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La horda de los MalditosPor Peter Sword
PRÓLOGO “Sé que nuestros destinos se encontrarán de nuevo en algún punto de
esta gran red que es el universo. Tú, que anduviste entre los malditos y viste cosas que yo no alcanzo a contemplar. Tú, cuyo signo es la oscuridad.
Las profecías hablan sobre ti, ser oscuro, y dicen que llevas en tu alma atormentada el destino del mundo a un fin sin remedio en el que comprenderás todo aquello que yo no he sido capaz de ver. Todo esto me entristece y me hace pensar en cómo hubiera sido tu sino si yo no hubiera participado en él. Tu soberbia sobrepasa la mía, pero tu poder no. Yo, que todo lo he hecho, debo ahora escuchar a los brujos vaticinar tu regreso, un regreso que no sé si espero o rechazo.
Ya te derroté una vez, ser que idolatra la oscuridad, y lo volveré a hacer. Mi poder sobrepasa tus conocimientos, como ya demostré la última vez que nos vimos. En toda mi larga vida, he conocido a seres más poderosos que tú y que han huido ante mis ojos verdes. Yo desafío al destino con la certeza de que, si en verdad retornas, te destruiré por completo. No sería la primera vez que evito una profecía y tampoco será la última. Después de todo, soy el ser más poderoso de este universo, más poderoso incluso que el último de los Dragones Blancos, más poderoso que todo un ejército.
¿Por qué, sin embargo, al recordar tus ojos oscuros tengo una extraña sensación que no había experimentado nunca? ¿Es esto acaso el miedo? No, el miedo es una emoción fuerte, esto debe ser temor. Es una sensación extraña para mí, que había olvidado que existía.
Pon tu poderosa espada ante mí y desafíame otra vez, si así lo deseas. Tu espada se enfrentará a mis manos desnudas y quebrará, como ya lo hizo una primera vez.
Te recuerdo, ser oscuro, que en cierto modo eres mi hijo adoptivo. Así sea lo que haya de ser. El destino es poderoso, difícil de doblegar,
pero a la vez es frágil, porque depende de todo. Si tú y yo nos volvemos a ver alguna vez, que sea la última, para bien o para mal. “
ALFA, EL INICIO Mikar andaba por entre las zarzas tropezando continuamente. Era un
muchacho torpe, lo sabía y no le indignaba. De hecho, sus no cualidades eran reconocidas por él mismo con cierta parsimonia y entereza, lo que en muchas ocasiones le había convertido en un tipo extraño incluso para sus compañeros de estudios o sus maestros. Era bajito, sin ninguna cualidad física especial; tampoco era procaz, sin nada que lo engrandeciese o llamase la atención, y, aun así, él se sentía satisfecho, porque admitía cómo era sin conflictos ni engaños, sin haber pensado nunca cómo deberían haber sido o cómo debería haber hecho algunas cosas para cambiar lo que era. Tampoco había razón. No es que fuese feliz, pero tampoco era desdichado. Además, no todo en él era reluctante a los cánones socio—culturales de la sociedad, sino más bien al contrario. Si bien todos sus compañeros de estudios lo consideraban algo extraño, más bien apagado, también admitían que su mente era una privilegiada. Su memoria no conocía límites, y su capacidad para comprender las entramadas explicaciones de sus profesores eran sorprendentes hasta tal punto en que en la universidad de Atlus, la más importante del país y donde estudiaba, todos los catedráticos se habían fijado en él.
Andaba con cierta dificultad, pues las plantas se habían descontrolado en la parcela de tierra que tenía que atravesar todos los días para ir a la universidad. A su alrededor, destruyendo las plantas sobrantes y las malas hierbas, volaban los Agoth, los magos de categoría más baja. Mikar no sentía envidia por la habilidad de volar que poseían esos magos, más bien reconocía que prefería ser lo que era, un hechicero, antes que un mago Agoth. Aunque no pudiese volar, sus funciones en la vida serían más y mejores que la de estos magos, o por lo menos eso esperaba si conseguía ser de los primeros de su promoción. Los Agoth, pese a pertenecer a la categoría de los magos, estaban relevados a las acciones y cometidos que un buen mago nunca haría: trabajar en la agricultura o en la construcción, levantando piedras o segando mediante la magia. Mikar, por su parte, siendo un hechicero tenía muchas posibilidades en una casa noble para ayudar a algún mago o, incluso, podría ser emparentador (aunque esto último no terminaba de convencerle pese a ser uno de los destinos mejor pagados para aquellos que poseían el don de los
chamanes, como era su caso). El terreno se volvió firme, de piedra tratada para crear una carretera por
donde pudiesen pasar los carros de los comerciantes hasta la ciudad. Sintió alivio en sus pies al volver a pisar sobre un suelo donde no se le hundían y se le doblaban los tobillos. Miró con detenimiento sus zapatillas y, tras murmurar algo, desapareció el barro de ellas y volvieron a resplandecer de igual modo en que lo habían hecho al salir de casa. Se aseguró de que su túnica guardaba el color de los hechiceros estudiantes, el violeta, pues en la ciudad se veía la posición social de cada uno por sus ropas. Por ejemplo, un mago beth, o sea, un estudioso, no llevaría túnica, como los magos Agoth, sino que llevaría capa, normalmente de un color parecido al azul marino. Llevar unos colores o unas ropas que no correspondan con tu posición social era un delito y, por lo tanto, un riesgo estúpido.
Según entraba en la ciudad, las chabolas de madera desaparecían para dar lugar a construcciones de piedra de una media de dos plantas, con tejados de pizarra negra. Eso en la zona más austera. Luego, en zonas de mayor categoría, donde residían los grandes magos, las casas eran de materiales mágicos, resplandecientes gracias a las tonalidades del sol, con tejados que brillaban. Y cuando el mago señor de la casa lo quería, los tejados desaparecían y el cielo les servía su particular luz. Pero para tener el suficiente poder mágico para ello debían de ser los magos de más alta categoría, los teth. Éstos, normalmente, eran distribuidos socialmente de dos maneras: unos como Guardianes, que hacían la vez de cuerpo de seguridad de la urbe, mientras que otros eran destinados al grueso del ejército, como primera línea de ataque en caso de guerra.
Mikar tenía la suerte de conocer a uno. Tras una pequeña caminata, Mikar llegó a la facultad. Era un edificio
grandioso, mitad cristal mitad piedra. La base de cada piso era de piedra, junto con las esquinas y las terrazas, pero el resto era de cristal blanco o cristal transparente. La entrada era un pórtico de forma ovoide donde se había tallado a su alrededor figuras de seres hermosos y de fábula, como las ninfas, las sirenas o los unicornios. Al entrar, uno se encontraba con una enorme estancia abovedada repleta de luz, con puertas a los lados que daban a las
distintas aulas. Al fondo, se mostraba un portentoso rosetón hecho con rubíes y esmeraldas en el cual se trataba la escena en la que el rey Atlus I vencía a las tropas del Emperador.
Entró en su aula y se sentó en el pupitre habitual. —¡Eh, Mikar! —le llamó Etret, un hechicero aprendiz como él. Su
compañero se acercó y se sentó en el pupitre contiguo al del de Mikar—. ¿Has oído los últimos rumores?
—No. —Dicen que la frontera de Sodobia ha sido tomada por las huestes del
Emperador y que tienen pensado dirigirse hacia aquí. —No creo que pudiesen hacerlo. —¿Por qué no? Se dice que es el ejército más potente que ha tenido el
emperador desde hace sesenta años, desde La Guerra de los Señores. —Pero tendrían que atravesar todo Sodobia para llegar a Neoludán y aun
así tenemos el ejército mejor preparado. Además, no creas esos rumores, si realmente hubiese alguna clase de amenaza ya se nos habría sido comunicado. Probablemente no sean más que algún grupo de rebeldes que ha armado un poco de jaleo antes de que les pillaran.
—Eso espero, Mikar. Si hubiese otra guerra en el país, no sé si podría aguantarlo. Oye, tú conoces a un mago teth, ¿verdad? Si ocurriese algo, él debería saberlo. Hazme ese favor, pregúntale.
—No pienso hacerlo. Además, no voy a verle casi nunca. —Ocupen sus asientos —dijo una voz en un tono alto. Era el hechicero
que impartía las clases diurnas, Macroch, y quien le pondría la calificación final en un par de semanas. Llevaba una túnica azul, lo que le diferenciaba del resto de la clase, que la llevaba violeta. Con suerte, Mikar y alguno de sus compañeros pudiese llevar una de esas en poco más de un año.
Fueron cuatro horas de clase pesadas y aburridas en las que Macroch no paró de hablar en ningún instante, ni siquiera para instigar con preguntas. Toda la teoría de ese día se refería a las cantidades potenciales de magia que se debían de usar para distintos trabajos, por lo que las matemáticas fue la nota predominante de los ejercicios de clase. Mikar no terminaba de hacer migas con las matemáticas, aunque paradójicamente dominaba los números como nadie. Era capaz de calcular la energía necesaria para levantar una casa de una tonelada unas tres veces más rápido que sus compañeros y unas dos más que su profesor. Aunque, por supuesto, él nunca podría levantar una casa
con su magia, pero sí proveer a un mago parte de la magia necesaria para hacerlo. Era lo bueno que tenía ser hechicero, que a veces los magos necesitaban uno, pues era la única forma de traspasar energía mágica de unos a otros.
Macroch terminó la clase. Los aprendices de hechicero guardaron sus cuadernos en sus pupitres y lo sellaron mágicamente para que nadie los pudiese coger. Cuando todos salían del aula, Macroch apartó a Mikar y le hizo esperar a que todos sus compañeros se hubiesen ido y les hubiesen dejado solos.
