la bella durmiente
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La Bella Durmiente Hace muchos años había un reino
lejano en donde todo era felicidad.
Los niños iban a la escuela, llenos de
alegría y entusiasmo. En el camino se
detenían a platicar con una graciosa
ranita llamada Saltarina. Esta ranita
era un animalito muy sabio; jugaba
con los niños y les contaba todas las
noticias del reino.
Un día llegaron los niños, como de
costumbre, a platicar con Saltarina y
la encontraron sentada en una piedra, triste, triste; las lágrimas caían de
sus ojos y escurrían hasta el lago.
Uno de los niños le preguntó cuál era la causa de su tristeza. La rana,
suspirando, contesto:
- Cómo quieres que no esté triste si el rey y la reina lo están.
Y les empezó a contar la historia. Esa mañana había visto al rey y a la reina
en el jardín del palacio; estaban llorando porque no tenían un hijo o una
hija que les alegrará la vida.
Pasó el tiempo y un día que los niños regresaban al colegio, se detuvieron,
como de costumbre, a platicar con la ranita, y la encontraron dando saltos,
llena de alegría; los niños le preguntaron por qué estaba tan contenta y la
ranita les contesto:
- Pero ¿es que no saben la buena nueva? Los reyes son felices porque y atienen una hijita; una niña tan hermosa que parece un rayito de sol.
Los niños corrieron a sus casas a dar las buenas noticias a sus padres.
A los pocos días había un gran alboroto en todo el reino; la gente iba y
venía, y todos se arreglaban con sus mejores galas, pues se iba a celebrar el
bautizo de la princesita, con una gran fiesta en el palacio.
El rey había invitado a todo el pueblo para que participara de su alegría y
además había mandado invitaciones muy especiales, a las hadas más
conocidas, para que colmaran de dones a su hija.
El palacio estaba profusamente iluminado y lleno de flores; el comedor era
una maravilla; en la mesa en el lugar donde estaba sentada cada una de las
hadas, había un plato de oro, incrustado de piedras preciosas. Cuando la
fiesta estaba en todo su esplendor, se escuchó un terrible trueno, seguido
de un olor a azufre y en medio del comedor apareció una horrible hada; más
bien parecía una bruja, porque las hadas siempre son bonitas.
Al ver a las otras hadas sentadas ante su plato de oro, exclamó con voz de
trueno:
Siete platos de oro son Para ésas, las siete hadas Pero me habéis insultado,
No fui de las invitadas.
El rey se levantó y le ofreció un lugar cerca de él, disculpándose por no
haberla invitado, porque creían que estaba de viaje y estaban seguros que
aún no había regresado.
El hada, con cara de furia, se sentó junto al rey y esperó que llegara su turno
para regalar con un don a la niña recién nacida. Una de las haditas,
presintiendo que el hada enojada no podía regalar a niña nada bueno, pidió
ser la última para dotar a la niña. En ese momento el rey dio la señal para
que empezarán las hadas a ofrecer sus dones.
La primera dijo:
- Yo la doto de bondad.
La segunda la dotó de belleza, la tercera de sabiduría, la cuarta de piedad,
la quinta de humildad, la sexta la doto de caridad; ya solo faltaba la
séptima, que había pedido hablar al último y cedió su turno a la hada
enojada, está se levantó y dijo con voz de trueno:
- ¡Mi deseo es que cuando la niña cumpla quince años, se pinche un dedo con una rueca y muera al instante! – y diciendo esto, desapareció.
Al ori esto todos se pusieron a temblar; la reina se puso a llorar, pero el
hada más joven dijo:
- Esperen, ahora me toca a mí dotar a la niña, no puedo deshacer el maleficio de la hada mala, pero sí lo puedo suavizar; es mi deseo que cuando la niña se pinche un dedo, quede dormida, junto con toda la corte en un sueño que dure cien años.
Al día siguiente el rey se apresuró a hacer todo lo posible para salvar a su
hija del maleficio y mandó quemar todas las ruecas para hacer hilo. El
tiempo pasó y a los pocos años ya nadie se acordaba de las ruecas. La
princesita creció y era buena, bella y dulce, tal como la habían dotado las
hadas.
Llegó el día en que la princesita cumplía quince años, y como era ya mayor
de edad, según la costumbre de la corte, sus padres le permitieron, por
primera vez, visitar todo el palacio. Había algunos lugares de ese inmenso
palacio que la princesita no conocía. Corrió por los jardines, penetró hasta
lo más profundo del bosque, regresó al palacio y visitó todos los salones:
había algunos llenos de armadura y armas antiguas otros con vitrinas llenas
de joyas maravillosas, cientos de habitaciones regiamente arregladas y, por
último, se le ocurrió subir las escaleras que conducían a la parte más alta de
la torre; al llegar arriba se encontró con la puerta cerrada; la llave estaba en
la cerradura y aunque se veía vieja y oxidada, a la princesita se le ocurrió
darle vuelta para abrir la puerta y ver qué había en esa habitación.
No bien hubo abierto la puerta, se dio cuenta de que había alguien adentro;
en efecto, en el centro del cuarto estaba una viejecita, sentada, hilando en
una rueca. Llena de curiosidad, la niña se acercó y la saludó:
- Buenas tardes, señora, ¿qué está usted haciendo?
- Hilando –contestó la anciana
- ¿Y qué es esa rueda que da vueltas?-pregunto la princesita, tocándola con su manita.
En ese momento lanzo un grito, pues se habla pinchado un dedo,
cumpliéndose así el maleficio del hada mala, y la princesita quedó
profundamente dormida.
También quedaron dormidos el rey y la reina; los lacayos, los caballos en las
caballerizas, las palomas en el techo, las moscas en la pared, los pájaros en
el jardín; en fin, todos los habitantes de palacio; hasta el viento dejó de
soplar. Todo estaba quieto.
Pasaron los años, los árboles y las plantas que había alrededor del palacio
crecieron tanto, tanto, que formaron una verdadera muralla impenetrable.
En todo el pueblo sólo se comentaba como una leyenda la bella durmiente
del bosque.
Varios príncipes y jóvenes valientes habían tratado de penetrar al paladio,
pero sus esfuerzos habían sido inútiles; las zarzas que cubrían la barda
rasgaban su ropa y su piel, impidiéndoles el paso.
Pasaron muchos años. Un día llegó al reino un príncipe forastero y se
encontró a un viejecito, muy parlanchín, que se puso a contarle la historia
de la bella durmiente, incluyendo en su relato la forma como algunos
jóvenes habían regresado, malheridos y sangrantes, por haber tratado de
traspasar la muralla de zarzas que rodeaba al palacio.
El príncipe lo escuchaba con mucha atención y dijo:
- Yo iré a rescatar a la bella durmiente, no tengo miedo.
El viejecito trató de disuadirlo, pero fue inútil; sabía que habían pasado los
cien años y tenía una leve esperanza de que este joven lograra rescatar a la
bella durmiente:
El joven tomó su caballo y se dirigió a galope rumbo al palacio. Algo muy
curioso sucedió: al acercarse a la barda, tocó las zarzas con su espada para
calcular el golpe que debía dar para derrumbarlas y, como por arte de
magia, las zarzas quedaron convertidas en hermosos rosales; siguió
tocando las zarzas que se interponían en su camino y estas se iban
convirtiendo en flores; por fin logró abrir un paso entre las flores y escaló la
barda, brincando hasta el jardín.
Lo que vio fue impresionante: los jardineros –dormidos arreglando las
plantas, unos con tijeras, otros cortando el pasto- no se movían; las
palomas dormidas, con su cabecita entre las alas; los criados en la entrada,
las afanadoras en la cocina; hasta la cocinera con un pollo en la mano, lista
para desplumarlo; todos parecían estatuas.
El príncipe subió a las habitaciones y encontró al rey y a la reina dormidos,
así como a las doncellas; siguió caminando y, por fin, subió a la torre más
alta y entró a la habitación en donde estaba la bella durmiente.
Al verla, pensó que era la joven más linda que jamás hubiera visto; se
arrodilló cerca de ella y, sin pensarlo, inclinándose, le dio un beso.
En ese momento la princesa abrió los ojos, el rey y la reina despertaron, los
caballos empezaron a sacudirse, las palomas a volar, los pájaros a cantar.
Todos, todos habían despertado.
Al oír tanto ruido después de la quietud, el príncipe comprendió que había
roto el encanto y que el palacio había vuelto a vivir, y tomando a la
princesita de la mano, bajaron, juntos, las escaleras.
El rey y la reina salieron a su encuentro y llenos de gozo abrazaron a su
hija; y al ver la mirada del príncipe y el rubor de la princesita,
comprendieron que los dos se amaban y decidieron celebrar la boda de tan
feliz pareja.
