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EL ARTE DE GOBERNAR LIDERAZGO POLÍTICO Y GOBERNABILIDAD Introducción Si existe un tipo de organización política que ha ocupado de manera recurrente la reflexión no sólo de los politólogos, sino también la de los filósofos, juristas, sociólogos e historiadores, no cabe duda de que se trata de la organización de los así llamados “partidos políticos”. Actualmente, no parece concebible otra forma de intermediación o, siquiera, otro tipo de actor dentro de las modernas democracias representativas que equipare la injerencia que le es atribuida a los partidos políticos. Esto explica el hecho de que los partidos políticos -como forma de hacer política y como tipo de organización política privilegiada en todos los tiempos- estén siendo actualmente re estudiados no sólo en Europa, sino también en América Latina, tanto en los foros académicos como en los extraacadémicos. Tanto es esto así que sólo en la última década resulta posible comprobar el surgimiento de importantes fundaciones, institutos, revistas y estudios dedicados a la investigación y a la discusión del mencionado fenómeno. Ahora bien, la historia de los partidos políticos en el Estado democrático resulta por demás curiosa. El constitucionalismo clásico no sólo ignoró la existencia de los partidos, sino que incluso llegó a considerarlos como enemigos del Estado de derecho. La misma denominación “partidos políticos” solía por entonces inspirar desconfianza, en tanto se la vinculaba a una especie de intento de enarbolar los intereses de una “parte” del “todo”, en oposición al bien común. A semejantes agrupaciones se las tendió a identificar con diversas facciones, entendidas éstas últimas como simples asociaciones de personas que perseguían la toma del poder por el poder mismo, con el objeto de satisfacer ciertos intereses particulares. Por otro lado, como toda agrupación intermedia, los partidos políticos traían recuerdos de las antiguas corporaciones, que en el imaginario general se habían caracterizado por interponerse entre los individuos y el gobierno, atentando, en consecuencia, contra la libertad y el interés común. No obstante este rechazo inicial, no existen dudas de que los partidos políticos encarnan (y encarnaron siempre) la única forma de participación certera y posible de acceso a los cargos de gobierno en un Estado democrático. A pesar de ello, sólo recientemente, a fines de la Segunda Guerra Mundial, a los partidos políticos les fue concedido el carácter que hoy se les reconoce, y que permite actualmente referirse a ellos como a partidos políticos modernos, en tanto y en cuanto contrastan con la idea autocrática de partido único o de partido de gobierno (que será analizada más adelante).

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EL ARTE DE GOBERNAR LIDERAZGO POLÍTICO Y GOBERNABILIDAD Introducción Si existe un tipo de organización política que ha ocupado de manera recurrente la reflexión no sólo de los politólogos, sino también la de los filósofos, juristas, sociólogos e historiadores, no cabe duda de que se trata de la organización de los así llamados “partidos políticos”. Actualmente, no parece concebible otra forma de intermediación o, siquiera, otro tipo de actor dentro de las modernas democracias representativas que equipare la injerencia que le es atribuida a los partidos políticos. Esto explica el hecho de que los partidos políticos -como forma de hacer política y como tipo de organización política privilegiada en todos los tiempos- estén siendo actualmente re estudiados no sólo en Europa, sino también en América Latina, tanto en los foros académicos como en los extraacadémicos. Tanto es esto así que sólo en la última década resulta posible comprobar el surgimiento de importantes fundaciones, institutos, revistas y estudios dedicados a la investigación y a la discusión del mencionado fenómeno. Ahora bien, la historia de los partidos políticos en el Estado democrático resulta por demás curiosa. El constitucionalismo clásico no sólo ignoró la existencia de los partidos, sino que incluso llegó a considerarlos como enemigos del Estado de derecho. La misma denominación “partidos políticos” solía por entonces inspirar desconfianza, en tanto se la vinculaba a una especie de intento de enarbolar los intereses de una “parte” del “todo”, en oposición al bien común. A semejantes agrupaciones se las tendió a identificar con diversas facciones, entendidas éstas últimas como simples asociaciones de personas que perseguían la toma del poder por el poder mismo, con el objeto de satisfacer ciertos intereses particulares. Por otro lado, como toda agrupación intermedia, los partidos políticos traían recuerdos de las antiguas corporaciones, que en el imaginario general se habían caracterizado por interponerse entre los individuos y el gobierno, atentando, en consecuencia, contra la libertad y el interés común. No obstante este rechazo inicial, no existen dudas de que los partidos políticos encarnan (y encarnaron siempre) la única forma de participación certera y posible de acceso a los cargos de gobierno en un Estado democrático. A pesar de ello, sólo recientemente, a fines de la Segunda Guerra Mundial, a los partidos políticos les fue concedido el carácter que hoy se les reconoce, y que permite actualmente referirse a ellos como a partidos políticos modernos, en tanto y en cuanto contrastan con la idea autocrática de partido único o de partido de gobierno (que será analizada más adelante).

