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183 La Revista Católica, Julio/Septiembre, 2018 d ACTUALIDAD ECLESIAL La Justicia y el Perdón como camino para detener el círculo de la violencia. La predicación de monseñor Óscar Romero en los funerales de tres sacerdotes asesinados Diego Miranda, Pbro.* 1. INTRODUCCIÓN. LA VIOLENCIA DEL AMOR «Una Iglesia que no se une a los pobres, para denunciar desde los pobres las injusticias que con ellos se cometen, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo» 1 . La mañana del 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la misa en la capilla del hospital Divina Providencia en san Salvador, una repentina ráfaga de balas interrumpió la celebración de la eucaristía. En ese momento, mientras ofrecía el sacrificio de Cristo en la cruz, monseñor Oscar Romero hizo también entrega de su vida en el altar, mezclando su sangre con la de Cristo en el cáliz. Se materializó de este modo lo que ya muchos presentían que podía suceder, y que él mismo, en más de alguna ocasión, había anunciado como posible: su propio martirio. De este modo llegó a su fin el ministerio pastoral que monseñor Oscar Arnulfo Romero ejerció por casi tres años en la arquidiócesis de San Salvador, ministerio que estuvo siempre amenazado por la violencia y la persecución que tanto él como muchos de sus sacerdotes y feligreses padecieron por los grupos armados que oprimían en ese momento a sus ciudadanos. Resulta curioso, no obstante, constatar que cuando Romero asumió la dirección pastoral de su arquidiócesis, era considerado un sacerdote conservador, un “ratón de biblioteca”, un obispo de bajo perfil, que no se inmiscuiría en temas

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ACTUALIDAD ECLESIAL

La Justicia y el Perdón como camino para detener el círculo de la violencia. La predicación de monseñor Óscar Romero en los funerales de tres sacerdotes asesinados

Diego Miranda, Pbro.*

1. INTRODUCCIÓN. LA VIOLENCIA DEL AMOR

«Una Iglesia que no se une a los pobres, para denunciar desde los pobres las injusticias que con ellos se cometen, no es la verdadera Iglesia de Jesucristo»1.

La mañana del 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la misa en la capilla del hospital Divina Providencia en san Salvador, una repentina ráfaga de balas interrumpió la celebración de la eucaristía. En ese momento, mientras ofrecía el sacrificio de Cristo en la cruz, monseñor Oscar Romero hizo también entrega de su vida en el altar, mezclando su sangre con la de Cristo en el cáliz. Se materializó de este modo lo que ya muchos presentían que podía suceder, y que él mismo, en más de alguna ocasión, había anunciado como posible: su propio martirio. De este modo llegó a su fin el ministerio pastoral que monseñor Oscar Arnulfo Romero ejerció por casi tres años en la arquidiócesis de San Salvador, ministerio que estuvo siempre amenazado por la violencia y la persecución que tanto él como muchos de sus sacerdotes y feligreses padecieron por los grupos armados que oprimían en ese momento a sus ciudadanos.

Resulta curioso, no obstante, constatar que cuando Romero asumió la dirección pastoral de su arquidiócesis, era considerado un sacerdote conservador, un “ratón de biblioteca”, un obispo de bajo perfil, que no se inmiscuiría en temas

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conflictivos y que mantendría una distancia prudente con la coyuntura política. Y así fue durante los primeros meses, hasta que el 12 de marzo de 1977 muere asesinado uno de sus sacerdotes: el padre Rutilio Grande. Efectivamente, se cuenta que en ese momento se produjo un antes y un después, una especie de conversión en Romero. El testimonio del padre Grande, y el de otros de sus sacerdotes que fueron martirizados por anunciar el Reino de Dios, fue para el arzobispo la oportunidad de tomar conciencia no solo de la realidad de persecución y violencia que padecían tanto la Iglesia como el pueblo de San Salvador, sino también la insoslayable misión que le correspondía al él como pastor de esa porción del Pueblo de Dios. Y comenzó su valiente predicación, haciendo un incesante llamado al cese de la violencia y de la represión:

«Este es el pensamiento fundamental de mi predicación: nada me importa tanto como la vida humana […] es algo tan serio y tan profundo, más que la violación de cualquier otro derecho humano, porque es vida de los hijos de Dios y porque esa sangre no hace sino negar el amor, despertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz. ¡Lo que más se necesita hoy es un alto a la represión!»2.

De este modo comenzó su itinerario hacia el martirio. Creciendo en una conciencia cada vez mayor del peligro que entrañaban sus palabras y de los enemigos que se granjeaba con ellas, fue asumiendo con espíritu de fe esta vocación martirial que comenzaba a aparecer en el horizonte de su ministerio episcopal. Recibió amenazas, fue difamado y calumniado y, no obstante, siguió adelante con su grito claro y valiente de cese a la represión:

«La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede permanecer callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre […] en nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!»3.

