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30/03/15 23:34 La invención del ejido | Nexos Página 1 de 22 http://www.nexos.com.mx/?p=23778 2015 - Nexos - www.nexos.com.mx La invención del ejido Emilio Kourí A cien años de haber sido incluido el ejido en la ley agraria, Emilio Kourí revisa de manera crítica la evolución de esta forma institucional para redistribuir la tierra en México. Lo que en 1912 empezó como un proyecto intelectual, hoy no suscita curiosidad alguna, pues se ha convertido en una obviedad histórica. El 6 de enero se cumple un siglo desde que, en medio de una gran guerra civil, la facción carrancista promulgó en Veracruz una ley agraria que sin de verdad proponérselo marcó el comienzo y rumbo de la reforma agraria más extensa en la historia moderna de América Latina. A lo largo de más de siete décadas los gobiernos emanados de la Revolución le dieron cauce a una enorme transformación del orden legal y de la distribución social de la propiedad rural en México. Empujada a ello primero por las exigencias y luchas de nuevas organizaciones campesinas y pronto también por el irresistible atractivo de su potencial clientelista, la Revolución acabó repartiendo mucha tierra, y no sólo mala. El cardenismo (asistido por la Gran Depresión) fraccionó buena parte de las grandes haciendas, demoliendo sin miramientos una longeva institución económica y social que simbolizaba no sólo la consolidación de la propiedad territorial y del poder local desde mediados del siglo XIX, sino también el legado de conquistas, sujeciones y depredaciones virreinales. Para 1991, cuando se enmienda la Constitución para ponerle fin al reparto, más de dos terceras partes de las tierras y los bosques de México habían sido sujetos de la reforma agraria. Mucho hay por debatir acerca de los costos y beneficios, los vicios y virtudes, o las aspiraciones y fracasos del reparto

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Ensayo sobre el Ejido

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La invención del ejidoEmilio Kourí

A cien años de haber sido incluido el ejido en la ley agraria, Emilio Kourí revisa de maneracrítica la evolución de esta forma institucional para redistribuir la tierra en México. Lo que en1912 empezó como un proyecto intelectual, hoy no suscita curiosidad alguna, pues se haconvertido en una obviedad histórica.

El 6 de enero se cumple un siglo desde que, en medio de una gran guerra civil, la faccióncarrancista promulgó en Veracruz una ley agraria que sin de verdad proponérselo marcó elcomienzo y rumbo de la reforma agraria más extensa en la historia moderna de AméricaLatina. A lo largo de más de siete décadas los gobiernos emanados de la Revolución le dieroncauce a una enorme transformación del orden legal y de la distribución social de la propiedadrural en México. Empujada a ello primero por las exigencias y luchas de nuevasorganizaciones campesinas y pronto también por el irresistible atractivo de su potencialclientelista, la Revolución acabó repartiendo mucha tierra, y no sólo mala. El cardenismo(asistido por la Gran Depresión) fraccionó buena parte de las grandes haciendas, demoliendosin miramientos una longeva institución económica y social que simbolizaba no sólo laconsolidación de la propiedad territorial y del poder local desde mediados del siglo XIX, sinotambién el legado de conquistas, sujeciones y depredaciones virreinales. Para 1991, cuando seenmienda la Constitución para ponerle fin al reparto, más de dos terceras partes de las tierrasy los bosques de México habían sido sujetos de la reforma agraria. Mucho hay por debatiracerca de los costos y beneficios, los vicios y virtudes, o las aspiraciones y fracasos del reparto

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de tierras de la Revolución, pero en cualquier caso lo cierto es que la magnitud de ese cambioinstitucional en la propiedad territorial es comparable sólo al que se produjo a raíz de laconquista española en el siglo XVI.

Lo que dio forma a esa gran reforma social del siglo XX fue una institución sui generis denombre e inspiración antiguos: el ejido. En su acepción moderna, el ejido de la Revoluciónhace su primera aparición formal en la ley del 6 de enero de 1915. A 100 años de distanciavale la pena reflexionar un poco sobre los peculiares orígenes de ese ejido nacido de laRevolución, una institución que no obstante haber sido algo prácticamente nuevo se imagina(y se justifica) aún como tradicional y autóctona. Lo que sigue, pues, es también una

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meditación sobre los usos contemporáneos de la historia; cuando las políticasimplementadas para reformar el presente se fundan en ideas acerca de un pasado que existeapenas en la imaginación, los resultados reales no suelen ser los deseados.

Que una revolución destruya lo que es injusto o no funciona para intentar algo nuevo ydiferente —con o sin éxito— es lo usual, y en el caso de México la reforma agraria de laRevolución inventó al ejido. De que es una invención moderna no debe quedar duda, comose verá enseguida. El ejido nació como un arreglo provisional, casi accidental, pero en menosde dos décadas se consolidó como el principal instrumento para la redistribucióngubernamental de la tierra. De tal modo, tarde o temprano hubo ejidos no sólo en Morelos oPuebla, blancos inmediatos y estratégicos de la ley carrancista (para contrarrestar allí losatractivos del zapatismo), sino también en otros lugares muy disímiles: en los desiertos deSonora, en las planicies costeras de Veracruz, en los campos algodoneros de La Laguna, en lasierra de Chiapas y en los fértiles valles del Bajío, por mencionar sólo algunos. A pesar de laenorme diversidad etnocultural y ecológica de México, la reforma agraria acabó significando(casi) siempre una sola y misma cosa: el ejido. ¿Por qué la forma de la reforma? Queda bienclaro que el país necesitaba urgentemente redistribuir la tierra y que mucha gente del campoestaba dispuesta a luchar contra viento y marea por obtener lo que la Constitución de 1917ofrecía, pero eso no explica la sorprendente uniformidad en el arreglo institucional delreparto a lo largo del tiempo y del espacio.