Fue algo maravilloso: la fiesta duró un mes, pues, como es fácil suponer,
nadie tenía sueño y seguían bailando y festejando, llenos de felicidad.
EI príncipe tomó a su esposa, la montó en su caballo y se la llevó a su reino,
mientras las fiestas del palacio llegaban a su fin.
Y vivieron muchos años y muy felices.
La cucaracha
y la pulguita
En una casita chiquita, chiquita, tan pequeñita que cabía debajo de una
estufa, vivían una cucaracha y una pulguita.
La pulguita se encargaba de cocinar y la cucaracha de barrer y limpiar la
casa; pero como lo hacía muy mal, la pulguita brincaba por toda la casa
terminando el quehacer; arreglando las camas, sacudiendo los muebles y,
por último, brincaba hacia la cocina para preparar la comida.
La cucaracha la seguía por todas partes, pero, por más que corría tan aprisa
como corren todas las cucarachas, no lograba alcanzarla.
Un día la pulguita decidió preparar un sabroso cocido, y de un brinco llegó
a la cocina; tomó una cáscara de huevo que le servía de olla y se puso a
condimentar la rica comida; la cucaracha quería saber todo lo que la
pulguita había puesto para condimentar el cocido y se trepó a la cáscara de
huevo, pero se empinó tanto, tanto, que ¡zas!, ¡plun! se cayó hasta el fondo
de la cáscara de huevo.
La pobre pulguita se puse a llorar y llorar.
Al oír tanto llanto, la puerta que
había visto todo, le preguntó:
- ¿Por qué lloras, pulguita?
- Cómo quieres que no llore, si
la cuca se empinó para ver el cocido
y por tanto empinarse al fondo se cayó.
- Pobre cucaracha - dijo la puerta - sólo por eso rechinaré, rechinaré.
Y se puso a rechinar tan fuerte, que la escobita la oyó y preguntó desde el
rincón en donde se encontraba;
- ¿Por qué rechinas puerta?
- Cómo quieres que no rechine, si
la cuca se empinó para ver el cocido
y por tanto empinarse al fondo se cayó,
pulguita llora y llora con desesperación
- Pobre cucaracha -dijo la escoba-, yo barreré, yo barreré.
Y se puso a barrer con tal fuerza, que llegó un carrito de dos ruedas y le
preguntó:
- ¿Por qué barres tanto, escobita?
- Cómo quieres que no barra contestó la escoba, si
la cuca se empinó
para ver el cocido
y por tanto empinarse al fondo se cayó,
pulguita llora y llora, la puerta está rechinando, y yo aquí estoy barriendo
con desesperación, con desesperación.
Entonces el carrito dijo:
- Pues yo voy a correr y correr y correr.
Y corrió tanto, tanto, que un madero, que estaba todo quieto recargado
contra la pared, se resbaló y cayó; y cuando se acercó el carrito, le preguntó:
- ¿Por qué corres tanto, carrito?
- Cómo quieres que no corra - le respondió el carrito sin poder detenerse, si
la cuca se empinó para ver el cocido y por tanto empinarse,
al fondo se cayó, pulguita llora y llora,
la puerta está rechinando, escobita barriendo y yo aquí corriendo con desesperación, con desesperación.
- iAh! -exclamó el madero que era de puro ocote, yo arderé en brillante llamarada, y diciendo esto, se puso a arder.
Había junto al madero un arbolito que; asombrado, Preguntó:
- ¿Por qué ardes tanto, ocote?
- Cómo quieres que no arda – le contestó el ocote con esa voz tan rara que tienen los ocotes – si
la cuca se empinó para ver el cocido
y por tanto empinarse al fondo se cayó,
pulguita llora y llora, la puerta rechinando, la escobita barriendo,
el carrito corriendo y yo, el madero, ardiendo
con desesperación, con desesperación.
Entonces el arbolito dijo:
- Pues yo me sacudiré hasta que se caigan todas mis hojas - y diciendo esto, se sacudió fuertemente.
Una muchacha que pasaba por allí, con
su cantarito de agua, quiso saber qué era
todo eso que sucedía y pregunto:
- -¿Por qué te sacudes, arbolito?
- Cómo quieres que no me sacuda - dijo muerto de frío, sin poderse cubrir con sus hojas – si
la cuca se empinó
para ver el cocido y por tanto empinarse
al fondo se cayó, pulguita llora y llora, la puerta rechinando, la escobita barriendo, el carrito corriendo, el madero ardiendo y yo sacudiéndome con desesperación, con desesperación.
- Pues yo arreglaré todo -dijo la muchacha y dirigiéndose hacia el pucherito, sacó a la cucaracha del fondo de la cáscara de huevo. la cucaracha sacudió sus patitas, se limpió la cara como hacen las moscas, y se fue corriendo a esconderse en su casita debajo de la estufa.
Y prometió no volver a ser curiosa.
El Patito Feo Era un lindo amanecer de verano. El campo se encontraba en su esplendor,
las flores formaban tapetes de diferentes colores, los pájaros cantaban en
los árboles y el bosque, majestuoso, se cubría de toda clase de hermosas
plantas; las golondrinas llegaban de visita huyendo de los países fríos, los
patos volaban en perfecta formación y bajaban a bañarse en las límpidas
lagunas.
El sol aparecía tras de las montañas, iluminando una granja cercana al
bosque.
Al sentir el primer rayo de sol, el señor gallo, que era el rey del corral,
sacudió sus alas y lanzó un vibrante quiquiriquí; al ver que a pesar de su
canto nadie despertaba, lanzó otro quiquiriquí con tanta fuerza, que se
tambaleó y por poco se cae de la estaca en que estaba parado... volteo para
todos lados para cerciorarse de que nadie lo había visto hacer tal ridículo y,
una vez seguro de ello, bajó muy ufano de su estaca.
En ese momento todos los animales de la granja empezaron a despertar y el
silencio terminó con el cacareo de las gallinas, el piar de los pollitos, el
mugir de las vacas y hasta el rebuznar de los asnos; todos, llenos de alegría,
saludaban al nuevo día.
Solo un animalito de la granja no estaba contento: era el señor pato que
estaba caminando alrededor de la señora pata, mirándola de reojo, mientras
la pata, muy afligida, continuaba echada sobre su nido.
- ¿Aún no han roto el cascarón nuestros hijos? pato preguntó con ansiedad.
- No - contestó la pata - pero ten calma.
- La impaciencia me mata – murmuró el pato, que no quería que los vecinos se enteraran - mira qué ojeras tengo, mis plumas tiemblan de ansiedad.
En ese momento la pata, esbozando su mejor sonrisa, llamó al pato y le dijo:
- Ahora sí, esposo mío, ya oigo sus piquitos picando el cascarón.
El pato acercó el oído a uno de los huevecillos y apenas tuvo tiempo de
retirarse, ¡pum!, saltó un patito diciendo:
- Cua, cua.
En seguida brincó otro patito y después otro y otro y, por fin, salieron siete
hermosos patitos con plumas suaves como el terciopelo, el piquito de rosa
y las patitas amarillas, que con una vocecita apenas perceptible, decían:
- Cua, cua, cua.
Apenas se encontraron fuera del cascarón y voltearon para todos lados y,
sintiendo el frío de la mañana, decidieron acurrucarse entre las plumas de
su mamá pata.
- Nada de eso - dijo la pata - ahora vamos a caminar para que se les fortalezcan las piernas… pero antes déjenme ver si ya están todos completos - y empezó a contarlos. En ese momento se dio cuenta de que le faltaba uno.
- Mira – observo el papá pato - aún queda un huevo sin romperse... ¡y está pinto! -y mirando de soslayo a su esposa, prosiguió - Ese parece un huevo de guajolote.
- Esposo mío, creo que tienes razón, alguien me engañó y puso este huevo en mi nido. En efecto, parece ser de pavo.
En ese momento el huevo se rompió y salió un patito negro gritando con
voz ronquísima:
- Cua, cua.
- Qué desafinado es -comentó el pato.
- Y es negro - dijo con tristeza la pata - no se parece a los demás patitos.
- Es muy feo - dijeron los dos al mismo tiempo - ¿qué vamos a hacer con ese hijo?
- ¿Qué dirán las gallinas? Seguro irán con el chisme por todo el corral.
El pobre patito se puso a dar vueltas como mayate mareado y, sin saber qué
hacer, corrió a esconderse entre las plumas de su mamá pata.
La pata, con su buen corazón, lo dejó.
Los demás patitos, sin saber de qué se trataba, dijeron:
- Queremos comer y nadar.
