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LA IGLESIA Y EL LIBERALISMO Revista "ROMA", Nº 63-64 JUNIO-JULIO 1980 INTRODUCCIÓN Es propósito de ROMA que se ame y se obedezca al Magisterio del Papa en todos los órdenes. Dicho Sagrado Magisterio es la explicitación de los principios contenidos en la Tradición y las Escrituras, que son las fuentes de la Religión Católica, única verdadera, fuera de la cual no hay salvación. La Doctrina Social de la Iglesia es teocéntrica, o sea, coloca todo bajo la soberanía suprema de Dios Nuestro Señor. Cristo es Rey de los individuos, pero también de las sociedades. Mientras que las ideologías de la Revolución 1 son antropocéntricas, "humanistas", es decir, proponen como norma suprema del orden social a la mera voluntad humana, desligada de todo orden superior objetivo. En esto consiste la "liberación". En el liberalismo el individuo, en el socialismo el Estado, son los que fijan lo que está bien y lo que está mal, sin sujetarse para nada al Autor del bien ni a las leyes puestas por Él. No es difícil darse cuenta que tales teorías tendrán como norma el egoísmo, sea del individuo, sea de la facción que se apoderó del poder público, y que a la larga todo derecho objetivo desaparecerá. La historia lo prueba. Los estados que más se señalan en la actualidad en la defensa de los "derechos humanos", han suprimido el derecho más primario de todos, el de la vida, al autorizar el aborto, o sea, el homicidio del inocente. Siempre que algo moleste a la voluntad sin freno de los hombres es lícito suprimirlo, sostienen los revolucionarios. El "pueblo soberano" no admite superior. El orgullo no tolera limitación. La destrucción del criterio objetivo del bien que el liberalismo realizó, fue un antecedente de Lenin, quien sostuvo que decir la verdad es prejuicio burgués y que todo lo que ayuda a la revolución es moral, negando él también, al igual que los liberales, la existencia de la verdad y del error. Algunos han tachado de liberal al sistema económico respetuoso del derecho de la propiedad privada, quizás con la secreta intención de desprestigiar a este principio inherente a la Civilización Católica. Nada más falso; el derecho de propiedad personal, incluidos los medios de producción es un derecho natural, valedero para todas las épocas, conforme al Magisterio Pontificio. Es precisamente el liberalismo, al corroer todo el edificio social y pulverizar todo principio estable, el que abre la puerta a la estatización, colectivización o comunitarización de la propiedad, y también a la esclavitud total. El liberalismo es padre del socialismo. Esta paternidad, que denunciaron hace casi un siglo el gran Donoso Cortés y otros pensadores, es confesada por los mismos dirigentes de la Unión Soviética, quienes rinden culto a los "próceres" de la Revolución Francesa. La Revolución es una y tiene etapas. Lutero engendró a los jacobinos, éstos a Lenin, y este último a Cohn Bendit 2 , por filiación natural. Por esto, para completar el estudio que presentamos a nuestros lectores, recomendamos vivamente la lectura atenta de la encíclica "Divini Redemptoris" en donde el Papa Pío XI declara al comunismo "intrínsecamente perverso". Al contrario de los liberales y marxistas, en la Sociedad Católica, los hombres se sujetan a Dios y a su Ley. Carecen de "derechos" para atentar contra lo que el Creador ha establecido, sea por la Revelación, sea por un orden natural impreso en la creación. Pero como Dios Nuestro Señor es autor de la verdad, de la belleza y del bien, esta sociedad es la única que puede proporcionar la felicidad a los hombres, a la vez que es la única que es justa, ya 1 Movimiento histórico anticristiano, iniciado por los humanistas renacentistas y que toma identidad con el protestantismo, para seguir luego con la revolución francesa de 1789 y la comunista de 1917. Su lema: ni Dios, ni Rey ni ley. 2 Dirigente estudiantil universitario, que encabezó la rebelión de los estudiantes en Francia, en 1968, revuelta que logró paralizar toda Francia. El movimiento era anarquista; su lema "prohibido prohibir"..

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LA IGLESIA Y EL LIBERALISMO

Revista "ROMA", Nº 63-64 JUNIO-JULIO 1980

INTRODUCCIÓN

Es propósito de ROMA que se ame y se obedezca al Magisterio del Papa en todos los órdenes. Dicho Sagrado Magisterio es la explicitación de los principios contenidos en la Tradición y las Escrituras, que son las fuentes de la Religión Católica, única verdadera, fuera de la cual no hay salvación. La Doctrina Social de la Iglesia es teocéntrica, o sea, coloca todo bajo la soberanía suprema de Dios Nuestro Señor. Cristo es Rey de los individuos, pero también de las sociedades. Mientras que las ideologías de la Revolución1 son antropocéntricas, "humanistas", es decir, proponen como norma suprema del orden social a la mera voluntad humana, desligada de todo orden superior objetivo. En esto consiste la "liberación". En el liberalismo el individuo, en el socialismo el Estado, son los que fijan lo que está bien y lo que está mal, sin sujetarse para nada al Autor del bien ni a las leyes puestas por Él. No es difícil darse cuenta que tales teorías tendrán como norma el egoísmo, sea del individuo, sea de la facción que se apoderó del poder público, y que a la larga todo derecho objetivo desaparecerá. La historia lo prueba. Los estados que más se señalan en la actualidad en la defensa de los "derechos humanos", han suprimido el derecho más primario de todos, el de la vida, al autorizar el aborto, o sea, el homicidio del inocente. Siempre que algo moleste a la voluntad sin freno de los hombres es lícito suprimirlo, sostienen los revolucionarios. El "pueblo soberano" no admite superior. El orgullo no tolera limitación. La destrucción del criterio objetivo del bien que el liberalismo realizó, fue un antecedente de Lenin, quien sostuvo que decir la verdad es prejuicio burgués y que todo lo que ayuda a la revolución es moral, negando él también, al igual que los liberales, la existencia de la verdad y del error. Algunos han tachado de liberal al sistema económico respetuoso del derecho de la propiedad privada, quizás con la secreta intención de desprestigiar a este principio inherente a la Civilización Católica. Nada más falso; el

derecho de propiedad personal, incluidos los medios de producción es un derecho natural, valedero para

todas las épocas, conforme al Magisterio Pontificio. Es precisamente el liberalismo, al corroer todo el edificio social y pulverizar todo principio estable, el que abre la puerta a la estatización, colectivización o comunitarización de la propiedad, y también a la esclavitud total. El liberalismo es padre del socialismo. Esta paternidad, que denunciaron hace casi un siglo el gran Donoso Cortés y otros pensadores, es confesada por los mismos dirigentes de la Unión Soviética, quienes rinden culto a los "próceres" de la Revolución Francesa. La Revolución es una y tiene etapas. Lutero engendró a los jacobinos, éstos a Lenin, y este último a Cohn Bendit2, por filiación natural. Por esto, para completar el estudio que presentamos a nuestros lectores, recomendamos vivamente la lectura atenta de la encíclica "Divini Redemptoris" en donde el Papa Pío XI declara al comunismo "intrínsecamente

perverso". Al contrario de los liberales y marxistas, en la Sociedad Católica, los hombres se sujetan a Dios y a su Ley. Carecen de "derechos" para atentar contra lo que el Creador ha establecido, sea por la Revelación, sea por un orden natural impreso en la creación. Pero como Dios Nuestro Señor es autor de la verdad, de la belleza y del bien, esta sociedad es la única que puede proporcionar la felicidad a los hombres, a la vez que es la única que es justa, ya

1 Movimiento histórico anticristiano, iniciado por los humanistas renacentistas y que toma identidad con el protestantismo, para seguir luego con la revolución francesa de 1789 y la comunista de 1917. Su lema: ni Dios, ni Rey ni ley. 2 Dirigente estudiantil universitario, que encabezó la rebelión de los estudiantes en Francia, en 1968, revuelta que logró paralizar toda Francia. El movimiento era anarquista; su lema "prohibido prohibir"..

que da a cada uno lo que es suyo, a Dios lo de Dios y al César lo del César. Los hombres gozan en ella de la

verdadera libertad, para labrarse la salvación con responsabilidad. Allí el poder público asegura las condiciones que facilitan la vida virtuosa y florece una civilización en que la vida merece vivirse. El lema del Estado Católico es la misma sentencia de la Anunciación : "Ecce ancilla Domini, fiat Mihi secundum verbum tuum"3 y su Reina la que es modelo de humildad, la Santísima Virgen María. El Magisterio Pontificio constituye un cuerpo de doctrina coherente al que debe acatamiento, hasta interno, todo católico, aún cuando algunos documentos circunstanciales emanados de las más altas autoridades religiosas la contradigan. En ese caso hipotético, lo enseñado por la jerarquía eclesiástica no forma parte del Magisterio, sino es un error anticatólico. El hecho de documentos contradictorios del Magisterio de la Iglesia se ha dado en la historia, y dice el cardenal Cayetano, uno de los más ilustres teólogos católicos venerado por la Iglesia durante siglos, quien vivió en los siglos XV y XVI y fue uno de los máximos comentaristas de Santo Tomás y adversario de Lutero: "En

cuanto al axioma, donde está el Papa y allí está la Iglesia, vale cuando el Papa se comporta como Papa y Jefe

de la Iglesia en caso contrario, ni la Iglesia está con él, ni él con la Iglesia". El desconocimiento de lo que integra el Magisterio es una de las causas de la crisis actual. Por eso, por encontrar que es gran obra de caridad mostrar las verdades olvidadas, para disipar la confusión actual en que principios condenados por los Romanos Pontífices se presentan a la opinión pública como si fueran "voz de la Iglesia", presentamos este compendio de DOCTRINA DE LOS PAPAS

4. Alertando, a la vez, sobre la paradoja que por la vía liberal se llega a la esclavitud Comunista. Suplicamos a nuestros lectores que se tomen el trabajo de reunirse en círculo de estudio para meditar estos principios salvadores de la Sociedad5. Se deja constancia que los Documentos Pontificios publicados no son íntegros. Se ha cuidado en reunir los

pronunciamientos de los Papas que nos iluminan sobre estos temas tan olvidados, que trata este pequeño

volumen de doctrina católica. Ponemos a éste bajo la protección de la Nuestra Madre Santísima, Mediadora de todas las gracias y Corredentora del género humano esperando que, por el advenimiento del reinado de su Corazón Inmaculado, reinen la verdad, la belleza y el bien en lo ancho de la tierra.

PIO VI APARICIÓN DE LAS LIBERTADES MODERNAS

Alocución al Consistorio, 9 de marzo de 1789 Los decretos dictados por los Estados generales de la nación francesa atacan y sacuden la Religión; usurpan los derechos de la Sede Apostólica, violan los tratados cerrados solemnemente. Estos males tienen por origen las falsas doctrinas contenidas en los escritos envenenados y corruptores que circulan de mano en mano. Para dar curso libre a estos escritos, para facilitar la publicidad e impresión de estos principios contagiosos, uno de los primeros decretos de la Asamblea asegura a cada individuo la libertad de pensamiento y de manifestarlo públicamente, incluso en materia religiosa, con impunidad y declara que ningún hombre puede ser obligado por leyes a las que no haya adherido. Después de esto, la Religión se vio cuestionada para saber si el culto Católico debía o no ser mantenido como religión dominante del Estado.

LA LIBERTAD Cuarta Quod Aliquantum, 10 de marzo de 1791, de SS Pío VI al cardenal de la Rochefoucauld y a los obispos de la Asamblea Nacional. A pesar de los principios generalmente reconocidos por la Iglesia, la Asamblea Nacional se ha atribuido el poder espiritual, habiendo hecho tantos nuevos reglamentos contrarios al dogma y a la disciplina. Pero esta conducta no 3 He aquí la esclava del Señor, hágase en Mí según su palabra (Lucas, 1,38). 4 Estos documentos no son exhaustivos. Los Papas han condenado al liberalismo en muchos otros pronunciamientos... 5 Conviene agregar al estudio que se haga del liberalismo el Syllabus

asombrará a quienes observen que el efecto obligado de la constitución decretada por la Asamblea es el de destruir la religión católica y con ella, la obediencia debida a los reyes. Es desde este punto de vista que se establece, como un derecho del hombre en la sociedad, esa libertad absoluta que asegura no solamente el derecho de no ser molestado por sus opiniones religiosas. sino también la licencia de pensar, decir, escribir, y aun hacer imprimir impunemente en materia de religión todo lo que pueda sugerir la imaginación más inmoral; derecho monstruoso que parece a pesar de todo agradar a la asamblea de la igualdad y la libertad natural para todos los hombres. Pero, ¿es que podría haber algo más insensato que establecer entre los hombres esa igualdad y esa libertad desenfrenadas que parecen ahogar la razón, que es el don más precioso que la naturaleza haya dado al hombre, y el único que lo distingue de los animales? ¿No amenazó Dios de muerte al hombre si comía del árbol de la ciencia del bien y del mal después de haberlo creado en un lugar de delicias? y con esta primera prohibición, ¿no puso fronteras a su libertad? Cuando su desobediencia lo convirtió en culpable, ¿no le impuso nuevas obligaciones con las tablas de la ley dadas a Moisés? y aunque haya dejado a su libre arbitrio el poder de decidirse por el bien o el mal, ¿no lo rodeó de preceptos y leyes que podrían salvarlo si los cumplía? ¿Dónde está entonces esa libertad de pensar y hacer que la Asamblea Nacional otorga al hombre social como un derecho imprescindible de la naturaleza? Ese derecho quimérico, ¿no es contrario a los derechos de la Creación suprema a la que debemos nuestra existencia y todo lo que poseemos? ¿Se puede además ignorar, que el hombre no ha sido creado únicamente para sí mismo sino para ser útil a sus semejantes? Pues tal es la debilidad de la naturaleza humana, que para conservarse, los hombres necesitan socorrerse mutuamente; y por eso es que han recibido de Dios la razón y el uso de la palabra, para poder pedir ayuda al prójimo y socorrer a su vez a quienes implorasen su apoyo. Es entonces la naturaleza misma quien ha aproximado a los hombres y los ha reunido en sociedad: además, como el uso que el hombre debe hacer de su razón consiste esencialmente en reconocer a su soberano autor, honrarlo, admirarlo, entregarle su persona y su ser; como desde su infancia debe ser sumiso a sus mayores, dejarse gobernar e instruir por sus lecciones y aprender de ellos a regir su vida por las leyes de la razón, la sociedad y la religión, esa igualdad, esa libertad tan vanagloriadas, no son para él desde que nace más que palabras vacías de sentido. "Sed sumisos por necesidad", dice el apóstol San Pablo (Rom. 13, 5). Así, los hombres no han podido reunirse y formar una asociación civil sin sujetarla a las leyes y la autoridad de sus jefes. "La sociedad humana", dice San Agustín (S. Agustín, Confesiones), "no es otra cosa que un acuerdo general de obedecer a los reyes"; y no es tanto del contrato social como de Dios mismo, autor de la naturaleza, de todo bien y justicia, que el poder de los reyes saca su fuerza. "Que cada individuo sea sumiso a los poderes", dice San Pablo, todo poder viene de Dios; los que existen han sido reglamentados por Dios mismo: resistirlos es alterar el orden que Dios ha establecido y quienes sean culpables de esa resistencia se condenan a sí mismos al castigo eterno. Pero para hacer desvanecer del sano juicio el fantasma de una libertad indefinida, sería suficiente decir que éste fue el sistema de los Vaudois y los Beguards condenados por Clemente V con la aprobación del concilio ecuménico de Viena: que luego, los Wiclefts y finalmente Lutero se sirvieron del mismo atractivo de una libertad sin freno para acreditar sus errores: "nos hemos liberados de todos los yugos", gritaba a sus prosélitos ese hereje insensato. Debemos advertir, a pesar de todo, que al hablar aquí de la obediencia debida a los poderes legítimos, no es nuestra intención atacar las nuevas leyes civiles a las que el rey ha dado su consentimiento y que no se relacionan más que con el gobierno temporal que él ejerce. No es nuestro propósito provocar el restablecimiento del antiguo régimen en Francia: suponerlo, sería renovar una calumnia que ha amenazado expandirse para tornar odiosa la religión: no buscamos, ustedes y nosotros, más que preservar de todo ataque los derechos de la Iglesia y de la sede apostólica.

LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

Encíclica Adeo nota, 23 de abril de 1791 - De SS Pío VI al obispo de Aleria. Para la ciudad de Carpentras y las otras comunidades del Condado, que nos han dado lugar a esperar que no tardarían en volver al deber. Si bien hubieron en efecto formado una asamblea representativa, no solamente recibieron al vicedelegado que los nativos de Avignon habían echado y a Jean Celestino que nosotros enviamos de Roma, sino que además declararon solemnemente el 27 de mayo del año pasado que adoptarían de la constitución francesa solo aquello que conviniera a sus intereses, a su país y a las circunstancias y pudiera conciliarse con la obediencia que nos deben a nosotros como a su soberano, de la que aseguran no haber querido nunca apartarse. Pero, poco después, por efecto de la violencia, las complacencias y las estratagemas de los revoltosos de Avignon, demostraron que el respeto que expresaban testimoniar por Nosotros y por Nuestros ministros era poco sincero, ya que todos sus esfuerzos no tendieron más que a hacer aprobar, sancionar y ejecutar por Nosotros y Nuestros ministros la constitución francesa en su totalidad, tanto en materia civil como eclesiástica. Es inútil hablar aquí en detalle de todas las deliberaciones que se realizaron en la asamblea del Condado. Nos es suficiente recordar: I) Los 17 artículos sobre los derechos del hombre que son una repetición fiel a la declaración hecha por la Asamblea nacional de Francia de esos mismos derechos, tan contrarios a la religión y a la sociedad y que la Asamblea del Condado adoptó para hacer la base de su nueva Constitución. (II) Otros 19 artículos que eran los primeros elementos de esa nueva Constitución y que habían sido extraídos de la Constitución de Francia. Ahora bien, como era imposible que consintiéramos en sancionar deliberaciones de esta índole y que Nuestros ministros, cualesquiera que fuesen, las pusieran en ejecución, la Asamblea representativa del Condado no pensó más desde entonces constreñirse a ellas.

LA CONSTITUCIÓN DE 1814 Carta apostólica. Post tam dinturnas, 29 de abril de 1814.

De S.S. Pío VII a Monseñor de Boulagne, obispo de Troyes. Nuestra alegría se nubló bien pronto y dejó lugar a un gran dolor cuando vimos la nueva constitución del reino, decretada por el Senado de París y publicada en los diarios. Habíamos esperado que con el favor de la revolución recién hecha, la religión católica no solamente sería liberada de todas las trabas que se le habían impuesto en Francia, a pesar de nuestras constantes reclamaciones, sino que además, se aprovecharían las circunstancias tan favorables para restablecerla con todo esplendor y proveer su dignidad. Ahora bien, hemos advertido en primer lugar que en la constitución mencionada, la Religión Católica ha sido ignorada y no se hace mención ni siquiera de Dios Todopoderoso por quien reinan los reyes y mandan los príncipes. Vos comprenderéis, venerables Hermanos, que semejante omisión nos ha provocado aflicción, pena y amargura a Nosotros, a quienes Jesucristo, Hijo de Dios Nuestro Señor, nos ha encomendado el supremo gobierno de la sociedad cristiana. Y, ¿cómo no estar desolados? Esta Religión Católica establecida en Francia desde los primeros siglos de la Iglesia, sellada en este reino con la sangre de tantos mártires gloriosos, profesada por la mayor parte del pueblo francés que, con coraje y constancia mantuvo con ella un invencible lazo a través de las calamidades, las persecuciones y los peligros de los últimos años; esta religión, finalmente, que reconoce públicamente la línea de descendencia a la que pertenece el rey designado y que siempre la ha defendido celosamente, no solamente no fue declarada la única acreedora en toda Francia al derecho del apoyo de la ley y la autoridad del gobierno sino que fue enteramente omitida en el acto mismo de restablecimiento de la monarquía.

