“la lengua es fuego, un mundo de iniquidad” (sant....

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“La lengua es fuego, un mundo de iniquidad” (Sant. 3,6) Si analizamos con alguna atención el comportamiento moral de las personas, caeremos en la cuenta de que nuestros pecados son, en su mayor parte, pecados de la lengua. Pecamos con nuestras malas acciones, pensamientos y deseos,es cierto; pero el pecado más frecuente es el de la lengua, hablando mal del prójimo en cualquier ocasión y por cualquier motivo. Tan fuerte y universal es esta tendencia en los seres humanos, que el noble oficio de la palabra queda habitualmente pervertido en banalidades, cuando tenemos al prójimo presente, y en críticas y maledicencias, cuando el prójimo está ausente. Empleamos la len- gua más en destruir que en construir, y es ésta la causa principal de los males del mundo, tanto en el círculo de nuestras relaciones cotidianas como en el ámbito de las relaciones sociales. Como dice la Escritura, "la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad, que contamina todo el cuerpo" (Sant. 3, 6), porque todos somos a la vez protagonistas y víctimas de los chismes, maledicencias, mentiras y difamaciones que, día tras día, salen de nuestra bocay vertemos en el mundo para el mal de todos. Los pecados de la lengua son algo característico de la condicón humana, y tal vez por eso no les damos la importancia que tienen; pero no debería ser así. Al reflexionar sobre la maldad de los hombres, solemos referirnos a las malas acciones que se cometen en el mundo, pero no caemos en la cuenta del mal terrible que se causa con las palabras, a veces mucho más profundo e irreparable que el de las malas obras; el daño Los pecados de la lengua. Autor Isaac Riera. Revista Madre y Maestra Mayo 2012.Págs.150-153 1

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“La lengua es fuego, un mundo de iniquidad” (Sant. 3,6)

Si analizamos con alguna atención el comportamiento moral de las personas, caeremos en la cuenta de que nuestros pecados son, en su mayor parte, pecados de la lengua.Pecamos con nuestras malas acciones, pensamientos y deseos,es cierto; pero el pecado más frecuente es el de la lengua, hablando mal del prójimo en cualquier ocasión y por cualquier motivo. Tan fuerte y universal es esta tendencia en los seres humanos, que el noble oficio de la palabra queda habitualmente pervertido en banalidades, cuando tenemos al prójimo presente, y en críticas y maledicencias, cuando el prójimo está ausente. Empleamos la len-gua más en destruir que en construir, y es ésta la causa principal de los males del mundo, tanto en el círculo de nuestras relaciones cotidianas como en el ámbito de las relaciones sociales. Como dice la Escritura, "la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad, que contamina todo el cuerpo" (Sant. 3, 6), porque todos somos a la vez protagonistas y víctimas de los chismes, maledicencias, mentiras y difamaciones que, día tras día, salen de nuestra bocay vertemos en el mundo para el mal de todos.

Los pecados de la lengua son algo característico de la condicón humana, y tal vez por eso no les damos la importancia que tienen; pero no debería ser así.

Al reflexionar sobre la maldad de los hombres, solemos referirnos a las malas acciones que se cometen en el mundo, pero no caemos en la cuenta del mal terrible que se causa con las palabras, a veces mucho más profundo e irreparable que el de las malas obras; el daño

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causado con las malas acciones puede ser grande, pero limitado a determinados circunstancias, mientras que el daño que se causa con la mala lengua es continuo y no tiene límite. Si nos fijamos en los enfrentamientos en las relaciones humanas, ¿dónde está su causa, sino en las palabras ofensivas que cada uno dirige al otro?; y si extendemos la mirada a los males que se cometen en el mundo, ¿cuál es su origen, sino el uso perverso de la lengua, como sucede en las manipulaciones del sentir social, en las grandes mentiras que se presentan como verdad o en la propaganda de los vicios?. El mundo de los hombres es un mundo de palabras, y el mal extiende su imperio principalmente a través de ellas.

Siendo el mal de la lengua el más común entre los humanos, se entiende por qué ha de ser uno de los puntos principales a corregir en nuestra vida ética, y por qué es tan raro encontrar personas rectas y prudentes en el hablar, tal como nos dice la misma Escritura: "Quien no peca por la lengua, ésa es persona perfecta" (Sant.3,2). Controlar lo que decimos y cómo lo decimos es controlar el ámbito más importante de nuestra vida moral, cual es la relación con las otras personas, ya que ésta se realiza fundamentalmente a través de la palabra. Porque nuestro esfuerzo se ha de centrar precisamente en eso, en "controlar" la fortísima tendencia que todos tenemos a criticar y hablar mal de nuestro prójimo, mucho más fuerte y continuada que cualquier otra tendencia o tentación. El gran precepto cristiano de la caridad fraterna pasa necesariamente por esta vigilancia sobre nuestras palabras, puesto que el daño que podemos hacer con la lengua -criticando, insultando o difamando- suele ser mucho más grave que el causado por nuestras obras; es la caridad de la palabra, que calla o disculpa las acciones del prójimo, en lugar de acusarlo y condenarlo.

