la militarización de la seguridad pública en méxico

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Un análisis del ciclo instituyente de la militarización de la seguridad pública neoliberal en México.

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LA MILITARIZACIÓN DE LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO,

- 1994-1998

UN PISO ESTATAL DE LA BAJA INTENSIDAD DEMOCRÁTICA

BIBLIOTECA " LUIS CHAVEZ OROZCO " INSTITUTO DE INVESTIGACIONES

HISTORICO - SOCIALES

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LA MILITARIZACIÓN DE LA SEGURIDAD PÚBLICA EN MÉXICO,

1994-1998

UN PISO ESTATAL DE LA BAJA INTENSIDAD DEMOCRÁTICA

José Alfredo Zavaleta Betancourt

,

BIBLIOTECA "LUIS CHAVEZ OROZCO' INSTITUTO DE INVESTWOONES

HISTORICO - SOCIALES

itA

Al Aldis Autonomía Universitaria

1956-2006

BENEMÉRITA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLA Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades

Dirección de Fomento Editorial

1 3 3 2 1

Page 4: La militarización de la seguridad pública en México

z 3 e' BENEMÉRITA UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE PUEBLA Enrique Agüera Ibáñez Rector José Ramón Eguíbar Cuenca Secretario General Lilia Cedillo Ramírez Vicerrectora de Extensión y Difusión de la Cultura Pedro Hugo Hernández Tejeda Vicerrector de Investigación y Estudios de Posgrado Agustín Grajales Porras Director del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades Carlos Figueroa Ibarra Coordinador del Posgrado en Sociología Carlos Contreras Cruz Director Editorial

Primera edición, 2006 ISBN: 968 863 912 5

©Benemérita Universidad Autónoma de Puebla Dirección de Fomento Editorial 2 Norte 1404 Tel. 2 46 85 59 Puebla, Pue.

Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico

Todos los factores de violencia estaban desencadenados y agudizados...

la verdad era que el país estaba condenado dentro de un círculo infernal

Noticias de un secuestro, pp. 157, 160 Gabriel García Márquez

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Para Freda y Emiliano

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PREFACIO

El propósito de este trabajo es despertar del sueño transitológico a quienes esperan que el régimen político priísta se precipite después de una transición pacífica. En realidad, este interés se configuró sin un plan predeterminado. A medida que recons-truía el proceso de militarización de la seguridad pública me percataba que el régimen político de partido estatal, aún hege-mónico, estaba sujeto con un seguro contra alternancias y mo-vimientos antineoliberales; al mismo tiempo, me convencía de que la militarización de la seguridad pública funcionaba como un mecanismo de integración estatal de la nueva sociedad pro-ducida por la revolución pasiva dirigida por las elites tecnocráti-cas, priístas y panistas.

Desde una perspectiva crítica —que incluye ciertas corrientes radicales del posmodemismo, el posestructuralismo y el posmo-dernismo radical—, observaba que era necesario levantar una mi-rada sobre los efectos neoliberales para describir y explicar aquello que la sociología mexicana y, en general, la latinoame-ricana califican negativamente de anomia, decadencia o desor-den, sin ensayar una alternativa teórica para reconstruir la emergencia de la nueva sociedad producida por el neoliberalis-mo, más que la vieja sociedad que éste ha destruido. Al respec-to, gran parte de los dilemas sociológicos importados —como la

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colonización o el cierre operativo, el panoptismo social o la re-ducción de complejidad, la autopoiesis o la producción de suje-tos y saberes—, que en sus planteamientos generales nos conducen a falsas oposiciones, tienen una solución empírica. Sin ella, estaríamos condenados a la recepción acrítica del impe-rialismo de ciertos discursos etnocéntricos.

El desarrollo de una línea de reflexión —allende los escritos fragmentados de los analistas políticos que hacen de artículos li-bros desarticulados— me ha obligado a recuperar discursos, hipó-tesis y argumentos dispersos, como si en un principio mi función hubiera consistido en organizar, a partir del desorden discursivo, un sistema de politicidad del problema de la seguridad pública para que éste no aparezca sólo como un problema poli-ciaco. En muchas ocasiones, esa sobrecarga de información me produjo desencanto. Sin embargo, bastó explorar la posibilidad de levantar un mecanismo de integración social dialógico —cuyos cimientos se encuentran en los movimientos y las redes civiles no gubernamentales— para intentar superar el fetichismo transi-tológico de quienes —aparte de gestionar la ciudadanización electoral— no ven otras posibilidades políticas y sociales que la institucionalización estatal de las participaciones sociopolíticas generadas desde la desigualdad.

Es comprensible el pesar de algunos analistas pero... en nues-tro país la transitología está muerta. Los discursos transitológi-cos son incapaces de explicar la irrelevancia de la democracia electoral emergente, mucho menos su función legitimadora de la recomposición del régimen. En otro sentido, una matriz dis-cursiva diferente ha comenzado a abocarse al análisis de la mili-tarización como una variable del proceso de transición mexicana; no obstante, esta matriz sigue presa de la transitolo-gía. Desde este emplazamiento —que no desprecia la democracia sino que busca su perfeccionamiento—, inducido por la idea de

que los sociólogos no han sido escuchados, o incluso por aque-lla otra de que a menudo se espera que los sociólogos arreglen los platos rotos por los economistas, he configurado una pers-pectiva que opone la ciudadanización a la militarización, quizá con la pretensión de haber levantado un instrumento para dilu-cidar este asunto negro de la burguesía mexicana.

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INTRODUCCIÓN

A pesar del desprecio que algunos académicos manifiestan por , los asuntos policiacos, el problema de la inseguridad pública constituye uno de los temas estratégicos en la agenda de las eli-tes y las contraelites, uno de los principales objetos de debate en-tre los intelectuales, y uno de los asuntos a los que mayor atención prestan los medios de comunicación.

Aun así, ese interés creciente por los sucesos y los aconteci-mientos propios de la seguridad pública no ha ido acompañado de una reflexión metodológica acerca de cuál es la forma más conveniente de plantearla. En efecto, muy pocos son los análisis que, lejos del espectáculo del crimen, sugieren una correlación entre la seguridad pública, la democratización electoral y la so-beranía estatal.

En sentido estricto, el estudio de la militarización de la segu-ridad pública requiere de una investigación más completa que integre las continuidades y las discontinuidades de la procura-ción y la administración de justicia, un análisis sistemático de la reciente modernización del ejército, y una investigación antro-pológica sobre la militarización de la vida diaria a través de jue-gos de adultos, videojuegos y rituales escolares. Un estudio de este tipo, sin embargo, rebasa las posibilidades de este trabajo.

Siendo rigurosos, debemos reconocer que las problemáticas judicial, militar y antropológica de la violencia constituyen

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campos extensos para ser abordados junto a la militarización de la seguridad pública. Por supuesto, la militarización pasiva de la seguridad pública se articula con aquellos campos. Por esa ra-zón, los referiré en la medida en que acotan este proceso e, in-cluso, determinan sus principales características.

Desde este ángulo, la militarización de la seguridad pública se observa como un proceso cuyos sucesos y acontecimientos han sido generados por una constelación de causas recursivas, na-cionales e internacionales. En este horizonte, la instrumentación de políticas económicas y sociales neoliberales ha dado pie a una nueva sociedad que se estructura a partir de una serie de in-clusiones colaterales negativas que en sus trayectorias dispersas constituyen un desorden que, según las elites, resulta peligroso para la gobernabilidad estatal.

En tales circunstancias, las elites y las contraelites han dise-ñado e instrumentado una política de seguridad pública que in-cluye al ejército en las policías, de forma semejante a lo que sucedió en el país en los años cuarenta y setenta y a lo que suce-de con los procesos de remilitarización reciente en sociedades centro y suramericanas.

La revolución pasiva de las elites priístas y panistas ha produ-cido una desigualdad social sin precedentes, desarticulando casi todas las intermediaciones sociopolíticas. Sin embargo, a partir de esa base económico/política, los sujetos sociales han estructura-do un conjunto de redes que, mediante estrategias de inclusión legales o ilegales, les ha posibilitado luchar por la redistribución del ingreso, acudiendo para esto a la astucia o a la fuerza. Así, la desigualdad ha servido como emplazamiento para que algunos sujetos sociales —e incluso las elites— reestructuren sus relaciones con el mercado y las instituciones estatales, impulsándolas como límites estructurales a los alcances de las políticas neoliberales.