Un nuevo motivo de pena que nos aflige aún más vivamente y que, reconocemos, nos: atormenta, nos agobia y nos colma de angustia es el artículo 22 de la Constitución6. En él, no solo se permite la libertad de cultos y de conciencia, para servirnos de los mismos términos, sino que se promete apoyo y protección a esa libertad y además a los ministros de esos supuestos cultos. Por cierto no hay necesidad de tantas explicaciones, dirigiéndonos a un obispo como vos, para haceros saber con claridad la herida mortal que se infringe a la religión católica en Francia con este artículo. A causa del establecimiento de la libertad de cultos sin distinción alguna, se confunde la verdad con el error y se coloca en la misma línea de las sectas herejes y aún de la perfidia judaica a la Esposa santa e inmaculada de Cristo, la Iglesia, sin la cual no existe la salvación. En otras palabras, prometiendo favor y apoyo a las sectas herejes y no a sus ministros, se tolera y favorece no sólo a las personas, sino también a sus errores. Esta es, implícitamente, la desastrosa y por siempre deplorable herejía que San Agustín menciona en estos términos: "Ella afirma que todos los herejes están en la buena senda y dicen la verdad, absurdo tan monstruoso que no puedo creer que una secta lo profese realmente"7. Nuestro estupor y nuestro dolor no han sido menores cuando leímos el artículo 23 de la constitución, que permite y defiende la libertad de prensa8, libertad que amenaza la fe y las costumbres con enormes peligros y una certera ruina. Si alguien dudare, la experiencia de épocas pasadas será de por sí suficiente para enseñarle. Es un hecho plenamente constatado: la libertad de prensa ha sido el instrumento principal que ha depravado las costumbres de los pueblos en primer lugar, luego ha corrompido y abatido su fe y finalmente ha soliviantado la sedición, la agitación popular y las revueltas. Estos desgraciados resultados podrían temerse todavía, vista la maldad del hombre, si, Dios no lo quiera, se acordase a cada uno la libertad de imprimir todo lo que quisiere. Otros puntos de la nueva constitución del reino, han sido también motivo de aflicción para nosotros: en particular los artículos 6º, 24 y 25. No expondremos en detalle nuestras opiniones al respecto. Vuestra Fraternidad, no dudamos, discernirá fácilmente la tendencia de esos artículos

ENCÍCLICA "MIRARI VOS" (15- VIII-1832) SOBRE LOS MALES DE SU TIEMPO y SUS REMEDIOS

GREGORIO PP. XVI Nos apresuramos, Venerables Hermanos, a dirigir os esta carta, testimonio de Nuestra bondad para con vosotros, en un día tan fausto como hoy, en que celebramos la fiesta solemne de la gloriosa Asunción a los cielos de la Santísima Virgen, para que aquella misma a quien tuvimos por Patrona y Salvadora de las más grandes calamidades, Nos asista propicia al escribiros ahora y con su inspiración celestial Nos sugiera los consejos que resulten más saludables para la grey cristiana.

El indiferentismo Expondremos ahora otro origen muy prolífico de los males que con dolor sentimos afligir a la Iglesia; Nos referimos al indiferentismo, o sea aquella perversa opinión, que se ha propagado amplísimamente por engaño de los malvados, según la cual puede el alma conseguir la salud eterna profesando cualquier creencia, con tal que las costumbres se ajusten a la norma de lo recto y honesto. Pero fácilmente expulsaréis de los pueblos, confiados a vuestros desvelos, este error perniciosísimo, tratándose de una cosa tan clara y completamente evidente. Habiendo recordado el apóstol que uno es Dios, una la fe y uno el bautismo (Efesios, 4, 5), tiemblen los que pretenden que en cualquiera religión hay un camino abierto hacia el puerto de la bienaventuranza, y mediten en su alma las palabras del Salvador que dicen que están contra Cristo los que con Cristo no están (Lucas, 11, 23) y que desparraman, desafortunadamente, los que con El no cosechan, y que por esto perecerán sin duda eternamente los que no poseen la fe católica y la conservan íntegra e inviolada (Símbolo Atanasiano). Oigan a Jerónimo, el cual narra que,

6 Articulo 22º. La libertad de cultos y de conciencia es garantizada. Los ministros de los cultos serán igualmente tratados y protegidos. 7 San Agustín, de Haresibay, nº 72 8 Artículo 23º: La libertad de prensa es completa salvo la represión legal de los delitos que podrían resultar del abuso de esa libertad

estando la Iglesia dividida en tres partes, tenazmente había exclamado, siempre que alguien lo quería llevar a su propio partido: Si alguno se une a la Cátedra de Pedro, ése es mío9. Por otra parte, falsamente alguien acariciaría la idea de que le basta con estar regenerado por el bautismo, pues oportunamente le respondería Agustín : El sarmiento que está separado de la vid tiene la misma forma; pero ¿qué le aprovecha la forma si no vive de la raíz?10

La libertad de conciencia De esta corruptísima fuente del indiferentismo brota aquella absurda y errónea sentencia, o más bien delirio, de que se debe afirmar y vindicar para cada uno la absoluta libertad de conciencia. Abre camino a este pestilente error aquella plena e inmoderada libertad de opinión que para daño de lo sagrado y profano está tan difundida repitiendo algunos insolentes que aquella libertad de conciencia reporta provecho a la religión. Pero, ¡qué muerte peor hay para el alma que la libertad del error!, decía ya S. Agustín11. Porque ciertamente quitado todo freno que retiene a los hombres en la senda de la verdad, y abalanzándose ya su naturaleza hacia el mal, con verdad decimos que está abierto el pozo del abismo (Apoc. 9, 3) del cual vio subir San Juan el humo que oscureció el sol y salir las langostas que invadieron la amplitud de la tierra. Porque de allí nacen la turbación de los ánimos, la corrupción de los jóvenes; de. allí se infiltra en el pueblo el desprecio de las cosas santas y de las leyes más sagradas; de allí, en una palabra, para la república, la peste más grave que cualquiera otra: la experiencia, ya desde la más remota antigüedad, lo ha comprobado en las ciudades que florecieron con las riquezas, el imperio y la gloria y que cayeron con sólo este mal, a saber: la libertad inmoderada de las opiniones, la licencia de los discursos, la avidez de lo nuevo.

La libertad de prensa Aquí tiene su lugar aquella pésima y nunca suficientemente execrada y detestada libertad de prensa para la difusión de cualesquiera escritos; libertad que con tanto clamor se atreven algunos a pedir y promover. Nos horrorizamos, Venerables Hermanos, al contemplar con que monstruos de doctrinas, o mejor, por qué monstruos de errores nos vemos sepultados, con qué profusión se difunden por doquiera estos errores en innumerable cantidad de libros, folletos y escritos, pequeños ciertamente por su volumen, pero enormes por su malicia, de los que se derrama sobre la faz de la tierra aquella maldición que lloramos.

ENCÍCLICA "QUANTA CURA" (8-XII-1864) CONDENACIÓN DE LOS ERRORES MODERNOS

PIO PP. IX

Tradición de la Iglesia frente al error Todos saben, todos ven y vosotros como nadie, Venerables Hermanos, sabéis y veis con cuánta solicitud, y pastoral vigilancia los Pontífices Romanos, Nuestros predecesores, han llenado el ministerio y han cumplido con el deber, que les fue confiado por el mismo Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, de apacentar a los corderos y a las ovejas; de tal suerte, que nunca han cesado de alimentar cuidadosamente con las palabras de la fe, de imbuir en la doctrina de salvación a todo el rebaño del Señor, apartándole de los pastos envenenados. Y en efecto, Nuestros mismos predecesores, guardadores y vindicadores de la augusta religión católica, de la verdad y de la justicia, llenos de solicitud por la salvación de las almas, nada han apetecido nunca tanto, como el descubrir, y condenar con sus sapientísimas Letras y Constituciones todas las herejías y todos los errores que, contrarios a Nuestra fe divina, a la doctrina de la Iglesia católica, a la honestidad de las costumbres y a

9 S. Jerónimo, epiit. 57, 2 (Migne PL. 22, epiet. 15, col. 35). 10 S. Agustín, Psalmus contra parte Donati o Salmo abecedario, letra S (Migne, PL. 43, col. 50, rengl. 29-31) 11 San Agustín, epist. 166 cap. II (Migne, PL. 33, Epist. 105, 10, col. 400)

la salvación eterna de las almas, excitaron frecuentemente violentas tempestades, cubriendo lamentablemente de luto la república cristiana y civil. Por eso, los mismos predecesores Nuestros, con vigor apostólico, se opusieron constantemente a las pérfidas maquinaciones de los malvados que, semejantes a las olas del mar enfurecido, arrojan las espumas de sus confusiones; y prometiendo la libertad, bien que ellos sean esclavos de la corrupción, se han esforzado, por medio de máximas falsas y por medio de perniciosísimos escritos, por arrancar los fundamentos de la Religión católica y de la sociedad civil; tratando de hacer desaparecer toda virtud y justicia, de depravar todos los corazones y entendimientos, de apartar de las rectas normas morales a los incautos, especialmente a la inexperta juventud corrompiéndola miserablemente, con el fin de llevarla a las redes del error, y de arrancarla del seno de la Iglesia Católica.

El Papa sigue el ejemplo de sus predecesores. - La Iglesia vigila Como vosotros bien lo sabéis, Venerables Hermanos, apenas Nos, por un secreto designio de la Divina Providencia, pero sin mérito alguno Nuestro, fuimos elevados a esta Cátedra de Pedro; al ver, con el corazón desgarrado por el dolor la horrible tempestad desatada por tantas opiniones perversas, así como los males gravísimos, y nunca bastante llorados, atraídos sobre el pueblo católico por tantos errores; en cumplimiento de Nuestro apostólico ministerio, e imitando los ilustres ejemplos de Nuestros Predecesores, levantamos Nuestra voz, y por medio de varias Cartas encíclicas, Alocuciones, Consistorios, así como por otros Documentos apostólicos, hemos condenado los errores principales de Nuestra tan triste época. Al mismo tiempo, hemos excitado vuestra admirable vigilancia pastoral, y con todo Nuestro poder advertimos y exhortamos a Nuestros carísimos hijos para que abominen tan horrendas doctrinas y no se contagien de ellas. Particularmente en Nuestra primera Encíclica, del 9 de noviembre de 1846 a vosotros dirigida12, y en las dos Alocuciones consistoriales13, del 9 de diciembre de 1854 y del 9 de junio de 1862, Nos hemos condenado las monstruosas opiniones que, con gran daño de las almas y detrimento de la misma sociedad civil, dominan señaladamente a nuestra época; errores de los cuales derivan todos los demás y que no sólo tratan de arruinar la Iglesia católica, su saludable doctrina y sus derechos sacrosantos, sino también a la misma eterna ley natural grabada por Dios en todos los corazones y aun la recta razón.

Los nuevos errores requieren nuevo celo Sin embargo, bien que Nos no hayamos descuidado el proscribir y condenar frecuentemente estos tan graves errores, la causa de la Iglesia católica y la salvación de las almas que Dios Nos ha confiado, y aun el mismo bien común demandan imperiosamente, que Nos de nuevo excitemos vuestra pastoral solicitud para que condenéis todas las opiniones que hayan salido de los mismos errores como de su fuente natural. Estas opiniones falsas y perversas, deben ser tanto más detestadas cuanto que su objeto principal es impedir y aun suprimir el poder saludable que hasta el final de los siglos debe ejercer libremente la Iglesia católica por institución y mandato de su divino Fundador, así sobre los hombres en particular como sobre las naciones, pueblos y gobernantes supremos; errores que tratan, igualmente, de destruir la unión y la mutua concordia entre el Sacerdocio y el Imperio, siempre tan beneficiosa para la Iglesia y para el Estado.14

El naturalismo En efecto, os es perfectamente conocido, Venerables Hermanos, que hoy no faltan hombres que, aplicando a la sociedad civil el impío y absurdo principio llamado del naturalismo, se atreven a enseñar que el mejor orden de la sociedad pública y el progreso civil demandan imperiosamente que la sociedad humana se constituya y se gobierne sin que tenga en cuenta la Religión, como si esta no existiera, o, por lo menos, sin hacer distinción alguna entre la verdadera Religión y las falsas. Además, contradiciendo la doctrina de la Sagrada Escritura, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que el mejor gobierno es aquel en el que no se reconoce al

12 Pío IX Encicl. Qui pluribus, 9-11-1846. 13 Pío IX, Alocución Singulari quadam perfusi 9-12-1854; Alocución Maxima quidem Laetitia 9-6-1862 14 Gregorio XVI, Encicl. Mirari vos, 15-8-1832

poder civil la obligación de castigar, mediante determinadas penas, a los violadores de la Religión católica, a no ser que la paz pública lo exija; y como consecuencia de esta idea absolutamente falsa, no dudan en consagrar aquella opinión errónea, en extremo perniciosa a la Iglesia Católica y a la salvación de las almas, llamada por Gregorio XVI, Nuestro Predecesor, de feliz memoria, delirio15 a saber: que la libertad de conciencias y de cultos es un derecho propio de cada hombre, que todo Estado bien constituido debe proclamar y garantizar como ley fundamental, y que los ciudadanos tienen derecho a la plena libertad de manifestar sus ideas con la máxima publicidad, ya de palabra, ya por escrito, ya en otro modo cualquiera, sin que autoridad civil ni eclesiástica alguna puedan reprimirla en ninguna forma libertad tan funesta.

Libertad de perdición Ahora bien: al sostener afirmación tan temeraria no piensan ni consideran que proclaman la libertad de la perdición16, y que, si se permite siempre la plena manifestación de las opiniones humanas, nunca faltarán hombres, que se atrevan a resistir a la Verdad, y a poner su confianza en la verbosidad de la sabiduría humana; vanidad en extremo perjudicial, y que la fe y la sabiduría cristiana deben evitar cuidadosamente, con arreglo a la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo17. Y como allí donde la Religión se halle desterrada de la sociedad civil y se rechace la doctrina y autoridad de la revelación divina, se oscurece y aun se pierde la verdadera noción de la justicia y del derecho, en cuyo lugar triunfan la fuerza y la violencia, claramente se ve por qué causa ciertos hombres, despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo cualquiera, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por sólo haberse consumado, tienen ya valor de derecho. Mas ¿quién no ve, quién no siente claramente que una sociedad, sustraída a las leyes de la Religión y de la verdadera justicia, no puede tener otro ideal que acumular riquezas, ni seguir más ley, en todos sus actos, que un insaciable deseo de satisfacer la indómita concupiscencia del espíritu, sirviendo tan solo a sus propios placeres e intereses? He aquí por qué esos hombres, con odio verdaderamente cruel, persiguen a las Órdenes religiosas, sin tener en cuenta los inmensos servicios hechos por ellas a la Religión, a la sociedad humana y a las letras; he aquí, por qué desvarían contra ellas, diciendo, que no tienen ninguna razón legítima para existir, haciéndose así eco de los errores de los herejes. Como lo enseñó con tanta verdad Nuestro Predecesor, Pío VI de feliz memoria, la abolición de las Órdenes religiosas hiere al estado que hace profesión pública de seguir los consejos evangélicos; ofende a una manera de vivir recomendada por la Iglesia como conforme a la doctrina apostólica; finalmente, ofende aun a los preclaros fundadores, que las establecieron inspirados por Dios18. Llevan su impiedad a proclamar que se debe quitar a la Iglesia y a los fieles la facultad de "hacer limosna en público, por motivos de cristiana caridad", y que debe "abolirse la ley prohibitiva, en determinados días, de las obras serviles, para cumplir con el culto divino"; todo bajo el pretexto falacísimo de que esa facultad y esa ley se hallan en oposición a los postulados de la mejor economía política.

El comunismo y el socialismo No contentos con desterrar a la Religión de la pública sociedad, quieren también arrancarla de la misma vida familiar. Enseñando y profesando el funestísimo error del comunismo y del socialismo, afirman que la sociedad doméstica debe toda su razón de ser sólo al derecho civil y que, por lo tanto, sólo de la ley civil se derivan y dependen todos los derechos de los padres sobre los hijos y, sobre todo, del derecho de la instrucción y de la

15 Gregorio XVI, Encicl. Mirari vos, 15-8-1832 16 S. Agustín, Epist. 105 (alias 166) (Migne, PL, 33 Epist. 105, nº 9, col. 399). 17 S. León M. Epist. 164 (alias 133) S. 2 edit. Ball. Migne PL. 54 Epist. 164, cap II col. 1149-B); ver León XIII, Encicl. Libertas, 20-6-1888. 18 Pío XI, Epist. al Cardenal De la Rochefoucault, 10-3-1791

educación. Para esos hombres falacísimos, el objeto principal de estas máximas impías y maquinaciones, es eliminar la saludable doctrina y la instrucción y educación de la juventud, para así manchar y depravar míseramente las tiernas y dúctiles almas de los jóvenes con los errores más perniciosos y con toda clase de vicios. En efecto; todos cuantos maquinaban perturbar la Iglesia o el Estado, destruir el recto orden de la sociedad, y así suprimir todos los derechos divinos y humanos, han dirigido siempre sus criminales proyectos, su actividad y esfuerzo a engañar y pervertir a la inexperta juventud, como Nos lo hemos insinuado más arriba, porque en la corrupción de ésta ponen toda su esperanza. Esta es la razón por qué el clero secular y regular, a pesar de los encendidos elogios que uno y otro han merecido en todos los tiempos, como lo atestiguan los más antiguos documentos históricos, así en el orden religioso como en el civil y literario, es por su parte objeto de las más atroces persecuciones; y dicen, que siendo el clero enemigo del saber, de la civilización y del progreso debe ser apartado de toda ingerencia en la instrucción de la juventud.

La Iglesia y el poder civil Otros, hay que, renovando los errores, tantas veces condenados, de los innovadores, se atreven a decir, con desvergüenza suma, que la suprema autoridad de la Iglesia y de esta Apostólica Sede, que le otorgó Nuestro Señor Jesucristo, depende en absoluto de la autoridad civil; niegan a la misma Sede Apostólica y a la Iglesia todos los derechos que tienen en las cosas que se refieren al orden exterior. En efecto, no se avergüenzan de afirmar que las leyes de la Iglesia no obligan en conciencia, a menos que sean promulgadas por la autoridad civil; que los documentos y los decretos de los Romanos Pontífices, aun los tocantes a la Iglesia, necesitan de la sanción y aprobación o por lo menos del asentimiento, del poder civil; que las Constituciones apostólicas19 por las que se condenan las sociedades secretas sea que exijan o no en ellas el juramento de guardar el secreto, y en las que se anatematiza a los fautores o adeptos de ellas, no tienen fuerza alguna en aquellos países donde son toleradas por la autoridad civil; que la excomunión lanzada por el Concilio de Trento y por los Romanos Pontífices contra los invasores y usurpadores de los derechos y bienes de la Iglesia, se apoya en una confusión del orden espiritual con el civil y político, y que no tiene otra finalidad que promover intereses mundanos; que la Iglesia nada debe mandar que obligue a las conciencias de los fieles en orden al uso de las cosas temporales; que la Iglesia no tiene derecho a castigar con penas temporales a los que violan sus leyes; que es conforme a la Sagrada Teología y a los principios del Derecho público que la propiedad de los bienes poseídos por las Iglesias, Órdenes religiosas y otros lugares piadosos, ha de atribuirse y vindicarse para la autoridad civil. No se avergüenzan de profesar alta y públicamente el axioma y el principio de los herejes, fuente de mil errores y de máximas funestas. Repiten en efecto, que la potestad de la Iglesia no es por derecho divino distinta e independientemente del poder civil, y que tal distinción e independencia no se pueden guardar sin que sean invadidos y usurpados por la Iglesia los derechos esenciales del poder civil. No podemos tampoco pasar en silencio la audacia de aquellos que, no pudiendo tolerar los principios de la sana doctrina, pretenden que en cuanto a los juicios de la Sede Apostólica y a sus decretos que tengan por objeto el bien general de la Iglesia, y sus derechos y su disciplina, mientras no toquen a los dogmas de la fe y de las costumbres, se les puede negar asentimiento y obediencia, sin pecado y sin ningún quebranto de la profesión de católico. Esta pretensión es tan contraria al dogma católico de la plena potestad divinamente dada por el mismo Cristo Nuestro Señor al Romano Pontífice para apacentar, regir y gobernar la Iglesia, que no hay quien no lo vea y entienda clara y abiertamente.

Condena de los errores En medio de esta tan grande perversidad de opiniones depravadas, Nos, con plena conciencia de Nuestra misión apostólica, y llenos de solicitud por nuestra santa Religión, por la sana doctrina y por la salvación de las almas cuya

19 Clemente XII, Carta Apost. In eminenti, 28-4-1738 (Cod. Iur. Can. Fontes, Gasparri 1926, I, 656); Benedicto XIV, Const. Providas Romanorum, 18-5-1751 (Fontes II, 315); Pío VII, Const. Ecclesiam, 13-IX-1821 (Fontes II, 721); León XII Const. Quo graviora, 13-3-1825 (Fontes II, 727).

guarda se nos ha confiado de lo Alto, y por el mismo bien de la sociedad humana, hemos creído deber Nuestro levantar de nuevo Nuestra voz apostólica. En consecuencia, todas y cada una de las perversas opiniones y doctrinas que van señaladas detalladamente en las presentes Letras, Nos las reprobamos con Nuestra autoridad apostólica las proscribimos las condenamos; y queremos y mandamos que todas ellas sean tenidas por los hijos de la Iglesia como reprobadas, proscritas y condenadas.

LOS CATÓLICOS LIBERALES

Carta Per tristisima, 6 de marzo de 1873, de S.S. Pío IX, a los miembros del Círculo San Ambrosio de Milán.