Lo inusual del caso mexicano es que fue una reforma agraria que se puso en marchainicialmente con la idea de restaurar, al menos provisionalmente, algo del pasado, modos detenencia de la tierra y de organización comunitaria que supuestamente antes habían existidoy funcionado bien. Por razones coyunturales y de modo imprevisible, esas nociones(erróneas) del pasado rural terminaron por marcar decisivamente el diseño institucional delreparto agrario. Las revoluciones modernas (Francia, Rusia, China, Cuba) casi siempre seimaginaron a sí mismas como grandes rompimientos progresistas, voraces destructoras de unpasado lleno de oprobios. No así la reforma agraria de México, cuya lógica y justificaciónapuntaron en la dirección opuesta; se atacó un pasado, sí, el del voraz latifundismo porfirista,pero sólo para reponer otro: el de la armonía natural de las comunidades indígena-

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campesinas. El ejido de la Revolución nació como proyecto intelectual (entre 1912 y 1915)con la idea de reconstituir, más por necesidad política que por convicción o admiración, lasformas y prácticas colectivas de tenencia agrícola y organización social supuestamentecaracterísticas de las poblaciones autóctonas de México, cuyos orígenes se remontaban a lospueblos coloniales de indios y a través de ellos a los calpullis del mundo indígenaprehispánico —prácticas colectivistas que supuestamente habían pervivido sin mayorestrastornos internos hasta que el liberalismo individualista de La Reforma las había condenadoa morir—. Para restablecer la paz rural tras la caída de Porfirio Díaz no había más remedio queacceder a restituir algo de esos espacios de propiedad y de esa praxis comunitaria. Para LuisCabrera, arquitecto de la propuesta y liberal convencido, se trataba de un retrocesoestratégico; para Andrés Molina Enríquez, filósofo del argumento, aquello era simplementeuna verdad de las nuevas ciencias de la evolución humana —la mayoría de la poblaciónmexicana no estaba lista todavía para aprovechar las ventajas de la propiedad privadaindividual—. La restauración comunitaria, pensaban ambos, sería sólo temporal, pero por lopronto la mejor opción era reconocer que tanto por arraigo cultural como por tradiciónancestral la tenencia y el uso colectivo de la tierra eran las formas más auténticamentemexicanas de relacionarse con la propiedad.

Así, por razones tanto políticas como históricas, la solución al problema agrario de esemomento resultaba clara: la propiedad comunal era lo que la gente más humilde del campo(los indios sobre todo) entendía mejor, lo que más convenía a sus necesidades presentes y,además, al parecer, lo que decían que querían los zapatistas alzados en armas al otro lado delAjusco. En realidad, como se verá enseguida, ni el proyecto político ni la reforma agraria delzapatismo tenían nada que ver con todo este entramado, y a pesar de que en la historiaoficial y en la de los académicos se ha insistido siempre en vincularlos, el ejido de laRevolución tuvo muy poco en común (y en mucho estuvo en fundamental oposición) conlas reformas que perseguía el zapatismo. Ese ejido, el moderno, se apoya en nocionespreconcebidas sobre la cultura y la historia de las poblaciones rurales de México, nocionesque —hoy sabemos— carecen de fundamento.

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Luis Cabrera redactó la ley agraria del 6 de enero de 1915, la cual declara nulas todas lasenajenaciones de “tierras, aguas y montes pertenecientes a los pueblos, rancherías,congregaciones o comunidades” causadas por la aplicación indebida de las Leyes de Reforma.El artículo 3 reza: “los pueblos que necesitándolos, carezcan de ejidos o que no pudierenlograr su restitución… podrán obtener que se les dote del terreno suficiente parareconstituirlos conforme a las necesidades de su población”. He ahí, en breves palabras, laesencia del programa de reforma agraria que siguió la Revolución. Vendrían luego diversasmodificaciones, quizás ninguna más importante que la inclusión de núcleos de población sincategoría política como posibles peticionarios (peones de hacienda, jornaleros y otros sin vidacomunitaria formal), pero el trazo original —repartos colectivos, lógica reconstitutiva,mediación gubernamental— se mantuvo inalterado. Como ni Cabrera ni Carranza eranamigos de lo comunitario, la ley también menciona que “no se trata de revivir las antiguascomunidades, ni de crear otras semejantes”, advirtiendo que eventualmente “la propiedad delas tierras no pertenecerá al común del pueblo, sino que ha de quedar dividida en plenodominio”, para lo cual promete una ley reglamentaria que “determinará la condición en quehan de quedar los terrenos que se devuelvan o se adjudiquen a los pueblos y la manera yocasión de dividirlos entre los vecinos, quienes entretanto los disfrutarán en común” (art. 11).Pero todo esto último quedaría finalmente en el olvido.