Las habladurías de la imprudencia

El primer y más extendido pecado de la lengua es hablar del prójimo o de los temas impor-tantes de la vida de forma imprudente y temeraria, es decir, hacer afirmaciones y acusaciones a bote pronto y a la ligera, sin tener el debido conocimiento de lo que se dice. La imprudencia suele ser compañera inseparable de la ignorancia, y cuanto más ignorantes somos de lo que hablamos, más atrevidos nos hacemos en nuestra irrefrenable y estúpida palabrería. Impulsados por los prejuicios y las antipatías, afirmamos cosas que no hemos comprobado, hablamos de todo lo humano y lo divino sin tomarnos la molestia de estudiarlo, y convertimos en dogmas absolutos lo que sólo existe en nuestra imaginación. La verdad en las cosas serias jamás se encuentra en la palabrería, y de cada diez palabras que se pronuncian en el mundo, nueve cometen el pecado de la imprudencia temeraria.

El principio filosófico de Sócrates -"sólo sé que no sé nada "- deberíamos tenerlo muy en cuenta para ser prudentes en nuestras afirmaciones y palabras, porque son infinitas las cosas que desconocemos; y las que conocemos, las conocemos mal o incompletamente. Y esto es aplicable no sólo a los temas que por su naturaleza son profundos y complejos, sino

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también a los juicios que hacemos sobre el prójimo. ¡Cuántas veces, en nuestras afirmaciones y acusaciones, tenemos que rectificar lo que habíamos dicho cuando conocemos la verdad de las cosas!... Las personas somos muy complicadas y difíciles de entender, y cuando hacemos afirmaciones rotundas sobre ellas, lo más probable es que nos equivoquemos; en lugar de hablar a la ligera de nuestro prójimo, por tanto, hemos de sopesar prudentemente lo que decimos, no haciendo jamás juicios que no estén debidamente contrastados.

La morbosidad de la maledicencia

La maledicencia, o hablar mal del prójimo, es una de las inclinaciones típicas de la naturaleza humana, más fuerte y universal incluso que la sexualidad o la violencia, porque se encuentra en toda clase de personas, sean de la condición que sean. Como sabemos por experiencia propia y ajena, comentar negativamente vida y acciones de los demás es el ejercicio predilecto de nuestra lengua, y las críticas, chismes y comadreos suelen ser la sabrosa salsa de las conversaciones humanas. Por más que aparentamos ser defensores de la moralidad criticando el comportamiento de nuestro prójimo, lo cierto es que experimentamos un íntimo y escondido placer comentando sus defectos, el placer morboso que nos produce el mal ajeno; y tan fuerte y placentera es la curiosidad por los pecados de los demás que constituye el filón inagotable para las revistas del corazón y los programas televisivos de mayor éxito.

La palabra del Evangelio -"¿por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?" (Mt.7,3)- es la reflexión más acertada en contra de la maledicencia, porque, si nos conociéramos a nosotros mismos como conocemos a los demás, descubriríamos que las acusaciones contra nuestro prójimo suelen esconder una hipocresía, ya que todos estamos hermanados, en mayor o menor grado, en los mismos pecados y miserias. El precepto cristiano "amarás a tu prójimo como a ti mismo" podría también formularse en este otro precepto que en él va implicado: trata de justificar y discul-par el comportamiento de tu prójimo, así como tú justificas el tuyo. Por más aspectos negativos que presente una persona, hablar bien de ella o disculpar sus defectos siempre es más justo que hablar mal, porque nadie está sin pecado como para tirar la primera piedra (Jn. 8,7).

Los desahogos agresivos

Los pecados de la lengua son especialmente notorios en los enfrentamientos o reacciones que tenemos hacia las personas cuando nos sentimos contrariados. Lo propio de nuestra condición humana es hacer culpables a los demás de todos nuestros males, descargando

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sobre ellos nuestras tensiones y contrariedades, y utilizamos la lengua como arma agresiva de nuestros desahogos. Si las agresiones físicas no son muy frecuentes, las verbales son infinitas, y el mundo humano se convierte en un hervidero de acusaciones, insultos y sarcasmos que se manifiesta en todos los ámbitos, desde las relaciones de vecindario hasta las más altas instancias de la política. En lugar de utilizar nuestra lengua para la concordia y el respeto, la empleamos para todo lo contrario; y por eso las guerras más frecuentes entre los humanos son las guerras de la palabra, en las que no hay ni paz, ni tregua.