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Mucho tuvieron que ver con esta situación la industrialización, la agremiación y las reivindicaciones sociales que se produjeron como contrapartida de la derrota de los Estados omnipoderosos y con pretensiones totalitarias en la mencionada guerra (Alemania e Italia), y que posibilitaron la formación en Occidente de asociaciones profesionales y de grupos de presión que comenzaron a pensar en las posibilidades de una toma del poder por vías legales. El derecho constitucional europeo actual reconoce la existencia de estructuras organizativas autónomas, a las que se les garantizan funciones constitucionalmente relevantes. Así, por ejemplo, en Alemania, se ha establecido que los partidos políticos “colaboran a la formación de la voluntad política del pueblo”; por su parte, en Francia, “los partidos y grupos políticos concurren a la expresión del sufragio y se constituyen y ejercen su actividad libremente, si bien deben respetar los principios de soberanía nacional y de la democracia”; en Suecia, “los mandatos se reparten entre los partidos entendiéndose por éstos toda asociación o grupo de electores que se presente a las elecciones bajo una denominación especial”; en Portugal, “los partidos políticos participan en los órganos basados en el sufragio universal y directo, de acuerdo con su respectiva representatividad democrática”; en el caso de Turquía, “pueden constituirse en partido político sin necesidad de autorización previa y actuar libremente…Tanto en el poder como en la oposición los partidos políticos constituyen entes indispensables de la vida democrática”; por último, en España, “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deben ser democráticos” (1). En el constitucionalismo latinoamericano, por su parte, se han establecido bases para la organización de los partidos políticos, concibiendo a éstos últimos como “instituciones de derecho o interés público”, como “expresión del pluralismo de ideas” que concurre a la “formación y manifestación de la voluntad popular”, o bien como “instrumentos fundamentales para la participación política” (2). Ahora bien, como hemos visto en clases anteriores, la democracia es una idea de forma de Estado o de sociedad en la que la voluntad colectiva, o, mejor dicho, el orden social, resulta engendrado por los sujetos a él supeditados, esto es, por el pueblo. “Democracia” significa identidad de dirigentes y dirigidos, del sujeto y del objeto del poder del Estado. Partiendo de esta consideración, resulta necesario, sin embargo, admitir la dificultad reinante a la hora de precisar exactamente qué es lo que se entiende por “pueblo”; a efectos de una mayor precisión, cabría quizás distinguir entre, por una parte, el “pueblo gobernante” y, por la otra, el “pueblo gobernado”, entendiendo por el primero al soporte propio de la idea democrática. Lo cual nos lleva a sostener que, en consecuencia, la democracia, necesaria e inevitablemente, requiere siempre de un Estado de partidos.

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En otras palabras, la existencia de partidos políticos resulta de la misma esencia de las instituciones democráticas. La democracia, por supuesto, supone la diversidad de opiniones respecto de la política que el Estado debería seguir. Pero ningún ciudadano tiene derecho a suponer que una política es mejor que otra simplemente porque es aquella que él propicia. Quien afirme que los partidos políticos son innecesarios no hace otra cosa que creer que su propia opinión es la acertada, y su creencia es tan profunda que ni siquiera toma en cuenta que puede tratarse de una opinión partidista. El verdadero demócrata es quien acepta la posibilidad de que la razón la pueda tener el otro, es decir, es quien se comporta de una manera tolerante respecto de las opiniones ajenas y opuestas o diferentes a la propia. Una mayoría puede, efectivamente, no ser la más capaz para determinar lo mejor o para discernir aquello que es más deseable para el bien común, pero probablemente lo será más que la minoría. Siguiendo con el análisis del concepto, es evidente que existen muy diferentes definiciones respecto de la naturaleza jurídica, de los fines, etc., de los partidos políticos. Intentar determinar la definición más adecuada excede en mucho el objetivo de estas páginas. No obstante, sí consideramos pertinente una presentación de diferentes enfoques que permitirán tener una visión general del asunto. De manera un tanto elemental, se puede afirmar que los partidos políticos surgen como asociaciones privadas, que se crean como una manifestación del derecho público subjetivo de asociación, con la finalidad de agregar y defender intereses. A estas funciones primarias, con el tiempo se le irán sumando otras (concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular, o ser instrumentos fundamentales para la participación política), que resultarán esenciales en la articulación de la democracia representativa. En términos generales, el partido político se puede definir como la agrupación permanente y organizada de ciudadanos que, a través de la conquista legal del poder público, se propone llevar adelante desde la dirección del Estado un determinado programa político o social; o como la organización articulada de agentes políticos activos de la sociedad, interesados en el control del poder del gobierno y que compite por el apoyo popular con otro(s) grupo(s) que manifiestan distintos criterios; o bien, por último, como una asociación de personas vinculadas por ideas y creencias en virtud de un programa, con la finalidad de obtener el poder mediante el sufragio, para que dicho programa se cumpla en el gobierno o bien para servir de control al partido gobernante desde la oposición. A continuación, presentamos una breve reseña con algunas reflexiones que consideramos importantes para enriquecer este debate acerca del significado de los partidos políticos:

