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Roger L. Casalino Castro 1 La Calle me Dijo: ¡Sí! Escapando de Casa Roger L. Casalino Castro

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Roger L. Casalino Castro

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La Calle me Dijo:

¡Sí!

Escapando de Casa

Roger L. Casalino Castro

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La Calle me dijo … Sí

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Todo lo que se presenta en la presente

Página Web – www.rogercasalino.com – los

textos, poemas y canciones, son propiedad

exclusiva del autor y queda protegida bajo el

amparo de la Ley de los Derechos de Autor. La

Biblioteca Nacional del Perú tiene copia de todo

cuanto en esta página web se presenta.

El Autor

Hecho el Depósito Legal

Biblioteca Nacional del Perú

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Roger L. Casalino Castro

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PRÓLOGO

La Calle me Dijo Sí, es una historia que tiene la virtud de

introducir progresivamente al lector en el mundo de los

protagonistas permitiendo una perfecta simbiosis con sus

emociones. Junto con la agilidad de la narrativa -estas son

probablemente- algunas de las características que se

perciben y se admiran en la corta, pero fructífera, labor

literaria de Roger L. Casalino Castro.

El autor se introduce en el mundo de los niños de la calle

–a quienes indiscriminada, y despectivamente esta sociedad

ha condenado con el “logo” de pirañitas- y utilizando cinco

capítulos con nombres que reflejan el contenido secuencial

de cada uno de ellos : La Teta, La Calle, La Lucha, La

Marginación, y La Consecuencia, muestra – al igual como

hiciere en otras obras – la otra cara de la medalla, la faz que

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normalmente no se observa, es decir, la lucha íntima de los

niños que la sociedad que margina no conoce, la versión que

no condena anticipadamente, sino que los muestra como

seres que en el sub-mundo en que viven, tienen – al igual

que cualquiera de nosotros - sus propias reglas, desazones y

esperanzas.

Julián y el Gatito Montés, es un cuento corto e interesante

que se inserta como parte de la narrativa, en el que se puede

reconocer reflexivamente, la relación entre la inocencia de

un niño que va descubriendo el mundo y las reacciones de

un pequeño animal, para lo cual utiliza frases como: “no era

consciente que los animales cuando se molestan enseñan los

dientes, mientras que las personas los muestran cuando están

alegres”.

El Viaje de la Sandía, es otro cuento que también se inserta

para, inteligentemente despertar inquietudes positivas en los

protagonistas de la historia. Se observa la facilidad con la

cual la pluma de Roger nos hace conocer hechos sencillos y

cotidianos de la vida que son vividos intensamente por sus

personajes y que pueden pasar desapercibidos por aquellos

que no lo son, lo cual nos deja una interesante enseñanza

respecto que cada uno vive lo suyo con su propia intensidad.

La mezcla de la prosa con la poesía para reforzar una

determinada situación es otra de las virtudes de Roger

Casalino, esto lo muestra magistralmente - cuando escribe

en el capítulo relativo a La Calle una poesía a la cual

denomina Orfandad “Una lágrima me recorre la mejilla,

horadando tristemente mi niñez; abandonado solamente por

nacer, como resultado de una noche de placer, sin esperanza

de llegar a la vejez, bajo un sol que para mí... no brilla...”.

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Roger L. Casalino Castro

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MBA, Econ. Miguel Ángel Díaz Saavedra.

Director Universitario de Proyección y Extensión

Universidad Tecnológica del Perú.

La Calle me dijo Sí

Voy a enfrentar cada cobarde que me acosa,

voy a enfrentar la voracidad del ciudadano,

hay intereses que mancillan al hermano,

oprimen y avasallan porque somos poca cosa.

No soporto que me vivan presionando,

¡Quiero gritar! No me dejan decir ¡No!...

Sé que hay un Dios bueno que sí me perdonó

cuando fui por las calles caminando.

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Veo los niños al pasar, en cada esquina,

un bebé en brazos, una herida sin curar,

sucios ellos, sucia la ropa, la cara sin lavar,

que terrible es la sociedad que los margina.

Un temblor nos atemoriza y arrebata

cuando salimos a las calles desarmados,

adonde abundan delincuentes desalmados,

de uniforme, de blue jean y de corbata.

Se nos induce a modelos importados,

a que aceptemos las cosas porque sí,

mas en la calle, la calle nos dio el sí,

al salvarnos de vivir siempre agachados.

Grita reclamando impuestos el Estado,

la sociedad impone: arbitrios, serenazgo;

tv, cable, celular, y ¡Que viva el compadrazgo!

agua, luz, multas y sanciones al contado.

Los bancos abren cuentas, listos a “cargar”,

todas cuestan gastos, portes, movimientos,

Tarjetas de Crédito, bonos y otros cuentos,

“Préstamos Blandos”, que son duros de pagar.

Todo luce tan lindo, de lujo y carmesí,

que lo veo como en las fábulas de Esopo,

“están verdes”, ¡No soy zorro, no soy topo!

salí a la vida, adonde La Calle me dijo Sí.

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LA CALLE ME DIJO SÍ

I

La Teta

Inocente y crédulo, creí haber llegado a un mundo bello y

hermoso pues en él me sentía muy cómodo. Antes fui

inmensamente feliz en el vientre de mi madre, y aún después

de nacer, acurrucado al seno de ella me deleitaba en sus

olores. Complacido sentía el contacto de esa piel cercana a

la teta, la que siempre pródiga, cálida y suave, estaba a mi

disposición.

Cómo me encantaba rozar mi cara contra la suya tratando de

retenerla para sentir ese agradable aliento cálido para estar

unido a ella en un coloquio silencioso, pues el cordón

umbilical que nos unía, simbólicamente permanecía intacto

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manteniendo entre nosotros una relación sublime y

poderosa.

No tenía razón alguna para suponer que ese maravilloso

estado, interrumpido apenas por mi llanto, -el que por lo

general era provocado por una razón extraña que pretendía

romper el vínculo sereno de la maternidad- pudiera terminar.

Sin embargo, comencé a ver, a escuchar y a sentir el áspero

roce de la incoherencia de las palabras y el juego

despreciable que se hace con ellas. Debido a ese malévolo

juego, empecé a “no” comprender.

Es así como, ante la inconciencia de los demás, que

suponían que yo no entendía nada de lo que sucedía a mi

alrededor e ignoraban mi presencia, algunas palabras

empezaron a producirme un resquemor inquietante. Dije

antes que comencé a “no” comprender. Cómo comprender el

enfrentamiento entre el poder de las palabras contra el poder

de los hechos; el poder de una caricia contra el de una

bofetada; cómo comprender el poder de un “dime cariñito”

contra el poder de un “cállate carajo”

Mi esponja cerebral aún no distinguía entre lo que va y lo

que viene o entre lo que sube y lo que baja, ya que, desde la

posición en la cual me encontraba, daba lo mismo si iba o

venía o si subía o bajaba, por lo que tristemente me inicié en

el proceso de ser un homo sapiens antes de ser un homo

erectus.

En aquel momento, todo se limitaba al “ojos miratus manus

palpatus”, es decir, a mirar y a sentir la inquietud de tocar

para ver cómo son, y en mi inocencia, tratar de comprender

las cosas. Cuando comenzó mi vida en familia, cuando como

punzantes espinas me acosaron las primeras dudas, cuando

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traté de establecer comparaciones entre las personas y las

cosas, o entre el perrito de la casa y mi papá, comenzó

también la dificultad de vivir los problemas ajenos.

Lo bueno de esa vida preliminar en familia, era que aún

estaba integrado a las tetas de mi madre, y a que con cierta

libertad podíamos comprendernos sin hablar, con una sola

mirada. Me podía regocijar en el afecto de sus manos y ser

feliz en el cariño expresado a través del calor de sus caricias

o transmitida con una mueca, que siempre dulce, afloraba

como parte de una sonrisa agradable que se hacía poesía.

Podía expresarle sin recelos la más hermosa de las palabras:

“mamá”, mucho antes de poder decírsela.

Comenzaba la vida, y sin yo saberlo, ingresaba al juego

sucio de sus vicisitudes. La luz se iba haciendo más clara

ante mis ojos y podía escuchar mejor, pero de pronto, me di

cuenta de que las cosas podían moverse y que cuando trataba

de tomarlas entre mis manos se resbalaban y que al caer se

rompían. Entonces, cavilando inconscientemente caí en el

brutal juego de ser lo que se és, un ser humano, y por

primera vez me pregunté: ¿Por qué?...

A partir de ese momento la brutal pregunta me persiguió sin

cesar, me acosó permanentemente obligándome a buscar

refugio en las tetas de mi madre. Qué refugio más agradable,

ahí no sentía necesidad de buscar una respuesta a la

pregunta. En esa exclusividad, en la singularidad de ese

hermoso par de tetas, era feliz, tan feliz que de vez en

cuando displicentemente y como quien no quiere la cosa,

volteaba la cara y les daba una chupadita. Esta costumbre se

nos pega a los humanos por el resto de la vida, a tal punto,

que siempre andamos buscando una teta que, hermosa y

robusta, pueda emular la prodigiosa teta de nuestra madre.

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Ellas representan la seguridad y la primera lección de amor

en la infancia.

Pasaron unos meses y la inclemencia del desarrollo natural

me obligó a abandonar el regazo y fui a dar al suelo. A

gatear y a caminar se ha dicho. Me fastidiaba enormemente

estar mojado de pichi y caca hasta las rodillas; lloraba

entonces en busca de ayuda sin que nadie me hiciera caso,

por lo menos hasta que volviera mi mamá de sus quehaceres.

Mientras tanto, todo aquello me quemaba y continuaba allí

pegado, endureciéndose mezclado con la tierra del patio y

escaldándome hasta la punta del pipí. Sentí la indignidad con

la cual la pobreza nos siembra dentro de una realidad

miserable, cruel y terrible.

A medida que mis ¿Por qué?... aumentaban, mis dolores

también lo hacían. Miraba a mi madre y me dolía que no

tuviera tiempo para mí. Con pena contemplaba cómo se

agotaba lavando, planchando y tendiendo; cocinando,

barriendo y refregando, y entre los “ando” y los “endo”, sólo

le quedaba el cansancio y en su cara podía adivinar la

tristeza de no poder atenderme. Mientras tanto yo, en el

suelo como cualquier animalito de los que habían por ahí,

me entretenía comiendo tierra o pedacitos de ladrillo.

Después de todo era rico comer ladrillo. Sabe bien.

Por lo pronto, solamente sabía que me encontraba allí, e

ignorante aún de tantas cosas, estaba limitado a sufrir la

intromisión del entorno de mi madre tratando de

interponerse entre ella y yo. Cuando me quedaba dormido,

soñaba añorando la comodidad de aquel vientre sagrado que

fuera mi residencia temporal, por ello, al despertar me

preguntaba: ¿Por qué razón dejé un lugar tan cómodo, y

ahora, heme aquí? Allá no tenía ni frío ni calor, no me dolía

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nada, ni siquiera me tiraba pedos, tampoco tenía que

soportar esos incómodos cólicos de gases, pues me

encontraba inserto en la divinidad de la maternidad, de esa

maternidad que tanto extraño.

Los días pasaban, y aunque para mí no había mayor

diferencia, ya que tenía el privilegio de dormir y despertar a

cualquier hora, no me daba cuenta de que el tiempo no

perdona, que avanza inexorable en su carrera continua e

incesante afectando a los niños al hacerlos crecer. Aprendí

entonces a dividir los días según los “ando” y los “endo” de

mi madre, aquellos que antes mencioné, porque amanecía

barriendo, continuaba limpiando, luego cocinando y

refregando y al día siguiente lavando y planchando, para que

al final, cuando agotada terminaba durmiendo, yo

descansara también de todo lo que durante ese tiempo había

absorbido mi esponja cerebral, la que de paso, iba

llenándose de cojudeces, entre otras cosas.

Mi nuevo mundo, reducido a una habitación llena de

cachivaches donde dormíamos con mi papá, tres hermanos,

el perro y el gato y un pequeño corral que compartía con

las gallinas, pollos y cuyes, producía en mi una mezcla de

sin razón y desorientación tal que no atinaba a ver con

claridad lo que sucedía. Nosotros invadíamos el corral y los

animales invadían el cuarto.

Apenas mis hermanos se dieron cuenta que había crecido

un poco, la emprendieron conmigo y se dedicaron a

fregarme sin cesar para que los adultos se dieran cuenta que

también yo debía hacer algo para ayudar en los quehaceres

domésticos.

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En el fondo eso fue bueno, inicié inconscientemente mi

aprendizaje sobre cómo defenderme de los porqué... de los

no se cómo... y de los no se cuanto... de tal manera que

después de las primeras palizas que, sin distinción de edad

y parentesco me arrimaron, aprendí a pegar cuando podía y

a hacerme el cojudo cuando no podía. Durante aquella

época también aprendí algo importante, aprendí que el

perrito y el gato eran mis amigos, que podía revolcarme

con ellos en el patio y comer juntos del mismo plato, por lo

que pasaron a ser para mi más importantes que el resto de

la familia.

Tal como se puede apreciar, crecía rápidamente, mas al no

poder escapar a ese hecho, una mañana que habían dejado

el portón del corralón abierto, me envalentoné y decidí

traspasar la barrera de la vecindad y cruzar la raya, salí a la

calle, y tal como se dice en el argot callejero, por la puerta

grande. En realidad salí por curiosidad, pero dentro de mí

me decía que a beber sabiduría, a respirar nuevos aires.

Todavía no tomaría licor pues eso se aprende cuando se va

a patear pelota en otro barrio... para después terminar

pateando latas.

Me gustó la calle en general, eran muy largas, llenas de

muchachos pateando todo lo que encontraban en el suelo;

habían otros con las manos en los bolsillos –decían que

hueveando- algunos peloteaban y de repente, dejaban la

pelota y corrían a ver a uno que tenía una bolsa de plástico

que se la ponía en la nariz y boca, como para respirar,

entonces los demás se la pedían prestada y así

sucesivamente todos querían hacer lo mismo. Pude

observar que la mayor parte de los chicos del barrio se la

pasaban corriendo detrás de los carros jalando lo que

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podían a la gente que iba en ellos. Todo eso, al parecer, era

muy divertido.

De pronto sentí un jalón por los hombros, era mi papá,

quien sin decir una palabra, me dio un lapo en el poto que

me quemó hasta el pipí y con una carasa de amargo, me

guardó en la casa en una actitud de esas que llaman de

castigo. Debe ser, porque de un empellón me aventó hasta

el fondo del corral.

Durante varios días no pude cruzar el portón. Ante esta

circunstancia, me dediqué a fastidiar a los animales

utilizando todas las mañas que había aprendido en la

vecindad, hasta que mi mamá me aplicó un jalón de orejas

de esos que te mueven hasta el espíritu, mientras

remeciéndome la cabeza me iba diciendo: “a-los-a-ni-ma-

les-se-les cui-da y no se-les mal-tra-ta... ¿has en-ten-di-

do”? . Los humanos a la miércoles, hay que proteger a los

animales. Creo que mi mamá tenía razón.

Un buen día... día que nunca jamás podré olvidar, llegó

una tía del sur cargada de cosas. Trajo bastante fruta, un

poco para la casa y el resto para vender. Era muy cariñosa,

lo que se dice: buena gente y estar con ella me resultaba

muy agradable. Sin duda ese fue un día de buena suerte,

quise a la tía desde que la vi.

Recuerdo como si fuera ayer, que una noche sacó un librito

que guardaba en su bolso y diciéndonos: “ésta noche les

voy a contar un cuento para que duerman bien y no tengan

pesadillas”, nos puso al frente, acomodó sus polleras y

comenzó a leer.

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Julián y el Gatito Montés

Había una vez un niño gracioso y curioso cuyo nombre era

Julián. Él, a pesar de sus tiernos años, acostumbraba a

levantarse muy temprano para salir a jugar en la parte

delantera de la casa, la que construida sobre una pequeña

loma dominaba el campo donde todo era lindo, verde y

lleno de flores. El frente lo constituía una terraza o corredor

en cuya parte central del techo colgaba un rústico farol en

el que cada tarde se colocaba un lamparín como medio de

iluminación para dar paso a la tertulia familiar

acostumbrada, momento en el que podían disfrutar juntos

la caída del sol con toda la belleza y magnificencia del

atardecer. Era un momento sublime, quizá el más

placentero del día, pues disfrutaban del espectáculo

hablando de las cosas buenas que les habían sucedido

durante ese día.

Una mañana, el pequeño Julián, impulsado por ese espíritu

inquieto e investigador que poseen los niños, bajó de la

terraza al jardín y se encaminó por el sendero que iba hacia

el río. Atraído e intrigado por el murmullo de la corriente

se dejó llevar por la natural curiosidad, y sin darse cuenta,

de repente se encontró en la orilla, justo allí, donde algunas

piedras sobresalen de la arena que, aún húmeda, se explaya

hasta el pie del monte -bosque ribereño- formado por

cayacasos, chilcas, sauces y guacanes que mezclados con

algunas matas de mangle, retama, y cañabrava, se

entrelazan formando una enmarañada arbolada que sirve

como defensa natural de los terrenos de cultivo.

El monte se encontraba a la espalda del pequeño Julián,

quien tímido y a la vez displicente, observaba como el

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caudal de las aguas turbulentas discurría entre las rocas

creando algunos pequeños remolinos y borbollones,

mientras en la orilla, a sus pies y mojándole la punta de los

zapatos, apenas si producían unas olitas insignificantes y

graciosas.

Él había logrado llegar hasta el río sin saber cómo, sin

darse cuenta de lo que hacía pues era su primera incursión

o escapada fuera de los límites de la casa, mas lo cierto es

que ahora escuchaba con despreocupación el ruido sordo

que producían las piedras que arrastraba el agua. De

pronto, ingresó a un estado de hipnosis sugerido por la

quietud del ambiente y el discurrir de la corriente, y quedo

sumido en una posición de ausencia, abstracción y

abandono de sí mismo, entonces se quedó inmóvil mirando

fijamente el espectáculo que le ofrecía el río.

Absorto como estaba, pudo sin embargo, escuchar un débil

maullido que lo distrajo de ese encanto, entonces fue

cuando Julián, con curiosidad volvió la mirada y se dio

cuenta que un pequeño gatito -de color romano- venía

caminando hacia él. Cuando ambos se encontraron y se

miraron cara a cara, el gatito se asustó y corrió hacia el

monte. Después de un rato, al notar que Julián, que en un

principio había quedado decepcionado al ver que el gatito

se alejaba, permanecía quieto sentado sobre una piedra, se

acercó tímidamente como aceptando que él formaba parte

del entorno.

Esbozando una sonrisa, Julián pretendió acariciarlo, pero el

pequeño gatito montés hizo un instintivo gesto de rechazo

enseñándole los dientes, actitud ésta, que a su vez, produjo

en Julián una sensación de temor haciendo que, al dejar de

sonreír, escondiera los suyos.

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Julián, por su corta edad, no era consciente de que los

animales cuando se molestan enseñan los dientes, mientras

que las personas los muestran cuando están alegres, cosa

que tampoco sabía el gatito montés.

Pues bien, el gatito montés de nuestro relato, al ver que

Julián no le enseñaba los dientes, supuso que no estaba

molesto, y Julián por su parte, como el gatito le enseñara

los suyos, supuso que estaba contento.

Ese aparente desorden en el comportamiento de cada uno

de ellos, que en el fondo ocultaba su verdadera actitud

emocional, -la inocencia de uno y la necesidad de cariño

del otro- permitió que, con las debidas precauciones, el

gatito montés se fuera acercando disimuladamente hasta

establecer entre ellos una relación ausente de temor.

Un rato después y sin darse cuenta, los dos jugaban sobre la

arena revolcándose felices y ajenos al mundo que los

rodeaba. Julián le pasaba la mano por el lomo, el gatito

montés encovaba el espinazo y luego paraba la cola, y así,

con la cola levantada se refregaba contra él ronroneando en

actitud de dar y pedir cariño.

Ambos perdieron la noción del tiempo, hasta que Julián, -

ya cansado de jugar y cubierto de arena hasta las orejas-

emprendió el regreso. Cuando llegó a la terraza de la casa,

traía cola, una cola que, de vez en cuando le decía:

“miauuu”... “miauuu”... para recordarle que estaba allí

junto a él. Una inocente relación de amistad y cariño se

había iniciado entre ellos.

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La amistad surge como resultado de una afinidad natural o

como una necesidad común de afecto; sin embargo, es

necesario alimentarla con cariño y desprendimiento para

poder compartirla, pues en ello precisamente, en

compartirla, está la

verdadera gloria de la amistad y la razón de la satisfacción

que se siente al poder contar con un amigo, de tener un

amigo de quien recibir la gloria de una buena y franca

amistad, porque ella siempre llega con alegría.

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Pasados unos días, mi tía emprendió el viaje de vuelta al sur

y en el gran vacío que dejó su ausencia, las cosas volvieron a

ser como entes. Los maltratos de mi padre y mis hermanos

mayores se hicieron más notorios y continuos, razón

suficiente para que recordara los pocos momentos vividos

días atrás durante mi primera escapada a la calle. Esos pocos

momentos comenzaron a jalarme de las orejas y de los pelos,

a crear en mí inquietudes que antes no había sentido y a

pensar que la amistad del perro y el gato de la casa no eran

suficiente; los maltratos eran tan grandes que ya no cabían

en el corralón; ya no me sentía a gusto.