Si bien los hijos del siglo son más sagaces que los hijos de la luz20, sus astucias y violencias hubieran tenido menos efecto sin la ayuda ofrecida por muchas manos amigas de la grey católica. No hubiera servido, como ellos querían, unirse al mismo carro, esforzarse en unir la luz y las tinieblas y hacer participar a la iniquidad con la justicia, gracias a las doctrinas que han dado en llamarse católico-liberales y que fundadas en los principios más perniciosos, dieron ventajas al poder laico en el mismo momento en que éste se insertaba en el dominio espiritual, inclinando el espíritu a la sumisión, o por lo menos a la tolerancia ante las leyes más inicuas, como si no estuviere escrito que "para nada pueden servir dos maestros"21 . Esta clase de gente es, sin duda alguna, más peligrosa y dañina que los enemigos declarados, porque sin llamar la atención y sin, tal vez, ponerse en guardia, se prestan a las maniobras de estos últimos. Por otra parte, manteniéndose de este costado del límite de opinión netamente condenado, dan la impresión de una irreprochable probidad doctrinaria y atraen a los imprudentes amantes de la conciliación, engañando a la gente honesta que rechazaría un error dec1arado. Es así como dividen los espíritus, rompen la unidad y debilitan las fuerzas que deberían oponerse unidas al adversario.

ENCÍCLICA "DIUTURNUM ILLUD" (29-VI-1881) SOBRE EL ORIGEN DEL PODER LEÓN PP. XIII

La Religión es el fundamento del orden

Estos infortunios públicos que están a la vista, llenan a Nos con grave preocupación, al ver peligrar casi a toda hora la seguridad de los principios y la tranquilidad de los imperios, juntamente con la salud de los pueblos. Sin embargo, la virtud divina de la Religión cristiana engendró la egregia firmeza de la estabilidad y del orden de las repúblicas al tiempo que impregnaba las costumbres e instituciones de las naciones. No es el más pequeño y último fruto de su fuerza el justo y sabio equilibrio de derechos y deberes en los soberanos y en los pueblos. Porque en los preceptos y ejemplos de Cristo ,Señor Nuestro vive una fuerza admirable para mantener en sus deberes, tanto a los que obedecen, como a los que mandan, y conservar entre los mismos aquella unión y armonía de voluntades, que es muy conforme a la naturaleza, de donde nace el curso tranquilo, carente de perturbaciones en los negocios públicos. Por lo cual, habiéndonos sido confiados, por la gracia de Dios, el gobierno de la Iglesia católica, la custodia e interpretación de la doctrina de Cristo, juzgamos, Venerables Hermanos, que incumbe a Nuestra autoridad decir públicamente, qué exige la verdad católica de cada uno en este género de deber de donde surgirá también el modo y la manera con que en tan deplorable estado de cosas haya de atenderse a la salud pública. Doctrina de la Iglesia acerca de la autoridad Necesidad de una autoridad

20 Lucas, 16, 18 21 Lucas, 16, 13

Aunque el hombre, incitado por cierta arrogancia y tozudez, intenta muchas veces romper los frenos de la autoridad, jamás, sin embargo, pudo conseguir sustraerse por completo a toda obediencia. En toda agrupación y comunidad de hombres, la misma necesidad obliga a que haya algunos que manden, con el fin de que, la sociedad, destituida de principio o cabeza que la rija, no se disuelva y se vea privada de lograr el fin para que nació y fue constituida.

I. Origen Divino

Errores sobre el origen de la autoridad Pero si no pudo suceder que la potestad política se quitase de en medio de las naciones, lo tentó ciertamente a algunos a emplear todas las artes y medios para debilitar su fuerza y disminuir la autoridad; esto sucedió principalísimamente en el siglo XVI, cuando una perniciosa novedad de opiniones envaneció a muchísimos. Desde aquel tiempo, la multitud pretendió, no sólo que le otorgasen la libertad con mayor amplitud de la que era justo, sino que también establecieron a su arbitrio que se hallaba en ella el origen y la constitución de sociedad civil. Aún más: muchos modernos, siguiendo las huellas de aquellos, que en el siglo anterior se dieron el nombre de filósofos, dicen que toda potestad viene del pueblo; por lo cual, los que ejercen la autoridad civil, no la ejercen como suya, sino como otorgada por el pueblo; con esta norma, la misma voluntad del pueblo, que delegó la potestad, puede revocar su acuerdo. Los católicos discrepan de esta opinión al derivar de Dios como de su principio natural y necesario, el derecho de mandar.

La voluntad del pueblo y la doctrina católica. Formas de gobierno Importa que anotemos aquí que los que han de gobernar las repúblicas, pueden en algunos casos ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, sin que a ello se oponga ni le repugne la doctrina católica. Con esa elección se designa ciertamente al gobernante, mas no se confieren los derechos de gobierno, ni se dan la autoridad, sino que se establece quién la ha de ejercer. Aquí no tratamos las formas de gobierno; pues nada impide que la Iglesia apruebe el gobierno de uno solo o de muchos, con tal que sea justo y tienda al bien común22. Por eso, salva la justicia, no se prohíbe a los pueblos el que sea más apto y conveniente a su carácter o los institutos y costumbres de sus antepasados. Pero por lo que respecta a la autoridad pública, la Iglesia enseña rectamente que ésta viene de Dios; pues ella misma lo encuentra claramente atestiguado en las Sagradas Letras y en los monumentos de la antigüedad cristiana, y además no puede excogitarse ninguna doctrina que sea, o más conveniente a la razón, o más conforme a los intereses de los soberanos y de los pueblos. En realidad, los libros del Antiguo Testamento confirman muy claramente en muchos lugares que en Dios está la fuente de la potestad humana. Por mí reinan los reyes... por mí los príncipes. imperan, y los jueces administran la justicia23 . y en otra parte: Escuchad los que gobernáis las naciones... porque de Dios os ha venido la potestad y del Altísimo la fuerza24. Lo cual se contiene asimismo en el libro del Eclesiástico: A cada nación puso Dios quien la gobernase25. Sin embargo, las cosas que los hombres habían aprendido enseñándoselas Dios, poco a poco, entregados a las supersticiones paganas, las fueron olvidando; así como corrompieron muchas verdades y nociones de las cosas, así también adulteraron la verdadera idea y hermosura de la autoridad.

22 Leòn XIII, Enc`clica Sapientiae Christianae, 10-1-1890 23 2 Proverbios 8, 15-16. 24 Sabiduría 6,3-4. 25 Eclesiástico 17, 14..

Después, cuando brilló la luz del Evangelio cristiano, la vanidad cedía su puesto a la verdad, y de nuevo empezó a dilucidarse de dónde emanaba toda autoridad, principio nobilísimo y divino. Cristo Señor Nuestro respondió al Presidente Romano, que hacía alarde y se arrogaba la potestad de absolverlo o de condenarlo: No tendrías poder alguno sobre mí, si no se te hubiese dado de arriba26. San Agustín, comentando este pasaje, dice: Aprendamos lo que dijo, que es lo mismo que enseñó por el Apóstol, a saber, que no hay potestad sino de Dios27. A la doctrina, pues, y a los preceptos de Jesucristo correspondió la voz incorrupta de los Apóstoles, como una imagen a su original. Excelsa y llena de gravedad es la sentencia que San Pablo escribe a los Romanos sujetos al imperio de los príncipes paganos: no hay potestad si no viene de Dios: de lo cual, como de una causa deduce y concluye: El príncipe es ministro de Dios28 . Los Padres de la Iglesia procuraron con toda diligencia profesar y propagar esta misma doctrina, en la que habían sido instruidos: No atribuimos sino al verdadero Dios la potestad de dar el reino y el imperio29. San Juan Crisóstomo dice, siguiendo la misma sentencia: Que haya principados, y que unos manden y otros sean súbditos, y que todo no suceda al azar y fortuitamente la atribuyo a la divina sabiduría30. Lo mismo atestiguó San Gregorio Magno con estas palabras: Confesamos que la potestad les viene del cielo a los emperadores y reyes31. Y aun los Santos Doctores tomaron a su cargo el ilustrar los mismos preceptos, hasta con la luz natural de la razón, de suerte que deben parecer rectos y verdaderos a los que no tienen otra guía que la razón. En efecto, la naturaleza, o más bien Dios, autor de la naturaleza, impulsa a los hombres a que vivan en sociedad civil: así nos lo demuestran muy claramente, ya la facultad de hablar, fuerza unitiva muy grande de la sociedad, y además, muchísimas ansias innatas del ánimo, como también muchas cosas necesarias y de gran importancia que los hombres aislados no pueden conseguir, y que sólo obtienen unidos y asociados unos con otros. Ahora bien; ni puede existir, ni concebirse esta sociedad, si alguien no coordina todas las voluntades, para que de muchas se haga como una sola y las obligue con rectitud y orden al bien común; quiso pues, Dios, que en la sociedad civil hubiese quienes mandasen a la multitud. He aquí otra razón poderosa que los que tienen la autoridad en la república, deben poder obligar a los ciudadanos a la obediencia de tal manera, que la desobediencia sea un manifiesto pecado. Ahora bien, ningún hombre tiene en sí o por sí la facultad de obligar en conciencia la voluntad libre de los demás con los vínculos de tal autoridad. Únicamente tiene esta potestad Dios Creador y Legislador de todas las cosas los que esta potestad ejercen deben necesariamente ejercerla como comunicada por Dios. Uno solo es el Legislador y el Juez que puede perder y salvar32.

Toda potestad viene de Dios Lo cual se ve también en otros géneros de potestad. La potestad que hay en los Sacerdotes dimana tan manifiestamente de Dios, que todos los pueblos los llaman Ministros de Dios, y los tienen por tales. Igualmente la potestad de los padres de familia tiene expresa cierta imagen y forma de la autoridad que hay en Dios, de quien trae su nombre toda paternidad en los cielos y en la tierra33 . Y de este modo los diversos géneros de potestad tienen entre sí maravillosas semejanzas, de modo que todo poder y autoridad que hay en cualquier parte, trae su origen de un solo y mismo Creador y Señor del mundo, que es Dios.

26 Juan 19, 11. 27 Roman. 13, 1; S. Agustín, Tract. 116 in Joann. 5 (Migne PL. 35, col. 1912). 28 Rom. 13, 1, 4. 29 S. Agustín, De Civitate Dei Lib V, cap. 21. 30 S. Juan Crisóstomo, In Epist. a los Romanos; Homil. 23 (Migne.PG. O, col. 615 al medio) 31 S. Gregorio M., Epist. lib. II, 61; (Migne PL. 77 [lib. III, epist. 65] col. 663-B\. 32 Santiago 4, 12. 33 Efes. 3, 15.

II. Errores acerca de la autoridad

El pacto social Los que pretenden que la sociedad civil se ha originado en el libre consentimiento de los hombres, al atribuir el origen de la autoridad a esa misma fuente dicen que cada uno cedió parte de su derecho y que voluntariamente se sometieron al derecho de aquel que hubiese reunido en sí la suma de aquellos derechos. Pero es un grande error no ver lo que es manifiesto, a saber: que los hombres, no siendo una raza de vagos solitarios, independientemente de su libre voluntad, han nacido para una natural comunidad; y además, el pacto que predican es claramente un invento y una ficción, y no sirve para dar a la potestad política tan grande fuerza, dignidad y firmeza, cuanta requieren la defensa de la república y las utilidades comunes de los ciudadanos. Y el principado sólo tendrá esta majestad y sostén universal, si se entiende que dimana de Dios, fuente augusta y santísima.

Frutos de la doctrina de la Iglesia

Dignifica el poder Ninguna opinión o sentencia puede hallarse, no sólo más verdadera, pero ni más provechosa. Pues, si la potestad de los que gobiernan los estados es cierta comunicación de la potestad divina, por esta misma causa la autoridad logra, al punto, una dignidad mayor que la humana, no aquella impía y absurdísima, reclamada por los emperadores paganos, -que pretendían algunas veces honores divinos, sino verdadera y sólida, y esta recibida por cierto don y merced divina. Por lo cual deberán los ciudadanos estar sujetos y obedecer a los príncipes, como a Dios, no .tanto por el temor del castigo cuanto por la reverencia a la majestad, y no por adulación, sino por la conciencia del deber. Con esto, la autoridad colocada en su sitio estará mucho más firmemente cimentada. Pues sintiendo los ciudadanos la fuerza de este deber, necesariamente huirán de la maldad y de la contumacia; porque deben estar persuadidos de que los que resisten a la potestad política, resisten a la divina voluntad, y los que rehúsan honrar a los soberanos, rehúsan honrar a Dios34

San Pablo y la potestad humana En esta doctrina instruyó particularmente el apóstol San Pablo a los romanos, a quienes escribió sobre la reverencia que se debe a los supremos poderes con tanta autoridad y peso, que nada parece poder mandarse con más severidad: Todos están sujetos a las potestades superiores: pues no hay potestad que no provenga de Dios: las cosas que son, por Dios son ordenadas. Por lo tanto quien resiste a la potestad resiste a la ordenación de Dios. Mas los que resisten se hacen reos de condenación... Por tanto debéis estarle sujetos no sólo por el castigo, " sino también por conciencia35. Con este mismo sentido está del todo conforme la nobilísima sentencia de San Pedro, príncipe de los Apóstoles: Estad sujetos a toda humana criatura (constituida sobre vosotros) por respeto a Dios, ya sea el rey como el que ocupa el primer lugar, ya sean los gobernadores, como puestos por Dios para castigo de los malhechores y la alabanza de los buenos; porque así es la voluntad de Dios36 .

Cuándo no se debe obedecer Una sola causa tienen los hombres para no obedecer, y es, cuando se les pide algo que repugne abiertamente al derecho natural o divino; pues en todas aquellas cosas en que se infringe la ley natural o la voluntad de Dios, es tan ilícito el mandarlas, como el hacerlas. Si, pues, aconteciere que alguien fuere obligado a elegir una de dos cosas, a saber. o despreciar los mandatos de Dios o los de los príncipes, se debe obedecer a Jesucristo que manda dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, y a ejemplo de los Apóstoles responder animosamente:

34 Ver León X1II, Encícl.Graves de Communi, 13-1-1901. 35 Romanos 13, 1-5; ver León XIII, Encícl., Caritatis Pro1lidentireque, 13-1II- 1894; en esta Colección: Encicl. 67,5, pág. 5{¡9. 36 I Pedro 2, 13-15.

"conviene obedecer a Dios antes que a los hombres37 . Sin embargo, no hay por qué acusar a los que se portan de este modo de que quebrantan la obediencia; pues si la voluntad de los príncipes pugna con la voluntad y las leyes de Dios, ellos sobrepasan los límites de su poder y trastornan la justicia: ni entonces puede valer su autoridad, la cual es nula, donde no hay justicia.

Protege al súbdito. El modo de ejercer el poder Mas para que en el ejercicio de la autoridad se conserve la justicia importa mucho que los gobernantes comprendan que el poder político no nació para el provecho de ninguna persona particular y que las funciones del gobierno de la república no deben desempeñarse para bien de los que gobiernan sino para bien de los gobernados. Los soberanos deben tomar como ejemplo a Dios óptimo máximo, de quien desciende toda autoridad: deben proponerse su acción como modelo; presidan al pueblo con equidad y fidelidad, y apliquen la caridad paternal junto con la severidad que es necesaria. Por este motivo, las Sagradas Letras les advierten que ellos mismos tienen que dar cuenta un día al Rey de los reyes y Señor de los señores: si abandonaren su deber, no podrán evitar en modo alguno la severidad de Dios. El Altísimo examinará vuestras, obras y escudriñará los pensamientos. Porque siendo ministros de su reino, no juzgasteis con rectitud... se os presentará espantosa y repentinamente, pues el juicio será durísimo para los que presiden a los demás... Que no exceptuará Dios persona alguna, ni respetará la grandeza de nadie, porque lo mismo hizo al pequeño y al grande y de todos cuida igualmente. Mas a los mayores les reserva una sanción. más severa38.

Frutos del buen gobierno Dado que estos preceptos protegen a la república, se quita toda causa o ansia de levantamientos; y estarán bien defendidos el honor y la seguridad de los soberanos y la paz y el bienestar de la sociedad. También la dignidad de los ciudadanos estará garantizada en la mejor forma; pues, aun obedeciendo, podrán conservar aquel decoro que es propio de la grandeza del hombre, por cuanto entienden que según el criterio de Dios no hay siervo libre sino que uno es el Señor de todos, el cual es rico para todos los que le invocan39 y que ellos están sujetos y obedecen a los príncipes sólo porque en cierto modo representan la imagen de Dios, a quien servir es reinar.

Doctrina que la Iglesia -aun bajo los Emperadores Romanos- siempre enseñó y practicó En todos los tiempos ha trabajado la Iglesia a fin de que esta concepción cristiana no sólo impregnara las mentes sino que se manifestara también en la vida pública y las costumbres de los pueblos. Mientras que los emperadores paganos tuvieron en sus manos el timón para gobernar el Imperio, los cuales no podían, debido a la supersticiosa religión en que vivían, elevarse hasta aquella forma de la autoridad que hemos bosquejado, procuró la Iglesia infiltrarla en las mentes de los pueblos, los que, junto con aceptar los principios cristianos, debían tratar de ajustar su vida a los mismos. y así los pastores de las almas, renovando los ejemplos del apóstol San Pablo, acostumbraron con sumo cuidado y diligencia mandar a los pueblos que estuviesen sujetos y obedeciesen a los príncipes y potestades40, asimismo que orasen a Dios por todos los hombres, pero especialmente por los reyes y por todos aquellos que están en el poder, porque esto es acepto ante nuestro Salvador Dios41 . Los primeros cristianos nos dejaron de todo ello brillantísimos ejemplos, pues siendo atormentados en forma injustísima y cruelísima por los emperadores paganos, jamás llegaron a negarles la obediencia y sumisión, hasta el extremo que parecía haberse entablado una lucha entre la crueldad de aquellos y la sumisión de éstos. Tanta modestia y tan firme voluntad de obedecer eran tan bien conocidas que la calumnia y la malicia de sus enemigos eran incapaces de oscurecerlas. Por lo cual los que ante los emperadores defendían públicamente la causa del nombre cristiano, con este argumento principalmente los convencían de que era inicuo castigar a los cristianos

37 Act. 5, 29. 38 Sabid. 6, 4-8. 39 Rom. 10, 12. 40 Tito 3, 1. 41 I Timot. 2, 1-3.

por medio de leyes porque a la vista de todos vivían conforme a las leyes como convenía. Así habló Athenágoras con toda confianza a Marco Aurelio Antonio y a su hijo Lucio Aurelio Cómodo: Permitís que nosotros, que ningún mal hacemos, antes bien nos conducimos con toda reverencia y justicia, no sólo respecto a Dios, sino también respecto al imperio, seamos perseguidos, despojados, desterrados42. Del mismo modo alababa públicamente Tertuliano a los cristianos, porque eran entre todos los demás, los mejores y más seguros amigos del imperio. El cristiano no es enemigo de nadie, ni del emperador. a quien sabiendo que está constituido por Dios, debe amar, respetar, honrar y querer que se salve con todo el romano Imperio43 y no dudaba afirmar que en los confines del imperio, tanto más disminuía el número de sus enemigos cuanto más crecía el de los cristianos: Ahora tenéis pocos enemigos por la multitud de los cristianos siendo cristianos en casi todas las ciudades casi todos los ciudadanos44. También hay un insigne documento de esto mismo en la Epístola a Diogneto, la cual confirma que en aquel tiempo los cristianos habíanse acostumbrado, no sólo a servir y obedecer a las leyes, sino que satisfacían a todos sus deberes con mayor perfección de lo que eran obligados por las leyes: Los cristianos obedecen las leyes promulgadas, y con su género de vida aun pasan más allá de lo que las leyes mandan. A la verdad, otra cosa era cuando los edictos imperiales, de mancomún con las amenazas de los pretores, los constreñían a abjurar de la fe cristiana o abandonar otro cualquiera de sus deberes; entonces no vacilaron en desobedecer a los hombres para obedecer y agradar a Dios. Sin embargo, a pesar de la crueldad de los tiempos y circunstancias, no hubo quien tratase de promover sediciones ni de menoscabar la majestad del príncipe, ni jamás pretendían otra cosa que confesarse cristianos, serlo realmente y conservar incólume su fe: tan distante de oponer en ninguna ocasión resistencia, que se encaminaban contentos y gozosos, como nunca, al cruento potro, donde la grandeza de su alma vencía la magnitud de los tormentos. Por esta razón se llegó a estimarse en aquel tiempo el denuedo de los cristianos alistados en la milicia, porque era cualidad sobresaliente del soldado cristiano, hermanar con el valor a toda prueba, el perfecto conocimiento de la disciplina militar y mantener, unida con su valentía, la inalterable fidelidad al emperador; sólo cuando se exigía de ellos algo que no fuese honesto, como la violación de los mandatos divinos, o que volviesen el acero contra indefensos y pacíficos discípulos de Cristo; sólo entonces rehusaban la obediencia al príncipe, y aun así, preferían abandonar las armas y dejarse matar por la Religión antes que destronar la autoridad pública con motines y sediciones. Después cuando los Estados pasaron a manos de príncipes cristianos, la Iglesia puso más empeño en declarar y enseñar cuanto tiene de divino la autoridad de los primeros gobernantes: de donde forzosamente había de resultar que los pueblos se acostumbrasen a ver en ellos cierta majestad divina, que les llenaría de mayor respeto y amor hacia sus personas. Por lo mismo sabiamente dispuso que los reyes se consagrasen con las ceremonias solemnes como estaba mandado por el mismo Dios en el Antiguo Testamento. Más adelante, cuando la sociedad civil surgida de entre las ruinas del Imperio revivió en brazos de la esperanza cristiana, y una vez constituido el sacro imperio, los Romanos Pontífices consagraron la potestad civil con singular esplendor, por cuyo medio la autoridad adquirió una máxima nobleza, y no hay duda que esto habría sido grandemente provechoso, tanto a la sociedad civil como a la religiosa, si los príncipes y los pueblos hubiesen sabido apreciar lo que tanto apreciaba, la Iglesia y las cosas se desarrollaban en forma pacífica y bastante prospera mientras entre ambos poderes reinaba una amistosa concordia. Cuando los pueblos pecaban originando tumultos al punto acudía la Iglesia, restauradora de la tranquilidad, llamando a todos al cumplimiento del deber y refrenando .las más vehementes pasiones en parte por la suavidad y en parte mediante su autoridad. Del mismo modo, cuando se excedían en las medidas de gobierno, entonces ella misma acudía a los príncipes tanto para recordarles los derechos de los pueblos, sus necesidades y legítimas aspiraciones como para persuadirlos a emplear la equidad, la clemencia y la benignidad. Por esta razón se logró varias veces impedir las sediciones y los peligros de una guerra civil.