En ese nivel, las elites han flexibilizado el papel del ejército para incorporarlo a la seguridad pública, concretamente en la

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administración y la capacitación policiaca, los operativos anti-drogas o delincuenciales, la alfabetización de adultos, la vigilan-cia de aeropuertos y los programas de asistencia social focalizada. La militarización de las policías representa una reestructuración de las relaciones entre la sociedad civil y la sociedad política a través de una discreta reestructuración estatal de sus mecanismos de control social. Esa es la característica principal del proceso: funcionar como un mecanismo de integración estatal de la vida social desordenada por las mismas elites para ajustarla a las ne-cesidades de reproducción de los capitales mundiales.

Esta reforma estatal sustantiva ha sido inversa a la reforma formal del Estado, particularmente a la focalización de los pro-gramas sociales orientados al rediseño de la pobreza. La milita-rización de la seguridad pública —un programa del conjunto de los programas que constituyen la política de centralización de las policías— se ha convertido en un piso para el régimen político, pe-ro también se ha traducido en un costo sociopolítico para la so-ciedad civil en la medida que las estrategias policiaco/militares han sido dirigidas a la desarticulación, la contención y la disua-sión de los líderes sociales y las bases sociales de la insurgencia. De esta manera, la militarización de la seguridad pública como mecanismo de integración estatal de la sociedad ha generado un conjunto de patologías sin ningún tipo de control.

Las resistencias sociales a la militarización han puesto de manifiesto un conjunto de contradicciones de la política de cen-tralización de las policías y, particularmente, de su militariza-ción. La política de seguridad pública de las elites se ha convertido —para la mayoría de los sujetos organizados en redes en la sociedad civil— en un metarrelato persuasivo pero peligro-so. El discurso de la participación civil en la planeación de los programas ha resultado una invitación a la complicidad y la in-competencia, mientras las elites, los medios y algunos sujetos

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sociales gestionan la ilegalidad con inusitada imaginación. La gestión del desorden ha producido una micropolítica de las in-clusiones ilegales que generalmente escapan a la mirada de quienes diseñan e instrumentan las políticas y los programas de seguridad pública institucionales o contrainstitucionales.

A pesar de esta política estatal, basada en la supuesta defensa de las soberanías interna y externa, en el combate a la delincuencia común y organizada y en la participación civil, hasta ahora la mili-tarización de la seguridad pública se ha caracterizado por la subor-dinación creciente de ésta a la seguridad hemisférica, por el incremento de las patologías policiacas y militares, y por la exclu-sión sistemática de la sociedad civil de la instrumentación de programas y operativos.

Por esta razón, he analizado las causas y los efectos recursi-vos de la militarización de la seguridad pública en el contexto de una democratización electoral emergente. En particular, estudié las causas internas y externas del diseño y la instrumentación de la política de centralización y el programa de militarización de la seguridad pública, la recreación discursiva de éste al interior de la opinión pública y sus efectos sobre las relaciones entre mi-litares, policías y ciudadanos. En efecto, me concentré en la es-pecificidad del proceso, desarrollé algunas comparaciones de sus tendencias, analicé sus causas estructurales y coyunturales, y llamé la atención sobre la necesidad de controlar las patologías estatales producidas por este proceso, acaecido durante el ciclo corto iniciado por la rebelión zapatista y prolongado por la su-cesión presidencial.

La hipótesis que guió el trabajo fue que la militarización deci-dida por las elites cívicas y militares crece en relación directa con los riesgos de gobernabilidad representados por la inseguridad y la participación política de la sociedad civil. Desafortunadamen-te, casi nadie ha analizado de manera sistemática la militarización

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de la seguridad pública ni las patologías policiaco/militares en el contexto de la emergente democratización electoral. Por lo ante-rior, pienso que este trabajo contribuirá a la superación del discurso transitológico que legitima la militarización, al tiempo que ini-ciará una discusión acerca de la necesidad de un control civil eficaz del proceso y de sus efectos perversos para liberar al régi-men político.

En este libro asumo la militarización de la seguridad pública como una colonización panóptica de la sociedad mexicana, cuyo carácter pasivo ha determinado que el proceso sea gradual, discreto y estratégico. En el análisis de sus causas, utilizo un concepto pro-ductivo del desorden social para pensar qué tipo de sociedad está siendo estructurada a partir de la revolución pasiva dirigida por las elites. Desde esta perspectiva, asumo sus trayectorias dispersas co-mo generadoras de estructuras disipativas: la delincuencia, la con-flictividad y la insurgencia. Asumo la baja intensidad democrática mexicana como un incipiente proceso de institucionalización de la participación política, diferente a la democracia de baja intensidad referida por William Robinson y otros autores. Asimismo, entien-do por remilitarización el proceso reciente de incorporación de los militares a las policías latinoamericanas, después de un ciclo de desmilitarización estructural posdictatorial o posoligárquico.

Para analizar los costos sociopolíticos de la militarización de la seguridad pública, recurro a la perspectiva que algunos soció-logos contemporáneos —Habermas, Boudon, Luhmann y Elster-han desarrollado acerca de los efectos perversos de ciertas prác-ticas o procesos. Para la conceptualización de la esfera pública y la sociedad civil, recupero los conceptos del debate actual acerca de su potencial normativo —entablado por Arato, Cohen y Habermas—, reconstruyendo sus componentes institucionales y sus procesos de diferenciación contingente. En ese sentido, insis-to en la necesidad de subordinar los conceptos a los procesos, de

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tal forma que algunas resistencias que teóricamente podrían conceptualizarse como estatales contribuyan empíricamente a la estructuración de la sociedad civil, de la misma manera en que algunas prácticas o determinados discursos que podría esperarse posibiliten un fortalecimiento de la sociedad civil y la esfera pú-blica, terminan por distorsionarlas.

En la realización del trabajo he utilizado una serie de técnicas cuantitativas y cualitativas, como el análisis de discurso, las en-trevistas y los cuestionarios elaborados por diversos analistas en la prensa. Para construir algunos escenarios recurrí incluso a la metodología de las políticas públicas, al diseño de proyectos es-tratégicos y a la prospectiva. Para la consulta de la información hemerográfica, estructuré una base de datos personal, organizada según las variables de la hipótesis, los indicadores y el capitulado propuesto en el proyecto de investigación. Los estados que selec-cioné para analizar las tendencias de la militarización son aquellos que muestran una mayor intensidad de desorden y una mayor pre-sencia policiaco/militar, siempre en comparación con otros esta-dos del país.

Para la exposición de los resultados, dividí el apartado sobre la baja intensidad democrática —proyectado anteriormente en un solo capítulo— en diferentes parágrafos que inserté en aquellos espacios en los que refuerzan la idea de la militarización de la seguridad pública como un piso de la democratización electoral. El abordaje del tema es apenas un esbozo de ese proceso. En realidad no me propuse un análisis global ni de la democratiza-ción ni del Estado mexicano. Los análisis convencionales sobre la democratización electoral abundan en el campo sociológico nacional y me refiero críticamente a ellos en las siguientes pági-nas. Asimismo, los análisis tradicionales del Estado global y sus crisis no permiten un conocimiento sistemático de algunos de los cambios en la materialidad de éste.

La explicación causal que utilizo a partir del capítulo 2 tiene un sentido particular. En ningún momento he supuesto un sen-tido monocausal del proceso de militarización de la seguridad pública ni del desorden social al que se encuentra articulada. Por el contrario, he hablado de una constelación de causas que, por recursividad —según Morin—, son efectos de otros procesos y a la inversa. En mi explicación, la militarización de la seguridad pública aparece como un efecto del desorden social, producido igualmente por la instrumentación de políticas económicas y so-ciales neoliberales.

El trabajo está estructurado en cuatro capítulos. El primero ana-liza las características principales del proceso de militarización de la seguridad pública, pulsa su carácter pasivo, lo presenta como una reforma estatal sustantiva no discutida públicamente —dirigida por el hiperpresidencialismo reciente—; en términos más concretos, lo describe como un piso estatal de la democratización electoral emergente que conceptualizo como una matriz de baja intensidad democrático electoral. Una vez señaladas las características princi-pales del proceso de militarización de la seguridad pública, su gra-dualidad, su discrecionalidad y su estrategia, termina con la sorpresa por la oferta estatal de una seguridad pública imposi-ble, mientras se prolonga la militarización.

