la elegida

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La Elegida La Elegida Javier Úbeda Ibáñez Ilustrado por Paula Blanco Javier Úbeda Ibáñez Ilustrado por Paula Blanco

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Laura Campoamor Vecino estaba embarazada de ocho meses; ocho intensos meses que habían pasado como una volátil exhalación, pero que ahora estaban a punto de voltearse sobre sí mismos y dar un giro espectacular hacia lo, peligrosamente, inesperado.

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La Elegida La Elegida Javier Úbeda Ibáñez

Ilustrado por Paula Blanco Javier Úbeda Ibáñez

Ilustrado por Paula Blanco

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Javier Úbeda Ibáñez

Nació en Jatiel (Teruel) en

1952. Es autor del libro de re-

latos breves y poemas Sende-

ros de palabras y del cuento

Daniel no quiere hacerse

mayor. Ha publicado nume-

rosos artículos de opinión

tanto en prensa digital como

en prensa escrita. También

es autor de reseñas literarias

y de varios relatos cortos y

poemas, que han ido viendo

la luz en revistas de la talla

de Almiar, Ariadna-RC, Fá-

bula (Universidad de La Rio-

ja), Grupo Literaturas, La

Sombra (de lo que fuimos),

Letralia (Venezuela), Letras

(Málaga), Luke, Narrador,

Pluma y Tintero o Poeta (Ar-

gentina), entre otras muchas.

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La Elegida

Javier Úbeda Ibáñez Ilustrado por Paula Blanco

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© Javier Úbeda Ibáñez

1ª Edición: Junio 2012I.S.B.N.: 978-84-15649-03-8Depósito Legal: V-2007-2012

Edita:

Impreso en España

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación ni de su contenido puede ser reproducida, almacenada o transmitida en modo alguno sin permiso previo y por escrito del autor.

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A Adelaida, mi madre,

una gran mujer,

una buena esposa

y una cariñosa

y comprensiva madre

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Laura Campoamor Vecino estaba embarazada de ocho meses; ocho intensos meses que habían pasado como una volátil exhalación,

pero que ahora estaban a punto de voltearse sobre sí mismos y dar un giro espectacular hacia lo, peligrosamente, inesperado.

Laura y su marido, Miguel Martín Roca, llevaban más de diez largos y felices años intentando tener un hijo; pero los embarazos de Laura terminaban malográndose, en la mayoría de las ocasiones, en el primer trimestre. Como tenían claro, desde que se casaron, que querían tener hijos, no se desanimaban y continuaban día tras día en su empeño. Cuando tomaron conciencia de que la madre naturaleza, por lo que fuera o fuese, no estaba de su parte, recurrieron a la ciencia. Y durante cinco años la ciencia también les falló.

A pesar de tantas y continuadas decepciones, Laura y Miguel no perdieron jamás la esperanza; es más, los dos la mantuvieron siempre firme como un valor en alza. No se tomaron un respiro, no cejaron jamás en su ferviente deseo y cada vez lo intentaron con mayores ganas... Debían buscar a su bebé, éste podría llegar en cualquier momento, y allí estarían los dos con los brazos abiertos para recibirlo.

Laura Campoamor tenía treinta y cuatro años, era licenciada en Bellas Artes y, desde que finalizó sus estudios universitarios, se dedicaba profesionalmente a la escultura: esculpía y era una artista consumada que tenía, además, su propia galería, donde realizaba sus exposiciones así como las de otros artistas. Su actual éxito y reconocimiento eran fruto de su constante esfuerzo y de su pasión por el Arte.

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Laura era una de esas mujeres que te impactaba nada más verla, no sólo porque era guapa −realmente hermosa−, de una belleza tranquila y armoniosa, sin estridencias, que respondía, en parte o a grandes rasgos, a un halo de misterio que parecía recorrerla, desde la cabeza hasta los pies; y que te atrapaba, incluso antes de fijarte en ella. La suya era una belleza casi legendaria.

Como si estuviera rodeada de un campo magnético, su presencia causaba sensación allí por donde pasara. Y aunque no se entendiera, daba lo mismo; delante de Laura la gente se dejaba llevar y se sentía a salvo, como si nada malo les pudiera nunca ocurrir.