La idea de reconstituir la propiedad comunal de los pueblos (denominarla “ejido” fue una delas muchas confusiones que marcaron la génesis de la reforma agraria) para remediar losdaños causados por las desamortizaciones civiles de La Reforma y las privatizaciones delrégimen porfiriano tomó forma durante la primera década del siglo XX, principalmente en losdiversos ensayos histórico-sociales de Andrés Molina Enríquez. En 1912, tras el arribo deMadero a la presidencia y con las exigencias agrarias del zapatismo de por medio, el tema seventiló en varias ocasiones dentro de las esferas gubernamentales: primero en un par deestudios preparados a comienzos de año por una Comisión Agraria Ejecutiva nombrada porla Secretaría de Fomento, luego en un proyecto de ley presentado en octubre ante la XXVILegislatura por el diputado Juan Sarabia, del Partido Liberal (redactado junto con AntonioDías Soto y Gama, ambos de filiación anarquista y potosina), y finalmente en el después

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famoso proyecto de ley del diputado Luis Cabrera sobre “la reconstitución de los ejidos de lospueblos”, presentado el 3 de diciembre. Entre los dos textos de Cabrera (el proyecto de 1912 yla ley de 1915, ambos de inspiración contrazapatista) hay apenas un par de años, y sudistancia conceptual es también muy corta.

Más allá de los detalles, todas estas propuestas (todavía entonces minoritarias) en pro de lareconstitución comunal se anclaban en una visión común de cómo y por qué habíacambiado el campo mexicano en la segunda mitad del siglo XIX. Según esta interpretación—que surgió entonces y se popularizó a lo largo del siglo XX— la tenencia comunal de latierra en los pueblos era una práctica de profundo arraigo y enorme aceptación local que secaracterizaba, con raras excepciones, por su equilibrio, equidad, relativa transparencia y buen

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funcionamiento. La propiedad comunal era el cimiento legal de la perdurable organizaciónsocial de los pueblos. Aquella tradicional estabilidad fue trastocada por la aplicación de la LeyLerdo de 1856, el gran parteaguas histórico. El nuevo régimen de propiedad individual ideadopor el liberalismo obligó a desamortizar los bienes de las corporaciones civiles, muy en contrade la voluntad de los habitantes de los pueblos. Las consecuencias de toda esa transiciónforzada, se creía, habían sido dramáticas y funestas: cada pueblo se defendió como pudo,pero el poder del gobierno junto con sus aliados fuereños —capitalistas, letrados,terratenientes, rurales— fue casi siempre mayor. Germinaron entonces los abusos, lacorrupción, los engaños, la trampa, y para comienzos del siglo XX México se había convertidoen un país de pueblos casi sin tierras, de labradores desposeídos y empobrecidos rodeadospor un mar de haciendas —viejas y nuevas— alimentadas por la penuria de una crecientepoblación de peones, jornaleros y medieros. Las injusticias, la rabia y el resentimientoacumulados al margen de ese desastroso proceso explicaban el origen de las sublevacionesagrarias que habían aflorado como parte de la movilización antiporfirista. De todo esto sedesprendía que la solución lógica consistía en reconstruir los ejidos de los pueblos.

En apoyo a dicha recomendación existían además otros razonamientos de peso. Elargumento histórico que vinculaba los abusos del ancien régime con el surgimiento de lasrebeliones agrarias se apoyaba a su vez en una serie de ideas acerca del significado de la raízcomunalista en la historia de México. Aquí el asunto medular era cultural; se trataba deentender la relación entre las culturas de México y las diferentes formas de organizaciónsocial. La cuestión es compleja y difícil de encapsular, pues en ella se entrelazan diversasconcepciones decimonónicas de la filosofía, la política, las ciencias sociobiológicas y delpensamiento racial. Quizás lo más sencillo es decir que cuando comienza la Revoluciónexisten tres diferentes líneas de pensamiento social que, por vías y motivos muy distintos,coinciden en señalar que la propiedad colectiva de la tierra había sido, era y/o debía seguirsiendo un aspecto fundamental del orden social de los habitantes de México. La primeraprovenía del positivismo, con variopintas influencias de Comte, Spencer y Darwin, entre otros.Se pensaba que la evolución cultural de las distintas colectividades humanas procedía aritmos diferentes, y que a cada etapa en el desarrollo social le correspondía un tipo particular

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de relaciones de propiedad, en escala ascendente. Según esta lógica, la propiedad comunalera sin duda el esquema más adecuado para la mayoría de los mexicanos de principios delsiglo XX, dado su evidente atraso evolutivo: querer imponerles cualquier otro régimen depropiedad produciría resultados catastróficos, tal y como se había visto en los 50 años queprecedieron a la Revolución. La segunda línea de análisis venía del anarcocomunismo, coninfluencias directas de Kropotkin, Reclus y varios más. Aquí la tenencia comunitaria de latierra era simplemente la expresión natural del instinto de cooperación social, de lasolidaridad grupal innata y de la cohesión inherente en la libre asociación, todas ellas virtudespropensas a la expansión como parte del avance de la evolución histórica de la humanidadvisualizado por el anarquismo. La tercera línea era más ecléctica y pragmática. Por un lado sereconocía que en Morelos y en otras partes lo que los sublevados exigían eran tierras para suspueblos, por las razones que fuesen, y además —si es que se iba a redistribuir tierra— elreparto grupal prometía ser menos complicado y más rápido que el individual. Y a esto sesumaba, por otro lado, un incipiente elemento nacionalista: comenzaba México en aquelentonces a vincular su identidad como nación moderna con las glorias de sus antiguascivilizaciones indígenas, y desde esa perspectiva se abría la posibilidad de definir a lapropiedad comunal menos como un vestigio de primitivismo cultural y más como unaspecto distintivo de una larga y orgullosa tradición cultural propia. Y así, cada cual a sumanera, y a pesar de sus múltiples incongruencias, todos estos caminos mentales parecíanconducir de vuelta al ejido.

