la expiación

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 1  La Expiació n Desde un comienzo mismo esta persona, Anthony Burns, había revelado el instinto de incluirse en cosas que lo absorbieran. Quince niños había reunido su familia: a él apenas le habían prestado atención. Y cuando tuvo que trabajar, terminad a la educación secu ndaria en la clase más numer osa que hubier a registrado nunca aqu el colegio, bus empleo en la casa mayor ista más grande de la ciud ad. Todo lo absorbía, todo se lo tragaba; sin embargo, no se sentía seguro. Era en los cinemató grafos don de se sentía más a salvo que en cualquier otra parte. Le gustaba sentars e en las últimas filas de los cines, donde la penumb ra lo abs orbía tan dulcemente que él era como una partícula de alimento disolviéndose en una gran boca tibia. El cine lamía su mente con lengua suave y fluctuante que lo arrullaba hasta casi adormecerlo. Sí: una perraza maternal no lo habría lamido mejor, no le habría procurado reposo más blando que el cine cuando entraba en él después de su trabajo. L a boca se le habr ía ante la panta lla, la saliva se acumulaba en ella y le goteaba a amb os lados, y su ser entero se afl ojaba a tal pu nto que desaparecían todas las punzadas y tensiones de un día de ansiedades. No seguía la anécdota en la pantalla, pero miraba las figuras. Lo que decían o hacían era inexistente para él; solo le importaban las imágenes que le transmitían calor, como si hubieran estado acurrucadas junto a él en la oscura sala. Las quería a todas, salvo las que tenían voces agudas. Anthony Burns era de las personas más tímidas: siempre corriendo de una forma de protección a otra, sin que ninguna durara bastante para satisfacerlo. Ahora, a los treinta años tanta protección le hacía conservar en su cara y su cuerpo el aire inmadur o de un niño. Y se movía como un niño en presencia de adultos severos. En cada actitud de su cuerpo, en cada inflexión de su voz, en cada gesto había una disculpa dirigida al mundo por el espacio minúsculo que, por algún motivo, había elegido en él. No era la suya una mentalidad inqu isitiva. Sól o aprendía lo que se le exigía saber; acerc a de si mismo, nada se preg untaba. No tení a la menor idea sobre

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  • 1La Expiacin

    Desde un comienzo mismo esta persona, Anthony Burns, haba revelado elinstinto de incluirse en cosas que lo absorbieran. Quince nios haba reunido sufamilia: a l apenas le haban prestado atencin. Y cuando tuvo que trabajar,terminada la educacin secundaria en la clase ms numerosa que hubiera registradonunca aquel colegio, busc empleo en la casa mayorista ms grande de la ciudad.Todo lo absorba, todo se lo tragaba; sin embargo, no se senta seguro. Era en loscinematgrafos donde se senta ms a salvo que en cualquier otra parte. Le gustabasentarse en las ltimas filas de los cines, donde la penumbra lo absorba tandulcemente que l era como una partcula de alimento disolvindose en una granboca tibia. El cine lama su mente con lengua suave y fluctuante que lo arrullabahasta casi adormecerlo. S: una perraza maternal no lo habra lamido mejor, no lehabra procurado reposo ms blando que el cine cuando entraba en l despus de sutrabajo. La boca se le habra ante la pantalla, la saliva se acumulaba en ella y legoteaba a ambos lados, y su ser entero se aflojaba a tal punto que desaparecan todaslas punzadas y tensiones de un da de ansiedades. No segua la ancdota en lapantalla, pero miraba las figuras. Lo que decan o hacan era inexistente para l; solole importaban las imgenes que le transmitan calor, como si hubieran estadoacurrucadas junto a l en la oscura sala. Las quera a todas, salvo las que tenanvoces agudas.Anthony Burns era de las personas ms tmidas: siempre corriendo de una forma deproteccin a otra, sin que ninguna durara bastante para satisfacerlo.Ahora, a los treinta aos tanta proteccin le haca conservar en su cara y su cuerpo el

    aire inmaduro de un nio. Y se mova como un nio en presencia de adultos severos.En cada actitud de su cuerpo, en cada inflexin de su voz, en cada gesto haba unadisculpa dirigida al mundo por el espacio minsculo que, por algn motivo, habaelegido en l. No era la suya una mentalidad inquisitiva. Slo aprenda lo que se leexiga saber; acerca de si mismo, nada se preguntaba. No tena la menor idea sobre

  • 2sus verdaderos deseos. El deseo es algo hecho para ocupar ms espacio que elconcedido al ser individual. Y esto era especialmente vlido en el caso de AnthonyBurns. Sus deseos, o ms bien su deseo esencial era tan grande para l que se lotragaba como un abrigo dos o tres nmeros mayor: muchos otros Anthony Burns sehabran necesitado para llenarlo.

