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Y o era una botella de aceite de oliva. Llegué al mercado de Castelnuovo en el carroma- to de un comerciante napolitano. El color amarillo de mi cuerpo atraía la mirada de las lugareñas. Me com- pró una mujer decidida. Todos la lla- maban Mamá Margarita. Pagó cin- cuenta céntimos de lira. Escaso valor para el vendedor ambulante; eleva- da cantidad para la campesina. Mi destino fue una humilde casi- ta de I Becchi. El frágil vidrio de mi botella se echó a temblar al contem- plar a los tres hijos de Margarita. Ju- guetones, alegres, inquietos… cual- quier movimiento en falso podía malograr mi delicada existencia. La buena mujer, conocedora del riego que corría mi cuerpo de cristal, me depositó en lo alto del armario de la cocina. Respiré tranquila. Aquella altura garantizaba mi supervivencia. Durante varias semanas contem- plé la profunda sencillez de aquella familia. Margarita, viuda desde ha- cía unos pocos años, aprovechaba cualquier oportunidad para educar a sus pequeños. Una mañana aciaga ocurrió lo in- esperado. Margarita había ido al mer- cado. El silencio de campos y pra- dos se había adueñado de la casa. De pronto la puerta se abrió sigilosa- mente. Entró Juan, el menor de los tres hijos de Margarita. Alzó la mi- rada. Me contempló. Cogió una si- lla. La arrastró hasta ponerla junto al armario. Se encaramó. Extendió la mano derecha… Sentí el calor ti- bio de la palma de su mano. Inten- tó rodearme con sus dedos. Eran de- masiado pequeños para abarcar mi cuerpo… Cuando se dispuso a bajarme de la altura, cerré los ojos ante el in- minente desastre. Segun- dos después mi cuerpo se hacía añicos contra el sue- lo de tierra pisada. Juan intentó remediar la tra- gedia. Retiró mi cuerpo fracturado. Pero nada pudo hacer para eliminar la mancha que mi sangre amarilla dejó sobre el piso. El pequeño salió tembloroso y azorado de la estancia. Tras varias horas de silencio, se abrió nuevamente la puerta. Entró Margarita con rostro adusto. Dis- puesta a la reprimenda. Le seguía Juan, silencioso y cabizbajo. Pero antes de que comenzara a hablar, Juanito extendió su mano y le ofre- ció una vara de mimbre decorada a punta de navaja. La madre quedó sorprendida. Juan rompió el silen- cio: “Madre, le he preparado esta vara para que me mida con ella las costillas sin tener que molestarse…”. Mi existencia de botella de aceite se desvanecía definitivamente. Temí que Margarita rompiera con sus gri- tos el sosiego de mis últimos momen- tos. Pero no hubo golpes ni repro- ches amargos. La buena madre, con admirable serenidad, mostró a su hijo las consecuencias de actuar sin reflexionar. En el mismo momento en que yo marchaba hacia el paraíso de las bo- tellas de aceite, me pareció detectar en el rostro del muchacho una son- risa pícara, hábil y apenas percepti- ble… Abandoné este mundo con una pregunta: ¿qué sería de aquel peque- ño que tan bien conocía el corazón de su madre? ¿Qué depararía la vida a aquel muchacho que, a pesar de sus cortos años, era capaz de unir tan hábilmente: bondad, humildad y astucia? ¡Cuánto me hubiera gus- tado verle de mayor! La botella de aceite Cosas de Don Bosco El episodio de la cántara de aceite. Ilustración de Alarico Gattia Don Bosco en TBO 1: El niño del sueño. Teresio Bosco. Editorial CCS i José J. Gómez Palacios Juan Bosco niño rompe una botella de aceite que Mamá Margarita guarda sobre el armario de la cocina. Cons- ciente del destrozo, el pequeño prepara una vara que ofrece a su madre cuando ésta regresa del mercado. Viendo tanta nobleza, Margarita le perdona. Le hace ver la importancia de prever las consecuencias de nuestros actos. (Memorias Biográficas I, 74-75). Marzo de 2014 BS 7

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Yo era una botella de aceite de oliva. Llegué al mercado de Castelnuovo en el carroma-

to de un comerciante napolitano. El color amarillo de mi cuerpo atraía la mirada de las lugareñas. Me com-pró una mujer decidida. Todos la lla-maban Mamá Margarita. Pagó cin-cuenta céntimos de lira. Escaso valor para el vendedor ambulante; eleva-da cantidad para la campesina.

Mi destino fue una humilde casi-ta de I Becchi. El frágil vidrio de mi botella se echó a temblar al contem-plar a los tres hijos de Margarita. Ju-guetones, alegres, inquietos… cual-quier movimiento en falso podía malograr mi delicada existencia.

La buena mujer, conocedora del riego que corría mi cuerpo de cristal, me depositó en lo alto del armario de la cocina. Respiré tranquila. Aquella altura garantizaba mi supervivencia.

Durante varias semanas contem-plé la profunda sencillez de aquella familia. Margarita, viuda desde ha-cía unos pocos años, aprovechaba cualquier oportunidad para educar a sus pequeños.