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“Todas las instituciones modernas que reconocen la libertad y la igualdad de derecho de las opiniones políticas tienen por base los partidos” (Domingo F. Sarmiento, “El Nacional”, 2 de octubre de 1878). “La ausencia de partidos es el cretinismo de los pueblos” (José M. Estrada, Curso de Derecho Constitucional, Federal y Administrativo, 1895).

“La representación política y la elección en un Estado constitucional presuponen la existencia de partidos políticos en el país” (Oreste Ranelletti, Instituzioni di Diritto Pubblico, 1ª ed, 1948).

“El gobierno representativo es el gobierno de los partidos” (Hermann Finer, The theory and the practice of the modern government, 1950).

“Tan atractiva como pueda parecernos una democracia sin partidos, no la consideramos practicable aunque fuera deseable” (A. Appadorai, The substance of politics, 1961).

“Hemos llegado a un momento en que el partido político constituye un órgano del sufragio universal, un intermediario entre el legislador y el pueblo” (André Philips, en Sesión de la Asamblea Constituyente de Francia, 2/12/1945).

“La existencia de los partidos políticos es indispensable en el régimen constitucional, que necesita autoridad en el gobierno y eficacia en la oposición (Nicolás Avellaneda, Discursos Selectos, 1928).

Para finalizar esta primera parte del trabajo, queremos remitir a las postulaciones teóricas de Max Weber acerca de las tres condiciones fundamentales que debe tener todo político, a saber: la pasión, el sentido de la responsabilidad y la mesura. Esto resulta imprescindible para entender luego el comportamiento dentro del ámbito de un partido político. Al respecto, Weber señala que “la pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una causa y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción. Para eso se necesita mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar distancia con los hombres y las cosas. El no saber guardar distancia es uno de los pecados mortales de todo político (...) La política se hace con la cabeza y no con otras partes del cuerpo o del alma (...) En último término, no hay más de dos pecados mortales en el terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. La vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de estos pecados o los dos a la vez. Si lo anterior tiene algún valor, es el de subrayar la importancia que en el proceso democrático asumen los partidos políticos como entidades permanentes y orgánicas de la intermediación. Precisamente, esta atmósfera de finalidades

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objetivas y de sentido de la responsabilidad que permiten viabilizar un tránsito satisfactorio de los carriles democráticos, sólo se puede obtener mediante las estructuras que brindan los partidos políticos.” Con el estudio del resto de las cuestiones que se proponen a continuación, se podrá alcanzar una visión de conjunto respecto de los partidos políticos, así como de su significación efectiva dentro del sistema democrático. La noción de sistema de partidos y sus tipologías Se entiende por “sistema de partidos” el conjunto de partidos políticos en un determinado Estado y los elementos que caracterizan su estructura: cantidad de partidos, relaciones entre sí (tanto respecto a la magnitud de ellos como a sus fuerzas relacionales) y, en tercer lugar, las ubicaciones respectivas -ideológicas y estratégicas- como elementos para determinar las formas de interacción; las relaciones con el medio circundante, con la base social y el sistema político. Conforme a esta definición, el análisis del sistema de partidos se concentra principalmente en tres ámbitos: su génesis, su estructura y su función o capacidad funcional. Se trata de explicar, entonces, la configuración de los diferentes sistemas de partidos desde una óptica genética, desde factores institucionales y de otra índole que influyen en ella, y desde criterios de conformidad de los sistemas de partidos con objetivos principales, como, por ejemplo, el poder resolver problemas de gobernabilidad, de consolidación de la democracia o problemas de formulación de políticas públicas. La complejidad del fenómeno de los partidos políticos condujo al desarrollo de esquemas y tipologías cada vez más sofisticadas con el fin de facilitar el acceso a esta realidad. El funcionamiento estable de un sistema político democrático requiere de partidos políticos sólidos, estables y representativos, capaces de interrelacionarse en una arena política altamente conflictiva y cambiante, de acuerdo a un conjunto de reglas más o menos compartidas por todos ellos. Este ideal, difícil de conseguir incluso en aquellas democracias más consolidadas, resulta en la actualidad un desafío en los procesos latinoamericanos de consolidación democrática. La idea generalizada de que el presente modelo de representación política está en crisis sitúa a los partidos políticos en una posición neurálgica en tanto que, a partir de la aparición de los partidos de masas, los partidos devinieron en el eslabón de unión entre ciudadanos y gobernantes, articulando la función representativa en que se sustentan las actuales democracias representativas. La importancia de los partidos políticos para este desempeño democrático no siempre se ha visto acompañada de un análisis comparativo detallado y, sólo recientemente, como ya fuera señalado antes, los partidos políticos han pasado a ocupar un lugar destacado en las investigaciones sociales y políticas. En ellas