Todo en su rostro, en su silueta, en su personalidad, parecía que hubiese sido extraído de un manual de perfección de la Roma o de la Grecia Antiguas; sus inmensos ojos verdes y almendrados aparentaban contener los misterios más sagrados de la creación. Con una mirada atenta te escudriñaban con sigilo gatuno cuando se posaban en ti, aun sin hacerte sentir incómodo.

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Sus labios carnosos sabían moldear con provecho las palabras; desde ellos, los verbos, los nombres, los adjetivos y hasta las vocales y las consonantes sonaban más dulces, mejor intencionados. Su forma de expresarse limaba cualquier posible aspereza de cualquier tipo.

Laura era una mujer espigada y alta, y acostumbraba a lucir una media melena de un negro azabache intenso. Ese conjunto de rasgos le confería un toque de distinción que la hacía única. Sin lugar a dudas, Laura era especial, de hecho, era una mujer muy sensitiva que tenía poderes extrasensoriales, sueños premonitorios, podía hablar con los muertos si quería, y sus ojos eran capaces de ver en la oscuridad más cerrada, como los mismos gatos con los que también compartía otros rasgos como agilidad, velocidad, discreción y elegancia.

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Laura nació con una curiosa mancha de nacimiento detrás de cada una de sus orejas, que tenían forma de estrella blanca de seis puntas y que ante situaciones poco comunes cambiaban de color, a la vez que adquirían un ligero parpadeo. Era su semáforo particular, el que la avisaba de que algo extraordinario iba a entrar en escena. Por ejemplo, cuando detectaba un alma que quería ascender a la luz.

Con todo este amasijo de magia que la envolvía, no acababa de entender los motivos por los que su bebé estaba tardando tanto en llegar. No sabía si lo hacía por reconfortase o por darse ánimos, pero le gustaba decir que era porque iba a ser sumamente especial, y que seguro que vendría con algún poderoso don; y a pesar de que todavía no lo había soñado, sabía que su bebé sería totalmente mágico.

Miguel, su marido, al que le encantaban los niños −solía decir que lo que más le gustaba de sí mismo era la parte que conservaba aún de crío−, llevaba peor que su mujer el tema de los constantes abortos, pero ella siempre procuraba animarle, que era justo lo que necesitaba Miguel cuando sus ánimos parecían descender por un inmenso tobogán en caída libre. Laura le ponía las manos en el pecho y le daba la calma que necesitaba para afrontar lo mejor posible el golpe.

−Llegará, seguro, ya lo verás. Tengo un runrún constante dentro de mí que me lo confirma, Miguel. Es más que una intuición, es casi una certeza que siento aquí dentro, en mi corazón, y presiento que será una niña.

−Sí, la has presentido, pero aún no la has podido ver. Si la hubieras podido ver en tus sueños, que siempre se acaban cumpliendo, entonces sería diferente. Laura no te ofendas, no te lo digo como un reproche. Entiéndeme, por favor.

Pero Laura no se ofendía, en absoluto. Lo entendía, en parte tenía razón; llevaba años presintiéndola, pero aún no había tenido ningún sueño premonitorio relacionado con su bebé. De haberlo tenido, como le decía Miguel, las cosas serían distintas.

Laura, todas las noches, cuando se iba a la cama, abría las palmas de las manos y pedía tener un sueño en el que poder verle la cara a su hija. Era la primera vez que imploraba algo para ella, a pesar de saber que no tenía nada que hacer. Los sueños premonitorios no se podían programar.

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Los sueños premonitorios de Laura comenzaron cuando ella tenía siete años. Al principio no les concedió la más mínima importancia, pero cuando cumplió los nueve, su madre, que también había tenido sueños premonitorios a esa misma edad, le explicó el cómo y el por qué.

−Creí que lo que me estaba sucediendo era algo normal, cosa de niños −le contó Laura a su madre, Mercedes.

−No, no, tus sueños son premonitorios y no son cosa de niños. Son un don que has heredado de mí y de las mujeres de mi familia.

−¿Por qué?

Y es que Laura era la niña de los “por qués”, e iba siendo hora de dar respuesta a algunos de ellos, así que Mercedes intentó, lo mejor que pudo, comenzar con esa dura labor.

−Porque así tiene que ser.

−¿Qué significado tiene “porque así tiene que ser”, mamá?