—¿Deseáis algo, profesor? —preguntó Mikar. —Por favor, toma asiento —invitó Macroch mientras él mismo se
acomodaba en su silla, detrás de su mesa. Mikar cogió otra silla y se colocó frente a él. Antes de decir nada, se aseguró de que sus ropas eran del color apropiado, pues esperaba una reprimenda aunque sin saber muy bien porqué.
—Mikar —comenzó Macroch—, eres uno de los mejores alumnos que he tenido la oportunidad de dirigir en este mundo de estudiosos. Sin embargo… me preocupas. Tienes un buen coeficiente intelectual pero te niegas a desarrollarlo.
—No os entiendo. —Va a acabar este curso. El del año que viene será el último para ti antes
de enfrentarte al mundo. Sabes que ese último año uno se especializa en la materia que más le gusta, o que mejor se le da, o la que simplemente elige con aspiraciones laborales. Pero ha llegado a mis oídos que tú aún no has elegido especialidad. He visto brillantes hechiceros que en la última parte del sendero han decidido rendirse. Espero que ése no sea tu caso.
—No lo es, profesor. Simplemente no tengo muy claro cuál puede ser mi función.
—Entonces piensas seguir hasta el final. —Sí, no he hecho otra cosa en mi vida más que estudiar, así que no sabría
qué hacer sin unos libros delante. Macroch se frotó suavemente su cuidad perilla, como si estuviese
pensando. —¿Has pensado en ser un chamán? He oído que tienes el don de la
Lectura del Aura, y así podrías seguir estudiando. —Pero es que los chamanes están tan… retirados de la sociedad. No es
que yo esté metido de lleno, pero acabar mis años en una cueva esperando
que alguien necesite de mi don no es la idea que tengo de mi futuro. —Los chamanes ya no viven en cuevas, o por lo menos no la mayoría.
Bien es cierto que tienen una vida muy austera, eso no lo puedo negar. —Preferiría algo más movido, aunque no demasiado. —Ya está: emparentador. Con tu don no te será difícil. Es un poco soso,
pero los nobles te requerirán y vivirás bien. —Lo pensaré. —También podrías llegar a catedrático y acabar dando clases, pero son
muchos los estudiantes que quieren eso para sí. Puedes servir a algún mago o meterte en el ejército…
—Cualquier cosa menos eso. No creo en el ejército. De todas formas, lo pensaré y le daré una respuesta pronto.
—En dos semanas tendrás que inscribirte, ya sabes que ésta es la universidad más solicitada de Neoludán y no esperarán más, ni siquiera por ti.
—Lo sé —Mikar se levantó, hizo un gesto con la cabeza pidiendo permiso para retirarse.
Pasaron dos días antes de que Mikar decidiera cuál era la especialidad que
iba a escoger su último año como estudiante. Lo hizo mientras estaba en la biblioteca principal de la ciudad, la cual poseía el mismo nombre: Logoth. Era grande, de tres plantas y un doble sótano. Era de piedra oscura, aunque estaba iluminada por cristales mágicos. Normalmente no dejaban entrar a nadie al sótano, pues había libros prohibidos para la gente normal, pero Mikar disfrutaba de un permiso especial que le había concedido su profesor Macroch en el segundo semestre de curso. Así que allí estaba, junto con el otro aprendiz de hechicero: Etret.
Etret era un chico alto, rubio y de ojos claros. Era una persona inquieta, todo lo contrario a Mikar. Sin embargo, se llevaban bastante bien. De hecho, era casi el único aprendiz hechicero con el que solía mantener conversaciones. De vez en cuando, ambos quedaban para estudiar.
—Mira lo que pone en este libro —dijo Etret—: “Los hechiceros más experimentados pueden crear círculos mágicos al igual que los magos, aunque menores en tamaño y en energía. Estos círculos pueden utilizarse
como vías de protección o como vías de invocación, aunque estas últimas están restringidas a los poseedores de la Palabra Antigua” —Etret miró a Mikar, algo confuso—. Oye, Mikar, ¿a qué se refiere con eso de la Palabra Antigua?
—Se considera Palabra Antigua a las formas verbales de invocación de conjuros que se utilizaban hace dos mil años. La mayoría de esos conjuros se han perdido con el paso del tiempo.
—¿Crees que aquí encontraríamos algunos conjuros de esos? —Etret estaba animado, no tenía sed de conocimientos, pero sí sed de ser capaz de realizar algo que a los demás les estuviese vetado. Mikar se preguntaba a menudo si eso no sería provocado porque su padre fuese un importante mago y él un simple hechicero.
—Seguro que habrá referencias, pero ni tú ni yo tenemos suficiente energía mágica para conjurar nada de ese estilo.
Etret dejó caer el libro sobre la mesa. —No lo entiendo. Mi padre es un mago respetado, mi madre también es
una maga de categoría, incluso mi abuelo era un mago. Y yo no soy más que un hechicero. Ni siquiera eso, pues aún no he terminado la universidad.
—No todos nacemos con el mismo poder mágico. Hay que resignarse. —¡Eso es lo que me fastidia de ti, Mikar! Siempre contento con lo que
tienes. —¿Y qué quieres, que me ponga a llorar? —No es eso, pero… ¿No te gustaría ser un mago teth? Serías respetado
por todos, e incluso podrías llegar a ser un héroe. Derribar cien hombres con un sólo conjuro.
—Ningún mago derriba cien hombres con un sólo conjuro. —¿Cómo que no? Sabes tan bien como yo las historias de la Guerra de
los Señores, donde se enfrentaban los seres más poderosos del mundo. En el bando del Emperador estaban los Cuatro Grandes Magos Negros. Ésos sí que derribaban cien hombres con un sólo conjuro.
—Eso son sólo leyendas, Etret. Los magos negros existen o existieron, pero su poder no excedía el de un mago teth.
—Entonces ¿por qué se les tenía tanto miedo? —Porque conocían hechizos prohibidos. No es lo mismo sólo saber hacer
conjuros ordinarios que ser capaz de realizar magia que casi nadie conoce o puede controlar. Por eso eran los jefes de los ejércitos en la Guerra de los
Señores. —Aun así, no entiendo cómo el rey Atlus I pudo vencer al Emperador sin
tener magos de ese calibre en su bando. Mikar frunció el ceño, no por desesperación ante la incredulidad de su
amigo, sino porque eso le había recordado una cosa sobre un libro que había estado leyendo en esa misma biblioteca el día anterior. Rebuscó entre la cantidad de libros que habían puesto sobre la mesa hasta que lo encontró.
—Mira, aquí hay un libro sin autor que no está en desacuerdo contigo. Etret cogió el libro, de tapas viejas y verdes. Observó que no tenía ni
título ni autor. —¿Lo has leído, Mikar? —Leí un fragmento, el suficiente como para comprender que el
anonimato del autor era necesario para que no le separaran la cabeza del cuerpo.
—¿Por qué? ¿Qué decía? —Decía que el fin de la Guerra de los Señores no había sido tal y como
los libros de historia la habían recogido. Según él… o ella, quien sea, el Emperador sucumbió no gracias al rey Atlus, sino por problemas internos. Al parecer, uno de esos magos negros que tú admiras se rebeló y luchó ferozmente contra los ejércitos que en un principio habían sido sus aliados.
—¿Un mago negro lo traicionó? —Sí. Por lo visto, según cuenta este libro, cuando el rey Atlus I se enteró
del enfrentamiento de este mago negro con el Emperador, unió fuerzas con nuestros dos reinos vecinos: Sodobia y Erradia. Así, junto con Neoludán, atravesaron el río que nos separa de las tierras del Emperador y atacaron sus huestes, que estaban debilitadas gracias a ese mago negro.
—¿Y se sabe qué fue de ese mago traidor? —No, no vuelve a comentar nada sobre él a partir de que Atlus I entrara
en las tierras del Emperador. Por lo menos en las páginas que he leído. —Si se supiera la existencia de este libro, lo quemarían. —En esta parte de la biblioteca hay libros secretos, y supongo que en
alguna parte, escondidos, habrá más. Seguramente haya muchos que no se hayan leído en décadas o, incluso, que ni se conozcan.
—Oye, Mikar, ¿por qué no haces un hechizo de búsqueda? Quizás encontremos algún libro cuyos secretos nos rebelen cosas que no podemos imaginar.
—No voy a hacerlo, puede aparecer un Guardián. Etret hizo una mueca de pesadez, pero no insistió, sabía que no le serviría
de nada. —Mikar, ¿has decidido ya qué asignaturas vas a escoger el año venidero?
—preguntó su compañero al rato. —Creo que seguiré estudiando hasta convertirme en un hechicero con
licencia para enseñar. No sé hacer nada que no tenga que ver con los libros. —¿Qué me dices del don de Leer el Aura? —No le he encontrado ningún sentido útil. —Los chamanes estarían encantados de tener a alguien como tú. No es
común nacer con esa habilidad. —No me sirve de nada poder leer el aura de nadie. —¿Cómo que no? Puedes saber cuánta energía mágica tiene, si es energía
de mago, hechicero o sacerdote, saber qué va a ser un niño antes de nacer. Incluso podrías ganarte la vida como emparentador, indicando a los nobles qué género tendría su hijo si lo concibieran en esos momentos.
—No sé, no me termina de convencer. —¿Por qué eres así? Tienes un montón de posibilidades y vas a dedicarte
a seguir estudiando para acabar de profesor cuando podrías vivir con alguna familia rica. Yo vivo en una familia noble y te aseguro que no lo cambiaba por nada, de hecho el hechicero que tenemos en casa vive casi tan bien como nosotros.