- Sí hijitos, ahora mismo iremos a conocer la laguna, vamos.
La pata se adelantó seguida por los patitos que iban como soldaditos en
perfecta formación.
Pronto llegaron a la laguna. La pata se metió al agua e invitó a sus hijitos
para que la siguieran.
Los patitos, que no le tenían ningún miedo al agua, pronto siguieron a su
mamá y ¡zas!, se echaron de panzazo al agua y formaron una simpática
rueda.
La pata empezó a entrar:
- Vengan, vengan mis patitos y aprendan a nadar, primero clavan el pico la cola sale pa'trás.
Los patitos contestaron:
- La cola sale pa'trás.
Y siguió cantando:
- Si juntan bien las alitas y el cuello estiran así, moviendo las dos patitas nadaran detrás de mí.
Los patitos contestaron;
- Nadaremos tras de ti,
- nadaremos tras de ti.
El patito feo no se atrevía a cantar con su voz ronca; solo nadaba cerca de
su mamá, tratando de acercarse también a sus hermanos.
La pata se detuvo a contemplarlo y opinó:
- No, no es un pavo, miren qué bien mueve sus patas y qué derechito se sostiene en el agua, ¡este patito negro es mi hijo!, y, mirándolo bien, no es tan feo.
El patito, al oír eso, se acercó más a su mamá y con su voz ronquita le dijo:
- Mamá, yo te quiero mucho, ¿y tú a mí?
- Yo también - le dijo la pata.
Eso fue el colmo de la felicidad para el patito que se puso a dar vueltas en el
agua y a cantar:
Soy el patito feo, ¡cua, cua, cua! a mí nadie me quiere, ¡cua, cua, cua!
si mi cola meneo, ¡cua, cua, cua! ¡ay!, se enoja mi mamá.
pero, ¡ay!, me quiere mi mamá.
Y salió rápido del agua.
La pata sacó a sus hijitos del agua y los llevó al corral para enseñarles las
primeras lecciones de la vida.
Los puso a observar lo que hacían las gallinas para comer: las gallinas más
grandes eran las que llegaban primero y empujaban y picoteaban a las
chicas para no dejarlas comer.
- ¿ya vieron, hijitos? _les preguntó la pata, el más fuerte es el que más puede. Ustedes deben ser patitos fuertes, para eso deben comer bien.
- Ahora la segunda lección: agachen el cuello y digan “cua”, Los patitos así lo hicieron
- Ahora - prosiguió la patita - la tercera lección es aprender a caminar como pato elegante, con las patitas abiertas hacia afuera y no hacia adentro como hacen los pericos.
Los patitos obedecieron y caminaron con las patitas hacia afuera como
hacen todos los patos.
En ese momento las gallinas, que los estaban observando, comentaron
entre sí:
- Qué lata son estos patos y su “cua, cua".
- Y sobre todo - dijo el gallo sintiéndose muy gallo y dándole un picotazo al patito - éste es muy feo
- Déjalo en paz - protestó la pata - él no le hace mal a nadie.
- Es que no quiero verlo - replicó el gallo – debe salir de aquí -y diciendo esto, le dio tal patada al patito que lo lanzo fuera del corral.
La pata, temiendo por sus demás hijitos, se fue corriendo a buscar la
protección de su esposo.
El patito feo sintió tanto miedo del gallo y las gallinas que decidió no
regresar al corral y se fue caminando por el campo.
Pasaron las horas y tuvo hambre; estaba muy lejos de su mamá y ahora
tenía que buscar su propia comidita.
Se sentía muy solo cuando las sombras de la noche empezaron a cubrir el
campo; se escondió entre unas hojitas secas y, metiendo su cabecita entre
las alas, como había visto hacerlo a su mamá, se quedó dormido.
Muy temprano despertó y empezó a escarbar con sus patitas en busca de
alimento, y tuvo suerte, encontró varios gusanitos que le sirvieron de
desayuno. El patito feo había aprendido bien la lección y tenía que ser
fuerte.
Primero se puso a caminar y, al llegar a la laguna, se metió a nadar para
fortalecer las patas; y así, viviendo en el campo y defendiéndose solito,
pasaron los días.
Una noche que el patito feo se disponía a dormir entre las hojas secas,
como de costumbre, terribles relámpagos empezaron a cruzar por el
firmamento y se desató una tremenda tempestad de verano.
EI patito feo nunca había visto llover, ni mucho menos una tormenta; se
puso a temblar de susto y, sin saber qué hacer, decidió abandonar su
camita de hojas secas y empezó a correr y a tratar de volar hasta donde sus
pequeñas alas lo podían llevar, pero el agua que caía sobre él no le permitió
seguir adelante, cerró los ojos y se tiró en el suelo dispuesto a no moverse
más; unos minutos después abrió los ojos y descubrió que estaba muy cerca
de una casita de campo y hacia ella se dirigió; golpeó la puerta con su pico,
sus patas y sus alas.
Salió a abrir una ancianita acompañada de un gato que, al ver al pato,
exclamó:
- Un pato, qué feo eres y qué mojado estás, largo de aquí
- Espera -replicó la viejecita-, no seas malo, ¿no ves que está temblando de frío?
- Hazlo pasar y cierra la puerta, Micifuz.
- Pero si parece un gusano feo, ¿para qué lo quieres, ama?
- Es que debe estar perdido; pobrecito, le daremos abrigo y algo de comer.
- Pero si no hay cama para él - protestó Micifuz.
- No importa, esta noche la pasará con nosotros y dormirá contigo, gato díscolo.
- ¿En mi cama? – refunfuñó el gato parando la cola y erizando los siete pelos más largos de su lomo
- ¡Miau, no! ¡Eso nunca!
La viejecita, sin hacer caso de las protestas de Micifuz tomó una toalla,
secó al patito y lo llevó a la cama del gato.
- Gracias, señora -dijo el patito muy agradecido.
- Y como estaba muy cansado, se acurrucó dispuesto a dormir.
El gato brincó a su cama y empujó al patito hasta la orilla, diciendo:
- Esta noche voy a tener pesadillas, miau, miau, y cuando tengo pesadillas pateo y muerdo; y como tú te atrevas a roncar, ¡te desplumo! - y volteándose para el otro lado, se quedó dormido.
El patito no se atrevía a moverse, pero en su corazoncito se sentía feliz; por
primera vez alguien se había compadecido de él y sintió agradecimiento
hacia la buena ancianita.
Muy temprano, por la mañana, la viejecita se levantó y llamó al gato.
- Aquí está tu desayuno, Micifuz.
El gato brincó de la cama y se abalanzó sobre su plato con leche, mientras
observaba a la viejecita que le daba migas de pan al patito; se tragó la leche
con avidez para poder llegar a arrebatar el pan que le habían dado al patito,
pero el patito, que estaba muy hambriento, se lo habla acabado de prisa; el
gato se puso furioso y, echándosele encima, lo corrió fuera de la casa antes
de que la ancianita se diera cuenta.
Otra vez comenzó la vida azarosa para el pobre patito feo que se fue
caminando, muy despacito, rumbo al bosque.
Pasaron los días y como volaba mucho, caminaba y nadaba, se fue poniendo
grande y fuerte. Un día que estaba descansando oculto entre la hierba,
escuchó unas voces que provenían de un árbol cercano. Eran un gavilán y
un cuervo que charlaban. EI cuervo decía:
- Ha llegado la hora, gavilán, ya podemos ir a la granja para que te robes a los pollitos. Estarán tiernos y jugosos.
El gavilán sacaba su puntiaguda lengua y se le escurría la baba pensando en
el rico banquete.
- Nos esperaremos hasta que encierren a los perros - contestó el gavilán muerto de risa.
- Yo - dijo el cuervo - haré guardia, y si hay algún peligro te avisaré graznando tres veces, ahora descansemos un poco para tener fuerzas esta noche.
El patito, al oír la conversación, se quedó horrorizado. Pensar que ese
horrible gavilán se iba a comer a los pollitos y tal vez hasta a sus hermanos
los patos, eso no lo podía permitir. Sacudió sus alas y, con gran decisión,
dijo:
- Tengo que ir a la granja para avisar a los perros.
Salió corriendo de su escondite y su instinto lo hizo tomar el camino recto.
Las aves siempre saben hacia dónde se dirigen y el patito había crecido, así
que, volado, se dirigió hacia la granja. Llegó hasta donde estaban los perros
y, cumpliendo con su deber, sin sentir miedo, les dijo:
- Perros, soy el patito feo, no me conocen porque hace mucho que no me ven; he venido a prevenirlos.
