo quienes afrontan sus

peligros comprenden su misterio”

—repitió veinte veces, caminando de un lado a otro, olvidándome. Encontrarán al final los

versos en inglés—.  Pero yo también puedo comprenderlo —dijo—.  No sé cómo

agradecerle las cinco libras. Oiga esto: “Recuerdo los embarcaderos negros, las ensenadas,

la agitación de las mareas y los marineros españoles de labios barbudos y la belleza y el

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misterio de las naves y la magia del mar”. Nunca he afrontado peligros, pero me parece

que entiendo todo eso.

—Realmente, parece que dominas el mar. ¿Lo has visto alguna vez?

—Cuando era chico estuvimos en Brighton. Vivíamos en Coventry antes de venir a

Londres. Nunca lo he visto... Cuando baja sobre el Atlántico el titánico viento huracanado

del Equinoccio —me tomó por el hombro y me zamarreó, para que comprendiera la pasión

que lo sacudía—. Cuando viene esa tormenta —prosiguió—, todos los remos del barco se

rompen, y los mangos de los remos deshacen el pecho de los remeros. A propósito, ¿usted

ya hizo mi argumento?

—No, esperaba que me contaras algo más. Dime cómo conoces tan bien los

detalles del barco. Tú no sabes nada de barcos.

—No me lo explico. Es del todo real para mí hasta que trato de escribirlo. Anoche,

en la cama, estuve pensando, después de concluir La i sla del t esoro. Inventé una porción

de cosas para el cuento.

—¿Qué clase de cosas?

—Sobre lo que comían los hombres: higos podridos,  habas negras y vino en un

odre de cuero que se pasaban de un banco a otro.

—¿Tan antiguo era el barco?

—Yo no sé si era antiguo. A veces me parece tan real como si fuera cierto. ¿Le

aburre que hable de eso?

—En lo más mínimo. ¿Se te ocurrió algo más?

—Sí, pero es un disparate —Charlie se ruborizó algo.

—No importa; dímelo.

—Bueno, pensaba en el cuento, y al rato salí de la cama y apunté en un pedazo de

papel las cosas que podían haber grabado en los remos, con el filo de las esposas. Me

pareció que eso le daba más realidad. Es tan real, para mí, usted sabe… 

—¿Tienes el papel?

—Sí, pero a qué mostrarlo. Son unos cuantos garabatos. Con todo, podrían ir en la

primera hoja del libro.

—Ya me ocuparé de esos detalles. Muéstrame lo que escribían tus hombres.

—Sacó del bolsillo una hoja de carta, con un solo renglón escrito, y yo la guardé.

—¿Qué se supone que esto significa en inglés?

—Ah, no sé. Yo pensé que podía significar: “Estoy cansadísimo”. Es absurdo —

repitió—,  pero esas personas del barco me parecen tan reales como nosotros. Escriba

pronto el cuento; me gustaría verlo publicado.

—Pero todas las cosas que me has dicho darían un libro muy extenso.

—Hágalo, entonces. No tiene más que sentarse y escribirlo.

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—Dame tiempo. ¿No tienes más ideas?

—Por ahora, no. Estoy leyendo todos los libros que compré. Son espléndidos.

Cuando se fue, miré la hoja de papel con la inscripción. Después... pero me pareció

que no hubo transición entre salir de casa y encontrarme discutiendo con un policía ante

una puerta llamada “Entrada prohibida” en un corredor del Museo Británico. Lo que yo

exigía, con toda la cortesía posible, era  ver  “al hombre de las antigüedades griegas”. El

policía todo lo ignoraba, salvo el reglamento del museo, y fue necesario explorar todos los

pabellones y escritorios del edificio. Un señor de edad interrumpió su almuerzo y puso

término a mi búsqueda tomando la hoja de papel entre el pulgar y el índice y mirándola

con desdén.

—¿Qué significa esto? Veamos —dijo—; si no me engaño,  es un texto en griego

sumamente corrompido, redactado por alguien —aquí me clavó los ojos— 

extraordinariamente iletrado.

Leyó con lentitud:

—Pollock, Erkmann, Tauchintz, Hennicker, cuatro nombres que me son familiares.

—¿Puede decirme lo que significa este texto?

—“He sido... muchas veces... vencido por el cansancio en este menester”. Eso es lo

que significa.

Me devolvió el papel; huí sin una palabra de agradecimiento, de explicación o de

disculpa.

Mi distracción era perdonable. A mí, entre todos los hombres, me había sido

otorgada la oportunidad de escribir la historia más admirable del mundo, nada menos que

la historia de un galeote griego, contada por él mismo. No era raro que los sueños le

parecieran reales a Charlie. Las Parcas, tan cuidadosas en cerrar las puertas de cada vida

sucesiva, se habían distraído esta vez, y Charlie miró, aunque no lo sabía, lo que a nadie le

había sido permitido mirar, con plena visión, desde que empezó el tiempo. Ignoraba

enteramente el conocimiento que me había vendido por cinco libras; y perseveraría en

esa ignorancia, porque los empleados de banco no comprenden la mentempsicosis, y una

buena educación comercial no incluye el conocimiento del griego. Me suministraría —aquí

bailé, entre los mudos dioses egipcios, y me reí en sus caras mutiladas— materiales que

darían certidumbre a mi cuento: una certidumbre tan grande que el mundo lo recibiría

como una insolente y artificiosa ficción. Y yo, sólo yo sabría que era absoluta y

literalmente cierto. Esa joya estaba en mi mano para que yo la puliera y cortara. Volví a

bailar entre los dioses del patio egipcio, hasta que un policía me vio y empezó a acercarse.