Ya no soportaba más, la calle me había fascinado. Por otro

lado, en la casa no cesaban de empujarme y fregarme la

paciencia. Constantemente me hacían cargar cosas sobre la

espalda gritándome que no las dejara caer. Los ojos me

lloraban por el refrío que tenía y los mocos se me

chorreaban, encima de todo, me hartaban de lisuras. Lo más

suave era eso de: ¡Flojonazo’e mierda, carga eso rápido que

ya eres grande!

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El colmo llegó cuando escuché a mi papá decir: ¡Apúrate

carajo que ya tienes más de cinco años! Por el tono de voz

advertí que esas palabras contenían un raro desafío cuyo

significado no podía comprender. Aquel grito me preocupó

terriblemente; sonó a que ya era mayor de edad y que nadie

haría nada por mí. Me consolé pensando en que, la única

manera de salvar aquella situación que definía mi vida, que

rompía y ponía fin a una hermosa etapa de ella, era escapar

cuanto antes a la calle.

Sin embargo, lloré mucho recordando la comodidad y esa

sensación de bienestar que sentía abrazado a las tetas de mi

mamá, para que ahora, cuando apenas si era un poquito más

grande, tuviera que soportar el peso agobiante de aquellas

palabrejas que desde siempre me preocuparon: “no tengo

trabajo, cumple tus obligaciones, el patrón manda, el dueño

dice, falta plata, lleva carajo, trae pa’cá mierda, y otra tantas

como: chetu... hijo’e’p...” y etc. y etc... La miéchica, ahora si

que estaba fregado.

Era necesario que saliera a la calle, que caminara largamente

por ella, porque ahí es donde se puede ganar eso que llaman

plata y que sirve para comprar arroz, azúcar y pan. Claro que

sí, tenía que salir pa’ver cómo era eso.

De pronto, se abrió la puerta del corral y entró mi papá en

una “tranca maldita” – o sea: más zampado que la gran

flauta- y entonces, como una maldición que partía mi vida

en dos, lo primero que hizo al verme fue decir: ¡Qué haces

ahí muchacho’e’mierda ocioso! ¡Anda a’yudar a tu madre

con la comida que tengo hambre! Y uniendo sus palabrotas a

la acción, me dio un golpe cuya fuerza no midió por la gran

borrachera que ya era parte de su vivir, -pero cuyas

consecuencias sentí recorrer por todo mi cuerpo porque

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prácticamente lo partió en dos- di un salto y salí en

“quema” llorando a grito pelado. Como si todo eso fuera

poco, encima, me miró y dijo refunfuñando: ¡Maricón,

llorón!

No sé cuanto tiempo lloré. Creo que hasta que me cansé y

aburrido comencé a llorar sin ganas, entonces me dije: ¿Qué

hago aquí llorando como sonso? callé, me fui a sentar en un

tronco y me puse a pensar con la cabeza metida entre las

rodillas. En ese momento de reflexión comprendí que ya

tenía uso de razón, creí poder medir las consecuencias de las

cosas y pensé en la calle como solución definitiva.

Entonces vino la parte difícil, pensé en mi mamá y pensé en

su nombre, en lo lindo que era. Lo pensé, lo imaginé y lo

pronuncié: Jacoba, las tías le decían Jobita. Lo pronuncié

nuevamente: Jacoba... Jobita y me sonó a dulce, era como un

caramelo en mi boca.

No obstante, recordé como lo pronunciaban los de la

vecindad, o mi papá cuando estaba borracho:¡Jacoba!

Sonando a desprecio, a ofensivo contrastando con la

humildad de ella, con la suavidad de su ternura, con la

fuerza del cariño que emanaba de sus pródigas tetas.

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II

La Calle

Al día siguiente muy temprano, esperé a que alguien dejara

abierta la puerta chica del portón y me escapé de la casa.

Caminé y caminé hasta que no pude más. Entonces, ya

cansado, me senté en la vereda y me di cuenta de que tenía

hambre. Miré a uno y otro lado, nadie me hacía caso, todos

me pasaban por encima y vi que esa gente no me daría nada.

Recordé que en mi primera salida a la calle había visto cómo

los muchachos corrían detrás de los carros pidiendo algo,

caminé un poco más e hice lo mismo que ellos, hasta que un

señor me dio una moneda de a un sol. Con ella recibí mi

primera lección de economía.

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Me dirigí a una tienda donde había muchos panes, entré,

pedí dos panes, pagué y me dieron vuelto; a la salida de ahí

compré un plátano y todavía me quedó plata, me acerqué a

una carretilla que tenía encima dos frascos grandes de chicha

morada y naranjada, entregué lo que me quedaba a la mujer,

ella se guardó las monedas y me dio un vaso enorme de

refresco.

Mientras lo tomaba y disfrutaba de su rico sabor a maíz,

comencé a darme cuenta que todas las cosas tenían un valor

en dinero, que cuando pagaba algo tenía que pedir vuelto y

también que era importante tener unas monedas en el

bolsillo.

Envalentonado por aquel primer éxito -había ganado mi

primer dinero y había podido comer con él- seguí

correteando de carro en carro, unos me decían lisuras, otros

solamente: “quita de ahí muchacho’e mierda que me rayas el

carro”... pero algunos me dieron una moneda.

Cuando llegó la tarde, aún no tenía hambre, pero en cambio,

sí tenía unas cuantas monedas en el bolsillo. Entonces me

preocupé al pensar donde y cómo pasaría la noche. Pero

como en realidad me encontraba perdido y no sabía cómo

regresar a casa, me acerqué a una mancha de muchachos que

en una esquina hacían lo mismo que yo y me dispuse a

continuar haciendo lo mismo, pero en su compañía.

Yo era muy pequeño aún, pero en cuanto ellos -que no eran

mucho mayores que yo en edad, mas si en experiencia-

advirtieron mi presencia, me miraron y sin más trámite me

acogieron, entonces dijeron: tú quédate acá, vas a guardar

todo lo que nosotros “tráigamos”, no dejes que nadie te lo

quite, cualquier cosa que traten de hacerte, tu grita fuerte que

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La Calle me dijo … Sí

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en seguida venimos y entre todos le sacamos la mierda a

quien sea, ya sabes, nosotros seguiremos buscando más

cosas y las traeremos.

Y así, de esta manera y de un momento a

otro, estaba sentado en la vereda rodeado por un grupo de

chicos que decían que se llamaban “pirañitas”, y que me

trataron con cariño como si siempre hubiera sido parte del

grupo. Después de eso, todos contentos y abrazados nos

fuimos a dormir en una cueva que les servía de refugio, la

misma que se encontraba al pie de un barranco a la orilla del

río. La calle me había aceptado, me había dado su primer

“sí”

Ese fue el lugar, así fue cómo la calle me dijo sí; esa fue la

calle que me llamaba pidiéndome vivirla con el mismo afán

con el que antes acariciaba las tetas de mi mamá sabiendo

que no me traicionarían nunca. Esa era la calle en la que

todo suena a inverosímil e inaudito, aunque no lo sea,

porque en ella todo es posible, de bueno y de malo, de santo

y de diablo. Es allí donde la bondad y la crueldad se dan la

mano.

Ahí, en la calle, la desilusión y la desesperanza caminan

abrazadas con la ilusión y la esperanza en una dimensión

diferente, válida tan sólo para los que viven en ella. Se sueña

con un pan y con un par de zapatos viejos aunque se tenga,

en determinado momento, los bolsillos llenos de dinero.

¿Cómo entender la paradoja de la necesidad y la

conformidad, de la opresión y la complacencia? ¿Cómo

comprender la paradoja de la riqueza y la pobreza? Hay que

ser niño y jugarse la vida en la calle con mucho de valor y

desinterés para comprenderlas. Somos parte de la calle.

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Roger L. Casalino Castro

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Somos tan pillos como un banquero, tan santos como un

cura, pero tan sinceros como nosotros mismos.

Mi primer amanecer en la cueva fue de sorpresa. De primera

intención, al despertar por primera vez fuera de casa, no

sabía dónde me encontraba, luego... ¡Oh real sorpresa!...

nadie me gritó ni me reclamó nada.

Uno de ellos dijo: voy a comprar chancay, leche chocolatada

y galletas pa’l desayuno, tenemos que agasajar a “Bebucho”

–a partir de ese momento esa sería mi chapa y todos me

reconocerían por ella. Nadie me preguntó nada, ni mi

nombre, ni de dónde venía ni por qué. Después diríamos que

éramos patas, porque las patas caminan juntas, paso a paso,

y es entonces cuando nos sirven para ir hacia adelante. De

esa manera la amistad se convierte en un soporte, en un

seguro.

En aquel mundo diferente, todo me decía sí, todo me

aceptaba y prometía enseñarme a sostener la unión del grupo

para defendernos de los mayores, de los abusivos y los

engreídos, y de todos aquellos que dicen que quieren

protegernos, pero sabemos que lo único que realmente

buscan es abusar de nosotros y hacernos trabajar gratis para

ellos. No nos cuidan pero nos obligan, no nos pagan pero

nos pegan. Esos son la basura, las bestias que hacen que

algunas veces extrañemos a nuestras madres.

Después del desayuno, que fue muy alegre, salimos en

mancha en busca de uno de los lugares donde

acostumbraban a jugar. Todos se divertían mucho y decían

que era mejor hacerlo así, en las calles o en los parques,

porque cuando se va a las parroquias o a los clubes la cosa

es diferente. En primer lugar, de todo lo malo que sucede

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siempre nos echan la culpa a nosotros, luego sacan el

reglamento y comienzan con que: ¡Oye, no hagas esto!

¡Oye, no hagas aquello! ¡No digas lisuras! ¡Cuidado con eso

que lo vas a romper! ¡No se metan ahí! Y para qué seguir si

todo resulta tan aburrido. Así uno no se divierte nada.

Nunca entendí lo que pasaba en mi casa. Mi papá mandaba a

mis hermanos a la calle, decía que iban a trabajar. Ellos

pedían en las esquinas a ciertas horas y después se dedicaban

a limpiar o cuidar carros, pero pobre de ellos si no traían la

plata que él les pedía, los agarraba a latigazos, les gritaba

ociosos y amenazaba con un chicote trenzado que él llamaba

el siete ramales; mis hermanos decían que picaba y los

dejaba rayados. Felizmente a mi no me llegó a caer con eso

porque me fui antes. Toda una cojudez, en cambio acá,

nosotros mismos somos. Tocar a uno es meterse contra

todos.

Aquel acontecimiento importante en el cual abiertamente La

Calle me dijo Sí, definió mi estadía permanente en ella sin

que me doliera haber abandonado eso que más adelante me

enteré que le decían: “hogar dulce hogar”- nunca supe por

qué- sin temores ni remordimientos.

Han transcurrido ya tres años desde que abandoné la casa,

no he tenido tiempo de llorar por mi familia, excepto cuando

las primeras noches me hacía falta mi mamá y sentí un poco

de pena, pero mis amigos se encargaron de hacerme olvidar,

ellos me dieron amistad y cariño –aunque a su modo- cada

vez que hizo falta. La diferencia entre los amigos y los

hermanos y parientes, es que los amigos unidos somos

menos egoístas, todos somos iguales y nos juntamos para ser

fuertes y defendernos, en cambio en la casa, es como si

todos fueran parientes de segunda, unos a otros se andan

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echando la culpa de lo que sucede para librarse de la ira del

papá, a quien le piden plata para comer y regularmente

responde con amenazas enviándolos a trabajar porque lo que

él gana no le alcanza... pa’chupar.

He aprendido mucho durante el tiempo que estoy en esto, ya

tengo ocho años y me manejo igual cuando estoy solo que

cuando voy acompañado por los pirañitas de mi sitio.

Conozco la ciudad, los micros, sus rutas y lugares, pero

sobre todo, nunca me falta plata en el bolsillo. He aprendido

a ser “mosca”, y aunque siga siendo el Bebucho para mis

patas, siempre sé lo que va a pasar antes de que suceda.

He aprendido además a reconocer a la gente, saber quienes

son peligrosos y quienes buena gente con sólo mirarlos, y

también a cuidarme de la policía, porque ésos sí son mala

gente, es necesario ser muy mosca para cuidarse de ellos.

Quieren que les demos siempre algo de lo que conseguimos

y encima nos hacen la vida imposible, sólo están a la suya;

pero cada vez que se exceden en sus exigencias, no nos

queda otro remedio que demostrarles que somos fuertes para

que no se atrevan con nosotros y nos dejen trabajar

tranquilos. Ellos saben perfectamente que cuando nos

molestamos somos peligrosos. Es mejor así porque les

damos lo que nosotros queremos y no lo que nos piden.

Algunas veces también tenemos que hacernos los chicos

buenos y vamos a las parroquias o a los clubes deportivos,

nos portamos como ellos quieren, y de paso, aprovechamos

para que nos enseñen a escribir, porque leer ya sabemos;

hemos aprendido leyendo los letreros de los “micros”, los

titulares de los periódicos y los anuncios de propaganda que

hay por todas partes, también sabemos contar la plata, en eso

sí que no nos cojudea nadie.

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Otras veces vamos al estadio, a popular naturalmente, ahí

donde uno se divierte y goza el partido con todas las barras y

las locuras que hacen, sobre todo cuando juega la selección.

Eso si que es mostro, cuando ganamos, todo el mundo es

buena gente, pero cuando perdemos, la pucha, nos

escabullimos y a lo nuestro.

¡Hoy es un día de Gol!

Vamos todos al estadio,

vamos que hoy juega Perú,

hoy es un día de Gol.

Vamos a gritar con fuerza,

a gritar ¡Vamos Perú!

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Que los muchachos lo sientan,

que luzcan la camiseta,

que la rompan, que la suden,

con orgullo y corazón,

son peruanos, son PERÚ.

Vamos muchachos, vamos,

a jugar para adelante,

que ataquen tres delanteros

y que apoyen cuatro más,

pues si se ataca con siete

y se defiende con diez

el fútbol se pone lindo.

¡Al diablo el fútbol ocioso,

un minuto vale un gol,

tu sudor vale un PERÚ!

Un canto a la selección

es gritar ¡Vamos carajo!

mientras la rompen adentro

los muchachos del Perú.

Vamos Claudio, vamos Ñol,

a jugar de punta y taco,

a jugar el fútbol de hoy,

que ruede raudo el balón

para que al grito de Gol,

repita el eco: ¡PERÚ!

Somos conscientes de que esta vida es dura, pero ya estamos

acostumbrados a ella, como también sabemos que si uno se

jode, se jodió, pero el grupo debe continuar hasta que cada

uno se vaya haciendo viejo, cosa que sucede como a los

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once o doce años, según la pinta de uno, entonces debe

abandonar el grupo.

Después de eso hay que ser muy habiloso para saber a que

pandilla se mete uno, aunque la verdad, yo no quiero

pertenecer a ninguna pandilla porque están llenas de

mañosos y la droga los vuelve más malos de lo que son,

todos terminan idiotas.

Yo no quiero entrarle a la droga de ninguna manera, he visto

cómo se comportan los que se drogan y también me he dado

cuenta de cómo acaban todos. Creo que aquellos que no

tienen el valor suficiente para soportar la calle son los que se

drogan, parece que esa es la forma que tienen de esconderse

de ellos mismos. Entiendo, sin embargo, que muchos van

cayendo porque los más grandes los inducen al consumo de

esa porquería o los obligan para manejarlos y sacar provecho

de ellos, entonces para convencerlos les van con el cuento de

que si no lo hacen no serán nunca hombres o que serán unos

huevones.

La verdad es que yo he aprendido mucho y no quiero ser

pandillero. Cuando tenga que dejar de ser pirañita, quiero

trabajar solo, tener mi negocio, y si alguno de mis amigos

quisiera acompañarme, pues trabajaremos juntos, pero eso

si, nada de droga ni cosas que vayan a dar pie a que nos

metan a la cárcel. Eso sería terrible porque el que entra a la

cárcel se jode, y yo, cuando sea grande, quiero vivir bien,

tener mi carro y todo eso bien. Ningún pandillero ni tiburón

me lo va a impedir.

Cuando se está en la calle, algunas veces uno se ve obligado

a cometer acciones que no le gustan a nadie, ni a nosotros

mismos, y no sólo eso, sino que nos parecen una estupidez, o

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en algunos casos, una mariconada. Por ejemplo: asaltar

viejos nos da vergüenza, no crean, también tenemos

vergüenza, pero no todo se puede hacer bonito y fácil,

suceden ciertas cosas y hay casos en los que no podemos

evitar ser unos desgraciados. Son acciones propias del

mundo cruel en que vivimos.

Pero así es esta vida, nosotros también algunas veces

lloramos, por lo general de cólera o de impotencia,

quisiéramos saber por qué vivimos así y no como otros que

viven en casas bonitas con su familia, se visten bien y van al

colegio. Lo peor sucede cuando nos enfermamos, entonces sí

que la pasamos mal. Felizmente todos nos ayudamos porque

somos un grupo de pirañitas independiente que no depende

para nada de nadie, lo cual nos permite ser unidos y

protegernos, de esa manera podemos superar todas las

dificultades que a diario debemos salvar.

Existen grupos de pirañitas que no son como nosotros. Hay

los que trabajan solitarios y se unen sólo para asaltar. Cada

uno de ellos tiene sus propios problemas: que si tienen papá

o no, que si tienen mamá o no, que si viven con ellos, o que

si los obligan a darles la plata o que si los maltratan por

cualquier cosa. Cada uno es un diablo suelto, sin embargo,

atacan en mancha y cada uno para cada uno; ninguno le da la

mano a nadie, se roban entre ellos y no se protegen; lo que

hacen es correr a su sitio sin importar lo que les pueda

suceder a los demás. Algunos tienen su policía padrino como

refugio.

Los peores cardúmenes o manchas de pirañitas, están

compuestos por aquellos que son explotados por un tiburón

que los obliga a comportarse como tiburón, aunque se diga

que tiburón no come tiburón. A esos pirañitas los patean, los

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drogan, los violan y hasta los obligan a trabajar como

“locas” en la calle. ¡Eso sí que está jodido! ¡La miéchica

que a eso no le entramos ni de vainas!

Algunas veces nos vemos sorprendidos cuando escuchamos

a las autoridades diciendo que tratan de resolver el problema

de los niños de la calle. Ay señor. Ellos son tan tiburones

como los tiburones de que hablábamos, -no todos por

supuesto, algunos se salvan del calificativo- lo único que les

interesa es sacar provecho de las donaciones y de lo que

reciben para hacer obras sociales. Total, todo el dinero se va

en gastos administrativos y de control, que es donde

efectivamente hay participación plena. Puras babas nomá.

Cabe mencionar también a la sarta de tías –cucufatizadas y

estupidonas- que manejan las instituciones de caridad, no

saben nada del mundo en que vivimos, ni qué nos gusta, ni

qué nos afecta, sólo suponen.

Menos aún saben qué quisiéramos hacer de nuestras vidas.

Suponen que una limosna nos va a salvar o que un vaso de

leche nos va a llenar el estómago o que con rezar unas

oraciones, ya’stá... Dios nos salvará, o sea, que es bueno

para nosotros solamente aquello que ellas digan que es

bueno para nosotros porque seguramente es bueno para

ellas, además, tienen bien estudiada y aprobada toda la

problemática del asunto, y por alguien de muy arriba.

¡Ay señor! ¡Qué cosa más grande! Si ellas supieran lo que

realmente queremos, se quedarían más cojudas de lo que ya

son, se morirían de vergüenza al darse cuenta de que se

pasan la vida haciendo cosas intrascendentes para

satisfacerse y para complacerse a sí mismas, y de paso, tener

buenos argumentos que esgrimir en sus reuniones sociales.

Los llaman “te de trabajo, o te de tías”.

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¡Que somos muchos? ¡Señor! ¡Seremos muchos más y no

nos podrán controlar! ¡Seremos los dueños de la ciudad!

¿Por qué no podrán usar la cabezota sin pensar en su propio

beneficio o en consolarse a sí mismas? ¿Por qué no podrán

hacer las cosas sin pensar en convertirse en “las dueñas de

la pelota”, “las chicas de la peliculina” o en ser las

“ya’no’yá, oye, o sea”? ¡Caaaarájo! Que no traten de

salvar su alma... con el cuento de que salvan la nuestra.

Mientras caminaba tranquilamente por la calle esperando a

mis patas que fueron a patear pelota a una canchita de un

barrio del Rímac, me sucedió algo terrible. De un momento

a otro fui sorprendido por un “tiburón” que salió de atrás de

un kiosco, me agarró por los hombros, me cargó con fuerza,

y se introdujo a un callejón conmigo bajo el brazo.

Yo me defendí como pude, lo agarré de los huevos y se los

apreté con toda mi alma, entonces me soltó y salí corriendo a

la calle, el desgraciado se repuso y arrancó a perseguirme,

cuando estuvo cerca se abalanzó sobre mí y me chapó de los

pelos, caímos juntos al suelo al lado de un mendigo que es

amigo nuestro, quien le gritó: ¡Deja al muchacho carajo!

pero el tiburón no le hizo caso, me tomó nuevamente por la

cintura y volvió a introducirse en el callejón conmigo

siempre debajo del brazo, pareciera que ése es su estilo.

Desde luego que semejante situación me produjo temor,

tanto como no lo había sentido antes. Casi temblaba pero no

quería dejar de luchar, pataleé como pude y me resbalé un

poco hacia delante, aproveché la circunstancia y le di un

mordisco en la pierna, el desgraciado me mandó un golpe

por la nuca para que dejara de morderlo, el golpe fue tan

fuerte que me dejó dormido.

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Cuando desperté, estaba tirado en un cuartucho lleno de

periódicos por el suelo y un colchón de paja contra la pared.