En el segundo, reconceptualizo el desorden social analizado por algunos discursos sociológicos latinoamericanos y recupero ciertos problemas planteados por el zapatismo para analizar lo que llamo las inclusiones colaterales negativas que han estructurado un con-junto de redes que se niegan a la institucionalización por el régi-men político. Desde esa perspectiva, correlaciono la delincuencia, la conflictividad y la insurgencia con la desigualdad reproducida a escala ampliada por el neoliberalismo. Asimismo, analizo el pro-ceso de remilitarización posdictatorial en Suramérica y la confor-mación de las policías nacionales civiles en algunos países

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centroamericanos como parte de los acuerdos de paz, en los cuales las elites participaron como garantes y capacitadores policiacos.

Particularmente, abordo los cambios que han sufrido las poli-cías norteamericanas como parte del nuevo esquema de seguri-dad hemisférico estadunidense, estructurado después de la Guerra fría. En esa lógica, sugiero que los acontecimientos re-gistrados en el combate antidrogas y la remilitarización crecien-te de las policías latinoamericanas son experiencias de las cuales las elites han aprendido para terminar por aceptar las políticas de seguridad norteamericanas, que las inducen —incluso obli-gan— a involucrar a los militares en el combate antidrogas, a ca-pacitar a las policías y a participar en ellas en operativos contra la delincuencia común. La venta de armamento, la capacitación y las operaciones encubiertas realizadas por los estadunidenses en países latinoamericanos han sido el producto de un mercado estatal que implica el intercambio de bienes de soberanía por créditos emergentes.

En el tercer capítulo describo la expansión del triedro de las patologías estatales constituido por las redes ilegales, el espiona-je y la tortura. Al respecto, llamo la atención sobre la inexisten-cia de mecanismos de control civil que garanticen su reducción. De la misma forma en que presento al triedro de las patologías como una serie de mecanismos de inclusión ilegales, analizo la gestión mediática de la delincuencia a partir de la explotación de la inseguridad y la producción de sujetos inseguros que acep-tan el endurecimiento de las leyes y la participación de los mili-tares en los operativos policiacos. En esa producción simbólica saturada de imágenes que retorizan la infamia, se elabora la legi-timidad que las elites no han logrado construir con la instrumen-tación de las políticas de seguridad pública.

Por otro lado, la estructuración de la esfera pública y de la so-ciedad civil depende de una serie de procesos discursivos y prác-

ticos que posibilitan la existencia de disensos y consensos en los discursos partidarios sobre la seguridad pública, la dramatiza-ción de las contrapartes en las disputas parlamentarias y la lucha discursiva entre intelectuales privados y públicos que aceptan o rechazan la militarización de la seguridad pública. Debajo de esa discursividad aparece un conjunto de sujetos articulados en redes —a diferencia de la sociedad de citadinos— que se oponen a la militarización de la seguridad pública por intereses y estrategias diferentes. Empresarios, banqueros, comerciantes, organizaciones civiles nacionales e internacionales, intelectuales, organizaciones policiacas y grupos militares disidentes contribuyen a delimitar las acciones de la sociedad civil respecto de las políticas estatales impulsadas por las elites.

Del conjunto de estos sujetos, los intelectuales juegan un pa-pel básico al analizar la dinámica del régimen político mediante el discurso hegemónico de la transición democrática. Por un la-do, los intelectuales privados —desde sus empresas editoriales— se reclaman los instauradores de las ideas democrático/liberales que se están concretando en la democracia electoral emergente; por otro, los intelectuales públicos —producidos por los medios de comunicación— recién avenidos a la transitología han prolon-gado el sueño transitológico que consiste en la idea de un final feliz democrático, después del derrumbe del muro priísta, para la instauración de nuevas reglas, sin ninguna secuela del viejo partido estatal.

Por último, en el cuarto capítulo analizo críticamente las pro-puestas de desmilitarización de la seguridad pública y los posi-bles escenarios de desmilitarización o activación de ésta, para proponer, más allá de los chantajes financieros y los escenarios apocalípticos, una estrategia realista y utópica como parte de la construcción de un escenario ideal para la integración de la so-ciedad mexicana. Esta propuesta asume el problema de la mili-

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Militarización

Seguridad Pública

tarización pasiva de la seguridad pública como un problema so-ciológico en la medida en que ésta representa una colonización panóptica estatal de la sociedad mexicana. La idea que orienta a la propuesta es la sustitución de las integraciones estatales auto-ritarias y las inclusiones colaterales por una integración social comunicativa que sujete a las elites militares, policiacas y políti-cas a un control civil efectivo.

Para tal efecto, sería necesario articular transversalmente a las organizaciones civiles y los movimientos sociales mediante for-mas de intermediación distintas a las que se han instrumentado de manera centralizada, reterritorializar al ejército separándolo de las policías y negociando los conflictos insurgentes, descen-tralizar las policías —sin eliminar una autoridad central—, desgu-bernamentalizar la política social, y hacer transparente el mercado de la soberanía para una desmilitarización gradual de las policías preventivas y judiciales (véase diagrama I.1).

Diagrama I.1 La militarización de la seguridad pública en México

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LA MILITARIZACIÓN PASIVA DE LA SEGURIDAD PÚBLICA*

LA INTEGRACIÓN SOCIAL AUTORITARIA

La renovación de la relación entre el ejército y las elites priístas

La incorporación de los militares a las policías mexicanas no es un proceso nuevo. Sin embargo, la ampliación de la gestión mi-

* En este trabajo establezco una diferencia entre la militarización en sentido amplio y la militarización en sentido restringido. Por militarización entiendo un proceso amplio que incluye la participación militar contrainsurgente, des-arrollada mediante una estrategia de guerra de baja intensidad, y por militari-zación de la seguridad pública, un proceso restringido que consiste en la subsunción de las corporaciones policiacas a través de prácticas y saberes mili-tares. En sentido estricto, este proceso es diferente de la desmilitarización es-tructural de algunas sociedades latinoamericanas, aunque es semejante a la remilitarización reciente de las policías en algunas de ellas.

Al respecto, es necesario separar el ciclo inmediato posterior de las transi-ciones políticas que experimentaron estos países de los acontecimientos recien-tes de incorporación de los militares a las policías. Una comparación de estos procesos podría llevamos a suponer que las sociedades latinoamericanas no renunciaron del todo a la militarización. Sin embargo, una cosa es la matriz política rupturista de los países que transitaron a partir de dictaduras, y otra la matriz política de recomposición autoritaria de nuestro país. En México, la militarización de la seguridad pública ha sido pensada por las elites y los mili-tares como un mecanismo de integración y contención de una sociedad frag-mentada por el ajuste estructural de los últimos tres gobiernos. En ese sentido, si bien la militarización coincide coyunturalmente con la remilitarización de las sociedades latinoamericanas, eso no significa que se esté experimentando un proceso idéntico. La larga duración del sistema político mexicano no ha re-querido que las elites económicas y políticas opten por los golpes militares, y lo que la militarización representa en las actuales circunstancias no parece co-incidir con las hipótesis de la transición y la consolidación democrática des-arrolladas por O'Donnell y Schmitter.

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litar de las corporaciones policiacas es un acontecimiento relati-vamente reciente que puede fecharse en 1994. Antes de esa co-yuntura, el ejército combatió el narcotráfico desde los años sesenta, cumplió selectivamente funciones represivas durante ci-clos específicos de disidencia e insurgencia civil, y mantuvo una autonomía relativa respecto de las elites. En este terreno, hasta 1994 las relaciones entre el ejército y las elites priístas se caracte-rizaron por la subordinación del primero a las instituciones ges-tionadas por las segundas. Incluso cuando la composición de éstas cambió en 1982 y pasaron a ser hegemonizadas por una fracción tecnocrática que desplazó a las fracciones tradicionales, dichas relaciones interinstitucionales se mantuvieron sin cam-bios estructurales, aunque, por supuesto, han sufrido algunos cambios, como la marcha de algunos militares a la oposición.

Para entender la especificidad de las relaciones entre el ejérci-to y las elites priístas es necesario considerar algunas de las ca-racterísticas principales del primero. Una comparación del ejército mexicano con otros ejércitos latinoamericanos arroja, por lo menos, los siguientes datos: el carácter diferenciado del primero, frente a la naturaleza oligárquica de los segundos; la aceptación de una inclusión subordinada en la macropolítica nacional por parte del primero, bajo una modalidad individual frente al mesianismo de los segundos; la distancia relativa del primero respecto de la administración pública, salvo cuando al-guno de sus miembros ejerce funciones diplomáticas o asume cargos ejecutivos estatales y legislativos, frente a la gestión dicta-torial antipopular de los segundos. ¿Cómo se estructuró el pro-ceso de producción estatal que hizo posible a este ejército mexicano?