Los perros estaban asombrados y lo escucharon atentos; para ellos no había
patitos feos ni bonitos, para ellos todos eran patos, pero como éste les traía
noticias, decidieron dejarlo hablar
- Acabo de oír una conversación - prosiguió el patito - entre un cuervo y un gavilán.
Al oír el nombre gavilán, los perros pararon las orejas y el pelo del lomo se
les erizó y preguntaron con voz ronca:
- ¿Qué fue lo que dijeron esos malvados?
El patito les contó la terrible conversación que había oído.
Los perros dieron las gracias y prometieron estar listos para esperar al
cuervo y al gavilán para darles su merecido. El patito pidió permiso para
observar a los malvados caer en la trampa.
"Eso va a estar muy interesante", pensó. Y como los perros eran muy
buenos, lo invitaron a quedarse en una de las perreras mientras ellos se
escondían tras un montón de paja, cerca del gallinero.
AI oscurecer, el cuervo y el gavilán llegaron y empezaron a volar en círculo
arriba del corral.
Los perros pararon las orejas y se pusieron listos para brincar en el
momento oportuno.
E] cuervo se apostó en un árbol, pero no podía ver a los perros que estaban
bien escondidos, y el gavilán empezó a volar cada vez más bajo tratando de
asustar a las gallinas y hacerlas correr para poder llevarse a los indefensos
pollitos.
Llegó el momento oportuno, los pollitos estaban solos y el gavilán se tiró en
picada dirigiéndose hacia el pollito que se encontraba más lejos de su
mamá. Ya lo iba a agarrar con su terrible pico, cuando salieron los perros y,
de un brinco, uno se echó sobre el gavilán y le arrancó la cabeza; el otro
sobre el cuervo, que trataba de huir, y le arrancó las alas.
Todos los animales del corral salieron de sus escondites al darse cuenta de
lo que pasaba y para dar las gracias a los peros; el gallo se dirigió hacia ellos
y les dijo:
- Gracias, amigos perros, no salí a tiempo para ayudarles, porque no me di cuenta.
A los perros les chocaba el gallo y no lo dejaron terminar la frase. Le
contestaron con tales ladridos que se fue corriendo a esconder entre las
gallinas.
- ¡Qué ridículo! - dijeron las gallinas a coro - si no hubiera sido por los perros, el gavilán se hubiera comido a nuestros pollitos.
- No nos den las gracias, denlas al que fue el patito feo, aquí está; él fue quien nos avisó, nosotros nos divertimos mucho en la aventura -y diciendo esto, se dirigieron a sus perreras a dormir.
Las gallinas no lo podían creer y buscaban al patito feo por todas partes.
Llegaron el pato y la pata con las plumas henchidas de orgullo; el héroe era
su hijo, pero no lo encontraban por ningún lado; la pata lo llamaba, el pato
también, las gallinas cacareaban y hasta el gallo lanzó su quiquiriquí lo más
fuerte que pudo, pero el patito no aparecía por ningún lado.
- Ya ven - dijo la pata -, yo siempre supe que era mi hijo y que era distinto a los demás por ser tan valiente; ustedes tienen la culpa de que se haya ido, gallinas chismosas, gallo malo.
El gallo bajó la cabeza. Estaba avergonzado por haber corrido al patito del
corral y, seguido por sus gallinas, se dirigió al gallinero dispuesto a regañar
a las gallinas por chismosas.
Mientras tanto, el patito, que por cierto ya no era patito, pues había
crecido, se había alejado hacia el bosque sin querer ver a los que tan mal lo
habían tratado.
Pero se sentía muy feliz. Pensaba que, si bien era feo, había sido útil, y
emprendió el vuelo hacia la laguna; todos los otros patos estaban
dormirlos; él se metió entre un carrizal, escondió el pico entre las alas y
también se durmió.
Con los primeros rayos del sol, se sumergió en el estanque para nadar;
divisó a lo lejos a un grupo de cisnes que, majestuosos con sus cuellos
largos y elegantes se deslizaban en el agua; sintió temor, pensó que lo
pisarían y lo correrían del estanque, pero no quiso huir; los esperaría, se
defendería; y él también siguió nadando hacia ellos.
Al llegar al sitio en donde se encontraban los cisnes, éstos se le
aproximaron y formaron una rueda, cercándolo. El patito feo pensó: "Ahora
sí, entre todos me van a matar." Pero cuál no sería su sorpresa al ver que, el
más grande, se dirigía hacia él diciéndole:
- Amigo, tú eres nuevo aquí nunca te habíamos visto antes, ¿quieres hacernos el honor de acompañarnos?
El patito no sabía qué pensar ni qué decir; ese cisne hermoso lo llamaba
amigo y lo invitaba a unirse a ellos como si él fuera un gran personaje.
En ese momento un grupo de niños se acercó a la orilla del estanque para
arrojar migas de pan a los cisnes. El patito oyó que gritaban:
- ¡Miren, hay un cisne nuevo, pero es el más bonito de todos!
El patito agachó la cabeza para poder ver su imagen reflejada en el agua, y
cuál no sería su sorpresa – Ese cisne, del cual hablaban los niños, era él
Los niños aplaudían llenos de gozo y fueron a traerle un pastel, y los cisnes
le dijeron:
- ¿Quieres adelantarte nadando? Nosotros te seguiremos.
Todo pasó por la mente del bello cisne. Qué le importaba haber sido patito
feo si ahora era feliz; no le importaba su belleza, le importaba el ser querido
por los demás. Y con gran elegancia, se deslizó por el agua seguido de sus
amigos los cisnes.
Los enanitos del fondo de
la tierra
Había una vez un rey que tenía tres hijas muy bonitas. Todos los días salían
las tres princesitas a pasear por el lindo jardín del palacio; comían fruta de
los árboles y cortaban grandes ramilletes de flores. Entre los árboles del
jardín había un manzano que era el preferido del rey; quien cortara uno de
sus frutos era duramente castigado: el rey lo encantaba y lo hundía en el
fondo de la tierra. Un día que las princesitas estaban jugando cerca del
árbol, la menor dijo:
- Qué ganas de probar una de esas ricas manzanas.
- No, no te atrevas - le dijeron sus hermanas.
- ¿Por qué no? -dijo la princesita-. El rey, nuestro padre, castigará a los extraños encantándolos, pero no creo que se atreva a hacerlo con sus propias hijas - y diciendo y haciendo, ¡zas!, arrancó una manzana y le dio un mordisco.
- ¡Huy!, qué rica está, hasta le escurre la miel, prueben - invitó a sus hermanas.
Las hermanitas, llenas de curiosidad, también probaron el fruto; en ese
momento se oyó un ruido tan fuerte que parecía que toda la tierra
temblaba, y las tres princesitas se hundieron bajo la tierra y
desaparecieron.
Llegó la noche. El rey tenía por costumbre ir a la habitación de sus hijas
para darles las buenas noches, y cuál no sería su sorpresa al ver que las
princesitas no estaban en sus camas. Les gritó y las busco por todas partes;
al fin, desesperado, mandó a toda la corte que le ayudara a buscarlas por
todo el palacio, por los salones, los jardines y el huerto, pero las princesitas
no aparecieron.
EI rey mandó a sus heraldos por todo el reino, con una proclama que decía:
- "EI valiente que encuentre a las princesitas será recompensado por el rey, y podrá tomar por esposa a la princesa que elija."
Todos los jóvenes del reino se lanzaron en busca de las princesitas y todos
fracasaron.
Un día llegaron tres cazadores: Pedro, Rolando y José; eran valientes y
decididos a todo. Después de entrevistarse con el rey, tomaron camino y se
internaron en lo más profundo del bosque. Pasaron varias horas y llegó la
noche; cuando ya se disponían a descansar, divisaron a lo lejos varias luces;
se encaminaron hacia ellas y vieron que era un hermoso palacio. La puerta
estaba abierta... entraron sigilosamente y recorrieron los salones sin
encontrar a nadie; llegaron a un comedor en donde había una gran mesa
llena de exquisitos manjares, y como tenían mucha hambre, se pusieron a
comer y a esperar a que alguien llegara; pero nadie apareció y, como
estaban tan cansados, se fueron a dormir a una de las lindas camas en una
de las habitaciones de palacio.
AI día siguiente los dos hermanos menores se fueron de cacería y a
inspeccionar el terreno; el mayor se quedó solo y se dedicó a recorrer todos
los cuartos del palacio; al llegar a un tapanco se encontró con un enanito
vestido de amarillo, con zapatos de oro y un gran gorro de piel; al ver al
cazador le dijo:
- Buen cazador, regálame un pedacito de pan.