Sólo había que alentar la conversación de Charlie, y eso no era difícil; pero había

olvidado los malditos libros de versos. Volvía, inútil como un fonógrafo recargado, ebrio

de Byron, de Shelley o de Keats. Sabiendo lo que el muchacho había sido en sus vidas

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anteriores, y desesperadamente ansioso de no perder una palabra de su charla, no pude

ocultarle mi respeto y mi interés. Los tomó como respeto por el alma actual de Charlie

Mears, para quien la vida era tan nueva como lo fue para Adán, y como interés por sus

lecturas; casi agotó mi paciencia recitando versos, no suyos sino ajenos. Llegué a desear

que todos los poetas ingleses desaparecieran de la memoria de los hombres. Calumnié las

glorias más puras de la poesía porque desviaban a Charlie de la narración directa y lo

estimulaban a la imitación; pero sofrené mi impaciencia hasta que se agotó el ímpetu

inicial de entusiasmo y el muchacho volvió a los sueños.

—¿Para qué le voy a contar lo que yo pienso, cuando esos tipos escribieron para

los ángeles? —exclamó una tarde—. ¿Por qué no escribe algo así?

—Creo que no te portas muy bien conmigo —dije conteniéndome.

—Ya le di el argumento —dijo con sequedad, prosiguiendo la lectura de Byron.

—Pero quiero detalles.

—¿Esas cosas que invento sobre ese maldito barco que usted llama galera? Son

facilísimas. Usted mismo puede inventarlas. Suba un poco la llama, quiero seguir leyendo.

Le hubiera roto en la cabeza la lámpara del gas. Yo podría inventar si supiera lo que

Charlie ignoraba que sabía. Pero como detrás de mí estaban cerradas las puertas, tenía

que aceptar sus caprichos y mantener despierto su buen humor. Una distracción

momentánea podía estorbar una preciosa revelación. A veces dejaba los libros —los

guardaba en mi casa, porque a su madre le hubiera escandalizado el gasto de dinero que

representaban— y se perdía en sueños marinos. De nuevo maldije a todos los poetas de

Inglaterra. La mente plástica del empleado de banco estaba recargada, coloreada y

deformada por las lecturas, y el resultado era una red confusa de voces ajenas como el

zumbido múltiple de un teléfono de una oficina en la hora más atareada.

Hablaba de la galera —de su propia galera, aunque no lo sabía— con imágenes de

“La novia de Abydos”. Subrayaba las aventuras del héroe con citas del corsario y agregaba

desesperadas y profundas reflexiones morales de Caín y de Manfredo, esperando que yo

las aprovechara. Sólo cuando hablábamos de Longfellow esos remolinos se enmudecían, y

yo sabía que Charlie decía la verdad, tal como la recordaba.

—¿Esto qué te parece? —le dije una tarde en cuanto comprendí el ambiente más

favorable para su memoria, y antes de que protestara le leí casi íntegra la Saga del r ey

Olaf .

Escuchaba atónito, golpeando con los dedos el respaldo del sofá, hasta que llegué

a la canción de Einar Tamberskelver y a la estrofa: “Einar, sacando la flecha de la cuerda

que ya no tensaba, dijo: Era Noruega lo que se quebraba bajo tu mano, oh, rey”.

Se estremeció de puro deleite verbal.

—¿Es un poco mejor que Byron? —aventuré.

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—¡Mejor! Es cierto. ¿Cómo lo sabría Longfellow?

Repetí una estrofa anterior:

—“¿Qué fue eso?, dijo Olaf, erguido en el puente de mando, oí algo como el

estruendo de un barco destrozado al encallar”.

—¿Cómo podía saber cómo los barcos se destrozan, y los remos saltan y hacen

zzzzp contra la costa? Anoche apenas... Pero siga leyendo, por favor, quiero volver a oír

“The Skerry of Shrieks”. 

—No, estoy cansado. Hablemos. ¿Qué es lo que sucedió anoche?

—Tuve un sueño terrible sobre esa galera nuestra. Soñé que me ahogaba en una

batalla. Abordamos otro barco, en un puerto. El agua estaba muerta, salvo donde la

golpeaban los remos. ¿Usted sabe cuál es mi sitio en la galera?

Al principio hablaba con vacilación, con un hermoso temor inglés de que se rieran

de él.

—No, es una novedad para mí —respondí humildemente, y ya me latía el corazón.

—El cuarto remo a la derecha, a partir de la proa, en la cubierta de arriba.

Eramos cuatro en ese remo, todos encadenados. Me recuerdo mirando el agua y

tratando de sacarme las esposas antes de que empezara la pelea. Luego nos arrimamos al

otro barco, y quedé inmóvil, con los tres compañeros encima y el remo grande atravesado

sobre nuestras espaldas.

—¿Y?

Los ojos de Charlie estaban encendidos y vivos. Miraba la pared, detrás de mi

asiento.

—No sé cómo peleamos. Los hombres me pisoteaban la espalda y yo estaba

quieto. Luego, nuestros remeros de la izquierda —atados a sus remos, ya sabe— gritaron y

empezaron a remar hacia atrás. Oía el chirrido del agua, giramos como un escarabajo y

comprendí, sin necesidad de ver, que una galera iba a embestirnos con el espolón, por el

lado izquierdo. Apenas pude levantar la cabeza y ver su velamen sobre la borda.

Queríamos recibirla con la proa, pero era muy tarde. Sólo pudimos girar un poco, porque

el barco de la derecha nos había enganchado y nos detenía. Entonces vino el choque. Los

remos de la izquierda se rompieron cuando el otro barco, el que se movía, les metió la

proa. Los remos de la cubierta de abajo reventaron las tablas del piso, con el cabo para

arriba, y uno de ellos vino a caer cerca de mi cabeza.

—¿Cómo sucedió eso?