    Los pecados del mundo son en realidad sus parcialidades, sus deficiencias, yesto es lo que deben expiar los sufrimientos. Una pared omitida en una casa por faltade ladrillos; un cuarto sin amueblar por falta de medios de su dueo: por lo comn,estas deficiencias se disfrazaban u ocultaban con cualquier recurso transitorio. Lanaturaleza humana abunda en esta suerte de recursos urdidos para disimular sudeficiencia. El hombre siente que una parte de s es como una pared ausente o uncuarto sin muebles y trata de arreglrselas lo mejor que puede. La imaginacin,acudiendo a los sueos o los propsitos ms altos del arte, es una mscara que elhombre inventa para ocultar su defecto. Y violencias tales como la guerra entre doshombres o cierto nmero de naciones es tambin una ciega, insensata compensacinde lo que an esta informe en la naturaleza humana. Pero hay otro modo decompensacin. Est en el principio de la expiacin, la entrega del yo a un violentotratamiento por parte de otros que, de ese modo, purifican al yo de su culpa. Esta erala va que Anthony Burns haba elegido inconscientemente.A los treinta aos estaba a punto de descubrir el instrumento de su expiacin. Comotodos los acontecimientos de su vida, se present sin esfuerzo ni intencin.Una tarde, la tarde de un sbado de noviembre, Anthony acab su trabajo en lainmensa casa mayorista y se dirigi a un lugar con un letrero de nen rojo que decaBaos turcos y masajes. En los ltimos tiempos lo haba molestado un vago dolor

    en la base de la espina dorsal y otro empleado en la casa mayorista le haba dichoque el masaje lo aliviara. Supondrn ustedes que la simple mencin de tal ideainfundira pnico a Anthony; pero cuando el deseo vive en la perpetua compaa delmiedo, sin lmite alguno entre ambos, el deseo se hace muy taimado. Debe volversetan astuto como el adversario: y esta fue una de esas ocasiones en que el deseo fue

  • 3ms listo que su ntimo enemigo. Ante la palabra masaje, el deseo despert y

    exhal una especie de vapor anestsico que envolvi los nervios de Burns,engaando al miedo y permitiendo a Burns hurtarle el cuerpo. Casi sin saber questaba haciendo, march hacia los baos eran all un minsculo mundo autnomo.La atmosfera del lugar era el secreto, y pareca su propsito. La puerta de entradatena un valo de vidrio lechoso a travs del cual solo poda percibirse un fulgorconfuso.

    Una vez admitido, el parroquiano se encontraba en un laberinto de tabiques,corredores, cubculos separados por cortinas, cmaras de puertas opacas, globoslechosos sobre las luces, nubes de vapor. Por todas partes, recursos para ocultarse.Los cuerpos de los parroquianos, despojados de sus ropas, se envolvan enondulantes sbanas de lona blanca. Se arrastraban sobre los hmedos azulejosblancos, blancos ellos mismos y callados como espectros, salvo por la respiracin;todas las caras tenan una expresin ausente. Deambulaban como si ningnpensamiento los guiara.

    Pero de cuando en cuando un masajista apareca en el corredor central. Losmasajistas eran negros. Parecan muy oscuros y macizos contra las sueltascolgaduras blancas de los baos. No llevaban sbanas, sino amplios calzones dealgodn, y se movan fuertes y resueltos. Slo ellos parecan tener autoridad en eselugar. Sus voces resonaban audaces, nunca con el susurro apologtico que losparroquianos empleaban para pedirles instrucciones. Esa era su provincia porderecho exclusivo y apartaban las blancas cortinas con grandes palmas negras:vindolos, senta uno que con la misma facilidad habran podido tomar rayos yarrojarlos de vuelta contra las nubes.Anthony Burns permaneci indeciso a la entrada de la casa de baos. Pero una veztras puesta la puerta de paneles lechosos, su suerte qued echada y ya no fuenecesaria ms accin o voluntad de su parte. Pag dos dlares con cincuenta, preciodel bao y el masaje, y partir de ese momento slo tuvo que conseguir instruccionesy someterse al tratamiento. Poco despus un masajista negro se acerc a l, lo

  • 4empuj por un corredor, le hizo doblar un Angulo y lo llev a uno de loscompartimientos aislados por cortinas.-Qutese la ropa -dijo el negro.El negro ya haba percibido algo inslito en ese parroquiano: por eso no sali delcompartimiento; se qued en l, apoyado contra una pared, mientras Burns obedecay se desvesta. El hombre blanco volvi la cara contra la pared para apartarla delnegro y se afan torpemente con sus oscuras ropas de invierno. Le llev un largorato quitselas de encima, no solo porque se demoraba adrede, sino a causa delestado de ensoacin en que iba hundindose profundamente. Una remota sensacinlo absorba; manos y dedos no parecan suyos, estaban agarrotados y calientes, comopesos en el apretn de alguien que, junto a l, dirigiera sus movimientos. Pero al finse desnud, y cuando se volvi hacia el masajista negro, los ojos del giganteparecieron no verlo. Sin embargo, haba en ellos un nuevo fulgor, un brillo lquidoque los asemejaba a pedazos de carbn mojado. -Pngase esto- orden, tendiendo aBurns una sbana blanca.