- ¿Por qué no lo tomas tú? – contestó Pedro-, ahí está sobre tu mesa. -Al ver que el enano no se movía, Pedro le dio una rebanada de pan, pero el enano lo dejó caer al suelo y le dijo:
- Recógelo.
- El cazador se agachó a recogerlo y en ese momento el enanito agarró un palo y se puso a darle golpes hasta que lo dejó molido, entonces desapareció.
Al llegar los dos cazadores le preguntaron cómo le había ido, y Pedro les
contó lo del enanito; Rolando dijo:
- Yo no quiero ver enanos, prefiero dormir en el campo.
- Yo también - dijo Pedro-, no quiero que se repita la función.
- Pues yo me quedaré - fue la opinión de José-, aquí los espero.
- Te deseamos buena suerte y ojalá el enano no te mate a palos.
No bien hubieron salido del palacio, cuando se presentó el enanito y,
dirigiéndose a José, le pidió un pedazo de pan.
- Aquí tienes - dijo el muchacho dándole una buena rebanada de pan, pero el enano lo dejó caer y ordené a José que la recogiera.
- Recógela tú mismo; trabaja un poco para ganarte la comida.
Furioso, el enano se agachó a recogerla. En ese momento el muchacho tomó
el palo y propinó al enano muchos garrotazos.
- ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ya suéltame - gritó el enanito y te diré dónde están las princesas
- Está bien -dijo José - habla y habla pronto.
- Yo soy un enanito y vivo en el fondo de la tierra con miles de otros enanitos como yo y, por tanto, sé todo lo que sucede en las entrañas de la tierra; ahora ven conmigo.
Juntos salieron al jardín del palacio y llegaron a un lugar lleno de
vegetación; ahí había un enorme pozo, se detuvo el enano y dijo a José:
- Aquí en el fondo de este pozo, están encerradas las tres princesas cuidadas por dragones si quieres rescatarlas tendrás que traer un cuchillo largo y fuerte, una cesta y una campanita y cuídate de tus amigos, pues te harán algo malo - y diciendo esto, desapareció.
José se dirigió al palacio y cuando llegaron sus amigos les conto lo que
había sucedido y los invitó para que fueran cron él a rescatar a las
princesas. Mientras Rolando y Pedro descasaban, él se fue a conseguir la
cesta, el cuchillo y la campana, para estar listo para rescatar a las princesas;
una vez que tuvo todo listo, se fue a dormir.
En la madrugada se levantaron los tres jóvenes y se dirigieron hacia el pozo
encantado.
Cuando llegaron, José les dijo:
- Voy a bajar al fondo del pozo dentro de esta cesta, cuando toque yo esta campana, súbanla, pues en ella enviaré a las princesitas.
- Está bien -contestaron sus amigos que se sentían llenos de envidia, de envidia amarilla que es la peor de todas las envidias-. Estaremos pendientes.
José empezó a bajar, a bajar y a bajar, el pozo parecía interminable; por fin
llegó al fondo y ahí encontró tres puertas; abrió la primera y ahí estaba una
de las princesas, sentada en un hermoso trono, acariciando a un dragón de
dos cabezas.
José sacó su cuchillo rápidamente y ¡zas!, de un solo tajo le cortó las dos
cabezas y sacó a la princesita de su cuarto.
Después abrió la segunda puerta; ahí estaba recostada la segunda princesa
acariciando a un dragón de cuatro cabezas.
Rápidamente José tomó su cuchillo y ¡zas!, le cortó las cuatro cabezas y
sacó a la princesa de su cuarto.
Se dirigió a la tercera puerta; ahí estaba la princesa más joven y un dragón
de siete cabezas, adormilado a sus pies, escuchando la música que la
princesa tocaba en una flauta.
José tuvo que ser más rápido que las otras veces; con tres movimientos
rápidos le cortó al dragón las siete cabezas, sin darle tiempo a despertar.
La princesita se puso tan feliz, que le regaló a José su flauta de oro.
En seguida José colocó a las tres princesitas en el cesto y tocó la campanita;
los amigos empezaron a jalar, con mucho cuidado, hasta que por fin
llegaron arriba las princesas; una vez que las bajaron de la canasta, los
malos amigos cortaron la reata sin que las princesas se dieran cuenta y
dejaron al pobre José encerrado en el oscuro y profundo pozo.
Cuando José se dio cuenta de la traición que le habían hecho sus malos
amigos, recordó lo que le había dicho el enanito, pero ya era muy tarde;
muy triste y sin saber qué hacer, se puso a tocar la flauta que le había
regalado la princesita.
En ese momento apareció un enanito y después otro y otro, y pronto
cientos de enanitos llegaron al pozo; mientras más tocaba, más enanitos
llegaban y entre todos lo sacaron del Pozo.
En cuanto José estuvo libre y después de dar las gracias a los enanitos, se
fue corriendo al castillo.
Al llegar encontré que había gran alboroto y confusión. El rey abrazaba y
besaba a sus hijas y le pedía perdón, diciéndoles:
- Al cortar mi fruto y probarlo, hay un encantamiento que hace que se abra la tierra y se trague a la persona que haya desobedecido pero nunca pensé que fueran ustedes, hijas mías.
- La culpa es nuestra, padre, por desobedientes
- Bueno - dijo el rey -, ahora ya todo es felicidad y podrá casarse cada uno de estos jóvenes con la princesa de su elección.
- Un momento -dijo la princesa más joven-, éstos no son los jóvenes que nos rescataron, el que nos rescató no está aquí.
- Aquí estoy - gritó José mientras entraba rápidamente.
Y le contó al rey toda la historia, José no tuvo que pensarlo más; él se quería
casar con la princesita menor si ésta lo aceptaba como esposo.
La princesita se había enamorado de José por su valentía y se lo demostré
cuando le regaló la flauta. Así que la boda se celebró con todo esplendor.
Y dicen que a los malos amigos los enanitos los corretearon hasta que los
metieron en el fondo de la tierra... y todavía están allí.
El Pescador y su Mujer
Este era un pobre pescador que vivía con su mujer, en una pobre choza
situada cerca del mar. EI hombre, que salía todos los días a pescar para
llevar el sustento a su casa, se pasaba las horas sosteniendo su caña.
Un día que, como de costumbre, estaba sentado a la orilla del mar
contemplando el agua azul y transparente, soltó el anzuelo que se fue hasta
el fondo hondo, hondo; cuando lo sacó, había pescado un hermoso robalo.
Al quitarle el anzuelo, el pez le dijo:
- Buen pescador, déjame huir; en realidad yo no soy un pez sino un príncipe encantado; vuélveme a arrojar al agua y déjame seguir nadando.
El pescador se quedó asombrado y le contestó;
- Bueno, bueno, no tienes por qué contar tantos cuentos; un robalo que sabe hablar, merece vivir. Y diciendo esto lo arrojó al agua.
El pez se sumergió hasta el fondo del mar y el pescador, muy satisfecho, se
dirigió hacia su casa en donde lo esperaba su mujer.
- Oye - le dijo la mujer al verlo llegar con las manos vacías -, ¿no pescaste nada?
- No – respondió el hombre-, es decir, sí, pesqué un robalo, pero lo dejé ir porque me dijo que era príncipe encantado.
- ¿Qué, qué? -gruñó la mujer - ¿Y no le pediste nada?
- Claro que no, ¿qué le podía pedir?
- Pues yo estoy cansada de esta horrible choza - replicó la mujer – le podías haber pedido una casa hermosa.
- ¡No! – contestó el pescador.
- Pues yo digo que sí - vociferó la mujer.
Y no tuvo más remedio, el pobre pescador se fue rumbo al mar. Cuando
llegó, el agua no estaba transparente como antes, sino turbia y amarillenta.
El pescador se acercó a la orilla y dijo:
Tilín, telar, pececillo del mar, Petrita mi esposa te pide una cosa.
AI momento salió el robalo a la superficie del agua y le preguntó:
- ¿Qué quiere tu mujer?
- Quiere una casita - contestó el hombre -, dice que ya está cansada de vivir en una choza.
- Regresa a tu casa - replicó el pez -, que ya la tiene.
- Se fue el pescador y, al llegar, ya no encontró a su mujer en la choza sino en una linda casita llena de flores, con una hermosa salita, y dos recámaras con cómodas camas.
- Ya ves - dijo la mujer - esta casita está bastante bien.
- Está preciosa -dijo el pescador- y mira el corral lleno de gallinas; no se puede pedir más.
Cansado, pero muy satisfecho, el buen hombre se fue a dormir.
Así pasaron varias semanas, hasta que un día le dijo su mujer:
No quiero casa chiquita, un palacio he de tener;
cual si fuera princesita, dale susto a tu mujer.