—La proa de la galera que se movía los empujaba para dentro y había un

estruendo ensordecedor en las cubiertas inferiores. El espolón nos agarró por el medio y

nos ladeamos, y los hombres de la otra galera desengancharon los garfios y las amarras, y

tiraron cosas en la cubierta de arriba —flechas, alquitrán ardiendo o algo que quemaba— 

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y nos empinamos, más y más, por el lado izquierdo, y el derecho se sumergió, y di vuelta

la cabeza y vi el agua inmóvil cuando sobrepasó la borda, y luego se curvó y derrumbó

sobre nosotros, y recibí el golpe en la espalda, y me desperté.

—Un momento, Charlie. Cuando el mar sobrepasó la borda, ¿qué parecía?

Tenía mis razones para preguntarlo. Un conocido mío había naufragado una vez en

un mar en calma y había visto el agua horizontal detenerse un segundo antes de caer en la

cubierta.

—Parecía una cuerda de violín, tirante, y parecía durar siglos —dijo Charlie.

Precisamente. El otro había dicho: “Parecía un hilo de plata estirado sobre la

borda, y pensé que nunca iba a romperse”. Había pagado con todo, salvo la vida, esa

partícula de conocimiento, y yo había atravesado diez mil leguas para encontrarlo y para

recoger ese dato ajeno. Pero Charlie, con sus veinticinco chelines semanales, con su vida

reglamentaria y urbana, lo sabía muy bien. No era consuelo para mí que una vez en sus

vidas hubiera tenido que morir para aprenderlo. Yo también debí morir muchas veces,

pero detrás de mí, para que no empleara mi conocimiento, habían cerrado las puertas.

—¿Y entonces? —dije tratando de alejar el demonio de la envidia.

—Lo más raro, sin embargo, es que todo ese estruendo no me causaba miedo ni

asombro. Me parecía haber estado en muchas batallas, porque así se lo repetí a mi

compañero. Pero el canalla del capataz no quería desatarnos las cadenas y darnos una

oportunidad de salvación. Siempre decía que nos daría la libertad después de una batalla.

Pero eso nunca sucedía, nunca.

Charlie movió la cabeza tristemente.

—¡Qué canalla!

—No hay duda. Nunca nos daba bastante comida y a veces teníamos tanta sed que

bebíamos agua salada. Todavía me queda el gusto en la boca.

—Cuéntame algo del puerto donde ocurrió el combate.

—No soñé sobre eso. Sin embargo, sé que era un puerto; estábamos amarrados a

una argolla en una pared blanca y la superficie de la piedra, bajo el agua, estaba

recubierta de madera, para que no se astillara nuestro espolón cuando la marea nos

hamacara.

—Eso es interesante. El héroe mandaba la galera, ¿no es verdad?

—Claro que sí, estaba en la proa y gritaba como un diablo. Fue el hombre que mató

al capataz.

—¿Pero ustedes se ahogaron todos juntos, Charlie?

—No acabo de entenderlo —dijo, perplejo—. Sin duda la galera se hundió con

todos los de a bordo, pero me parece que el héroe siguió viviendo. Tal vez se pasó al otro

barco. No pude ver eso, naturalmente; yo estaba muerto.

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Tuvo un ligero escalofrío y repitió que no podía acordarse de nada más.

No insistí, pero para cerciorarme de que ignoraba el funcionamiento del alma le di

Transmigración, de Mortimer Collins y le reseñé el argumento.

—Qué disparate —dijo con franqueza, al cabo de una hora—; no comprendo ese

enredo sobre el rojo planeta Marte y el rey y todo lo demás. Deme el libro de Longfellow.

Se lo entregué y escribí lo que pude recordar de su descripción del combate naval,

consultándolo a ratos para que corroborara un detalle o un hecho. Contestaba sin

levantar los ojos del libro, seguro, como si todo lo que sabía estuviera impreso en las

hojas. Yo le interrogaba en voz baja, para no romper la corriente, y sabía que ignoraba lo

que decía, porque sus pensamientos estaban en el mar, con Longfellow.

—Charlie —le pregunté—, cuando se amotinaban los remeros de las galeras,

¿cómo mataban a los capataces?

—Arrancaban los bancos y se los rompían en la cabeza. Eso ocurrió durante una

tormenta. Un capataz, en la cubierta de abajo, se resbaló y cayó entre los remeros.

Suavemente, lo estrangularon contra el borde, con las manos encadenadas; había

demasiada oscuridad para que el otro capataz pudiera ver. Cuando preguntó qué sucedía,

lo arrastraron también y lo estrangularon; y los hombres fueron abriéndose camino hacia

arriba, cubierta por cubierta, con los pedazos de los bancos rotos colgando y golpeando.

¡Cómo vociferaban!

—¿Y qué pasó después?

—No sé. El héroe se fue, con pelo colorado, barba colorada, y todo. Pero antes

capturó nuestra galera, me parece.

El sonido de mi voz lo irritaba. Hizo un leve ademán con la mano izquierda como si

lo molestara una interrupción.

—No me habías dicho que tenía el pelo colorado, o que capturó la galera —dije al

cabo de un rato.

Charlie no alzó los ojos.

—Era rojo como un oso rojo —dijo distraído—. Venía del norte; así lo dijeron en la

galera cuando pidió remeros, no esclavos: hombres libres. Después, años y años después,

otro barco nos trajo noticias suyas, o él volvió...

Sus labios se movían en silencio. Repetía, absorto, el poema que tenía ante sus

ojos.

—¿Dónde había ido?

Casi lo dije en un susurro, para que la frase llegara con suavidad a la sección del

cerebro de Charlie que trabajaba para mí.

—A las Playas, las Largas y Prodigiosas Playas —respondió al cabo de un minuto.

—¿A Furdurstrandi? —pregunté, temblando de pies a cabeza.

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—Sí a Furdurstrandi —pronunció la palabra de un modo nuevo—. Y vi también...

La voz se le apagó.

—¿Sabes lo que has dicho? —grité con imprudencia.

Levantó los ojos, despierto.