    El hombrecito se envolvi agradecido en la enorme tela rstica ylevantndola delicadamente sobre sus pies diminutos, femeninos, sigui al masajistanegro por otro corredor de susurrantes cortinas blancas, hacia la entrada de uncompartimiento de vidrio opaco. Era la cmara de vapor. Ah el gua lo abandon.Las paredes desnudas fluctuaban y suspiraban cuando el vapor. Se enroscaba entorno a la figura desnuda de Burns, envolvindolo en el calor y la humedad de unaboca tremenda, narcotizndolo y casi disolvindolo en ese vaho ardiente que silbabadesde paredes invisibles.

    Pocos despus volvi el masajista negro. Mascull una orden que devolvi altrmulo Burns al cubculo donde haba dejado su ropa. En su ausencia, habaninstalado una mesa blanca en la cmara.-Acustese ah- dijo el negro.Burns obedeci. El negro le ech alcohol en el cuerpo, primero sobre el pecho,despus sobre el vientre y los muslos. Le corri por encima como si lo mordieraninsectos. Burns jade dbilmente y cruz las piernas sobre la violenta queja de las

  • 5ingles. Entonces, sin aviso, el negro levant la negra palma y la dej caer con fuerzaterrible en medio del blando vientre de Burns. El hombrecito dej escapar el aire desu boca en su jadeo; durante unos segundos no pudo volver a respirar.

    Pasada la primera conmocin, corri en l un sentimiento de placer. Sedifunda como un lquido de un extremo a otro de su cuerpo y en el hormigueantehueco de las ingles, No se atrevi a mirar, pero saba que deba ver el negro. Elgigante negro sonri.

    -Espero no haberle golpeado muy fuerte- murmur.-No- dijo Burns.-Vulvase- dijo el negro.Burns trat en vano de moverse, pero se lo impidi esa lujuriosa lasitud. El negrori; lo tom de un puo y lo volvi tan fcilmente como a una almohada. Entoncesempez a amasarle hombros y nalgas con golpes cuya violencia aumentaba. Y amedida que la violencia y el dolor aumentaban, creca en el hombrecillo el ardorvehemente de esa primera satisfaccin verdadera, hasta que un nudo se le deshizo enlas ingles y liber un clido flujo.As por sorpresa, se le descubre el deseo al hombre; una vez descubierto, slo debesometrsele para aceptar lo que ofrece sin hacer preguntas y esto era algo para lo

    cual Burns estaba hecho expresamente.Una y otra vez el empleado de cuello blanco volvi al masajista negro. Entre

    ambos se aclar muy pronto lo que Burns necesitaba: iba en busca de expiacin, y elmasajista negro era el instrumento natural de esa expiacin. Odiaba los cuerpos depiel blanca porque humillaban su orgullo. Le gustaba ver postrada ante l esa pielblanca y golpear violentamente su pasiva superficie con la palma de la mano o elpuo. Apenas poda contener ese placer, o dominar el deseo de golpear con msvehemencia, hasta usar todo su poder. Pero ahora, por fin haba aparecido la personaadecuada en la rbita de su pasin. En el empleado de cuello blanco estaba todocuanto haba anhelado.

  • 6En los momentos en el que el gigante negro descansaba, sentado al fondo de losbaos, fumando cigarrillos o devorando una barra de chocolate, la imagen de Burnsfluctuaba en su mente: un cuerpo desnudo con furiosas marcas rojas. La barra dechocolate se detena ante sus labios y los labios se distendan en una sonrisasoadora. El gigante amaba a Burns, y Burns adoraba al gigante.Burns se distraa en su trabajo. Dejaba de teclear una orden de compra, se echabahacia atrs en su silla y el gigante nadaba en la atmosfera, ante l. Entonces sonreay sus dedos envarados por el trabajo se aflojaban y descansaban sobre el escritorio.A veces, el patrn se le acercaba y lo llamaba con enojo. Burns, Burns! En qu

    est pensando?

    Durante el invierno, la violencia del masaje aument en grados muy razonables;pero en marzo se agudiz de golpe.Un da Burns sali de los baos con una costilla rota.