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se ha sugerido que la institución “partido político” ha sufrido modificaciones, y que la naturaleza de las relaciones entre los partidos ha padecido un fuerte proceso de cambios. Como parte de este proceso de transformación, se han identificado nuevos tipos de partidos, distintos a aquellos que definieron lo que se ha llamado la democracia de partidos (Manin, 1998) y, entre los que destacaríamos a los partidos "atrapalotodo" (Kirchheimer, 1966) y los partidos cartel (Katz y Mair, 1995). Este proceso de transformación en el modelo de representación política en las actuales democracias occidentales se ha visto acompañado por lo que parece ser un descrédito generalizado hacia los partidos, que se plasmaría en su falta de credibilidad a nivel público y en su deslegitimación como instrumentos de intermediación entre la sociedad y el Estado. Antes de seguir avanzando cronológicamente en el análisis del concepto, corresponde señalar que fue M. Duverger (1951), quien propuso una primera gran clasificación al respecto, identificando sistemas monopartidistas (un partido), bipartidistas (dos partidos) y multipartidistas (tres o más partidos). La posición valorativa del autor en relación a qué sistema resultaría más deseable no alberga mayores vacilaciones: considera que la mejor opción está dada por los sistemas bipartidistas. Una primera razón para ello consiste en que éstos ordenan de modo claro el sistema político, oponiendo a dos interlocutores que son fácilmente diferenciables. En segundo lugar, el bipartidismo se caracterizaría por moderar tanto a los partidos (puesto que existen altas posibilidades de alternancia) como a los electores (que se ven constreñidos a elegir sólo entre dos opciones). Asimismo, la existencia de dos partidos garantiza la formación de mayorías sólidas que tienen un amplio control del gobierno una vez que acceden a él. Por último, el bipartidismo otorga a los votantes una capacidad mayor de premiar o castigar al partido en ejercicio a través de su voto, lo cual hace recaer un mayor peso de la responsabilidad política sobre ellos. En contraste, según Duverger, los multipartidismos encierran consecuencias perniciosas para la dinámica del sistema. Conducen al poder a coaliciones desarticuladas que deben realizar todo tipo de pactos para lograr la gobernabilidad, lo cual se considera en muchos casos violatorio de la voluntad del electorado. Esta heterogeneidad hace imprevisible la direccionalidad del gobierno y pone en jaque la estabilidad del sistema. Del mismo modo, y a diferencia del bipartidismo, este tipo de configuraciones no brinda pautas claras para que los representados puedan expresar su conformidad o disconformidad con el rumbo de las políticas. A su vez, fomenta la radicalización de las posturas y resta responsabilidad a los dirigentes, porque muchos de ellos se encuentran alejados del acceso a los cargos de gobierno.

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Siguiendo esta línea reduccionista de análisis, se ha afirmado que existe una conexión entre fragmentación (o multipartidismo) y polarización, lo que ha llevado a determinar los efectos de los sistemas de partidos en el sentido de que el multipartidismo polarizado contribuye a la crisis y a la inestabilidad del sistema democrático (Sartori 1966). En este mismo sentido, Blondel (1968), abundando en el criterio numérico, incorporó la variable del tamaño del partido para clasificar los sistemas de partidos. De esta forma, obtuvo una tipología de cuatro casos: 1) sistemas de dos partidos; 2) sistemas de dos partidos y medio; 3) sistemas multipartidistas con un partido dominante, y 4) sistemas multipartidistas sin partido dominante. En cualquier caso, esta desagregación del tipo multipartidista mantuvo la aproximación numérica inicial. Posteriormente, se sustituyó el criterio de la cantidad de partidos por elementos cualitativos. La Palombara / Weiner (1966) propusieron una clasificación según el criterio de la competitividad (competitivo vs. no-competitivo), tomando en cuenta también la diferenciación entre ideológica y pragmática. Ambos autores distinguieron los sistemas competitivos en cuatro subtipos, a saber: 1) alternante-ideológico; 2) alternante-pragmático; 3) hegemónico-ideológico, y 4) hegemónico- pragmático. Otro enfoque diferente es el propuesto, primero por J. Schumpeter (1942), y luego por A. Downs (1957). Estos autores desarrollaron un modelo en el que los partidos se conciben como actores racionales maximizadores de votos y en el cual los líderes no son otra cosa que empresarios de la política. Análogamente, los votantes se presentan como consumidores que eligen a los partidos en función de la maximización de sus intereses personales. Según esta corriente, cada partido se situaría en alguna posición a lo largo de un mismo eje izquierda-derecha, de igual modo que los electores, quienes dirimirían sus votos en favor del partido ideológicamente más próximo. Se asume siempre, por lo demás, que los agentes cuentan con plena racionalidad e información. El eje izquierda-derecha se define principalmente en función de la posición adoptada con respecto al grado deseado de intervención del Estado en la economía y, según la estimación de los autores, la curva de distribución de las preferencias indica que la gran mayoría del electorado se sitúa en el centro. Esta característica hace que un pequeño movimiento del partido hacia el centro implique una cuantiosa suma de nuevas adhesiones, aunque al mismo tiempo se corra el riesgo de que otras fuerzas se apropien del espacio vacante. En términos de Downs, la estrategia de los partidos es la de detectar en qué posición se encuentra el electorado más volátil, ya que es el que suele definir una elección, especialmente cuando se compite por un solo cargo. Si éste se encuentra en el centro, la dinámica de la competencia es centrípeta (hacia el