En su conjunto, estos argumentos histórico-culturales contribuyeron a que el ejido se llegara aconcebir como la forma institucional natural —la más mexicana— para la redistribución de latierra en México. Tendrían que pasar 20 años —entre luchas y debates y a pesar deldesagrado explícito de todos los presidentes anteriores a Cárdenas— para que el ejidoconsolidara su forma. Pero muchas de sus principales características definitorias (dotacionescolectivas y no individuales, inalienabilidad de la tierra, derechos de propiedad restringidos,supervisión gubernamental de la vida comunitaria) quedaron incluidas desde un principio, ytodas ellas se derivan directamente de la matriz de ideas y argumentos recién descrita. Quedabien claro que echar a andar el reparto no fue nada fácil, pues no era sólo cuestión de ideas, y

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que en sus primeros 25 años la reforma agraria enfrentó enormes retos sociales (unaconstante oposición política y judicial, la feroz resistencia de muchos hacendados y muchaviolencia en el campo). Lo revelador, sin embargo, es que los grandes conflictos de aquellaprimera época giraron no en torno a la forma institucional de la reforma sino a otros cuatroasuntos fundamentales: primero, si se debía o no expropiar y repartir tierra, y luego si losgobiernos tendrían la voluntad y capacidad de hacer valer la ley; segundo, si lasexpropiaciones debían ser pagadas o no y cómo; tercero, quiénes tendrían derecho a recibirtierra, y cuánta; cuarto, qué tipo y extensión de tierras quedaría sujeta a expropiación.Ninguna alternativa institucional al ejido fue considerada seria y sostenidamente. A partir de1920 decir reforma agraria en México equivalía, con raras excepciones, a hablar de ejidos. Yesto no se explica por la ausencia de otras ideas o esquemas, sino por la rápida naturalizaciónde la forma ejidal y su incorporación a la legislación y reglamentación que rigió la reformaagraria. Piénsese, por ejemplo, en el tipo de redistribución de la propiedad agrícola propuestapor el villismo en el norte: fraccionamiento de las haciendas, colonias agrícolas, lotes privadosa título individual, etcétera. ¿Por qué no se implementó allí un modelo como ése? La historiarural de buena parte del territorio mexicano y de sus poblaciones tiene muy poco en comúncon la saga de los pueblos desposeídos cuya propiedad comunal clamaba por serreconstituida, y sin embargo el reparto agrario propagó la organización ejidal sin distinciónsociocultural o geográfica de tipo alguno.

La historia oficial generada por la Revolución —en libros de texto, ceremonias públicas,representaciones artísticas y demás lecciones de civismo— promovió eficazmente lanaturalización del ejido. La historiografía académica hizo más de lo mismo. Con el tiempo, losfundamentos ideológicos de la narrativa original en pro de la naturalidad de la forma ejidalperdieron su atractivo, pero la interpretación genérica del proceso histórico que derivó en elejido encontró nuevos soportes conceptuales. El positivismo y el evolucionismo racistacayeron en desuso y el entusiasmo anarquista gradualmente se disipó; entonces elcomunismo en ascendencia quiso ver al ejido como preludio a la colectivización de laproducción agrícola, mientras que el indigenismo revolucionario y el relativismo cultural en laantropología le brindaron al ejido nuevos aires de legitimidad nacionalista e inevitabilidad

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histórica. Hoy —como a lo largo de gran parte del siglo XX— la génesis del ejido de laRevolución no suscita curiosidad alguna, pues la versión del pasado en que está inserta hallegado a alcanzar el rango más excelso: es una obviedad histórica. Todos creemos saber —¿ono?— que la ancestral organización comunal de los pueblos garantizó por largo tiempo susupervivencia con cierta equidad interna, que las Leyes de Reforma obligaron a los pueblos asubdividir la propiedad contra su voluntad, con consecuencias desastrosas, que la rapiña ruralporfirista y la humillante miseria en que ésta sumió al campesinado fueron la causa principalde la revolución agraria, cuyo gran héroe y mártir fue Emiliano Zapata, y que el fruto de todaesa sangrienta lucha fue el reconocimiento a nivel nacional de los derechos de propiedadcolectivos y su reconstitución —ardua, compleja, lenta, a veces también chueca— a través deuna reforma agraria ejidal. Es así como se ha resumido al ejido: la solución congénitamentemexicana —a la vez revolucionaria y tradicional— para un problema histórico mexicano. Y afin de cuentas, para los que se han convencido de que el calpulli es de verdad “el antecedentelejano del ejido” —como nos dice el sitio de internet de la actual Secretaría de DesarrolloAgrario, Territorial y Urbano (SEDATU)— las demás explicaciones sobran.