—Hasta que tú seas oficialmente hechicero y lo echen. Etret rió, desde luego a Mikar no se le escapaba una. —Puede que necesitemos dos hechiceros o puede que mi padre lo
despida, pero aun así habrá vivido bien. —No insistas, no voy a cambiar de opinión. —Bueno, tenía que intentarlo. —Te aseguro que lo has hecho bien, puedes dormir tranquilo. —Bien, tu sarcasmo me hace casi feliz. Etret cogió el libro anónimo y empezó a hojearlo. Mientras, Mikar
buscaba el tercer volumen de una serie de libros de física para contrastar sus apuntes de la universidad.
Después de una hora, Etret le dijo a su compañero que ya era de noche y que debían irse antes de que cerraran. Empezaron a ordenar todo lo que habían removido en las distintas estanterías de madera a la vez que
practicaban la magia, pues aunque estaba prohibido que unos aprendices usaran hechizos en lugares públicos, les era más fácil mover los libros por el aire que cargarlos a las distintas librerías. Era como un juego y a la vez se ponían a prueba. No todos los libros llegaban a su destino, o a veces los metían al revés, o en la estantería que no era. El caso era conseguir la perfección con el entrenamiento.
Cuando ya casi habían acabado, frente a ellos, surgido de la nada, apareció un hombre vestido con una túnica negra que le tapaba hasta los ojos. Era un Guardián, un mago teth.
—Aprendices —dijo el Guardián con una voz tosca—, ¿no sabéis que se os está prohibido usar la magia en recintos públicos?
Tanto Mikar como Etret se quedaron atónitos, acongojados. Si el Guardián quería, aquella tontería podría tener consecuencias muy graves que podían ir desde la expulsión de la universidad hasta la degradación social.
—Lo sentimos —dijo Etret—, se nos hacía tarde y queríamos recoger antes de que cerraran.
—La próxima vez avisa al bibliotecario de que estáis aquí y él mismo vendrá a echaros cuando llegue la hora. Esta vez lo voy a pasar por alto, pero no habrá una segunda.
—O aseguramos que no, Guardián. El mago desapareció de la misma forma en que había aparecido y los
corazones de los dos futuros hechiceros empezaron a latir con normalidad. —De buena nos hemos librado, ¿eh? —dijo Etret— Creí que iba a
hacernos estallar. —Recojamos y salgamos antes de que vuelva. ¿Qué hacía un Guardián
por aquí? —Tú lo dijiste, este lugar tiene libros importantes. Seguramente haya
controlado hasta qué libros hemos abierto. —Los Guardianes me dan escalofríos, con esas túnicas negras que les
tapan esas caras pálidas. —Si yo fuese un teth nunca me haría Guardián, si no que me metería en
el ejército, a dirigir tropas. —Supongo que no es tan fácil. —Claro que sí. Tienen mucha destreza con la magia, pueden hacerlo casi
todo. Abandonaron el edificio y salieron a la calle, donde una suave brisa les
refrescó los rostros. En efecto, era de noche, las estrellas brillaban con fuerza, aunque la luz que más destacaba era la que producían las tres lunas, siempre alineadas y cada cual más pequeña que la precedente.
Logoth, como capital del reino de Neoludán, es la sede de los estamentos
sociales más importantes del país. En esta ciudad no sólo están las bibliotecas, universidades y escuelas militares más importantes del reino, sino que además posee el templo central de la orden sacerdotal y el palacio donde reside el hijo del mítico rey Atlus I: Atlus II.
El templo de los sacerdotes, más conocido como el Hogar de Dios, era una construcción de las más antiguas del reino, por lo que en su mayor parte estaba hecha en piedra, sin apenas materiales mágicos. Era una muralla en cuyos vértices había torres de aguja, y en su interior un edificio de tres plantas. La fachada principal presentaba una portada abocinada con arquivoltas sobre columnas lisas, algo que no se podía ver en casi ninguna construcción moderna. Una maravilla creada por artesanos antiguos, con mano de obra exenta de magia.
A Aboth esto le maravillaba: el simple hecho de que unas manos desnudas pudieran crear algo tan bello… Ahora casi todas las obras las moldeaban los magos con sus grandes poderes, pero cuando se construyó este templo los magos estaban metidos en guerras y los hombres sin apenas magia eran los encargados de todas las obras arquitectónicas. Aboth, al contrario que otros muchos magos, admiraba la capacidad de usar las manos y las herramientas sin necesidad de conjuros. En más de una ocasión se había preguntado hasta qué punto se había perdido el viejo don de la artesanía manual, y sentía lástima por ello.
Entró en el templo, con su capa negra detrás, dejando claro cuál era su rango: un mago de la guerra, un mago teth. Según se adentraba en el lugar, los diáconos vestidos de blanco marfil hacían reverencias cuando se cruzaban con él. Entró en un vestíbulo y subió unas escaleras, donde se encontró con dos sacerdotes, a los cuales saludó bajando ligeramente la cabeza. En la jerarquía del reino, él era más que un sacerdote normal, pero en el protocolo era él quien se inclinaba para presentar sus respetos. No parecía tener sentido, aunque para Aboth no era un problema pues no sentía la menor vergüenza al
inclinarse ante nadie. Llegó a la tercera y última planta, encontrándose con un pasillo. Al final del mismo había una gran puerta roja, que era la habitación del Sumo Sacerdote. Llegó y llamó a la puerta antes de abrirla y entrar.
El Sumo Sacerdote estaba allí, sentado en su silla de madera y cojines de pluma de ganso. Tenía el mismo aspecto de siempre: un hombre mayor con la cabeza afeitada, alto, delgado, algo encorvado, de nariz aguileña, vestido de un blanco más puro que el de los diáconos. Al ver a Aboth, se levantó de su silla.
—Me alegro de verte, Aboth. —Divinidad, he venido lo antes posible. El Sumo Sacerdote sí era jerárquicamente superior a cualquier mago, de
hecho era quien más poder tenía después de la realeza, por lo que debía hablarle mediante el protocolo necesario.
—Estamos a solas, viejo amigo, no hace falta ese lenguaje conmigo. —Lo siento, Divinidad, es la costumbre. Te tutearé a partir de ahora. —Bien —el Sumo Sacerdote se colocó los dedos de la mano derecha en
la sien, como si le doliese algo, luego habló—: Te preguntarás por qué te he llamado con tanta urgencia.
—La verdad es que sí. —Es un tema delicado, sólo puedo confiar en tu discreción, no hay
mucha gente de la que me pueda fiar. —Lo comprendo, Divinidad. El Sumo Sacerdote miró por la ventana sentado en su silla de una forma
ensoñadora, como si estuviese concentrado en algo. —Cuando se construyó este templo —dijo, de repente—, Gejena corría
un grave peligro, podía ser destruido a causa de las innumerables guerras entre los distintos reinos. Luego vino la paz, un periodo que nosotros creímos de inactividad, pero no era realmente así. No sabíamos que nuestros enemigos al otro lado del Gran Río estaban preparándose para la guerra.
—¿Te refieres a la Guerra de los Señores? —preguntó Aboth. —Sí, hace ya sesenta años. Yo era un diácono por entonces, y eso me
salvó de ir al campo de batalla. Pasé mis años en el Hogar de Dios, preparándome para algún día llegar a sacerdote, lejos de la guerra materialmente, aunque rezándole todos los días a Dios para que acabase.
—Recuerdo la época, Divinidad. Yo mismo estuve al frente de una de las tropas de Neoludán contando con apenas veinte años. Fue una batalla dura,
luchábamos contra un ejército superior en todo. —Y aun así ganamos. —Sí. El destino nos dio la victoria. —Venga, Aboth, ambos sabemos que no fue el destino quien nos
permitió ganar. —Juré guardar silencio toda mi vida respecto a ese asunto. No entiendo
por qué ahora sacas el tema. —Yo mismo desearía no tener que desenterrar viejas historias, pero las
cosas están cambiando de nuevo. El Emperador ha vuelto a levantar la cabeza y parece obsesionado con apoderarse de Gejena.
—Así que los rumores sobre los ataques a Sodobia son ciertos. —Eso es. Se intenta mantener en secreto, pero veo que las noticias han
llegado a tus oídos. Es cuestión de tiempo el que el Emperador se decida a atacar en serio. Por lo visto siguen aliados con ciertos grupos de seres abominables, desde centauros hasta cíclopes.
—Los cíclopes ahora son un pueblo de paz. —Ya no. El Emperador ha debido de ofrecerles algo a cambio de volver a
anexionarse a sus huestes. Tiene un ejército terrible. —Pero nosotros tenemos tropas preparadas para cualquier eventualidad. —En la antigüedad teníamos muchas más y mira cómo casi acabamos.
Además, por lo visto siguen con él los tres magos negros que antaño derribaran a nuestros mejores magos.
—Entonces hay que dar la alarma general. —No, el Rey no lo quiere así. Ha convocado una asamblea con sus
hombres de confianza y me ha pedido que lleve a un teth conmigo. Yo no confío en ninguno que no seas tú, lo sabes. El destino de la nación pende de un hilo y, para colmo, el príncipe Gevurah no ha aparecido.
—¿El príncipe está desaparecido? —Aboth casi salta de la silla. —Desde hace dos meses. Se ha encubierto su pérdida con presuntos
viajes de protocolo a Sodobia y Erradia, pero la verdad es que el Rey no sabe dónde está su hijo. Incluso ha llegado a pensar que lo tiene secuestrado el enemigo.
—Es una desgracia. Es el miembro de la realeza más querido por el pueblo. Y el único de la misma respetado por la orden de los Caballeros de la Luz.