Teniendo en cuenta que casi todas las agresiones de nuestra lengua no son más que des-ahogos de la pasión, uno de los principales esfuerzos éticos se ha de concentrar en reprimirla. Se puede y se debe reaccionar contra el mal sin dejarnos llevar por reacciones agresivas; se puede y se debe decir la verdad sin humillar al que está equivocado; y se puede y se debe defender nuestro derecho sin ofender al que no lo respeta. La violencia de las palabras a veces es más ofensiva y humillante que la violencia física, y no puede existir ninguna convivencia pacífica sin el control de nuestras palabras. ¿Cómo se consigue la serenidad y la calma en las diferencias con los demás, sino controlando bien lo que decimos y la manera de decirlo?. Quien controla su lengua, "controla también todo su cuerpo" (Sant.1,2), esto es, toda la potencia de su persona, no dejando que sea arrastrada por el mal de la pasión.

Las mentiras interesadas

Por su propia naturaleza, la palabra existe para la comunicación veraz entre las personas; pero su gran perversión es la mentira, uno de los grandes males de la condición humana y pecado frecuentísimo de nuestra lengua. De forma explícita o implícita, una gran parte de las relaciones humanas se sostiene sobre palabras de engaño, ya que no decimos lo que pensamos, sino que buscamos agradar al interlocutor, bien sea por miedo, bien sea por interés, o por ambas cosas a la vez. Mentira es decir una cosa y pensar otra distinta, y si bien algunas veces la decimos con intención de hacer daño a alguien, lo más frecuente es decirla como estrategia para defender ante los demás nuestro interés o nuestra imagen. Hipocresías, adulaciones, tergiversaciones, todas las falsas apariencias del gran teatro del mundo, ¿qué otra cosa son, sino formas de nuestra personalidad egocéntrica y vanidosa?

Aunque todos mentimos y sabemos que mentimos, el pecado de la mentira tiene una pésima imagen en la opinión del mundo, y por eso nadie quiere pasar por la gran vergüenza de ser considerado mentiroso, mintiendo si es preciso para ocultar nuestra mentira. Las personas sin doblez y sin mentira tienen el alma recta y transparente, y es difícil encontrar esa hermosura moral en el mundo humano, siempre viciado por las falsas apariencias. Porque se trata, nada más ni nada menos, de que seamos honrados con la verdad que nos hace libres (Jn. 8,32). Y esto supone, una vez más, el control vigilante de nuestra lengua,

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callando en lugar de decir mentiras de adulación a nuestro prójimo, siendo sinceros cuando la ocasión lo requiera y, sobre todo, tener la valentía de decir la verdad en momentos gra-ves, aunque ello nos suponga sufrir muchas veces incomprensión por parte de la gente.

Las difamaciones del odio

La mala lengua alcanza su máxima expresión cuando se emplea para difamar al prójimo que odiamos, un pecado que se comete con más frecuencia de lo que se piensa. Siempre que en nuestra alma se anida el odio, la antipatía o la envidia hacia alguien, no nos limitamos a sentir esta pasión hacia dentro, sino que buscamos la manera de denigrar su imagen ante los demás, hablando mal de él; lo privado lo hacemos público, tratando de hacer partícipes a los otros de nuestros sentimientos. Pero no existe mayor fuerza de destrucción moral que la del odio, porque las palabras que dimanan de esta pasión producen siempre terribles injusticias: se aferran obsesivamente a lo negativo del otro sin tener en cuenta sus cualidades, exageran y distorsionan las cosas para justificar su condena, y se hacen defensoras de la moralidad, cayendo ellas en otra inmoralidad, la del odio, que es la más fuerte.

Nunca deberíamos hablar cuando estamos dominados por la pasión, porque con toda seguridad cometeremos injusticias; pero este principio es especialmente importante en situaciones de antipatía y odio hacia determinadas personas; en estos casos, lo más ético es callar, porque cualquier palabra de acusación va cargada de "mortífero veneno" (Sant.3,8). Y las palabras de odio más frecuentes son las originadas por las ideologías, tal como ocurre en temas de carácter político o religioso. Cuando la política o la religión están por medio, es casi imposible hallar cordura y sensatez en lo que se dice y se discute: se interpretan torcidamente las cosas, se ven gigantes donde sólo hay molinos de viento, y se denuncian males que únicamente existen en nuestra imaginación llena de prejuicios. Las difamaciones causadas por el odio político o religioso son irremediables e insuperables, como lo demuestra la experiencia.

Isaac Riera

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