Una mañana aciaga ocurrió lo in-esperado. Margarita había ido al mer-cado. El silencio de campos y pra-dos se había adueñado de la casa. De pronto la puerta se abrió sigilosa-mente. Entró Juan, el menor de los tres hijos de Margarita. Alzó la mi-rada. Me contempló. Cogió una si-lla. La arrastró hasta ponerla junto al armario. Se encaramó. Extendió la mano derecha… Sentí el calor ti-bio de la palma de su mano. Inten-tó rodearme con sus dedos. Eran de-masiado pequeños para abarcar mi cuerpo…

Cuando se dispuso a bajarme de la altura, cerré los ojos ante el in-

minente desastre. Segun-dos después mi cuerpo se hacía añicos contra el sue-lo de tierra pisada. Juan intentó remediar la tra-gedia. Retiró mi cuerpo fracturado. Pero nada pudo hacer para eliminar la mancha que mi sangre amarilla dejó sobre el piso. El pequeño salió tembloroso y azorado de la estancia.

Tras varias horas de silencio, se abrió nuevamente la puerta. Entró Margarita con rostro adusto. Dis-puesta a la reprimenda. Le seguía Juan, silencioso y cabizbajo. Pero antes de que comenzara a hablar, Juanito extendió su mano y le ofre-ció una vara de mimbre decorada a punta de navaja. La madre quedó sorprendida. Juan rompió el silen-cio: “Madre, le he preparado esta vara para que me mida con ella las costillas sin tener que molestarse…”.

Mi existencia de botella de aceite se desvanecía definitivamente. Temí que Margarita rompiera con sus gri-tos el sosiego de mis últimos momen-tos. Pero no hubo golpes ni repro-ches amargos. La buena madre, con admirable serenidad, mostró a su hijo las consecuencias de actuar sin reflexionar.

En el mismo momento en que yo marchaba hacia el paraíso de las bo-tellas de aceite, me pareció detectar en el rostro del muchacho una son-risa pícara, hábil y apenas percepti-ble… Abandoné este mundo con una pregunta: ¿qué sería de aquel peque-ño que tan bien conocía el corazón de su madre? ¿Qué depararía la vida a aquel muchacho que, a pesar de sus cortos años, era capaz de unir tan hábilmente: bondad, humildad y astucia? ¡Cuánto me hubiera gus-tado verle de mayor!

La botella de aceite

Cosas de Don Bosco

El episodio de la cántara de aceite. Ilustración de Alarico Gattia Don Bosco en TBO 1: El niño del sueño. Teresio Bosco. Editorial CCS

i José J. Gómez Palacios

Juan Bosco niño rompe una botella de aceite que Mamá Margarita guarda sobre el armario de la cocina. Cons-ciente del destrozo, el pequeño prepara una vara que ofrece a su madre cuando ésta regresa del mercado. Viendo tanta nobleza, Margarita le perdona. Le hace ver la importancia de prever las consecuencias de nuestros actos. (Memorias Biográficas I, 74-75).

Marzo de 2014 • BS • 7

En la Iglesia

La conversión pastoral: una Iglesia «en salida»

Seguimos este mes repasando los aspectos más importantes de la exhortación Evangelii

Gaudium (en adelante, EG). El papa Francisco habla de ser una Iglesia en salida. ¿Qué quiere decir esto? Se re-fiere a una Iglesia que no se queda en-cerrada en sí misma, sino que obede-ce el mandato de Jesús: “Id y anunciad el evangelio”. Según Francisco, “en la Palabra de Dios aparece permanen-temente este dinamismo de “salida” que Dios quiere provocar en los cre-yentes… Todos somos llamados a esta nueva “salida” misionera. Cada cris-tiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia como-didad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio (EG 20). Así pues, “fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evange-lio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evan-gelio es para todo el pueblo, no pue-de excluir a nadie” (EG 23).

Primerear, involucrarse, acom-pañar, fructificar y festejarEn el nº 24 el Papa presenta, con cin-co acciones graduales, el programa pastoral que ha de caracterizar a una Iglesia en salida: “La Iglesia en salida

es la comunidad de discípulos misio-neros que primerean, que se involu-cran, que acompañan, que fructifican y festejan”. Cito sus palabras litera-les, porque no necesitan más expli-cación, sino que las comunidades cristianas intenten vivirlas:

- “Primerear”: sepan disculpar este neologismo. La comunidad evan-gelizadora experimenta que el Se-ñor tomó la iniciativa, la ha prime-reado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe adelantarse, to-mar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar mi-sericordia, fruto de haber experi-mentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atre-vámonos un poco más a primerear!

- Como consecuencia, la Iglesia sabe “involucrarse”. Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se invo-lucra e involucra a los suyos, po-niéndose de rodillas ante los de-más para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: “Seréis felices si hacéis esto” (Jn 13,17). La comu-nidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es ne-cesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cris-

to en el pueblo. Los evangelizado-res tienen así “olor a oveja” y és-tas escuchan su voz.

- Luego, la comunidad evangelizado-ra se dispone a “acompañar”. Acom-paña a la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolon-gados que sean. Sabe de esperas lar-gas y de aguante apostólico. La evan-gelización tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites.

- Fiel al don del Señor, también sabe “fructificar”. La comunidad evan-gelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reaccio-nes quejosas ni alarmistas. Encuen-tra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y jugarla hasta el mar-tirio como testimonio de Jesucris-to, pero su sueño no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y manifieste su potencia liberadora y renovadora.

8 • BS • Marzo de 2014