Estas últimas palabras las dijo en un sermón que pronunció el día antes de su asesinato, en las vísperas de su martirio, y al parecer fueron las que precisamente sellaron su destino. Les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios, y precisamente fue en nombre de ese Dios al que había consagrado toda su vida que derramó su sangre en el altar, junto a la sangre del Cordero de Dios,

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Jesucristo, en quien mueren todos los mártires de la historia. Óscar Romero, como mártir de Jesucristo, murió abrazado al crucificado, y de este modo, con su muerte, pronunció su última y más hermosa homilía: su martirio. Ese sermón aún resuena en cada uno de los que, al igual que él, dan su vida por Cristo y por los pobres de la tierra, reconociendo que solo una violencia está permitida, la más radical de todas, la más efectiva, la más valiente y la única que en definitiva puede transformar a la humanidad: la violencia del amor.

“Jamás hemos predicado violencia. Solamente la violencia del amor, la que dejó a Cristo clavado en una cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles entre nosotros. Esa violencia no es la de la espada, la del odio, es la violencia del amor»4.

2. MARTIRIO Y OFRENDA

«[…] podríamos decir que todo el mensaje podría llevar este título: Un asesinato que nos habla de resurrección»5.

Toda una vida de entrega y ofrenda por el Pueblo de Dios que se le había confiado, encontró su desenlace coherente en el martirio de monseñor Oscar Romero mientras celebraba la eucaristía en la capilla del hospital Divina Providencia. El modo cómo enfrentó ese momento final y decisivo, qué cosas pasaron por su corazón de pastor y de creyente, están reservadas al conocimiento íntimo que solo Dios tuvo de los pensamientos de Oscar Romero al momento de caer abatido por las balas. No obstante, gracias a los mensajes que nos fue entregando en sus predicaciones, podemos visualizar cómo es que el arzobispo de San Salvador comprendía el tema del martirio cristiano. Nos parece que, de modo especial, es posible visualizar esto en las homilías que realizó en las misas fúnebres de tres de sus sacerdotes asesinados6. En ellas va dejando traslucir una conciencia eclesial, una mirada de fe y un corazón profundamente humano, que hace del misterio del martirio, un misterio de perdón y resurrección.

Un primer elemento que queremos destacar es su profundo sentido de Iglesia y de la vocación al martirio que la ha acompañado a lo largo de toda su historia. Así decía en su homilía en la misa de despedida del padre Grande:

«El amor verdadero es el que trae a Rutilio Grande en su muerte con dos campesinos de la mano. Así ama la Iglesia, muere con ellos y se presenta a la trascendencia del cielo. Los ama, y es significativo que mientras el padre

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Grande caminaba para su pueblo a llevar el mensaje de la misa y de la salvación, así fue donde cayó acribillado»7.

Según algunos autores, efectivamente al momento de ser testigo del martirio de Rutilio Grande, se produce una verdadera conversión, un antes y un después en su vida y en la comprensión que tenía monseñor Romero sobre la situación que se estaba viviendo en su país y sobre el rol que la Iglesia estaba llamada a asumir. Contemplar un martirio perpetrado en la persona de un sacerdote implicó para el arzobispo una nueva mirada y una nueva perspectiva de las cosas.

De este modo, para monseñor Romero el martirio es una consecuencia, en ocasiones inevitable, de la predicación del Evangelio y del anuncio del Reino. La oposición natural que encuentra este anuncio en tantos lugares convierte el mensaje del Evangelio en un mensaje peligroso, incómodo, indeseable, rechazado y en ocasiones abiertamente perseguido. Para el arzobispo esto asume una especial profundidad en lo que se refiere al ministerio sacerdotal, encontrando en el martirio la ofrenda definitiva de una vida entregada por amor. Leemos en sus palabras en el funeral del padre Navarro:

«Este triunfo del sacerdocio, el ideal que nos hermana con él, es un ideal que no perece, y en que cada sacerdote asesinado hay un nuevo impulso esperanza, de alegría y de fervor en el que vive el sacerdocio. Es un ideal que no se puede marchitar, es un ideal que de la misma muerte hace surgir la vida, es el ideal que tuvo Alfonso Navarro al decir, como presintiendo su muerte: No me lloren, canten, pónganme claveles rojos porque será mi alegría emigrar con este ideal al cielo»8.

Será de este modo un proyecto de esperanza el que dará verdadero sentido y radical profundidad a la mirada cristiana sobre el martirio. El asesinato de un sacerdote es, para Romero, junto a un momento de dolor por la muerte violenta de un hermano, un aliciente para seguir adelante con decisión y valentía:

“¡Quién le iba a decir que el asesinato de que él es objeto (el padre Navarro) había de ser una bandera para nosotros, los que seguimos la peregrinación! Sintamos que este ideal que sustentó la vida de Alfonso Navarro no muere. Que, purificando las imperfecciones humanas que pudo tener, la transmisión de este mensaje divino nadie la puede detener, y aquí prometemos ante el cadáver de un sacerdote muerto, nosotros, los sacerdotes, lo que decíamos en el comunicado

P. Rutilio Grande

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hace pocos días: Queremos ratificar nuestro juramento de fidelidad a la palabra de Dios, de fidelidad al magisterio de la Iglesia”9.