Acaso si a raíz de la reforma agraria el campo mexicano se hubiera encaminado hacia unaprosperidad, paz y equidad más duraderas, importaría muy poco examinar la enquistadamitografía que abrigó la génesis y propagación del ejido de la Revolución. Pero como elpanorama rural es hoy en día —y desde hace tiempo— bastante desolador, puede ser que elanálisis crítico de esa historia sirva para algo más que ajustar algunas viejas cuentas con elquehacer histórico. No se trata de echarle la culpa al ejido de los abrumadores problemas delcampo; culpas y culpables —en diversos momentos y lugares— hay de sobra, y las de lainstitución ejidal ciertamente no son las más graves. No se trata tampoco de hacerle unasucinta apología ex post facto a las supuestas virtudes superiores de la propiedad privada; ésaes la lectura simplista y contrafactual a que acude automáticamente el pensamientoneoliberal actual. La propiedad colectiva puede funcionar —y en ciertos casos funciona—muy bien, por lo que descalificarla de entrada es una tontería producto de grises prejuiciosideológicos. Lo que no se puede es asumir ex ante, en el diseño y la implementación depolíticas públicas, que la organización comunal de la propiedad agrícola va a funcionar bien

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por razones culturales de carácter congénito o de connaturalización histórica; ése es unesencialismo peligroso y en esto, como en tantas otras cosas, el sueño de la razón puedeacabar produciendo monstruos.

Toca entonces comenzar a desnaturalizar al ejido de la Revolución, repensando aspectosclave de los procesos histórico-sociales que le dieron vida, para así empezar a entender mejorcómo la reforma agraria mexicana adquirió su identidad y a qué precio. Por razones debrevedad, lo que resta de este ensayo se centra en tres cuestiones fundamentales, esbozandoargumentos que se detallan en un libro de próxima aparición. La primera pondera unaconfusión semántica y conceptual en el corazón de esta historia: la contradicción en términosentre la definición histórica del ejido y su reinvención como ejido agrícola en manos de losintelectuales de la Revolución. Las otras cuestiones abordan los dos grandes pilareshistoriográficos en que se apoya la interpretación canónica de los orígenes y razones de lareforma agraria ejidal: el funcionamiento real del régimen de propiedad comunal en lospueblos antes de 1856 (y las diversas razones por las que la tenencia colectiva disminuyónotablemente en las décadas finales del siglo XIX), y la relación —más allá de la mistificación— entre las reformas legales y políticas por las que pugnó el movimiento zapatista y el ejidoque finalmente instauró la Revolución.

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El ejido agrícola de la Revolución. En su acepción original, “ejido” era el nombre de uno de losvarios tipos de tierra y formas de propiedad que componían el patrimonio de los pueblos deCastilla en la época de la conquista española. Los ejidos eran, por lo general bosques, dehesaso agostaderos en las afueras de los pueblos (de ahí el nombre del latín, exitus), cuya posesióny uso se hacían de manera colectiva. Las mercedes reales y las Leyes de Indias quereorganizaron la estructura legal de las comunidades indígenas conquistadas y lasconvirtieron en pueblos coloniales procuraron replicar las mismas categorías jurídicas deposesión y uso de la tierra que tenían los pueblos castellanos —no sólo el ejido, sino los

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propios, el fundo legal, las tierras de repartimiento y eventualmente las tierras de las cofradías—. En México no todos los pueblos coloniales tuvieron ejidos, pero sí la mayoría de los delaltiplano central. Lo que definía a los ejidos, su esencia, era que no eran ni podían ser para laagricultura, sino para pastoreo, recolección de maderas y frutos silvestres. Por eso confrecuencia fue en los llamados montes donde se localizaron los ejidos de los pueblos.Mientras que la agricultura se practicaba en tierras repartidas de uso y posesiónexclusivamente familiar, el ejido era de todos y para el uso de todos los vecinos del pueblo. Enel campo la gente sabía muy bien lo que era el ejido y para qué servía, y la legislación antiguano admitía confusión al respecto; el ejido, dice el diccionario de Escriche (1874), es “el campoo tierra que está a la salida del lugar y no se planta ni se labra, y es común para todos losvecinos… Los ejidos de cada pueblo están destinados al uso común de sus moradores; nadiepor consiguiente puede apropiárselos ni ganarlos por prescripción, ni edificar en ellos, nimandarlos en legado”. Y el de Covarrubias, de 1611, decía ya exactamente lo mismo.

Las Leyes de Reforma mandaron la desamortización de propios y tierras de repartimiento,permitiendo mantener la propiedad corporativa únicamente de los ejidos, excepción que fuemás tarde rescindida, en el Porfiriato. Para principios del siglo XX la propiedad de los pueblosdel centro de México que no había sido desamortizada era en su mayoría ejidos, y por eso lasautoridades federales y estatales que entonces se ocupaban de esos asuntos comúnmenteemplearon el término “ejido” para referirse indistintamente a las diversos tipos de tierra quehabían pertenecido a los pueblos, borrando así las antiguas diferencias entre categorías depropiedad. Cuando a principios de 1912 Madero enfrenta varias sublevaciones rurales, laComisión Agraria Ejecutiva nombrada para buscarle solución al problema agrario sugiere “lareconstrucción de los ejidos de los pueblos”. Queda claro que en realidad no se referían aejidos, sensu stricto, sino a tierras de cultivo, al igual que los posteriores proyectos de ley deAntonio Sarabia y Luis Cabrera. Sería un error pensar que ésta fue una mera confusiónsemántica sin mayor importancia o consecuencia; los ejidos y las tierras de cultivo tenían enrealidad muy poco en común, no sólo en términos de su uso sino en cuanto a la distribuciónde derechos de propiedad en cada cual. Los ejidos eran propiedad comunal de uso colectivo,pero las tierras agrícolas (aunque también nominalmente de propiedad comunal) habían