—Por eso mismo se ha mentido en respecto a su paradero, para no
alarmar a la sociedad. —Divinidad, necesito saber cuál es la opinión del Rey sobre todo esto. —Yo no estoy seguro, mi querido Aboth, pese a haber estado reunido en
varias ocasiones con él últimamente. Debemos acudir a la asamblea juntos y ver qué decide.
Después del susto en la biblioteca una semana atrás, Mikar no había
vuelto por allí. Había terminado todas sus prácticas y pruebas y, pese a tener que asistir una semana más a la facultad, tenía el paso asegurado al último curso. Era relajante acabar el último semestre académico, sobretodo en esas fechas, principios de verano. Estaba junto a Etret, sentados en una roca cerca de los campos de cultivo. Observaban sin hablar cómo los magos de más baja categoría, los agoth, volaban por entre la tierra cuidando del terreno y haciendo crecer más deprisa las semillas. En su mayoría, vestían túnicas verdosas o marrones, un color pobre para unos magos con una vida pobre. Los dos aprendices de hechicero se sentían afortunados de no haber nacido agoths.
Mikar dejó de mirar a los magos y dirigió su atención al horizonte, allí donde se suponía nacía la ciudad de Linka. No era capaz de verla, pues hasta la siguiente ciudad sólo había campo y más campo, tierras de cultivo destinadas a ser la producción de la que comería el pueblo. Eso era al sur. Al norte se podía ver la ciudad donde vivían, Logoth, en la falda de una imponente loma. Y, si levantaban un poco la cabeza, en lo alto de la loma, se podía ver el palacio donde habitaba Atlus II, soberano de Neoludán. Ninguno de los dos había estado allí y se preguntaban cómo sería.
—Oye, Mikar —Etret rompió el silencio—, ¿qué piensas hacer durante el verano?
—Nada en especial. —Había pensado que podíamos ir a alguna parte, a modo de exploración.
Hay multitud de sitios que no conozco y quisiera ver: las montañas oscuras, el río Fenon, los acantilados…
—No me llama la atención. Prefiero quedarme en casa. —Eres un aburrido, ¿lo sabías? —Sí.
—¡Ah, es que me exasperas! —No tengo ganas de hacer nada de eso. Estoy bien aquí, ¿por qué habría
de aventurarme? Imagina que nos coge un ejército de trasgos o de goblins. —Siempre tan negativo. Viva la aventura, el riesgo es parte del encanto. —Prefiero no correr ningún riesgo y disfrutar de las aventuras de otros. Etret frunció el entrecejo y suspiró para sus adentros. A veces la
pasividad de Mikar le atacaba los nervios. Quizás porque él era todo lo contrario: quería ver todo de lo que le había oído hablar a su padre, de dragones, hadas, lugares deslumbrantes por su belleza. Resignarse a vivir en Logoth era para él poco menos que imposible, y esa sensación aumentaba según iban pasando los años e iba creciendo.
Mikar comprendía a su amigo, pero pese a también tener esas ganas de conocimiento, no estaba dispuesto a arriesgar nada a cambio. No era cobardía, simplemente una necesidad práctica de no complicarse la vida en lo más mínimo. Por eso quizá siempre había seguido el mismo camino, y por eso quizá ahora había elegido seguir estudiando en vez de probar con otra cosa.
—Bueno —dijo Mikar, incorporándose—, creo que me voy a casa. —Pero si es muy temprano, aún queda sol para un par de horas. —Estoy cansado, hoy he estado practicando algo de magia y me ha
agotado. —¿Practicando después de lo que nos pasó con el Guardián? Yo ni
siquiera me he atrevido a pensarlo. —Lo hice en mi casa mientras estaba sellada mágicamente. Para que un
Guardián me hubiera visto habría tenido que romper el sello, y yo me hubiera dado cuenta.
—Está bien, nos iremos a casa. De todas formas tenía pensado ir próximamente a la biblioteca, así que, si te parece bien, mañana podríamos ir a ese sótano donde están esos libros secretos y echar una ojeada.
—Bien —dijo Mikar mirando en la dirección de Logoth—, subiremos a la biblioteca, aunque esta vez nada de guardar los libros con magia.
Se despidieron y Mikar empezó su camino hasta casa. Vivía un poco retirado de lo que era el centro de Logoth, por lo que debía recorrer un camino de piedras que le hacía perder bastante tiempo. En vez de esto, a veces Mikar atajaba campo a través, pisando por tierras no fértiles que los magos teth intentaban rejuvenecer con su magia. Generalmente acababa un
poco sucio, ya que en parte el camino era un pequeño barrizal, pero solía limpiar mágicamente la ropa para no tener que hacer trabajar a su madre. Sólo una vez se había quitado la túnica al llegar y la había puesto en el cesto de la ropa sucia, y su madre tardó casi tres días en conseguir que desaparecieran todas las manchas. Si su madre no utilizase la poca magia que tenía en su trabajo, la tarea hubiera sido sencilla, pero como llegaba a casa prácticamente agotada, no podía permitirse el lujo de desperdiciar la poca fuerza que reservaba. Mikar quiso prestarla una vez magia, pero ella, al conocer la ilegalidad del acto (¡ya que su hijo aún no era hechicero!) se lo impidió y le echó una reprimenda, desde entonces no lo había vuelto a sugerir.
Tras un rato de traspiés, Mikar llegó a su hogar, una pequeña construcción rodeada por una parcela pequeña, siendo la mayor parte jardín, del cual cuidaba su madre. Se quitó las manchas de barro antes de entrar en el jardín y observó la entrada. El sello mágico no estaba, lo que significaba que su madre había llegado. Entró tranquilamente. La primera habitación era el salón, que estaba contiguo a la cocina. Las restantes habitaciones estaban en un piso superior.
—¿Mamá? —preguntó el aprendiz del hechicero. —Estoy aquí, hijo —la voz que le contestó salió de la cocina. Mikar se dirigió hacia allí notando algo raro en el ambiente. Se concentró
un instante hasta que descubrió de qué se trataba: magia. El lugar estaba impregnando de magia. Entró en la cocina y averiguó la causa. Su madre estaba guisando algo sobre unas pequeñas brasas y sentado en una silla, contemplándole, estaba Aboth, el mago de la guerra que había sido el mejor amigo de su padre.
—¿Cómo estás, Mikar? —preguntó amigablemente. Mikar lo estudió casi sin querer. Era un hombre alto y fuerte, ya con
canas. Aparentaba cuarenta años cuando realmente tenía el doble. Era una propiedad de los grandes magos, cuanto más poderosos eran más tardaban en envejecer. E, incluso, Mikar había escuchado historias sobre magos que no envejecían nunca.
—¡Aboth, qué sorpresa! El mago se levantó de su asiento para estrechar la mano del aprendiz.
Mikar estudió su capa negra, signo inequívoco de que era un teth, un mago de la guerra. Según él, su padre también llevaba una cuando vivía.
—Cuánto tiempo, Mikar —Aboth hablaba con naturalidad—, ya no recordaba el camino a tu casa.
—Cuéntale lo de la expedición —dijo impaciente Sara, la madre del joven.
—¿Qué expedición? —preguntó Mikar con un cierto tono de reticencia. —Vaya, pensaba guardarlo para la cena, pero tu madre parece impaciente
—hablaba con una sonrisa agradable, lo que le confería cierto encanto—. El caso es que aprovechando el fin del curso y que es tu último año como aprendiz, me he tomado la libertad de inscribirte en un proyecto de la iglesia convocado por el mismísimo Sumo Sacerdote. Supongo que el que te hayan elegido como uno de los afortunados no tiene nada que ver con que yo sea un gran amigo suyo —le guiñó un ojo a Mikar, que sonrió de forma cómplice—. Ten en cuenta, Mikar, que esto puede abrirte muchas puertas, y será como una excursión.
Mikar se sentó, tranquilamente, y miró a Aboth. —¿Qué clase de excursión? —Lo comentaremos en la cena, ¿de acuerdo? Estoy deseando probar las
deliciosas ensaladas de carne que hace tu madre. La cena estuvo preparada enseguida. Hubo ensalada de carne, por
supuesto, pero no fue lo único. Sara había preparado todo un festín digno de una casa de clase media: panecillos, pez negro, carne de vaca, tarta de arándanos, fresas con chocolate. Se notaba que últimamente no recibían muchas visitas y estaba ilusionada con ésta. Aboth comió con gusto, reiterando una y otra vez lo rico que se encontraba todo. Mikar hacía mucho tiempo que no veía platos tan suculentos, por lo que su apetito se acrecentó y también se hartó de sajar. Cuando llegó el postre, el mago y el aprendiz estaban tan llenos que habían tenido que aflojar sus cinturones.
—Estaba todo delicioso —dijo Aboth. Sara empezaba a recoger la mesa —. ¿Quieres que te eche una mano?
—No —replicó ella—, aún tienes que explicarle a Mikar los detalles de la excursión.
El mago esperó a que ella se marchase a la cocina para comenzar a hablar con el aprendiz.
—Me han dicho que tus notas han sido buenas, aunque no excelentes. —Están bien. Pasaré el curso. —Ése es tu problema, te conformas con eso. Tienes un buen potencial,
Mikar. ¿De cuánto es tu cociente intelectual? ¿450 o 500? —521. —¿Ves? Superas a un hechicero adulto en una media de cincuenta
puntos, creo que podrías llegar lejos. Mikar se encogió de hombros. Le había oído ese discurso a su madre
miles de veces y, aunque pensase que podían estar en lo cierto, la verdad era que no le preocupaba demasiado.
—Tu madre ya ha aceptado lo de la excursión —prosiguió Aboth, cambiando de tema— y creo que sería importante que aceptaras ir.