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centro) mientras que, si se ubica en los extremos, la dinámica será centrífuga (hacia los polos). La principal crítica que se ha realizado al modelo de competencia espacial es que resulta demasiado simplista y poco explicativo de la realidad. Se ha considerado que los electores no son puramente racionales y no cuentan con la información suficiente para poder ubicar ni la posición de los partidos ni la suya propia. Asimismo, este modelo asume que existe un único eje de conflicto en torno al cual se estructuran las preferencias. Así, es posible que los electores no interpreten de modo uniforme cuáles son las principales líneas de debate. El modelo de Downs no explicaría, entonces, las interacciones competitivas en sociedades multiculturales o multiétnicas, con partidos más radicales que compiten en distintas líneas. Al mismo tiempo, este modelo no permitiría explicar cómo se modifica la competencia en función del surgimiento de nuevos conflictos. A pesar de ello, se trata de una visión que ha generado importantísimos aportes al análisis político, y que ha sido frecuentemente retomada por la literatura más reciente. Cabe resaltar que, si bien su aplicabilidad es restringida, cubre dos sistemas políticos paradigmáticos: el de Estados Unidos y el de Gran Bretaña. Tiempo más tarde, el italiano G. Sartori (1976) se valió del enfoque de competencia espacial de Downs para complementar algunas cuestiones inherentes a la concepción morfológica de Duverger. Sartori agregó una nueva variable al estudio de los sistemas de partidos: la variable de la distancia ideológica. De este modo, continuó y complementó la matriz analítica tanto del enfoque espacial como del enfoque morfológico. Esta variable cruza transversalmente al conjunto de los multipartidismos, concepto que, como se mencionó, se torna laxo para el universo empírico que ha de ser abordado. Una primera gran ventaja del aporte de Sartori radica en que permite dividir a los multipartidismos en “moderados” y “polarizados”, siendo los últimos los que verdaderamente presentan problemas para la estabilidad del sistema. Esta división tiene su correlato con los dos tipos de dinámicas, la centrípeta y la centrífuga, respectivamente. Una segunda ventaja del aporte de Sartori consiste en que permite desentrañar algunos rasgos contrastantes dentro del grupo de los sistemas unipartidarios, lo cual hace más exhaustiva a la categoría. Así, se incorpora la variable de la competencia, la cual subdivide a este grupo entre aquellos sistemas unipartidistas competitivos y no competitivos. De este modo, Sartori dedica importantes esfuerzos a describir las características salientes de cada tipo de sistema partidario, a saber: el sistema de partido único (la Ex-Unión Soviética y el sistema partidario de Albania); el sistema de partido hegemónico (México, hasta el año 2000, fecha en que termina el dominio del Partido Revolucionario Institucional –PRI- y pasa a gobernar el Partido de Acción Nacional –PAN); el sistema de partido predominante (Suecia, donde el Partido Socialdemócrata se mantuvo en el gobierno entre 1936 y 1976, y Japón con el Partido Liberal

