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1. OCASIÓN Y ESTRUCTURA DE LA OBRA Por lo que nos dice el mismo autor en la introducción a la obra, un diácono de la Iglesia de Cartago, Deogracias, había escrito una carta al obispo de Hipona en la que le comunicaba que le habían encargado realizar la acogida y la primera instrucción a los paganos que se acercaban con el ánimo de hacerse cristianos, y le pedía criterios y orientaciones para realizar bien esta labor. En concreto, al diácono le preocupaban dos aspectos. Primero, el contenido y extensión que debía tener esta primera ins- trucción. Segundo, el método didáctico, puesto que se sentía insatisfecho y tenía la impresión de que aburría a los oyentes con discursos farragosos y aburridos. Cuando recibe la carta, San Agustín está viviendo una de las épocas más prolíficas y también más laboriosas de su vida. Las Retractationes sitúan la redacción de esta obrita alrededor del año 400 1 . Por esta época, al menos ocho obras están sobre la mesa de trabajo del Santo en distinto momento de redacción. Está acabando dos de sus obras maestras: las Confessiones y el De Trinitate. Está escribiendo su última obra contra los maniqueos, Contra Faustum manichaeum, que se reflejará en algunas afir- maciones en el De catechizandis sobre la bondad de todas las criaturas, la verdadera encarnación de Cristo y la relación entre ambos testamentos. Además, está compo- niendo las dos primeras obras de la controversia antidonatista, Contra Epistolam Par- meniani y De baptismo contra donatistas, que lo obligarán a formular en esta obra el gran principio de la tolerancia cristiana: “Imita, pues, a los buenos, tolera a los malos y ama a todos, pues no sabes qué ha de ser el que hoy es malo” 2 . Y aún hay que aña- dir la composición de otras tres obras: De fide rerum quae non videntur, De consensu evangelistarum y De opere monachorum 3 .A esta gran actividad literaria se debe unir su trabajo como obispo en la primera época de su pontificado, que había iniciado unos 1 Cfr. Retract. II,XIV: P.L. 32,635. 2 DCR (De catechizandis rudibus) I,2. 3 Nos atenemos a la datación de las obras de San Agustín de B. Altaner, Patrología, Madrid, Espasa Calpe, 1962 (5.ª), pp. 401-416. LA EDUCACIÓN EN EL DE CATECHIZANDIS RUDIBUS Miguel Payá Andrés Facultad de Teología “San Vicente Ferrer”

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1. OCASIÓN Y ESTRUCTURA DE LA OBRA

Por lo que nos dice el mismo autor en la introducción a la obra, un diácono de la Iglesia de Cartago, Deogracias, había escrito una carta al obispo de Hipona en la que le comunicaba que le habían encargado realizar la acogida y la primera instrucción a los paganos que se acercaban con el ánimo de hacerse cristianos, y le pedía criterios y orientaciones para realizar bien esta labor. En concreto, al diácono le preocupaban dos aspectos. Primero, el contenido y extensión que debía tener esta primera ins-trucción. Segundo, el método didáctico, puesto que se sentía insatisfecho y tenía la impresión de que aburría a los oyentes con discursos farragosos y aburridos.

Cuando recibe la carta, San Agustín está viviendo una de las épocas más prolíficas y también más laboriosas de su vida. Las Retractationes sitúan la redacción de esta obrita alrededor del año 4001. Por esta época, al menos ocho obras están sobre la mesa de trabajo del Santo en distinto momento de redacción. Está acabando dos de sus obras maestras: las Confessiones y el De Trinitate. Está escribiendo su última obra contra los maniqueos, Contra Faustum manichaeum, que se reflejará en algunas afir-maciones en el De catechizandis sobre la bondad de todas las criaturas, la verdadera encarnación de Cristo y la relación entre ambos testamentos. Además, está compo-niendo las dos primeras obras de la controversia antidonatista, Contra Epistolam Par-meniani y De baptismo contra donatistas, que lo obligarán a formular en esta obra el gran principio de la tolerancia cristiana: “Imita, pues, a los buenos, tolera a los malos y ama a todos, pues no sabes qué ha de ser el que hoy es malo”2. Y aún hay que aña-dir la composición de otras tres obras: De fide rerum quae non videntur, De consensu evangelistarum y De opere monachorum3.A esta gran actividad literaria se debe unir su trabajo como obispo en la primera época de su pontificado, que había iniciado unos

1 Cfr. Retract. II,XIV: P.L. 32,635.2 DCR (De catechizandis rudibus) I,2.3 Nos atenemos a la datación de las obras de San Agustín de B. Altaner, Patrología, Madrid, Espasa Calpe,

1962 (5.ª), pp. 401-416.

LA EDUCACIÓN EN EL DE CATECHIZANDIS RUDIBUS

Miguel Payá AndrésFacultad de Teología “San Vicente Ferrer”

Miguel Payá andrés12

años antes, en el 3964. Se comprende que los estudiosos discrepen a la hora de fijar la fecha exacta de composición del De catechizandis en un arco de tiempo que va desde el 399 hasta el 405.

Sin embargo, hay que decir que San Agustín se aprestó a contestar al diácono con prontitud e ilusión: “Me veo obligado a aceptar muy gustoso tu invitación e incluso a dedicarme a ese trabajo con una voluntad pronta y servicial, en virtud de la caridad y el servicio que te debo, no solo a ti personalmente, sino también de modo general a nuestra madre la Iglesia”5. Estas palabras muestran su gran afecto por el diácono, pero también la importancia que concede al asunto. Y, en efecto, la respuesta al diácono se convirtió en el tratado catequético más completo y original de la antigüe-dad cristiana, tanto por la preciosa síntesis de la fe cristiana que ofrece como por la agudeza de sus planteamientos didácticos y el análisis de las condiciones psicológicas del catequizando.

El tratado comienza con una introducción cariñosa de género epistolar, en la que el obispo recuerda la carta de Deogracias y le anima a superar su desazón y descon-tento, procurando darle seguridad en sí mismo y aumentar su autoestima. Y, para esto compara los problemas del diácono con los que él mismo experimenta en su labor de educador.

A continuación, en una primera parte, expone cómo ha de ser el contenido y el método de la catequesis. Nos encontramos ante un admirable tratado de pedagogía catequética. Y, aunque el autor no nos ofrece subtítulos internos, podemos distinguir en ella cinco apartados. En el primero explica el contenido y modo de realizar la instrucción o narratio, que constituye la parte más importante del acto catequético. En el segundo, expone el modo de investigar y utilizar los móviles que han llevado al oyente a pedir la catequesis. El tercero explica la exhortación moral, que es la parte final de la catequesis. En el cuarto, distingue las distintas clases de oyentes, sobre todo por su nivel cultural, y enseña cómo hay que adecuarse a ellas. Y en el quinto, uno de los más originales, expone las disposiciones internas que ha de tener el catequista para realizar bien su labor, insistiendo sobre todo en la alegría y en las formas de conseguirla.

Posiblemente, el diácono se habría dado por satisfecho con esta primera parte y no esperaría la segunda, pero San Agustín no se conformó con explicarle la teoría y quiso ofrecerle ejemplos prácticos de catequesis. En efecto, en la segunda parte de la obra le ofrece dos: uno más amplio y completo y otro mucho más corto. El primero constituye una presentación admirable de la Historia de la Salvación, que quedará como paradigmática para toda la tradición catequética posterior, y al mismo tiempo es una síntesis apretada de todo el pensamiento de San Agustín. El segundo, que a

4 Cfr. D. Morin, “Date de l’ordination épiscopale de S. Agustin”, Revue bénedictine, 1928, p. 366. 5 DCR I,2.

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muchos estudiosos les parece incompleto y pobre, sobre todo en comparación con el primero, es sin embargo un buen ejemplo de cómo resumir lo esencial cuando se dispone de poco tiempo o cuando el nivel del oyente es más bajo.