- ¡No! dijo el pescador.
- ¡Pues yo digo que sí! - replicó su esposa -
Y allá va el pobre pecador rumbo al mar. Al llegar a la playa vio que el agua
tenía color verde oscuro; se acercó a la orilla y dijo:
Tilín, telar, pececillo del mar, Petrita mi esposa te pide otra cosa.
- ¿Qué quiere? - pregunto el robalo asomando la cabeza fuera del agua.
- Quiere un palacio, ¡ay de mí!
- Vuelve a tu casa, ya lo tiene - y diciendo esto, el robalo se sumergió.
Se fue el hombre pensando que no era posible eso de poseer un palacio.
Pero grande fue su sorpresa al llegar y encontrar un hermoso palacio en
cuya escalinata se hallaba su mujer.
Tomándolo de la mano dijo llena de orgullo:
- Entra y disfruta.
El hombre se quedó con la boca abierta. EI palacio era inmenso, los salones
estaban cubiertos con tapices de la India, los muebles eran de plata y oro,
las escaleras de mármol. Tenía cuarenta dormitorios; cinco comedores con
las mesas llenas de los más exquisitos manjares, y estaba rodeado de un
hermoso jardín, con las flores más hermosas que jamás se hubiera visto.
- Qué bello es todo esto -dijo con asombro el pescador.
- Por lo pronto - murmuró la mujer - también a mí me gusta. Ahora dormiré en mi blando lecho; a ver qué me aconseja la almohada
No bien hubo amanecido la mujer llamó a su marido, lo llevó hacia la
ventana y, suspirando, exclamó:
- Podríamos ser reyes y poseer todas estas tierras que ahora contemplas.
Ya no quiero ser plebeya quiero tener un reinado una corona muy bella
y un gran manto colorado. .. ¿o no?
- ¡No! -replicó el pobre hombre.
- ¡Pues yo digo que sí! Ve y pídele al robalo.
El pobre pescador no tuvo más remedio que dirigirse hacia el mar, a buscar
a su buen amigo el pez. Al acercarse, vio que el mar estaba embravecido y
de color gris; con gran tristeza se aproximó a la orilla y dijo:
Tilín telar, pececillo del mar, Petrita mi esposa te pide otra cosa.
Se levantó una ola y apareció el pez.
- ¿Qué quiere? – inquirió.
- Quiere ser reina, ¡ay, infeliz de mí!
- Márchate, ya lo es - dijo el robalo y desapareció.
En efecto, al llegar al palacio, encontró a su mujer sentada en un hermoso
trono, con un cetro en la mano y con una cara más seda que un palo.
- No estás mal como reina - dijo sonriente -, pero, ¿por qué tienes esa cara de pocos amigos?
- Porque no tengo otra - rugió la mujer -. Además, si he de estar sentada en un trono, más me vale estar sentada en otro.
- ¿Cómo?, ¿qué quieres decir?
Reina no quiero ser ni este feo cetro tener deseo ser emperador
como si fuera un señor... ¿o no?
- ¡No! - contesto el hombre.
- ¡Pues yo digo que sí!
Conociéndola, el buen pescador se dirigió al mar. Aun antes de llegar ya se
oía el rugir de las olas y, al aproximarse, se dio cuenta de que el mar estaba
gris, casi negro, y las olas reventaban apagando su voz, mientras decía:
Tilín, telar, pececillo del mar, Petrita mi esposa te pide otra cosa.
- ¿Qué quiere? – preguntó el robalo con los ojos más rojos que de costumbre.
- ¡Quiere ser emperatriz! ¡Ay, pobre infeliz de mí!
- ¡Vete! -ordenó el robalo-, ya lo es.
Esta vez el pescador encontró a su mujer rodeada de príncipes y princesas;
aun los reyes que se le acercaban le hacían caravanas; el hombre se quedó
asombrarlo al ver tanta realeza y acercándose a su mujer, le preguntó con
inquietud:
- ¿Ya estás satisfecha? Eres emperatriz.
- En efecto –contestó la mujer bostezando, soy emperatriz; y ahora váyanse todos, pues quiero descansar.
Todos se retiraron haciendo mil caravanas.
Apenas se hubieron ido, dijo la mujer:
- Quiero dormir, estoy cansada.
- Pues acuéstate – respondió el hombre-, yo también estoy muy cansado.
- Pero, ¿cómo puedo dormir – contestó la mujer con ojos de bruja - si todavía hay luz? Me molesta el sol de día y la luna por la noche; con gusto los cambiaría: la luna en el día y al sol en la noche.
- ¡Eso sí que no! -gritó el pescador.
- ¡Pues yo digo que sí! Quiero esos poderes.
El pescador le pidió, le suplicó pero todo fue en vano; tuvo que emprender
el viaje al mar.
Antes de llegar vio que se acercaba un ciclón; las olas que azotaban,
parecían devorar la playa; el pobre hombre no sabía qué pedir ni cómo
pedirlo. Antes de que pudiera hablar, asomó la cabeza el robalo y le
preguntó:
- ¿Qué quieres, amigo?
- Quiero ser pescador – contestó el hombre -, vivir en mi choza, salir de pesca y estar tranquilo.
- Vete a tu casa, así será.
El hombre sintió que se le había quitado un peso de encima. Se encaminó a
su casa, encontrando a su mujer en la puerta de la choza, llorando; al llegar
el pescador, se arrojó a sus rodillas; le pidió perdón y le prometió no volver
a ser ambiciosa.
Y así vivió el buen pescador, tranquilo y en paz.
Los once cisnes Había una vez un rey que tenía doce hijos: once varones y una niña,
llamada Elisa. Los niños eran muy felices. Un día el rey - que era viudo se
casó con una mujer que era mala.
Los niños desde el primer día se dieron cuenta de que su madrastra no los
quería. Cuando se ponían a jugar a la comidita o a la casita, tenían la
costumbre de pedir manzanas y pastelitos para su juego, pero la reina les
dio agua y arena y les dijo que se conformaran.
Un día la reina decidió llevar a Elisa al campo para deshacerse de ella.
Cuando la niña fue invitada por su madrastra se puso muy contenta; fue
por su capita de terciopelo azul, y llena de alegría, salió con su madrastra.
Caminaron mucho, hasta internarse en un espeso bosque; de pronto, al
llegar frente a una humilde choza, la madrastra se detuvo y tocó tres veces.
Una mujer del campo salió a abrir y dijo amablemente:
- ¿A qué se debe el honor de su visita, majestad?
- No hables tanto - replicó la reina de mal modo - aquí traigo a esta jovencita para que se quede a vivir contigo; no debe regresar nunca a palacio. Y diciendo esto, sin despedirse siquiera, se fue.
Al llegar a palacio, el rey le preguntó por Elisa, pues sabía que habían salido
juntas. La reina, sin inmutarse, le dijo:
- Tu hija prefiere vivir en el campo que en el palacio; se ha quedarlo unos días a vivir con su antigua nodriza, ¡déjala!, cuando quiera puede regresar.
EI rey se extrañó pero se conformó pensando que su hija estaría contenta.
Pasó el tiempo, y un día en que el rey había salido y los once príncipes
dormían tranquilos, la reina, que era una hechicera, decidió hacer una
brujería. Entró sin hacer ruido a la habitación de los muchachos abrió la
ventana y les arrojó agua embrujada; diciendo:
Agua milagrosa que voy a arrojar,
haz que los Príncipes salgan a volar;
que se conviertan en animales;
todos parejos, todos iguales, en once cisnes se convertirán
y al palacio no regresarán.
Al terminar de decir esto la reina bruja, los príncipes, convertidos en
cisnes, salieron volando por la ventana, rumbo al bosque.
Muy temprano, por la mañana, pasaron volando por arriba de la cabaña en
donde estaba Elisa. Movían sus alas y hacían todo el ruido que podían
hacer las pobres aves, tratando de que alguien las oyera, pero Elisa todavía
dormía y no se dio cuenta, así que los cisnes se fueron volando rumbo al
bosque oscuro, y en unas peñas, cerca del mar, se detuvieron para
descansar, y decidieron hacer allí su morada.
Mientras tanto, Elisa se la pasaba jugando con las flores, y cada vez que
veía el cielo, pensaba en sus hermanos y en su papá, a quienes extrañaba
mucho.
Pasó el tiempo y un día la reina decidió ir al bosque para ver si el sol y la
vida del campo hablan logrado quemar el cutis de Elisa y volverla fea, y se
encaminó hacia la cabaña.
Al llegar, vio a una joven hermosísima lavando ropa en el río.
- Esta no puede ser Elisa - pensó-, no puede ser tan bella.