—No —dijo secamente—. Déjeme leer en paz. Oiga esto:  “Pero Othere, el viejo

capitán, no se detuvo ni se movió hasta que el rey escuchó, entonces tomó una vez más su

pluma y transcribió cada palabra. Y el rey de los sajones como prueba de la verdad,

levantando su noble rostro, extendió su mano curtida y dijo, observe este colmillo de

morsa”.  ¡Qué hombres habrán sido esos para navegarse los mares sin saber cuándo

tocarían tierra!

—Charlie —rogué—, si te portas bien un minuto o dos, haré que nuestro héroe

valga tanto como Othere.

—Es de Longfellow el poema. No me interesa escribir. Quiero leer.

Imagínense ante la puerta de los tesoros del mundo, guardada por un niño —un

niño irresponsable y holgazán, jugando a cara o cruz— de cuyo capricho depende el don

de la llave, y comprenderán mi tormento. Hasta esa tarde, Charlie no había hablado de

nada que no correspondiera a las experiencias de un galeote griego. Pero ahora (o

mienten los libros) había recordado alguna desesperada aventura de los vikingos, del viaje

de Thorfin Karlsefne a Vinland, que es América, en el siglo nueve o diez. Había visto la

batalla en el puerto; había referido su propia muerte. Pero esta otra inmersión en el

pasado era aún más extraña. ¿Habría omitido una docena de vidas y oscuramente

recordaba ahora un episodio de mil años después? Era un enredo inextricable y Charlie

Mears, en su estado normal, era la última persona del mundo para solucionarlo. Sólo me

quedaba vigilar y esperar, pero esa noche me inquietaron las imaginaciones más

ambiciosas. Nada era imposible si no fallaba la detestable memoria de Charlie.

Podía volver a escribir la Saga de Thorfin Karlsefne, como nunca la habían escrito,

podía referir la historia del primer descubrimiento de América siendo yo mismo el

descubridor. Pero yo estaba a merced de Charlie,  y mientras él tuviera a su alcance un

ejemplar de Clásico para Todos, no hablaría. No me atreví a maldecirlo abiertamente,

apenas me atrevía a estimular su memoria, porque se trataba de experiencias de hace mil

años narradas por la boca de un muchacho contemporáneo, y a un muchacho lo afectan

todos los cambios de opinión y aunque quiera decir la verdad tiene que mentir.

Pasé una semana sin ver a Charlie. Lo encontré en Gracechurch Street con un libro

Mayor encadenado a la cintura. Tenía que atravesar el Puente de Londres y lo acompañé.

Estaba muy orgulloso de ese libro Mayor. Nos detuvimos en la mitad del puente para

mirar un vapor que descargaba grandes lajas de mármol blanco y amarillo. En una barcaza

que pasó junto al vapor mugió una vaca solitaria. La cara de Charlie se alteró; ya no era la

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de un empleado de banco, sino otra, desconocida y más despierta. Estiró el brazo sobre el

parapeto del puente y, riéndose muy fuerte, dijo:

—Cuando bramaron nuestros toros, los Skroelings huyeron.

La barcaza y la vaca habían desaparecido detrás del vapor antes de que yo

encontrara palabras.

—Charlie, ¿qué te imaginas que son Skroelings?

—La primera vez en la vida que oigo hablar de ellos. Parece el nombre de una

nueva clase de gaviotas. ¡Qué preguntas se le ocurren a usted! —contestó—. Tengo que

verme con el cajero de la compañía de ómnibus. Me espera un rato y almorzamos juntos

en algún restaurante. Tengo una idea para un poema.

—No, gracias. Me voy. ¿Estás seguro de que no sabes nada de Skroelings?

—No, a menos que esté inscrito en el “Clásico” de Liverpool.

Saludó y desapareció entre la gente.

Está escrito en la Saga de Eric el Rojo  o en la de Thorfin Karlsefne que hace

novecientos años, cuando las galeras de Karlsefne llegaron a las barracas de Leif, erigidas

por éste en la desconocida tierra de Markland, era tal vez Rhode Island, los Skroelings —

sólo Dios sabe quiénes eran—  vinieron a traficar con los vikingos y huyeron porque los

aterró el bramido de los toros que Thorfin había traído en las naves. ¿Pero qué podía

saber de esa historia un esclavo griego? Erré por las calles tratando de resolver el misterio,

y cuanto más lo consideraba, menos lo entendía. Sólo encontré una certidumbre, y me

dejó atónito. Si el porvenir me deparaba algún conocimiento íntegro, no sería el de una de

las vidas del alma en el cuerpo de Charlie Mears, sino el de muchas, muchas existencias

individuales y distintas, vividas en las aguas azules en la mañana del mundo.

Examiné después la situación.

Me parecía una amarga injusticia que me fallara la memoria de Charlie cuando más

la precisaba. A través de la neblina y el humo alcé la mirada, ¿sabían los señores de la Vida

y la Muerte lo que esto significaba para mí? Eterna fama, conquistada y compartida por

uno solo. Me contentaría —recordando a Clive, mi propia moderación me asombró— con

el mero derecho de escribir un solo cuento, de añadir una pequeña contribución a la

literatura frívola de la época. Si a Charlie le permitieran una hora —sesenta pobres

minutos—  de perfecta memoria de existencias que habían abarcado mil años, yo

renunciaría a todo el provecho y la gloria que podría valerme su confesión. No participaría

en la agitación que sobrevendría en aquel rincón de la tierra que se llama “el mundo”. La

historia se publicaría anónimamente. Haría creer a otros hombres que ellos la habían

escrito. Ellos alquilarían ingleses de cuello duro para que la vociferaran al mundo. Los

moralistas fundarían una nueva ética, jurando que habían apartado de los hombres el

temor de la muerte. Todos los orientalistas de Europa la apadrinarían verbosamente, con