Lejos de lo que podría pensarse, para hombres de fe, la muerte por amor y fidelidad a Jesucristo son un impulso para continuar la peregrinación, para seguir adelante. De esta manera, en medio del dolor y la tristeza que embarga al presbiterio y a toda la comunidad eclesial, monseñor Romero rechaza el derrotismo e invita a la esperanza:

«Si vamos a sepultar a un hermano nuestro, no nos batimos en la derrota, sentimos que falta un soldado en nuestras filas, pero sentimos que cualquiera tiene que llenar ese espacio que ha quedado, porque esta predicación de la palabra y del magisterio, tal como lo quiere la Iglesia de hoy, como la Iglesia de siempre, es una exigencia como aquella que hacía a los profetas temblar ante su tremenda misión para ser fieles a Dios y no traicionar jamás su mensaje»10.

Así vamos desvelando una concepción de la muerte, del martirio y del dolor por la pérdida de un hermano, cargada de profundo sentido de fe y de esperanza. La Iglesia, por seguir las huellas de un Mesías crucificado, tiene al mismo tiempo vocación martirial. De aquí que, para Romero, el padre Navarro muerto sea “[…] la figura de la Iglesia acribillada en este momento”11, vale decir, la participación más excelente del misterio de Cristo y de la Iglesia, se manifiesta en una vida entregada por amor.

Aquí Romero, conocedor profundo de la historia de la Iglesia, identifica a los mártires como compañeros de camino de la marcha de toda la comunidad de los discípulos de Cristo. Bajo esta comprensión se hace eco de las palabras proféticas de Tertuliano que han dado orientación a la creación de una verdadera espiritualidad del martirio, reconociendo que el testimonio de quienes mueren a causa del odio a la fe emerge como el más excelente canal de evangelización que la Iglesia puede ofrecer:

«Nos encomendamos a ti, nosotros tus hermanos, querido Alfonso, pues seguimos temiendo lo que tú temías, pero esperamos que un sentido humanitario dirija los corazones de los hombres, para que tu muerte, en vez de ser una invitación a la violencia, sea más bien un mensaje de sangre, pero de sangre de mártires, que sea semilla de cristianos y nueva fuerza de amor en tu Iglesia»12.

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Para monseñor Romero el martirio del cual él fue testigo en la persona de algunos de sus sacerdotes, tiene en sí una profunda carga profética. A medida que fue contemplando la muerte de sus hermanos en el ministerio, fue madurando en él una noción del martirio, no simplemente como construcción teórica, sino, sobre todo, como un proceso de profundización en la experiencia cristiana de la Cruz y la Resurrección, que se actualiza en quienes son víctimas de la violencia y las injusticias. Así, toda la predicación de Romero estuvo marcada por esta verdad, y fue encontrando en su denuncia fuerte y valiente contra la violencia, que tan fuertemente golpeaba a su nación en esos días, un lugar de concreta materialización.

3. LUCHA CONTRA LA VIOLENCIA

El martirio es siempre una muerte violenta, una violencia final que hunde sus raíces en una serie de violencias anteriores, una cadena de violencias que de algún modo han decantado en un acto final, y que llegan a su cumbre en la muerte de un ser humano. Esto estuvo siempre claro en la predicación de monseñor Romero. En su querido San Salvador, el conflicto político-social desencadenó en esos años una serie de actos violentos que fueron en una escalada de cada vez mayor intensidad. De aquí que en su predicación y en su actuación como pastor, casi como leivmotiv, es posible visualizar una denuncia firme y constante de la violencia. Esto también queda de manifiesto en la homilía de despedida del padre Grande:

«El amor del Señor inspira la acción de Rutilio Grande. Queridos sacerdotes, recojamos esta herencia preciosa. Quienes lo escuchamos, quienes compartimos los ideales del Padre Rutilio, sabemos que es incapaz de predicar el odio, que es incapaz de azuzar la violencia»13.

La muerte violenta de un sacerdote es propuesta por el obispo como camino para frenar la violencia, para detener el odio, en virtud de que, para él, la violencia no puede ser el camino para la solución de los conflictos sociales. De aquí que su oposición a la violencia sea clara y radical:

«Nosotros hacemos un fuerte rechazo a la violencia, pues la violencia no resuelve nada, la violencia no es cristiana, no es humana. La violencia, sobre todo cuando pisotea el quinto mandamiento: No matarás, en vez de traer bienes trae angustias y zozobras»14.

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El camino, por lo tanto, será descubrir cuáles con las causas que suscitan la violencia para detenerla antes de que se produzca. En esto, para Romero, la responsabilidad es compartida. No solo son violentos los que agreden, los que matan, sino también los que de alguna forma son cómplices de este tipo de actos. Por lo mismo, es responsabilidad de toda la sociedad y de cada uno de los actores que se dan cita en ella generar los medios y desplegar los mecanismos para frenar la violencia.

«La violencia la producen todos, no solo los que matan, sino los que impulsan a matar. Queridos hermanos, la violencia, aún en aquellos que no hacen lo posible por descubrir sus orígenes, es criminal. La vida es sagrada, y la Iglesia está al lado de defender la vida, sin considerar motivaciones políticas o de otro tipo, solamente porque es un pecado quitar la vida»15.