El maldito tiburón estaba echando terokal dentro de una

bolsa de plástico y al ver que desperté me gritó: ¡Quédate’ay

muchacho’e mierda! Pero yo no le hice caso, y viendo que

tenía las manos ocupadas, salté sobre su cara y me prendí de

su cachete mordiéndolo con toda la desesperación que

sentía.

El muy hijo’e’puta me sacó de ahí de un puñetazo y me

lanzó contra la puerta, entonces, mientras él se pasaba las

manos por el cachete mordido, salté al picaporte y lo

descorrí con la idea de escapar, pero justo en ese momento,

ésta se abrió violentamente permitiendo el ingreso de toda

mi mancha de pirañitas que llenaron el cuartucho. Le

cayeron encima y lo agarraron a golpes con todo lo que

tenían en las manos. Al final, lo dejamos hecho una plasta, y

bien pateado adonde más duele, entonces, Patucho, el más

ocurrente de todos mis amigos, agarró la bolsa de plástico

con terokal que estaba tirada en el suelo y se la puso en la

cara, bien pegada a la nariz pa’que se drogue, y ahí nomá lo

dejamos tirado.

La verdad es que salí deshecho por lo desigual de la pelea, la

que gracias a mis amigos pirañitas y al mendigo que les

pasó el “yara”, pudimos ganar. Lo más rico fue cuando le di

un ñeque con toda mi alma en la punta de la nariz y le saqué

“chocolate”. Quise caminar, me caí al suelo y fue entonces

cuando mis amigos me abrazaron y me sacaron de ahí para

llevarme a nuestra covacha.

Al día siguiente no pude salir a trabajar porque me dolía

todo el cuerpo y sus alrededores, tampoco podía mover el

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cuello por el golpazo que recibí en la nuca. Me dolían hasta

los dientes ya que cuando le mordí la pierna al tiburón

desgraciado, sentí que el grandísimo era bien duro. ¡Carajo!

Seguro que era un albañil de esos que llenan techos en las

construcciones.

Al quedar solo, dormí un buen rato y luego entre dormido y

despierto, nuevamente recordé cómo mi mamá me tenía

cargado junto a sus tetas y soñé que aprovechaba la

circunstancia para darles un par de chupaditas y con deleite

disfrutaba con el cachete pegado a ellas. Después, más tarde

al despertar, me dediqué a pensar y pensar, y pensé y pensé.

Aunque nos duela, me decía, debemos mantener la

esperanza de que las cosas puedan cambiar. Sabemos que es

muy difícil que eso suceda, pero es razonable esperar que

alguien haga algo porque la conciencia y la paciencia

lleguen a nuestros padres, o por lo menos, a los padres en

general para que otros niños no resulten afectados por esa

maldita crueldad que los adorna.

Me acordé que días atrás, mientras caminábamos por la

calle, al pasar por un kiosco de venta de periódicos y

revistas, le di un jalón a uno de esos libritos que exhiben

colgados con un gancho de ropa, lo doblé en dos y me lo

puse al bolsillo de atrás. Lo busqué y después de mirarlo por

un rato, le eché una hojeada y leí el título: “El Viaje de la

Sandía”

El título me inquietó de tal manera, que en la noche hablé de

él con los muchachos y recordando cómo en una

oportunidad, mi tía nos había leído un cuento, yo les ofrecí

hacer lo mismo más adelante. Ahora estaba pensando que

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eso sería una buena costumbre para mantener la ilusión de

hacer algo grande en favor de nosotros mismos.

Días atrás nuestro amigo, el viejo mendigo, me decía que

hay dos clases de papás. El papá que pega y el papá que

paga las cuentas. El que pega solamente sabe hacer eso, y

cada vez que se aburre, se emborracha y sigue fregando y

pegando peor. El que paga las cuentas, algunas veces es

buena gente y hace el esfuerzo por educar bien a sus hijos,

pero hay muchos de esos, la mayoría, que son peores que los

otros porque viven sacándoles en cara lo que les dan, y con

ello o con ese cuento, los oprimen y avasallan haciéndoles

sentir el peso del dinero, el precio de su bondad, y porque

además, creen que con darles plata ya compraron su cariño o

ya pagaron con creces su eterno agradecimiento. Lástima

que nadie me escuche, decía. Creo que nadie le daría

importancia a mis palabras.

A pesar de que hemos visto como algunos niños van a los

albergues y que probablemente estos no sean tan malos en el

fondo, nosotros, que tenemos la experiencia de la calle,

creemos que deberían haber albergues o algo parecido para

los padres que maltratan a sus hijos, porque mientras ellos

no dejen de ser unos “conche’su’madres” inconscientes y

mala gente haciéndose los machos porque “chupan duro”,

no cambiarán las cosas.

Por eso, la principal recomendación que haríamos a esas tías

viejas de las que hablamos antes sería: que deben tomar en

cuenta que los maestros, que supuestamente se encargarían

de enseñar, no deberían ser unos “muertos de hambre” que

van a trabajar sin tomar desayuno, que viven desesperados

porque en su casa falta de todo, y que, cuando regresan por

la tarde, llegan con la porquería revuelta para comportarse

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igual o peor que aquellos a quienes supuestamente deben

salvar. Simplemente, el mal humor que produce tanta

necesidad, les roería el alma y continuarían rompiéndole el

lomo a sus hijos, quienes son el natural elemento sobre el

que deben descargar su incapacidad de ser consecuentes.

Creo que los pirañitas deberíamos ser contratados -pero eso

sí, bien pagados- para asesorar a la partida de ignorantes que

dirigen las instituciones de esta mal hecha sociedad, a

aquellos que se creen lo máximo sólo porque han leído unos

cuantos libros escritos por otros que tampoco saben nada.

¡Qué desgracia, si ya uno se aburre de tanto pensar

cojudeces!

La bullanga de unos muchachos que gritaban afuera me sacó

de pensamientos y reflexiones. Había llegado agua al río y

eso era bueno, porque después de un par de días el agua

arrastraría toda la basura y la porquería acumulada en el

cauce durante casi todo un año, y entonces, podríamos

bañarnos en él. ¡Qué bestial!

Una vez que pasó la euforia y la gritería volvió el silencio.

Que lindo era sentir el silencio así, interrumpido tan sólo por

el remezón que producían los camiones pesados al pasar por

la autopista cercana, justamente allí, cerca al río, adonde

trabajan varias pandillas y muchos tiburones asaltando a las

personas que van en sus carros, o robando a las pobres

mujeres que viajan en los micros sin que les importe un pito

si son viejas o que trabajen con las justas por la comida. En

tanto y mientras que eso sucede, la policía dificulta el

tránsito para hacerles “la camita”. ¡Éstos cachacos son unas

ratas! Pero qué bien lo disimulan. De todo le echan la culpa

a la Ley. Si les das plata, la Ley se va al diablo, si no les das

plata la Ley “dice”, lo que ellos quieren que diga y te la

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aplican al pie de “su propia” letra. Será por eso que la gente

se pregunta: ¿Quién fue primero? ¿El huevo o la gallina?

Hecha la ley, hecha la trampa. ¿Quién fue primero: ¿La ley

o la Trampa?

Esto es como la televisión. En vez de ponernos como

ejemplo a los más inteligentes y realmente importantes, nos

ponen como exitosos a una partida de animalitos que no

tienen nada que enseñar; como no sea la cara o el culo.

Como si la única manera de mejorar en esta vida fuera ser:

ñoco bonito, o tener un buen rabo para calatearlo y andarlo

moviendo por ahí. ¡No me frieguen!

Así continué toda la tarde, entre adolorido y adormecido, y

pensé, pensé y pensé... cojudez y media, que unas veces me

consolaban y otras veces me desanimaban, pero que en el

fondo, me demostraban que éramos diferente a otros. En

nuestra obligada orfandad había una luz de esperanza

representada por la amistad.

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Orfandad

Una lágrima me recorre la mejilla,

horadando tristemente mi niñez;

abandonado solamente por nacer,

como resultado de una noche de placer,

sin esperanza de llegar a la vejez,

bajo un sol que para mí... no brilla.

Cada mañana despierto entumecido,

me despojo de periódicos y trapos

que me cubren de la rodilla a la cabeza,

y asomando con mi cara de tristeza,

acomodo inocente los harapos,

arreglándome el pelo... adormecido.

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Con el ceño fruncido por el frío,

las manos percudidas al bolsillo,

las rodillas sucias, los zapatos rotos,

mi ayer suena a tiempos remotos,

mi hoy es lograr, hambriento, un panecillo,

mi mañana... inexistente... sombrío.

Busco en cada mirada una ilusión,

persigo en cada marchante una esperanza,

para desvanecer mi angustia... una palabra;

miro al cielo rogando por que se abra

y que aparezca el sol de la bonanza,

para calmar el dolor... de mi pasión.

Soy un niño perdido en el camino,

dando tumbos al compás de circunstancias

que me juegan pasadas dolorosas;

pero algún día llegarán almas piadosas

para llevarme a vivir otras estancias,

y rescatarme... para un nuevo destino.

Entonces, yo sabré lo que es ser niño,

podré conocer lo que es abrigo,

y podré comprender lo que es amor.

Desde entonces sentiré menos temor

al compartir mi pan con un amigo,

al ofrecerle mi mano... con cariño.

Entonces podré aceptar sueños hermosos:

Que la esperanza es superior al abandono.

Que la ilusión es más fuerte que el olvido.

Que la emoción es recuperar tiempo perdido

y que aunque nadie me perdone... yo perdono,

pues la bondad y el amor... son maravillosos.

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Roger L. Casalino Castro

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¿Existirán esas personas buenas? ¿Habrá quienes no quieren

ganar la plata sólo para ellos y a quienes podamos

importarles algo? ¿Habrá alguien que pueda hacer un

equipazo con nosotros y que no sea como esos con quienes

siempre chocamos? Esos que nos andan diciendo: ¡Quit’ta

mierda! ¡Tes’saccco la mierda! ¡Te ag’garro a patadas! ¡Te

meto una bof’fetada que no te dejo un sólo diente!...

¿Habrá alguien que no sea un coooonch’e’su...? ¿Habrá un

cura que no friegue todo el día con que todo lo que uno hace

es malo, o que es pecado y que nos iremos al infierno? Nos

dicen que debemos hacer las cosas tal como el Señor manda,

y al pobre lo tienen clavado en una cruz. ¡La miéchica! No

entiendo. ¡Qué difícil! Yo no quiero estar reza y reza. Dios

ya debe estar harto también de que todo el mundo le jale el

poncho todo el día para pedirle perdón. Cuando voy a la

Parroquia, tan sólo quiero aprender algo y jugar. Que no nos

vengan con la cantaleta de rezar a cada rato, es demasiado

aburrido, por eso es que vamos poco, no paran de hablar de

lo mismo, hablan y hablan nomá y perdemos el tiempo. Si

nosotros no queremos ser curas.

Quizá estamos esperando demasiado de los demás y no

tomamos en cuenta que solamente son personas que, a la

hora del reparto, quieren siempre que les toque la mayor

parte porque ellos mandan. Bien dice el refrán: el que

reparte y reparte, se queda con la mejor parte. Lo que pasa es

que no son como nosotros y no saben ser amigos, no saben

ser patas.

En medio de todo, había tenido tiempo para reflexionar y

leer el cuento El Viaje de la Sandía, me gustó tanto que

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decidí que esa misma noche comenzaríamos a leerlo en

conjunto y que lo haríamos recordando la forma como mi tía

nos contara el cuento aquel de Julián y el gatito montés que

tanto me gustó.

Al estar solo, no podía dejar de pensar y entonces me

repetía: voy a hablar seriamente con mis amigos, después de

lo que me sucedió ayer, creo que debemos buscar la manera

de trabajar siempre juntos y no separarnos nunca. Tenemos

que hacer algo, tenemos que encontrar la forma de que algo

así no nos vuelva a suceder.

Cuando mis amigos volvieron del trabajo me encontraron un

tanto repuesto y con ánimo suficiente como para hacerles

escuchar mi propuesta de leer juntos el cuento, así fue que,

después de comer algo, nos sentamos en círculo y di

comienzo a la lectura.

El Viaje de la Sandía

Leí el título e inmediatamente llegó la primera interrupción:

- ¡Púchale oye! ¿ Cómo es eso de que la sandía viaja?

- ¡Cállate que ya queremos escuchar!

- Bueno. Les dije: empecemos.

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Había concluido un largo y tedioso año escolar. Nueve

meses de internado durante los cuales, salvo las pocas

alegrías que los jóvenes estudiantes de nuestra historia

podían disfrutar en los momentos deportivos, o de vez en

cuando el día domingo que les tocaba salida, durante el cual,

después de oír la segunda misa del día, a eso de las 11.00

a.m, se les permitía ir a la calle a visitar a la tía doña Pichusa

quien cariñosamente los recibía; por supuesto, siempre con

el encargo de estar puntuales al pase de lista en el colegio a

las 5.30 p.m, bajo pena de quedar inhabilitados para futuras

salidas.

- No me gusta ese cuento. Los tienen encerrados,

oyendo misa y encima los amenazan con castigos. Eso

debe ser como la cárcel.

- ¡Ya les dije que se callen, que mejor leamos una parte

y después comentaríamos.

- ¡Listo! ¡Como en la televisión!

- Entonces, sigamos con el cuento.

Bajo estas circunstancias resultaba maravilloso poder

respirar aires extrañados con intensidad e impaciencia

durante tantos y tan lentos meses; esta locura de vacaciones

que tenían por delante les mantenía movidos y eufóricos,

volvían al terruño, a la chacra, a la libertad plena, al mundo

del “qué me importa”, a caminar descalzos nuevamente y

poder gritar unas cuantas lisuras al aire sin pensar que eso

era un pecado. Ya, al menos por tres meses, no tendrían la

preocupación de limpiar los zapatos, -una de las grandes y

horribles obsesiones de la vida ciudadana- sin ser castigados

por ello.

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Al subir al ómnibus, que era color verde como la esperanza,

el jolgorio y el entusiasmo no les permitía pensar. En aquel

feliz momento, la cordura no era precisamente su mejor

atributo, más aún, después del encierro forzado en aquel

internado, rezando mañana, tarde y noche, sujetos a un

reglamento duro ante el que la disciplina solamente les

dejaba la opción de ser un cordero con diploma semanal de

buena conducta.

La realidad de estar sentados en aquel ómnibus que los

transportaría a un destino de ilusión para iniciar tres meses

de vacaciones, donde la única restricción sería al mismo

tiempo un reto que estaba representado por el inmenso cerro

de arena de Acarí, su querido y añorado pueblo, el que con

humildad les ofrecía un horizonte abierto para soñar y para

creer, era una situación que, en ese instante, les inducía al

desborde.

Una pandilla de hermanos y primos más un amigo invitado,

todos entre los diez y los quince años de edad, a quienes se

sumarían otros primos y hermanos menores que vivían en

Acarí, todos unidos con un sólo pensamiento: “volver a la

maravilla del campo y su oferta de naturaleza”, ahí, donde

vive el verdadero dios que no se cansa de dar libertad.

¡Qué carajo! ¡Al diablo los reglamentos y todo aquello que

habían tratado de introducirles en la cabeza! Caminarían

nuevamente sobre las pircas y por el bordo de las acequias

buscando nidos de pajarillos, recorrerían los campos, se

bañarían desnudos en el río, se embrocarían nuevamente

panza abajo en las acequias a beber agua corriente, y

entonces, volverían a ser felices.

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¡Olvidaremos Limaaaa! Se repetía el grito eufórico y

entusiasta. Un mundo de felicidad recuperado desde la

ilusión con que fue añorado los estaba esperando a muchos

kilómetros de distancia. El ómnibus en el que viajaban no

admitía que se dijeran palabras soeces, tales como: Lima,

internado, colegio o curas. En cada uno de ellos brillaba la

idea de llegar, botar los zapatos a un rincón y pisar la tierra

bendita. No podían siquiera imaginar que alguna persona en

el mundo se atreviera a pensar, suponer o imaginar, que todo

aquello que les estaba sucediendo no fuera la felicidad. Era

la más hermosa y feliz realidad.

Sueños, esperanzas e ilusiones; alegrías, emociones y

expectativas; todo junto en el esperado momento de la

llegada. Pero mientras tanto, el ómnibus, en su andar lentón

y el bullanguero cambio de marchas, con el escape libre por

supuesto, hizo un alto en Cañete. Bajaron a echar una mirada

por los puestos de frutas y... ¡Oh sorpresa! descubrieron una

sandía enorme, brillante y hermosamente ovalada a la que

habían marcado el peso: veintiocho kilos. ¡Pa’su maaacho!

La tentación era demasiado grande, tan grande como la

sandía, incluso para don Andrés, papá de unos y tío de los

demás miembros de la patota quien viajaba con ellos y quien

sin pensarlo dos veces, la compró echando su acostumbrado:

- ¡Ah Carajo! –Expresión de sorpresa clásica en él-¡Qué

hermosa sandía¡ ¡Me la llevo!

- ¡Vivaaaaa! Y con un grito de alegría la cargaron con el

mejor de los abrazos y el mayor de los cuidados.

Pensando que era tan grande que alcanzaría para todos, y

que la disfrutarían sentados a una misma mesa en Acarí, la

llevaron al ómnibus con cariño, como si fuera un tesoro, ya

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que en realidad lo era, un tesoro hallado en el camino hacia

la libertad.

Después de tantas emociones y con el calor de la ruta, el aire

tibio que entraba por las ventanas los envolvió y una grata

modorra permitió que casi todos se quedaran dormidos, o

por lo menos, adormecidos y en silencio.

Llegaron a Ica a media tarde y se alojaron en el Hotel

Novaro, en plena Plaza de Armas, donde el dueño, don

Mateo, que era gran amigo de la familia los colmó de

atenciones. Una vez instalados y después de haber prodigado

todos los cuidados necesarios a la sandía, todos en mancha,

salieron a tomar el ómnibus rojo de carrocería cuadrada que

hacía la ruta Ica – Huacachina. Decididos a tomar un baño

en las verdes aguas de la hermosa, enigmática y exótica

laguna, la misma que rodeada de inmensas dunas de arena y

bordeada por casas y hoteles, palmeras y guarangos,

representa un raro oasis que se asemeja a un gran espejo

bellamente decorado para sugerir morbo y placer.

Esa misma noche se aseguró la partida para las cuatro de la

mañana en el camión de Martino. Se trataba de un camión

mixto, es decir, carrocería de madera con tres filas de

asientos para llevar pasajeros y en la parte posterior la

carrocería típica de carga. En su recorrido semanal distribuía

el correo partiendo desde Ica, visitando algunos pueblos de

la ruta, luego continuaba por Nazca y después, pueblo por

pueblo y caserío por caserío, seguía: Lomas y su playa, los

valles de Acarí, Yauca, Jaquí y el puerto Chala. Un viaje

cuya incomodidad resultaba confortable y su lentitud

agradable porque se hacían a la idea de que de esa manera

habría más para recordar y que las vacaciones las

disfrutarían largas y alegres.

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Era evidente que viajar con la sandía era toda una odisea. En

cada parada y en cada pueblo subía y bajaba gente por lo que

era necesario remover y reacomodar la carga. Entonces,

ellos tenían que preocuparse de que la sandía no sufriera las

consecuencias del aquel manipuleo constante. Además, les

preocupaba que distraídamente pudiera perderse por cuanto

era una tentación permanente en un mundo de agricultores

que la deseaban y ofrecían comprarla.

Cuando al fin del largo día de camino, ya por la tarde

llegaron a Acarí, se encontraron con que un repunte en el

caudal del río se había llevado la oroya, -única forma de

pasar al otro lado- de tal manera que, incluida la sandía,

dejaron las cosas en la casa de don Agucho, el chofer del

camioncito viejo de la hacienda, quien vivía allí

precisamente.

La dicha era absoluta, estaban iniciando las vacaciones

poniendo a prueba su postergado espíritu aventurero al verse

obligados a cruzar el río a nado, en calzoncillos y llevando

la ropa con una mano en alto para evitar que se mojara. Eso,

para el cúmulo de emociones reprimidas que traían,

significaba llegar a Acarí por la puerta grande.

Una vez que llegaron a la otra banda del río, se vistieron, y

con los zapatos en la mano, iniciaron la caminata al pueblo,

dándose cuenta que, durante el tiempo que habían estado en

Lima sus pies se habían ablandado y desacostumbrado a

caminar por la tierra y el empedrado.

Esa misma tarde caminaron por la calle del pueblo

saludando a todo el que les salió al paso, reconocieron a

cada uno por su chapa y sintieron el afecto de la gente.

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Después de todo, la felicidad estaba dibujada en su cara, en

sus propias y respectivas actitudes y emociones que sin lugar

a dudas transmitían a los demás.

Al día siguiente se levantaron muy temprano. En mancha se

dirigieron hacia los corrales a tomar leche al pie de la vaca;

se entretuvieron un rato mirando los caballos, los carneros y

el padrillo, un toro hermoso llamado “El Barroso”.

Emprendieron el retorno a la casa para el desayuno, pero

mientras caminaban por el callejón, consideraron que aún

tomaría varios días reparar la oroya, por lo que acordaron

traer la sandía haciendo un recorrido que sería grandioso.

Darían la vuelta por Cerro Colorado, cruzarían el río por ahí

utilizando la oroya del lugar y volverían por la falda

arenada del cerro negro. No les cabía la menor duda; el viaje

sería toda una aventura y precisamente para eso estaban allí.