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textos en pali y sánscrito. Atroces mujeres inventarían impuras variantes de los dogmas

que profesarían los hombres, para instrucción de sus hermanas. Disputarían las iglesias y

sus religiones. Al subir a un ómnibus preví las polémicas de media docena de sectas,

igualmente fieles a la “Doctrina de la verdadera mentempsicosis en sus aplicaciones a la

nueva era y al universo”, y vi también a los decentes diarios ingleses dispersándose, como

hacienda espantada, ante la perfecta simplicidad de mi cuento. La imaginación recorrió

cien, doscientos, mil años de futuro. Vi con pesar que los hombres mutilarían y

pervertirían tal historia; que las sectas rivales la deformarían hasta que el mundo

occidental, aferrado al temor de la muerte y no a la esperanza de la vida, la descartaría

como una superstición interesante y se entregaría a alguna fe tan olvidada que pareciera

nueva. Entonces modifiqué los términos de mi pacto con los Señores de la Vida y la

Muerte. Que me dejaran saber, que me dejaran escribir esa historia, con la conciencia de

registrar la verdad, y sacrificaría el manuscrito y lo quemaría. Cinco minutos después de

redactada la última línea, lo quemaría. Pero que me dejaran escribirlo, con entera

confianza.

No hubo respuesta. Los violentos colores de un aviso del casino me impresionaron,

¿no convendría poner a Charlie en manos de un hipnotizador? ¿Hablaría de sus vidas

pasadas? Pero Charlie se asustaría de la publicidad, o ésta lo haría intolerable. Mentiría

por vanidad o por miedo. Estaría seguro en mis manos.

—Son cómicos, ustedes, los ingleses —dijo una voz—. Dándome vuelta, me

encontré con un conocido, un joven bengalí que estudiaba derecho, un tal Grish Chunder,

cuyo padre lo había mandado a Inglaterra para educarlo. El viejo era un funcionario hindú,

 jubilado; con una renta de cinco libras esterlinas al mes lograba dar a su hijo doscientas

libras esterlinas al año y plena licencia en una ciudad donde fingía ser un príncipe y

contaba cuentos de los brutales burócratas de la India que oprimían a los pobres.

Grish Chunder era un joven y obeso bengalí, escrupulosamente vestido de levita y

pantalón claro, con sombrero alto y guantes amarillos. Pero yo lo había conocido en los

días en que el brutal gobierno de la India pagaba sus estudios universitarios y él publicaba

artículos sediciosos en el Sachi Durpan y tenía amores con las esposas de sus condiscípulos

de catorce años de edad.

—Eso es muy cómico —dijo señalando el cartel—. Voy a Northbrook Club. ¿Quieres

venir conmigo?

Caminamos juntos un rato.

—No estás bien —me dijo—. ¿Qué te preocupa? Estás silencioso.

—Grish Chunder, ¿eres demasiado culto para creer en Dios, no es verdad?

—Aquí sí. Pero cuando vuelva tendré que propiciar las supersticiones populares y

cumplir ceremonias de purificación, y mis esposas ungirán ídolos.

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—Y adornarán con tulsi y celebrarán el purohit, y te reintegrarán en la casta y otra

vez harán de ti, librepensador avanzado, un buen khuttri. Y comerás comida desi, y todo

te gustará, desde el olor del patio hasta el aceite de mostaza en tu cuerpo.

—Me gustará muchísimo —dijo con franqueza Grish Chunder—. Una vez hindú,

siempre hindú. Pero me gusta saber lo que los ingleses piensan que saben.

—Te contaré una cosa que un inglés sabe. Para ti es una vieja historia.

Empecé a contar en inglés la historia de Charlie; pero Crish Chunder me hizo una

pregunta en indostaní, y el cuento prosiguió en el idioma que más le convenía. Al fin y al

cabo, nunca hubiera podido contarse en inglés. Grish Chunder me escuchaba, asintiendo

de tiempo en tiempo, y después subió a mi departamento, donde concluí la historia.

—Beshak —dijo filosóficamente—,  lekin darwaza band hai (Sin duda; pero está

cerrada la puerta). He oído, entre mi gente, esos recuerdos de vidas previas. Es una vieja

historia entre nosotros, pero que le suceda a un inglés —a un Mlechh lleno de carne de

vaca—, un descastado... Por Dios, esto es rarísimo.

—¡Más descastado serás tú, Grish Chunder! Todos los días comes carne de vaca.

Pensemos bien la cosa. El muchacho recuerda sus encarnaciones.

—¿Lo sabe? —dijo tranquilamente Grish Chunder, sentado en la mesa, hamacando

las piernas. Ahora hablaba en inglés.

—No sabe nada. ¿Acaso te contaría si lo supiera? Sigamos.

—No hay nada que seguir. Si lo cuentas a tus amigos, dirán que estás loco y lo

publicarán en los diarios. Supongamos, ahora, que los acuses por calumnia.

—No nos metamos en eso, por ahora. ¿Hay una esperanza de hacerlo hablar?

—Hay una esperanza. Pero si hablara, todo este mundo se derrumbaría en tu

cabeza. Tú sabes, esas cosas están prohibidas. La puerta está cerrada.

—¿No hay ninguna esperanza?

—¿Cómo puede haberla? Eres cristiano y en tus libros está prohibido el fruto del

árbol de la Vida, o nunca morirías. ¿Cómo van a temer la muerte si todos saben lo que tu

amigo no sabe que sabe? Tengo miedo de los azotes, pero no tengo miedo de morir

porque sé lo que sé. Ustedes no temen los azotes, pero temen la muerte. Si no la

temieran, ustedes los ingleses se llevarían el mundo por delante en una hora, rompiendo

los equilibrios de las potencias y haciendo conmociones. No sería bueno, pero no hay

miedo. Se acordará menos y menos y dirá que es un sueño. Luego se olvidará. Cuando

pasé el bachillerato en Calcuta, esto estaba en la crestomatía de Wordsworth, Arrastrando

nubes de gloria, ¿te acuerdas?