42 Atenágora8, Legatio pro Chri8tianiB (Migne PG. 6, col. 891-B) . 43 Tertuliano, Apologét. n. ~6 (Migne PL. 1, col. 523-A) . 44 Tertuliano, Apologét. nr. 37 (Migne UL, 1, col. 526-A).

En los tiempos modernos. Perniciosos frutos de sus doctrinas Por el contrario, las doctrinas inventadas por los modernos acerca de la autoridad civil, han acarreado ya grandes males y es de temer que andando el tiempo nos arrastrarán a mayores males. Pues, no querer atribuir el derecho de mandar a Dios como a su autor no es sino desear ver destruido el más bello esplendor de la autoridad política y enervado su vigor. Respecto a lo que dicen que la autoridad civil dependa de la voluntad del pueblo, se comete primero un error de principio, y en segundo lugar la erigen sobre un fundamento demasiado frágil e inconsistente. Porque estas doctrinas como otros tantos acicates estimulan las pasiones populares, que engreídas se insolentan precipitándose para gran daño del Estado por la fácil pendiente a los ciegos movimientos y abiertas sediciones. En efecto, la llamada Reforma cuyos favorecedores y jefes mediante nuevas doctrinas atacaron a fondo la autoridad religiosa y civil, fue lograda principalmente en Alemania por revueltas repentinas y rebeliones sumamente audaces; y con tanta furia y muertes se cebó la guerra intestina que casi ningún lugar parecía quedar libre de hordas y masacres.

El "derecho nuevo" De aquella herejía nació en el siglo pasado la mal llamada filosofía, el llamado derecho nuevo, la soberanía popular y esa licencia que no conoce freno y que es lo único que muchísimos entienden por la libertad. De allí se llegó a las últimas plagas, a saber, el comunismo, el socialismo y el nihilismo, horribles monstruos de la sociedad humana y casi su muerte. Y, sin embargo, demasiados hombres se empeñan en propagar la fuerza de tantos males y so capa de ayudar a las masas han causado ya no pequeños incendios de miserias. Lo que aquí sólo de paso recordamos no son sucesos ni desconocidos ni muy lejanos.

C) Necesidad de la Doctrina católica Y esto es tanto más grave, cuanto que los reyes, en medio de tantos peligros, carecen de remedios eficaces para restablecer la disciplina pública y pacificar los ánimos: se arman con la autoridad de las leyes y piensan reprimir a los revoltosos con la severidad de las penas. Esto está muy bien; pero seriamente ha de tomarse en cuenta que ninguna pena futura hace en los ánimos tanta fuerza que ella sola podrá conservar el orden de las repúblicas. Pues, el miedo como luminosamente enseña Santo Tomás es un fundamento muy débil porque los que por el temor se someten, cuando ven la ocasión de escapar impunes, se levantan contra príncipes y soberanos, con tanto mayor ardor cuanta haya sido la sujeción impuesta por el miedo, fuera de que el miedo exagerado arrastra a muchos a la desesperación, y la desesperación se lanza impávida a las más atroces resoluciones45. Cuán cierto sea esto, lo hemos visto suficientemente por experiencia; de modo que es necesario emplear motivos más elevados y eficaces para la obediencia y hemos de establecer en forma absoluta que no puede haber fructuosa severidad en las leyes mientras los hombres no sean impulsados por el deber y movidos por el saludable temor a Dios. Esto puede lograrlo en intensidad máxima la Religión que por fuerza propia ejerce su influjo en las almas y doblega las mismas voluntades de los hombres para que se adhieran a sus gobernantes no sólo por obediencia, sino también por benevolencia y amor que son en toda sociedad humana la mejor garantía de bienestar.

Los Romanos Pontífices y las falsas doctrinas Por tanto es menester confesar que los Romanos Pontífices han rendido un egregio servicio a la sociedad al procurar siempre quebrantar los espíritus ensoberbecidos e inquietos de los Novadores y muy a menudo advirtieron cuán peligrosos eran aun para la sociedad civil. Es digna de mención una afirmación de Clemente VII al dirigirse a Fernando, rey de Bohemia y Hungría: Este asunto de fe entraña también tu dignidad y utilidad, lo mismo que de los demás soberanos, pues no es posible atacar a aquélla sin grave detrimento de vuestros intereses, según se ha experimentado recientemente en estas comarcas. Por el mismo estilo brilla la providencia y firmeza de Nuestros predecesores, en especial de Clemente XII, Benedicto XIV y León XII, quienes, como cundiese extra-

45 Santo Tomás de Aquino, De regimene Princip. lib. I, cap. 10..

ordinariamente la peste de las malas doctrinas y se acrecentase la audacia de las sectas, tuvieron que hacer uso de su autoridad para cortarles el paso e interceptar su entrada. Nos mismo hemos denunciado muchas veces los peligros que Nos amenazan, y hemos indicado cuál es el mejor modo para conjurarlos; hemos ofrecido el apoyo de la Religión a los príncipes y otros gobernantes y exhortamos a los pueblos a que aprovechen en toda su extensión, la abundancia de los bienes supremos que la Iglesia ofrenda. Los príncipes entiendan que lo que ahora estamos haciendo es volver a ofrecerles ese mismo apoyo, más sólido que otro alguno; al paso que los exhortamos con la mayor vehemencia en el Señor a que amparen la Religión y, según lo reclama el mismo interés de la república, permitan gozar a la Iglesia de aquella libertad de que, sin injusticia y perdición de todos, ella no puede ser despojada. En manera alguna puede la Iglesia ser sospechosa a los príncipes ni odiosa a los pueblos. A los soberanos, por cierto, los exhorta para que ejerzan la justicia y no se aparten en lo más mínimo de sus deberes, mas al mismo tiempo por muchos conceptos robustece y fomenta su autoridad. Reconoce y proclama que todo lo que pertenece al orden civil cae bajo la jurisdicción, la soberanía de ellos; en aquellos asuntos cuya jurisdicción, por diversas causas, pertenecen a la potestad civil, y eclesiástica, desea que exista la concordia entre ambas con lo cual se evitan contiendas, que serían funestas para ambas.

ENCÍCLICA IMMORTALE DEI (1/11/1885) SOBRE LA CONSTITUCIÓN CRISTIANA DE LOS ESTADOS

LEÓN PP. XIII

RAZÓN Y MATERIA DE LA ENCÍCLICA Obra inmortal de Dios misericordioso, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, aun dentro del dominio de las cosas caducas y terrenales, tantos y tan señalados bienes, que ni más en número ni mejores en calidad, resultarían, si el primer y principal objeto de su institución fuese asegurar la prosperidad de esta presente vida. En efecto, dondequiera que puso la Iglesia el pie, hizo al punto cambiar la faz de las cosas; formó las costumbres con virtudes antes desconocidas, e implantó en la sociedad civil, una nueva cultura, y así los pueblos que la recibieron se destacaron entre los demás por la mansedumbre, la equidad y la gloria de sus empresas No obstante, vetusta es y muy anticuada la calumniosa acusación con que afirman que la Iglesia está divorciada de los intereses del Estado y que en nada contribuye a aquel bienestar y esplendor a que toda sociedad bien constituida, por derecho propio y de suyo, aspira. Sabemos que ya desde el principio de la Iglesia fueron perseguidos los cristianos, con semejantes y peores calumnias, tanto que, blanco del odio y de la malevolencia, pasaban por enemigos del Imperio; y sabemos también que en aquella época el vulgo, mal aconsejado, se complacía en atribuir al nombre cristiano la culpa de todas las calamidades que afligían a la nación, no echando de ver que quien las infligía era Dios, vengador de los crímenes, que castigaba justamente a los pecadores. La atrocidad de esta calumnia armó no sin motivo, el ingenio y afiló la pluma de SAN AGUSTÍN, el cual, en varias de sus obras, particularmente en la Ciudad de Dios, demostró con tanta claridad la virtud y potencia de la sabiduría cristiana por lo tocante a sus relaciones con la república, que no tanto parece haber hecho cabal apología de la cristiandad de su tiempo, como logrado perpetuo triunfo sobre tan falsas actuaciones. No amainó, sin embargo, la tempestad del funesto apetito de tales quejas y falsas acusaciones; antes bien agradó y muchos se empeñaron en buscar la norma constitutiva de la sociedad civil fuera de las doctrinas que aprueba la Iglesia católica. Y aun últimamente, eso que llaman Derecho nuevo, que dicen ser como adquisición perfecta de un siglo moderno, debido al progreso de la libertad, ha comenzado a prevalecer y dominar por todas partes. Pero a pesar de tantos ensayos, consta no han encontrado el modo de constituir y gobernar la sociedad, en forma más excelente que la que espontáneamente brota floreciente de la doctrina del Evangelio.

Juzgamos, pues, de suma importancia y cumple a Nuestro cargo apostólico, comparar con la piedra de toque de la doctrina cristiana las modernas opiniones acerca del Estado civil, y con ello, confiamos que ante el resplandor de la verdad, retrocedan y no subsistan los motivos de error o duda. Todos aprenderán con facilidad cuántos y cuáles sean aquellos capitales preceptos, norma práctica de la vida, que deben seguir y obedecer.

A. DOCTRINA CATÓLICA

I - Acerca de la sociedad civil No es difícil averiguar qué fisonomía y estructura revestirá la sociedad civil o política cuando la filosofía cristiana gobierna el Estado.

La constitución de los Estados. El origen divino de la autoridad El hombre está naturalmente ordenado a vivir en comunidad política, porque, no pudiendo en la soledad procurarse todo aquello que la necesidad y el decoro de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su ingenio y de su espíritu, dispuso Dios que naciera para la unión y sociedad con sus semejantes, ya sea en la doméstica ya sea en la civil, única capaz de proporcionarle lo que basta a la perfección de la vida. Mas como quiera que ninguna sociedad puede subsistir ni permanecer si no hay quien presida a todos y mueva a cada uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al bien común, síguese de ahí ser necesaria a toda sociedad de hombres una autoridad que la dirija; autoridad, que, como la misma sociedad, surge y emana de la naturaleza, y por tanto, del mismo Dios, que es su autor. De donde también se sigue que el poder público por si propio, o esencialmente considerado, no proviene sino de Dios, porque sólo Dios es el propio verdadero y Supremo Señor de las cosas, al cual todas necesariamente están sujetas y deben obedecer y servir, hasta tal punto que, todos los que tienen derecho de mandar, de ningún otro lo reciben sino de Dios, Príncipe Sumo y Soberano de todos. No hay potestad que no emane de Dios (Rom. 13, 1).

Las obligaciones de la autoridad y las diferentes formas de gobierno El derecho de soberanía, por otra parte, en razón de sí propio, no está necesariamente vinculado a tal o cual forma de gobierno; puédese escoger y tomar legítimamente una u otra forma política con tal que no le falte capacidad de obrar eficazmente el provecho común de todos. Mas en cualquier clase de estado, los gobernantes deben poner totalmente su mira en Dios que es el supremo Gobernador del universo y proponérselo como modelo y norma que seguir en la administración del estado. Pues, así como en las cosas visibles Dios ha creado causas segundas en que es posible vislumbrar de algún modo la naturaleza divina y su acción, y que conducen a aquel fin a que la totalidad de estas cosas tiende, así también Dios ha querido que en la sociedad civil haya una autoridad cuyos depositarios reflejen cierta imagen de la Providencia que Él ejerce sobre el género humano. Pues el gobierno debe ser justo, no como de amo sino casi como de padre, por cuanto el poder que tiene Dios sobre los hombres es justísimo y unido a bondad paternal. La autoridad, empero ha de ejercitarse para bien de los ciudadanos, pues los gobernantes están únicamente en el poder para tutelar la utilidad pública; y de ningún modo ha de otorgarse la autoridad civil para que sirva de provecho a una sola persona o a pocas puesto que fue instituido para el bien común de todos.

Darán cuenta a Dios del abuso del poder Pero si los que gobiernan se deslizan al ejercicio injusto del poder; si pecan por brutales o soberbios, si cuidan mal del pueblo, sepan que han de dar estrecha cuenta a Dios; y esta cuenta será tanto más rigurosa, cuanto más sagrado y augusto hubiese sido el cargo, o más alta la dignidad que hayan poseído. Los poderosos serán atormentados poderosamente (Sab. 6, 7).

Deberes de los súbditos

Con esto se logrará que la majestad del poder esté acompañada de la reverencia honrosa que los ciudadanos de buen grado le prestarán. Y en efecto, una vez convencidos de que los gobernantes poseen una autoridad, dada por Dios, reconocerán estar obligados en deber de justicia a obedecer a los Príncipes, a honrarlos y obsequiarlos, a guardarles fe y lealtad, a la manera que un hijo piadoso se goza en honrar y obedecer a sus padres. Toda alma esté sometida a las potestades superiores (Rom. 13, 1). Despreciar, empero, la legítima autoridad quienquiera estuviese revestido de ella, no es más lícito que resistir a la voluntad divina, pues quien a ella resista, se despeñará a su propia ruina. El que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que le resisten, ellos mismos atraen a sí la condenación (Rom. 13,2). Por tanto, sacudir la obediencia y acudir a la sedición, valiéndose de las muchedumbres, es crimen de lesa majestad, no solamente humana, sino divina.

El culto público, deber de la sociedad para con Dios Así constituido el Estado, manifiesto es que él ha de cumplir plenamente las muchas y altísimas obligaciones que lo unen con Dios mediante el culto público. La naturaleza y la razón, que mandan a cada uno de los hombres dar culto a Dios piadosa y santamente, porque estamos bajo su poder, y de Él hemos salido y a Él hemos de volver, imponen la misma ley a la comunidad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios unidos en sociedad que cada uno de por sí; ni está la sociedad menos obligada que los particulares a dar gracias al Supremo Hacedor que la congregó, por cuya voluntad se conserva y de cuya bondad recibió la innumerable cantidad de dádivas y gracia que abunda. Por esta razón, así como a nadie es lícito descuidar los propios deberes para con Dios, y el primero de éstos es profesar de palabra y de obra la Religión, no la que a cada uno acomoda, sino la que Dios manda, y la que consta por argumentos ciertos e irrecusables ser la única verdadera, de la misma manera no pueden los estados obrar, sin cometer un crimen, como si Dios no existiese, o sacudiendo la Religión como algo extraño e inútil, o abrazando indiferentemente de las varias existentes la que les pluguiere: antes bien tienen la estricta obligación de escoger aquélla manera y aquel modo para rendir culto a Dios que el mismo Dios ha demostrado ser su voluntad.

Deber religioso de los gobernantes Los gobernantes deben tener, pues, como sagrado el nombre de Dios y contar entre sus principales deberes el de abrazar la religión con agrado, ampararla con benevolencia, protegerla con la autoridad y el favor de las leyes; no instituir ni decretar nada que pueda resultar contrario a su incolumidad. Esto mismo lo deben también a los súbditos que gobiernan. En efecto, todos los hombres hemos nacido y sido concebidos para cierto fin último y supremo al cual hemos de dirigir todas las aspiraciones y que se halla colocado en los cielos más allá de esta fragilidad y brevedad de la vida. Por cuanto, empero, del sumo bien que mencionamos depende la más cabal y perfecta felicidad de los hombres, es de tanto interés para cada uno de ellos que mayor no puede haber. La sociedad civil, pues, constituida para procurar el bien común, debe necesariamente, a fin de favorecer la prosperidad del Estado, promover de tal modo el bien de los ciudadanos que a la consecución y al logro de ese sumo e inconmutable bien, al que por naturaleza tienden, no sólo no cree jamás dificultades sino que proporcione todas las facilidades posibles. La principal de todas consiste en hacer lo posible para conservar sagrada e inviolable la religión cuyos deberes unen al hombre con Dios.

II - ACERCA DE LA SOCIEDAD RELIGIOSA

El origen divino de la sociedad religiosa Cuál sea la verdadera Religión lo ve sin dificultad quien proceda con juicio prudente y sincero, pues consta mediante tantas y tan preclaras pruebas, como son la verdad y cumplimiento de las profecías, la frecuencia de los milagros, la rápida propagación de la fe a través de ambientes enemigos y de obstáculos humanamente insuperables, el testimonio sublime de los mártires y otras mil, que la única Religión verdadera es la que Jesucristo en persona instituyó y confió a su Iglesia, para que la conservase y dilatase en todo el universo. Porque el unigénito Hijo de Dios fundó en la tierra una sociedad llamada la Iglesia, transmitiéndole aquella propia excelsa misión divina que Él en persona había recibido del Padre, encargándole que la continuase en todos tiempos. Como el Padre me envió, así también yo os envío (Juan 20, 21). Mirad que estoy con vosotros todos los días hasta que se acabe el mundo (Mat. 28, 20). Y así como Jesucristo vino a la tierra para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (Juan 10, 10); del mismo modo, la Iglesia tiene como fin propio la eterna salvación de las almas, por esta razón su naturaleza es tal que tiende a abarcar a todos los hombres sin que la limiten ni el espacio ni el tiempo. Predicad el Evangelio a toda la criatura (Marc. 16, 15).

Su gobierno A esta multitud tan inmensa de hombres, asignó el mismo Dios Prelados para que con potestad la gobernasen y quiso que uno solo fuese el Jefe de todos, y fuese juntamente para todos el máximo e infalible Maestro de la verdad, a quien entregó las llaves del reino de los cielos. Te daré las llaves del reino de los cielos (Mat. 16, 19). Apacienta mis corderos... apacienta mis ovejas (Juan 21, 16-17). Yo he rogado por ti, para que no falle ni desfallezca tu fe (Luc. 22, 32).

Caracteres de la Iglesia. Su independencia de la sociedad civil Esta sociedad, pues, aunque integrada por hombres no de otro modo que la comunidad civil, con todo, atendiendo el fin a que mira y los medios de que se vale para lograrlo, es sobrenatural y espiritual, y por consiguiente se distingue y se diferencia de la política; y lo que es de la mayor importancia, completa en su género y perfecta jurídicamente, como que posee en sí misma y por sí propia, merced a la voluntad y gracia de su Fundador, todos los elementos y facultades necesarios a su integridad y acción. Y como el fin a que tiende la Iglesia es por mucho el más noble, de igual modo, su potestad aventaja en mucho cualquier otra, ni puede en manera alguna ser inferior al poder del Estado ni estarle de ninguna manera subordinado. Y en efecto, Jesucristo otorgó a sus Apóstoles autoridad libérrima sobre las cosas sagradas, juntamente, con la facultad verdadera de legislar, y con el doble poder emergente de esta facultad, conviene a saber: el de juzgar y el de imponer penas. Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes... enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado (Mat. 28, 18-20). Y en otra parte: Si no los oyere, dilo a la Iglesia (Mat. 18, 17). Y todavía: Teniendo a la mano el poder para castigar toda desobediencia (II Cor. 10, 6). Y aún más: Empleé yo con severidad la autoridad que Dios me dio para edificación, y no para destrucción (II Cor. 13,10). No es, por lo tanto la sociedad civil, sino la Iglesia, quien ha de guiar los hombres a la patria celestial; a la Iglesia ha dado Dios el oficio de conocer y decidir en materia de Religión; de enseñar a todas las naciones y ensanchar cuanto pudiere los límites del nombre cristiano; en una palabra, de administrar según su propio criterio, libremente y sin trabas los intereses cristianos.