Inmediatamente después del desayuno, volvieron a cruzar el

río en la forma acostumbrada, recogieron la sandía y

esperaron a que pasara algún camión o tractor hacia Cerro

Colorado, fundo distante a unos seis kilómetros río abajo. La

espera se hacía larga, hasta que por fin, apareció el primer

medio de locomoción, un tractor de la Hacienda Chocavento

que se dirigía a Chaviña.

- Negricio.- ¡Hola Manongo, pa’onde vas, llévanos

hasta Cerro Colorado.

- Manongo.- Ya pué... Suban nomá ¡Qué buena sandía

oye! ¿Dónde la consiguieron?

- Candelita.- En Cañete pué, la trajimos ayer pero no la

pudimos pasar por el río.

- Manongo.- En Cerro Colorado sí está bien la oroya.

¡La pucha oigan! Pero... ¡Qué buena sandía!

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- Pepián.- Contigo ya van como cuarenta que nos

dicen lo mismo.

- Manongo.- ¡Ah caramba! ¡Ya los deben tener cojudos

con eso! ¡Ja, Ja, Ja!

- Lucho.- Bueno, mientras estén hablando algo sobre la

sandía, dejarán de preguntarnos otras cojudeces.

Siempre sale algo de bueno del asunto.

- Manongo.- ¡Bueno puéeee, si así semos la gente de acá

puéeee! ¡Ja, Ja, Ja!...

Todo esto sucedía mientras viajaban encaramados como un

racimo de muchachos que casi cubría el tractor. Al llegar a

Cerro Colorado se despidieron de Manongo gritando a una

sola voz:

- ¡Chau pué Manongo, muchas gracias y que te vaya

bien, ya nos veremos otro día en Chocavento!

- ¡Vayan nomá a caminar por el arenal pa’que les dé el

sol, están muy pálidos! ¡Chau!

Efectivamente, el invierno limeño los había blanqueado y

estaban necesitando dar un nuevo colorido a su piel.

En seguida fueron a buscar a “Picho”, el dueño del fundo

para que ordene al oroyero que los pase a la banda.

Encontrar a Picho y escuchar su exclamación de alabanza a

la sandía fue un solo hecho.

- Picho.- ¡Pa’su macho! ¡Qué tal sandía! ¿De dónde han

traído eso? Nunca vi una tan hermosa.

- Candelita.- De Cañete; la vimos y mi papá la compró

sin pensarlo dos veces.

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- Picho.- ¡Qué bueno! Le vas a decir que me guarde

algunas semillas pa´sembrarlas en el bordo de la

acequia junto al arenal.

- Negricio.- Pierda cuidado. De todas maneras tendrá

usted unas semillas, yo me encargo, y de paso venimos

a comer una cañas.

La oroya tenía el cable un tanto destemplado, por lo que fue

necesario que pasaran, uno cada vez.

- Pepián.- La sandía. ¡Con cuidado! No se vaya a caer.

Si alguno la deja caer lo apanamos entre todos. A ver.

¿Quién la pasa?

- Negricio.- ¡Yoooo! Amárrenla con mi camisa sobre

mis piernas, así la tendré segura.

- Lucho.- ¡No puéeee! ¡Que pase otro primero para que

reciba la sandía al llegar!

- Candelita.- Ya pué, entonces pasa tu mismo pué

Lucho.

La oroya fue con Lucho y volvió.

- Pepián.- ¡Ya listo. Siéntate bien en la tabla y quítate la

camisa, y cuando llegues allá, fíjense bien como hacen

para bajarla sin que se golpee.

- Negricio.- ¡Ya vamos!... ¡Despacio nomá pa´que no se

balancee la tabla! ¡A la miéchica!... ¡Allá vamoooos

carajoooo¡

...

Al llegar a este punto del cuento -como la velocidad de la

lectura de Bebucho era naturalmente lenta- ya las caras se

veían un tanto largas y los ojos denotaban sueño, sin

embargo, estaban encandilados con la historia y era fácil

adivinar en ellos que cada uno tenía muchas preguntas que

hacer.

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- ¿Cómo será vivir allá lejos en el campo?

¡Qué rico debe ser trepar a los árboles a comer fruta!

- A mi me gustaría ver como se ordeñan las vacas y

tomarme un jarro de leche calientita, o de la teta a la

boca. ¡Pa’su macho!

- Yo quiero andar sin zapatos por las pircas

- Yo quisiera viajar como ellos por los pueblos y

conocer los valles y las playas y treparme a los cerros.

¡Caramba que si debe ser bonito!

Después de dormir y soñar aquella noche, al día siguiente

había mucho interés por continuar con la lectura, por lo que

en un momento del día Patucho sugirió:

- ¿Por qué no vamos a ver a Bebucho y de paso

continuamos leyendo el cuento?

- No puéeee, eso es pa’ la noche, así nos dormimos rico

y no nos dan pesadillas. Ahora hay que ganar alguito.

- ¡Pucha diantre! Es que yo ya quiero saber que pasa

con la sandía.

- ¡Vamos, vamos que ahora tenemos que estar vivos con

nuestra chamba!

Todos llegaron juntos para escuchar la continuación del

cuento. Después de comer algo, Bebucho tomó el librito y

comenzó a leer donde se había quedado la última vez :

Bueno, dijo Bebucho:

- Anoche nos quedamos en que estaban cruzando el río

por la oroya de Cerro Colorado y que lo primero que

pasaron al otro lado del río fue la sandía.

- Sí, ya sabemos eso, ahora síguele nomá pué.

- Bien. Entonces sigamos:

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... Cuando hubieron cruzado todos al otro lado del río,

partieron atravesando el fundo que se hallaba sembrado de

algodón, maíz, olivos y caña de azúcar con la que, utilizando

para ello un viejo trapiche, se destilaba un buen cañazo. El

sol brillaba con fuerza y ya quemaba. Al llegar al arenal, la

mancha comenzó a caminar lentamente. La arena se

calentaba con rapidez pero ya no era posible dar marcha

atrás, había que continuar.

Siguieron caminando con su preciosa carga, al principio por

un arenal plano que llegó hasta unas ruinas de la época de

los Incas. Pararon un rato como para tomar aire y de paso

echar una mirada a los vestigios del pueblo que aún

quedaban sin ser cubiertos por la arena..

Ahora venía un amplio médano en el que, al caminar de

subida por la arena, esta se deslizaba haciendo difícil el

andar. La sandía comenzó a cambiar de mano con mayor

frecuencia dando la impresión de que se hacía más pesada.

Sudaban y no podían sostenerla firme pues se les resbalaba

de las manos sudorosas. El cerro negro estaba a la derecha y

el río a la izquierda y entre ellos el médano cada vez más

inclinado hacía el río.

- Negricio.- ¡Ya puéee, vamos de una vez que nos

estamos quemando los pies. ¡Además ya tengo sed!

- Tito.- ¡La pucha que si somos animalitos! ¿A nadie se

le ocurrió traer un poco de agua?

- Lucho.- ¿Por qué no pensaste tú en eso pué?

- Negricio.- ¡Mira pué la cojudez! ¡Ahora el sol nos

quema, tenemos mucha sed y miren nomá todo lo que

nos falta para llegar a la culata de Collona donde hay

agua!

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- Pepián.- ¡A la miéchica! Tanto pensar en la sandía,

nos olvidamos de otras cosas importantes.

- Candelita.- ¡Bueno pué, y entonces, ahora aguanta

nomá pué!

- Negricio.- ¡Ya carga la sandía que ahora te toca!

- Candelita.- ¡Mierda!... ¡Cómo pesa esta huevada... y

encima la arena quema como la granflauta y se mete a

los zapatos!

- Lucho.- ¡Carga nomá y no hables que se te seca más la

boca y se te van a rajar los labios!

Siguieron caminando en su heroica marcha cargando la

sandía y haciendo grandes esfuerzos para que no se les

resbalara de las manos. La sed aumentaba, era ya el medio

día y llegarían tarde para el almuerzo, lo cual no era bien

visto en la casa.

Ya para entonces más de uno desfallecía, avanzaban por la

falda arenada del cerro, y “por si las moscas” el que

cargaba la sandía tropezara, siempre iba alguien a su

costado, del lado del barranco, para evitar que se rodara

cuesta abajo. De pronto llegaron a una lomadita inclinada,

¡yyyy yaaaa!, apareció “Veinte de Septiembre”, el último

potrero de la hacienda sembrado de alfalfa, el cual tenía

muchos árboles de espino que daban sombra al ganado

cuando pastaba ahí. El cerco estaba bordeado por una

acequia que siempre llevaba agua.

El agua estaba debajo de ellos, a unos treinta metros al final

de un rodadero de arena. Muertos de sed, con los labios

fruncidos y la lengua pegada al paladar, todos se lanzaron

cuesta abajo. En aquel momento Negricio llevaba la sandía,

pero al ver el agua, al igual que los demás se lanzó al

rodadero, la sandía se le escapó de las manos y voló por los

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aires, cayó sobre la arena a su costado y siguió rodando

junto con él. Se olvidó de ella, y al llegar al bordo de la

acequia, se lanzó al agua junto con los otros.

Todos estaban allí remojando sus acalorados y sudorosos

cuerpos, con ropa y todo; entonces se enjuagaron la boca y

bebieron. Minutos eternos de algarabía, complacencia plena

de todas las expectativas y de un amor inmenso por el

terruño. Momento divino como para congelar el tiempo.

Aquella verdad los envolvía en una mística de sol y alegría,

de bondad y desprendimiento, ¡de cualquier cosa!, pues la

dimensión era etérea y sus corazones flotaban.

De pronto se escuchó un grito estridente que despertó a

Negricio sacándolo del limbo maravilloso en el cual estaba

inmerso.

- Candelita.- ¡Oye sonso! ¿Y la sandía?

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- Negricio.- ¡Ah caramba, me había olvidado de ella!

Venía rodando a mi costado, por ahí debe estar. ¡Ojalá

que no se haya partido!.

- Tito.- ¡Aquí estáaaaa! ¡Y está enterita!

- Negricio.- ¿Dónde, dónde?

- Tito.- ¡Entre los carrizos y las tembladeras! (Cola de

caballo)

- Pepián.- ¡La pucha! ¡Qué tal leche, y no se rompió!

- Lucho.- Bueno vamos, continuemos el camino que

nos faltan más de dos kilómetros. Te toca cargar.

- Candelita.- ¡Cómo pesa la condenada!

- Negricio.- A ver. -Tenía la camisa mojada en la mano-

Déjame, tengo una idea. Ayúdenme a abrocharle mi

camisa, después me la pongo al lomo y amarramos las

mangas al cuello.

- Candelita.- ¡Diablos! ¿Cómo no se nos ocurrió eso

antes que se nos andaba resbalando por todo el

camino?

- Pepián.- ¿Por qué va’ser?... ¡Por animales puéeee!

Después de prodigar a la sandía todo el cariño que exigía y,

con la tremenda emoción de la aventura que no perdían en

ningún momento, con los zapatos y la ropa mojados y los

pies frescos al fin, reemprendieron la marcha, pero sin dejar

de hablar y de hacer planes para los días subsiguientes.

La técnica de la camisa, aunque descubierta tardíamente,

dio buen resultado y pudieron caminar con mayor rapidez

rumbo a la casa. Indudablemente estaban cansados, quizá no

tanto por la caminata en sí, como por la sed que habían

experimentado en el arenal y el hambre que ya les hacía

cosquillas en la boca del estómago.

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Al pasar por la espalda de la huerta de Collona, -la casa

hacienda- una hilera de matas de higo blanco los invitaban a

la rebusca. La época de las brevas había pasado y la cosecha

recién comenzaba a apuntar con abundantes frutos aún

verdes. No encontraron nada comestible, pero calcularon

que en dos semanas estarían a punto para hacer dulce de

higos, el más rico de todos los dulces y que en Acarí lo

hacen como manjar de dioses. El procedimiento para hacerlo

bien, toma tres días, según cuentan las viejas del pueblo.

Un sol esplendoroso los alumbraba desde el cenit, pero en

aquel momento ya no estaban con ánimo de apreciarlo, por

el contrario, lo sentían colérico sancochando sus respectivas

cabezas, ya que, por salir apurados en la mañana no habían

sacado los sombreros de las maletas. Comprendieron

entonces lo que les contaba una tía muy mayor sobre los

jaquinos. La madre, jaquina ella por supuesto, tenía por

costumbre dar las buenas noches a sus hijos; previamente los

hacía lavar las manos, los resondraba por lo que pudieran

haber hecho durante el día, y después de rezar juntos unas

oraciones les decía: que pasen buenas noches hijos, “ahora

pueden quitarse el sombrero”.

Finalmente, después de atravesar el pueblo, escuchar las loas

y preguntas de cuanto mortal encontraban sobre la belleza, el

tamaño y los atributos espectaculares de la sandía, -noticia

que se había esparcido por el pueblo- llegaron a la casa, sin

embargo, nadie siquiera se tomó la molestia de mirarlos.

¡Ah! Pero eso sí, al primero que entró le preguntaron a una

voz: ¿Y la sandía? Cuando llegaron con ella, la pusieron

sobre la mesa y le quitaron la camisa, botón por botón,

entonces se escuchó una exclamación conjunta: ¡Paaaa’su

maaacho! ¡Qué tal sandíaaaa!

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Como nadie les hiciera caso debido a que continuaban

embobados admirando la sandía, se dirigieron a la

destiladera de piedra en cuya parte baja se hallaba un cántaro

de barro que recibía el agua que caía, gota a gota,

refrescándose durante su recorrido desde la punta de la

piedra hasta el cántaro en un pausado plic... ploc... plic...

plic...ploc...

Agarraron , uno por uno, el jarro de fierro enlosado que

había al costado, y ¡Aahhh! ¡Qué maravilla de agua! ¡Qué

frescura! Se logra la temperatura ideal del agua para beber, a

tal punto, que al tomarla se siente como recorre las costillas

haciendo en ellas una cascada agradable y refrescante. Hasta

se le ve linda cuando al hacer un alto para respirar, uno la

observa y puede apreciarla cristalina contemplando algún

despostillado de la loza del jarro.

Cuentan que los antiguos, -así se llama a los que vivieron

aquí antes de la llegada de los españoles- colocaban un

cántaro con agua en el trípode que se forma en el tronco de

un árbol al bifurcar sus ramas, de tal manera que la brisa que

se filtra por entre el ramaje y corre hacia el soporte del

cántaro, permitía que el agua lograra la temperatura ideal

que el cuerpo requiere para calmar la sed sin causar daño

alguno a la persona que la bebe. Es la naturaleza pura que

logra el equilibrio perfecto entre la temperatura del cuerpo,

el medio ambiente y el agua.

En ese momento la sandía aún estaba cálida, por lo que don

Andrés sugirió en tono de orden, que fuera puesta en un

lugar muy fresco, mejor aún, al lado del cántaro de la

destiladera, hasta el día siguiente cuando sería partida

después del almuerzo, con todos alrededor de la mesa, para

que, en un simpático ceremonial que concitaría la atención

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de los comensales, sería cortada en partes iguales, en tantas

partes como personas hubiera en la casa, disciplinadamente,

la mesa, el servicio y los demás primos compañeros del viaje

de la sandía. Todos compartirían aquel espectacular

momento.

Don Urbano, el encargado de la huerta, se ocuparía de juntar

las semillas y ponerlas a orear sobre un costal de yute, para

luego seleccionarlas para la siembra.

Emoción y aventura. La compra, el viaje y el transporte; el

tractor, la oroya y el recorrido a través de los médanos y el

rodadero de arena; y finalmente, la impaciencia de la espera

hasta el día siguiente para comerla fresca. ¡La pucha que sí!

¡Esto sí que es vida! Se repetían una y otra vez.

Llegado el momento tan esperado, todos reunidos de pie

alrededor de la mesa observaban cada movimiento que

realizaba don Andrés, quien, con afilado cuchillo en mano,

la cortaba en largas tajadas, tal como corresponde ser

cortada una sandía para que al comerla se pueda tomar con

las dos manos, disfrutar cada mordisco y saborearla hasta

que la cáscara quede casi blanca para terminar con una

enorme sonrisa colorada, tan grande, que va de oreja a oreja.

Algunos la comieron de pie, otros fueron a la huerta y se

sentaron en el suelo bajo un árbol donde corría una fresca

brisa, y adonde cómoda y serenamente, la disfrutaron con

placer y alegría.

Un cúmulo de circunstancias que los mantenía unidos en

afecto, con la sinceridad de lo sencillo, gracias a una serie de

hechos simples, hechos comunes que ellos en su juvenil

entusiasmo sentían como algo maravilloso. Hablando en

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“acarino” los podrían resumir como: “vivencias vividas

vívidamente”, de la misma manera como dicen: “infinidades

de multitudes de cantidades”, para expresar con claridad que

hay bastante de algo. Lo cierto y positivo es que aquella

felicidad, sentida y vivida, continuará flotando en el espacio

por siempre jamás.

No hay duda que fue un viaje capaz de adornar la vida de

éstos jóvenes uniendo sus corazones, aportando emoción y

alegría a hechos que, por ser tan simples y naturales como la

vida del campo, resultaban realmente emocionantes e

inolvidables. En esa pluralidad de emociones se imponía

libremente la singularidad del campo.

---------------- . ----------------

Entusiasmados por el relato todos querían hacer preguntas,

pero como ya era tarde, decidimos que los comentarios los

dejaríamos para el día siguiente a la hora del almuerzo.

Como de costumbre, muy temprano salieron a trabajar

dejándome solo para que termine de reponerme. Sin

embargo, la serenidad de esos pocos días de descanso me

permitió recordar con mayor devoción lo único que en el

fondo no podía olvidar de los años vividos en familia: mi

madre. Ante esa inquietud o nerviosismo que me producía su

recuerdo, no sabría explicarlo, tuve la necesidad de verla

nuevamente, aún cuando ella no advirtiera mi presencia.

Me levanté, me arreglé un poco los pelos con las manos y,

decidido, salí en dirección a mi antigua casa. Llegué a las

cercanías, me aseguré que por ahí no anduvieran mis

hermanos -que eran los únicos que podían reconocerme-

para ubicarme disimuladamente entre el kiosco de

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periódicos de la esquina y una carretilla que vendía naranjas

y plátanos, ya que desde allí podía divisar el portón del

corralón.

Estaba nervioso y no podía disimular mi preocupación, pues

no tenía idea de cómo reaccionaría si mi madre pasara por

ahí. Esperé largo rato sin quitar la mirada del portón, y para

no llamar la atención, compré un librito de cuentos y un

plátano, de manera que mientras lo comía, hacía como que

leía, aunque la mirada estaba permanentemente puesta en el

otro lado de la calle.

El tiempo pasaba y la inquietud crecía. De pronto se abrió la

portezuela y apareció ella con la escoba en una mano y en la

otra una bolsa, caminó hacia la esquina donde había un

montón de basura y la tiró. Luego, como si hablara con la

escoba, retornó lentamente, ingresó por la portezuela y ésta

se cerró.

Experimenté un estremecimiento y la sensación de tener

miel en los labios, el pecho me latía con fuerza y algo me

empujaba a correr hacia la casa y abrazarla, pero en ese

momento se abrió nuevamente la portezuela y apareció mi

padre, quien sin titubear se encaminó directamente al kiosco.

Di media vuelta y partí la carrera en dirección opuesta, sin

parar de correr hasta que llegué a la puerta de nuestra cueva.

Llegué jadeante, con los labios secos y como si el cuerpo me

pesara una tonelada, me dejé caer sobre la colchoneta que

nos servía de cama. Boca abajo como estaba traté de ordenar

mis pensamientos para explicarme a mi mismo el por qué

me había dado tanto pánico la presencia de mi padre.

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Al final encontré que tenía buenas razones para ello, no sólo

por que recordaba las golpizas que me diera, sino también

porque cualquier reencuentro significaría encierro, golpes y

castigo, incluyendo hambre. Todo ello, más el

distanciamiento de mis amigos, era un precio demasiado alto

a pagar. Con gran dolor, abandoné la idea de volver a ver a

mi mamá. Al menos por ahora. Aquel inmenso dolor era el

precio que la calle me cobraba por haberme dado el sí.

Después de reponerme de los golpes recibidos, nuevamente

salí con la mancha a las calles en las que habitualmente

operábamos y adonde éramos conocidos y respetados. Ese

dominio territorial, evitaba que tuviéramos problemas con

otros pirañitas, ya que no es ni será bueno que existan

rivalidades o pleitos entre manchas de pirañitas, porque

precisamente, en eso nos diferenciamos de los viejos, porque

lo que éstos malditos quisieran es que nos debilitemos

peleando entre pirañas para hacernos caer en la desunión, de

esa manera luego nos meterán en la droga y la maldita

mariconada y se aprovecharán de nosotros sin que podamos

defendernos. Chesss’su.... desgraciados...

A media tarde nos sentamos en la vereda a comer fruta,

momento que aproveché para hablarles de mis dudas y de

todo aquello que me inquietaba. Comencé hablando de las

consecuencias del pleito con el tiburón, pero, como el lugar

no era apropiado, convinimos en que mejor conversaríamos

en la cueva todo el tiempo que fuera necesario; en aquel

lugar teníamos que estar con los ojos y las orejas “picantes”

pa’cuidarnos de la policía y de los tiburones.

Ya en la cueva, tranquilos y relajados después de comer y

gastarnos algunas bromas, me preguntaron sobre el asunto

del cual les quería hablar. Yo seguía siendo Bebucho para

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todos a pesar de que dos pirañitas de seis años se habían

integrado al grupo. Aprendían muy rápido.