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Democrático, que ejerció su predominio desde 1955 hasta principios de los años 90); el bipartidismo (Estados Unidos, Gran Bretaña y Nueva Zelanda); el pluralismo moderado (Bélgica, la República Federal Alemana, Irlanda, Dinamarca, Suiza y Holanda) y el pluralismo polarizado (la República de Weimar, la IV República francesa, Chile -antes de 1973- e Italia -principalmente antes de las reformas electorales de 1993), al que se añadiría el sistema de partidos atomizado. En cierta manera, algunos de los tipos de esta clasificación llevaban implícitas las dos dimensiones, en tanto que ambas estaban asociadas entre sí. Es decir, el sistema bipartidista, por ejemplo, implicaba que la distancia ideológica entre los dos partidos fuese pequeña. Además, Sartori sugería, frente a otros autores mencionados antes, que no se debían tener en cuenta a los partidos que no consiguieron escaños en el Parlamento; planteando que el poder relativo de los demás partidos se midiese en función de los escaños parlamentarios y que, si bien no se podían contabilizar todos los partidos sin tener en cuenta su importancia, tampoco cabía establecer una cota arbitraria. Con todo, el elemento más controvertido de las postulaciones de Sartori es el que se vincula con el argumento de que sólo deben ser considerados parte del sistema político aquellos partidos que cuenten con "posibilidades de coalición" o con "posibilidades de chantaje". En la actualidad, la tipología de Sartori es la más utilizada. Se ha recogido, sobre todo, por su distinción entre un pluralismo moderado (con competencia centrípeta) y un multipartidismo extremo y polarizado (con competencia centrífuga). En sentido estricto, el pluralismo moderado representa a una propiedad de un sistema político de la cual depende decisivamente el buen funcionamiento de las instituciones, independientemente del tipo de sistema político (parlamentario o presidencial). Por otra parte, las propias investigaciones de Sartori (junto con Sani, 1984) han demostrado que fragmentación y polarización son fenómenos distintos, que no aparecen necesariamente en forma simultánea. La distancia ideológica entre los partidos políticos puede ser mayor en un bipartidismo que en un multipartidismo, de modo que el grado de fragmentación no es predictivo para la viabilidad o capacidad funcional de un sistema de partidos. La relación es compleja y susceptible de un estudio individualizado: Suiza es un buen ejemplo de fragmentación con moderación. Reducir el grado de fragmentación de un sistema de partidos puede aumentar la polarización política, como demuestra el caso de Chile en la época de Allende (Nohlen, 1987). De todos modos, la tipología más detallada de Sartori que ha tenido mayor difusión junto con una revisión de las relaciones entre los elementos cualitativos (fragmentación y polarización) constituye un marco analítico útil para la comprensión de la estructura de los sistemas de partidos y sus transformaciones, por ejemplo, del multipartidismo moderado a uno polarizado y

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viceversa. Por un lado, la teoría de Sartori es una revisión crítica de Duverger; por el lado, trata de renovar y vigorizar la teoría de Duverger en el supuesto de que los sistemas electorales son los elementos de mayor relieve para estructurar y transformar los sistemas de partidos (Sartori, 1986). No escapa, entonces, al determinismo institucionalista. Un esquema de explicación sociológica de la configuración de los sistemas de partidos fue desarrollado por Lipset y Rokkan (1967). Estos autores, en un intento de reconstruir la evolución de los sistemas de partidos en Europa, establecieron cuatro tipos de fracturas socio-políticas o clivajes como resultados del proceso de construcción del Estado nacional y de industrialización. Los cuatro clivajes son: 1) la fractura entre el centro y la periferia; 2) la fractura entre el Estado y la Iglesia; 3) la fractura entre los propietarios de la tierra y sectores comerciales-empresariales, y 4) la fractura entre propietarios de los medios de producción y prestadores de mano de obra. Lipset y Rokkan detectaron, en primer lugar, que la élite, en su época, tenía varias posibilidades para formar coaliciones; en segundo término, que los contrastes decisivos entre los distintos sistemas (de partidos) emergieron antes del ingreso de los partidos a la clase obrera en la arena política, y el carácter de estos partidos de masas fue notablemente influido por la constelación de ideologías, de movimientos y de organizaciones con los cuales debían encontrarse en la contienda; en tercer lugar, que la coalición concluida en el momento mismo de la primera movilización del grupo social fue, por regla general, permanente; y, por último, que los sistemas de partidos políticos, resultantes de la estructura socio política de cada país, adquirieron un carácter persistente. Es bien conocida la tesis de ambos autores respecto a un congelamiento de los sistemas de partidos en Europa Occidental después de haberse terminado la fase de movilización política. No obstante la aparición reciente de un nuevo clivaje (el ecológico) y de un nuevo tipo de partido político (los ambientalistas o verdes), que escapan de la capacidad explicativa del enfoque sociológico de los dos autores, la teoría genética de los sistemas de partidos goza de gran atractivo: corresponde a generalizaciones fundadas empíricamente, sugiere el análisis pormenorizado de cada caso particular y es muy útil para comparaciones. En la temática de los partidos, sería muy sugestivo el intento de vincular en el análisis los enfoques politológicos y sociológicos. El sistema de partidos, es decir, su estructura y su relación con la sociedad, no se puede explicar recurriendo sólo a un factor, argumentado en forma lineal y determinística. La presencia de varios factores de diversa índole en su formación y evolución se verifica en un sinnúmero de estudios ya disponibles en torno al desarrollo de los sistemas de partidos en los países industrializados. Ahora bien, volviendo a G. Sartori (1976), un sistema de partidos se conformaría a partir del sistema de interacciones que es resultado de la competencia entre partidos. Esta definición, apenas cuestionada, implica tomar en consideración