Pero el viento le contestó:
bella y hermosa con cutis de rosa
Se acercó a la joven, y al ver que sí era Elisa, se enfureció y pensó arrojarla al
río, pero el agua murmuró:
- No la toques reina mala
- a ella la cuida su hada.
A la reina le dio miedo y decidió cambiar de plan; saludó a Elisa y la invitó a
regresar a palacio, diciéndole:
- Elisa, hoy cumples quince años y el rey, tu padre, desea verte; ven conmigo.
Elisa se puso feliz, pues regresar al palacio, ver a su papá y a sus hermanos
era lo que quería. Corriendo fue a despedirse de su nodriza y se fue con la
reina.
Al llegar al palacio le dijo la madrastra:
- Estas sucia y despeinada, ven a arreglarte para que vayas a ver a tu padre. - y se la llevó a su habitación, agregando - Espera aquí, voy a arreglar tu baño.
Mientras la niña esperaba, la reina bruja jaula, abrió una sacó tres sapos y
dije al primero:
- Sapo número uno, cuando venga Elisa a bañarse, siéntate en su cabeza y hazla tonta como tú.
Y tomando al segundo sapo, le ordenó:
- Sapo, súbete en el pecho de Elisa y vuélvela fea como tú.
Después tomó al tercer sapo y le dijo:
- Sapo, súbete en el hombro de Elisa y vuélvela mala.
En seguida echó a los tres sapos en el agua transparente del baño de
mármol blanco, y fue a buscar a la niña.
- Ven - le dijo -, entra en mi lujoso baño. Los suaves tapetes serán más agradables que el duro zacate al que estás acostumbrada... y ahora te dejo sola para que tomes tu baño.
Elisa se iba a meter al agua cuando vio a los sapos, pero no se asustó y les
hizo un cariño, diciendo:
- Qué graciosos son; vengan, los invito a bañarse
En ese momento los sapos se convirtieron en tres hermosas flores y
quedaron flotando en el agua
La bruja había perdido. Elisa era tan pura que, al acariciar a los sapos,
hechizo se había roto.
Cuando la reina entró al baño y vio a Elisa jugando con las flores,
comprendió lo que había sucedido y dijo a la niña:
- Ya vístete, tonta.
- ¿Ahora podré ver a mis hermanos y a mi padre? - pregunto Elisa.
- Ja, ja, ja -se rio la reina -, tus hermanos se han ido para siempre; están en el bosque. Anda, sal a buscarlos.
La niña no esperó más; poniéndose sus pobres vestidos salió del palacio
rumbo al bosque, en busca de sus hermanos.
Pronto llegó la noche y Elisa se sintió perdida; no sabía qué camino tomar.
Rendida de tanto caminar se recostó en el blando musgo y se puso a
descansar. Alrededor de ella volaban miles de luciérnagas y mariposas, con
alas fosforescentes, que parecían pedacitos de nubes de hermosos colores,
los grillos cantaban y los pajaritos hacían hermoso ruido desde su nidito,
con sus cantos nocturnos. Cuando Elisa sacudió su capita para cubrirse,
los brillantes insectos que se habían posado en ella cayeron sobre la niña,
como un montón de pequeñas estrellas... y por fin se quedó dormida,
soñando con sus hermanos.
Cuando apareció el primer rayo de sol, por la mañana, se despertó; los
pajaritos cantaban y la hierba estaba fresca y olía a flores del campo. Oyó el
ruido de un manantial y hacia él se dirigió; tomó un poco de agua, cortó
algunos frutos para comer y siguió caminando sin rumbo fijo; pero no
estaba triste ni asustada, sabía que el buen Dios le había dado un ángel de
la guarda y que él la cuidaría.
Pasó el día y llegó la noche; se acurrucó para dormir, oyendo ruido de alas
como si muchos ángeles la cubrieran y durmió tranquila.
Apenas amanecía cuando despertó con el ruido de unos pasos; era una
ancianita. Elisa la saludo y le pregunto si no había visto a once príncipes
por el bosque.
- No - contestó la viejecita- pero sí vi a once cisnes con coronas de oro sobre sus cabezas; estaban nadando en una laguna, muy cerca de aquí'
Elisa le dio las gracias y se despidió de ella. Estaba segura de que eran sus
hermanos, pero, ¿cómo encontrarlos?, ¿qué hacer? Se dirigió hacia la laguna
y vio algunas plumas de cisne tiradas sobre la orilla; su corazón latía con
fuerza; eran sus hermanos y si habían estado allí, seguramente volverían, se
sentó en una roca a esperar su regreso.
Empezaba la puesta del sol; todo el campo se veía iluminado de rojo, el
agua de la laguna parecía un inmenso rubí con los reflejos del sol.
A lo lejos Elisa vio algo que se movía en el cielo, muy alto, cerca de las
nubes, que se iba acercando; por fin los distinguió: eran once cisnes;
volaban el uno tras el otro y se dirigían hacia unas rocas. Estaban bastante
lejos de ella; de momento desaparecieron entre la maleza.
El sol se metió y, en ese instante, once gallardos jóvenes salieron de la
maleza; estaban muy cambiados, grandes, fuertes y quemados por el sol;
pero Elisa estaba segura, eran sus hermanos.
Corrió hacia ellos llamándolos por sus nombres; los once hermanos se
pusieron felices al ver a su hermanita convertida en una hermosísima joven;
la abrazaron y la besaron; todo fue risa y alegría, hasta cuando contaron lo
mala que había sido la madrastra y todo lo que había hecho.
El hermano mayor se puso a relatar la historia:
- Nosotros tenemos que volar en forma de cisne durante todo el día hasta que el sol desaparece en el horizonte; entonces recobramos nuestra forma humana, por eso tenemos que llegar a tierra antes de que se meta el sol; de otra forma, caeríamos en el mar o nos estrellaríamos contra la tierra.
- Hay otro lugar aún más hermoso que éste, al otro lado del mar, pero queda tan lejos que casi es imposible llegar, pues hay que atravesar el océano y no hay ni una pequeña isla en el camino; sólo una pequeña roca en la que apenas cabemos todos apretados, y si el mar está embravecido, las olas nos bañan totalmente; sin embargo, le damos gracias a Dios por este pequeño refugio.
- Tenemos permiso para visitar nuestro país una vez al año, permaneciendo sólo once días; entonces aprovechamos para ver desde arriba el palacio y la capillita a donde mamá nos llevaba cuando éramos niños, y nuestros caballos en las caballerizas, y todos los campos que rodean el palacio de nuestro padre; nos encanta venir, pero luego regresamos a ese otro país del que te hablaba y allí vivimos. Mas ahora te hemos encontrado, hermanita, y no te queremos dejar, aunque hay una dificultad, ¿cómo te podemos llevar si son dos días de camino?
- Han de estar muy cansados - dijo Elisa -, ¿por qué no descansan ahora y mañana decidiremos lo que debemos hacer?
Y así Elisa, rodeada de sus hermanos y sintiéndose protegida, se quedó
profundamente dormida.
Al despertar, sus hermanos ya se habían convertido en cisnes y volaban
muy cerca de ella; se acercaron y Elisa los abrazó y los besó, y
emprendieron el vuelo mientras la niña esperaba ansiosa la puesta del sol
para verlos regresar. Las horas pasaron lentas; por fin los vio llegar de lejos;
en el horizonte se ocultaba el sol y cuando por fin se ocultó totalmente, los
cisnes llegaron y recobraron su forma humana.
- Mañana debemos partir -dijo el mayor.
- Llévenme con ustedes – suplicó Elisa.
Decidieron llevársela; pasaron toda la noche tejiendo una especie de red
suficientemente fuerte para aguantar a su querida hermana. En cuanto
amaneció y los hermanos se volvieron a convertir en cisnes, tomaron la red
con el pico y se llevaron a su hermanita, que aún estaba dormida, volando
por los aires; cuando el sol empezó a brillar más fuerte, uno de los cisnes
voló sobre la cabeza de la niña para darle sombra con sus alas.
Por fin Elisa despertó. Creyó que estaba soñando al verse volando entre las
nubes. Uno de sus hermanos le dio fruta como desayuno; la niña sonreía
feliz. Podía ver el inmenso mar abajo y algunos navíos que cruzaban el
océano. Seguían volando, unas veces entre las nubes, otras con el cielo
despejado; volaban despacio, ya que la carga era pesada y además para
proteger a la niña. De repente el cielo se oscureció y amenazó la tormenta.
La niña veía con horror que el tiempo pasaba y no se distinguía ningún
lugar en donde detenerse si el sol se metía y no llegaban a tiempo, sus
hermanos recobrarían su forma y caerían al mar.