Entonces les dije: En vez de leer un cuento esta noche,

discutiremos nuestra situación en la calle por cuanto se está

volviendo peligrosa. Los tiburones se están drogando

demasiado y ellos harán cualquier cosa para vivir a expensas

de nosotros. Ustedes saben que esos malditos no se detienen

ante nada, por otro lado, dos de ustedes van a cumplir once

años y otros están casi en los diez y pronto nos dejarán.

Francamente eso no me gusta porque si nos quedamos

solamente los más pequeños, ellos abusarán de nosotros.

- Pero podemos defendernos.

- Acabarán con nosotros por la fuerza bruta. Nuestro

grupo no es solamente una mancha de pirañitas, sino

más bien un grupo de amigos. Somos diferentes a los

demás porque no nos drogamos, permanecemos

unidos y evitamos meternos en problemas graves.

Ustedes saben que son muchos los que quieren

acabarnos, los que quieren romper nuestra fuerza.

- Nos vengaríamos de ellos.

- Entonces iríamos a la cárcel. ¿Por qué no vemos la

manera de cambiar nuestra forma de vida?

- ¿Pero cómo? ¿Qué quieres decir? Si ya se sabe que

somos pirañitas, después seremos pandilleros y más

adelante tiburones. No hay otra forma de vivir.

- Si pensamos así, no seremos nada, siempre seremos

unos huevonasos que mañosean por las calles.

- Es que somos pirañitas de los buenos. De cualquier

otra forma no somos nada.

- ¡No! ¡No es así! Tiene que haber algo que podamos

hacer. ¡Veamos!

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- ¡Tu estás loco, vamos a perder nuestro sitio y después

va a ser peor!

- ¡Miércoles! Entiendan, todos tenemos entre seis y

once años pero somos fuertes por que estamos unidos

y sabemos defendernos. ¿No es así?

- ¡Síiiiiii!

- Entonces, qué les parece si el próximo domingo

salimos a caminar por las faldas de los cerros.

Vayamos por donde no hay casas, por algún lugar

difícil y busquemos un sitio que esté protegido, que

nos guarde las espaldas para que podamos construir

nuestra propia casa.

- Pero, ¿Quién va a cuidar de todo mientras estemos

trabajando?

- Miren. Una vez que tengamos seleccionado el lugar,

trataremos que, de veinte que somos, seamos treinta.

Pero no tenemos que apurarnos en aumentar la

mancha, debemos asegurarnos que sean buena gente y

estar seguros también de que todavía no se han

maleado.

- ¿Y por qué tenemos que ser tantos?

- Tenemos que ordenarnos bien. Cada día trabajarán

veinte y los otros diez se ocuparán de cercar el terreno

y de la construcción, y así, cada día diez se van

quedando en la casa. No debemos trabajar hasta tarde

porque tendremos que regresar temprano llevando

comida y agua a los que estén de turno.

- ¡La pucha que sí suena bonito! ¿Tú crees que

podremos hacer eso?

- Claro que sí. ¿Acaso no sobrevivimos en la calle?

Eso para nosotros va a ser “papayita” y nos vamos a

divertir los domingos trabajando todos juntos.

- ¡Listo! El domingo saldremos tempranito a buscar un

lugar.

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- ¡Hecho... y al diablo con los tiburones y la policía¡

- ¡A la miéchicaaaaaa... ¡ Gritaron todos a una voz.

Esa noche, después de la conversación y de las discusiones

y comentarios correspondientes, dormimos como troncos y,

al amanecer, todos despertamos con una sonrisa de

optimismo. Era una sonrisa tan grande como la que se

dibuja en la cara al comer una gran tajada de sandía

Esos pocos días que faltaban para el domingo trabajamos

ilusionados y contentos, sin embargo, los días se hicieron

lentos y largos, y durante las noches, algunas veces

despertábamos y nos poníamos a conversar sobre cómo

sería tener un sitio grande para todos, sembrar algún árbol,

tener perros y algunos animales. En lo más recóndito de

nosotros mismos nos preguntábamos: ¿Podremos ser como

ese grupo de muchachos del cuento del Viaje de la sandía?

Cómo nos gustaría sentirnos libres y llegar a una casa de

campo donde alguien nos espere con cariño.

Nunca fuimos más unidos que durante aquellos días, todo

lo que hacíamos era bueno, no pensábamos en nada que

pudiera quitarnos la ilusión. ¡Nuestra caaaassaaaaa!

Habíamos decidido comenzar el recorrido por la carretera

central. Nos levantamos muy temprano y partimos. Un

grupo tomó la ruta hacia Cieneguilla y el otro a los cerros

que hay entre Vitarte y Ñaña.. Por la noche nos

encontraríamos en la cueva para cambiar ideas y ver cual

de los lugares resultaba aparente para nuestro fin.

No teníamos la ilusión de encontrar un lugar cercano pues

sabíamos perfectamente que por ahí tendríamos serios

problemas con los que ya son dueños, los que dicen ser

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dueños y los que quieren aprovechar cualquier

circunstancia para hacerse dueños de terrenos y cerros. De

todas maneras habrían problemas, por lo tanto, debíamos

ser realistas, sabíamos que no nos resultaría muy difícil

hallar un lugar relativamente lejano que de paso nos alejara

de los roba casa.

Fue un día de largas caminatas. Cada uno iba provisto de

panes y plátanos en los bolsillos y una botella de agua

colgada al cuello. Los que tomamos el rumbo a

Cieneguilla, nos bajamos del micro después de pasar la

Arenera La Molina, justo en la parte más alta del camino,

luego caminamos hacia las lomas, más o menos un

kilómetro. Allí encontramos una pequeña quebrada que se

ofrecía a nosotros... virgen aún. Dijimos una oración de

esas que aprendimos con los curas y rogamos por que no

nos resulte como la Constitución del Estado, la que antes

de su presentación en sociedad, es decir, antes de ser

promulgada, fue violada varias veces.

Lo miramos entusiasmados, ahí estaba, en su paisaje seco y

solitario de cara al viento. Nos daba la impresión de que

nos miraba con orgullo, adornado por algunos cactus de

esos que producen la pitajaya semejando arañas panza

arriba. Nos pareció un lugar hermoso. Las piedras que

abundaban nos servirían para hacer el cerco sin tener la

preocupación de traerlas desde lejos.

Nos sentamos sobre unas rocas y lanzamos al aire nuestras

primeras inquietudes sobre la manera de instalarnos. El

lugar nos parecía perfecto pues ahí no llamaríamos la

atención, estábamos cerca de la carretera y no nos resultaría

difícil entrar y salir. Por otra parte, con quitar unas piedras

de la ruta, podría ingresar alguna camioneta trayendo los

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materiales que, de todas maneras, necesitaríamos

transportar.

Esa noche, reunidos en la cueva escuchamos y discutimos

sobre los lugares que había localizado el otro grupo. Al

final llegamos a la conclusión de que nos quedaríamos con

el ya descrito, pero, a fin de que todos pudieran quedar

contentos con la elección, iríamos a visitarlo el siguiente

domingo.

Al continuar con los comentarios sobre el lugar, mientras

cambiábamos ideas, nos dimos cuenta que era necesario

evitar que alguien nos pudiera quitar el terreno. Eso no lo

podíamos permitir, sabíamos que eso cuesta pero

estábamos dispuestos a pagar el precio. Sabíamos también

que dirían que éramos menores de edad y nos mandarían al

diablo. Estas y otras consideraciones nos llevaron a la

conclusión de que necesitábamos alguien mayor que nos

aconsejara y fuera nuestro representante.

Recurrir a un adulto no era aconsejable, trataría de

embaucarnos a la primera. Se hacía difícil dormir, no se

nos ocurría quién pudiera ser esa persona mayor en quien

confiar. De pronto sentí un toque de seguridad que me jaló

los pelos: di un salto y grité: ¡El mendigo Juancho! ¡El

mendigo!. Tenemos que hablar con él. No hay otro.

Al día siguiente fuimos a buscarlo. Nos sentamos a su

alrededor y le comunicamos nuestras intenciones. Le

contamos del lugar que habíamos hallado y de la necesidad

de tramitar una autorización, o registro, o como quisieran

llamarlo, para evitar que los traficantes de terrenos

pudieran apropiarse de él. Tú sabes que todos esos son

unos conchesumadres, le dijimos, a lo que él asintió sin

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reservas adjudicándoles otras palabrotas, bien dichas por

supuesto, y además, muy merecidas por cierto.

El mendigo Juancho se deschavó con nosotros. Nos contó

que él había trabajado con unos ingenieros y que sabía de

planos, también nos dijo que en una ocasión había sido

guachimán en la municipalidad de Vitarte, empleo que le

había permitido conocer la forma de realizar muchos

trámites, ya que él tenía que decirle a la gente a qué oficina

dirigirse... hasta que lo cambiaron por una chica bonita que

era sobrina de un concejal y se quedó sin chamba.

Entusiasmado con la idea de ayudarnos, nos manifestó que

se quería ir a vivir con nosotros pues necesitaríamos una

persona mayor que pusiera la cara. Entonces aclaramos los

puntos: Aceptarás que no eres más dueño que nosotros, nos

aclaras que no tienes hijos o alguien que después venga a

decir que eso es de ellos, nos ayudas a construir un sitio

bueno para todos y te conseguiremos ropa para que vayas

“tiza” a hablar en representación nuestra.

Una vez aclarada la relación con Juancho, el que una vez

afeitado resultó no ser tan viejo como parecía limosneando,

continuamos con nuestra rutina durante la semana. Llegado

el domingo, salimos todos muy temprano para encontramos

con él en el óvalo de Santa Anita; lo avistamos, le hicimos

unas señas, y sin dar tiempo a que pare el microbús, de un

salto se trepó a él y continuamos el viaje juntos y unidos en

una sola carcajada. Comenzábamos con alegría y mucho

entusiasmo, estábamos contentos.

Al llegar al punto adecuado, nos bajamos del microbús y

caminamos abrazados, uno al lado del otro en una larga

hilera saltando sobre las piedras del camino para no romper

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el abrazo que nos unía. Juancho parecía estar más

emocionado que nosotros mismos, disfrutaba el momento

como si fuera un caramelo, o mejor dicho, como si fuera un

alfajor que vas mordiendo con sumo cuidado, pedacito por

pedacito, para evitar que se te caiga, para que te dure y para

disfrutar su sabor en cada pizca. ¡Huuummm!

Rápidamente llegamos al lugar e iniciamos la caminata por

él, mirándolo desde todos los puntos y en todas

direcciones. Luego, sin que nos importara cuanto nos

quemara el sol, nos sentamos en círculo para conversar.

Lo primero que se haría, a sugerencia de Juancho, sería

determinar el tamaño que le daríamos al cerco. Para ello,

nos repartiríamos formando un gran cuadrado y

tomaríamos como límites laterales la cima de la quebrada y

según como lo viéramos iríamos esparciéndonos hasta

darle el tamaño ideal. Debíamos tomar en cuenta que en la

parte delantera, la cual era casi plana, construiríamos una

canchita para hacer deportes.

Cuando hubimos determinado el tamaño, teníamos por el

frente como ciento cincuenta metros, por los lados como

trescientos metros y por el fondo un poco menos porque la

quebrada se angostaba. Cada uno hizo un mojón -morro de

piedras- y así dejamos delimitado el terreno.

En medio de la euforia del momento maravilloso que

estábamos viviendo, pensamos que sería conveniente

contar con una señora que nos cocine la comida. Pero

nuevamente estábamos ante la duda, ¿quién que no nos

fuera a meter un tiburón allí y que no nos fuera a vender?

Finalmente, pensamos en Olga, la carretillera la que

vendía refrescos y quien por ser una persona mayor y, al

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parecer, no tenía a nadie pues vivía sola con su perrito, nos

resultaba aparente. Hablaríamos con ella, tendría que vivir

allí y ser una más de nosotros, exactamente igual.

Juancho estuvo de acuerdo con la elección ya que la

conocía desde tiempo atrás, sabía que había tenido un hijo

al que atropelló un carro y sabía también que no nos

vendería, por el contrario, pensaba que era luchadora y

sabría defender nuestro sitio.

Solamente nos faltaba dar el primer paso en serio y tomar

posesión del lugar, y eso sería el sábado y domingo

siguientes, así podíamos disponer de dos días y hasta si

fuera necesario, nos quedaríamos un día más.

No obstante, ocurrió un hecho lamentable que demoró la

visita al terreno. Uno de los chicos del grupo murió

atropellado por un microbús, uno más de esos malditos

microbuseros que se meten por la derecha para ganar unos

metros, fregar el tránsito y crear desorden. La muerte de

Pirincho nos causó una gran tristeza. Por largo tiempo

sentimos que nos hacía falta. Extrañamos su risa, sus

bromas y su manera de hacerse el loco cuando lo agarraba

un policía.

Después del alboroto que se armó con el accidente, llegó

un “patucho” de corbata y zapatos bien lustrados que se

creía el “muy” y se lo llevaron a la morgue. Juancho y

Olga asumieron las veces de padres y fuimos a reclamar el

cadáver para el entierro. En un principio no querían

entregarlo por que ellos no tenían ningún papel que probara

que eran familiares, pero al fin, con billetes de por medio,

encontraron que les resultaba más interesante deshacerse

del muertito que guardarlo. Entonces, buscaron los

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argumentos y las razones necesarios para llenar los

formularios, y con la firma de Juancho, nos lo entregaron.

Fuimos a una funeraria y le compramos un buen sepelio.

Así llaman al entierro cuando es caro. De una cantina del

barrio recogimos unos guitarristas y los llevamos para que

le toquen “Todos vuelven” que era la canción que siempre

andaba silbando. El asunto terminó bien para los músicos

porque los llamaron a cantar en otros entierros, se metieron

unos tragos en cada uno de ellos, y ahí nomá los dejamos

bien alegres.

Adiós al amigo

Has vivido entre nosotros

varios años de tu vida,

hoy dejas con tu partida

una ausencia tan sentida

que no podrán llenar otros.

Trabajaste con tesón,

con ese esfuerzo que arrastra,

con esa mano que muestra

y que en conciencia demuestra

que tuviste un corazón.

Aquí quedan tus amigos

conformes al comprender,

que es de gente de valer

nuevos rumbos recorrer

sin temor a los castigos.

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Nunca sentimos que fueras

otra cosa que un amigo,

ponemos a Dios por testigo,

porque jugando contigo

siempre amansamos las fieras.

Hoy estrechamos tu mano

al emprender la partida,

en señal de despedida...

porque sentimos que en vida,

¡Fuiste un amigo... y hermano!

Estábamos viviendo intensamente, todo aportaba a que

viviéramos más intensamente que nunca. Cada día se nos

ocurría algo importante aunque también nos íbamos dando

cuenta que nuestra empresa no sería tarea fácil. Nos

dábamos cuenta de que surgirían muchos enemigos,

algunos por envidia, otros solamente por joder, dirían que

“cómo era posible que unos muchachos locos, unos

pirañitas de mierda tuvieran un sitio para ellos”.

Claro y por descontado, lo más fregado vendrá cuando las

viejas metiches digan que una de sus instituciones tendrá

que hacerse cargo de nosotros y que, tal como corresponde,

pondrán control policial, asistenta social, y etc. y entonces

sí que se arruinará la cosa, porque con ellos,

inevitablemente volveremos a la calle sin esperanza alguna,

a exponernos a toda su mierda y al riesgo inevitable de la

droga, para convertirnos sin remedio, en tiburones

destinados a alimentar las cárceles.

¿Será posible que éstas cucufatonas se atrevan a pensar que

los reformatorios de menores son mejor que aquello que

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estamos planeando hacer? ¡Noooo! No creemos que

puedan ser tan ignorantes que quieran insistir en ignorar

nuestra capacidad de ser niños, y de que, y por lo tanto, en

nuestros asuntos podemos pensar mejor que los adultos.

Lo cierto es que por todas estas razones y sin razones,

estábamos seguros, no teníamos duda alguna que surgirían

dificultades.

Definitivamente, para tomar el burro por las orejas, lo

primero era tomar posesión del terreno. Más adelante, con

seguridad, tendríamos que enfrentar alguna batalla legal,

pero por lo pronto, comenzaríamos por conseguir una

autorización municipal para que nos concedan o

adjudiquen el terreno, mientras tanto, seguiríamos

trabajando en él. Nos pondremos un nombre: “Albergue de

los Pirañitas de la Nueva Era”. No. Mejor Albergue no

porque suena a institución, a limosna y no somos eso.

En nuestras reuniones nos decíamos: No aceptaremos

intervención de nadie, ni de los convenidos e interesados en

lucrar con nosotros o con nuestras ideas. De necesitar

ayuda, que la necesitaremos de todas maneras,

recurriremos a los estudiantes universitarios de los años

superiores de la Universidad Agraria La Molina, siempre

que lo hagan desinteresadamente y siempre que no tengan

ya los vicios aquellos de los cuales queremos cuidarnos.

Aprenderemos a leer y a escribir correctamente,

aprenderemos oficios y pagaremos por ello hasta que nos

corresponda salir a luchar por una vida mejor. Pero, como

sabemos luchar y sabemos que nuestra obra crecerá, de

nosotros mismos saldrán los maestros que educarán a los

nuevos que ingresarán a formar parte de nuestro grupo.

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Todos trabajaremos afuera, nos formaremos adentro y no le

pediremos nada a nadie. Pero sobre todo, no le

entregaremos nuestra casa a nadie, ni a religiosos, ni a

instituciones privadas o del estado. No nos gobernará la

policía ni ningún ministerio. Seremos independientes, tanto

como cualquier empresa o persona, porque somos mayores

de edad, hemos recibido nuestra mayoría a través del

abandono, la desidia y la crueldad de los mayores, y por lo

tanto, tenemos el derecho de vivir por nuestra cuenta con

los mismos derechos que otros.

Exigiremos que se nos apliquen los derechos humanos que

nos son inherentes como tales. No aceptaremos aquellos

derechos del niño que se nos pretenderán aplicar como una

“gracia” para frenar nuestro desarrollo.

Somos una fuerza cuya rebeldía nace de vivir en la calle

como resultado del desdén y la miseria. No queremos ser

parte de la educación común porque no está hecha para

nosotros. No queremos ir a una correccional porque son

lugares donde la crueldad impera por la ley del más fuerte

y no son funcionales; no son ni buenas ni malas; si alguno

ingresa con la esperanza de ser reeducado estará perdido,

en cambio los malos, siempre serán más malos pues ahí se

les prepara para ir a la jaula grande.

Tenemos derecho a intentar algo diferente, queremos poner

las bases para rescatarnos a nosotros mismos y poder

después rescatar a los rescatables. Por tal razón, no

aceptaremos drogas de ninguna clase, no aceptaremos licor,

aunque eso signifique la reducción del lucro de las

empresas que gastan millones en publicidad para asegurar

el incremento del consumo del veneno que fabrican.

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Después le ponen música y dicen que es para recuperar los

valores nacionales. ¡Ba-ba-ba!

Somos la consecuencia del mal uso de la droga y el

alcohol, pues ambos conducen al exceso y al abuso. Si lo

que pensamos significa revelarse al sistema, pues a la

mierda el sistema, nos revelaremos contra él. No

aceptaremos que se trate de evitar que intentemos salvarnos

por nuestra propia cuenta ¡No lo aceptaremos! ¡Eso no! ¿O

será que nos temen porque les llevamos mucha ventaja a

sus hijos, pues será con ellos con quienes tendremos que

competir en el futuro? ¿O será que temen que las leyes que

ahora hacen para ellos, puedan hacerse en el futuro también

para nosotros? Por experiencia propia sabemos que el

sentido común está más ceca de la justicia que la ley.

Cada uno de estos criterios iban surgiendo de nuestras

propias conversaciones, muchos de ellos al paso por los

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aportes inconscientes de una pregunta intrascendente o de

una respuesta estúpida que salía “porque sí nomá”.

Indudablemente éramos niños grandes, pero éramos adultos

con pinta y cara de bebés, pero sobre todo, éramos un

grupo de seres humanos marginados, maltratados y

excluidos de su estúpido sistema social preparado para que

aquellos que reciben sus beneficios, reciban cada vez más,

y de tal manera que, aquellos que no los reciben, pues que

no los reciban nunca mientras se pueda evitar.

Probablemente por ello es que se nos vive castigando y

penalizando – aunque debería decir penando, que viene de

dar pena- sin permitir que se produzca la exclusión de todo

aquello en cuyo origen se encuentra la verdadera raíz del

mal: la crueldad y la hipocresía del sistema económico que

protege una sociedad egoísta y corrupta.

Como ejemplo, y para graficar la idea citaremos: No se

acaba con el flagelo de la coca, porque es necesario seguir

cojudeando al campesino con el cuento de que se le apoya

permitiéndosele sembrarla y por ello se le paga menos de

un milésimo del precio de la cocaína. No se arregla el

tránsito, porque sinó, ¿De qué viviría la policía? No se

prohíbe drásticamente la depredación de la vida natural,

porque sinó, ¿De qué vivirán los que comercian con ello?

No se regula el mal uso del petróleo, aunque se acabe el

mundo, porque sinó, ¿Qué se haría con todos los millones

de millones de dólares invertidos en esa industria y en

todas las que dependen de ella?... etc... etc...

¡Huevadas! ¡Tan sólo huevadas y nada más que huevadas!

Deshonestidades permitidas por la ley, latrocinios

permitidos por los jueces, muerte apoyada por los estados,

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pero, con toda seguridad, esos mismos hijo’e’putas,

tratarán por todos los medios (dirán que legales) de evitar

que tengamos un hogar hecho y gestado por nosotros

mismos.