La emergencia del ejército mexicano en el ciclo posrevolu-cionario acaeció después de la institucionalización de su partici-pación política como sector al interior del partido estatal en

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1938, para desaparecer como tal en 1941, año a partir del cual la participación se dio de manera individualizada. Desde el mismo ciclo revolucionario, el ejército constitucionalista triunfante te-nía una composición heterogénea, a diferencia de los ejércitos villista y zapatista, cuya composición era más popular. A partir de la institucionalización del sistema político en 1938, mediante la consolidación y el cambio de nombre del partido estatal —pasó de Partido Nacional Revolucionario (PNR) a Partido de la Revo-lución Mexicana (PRM)-, el ejército comenzó a ser producido como un mecanismo de integración nacional/popular de la nue-i va sociedad, sobre todo en los años cuarenta, caracterizados por el inicio del desarrollo estabilizador.

En sentido estricto, las elites priístas produjeron este ejército, 1 sobre todo a partir de 1946, mediante dos discursos: el nacio-nal/revolucionario, basado en una ética de la autocontención gubernamental —desde el Colegio Militar, reinaugurado en 1920, y el Colegio de Defensa Nacional, inaugurado en 1981—, y el de la seguridad nacional e interna en medio de la Guerra fría. El proceso de profesionalización de las nuevas generaciones de mi-litares reclutados en los años cuarenta y cincuenta constituye un proceso de desactivación estructural del ejército. Aun así, dicha institucionalización no implicó su despolitización ni el descenso de su participación macropolítica.

Los presidentes civiles desplazaron a los militares de los prin-cipales cargos de representación del Poder Ejecutivo Federal, comenzando por aquellos que en los procesos electorales de 1940 y 1952 —los generales Juan Andrew Almazán y Miguel Henríquez Guzmán— se rebelaron argumentando haber sido ob-jeto de fraudes electorales. De esta manera, la desactivación es-tructural del ejército constituyó una acotación a los márgenes de su participación política.

La participación de los militares en la macropolítica nacional —como gobernadores, diputados y senadores— se ha caracteriza-

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do desde entonces por su inclusión subordinada a las institucio-nes civiles. Los cambios generacionales en el ejército no han va-riado ni su inclusión ni su composición no oligárquica.

Bajo esas circunstancias, el ejército mexicano ha cumplido funciones represivas contra disidentes e insurgentes rurales y ur-banos en situaciones políticas conflictivas y ha mantenido cier-tos privilegios, como la autonomía administrativa, jurídica y financiera. De igual forma, ha contribuido a la estructuración de un aparato de seguridad mediante la gestión de la Dirección Fe-deral de Seguridad, con vida activa de 1947 a 1985.

Esta contribución a la estabilidad política durante el largo ci-clo de crecimiento que va de los años cuarenta a los setenta con-tribuyó a delinear otras características del ejército mexicano: su carácter cerrado ante los discursos contrainstitucionales, su ca-rácter contrainsurgente, y su separación creciente respecto de la sociedad civil y los estratos sociales bajos, a los que durante mu-chos años ha considerado una amenaza para la seguridad na-cional e interna.

El deterioro de las relaciones entre el ejército y la sociedad ci-vil posrevolucionaria —contraparte de su interpenetración con el sistema político y las elites priístas— comenzó con el uso de la lucha antidrogas como un espacio para la instrumentación de operativos contrainsurgentes en Guerrero, Oaxaca, Nuevo León, Veracruz, Chiapas y Jalisco. Los excesos de algunos mili-tares contra indígenas y campesinos e, incluso, contra algunos empleados estatales de las clases medias urbanas —incluidos los asesinatos públicos de estudiantes en 1968 y 1971— produjeron una primera fisura entre el ejército y la sociedad civil. Aunque las represiones no posibilitaron inmediatamente una inflexión democrática, sí produjeron una primera fisura entre la acepta-ción previa del ejército y el rechazo público de sus funciones. Desde 1968 el imaginario social de los mexicanos se ha estruc-

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turado con un sentimiento contra los excesos militares, en oca-siones ocultos por la participación del ejército en el control de la población en regiones destruidas por sismos o inundaciones.

Aun en estas circunstancias, el ejército ha sido puesto bajo sospecha por los medios de comunicación, para los que dificil-mente resulta creíble que los militares actúen con neutralidad. En efecto, entre el desorden natural y el social el ejército rees-tructura las relaciones de gobernabilidad mediante cordones sa-nitarios y geopolíticos. Esta prolongación de la represión por otros medios ha generado una serie de costos sociales, como la represión de indígenas, campesinos, trabajadores estatales, estu-diantes y pobladores urbanos. La guerra turbia desplegada me-diante la caza y la desaparición de los líderes disidentes ha sido denunciada por organizaciones civiles nacionales e internacio-nales. Esta ruptura se ha ampliado con el hartazgo que las elites y la sociedad mexicana experimentan en relación con los ritua-les militares en las escuelas, en las calles e, incluso, en el servicio militar instituido en 1942, que a partir de 1997 ha girado hacia una función educativa.

En la actualidad, con el fin de la Guerra fría y la integración económica regional, el vínculo entre el ejército y las elites priístas tecnocráticas se ha renovado. El viejo nexo nacional/popular se ha convertido en autoritario. La soberanía, la guerra convencio-nal y los enemigos de la seguridad nacional de los años posrevo-lucionarios son cosa del pasado en la temporalidad de la gobernabilidad tecnocrática. Al contrario, este nudo de hege-monía —que incluye: a) un Gabinete de Seguridad Nacional creado en 1988, y b) la cooperación militar polimodal con el ejército estadunidense— representa un mecanismo de integración autoritario de la nueva sociedad mexicana producida por el des-orden neoliberal de los últimos 15 años. En ese contexto, la mi-litarización de las policías mexicanas es sólo una estrategia de

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Page 16: La militarización de la seguridad pública en México

Estado INCD PGR

B. California N B. California S Chiapas Chihuahua Coahuila Durango D.F.

Estado de México Guerrero Jalisco Morelos Nayarit Nuevo León Oaxaca Puebla Sinaloa Sonora Tabasco Tamaulipas Tlaxcala Veracruz

*

*

PP PJD.F. SSP Aero- puer- tos

Cuadro I.1 La militarización de la Seguridad Pública en México, 1994-1996

integración autoritaria —quizá un encierro— de una sociedad ca-racterizada por la desigualdad, la baja intensidad de la partici-pación democrática y la desintegración de la identidad nacional /revolucionaria.

El cerco militar y policiaco

El proceso de incorporación de los militares a las policías co-menzó a principios de los años noventa (CDHFV, 1997). Después de 1994 pasaron a controlar el comando de las policías estatales y federales, las fiscalías especiales contra las drogas y el diseño de los programas nacionales de seguridad pública. En la medida en que hasta hace algunos años el ejército era considerado la institución estatal más disciplinada, las elites y contraelites 1 polí-ticas tomaron la decisión de utilizarlo para solucionar la princi-pal crisis de seguridad pública que ha enfrentado el país en su ciclo posrevolucionario (ver cuadro I.1).

El proceso de militarización de las policías es uno de los prin-cipales programas de una política de seguridad pública que em-pezó a instrumentarse en 1994. Este programa forma parte de una estrategia de centralización nacional de las policías (ver anexo I). La estrategia inicial para la seguridad pública de la fracción zedillista —presentada en los planes nacionales de desa-rrollo y en los informes de gobierno federales y estatales— ha si-do reestructurada debido a las nuevas formas de la crisis de la seguridad pública y del desorden social.

Recupero el concepto de contraelites formulado por Lorenzo Meyer en el prólogo a Lorenzo Meyer y Bagley, En busca de la seguridad perdida, Siglo xxi, México, 1990, p. 15.

28

Fuente: Base de datos hemerográficos. La Jornada, Reforma, El Financiero.