Un tema que estuvo presente constantemente en la preocupación de monseñor Romero fue la defensa de la vida y de los derechos humanos. Desde el reconocimiento del valor sagrado de la vida humana, fue siempre clara y firme su denuncia contra todo lo que amenazaba la vida, en cualquiera de sus formas. La fe cristiana, de este modo, necesariamente conlleva compromisos concretos, sociales y políticos, con la defensa de la vida y la denuncia de todo tipo de violencia.

«Creemos en Dios, predicamos la esperanza y morimos convencidos de esa esperanza […] no será por tanto por los espejismos del odio, por la filosofía del diente por diente, pues esto es criminal, por donde se construirá una sociedad más justa, sino más bien por esta otra: Amaos los unos a los otros. No por los caminos del pecado, de la violencia, se va a construir un mundo nuevo, sino por los caminos del amor»16.

Los únicos caminos que puede transitar la Iglesia son los caminos de la paz, la justicia y el perdón. Cualquier tentación de responder violentamente a la violencia, de azuzar el odio, de fomentar la enemistad, junto con ser anticristiana, obstaculiza la construcción de una sociedad conforme al ser humano y a su dignidad. La muerte violenta de un sacerdote emerge como un momento propicio para predicar la paz, el amor y la reconciliación:

«Hermanos salvadoreños, cuando en esta encrucijada de la patria parece que no hay solución, y se quisieran buscar medios de violencia, yo les digo, hermanos: bendito sea Dios, que, en la muerte del Padre Grande, la Iglesia está diciendo: sí, hay solución, la solución es el amor, la solución es la fe, la solución es sentir la Iglesia no como enemiga, la Iglesia es el círculo donde Dios se quiere encontrar con los hombres»17.

P. Alfonso Navarro

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Es altamente significativo que, precisamente en un momento de dolor y sufrimiento por la muerte violenta de un hermano, Romero invite al amor y a la reconciliación. Es como si efectivamente aquí se diera cita la paradoja del Evangelio, que invita a poner la otra mejilla18 y a no responder al mal con mal, sino vencer al mal a fuerza de bien19. Sin exculpar a los autores del asesinato, quienes caen en excomunión20, tal como lo reitera en sus homilías, busca cerrar el círculo de la violencia no predicando el odio o la venganza, sino que promoviendo la construcción de una sociedad con valores profundamente humanos.

«Lejos de nosotros, ya que lo repudiamos por completo, el sentido del odio, de la violencia. Lejos de nosotros esos sentimientos que destruyen y matan, pero no pueden construir ni hacer feliz a nadie ni mejorar el mundo»21.

Será por tanto la lucha contra la violencia, que ha encontrado en la muerte de sacerdotes mártires una de sus expresiones más radicales, uno de los elementos centrales presentes tanto en la predicación como en las actuaciones de monseñor Romero. Para él el Evangelio de Jesucristo promueve un camino de reconciliación y de paz, que emerge como eje central de la enseñanza de la Iglesia, de modo especial en tiempos de persecución.

4. LIBERACIÓN INTEGRAL

«He recibido cartas de España en que me critican como el más grande comunista, pero les he suplicado que vengan a conocer la realidad y que verán que no soy más que un cristiano que trata de defender el Evangelio precisamente de las ideologías que puedan hacer perder la gracia de nuestro pueblo»22.

A lo largo de su vida, y especialmente cuando su predicación comenzó a ser cada vez más incisiva respecto de la realidad de violencia e injusticias que azotaban a San Salvador, monseñor Romero recibió una serie de ataques personales, especialmente dirigidos a desacreditar sus mensajes y enseñanzas, acusándolas de ser, a fin de cuentas, meras declaraciones políticas. Se le llamó comunista, revolucionario, agitador de masas y enemigo del orden. Se buscó, mediante una lectura parcial de sus predicas y homilías, denostar su mensaje y, de este modo, quitar fuerza y deslegitimar su enseñanza. Romero fue plenamente consciente de

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esto, y hablando de sí mismo y de los sacerdotes asesinados, fue siempre claro en señalar que su predicación era siempre una predicación evangélica, las eucarísticas eran reuniones de fe, y la perspectiva que orientaba sus palabras era siempre la enseñanza de la Iglesia.

«Jamás, hermanos, a ninguno de los aquí presentes se le vaya a ocurrir que esta concentración en torno al Padre Grande tiene un sabor político, un sabor sociológico o económico. De ninguna manera. Es una reunión de fe. Una fe que, a través de su cadáver muerto en la esperanza, se abre a horizontes eternos»23.

Aquí entra con fuera la noción de liberación integral, que siempre estuvo presente en el horizonte de su enseñanza como pastor. No cualquier liberación, sino una liberación trascendente, fundamentada en el Evangelio y proyectada a la vida eterna. Tanto él como sus sacerdotes muertos, tenían este telón de fondo en su labor pastoral.