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dos elementos para tratar de explicar un sistema de partidos: por una parte, el partido como unidad, y, por la otra, las relaciones que establece con otros. De esta forma, tomar el sistema de partidos como objeto de estudio obliga a considerar no sólo los aspectos relativos a la naturaleza y a las características de los partidos políticos, sino fundamentalmente, los referidos a la forma y a la configuración en que se relacionan entre sí los partidos políticos. Por tanto, el sistema de partidos es algo más que la suma de sus partes, de manera tal que el formato y las características del conjunto son, en sí mismos, tan interesantes como cada una de sus unidades. El estudio de los sistemas de partidos tiene relevancia en sí mismo por diversas razones. En primer lugar, por el interés intrínseco del conocimiento de su formato y de su naturaleza, en tanto descripción de uno de los elementos clave de cualquier sistema político, con efectos evidentes en aspectos relevantes para el funcionamiento de los sistemas políticos en América Latina. Pero además, el análisis de los sistemas de partidos ha sido un tema de interés por la relación que podría establecerse entre la forma del sistema de partidos y el rendimiento y/o la estabilidad del sistema político en su conjunto. De ahí que el estudio de los sistemas de partidos y, en especial, los estudios comparados, se hayan convertido en elementos centrales de los análisis políticos. Otros autores, más modernos, como Lijphart (1991), señalan que los criterios concernientes al tamaño y a la compatibilidad ideológica no son satisfactorios a la hora de contabilizar el número de partidos existentes en un sistema político. Pueden existir partidos muy pequeños, con escasos escaños en el Parlamento y que fuesen además moderados ideológicamente y, en consecuencia, aceptables para la mayoría de los otros partidos, pero dado su tamaño, la mayor parte de las veces, carecerían de peso para contribuir a la formación de un gobierno. Del mismo modo, otros autores han aportado análisis que han tratado de profundizar en estas dimensiones, aunque el trabajo de Sartori sigue siendo el más importante punto de referencia. Centrándose en los partidos como organizaciones, y defendiendo la perspectiva según la cual la dinámica de la lucha por el poder en el seno de la organización ofrece la clave principal para comprender su funcionamiento, así como los cambios que experimenta en ocasiones, Panebianco (1982) estableció los criterios que permitirían definir el grado de institucionalización de un partido político. De esta manera, se da entrada a una dimensión especialmente útil para caracterizar los sistemas de partidos, que sería la dimensión temporal o histórica, donde se destaca la importancia del momento fundacional de estas instituciones. Por su parte, unos años más tarde, Mair (1998) analizó los factores que estarían relacionados con el cambio de un sistema de partidos, desde una perspectiva que resulta especialmente útil para explicar los cambios recientes en cuanto a los cambios electorales, las transformaciones en la estructura de clivajes y su reflejo en los sistemas de partidos existentes. Esta dimensión resulta

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especialmente útil para analizar los sistemas de partidos latinoamericanos, en tanto que una característica de los mismos es su permanente mutación. En este sentido, un estudio especialmente interesante es el realizado por Mainwaring y Scully (1995) acerca de los sistemas de partidos en América Latina, en el que incorporan la dimensión temporal precisamente a través de la noción de sistema de partidos institucionalizado y que se asemeja a la idea de "vigor partidista". A partir de estas aportaciones, tres son las dimensiones que resultan más pertinentes para analizar los sistemas de partidos: número de partidos, forma de competencia entre partidos y/o grado de polarización ideológica y, por último, la estabilidad y el cambio de los sistemas de partidos, o, expresado en otros términos, el nivel de institucionalización de los mismos. La primera dimensión se puede medir a partir de los índices de fragmentación electoral y del número efectivo de partidos políticos. La competencia y la polarización ideológica pueden analizarse a través de la comparación de la matriz ideológica entre distintos partidos, así como el nivel de competitividad de los distintos sistemas de partidos. La última dimensión se puede inferir a partir de dos indicadores: la volatilidad electoral y la configuración de los vínculos existentes entre los partidos y la sociedad. Por último, Mainwaring y Scully proponen cuatro condiciones para hablar de sistemas de partidos institucionalizados, a saber: 1) que haya estabilidad en las reglas y en la naturaleza de la competencia entre partidos, lo cual no implica, por supuesto, el "congelamiento" de estas normas; 2) que los partidos más importantes deben poseer raíces relativamente estables en la sociedad; 3) que los actores políticos principales deben asignar legitimidad al proceso electoral y a los partidos políticos, y 4) que el partido se impone frente a los intereses de los líderes, lo que implica estructuras partidistas firmemente establecidas, organizaciones territorialmente extensas, etc. Conclusiones Basta con observar el pasado y el presente de los partidos políticos para advertir que nacen hermanados a la controversia y que, ciertamente, no la han abandonado aún. Auspiciantes de cambios históricos, maquinarias enquistadas en el Estado, contenedores sociales, vehículos de líderes oscuros, pueden ser algunas de las innumerables connotaciones del concepto analizado a lo largo de este trabajo. Lo cierto es que, si bien se trata de organizaciones de existencia relativamente reciente en la historia, no han dejado de proliferar a lo largo y a lo ancho del planeta, lo cual provee una primera fuerte razón para considerarlos como un interesante objeto de estudio. Una segunda razón de tipo más normativo es