Al respecto, las elites y las contraelites políticas han aceptado los errores de las políticas de seguridad pública anteriores —ca-racterizadas por la discontinuidad y la desarticulación—, tanto como han reconocido la existencia de patologías policiacas (Sa-mohano, 1998; Monge, 1994). Por esta razón, instrumentan una política de centralización nacional de las policías que incluye la participación de algunos militares en la seguridad pública. Este proceso ha sido legalizado mediante las reformas judiciales y las leyes que dieron origen a la Coordinadora de Seguridad Pública de la Nación en 1994, al Sistema Nacional de Seguridad Pública en 1995, al Gabinete de Seguridad Pública en 1997, al Decreto de la Suprema Corte que legaliza la participación militar en las

29

Page 17: La militarización de la seguridad pública en México

policías en 1997 y, particularmente, a la Ley Contra la Delin- cuencia Organizada de 1997, cuya normatividad incrementó los riesgos de la discrecionalidad y las intervenciones telefónicas po- liciacas (Fernández, 1995, 1997).

A contrapelo de lo ocurrido en algunos países latinoamerica -

nos, en los que se ha impulsado la desmilitarización estructural, en nuestro país -no por primera vez en la época posrevoluciona-ria (Edwin, 1996)- se está desarrollando un proceso amplio de militarización de la sociedad (Sosa, 1996, 1998; Fazio, 1996;

SERPAJ, 1998), particularmente de la seguridad pública (Her-nández, 1997; Acosta, 1997; Villamil, 1998; Moloeznik, 1997). Este proceso, iniciado a principios de los años noventa por las elites priístas y las contraelites panistas, se ha consolidado en un corto ciclo que abarca el último año del sexenio zedillista y los cuatro primeros años del gobierno de Fox.

A partir de 1994, las elites priístas y panistas iniciaron una es- trategia de contención de los movimientos sociales que ha con-ducido a la militarización del país (Sosa Elízaga, 1998). Este proceso supone la inclusión de militares a las corporaciones po-liciacas (Batta, 1996; Serrano, 1997). La militarización de la se-guridad pública ha dado pauta a un nuevo tipo de gestión de las policías preventivas y judiciales del país, una transformación de sus prácticas de vigilancia y captura -mediante la capacitación y la coordinación militar de operativos- y una flexibilización de los papeles convencionales del ejército y las policías, caracteri-zados actualmente por el control selectivo de la delincuencia y la participación política.

La militarización de la seguridad pública en México ha sido gradual, discreta y estratégica. Desde que las contraelites panis- tas la instituyeron el 29 de agosto de 1995 2 -mediante un plan

2 De acuerdo con Samuel González Ruiz y otros ("La seguridad pública en México", p. 19), Fernando Gomez Mont, panista, consultor de las elites priís-tas y abogado de Jorge Lankenau, propuso la idea del sistema nacional de se-guridad pública. Dicen: "Destacamos particularmente las conversaciones con Fernando Gómez Mont en torno a su propuesta de un sistema nacional de se-

30

piloto en la Policía Judicial Federal y el Ministerio Público- y las elites priístas la institucionalizaron el 8 de junio de 1996 -con el nombramiento del general Tomás Salgado como secretario de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP)- en el D.F., este proceso se ha ido extendiendo a todos los estados del país -más en las ciu-dades que en el campo-, por más que las elites y las contraelites lo nieguen u oscurezcan. En tales circunstancias, la militariza-ción ha levantado un cerco militar y policiaco en las fronteras norte y sur, en las principales zonas metropolitanas y en algunas regiones consideradas conflictivas.

La militarización de la seguridad pública ha sido gradual en la medida en que no es el producto de una estrategia instrumen-tada en bloque, sino que se ha ido generalizando poco a poco como la respuesta de las elites tecnocráticas (Villamil y otros, 1993) a la delincuencia común y organizada, a la conflictividad sociopolítica y a las acciones guerrilleras. En sentido estricto, es-te proceso se ha desarrollado polimórficamente a demanda de los gobernadores -que confiesan no saber cómo atacar la delin-cuencia-, o bien a partir de las decisiones de las instituciones po-liciacas y militares creadas durante este periodo.

Las elites priístas y las contraelites panistas impulsan discre-tamente la inclusión de militares -espontánea o consciente- sin posibilitar un debate público sobre este asunto (López Portillo, 1998). Ambas asumen hacia dicho proceso una actitud estraté-gica. Algunos, por ejemplo, decidieron -mediante eufemismos como el de la capacitación transitoria (Garfias, 1997)- minimi-zar la magnitud del hecho de que las elites civiles hayan inclui-do a los militares como actores protagónicos en el sistema político (Edwind, 1996).

En el contexti hemisférico, por otro lado, se dan situaciones distintas. Algunos países latinoamericanos han impulsado un proceso inverso de desmilitarización estructural, con la excep-

guridad pública. Este es un buen ejemplo del bloque interelitista entre priístas y panistas en el caso de la militarización de la seguridad pública".

31

Page 18: La militarización de la seguridad pública en México

ción del regreso de los militares a la policía en algunos países centro y suramericanos luego de los pactos de transición política

(Edwin, 1996). Es posible que en este ciclo las elites y las contraelites políti-

cas hayan creído que la militarización de la seguridad pública era una solución urgente, de bajos costos económicos y políticos e, incluso, transitoria. Ahora saben bien que abrieron una ten-dencia sociopolítica peligrosa, que no ha sido exitosa si se con-sidera el incremento de los delitos —de 679 a 701 diarios en el

D.F.— si bien, más allá de estos números, representa uno de los

mecanismos de integración estatal autoritaria de una sociedad cada vez más desordenada por las políticas económicas neolibe-rales instrumentadas en el país.

Es casi seguro que la militarización pasiva' —si se acepta que no existe en la racionalidad de su instrumentación una estrate-gia golpista— ha sido estratégica. Aun cuando las elites y las con-traelites no hubieran calculado las implicaciones políticas de este proceso, desde un principio sabían que, con las policías que hay en el país (IMECO, 1998), era imposible enfrentar los costos

3 En la medida en que durante el periodo posrevolucionario las elites y las con-traelites nunca han recurrido al golpe militar como una opción de control social y político en nuestro país, he decidido conceptualizar el proceso de militariza-ción de la seguridad pública como una militarización pasiva, a difer la del

otro componente de la militarización, el contrainsurgente, que, por supues

l

tiene un carácter activo, aun en su modalidad de baja intensidad. Para la caracte-rización de la militarización de la seguridad pública como un proceso pasivo re-cupero el concepto de revolución pasiva desarrollado por Gramsci.

Al respecto, el mismo ombudsman capitalino acepta esta figura jurídica, si bien no está de acuerdo con la función policiaca de los militares: "Estos policías militares que sustituyen a los policías preventivos han dejado de pertenecer to-talmente al Ejército, es decir, que han solicitado y obtenido una licencia y se han dado de alta en la Secretaria de Seguridad Pública del Distrito Federal, con lo que queda a salvo formalmente la disposición constitucional. Quienes están desempeñando ahora esta función policiaca ya no son —por lo pronto—militares, son policías preventivos. Sin embargo, no parece la solución más idónea que sea la policía militar la que realice funciones de policía preventi-va". Luis de la Barreda Solórzano, "¿Militarización de la policía?", en Este País,

núm. 75, junio de 1997, p. 59.

sociales y políticos del ajuste estructural y la reforma estatal. esa razón, utilizaron a algunos militares, con el artilugio de las licencias, como capital político para modernizar a las policías preventivas y judiciales.

En este ciclo, la militarización de la seguridad pública se insti-tuyó a través de una serie de sucesos (ver cuadro 1.2), como el aumento del presupuesto del ejército, la capacitación estaduni-dense a los militares mexicanos, la adquisición de nuevo arma-mento y sistemas informáticos, la flexibilización de los papeles del ejército mediante la sobredeterminación de la seguridad pú-blica sobre la seguridad nacional e interna —si utilizamos los conceptos anteriores a la reforma estatal—, así como por la des-composición de las policías y las elites priístas (ver anexo II).

Cuadro 1.2

Gasto de las Fuerzas Armadas en México y efectivos militares, 1981-1996

Año Gasto militar * Efectivos**

1981 1,208 125

1982 1,161 130

1983 1,171 130

1984 1,532 129

1985 1,599 140

1986 1,443 141e

1987 1,352 141e

1988 1,350 154

1989 1,117 154

1990 1,131 175

1991 1,185 175

1994 1,581 1996 230

1997 2,240

* Millones de dólares **Miles de efectivos e Estimado

Fuente: Garduño, 1995, p. 84, El cotidiano 72, octubre de 1997; Favela, 1997,

p. 60, El cotidiano, 82, abril; Medellín, 1997, p. 9, Enfoque 188, agosto de 1997.