«La liberación que el padre Grande predicaba está inspirada por la fe, una fe que nos habla de una vida eterna, una fe que ahora él, con su rostro levantado al cielo, acompañado de dos campesinos la ofrece en su totalidad, en su perfección, la liberación que termina en la felicidad de Dios; la liberación que arranca del arrepentimiento del pecado, la liberación que se apoya en Cristo, la única fuerza salvadora; esta es la liberación que Rutilio Grande ha predicado y por eso ha vivido el mensaje de la Iglesia»24.

De aquí su rechazo abierto a toda ideologización del Evangelio y a cualquier instrumentalización de su enseñanza. Es la fe en el Dios de Jesucristo y su proyecto de liberación integral lo que inspira a Romero y a sus sacerdotes. Por esto le decía con claridad a su clero en la misa funeral del padre Grande:

«No nos desunamos con ideologías avanzadamente peligrosas, con ideologías inspiradas no en la fe, no en el Evangelio»25.

Afirmando claramente la dimensión política de la fe26, reconoce que las ideologías, lejos de orientar soluciones humanas y evangélicas, llevan a una profunda división que atenta contra la comunión del Pueblo de Dios. En un momento de la historia donde las ideologías, de derecha y de izquierda se abrían paso con fuerza en las comunidades eclesiales, llevando a interpretaciones erróneas del mensaje evangélico y de la enseñanza de la Iglesia, Romero es valiente en

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denunciar y claro en afirmar, por ejemplo, la incompatibilidad del comunismo con la fe cristiana.

«Los sacerdotes vivimos de una esperanza, y por lo mismo no podemos ser comunistas, porque el comunismo ha mutilado esa esperanza del más allá»27.

Aquí radica la clara consciencia de fe y la innegable mirada creyente de monseñor Romero. Ante las denuncias infundadas contra él y sus sacerdotes, acusándoseles de marxista, revolucionarios, agitadores del pueblo, el alza la voz y rechaza abiertamente estas acusaciones, que no buscaban sino quitar fuerza a su predicación y enlodar la imagen de la Iglesia, restándole credibilidad. Esto es, para él, algo profundamente injusto.

«Si no se le quiere creer a la Iglesia, si a los sacerdotes se les está confundiendo con guerrilleros, si a nuestra misión evangélica se le está confundiendo con marxista y comunista, no es justo, hermanos»28.

Ante todo, su predicación es evangélica, pues él, como pastor y hombre de fe, hace de la Palabra de Dios su guía y su orientación. No obstante, Romero reconoce que la predicación de la Iglesia, como lo afirma la Doctrina Social de la Iglesia, tiene necesariamente implicancias políticas en virtud de que la fe cristiana, por ser una fe encarnada, busca iluminar las realidades terrenas con la luz que proyecta el Evangelio.

«Este es el pueblo que está reflexionando aquí, junto a la catedral; y de las lecturas bíblicas […], solamente para enfocar desde el evangelio y desde la teología, desde la pastoral, porque quiero ratificar que mis predicaciones no son políticas, son predicaciones que, naturalmente, tocan la política, tocan la realidad del pueblo, pero para iluminarlo y decirle qué es lo que Dios quiere y qué es lo que Dios no quiere»29.

La política y la realidad del pueblo son una realidad que interesa a la Iglesia, pues pueblo, polis, es el lugar donde se desarrolla la vida humana y, por tanto, toda enseñanza de la Iglesia encuentra, también ahí, un lugar propio. Ante un escenario social dramático, donde sacerdotes y laicos eran asesinados, donde las condiciones del Estado de derecho estaban en juego y el bien común en serio peligro, necesariamente la palabra de un pastor debía versar sobre estos temas. Para Romero, aquí radica precisamente el sentido trascendente de la liberación cristiana.

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Lo que hace la diferencia entre una predicación evangélica y una predicación solo política es, en efecto, la mirada trascendente que acompaña a la primera.

«Sin Dios no puede haber un concepto verdadero de liberación. Liberaciones inmediatistas sí las puede haber, pero liberaciones definitivas, solidas, sólo los hombres de fe las pueden realizar»30.

Aquí se verifica injusta e infundada toda denuncia que acuse a monseñor Romero de ser un agitador social, un sacerdote comunista o un obispo ideologizado. Su enseñanza estuvo siempre preñada de Evangelio, sus predicaciones fueron siempre inspiradas por la Palabra de Dios y sus eucarísticas fueron siempre reuniones de fe. De aquí que la liberación que predicó y defendió hasta dar su vida, fue siempre una liberación cristiana, trascendente e integral.

5. EL PERDÓN COMO CESE A LA VIOLENCIA

A estas alturas podemos ir evidenciando como para Romero la reconciliación emerge como un momento que se va desarrollando en distintas etapas. Una sociedad herida y dañada por las luchas internas debe ir desde una oposición a la violencia y un proyecto de liberación integral, dando espacio cada vez con más fuerza y cada vez con mayor intensidad, a dinámicas de encuentro y reconciliación. Ahora bien, nada de esto es posible, señala el arzobispo, si no se da paso a la justicia y al perdón, como camino y medio para detener el círculo de la violencia.