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estado siempre parceladas y tenían dueños particulares de facto. Los zapatistas entendían bienestas diferencias, como se ve claramente en el Plan de Ayala. No así la Comisión (o, pocodespués, Luis Cabrera); surge así un nuevo concepto, hasta entonces antinómico: el ejidoagrícola. Es una idea que mezcla sin reconocerlo el nombre y los atributos de un tipo depropiedad comunal (el ejido) con los muy diferentes usos y derechos asociados a otro (latierra de repartimiento agrícola), y lo imagina todo antiguo y tradicional, apenas unareconstrucción y nada más. Como por arte de magia las prácticas comunalistas del ejidocolonial se transfieren al ámbito del cultivo agrícola (que poco tenía de comunal), asumiendoque al fin y al cabo ambos reflejaban las mismas proclividades de carácter cultural. Enpalabras de la Comisión, el ejido agrícola reconstituiría “prácticas y costumbres quemantienen la solidaridad de los pueblos…; además, aquellas costumbres son tradicionales, ennada perjudican a la sociedad y fueron instituidas porque se adaptan a las tendencias, a lasinclinaciones, a la manera de ser de los pueblos que las practicaron”. Éste sería, con pequeñasmodificaciones, el nuevo ejido que prometería recrear la ley carrancista de hace un siglo, conla dificultad de que el pasado comunal que el ejido de la Revolución pretendía emular enrealidad no había sido tal.

La propiedad comunal de los pueblos. La historia de la destrucción liberal y de lareconstrucción revolucionaria de la propiedad comunal de los pueblos (viejos y nuevos) sefunda en ciertas ideas más o menos fijas sobre la naturaleza del régimen comunal antes de1856, ideas que han compartido lo mismo muchos historiadores que el grupo deintelectuales y políticos que dieron forma al reparto agrario. Dicho muy brevemente, sesupone que la tenencia comunal de la tierra representaba un conjunto coherente deprácticas sociales estables, de amplia aceptación a nivel local, que respondían a una lógicaoperativa muy diferente a la que rige en la propiedad privada. Según esta visión, lascomunidades (pueblos, rancherías, congregaciones, etcétera) eran dueñas y administradorasde sus tierras; la parte medular de ese arreglo era que la distribución interna del acceso a latierra agrícola era inclusiva y —si bien no igualitaria— tendía en principio a procurar ciertaequidad colectiva. Los vecinos —hijos del pueblo— tenían sólo derechos de usufructo, lacolectividad protegía el patrimonio del común y ese compromiso, heredado y compartido,

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generaba un sentido muy fuerte de identidad grupal. Vista de este modo, la organizacióneconómica y política de la comunidad territorial era la expresión institucional de un sistemade afinidades culturales que surtía grandes beneficios a todos los miembros de lacolectividad, lo que a su vez explicaba su enorme arraigo popular. Si la propiedad comunal deverdad había funcionado así —y si el embate privatizador liberal había sido en realidad laúnica o la principal causa de su desmoronamiento— entonces su reconstitución era unaproposición no sólo justa sino también sensata. Pero ¿qué tal si resulta que la propiedadcomunal de hecho operaba de un modo muy diferente? ¿Y si los documentos históricosmuestran que la existencia de derechos de propiedad privados y exclusivos de facto dentrodel espacio nominalmente comunal era una realidad corriente y cotidiana en los pueblosdesde mucho antes de 1856, y que en ellos la desigualdad rampante en el acceso a la tierracomunal era una característica bastante normal? ¿Qué tal si la comunidad imaginada por losintelectuales tenía muy poco que ver con la manera en que las relaciones de propiedadfuncionaban en muchos pueblos de verdad? En tal caso la implementación de una reformaagraria con base en el ejido agrícola sería ya no un tipo de restauración fundada en laexperiencia, sino algo muy distinto, una solución ya no tan obvia y con resultados por endeseguramente más impredecibles.

Ése es justamente el panorama que surge de una amplia relectura crítica, a contracorriente ysin nociones preconcebidas, de la vasta literatura monográfica (con base en archivos) sobrelas relaciones de propiedad en los pueblos coloniales y del siglo XIX que se ha producido enlos últimos 60 años, así como de la revisión de otras numerosas fuentes primarias. A esto sesuman las investigaciones de una nueva generación de historiadores —en México y en elextranjero— que desde hace unos 20 años se ha dedicado a analizar —haciendo a un ladolos mitos heredados— la compleja y contradictoria vida económica y social de los pueblosdecimonónicos, incluyendo el orden interno de la propiedad territorial. Claro que hayimportantes variaciones regionales, diversas trayectorias de cambio a lo largo del tiempo ytambién notables excepciones, pero a modo de generalización es posible afirmar que porsiglos la distribución del control y uso de la tierra comunal fue muy jerárquica yprofundamente desigual, y que la existencia de derechos de propiedad privados de facto —

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incluyendo ventas e hipotecas de tierra nominalmente comunal— fue una característicaperfectamente normal de la vida interna de incontables pueblos desde mucho antes de quelas leyes de desamortización, y los diversos decretos que las fueron reglamentando, le abrieranun camino legal a la privatización. Y de esto además se desprende que la historia deldesmembramiento de la propiedad comunal durante el Porfiriato queda todavía porescribirse, pues fue mucho más que un simple proceso de desposesión externa (que sin dudahubo) impulsado a fuerza por las nuevas leyes del liberalismo, como bien lo han venidodemostrando ya algunos estudios de caso. Al analizar toda esa evidencia en su conjunto,resulta difícil continuar sosteniendo la idea de que el etos comunalista de la propiedad que elejido del siglo XX pretendía restituir era una parte esencial de las sociedades-pueblo antes dela Revolución. Sin duda hace falta todavía más investigación, pero si los trabajos actualescontinúan y se amplían es probable que en los próximos 20 años logremos tener una nuevasíntesis más afín a la realidad.