2. IMPORTANCIA HISTÓRICA

2.1. Un testimonio único en la patrística

El proceso formativo de la iniciación cristiana de adultos se había ido estructu-rando a partir de los mismos comienzos de la comunidad cristiana, y había conse-guido su máxima perfección y esplendor en el siglo III, tanto en Oriente como en Occidente6. En la época de San Agustín se mantiene fundamentalmente la misma estructura, aunque con algunas variantes motivadas por el cambio sociológico que había supuesto el Imperio cristiano. El proceso constaba de tres etapas distintas en su duración, contenidos y ritos. La primera era el catecumenado propiamente dicho, que era la preparación remota al bautismo y que podía durar hasta tres años; en ella los participantes, llamados catecúmenos (catechoumenoi) u oyentes (audientes o audito-res), recibían una formación completa, tanto teológica como moral. La segunda era el tiempo de la purificación o iluminación, limitado a la Cuaresma, que constituía la preparación inmediata al bautismo y acababa con la traditio y reditio del Credo; los candidatos se designaban con los nombres de iluminados (phôtizomenoi), elegi-dos (electi) o competentes. Y la tercera, que tenía lugar durante la semana de Pascua después de recibir el bautismo en la Vigilia Pascual, era el tiempo de las catequesis mistagógicas, en las que se explicaban los sacramentos y la oración; en este breve tiempo, los ya bautizados recibían el nombre de neófitos (neophytoi o neophyti). Sobre estas tres etapas conservamos una abundante literatura, tanto en la patrística oriental como en la latina.

Ahora bien, las propias fuentes patrísticas nos informan de la existencia de otra etapa previa, que representa el primer contacto de los paganos con la comunidad cristiana. El mismo examen a que se somete al candidato para poder comenzar el catecumenado supone que este ha recibido ya una primera información sobre la fe cristiana, que ha producido en él una aceptación inicial de esta. Esta primera infor-mación, a la que solemos llamar pre-catecumenal, solían realizarla cristianos sencillos que vivían en medio de los paganos, que en algunos casos pedían la ayuda de algún ministro ordenado; y se realizaba a través de conversaciones personales con cada uno

6 Cfr. Th. Maertens, Histoire et pastorale du rituel du catéchumenat et du baptême, Bruges, Publications de Sanit-André, 1962; A. Etchegaray Cruz, Historia de la catequesis, Santiago de Chile, 1962; J. Danielou, La catequesis en los primeros siglos, Madrid, Studium, 1975; S. Movilla, Del catecumenado a la comunidad, Madrid, Paulinas, 1982; M. Dujarier, Breve historia del catecumenado, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1986.

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de los interesados. Esto explica que, en la literatura patrística, apenas tengamos noti-cias sobre los contenidos y métodos de este primer anuncio de la fe cristiana. El único tratado que se nos ha conservado como instrucción catequética para los accedentes o candidatos a la admisión al catecumenado, para los rudes o ignorantes de la fe cris-tiana, es el De catechizandis rudibus de San Agustín7. Y si el obispo de Hipona puso tanto interés en estructurar por primera vez esta etapa previa, fue porque consideraba que, dada la problemática real que afectaba al catecumenado en su tiempo, era muy importante hacer bien este primer contacto del pagano con la fe cristiana.

2.2. Un paradigma de pedagogía dialogal

San Agustín concibe este primer anuncio de la fe cristiana a un pagano, no como un proceso de aprendizaje de verdades y normas morales, sino como la inserción viva de una persona concreta en una Historia de la Salvación que le afecta y llama a una transformación de todo su ser. Y piensa que esta inserción solo puede realizarse a través de un proceso dialogal que involucra totalmente la situación, la inteligencia, la psicología y las actitudes profundas tanto del catequista como del oyente. Los grandes modelos de la catequesis anterior se habían preocupado de los contenidos y de las cualidades personales y profesionales del maestro. Pero aquí aparece por pri-mera vez la preocupación por el alumno, con toda su carga de humanidad, con todo el acervo de sus cualidades y defectos, con sus virtudes y miserias8. Lo que intenta Agustín es la formación personal, concreta, de individuos determinados que exigen un tratamiento propio y adecuado a cada caso. Este cambio de orientación influirá ciertamente en el modo de presentar los propios contenidos de la fe cristiana. Pero lo que aquí nos interesa ahora es el tremendo viraje pedagógico que se produce y que se puede concretar en tres campos. Primero, el interés por averiguar la situación real del oyente en cada momento del acto catequético, desde el principio hasta el final: sus condiciones naturales, su nivel cultural, sus motivaciones personales, su capacidad de comprensión, sus dificultades… Pero la atención al destinatario produce también, el segundo campo, un cambio en la manera de considerar al educador, que tampoco es contemplado en abstracto, sino como una persona concreta con su talante, su psico-logía, su humor, sus actitudes profundas y sus problemas de transmisión. Y el tercer campo novedoso lo constituyen los recursos didácticos que se necesitan para mante-ner y hacer fecundo el diálogo entre maestro y discípulo. Nos parece estar frente a un compendio de la más moderna problemática educativa.

7 Cfr. J.B. Christopher, St. Augustine: The first catechetical instruction, Westminster-Maryland, 1946, p. 4.8 Cfr. A. Mura, De catechizandis rudibus, Brescia, 1961 (2.ª), pp. XXIII-XXIV; J. Oroz Reta, La catequesis

de los principiantes, en: “Obras Completas de San Agustín XXXIX”, Madrid, BAC, 1988, pp. 431-436.

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2.3. Su influencia en la catequética posterior

No debe extrañar que casi todas las obras posteriores sobre catequesis busquen un apoyo especial en este tratado. Desde luego su influencia fue directa y determinante en el nacimiento y desarrollo de todas las escuelas monásticas, a partir del siglo VI. Todos los grandes tratadistas medievales sobre la educación monástica, como Casio-doro, Beda, Alcuino o Rábano Mauro, se basaron en la obra agustiniana e incluso la emplearon muchas veces como libro de texto9.

La influencia del tratado agustiniano se deja sentir también en todas las grandes obras que jalonan el desarrollo de la catequética durante la Edad Moderna. Desde el Catéchisme historique de Claude Fleury, de 1682, pasando por la Enseñanza del catecismo, según San Cirilo y San Agustín de Juan Ignacio Felbiger, de 1779, hasta el Manual práctico de catequética del arzobispo Gruber de Salzburgo, de 1832, los planteamientos tanto teológicos como pedagógicos del obispo de Hipona sirven de fuente fundamental de inspiración10. Y el siglo XX producirá una verdadera oleada de traducciones y estudios sobre el De catechizandis rudibus en toda Europa, motiva-dos sobre todo por el interés pastoral que despierta el catecumenado de adultos de la Iglesia antigua, como paradigma para las necesidades formativas del cristiano en el mundo actual11. Últimamente, ya a comienzos del siglo XXI, la urgencia de plantear el primer anuncio del Evangelio en una Europa descristianizada, dentro del proyecto que ha recibido el nombre de nueva evangelización, ha llevado a recordar de nuevo con fuerza los planteamientos y métodos pedagógicos de San Agustín, en una situa-ción que aparece como muy similar a la nuestra.

3. LAS FUENTES DE LA PEDAGOGÍA AGUSTINIANA

3.1. La paideia clásica

A la hora de plantearse el encuentro catequético, San Agustín cuenta con su rica experiencia de predicador. En efecto, en todos sus sermones se vislumbra inmediata-mente que está mirando los rostros y la situación concreta de sus oyentes, y que in-tenta amoldarse a su capacidad de intelección, a sus estados de ánimo y a los vaivenes de su atención. Pero, además, el obispo de Hipona cuenta con otra experiencia, la de antiguo profesor de retórica en Cartago, Milán y Roma, antes de su conversión. Un detalle importante nos hace descubrir al antiguo retórico. San Agustín es el primero

9 Cfr. P. Riché, Éducation et culture dans l’Occident barbare, París, 1962.10 Cfr. la referencia a estas obras en J. Oroz Reta, op. cit, pp. 438-439.11 Un elenco bastante significativo de la bibliografía de traducciones y estudios sobre esta obra agustiniana

lo ofrece el propio Oroz Reta, op. cit., pp. 443-446.

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que introduce en la literatura cristiana el término narratio para designar la parte ins-tructiva de la lección catequética. Ahora bien, este término es la traducción latina del griego diégesis, que aparece por primera vez en sentido técnico en la Retórica de Aris-tóteles12. Y el traductor latino es Cicerón.13 Aunque, a nuestro parecer, la cuestión no ha sido suficientemente estudiada, es evidente que ambos maestros clásicos influyen en la pedagogía de San Agustín. Así, por ejemplo, cuando el filósofo griego insiste en la brevedad de la exposición para no fatigar al oyente y cansar su memoria14. O cuan-do aconseja, para ello, centrarse solamente en las acciones de los personajes ilustres15. San Agustín tomará buena nota de ambos consejos, aunque los interpretará de forma nueva: los personajes ilustres serán sustituidos por las grandes articulaciones (articuli temporum) de la historia de la salvación. También escuchará al maestro griego cuando preceptúa que la narración debe mover los resortes patéticos, ya que tiene como fin determinar las acciones del hombre. Pero, para Agustín, el gran resorte patético de la catequesis cristiana no puede ser otro que el amor cristiano. Y, en cuanto al orador latino, San Agustín tomará de él la designación de los destinatarios de su obra, los rudes. Para Cicerón, se trata de los que no están instruidos, de los que son ignorantes en alguna disciplina16. La literatura cristiana latina, a partir de San Cipriano17, aplica-rá la palabra a los candidatos al bautismo. Y San Agustín designará así a los paganos desconocedores de la fe cristiana, aunque interesados por ella.