—Para mi formación… —No —la negación de Aboth fue tajante, tanto que Mikar dio un
pequeño respingo—, no se trata solo de eso, pero no puedo hablarlo aquí, hay gente —miró a la cocina— que se preocuparía demasiado si lo oyese.
Mikar se quedó un tanto sorprendido, no había visto nunca a Aboth tan serio, casi parecía un conspirador con esa mirada tan pétrea.
—Aboth, no termino de entender qué… —Necesito hablar contigo, pronto. Tienes que venir conmigo a la parte
alta de la ciudad. —Pero ¿por qué? —El porqué te será explicado en su momento, ahora, sólo necesito una
cosa: saber si puedo contar con tu ayuda. Aboth estaba serio, de eso no cabía duda. A Mikar se le pasó por la
cabeza que le estuviese tomando el pelo, pero con esa mirada y esa tensión desechó la idea enseguida.
—De acuerdo. Te ayudaré —¿por qué no? Se preguntó Mikar, después de todo Aboth había ayudado a la familia cuando más lo necesitaba, cuando su padre había muerto. Además, ¿qué podía pedirle a un simple aprendiz de hechicero? Seguramente bien poco.
—Gracias —ese gracias había sido el más sincero que Mikar había oído en toda su vida—. Ahora debo irme, pero en siete días vendré e recogerte, así que mantente preparado. Y, sobretodo, no le comentes nada a nadie. El aire tiene ojos y oídos.
Mikar comprendió que Aboth se refería a los Guardianes, los cuales estaban en todas partes y ninguna.
Sara llegó desde la cocina, con un delantal y un gorro de limpieza. Aboth se levantó.
—He de irme, ha sido una cena estupenda, me gustaría que algún día vinieseis a mi casa para poder compensaros. En cuanto a la excursión de tu hijo, ha aceptado, así que dentro de una semana vendré a recogerle.
—Estupendo —aplaudió Sara—. Ahora me contarás los detalles —dijo mirando a Mikar.
El aprendiz de hechicero miró a Aboth, el cual sonrió y desapareció de repente, demostrando sus grandes poderes de mago.
Esa noche Mikar no durmió con tranquilidad, por alguna razón la charla con Aboth le había alterado. Su madre le había preguntado sobre los detalles de la excursión patrocinada por el Sumo Sacerdote (que era lo mismo que decir que estaba patrocinada por el pueblo, pues eran sus impuestos los que sustentaban a la iglesia), y Mikar había mentido, contándole a su madre que harían una visita por todos los templos dedicados a Dios de las ciudades más cercanas. Mentir a su madre no le había gustado nada, pero no era eso lo que no le dejaba conciliar el sueño. Era la voz de Aboth, generalmente tan natural y relajada y en esos momentos tan desesperada. Sí, desesperada era la palabra que andaba buscando. Desde luego no lo parecía exteriormente, pero cuando había pedido ayuda había sido como si todo dependiese de su respuesta. El aprendiz empezaba a arrepentirse de haber dicho que sí sin haber indagado más en el tema.
Los siguientes días fueron tranquilos, y Mikar dejó de pensar en su conversación con el mago teth hasta el séptimo día, en el cual Sara, antes de que marchara a clase, se encargó de recordarle que Aboth vendría por la tarde a por él. Como toda madre que se preocupaba por su hijo, Sara había preparado una mochila con comida que pudiese durar varios días. Como la mochila era pequeña, tuvo que hacer un conjuro para que todo pudiese caber dentro, minimizándose al entrar y volviendo a su tamaño normal al sacarlo. Cuando su hijo hubo vuelto a casa, ella estaba sentada, esperándolo.
—Mamá, ¿ha llegado Aboth? —No, pero puede aparecer en cualquier momento. He preparado tus
cosas. Incluso he incluido un par de libros, por si te decides a estudiar por el camino.
Mikar se encogió de hombros, realmente no sabía cuánto tiempo libre iba a tener.
—Me mandarás mensajes —dijo Sara, y no era una pregunta. —Sí. No seas pesada.
—Ya sé que te lo he repetido cien veces, pero no puedes estar estas dos semanas fuera y yo no conocer cómo te encuentras.
Dos semanas era lo que Mikar había dicho a su madre que estaría duraba aquel viaje, pero realmente no tenía ni idea, aunque esperaba que fuese menos.
Alguien llamó a la puerta. Sara se acercó a abrir y se encontró con Aboth. —Vaya, casi llegáis a la vez los dos —dijo ella. Aboth entró en la casa y miró a Mikar. —¿Estás listo? El aprendiz asintió. —Volverá sano y salvo —le informó el mago a Sara con una sonrisa—,
no debes preocuparte. —No sé si podré evitarlo —dijo ella, notando que las primeras lágrimas
empezaban a amenazar su rostro. —Vámonos, Mikar, no quiero ver llorar a tu madre. —Adiós, mamá —dijo y salió por la puerta junto con Aboth. Al salir, se quedó helado. Un carruaje rojo y dorado tirado por corceles
blancos esperaba frente a él, medio metro por encima del suelo. Mikar miró a Aboth, el cual ni siquiera se inmutó y se subió flotando con una elegancia digna de una posición como la suya. Al ver al aprendiz mirarlo algo desconcertado, Aboth sonrió.
—Lo siento, a veces me olvido de que no todo el mundo puede volar — sacó su mano escondida por la capa negra e hizo un signo con su dedo meñique. El carro bajó hasta quedar suspendido por encima del suelo, lo suficiente para no estropear las plantas del jardín. Mikar subió no sin ciertas dificultades. Aboth tiró de las riendas y empezaron a elevarse por los aires.
La impresión de Mikar duró unos minutos, hasta que empezaban a entrar en la zona céntrica de Logoth por encima de sus casas. El aprendiz vio que la gente les miraba con curiosidad desde abajo y los niños los señalaban. E, incluso, vio a un Guardián levantar la cabeza para observarlo, algo anormal en unos magos que casi nunca mostraban ninguna reacción ante nada.
—¿Cómo lo hacen? —preguntó Mikar mirando a los caballos. —Le he dado propiedades mágicas, al igual que al carro. Tranquilo, están
acostumbrados. —Pero, ¿por qué este transporte? —No podemos presentarnos ante el Rey de cualquier manera —respondió
Aboth con una sonrisa. ¿El Rey? Mikar no se lo podía creer. Nunca había pensado que vería al
Rey, y tampoco lo deseaba, pues no sabía cómo había de comportarse ante la realeza, y mucho menos ante el mismísimo Atlus I.
—No lo entiendo —dijo, con cierta alarma. Miró la dirección que llevaban, y cierto era que los caballos iban en línea recta al Palacio real, situado en lo alto de la colina.
—Ya te dije que necesitaba tu ayuda para algo importante. —Pero yo no sé qué he de hacer delante del Rey. —Lo primero que has de hacer es vestirte para la ocasión, al igual que
voy a hacer yo. Aboth chasqueó los dedos y sus ropas cambiaron; sus botas se volvieron
más grandes, llegándole casi a las rodillas, su torso fue recubierto de una coraza con el escudo del país y su capa negra adquirió una espada bordada en oro en su centro. Mikar comprendía lo de la espada puesto que lo había estudiado en su primer año de curso: los magos teth, durante las ceremonias, han de indicar su rango, y el de Aboth era el segundo más alto dentro de los magos normales. Luego estaban los príncipes, que llevaban tres espadas, dos de ellas cruzadas; por encima sólo estaba el Rey, que llevaba tres espadas y un bastón.
—Ahora tienes que hacer que tu túnica se vuelva azul —le dijo Aboth a Mikar.
—Pero la túnica azul es para los hechiceros, y a mí aún me queda un año. —Ya no, amigo. Eres un hechicero reconocido por la ley, el mismísimo
Sumo Sacerdote ha hablado con los jefes de tu orden y se te ha concedido. Mikar no podía creer lo que estaba oyendo, tenía que ser una broma, pero
por más que observaba a Aboth no conseguía ver la más mínima mueca o gesticulación que dijera que mentía.
—¿Por qué? Todo el mundo ha de especializarse y… —Ya está hecho, amigo. Aunque pueden quitártelo, no te voy a mentir.
Depende de ti. —Quieren algo a cambio. —Eso es. Aboth se calló observando el palacio con una mirada indefinida. Mikar
también lo contempló, aunque una sensación de nervios le comenzaba a atacar el estómago y empezaba a encontrarse mal. Intentó distraerse mirando
hacia la ciudad. Las casas nobles estaban ahora bajo ellos, con unos jardines que parecían parques y unos tejados diez veces la extensión de la parcela del aprendiz. Algunos, incluso, habían hecho invisible el techo, para poder ver así el cielo siempre que se les antojara.
Se acercaban. Había un camino de un kilómetro y medio antes de llegar a las antepuertas del palacio. Aboth hizo descender a los caballos para atravesarlo sobre el suelo de piedra y no por el aire. Mikar agradeció volver a sentir algo sólido bajo ellos, ya que empezaba a marearse.
—Para dirigirte al Rey —indicaba Aboth mientras sostenía las riendas de los caballos— debes hacerlo como Su Majestad, mientras que a los príncipes como Su Alteza. Distinguirás a la realeza por sus capas, blancas como la nieve. Tranquilo, se les ve a leguas.