El perdón emerge de este modo como un acto cristiano, profundamente humano y altamente significativo en la lucha contra el odio y la venganza. Solo el perdón, sinceramente ofrecido ante el escenario de las matanzas y asesinatos, unido siempre a la verdad y a la justicia, podrá impedir la perpetuación de las prácticas de violencia. Justicia, verdad y perdón, una triada que siempre debe estar presente en procesos de sanación social. El acto eclesial es siempre una oferta de perdón, justicia y reconciliación.

«Yo me alegro, queridos sacerdotes de que, entre los frutos de esta muerte, que lloramos, y de otras circunstancias difíciles del momento, el clero se apiña con su obispo y los fieles comprenden que hay una iluminación de fe que nos va conduciendo por caminos muy distintos de otras ideologías, que no son de la Iglesia, para sembrar lo que la Iglesia puede ofrecer: una motivación de amor. Hermanos, aquí no grita el revanchismo»31.

P. Octavio Ortiz

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La violencia puede proyectarse como un círculo interminable de represalias y venganzas. La violencia puede, por lo mismo, destruir una sociedad en sus más profundos fundamentos, y hacer imposible la convivencia social y la búsqueda de una salida pacífica. Aquí Romero asume con fuerza el ejemplo del mismo Cristo, quien, en la Cruz, pide el perdón para sus verdugos.

«Precisamente, porque es amor lo que nos inspira, hermanos, quién sabe si las manos criminales que cayeron ya en la excomunión están escuchando en su radio allá en su escondrijo, en su conciencia, esta palabra: queremos decirles, hermanos criminales, que los amamos y que le pedimos a Dios el arrepentimiento para sus corazones, porque la Iglesia no es capaz de odiar, no tiene enemigos. Solamente son enemigos los que se le quieren declarar como tales; pero ella los ama y muere como Cristo: perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen»32.

El ejemplo y el testimonio de Cristo ofreciendo el perdón en los últimos momentos de su sacrificio es para Romero la luz que ilumina todo martirio cristiano y que orienta toda actitud creyente ante una muerte padecida violentamente. Por esto, en un paso de mayor profundización de la conciencia del martirio, señalará que todo martirio cristiano es, en última instancia, un don, una gracia especial de Dios que, en la clave del perdón y la reconciliación, encuentra su fundamento. Nos dice en el funeral del padre Grande:

«El padre Rutilio, quizá por eso Dios lo escogió para este martirio, porque los que le conocimos, los que lo conocieron, saben que jamás de sus labios salió un llamado a la violencia, al odio, a la venganza. Murió amando, y sin duda que, cuando sintió los primeros impactos que le traían la muerte, pudo decir también como Cristo: perdónalos, Padre, no saben, no han comprendido mi mensaje de amor»33.

Todo mártir cristiano padece el martirio abrazado por Cristo y el misterio de la Cruz. De aquí que el perdón esté presente misteriosamente en los martirios de los discípulos de Cristo. Morir perdonando es uno de los distintivos fundamentales de un martirio propiamente cristiano.

«La leyenda se hace realidad: un sacerdote acribillado por las balas, que muere perdonando, que muere rezando, dice a todos los que a esta hora nos reunimos para su sepelio su mensaje que nosotros queremos recoger»34.

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En la misma línea va la muerte del padre Navarro. Nuevamente el perdón emerge como elemento clave, que impide proyectar la muerte del sacerdote en una dinámica interminable de venganzas y violencia. El perdón se ofrece como antídoto para curar el odio y el rencor, y así, todo creyente que muere por su fe ofrece su vida en clave de perdón y reconciliación.

«Quiero agradecer el testimonio de esta mujer buena que lo recoge agonizando entre sangre y, al preguntar si le duele algo, dice: No me duele nada más que el perdón que quiero dar a mis asesinos, a los que me han acribillado, y el dolor que siento por mis pecados. Y que el Señor me perdone. Así, hermanos, es como mueren los que creen en Dios»35.

Solo la justicia y el perdón serán, por tanto, el camino que podrá poner fin al círculo de la violencia, el odio y la venganza. La llamada a la fraternidad y a la reconciliación son el llamado de un pastor que, ante el martirio de algunos de sus colaboradores más cercanos, los sacerdotes, pudo ir experimentando paulatinamente que de algún modo misterioso él también estaba llamado a dar su vida por los demás. Así fue madurado su propia vocación martirial, la cual encontró su momento preciso mientras ofrecía el sacrificio por excelencia, la Eucaristía. Su martirio fue, por lo tanto, como debía serlo, un martirio eucarístico, una ofrenda total, una entrega hasta las últimas consecuencias. La llamada a la fraternidad y al perdón siguió siendo el mensaje constante y valiente del padre Romero, mensaje que orientó siempre su vida y que encontró en su predicación en las misas funerales de sus sacerdotes mártires, un lugar propicio para ser proclamado.

«Por favor, cesen de propalar calumnias. Cesen de sembrar discordias y rencores. Cesen de propalar esa filosofía de la maldad, de la venganza, y unámonos todos para hacer de nuestra patria una patria más tranquila en que no haya tanta desconfianza de unos contra otros. En que no andemos huyendo como si estuviéramos en una selva salvándonos de las fieras. En que vivamos de veras como hermanos, por la fe en la resurrección de Cristo, al menos por un sentido nacional; al menos por un sentido humano; por un sentido de fraternidad»36.