Ahora bien, no parece que estas influencias le llegaran al doctor africano por un conocimiento directo de las obras de Aristóteles y Cicerón, sino a través de la media-ción de una obra muy conocida y utilizada por él en su tarea de profesor de Retórica: el tratado De institutione oratotoria libri XII del gran retórico hispanorromano Marco Fabio Quintiliano, que en el siglo I había adquirido tal fama en Roma que fue el primer instructor público pagado por el estado.

12 Cfr. Aristóteles, Retórica, III, 16.13 Cfr. Cicerón, De inventione, 1, 19, 27; Reth. ad Her., 1, 8, 12. Referencias al influjo de la retórica clásica

en la pedagogía de San Agustín se encuentran en los estudios de J. Oroz Reta, La retórica agustiniana: clasi-cismo y cristianismo: “Studia patrística” VI, pp. 484-495; Hacia una oratoria cristiana: San Agustín y Cicerón: “Augustinus” 7, 1962, pp. 77-88. Y también en V. Capánaga, San Agustín y el humanismo clásico: “Augustinus” 3, 1958, pp. 369-373.

14 Cfr. Aristóteles, Retórica, III, 16.15 Cfr. Ibíd.16 Cfr. Cicerón, Pro L. Valerio Flacco, 16; Pro L. Balbo, 47; De officiis, 1,1.17 “Por lo cual debe ser bautizado y transformado quien viene a la Iglesia como rudo (rudis), para ser san-

tificado interiormente por los santos”, San Cipriano, Ep. 70, a Jenaro, II: “Obras de San Cipriano”, Madrid, BAC 241, 1964, p. 664.

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3.2. Las fuentes cristianas

La dependencia de la obra agustiniana respecto a otros escritos cristianos anterio-res, sólo es constatable en lo referente al contenido y desarrollo de la catequesis en los dos modelos que presenta la segunda parte, no en lo que se refiere al método pedagó-gico, que ahora nos ocupa. Se puede afirmar con rotundidad que todo el tratamiento del método de la catequesis, con sus análisis psicológicos del oyente y del catequista, y los recursos didácticos que se ofrecen en la primera parte de la obra, constituyen una auténtica novedad dentro de la tradición cristiana. Y esto explica el impacto e influencia del De catechizandis rudibus en toda la catequética posterior.

Los contenidos de la catequesis agustiniana dependen desde luego de una larga y antigua tradición, que comienza ya en los propios escritos del Nuevo Testamento, sobre todo en la obra lucana. Sin embargo, en el De catechizandis rudibus no encon-tramos ninguna referencia directa a escritos anteriores sobre la catequesis. Pero llama la atención sobre todo la semejanza de la narratio agustiniana con la que ofrecen otras dos obras anteriores. La primera es la versión latina de la obra de San Ireneo Demonstratio praedicationis apostolicae, del siglo II. Y la otra son las Constitutiones Apostolorum, de las últimas décadas del siglo IV y, por tanto, rigurosamente coetá-neas del obispo de Hipona18. No tenemos seguridad de que San Agustín conociera directamente estas dos obras. Es muy posible que las semejanzas se deban a que tanto las dos obras citadas como el tratado agustiniano se deriven de un mismo y único original, bastante bien definido, que constituiría como el arquetipo de la catequesis19.

3.3. El nacimiento de la paideia cristiana

A pesar de todas estas influencias y desde ellas, San Agustín realiza una auténtica revolución pedagógica dentro de la catequesis cristiana. Una revolución que afecta a los contenidos, al modo de transmitirlos, a la forma de entender el acto educativo, a la función del educador, a los recursos didácticos y, sobre todo, a la importancia del educando. Y con este enorme viraje, San Agustín se convierte en el creador de una auténtica paideia cristiana.

El objetivo de la catequesis agustiniana a los principiantes no es explicar al oyente una serie de verdades abstractas; ni siquiera presentar los artículos del Credo, cosa que habrá que hacer en otro momento del proceso educativo. Lo que importa es hacerle sentir al oyente que está inmerso en una historia que le atañe, le enseña y le determi-na desde el principio hasta el final.

18 Cfr. B. Altaner, Augustinus und Irenaeus: “Theologische Quartalschrift”, 1949, pp. 162-172.19 Tal es la opinión de J. Oroz Reta, La catequesis de principiantes, en: “Obras Completas de San Agustín,

XXXIX”, Madrid, BAC, 1988, pp. 437-438.

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Los relatos utilizados por la paideia clásica eran de dos clases: o bien eran ex-posiciones históricas que relataban las gestas de los grandes personajes, o bien eran historias imaginarias que pertenecían al campo de la fábula o del mito. En ambos casos, la narración tenía una mera función ilustrativa y ejemplar. Lo importante no eran los hechos narrados, sino las virtudes que por medio de ellos eran clarificadas e imbuidas. Pero para Agustín la historia se convierte en el objetivo central y tiene para el cristiano una profundidad y un alcance completamente nuevo y original.

En primer lugar, porque los hechos no son meras gestas humanas sino maravillas de Dios a través de los hombres, obras “que realiza él mismo en ellos, ya que es él quien los llama y les da órdenes, y perdona sus pecados y justifica al que antes era impío”20. Es decir, se trata de la historia de las intervenciones de Dios a favor de los hombres y de la aceptación o rechazo de estos a las iniciativas divinas. Una historia, por tanto, dialogal, de encuentros y desencuentros entre Dios y los hombres. Y esta historia, para Agustín, abarca desde la creación del mundo hasta su consumación, pasando por el presente en que vive cada ser humano y, por tanto, el catecúmeno.

¿Cómo relatar esta historia? Desde luego, la sucesión de los distintos aconteci-mientos que componen la narratio cristiana no es una serie arbitraria de sucesos, entrelazados por la sabiduría o el interés del educador, sino que ha sido inspirada por el Espíritu Santo en las Sagradas Escrituras. El propio Espíritu que actúa en la histo-ria es quien inspira el relato. Más aún, quien descubre la concatenación que une los distintos acontecimientos. Porque todo acontecimiento de esta historia es profecía o cumplimiento, como suceso y como relato, dependiendo de un centro neurálgico que es Cristo, causa final y ejemplar de todo el acontecer: “todo lo que leemos en las Sagradas Escrituras fue escrito exclusivamente para poner de relieve, antes de su llegada, la venida del Señor y prefigurar la Iglesia futura, es decir, el pueblo de Dios, formado de entre todas las razas, que es su cuerpo”21.

Pero después de mostrar la relación, querida por Dios y atestiguada por las Escri-turas, de unos acontecimientos con otros, Agustín quiere descubrir el móvil interno de toda la historia y el fin que le da sentido. Al final de la instrucción, el catecúmeno necesita una síntesis que reduzca a unidad profunda todos los hechos expuestos. Si en el orden de los acontecimientos la venida de Cristo era la culminación de todos ellos, en el orden de las motivaciones ¿cuál será la causa profunda de esta venida? El santo responde preguntando: “¿Cuál ha sido en realidad la razón más grande para la venida del Señor si no es el deseo de Dios de mostrarnos su amor, recomendándolo

20 DCR XVII, 28.21 DCR III,6. Cfr. IV, 8 y XIX, 33. Sobre el sentido de la historia en esta obra de San Agustín, cfr. R.

Cordovani, De Catechizandis rudibus di S. Agostino. Questioni di contenito e di stilo: “Augustinianum” 6, 1966, pp. 489-527; G.C. Negri, La disposizione del contenuto dottrinale nel De catechizandis rudibus di S. Agostino, Roma, 1961, p. 188.