−Que nos viene dado. No lo hemos pedido nosotras, ya que se trata de una herencia.

−¿Una herencia? ¿No se heredan casas, propiedades, muebles?

−Sí, exacto, pero en nuestra familia se heredan también los dones.

−¿Pero… qué son, exactamente, los dones?

−Un don es un regalo que se le concede a las personas, y que las diferencia del resto. Por ejemplo, mi madre tenía el don de la sanación, mediante la imposición de manos podía aliviar el dolor. Mi abuela tenía el don de la telepatía, podía leer en la mente de los demás. El don que hemos tenido todas las mujeres de nuestra familia ha sido el don de los sueños premonitorios, mediante ellos nos hemos ido viendo, antes incluso de nacer y de quedarnos embarazadas.

−¿Y esos dones también los tiene mi amiga Alicia?

−No creo. Son muy especiales y pocas personas los tienen.

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−Mamá, ¿entonces todo lo que sueñe se cumplirá? ¿Por eso se llaman sueños premonitorios?

−Sí, eso es, tienes la sensación de que algo va a ocurrir y acaba ocurriendo.

−¿Y no me podré equivocar? ¿Y cómo sabré cuándo y cómo va a suceder?

−Ya verás, será imposible que te equivoques. Lo sabrás, no te preocupes.

−¿Y… para qué sirven? ¿Por qué los tendré?

−Unas veces podrás ayudar a evitar sucesos no deseados, otras no… Yo lo he hecho durante toda mi vida. Al principio, puede ser que no te crean, pero como lo podrás demostrar, te acabarán creyendo, tendrás que aprender a tener paciencia.

−Pero, ¿y si a pesar de todo no me creen y no puedo evitar que ocurra una desgracia?

−Tú tendrás que tener la conciencia tranquila, porque tu intención siempre será buena, intentar ayudar, y otra cosa será que puedas o no puedas hacerlo.

−Bien, mamá, creo que lo he entendido.

−¿Quieres saber algo más, cariño?

−¿Y por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Me voy a convertir en un bicho raro por tener estos sueños? ¿Se burlarán de mí en la escuela?

−Yo me hice esa misma pregunta y también la abuela, y la madre de la abuela, tu bisabuela... Se trata de un don que hemos ido heredando todas las mujeres de nuestra familia, generación tras generación. Y no, no te preocupes, no te convertirás en un bicho raro, simplemente tienes un don muy particular. Eso no es malo, todo lo contrario. No debes sentirte mal por ello y tampoco creo que se burlen de ti en la escuela, ¿por qué iban a hacerlo?

−¿Y soñaré con personas que conozco o con personas que no conozco?

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−Los sueños no los eliges tú y no sabrás lo que vas a soñar. Date una tregua, Laura, no quieras saberlo todo ya. Lleva su tiempo entender, aceptar y asumir esta realidad.

−Mamá, el otro día, cuando me levanté para ir al colegio, la bisabuela estaba sentada en la mecedora que me regaló la abuela Carmina, tu madre. ¡Me miraba, sonreía y se mecía mientras tarareaba la nana que tú me cantabas cuando yo era un bebé!

−Ella fue quien me enseñó esa nana. Me la susurraba cuando yo estaba en su vientre.

−La bisabuela Marinela murió dos años antes de que yo naciera, pero en la misma fecha en que yo nací, ¿verdad?

−Así es, Laura, ¿no sabías que todas las mujeres de nuestra familia, rama materna, han nacido y han muerto el mismo día y el mismo mes y casi hasta la misma hora, aunque en años diferentes, claro?

−¡Qué curioso! ¿Y los hombres?

−No, los hombres de nuestra familia, no, sólo las mujeres. ¿Y qué quería tu bisabuela?

−Hablar conmigo. Explicarme en qué consistía ser médium.

−¿Y lo ha hecho?

−Bueno, lo cierto es que no sólo me lo ha explicado, sino que también me lo ha ilustrado.

−¿Cómo que te lo ha ilustrado?

−Sí, porque la bisabuela es el primer muerto que veo. Como ella lo sabía y para que no me asustara, ha pensado que lo mejor para mí sería comenzar por verla a ella. ¡Me dio mucha impresión, parecía que estaba viva, pero no tuve miedo, verla me llenó de paz! ¿Es eso posible, mamá?