—Pero ¿qué tiene que ver el Rey con todo esto? —Todo a su debido tiempo. Llegaron ante una antepuerta de cristal con forma ovoide. Tres soldados
ataviados con armaduras y espadas pararon el carro. Mikar supuso que aparte de esos soldados habría algunos Guardianes por las inmediaciones, aunque por supuesto no se les vería mientras no hubiera problemas. Aboth mostró un documento. Uno de los soldados lo estudió, después miró al mago y al aprendiz de forma severa. Tras unos instantes de reconocimiento visual, les dejó continuar hacia la siguiente entrada. Aboth condujo algo más despacio mientras se acercaban a una muralla de lo que llamaban Cristal de Fuego, un cristal que ardía si lo tocabas. Por supuesto no era más que cristal inundado por un hechizo, pero era de lo más efectivo para evitar intrusiones no deseadas. La muralla se cortaba en su centro para dar lugar al portón que daba acceso a las inmediaciones de palacio. Al igual que en el primer control, tres guardias esperaban expectantes la llegada de cualquier persona. Aboth volvió a mostrar el documento y se les permitió pasar sin más preámbulos.
Mikar quedó anonadado por el espectáculo que se presentaba ante sus ojos. Ni en sus más alocados sueños hubiera imaginado el espectáculo que se le presentaba ahora ante sus ojos. Todo el terreno que rodeaba al palacio eran tres enormes bosques. Empero, el que atravesaban en esos momentos no era un bosque normal, sino uno de cristal, con pinos, robles, abetos y demás árboles hechos del material transparente, que brillaba de diferente manera según incidiese en él la luz del sol. Era un espectáculo hermoso. Se preguntó cuántos hechiceros se harían falta para mantener ese prodigio de la magia.
Sólo podía ver árboles y árboles, únicamente interrumpidos por un sendero hecho de cristal de espejo, mostrando tonos brillantes y, a veces, formando colores gracias a los reflejos de su superficie.
—Este bosque es precioso —observó Mikar. —Sí, pero no hay pájaros. Aboth lo dijo de una forma seca, como si hubiese un deje de dolor en su
voz. El aprendiz de hechicero estuvo apunto de preguntarle, pero prefirió no hacerlo.
El sendero de espejo a veces presentaba bifurcaciones, y el mago de la guerra escogía el camino sin titubear, lo que le hizo pensar a Mikar que lo había recorrido en otras muchas ocasiones. Miró sus ropas y las cambió a unas de un color de hechicero, como había dicho Aboth, aunque no les dio un color azul muy fuerte, porque eso podía ser tomado como un gesto de vanidad. Mientras cambiaba también sus zapatillas de tono, vio una sombra negra por el rabillo del ojo. Se giró con fuerza, intentando volver a verla, allá en el bosque, pero le fue imposible.
—Un Guardián —informó Aboth al ver su agitación. —¿Nos vigilan? —Todo el que entra en este recinto es vigilado. Un hechicero normal no
lo hubiera visto, pero tú sí, tú tienes el don de Leer el Aura, como los chamanes
Era verdad, Mikar tenía ese don. Realmente no había visto al Guardián, sino su esencia. El don le podía proporcionar muchas ventajas, tales como saber cuán cantidad de magia poseía alguien o, a veces, cosas menos habituales como detectar a un mago oculto por un hechizo de invisibilidad.
Salieron del bosque, entrando en un patio de piedra en cuyo centro había una fuente de mármol dedicada al rey Atlus I, que se elevaba a varios metros de ellos sin necesidad de soporte, pues flotaba. En el otro extremo del patio, junto a lo que parecía un majestuoso edificio, un hombre vestido de blanco aguardaba. Aboth frenó sus caballos e invitó a Mikar a salir del carruaje. Así lo hizo. Miró en rededor, viendo frente a él columnas de mármol que sujetaban una pared enorme que parecía continuar hasta el infinito.
—Esta pared pertenece al palacio —indicó Aboth—, ésta es la entrada trasera, la del servicio, podríamos decir.
El mago teth se acercó al hombre vestido de blanco. Mikar vio que era calvo y estaba extremadamente delgado. Supo enseguida que era un sacerdote
por su vestimenta. —Me alegro de veros, Divinidad —dijo Aboth con una reverencia —Tus palabras son recíprocas, Aboth —el Sumo Sacerdote inclinó
ligeramente la cabeza. Mikar comprendió quién era ese escuálido hombre al oír su título. Supo
entonces que tenía que presentar sus respetos, así que se acercó nerviosa y torpemente e hizo una imitación regular de la reverencia de Aboth.
—Así que tú eres el nuevo hechicero —dijo el Sumo Sacerdote sonriente —. Me alegro de verte y espero que la confianza que mi buen amigo Aboth ha depositado en ti no nos defraude.
Mikar no supo qué responder, así que se quedó callado. —Divinidad —dijo Aboth—, será mejor que entremos a un lugar más
privado —esto último lo dijo echando una mirada a su alrededor. Entraron en un pórtico que daba a unos corredores iluminados por
candelabros mágicos. El mago y el Sumo Sacerdote se guiaban con facilidad por entre esos pasillos pintados de azul marino. Había puertas a los lados, pero no se detuvieron hasta llegar a la quinta de lado izquierdo, donde el Sumo Sacerdote miró a ambos lados antes de entrar e indicar a los demás que le siguieran.
—No es muy lujosa pero está desocupada —comentó a la par que les invitaba a sentarse.
Mikar estudió la habitación. Para él sí que era lujosa, sobretodo comparándola con cualquiera de las de su hogar. Tenía una mesa de madera tratada con magia para que brillase como si fuese nueva y tres asientos de piel. Las paredes estaban repletas de libros de todo tipo. No había ventanas, así que la luz la dispusieron ellos con magia, creando varias esferas artificiales de luz amarillenta.
—Bueno —dijo Su Divinidad en cuanto se hubieron acomodado—, aquí va la petición de mi primer favor, joven hechicero. Las paredes tienen oídos y ojos, así que si eres tan amable de utilizar tu don para comprobar la privacidad de nuestra conversación, te estaría muy agradecido.
Mikar comprendió de inmediato: quería que leyese las auras de aquella habitación y asegurarse así de que estaban realmente solos. Lo hizo con facilidad, sin titubeos de ningún tipo. Pudo percibir el fuerte poder mágico de su amigo Aboth y el aura blanca del Sumo Sacerdote, pero nada más, lo que significaba que nadie les acompañaba.
—Sí, estamos solos, Divinidad —informó respetuoso. —Bien, entonces. Aboth, haz los honores. El mago de la guerra movió sus manos en el aire a la vez que pronunciaba
unas palabras. De repente, una burbuja les cubrió, apartándoles del mundo exterior.
—Con esto —le explicaba Aboth a Mikar—, nadie podrá oírnos a no ser que atraviese la burbuja, acción en la cual yo me percataría.
—Empecemos sin más preludios —pidió el Sumo Sacerdote—, el Rey aguarda nuestra llegada.
>>Para comenzar, joven Mikar, quisiera explicarte algunas cosas que te han sido ocultadas hasta ahora por la seguridad del reino. Ten en cuenta, que tanto si aceptas esta misión como si no, Neoludán estará en peligro, así que se te ruega nunca divulgues lo que vas a oír salvo a las personas precisas, como Aboth y yo.
—Entiendo, Divinidad —Mikar empezaba a ponerse nervioso de nuevo, ese asunto empezaba a parecer demasiado trascendental.
—Bien. ¿Qué sabes de la Guerra de los Señores? —Que fueron hace sesenta años, en el 6280. Se produjo un conflicto
armado entre las tierras del Emperador y los países del sur, o sea, Sodobia, Erradia y Neoludán. Tras perder la mayor parte de las batallas, el por entonces rey, Atlus I, hizo una incursión a las tierras que hay detrás del Gran Río y acabó con el Emperador en un ataque sorpresa. Resumiendo, es esto lo que dicen los libros.
—Es una historia parecida, desde luego, pero no es exacta a la verdad, joven hechicero. No quiero decir que no hayas estudiado los libros de historia, porque en ellos se refleja así. Incluso yo, hasta que no fui quien ahora soy, no tuve acceso a la verdad. Deja que te ponga al corriente.
>>Como bien has dicho, Erradia, Sodobia y Neoludán nos unimos con el fin de acabar con el Emperador. Durante casi quinientos años había estado tranquilo, nunca había intentado cruzar el Gran Río, y fue un periodo de paz para nuestros pueblos, un periodo en el que sin querer nos dormimos un poco, pensando que no tendríamos que soportar más conflictos bélicos contra un gran enemigo. Se descuidó el arte de la guerra, manteniéndolo únicamente unos pocos. Nos concentramos más en la economía, en levantar templos, en invertir muchos esfuerzos en los campos para que sus producciones fuesen tan óptimas como para guardar alimento para tiempos peores… La magia
empezó a ser utilizada como arte y poco a poco los magos de la guerra fueron relevados a funciones de seguridad u otras actividades como ayudar a magos beth con sus construcciones o sus estudios.
>>No era una mala política, sino simplemente algo descompensada. Mientras, detrás del Gran Río, el Emperador afilaba sus espadas, preparaba a su pueblo contra nosotros y entrenaba a sus magos en la guerra, incluso a aquellos que no servían para ello. Hasta que se vio listo, entonces cruzó el Gran Río y empezó a atacar Sodobia, la cual no pudo oponer gran resistencia ante unas huestes tan bien organizadas. Neoludán mandó tropas hacia la batalla, y Erradia hizo lo mismo. Los tres reinos sabíamos que, aunque no coincidiésemos en política, unirnos sería el único modo de no sucumbir. Sin embargo, ni siquiera así nos vimos capaces de enfrentarnos al Imperio de igual a igual.
>>El Emperador, muy hábilmente, había dividido su ejército en cuatro algo menores, cada uno dirigido por un mago muy poderoso, ducho tanto en el arte de la magia como en el arte de la espada…
—Un mago negro —dijo Mikar para sí en voz alta, sin pretenderlo. —Sí —dijo el Sumo Sacerdote, algo sorprendido—. Magos negros se les
llama. Eran cuatro, uno por cada ejército del Emperador, y no sólo eran poderosos, sino grandes estrategas, hasta tal punto de derrotar sin problemas a ejércitos mayores en número. Aquí, por desgracia, no teníamos ningún mago negro y, aunque sí poderosos teth, éstos estaban desentrenados y sin experiencia real en batalla. Nos estaban derrotando.