La educación en el De Catechizandis Rudibus 19

tan vivamente?”22. En efecto, “Cristo vino a este mundo para que el hombre supiera cuánto le ama Dios y aprendiera a encenderse inflamado en el amor del que le amó primero, y en el amor al prójimo, de acuerdo con la voluntad y el ejemplo de quien se hizo prójimo al amar previamente no al que estaba cerca, sino al que vagaba muy lejos de él”23. Agustín llega así al compendio de la Escritura y de su propia doctrina. Una vez más repite su texto favorito de la Primera Carta a Timoteo, aquel que sabían de memoria sus oyentes habituales y que coreaban gozosamente tan pronto como su obispo empezaba a pronunciarlo: “El fin del precepto es la caridad, que procede de un corazón puro, de una conciencia recta y de una fe sincera”24. Pero el amor no solo es el resumen de la Escritura y, por tanto, de todo lo que se enseña, sino también el compendio de todo lo que se nos pide. Por eso la caridad debe informar toda la tarea del educador y convertirse en el objetivo a lograr en el educando: “No solo debemos dirigir a ella todo cuanto decimos, sino también mover y orientar hacia esa misma finalidad la atención del que instruimos con nuestra palabras”25. Y acaba sus consejos diciendo: “Explica cuanto expliques de modo que la persona a la que te diriges, al escucharte, crea, creyendo espere y esperando ame”26. De este modo, Agustín, no solo consigue engarzar bien las dos partes clásicas del discurso retórico, la narratio y la exhortatio, sino que convierte toda la narratio en exhortatio, cosa lógica en una doctrina de vida en la que la instrucción teórica no tiene razón de ser por sí misma, sino que apunta a una conducta nueva e inteligente.

Pero aún quedaba por resolver un problema didáctico importante: ¿cómo relatar toda la Historia de la Salvación? Agustín comienza reconociendo que no se puede re-petir el contenido completo de la Escritura: ni el tiempo lo permite ni hay necesidad de ello. Además, así solo se lograría fatigar al oyente y confundir su memoria27. Pero tampoco se puede hacer una exposición fragmentaria y parcial. La narración, dice Agustín, ha de ser siempre “pena atque perfecta”28. Y él mismo explica en qué sentido ha de ser “plena”: “Tenemos una exposición completa cuando la catequesis comienza por la frase ‘Al principio creó Dios el cielo y la tierra’, y termina en el período actual de la historia de la Iglesia”29. Debe contemplarse, pues, toda la historia, desde el prin-cipio hasta el presente, e incluso hasta el fin, como el propio santo hará en los dos ejemplos prácticos que ofrece en su tratado. Pero ¿cómo conciliar esto con la breve-dad exigida por las circunstancias? Toda la tradición kerigmática cristiana le mostraba

22 DCR IV, 7.23 DCR IV, 8.24 DCR III, 6. Cfr. 1 Tim 1,5.25 DCR III, 6.26 DCR IV, 8.27 Cfr. DCR III, 5.28 DCR II, 4.29 DCR III, 5. Cfr. VI, 10.

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el camino de presentar los grandes hitos de la historia, aquellos acontecimientos más importantes y decisivos, “mirabiliora”, que cambian el rumbo de la historia inaugu-rando una nueva época. Agustín los llamará “artículi temporum”, las articulaciones que unen las distintas edades formando como la osamenta del conjunto30. Y, en con-creto, fijará seis: la Creación, el Diluvio, la elección de Abrahán, David, la cautividad de Babilonia y la venida de Jesucristo. Estas seis articulaciones conforman seis épocas, que se corresponden con los seis días del Génesis que contienen toda la creación como en resumen31. El tiempo servirá para desarrollar las virtualidades contenidas en ellos. Así, el hombre es creado el sexto día y Jesucristo, que viene a rehacer la imagen del hombre, aparece en la sexta época del mundo. El séptimo día será imagen del eterno reposo32. De este modo, Agustín piensa la historia como un círculo inmenso que desarrolla el pequeño círculo del septenario genesíaco: “el tiempo se desarrolla en el sucederse de siete días, y, acabados esos siete días, se comienza de nuevo para volver a lo mismo una y otra vez”33. Fiel a su teoría, Agustín hará un desarrollo magistral de estas articulaciones en el primer modelo de catequesis que ofrece en este tratado y que marcará definitivamente el camino para toda la catequesis posterior.

4. EL CONOCIMIENTO DEL OYENTE

Para Agustín, el oyente, es decir, el alumno, es el protagonista principal de la cate-quesis. Su rostro concreto, sus condiciones naturales, su cultura, su ambiente social, sus motivaciones y reacciones dirigen y condicionan todo el desarrollo de la cateque-sis y marcan los recursos que se han de emplear. De ahí que el catequista tenga que esforzarse por conocer lo mejor posible a su oyente u oyentes, informándose sobre ellos bien directamente o por otras personas.

4.1. Las condiciones naturales del auditorio

Lo primero que ha de averiguar el catequista es qué tipo de personas tiene delante. Agustín recurre a su propia experiencia: “yo mismo te puedo asegurar, por lo que a mí respecta, que me siento condicionado, ya de una manera, ya de otra, cuando ante mí veo a un catequizando erudito o ignorante, a un ciudadano o a un peregrino, a un rico o a un pobre, a una persona normal o a otro digno de respeto por el cargo

30 Cfr. DCR III, 5 y 6.31 Cfr. DCR XXII, 39; In Job IX,6.32 M. Pontet hace notar que 6 es el primer número perfecto porque se compone exactamente de sus par-

tes: la mitad, el tercio y la sexta parte: 1+2+3=6. Dios ha creado el mundo en 6 días, es decir, lo ha acabado y, como su acción es ejemplar, la idea de perfección quedará relacionada con el número 6. Cfr. L’exégèse de S. Augustin, París, Aubier, 1944, pp. 291-292.

33 Sermo 83, 7.

La educación en el De Catechizandis Rudibus 21

que ocupa, o a uno de esta o aquella familia, de esta o aquella edad, sexo o condi-ción, de esta o aquella escuela, formado en una u otra creencia popular; y así, según la diversidad de mis sentimientos, el discurso comienza, avanza y llega a su fin, de una manera o de otra”.34 Nos encontramos, pues, ante una pedagogía absolutamente personalizada en la que la enseñanza se supedita a la manera de ser de cada alumno.

También es importante la situación en que se realiza la enseñanza. Una cosa es hablar con uno solo en privado, sin nadie más que condicione el encuentro, y otra tener que catequizar a uno pero en presencia de otros, que están opinando y juzgan-do lo que se dice. Y, por supuesto, la cosa cambia también cuando los alumnos son muchos y muy diversos. Son tres situaciones posibles que exigen planteamientos didácticos distintos.

4.2. El nivel cultural de los catequizandos

Lo que más preocupa a Agustín es el distinto nivel de formación humana de los oyentes, porque es el elemento que más condicionará el planteamiento y desarrollo de la catequesis.

Desde esta perspectiva, distingue perfectamente tres clases de oyentes. El nivel más bajo es el representado por los que él llama “indocti” o “idiotae”,35 es decir, igno-rantes o analfabetos, que constituían la mayor parte de la población. A ellos dedicará el ejemplo de catequesis más largo de la segunda parte de la obra. En el extremo opuesto están los “liberalibus doctrinis exculti” o “eruditi”36, es decir, los muy cultos que han leído muchas obras profanas e incluso cristianas. Los consejos que da el san-to para instruir a estas personas constituyen una maravilla de sabiduría pedagógica, sacada de su propia experiencia37. Pero,entre ambos extremos hay aún una tercera clase que merecerá una atención importante: son los “grammatici” u “oratores”38, que, según Agustín, no se pueden confundir ni con los ignorantes ni con los muy doctos. Son personas que, por haberse formado en las escuelas de oratoria, buscan más la perfección del lenguaje que la de las costumbres, y que son más ignorantes de lo que su orgullo intenta fingir. Para cada uno de estos tres niveles, Agustín aconseja-rá estrategias didácticas distintas.

34 DCR XV, 23.35 Cfr. DCR XV, 23 y XVI, 24.36 Cfr. DCR VIII, 12 y XV, 23.37 Cfr. DCR VIII, 12.38 Cfr. DCR IX, 13.

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4.3. El ambiente social

San Agustín es perfectamente consciente del gran influjo que ejerce el ambiente social sobre los individuos. De ahí que ponga un gran interés en describir y discernir las costumbres que el oyente encuentra a su alrededor, para que aprenda a evitar el contagio de los que obran mal y seguir el ejemplo de los justos, según su famosa consigna: “imita a los buenos, tolera a los malos y ama a todos”39.