Rebeldía al Horror

Miro los tiempos tenebrosos del ayer,

veo Puerto Quemado en llamas, abrasado,

cuando llegó por mar el virrey de la ignorancia

a destruir el Incanato y su cultura.

Criadores de chanchos protegidos de armaduras,

aprovecharon la fe de los pacífico Incas,

impusieron la Biblia, les destruyeron los quipus,

ocultaron la grandeza de su experiencia sagrada.

El Inti avergonzado no quiso alumbrar la cruz,

en un eclipse total quedó el Incanato en sombras,

porque la lacra social y la ignorancia guerrera,

arrasaron a un pueblo sano que no sabía pelear.

Arcabuces y cañones contra semillas y tajllas,

el calvario de la cruz contra el Sol de vida y luz,

los símbolos paganos que trajeron de otro mundo,

obligaron con la espada a los dioses de esta tierra.

Apocalípticos caballos con armaduras de hierro,

con la mente perturbada tras títulos y riquezas,

al exabrupto del fuego de mosquetes y cañones

de la venia al Sol fueron a humillante genuflexión.

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Se revelan los sentidos al pensar en la ignominia,

la hoguera, las cadenas y los potros de tormento;

de la horca, de los cepos, o de la gota fría,

que horadaba las cabezas y borraba las ideas.

Cuántos bárbaros pecados de las ilustres sotanas

bajo la sombra y soberbia de la exclusiva verdad,

egoísmo pernicioso de la idea consagrada

de la crueldad oculta bajo un manto de bondad.

Cuántos horrores sufridos en socavones mineros

para satisfacer caprichos en lo suntuosos palacios,

donde cortesanos fatuos hacían de pavos reales,

ofrendando a Dios las riquezas que Él no quiere.

¿Cómo mirar atrás sin maldecir a los buitres?

¿Cómo revisar la historia sin revelarse al estigma,

sin desdecir la verdad que nos justifica el crimen

y sin llorar el horror de que se hiciera por Dios?

¿Quién hizo del humano el modelo universal,

que puede decir: mío, y tomar lo que es de todos?

¿Por qué será blasfemo el que piensa diferente?

¿Quién le dio el derecho de oprimir un semejante?

Dios es uno y lo vemos cada día en cada flor,

en el momento sublime de la creación y la belleza,

cuando de mil formas la naturaleza hace el amor...

cuando en la unión de dos... se hace la vida.

Se repetirá la historia, una y otra vez, inmisericorde y cruel,

con la misma fuerza, con la misma pasión, con la misma

intención de lucro, con el mismo ánimo de excluir todo

aquello que pueda, a la corta o a la larga, afectar alguno de

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los engranajes del intrincado reloj socio-económico y

socio-político, el que siempre se encuentra perfectamente

lubricado y sincronizado para dar la hora a los que la saben

leer y tocar las campanadas para aquellos que las saben

contar, porque los demás, siempre tendrán que escuchar y

preguntar la hora y el día en que les toque comer...

Hemos aprendido que para pelear se necesitan dos, que

para resolver un pleito se necesitan dos con voluntad, y que

para eternizarlo se necesitan dos y una ley. Sabemos que en

la universidad de la calle se aprenden muchas cosas, entre

ellas, que ahí se piensa mucho más de lo que la gente que

se dice culta cree.

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III

La Lucha

La etapa realmente difícil para lograr nuestras aspiraciones

había comenzado, presentíamos que la lucha sería dura.

Teníamos que ser fuertes, sabíamos de la necesidad

imperativa de permanecer unidos, nadie debía separarnos.

Cuando hubimos conseguido zapatos y ropa aparente para

el mendigo, afeitado y vestido bien tiza, lo largamos rumbo

a la Municipalidad a investigar todo lo relacionado con

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trámites, todo lo que era necesario realizar para estar bien

con ellos, no porque nos importara mucho lo que dijeran,

sino que preferíamos evitar que anduvieran fregándonos la

paciencia. Como es su costumbre.

Después de dar muchas vueltas por pasadizos y oficinas

tratando de encontrar alguien que supiera por dónde se

debía comenzar, y de proseguir tercamente en el intento por

tres días, estaba más desorientado y confuso que al

principio. Unos pensaban que era necesario enviar una

solicitud al Alcalde pidiendo la concesión, otros pensaban

que directamente se debía tramitar una licencia de

construcción, a lo que, los de la otra oficina, dijeron que

eso no era posible porque no teníamos título de propiedad

del terreno.

De pronto, cuando el mendigo mencionó el nombre de la

asociación: “Casa de los Pirañitas de la Nueva Era”, lo

echaron afuera del recinto municipal. Esta situación lo

obligó a cambiar de estilo, e hipócritamente, se manejó por

las oficinas como si fuera de alguna organización religiosa.

En general, el resultado no fue mejor. Le dijeron que tenía

que traer una resolución de Inabif, porque se trataba de

menores de edad, pero que también tenía que gestionar una

autorización del Ministerio de Agricultura porque se

trataba de terrenos eriazos y ellos tenían que confirmar que

no eran aptos para la agricultura. Como si a ellos les

hubieran pedido lo mismo para convertir las treinta y cinco

mil hectáreas de tierras de cultivo de los valles de Lima y

aledaños en treinta y tres mil hectáreas de cemento y

asfalto y sólo dos mil de tierras de cultivo o áreas verdes.

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Luego era necesario inscribirse en la Dirección Nacional de

Asentamientos Humanos en sabe Dios qué Ministerio,

porque no se sabía si en aquel momento pertenecía al de La

Mujer, al de Vivienda, al de Salud o algún otro, porque

todos reclaman esa Dirección cuando les conviene para

hacer política cada vez que se aproximan las elecciones,

pero la desdeñan cuando ya no les interesa.

Juancho llegó a la cueva alicaído después de más de una

semana de intentos por encontrar y agarrar la punta del

hilo. Nos contó con lujo de detalles la odisea vivida en cada

oficina de cada institución, pero nos manifestó también que

estaba picado y que seguiría adelante por cuanto le faltaba

aún mucho por recorrer.

Por ahí le dijeron que al parecer se trataba de una invasión,

y que por lo tanto, deberíamos conseguir una autorización

del Ministerio de Guerra donde constará que esos terrenos

no eran un campo de tiro del ejército y que el Ministerio

del Interior debía darnos una autorización indicando a qué

comisaría correspondía tenernos bajo su jurisdicción, la

misma que era complementaria de la resolución del

Ministerio de Guerra. Le recomendaron hacer una visita al

Instituto Nacional de Cultura con el fin de averiguar que

trámites debía realizar para obtener la autorización

indispensable del INC indicando que en aquel lugar no se

hallaba ubicada ninguna zona arqueológica.

Después de más de tres semanas de ajetreos e intentos de

trámites, nos encontrábamos mareados, confusos y

decepcionados, por lo que, sabedores de que por la vía del

orden no conseguiríamos nada, y de que por el contrario,

pronto seríamos perseguidos, tomamos la decisión de

instalarnos en el lugar, ponernos a trabajar en el cerco y en

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la construcción de una cabaña, colocar un letrero con el

nombre de nuestra casa y plantar a la entrada una Bandera

Peruana bien grande, como hacen los invasores de terrenos,

para que se pudiera ver desde lejos. Comenzaríamos el

sábado.

La idea era convertir todo aquello, aparentemente

inhóspito, en un sitio apto para vivir y por el que

lucharíamos a muerte para conservarlo. Así pues, reunidos

en la cueva igual que todas las noches, conversando y

conversando, íbamos llegando al cómo y al qué hacer, ante

cada pregunta o situación. Lo bueno era que todos

vivíamos enterados de lo que sucedía y podíamos actuar y

responder bajo el mismo criterio.

Inmediatamente nos dedicamos a acumular botellas de

plástico vacías para llevar agua, a conseguir palos, esteras y

sogas para hacer una ramada o choza, y también palas,

picos y fierros que pudieran servir de barretas para cavar.

Emocionados y nerviosos esperamos el amanecer del día

sábado, entonces, cargados hasta las orejas, partimos

rumbo a nuestro futuro paraíso. Nos instalamos e iniciamos

el proceso de limpieza llevando todas las piedras que

podíamos cargar hacia los contornos del terreno, pues ellas

nos servirían más adelante para hacer el cerco. Acordamos

hacer nuestras necesidades fuera del terreno mientras

cavábamos un hoyo suficientemente grande para construir

el silo.

Paralelamente a la tarea de limpieza, íbamos marcando y

haciendo hoyos más pequeños para sembrar árboles,

siempre cuidándonos de no ser picados por arañas o

alacranes. El Juancho, acompañado de cuatro pirañitas,

fueron a La Universidad Agraria de La Molina a intentar

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que les obsequien algunos plantones de acacia, guarango y

espino, y para que de paso, les recomienden algunas otras

especies que fueran capaces de soportar la aridez del

terreno y la falta de agua.

Consiguieron como diez plantas en esta primera relación, a

las que luego agregaron cuatro matas de eucalipto. Lo

bueno de todo fue que cada planta estaba sembrada en una

bolsa de plástico, y que por otro lado, habíamos establecido

el primer contacto con los estudiantes, a quienes les

interesaba observar los resultados de nuestro proyecto por

lo que nos ofrecieron buscar algunas otras para el siguiente

sábado.

Una vez que las hubimos plantado, se me ocurrió la idea de

colocar al pie de cada mata, una botella plástica de agua a

la que hicimos previamente un pequeño orificio, a fin de

que el terreno circundante se fuera mojando gota a gota,

poco a poco y así pudiera conservar la humedad por largo

tiempo facilitando su crecimiento. De ésta manera,

rápidamente tuvimos sembrado el frente con un árbol cada

tres metros, entonces comenzamos a subir por las laderas

hacia la parte alta del terreno por cuanto queríamos tener

listo el cerco a la brevedad posible.

Con las recomendaciones hechas por los estudiantes de La

Molina, quienes nos visitaron intrigados por el entusiasmo

con que hablaban los chicos sobre nuestra idea, no dudaron

en enseñarnos cómo sembrar y cómo aplicar el abono que

nos obsequiaron. Fuimos sembrando los árboles e

intercalando plantas de maguey y pencas de tuna y

ayrampo entre ellos. Estábamos muy emocionados al saber

que pronto tendríamos un cerco vivo. De paso aprendíamos

mucho, y queríamos saber más. ¡Había tanto que hacer!

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El que volvía cada noche decepcionado y agotado era

Juancho. Trámites y más trámites que ni siquiera podía

iniciar porque siempre le faltaba algo o encontraban una

razón por la cual no le podían recibir una vulgar carta. Ante

ésta situación, yo, Bebucho, armado de valor, me ofrecí a

hacerle compañía para que, por lo menos, tuviera un palo

flaco al que arrimarse y una razón de cariño para insistir.

Preguntando y preguntando llegamos al Instituto Geodésico

Nacional. Allí, gracias a una persona de buena fe, -no

crean, también las hay- dimos con una oficina donde nos

mostraron los planos aerofotográficos de la zona. Casi

gritamos de alegría y felicidad cuando pudimos ubicar el

lugar exacto adonde nos habíamos instalado. Conseguimos

una copia a la cual luego sacamos varias fotocopias

adicionales y, con ayuda de la mencionada persona de

buena fe, demarcamos el terreno, recibiendo la indicación

de que, para que nadie en el futuro nos empujara,

chequeáramos bien que el cerco coincidiera exactamente

con lo que figuraba marcado en el plano.

Con el plano obtenido, escribimos una carta a la

Municipalidad de La Molina. No la pudimos entregar

porque ésta debía ser dirigida al Sr. Alcalde etc. etc. Al día

siguiente volvimos con la carta corregida, pero tampoco la

recibieron porque, como se trataba de una Casa tipo

Albergue, era necesario que indicáramos el número de la

Ficha de Registro en los Registros Públicos, la Fecha de

Inscripción, y además, acompañar el Poder del

Representante Legal debidamente inscrito. Éstas palabras

nos hundieron en la desesperanza, sólo deseábamos llegar a

nuestro sitio, al que ya no nos atrevíamos a llamar por su

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nombre, donde la compañía de los demás amigos nos

ayudaría a soportar el rechazo.

Semejante terminología nos resultaba incomprensible y

estúpida. No nos cabía en la cabeza toda esa maraña de

obstrucción, por cuanto nosotros solamente queríamos un

lugar lejano y tranquilo adonde pudiéramos desarrollarnos,

y porque nos parecía, y creíamos en ello, que era necesario

que desde un comienzo sentáramos las bases para evitar

que se pudiera perder por un formalismo o por un

legalismo, -la misma mierda y formalidad apta para el

abuso- pero, nos estaba resultando imposible saltar aquella

barrera insospechada de impedimentos.

Por fin, en la municipalidad nos dijeron que para dar

comienzo al trámite teníamos que comprar una Carpeta de

Trámite, cuarenta soles, pagar y llenar el formulario de

Compatibilidad de Uso, ciento cincuenta soles, y pagar la

Vista Ocular, ciento cuatro soles. Fue difícil juntar todo ese

dinero porque no todos estaban de acuerdo en pagar tanta

plata, cuando con ella se podía comprar tanques para agua,

esteras, ollas y palos y tantas cosas que necesitábamos.

Finalmente se realizó el pago, comenzó el trámite y tres

días después llegó una camioneta con tres tipos a ver el

lugar. Miraron, hablaron entre ellos y se fueron. Dos días

más tarde, Juancho y yo, fuimos a recoger el susodicho

Certificado de Compatibilidad de Uso. Ante la expectativa

sonaba bonito, pero la Vista Ocular decía que no existían

facilidades de acceso y que el lugar no reunía las

condiciones mínimas para construir viviendas.

Juntamente con el informe nos entregaron una “Boleta de

Multa” por valor de Un mil trescientos cuarenta soles por

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haber realizado obras sin autorización, la misma que debía

ser pagada en cinco días.

- ¡Oiga! Pero... Y... ¿Por qué nos multa si sólo hemos

sembrado unos árboles?

- No. Ustedes están equivocados. No se les ha puesto

una multa. Les hemos impuesto una sanción.

- ¿Pero, igual se paga?

- ¡Claro que sí!

- ¿Y si no la podemos pagar?

- Entonces irá a la Vía Coactiva para proceder luego al

Embargo.

No preguntamos más porque sentimos que el siguiente paso

sería ir a la cárcel. Aquella noche lloramos todos juntos por

primera vez. Eran lágrimas de impotencia. Nos sentíamos

incapaces de soportar aquello. El riesgo y la angustia de la

calle, que cariñosamente continuaba diciéndonos: Sí, era

preferible, o por lo menos, más estimulante para nuestra

lucha, que darnos de nariz contra esas sórdidas puertas.

¡Chess’summm...!

En un acto de rebeldía y coraje pleno, grité volviendo a

poner mi cuota de raciocinio:

- ¡A la mieeeerda la leeeey! ¡Nos llamaremos: “Invasión

de los Pirañitas de la nueva Era”!

- Pero... dijo Juancho, nos van a sacar. Nos botarán

como a perros indeseables.

- ¡No... eso no! ¡Carajo!... Lucharemos. En vez de que

esos mierdas del municipio nos engañen y nos saquen

la plata, es preferible que nos la gastemos comprando

lo que necesitamos.

- Sí. Pero. ¿Cómo nos vamos a defender?

- Los universitarios lo harán, ellos nos apoyarán. Ellos

nos comprenderán. Comenzaremos por La Molina,

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debemos pedirles ayuda, les explicaremos las cosas;

ellos saben mucho más que nosotros.

- ¡Ya listo! Ellos son bien pendejos pa’eso de las

huelgas y las marchas.

- Mañana mismo comenzaremos. Ahora somos

veinticinco, debemos ser treinta, pero con cuidado, no

podemos recibir a nadie si no estamos seguros de que

vale y es valiente.

- ¡Y si son mujeres?

- Más cuidado todavía. Entre nosotros hay tres chicas,

pero pueden ser más, pero que se respeten. Nuestra

lucha es para salvarnos, no para jodernos, por eso no

aceptamos huevadas ni locuras. Que nadie pueda

acusarnos de nada peor de lo que ellos hacen. Algún

día nuestro sitio será tan bueno como esas casas lindas

que vemos por el camino. Ya verán.

- ¡Vivaaaaa! ¡Saldremos adelante como sea o

moriremoooos!

De una mancha de pirañitas que éramos, nos habíamos

convertido en un ejército de hormigas. Incansables

caminantes, laboriosos, siempre atentos y siempre listos

para colaborar, para hacer algo.

Había transcurrido poco tiempo, apenas un año desde que

comenzó la idea, pero en cambio el grupo había madurado

veinte años. Ahora nuestra preocupación era mostrar

nuestro verdadero agradecimiento a los muchachos de La

Agraria que tanto nos ayudaban. Gracias a ellos teníamos

unos buenos corrales con gallinas, conejos y cuyes; tres

buenos perros y tres gatos.

El cerco ya se elevaba casi un metro en todo el perímetro y

los árboles ya tenían vida, habían pegado y crecían

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rápidamente gracias al riego constante de la botella, las

tunas echaban sus primeras pencas y los magueyes ofrecían

sus primeros hijuelos. En la parte interior habíamos

construido un tanque de concreto para agua con un camino

de acceso para que el camión cisterna pudiera llegar hasta

él. El silo era una realidad a un costado del terreno, un caño

de agua para lavarse, una ducha y otro caño para la cocina.

La canchita para jugar y hacer deportes se encontraba

limpia y casi plana. Nuestro ejemplo eran los Incas

construyendo Saiqsayhuaman.

También, con la ayuda de los jóvenes de La Agraria,

quienes habían hecho para nosotros planos de vivienda y

recreación de tipo rural, ahora contábamos con sala de

juegos, sala de estudios, dormitorios con capacidad para

cuatro camas cada uno, separados para los hombres y para

las mujeres. Todo lo que teníamos era primitivo, rústico e

insuficiente aún, pero nos llenaba de orgullo saber que no

le pedíamos nada a nadie.

Entusiasmados tomamos una decisión seria, valiente y

grandiosa. Festejaríamos nuestra primera Navidad en casa.

Ya no iríamos por los barrios residenciales revolviendo en

la basura para recoger lo que tiraban. Ya no sería la

Navidad caminando, corriendo y recorriendo calles y

plazas viendo cómo otros festejan, para que al final con

aire de suficiencia nos den una migaja. Ésta vez

disfrutaríamos nuestra propia Navidad, para ello habíamos

juntado el dinero suficiente.

Para empezar, un grupo de nosotros, fue al mercado de

compras. Tres pavos enormes que nos entregaron pelados y

limpios. Sin pérdida de tiempo los llevamos a una

panadería, los hicimos hornear y mientras eran sometidos a

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un dorado hermoso, fuimos a comprar arroz, leche,

chocolate y toda la lista de cosas que nos pidió Olga,

incluyendo panetones, cohetes y bengalas; afiches, luces y

guirnaldas. Todo era luminoso, aunque a velas y linternas

porque no teníamos luz eléctrica.

Por esa noche nos olvidaríamos de la calle para compartir

juntos el más lindo de los momentos. A las seis de la tarde

ya estábamos todos ahí, sin excepción, en la tarea de la

decoración y dignificación del ambiente. Cuatro amigos de

La Agraria con sus respectivas parejas, provincianos

naturalmente, que prefirieron acompañarnos, pusieron su

mano para darle mayor calidad al ambiente ya que nosotros

teníamos mucho entusiasmo pero poco conocimiento sobre

cómo decorar.

La Navidad fue emocionante por el significado que tenía

para nosotros, inteligente porque cada uno puso todo de sí

para que resultara lindo, alegre y festiva porque fue la

primera y mejor fiesta disfrutada en nuestras vidas y

donde la alegría general nos hizo olvidar lo que éramos,

estridente y explosiva por la cantidad de fuegos

artificiales que quemamos. ¡Ah!, olvidaba, divina, porque

Olga hizo un pequeño nacimiento donde nos arrodillamos

a rezar una oración a las doce de la noche recordando a

Pirincho, aquel compañero y amigo al que atropellara el

micro.

Navidad

Navidad

Una ilusión ve germinando en la entraña de una madre,

Un retoño está naciendo en la humildad de un pesebre.

Una vaca los observa con sus ojos de tristeza,

un cordero que lo abriga con paciencia y sin reproches.

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Un burro le está esperando para viajar por la tierra.

Mientras las aves que llegan tejen un collar de sueños

Un lucero va alumbrando haciendo día la noche

Para que todos lo vean, para que todos comprendan

Que se nace por amor, porque el amor es la paz.

La madre le da cariño lo amamanta y le bendice,

Niño bendito que nace destinado para darnos

Lo que más falta nos hace en un mundo desigual.

Navidad amor y sueños ilusiones y esperanzas,

De las caritas tristonas del foquito que ilumina

Cuando con un caramelo se fabrica una sonrisa.

¡Que viva la Navidad para los niños del mundo!

Que el amor sea la dicha que el dolor no vuelva mas,

Que la paz con alegría dure por siempre jamás.

Reímos, cantamos, saltamos, jugamos y callamos a la hora

de cenar porque el chocolate, el pavo, los panetones y lo

demás estaba tan bueno y sabroso que no podíamos hablar

en ese momento, pero en cambio tuvo la virtud de darnos la

energía necesaria para aguantar hasta la madrugada.

Por muchos días la maravillosa noche de Navidad dominó

nuestra conversación, porque, además de todo, estuvo llena

de anécdotas graciosas, que ésta vez sí, como niños que

éramos, afloraron libre y espontáneamente.