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Si esto es cierto, cabe preguntarse: ¿cómo es que no lo hemos sabido? Una primera respuestaes que nunca se encuentra lo que no se busca, sobre todo si se ha decidido de antemano quees algo que no existe. En este caso el rancio abolengo de toda una serie de premisas osupuestos acerca de las características indelebles de la cultura indígena lo ha impedido, alproducir y sostener imágenes estereotipadas y sin historia de la tenencia comunal de la tierra.Pero hay más. Por mucho tiempo los historiadores se dedicaron a documentar la larga luchade tantos pueblos por proteger sus propiedades de la rapacidad de hacendados y demásagresores externos —por vía de peticiones, protestas, juicios, revueltas y rebeliones—. Es una

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historiografía magnífica, que describe en detalle cómo los pueblos al defenderse con grantesón de las pretensiones de poderes fuereños frecuentemente exhibieron una gran cohesióninterna, un sentido de identidad colectiva y una admirable solidaridad tanto retórica comopráctica. Todo esto es cierto y muy importante, pero no nos dice nada acerca de ladistribución y el uso interno de la propiedad comunal. Hay que hacer una distinción entre elpueblo como cuerpo político o moral y el pueblo como esfera de propiedad, pues lo uno noes espejo de lo otro: un pueblo perfectamente unido contra la agresión externa podía —ysolía— al mismo tiempo y sin contradicción aparente estar marcado por una granestratificación social, por una grosera inequidad en la distribución de la tierra e incluso por laprivatización de facto de partes de su patrimonio comunitario. Existe un largo registro, porejemplo, de pueblos cuyas autoridades enajenaron tierras (a veces por beneficio propio), sinque esto los incapacitara para hablar con una sola voz en otros asuntos de interés colectivo. Elerror ha sido asumir que las manifestaciones políticas (o religiosas) de cohesión comunitariareflejaban necesariamente un comunalismo fraternal en el régimen de propiedad, lo que porlo general no fue cierto.

El zapatismo y el ejido. El elevado perfil otorgado a la comunidad imaginaria en lainterpretación de la historia de las formas de propiedad en México le sirvió de inspiración eimpulso al diseño de la redistribución de tierras. Pero la noción de que el ejido de laRevolución era a fin de cuentas —y a pesar de los feroces antagonismos previos— el legadoinstitucional de la lucha e ideales zapatistas fue la principal fuente de legitimación de lareforma agraria ejidal. La vinculación de la forma ejidal con la esencia de las aspiraciones delzapatismo no sólo mostró que los gobiernos de la Revolución tomaban en serio la urgentenecesidad —y el reclamo popular— de repartir tierra, sino también que el ejido eraprecisamente el tipo de institución agraria por la que el campesinado se había levantado enarmas. La idea se puso en circulación desde 1920, a menos de un año del asesinato de Zapata,cuando varios de sus asesores intelectuales se aliaron con Obregón. Al año siguiente elpresidente viajó a Morelos para rendirle homenaje a Zapata, y así el mito comenzó a cobrarvida. Al zapatismo se le quisieron atribuir entonces (retrospectivamente) la paternidad de unaserie de cambios importantes incorporados al artículo 27 de la Constitución de 1917, entre

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ellos la legalización de la tenencia comunal de la tierra, y de ahí en adelante se empezó arepetir que el ejido encarnaba el ideario zapatista. El argumento es falso; es posible o inclusoprobable que sin los zapatistas no hubiera habido tanta presión para realizar un gran repartoagrario, pero la forma que tomó la reforma no se le puede atribuir a ellos, sino que hay quebuscarla —como se ha visto— en otra parte. El zapatismo fue claramente el catalizadorpolítico de la reforma agraria, mas no su inspiración ideológica o institucional.

Hay sin duda similitudes superficiales entre el proyecto zapatista y la reforma agraria ejidal (latenencia comunal, por ejemplo), pero visto más de cerca el contraste resulta mucho másprofundo, pues tenían significados opuestos y metas incompatibles. El asunto se puederesumir así: mientras que el zapatismo propugnó una cierta concepción o definición políticade la comunidad, el ejido se funda sobre una idea abstracta de la comunidad como un enteprimordialmente social y básicamente homogéneo. Y de ahí surgen dos grandes contrastes:autonomía política local versus ausencia de autonomía política; el reconocimiento —y laaceptación— de la diversidad socioeconómica al interior de las comunidades versus elsuponer que las comunidades tienen y mantienen un orden social esencialmente igualitario.Son dos maneras muy distintas de concebir lo que es la comunidad, su forma de gobierno, suorganización interna y sus derechos vis à vis el resto de la sociedad nacional.