−Sí, claro.

−¿Te dijo algo más?

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−Sí, me pidió que te diera un abrazo de su parte y que te dijera que se pasará a verte el próximo viernes, el día de vuestra cita semanal desde que se murió. ¡No me lo habías contado!

−Bueno, no, pero pensaba hacerlo pronto. ¿Y qué más? Conociéndoos a las dos, estoy convencida de que hay algo más.

−He quedado con ella un día a la semana, como tú.

−¿Para…?

−Me va a enseñar a comunicarme con los muertos, a llevar hasta la luz a los seres que se han quedado perdidos y que no encuentran el camino de la ascensión.

−¡Pero si tú eres todavía demasiado pequeña para servir de enlace entre el mundo de los vivos y el de los muertos!

−Ella, la bisabuela, me dijo que tú dirías eso. Y me ha pedido que te recuerde que fue ella la que te enseñó a pasar a la luz a los seres que se habían quedado perdidos en la Tierra.

−Mi abuela se las sabe todas. Bien, ¿qué día habéis quedado?

−A partir de ahora todos los miércoles.

−¿Y te va a enseñar a llevar hasta la luz a los que se han quedado perdidos en la Tierra o a los que se han quedado estancados porque piensan que todavía les quedan cuentas pendientes que saldar con el mundo de los vivos?

−A todos.

−Espero que te explique que algunos de los que se quedan voluntariamente, porque no se resignan a marcharse, se acaban rebelando y se convierten en seres oscuros y peligrosos, en Nalugnus, que se alimentan del mal. Están convencidos de que sería posible crear un mundo en el que manden los muertos. Hay que tener mucho cuidado con ellos.

−Lo tendré en cuenta, mamá. Espero no encontrarme nunca con esos terribles seres, los Nalugnus.

−Yo también lo espero.

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A partir de esa conversación que mantuvieron madre e hija, los sueños premonitorios de Laura fueron a más. Su madre siempre estuvo a su lado, apoyándola y aconsejándola, y Laura, pese a que era aún muy pequeña, intentó ser prudente y actuar siempre con sentido común. También las citas semanales con su bisabuela Marinela fueron bastante productivas.

A la edad de quince años, al fin, comprendió lo que su madre le había tratado de explicar sobre los sueños premonitorios: “Unas veces, podrás ayudar a evitar sucesos no deseados, otras no”, le había dicho. Cuando tuvo uno en el que vio a su padre morir. Había llegado su momento y ella no pudo hacer nada para evitarlo. Sintió angustia, deseos de huir de sí misma; pero tuvo que encontrar la fórmula para aplacar la impotencia y la rabia que anidaban en sus entrañas, al saber que su padre pronto iba a morir de una enfermedad terminal, que ni tan siquiera le habían diagnosticado, y que ella no podía hacer absolutamente nada para impedir ese fatal desenlace. Su madre también tuvo ese mismo sueño cuando tenía la misma edad de su hija; soñó con la muerte de su padre, el abuelo de Laura.

Mercedes podía entender a su hija mejor que nadie; por mucho que ella quisiera, nada ni nadie podía hacerle frente al destino de cada uno.

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Cuando tenía diecinueve años tuvo un sueño premonitorio en el que vio por primera vez a Miguel, su futuro marido. Laura regresaba de Londres, de pasar el verano en una academia de pintura, y Miguel estaba esperando a uno de sus amigos, que también llegaba en ese mismo vuelo. Los dos sintieron un fragante flechazo al unísono, nada más verse, e incluso antes de verse, cuando se encontraban los dos al mismo tiempo en el aeropuerto (era la primera vez que se encontraban

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en el mismo lugar los dos a la vez), y sus almas gemelas enseguida se reconocieron y se emparejaron como por arte de magia sin tan siquiera haberse llegado a ver, bastó con estar en el mismo sitio. Un centenar de mariposas revolotearon por el interior de sus cuerpos y viajaron, luminosas, del uno al otro, con la alegría de verse reunidas.

Después, una única mirada fue suficiente para entender que se pertenecían, que la búsqueda del amor verdadero había concluido. No hicieron falta las palabras, simplemente lo sabían.

Una fuerza invisible, pero muy potente, les empujaba el uno en brazos del otro. Ninguno de los dos se atrevía a dar el primer paso, de modo que, en realidad, fueron las mariposas las que estrecharon el círculo entre ellos dos, dibujando un gran corazón rojo.