Se podía decir que íbamos ganando la lucha; que íbamos

logrando resultados edificantes, no sólo saludables, sino

también dignificantes, por lo tanto, estábamos convencidos

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interiormente que nos estábamos preparando para la vida,

preparación que complementábamos adecuadamente con

las clases que nos daban los muchachos de La Agraria.

Era obvio que ante la ley no éramos nada, que ante la

sociedad éramos apenas unos marginados indeseables

usurpando derechos reservados para “alguien”, siempre

que no fuéramos nosotros, pero eso no nos importaba un

pito y continuábamos la lucha por nuestro proyecto aunque

para lograrlo fuera necesario vivir enfrentando sombras y

dudas, más ahora que estábamos empeñados en ser dignos

y justos con nosotros mismos.

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IV

La Marginación

Hasta que comenzó el principio del fin, por supuesto, como

se dice en el argot institucional: con la mejor de las

intenciones, pero al fin y al cabo, el fin estaba empezando y

llegaría con la misma displicencia con que Pilatos se lavó

las manos, con la misma avaricia con que Judas vendió a

Jesús o con la misma sana intención con que los Césares se

divertían en el circo apuntando con el dedo gordo hacia

abajo para decretar el fin de los perdedores.

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Una joven, Asistenta Social de la Universidad de San

Martín de Porres, muy amiga de un estudiante de La

Agraria, a quien le había hablado del maravilloso y poco

común acontecimiento –que era nuestro proyecto- se

ofreció amablemente a colaborar con nosotros sin más

interés que el de obtener la experiencia que ello significaría

para introducir un importante capítulo en su Tesis. De

primera intención haría un registro de todos, para lo que era

necesario que todos tuviéramos nombre y apellidos. Todos

aquellos que tan sólo tuvieran un apellido adoptarían como

segundo apellido: Molina, porque el albergue estaba

ubicado en La Molina.

El siguiente paso fue conseguir que todos tuviéramos

Partida de Nacimiento Inscrita en el Registro Civil.

Muchos fueron firmados por Juancho y por Olga, la

carretillera. Sin embargo, el trabajito que Blanquita se

había echado encima con buena fe y mucha voluntad, le

llevaría varios meses de gestiones, y por supuesto, también

de sinsabores por el maltrato que en ocasiones recibía de la

gente al no comprender por qué ayudaba a los pirañitas.

Cuando logró completar el padrón, redactó un memorial

que fue suscrito por todos con firma y huella digital, el

mismo que fue presentado a la Dirección de Asentamientos

Humanos. Llegamos con bombos y platillos a presentar

nuestra solicitud. Fue recibido en la Mesa de Partes, y

según nos dijeron varias semanas después, había sido

estudiado, discutido y desechado. Fue rechazado aduciendo

que toda esa zona había sido denunciada para un proyecto

de ampliación de la Arenera La Falla, empresa que en su

propuesta había indicado que construiría, en un futuro, -

quizá algún día, aunque más sonaba a cuento con fines de

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apropiación- casas para los obreros, todo ello dentro del

marco de desarrollo social de la empresa.

¡La miéchica! Nuevamente estábamos siendo arrimados,

marginados; nuevamente estábamos siendo colocados en la

calle como ejemplo de lo que no debe ser, pero que es

necesario para que la sociedad exista y sea, como parte

importante del reciclaje del mercado. Lo mismo que sucede

con la delincuencia común: son parte de la sociedad de

consumo y por eso no es combatida adecuadamente, son

necesarios para acelerar la reposición del material

desechable del reciclaje mercantilista. A más robos más

consumo y más movimiento comercial. Si a usted no le

roban el reloj, jamás se comprará otro.

Sin rumbo y sin destino, a nuestra suerte, o mejor dicho: a

la mierda, iban a quedar más de dos años y medio de

esfuerzos y de terca lucha por una simple expectativa, y

cuando ya los árboles hacían notar su presencia en el lugar,

cuando ya nuestras viviendas tomaban cierto viso de

habitables, cuando ya teníamos un cerco y una pequeña

granja... y zás.. el zarpazo desgarrador de los tigres de

escritorio y el papelucheo nos empujaban nuevamente a la

nada.

Legalmente no teníamos armas, y por tanto, menos aún

posibilidades. Socialmente éramos: escoria desechable, y

para colmo, según la ley, menores de edad, lo que equivale

a decir, sin derechos reales.

Los trámites y el basureo indignante del que éramos objeto,

habían acabado con nuestras esperanzas de poder realizar

nuestro proyecto ordenadamente para evitar que nos lo

quiten. Ahora estábamos ante la perspectiva de continuar

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adelante contra viento y marea –como dicen los que hablan

bonito- o jugarnos la vida en ello, como dicen los valientes.

No cabía tregua porque nuestra pasión era demasiado

grande para dar marcha atrás o abandonar.

Inconscientemente respondíamos a la sociedad con el

mismo desprecio con que éramos tratados. Nosotros

vivíamos y robábamos al margen de la ley, respondiendo

con valor a que ellos nos marginaran y robaran de acuerdo

a ley. La gran cojudez o la gran concha, establecida por la

ubicación de los unos y la des-ubicación de los otros. La

paradoja eterna de la justicia y el ajusticiado de la que ni

Cristo se salvó. La justicia y la venganza son como los

rieles del tren, avanzan paralelos, mantienen su distancia

para que el tren camine, sin importar cual de ellos sea el

que aporta la fuerza o soporta el peso. Pero cualquiera que

se desvíe descarrilará el tren.

Estos pensamientos, en busca de una respuesta que no

encontraba y no creía posible, me atormentaban. La única

conclusión a la que llegaba siempre, era que para nosotros

no había otra vida que aquella a la que ellos llaman

informal, y con razón, pues la informalidad no es sino la

consecuencia del egoísmo de la formalidad apoyada en el

legalismo asfixiante del obstruccionismo de la tecnocracia,

por cuya mediocridad no se le permite razonar.

Pensaba en aquellas oportunidades en las que me arrimaba

a grupos de mayores para escuchar lo que hablaban. Unos

hablaban de mujeres y de lo macho que eran, o de lo

mucho que aguantaban chupando antes de lograr una buena

borrachera; esos me daban asco. Otros contaban y se

lamentaban de cómo estaban jodidos porque, por un lado,

tenían que pagar impuestos y multas a la Sunat y los

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Municipios, y para salvar el asunto, no les quedaba más

remedio que recurrir a los préstamos bancarios, lo cual era

peor, terriblemente grave. No hay negocio capaz de

sobrevivir a los intereses usureros que les cobran.

Decían que el que cae en manos de los Bancos: se jodió.

Pierde su negocio, arriesga su familia y no volverá a

dormir. Cada día recibirán una carta amenazándolos con

juicios, embargos y lanzamientos por deudas que llegan a

niveles a los que jamás pensaron que sus humildes créditos

podían alcanzar. Por último, los acusarán a un tal Infocor,

que no se quien es pero que debe ser muy poderoso,

porque dice que los botará del sistema. ¡Carajo! Todo lo

que hacen los que tienen plata para vivir de los que no la

tienen.

No comprendía el alcance de esas conversaciones, pero

eso sí, me permitían comprender que nosotros vivíamos

ajenos a esas complicaciones, lo que por lo menos, nos

servía para dormir en paz. Solamente debíamos manejar

nuestra independencia de otros grupos.

Estando las cosas así, fuimos en busca de los amigos de La

Agraria, quienes atentos y dispuestos como siempre,

hicieron un llamado a las agrupaciones universitarias de

todas las universidades de los diferentes distritos del área,

se organizaron marchas y se hizo un poco de bullanga

durante unos días, para luego olvidar.

Aparentemente, pelear por los pirañitas, no era una causa

noble para aquellos que no nos conocían, de manera que

rápidamente tiraron la esponja. Solamente los de La

Agraria, nuestros amigos, permanecieron con nosotros.

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De todas formas, fue el comienzo del fin. El movimiento

dio como resultado que, ante las vistas propaladas por los

noticieros de radio y televisión de lo que ahí existía,

distorsionado por encima de lo que nosotros éramos,

despertaron a los traficantes e instituciones que

comenzaron a rondarnos como moscas.

Las instituciones del estado, las instituciones religiosas y

otras que dicen que son sin fines de lucro, llegaron a

ofrecernos su protección, dispuestas a “iniciar una batalla

legal contra la empresa que abusivamente se estaba

adueñando de ese lugar que efectivamente era apto para

una obra tan loable como lo era nuestra casa”. Otros decían

que se imponía proteger a los “pobres pirañitas

abandonados... tan pequeños”... oh, oh, oh... en un lugar tan

alejado e inhóspito.

Las cuatro y media hectáreas que comprendía el cerco,

ahora verde, que si bien no era gran cosa, sí era en cambio

muy tentador, pues ellos sabían que representaba el

comienzo de algo importante por el que podían recibir

muchas donaciones, se convirtió en un dulce manjar que

atraía a los moscardones que con desesperación la

rondaban sin cesar.

Cada uno por su cuenta, comenzó a mover los hilos en los

Ministerios y otras dependencias que, de alguna forma,

pudieran tener dentro de sus atribuciones la posibilidad de

conceder la tutoría del proyecto, y de esta manera, -como

dicen los curas- ganar indulgencias con avemarías ajenas.

El resultado no se hizo esperar. Por una Resolución

Directoral, de sabe Dios qué Ministerio, pasó a poder de

una institución estatal que se preocupó de inmediato por

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impulsar las medidas respectivas, convenientes,

concernientes y diligentes, sobre todo, para que, con cargo

al presupuesto de la institución darle el marco legal, el

marco educacional, el marco de salud, el marco de

recreación y deportes que dentro del marco social resultará

indispensable para su desarrollo, luego vendría el marco

vocacional y psico-social de amplia proyección al futuro y

etc. y etc. marcos.

Para comenzar, llegaron con policías y guachimanes y sin

más ni más, despidieron a Juancho y a Olga porque, según

dijeron, “eran mala influencia y un ejemplo poco edificante

para los niños, y además, era lógico suponer que estaban

explotándolos y abusando de esos pobres chicos”.

Armamos un bolondrón de los diablos, nos trenzamos a

golpes con la policía, les caímos encima y les dimos duro,

hasta que le rompimos la cabeza de una pedrada a la vieja

que dirigía aquello que llaman operativo, entonces fue

cuando sucedió, nos rompieron el alma a palos varazos y

puñetes.

Después de eso y sin nadie que pudiera hacer resistencia,

tomaron posesión del lugar, dejaron un patrullero con tres

policías en la canchita, -dijeron que pa’guardar el orden- y

tres guachimanes se ubicaron de ronda. Al llegar la noche,

los guachimanes comenzaron a fregar y a querer hacerse

los vivos con las chicas, entonces, rodeamos a uno y le

dijimos bien claro: ¡So pedazo de mierda! ¡Como alguno

de ustedes se desmande un sólo poquito, se mueren! Fue

suficiente. Ellos sabían perfectamente que no era broma. Se

morían.

Al día siguiente comenzaron a traer cosas. Llegaron

camiones cargados con materiales de construcción y

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personal. De inmediato comenzaron a edificar oficinas, una

enfermería y nuevos baños... para ellos por supuesto, hasta

que llegaron los administrativos con macetas, cuadros y

material de decoración. Todo fue muy rápido. En pocas

semanas estaban instalados.

Desde que llegaron, nosotros, los pirañitas, ya no salimos a

trabajar como todos los días, ahora fuimos confinados y

obligados a realizar las tareas de limpieza y servicio que

ellos indicaban, ya fuera en la cocina, en la granja o en

albañilería. Todos nos pasaban por encima, nos mandaban

y apabullaban. Éramos los chupes. Comprendimos que con

aquella actitud, y dentro de ese nuevo orden, nosotros, ya

no éramos precisamente los importantes, habíamos pasado

a un segundo plano. Ahora, ellos eran los dueños de la

pelota, el mando y la importancia eran suyos.

Ante semejante situación, con nuestros valores trastocados

y vigentes los valores establecidos por ellos, los

universitarios que regularmente visitaban el albergue y

departían con nosotros dejaron de venir, lo cual hizo que la

vida ahí cambiara radicalmente y que, muy apenados, la

sintiéramos fría y ausente de cariño. Acabaron nuestras

ilusiones y las aspiraciones que nos sostenían y mantenían

unidos. Ya no éramos nosotros, aquel dejó de ser nuestro

mundo para convertirse en un apéndice tentacular de la

estúpida sociedad de la cual siempre huimos.

Habíamos perdido nuestro hogar. Habían atropellado

nuestras esperanzas y acabado con nuestros sueños e

ideales. Habían prostituido nuestro modo de vida. Habían

avasallado nuestro derecho natural a la libertad. Seríamos

parte efectiva de la vanidad de unos y la ambición de otros

al negarnos el derecho a ser nosotros mismos.

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V

La Consecuencia

Los días se hicieron fríos, las tardes aburridas y las noches

largas. Cada mañana al levantarnos sentíamos que todos los

que estaban ahí para atendernos actuaban como carceleros

y se desvivían por que los sirviéramos. No permitían que

nos manejáramos por nosotros mismos, legalmente éramos

la razón del albergue pero realmente éramos prisioneros de

un cuento social. En lugar de enseñarnos cosas útiles se

dedicaron a que tercamente aprendiéramos los reglamentos

que no daban opción a nuestro desarrollo pues lo prohibían

todo. Muy a nuestro pesar, veíamos con pena que nos

estábamos deteriorando con rapidez inusitada, la agilidad

mental y la reacción rápida ante situaciones inesperadas

que era nuestro sino en la calle, terminaría atrofiada.

Querían amansarnos, para ello, venían a vernos curas y

monjas que se la pasaban hablándonos cosas que no nos

interesaban, invariablemente el mismo cuento cada vez,

luego, cuando éstos se iban, venían unas viejas que nos

revisaban las orejas, nos jaloneaban los pantalones y nos

sacaban las camisas para afuera, para ver si teníamos los

calzoncillos con caca como si fuéramos niños inútiles.

Otras querían enseñarnos a leer y escribir en unos libros

para bebés.

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El albergue aquel que fue nuestra casa soñada, la mayor

ilusión de nuestra vida, el lugar por el que sacamos desde

lo más profundo de nosotros mismos todo lo que

guardábamos, ya no nos pertenecía, ya no nos interesaba

para nada, y fue cuando cada quien, comenzó a madurar la

idea de escapar de ahí. La calle nuevamente nos diría: Sí.

Una mañana, al despertar del despertador, ya no estábamos

en el albergue. Los tres guachimanes amanecieron bien

atados y con un trapo en la boca. Volvimos a las calles

adonde cada uno tomó su lugar, o mejor dicho, su rumbo,

ya que la calle, fiel y leal como siempre, continuaba

diciéndonos sí, yo sí que estoy contigo.

Perdimos la virtud de mantenernos como un grupo

compacto, dejamos de ser el ejército de hormigas que

luchaba por una idea, para volver a ser nuevamente una

mancha de pirañas, pero ésta vez nos duró poco tiempo.

Los más grandes no tuvieron más remedio que ingresar a

una pandilla y, como pandilleros y en mala compañía, no

pudieron salvarse de caer en la droga y por ahí, por ese

camino, comenzarían a declinar. Otros se reintegraron a

alguna mancha de pirañitas y pronto olvidaron todo aquello

que con tanto esfuerzo aprendimos para realizarnos.

Algunos fueron capturados por la policía y devueltos al

albergue, pero volvieron a escapar.

La desilusión fue tan grande que ninguno pudo superar la

frustración. Desde el inicio habíamos tratado de evitar que

los mayores invadieran nuestro campo, pero no nos lo

permitieron, sufrimos el abuso de la fuerza aquella que es

movida por intereses extraños, no hubo forma de escapar

de las garras de ese intrincado sistema obstruccionista,

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avasallante y opresor. El albergue sería nuestra

contribución desinteresada a eso que llaman con mucho

respeto: sociedad.

Yo tampoco pude soportar aquella pérdida y desaparecí.

No quise que se me viera más por ahí. No quise volver a

saber de aquel lugar maravilloso donde pasamos tantos

momentos felices. Lo cierto es que pensaba demasiado en

lo sucedido y no quería quedarme en la calle, a pesar de

que sabía, que siempre me seguiría diciendo sí. Entonces

preferí partir en busca de nuevos horizontes guardando

todo lo vivido como un recuerdo grato de una aventura en

la cual la calle me dijo sí..

En un principio pensé en el cuento del Viaje de la Sandía y

quise ir al sur, quizá donde mi tía, pero, había oído hablar

tanto de la selva y de lo maravillosamente verde que era,

que no pude resistir la tentación y me fui para allá, hacia un

mundo nuevo para mí. Tenía tantas ganas de llorar

amargamente sentado bajo un árbol... mirando las

hormigas, escuchando los pájaros y las cigarras, tal como

nunca lo había hecho, y quedarme ahí dormido.

En mi madurez precoz, era un hombre que volvía a soñar,

pero esta vez mis sueños eran diferentes. Ahora soñaba que

llegaría a ser un grande y poderoso maderero, o un

comerciante de productos de la región, o quizá un

narcotraficante, un hombre fuerte capaz de manejar

voluntades, un señor manipulando aquella gente que anda

en busca de alguien en quien apoyarse para sobrevivir.

Ahora, esta vez quería ser yo el manipulador de autoridades

e instituciones, quería manipular a todos aquellos que nos

habían enseñado cómo hacerlo, entre gotas de sudor y

lágrimas de desconsuelo.

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Se me revolvía el estómago cuando añoraba mi albergue

querido y a mis amigos. Me juraba que ahora yo les daría

de comer en mi mano. Claro, para utilizarlos después y

sacar de ellos el provecho necesario, los ajustaría cuando y

cuanto fuera necesario hasta tenerlos en mi puño, para

luego, aflojar lo indispensable para que no se mueran, tal

como sentí que hacen los poderosos con los débiles, pero,

también me repetía con honestidad hacia mi mismo que

jamás aceptaría ser arrimado de nuevo, que no permitiría

que me empujen. Antes moriré.

Ahora me tocaba el turno y me tocaba hacer a otros lo

mismo que me hicieron a mí aquellos hijos de la

grandísima, que sin hacer nada especial por nosotros o por

comprendernos, nos quitaron nuestro albergue.

Mis raíces habían absorbido en la calle todo el nutriente

que proporciona la basura. Mi tronco era fuerte y leñoso,

capaz de soportar cualquier cosa, y mis ramas, después del

invierno del desdén vivido, al llegar mi primavera y

llenarse de hojas nuevas, no estaban dispuestas a brindarle

su sombra a nadie.

El resentimiento de cada uno de los miembros que

formamos La Casa de los Pirañitas de la Nueva Era, nos

llevó por diferentes medios o por diferentes caminos a

cometer sin piedad los actos que una actitud permanente de

venganza sugiere, la que precisamente, es más dura y cruel

por ser el producto del daño moral inferido por la

inconciencia irracional sometida a reglamentos generales,

los que siempre resultan siendo buenos para unos pocos y

desastrosos para la mayoría.

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¿Cuándo aprenderán?....

¿Por qué no observan el cariño con el que un ave da de

comer a sus pichones? ¿Por qué no observan en la

Naturaleza, que es Dios en su más pura manifestación de

omnipotencia y sabiduría, cómo nos muestra en todas sus

formas el amor y la armonía? ¿Por qué no pensar en la

paloma que deja de comer para alimentar a su pichón

cuando se distribuye el gasto en un presupuesto asignando

la mayor parte de él a gastos administrativos y etcéteras,

para dejar apenas un saldito insignificante para la obra

social real?

Si no saben obtener de la naturaleza una respuesta, sepan

por lo pronto, que la migaja y la limosna no son atributos

naturales, por lo tanto, jamás serán solución a nada.

¿Cuánto de verdad se puede soportar antes de morir?

¿Cuánto de mentira se requiere aceptar para vivir?

He asumido la investidura del niño abandonado, del niño

huérfano de padres vivos, del niño humillado y maltratado,

para reflexionar con ellos en el amor de las bondades de la

maternidad y en el propio horror de los recuerdos infantiles

de cada uno de ellos, para asumir en esa identidad, una

actitud de rebeldía que permita rescatarlos con dignidad y

por su propio esfuerzo de la depravación de los mayores,

de la inconsciencia de los padres que los obligan y torturan

y del avasallamiento social de la justicia de los hombres.

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Quiero cambiar, quiero sentir

Caminando sin rumbo, a la deriva,

voy por calles y avenidas, sin fronteras,

vago mirando cómo cuelgan las carteras,

en un vivir simple que no deja alternativa.

Soporto el frío, soporto la añoranza,

duermo en el suelo, cosecho en muladares,

vivo del dinero que hurto en mis andares,

acumulo experiencias y deseos de venganza.

Veo cómo la luz ilumina sólo a unos,

veo sonrisas fulgurando en otras caras,

la mía en cambio se adorna con escaras

y eccemas, de los que se salvan sólo algunos.

La calle una vez me dijo sí, y fui su amigo,

la misma calle que me salvó de mis dolores,

esa larga calle que me libró de mis temores,

porque en ella, soy el dueño, no el mendigo.

Quiero cambiar, quiero salir de esta basura,

quiero surgir, no deambular por los escombros,

saber del orgullo que va sobre mis hombros,

tener un sitio, donde me acojan con ternura.

Descubrir la sonrisa alegre de la vida,

quiero vivir cantando alejado del horror,

quiero vivir una alegría expresada con amor,

ver en cada mujer una madre muy querida.

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¿Puede el amor ser por el que ama olvidado,

puede ser indiferente y pasar así de largo.

Puedo, humilde ser y despertar de mi letargo,

puedo reír, para arrancar la amargura del pasado?