El zapatismo fue un movimiento social interesado en restaurar el antiguo estatus y poderpolítico de las corporaciones civiles (municipales) que eran los pueblos, poder que se habíaerosionado considerablemente a lo largo del siglo XIX. Esto incluiría —pero no se reducía a—recobrar sus viejas tierras. Entre papeles encontrados en las oficinas de sus gobiernos yestudiando copias de añejos títulos sacadas del archivo nacional, los líderes de estos pueblos—gente de campo, más o menos humilde pero con algo de educación— encontraron quesus comunidades habían gozado tiempo antes de extensos poderes de autogobierno (de losque ahora carecían), y que en siglos pasados el rey de España les había otorgado tierras enperpetuidad, que habían perdido, quién sabe cómo. Decidieron que tenían derecho arecobrar todo aquello, y la crisis política que dio paso a la Revolución les dio a ellos laoportunidad de organizarse y movilizarse para exigir esos derechos.

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De esta historia muy destilada se derivan dos observaciones fundamentales. La primera esque la autonomía municipal y el ejercicio pleno del autogobierno serían el corazón de lalucha zapatista; para ellos los pueblos eran ante todo cuerpos políticos con derechos ampliose inalienables. En contraste, el ejido de la Revolución nació (a propósito) apartadoformalmente de los gobiernos municipales, dotado apenas de tierras —una separaciónfatídica que lo condenaría a ser una institución política débil y dependiente—. La segundaobservación es que los zapatistas pugnaron por la devolución de todas las tierras que algunavez habían pertenecido a los pueblos, no sólo aquellas que habían sido enajenadas a raíz delas sucesivas leyes liberales y porfiristas. Más aún, las tierras recobradas pertenecerían sinrestricción alguna a las corporaciones-pueblos, que eran sus legítimos dueños. El ejido, encontraste, implementó una noción muy distinta de la propiedad, con derechos comunales eindividuales estrictamente limitados y bajo la supervisión directa de una nueva burocraciaagraria federal creada ad hoc. Estas diferencias se verían también en la distribución interna y elmanejo de las tierras recobradas (o dotadas). El derecho ejidal reglamentó en detalle todoslos aspectos del reparto y la administración de tierras, independientemente de si se cumplíano no: quién recibiría tierra, cuánta, dónde —y en muchos casos también cómo se tenía queutilizar—. Por su parte, los zapatistas creían que estas cuestiones eran estrictamente decompetencia local y que le correspondía a cada pueblo resolverlas a su manera, tal y cual lodemostraron en la conducción de los repartos agrarios que realizaron por su cuenta a partirde 1912 y sobre todo entre 1914 y 1916.

Para entender por qué estos grandes contrastes entre el proyecto zapatista y el ejido de laRevolución no han recibido toda la consideración que merecen hay que tomar en cuenta —además de la poderosa influencia amorfa que continúa ejerciendo la narrativa oficial— elparticular papel ideológico que jugaron los intelectuales anarquistas que se unieron alzapatismo tras el asesinato de Madero. A partir de 1914 les tocó a varios de ellos escribirbuena parte de la propaganda ideológica y de las leyes más altisonantes emitidas por elzapatismo, a las cuales infundieron con sus propias ideas de solidaridad inherente,igualitarismo y cooperación natural, proyectando así sobre el zapatismo retórico la noción deque los pueblos eran comunidades naturalmente coherentes, espacios de libertad, fraternidad

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e igualdad. La publicidad no era mala y servía para afilar el perfil político del zapatismo en unmomento de profunda incertidumbre, lo que quizás explica por qué Zapata le dio riendasuelta a las fantasías agraristas de sus asesores anarquistas, hombres todos de ciudad, no delcampo. De cualquier modo, lo cierto es que tales pronunciamientos no tuvieron impactoalguno en las operaciones del zapatismo a nivel de los pueblos, como se ve claramente en sureforma agraria. La meta del zapatismo era alcanzar la soberanía local, y con ello mejor accesoa la tierra. La igualdad y la armonía natural eran ideas muy bonitas, pero no mucho más;cualquier vecino de pueblo sabía bien que allí habían ciertas jerarquías sociales y económicas,y que una cosa era combatir la injusticia y otra muy distinta acabar con todas las diferencias.Tras la muerte de Zapata algunos de aquellos anarquistas (Antonio Díaz de Soto y Gamaentre ellos) se fueron con el nuevo gobierno y se convirtieron en grandes promotores delejido, diciendo que les constaba que ésa era la continuación de la lucha de Emiliano, lo cual sesostiene sólo si se trata del zapatismo que ellos quisieron imaginarse.

Si el ejido de la Revolución no fue ni el retorno a la propiedad comunal supuestamentecaracterística de lo mexicano ni la encarnación institucional del agrarismo zapatista —sino entodo caso su negación—, la verdadera historia (que nadie ha podido todavía contar) decómo y con qué costos se implantó y desarrolló esa nueva institución rural que reconfiguraríaradicalmente el campo mexicano durante el siglo XX se vislumbra más misteriosa, compleja yquizás también desconcertante. Cuando hace 100 años escribió Luis Cabrera la ley del 6 deenero, jamás se imaginó las consecuencias que habría de tener, pues aquello era entoncesapenas un ardid de guerra que pronto habría de cobrar vida propia. 20 años más tarde,cuando el ejido era ya una realidad en franca expansión, Cabrera se había convertido en unode sus más acérrimos enemigos. Y es que con los fantasmas y fetiches de la historia se juega ariesgo propio, y en México ése ha sido un hábito con el que los intelectuales y los políticosrara vez están dispuestos a romper.

Emilio KouríHistoriador. Profesor en la Universidad de Chicago y autor de Un pueblo dividido.

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2015 Enero, Ensayo.