—Esto parece una excepción.

—No hay excepciones a las reglas. Unas parecen menos rígidas que otras, pero son

iguales. Si tu amigo contara tal y tal cosa, indicando que recordaba todas sus vidas

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anteriores o una parte de su vida anterior, en seguida lo expulsarían del banco. Lo

echarían, como quien dice, a la calle y lo enviarían a un manicomio. Eso lo admitirás, mi

querido amigo.

—Claro que sí, pero no estaba pensando en él. Su nombre no tiene por qué

aparecer en la historia.

—Ah, ya lo veo, esa historia nunca se escribirá. Puedes probar.

—Voy a probar.

—Por tu honra y por el dinero que ganarás, por supuesto.

—No, por el hecho de escribirla. Palabra de honor.

—Aún así no podrás. No se juega con los dioses. Ahora es un lindo cuento. No lo

toques. Apresúrate, no durará.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que digo. Hasta ahora no ha pensado en una mujer.

—¿Cómo crees? —Recordé algunas de las confidencias de Charlie.

—Quiero decir que ninguna mujer ha pensado en él. Cuando eso llegue: bushogya,

se acabó. Lo sé. Hay millones de mujeres aquí. Mucamas, por ejemplo. Te besan detrás de

la puerta.

La sugestión me incomodó. Sin embargo, nada más verosímil.

Grish Chunder sonrió.

—Sí, también muchachas lindas, de su sangre y no de su sangre. Un solo beso que

devuelva y recuerde, lo sanará de estas locuras, o...

—¿O qué? Recuerda que no sabe que sabe.

—Lo recuerdo. O, si nada sucede, se entregará al comercio y a la especulación

financiera, como los demás. Tiene que ser así. No me negarás que tiene que ser así. Pero

la mujer vendrá primero, me parece.

Golpearon a la puerta; entró Charlie. Le habían dejado la tarde libre en la oficina;

su mirada denunciaba el propósito de una larga conversación, y tal vez poemas en los

bolsillos. Los poemas de Charlie eran muy fastidiosos, pero a veces lo hacían hablar de la

galera.

Grish Chunder lo miró agudamente.

—Disculpe —dijo Charlie, incómodo. No sabía que estaba con visitas.

—Me voy —dijo Grish Chunder.

Me llevó al vestíbulo, al despedirse.

—Este es el hombre —dijo rápidamente—. Te repito que nunca contará lo que

esperas. Sería muy apto para ver cosas. Podríamos fingir que era un juego —nunca he

visto tan excitado a Grish Chunder— y hacerle mirar el espejo de tinta en la mano. ¿Qué te

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parece? Te aseguro que puede ver todo lo que el hombre puede ver. Déjame buscar la

tinta y el alcanfor. Es un vidente y nos revelará muchas cosas.

—Será todo lo que tú dices, pero no voy a entregarlo a tus dioses y a tus demonios.

—No le hará mal; un poco de mareo al despertarse. No será la primera vez que

habrás visto muchachos mirar el espejo de tinta.

—Por eso mismo no quiero volver a verlo. Más vale que te vayas, Grish Chunder.

Se fue, repitiendo que yo perdía mi única esperanza de interrogar el porvenir.

Esto no importó, porque sólo me interesaba el pasado y para ello de nada podían

servir muchachos hipnotizados consultando espejos de tinta.

—Qué negro desagradable —dijo Charlie cuando volví —. Mire, acabo de escribir un

poema; lo escribí en vez de jugar al dominó después de almorzar. ¿Se lo leo?

—Lo leeré yo.

—Pero usted no le da la entonación adecuada. Además, cuando usted los lee,

parece que las rimas estuvieran mal.

—Léelo en voz alta, entonces. Eres como todos los otros.

Charlie me declamó su poema; no era muy inferior al término medio de su obra.

Había leído sus libros con obediencia, pero le desagradó oír que yo prefería a Longfellow

incontaminado de Charlie.

Luego recorrimos el manuscrito, línea por línea. Charlie esquivaba todas las

objeciones y todas las correcciones, con esta frase:

—Sí, tal vez quede mejor, pero usted no comprende adónde voy.

En eso, Charlie se parecía a muchos poetas.

En el reverso del papel había unos apuntes a lápiz.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—No son versos ni nada. Son unos disparates que escribí anoche, antes de

acostarme. Me daba trabajo buscar rimas y los escribí en verso libre.

Aquí están los versos libres de Charlie:

Hemos remado para vos cuando el viento estaba contra nosotros y con las velas bajas.

¿Nunca nos soltaréis?

Comimos pan y cebollas cuando os apoderabais de ciudades, o corrimos velozmente a bordo

cuando el enemigo os rechazaba.

Los capitanes caminaban a lo largo de la cubierta, cantando, cuando hacía buen tiempo; pero

nosotros estábamos abajo.

Nos desmayábamos con el mentón sobre los remos y no veíais que estábamos ociosos porque aún

sacudíamos el remo, adelante y atrás.

¿Nunca nos soltaréis?

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La sal volvía los cabos de los remos ásperos como la piel del tiburón; la sal cortaba nuestras rodillas

hasta el hueso; el pelo se nos pegaba a la frente y nuestros labios estaban cortados hasta las encías; y nos

azotabais porque no podíamos remar.

¿Nunca nos soltaréis?

Pero dentro de poco tiempo nos iremos por los escobenes como el agua que corre por los remos, y

aunque ordenéis a los otros que remen detrás nuestro, nunca nos agarraréis hasta que atrapéis la espuma

de los remos y atéis los vientos al hueco de la vela. ¡A-Ho!

¡Nunca nos soltaréis!