Reivindicación de sus derechos Pues esta autoridad, de suyo absoluta y perfectamente autónoma que filósofos lisonjeros del poder secular impugnan desde hace mucho tiempo, la Iglesia no ha cesado nunca de reivindicarla para sí, ni de ejercerla públicamente. Los primeros en luchar por ella eran los Apóstoles; y por esta causa, a los Príncipes de la Sinagoga,

que les prohibían propagar la doctrina evangélica, respondían constantes: Hay que obedecer a Dios más que a los hombres (Act. 5, 20). Esta misma autoridad cuidaron de conservar en su oportunidad los Santos Padres con razones por demás convincentes; y los Romanos Pontífices, con invicta constancia, jamás cesaron de reivindicarla contra todos los impugnadores. Hay más, los mismos príncipes y soberanos de los Estados ratificaron y de hecho admitieron la autoridad de la Iglesia, dado que han solido tratar con ella como supremo poder legítimo al firmar convenios y negociar con ella, al enviarle embajadores y recibir los suyos y al mantener otras relaciones mutuas oficiales. Y se ha de reconocer una singular disposición de la providencia de Dios, de que esta misma potestad de la Iglesia estuviera dotada del principado civil, como de óptima garantía de su libertad.

III - La colaboración de ambos poderes Por lo dicho se ve cómo Dios ha dividido el gobierno de todo el linaje humano entre dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida directamente de los intereses humanos; aquélla de los divinos. Ambas son supremas, cada una en su esfera; cada una tiene sus límites fijos en que se mueve, exactamente definidos por su naturaleza y su fin, de donde resulta un como círculo dentro del cual cada uno desarrolla su acción con plena soberanía. Pero por cuanto ambas ejercen su imperio sobre las mismas personas, dado que pudiese suceder, que el mismo asunto, aunque a título diferente, pero con todo, el mismo que pertenece a la incumbencia y jurisdicción de ambos, debe Dios en su infinita Providencia, quien ha constituido a las dos, haber trazado a cada uno su camino recta y ordenadamente. Pues las (potestades) que sois, por Dios fueron ordenadas (Rom. 13, 1). Si así no fuese, con frecuencia nacerían motivos de litigios funestos y de lamentables conflictos, y no pocas veces, el hombre, llena el alma de ansiedad, como ante una encrucijada, debía encontrarse perplejo, sin saber qué partido, de hecho, tomar, por cuanto cada uno de los dos poderes, cuya autoridad sin pecado no podía rechazar, mandaba lo contrario del otro. Pero esto repugna en sumo grado pensarlo de la sabiduría y bondad de Dios, tanto más cuanto que hasta en el mundo físico, aunque de un orden muy inferior, ha concertado las fuerzas y causas naturales con tan razonable moderación y armonía maravillosa que ninguna obstaculiza a las otras y que todas juntas tienden, de un modo conveniente y aptísimo hacia la general finalidad del mundo. Es, pues, necesario que haya entre las dos potestades cierta trabazón ordenada; coordinación que no sin razón se compara a la del alma con el cuerpo en el hombre. Pero cuán estrecha y cuál sea aquella unión, no se puede precisar sino atendiendo a la naturaleza de cada una de las dos soberanías, relacionadas así como dijimos y teniendo en cuenta la excelencia y nobleza de sus respectivos fines, pues que la una tiene por fin próximo y principal el cuidar de los bienes perecederos, y la otra el de procurar los bienes celestiales y eternos. Así que todo cuanto en las cosas humanas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado, todo lo que se relacione con la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza o bien se entienda ser así por el fin a que se refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero lo demás que el régimen civil y político abarca justo es que esté sujeto a la autoridad civil puesto que Jesucristo mandó expresamente que se dé al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Luc. 20. 25). No obstante, a veces acontece que por necesidad de los tiempos pueda convenir otro modo de concordia que asegure la paz y libertad, por ejemplo, cuando los gobiernos y el Pontífice Romano se avengan sobre alguna cosa particular. En estos casos, hartas pruebas tiene dadas la Iglesia de su bondad maternal, llevada tan lejos como le ha sido posible la indulgencia y la facilidad de acomodación. La que dejamos trazada sumariamente es la forma cristiana de la sociedad civil; no inventada temerariamente y por capricho, sino sacada de grandes y muy verdaderos principios que la misma razón natural confirman.

IV - Ventajas y frutos. Tal organización del Estado, empero, no contiene nada que pueda parecer menos digno o menos honroso para la grandeza de los príncipes. Muy lejos de menoscabar los derechos de su majestad, antes al contrario los hace más estables y augustos. Aún más, si bien se mira, aquella constitución tiene cierta perfección grandiosa de que carecen los demás regímenes estatales, pues ella reportaría ventajas varias y muy excelentes, con tal que cada parte se mantuviera en su grado y cumpliera íntegramente el oficio y cargo que se le ha señalado.

Para el individuo En efecto, en la sociedad constituida, según dijimos, lo humano y lo divino está convenientemente repartido, los derechos de los ciudadanos permanecen intactos y además defendidos por el amparo de las leyes divinas, naturales y humanas, los deberes de cada uno están sabiamente señalados y su observancia estará oportunamente sancionada. Todos los hombres, en esta peregrinación incierta y laboriosa hacia aquella eterna patria saben que tienen a mano guías a quienes en el camino con toda tranquilidad podrán seguir y hombres que les ayudarán a llegar; igualmente comprenderán que cuentan con otros hombres que les procuran o conservan la seguridad, la propiedad y demás bienes de que consta esta vida social.

La familia La sociedad doméstica logra toda la necesaria firmeza por la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes entre los cónyuges están regulados con sabia justicia y equidad; el honor y el respeto debidos a la mujer se guardan decorosamente; la autoridad del varón calca el modelo de la autoridad de Dios; la patria potestad se adapta convenientemente a la dignidad de la esposa y de los hijos, y finalmente, se asegura en forma óptima la protección, el mantenimiento y la educación de la prole. En lo civil y político las leyes se enderezan al bien común, y se dictan no por la pasión y el criterio falaz de las muchedumbres, sino por la verdad y la justicia; la autoridad de los gobernantes reviste cierto carácter sagrado y más que humano, y se le pone coto para que ni se aparte de la justicia ni cometa excesos de poder; la obediencia de los ciudadanos va acompañada de honor y dignidad porque no constituye una servidumbre que sujeta a un hombre a otro hombre sino que es la sumisión a la voluntad de Dios quien por medio de los hombres ejerce su imperio. Una vez conocidos y aceptados estos principios, se comprenderá que es un deber de justicia, el reverenciar la majestad de los soberanos, el someterse constante y fielmente a los poderes públicos, no colaborar a las sediciones, y observar religiosamente las leyes del Estado Entre los deberes figura también la caridad mutua, la bondad, la liberalidad, siendo el ciudadano como es el mismo cristiano, no se separa en partes contrarias mediante preceptos que se contradicen mutuamente, y finalmente los magníficos bienes de que espontáneamente colma la religión cristiana la misma vida mortal de los hombres, todos ellos se aseguran para la comunidad y sociedad civil; así aparecen certísimas aquellas palabras: La suerte de la República depende de la Religión con que se rinde culto a Dios; y entre ambos hay múltiples lazos de parentesco y familia46. En muchos pasajes de sus obras SAN AGUSTÍN ha trazado, con su manera maravillosa acostumbrada, la extensión e influencia de esos bienes, particularmente, empero, donde habla de la Iglesia en estos términos: Tú ejercitas e instruyes con sencillez a los niños, con fuerza a los jóvenes, con calma a los ancianos, no sólo como corresponde a la edad del cuerpo sino también conforme al desarrollo del espíritu. Tú sometes con casta y fiel obediencia la mujer al marido no para que él busque la satisfacción de su pasión, sino la procreación de la prole y la formación de la comunidad familiar. Tú das al marido autoridad sobre la mujer no para hacer burla del sexo más débil sino para que cultive las leyes del amor sincero. Tú sujetas con cierta servidumbre de libertad los hijos a los padres y haces a los padres mandar a los hijos con autoridad reverente... Tú unes a los ciudadanos con los

46 1 Sacr. Imp. ad Cyrillum Alexandr et Epise metrop. - Cfr. Labbeum Collect. (volver)

ciudadanos, los pueblos con los pueblos, en una palabra, Tú unes a los hombres no sólo por el recuerdo de los primeros padres y en sociedad sino también en cierta hermandad. Tú enseñas a los reyes a mirar por el bien de los pueblos, a los pueblos a prestar acatamiento a los reyes. Tú muestras cuidadosamente a quién se debe reverencia, a quién temor, a quién el consuelo, a quién el aviso, a quién la exhortación, a quién la suave palabra de la corrección, a quién la dura de la increpación, a quién el suplicio; y manifiestas también de qué manera, puesto que es verdad que no todo se debe a todos, se debe, no obstante, a todos caridad y a nadie injusticia47. En otro lugar, el Santo, reprendiendo el error de ciertos filósofos que presumían de sabios y entendidos en la política, añade: Los que afirman que la doctrina de Cristo es nociva a la república; que nos muestren un ejército de soldados tales como la doctrina de Cristo los exige; que nos den asimismo regidores, gobernadores, cónyuges, padres, hijos, amos, siervos, reyes, jueces, tributarios, en fin, y cobradores del fisco, tales como la enseñanza de Cristo los requiere y forma; y una vez que los hayan dado, atrévanse a mentir que semejante doctrina se opone al interés común lo que no dirán; antes bien, habrán de reconocer que su observancia es la gran salvación de la república48.

El testimonio de la historia Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba a los Estados; entonces aquella energía propia de la sabiduría de Cristo y su divina virtud, habían compenetrado las leyes, las instituciones y las costumbres de los pueblos, impregnando todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las naciones, tiempo en que la Religión fundada por Jesucristo, firmemente colocada en el sitial de dignidad que le correspondía, florecía en todas partes, gracias al favor de los príncipes y la legítima protección de los magistrados; tiempo en que al sacerdocio y al poder civil unían auspiciosamente la concordia y la amigable correspondencia de mutuos deberes. Organizada de este modo la sociedad, produjo un bienestar muy superior a toda imaginación. Aun se conserva la memoria de ello y ella perdurará grabada en un sinnúmero de monumentos de aquellas gestas, que ningún artificio de los adversarios podrá jamás destruir u obscurecer.

La fecunda misión civilizadora de la Iglesia Si la Europa cristiana civilizó a las naciones bárbaras e hizo cambiar la ferocidad por la mansedumbre, la superstición por la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones de los mahometanos; si conservó el cetro de la civilización, y si se ha acostumbrado a ser guía del mundo hacia la dignidad de la cultura humana, y maestra de los demás; si ha agraciado a los pueblos con la verdadera libertad en sus varias formas; si muy sabiamente ha creado numerosas obras para aliviar las desgracias de los hombres, ese gran beneficio se debe, sin discusión posible a la Religión la cual auspició la iniciación de tamañas empresas y coadyuvó a llevarlas a cabo.

Daños de la discordia entre ellas Habrían perdurado, ciertamente, aun hasta ahora esos mismos beneficios si ambas potestades hubiesen mantenido la concordia; y, con razón mayores, se podrían esperar si se acogiesen la autoridad, el magisterio y las orientaciones de la Iglesia con mayor lealtad y constancia. Las palabras que escribió IVO DE CHARTRES al Romano Pontífice PASCUAL II debían respetarse como una norma perpetua: Cuando el poder civil y el sacerdocio viven en buena armonía, el mundo está bien gobernado, y la Iglesia florece y prospera; pero cuando están en discordia no sólo no prosperan las cosas pequeñas sino que también las mismas cosas grandes decaen miserablemente49.

47S. Agustín. De moribus Eccl. Cath. c. 80, n. 68.. (volver) 48 S. Agustín, Epist. 138 (alias 5) ad Marcel, cap. 2. n. 15 (Corp. Sscript. Eccl. L. 44, pag. III; Migne PL. 33, col. 532) 49 Epíst. 238 al Papa Pascual II (Migne PL. 162, col. 246-B).

B. LOS ERRORES MODERNOS

I - Orígenes, fundamentos y consecuencias Pero el afán pernicioso y deplorable de novedad que surgió en el siglo XVI, habiendo, primeramente, perturbado las cosas de la Religión, por natural consecuencia vino a trastornar la filosofía y mediante ésta, toda la organización de la sociedad civil. De allí, como de un manantial, se han de derivar los más recientes postulados de una libertad sin freno, a saber, inventados durante las máximas perturbaciones del siglo XVII y lanzadas después, mediando este siglo, como principios y bases de un nuevo derecho que era hasta entonces desconocido y discrepaba no sólo del derecho cristiano sino en más de un punto también del derecho natural. El supremo entre estos principios es que todos los hombres como se entiende que son de una misma especie y naturaleza, así también son iguales en su acción vital, siendo cada uno tan dueño de sí mismo que de ningún modo está sometido a la autoridad de otro, que puede pensar de cualquier cosa lo que se le ocurra y obrar libremente lo que se le antoje, ni nadie tiene derecho de mandar a nadie. Constituida la sociedad con estos principios, la autoridad pública no es más que la voluntad del pueblo, el cual como no depende sino de sí mismo, así él solo se da órdenes a sí mismo pero elige personas a quienes se entrega, de tal manera, sin embargo, que les delega más bien el oficio de mandar y no el derecho, que sólo en su nombre ejerce. Se cubre aquí con el manto de silencio el poder soberano de Dios, ni más ni menos como si Dios no existiese, o no se preocupase para nada de la sociedad del género humano, o como si los hombres, ya individual ya colectivamente nada debieran a Dios o se pudiese concebir alguna forma de dominio que no tuviese en Dios su razón de ser, su fuerza y toda su autoridad. De este modo, como se ve, el Estado no es más que una muchedumbre que es maestra y gobernadora de sí misma, y como se afirma que el pueblo contiene en sí la fuente de todos los derechos y de todo poder, síguese lógicamente que el Estado no se crea deudor de Dios en nada, ni profese oficialmente ninguna religión, ni deba indicar cuál es, entre tantas, la única verdadera, ni favorecer a una principalmente; sino que deba conceder a todas ellas igualdad de derechos, a fin de que el régimen del Estado no sufra de ellas ningún daño. Lógico será dejar al arbitrio de cada uno todo lo que se refiere a religión, permitiéndole que siga la que prefiera o ninguna en absoluto, cuando ninguna le agrada. De allí nace, ciertamente, lo siguiente: el criterio sin ley de las conciencias individuales, los libérrimos principios de rendir o no culto a Dios, la ilimitada licencia de pensar y de publicar sus pensamientos. Admitidos estos principios, que frenéticamente se aplauden hoy día, fácilmente se comprenderá a que situación más inicua se empuja a la Iglesia. Pues, donde quiera la actuación responde a tales doctrinas, se coloca al catolicismo en pie de igualdad con sociedades que son distintas de ella o aun se lo relega a un sitio inferior a ellas; no se tiene ninguna consideración a las leyes eclesiásticas, y a la Iglesia que, por orden y mandato de Jesucristo, debe enseñar a todas las naciones, se le prohíbe toda ingerencia en la educación pública de los ciudadanos. Aun en los asuntos que son de la competencia eclesiástica y civil, los gobernantes civiles legislan por sí y a su antojo, y tratándose de la misma clase de jurisdicción mixta desprecian soberanamente las santísimas leyes de la Iglesia. En consecuencia, avocan a su jurisdicción los matrimonios de los cristianos, legislando aun acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; usurpan las posesiones de los clérigos, diciendo que la Iglesia no tiene el derecho de poseer; obran, en fin, de tal modo respecto de ella, que negándole la naturaleza y los derechos de una sociedad perfecta, la ponen en el mismo nivel de las otras sociedades que existen en el Estado; y por consiguiente, dicen, si tiene algún derecho, si alguna facultad legítima posee para obrar, lo debe al favor y las concesiones de los gobernantes.

Si en algún Estado, con la aprobación de las mismas leyes civiles, la Iglesia ejerce su jurisdicción y se ha estipulado públicamente entre ambas potestades un Concordato, proclaman el principio de que es preciso separar los asuntos de la Iglesia de los del Estado, y esto con el intento de poder obrar impunemente contra la fe jurada, y, apartados todos los obstáculos, constituirse en árbitros de todos los asuntos. Mas como la Iglesia no puede sufrir esto con resignación, ni puede, pues, abandonar sus deberes más sagrados y graves, y como categóricamente exige el cumplimiento íntegro y fiel de la fe que se le ha jurado, a menudo se originan conflictos entre el poder eclesiástico y civil cuyo resultado es casi siempre que aquél que con menos medios humanos cuenta, sucumba al más fuerte. De modo que en esta situación política de que hoy día muchísimos se han encariñado, ya se ha formado una costumbre y tendencia, o de quitar completamente de en medio a la Iglesia, o de tenerla atada y sujeta al Estado. En gran parte se inspira en estos designios lo que los gobernantes hacen. Las leyes, la administración pública, la enseñanza laica de la juventud, la incautación de los bienes, y la supresión de las órdenes religiosas como la destrucción del poder temporal de los Romanos Pontífices, todo obedece al fin de herir el nervio vital de las instituciones cristianas, sofocar la libertad de la Iglesia Católica y triturar sus otros derechos.

II - Refutación

La soberanía del pueblo La sola razón Nos convence cuánto distan de la verdad estas concepciones acerca del gobierno estatal. Pues, la misma naturaleza enseña que cualquier potestad en cualquier tiempo desciende de Dios como de su altísima y augustísima fuente. Aquella otra opinión (la soberanía popular autónoma) si muy bien se presta para procurar halagos y encender muchas pasiones, sin embargo no se apoya en ninguna razón probable ni posee suficiente fuerza para asegurar la tranquilidad pública y el orden pacífico constante. El hecho es que con estas doctrinas las cosas han llegado a tal punto que muchísimos recibieron como ley en la jurisprudencia civil el derecho a rebelión, pues, prevalece la opinión de que los gobernantes no son sino delegados, lo cual es necesario para que todo sin distinción pueda mudarse mediante el arbitrio del pueblo y amenace siempre cierto miedo de disturbios.

Indiferentismo religioso Opinar, empero, acerca de la Religión que nada importan las entre sí distintas y aun contrarias formas de ella, equivale realmente, a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna. Si esto de nombre se diferencia del ateísmo, en el fondo viene a ser lo mismo. Pues, quienes están persuadidos de que Dios existe, con tal que quieran ser consecuentes consigo mismos y no caer en el mayor de los absurdos, comprenderán necesariamente que las formas de culto divino que se practican siendo tan distintas y de tanta disparidad, pugnando entre si aun en los puntos más importantes, no pueden ser igualmente aceptables, ni igualmente buenas, ni igualmente agradables a Dios.

El verdadero concepto de la libertad Del mismo modo, la facultad de pensar cualquier cosa y de expresarla en lenguaje literario, sin restricción alguna, lejos de constituir en si un bien del cual con razón la humanidad se gloríe, es más bien la fuente y el origen de muchos males. La libertad como virtud que perfecciona al hombre, debe versar sobre lo que es verdadero y bueno. Ahora bien, la verdad lo mismo que el bien no pueden mudarse al arbitrio del hombre sino que permanecen siempre los mismos, no se hacen menos de lo que son por naturaleza: inmutables. Cuando la mente da el asentimiento a opiniones falsas y la voluntad abraza lo que es malo y lo practica, ni la mente ni la voluntad alcanzan su

perfección, antes bien se desprenden de su dignidad natural y se despeñan a la corrupción. Por lo tanto, no debe manifestarse ni ponerse ante los ojos de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, mucho menos defenderlo por la fuerza y la tutela de la ley. Por cuanto sólo una vida bien llevada es el camino que conduce al cielo, adonde nos dirigimos todos, el Estado se aparta de la norma y ley naturales, cuando permite que la licencia de opinar y de obrar el mal tanto se corrompa que deje impunemente desviarse las inteligencias de la verdad y el espíritu de la virtud.

Exclusión de la Iglesia Por eso, el excluir a la Iglesia, que Dios mismo fundó, de la vida activa, de las leyes, de la educación de la juventud, de la sociedad doméstica, constituye un gran y pernicioso error. No puede haber una sociedad de moral sana cuando no tiene Religión; más sobradamente de lo que quizás debiéramos, conocemos lo que de suyo es y adonde conduce aquella filosofía de vida y moral, llamada cívica. La Iglesia de Cristo es la verdadera maestra de la virtud y la salvaguardia de la moral; Ella es la que conserva intactos los principios de donde se derivan las obligaciones, y, proponiendo a los hombres los más eficaces motivos para vivir honestamente, manda no sólo huir de las maldades sino también reprimir los movimientos interiores contrarios a la razón. Pretender que la Iglesia, aun dejando a un lado el ejercicio de su misión divina, esté sujeta a la potestad civil, es, al mismo tiempo, una grave injuria y una gran temeridad; con ello se perturba el recto orden, pues las instituciones naturales se anteponen a las sobrenaturales, eliminando o por lo menos grandemente disminuyendo un sinnúmero de bienes con que la Iglesia, si se viese libre de toda traba, colmaría la vida diaria; además, se da entrada franca a las enemistades y luchas cuyos grandes perjuicios para la Iglesia y el Estado se ha podido comprobar con demasiada frecuencia.