>>Empero, un día la situación dio un giro inesperado: uno de estos magos negros se reveló contra el Imperio, enfrentándose a sus camaradas para hacerse con en el trono de su señor, quebrando las defensas de sus ex compañeros, los otros tres magos negros, hasta llegar al mismo Emperador y presentarle batalla. La noticia llegó a nuestro reino a través de la red de espías que controlábamos, y Atlus decidió aprovechar la nueva: envió todo el ejército que le quedaba en una última ofensiva, con él al frente. Sirviéndose del factor sorpresa sobre sus contrarios, y aprovechándose de lo ocupado que estaba el Emperador contra la rebelión de su mago negro, atacó el mismo corazón de las tierras del enemigo.
>>La lucha entre el Emperador y su mago negro era encarnizada, dejando a ambos ejércitos débiles y vulnerables. Atlus atacó con fuerza y, aunque no consiguió acabar con la vida del señor del Imperio, sí lo hizo con el ejército
que éste comandaba. >>Fue una victoria gloriosa, volvió como un gran monarca, de los más
grandes de la historia de Gejena. Pero se ocultó un dato: la historia del mago negro traidor. No sé por qué… Bueno, quizás sí lo sé, quizá fue para engrandecer aún más su figura y que así los reinos vecinos temieran más a nuestro país y su poder.
Mikar escuchaba con atención y cierta incredulidad. Le costaba creer que lo que había leído en un viejo libro sin autor fuera cierto. Y además se trataba una conspiración en la que el mismo rey Atlus I transformaba la verdad a su conveniencia. En cualquier caso, no dejó que en su cara se reflejase esa perplejidad.
—Es un resumen bastante completo, sobretodo teniendo en cuenta que apenas hay escritos sobre esto en la actualidad.
—¿Por qué se me contáis esto, Divinidad? —preguntó Mikar. —Ahora te será explicado, joven hechicero. Es de vital importancia que
comprendas todo cuanto te cuento, porque anda relacionado con la situación actual.
>>El Emperador ha vuelto y quiere apoderarse de las tierras al sur del Gran Río. Sodobia, que es la más cercana a él, ha sido atacada en su parte norte. Aunque su soberano no quiere admitirlo, tenemos fuentes de información fiables. Atlus II no quiere que se extienda el rumor porque provocaría histeria general, y es poco aconsejable teniendo en cuenta las últimas rebeliones de los esclavos, que podrían ver como una oportunidad cierta inestabilidad social. Por otra parte, si bien no se quiere advertir del potencial peligro que corremos, su majestad sí quiere hacer algo cuanto antes. Ha tomado una decisión arriesgada pero de la que no le he conseguido ahuyentar, así que hay que acatarla lo mejor posible. Esta decisión es la siguiente: quiere enviar a un pequeño grupo de personas a un punto del país para realizar un acto que según él cambiará los designios de la guerra a nuestro favor.
—“¿Qué acto es ése?” Te estarás preguntando —dijo Aboth. Mikar asintió con la cabeza.
—Sí, aunque disculpad esta pequeña desviación, Divinidad, pero no entiendo qué tengo que ver yo en todo esto. Por vuestras palabras intuyo que debo integrarme en ese grupo, pero apenas soy un aprendiz, no comprendo…
—No comprendes por qué a alguien tan “insignificante” como tú se le
pide esto —dijo el Sumo Sacerdote con tranquilidad—. Te lo explicaré: el Rey no se fía de nadie, hay indicios de que nobles importantes en el país están contribuyendo de alguna manera a la guerra, asociados al Emperador. Confiar en cualquier hechicero o mago podrían traer la destrucción al reino. Él, sin embargo, confía en mí, y me pidió que yo reclutara personalmente a parte de la escolta que realizará esta importante misión, y, más concretamente, que eligiera a un sacerdote, a un hechicero y a un chamán. Por contra, confiar en un chamán resulta harto peligroso, pues como ya sabrás son una orden retirada de la sociedad y que evita el contacto directo. Así que hablé con mi amigo Aboth respecto al problema y él me dio una solución. Al parecer, conocía a un joven aprendiz que tenía el don de Leer el Aura, al igual que los chamanes. Entonces pensé en matar dos pájaros de un conjuro, como se suele decir, y convertir a ese joven en hechicero, habilitándole en funciones de chamán. Además, si Aboth confía en ti, yo también lo hago.
Mikar ahora sí que estaba de piedra. Le habían sido contestadas demasiadas preguntas de golpe y todo empezaba a encajar como en un buen puzzle.
—Ahora eres hechicero —continuó Su Divinidad—, también puedes utilizar tus poderes como chamán, sólo me faltaba el sacerdote, al que también encontré. Espero haber aclarado tus dudas respecto a este tema, sin tienes alguna pregunta más…
—No —dijo Mikar. Pensó un momento su respuesta y la corrigió rápidamente—. No, Divinidad.
—Bien. —Querrás saber algo más sobre ese viaje —le sugirió Aboth a Mikar.
Antes de dar una respuesta, el Sumo Sacerdote continuó explicándose: —Es un viaje al norte de Neoludán, a una aldea desconocida para la
mayoría, pero que el Rey y la iglesia tenemos bajo nuestra mirada y protección desde hace sesenta años. La aldea fue fundada con el nombre de Sevepth, y está compuesta por diez magos, veinte hechiceros y un sacerdote. Es un número de magos muy grande para una simple aldea, ¿verdad? Lo cierto es que son necesarios puesto que allí guardamos algo muy importante.
Mikar escuchaba con expectación. Estaba seguro de que le contarían algo así como que en esa aldea se custodiaba una espada sagrada como las de las leyendas, de esas que escupían fuego u otorgaban fuerza infinita a quien la
poseía. —Allí, prisionero de un fuerte conjuro, se encuentra el mago negro que
hace sesenta años se reveló contra el Emperador, el único mago capaz de volver a medir sus fuerzas contra las de ese dictador. Según ha planeado el Rey, le controlaremos hasta que destruya al Emperador, aunque yo no estoy tan seguro de que sea una tarea tan sencilla como nuestro monarca augura. Liberar a un ser tan poderoso puede acarrear muchos problemas.
—Ni siquiera sabemos los motivos exactos por los que traicionó al Emperador —dijo Aboth—, por tanto, desconocemos qué aspiraciones puede albergar ese ser. Habrá que mantenerle cautivo mediante distintos conjuros hasta que deje de servirnos.
—El caso es… No, la pregunta es la siguiente: ¿aceptas la misión? Sé que no puedo obligar a nadie, pero sí he de recordarte que una negativa pone en peligro directo al reino, y eso incluye a todos sus habitantes. Si te preocupa el peligro, eso no es un inconveniente, pues irán con vosotros dos grandes magos teth y un Caballero de la Luz.
—¿El príncipe Gevurah? —preguntó esperanzado Mikar, sin disimular su admiración por el célebre personaje.
Su Divinidad miró a Aboth, el cual asintió. Mikar comprendió que ocurría algo.
—El príncipe Gevurah ha desaparecido. Se dice, incluso, que ha podido ser raptado por el enemigo. El Rey no quiere dar la alarma para no preocupar al pueblo, ya sabes de la popularidad de que goza entre todos y su pérdida tendría una repercusión social importante.
La ilusión dio paso a la confusión en el rostro del joven. No podía creer que el ídolo nacional estuviese perdido, y mucho menos cuando la situación del país era tan delicada. Mikar contempló al Sumo Sacerdote y a su amigo Aboth en silencio, percatándose de que querían y necesitaban una respuesta rápido.
—Sí, acepto, Divinidad. Si es solo un pequeño viaje para llegar a ese mago negro…
—Perfecto. Ahora debemos ir a ver a Atlus II, que seguro estará impaciente por hacer partiros enseguida.
Los tres se levantaron. Fue entonces cuando Mikar comprendió lo que acababa de hacer. Sintió cierto pánico, pero trató que su rostro no desvelara el miedo que lo atenazaba.
Recorrieron parte del palacio en unos pocos minutos, hasta llegar a una
antesala donde se solían celebrar reuniones importantes entre el Rey y sus consejeros. Era gigantesca, de unos veinte metros de largo por diez de ancho. Su parte central la ocupaba una mesa de cristal rojo, haciendo juego con el color de la pared. Tenía una ventana, justo frente a la puerta de entrada, aunque ésta no daba demasiada luz y habían colocado esferas de luz mágicas repartidas estratégicamente para que no hubiera ninguna sombra en la estancia.
Cuando Mikar entró en la sala, en ella sólo había un joven que rondaría más o menos su edad. Llevaba una túnica blanca, como el Sumo Sacerdote, y en ella bordada en oro el signo de la iglesia.
—Éste es Luca —dijo el Sumo Sacerdote, haciendo las presentaciones oportunas—. Es aún un diácono, pero es un alumno avanzado, pues a su edad normalmente no se ha pasado de iniciado.
Mikar saludó al diácono con la mano, el cual, al ver ese saludo tan informal se quedó algo turbado. Fue entonces cuando Mikar comprendió: el diácono veía en él a un hechicero y no a un aprendiz a causa de sus ropas, lo que le volvía en jerárquicamente superior a él.
—Es un honor, hechicero —saludó Luca inclinando su cabeza. —No hace falta que hagas eso —pidió Mikar—, soy de tu misma edad y
no soy merecedor de tal saludo. Luca lo miró con cierto escepticismo, inseguro de cómo tratar a alguien
que estaba, jerárquicamente hablando, por encima de él, pero se negaba a aceptarlo.