Como si de dos potentes imanes se tratara, se acercaron, fusionaron sus manos y se marcharon juntos del aeropuerto, camino hacia una vida en común.

Ya habían pasado quince años desde aquel día en que sus almas gemelas se habían encontrado en el aeropuerto, y ya no se habían separado. En la actualidad, y desde hacía unos cuantos años, Miguel y Laura vivían en Ibiza. Sus primeras vacaciones como casados las habían pasado en la isla Pitiusa, la que los cautivó, y decidieron trasladar luego su residencia hasta Ibiza porque era una isla llena de luz, y especialmente para Laura, era ideal. Laura abrió la galería de arte Mut, especializada en escultura contemporánea, y Miguel, junto con su socio Armando Fernández, montó un estudio de arquitectura, al que bautizó con el nombre de MARMar.

En Ibiza, Miguel y Laura habían construido su paraíso particular, un espacio en el que habían aprendido a sentirse más cómplices que nunca. En la isla, y en particular en su villa, Tara, se sentían protegidos y ajenos a los dimes y diretes del ajetreado y bullicioso mundo.

Con el paso del tiempo, Miguel fue poco a poco adaptándose a las particularidades extrasensoriales de su mujer, a sus dones. Para él todo era nuevo, desconocido y chocante, pero confiaba en Laura, creía en ella, y la quería cada día más, así que todo era relativamente sencillo.

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Después de dejar en manos de la ciencia el tema de su embarazo durante cinco años, decidieron que iban a cederle a la madre naturaleza el testigo, que ésta siguiera su curso. No deseaban más decepciones. Miguel se desanimó, no lo dijo pero su semblante lo delataba. Laura no podía permitirse el venirse abajo. Fue en esa circunstancia de ánimo-desánimo, esperanza-desesperanza cuando Laura tuvo un sueño premonitorio y vio el rostro de su hija, el mismo día de su nacimiento. Tanto la soñó que la pudo tocar, oler; pero algo no le gustó. Aunque vio a su hija nacer, feliz y sana, su cara, la de Laura, expresaba angustia. Ella se conocía muy bien y conocía también a la perfección ese gesto suyo que había visto en el sueño. Esa visión la disgustó, pero intentó quitarle importancia. ¡Acababa de ver a su hija nacer! Pasara lo que pasara antes de que ella llegara al mundo, si al final nacía sana y salva, entonces no tendría mucha importancia.

Sobresaltada, entre la emoción, la congoja y la alegría explosionándole en su interior, se despertó y se levantó al alba, cuando la madrugada comenzaba a reinar, gloriosa, en el firmamento.

Durante media hora estuvo contemplando la infinita hermosura del cielo mientras sus lágrimas caían desde su rostro hasta el suelo; se podía escuchar incluso un pequeño chop-chop, como consecuencia del charquito que se iba formando. Empezaron poquito a poco su recorrido, pero luego caían a mares, esponjosas, de las cuencas de sus ojos, que en esos instantes se asemejaban a las cuencas del nacimiento de un generoso y caudaloso río, inagotable. El cielo decidió imitarla, y se puso a llorar estrellas fugaces −al día siguiente fue noticia en todos los periódicos y telediarios del mundo; la fuga de estrellas, a modo de fuegos artificiales. Parecía que el cielo estaba celebrando un gran acontecimiento−, a destajo y sin poner límites.

Cada vez que se le escapaba una lágrima, una estrella fugaz se dejaba ver, y resultaba que no caía de golpe para desaparecer enseguida, sino que se recreaba en el cielo como si estuviera bailando un vals vienés. Dos lágrimas, dos estrellas, y así hasta que las lágrimas de Laura se acabaron y en el cielo no quedó ni una sola estrella; todas se habían convertido en fugaces. Y durante una milésima de segundo, el cielo brilló de forma despampanante sin ninguna estrella. Fue el momento más mágico que había presenciado Laura en toda su vida, un sinfín de ángeles de espléndidas y sedosas alas blancas pasaron de un lugar a otro del cielo, aprovechando la ausencia de las estrellas. Sólo Laura pudo verlos. Y, con sus vaporosas y elegantes alas blancas, formaron

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