El ambiente concreto que el obispo analiza y juzga en esta obra es el de Carta-go, capital del África proconsular y lugar de residencia del diácono Deogracias40. Se trataba de una ciudad de unos quinientos o seiscientos mil habitantes, puerto de mar cosmopolita y sin moral. Agustín la conocía muy bien: en ella había enseñado retórica durante su juventud y a ella hacía frecuentes viajes como obispo. Podemos contabilizar veinticinco estancias del Santo en ella. Allí asistió a varios concilios pro-vinciales y allí predicó una buena parte de sus sermones. No es extraño, pues, que su ambiente multicolor y libertino haya quedado casi filmado en esta obra y en muchos de sus sermones41.

Los habitantes de Cartago son clasificados por Agustín en cuatro categorías: pa-ganos, judíos, herejes donatistas y cristianos católicos. Los paganos constituían una minoría amplia y muy influyente, que mantenía sus supersticiones, espectáculos y toda clase de disoluciones. Los judíos eran pocos y se caracterizaban por su avaricia y por la aceptación de gran parte de las costumbres paganas, que el santo fustigará con decisión, aunque respetando y dialogando con su fe. La herejía donatista, heredera del rigorismo montanista, estaba en este momento en auge y amenazaba seriamente la unidad de la Iglesia.

Pero el peligro más inmediato y temible, para San Agustín, se encontraba dentro de la propia Iglesia. El pueblo cristiano, aunque mayoritario, estaba insuficientemen-te evangelizado y seguía manteniendo muchas de las costumbres y lacras morales del paganismo. Naturalmente, el escándalo de los cristianos podía hacer zozobrar la fe inicial del catecúmeno y engañarle gravemente, al darle una idea falsa de las exigencias cristianas. Por eso, hasta en tres lugares de esta obra42, San Agustín fustiga los defectos de los cristianos, agrupándolos en estas cinco clases: gula y borrachera; incontinencia sexual; pasión morbosa por los espectáculos de circos, anfiteatros y tea-

39 DCR XXVII, 55.40 Al comenzar el ejemplo largo de catequesis, dice: “Imaginemos ahora que viene hasta nosotros, con

ánimo de hacerse cristiano, un hombre que pertenece al grupo de los ignorantes, no de los habitantes del campo, sino de los de la ciudad, como muchos de los que tú necesariamente has encontrado en Cartago”. DCR XVI, 24.

41 Una descripción muy completa del ambiente de esta ciudad nos la ofrece F. Van der Meer, San Agustín, pastor de almas, Barcelona, Herder, 1965, pp. 82-265. Y también V. Monachino, La cura pastorale a Milano, Cartagine e Roma nel secolo IV, Roma, Pontificia Universidad Gregoriana (Analecta Gregoriana XLI), 1947.

42 Cfr. DCR VII, 11; XXV, 48 y XXVII, 55.

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tros; avaricia, estafa y latrocinio, y prácticas de toda clase de supersticiones. A la vista de este elenco, uno piensa que el ambiente de las ciudades no ha variado demasiado en el trascurso de los siglos.

Al catecúmeno había que enseñarle a guardarse de estos pecados, explicándole que si Dios los tolera a los pecadores es para darles la ocasión de convertirse y para ejercitar a los justos en la tolerancia, la misericordia y la fortaleza43. Por otra parte, había que aconsejar la compañía y el ejemplo de los buenos, que también eran mu-chos en la Iglesia. Pero sin poner la esperanza en ellos. “Una cosa es amar al hombre y otra poner la esperanza en el hombre, hasta el punto que Dios manda lo primero y prohíbe lo segundo”. “Solo hay que estar seguro de Dios, porque no se muda; en cambio, de los hombres nadie puede estar seguro”44.

4.4. Las motivaciones del catecúmeno

Otro dato muy importante para conocer bien a los catecúmenos es averiguar cuá-les son los motivos por los que quieren hacerse cristianos. Por eso Agustín aconseja que la conversación comience preguntándoles qué les ha movido a venir. Porque la instrucción subsiguiente deberá aprovechar la respuesta a esta pregunta como punto de partida. De este modo, ya desde el principio, toda la enseñanza adopta un estilo dialogal que implica totalmente al oyente.

Desde luego, a Agustín no se le escapa que resulta muy difícil saber cuándo el oyente viene con la decisión adecuada para empezar la catequesis. Por eso aconseja actuar con él de tal forma que, aun cuando no la tenga, le despertemos esa decisión. Pero, en cualquier caso, destaca la utilidad de informarse previamente de su estado de ánimo y de sus motivaciones a través de personas que lo conozcan. Y, cuando esto no sea posible, hay que preguntárselo a él directamente “para comenzar nuestra instrucción a partir de su respuesta”45.

Contempla primero dos supuestos generales. Muchos se acercarán movidos por un cierto temor de Dios. Y a estos hay que ayudarlos a comprender que es Dios mis-mo quien los sacude con este terror, para que acaben alegrándose de ser amados por aquel a quien temen y se atrevan a corresponder a ese amor. Otros se acercarán con sentimientos inadecuados para ser educados en la religión cristiana. Y a estos habrá que reprenderles con dulzura y suavidad, y mostrarles cuál es el fin verdadero de la doctrina cristiana.

Pero la atención del obispo se centra en otros dos supuestos especiales. Algunos se pueden presentar con intenciones fingidas, cuando en realidad buscan ventajas

43 Cfr. DCR XXV, 48.44 Cfr. Ibíd.45 DCR V, 9.

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sociales o quieren evitar enemistades y malos tratos. En este caso, curiosamente, Agustín aconseja comenzar la explicación partiendo de su misma respuesta mentiro-sa, no para refutarla, como si nos hubiéramos dado cuenta de la mentira, sino para que, suponiendo que ha venido con buenas intenciones y alabando y aceptando sus palabras, “hagamos que se complazca en ser tal como desea aparecer”46. Otros pue-den decir que han decidido hacerse cristianos porque han recibido una amonestación o amenaza divina. Con estos hay que comenzar alabando la solicitud extraordinaria con que Dios nos cuida. Pero enseguida conviene “desviar su atención de este tipo de milagros y sueños, y hacer que la ponga en el camino más seguro y en el oráculo mar verdadero de las Escrituras”47.

Aunque no estén contemplados todos los supuestos posibles, los aducidos por Agustín serían muy frecuentes en su tiempo y, en cualquier caso, muestran a la per-fección el método de hilvanar la instrucción a partir de las respuestas de los oyentes.

4.5. La adecuación de la instrucción al oyente

El obispo de Hipona, apelando a su experiencia, reconoce que su discurso “co-mienza, avanza y llega a su fin, de una manera o de otra”, según las condiciones, situación, formación y motivaciones del oyente que tiene delante. Y, a continuación, ofrece la regla de oro que explica esta capacidad de adaptación: “Y como quiera que, a pesar de que a todos se debe la misma caridad, no a todos se ha de ofrecer la misma medicina: la misma caridad a unos da luz y con otros sufre, a unos trata de edificar y a otros teme ofender, se humilla hacia unos y se eleva hasta otros, con unos se muestra tierna y con otros severa, de nadie es enemiga y de todos es madre”48.

Lo que más cuida Agustín es la adecuación al nivel cultural del oyente, según la triple clasificación que ha establecido al respecto. De la adecuación al nivel más bajo, el de los ignorantes, nos ha ofrecido los dos ejemplos que figuran en la segunda parte de esta obra. El primero49 constituye una obra maestra de la catequética cristiana por su brevedad y claridad, por el modo como explica los grandes hitos de la Historia de la Salvación y por la forma de presentar su unidad, tanto externa como interna. Aquí aplica a la perfección la teoría que él mismo había ofrecido en la primera parte de la obra: se ha de explicar todo el desarrollo, desde la creación hasta los tiempos actuales de la Iglesia, exponiendo bien los acontecimientos en sus causas y razones; pero sin perder el hilo del discurso enredándose en recovecos de explicaciones complicadas, sino procurando que “la verdad misma de nuestros razonamientos sea como el oro

46 Ibíd.47 DCR VI, 10.48 DCR XV, 23.49 Cfr. DCR XVI, 24 - XXVI, 50.

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que engasta una serie de piedras preciosas, sin que con ello se altere de modo despro-porcionado el conjunto ornamental”50. En cuanto al segundo51, mucho más breve, a algunos comentaristas les parece pobre y poco estructurado52. Seguramente influye en esta opinión la comparación con el primero. Y quizás se olvide que la catequesis de los principiantes era solo una introducción al largo proceso del catecumenado. En todo caso es una muestra de que San Agustín tenía muy en cuenta la capacidad de aguante del oyente, que en muchos casos aconsejaba más brevedad.