III - Condenación Estas doctrinas que la razón humana no puede probar y que repercuten poderosísimamente en el orden de la sociedad civil, han sido siempre condenados por los Romanos Pontífices, Nuestros predecesores, plenamente conscientes de la responsabilidad de su cargo apostólico. Así GREGORIO XVI, en su Carta Encíclica que comienza Mirari Vos, del 15 de Agosto de 1832 condena en gravísimos términos lo que entonces ya se propalaba: que en materia de culto divino no había necesidad de escoger, que cada cual es libre de opinar sobre la religión lo que le plazca, que el juez de cada uno es únicamente su propia conciencia, que, además, cada cual puede publicar lo que se le antoje y que igualmente es lícito maquinar cambios políticos. Acerca de la separación entre la Iglesia y el Estado, decía el mismo Pontífice lo siguiente: No podríamos augurar bienes más favorables para la Religión y el Estado, si atendiéramos los deseos de aquellos que ansían separar a la Iglesia del Estado y romper la concordia mutua entre los gobiernos y el clero; pues, manifiesto es cuánto los amantes de una libertad desenfrenada temen esa concordia, dado que ella siempre producía frutos tan venturosos y saludables para la causa eclesiástica y civil. De la misma manera, PÍO IX, siempre que se le presentó la oportunidad, condenó muchos de los errores que mayor influjo comenzaban a ejercer, mandando más tarde reunirlos en un catálogo, a fin de que, en tal diluvio de errores, los católicos tuviesen a qué atenerse sin peligro de equivocarse.

IV. Principios fundamentales de la doctrina católica sobre el Poder y el Estado De estas declaraciones Pontificias lo que, sobre todo, debe deducirse es lo siguiente: que la autoridad civil debe buscar su origen en el mismo Dios, no en la multitud del pueblo; que el derecho a la revolución es contrario a la razón; que no es lícito a los individuos como tampoco a los Estados prescindir de los deberes religiosos ni del mismo modo sentirse obligados a los diferentes cultos; que la ilimitada libertad de pensar y de jactarse

públicamente de sus ideas no pertenece a los derechos de los ciudadanos ni a la naturaleza de las cosas ni es digna en manera alguna, del favor y de la protección. De igual modo debe comprenderse que la Iglesia, no menos que el mismo Estado, es, esencial y jurídicamente, una sociedad perfecta, y que los gobernantes supremos no deben luchar para forzar a la Iglesia a que les sirva o les esté sometida, ni deben dejar coartada su libertad de desarrollar las actividades que le son propias, ni mermarle un ápice de sus demás derechos que Jesucristo le ha conferido. En los asuntos de común incumbencia, es muy conforme a la naturaleza como a los designios de Dios no separar a los poderes, menos aun oponerlos recíprocamente, sino más bien buscar entre ambos aquella concordia que condice con las finalidades inmediatas que dieron origen a cada una de ambas sociedades. Estas son las normas que, según las enseñanzas de la Iglesia Católica, deben regir la constitución y el gobierno de los Estados. Estas leyes y decisiones no se oponen, empero, de por sí si bien se mira, a ninguna de las diferentes formas de régimen estatal, no teniendo nada como no tienen, que repugne a la doctrina católica y pueden, administrándolos con sabiduría y justicia, ser garantías de la mejor prosperidad pública. Hay más, de suyo no es de ningún modo reprensible que el pueblo tome mayor o menor parte en el gobierno; pues, en ciertas ocasiones y bajo ciertas leyes, puede ello no sólo constituir una ventaja sino pertenecer a la obligación de los ciudadanos. Además no hay razón alguna para acusar a la Iglesia o de limitarse a una blandura y tolerancia, mayor de la debida o de ser enemiga de lo que constituye la genuina y legítima libertad.

La verdadera tolerancia En realidad, aun cuando la Iglesia juzgue no ser lícito el que las diversas clases de cultos divinos gocen del mismo derecho como competa a la verdadera Religión, sin embargo, no condena a los Jefes de Estado quienes, sea para conseguir algún gran bien, sea para evitar algún mal, en la idea y en la práctica toleren la co-existencia de dichos cultos en el Estado. También suele la Iglesia procurar con grande empeño que nadie sea obligado a abrazar la fe católica contra su voluntad, pues, como sabiamente advierte SAN AGUSTÍN, nadie puede creer sino voluntariamente50. Del mismo modo, no puede aprobar la Iglesia aquélla libertad que engendra el menosprecio a las santísimas leyes de Dios y se dispensa de la obediencia a la legítima autoridad. Ella es más bien licencia que libertad, y SAN AGUSTÍN la llama justamente libertad de perdición51 y SAN PEDRO, velo de malicia (I Pedro 2, 16). Aun más, por ser ella contraria a la razón, es una verdadera servidumbre, pues el que comete el pecado, se hace esclavo del pecado (Juan 8, 34). A aquélla se opone la legítima y apetecible verdad que, en el orden individual, no permite que el hombre se someta a los amos abominables del error y de las malas pasiones, y que en el orden público, gobierna sabiamente a los ciudadanos, procura ampliamente los medios de progreso y preserva el Estado de ajenas arbitrariedades. Pues bien, la Iglesia, más que nadie, aprueba esta libertad noble y digna del hombre y para afianzarla en toda su solidez e integridad no cesó nunca de esforzarse y de luchar.

50 S. Agustín, Tract. 26, in Joan., n. 2. (Migne PL. 35, col. 1607). 51 S. Agustín, Epist. 55 ad Donatistas, c. 2, n. 0. Migne PL. 33, col. 399).

En efecto, de todo lo que más contribuye al bienestar común, todo cuanto provechosamente se ha instituido para contrarrestar la licencia de aquellos gobernantes que no se preocupan del pueblo, cuanto impide a los supremos poderes públicos inmiscuirse descaradamente en los asuntos del municipio y del hogar, cuanto concierne al honor, a la persona humana, a la conservación de la igualdad de derechos para todos y cada uno de los ciudadanos, de todo ello, la Iglesia Católica ha sido siempre o la iniciadora, o la realizadora o la protectora, según lo atestiguan los documentos de pasadas edades. Siempre, pues, consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada la que en los individuos y en los pueblos degenera en licencia o esclavitud, por otra parte, voluntaria y gustosamente abraza los adelantos que traen consigo los días con tal que signifiquen verdadera prosperidad de esta vida que es como la carrera a aquélla otra que nunca acaba. De modo, pues, que la afirmación de que la Iglesia rechaza las más recientes conquistas de la vida pública y que en bloque repudia cuanto creara el genio de Nuestros tiempos no es sino una calumnia vana y ayuna de verdad. Ciertamente, rechaza las teorías insanas, reprueba el nefando afán de alterar el orden público, y particularmente, aquélla disposición de ánimo en que se vislumbra el principio de la voluntaria apostasía de Dios. Mas como todo lo que es verdadero no puede proceder sino de Dios, cualquier verdad que el espíritu humano, en sus investigaciones, descubra la Iglesia la reconoce como cierta huella de la mente divina. Y dado que no hay en el orden natural ninguna verdad que pueda destruir la fe en las enseñanzas recibidas de Dios antes bien muchas apoyan esta misma fe, y como todo descubrimiento de verdad puede impulsarnos a conocer y alabar al mismo Dios, la Iglesia siempre acogerá gozosa y voluntariamente todo cuanto ensanche el dominio de las ciencias, y con diligencia favorecerá y adelantará, como suele hacerlo, aquellas disciplinas que tratan de la explicación de la naturaleza, no menos que otros ramos del saber. Por estos estudios, la Iglesia no se fastidia si la mente halla algo nuevo; no se opone a que se busquen medios para un mayor decoro y bienestar de la vida; hay más, enemiga del ocio y de la pereza, desea con toda el alma que los espíritus humanos produzcan frutos abundantes mediante el ejercicio y el cultivo de sus facultades; estimula toda clase de artes y oficios; dirige con su espíritu todos los estudios de estas cosas a la holgura y bienestar, tratando sólo de impedir que la inteligencia y el trabajo no aparten al hombre de Dios ni de los bienes celestiales. Mas todo ello, aunque muy razonable y prudente, poco agrada a Nuestros tiempos, por cuanto los estados no sólo no se adhieren a la doctrina que enseña la sabiduría cristiana sino que parecen aun alejarse cada día más de ella. Esto no obstante, como la verdad, una vez que se ha anunciado suele, por su propia fuerza, difundirse ampliamente e impregnar poco a poco las mentes humanas, conscientes, por ello, de Nuestro supremo y santísimo cargo, es decir, movidos por la Apostólica misión que cumplimos para con todos los pueblos, proclamamos con absoluta franqueza toda la verdad, no como si no conociésemos perfectamente la mentalidad de los tiempos, o como si creyésemos que habían de repudiarse los adelantos modernos, sanos y útiles, sino porque queremos que la marcha de la cosa pública tenga despejado de tropiezos el camino, afianzado su fundamento, y ello, mediante la libertad genuina sin desmedro; pues, entre los hombres la verdad es la madre y óptima guardiana de la libertad: la libertad os hará libres (Juan 8, 32).

SAN PÍO X

CARTA NOTRE CHARGE APOSTOLIQUE LA TEORÍA DE LA SEPARACIÓN ENTRE LA IGLESIA

y EL ESTADO

Es falsa y dañosa Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto

público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se despreocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana, sabiamente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concordia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque ambas sociedades. aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas. Finalmente, esta tesis inflige un daño gravísimo al propio Estado, porque éste no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia la religión, que es la regla y la maestra suprema del hombre para conservar sagradamente los derechos y las obligaciones.

Ha sido condenada por los Romanos Pontífices Por esto los Romanos Pontífices no han dejado jamás, según lo exigían las circunstancias y los tiempos, de rechazar y condenar las doctrinas que defendían la separación de la Iglesia y el Estado. Particularmente nuestro ilustre predecesor León XIII expuso repetida y brillantemente cuán grande debe ser, según los principios de la doctrina católica, la armónica relación entre las dos sociedades; entre éstas, dice, "es necesario que exista una ordenada relación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo"52 . Y añade además después : "Los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil... Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juventud y de la familia"53.

Autoridad y obediencia Le Sillón coloca primordialmente la autoridad pública en el pueblo, del cual deriva inmediatamente a los gobernantes, de tal manera, sin embargo, que continúa residiendo en el pueblo. Ahora bien, León XIII ha condenado formalmente esta doctrina en su encíclica Diuturnum illud sobre el poder político, donde dice: "Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que toda autoridad viene del pueblo; por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como en principio natural y necesario, el origen de la autoridad política”54. Sin duda "Le Sillon" hace derivar de Dios esta autoridad que coloca primeramente en el pueblo, pero de tal suerte que la "autoridad sube de abajo hacia arriba, mientras que, en la organización de la Iglesia, el poder desciende de arriba hacia abajo"55. Pero, además de que es anormal que la delegación ascienda, puesto que por su misma naturaleza desciende, León XIII ha refutado de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error del filosofismo. Porque prosigue: "Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar el Estad, pueden ser elegidos en determinados casos por la voluntad y el juicio di la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se le confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer"56.

52 León XIII. Inmortale Dei (6) : ASS 18 (1885) 16.6; AL 2, 152 88. 53 Ibid. 54 León XIII, Diuturnum illud (3) 55 Marc Sangnier, Discours de Rouen (1907). 56 León XIII, Diuturnum illud (4).

Por otra parte, si el pueblo permanece como sujeto detentador de poder, ¿en qué queda convertida la autoridad? Una sombra, un mito; no hay ya ley propiamente dicha, no existe ya la obediencia. "Le Sillon" lo ha reconocido; porque, como exige, en nombre de la dignidad humana, la triple emancipación política, económica e intelectual, la ciudad futura por la que trabaja no tendrá ya ni dueños ni servidores; en ella todos los ciudadanos serán libres, todos camaradas, todos reyes. Una orden, un precepto, sería un atentado contra la libertad; la subordinación a una superioridad cualquiera sería una disminución del hombre; la obediencia, una decadencia. ¿Es así, venerables hermanos, como la doctrina tradicional de la Iglesia nos presenta las relaciones sociales en la ciudad, incluso en la más perfecta posible? ¿Es que acaso toda sociedad de seres independientes y desiguales por naturaleza no tiene necesidad de una autoridad que dirija su actividad hacia el bien común y que imponga su ley? Y si en la sociedad se hallan seres perversos (los habrá siempre), ¿no deberá la autoridad ser tanto más fuerte cuanto más amenazador sea el egoísmo de los malvados? Además, ¿se puede afirmar con alguna sombra de razón que hay incompatibilidad entre la autoridad y la libertad, a menos que uno se engañe groseramente sobre el concepto de libertad? ¿ Se puede enseñar que la obediencia es contraria a la dignidad humana y que el ideal sería sustituir la obediencia por la "autoridad consentida"? ¿Es que acaso el apóstol San Pablo no tuvo a la vista la sociedad humana en todas sus etapas posibles, cuando ordenaba a los fieles estar sometidos a toda autoridad?57 ¿Es que la obediencia a los hombres en cuanto representantes legítimos de Dios es decir, en fin de cuentas, la obediencia a Dios, rebaja al hombre y lo sitúa vilmente por debajo de sí mismo? ¿Es que el estado religioso, fundado sobre la obediencia, sería contrario al ideal de la naturaleza humana? ¿Es que los santos, que han sido los más obedientes de los hombres, eran esclavos o degenerados? ¿Es que, finalmente, podemos imaginar un estado social en el que Jesucristo, venido de nuevo ala tierra, no diera ya el ejemplo de la obediencia y no dijera ya: Dad al César lo que es del César ya Dios lo que es de Dios?58

Justicia e igualdad Le Sillon, que enseña estas doctrinas y las practica en su vida interior, siembra, por tanto, entre vuestra juventud católica nociones erróneas y funestas sobre la autoridad, la libertad y la obediencia. No es diferente lo que sucede con la justicia y la igualdad. "Le Sillon" se esfuerza, así lo dice, por realizar una era de igualdad, que sería, por esto mismo, una era de justicia mejor. ¡Por esto, para él, toda desigualdad de condición es una injusticia o, al menos, una justicia menor! Principio totalmente contrario a la naturaleza de las cosas, productor de envidias y de injusticias y subversivo de todo orden social. ¡De esta manera la democracia es la única que inaugurará el reino de la perfecta justicia! ¿No es esto una injuria hecha a las restantes formas de gobierno, que quedan rebajadas de esta suerte al rango de gobiernos impotentes y peores? Pero, además, "Le Sillon" tropieza también en este punto con la enseñanza de León XIII. Habría podido leer en la encíclica ya citada sobre el poder político que, salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres de sus mayores"59 y la encíclica hace alusión ala triple forma de gobierno de todos conocida. Supone, pues, que la justicia es compatible con cada una de ellas. Y la encíclica sobre la condición de los obreros, ¿no afirma claramente la posibilidad de restaurar la justicia en las organizaciones actuales de la sociedad, al indicar los medios de esta restauración? Ahora bien, sin duda alguna, León XIII hablaba no de una justicia cualquiera, sino de la justicia perfecta. Al enseñar. pues. que la justicia es compatible con las tres formas de gobierno conocidas, enseñaba que, en este aspecto, la democracia no goza de un privilegio especial. Los sillonistas, que pretenden lo contrario o bien rehusan oír a la Iglesia o bien se forman de la justicia y de la igualdad un concepto que no es católico.

Fraternidad y tolerancia Lo mismo sucede con la noción de la fraternidad, cuya base colocan en el amor de los intereses comunes, o, por encima de todas las filosofías y de todas las religiones en la simple noción de humanidad. englobando así en un mismo amor y en una igual tolerancia a todos los hombres con todas sus miserias, tanto intelectuales y morales

57 Cf. Rom. 13, I ss. 58 Mt. 22.21. 59 León XIII, Diutudnum illud (4) .

como físicas y temporales. Ahora bien, la doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las opiniones erróneas, por muy sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica ante el error o el vicio en que vemos caídos a nuestros hermanos, sino en el celo por su mejoramiento intelectual y moral no menos que en el celo por su bienestar material. Esta misma doctrina católica nos enseña también que la fuente del amor al prójimo se halla en el amor de Dios, Padre común y fin común de toda la familia humana, y en el amor de Jesucristo, cuyos miembros somos, hasta el punto de que aliviar a un desgraciado es hacer un bien al mismo Jesucristo. Todo otro amor es ilusión o sentimiento estéril y pasajero. Ciertamente, la experiencia humana está ahí, en las sociedades paganas o laicas de todos los tiempos, para probar que, en determinadas ocasiones, la consideración de los intereses comunes o de la semejanza de naturaleza pesa muy poco ante las pasiones y las codicias del corazón. No, venerables hermanos, no hay verdadera fraternidad fuera de la caridad cristiana, que por amor a Dios y a su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, abraza a todos los hombres, para ayudarlos a todos y para llevarlos a todos a la misma fe ya la misma felicidad del cielo. Al separar la fraternidad de la caridad cristiana así entendida, la democracia, lejos de ser un progreso, constituiría un retroceso desastroso para la civilización. Porque, si se quiere llegar, y Nos lo deseamos con toda nuestra alma, a la mayor suma de bienestar posible para la sociedad y para cada uno de sus miembros por medio de la fraternidad, o, como también se dice, por medio de la solidaridad universal, es necesaria la unión de los espíritus en la verdad, la unión de las voluntades en la moral, la unión de los corazones en el amor de Dios y de su Hijo Jesucristo. Esta unión no es realizable más que por medio de la caridad católica, la cual es, por consiguiente, la. única que puede conducir a los pueblos en la marcha del progreso hacia el ideal de la civilización.

Dignidad de la persona humana Finalmente, en la base de todas las falsificaciones de las nociones sociales fundamentales, "Le Sillon" coloca una idea falsa de la dignidad humana. Según él, el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades. Grandilocuentes palabras, con las que se exalta el sentimiento del orgullo humano; sueño que arrastra al hombre sin luz, sin guía y sin auxilios por el camino de la ilusión, en el que, aguardando el gran día de la plena conciencia, será devorado por el error y las pasiones. Además, ¿cuándo vendrá este gran día? A menos que cambie la naturaleza humana (cosa que no está al alcance de le Sillon), ¿vendrá ese día alguna vez? ¿Es que los santos, que han llevado la dignidad humana a su apogeo, tenían esa pretendida dignidad? y los humildes de la tierra, que no pueden subir tan alto y que se contentan con modestamente su surco en el puesto que la Providencia les ha ,señalado, cumpliendo enérgicamente sus deberes en la humildad, la obediencia y la paciencia cristiana, ¿no serán dignos de llamarse hombres, ellos a quienes el Señor sacará un día de su condición obscura para colocarlos en el cielo entre los príncipes de su pueblo?

EXAMEN DE LA ACCIÓN SOCIAL EN "LE SILLON" Detenemos aquí nuestras reflexiones sobre los errores de "Le Sillon". No pretendemos agotar la materia, porque tendríamos que llamar vuestra atención sobre otros puntos igualmente falsos y peligrosos, como, por ejemplo, su manera de entender el poder coercitivo de la Iglesia. Importa, sin embargo, ver la influencia de estos errores sobre la conducta práctica de "Le Sillon" y sobre su acción social. Las doctrinas de "Le Sillon" no quedan en el dominio de la abstracción filosófica. Son enseñadas a la juventud católica y, además, se hacen ensayos para vivirlas. "Le Sillon" se considera como el núcleo de la ciudad futura; la refleja, por consiguiente, lo más fielmente posible. En efecto, no hay jerarquía en "Le Sillon". La minoría que lo dirige se ha destacado de la masa por selección, es decir, imponiéndose a ella por su autoridad moral y por sus virtudes. La entrada es libre, como es libre también la salida. Los estudios se hacen allí sin maestro; todo lo más, con un consejero. Los círculos de estudio son verdaderas cooperativas intelectuales, en las que cada uno es al mismo tiempo maestro y discípulo. La camaradería más absoluta reina entre los miembros y pone en contacto total sus almas; de aquí el alma común de "Le Sillon". Se le ha definido "una amistad". El mismo sacerdote, cuando

entra en él, abate la eminente dignidad de su sacerdocio y, por la más extraña inversión de papeles, se hace discípulo, se pone al nivel de sus jóvenes amigos y no es más que un camarada.