    Cada maana cojeaba a su trabajo ms lentamente, ms penosamente; pero elestado su cuerpo an poda explicarse por el reumatismo.Un da el patrn le pregunt qu haca para curarse. Burns le dijo que se dabamasajes.-No parecen mejorarlo- dijo el patrn.-Oh s, estoy mejorando mucho! dijo Burns.Esa noche visit por ltima vez los baos. Se le fractur la pierna derecha. El golpeque rompi el hueso fue tan terrible que Burns no pudo contener un alarido. Elencargado de la casa de baos lo oy y entr en el compartimiento.Burns vomitaba al borde de la mesa.-Qu demonios pasa aqu! dijo el encargado.El gigante negro se encogi de hombros.-Me pidi que lo golpeara ms fuerte.El encargado mir a Burns y le descubri las marcas.-Dnde cree usted que est? En una selva? pregunt al masajista.El gigante negro volvi a encogerse de hombros.

  • 7-Mndese a mudar! Aull el encargado-. Llvese a este monstruo pervertido! Yser mejor que no aparezcan ms por aqu.

    El gigante negro alz suavemente a su camarada seminconsciente y se lollev a un cuarto en el barrio negro.All, la mutua pasin continu durante una semana.Ese intervalo ocurri durante la cuaresma. Frente al cuarto en que vivan Burns y elnegro, haba una iglesia cuyas ventanas abiertas dejaban or las urgentesexhortaciones de un predicador. Todas las tardes se repeta el tremendo poema de lamuerte en la cruz. Ni el predicador ni sus oyentes, que se quejaban y se retorcanante l, tenan clara conciencia de lo que queran. Todos se suman en una expiacinen masa.

    De cuando en cuando ocurra alguna manifestacin: una mujer se levantabapara exponer una herida en el pecho; otra se haba cortado una arteria en el puo.Sufrir, sufrir, sufrir!, aullaba el predicador. Nuestro Seor fue clavado en la cruzpor los pecados del mundo! Lo sacaron de la ciudad hasta el Calvario, le mojaron loslabios con vinagre, hundieron cinco clavos en su cuerpo, y l era la Rosa delMundo sagrado en la cruz!La congregacin no poda permanecer en el edificio: se precipitaba a la calle en unaenloquecida procesin, desgarradas las ropas.Los pecados del mundo estn perdonados! clamaban.Durante esta celebracin de expiaciones humanas, el masajista negro completaba supropsito con Burns.

    Todas las ventanas estaban abiertas en la cmara de la muerte.Las cortinas fluctuaban como lengecitas blancas para lamer la calle, que parecarezumar una miel subyugante.Una casa se haba incendiado en la manzana, a espaldas de la iglesia. Las paredescayeron y las cenizas flotaban en la atmosfera dorada. Las bombas de incendioescarlatas, las escaleras, las poderosas mangueras eran intiles contra la pereza delas llama.

  • 8El masajista negro se inclin sobre su vctima, que an respiraba.Burns susurraba algo.El gigante negro asinti.

    -Sabes qu tienes que hacer ahora? pregunt la victima.Levant el cuerpo, casi deshecho, y lo deposit suavemente en una mesa bienlimpia.

    El gigante empez a devorar el cuerpo de Burns.Veinticuatro horas le llev limpiar los huesos.

    Cuando termin, el cielo estaba sereno y azul, los apasionados servicios de la iglesiahaban terminado, las bombas de incendio escarlata haban desaparecido y ya noquedaba en la atmsfera el rezumo de miel.-La quietud haba retornado; haba un aire de consumacin.Esos blancos huesos desnudos, restos de la expiacin de Burns, viajaron metidos enun saco hasta la terminal de un ferrocarril.All el masajista camin por un muelle solitario y arroj su carga bajo la quietasuperficie del lago.De regreso a su casa, el gigante negro meditaba sobre su satisfaccin.S, es perfecto pensaba-. Ahora est consumado!Entonces meti sus cosas en el saco donde haba llevado los huesos: un limpio trajeazul para ocultar su peligroso cuerpo, algunos botones de perla, un retrato deAnthony Burns a los siete aos.

    Se mud a otra ciudad, obtuvo un nuevo empleo como masajista experto. Y all, enun lugar de cortinas blancas, serenamente consiente de que el destino le enviara otroque sufrira la misma expiacin de Burns, aguard apacible al prximo parroquianotras una puerta de paneles lechosos.Y mientras tanto lentamente, pensando apenas en ello, la poblacin de la tierra todase retorca y enroscaba bajo los negros dedos de la noche y los blancos dedos delda, con esqueletos astillados y carne reducida a pulpa, a medida que la respuesta a

  • 9este problema improbable perfeccin- se desarrollaba lentamente a travs de latortura.