En cuanto a los más cultos, aconseja en primer lugar que no se les enseñe con pedantería lo que ya conocen por sus lecturas previas, sino que se resuma discreta-mente, demostrándoles que nos creemos que ya lo saben. Pero, sobre todo, insiste en la conveniencia de averiguar cuáles son sus lecturas preferidas y las que han podido influir en su decisión de hacerse cristianos. Para alabarlas si lo merecen o para contra-decirlas si presentan visones nos correctas de la fe cristiana53.

Especial atención dispensa el santo a sus antiguos congéneres, los expertos en el arte de la palabra que han realizado sus estudios en las escuelas de oratoria. A estos hay que amonestar, en primer lugar, para que, revestidos de humildad, no desprecien a los que evitan con más diligencia los defectos de las costumbres que los del lengua-je, y no se atrevan a comparar un corazón puro con la habilidad de la palabra. Habrá que educarles, además, a escuchar bien las divinas Escrituras, para que su lenguaje sólido no les resulte despreciable por no ser altisonante, y aprendan a preferir los discursos verdaderos a los bien elaborados. Y, por último, habrá que enseñarles que “no hay otra voz para los oídos de Dios que el afecto del corazón”. Y por eso “en la Iglesia lo que cuenta es la plegaria del corazón, como en el foro cuenta el sonido de las palabras. Y así la oratoria forense puede algunas veces calificarse de buena dicción, pero nunca de bendición”54.

5. LA DISPOSICIÓN Y TALANTE DEL CATEQUISTA

San Agustín ha invertido el orden de los protagonismos en la enseñanza. A dife-rencia de la paideia clásica e incluso de la cristiana anterior a él, el primer protago-nista es el alumno. El catequista o enseñante ocupa el segundo lugar, que también es un lugar necesario y decisivo. Pero aquí nos encontramos con otro cambio. Hasta ese momento, las preocupaciones principales se referían a la capacitación intelectual del maestro y al aprendizaje de los métodos de enseñanza. A Agustín, en cambio, le preocupa la psicología, el estado de ánimo con que realiza su labor.

50 DCR VI, 10.51 Cfr. DCR XXVI, 51 - XXVII, 51.52 Así A. MURA, De catechizandis rudibus, Brescia, 1961 (2.ª), p. XXIII.53 Cfr. DCR VIII, 12.54 DCR IX, 13.

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5.1. La confianza en sí mismo

Recordemos que el diácono Deogracias le había planteado a San Agustín dos cuestiones diferentes. La primera se refería a los contenidos de la enseñanza: “¿Por dónde hay que comenzar la exposición? ¿Dónde ha de acabar? Una vez concluida, ¿se debe añadir alguna exhortación?”55. Pero la segunda era de orden muy diferente: “Así mismo reconoces con tristeza que, muchas veces, te quedas insatisfecho porque tus lecciones resultan largas y pesadas, hasta el punto de aburrir al que instruyes y a los demás que asisten para escucharte”56. El diácono está derrotado y duda de su capacidad para la tarea que le han encomendado.

El obispo va a responder a las dos cuestiones en esta obra. Pero, curiosamente, comienza por la segunda, porque le parece más decisiva y urgente. Y su intención es clara: hacer que el diácono recobre la confianza en sí mismo. Para ello le anima cariñosamente, diciéndole que es muy posible que sus oyentes no compartan su im-presión tan negativa. Además, ¿por qué le han encargado precisamente a él esta tarea, y no a otro? ¿No será que confían plenamente en su capacidad para realizarla bien?

De todos modos, el obispo comprende perfectamente la desazón del diácono des-de su propia experiencia: “Tampoco a mí me agradan casi nunca mis discursos”57. Y le explica el por qué: sus palabras no consiguen reflejar fielmente lo que está pensan-do. La intuición brilla como un relámpago en nuestro interior y deja su huella en la memoria, pero, cuando intentamos expresarla en palabras, nos salen lentos y torcidos rodeos, que nos parecen siempre pobres en comparación con el fulgor de las ideas. Ahora bien, sigue diciendo Agustín, a mí “la atención de los que desean escucharme me indica que mis palabras no son tan desangeladas como parecen. Por la satisfacción que muestran, deduzco que sacan algo de provecho”58.

No cabe duda de que estas reflexiones comenzaron a levantar la débil autoestima del diácono, aunque, como veremos enseguida, solo constituyen la introducción a una reflexión más importante.

5.2. La alegría que nace del amor

En efecto, el desánimo del diácono le va a servir a San Agustín para ofrecernos una reflexión absolutamente novedosa y original sobre la disposición interna del edu-cador.

55 DCR I, 1.56 Ibíd.57 DCR II, 3.58 DCR II, 4.

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Comienza con una constatación muy lúcida: “Lo cierto es que se nos oirá con mucho más agrado si nosotros disfrutamos también en nuestro propio trabajo. Por-que nuestra alegría influirá en nuestras palabras, que fluirán así con mayor esponta-neidad y serán recibidas con mayor aceptación”59.Por consiguiente, lo más importan-te no es averiguar el contenido o la extensión que ha de tener la exposición, sino ver qué medios hemos de emplear para que el catequista esté alegre, ya que, en la medida que consigamos esto, la lección resultará más agradable.

Y lo primero que hace Agustín es señalar dónde está la causa última de esta alegría tan necesaria. “Si Dios ama al que da con alegría los bienes temporales,60 ¿cómo no ha de amar al que da los espirituales? Pero el que tengamos esta alegría en el momen-to oportuno, depende de la misericordia de aquel que nos ordena esta generosidad”61. Dios es, pues, la causa y el motivo últimos de la alegría del catequista, que, por con-siguiente, es a la vez don y exigencia de la obediencia a Dios. Pero nosotros debemos colaborar con la gracia divina para adquirir esa alegría, superando las diversas causas de tristeza que se interponen en nuestra labor educativa.

5.3. Causas de la tristeza

El último apartado de la primera parte del De catechizandis62 representa, sin duda alguna, la aportación más importante de Agustín a la pedagogía cristiana. Con una finura psicológica admirable describe siete causas que pueden entristecer al educador y apunta los remedios para superarlas. Aquí solo podemos resumir las ideas más importantes.

5.3.1. La diferencia entre la idea y su expresión

El primer motivo de tristeza es el que ya apuntó al principio de la obra, la dife-rencia entre el fulgor de la idea que concebimos en la mente y la pobre expresión con que intentamos manifestarla a nuestros oyentes. Para superar este fastidio, Agustín nos aconseja que miremos a Aquel que nos dio ejemplo para que siguiéramos sus huellas63. Por grande que sea la diferencia entre la articulación de nuestra voz y la vi-vacidad de nuestro pensamiento, más grande aún es la diferencia entre la mortalidad de la carne y la inmutabilidad de Dios. Sin embargo, Cristo, “siendo de condición divina, se anonadó tomando la condición de esclavo (…) hasta la muerte de cruz”.64

59 Ibid.60 Agustín cita aquí 2Cor 9,7, que a su vez cita Prov 22,8 en la versión de los LXX.61 DCR II, 4.62 Cfr. DCR X, 14 - XIV, 22.63 Cfr. 1Pe 2, 21.64 Flp 2, 6-8.

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Y Pablo, su imitador, dice: “Nos apremia el amor de Cristo al considerar que uno murió por todos”65. ¿Cómo habría estado dispuesto a sacrificarse por sus almas, si hubiera rehusado rebajarse hasta sus oídos? Y a estos argumentos teológicos añade dos ejemplos entrañables: la madre amorosa que balbucea para hablar con su hijito y la gallina que llama con voz quebrada a sus pollitos.

5.3.2. El miedo a expresarse mal

Nos gusta más leer u oír algo que se nos da ya en forma acabado que correr noso-tros mismos el riesgo de tener que expresarlo con éxito incierto. Pero hemos de tener en cuenta que, con tal de que nuestro pensamiento no se aparte de la verdad, si algu-na de nuestras palabras molesta al oyente podemos aprovechar para enseñarle que el fondo es más importante que la forma. Y si cometemos algún error, debemos pensar que Dios quiere probarnos para ver si somos capaces de corregirnos y rectificar. Si nadie ha caído en la cuenta, no hay necesidad de hacer nada. Procura no repetirlo y que te sirva de lección para el futuro. Pero si alguien se ha dado cuenta y se ves que se alegra maliciosamente, ejercítate en la paciencia.

5.3.3. El fastidio de la repetición

Otra causa de tristeza es el aburrimiento por tener que repetir muchas veces cosas archisabidas y elementales. Pero si sabemos unirnos a nuestros oyentes con amor fra-terno, paterno o materno, esas cosas nos parecerán también nuevas a nosotros. ¿No encuentras tu propia ciudad hermosa y como nueva cuando la enseñas a un buen amigo? Así también una lección que resulta fría, porque para nosotros solo contiene cosas sabidas, puede resultar cálida por la viva atención del auditorio.