Carencia de toda jerarquía En estas costumbres democráticas y en las teorías sobre la ciudad ideal que las inspira, reconoceréis, venerables hermanos, causa secreta de los fallos disciplinarios que tan frecuentemente habéis debido reprochar a "Le Sillon". No es extraño que no hayáis encontrado en los jefes y en sus camaradas así formados, fuesen seminaristas o sacerdotes, el respeto, la docilidad y la obediencia que son debidos a vuestra persona y a vuestra autoridad; que sintáis de parte de ellos una sorda oposición, y que tengáis el dolor de verlos apartarse totalmente, o, cuando son forzados por la obediencia, de entregarse con disgusto a las obras no sillonistas. Vosotros sois el pasado; ellos son los pioneros de la civilización futura. Vosotros representáis la jerarquía, las desigualdades sociales, la autoridad y la obediencia: instituciones envejecidas, a las cuales las almas de ellos, estimuladas por otro ideal, no pueden plegarse. Nos tenemos sobre este estado de espíritu el testimonio de hechos dolorosos, capaces de arrancar lágrimas; y Nos no podemos, a pesar de nuestra longanimidad, substraernos a un justo sentimiento de indignación. ¡Porque se inspira a vuestra juventud católica la desconfianza hacia la Iglesia, su madre; se le enseña que, después de diecinueve siglos, la Iglesia no ha logrado todavía en el mundo constituir la sociedad sobre sus verdaderas bases; que no ha comprendido las nociones sociales de la autoridad, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la dignidad humana; que los grandes obispos y los grandes monarcas que han creado y han gobernado tan gloriosamente a Francia no han sabido dar a su pueblo ni la verdadera justicia ni la verdadera felicidad, porque no tenían el ideal de "Le Sillon"! El soplo de la Revolución ha pasado por aquí, y Nos podemos concluir que, si las doctrinas sociales de "Le Sillon" son erróneas su espíritu es peligroso, y su educación, funesta. Pero, entonces, ¿qué debemos pensar de la acción de "Le Sillon" en la Iglesia, "Le Sillon", cuyo catolicismo es tan puntilloso que, si no se abraza su causa, se sería a sus ojos un enemigo interior del catolicismo y no se comprendería para nada ni el Evangelio ni a Jesucristo? Juzgamos necesario insistir sobre esta cuestión. porque es precisamente su ardor católico el que ha valido a "Le Sillon", hasta en estos últimos tiempos, valiosos alientos e ilustres sufragios. Pues bien, ante las palabras y los hechos, Nos estamos obligados a decir que, tanto en su acción como en su doctrina, "Le Sillon" no satisface a la Iglesia.

Defensa exclusiva de la democracia política En primer lugar, su catolicismo no se acomoda más que a la forma de gobierno democrática, que juzga ser la más favorable a la Iglesia e identificarse por así decirlo con ella; enfeuda, pues, su religión a un partido político. Nos no tenemos que demostrar que el advenimiento de la democracia universal no significa nada para la acción de la Iglesia en el mundo; hemos recordado ya que la Iglesia ha dejado siempre a las naciones la preocupación de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses. Lo que Nos queremos afirmar una vez mas, siguiendo a nuestro predecesor, es que hay un error y un peligro en enfeudar, por principio, el catolicismo a una forma de gobierno; error y peligro que son tanto más grandes cuando se identifica la religión con un género de democracia cuyas doctrinas son erróneas. Este es el caso de "Le Sillon", el cual, comprometiendo de hecho a la Iglesia en favor de una forma política especial, divide a los católicos, arranca a la juventud, e incluso a los sacerdotes y a los seminaristas, de la acción simplemente católica y malgasta, a fondo perdido, las fuerzas vivas de una parte de la nación.

Incurre en el indiferentismo Hubo un tiempo en que "Le Sillon", como tal, era formalmente católico. En materia de fuerza moral, no reconocía más que una, la fuerza católica, e iba proclamando que la democracia sería católica o no sería democracia. Vino un momento en que se operó una revisión. Dejó a cada uno su religión o su filosofía. Cesó de llamarse católico, ya la fórmula "La democracia será católica", sustituyó esta otra: "La democracia no será anticatólica", de la misma

manera que no será antijudía o antibudista. Esta fue la época del plus grand Sillon. Se llamó para la construcción de la ciudad futura a todos los obreros de todas las religiones y de todas las sectas. Sólo se les exigió abrazar el mismo ideal social, respetar todas las creencias y aportar una cierta cantidad de fuerzas morales. Es cierto, se proclamaba, "los jefes de "Le Sillon" ponen su fe religiosa por encima de todo. Pero ¿Pueden negar a los demás el derecho de beber su energía moral allí donde les es posible? En compensación, quieren que los demás respeten a ellos su derecho de beberla en la fe católica. Exigen, por consiguiente, a todos aquellos que quieren transformar la sociedad presente en el sentido de la democracia, no rechazarse mutuamente a causa de las convicciones filosóficas o religiosas que pueden separarlos, sino marchar unidos, sin renunciar a sus convicciones, pero intentando hacer sobre el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convicciones personales. Tal vez sobre este terreno de la emulación entre almas adheridas a diferentes convicciones religiosas o filosóficas podrá realizarse la unión"60.Y se declara al mismo tiempo (¿cómo podía realizarse esto?) que el pequeño "Le Sillon" católico sería el alma del gran "Le Sillon" cosmopolita. Recientemente, el nombre del plus grand "Le Sillon" ha desaparecido, y una nueva organización ha intervenido, sin modificar, todo lo contrario, el espíritu y el fondo de las cosas "para poner orden en el trabajo y organizar las diversas fuerzas de actividad. "Le Sillon" queda siempre como un alma, un espíritu, que se mezclará a los grupos e inspirará su actividad". y todos los grupos nuevos quedan en apariencia autónomos: a los católicos, a los protestantes, a los librepensadores se les pide que se pongan a trabajar. "Los camaradas católicos trabajarán entre ellos en una organización especial para instruirse y educarse. Los demócratas protestantes y librepensadores harán lo mismo por su parte. Todos, católicos, protestantes y librepensadores, tendrán muy en su corazón armar a la juventud, no para una lucha fratricida, sino para una generosa emulación en el terreno de las virtudes sociales y cívicas"61. Estas declaraciones y esta nueva organización de la acción sillonista provocan graves reflexiones. He aquí, fundada por católicos, una asociación interconfesional para trabajar en la reforma de la civilización, obra religiosa de primera clase; porque no hay verdadera civilización sin la civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sin la verdadera religión: esta es una verdad , demostrada, éste es un hecho histórico. y los nuevos sillonistas no podrán pretextar que ellos trabajarán solamente "en el terreno de las realidades prácticas", en el que la diversidad de las creencias no importa. Su jefe siente tan claramente esta influencia de las convicciones del espíritu sobre el resultado de la acción, que les invita, sea la que sea la religión a que pertenecen, a "hacer en el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convicciones personales". Y con razón, porque las realizaciones prácticas revisten el carácter de las convicciones religiosas, de la misma manera que los miembros de un cuerpo hasta en sus últimas extremidades reciben su forma del principio vital que los anima. Esto supuesto, ¿qué pensar de la promiscuidad en que se encontrarán colocados los jóvenes católicos con heterodoxos e incrédulos de toda clase en una obra de esta naturaleza? ¿No es ésta mil veces más peligrosa para ellos que una asociación neutra? ¿ Qué pensar de este llamamiento a todos los heterodoxos y a todos los incrédulos para probar la excelencia de sus convicciones sobre el terreno social, en una especie de concurso apologético, como si este concurso no durase ya hace diecinueve siglos, en condiciones menos peligrosas para la fe de los fieles y con toda honra de la Iglesia católica? ¿Qué pensar de este respeto a todos los errores y de la extraña invitación, hecha por un católico, a todos los disidentes para fortificar sus convicciones por el estudio y para hacer de ellas fuentes siempre más abundantes de fuerzas nuevas? ¿Qué pensar de una asociación en que todas las religiones e incluso el libre pensamiento pueden manifestarse en alta voz, a su capricho? Porque los sillonistas, que en las conferencias públicas y en otras partes proclaman enérgicamente su fe individual, no pretenden ciertamente cerrar la boca a los demás e impedir al protestante afirmar su protestantismo y al escéptico su escepticismo. ¿Qué pensar, finalmente, de un católico que al entrar en su círculo de estudios deja su catolicismo a la puerta para no asustar a sus camaradas, que, "soñando en una acción social desinteresada, rechazan subordinarla al triunfo de intereses, de grupos o incluso de convicciones, sean? las que sean"? Tal es la profesión de fe del nuevo comité democrático de acción social, que ha heredado el defecto mayor de la antigua organización y que, dice, "rompiendo el equívoco

60 Marc Sangnier, Discours de Rouen (1907). 61 Marc Sangnier (Paris, mayo 1910)

mantenido en torno al plus grand "Le Sillon", tanto en los medios reaccionarios como en los medios anticlericales", está abierto a todos los hombres "respetuosos de las fuerzas morales y religiosas y convencidos de que ninguna emancipación social verdadera es posible sin el fermento de un generoso idealismo".

Provoca una perturbación general Sí, por desgracia, el equívoco está deshecho; la acción social de "Le Sillon" ya no es católica; el sillonista, como tal, no trabaja para un grupo, y "la Iglesia, dice, no podrá ser por título alguno beneficiaria de las simpatías que su acción podrá suscitar". ¡Insinuación verdaderamente extraña! Se teme que la Iglesia se aproveche de la acción social de "Le Sillon" con un fin egoísta e interesado, como si todo lo que aprovecha a la Iglesia no aprovechase a la humanidad. Extraña inversión de ideas: es la Iglesia la que sería la beneficiaria de la acción social, como si los más grandes economistas no hubieran reconocido y demostrado que es esta acción social la que, para ,ser seria y fecunda, debe beneficiarse de la Iglesia. Pero más extrañas todavía, tremendas y dolorosas a la vez, son la audacia y la ligereza de espíritu de los hombres que se llaman católicos, que sueñan con volver a fundar la sociedad en tales condiciones y con establecer sobre la tierra, por encima de la Iglesia católica, "el reino de la justicia y del amor", con obreros venidos de todas partes, de todas las religiones o sin religión, con o sin creencias, con tal que olviden lo que les divide: sus convicciones filosóficas y religiosas, y que pongan en común lo que les une: un generoso idealismo y fuerzas morales tomadas "donde les sea posible". Cuando se piensa en todo lo que ha sido necesario de fuerzas, de ciencia, de virtudes sobrenaturales para establecer la ciudad cristiana, y los sufrimientos de millones de mártires, y las luces de los Padres y de los doctores de la Iglesia, y la abnegación de todos los héroes de la caridad, y una poderosa jerarquía nacida del cielo, y los ríos de gracia divina y todo lo edificado, unido compenetrado por la Vida y el Espíritu de Jesucristo, Sabiduría de Dios, Verbo hecho hombre; cuando se piensa, decimos, en todo esto, queda uno admirado de ver a los nuevos apóstoles esforzarse por mejorarlo con la puesta en común de un vago idealismo y de las virtudes cívicas. ¿Qué van a producir? ¿ Qué es lo que va a salir de esta colaboración? Una construcción puramente verbal y quimérica, en la que veremos reflejarse desordenadamente y en una confusión seductora las palabras de libertad, justicia, fraternidad y amor, igualdad y exaltación humana, todo basado sobre una dignidad humana mal entendida. Será una agitación tumultuosa, estéril para el fin pretendido y que aprovechará a los agitadores de las masas menos utopistas. Sí verdaderamente se puede afirmar que "Le Sillon se ha hecho compañero de viaje del socialismo, puesta la mirada sobre una quimera. Nos tememos algo todavía peor. El resultado de esta promiscuidad en el trabajo, el beneficiario de esta acción social cosmopolita no puede ser otro que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (porque el sillonismo, sus jefes lo han dicho.. es una religión) más universal que la Iglesia católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos, finalmente, en hermanos y camaradas en "el reino de Dios". "No se trabaja para la Iglesia, se trabaja para la humanidad".

¡"Le Sillon" se ha desviado! Y ahora, penetrados de la más viva tristeza. No nos preguntamos. venerables hermanos, en qué ha quedado convertido el catolicismo de "Le Sillon". Desgraciadamente, el que daba en otro tiempo tan bellas esperanzas, este río límpido e impetuoso, ha sido captado en su marcha por los enemigos modernos de la Iglesia y no forma ya en adelante más que un miserable afluente del gran movimiento de apostasía, organizado en todos los países, para el establecimiento de una Iglesia universal que no tendrá ni dogmas, ni jerarquía, ni regla para el espíritu ni freno para las pasiones y que, so pretexto de libertad y de dignidad humana consagraría en el mundo, si pudiera triunfar. el reino legal de la astucia y de la fuerza y la opresión de los débiles, de los que sufren y trabajan. Nos conocemos muy bien los sombríos talleres en que se elaboran estas doctrinas deletéreas. que no deberían seducir a los espíritus clarividentes. Los jefes de "Le Sillon" no han podido defenderse de ellas: la exaltación de sus sentimientos, la ciega bondad de su corazón, su misticismo filosófico mezclado con una parte de iluminismo los han arrastrado hacia un nuevo evangelio, en el que han creído ver el verdadero Evangelio del Salvador, hasta el punto que osan tratar a Nuestro Señor Jesucristo con una familiaridad soberanamente irrespetuosa y al estar

su ideal emparentado con el de la Revolución, no temen hacer entre el Evangelio y la Revolución aproximaciones blasfemas que no tienen la excusa de haber brotado de cierta improvisación apresurada.

Deformación del Evangelio Nos queremos llamar vuestra atención, venerables hermanos, sobre esta deformación del Evangelio y del carácter sagrado de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre, practicada en "Le Sillon" y en otras partes. Cuando se aborda la cuestión social, está de moda en algunos medios eliminar, primeramente la divinidad de Jesucristo y luego no hablar más que de su soberana mansedumbre, de su compasión por todas las miserias humanas, de sus apremiantes exhortaciones al amor del prójimo y a la fraternidad. Ciertamente, Jesús nos ha amado con un amor inmenso, infinito, y ha venido a la tierra a sufrir y morir para que, reunidos alrededor de El en la justicia y en el amor, animados de los mismos sentimientos de caridad mutua, todos los hombres vivan en la paz y en la felicidad. Pero a la realización de esta felicidad temporal y eterna ha puesto, con una autoridad soberana, la condición de que se forme parte de su rebaño, que se acepte su doctrina, que se practique su virtud y que se deje uno enseñar y guiar por Pedro y sus sucesores. Porque, si Jesús ha sido bueno para los extraviados y los pecadores, no ha respetado sus convicciones erróneas, por muy sinceras que pareciesen; los ha amado a todos para instruirlos, convertirlos y salvarlos. Si ha llamado hacia sí, para aliviarlos, los, a los que padecen y sufren, no ha sido para predicarles el celo por una del igualdad quimérica. Si ha levantado a los humildes, no ha sido para inspirarles el sentimiento de una dignidad independiente y rebelde a la obediencia. Si su corazón desbordaba mansedumbre para las almas de buena voluntad, ha sabido igualmente armarse de una santa indignación contra los profanadores de la casa de Dios, contra los miserables que escandalizan a los pequeños, contra las autoridades que agobian al pueblo bajo el peso de onerosas cargas sin poner en ellas ni un dedo para aliviarlas. Ha sido tan enérgico como dulce; ha reprendido, amenazado, castigado, sabiendo y enseñándonos que con frecuencia el temor es el comienzo de la sabiduría y que conviene a veces cortar un miembro para salvar al cuerpo. Finalmente, no ha anunciado para la sociedad futura el reino de una felicidad ideal, del cual el sufrimiento quedara desterrado, sino que con sus lecciones y con sus ejemplos ha trazado el camino de la felicidad posible en la tierra y de la felicidad perfecta en el cielo: el camino de la cruz. Estas son enseñanzas que se intentaría equivocadamente aplicar solamente a la vida individual con vistas a ]a salvación eterna; son enseñanzas eminentemente sociales, y nos demuestran en Nuestro Señor Jesucristo algo muy distinto de un humanitarismo sin consistencia y sin autoridad.

BENEDICTO XV

ENCÍCLICA "AD BEATISSIMI" Ausencia de la caridad en las relaciones sociales

1 de noviembre de 1914 En primer lugar, Jesucristo, habiendo descendido de los cielos para restaurar entre los hombres el reino de la paz, destruido por la envidia de Satanás, no quiso apoyarlo sobre otro fundamento que el de la caridad. Por eso repitió tantas veces: Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros62; Este es mi precepto: que os améis los unos a los otros63; Esto os mando: que os améis unos a otros64; como si no tuviese otra misión que la de hacer que los hombres se amasen mutuamente y para conseguirlo, ¿qué género de argumentos dejó de emplear? A todos nos manda levantar los ojos al cielo: Uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos65. A todos, sin distinción de naciones, de lenguas ni de intereses, nos enseña la misma forma de orar: Padre nuestro, que estás en los cielos66 ; es más, afirma que el Padre celestial, al repartir los beneficios naturales, no hace distinción de los méritos de cada uno: Que hace salir el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos67. También nos dice, unas veces,

62 Io. 13, 34. 63 Io.15,12. 64 Io. 15, 17. 65 Mt. 23, 9. 66 Mt. 6, 9. 67 Mt. 5, 45.

que somos hermanos, y otras nos llama hermanos suyos: Todos vosotros sois hermanos68; Para que [su Hijo] sea primogénito entre muchos hermanos69. y lo que más fuerza tiene para estimularnos en sumo grado a este amor fraternal aun hacia aquellos a quienes nuestra nativa soberbia menosprecia quiere que se reconozca en el más pequeño de los hombres la dignidad de su misma persona: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis70. ¿Qué más? En los últimos momentos de su vida rogó encarecidamente al Padre que todos cuantos en El habían de creer fue sen una sola cosa por el vínculo de la caridad: Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti71. Finalmente, suspendido de la cruz, derramó su sangre sobre todos nosotros, para que, unidos estrechamente, como formando un solo cuerpo, nos amásemos mutuamente con un amor semejante al que existe entre los miembros de un mismo cuerpo. Pero muy de otra manera sucede en nuestros tiempos. Nunca quizá se habló tanto como en nuestros días de la fraternidad humana; más aún, sin acordarse de las enseñanzas del Evangelio y posponiendo la obra de Cristo y de su Iglesia, no reparan en ponderar este anhelo de fraternidad como uno de los más preciados frutos que la moderna civilización ha producido. Pero, en realidad, nunca se han tratado los hombres menos fraternalmente que ahora. En extremo crueles son los odios engendrados por la diferencia de razas ; más que por las fronteras, los pueblos están divididos por mutuos rencores : en el seno de una misma nación y dentro de los muros de una misma ciudad, las distintas clases sociales son blanco de la recíproca malevolencia; y las relaciones privadas se regulan por el egoísmo, con vertido en ley suprema. Ya veis, venerables hermanos, cuán necesario es procurar con todo empeño que la caridad de Jesucristo torne a reinar entre los hombres. Este será siempre nuestro ideal, y ésta la labor propia de nuestro pon tificado. Y os exhortamos a que éste sea también vuestro anhelo. No cesaremos de inculcar en los ánimos de los hombres y de poner en práctica aquello del apóstol San Juan: Amémonos mutuamente72 Excelentes son, es cierto, y sobremanera recomendables, los institutos benéficos que tanto abundan en nuestros días; mas téngase en cuenta que entonces resultan de verdadera utilidad cuando prácticamente contribuyen de algún modo a fomentar en las almas la verdadera caridad hacia Dios y hacia los prójimos; pero, si nada de esto consiguen, son inútiles, porque el que no ama permanece en la muerte73.

El desprecio de la autoridad de los gobernantes Dejamos dicho que otra causa del general desorden consiste en que ya no es respetada la autoridad de los que gobiernan. Porque, desde el momento que se quiso atribuir el origen de toda humana potestad, no a Dios, Creador y dueño de todas las cosas, sino a la libre voluntad de los hombres, los vínculos de mutua obligación que deben existir entre los superiores y los súbditos se han aflojado hasta el punto de que casi han llegado a desaparecer. Pues el inmoderado deseo de libertad, unido a la contumacia, poco a poco lo ha invadido todo, y no ha respetado siquiera la sociedad doméstica, cuya potestad es más clara que la luz meridiana que arranca de la misma naturaleza; y, lo que todavía es más doloroso, ha llegado a penetrar hasta en el recinto mismo del .Santuario. De aquí proviene el desprecio de las leyes; de aquí las agitaciones populares, de aquí la petulancia en censurar todo lo que es mandado, de aquí los monstruosos crímenes de aquellos que, confesando que carecen de toda ley, no respetan ni los bienes ni las vidas de los demás. Ante semejante desenfreno en el pensar y en el obrar, que destruye la constitución de la sociedad humana, Nos, a quien ha sido divinamente confiado el magisterio de la verdad, no podemos en modo alguno callar, y recordamos a los pueblos aquella doctrina que no puede ser cambiada por el capricho de los hombres: No hay autoridad sino por Dios, y las que hay, por Dios han sido ordenadas74. Por tanto, toda autoridad existente entre los hombres, ya sea soberana o subalterna, es divina en su origen. Por esto San Pablo enseña que a los que están investidos de autoridad se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino religiosamente, por obligación de conciencia, a no ser que manden algo que sea contrario a las divinas leyes: Es preciso someterse no sólo por temor del castigo, sino

68 Mt. 23, 8. 69 Rom. 8, 20. 70 Mt. 25, 40. 71 Io. 17, 21. 72 ! Io. 3, 23 73 ! Io. 3, 14. 74 Rom. 13, 1.

también por conciencia75. Concuerdan con estas palabras de San Pablo aquellas otras del mismo Príncipe de los Apóstoles : Por amor del Señor estad sujetos a toda autoridad humana: ya al emperador, como soberano; ya a los gobernantes, como delegados suyos...76. De donde colige el Apóstol de las Gentes que quien resiste con contumacia al legítimo gobernante, a Dios resiste, y se hace reo de las eternas penas: De suerte que quien resiste a la autoridad, resiste a la disposición de Dios, y los que la resisten, se atraen sobre sí la condenación77. Recuerden esto los príncipes y los que gobiernan a los pueblos, y consideren si es prudente y saludable consejo, tanto para el poder público como para los ciudadanos, apartarse de la santa religión de Jesucristo, que tanta fuerza y consistencia presta a la humana autoridad. Mediten una y otra vez si es medida de sabia política querer prescindir de la doctrina del Evangelio y de la Iglesia en el mantenimiento del orden social y en la pública instrucción de la juventud. Harto nos demuestra la experiencia que la autoridad de los hombres perece allí donde la religión es desterrada. Suele de hecho acontecer a las naciones lo que acaeció a nuestro primer padre al punto que hubo pecado. Así como en éste, apenas la voluntad se hubo apartado de la de Dios, las pasiones desenfrenadas rechazaron el imperio de la voluntad, así también, cuando los que gobiernan los Estados desprecian la autoridad de Dios, suelen los pueblos burlarse de la de ellos.