—Algo así podrían cantar en la galera, usted sabe. ¿Nunca va a concluir ese cuento

y darme parte de las ganancias?

—Depende de ti. Si desde el principio me hubieras hablado un poco más del héroe,

ya estaría concluido. Eres tan impreciso.

—Sólo quiero darle la idea general... el andar de un lado para otro, y las peleas, y lo

demás. ¿Usted no puede suplir lo que falta? Hacer que el héroe salve de los piratas a una

muchacha y se case con ella o algo por el estilo.—Eres un colaborador realmente precioso. Supongo que al héroe le ocurrieron

algunas aventuras antes de casarse.

—Bueno, hágalo un tipo muy hábil, una especie de canalla —que ande haciendo

tratados y rompiéndolos—, un hombre de pelo negro que se oculte detrás del mástil, en

las batallas.

—Los otros días dijiste que tenía el pelo colorado.

—No puedo haber dicho eso. Hágalo moreno, por supuesto. Usted no tiene

imaginación.

Como yo había descubierto en ese instante los principios de la memoria imperfectaque se llama imaginación, casi me reí, pero me contuve, para salvar el cuento.

—Es verdad; tú sí tienes imaginación. Un tipo de pelo negro en un buque de tres

cubiertas —dije.

—No, un buque abierto, como un gran bote.

Era para volverse loco.

—Tu barco está descrito y construido con techos y cubiertas; así lo has dicho.

—No, no ese barco. Ese era abierto, o semiabierto, porque... Claro, tiene razón.

Usted me hace pensar que el héroe es el tipo de pelo colorado. Claro, si es el de pelo

colorado, el barco tiene que ser abierto, con las velas pintadas.Ahora se acordará, pensé, que ha trabajado en dos galeras, una griega, de tres

cubiertas, bajo el mando del “canalla” de pelo negro; otra, un dragón abierto de vikingo,

bajo el mando del hombre “rojo como un oso rojo” que arribó a Markland. El diablo me

impulsó a hablar.

—¿Por qué “claro”, Charlie?

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—No sé. ¿Usted se está riendo de mí?

La corriente había sido rota. Tomé una libreta y fingí hacer muchos apuntes.

—Da gusto trabajar con un muchacho imaginativo, como tú —dije al rato—. Es

realmente admirable cómo has definido el carácter del héroe.

—¿Le parece? —contestó ruborizándose—. A veces me digo que valgo más de lo

que mi ma... de lo que la gente piensa.

—Vales muchísimo.

—Entonces, ¿puedo mandar un artículo sobre “Costumbres de los empleados de

banco”, al Tit-Bits, y ganar una libra esterlina de premio?

—No era, precisamente, lo que quería decir. Quizá valdría más esperar un poco y

adelantar el cuento de la galera.

—Sí, pero no llevará mi firma. Tit-Bits publicará mi nombre y mi dirección, si gano.

¿De qué se ríe? Claro que los publicarían.

—Ya sé. ¿Por qué no vas a dar una vuelta? Quiero revisar las notas de nuestro

cuento.

Este vituperable joven que se había ido, algo ofendido y desalentado, había sido tal

vez remero del Argos, e, innegablemente, esclavo o compañero de Thorfin Karlsefne. Por

eso le interesaban profundamente los concursos de Tit-Bits. Recordando lo que me había

dicho Grish Chunder, me reí fuerte. Los Señores de la Vida y la Muerte nunca permitirían

que Charlie Mears hablara plenamente de sus pasados, y para completar su revelación yo

tendría que recurrir a mis invenciones precarias, mientras él hacía su artículo sobre

empleados de banco.

Reuní mis notas, las leí; el resultado no era satisfactorio. Volví a releerlas. No había

nada que no hubiera podido extraerse de libros ajenos, salvo quizá la historia de la batalla

en el puerto. Las aventuras de un vikingo habían sido noveladas ya muchas veces; la

historia de un galeote griego tampoco era nueva y, aunque yo escribiera las dos, ¿quién

podría confirmar o impugnar la veracidad de los detalles? Tanto me valdría redactar un

cuento del porvenir. Los Señores de la Vida y la Muerte eran tan astutos como lo había

insinuado Grish Chunder. No dejarían pasar nada que pudiera inquietar o apaciguar el

ánimo de los hombres. Aunque estaba convencido de eso, no podía abandonar el cuento.

El entusiasmo alternaba con la depresión, no una vez sino muchas en las siguientes

semanas. Mi ánimo variaba con el sol de marzo y con las nubes indecisas. De noche, o en

la belleza de una mañana de primavera, creía poder escribir esa historia y conmover a los

continentes. En los atardeceres lluviosos percibí que podría escribirse el cuento, pero que

no sería otra cosa que una pieza de museo apócrifa, con falsa pátina y falsa herrumbre.

Entonces maldije a Charlie de muchos modos, aunque la culpa no era suya.

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Parecía muy atareado en certámenes literarios; cada semana lo veía menos a

medida que la primavera inquietaba la tierra. No le interesaban los libros ni el hablar de

ellos y había un nuevo aplomo en su voz. Cuando nos encontrábamos, yo no proponía el

tema de la galera; era Charlie el que lo iniciaba, siempre pensando en el dinero que podría

producir su escritura.

—Creo que merezco a lo menos el veinticinco por ciento —dijo con hermosa

franqueza—. He suministrado todas las ideas, ¿no es cierto?

Esa avidez era nueva en su carácter. Imaginé que la había adquirido en la City, que

había empezado a influir en su acento desagradablemente.

—Cuando la historia esté concluida, hablaremos. Por ahora, no consigo adelantar.

El héroe rojo y el héroe moreno son igualmente difíciles.

Estaba sentado junto a la chimenea, mirando las brasas.

—No veo cuál es la dificultad. Es clarísimo para mí —contestó—. Empecemos por

las aventuras del héroe rojo, desde que capturó mi barco en el sur y navegó a las Playas.