5.3.4. La falta de interés y participación del oyente

Cuanto más amamos a las personas a las que hablamos, tanto más deseamos que les agrade lo que estamos exponiendo para su salvación. Y si esto no sucede así y vemos a nuestros oyentes como impasibles, nos ponemos tristes porque, aparente-mente, la palabra de Dios tiene poco éxito. Es posible que el oyente sea tímido por naturaleza, o que se sienta reprimido por un respeto humano, o que no entienda lo que estamos diciendo, o que sea realmente indiferente. En todos estos casos, es bue-no atraer su atención e inspirarle confianza con una cariñosa exhortación, y animarlo a la participación preguntándole, por ejemplo, si ya había oído esto antes o si lo ha comprendido. Podemos también avivar su atención explicándole alguna cosa simbó-

65 2Cor 5,14.

La educación en el De Catechizandis Rudibus 29

lica de las que aparecen en la Sagrada Escritura. Si realmente se trata de una persona insensible e incapaz, debemos soportarla con misericordia y recordarle brevemente las verdades más importantes de la fe. Pero con tales hombres es mejor hablar mucho de ellos a Dios, que no mucho de Dios a ellos. También puede ocurrir que alguno esté cansado de estar de pie y con ganas de marcharse. En ese caso lo mejor es ofre-cerles una silla para que se sienten y contarles alguna historia alegre o muy triste, para despertar su atención.

5.3.5. La infravaloración de la tarea

Otra causa de nuestro mal humor puede ser que hayamos tenido que suspender otro trabajo que nos parecía más importante y necesario, y que por eso estemos cum-pliendo el oficio de catequista con tristeza y desagrado. No estamos del todo en lo que hacemos porque hemos tenido que abandonar algo que nos parecía más urgente. Pero ¿de verdad sabemos qué es lo más útil? Ciertamente debemos ordenar las cosas que hemos de hacer según nuestro criterio. Pero siempre hemos de estar dispuestos a posponer nuestro criterio al de Dios. Es más justo que nosotros sigamos la voluntad de Dios que no Dios siga la nuestra.

5.3.6. Los escándalos de la comunidad cristiana

Puede ser también que nuestra mente esté turbada por algún escándalo que se ha producido en la Iglesia. En este caso, el propio hecho de que alguien desee hacerse cristiano nos debe servir de consuelo, como las alegrías de las ganancias suelen aliviar el dolor de las pérdidas. Pero, además, esto nos llevará a aconsejar a quien estamos adoctrinando que se cuide de imitar a los que son cristianos no en la realidad, sino solo de nombre. Por otra parte, el mismo disgusto se puede convertir en estímulo, porque nos puede llevar a hablar con más fervor y más vehemencia de lo que, estando más tranquilos, habríamos tratado con más frialdad e indiferencia.

5.3.7. La conciencia de la propia indignidad

Si nos hallamos tristes por algún error o pecado nuestro, nos convendrá recordar, ante todo, que “el sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado”66. Pero también aquello otro de “El agua apaga el fuego ardiente, la limosna perdona los pecados”67. O también: “Quiero misericordia y no sacrificio”68. Una vez que se nos

66 Sal 51,19 (Miserere). 67 Ecclo 3,33 (en la numeración de la Vulgata).68 Os 6, 6.

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ofrece la ocasión de una obra de misericordia, alegrémonos de ello como si fuera una fuente que se nos ofrece para poder sofocar el incendio que se había declarado. A menos que seamos tan necios como para pensar que hay que acudir con más rapidez a llenar el vientre del que siente hambre que a saciar con la palabra de Dios la inteli-gencia de quien tiene hambre de ella.

6. RECURSOS DIDÁCTICOS

San Agustín no nos ha dejado ningún tratado estructurado de didáctica, como tampoco nos ha legado ninguno de teología o de pastoral. Como observa acertada-mente Van de Meer, “Agustín tenía tan poco de organizador en la práctica como de sistematizador en la teoría. Prefería los gestos espontáneos y convencidos a la pacien-te y mínima diplomacia con que los hombres de la precisión preparan sus grandes acciones (…) Sus soluciones se fundaban más bien en la intuición inmediata, y son siempre testimonio de un gran pensamiento y de un corazón ardiente”69. Los recur-sos didácticos que aparecen en sus sermones y en este tratado catequético que nos ocupa son fruto de su gran imaginación, de su capacidad de observación y, en último término, de la práctica. De ahí que resulte difícil organizarlos. Nos limitaremos a citar los que nos parecen más interesantes e incluso sorprendentes.

6.1. Cuidado del ambiente y comodidad de los oyentes

Agustín aconseja no empezar la instrucción antes de haber centrado bien el áni-mo de los oyentes. Por eso cuida mucho los prolegómenos. Como ya vimos, propone comenzar con un pequeño diálogo en el que se les pregunta sobre los motivos que les han traído. Con ello persigue conocer mejor a los alumnos e involucrarlos de forma activa en el desarrollo de la sesión, ya desde el principio. Pero a partir de sus respuestas, que pueden ser más o menos acertadas, intenta sobre todo inculcar, con seriedad y brevedad, la actitud y los sentimientos que deben animar a los que van a ser educados en la religión cristiana70.

Por otra parte, resulta curiosa la preocupación de Agustín por la comodidad del auditorio. En contra de la costumbre africana de mantener a los oyentes de pie, aconseja con fuerza que “sería mejor, sin duda alguna, donde sin inconveniente pue-da hacerse, que el oyente esté sentado desde el principio, como muy acertadamente sucede en algunas iglesias de ultramar, donde no solo los sacerdotes hablan sentados al pueblo, sino que también el pueblo dispone de sillas”. Y, poco después, insiste en ello, sobre todo cuando se trate de esta primera instrucción: “Pueden escuchar de pie,

69 F. Van der Meer, San Agustín, pastor de almas, Barcelona, Herder, 1965, pp. 720-721.70 Cfr. DCR VII, 11.

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si es que la explicación va a ser breve, o el lugar no es apto para la postura de senta-dos, en caso de que sean muchos los oyentes y no sean de los iniciados. Pero cuando hablemos a uno, dos o unos pocos, que han venido para hacerse cristianos, de ningún modo se deben quedar de pie”71. Y, para dar más autoridad al consejo, recuerda con emoción que María de Betania escuchaba a Jesús sentada.

6.2. Valoración de sus actitudes y conocimientos

Agustín intenta por todos los medios que el oyente se sienta valorado desde el principio. Por eso evitará siempre cualquier tipo de descalificación que pueda dar al alumno la impresión de que se le trata como ignorante, equivocado o perverso. Aconsejará siempre una acogida humilde, cercana y cariñosa, que anime al oyente a sentirse seguro y a confiar en el maestro. Hay que ayudarle a superar ese sentimiento lógico de inferioridad que puede producir cerrazón o rechazo. Y esto solo se consigue con amor: “si los superiores desean ser amados por sus inferiores y se alegran de su obsequiosa obediencia (…), con mucho más amor se inflama el inferior cuando se da cuenta de que el superior le ama”72. Resulta impresionante al respecto el modo de comenzar el ejemplo largo de catequesis: “Demos gracias a Dios, hermano. Te felicito calurosamente y me alegro de que, en medio de tan grandes y peligrosas tempestades de este mundo, hayas pensado en alguna tranquilidad verdaderamente cierta”73.

El interés por acoger bien se pone a prueba cuando el catequista observa actitudes de fingimiento o de búsqueda de ventajas humanas. Por eso resulta más sorprendente la forma en que Agustín aconseja solucionar estas situaciones. En el caso de hipocre-sía, lejos de denunciarla, sugiere aprovecharse de ella para despertar la actitud ade-cuada. Y en el caso de motivaciones bastardas, aconseja corregir con mucha dulzura y suavidad, y evitar imponer cosas para las que todavía no se está preparado, para que poco a poco se vaya deseando lo que por error o falsedad no se quería74.

Y si hay que valorar siempre las actitudes del oyente, lo mismo hay que hacer con sus conocimientos previos. Sobre todo, cuando pueden ser importantes, como en el caso de los hombres cultos que se acercan a la fe cristiana. Respecto a estos, Agustín aconseja no enseñarles con pedantería lo que ya conocen, alabar los buenos libros que han leído y hacerles caer en la cuenta con discreción de los errores que puedan haber en otros. Pero teniendo en cuenta siempre que estas personas, ya desde antes de hacerse cristianos, están acostumbradas a investigar las cosas con seriedad75.