LOS PRINCIPIOS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Carta Anno Jam exeante, 7 de marzo de 1917

De S. S. Benedicto XV, al reverendo padre Joseph Hiss.

Introducción

Desde los tres primeros siglos y los orígenes de la Iglesia, en el curso de los cuales la sangre de los cristianos fecundó la tierra entera, puede decirse que jamás corrió la Iglesia un peligro mayor que el que se manifestó hacia fines del siglo XVIII. Es entonces, cuando una filosofía delirante, prolongación de la herejía y apostasía de los Innovadores, adquirió sobre los espíritus un poder universal de seducción y provocó una confusión total, con el determinado propósito de arruinar los fundamentos cristianos de la sociedad, no sólo en Francia sino poco a poco en todas las naciones. Así como se hizo profesión de fe renegar públicamente de la autoridad de 1a Iglesia, secesó de tener a la Religión como guardiana y salvaguarda del derecho, el deber y el orden en la ciudad, se consideró que el origen del poder estaba en el pueblo y no en Dios; pretendieron que entre ]os hombres la igualdad de naturaleza implica la igualdad de derechos: que el argumento del placer definía lo que estaba permitido, exceptuando lo que prohibía la ley; ,que nada tenía fuerza de ley si no emanaba de una decisión masiva; y lo- que supera todo, autorizaba el uso de la libertad de pensamiento en materia religiosa y así mismo de publicar sin restricciones bajo el pretexto de que no se dañaba a nadie. Estos son los elementos que, bajo la forma de principios, se encuentran desde entonces en la base de la teoría de los Estados. ¿Se quiere entonces saber cuántos desastres pueden acarrear estos elementos a la sociedad humana, allí donde las ciegas pasiones y la rivalidad de los partidos los ponen en manos de la multitud? Jamás fue esto más evidente que en la época en que se hizo la primera proclamación. Por otra parte aquí, como se podía prever, lo que se produjo desde que el populacho tomó la dirección de todos los asuntos y dio libre curso a los sentimiento de envidia, que tanto tiempo había abrigado, hacia las clases superiores que fue: todo hombre de condición elevada que tuviere la mala suerte de vivir o aún solamente de pensar, de una manera no aprobada por los hombres más criminales, corría desde entonces un peligro de muerte; nada era tan santo o tan augusto, que en nombre de la

75 Rom. 13, 5. 76 1 Pet. 2, 13-14. 77 Rom. 13, 2

libertad y la justicia, que gozaban de una licencia sin freno, no fuera profanado; no había más que masacres y destrucción cuyo objetivo era la desolación y destrucción de la Francia cristiana; lo que se vio sobre todo a partir del momento en que en un rapto de temeridad y demencia, fue abolido el culto de la Divina Majestad y la Razón, invocada como Dios, recibió el homenaje de ritos sacrílegos. Seguramente ese furor de destrucción, por la índole misma de su violencia y sus excesos, no duró mucho tiempo ni hubiera podido hacerlo. Inmediatamente después que las instituciones civiles hubieron recibido una forma inspirada en los nuevos principios, el culto divino, sin el cual ningún Estado podría mantenerse, fue restablecido. A pesar de esto, si se quisiera afianzar realmente la estabilidad y la cohesión del reencontrado orden público, sería necesario que una acción más profunda penetrase en los pueblos hasta la médula y que por todas partes fuesen creadas instituciones, fuentes de vida cristiana; y como no estaría asegurado en adelante que la antigua forma de régimen político fuera restablecida, sería necesario dedicar los máximos esfuerzos para hacer penetrar gradualmente en la nueva Constitución de ]a ciudad, el espíritu cristiano. Aquí, nos es permitido admirar la misericordiosa providencia de Dios; con su permiso, Francia había olvidado su antigua gloria al punto de repudiar su herencia de sabiduría cristiana, rechazo mortal para ella y ejemplo funesto para las otras naciones. Gracias a la Providencia, Francia iluminó a sus hijos insignes por su celo y sus virtudes, quienes se dedicaron a reparar los daños que su madre había soportado o también causado.

PÍO XI

ENCÍCLICA "QUAS PRIMAS" (11-12-1925)

SOBRE LA FIESTA DE LA REALEZA DE JESUCRISTO REY TEXTO COMPLETO

I. EL CULTO DE JESUCRISTO REY

1. Existe el culto a Cristo como Rey El culto de Cristo Rey en sentido figurado: se debe a Cristo por sus perfecciones humanas y por su dominio sobre los hombres Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia, cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los

hombres, porque con su supereminente caridad78 y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie -entre todos los nacidos- ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús.

5. Es Rey también en el sentido literal, como hombre por la unión hipostática Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino79, porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

2. Los testimonios del culto de su realeza

a) en la Escritura

La Realeza de Cristo en el Antiguo Testamento ¿Y no leemos, de hecho, con frecuencia en las Sagradas Escrituras que Cristo es Rey? Él es llamado el Príncipe que ha de nacer de la estirpe de Jacob80; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra81. El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso, se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de tu reino es cetro de rectitud82. Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extremo del orbe de la tierra83. A este testimonio se añaden otros, aun más copiosos, de los Profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado, y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre84. Lo mismo que Isaías vaticinan los demás Profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey, y será sabio y juzgará en la tierra85. Así Daniel, al anunciar que el Dios del Cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido..., permanecerá eternamente86; y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y dióle éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: La potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible87. Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas88, ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas? 78 Eph. 3, 19. 79 Dan. 7, 13-14. 80 Num. 24, 19. 81 Ps. 2. 82 Ps. 44. 83 Ps. 71. 84 Is. 9, 6-7. 85 Ier. 23, 5. 86 Dan. 2, 44. 87 Dan. 7, 13-14. 88 Zach. 9, 9.

La Realeza de Cristo en el Nuevo Testamento Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey, que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada. En este punto, y pasando por alto el mensaje del Arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su Padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin89, es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza; pues, ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora, al responder al Gobernador Romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los Apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey90, y públicamente confirma que es Rey91, y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra92. Con las cuales palabras ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los Reyes de la tierra93, y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan94. Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas95, menester es que reine Cristo, hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos.

b) en la liturgia De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la Liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los Reyes. Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabras expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia96.

3. La fundamentación dogmática del culto a Cristo Rey

Cristo es Rey por su naturaleza: la unión hipostática Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza97. Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo, no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su Imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.

89 Luc. 1, 32-33. 90 Mat. 25, 31-40. 91 Io. 18, 37. 92 Mat. 28, 18. 93 Apoc. 1, 5. 94 Ibid. 19, 16. 95 Hebr. 1, 1. 96 1 Cor. 15, 25. 97 Cirilo de Alejandría In Joan. Evangel. Lib. XII, cap. 18, 38 (Migne PG. 74, col. 622-C); ver también In Lucam X 22 (Migne Pp. 72, col. 671-C y D)

Es Rey también por la redención con que nos compró Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista adquirido a costa de la Redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados, no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin lucha98. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande99; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo100.

II. ESENCIA Y SIGNIFICADO DE LA REALEZA DE CRISTO

1. La esencia

a) Los tres poderes ponen de manifiesto su poder real Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado.

El poder legislativo de Jesús Los testimonios, aducidos de las SS. Escrituras, acerca del Imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de Fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer[24]. Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad.

El poder judicial de Jesús El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el Sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo101. En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio.

El poder ejecutivo de Jesús Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse.

b) El de Cristo es imperio espiritual pero también sobre las cosas temporales

Naturaleza espiritual del Reino de Cristo Sin embargo, los textos que hemos citado de la Escritura demuestran evidentísimamente, y el mismo Jesucristo lo confirma con su modo de obrar, que este reino es principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales. En efecto; en varias ocasiones, cuando los judíos, y aun los mismos Apóstoles, imaginaron erróneamente que el

98 1 Pet. 1, 18-19. 99 1 Cor. 6, 20. 100 Ibid. 6, 15. 101 Io. 5, 22.

Mesías devolvería la libertad al pueblo, y restablecería el reino de Israel, Cristo les quitó y arrancó esta vana imaginación y esperanza. Asimismo, cuando iba a ser proclamado Rey por la muchedumbre, que, llena de admiración le rodeaba, El rehusó tal título de honor, huyendo y escondiéndose en la soledad. Finalmente, en presencia del Gobernador romano manifestó que su reino no era de este mundo102. Este reino se nos muestra en los Evangelios con tales caracteres, que los hombres, para entrar en él, deben prepararse haciendo penitencia y no pueden entrar sino por la Fe y el Bautismo, el cual, aunque sea un rito externo, significa y produce la regeneración interior. Este reino únicamente se opone al reino de Satanás y a la potestad de las tinieblas; y exige de sus súbditos, no solamente que, despegadas sus almas de las cosas y riquezas terrenas, guarden ordenadas costumbres y tengan hambre y sed de justicia, sino también que se nieguen a sí mismos y tomen su cruz. Habiendo Cristo, como Redentor, rescatado a la Iglesia con su Sangre y ofrecídose a sí mismo, como Sacerdote y como Víctima, por los pecados de mundo, ofrecimiento que se renueva cada día perpetuamente, ¿quién no ve que la dignidad real del Salvador se reviste y participa de la naturaleza espiritual de ambos oficios?

Al imperio espiritual están sujetas las cosas temporales Por otra parte, erraría gravemente el que negase a Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están sometidas a su arbitrio. Sin embargo de ello, mientras vivió sobre la tierra se abstuvo enteramente de ejercitar este poder, y así como entonces despreció la posesión y el cuidado de las cosas humanas, así también permitió, y sigue permitiendo que los poseedores de ellas las utilicen. Acerca de lo cual dice bien aquella frase: No quita los reinos mortales el que da los celestiales103.

c) El imperio omnímodo de Jesús Por tanto, a todos los hombres se extiende el dominio de nuestro Redentor, como lo afirman estas palabras de Nuestro Predecesor, de inmortal memoria, León XIII, las cuales hacemos con gusto Nuestras: El imperio de Cristo se extiende no sólo sobre los pueblos católicos y sobre aquellos que habiendo recibido el Bautismo pertenecen de derecho a la Iglesia, aunque el error los tenga extraviados o el cisma los separe de la caridad, sino que comprende también a cuantos no participan de la Fe cristiana, de suerte que bajo la potestad de Jesús se halla todo el género humano104.

Se extiende sobre los individuos y la sociedad No hay diferencia entre los individuos y el consorcio civil, porque los individuos unidos en sociedad, no por eso están menos bajo la potestad de Cristo que lo que están cada uno de ellos separadamente. El es, en efecto, la fuente del bien público y privado. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro; pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual debamos salvarnos105. Sólo Él es quien da la prosperidad y la felicidad verdadera así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos106. No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones, a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo, si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria.

102 Io, 18, 36 103 Del Himno de Epifanía: Crudelis Herodes. 104 León XIII, Encicl. “Anum sacrum”, 25-V-1899, assa. 31 (1898-99) 647. 105 Act., 4, 12. 106 S. Agustín, Epist. “Ad Macedonium”, cap. 3, 9 (Migne 33 col. 670)

2. Significado social y bendiciones sociales del reinado de Cristo En efecto, muy a propósito y oportunas para el momento actual son aquellas palabras que, al comenzar Nuestro Pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, a saber: Desterrados Dios y Jesucristo -lamentábamos- de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad la cual ya no se apoya sobre sus fundamentos naturales107. En cambio, si los hombres, pública y privadamente reconocen la regia potestad de Cristo, necesariamente vendrán a toda la sociedad civil increíbles beneficios, como justa libertad, tranquilidad y disciplina, paz y concordia. La regia dignidad de Nuestro Señor, así como hace sacra en cierto modo la autoridad humana de los jefes y gobernantes del Estado, así también ennoblece los deberes y la obediencia de los súbditos. Por eso el apóstol San Pablo, aunque ordenó a las casadas y a los siervos que reverenciasen a Cristo en la persona de sus maridos y señores, mas también les advirtió que no obedeciesen a éstos como a simples hombres, sino sólo como a representantes de Cristo, porque es indigno de hombres redimidos por Cristo el servir a otros hombres: Rescatados habéis sido a gran costa; no queráis haceros siervos de los hombres108. Y si los príncipes y los gobernantes legítimamente elegidos se persuaden de que ellos mandan, más que por derecho propio, por mandato y en representación del Rey divino, a nadie se le ocultará cuán santa y sabiamente habrán de usar de su autoridad y cuán gran cuenta deberán tener, al dar las leyes y exigir su cumplimiento, con el bien común y con la dignidad humana de sus inferiores.

El bien social de la tranquilidad y el orden en el estado De aquí se seguirá, sin duda, el florecimiento estable de la tranquilidad y del orden, suprimida toda causa de sedición; pues, aunque el ciudadano vea en el gobernante o en las demás autoridades públicas a hombres de naturaleza igual a la suya y aun indignos y vituperables por cualquier cosa, no por eso rehusará obedecerles cuando en ellos contemple la imagen y la autoridad de Jesucristo, Dios y Hombre verdadero.

El bien de la concordia y la paz En lo que se refiere a la concordia y a la paz, es evidente que, cuanto más vasto es el reino y con mayor amplitud abraza al género humano, tanto más se arraiga en la conciencia de los hombres el vínculo de fraternidad que los une. Esta convicción, así como aleja y disipa los conflictos frecuentes, así también endulza y disminuye sus amarguras. Y si el reino de Cristo abrazase de hecho a todos los hombres, como los abraza de derecho, ¿por qué no habríamos de esperar aquella paz que el Rey pacífico trajo a la tierra, aquel Rey que vino para reconciliar todas las cosas109; que no vino a que le sirviesen sino a servir110: que siendo el Señor de todos, se hizo a sí mismo ejemplo de humildad y estableció como ley principal esta virtud, unida con el mandato de la caridad; que, finalmente dijo: Mi yugo es suave y mi carga es ligera111

Bienestar y felicidad ¡Oh, qué felicidad podríamos gozar si los individuos, las familias y las sociedades se dejarán gobernar por Cristo! Entonces verdaderamente -diremos con las mismas palabras que Nuestro Predecesor León XIII dirigió hace

107 Pío XI, Encicl. “Ubi Arcano”, 23-XII-1922; AAS. 14 (1922) 683. 108 I Cor., 7, 23. 109 Colos. 1, 20. 110 Mat., 20, 28. 111 Mat., 11, 30.

veinticinco años a todos los Obispos del orbe católico-, entonces se podrán curar tantas heridas, todo derecho recobrará su vigor antiguo, volverán los bienes de la paz, caerán de las manos las espadas y las armas, cuando todos acepten de buena voluntad el imperio de Cristo, cuando le obedezcan, cuando toda lengua proclame que Nuestro Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre112.

III. LA FIESTA DE LA REALEZA DE CRISTO

1. Las razones para la introducción de la fiesta

a) En general para todas las fiestas

Ahora bien; para que estos inapreciables provechos se recojan más abundantes y vivan estables en la sociedad cristiana, necesario es que se propague lo más posible el conocimiento de la regia dignidad de Nuestro Salvador, para lo cual nada será más eficaz que instituir la festividad propia y peculiar de Cristo Rey.

El valor psicológico y religioso de las fiestas Porque para instruir al pueblo en las cosas de la Fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio. Estas sólo son conocidas, las más veces, por unos pocos fieles, más instruidos que los demás; aquéllas impresionan e instruyen a todos los fieles; éstas -digámoslo así- hablan una sola vez, aquéllas cada año y perpetuamente; éstas penetran en las inteligencias, aquéllas afectan saludablemente a las inteligencias, a los corazones, al hombre entero.

Corresponden a la naturaleza del hombre Además, como el hombre consta de alma y cuerpo, de tal manera le habrán de conmover necesariamente las solemnidades externas de los días festivos, que por la variedad y hermosura de los actos litúrgicos aprenderá mejor las divinas doctrinas, y convirtiéndolas en su propio jugo y sangre, aprovechará mucho más en la vida espiritual.

Obedecen a las exigencias del tiempo Por otra parte, los documentos históricos demuestran que estas festividades fueron instituidas una tras otra en el transcurso de los siglos, conforme lo iban pidiendo la necesidad y utilidad del pueblo cristiano, esto es, cuando hacía falta robustecerlo contra un peligro común, o defenderlo contra los insidiosos errores de la herejía, o animarlo y encenderlo con mayor frecuencia para que conociese y venerase con mayor devoción algún misterio de la Fe, o algún beneficio de la divina bondad. Así, desde los primeros siglos del cristianismo, cuando los fieles eran acerbísimamente perseguidos, empezó la liturgia a conmemorar a los Mártires para que, como dice San Agustín, las festividades de los Mártires fuesen otras tantas exhortaciones al martirio113. Más tarde, los honores litúrgicos concedidos a los santos Confesores, Vírgenes y Viudas, sirvieron maravillosamente para reavivar en los fieles el amor a las virtudes, tan necesario aun en tiempos pacíficos.

Combaten los errores y herejías. La lección de las fiestas marianas Sobre todo, las festividades instituidas en honor a la Santísima Virgen contribuyeron, sin duda, a que el pueblo cristiano no sólo enfervorizase su culto a la Madre de Dios, su poderosísima protectora, sino también a que se encendiese en más fuerte amor hacia la Madre celestial que el Redentor le había legado como herencia. Además,

112 León XIII, Encicl. “Anum sacrum”, 25-V-1899ASS., 31 (1898-99) 648. 113 S. Agust. Sermón 225 1. De martyribus (alias de Sanctis 47) (Migne PL. 39, col.2161)

entre los beneficios que produce el público y legítimo culto de la Virgen y de los Santos no debe ser pasado en silencio el que la Iglesia haya podido en todo tiempo rechazar victoriosamente la peste de los errores y herejías. En este punto debemos admirar los designios de la Divina Providencia, la cual, así como suele sacar bien del mal, así también permitió que se enfriase a veces la Fe y piedad de los fieles, o que amenazasen a la verdad católica falsas doctrinas, aunque al cabo volvió ella a resplandecer con nuevo fulgor, y volvieron los fieles, despertados de su letargo, a enfervorizarse en la virtud y en la santidad.

Testimonio de la historia moderna Asimismo las festividades incluidas en el Año litúrgico durante los tiempos modernos han tenido también el mismo origen y han producido idénticos frutos. Así, cuando se entibió la reverencia y culto al Santísimo Sacramento, entonces se instituyó la Fiesta del Corpus Christi, y se mandó celebrarla de tal modo que la solemnidad y magnificencia litúrgicas durasen por toda la octava, para atraer a los fieles a que veneraran públicamente al Señor. Así también, la festividad del Sacratísimo Corazón de Jesús fue instituida cuando las almas, debilitadas y abatidas por la triste y helada severidad de los Jansenistas, habíanse enfriado y alejado del amor de Dios y de la confianza de su eterna salvación.

b) en especial, las razones para la introducción de la fiesta de Cristo Rey

Debe combatir el laicismo, peste de nuestro tiempo Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy infecciona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la Religión Cristiana fue igualada con las demás religiones falsas, y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: Hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la Religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

La discordia y el desenfreno piden su introducción Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en Nuestra Encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.

La celebración de la fiesta debe hacer imposible la apatía de los buenos Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador. Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra, sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la

llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad. Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.

La fiesta de Cristo Rey es remedio contra el silencio vergonzoso Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de Nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo, y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad.

27. Beneficios para las naciones La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo, no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del Juicio Final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado, cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres.

PÍO XII

DISCURSO A LOS JURISTAS ITALIANOS Ante todo es preciso afirmar claramente que ninguna autoridad humana, ningún Estado, ninguna Comunidad de Estados, sea el que sea su carácter religioso, pueden dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o de hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral. Un mandato o una autorización de este género no tendría fuerza obligatoria y quedarían sin valor. Ninguna autoridad podría darlos, porque es contra la naturaleza obligar al espíritu y a la voluntad del hombre al error y al mal o a considerar al uno y al otro como indiferentes. Ni siquiera Dios Podría dar un mandato positivo o una positiva autorización de tal clase, porque estaría en contradicción con su absoluta veracidad y santidad.