33 32

Page 19: La militarización de la seguridad pública en México

Durante el periodo 1994-1997, el presupuesto del ejército mexicano —el rubro de mayor inversión federal después del edu-cativo (Fernández, 1996; López, 1996)— pasó de 12 651 millones de pesos (mdp) a 12 billones, 651 mil mdp, incrementándose hasta 2 440 millones de dólares. Bajo estas circunstancias, el ejército mexicano —el segundo en tamaño en el hemisferio (Mu-ñoz Ledo, 1997)— se convirtió en uno de los ejércitos latinoame-ricanos que más gastan en defensa nacional, tan sólo después del brasileño, que invierte 6 763 millones de dólares, y del ar-gentino, que gasta 4 700 millones de dólares. Esto no significa que el mexicano sea uno de los ejércitos latinoamericanos de mayor potencia, pues existen algunos —como el chileno, con 970 millones de dólares; el peruano, con 998 millones de dólares, y el colombiano, con 2 millones de dólares— que si bien cuentan con un gasto en defensa nacional menor, tienen en cambio ma-yor capacidad destructiva (Medellín, 1997) (ver cuadro 1.3).

Por otro lado, bajo un acuerdo bilateral signado en 1996, se entrenaron un año después 1 500 militares mexicanos en escue-las del Pentágono a través del Programa Internacional de Edu-cación Militar y Capacitación (ver cuadro 1.4). Este convenio es un acontecimiento si se le compara con los 1 448 militares en-trenados durante el periodo 1981-1995. En un solo año, en esas escuelas se graduaron más militares que a lo largo de los tres pe- riodos gubernamentales anteriores. En ellas recibieron forma- ción en materia de inteligencia militar, naval y aérea, y de operativos contrainsurgentes y antidrogas. Hoy en día, por lo menos 13 de esos militares participan en los conflictos de baja intensidad que se desarrollan en Guerrero, Oaxaca y Chiapas' (ver cuadro 1.5).

4 Gilberto López Rivas, "La injerencia extranjera en Chiapas", La Jornada, 12

de marzo de 1998.

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Cuadro 1.3 Gasto militar en América Latina durante 1994-1997

País Gasto 'Brasil 6 736 000 000 Argentina 4 700 000 000 México 2 240 000 000 Colombia 2 000 000 000 Perú 998 000 000

Fuente: Jorge A. Medellín, Suplemento Enfoque, Reforma, "Globalización y gasto bélico en México", 17 de agosto de 1997.

De manera paralela al incremento de la asistencia que los mi-litares mexicanos reciben (al grado de constituir el ejército lati-noamericano más asistido de Estados Unidos), desde 1995 el aumento y la especialización de su armamento han variado sus-tantivamente. En 1996, el ejército mexicano fue el único en América Latina que obtuvo licencias —durante cuatro años— pa-ra importar armamento antimotines con valor de 4.8 millones de dólares de empresas privadas norteamericanas. En 1997 la compra de equipo de esta naturaleza se incrementó 600 por ciento, llegando casi a 28 millones de dólares, y según el Depar-tamento de Estado estadunidense, en 1999 el gasto alcanzaría 47 millones de dólares.' Al respecto Patricia López dice:

En cuanto al aumento, el ejército mexicano tiene una dependen-cia muy grande con los norteamericanos a los cuales les compra una parte sustantiva de pertrechos: armas individuales con miras especiales para ver de noche, armas colectivas de gruesos cali-bres; así como la tecnología para producir armamento: en el sexenio de De la Madrid se inició la producción del fusil G-3 de

5 "Subió México 600 % en un año la compra de equipo militar a EU", La Jor-nada, 15 de marzo de 1998.

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Combate al narcotráfi-co (Sección 1004) De-partamento de Defensa Segundo lugar (1997) Programa de Educa-ción y Entrenamiento Internacional Mayor asistencia que cualquier otro país de la región

Academia Interameri-cana de Fuerzas Aéreas

Primer lugar en 1996 y 1997

Escuela de las Amén-cas

Segundo lugar (1996) y Primer lugar (1997)

Asistencia

Capacitación

Compra de Ventas militares Forá- Ventas comerciales di-

armamento neas rectas

Tercer lugar (1997) Segundo lugar (1996)

patente belga, diversos vehículos de guerra como tanquetas para lugares montañosos, medios de comunicación, incluyendo los sa-télites Morelos que tienen una porción exclusiva para el manejo del ejército mexicano... Dichas compras nos sirven para corro-borar que su destino está ligado a los preparativos del gobierno de México para iniciar la GBI porque no son exclusivamente para el Ejército... sino que también son para diversas corporaciones

policiacas.'

Cuadro 1.4 Asistencia, capacitación y compra

de armamento norteamericano, 1996 y 1997

Fuente: Suplemento Masiosare, La Jornada, 6 de diciembre de 1998.

Cuadro 1.5 Cursos recibidos por oficiales mexicanos en la SOA en 1991-1997

Curso 1991 1992 1993 1994 1995 1996 1997 Total

Inteligencia mi- litar

5 3 0 0 1 10 102 121

Operaciones 1 0 4 2 I 6 15 29

Martha Patricia López A., La Guerra de Baja Intensidad en México, InA-Plaza y

Valdés, 1996, p. 39.

36

psicológicas Adiestramiento 24 3 3 0 10 15 108 163 Adiestramiento docente

O O 0 0 0 12 22 32 -

' Adiestramiento mexi-

cano

O O O O 0 56 0 56

Comandos 2 4 8 0 0 7 9 30 Operaciones cívico/militares

O 0 0 0 2 8 10 20

Operaciones antidrogas

11 0 4 6 0 11 38 70

Otros 3 13 15 7 10 25 29 102 Total 46 23 34 15 24 148 333 623

Fuente: Nuevo amanecer Press-Europa, Darrin Word, Investigación especial, [email protected]

Bajo esta estrategia, se impulsó la distribución geopolítica del ejército; se modificaron las zonas de las regiones militares (ver cuadro 1.6); se crearon nuevas regiones —la xxxvili entre Tabas-co y Chiapas, y la )(XXIX en Ocosingo (López, 1996; Fernández, 1997)—; se impulsaron grupos de elite mixtos compuestos por militares y policías; se involucró a escala ampliada a 70 000 mi-litares en la lucha antidrogas; se generalizaron los patrullajes en el nivel nacional, incluso antes de su legalización. Con esto, se difuminaron las diferencias presentes en el discurso estatal entre seguridad nacional, interna y pública.

Cuadro 1.6 Regiones y zonas militares

I. Región militar D.F. l a Zona militar 17' Zona militar Querétaro, Qro. 22' Zona militar Toluca 24' Zona militar Cuernavaca, Mor.

II. Región militar El Ciprés, B.C. 2' Zona militar el Ciprés, B.C. 3' Zona militar La Paz, B.C.N.

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Page 21: La militarización de la seguridad pública en México

III. Región militar Culiacán, Sin. C Zona militar Hermosillo, Son. 5' Zona militar Chihuahua, Chih. 9' Zona militar Culiacán, Sin. 10' Zona militar Durango, Dgo.

IV. Región militar Monterrey, N.L. 6' Zona militar Saltillo, Coahuila 7. Zona militar Monterrey, N.L. 8' Zona militar Tampico, Tamps. 11' Zona militar Guadalupe, Zac. 12' Zona militar San Luis Potosí, SLP

V. Región militar Guadalajara, Jal. 13a Zona militar Tepic, Nayarit 14a Zona militar Aguascalientes, Ags. 15' Zona militar Guadalajara, Jal. 16' Zona militar Irapuato, Gto. 20a Zona militar Colima, Col. 21' Zona militar Morelia, Mich.

VI. Región militar La Boticaria, Ver. 18' Zona militar Pachuca, Hgo. 19' Zona militar Tuxpan, Ver. 23a Zona militar Tlaxcala, Tlax. 25' Zona militar Puebla, Pue. 26' Zona militar La Boticaria, Ver.

VII. Región militar Tuxtla Gutiérrez, Chis. 29' Zona militar Minatitlán, Ver. 30a Zona militar Villahermosa, Tab. 31' Zona militar Tuxtla Gutierrez, Chis 32a Zona militar Mérida, Yuc. 33" Zona militar Campeche, Campeche 3C Zona militar Chetumal, Q.R.

Chis 36' Zona militar Tuxtla Gutierrez, Chis 38' Zona militar San Cristóbal, Chis. 39' Zona militar Ocosingo, Chis.

VIII.Región militar Oaxaca, Oax. 28' Zona militar Oaxaca, Oax.