71 DCR XIII, 19.72 DCR IV, 7.73 DCR XVI, 24.74 Cfr. DCR VI, 9.75 Cfr. DCR VIII, 12.

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6.3. Brevedad y orden en la exposición

El diácono Deogracias se quejaba de que su discurso le parecía siempre largo y desgarbado. Agustín, en cambio, le aconseja, casi machaconamente, la brevedad. Desde luego este consejo tenía una motivación circunstancial: la catequesis de los principiantes solo pretendía ser una pequeña introducción al largo período del cate-cumenado. Y hay que decir que los dos ejemplos que ofrece el santo son una maravi-lla de concisión, cada uno en su género: ¡es difícil ofrecer una síntesis de la Historia de la Salvación en menos tiempo! Pero, más allá de esta circunstancia, aparece una preocupación más constante del gran maestro, que se traslucirá también en todos sus sermones. Agustín conoce por experiencia los límites de la memoria y de la capacidad de atención de los oyentes, y se esforzará siempre en no traspasarlos. Por eso le acon-sejará al diácono “no confundir la memoria del que debemos instruir con nuestra enseñanza”, “no fatigar al oyente”76.

Pero, junto a la brevedad, Agustín, con sus consejos y con su propio testimonio, defiende el orden y la linealidad de la exposición: “No debemos detenernos en estas cosas de manera que, perdido el hilo de nuestro discurso, nuestra corazón y nuestras palabras se enreden en recovecos de explicaciones complicadas; al contrario, que sea la verdad misma de nuestros razonamientos como el oro que engasta una serie de piedras preciosas, sin que con ello se altere de modo desproporcionado el conjunto ornamental”77. También de esto es un paradigma admirable el primer ejemplo que aduce. Nos admira la unidad del conjunto y la perfecta concatenación de sus distin-tas partes.

6.4. Explicación de las causas y razones de los hechos

Sin embargo, la brevedad no debe impedir fundamentar bien la exposición, para que no parezca irrelevante o frívola. Porque es la fundamentación en sí la que ayudará a descubrir la unidad profunda del conjunto: “expongamos cada una de las realidades y hechos o acontecimientos que narramos en sus causas y razones, por medio de las cuales refiramos todo a aquel fin del amor, del que no debe apartarse un momento la intención del que habla ni del que escucha”78.

Lo que ocurre es que esta explicación pormenorizada no se puede aplicar por igual a todas las cosas que aparecen en la exposición; con ello solo lograríamos cansar al oyente y confundir su memoria. Hay que discernir entre lo principal y lo secunda-rio. Los hechos más importantes “debemos exponerlos y desentrañarlos y ofrecerlos a

76 DCR III, 5.77 DCR VI, 10.78 DCR VI, 10.

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la admiración de los oyentes (…) En cuanto al resto, podemos insertarlo dentro del contexto mediante una rápida exposición. De esta forma, lo que deseamos poner más de relieve resaltará más frente al papel secundario de lo demás”79.

6.5. Humildad

Se ha dicho que la humildad es la virtud menos humana y más cristiana. Es ver-dad lo segundo, pero no lo primero, porque la humildad es la clave de la autenticidad personal y de las relaciones humanas dignas. Agustín la introduce con convicción en la didáctica, basándola desde luego en el mismo núcleo de la fe cristiana. Para él, el propio Jesucristo es la causa y el modelo más perfecto de humildad: “Como quiera que nada se opone más a la caridad que la envidia, y la madre de la envidia es la soberbia, el Señor Jesucristo, Dios y hombre, es al mismo tiempo una prueba del amor divino hacia nosotros y un ejemplo de humildad humana, para que nuestra más grave enfermedad sea curada por la medicina contraria”80. Y el otro paradigma es la Sagrada Escritura, de la que pondera “la salubérrima humildad de su admirable profundidad”81.

El obispo de Hipona comienza ofreciendo su propio testimonio en la humildad servicial y pronta con que responde al requerimiento de Deogracias, y en la acogida cercana y nada presuntuosa que ofrece a sus oyentes, según consta en los las experien-cias que nos cuenta. Por eso no es nada extraño que la aconseje constantemente al catequista y la incluya como contenido de la enseñanza moral que este debe impartir, sobre todo cuando se encuentra ante oyentes tentados por la presuntuosidad por su erudición o por sus dotes oratorias.

6.6. Fomento de la participación activa del oyente

Además de las preguntas iniciales sobre las motivaciones, que deben servir para establecer un clima de diálogo, Agustín aconseja que el catequista se esfuerce cons-tantemente a lo largo de la explicación para que el oyente se mantenga activo. Por eso dice: “cuando su estado de ánimo permanece oscuro a nuestros ojos, debemos intentar con las palabras todo cuanto pueda servir para despertarlo y, como si dijéra-mos, para sacarlo de sus escondrijos”82. Y para ello sugiere varios recursos: exhortarle a que venza su posible temor y manifieste su opinión; ayudarle a que venza su timidez o vergüenza con algún gesto fraternal; preguntarle si entiende y está de acuerdo con

79 DCR III, 5.80 DCR IV, 8.81 DCR VIII, 12.82 DCR XIII, 18.

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lo que decimos; preguntarle también si acaso ya ha oído antes estas cosas y por eso no le interesan.

6.7. Recursos para mantener la atención

Quizás una de las muestras más sorprendentes de la modernidad pedagógica de esta obra, sea el empleo constante del lenguaje visivo.

El arsenal más importante de imágenes para San Agustín es el Antiguo Testamen-to. Siguiendo a su maestro, San Ambrosio, como recuerda en las Confesiones,83Agustín es el gran promotor en Occidente de la lectura espiritual o alegórica del Antiguo Tes-tamento, es decir, como anuncio, profecía y prefiguración del Nuevo Testamento. Afirma en nuestra obra: “Todo lo que leemos en las Sagradas Escrituras (antiguas) fue escrito exclusivamente para poner de relieve, antes de su llegada, la venida del Señor y prefigurar la Iglesia futura”84. Y esto le permite convertir todas las palabras, hechos de vida, instituciones y ritos de la Antigua Alianza en figuras, imágenes o símbolos de la Nueva Alianza. Gracias a esto, gran parte de las alegorías desarrolladas por Orí-genes en Alejandría pasará a la literatura latina y a toda la tradición medieval gracias al obispo de Hipona. Aparte de las aportaciones y problemas propiamente teológicos que este método plantea, aquí nos interesa resaltar su importancia pedagógica, como gran recurso narrativo y visivo. El primer ejemplo de catequesis que ofrece Agustín en esta obra es una síntesis magistral de muchas de estas alegorías.

Pero, a las imágenes bíblicas, Agustín añade otras surgidas de su gran imaginación creadora. Sólo en esta obra podemos destacar las siguientes: el rápido resplandor del rayo para expresar la rapidez de la idea85; la estrategia del amor humano para explicar el divino;86 la paja como imagen del destino de los malos;87 la madre que enseña a hablar y comer a sus hijos, como figura del catequista;88 igualmente, la gallina que llama a sus pollitos con voz quebrada;89 el que descubre con gusto su ciudad al tener que enseñarla a otro90; el agua que apaga el incendio para mostrar que enseñar a otro cura los pecados propios91; y la rapidez con que Dios cubre de nubes el cielo raso, para explicar la resurrección de los cuerpos92.

83 Cfr. Confessiones VI, 4, 6.84 DCR III, 6.85 Cfr. DCR II, 3.86 Cfr. DCR IV, 7.87 Cfr. DCR VII, 11; XVII, 26; XIX, 31; XXV, 48; XXVII, 54.88 Cfr. DCR X, 15.89 Cfr. DCR X, 15.90 Cfr. DCR XII, 17.91 Cfr. DCR XIV, 22.92 Cfr. DCR XXV, 46.

La educación en el De Catechizandis Rudibus 35

Como conclusión de esta exposición, hay que reconocer que esta obra, aparente-mente menor de San Agustín, constituye un verdadero tesoro desde tres perspectivas. Primero, como síntesis, apretada pero lúcida y clara, del pensamiento agustiniano. En segundo lugar, como una gran aportación a la pedagogía cristiana, y precisamente de cara a los desafíos que la educación cristiana tiene planteados hoy. Y, por último, no se puede negar que esta obra de principios del siglo V resulta altamente sugerente e iluminadora para los planteamientos generales de la Pedagogía y de la Didáctica actuales.