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6. CONCLUSIÓN. SANGRE DE MÁRTIRES, SEMILLA DE CRISTIANOS

«Como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño»37.

Hemos podido, gracias a las homilías que monseñor Romero nos regaló en las misas de tres de sus sacerdotes martirizados, asomarnos someramente en el misterio de la vida y la pasión del arzobispo de san Salvador. Como hemos buscado constatar, su martirio no puede entenderse como un hecho aislado, una especie de error o coincidencia, sino más bien como la consecuencia necesaria de una vida entregada por amor en medio de un contexto que respiraba odio y violencia contra la fe y contra cualquiera que alzara su voz pidiendo justicia. La lucha de Romero contra la violencia estuvo coronada por su muerte violenta. Sabemos que afirmar esto pudiera parecer una contradicción, pero no lo es. La violencia que se perpetró en sus sacerdotes y de la que él fue testigo, la violencia que él mismo padeció al caer abatido por las balas esa mañana del 24 de marzo de 1980, encontró en su ofrenda un muro de contención, un grito silencioso de ¡basta! Y es que efectivamente, con su sangre, voluntariamente entregada ofreció un camino de verdadera reconciliación para su Pueblo. Por eso desde su muerte se le ha recordado siempre con cariño y se han elevado oraciones pidiendo su intercesión. Por eso el 25 de mayo de 2015 fue beatificado, y por eso, el próximo 14 de octubre será canonizado por el Papa Francisco, y así propuesto como modelo e intercesor para toda la Iglesia universal.

En su persona, con fuerza especial, gritan la voz y la sangre de todos los mártires de la historia del cristianismo que, bajo la inmortal sentencia de Tertuliano, se alzan efectivamente como semilla de nuevos cristianos. Pues al ver a alguien que está dispuesto a dar su vida por aquello en lo que se cree, sin revanchismos, sin odio, sin venganza, todas las resistencias superficiales a la fe quedan desarmadas. Un mártir es efectivamente y de modo eminente, un testigo de Jesucristo.

Pocos días después de su muerte, un grupo de obispos de todo el mundo redactó una carta en donde se hacían eco del martirio de monseñor Romero, y reconocían en este acontecimiento un momento especial para asumir las implicancias profundas que tiene la predicación del Evangelio. Al mismo tiempo, reconocían que la ofrenda de su vida en el altar, cual Jesucristo en la Cruz, deja

Mons. Óscar Romero

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traslucir todos los sufrimientos del mundo y todas las violencias padecidas por las víctimas de la historia. Leemos en la misiva:

«[…] ahora comprendemos mejor, desde el martirio de Monseñor Romero, la muerte por hambre y enfermedad, realidad permanente en nuestros pueblos, así como los innumerables martirios, las innumerables cruces que jalonan nuestro continente en estos años, campesinos, pobladores, obreros, estudiantes, sacerdotes, agentes de pastoral, religiosas, obispos encarcelados, torturados, asesinados por creer en Jesucristo y amar a los pobres. Son como la muerte de Jesús, fruto de la injusticia de los hombres y a la vez semilla de resurrección»38.

Efectivamente, la muerte de monseñor Romero puede ser considerada una actualización del sacrificio de Cristo en la Cruz y, por lo mismo, puede ser asumida como un acto de fe, como un camino de redención y reconciliación. La sangre de Romero, mezclada efectivamente con la sangre del cáliz durante la celebración de la Eucaristía, es, por lo mismo, realmente semilla de cristianos. La misa inconclusa de Oscar Romero se sigue aun celebrando en cada lugar donde un seguidor de Jesucristo ofrece su vida por amor, pues en ese lugar, de modo excelente, se hace presente el misterio de la resurrección que acompañó toda la vida y, de modo especial, la muerte del arzobispo de san Salvador:

«Queremos terminar su misa inacabada, frustrada por las balas. Monseñor Romero es un mártir de la liberación que exige el Evangelio, un ejemplo vivo de Pastor»39.

Notas* Sacerdote diocesano de Santiago, Licenciado en Doctrina Social de la Iglesia por la Pontificia Univer-

sidad Lateranense de Roma.1 Homilía de monseñor Óscar Arnulfo Romero pronunciada el 17 de febrero de 1980.2 Homilía de monseñor Romero pronunciada el 16 marzo de 1980.3 Homilía de monseñor Romero pronunciada el 23 de marzo de 1980.4 Homilía de monseñor Romero pronunciada el 27 de noviembre de 1977. 5 Homilía de monseñor Romero pronunciada en la misa fúnebre del padre Octavio Ruiz el 21 de enero

de 1979. 6 Rutilio Grande, (49 años) sacerdote jesuita acribillado mientras conducía junto a un anciano y a un

menor de edad el 12 de marzo de 1977. Monseñor Romero le habló personalmente de él al Papa Pablo VI y le regaló una foto del religioso cuyo proceso de beatificación fue abierto en 2015. Alfonso Navarro (35 años), sacerdote diocesano asesinado a tiros en su parroquia junto a su joven sacristán el 11 de mayo de 1977; meses antes había sobrevivido a un atentado con dinamita. Octavio Ortiz (34 años),

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sacerdote diocesano masacrado junto a cuatro jóvenes estudiantes y catequistas laicos en una casa de retiros el 20 de enero de 1979.