IX. Región militar Acapulco, Gro.

7. Zona militar Acapulco, Gro. 2

Zona militar Chilpancingo, Gro.

Fuente: Martha Patricia López, La guerra de baja intensidad, p. 62. Al respecto, México social, de Banamex, incluye una zona militar, la de Santa Lucía, Estado de México, p. 573.

Una vez que el ejército se incorporó al comando de seguridad pública dieron inicio operativos anticonstitucionales, como los patrullajes y los retenes. En la práctica, estos operativos han re-sultado la instrumentación del programa "cero tolerancia", que se aplica en el conjunto del país, sin reconocimiento institucio-nal, aunque en la frontera norte han reconocido su uso, particu-larmente en el caso de Ciudad Juárez. Para tal efecto, han tomado la experiencia policiaca de "ventanas rotas", puesta en

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práctica en algunas ciudades estadunidenses como Nueva York

y Chicago, bajo el principio básico de combatir cualquier delito por insignificante que parezca. Sobre el programa "ventanas ro-tas", Bernardo Romero dice:

La teoría de las ventanas rotas surgió en 1982 tras las investiga-ciones de un grupo de criminalistas estadunidenses encabezado por James Q. Wilson y George Kelling.

El equipo hizo el siguiente experimento: dejar un auto nuevo abandonado en un barrio populoso para ver de qué manera y en cuánto tiempo era robado. Pasaron los días y nadie se acercó. Pusieron un auto que tenía un vidrio quebrado. Al poco tiempo no quedaba nada del vehículo.

Estas obervaciones permitieron elaborar la tesis básica de la Tolerancia Cero, que indica que todo crimen que queda impune, por pequeño que sea, alienta a cometer más graves, porque da al delincuente la idea de que no recibirá castigo.'

Los sucesos a los que hago alusión fueron impulsados me-diante una reingeniería de las instituciones policiacas (Lozano, 1997). La estrategia ha sido instrumentada por los militares a través del diseño de políticas y programas y de la coordinación de instituciones y operativos policiacos. Por segunda vez en la historia moderna del país, como en los años cuarenta, bajo el mando de Miguel Alemán Valdés (1946-1952), los civiles inclu-yeron al ejército en las policías, a las que llegaron a administrar,

7 La instrumentación del programa "cero tolerancia" en esta zona y la pro-puesta nunca concretada de su instrumentación en el D.F. ha sido decisiones tomadas a partir de la recuperación de experiencias policiacas de Nueva York y Chicago, experiencias que, basadas en las ideas de Norman Dennis, editor del libro Zero Tolerance: Policing a free Society, y de Wilson y Kelling, autores del artículo "Broken Windows", siguen el principio de castigar cualquier falta aun-que no sea grave. Sobre este tema véase: Bernardo Romero, "Las estrategias de seguridad pública en los regímenes de excepción: el caso de la política de tole-rancia cero", en El Cotidiano, número 90, julio-agosto de 1998, pp. 13-24.

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Page 22: La militarización de la seguridad pública en México

capacitar y coordinar, particularmente en algunos de sus opera-tivos en la zona metropolitana del país, en ciudades grandes y en ciertas regiones donde el ejército desarrollaba campañas de asistencia social. Sobre este punto, veamos lo que dice Edwin

Andersen:

Por extraño que parezca, fueron los líderes civiles de México quienes reorientaron la misión militar [...] de defensa nacional a seguridad nacional. El presidente Miguel Alemán Valdés (1946- 1952) fusionó por primera vez las funciones policiacas con las militares, y el papel que asignó a las Fuerzas Armadas fue repe-tido sólo en forma intermitente hasta la presidencia de Salinas [...] El hecho de que el gobierno [...] haya incorporado al ejérci-to como un brazo virtual del cumplimiento de los lineamientos económicos y políticos del PRI, es nada menos que un regreso a las prácticas del primer presidente civil posrevolucionario, Mi-

guel Alemán.'

Actualmente, la estrategia de inclusión de algunos militares en las policías preventivas y judiciales se ha impulsado, en tér-minos administrativos, mediante el cambio de cuadros directi-vos; en lo tocante a la capacitación, a través de la sustitución transitoria de los policías en las calles —mientras reciben cursos en instalaciones militares—, y en lo que se refiere a los operati-vos, por medio del diseño de tácticas de disuasión y vigilancia. Así, al margen de la militarización de la sociedad —la vigilancia en los aeropuertos del país, el servicio militar educativo, los convenios con instituciones educativas (Ibarra, 1998), el control fronterizo, la contrainsurgencia mediante la guerra de baja in-tensidad (López, 1996)—, los militares comandan la Fiscalía Es-

8 Martin Edwin Andersen, "Las relaciones entre civiles y militares y la seguri-dad interna en México: La reforma sin hacer", en Riordán Roett, El desafio de

la reforma institucional en México, Siglo xxi, México, 1996, pp. 205 y 229,

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pedal del Combate a las Drogas —creada el 2 de mayo de 1997—, algunas delegaciones estatales de la Procuraduría General de la República y la mayor parte de las secretarías o direcciones esta-tales de seguridad pública del país. De igual forma, han partici-pado en la recuperación de reclusorios regionales amotinados.

Por supuesto, los militares han capacitado a las policías pre-ventivas y judiciales de otras ciudades y otros estados en tácticas antidisturbios e, incluso, han participado en el adiestramiento de grupos paramilitares en Chiapas y Oaxaca, precisamente de aquellos que han hostigado y masacrado a los desplazados por la guerra de baja intensidad contrainsurgente impulsada por los militares mexicanos, con asesoría estadunidense, contra los gue-rrilleros eperristas, erpistas y zapatistas. En el primer caso, aun-que se ha presumido la relación entre la capacitación estadunidense y la modernización de las instituciones policia-cas, ésta no ha sido demostrada; en el segundo, la paramilitari-zación de los grupos civiles en zonas de conflicto es una práctica documentada sistemáticamente por algunas organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales.

La legitimidad de la militarización policiaca

La militarización de la seguridad pública ha sido legitimada a través de diversos procedimientos jurídicos y mediáticos. Así, la creación del Gabinete de Seguridad Nacional el 6 de diciembre de 1994 y del Gabinete de Seguridad Pública el 2 de diciembre de 1997, mediante decretos presidenciales aprobados por mayo-ría en el Congreso; la promulgación de la Ley Federal de Segu-ridad Pública el 21 de noviembre de 1995 y de la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada el 19 de noviembre de 1996; la aprobación por la Suprema Corte de la participación, de los militares en la seguridad pública, el 5 de marzo de 1997; la Cru-

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zada Nacional; el Programa Nacional contra la Delincuencia, y la propuesta de creación de la Policía Preventiva Federal el 15 de noviembre de 1998, aprobada por la Cámara de Diputados dos días después, han sido medidas publicitadas por los medios como necesarias y plausibles, sin una discusión amplia de su instrumen-tación militar ni de los riesgos que las mismas implican.

La hiperactividad jurídica de las elites priístas y las contraelites panistas ha configurado una legislación dura (Batta, 1996). De la misma manera en que durante décadas la seguridad pública cons-tituyó un asunto sin prioridad programado pragmáticamente a través de políticas y programas coyunturales (Somohano, 1988; Monje, 1994), las leyes y las nuevas instituciones de seguridad pública —en el contexto de crisis económicas y políticas cíclicas, con fines financieros y electorales, con una obsesión extraordi-naria por el autoritarismo— no dejan lugar a dudas de que hay una determinación estructural sobre la militarización del país, particularmente de la seguridad pública.

En tales circunstancias, algunos estratos sociales y citadinos no sólo han aceptado esta decisión como necesaria sino, inclu-so, han demandado a las elites políticas la incorporación de los militares en otras zonas y regiones del país. En efecto, la milita-rización de la seguridad pública ha tenido relativa aceptación civil, aunque una de las razones de que esto sea así es que algu-nos medios de comunicación han construido a los citadinos y a los ciudadanos como sobreinseguros, para que así acepten la mi-litarización como legítima, mediante la inflación de la nota roja —ahora electrónica—. De esta manera, los militares han llegado a las policías precedidos de una intensa campaña de sensibiliza-ción civil acerca de la incapacidad fisica y la corrupción desen- frenada de las policías.