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que, acertada o equivocadamente, los partidos políticos son actores privilegiados de la democracia representativa. Los partidos políticos son, por excelencia, los agentes que llevan adelante la misión de transformar demandas sociales en acción política y, a menudo, se trata de los primeros agentes en ser efectivamente juzgados por los resultados. De ahí que no resulte exagerado el rotularlos como los principales mediadores entre la sociedad y el Estado. Asimismo, los partidos políticos son los agentes sociales que acarrean el mérito de haberse constituido en la primera y en la principal forma institucionalizada de participación política, lo cual representa una conquista para la libre expresión de las diferencias y del pluralismo político, permitiendo ordenar intereses, valores e ideologías, y promoviendo diferentes tipos de acción colectiva. A raíz de esto, han sido la matriz a través de la cual se ha indagado acerca de la historia de la contienda política, junto a los grupos de interés y los movimientos sociales. Por otra parte, dado que han ido avanzando al ritmo de la democracia, los partidos fueron abanderados de las diferentes formas de modernización política. El hecho mismo de que cifren sus bases en el principio de la soberanía popular y en el de la libre competencia por el poder, ha merecido su progresivo reconocimiento constitucional en numerosos países occidentales. No obstante todo lo dicho, el estudio de los partidos políticos se constituye en una subdisciplina poblada de cruces y de controversias. Probablemente ello se deba a su alto grado de proliferación, mutación y diversificación, motivo que los convierte en uno de los objetos de estudio más complejos de analizar para la ciencia política, y aún así, uno de los más fascinantes. Mientras parte de las investigaciones y de la opinión pública consideraba que estudiar a los partidos políticos ya no era una prioridad, por tratarse de instituciones obsoletas, otra alertaba acerca de su continuidad y de su robustecimiento, una vez trascendido el asombro inicial suscitado por su profunda metamorfosis. En la actualidad, la literatura especializada se esfuerza por estar al ritmo de los cambios, y lo logra parcialmente. Sin embargo, preocupa sobremanera la brecha que reina, una vez más, entre la cantidad y la calidad de las investigaciones de los países centrales respecto de los periféricos. Dada la gran diversidad de análisis, resulta fundamental poder continuar en la búsqueda de modelos de alcance local para interpretar a los partidos. A fin de cuentas, no existe democracia exitosa sin ellos. Más aún, las democracias más prósperas son aquellas que cuentan con partidos estables y consolidados. Incluso en el contexto de democracias post-industriales, nuevos mecanismos de canalización de demandas ciudadanas (tales como organizaciones de la sociedad civil, grupos de interés, movimientos

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sociales o medios de comunicación) no han logrado desplazar a estas centenarias organizaciones. Aún cuando se tienen en consideración todas sus flaquezas, los partidos políticos continúan siendo la forma más aceptable de agregar intereses y evitar el riesgo de caer en formas peligrosamente fragmentarias, cortoplacistas e individualistas, de entender y ejercer la política.

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NOTAS

(1) La cita de Alemania corresponde al art. 21 de la Ley Fundamental de 1949; la de Francia al art. 4 de la Constitución de 1958; la de Suecia al art. 7 de la Constitución de 1975; la de Portugal al art. 117 de su Constitución de 1976; la de Turquía a los párrafos 2º y 3º del art. 57 de su Constitución de 1960; la de España al art. 6 de la Constitución de 1978.

(2) En el caso de América Latina, se tuvo en cuenta el art. 47 de la

Constitución de Honduras, el art. 41 de la de México, el art. 132 de la Constitución de Panamá y el art. 68 de la de Perú.