Víctima inocente soy de la crueldad y la pobreza,

víctima por nacer bajo horribles circunstancias,

víctima obligada, avasallado por las ansias,

del poder del dinero y los deseos de grandeza.

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Epílogo

Después de recorrer lugares, unas veces a pie y otras

andando o viajar sobre la carga de los camiones haciendo

de ayudante por pueblos y ciudades de la sierra, llegué

finalmente a la selva, a la región en la que suponía que

podía realizar mis sueños y esperanzas.

Días antes, no sé si de pura casualidad o por un golpe de

suerte, estando en Huánuco, que es precisamente la última

ciudad en el recorrido que por su ubicación se convierte en

una especie de puerto entre la sierra y la selva, iba

caminando por las cercanías del mercado, cuando vi un

camión que transportaba unos cilindros azules y otros

materiales raros que descubrí cuando el chofer levantó el

toldo para subir unos sacos de arroz, azúcar y unas cajas

con aceite y otros comestibles, me surgió la idea de pedir

trabajo como ayudante.

Ya fuera por mi corta edad o aspecto infantil me rechazó de

inmediato y se fue al kiosco de la esquina a tomar un café,

pero gracias a la habilidad y chispa que se adquiere cuando

se ha trabajado siempre en la calle, lo abordé nuevamente,

le hice conversación y con rapidez me gané su confianza,

de tal manera que, entre broma y broma, se fue soltando

hasta que, después de saborear su segundo café, me aceptó.

Al partir, me invitó a sentarme con él en la cabina para que

le hiciera compañía y de paso hacer menos pesado el viaje.

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Una vez ahí, de su propia cuenta fue contándome algunas

cosas relacionadas con el motivo del viaje y sobre la carga

que llevaba. Me explicó cómo debíamos actuar si se

presentaba algún control, todo esto supongo que era para

demostrarme lo capo que era y de lo muy enterado de todo

que estaba.

Atando cabos, me di cuenta del tipo de carga que

transportaba, que sin duda era ilegal pues se trataba de

material para la maceración de coca. Hablamos de la ruta

que seguiría y su destino, y fue entonces que me contó que

llegaríamos hasta un lugar, más allá de Tingo María, donde

ingresaríamos por un sendero camuflado donde la carretera

se ve como una simple trocha en la espesura de la selva,

tanto que por largos sectores forma largos túneles que van

apareciendo y desapareciendo. Todo ello te hace sentir el

poder de la selva, el calor, la humedad y el fango pegajoso

del camino, te oxidan hasta el espíritu.

Sin saber cómo, ya estaba sobre lo que andaba buscando y

no desperdiciaría la ocasión. Convencí al chofer que me

llevara allá porque quería trabajar, a lo que él sin reparo

alguno accedió, no sin antes advertirme que el trabajo era

duro y que me sería difícil salir de ahí. La razón era simple:

tenían otros niños trabajando en ese lugar donde los

explotaban a su gusto y paciencia, y sin respeto ni

consideración alguna.

Efectivamente, al llegar a ese inhóspito lugar, debo decir

que brutalmente cálido y tropical, donde el follaje sólo

permite que los rayos del sol, convertidos en hilos

brillantes se filtren al medio día, de inmediato me pusieron

a trabajar con los demás niños. Lo que ahí sucedía me hizo

recordar las palabrejas que odiaba tanto cuando era

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pequeño: trae pa’cá mierda, lleva pa’llá imbécil... etc. y

golpe con uno, y etc. Otra vez. Esta vez sin embargo, lo

tomé desde un punto de vista diferente. Estaba iniciando un

nuevo tipo de vida y ello representaba mi gran lucha; en

ella estaba en juego mi destino, el cual dependía tan sólo de

mí. Mi soledad interior sería mi fortaleza, aquí olvidaría mi

nombre.

Tres duros y difíciles días después, me armé de valor y me

presenté ante el jefe, al principio no me quiso recibir pues

estaba muy ocupado -sentado y con la camisa abierta- en

ventilarse la panza. Entonces le mandé decir que sabía

cómo se podía obtener mejores resultados de las pozas, y

eso sin tener que aumentar el personal y sin mayor trabajo.

Intrigado por lo inusual de la oferta, me recibió con cara de

incrédulo, sin duda con la intención de burlarse de mí. Sin

cambiar la cara de estúpido que ya tenía por la pasta básica

que fumaba, pero en la que pude adivinar que tenía más

ganas de sacarme el diablo que de escucharme, me hizo

pasar.

Después de la conversación, que sólo duró unos minutos y

en la que sólo hablé yo, me permitió manejar a los

trabajadores, pero eso como prueba solamente y

advirtiéndome además, que si no obtenía los resultados

ofrecidos me rompería el alma a patadas y me zambulliría

en una de las pozas.

Inicié mis tareas protegiendo a los menores de todo acto de

crueldad y violencia. Todo el problema consistía en que los

mayores los golpeaban constantemente y abusaban de ellos

haciéndolos trabajar mucho más de lo que ellos mismos

hacían. Como respuesta a esa maldita actitud, ellos -los

menores- boicoteaban las pozas des-balanceando la mezcla

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de los insumos al echar cantidades excesivas a unas pozas y

mínimas a otras o jugaban con el agua con resultados

negativos.

En poco tiempo, al poner las cosas en orden, los resultados

se hicieron notar con la consiguiente complacencia,

admiración y aprobación del jefe, quien me apoyó

decididamente deteniendo el abuso y mejorando el rancho.

Durante una visita que hicieron los jefazos al laboratorio, -

así lo llamaban- fueron enterados de mis cualidades y

habilidades, entonces me llamaron a su reunión, hablaron

conmigo y decidieron llevarme con ellos, porque según

dijeron, tenían otros planes para mí. Dejaron órdenes

precisas sobre cómo manejar las cosas de ahí en adelante,

me mandaron a bañar y cambiar de ropa y partimos hacia

un aeropuerto escondido no muy lejos de ahí, donde los

esperaba una avioneta -que me pareció linda-

convenientemente camuflada.

Estaba emocionado y nervioso al mismo tiempo, salir de la

selva aquella en tan corto tiempo y en compañía de los jefes

representaba un paso inmenso para lograr mis aspiraciones.

Nunca había volado ni siquiera en sueños, y ahora, de

improviso, me hallaba en esa avioneta volando sobre la

selva, por ratos entre los ríos y de repente entre las nubes.

Miraba todo con atención sin perder detalle, de vez en

cuando me pellizcaba para ver si me dolía y cuando esto

sucedía, daba un suspiro de satisfacción.

Hablamos mucho durante el viaje. Querían saber todo sobre

mi, de cómo había llegado hasta el laboratorio, de dónde

venía y cual o cómo había sido mi vida. A pesar de la edad,

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que era la que realmente aparentaba, me escuchaban

sorprendidos de mi madurez y sonrientes oyeron mi relato

de cómo la calle me dijo sí. No cabía duda que estaban

entusiasmados con la idea de tenerme con ellos, estaban

seguros de haber hecho una buena elección, lo cual a mi me

tenía más entusiasmado aún. Ese viaje ha sido uno de los

momentos más gratos de mi vida.

Varias horas después llegamos a una pequeña ciudad –me

dijeron que estábamos en Colombia- Fui provisto de ropa

elegante y comida sabrosa como nunca había probado. Me

entendieron, me comprendieron y me dijeron: Sí, de la

misma manera, tal y como una vez, la calle me dijera: Sí, solo que ésta vez, estaba ante un universo diferente y ante el

cual, mis opciones eran triunfar o morir en el intento.

Esta gente no perdía tiempo en romances, ni se andaba con

medias tintas. Lo que había que hacer se hacía y adelante, de

manera que de inmediato y sin rodeos iniciaron mi proceso

educativo. Presentían que apuntaba como un buen prospecto,

querían averiguar mis recursos y aptitudes, y para ello,

comenzaron a darme clases especiales de educación y

cultura, lo que comprendía: vestimenta y cortesía,

desenvoltura y respuestas imprevistas ante preguntas

imprevistas; agilidad mental para reaccionar con actitudes

diplomáticas o dominantes adecuadas, esto es, de cómo ser

una pasta cuando convenía y cómo un hijo de perra cuando

era necesario; de cómo ser un auténtico jefe de la

Organización. Mafia y narcotráfico eran palabras que no

estarían en mi diccionario.

Clases de idiomas, aritmética elemental y matemáticas,

desarrollo de la actitud mental, razonamiento comercial,

diplomacia y todo cuanto pudiera ser de utilidad en mi vida

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futura, pues ésta, ya no sería mía. Pasaría a ser parte del

clan, o quizá algún día, podía llegar a ser el mismo clan.

Pasó el tiempo, pasaron algunos años. Así, a los veinte

años, y después de haber recorrido por varios países del

extranjero, un futuro forjado a pulso para manejar ese alto

mundo me esperaba, o mejor dicho, se presentaba ante mí.

Estaría seis meses en Perú y otros seis en Colombia.

Después, comenzaría el tramo final de la gran inversión

que se hacía en mí.

En gran parte, gracias a mi decisión de no ser jamás un

consumidor, lo cual representaba juicio y garantía para las

decisiones que tomaba, cualidad que era bien apreciada,

ingresaría a una discreta y especial escuela en los Estados

Unidos donde me convertirían finalmente en un personaje

impredecible, frío como el hielo y cálido como el fuego,

impertérrito, capaz de manejar conciencias y voluntades,

hambre y soledad, dominio total de mi mismo.

Impenetrable.

Ese era el destino para el cual estaba siendo preparado, con

la condición única de que, si por cualquier razón o motivo,

caía alguna vez, habría fracasado y era hombre muerto, si

ello no sucedía, en cambio, si gracias a mis habilidades

libraba todos los obstáculos que con seguridad pueden

presentarse en tan azarosa vida, entonces podría llegar al

alto mundo donde el secreto de mi procedencia podía

lograr los más altos cargos en la organización.

Tanto poder en mis manos, tantas personas y fortunas

dependiendo de un guiño de mis ojos o un pequeño

movimiento de uno de mis dedos para cambiar la posición

o el futuro de alguien, jugar con la razón de vivir o de

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Roger L. Casalino Castro

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morir superaban mis expectativas. Tendría que vivir en

reflexión permanente y siempre preguntándome,

consultando a mi propia conciencia, sin pestañar y sin

dudar, pero en función de la organización.

¿Debo agradecer la circunstancia que vivo? O ¿Debo

odiarla por haberme sustraído de una vida simple y objetiva

y con las aspiraciones de un hombre común y corriente? No

lo sé. ¿Debo agradecer a quienes me quitaron el albergue?

O ¿Debo continuar odiándolos por significar una cicatriz

grabada con tinta indeleble en mi personalidad? Tampoco

lo sé.

He aprendido que no debo amar ni odiar a nadie.

Simplemente debo apartar de mi camino todo aquello que

estorba, que no es productivo, que traicione o represente

riesgo. Pero, ¿Podré arrancar alguna vez de mis recuerdos

la cara de suficiencia de la mujer aquella que llegó con

aires de divinidad, pero apocalíptica, a tomar posesión del

albergue? No lo sabré nunca.

Dos cicatrices tengo marcadas en el alma. Ellas serán mi

cruz y mi sombra en el proceso educativo en el que estoy

inmerso: Una es de odio, representada por la cara de

aquella mujer que me friega recordar. La otra es de amor y

está representada por las tetas de mi madre... las que no

podré olvidar jamás, las que nunca dejaré de adorar.

Sin embargo, la soledad de mi mundo interior es mi fuerza

y en ella sustento esa emoción permanente, esa ilusión que

me permite ser humano aún en el mundo sin fronteras en el

cual vivo, esa emoción que me seduce en el recuerdo

imborrable del cuento El Viaje de la Sandía. Cada vez que

puedo, él me lleva al campo, a la orilla de un río o por

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algún arenal, y entonces, en un meditar solitario y casi

divino, sin cerrar los ojos, imagino ser aquel muchacho que

cargaba la sandía envuelta en su camisa, y que después,

comiendo una tajada, esbozaba una roja sonrisa de semillas

blancas que iba de oreja a oreja.

Esta historia continuará quizá algún día, mas por ahora,

llega a su fin con la satisfacción de haber podido ayudar a

mi familia sin que sepan quien o por qué los ayudó. A mi

padre lo hice ingresar por la fuerza a un asilo donde se ha

curado del alcoholismo y los malos hábitos. Mi madre tiene

una casa humilde de acuerdo a su condición en una zona

sencilla pero buena y apartada donde puede criar sus aves y

sembrar algunas hortalizas y frutales. Mis hermanos han

sido obligados, “por las buenas”, a estudiar oficios que les

permitirán ser hombres de bien, o por lo menos tener la

opción de serlo. Para ello, un psicólogo y una asistenta

social se encargan de supervisar su desarrollo. Hay mucho

que deben aprender a superar, sin olvidar.

Aún el alma más dura, encierra dentro de sí los recuerdos

más tiernos y la devoción más profunda por el cariño y la

alegría, la bondad y la sencillez. Lo importante es descubrir

que éstas virtudes están en ellos a pesar de la vida cruel que

les ha tocado vivir.

Dueño soy de un pedazo de tristeza del ayer.

Dueño soy de mis sueños de ilusión.

Dueño soy de mis propias esperanzas.

Dueño soy de los errores cometidos.

Dueño soy de mí al recordar…

las cosas que he vivido.

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INDICE

Descripción Pág.

Título 1

Prólogo 3

La Calle me dio el Sí 5

Capítulo I – La Teta 7

Julián y el Gatito montés 14

Capítulo II – La Calle 20

Hoy es un día de GOL 26

Orfandad 37

El Viaje de la Sandía 40

Adiós al Amigo 68

Rebeldía del Horror 74

Capítulo III – La Lucha 77

Navidad 87

Capítulo IV – La Marginación 90

Capítulo V - La Consecuencia 97

Quiero cambiar, quiero sentir 104

Epílogo 107

Índice 115

Semblanza 117

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SEMBLANZA Y CURRICULUN LITERARIO

ROGER L. CASALINO CASTRO

Nacido en Acarí /Arequipa - Perú, el 07/07/1933

Asiste a la Escuela Fiscal El Molino, Acarí y Lomas,

sin duda la etapa más feliz de su vida. Completa sus

estudios primarios y secundarios en el Colegio

Salesiano de Lima. Durante muchos años viaja

como vendedor por Costa, Sierra y Selva utilizando

cualquier}medio disponible en la época –desde

balsas hasta aviones- visitando toda clase de

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establecimientos comerciales pequeños y grandes,

actividad que le permitió acumular experiencias

inolvidables sobre el Perú. Esta actividad le ofreció

también la oportunidad de viajar por todos los países

de Sudamérica y parte de Centro América en

diferentes niveles gerenciales, incluyendo dos años

como residente en Ecuador. Como turista ha

recorrido muchos países de Europa y New York en

los Estados Unidos.

Esta gama de contactos y vivencias durante tantos

años alternando con niños, jóvenes y adultos ha

influido en él de manera saludable, de tal manera que

cuando ya en la edad madura, -a los sesenta años de

edad- se decide a escribir, quizá de manera

inconsciente, comienzan a aflorar vivencias como

recuerdos, sentimientos y pensamientos que le dan a

sus poemas, narraciones y cuentos ese toque de

peruanismo presente en todas sus obras, y por su

origen pueblerino, lo hace en un idioma fácil,

sencillo y de sabor nacional, tratando de que

cualquier peruano, de cualquier región o condición,

orgulloso de su pasado, los pueda comprender.

Por todo ello, sentimientos de ternura y emoción,

apego a la tierra y un respeto profundo por la

naturaleza, surgen .de manera espontánea y natural

recreándola con admiración para dar marco a sus

ilusiones y esperanzas. La realidad se confunde con

la imaginación y su prosa, insertada de poemas, es

una característica especial en él, por ello, una

colección de los libros de Roger L. Casalino Castro,

le permite al lector, tener en sus manos lectura

agradable, tierna y emotiva.

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SUS OBRAS

1.- * El Retorno.- 1993 - 60 poemas y un cuento

Presentado en El Takiwasi – La Casa del Canto

2.- * Y Dios... Trajo al Hombre.- 1995. – Poesías,

Cuentos, Pensamientos. Presentado en el Colegio de

Abogados de Lima.

3.- * Terremoto en aquel viejo Acarí. 1996.

Presentado en el Instituto Nacional de Cultura del

Callao y en La Biblioteca Nacional del Perú..

4.- * Rosa Negra.- Un canto a la Vida- 1997. Una

creación muy especial con 34 poemas a La

Naturaleza, El Amor y El Pensamiento.

5.- * Lima: de la Conquista a la Reconquista.- 1998

Presentado en la Municipalidad de San Isidro.

6.- * Los Hijos del Ande – La Honda, La Tajlla y El

Varayoc - 2000 – 17 poemas evocando el pasado en

el inicio del Incanato.

Presentado por La Universidad Tecnológica del

Perú. 2001, ha recibido múltiples reconocimientos

y felicitaciones.

7.- * Las Calles del Virrey. El Mojón Filosofal.

Presentado en La Feria del Libro Ricardo Palma.

Evoca el romance del Virrey Amat y La Perricholi.

y la Lima de aquel tiempo.

8.- * La Tristeza, la Alegría y la Ilusión. 2001 –

Poemario (20 poemas) y Reflexiones.

Presentado en La Feria del Libro Ricardo Palma.

9.- * Soy Peruano - Poemas al Perú – 2003

Amplio comentario en la página Editorial del iario

El Peruano.

Presentado por La Universidad Tecnológica del

Perú.

23- * Viaje a la Belleza de lo Increíble - 2012 -

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Presentado en la Municipalidad de Jesús María

por el Crítico Literario José Beltrán Peña.

CD * Canta Perú- Música Criolla (10 Temas) Valses,

Canciones, Polca, Festejo y Marinera Norteña.

RECONOCIMIENTOS Y DISTINCIONES

Colegio de periodistas del Perú por El Retorno -1993

Moción de Saludo del Congreso de la República por “Rosa

Negra” 1998

Reconocimiento de la Casa del Poeta del Callao. - Invitación

del Instituto Nacional de Cultura de Ancash – Huaraz y

Yungay - 2000

Moción de Felicitación del Congreso de la República .por

Los Hijos del Ande – La Honda, La Tajlla y El Varayoc.

2001

Felicitación de la Embajada de USA por el libro Los Hijos

del Ande cuya narrativa captura la atención del lector. 2001

Reconocimiento de la Universidad Tecnológica del Perú por

su labor de creación y difusión cultural en el campo de la

literatura. 2002

Distinción de la Asociación Nacional de Escritores y

Artistas– ANEA – como El Mejor Escritor del Año 1998 -

Biblioteca Nacional del Perú con motivo de la presentación

del Libro Soy Peruano – Poemas al Perú. 2003

Organizador, con la Municipalidad de Lima y la Universidad

Tecnológica del Perú del Homenaje a César Vallejo en el

Teatro Segura el 15 de Abril del 2003.

Agencia de Publicidad “AÑOMJ” Diploma de Honor en

Arte Poético 2004.

Reconocimiento y presentación del CD – CANTA PERÚ -

por La Universidad Tecnológica del Perú - 2008.

Diploma del Recital Internacional – Voces de la Poesía –

2009

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Diploma de Caras de La Cultura como Creador Literario y

Compositor Musical. – 2009

VI Festival Internacional de la Poesía Palabra en el Mundo

2012

VII Festival Internacional de la Poesía por La Paz 2013

Agradecimiento de la Embajada de Guatemala por su

Colaboración Participación y Presentación del Libro Viaje a

la Belleza de lo Increíble en la Feria “San Isidro Abre sus

Puertas al Mundo”. 2013

Agradecimiento de la Embajada de Guatemala por su

Colaboración Participación y Presentación del Libro Viaje a

la Belleza de lo Increíble, destacando la Belleza de

Guatemala y su Maravilloso legado Cultural, en la Feria

Internacional del Libro 2013 en Jesús María.

2014 Diploma de La Casa de La Literatura Peruana por su

Narrativa Poética

2014 Distinción por su trayectoria Literaria e invalorable

participación en las actividades culturales del Club Social

Miraflores y Premio “La Palabra en Libertad” otorgado por

“La Sociedad Literaria Amantes del País”

Obras Inéditas aún:

10 * Haciendo Perú – Mis comienzos. 1999

11 * La Calle me Dijo Sí, 2002 – Hermosa

historia de un grupo de niños en las calles

de Lima.

12 * Las Gafas de don Ricardo - 2003- El mundo

visto a través de las gafas de don Ricardo

Palma.

13 * Reflexiones Impropias 2004 – Lima y sus

trámites institucionales.

14* La Promesa de la Esperanza 2005 – Escenas

de Lima

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15 * La Razón de la Culpa 2006 Lima cotidiana.

16 * Vayamos a las Estrellas 2006 – Ciencia

Ficción

17 * La Esquina de la Inocencia 2007- Bondades

y aspiraciones de un guachimán.

18 * La Balanza, La Rueda y El Reloj 2007 –

Filosofía de estos tres elementos.

19 * El Umbral del Infierno 2008 – Vicisitudes

de un desplazado

20 * Oda a España – La Dama del Tiempo. 2009 – Una

mirada crítica a España.

21 * Sueños y Realidades en 270 Poemas - 2010 –

Antología Personal.

22 * La Diosificación de los Miserables – 2012

La realidad de los engreídos

24* Bajo las Pirámides de Tikal – 2013 –

Ficción

25 * Soy Falladito – 2014 – Los primeros años de

mi vida en el campo.

26* Cuentos y Poemas para la Cuarta edad - 2015

El Editor

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