Los relámpagos cruzaban el firmamento; Elisa cerró los ojos y sintió que
sus hermanos detenían el vuelo y bajaban rápidamente; creyó que el fin
había llegado; abrió los ojos y distinguió la pequeña roca. El sol
desaparecería en segundos… por fin pusieron pie a tierra y llegaron a la
islita en el momento en que el sol desaparecía. Rápidamente los hermanos,
tomándose de las manos, formaron una rueda y Elisa quedó en el centro de
ellos. La tormenta se soltó con furia; los hermanos, apretándose las manos,
se pusieron a cantar a Dios para darse ánimos, y el huracán cesó; el viento
se calmó y las estrellas brillaron en el firmamento.
Los hermanos se apretujaron como si estuvieran en un nido y se quedaron
dormidos.
AI amanecer renovaron el vuelo y, unas horas más tarde, Elisa empezó a ver
tierra bajo ella: hermosos bosques, llanuras cuajadas de aromáticas flores,
ríos, cascadas, pájaros y mariposas. Los hermanos iban descendiendo; por
fin llegaron a un lugar donde había una hermosa gruta cubierta de flores;
allí depositaron a la niña.
- Y ahora hermanita -dijo el menor lleno de tristeza tenemos que dejarte.
- Descansa bien, el viaje ha sido pesado.
Elisa se despidió de sus hermanos y se quedó dormida pensando qué podía
hacer para salvarlos, y soñó que se le aparecía una hermosa hada y le decía:
- Elisa, si quieres ayudar a tus hermanos te voy a decir cómo lo harás. ¿Ves estas zarzas llenas de espinas, que tengo en las manos? Sólo crecen en este campo y en los cementerios; debes ablandar las espinas con tus pies y hacer once capas con mangas largas, tejiendo las zarzas; cuando estén listas arrójalas sobre los cisnes y éstos recobrarán su forma original. Pero desde el momento que empieces este trabajo hasta que acabes, así sean años, no debes hablar con nadie; una sola palabra tuya será como una daga que penetrará en el corazón de tus hermanos, dejándolos muertos.
En ese momento despertó Elisa y vio en la puerta de su gruta una enorme
cantidad de zarzas y decidió empezar a trabajar. Pasaron los días; los pies y
las manos de la niña sangraban de tanto trabajar; ya había terminado una
capa y a otra le faltaban sólo las mangas. De repente oyó los cascos de un
caballo que se acercaba. Era un joven a caballo. Al ver a Elisa quedó
sorprendido por la belleza de la joven; nunca había visto una hermosura
igual.
¿Qué hades aquí? -preguntó amablemente.
Elisa no podía contestar, no debía hablar; escondió sus manitas entre su
delantal, para que no las viera.
- Soy el rey de estos dominios - dijo el joven – ven conmigo, no puedes vivir aquí sola, y si eres tan buena como hermosa, te vestiré de seda y terciopelo, colocaré una corona de oro sobre tu cabeza y vivirás en mi palacio - diciendo esto la levantó y la puso sobre su caballo.
Ella lloraba y se retorcía, pero el rey le dijo:
- Sólo pienso en tu felicidad; algún día me darás las gracias por esto - y diciendo estas palabras se lanzó a campo traviesa, rumbo al palacio.
Al llegar, Elisa vio el palacio más bello que se pueda imaginar; los jardines
llenos de fuentes con juegos de agua de mil colores; los salones con tapices
bordados en oro y plata. Pero Elisa no tenía ojos para contemplarlos, sólo
lloraba en silencio.
El rey mandó a las doncellas que la vistieran con lindos ropajes y
engarzaran perlas en sus dorados cabellos; se veía linda como un sol; sólo
sus manos estaban cubiertas Por largos guantes.
Cuando el rey la vio, decidió convertirla en su esposa. Llamó a todos los
ministros para comunicárselos.
Estos, al ver a la joven, murmuraban entre sí, y uno se atrevió a decir que
era una bruja que había hechizado al rey.
El rey no hizo caso de las advertencias y llevó a Elisa a recorrer todo el
palacio. Al llegar a lo que debería ser su recámara vio en un cuarto, cercano
a esta, un montón de zarzas y el saco terminado, junto con el otro que
había empezado, colgado el techo.
El rey dijo sonriendo:
- Creí que te gustaría tener estas cosas con las que te divertías en el campo.
Elisa se sintió feliz y sonrió en agradecimiento; pensó que podía seguir su
labor para salvar a sus hermanos y, acercándose al rey, le besó la mano y se
la llevó cerca del corazón.
El rey tomó esto como señal de cariño, y repicaron las campanas
anunciando la boda del rey con la muda del bosque.
El confidente del rey se moría de rabia; no se había pedido consejo. Pero el
rey no veía ni oía nada, solo amaba a su esposa.
Elisa cada día quería más al rey, era tan bueno con ella. Por las noches salía
furtivamente de su alcoba y se dedicaba a trabajar en las capas; ya tenía
siete terminadas, pero las zarzas se habían acabado y sólo las del bosque o
las del cementerio servían ¿Qué haría?, ¿Cómo podría conseguir más?
A la noche siguiente decidió ir a buscarlas. Con el corazón latiéndole
fuertemente y llena de miedo, como si estuviera haciendo algo malo, salió
en silencio de su habitación; atravesó el palacio, los jardines y llegó al
cementerio del pueblo. Juntó todas las zarzas que pudo y regresó al
palacio. Todo había salido bien, pero el consejero del rey la había visto;
ahora estaba seguro de sus sospechas y se dirigió a una entrevista privada
con el rey. Cuando le contó lo que había visto, lo cual confirmaba que era
una bruja que lo había hechizado, dos lágrimas rodaron por las mejillas del
rey. Se dirigió hacia el cuarto en donde estaba Elisa y le dijo:
- Sé lo que has estado haciendo y lo que hiciste anoche; tenía confianza en ti, ahora no sé qué creer; mi pueblo está enterado y no te quiere como reina.
Cada palabra del rey hería a Elisa como si le encajaran una daga en el
corazón. Las Lágrimas de sus ojos rodaban por el rojo terciopelo; al verlas,
el rey no se pudo contener y salió de la habitación.
En ese momento llegaron los consejeros y los ministros y le pidieron a Elisa
que los acompañara, diciéndole:
- El pueblo te rechaza. como reina; sabemos que eres una bruja, sólo las brujas van a los cementerios a la medianoche; serás encarcelada y juzgada como bruja; ten, dormirás en tus zarzas en vez de en una cama.
Elisa los siguió y entró en la celda de la prisión. En medio de todo eso se
sentía feliz de saber que allí estaban los sacos casi terminados; sólo faltaba
la manga de uno.
De pronto oyó un ruido de alas; eran sus hermanos. La habían encontrado
al fin. El cisne más joven se posó sobre la ventana; Elisa lo acarició. Después
de besarlo, el cisne se fue volando.
Antes del amanecer, una hora antes de que saliera el sol once gallardos
príncipes se presentaron a la puerta del palacio, pidiendo ver al rey. EI
permiso les fue negado; ni las súplicas ni las amenazas lograron que los
dejaran entrar... el sol empezó a salir y los príncipes desaparecieron, sólo
once cisnes volaban, en círculo, arriba del palacio.
La celda donde se encontraba Elisa fue abierta, dos guardias vinieran por
ella. El pueblo y el tribunal la habían encontrado culpable de ser bruja, y
había sido condenada a morir en la hoguera.
Apretó las once capas contra su pecho y mientras caminaba seguía tejiendo
la última manga.
Al verla el pueblo gritó:
- Bruja, deja esas zarzas y reza
Pero Elisa no hizo caso
El verdugo la tomo de un brazo.
Los once cisnes empezaron a volar alrededor del verdugo,
imposibilitándolo para cumplir su odioso cometido; Por fin Elisa, haciendo
un supremo esfuerzo, arrojó las capas sobre los cisnes y gritó:
- ¡Soy inocente!
- Claro que es inocente - exclamaron los once príncipes
El pueblo cayó de rodillas, diciendo:
- Es una santa, ha hecho un milagro.
- No, no es una santa - dijo el hermano mayor, y contó la historia.
En ese momento el aire se perfumó; se oyó una música de cien arpas y el
rey, acercándose a Elisa, se arrodilló y le dijo:
- Perdón, amada mía, perdón, mi reina.
Las campanas sonaban alegremente, los pájaros revoloteaban y el pueblo
bailaba y gozaba.
Cuando todos estaban en plena fiesta, una bruja, montada en una escoba,
atravesó el firmamento. Era la reina mala volando al país de las brujas, de
donde no volvió jamás.