Mikar creyó ver una media sonrisa en los labios de Aboth y en los del Sumo Sacerdote, aunque no los miró directamente, sino que prefirió observar el suelo.
Entraron en la sala dos personas. Luca y Mikar dieron un respingo, pensando que podía tratarse del Rey, pero se encontraron con dos magos y un Caballero que enseguida fueron requeridos por el Sumo Sacerdote. Según se acercaban, Mikar intentaba estudiarles sin mirarles directamente. De los dos magos, sólo se podía ver el rostro de uno, pues el otro era un Guardián y estaba oculto tras su túnica y su capucha negra. Al andar parecía que flotase
en vez de mover los pies, algo típico en los Guardianes, y su cara o gestos no eran visibles a causa de las sombras que producía su funeraria vestimenta. El otro mago, al menos, no era un misterio. Era alto, grande y ancho, de facciones angulares y mirada de asesino. Su pelo, corto, brillaba según le diese la luz de la habitación gracias a reflejos rojos y naranjas. Llevaba una capa negra, lo que indicaba que era, al igual que Aboth, un mago de la guerra, y de rango superior a éste, pues en vez de llevar bordada en su capa una espada, llevaba dos. El tercer hombre era un Caballero de la Luz. Se podía ver por dos cosas: una era su capa roja y la otra era su espada plateada colgándole del cinturón. Su cabello era rubio y tan largo que le llegaba casi hasta a la cintura. Tenía una pose orgullosa y se movía con el estilo habitual de alguien acostumbrado a portar un arma en su cadera.
Los dos magos y el caballero hicieron las respectivas reverencias pertinentes al llegar al Sumo Sacerdote. Mikar pudo ver cómo el mago teth dedicaba una mirada de desprecio a Aboth, el cual permaneció impasible ante la misma.
—Éste es el momento de las presentaciones —dijo su Divinidad—. Aquí están los jóvenes aventureros: Luca el diácono y Mikar el hechicero, que también representa a la orden de los chamanes. Y aquí los más experimentados en estas lides: el mago Guardián Hifrid—Bon, el mago teth Brodok y el Caballero de la Luz Alban.
Mikar y Luca hicieron tres reverencias, una por cada uno de los presentados.
—Me alegro de conoceros —dijo el Caballero Alban en tono diplomático pero amable—. Es un placer ser acompañado por un miembro de cada orden, sobretodo de las vuestras, ya que no estáis acostumbrados a sobrellevar este tipo de misiones. Espero que si tenéis alguna duda o problema me lo hagáis saber.
—Sois muy considerado, caballero Alban —dijo Luca con una nueva reverencia.
El Guardián no dijo nada, se limitó a apartarse a un rincón donde intentaba permanecer inadvertido. Mikar supuso que era la costumbre de una orden donde lo más importante era estar oculto. El otro mago, Brodok, miraba con cierto enojo a Aboth, el cuál no le dirigía ni una simple mirada.
La puerta se abrió. Esta vez sí era el Rey. Entró flotando y al penetrar en la sala se elevó hasta casi tocar el techo. Le acompañaban su hija mayor
Atiana y su hijo menor Garush, que se colocaron tras él. Como era costumbre en la corte, cuando el Rey se presentaba, cada presente debía ocupar una posición, que era relativa a la jerarquía del reino. De esta manera, el segundo más importante de allí, el mago Brodok se elevó pero quedando por debajo del Rey, luego, un poco más abajo se colocaron Aboth y el Guardián Hifrid, y en el suelo, sin volar, primero el Caballero Alban y detrás el hechicero Mikar y el diácono Luca. El Sumo Sacerdote estaba aparte, era la única persona que no tenía por qué presentarse al Rey debido a su posición, a no ser que éste lo exigiese.
—Todo el mundo al suelo —pidió su majestad. Todos dejaron las alturas y volvieron a posar sus pies sobre el suelo de mármol. Después lo hicieron los príncipes y por último el monarca.
—Tomad asiento —indicó el príncipe Garush. El Rey tomó el suyo, después lo hicieron sus dos hijos y, por último, los
demás se repartieron los asientos que quedaban libres, dejando a Mikar y a Luca los más apartados. Las sillas eran de cristal, como la mesa, e incómodas, aunque nadie dijo nada, ni siquiera cuando el Rey hizo aparecer un par de cojines bajo su real trasero mediante magia.
—¿Estamos todos? —preguntó el Rey al Sumo Sacerdote. —Sí, majestad, todos. —Bien. Señores, aunque no he exigido una presentación oficial, me
gustaría que cada uno hiciese una personal, para saber a quién me dirijo. Atlus II miró a su derecha, donde estaba el mago de la guerra Brodok. —Yo, majestad, soy el mago teth Brodok, perteneciente a la casa de los
Midor, del sur de Neoludán. El Rey asintió complacido, aunque ésta primera presentación había sido
un acto puramente protocolario, pues conocía a Brodok de toda la vida y había sido él mismo quien lo había convocado.
—Yo, majestad, soy el mago teth Aboth, perteneciente a la casa de los Midor, del sur de Neoludán.
Mikar se sorprendió. Así que Brodok y Aboth eran de la misma estirpe, o sea, familiares. Se preguntó el por qué de esas miradas de Brodok a Aboth.
—Yo, majestad, soy el mago Guardián Hifrid—Bon, de la casa de los Bon del este de Neoludán.
—Yo, majestad, soy el Caballero de la Luz Alban Seda, perteneciente a la casa de los Seete, en la misma Logoth, capital de Neoludán.
El Sumo Sacerdote no dijo nada, por lo que la mirada del monarca se dirigió hacia Mikar, el cual se atragantó con las palabras en un principio.
—Yo, majestad…, soy Mikar, y… soy apren… Hechicero, y no pertenezco a ninguna casa noble.
El Rey lo miró durante un instante con cierta curiosidad, pero enseguida abandonó su atención hacia él y la centró en Luca. Brodok, sin embargo, no perdió de vista al hechicero.
—Yo, majestad, soy el diácono Luca, y tampoco pertenezco a casa noble. El Rey les echó una rápida mirada a todos de nuevo y se acomodó en el
asiento, como si no cogiera bien la posición. Mikar, sin embargo, apenas podía moverse, casi ni respiraba por miedo a
que se fijasen en él o le dijesen algo, sólo mantenía los ojos muy abiertos mientras miraba al Rey con tanta atención que parecía estar algo loco.
—Bien, señores. Creo que deberíamos tener unas presentaciones completas, así que haré lo propio con mis hijos. Aquí, a mi derecha, está mi hija mayor Atiana. A su derecha, está mi hijo menor Garush, príncipes de Neoludán.
Mikar desvió su mirada del Rey para observar a los príncipes. Atiana era una mujer de unos treinta años, aunque muy bien cuidada. Tenía cierto aire de majestuosidad que sólo la realeza poseía, y al hechicero le pareció ver en ella una mirada inteligente que daba algo de miedo. Luego estaba el príncipe Garush, de unos dieciocho años y maliciosa mirada, aunque no tan despierta como la de su hermana. Se mostraba superior a todos los presentes con su pose y su expresión, pero Mikar estaba seguro de que era más presuntuoso que astuto. Luego volvió a mirar al Rey. Estaba algo viejo, con ese pelo gris cayéndole por los hombros y ese bigote cano y cuidado, pero se le veía en forma y de alguna manera poderoso. Sus ojos brillaban, y se veía en ellos un calor intenso capaz de derretir a quien los mirase un periodo prolongado de tiempo.
—Una vez hechas las presentaciones —dijo Atlus II—, creo que debemos pasar al tema en cuestión. Por favor, si hay alguna pregunta durante mi charla, quiero saberlo, no quiero dudas.
>>En principio voy a dar por hecho que ya se les ha aclarado el propósito principal de esta reunión, así que me ahorraré las disculpas por haberles hecho venir tan de repente, aunque espero que comprendan la gravedad de la situación.
>>Sí, son ciertos los rumores sobre el ataque de las tropas del Emperador al norte de Sodobia, aunque confío en que los presentes sabrán guardar ese secreto a voces. No tenemos datos completos, tan sólo sabemos que el ejército que cruzó el Gran Río era en su mayor parte de centauros y goblins, aunque dirigidos por magos poderosos. Cómo estas especies esclavas se han vuelto a unir para formar un ejército aún no lo sé, pero está claro que es el Emperador el artífice de esta artimaña, al igual que lo fue en el pasado.
—Permitidme la interrupción, majestad —dijo el Caballero Alban con toda cortesía—, pero ésas no parecen pruebas suficientes como para implicar al Emperador.
—Eso es cierto —admitió Atlus II—. Por ese mismo motivo envié a dos emisarios para cerciorarme de lo que realmente había pasado. Sin embargo, el soberano de Sodobia negó cualquier clase de ataque a su reino, por lo que mis hombres tuvieron que investigar más a fondo, hasta que encontraron cuerpos inertes de centauros enterrados al otro lado de la frontera. En sus ropas estaba grabado con magia el signo del Emperador: el alfa y el omega. Mis enviados interrogaron a los campesinos del norte de Sodobia, los declararon haber recibido un ataque de centauros y goblins que se erigían en nombre del Emperador. Por lo visto, no era más que un grupo de asalto, quizás para calibrar las fuerzas del enemigo, ya que, aunque vencieron, se retiraron enseguida a la orden de sus magos.
>>Creo que con este relato no quedan dudas sobre el resurgimiento del Emperador. Y si ese despiadado y vil personaje ha vuelto al mundo con ganas de guerra, habrá guerra, y nuestro deber es ga