Me cuidé muy bien de interrumpirlo. No tenía ni lápiz ni papel, y no me atreví a

buscarlos para no cortar la corriente. La voz de Charlie descendió hasta el susurro y refirió

la historia de la navegación de una galera hasta Furdurstrandi, de las puestas del sol en el

mar abierto vistas bajo la curva de la vela, tarde tras tarde, cuando el espolón se clavaba

en el centro del disco declinante “y navegábamos por ese rumbo porque no teníamos

otro”, dijo Charlie. Habló del desembarco en una isla y de la exploración de sus bosques,

donde los marineros mataron a tres hombres que dormían bajo los pinos. Sus fantasmas,

dijo Charlie, siguieron a nado la galera, hasta que los hombres de a bordo echaron suertes

y arrojaron al agua a uno de los suyos, para aplacar a los dioses desconocidos que habían

ofendido. Cuando escasearon las provisiones se alimentaron de algas marinas y se les

hincharon las piernas, y el capitán, el hombre del pelo rojo, mató a dos remeros

amotinados, y al cabo de un año entre los bosques levaron anclas rumbo a la patria y un

incesante viento los condujo con tanta fidelidad que todas las noches dormían. Eso, y

mucho más, contó Charlie. A veces era tan baja la voz que las palabras resultaban

imperceptibles. Hablaba de su jefe, el hombre rojo, como un pagano habla de su dios;

porque él fue quien los alentaba y los mataba imparcialmente, según más le convenía; y él

fue quien empuñó el timón durante tres noches entre hielo flotante, cada témpano

abarrotado de extrañas fieras que “querían navegar con nosotros”, dijo Charlie, “y las

rechazábamos con los remos”.

Cedió una brasa y el fuego, con un débil crujido, se desplomó atrás de los barrotes.

—Caramba —dijo con un sobresalto—. He mirado el fuego hasta marearme. ¿Qué

iba a decir?

—Algo sobre la galera.

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—Ahora recuerdo. Veinticinco por ciento del beneficio, ¿no es verdad?

—Lo que quieras, cuando el cuento esté listo.

—Quería estar seguro. Ahora debo irme, tengo una cita.

Me dejó.

Menos iluso, habría comprendido que ese entrecortado murmullo junto al fuego

era el canto de cisne de Charlie Mears. Lo creí preludio de una revelación total. Al fin

burlaría a los Señores de la Vida y la Muerte.

Cuando volvió, lo recibí con entusiasmo. Charlie estaba incómodo y nervioso, pero

los ojos le brillaban.

—Hice un poema —dijo.

Y luego, rápidamente:

—Es lo mejor que he escrito. Léalo.

Me lo dejó y retrocedió hacia la ventana.

Gemí, interiormente. Sería tarea de una media hora criticar, es decir alabar, el

poema. No sin razón gemí, porque Charlie, abandonado el largo metro preferido, había

ensayado versos más breves, versos con un evidente motivo. Esto es lo que leí: 

El día es de los más hermosos, ¡El viento contento/ ulula detrás de la colina, / donde dobla

el bosque a su antojo, / y los retoños a su voluntad! / Rebélate, oh, Viento; ¡hay algo en mi sangre/

que no te dejaría quieto! / Ella se me dio, oh, Tierra, oh, Cielo;/ ¡mares grises, ella es sólo mía! /

¡Que los hoscos peñascos oigan mi grito, / y se alegren aunque no sean más que piedras! / ¡Mía!

La he ganado, ¡oh, buena tierra marrón, / alégrate! La primavera está aquí. / ¡Alégrate, que mi

amor vale dos veces más / que el homenaje que puedan rendirle todos tus campos! / ¡Que el

labriego que te rotura sienta mi dicha / al madrugar para el trabajo!

—El verso final es irrefutable —dije con miedo en el alma.

Charlie sonrió sin contestar.

Roja nube del ocaso, proclámalo: soy el vencedor. ¡Salúdame, oh, Sol, como dueño

dominante y señor absoluto sobre el alma de Ella!

—¿Y? —dijo Charlie, mirando sobre mi hombro.

Silenciosamente puso una fotografía sobre el papel. La fotografía de una muchacha

de pelo crespo y boca entreabierta y estúpida.

—¿No es... no es maravilloso? —murmuró, ruborizado hasta las orejas—.  Yo no

sabía, yo no sabía... vino como un rayo.

—Sí, vino como un rayo. ¿Eres feliz, Charlie?

—¡Dios mío... ella... me quiere!

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Se sentó, repitiendo las últimas palabras. Miré la cara lampiña, los estrechos

hombros ya agobiados por el trabajo de escritorio y pensé dónde, cuándo y cómo había

amado en sus vidas anteriores.

Después la describió, como Adán debió describir ante los animales del Paraíso la

gloria y la ternura y la belleza de Eva. Supe, de paso, que estaba empleada en una

cigarrería, que le interesaba la moda y que ya le había dicho cuatro o cinco veces que

ningún otro hombre la había besado.

Charlie hablaba y hablaba; yo, separado de él por millares de años, consideraba los

principios de las cosas. Ahora comprendí por qué los Señores de la Vida y la Muerte

cierran tan cuidadosamente las puertas detrás de nosotros. Es para que no recordemos

nuestros primeros amores. Si no fuera así, el mundo quedaría despoblado en menos de un

siglo.

—Ahora volvamos a la historia de la galera —le dije aprovechando una pausa.

Charlie miró como si lo hubiera golpeado.

—¡La galera! ¿Qué galera? ¡Santos cielos, no me embrome! Esto es serio. Usted no

sabe hasta qué punto.

Grish Chunder tenía razón. Charlie había probado el amor, que mata el recuerdo, y

el cuento más hermoso del mundo nunca se escribiría.