7 Homilía de monseñor Romero pronunciada en la misa fúnebre del padre Rutilio Grande el 14 de marzo 1977.

8 Homilía de monseñor Romero pronunciada en la misa fúnebre del padre Alfonso Navarro el 12 mayo de 1977.

9 Ibídem10 Ibídem11 Ibídem12 Ibídem13 Homilía en la misa fúnebre del padre Rutilio Grande.14 Homilía en la misa fúnebre del padre Alfonso Navarro.15 Ibídem16 Ibídem17 Homilía en la misa fúnebre del padre Rutilio Grande.18 Cfr. Mt 5, 39.19 Cfr. Rm 12, 21.20 “El quinto mandamiento pesa ahora como una excomunión también sobre los autores intelectuales y materiales

de este asesinato. La pena de excomunión, que para muchos incrédulos significará tal vez una ridiculez, tal vez impresione saber que no solamente es una pena espiritual. Es el repudio de todo un pueblo. Es la marginación del pueblo de Dios, que le dice al criminal: Tú no tienes ahora nada que ver con este pueblo que camina en la esperanza, en la obediencia a la Ley del Señor, que no quiere sangre, que quiere amor, que quiere paz, que quiere reconciliación. Y este es el gesto del pueblo que excomulga sin odio, como es sin odio el grito de rechazo a la violencia. Es un grito como el de Cristo que decía: Convertíos, volved al buen camino” (Homilía en la misa fúnebre del padre Alfonso Navarro). “Finalmente, quiero recordar que los autores materiales e intelectuales del asesinato del sacerdote Octavio Ortiz han incurrido en la excomunión canónica, que en este caso no es otra cosa que la excomunión de la Iglesia, ¡bendito sea Dios!, de la que muchos se ríen; tal vez les haga pensar cuando esta Iglesia, identificada con el pueblo, hace sentir su excomunión como un repudio del mismo pueblo; pero la Iglesia, como madre que, en su severidad, no olvida la misericordia, así como ora por el descanso eterno de las víctimas y el consuelo de sus familiares, que lloran, pide también y espera la conversión de los asesinos” (Homilía de monseñor Romero pronunciada en la misa fúnebre del padre Octavio Ortiz).

21 Homilía en la misa fúnebre del padre Alfonso Navarro. 22 Homilía de monseñor Romero pronunciada el 2 de marzo de 1980.23 Homilía en la misa fúnebre del padre Rutilio Grande.24 Ibídem25 Ibídem26 “La dimensión política de la fe no es otra cosa que la respuesta de la Iglesia a las exigencias del mundo real

socio-político en que vive la Iglesia. Lo que hemos descubierto es que esa exigencia es primaria para la fe, y que la Iglesia no puede desentenderse de ella. No se trata de que la Iglesia se considere a sí misma como institución política que entre en competencia con otras instancias políticas ni que posea unos mecanismos políticos propios; ni mucho menos se trata de que nuestra Iglesia desee un liderazgo político. Se trata de algo más profundo y evangélico; se trata de la verdadera opción por los pobres, de encarnarse en su mundo, de anunciarles la buena noticia, de darles una esperanza, de animarles en una praxis liberadora, de defender su causa y de participar en su destino. De este modo la Iglesia vive en el mundo de lo político y se realiza

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como Iglesia también a través de lo político […] La dimensión política de la fe se descubre y se la descubre correctamente más bien en una práctica concreta al servicio de los pobres. En esa práctica se descubre su mutua relación y también su diferenciación. La fe es la que impulsa en un primer momento a encarnarse en el mundo socio-político de los pobres y animar los procesos liberadores, que son también socio-políticos. y esa encarnación y esa praxis, a su vez, concretizan los elementos fundamentales de la fe”. (Del discurso del 2 de febrero de 1980 con que monseñor Romero recibió el Doctorado Honoris Causa que le concedió la Universidad de Lovaina. Lo pronunció apenas siete semanas antes de su martirio y muchos lo con-sideran su testamento espiritual).

27 Homilía en la misa fúnebre del padre Alfonso Navarro.28 Ibídem29 Homilía en la misa fúnebre del padre Octavio Ortiz.30 Homilía de monseñor Romero pronunciada el 23 marzo de 1980.31 Homilía en la misa fúnebre del padre Rutilio Grande.32 Ibídem33 Ibídem34 Ibídem35 Homilía en la misa fúnebre del padre Alfonso Navarro.36 Ibídem37 Frase pronunciada por monseñor Romero en una entrevista publicada en el Diario Excelsior de Gua-

temala dos semanas antes de su martirio.38 Monseñor Luciano Mendes de Almeida, Monseñor Leonidas Proaño, Monseñor Gerardo Flores,

Monseñor Alberto Iniesta, Monseñor James O’Brien y otros. Carta del 29 marzo de 1980. 39 Ibídem