Instrumentada gradualmente, con discreción y sentido estra-tégico, la militarización pasiva de la seguridad pública ha ido es-tructurándose militarmente como una estrategia estatal contra el

desorden social. Sin embargo, esta política, con sus programas coyunturales, expresa la incapacidad actual de las elites priístas y las contraelites panistas para reformar civilmente a las policías (Edwin, 1996), pues la incertidumbre de los mercados económi-cos y políticos no les permite ensayar una modernización no mi-litar de éstas.

Por lo anterior, la militarización de la seguridad pública ha sido justificada por las elites políticas como necesaria, transito-ria y controlada (Garfias, 1997; De la Barreda, 1997). No obs-tante, en situaciones críticas que suponen la ruptura del Estado de derecho, han reconocido que es un proceso peligroso, que durará hasta que la policía esté capacitada para ser eficiente, así como han asegurado que la sociedad no debe tener miedo por-que para los militares no existe posibilidad alguna de usar políti-camente a su institución para un golpe militar.

Al respecto, algunos militares rechazan que su inclusión en los cuerpos policiacos deba conceptualizarse como la militariza-ción de la seguridad pública (Garfias, 1997; Cervantes, 1997), mientras otros justifican dicha incursión bajo el argumento de que el ejército debe aportar su experiencia. A contrapelo de las organizaciones no gubernamentales y de investigadores de la vio-lencia política del país, los militares han sostenido que no les co-rresponde una decisión golpista, al tiempo que nos recuerdan la historia de la lealtad del ejército a las instituciones civiles —con un dejo de malestar por los papeles que en la actual coyuntura es-tán desempeñando (Garfias, 1997)—. Dice un militar: "Las futu-ras generaciones criticarían que mientras hay problemas en el país, nos quedemos encerrados y no participemos en la solución de los problemas que está viviendo la sociedad". 9

En efecto, a pesar de los rumores sobre la posibilidad de un golpe de Estado en 1982 (Villamil, 1998), el ejército nunca ha

1

9 La Jornada, 1 de junio de 1998, p. 47.

42

43

Page 24: La militarización de la seguridad pública en México

caído en esa tentación (Lozoya, 1984; Sánchez, 1988), aunque esto no es una garantía para eliminar la posibilidad de que sean utilizados para un autogolpe civil. Esta posibilidad —altamente improbable— es considerada por algunos analistas, quienes sos-tienen que la militarización de la seguridad pública puede inter-pretarse como la apertura de un ciclo prefascista en el país (Ramírez, 1996; González Ruiz, 1997),' mientras otros sostie-nen que no es improbable un golpe militar con una figura civil (Fazio, 1996; Hernández, 1997) y que si bien no hay una milita-rización societal, las elites políticas sí experimentan una tenta-ción autoritaria al utilizar al ejército para el control social (Zermeño, 1996; Piñeyro, 1997).

En sentido estricto, ninguna de estas hipótesis es plausible. La primera, porque al negarse a conceptualizar el proceso de mo-dernización autoritaria de las policías parte del supuesto de que la característica principal de dicho proceso es el comando transi-torio de éstas, cuando el punto no es la procedencia institucional de los actores, sino la institucionalización de las prácticas y los saberes militares al interior de las instituciones policiacas; la se-gunda, porque si efectivamente existen riesgos organizacionales y políticos, descarta la posibilidad de que las tendencias de este proceso se modifiquen según la correlación de fuerzas presente en el país (Serrano, 1998). i1

10 En su análisis global, la Ley Zedillo pudiera ser considerada como ingenua,

de no ser por su claro corte fascistoide: la concepción naturalista de la delin-cuencia, endurecimiento de las penas, combate a la delincuencia con el miedo a la fuerza del Estado, utilización de la filosofia de la pólvora y fortalecimiento de los cuerpos policiacos." Carlos Ramírez, "Archivo político", El Financiero,

24 de marzo de 1996. 11 Puede tener razón Mónica Serrano cuando afirma que "es posible que la transición democrática tenga implicaciones importantes para el pacto civil-militar". Sin embargo, no creo que apostando a futuro se gane mucho para ca-racterizar los procesos que están sucediendo en el país. Véase Mónica Serrano, "El legado del cambio gradual: reglas e instituciones bajo Salinas", en Mónica Serrano y Bulmer-Thomas, La reconstrucción del Estado. México después de Sali-

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El problema consiste en lo que estas hipótesis entienden por militarización de la seguridad pública. Así, ninguna de ellas cap-ta la especificidad del proceso, ni la hipótesis militar, que dice a los civiles que se abstendrán de participar en la macropolítica, por lo que la experiencia traumática de los golpes de Estado acaecidos en otros países latinoamericanos no se va a dar en el nuestro; ni la civil, que advierte de los riesgos pero no se percata que un golpe militar es contingente, depende del funcionamien-to de la militarización de la seguridad pública como uno de los mecanismos estatales de control social de los pobres del país.

La matriz política de baja intensidad democrática/electoral

La militarización de la seguridad pública ha constituido el piso de las recientes reformas electorales, las cuales han posibilitado las al-ternancias municipales y estatales. Con todo, los logros de la de-mocratización electoral' han sido pírricos comparados con el precio que hemos tenido que pagar por ellos: la violencia politica ilegítima, militar, paramilitar y policiaca. Hasta ahora, esta baja in-tensidad de la democracia electoral hace imposible el cambio de las políticas económica y social, aunque no debe descartarse la posibi-lidad de un rediserio de la política social en los próximos años. El peligro de la irrelevancia de la democracia ha sido planteado por los mismos transitólogos. Al respecto, Garretón dice:

mas, FCE, México, 1998, p. 37. Por mi parte, he preferido partir de una pers-pectiva inversa, que consiste en suponer que la militarización, contrainsurgente y policiaca, define las características de los procesos actuales; procesos que he con-ceptualizado como producto de una matriz de baja intensidad democrática. 12 Samuel P. Huntington, "Veinte años después: el futuro de la tercera ola", en Este país, número 85, abril de 1998, p. 30. Dice Huntington: "Las democracias electorales tienen gobiernos resultantes de gobiernos razonablemente libres y justos pero carecen de muchas otras salvaguardas de los derechos y libertades que existen en las democracias liberales. Como señala Diamond, el número de democracias liberales ha permanecido relativamente estático".

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Page 25: La militarización de la seguridad pública en México

[...] ¿Cuál es el riesgo principal? Que las democracias sean irre-levantes [...] la democracia no resolverá los problemas de la gen-te: son las políticas que los gobiernos democráticos hagan y las luchas de los ciudadanos, los movimientos sociales, lo que resol-verá los problemas sustantivos [...] La democracia debe resolver los problemas de la política, del gobierno, de la ciudadanía y de la canalización de los conflictos y demandas sociales [...] el gran riesgo es ése: no que volvamos a regímenes autoritarios sino que tengamos democracias irrelevantes."

Bajo este lento proceso de democratización electoral que expe-rimenta el país, caracterizado por las alternancias aseguradas," se desarrolla subrepticiamente un proceso de militarización pasiva —encubierta por las elites priístas y las contraelites panistas— que funciona mediante la sustitución, la administración, la capacita-ción y el comando de las policías por prácticas y saberes milita-res. Aun así, de estas tendencias no puede preverse a corto plazo un golpe técnico ni una dictadura militar. Por ahora, antes que en una decisión de esta naturaleza, la estrategia de gobernabilidad estatal ha consistido en contener el desorden social mediante la integración autoritaria de los estratos sociales desordenados.

13 Manuel Antonio Carretón, "Replantear la transición" entrevista publicada

en Nexos, núm. 244, abril de 1998, p. 52. 14 Utilizo este concepto para caracterizar las alternancias que en los años re-

cientes se han registrado en el país en ayuntamientos y gubernaturas. Para mí, las alternancias políticas, panistas y perredistas, son parte del proceso más am-plio que caracterizo en este mismo trabajo como de "baja intensidad democrá-tico-electoral". Sobre el adjetivo "asegurada", recupero la idea de Carlos Fazio de que las democracias latinoamericanas son el producto de una estrategia mi-litar estadunidense. Al respecto, es importante considerar la actitud de los mili-tares hacia los procesos de alternancia, al sostener que van a subordinarse a las autoridades civiles, particularmente al Congreso. En ese sentido, el general Enrique Cervantes Aguirre, secretario de Defensa Nacional, dice que la con-formación de un proceso plural no provoca ningún temor o inquietud en el ámbito militar, por lo que continuarán aportando su experiencia y sus cono-cimientos a las instituciones federales y estatales para garantizar la seguridad pública. El Universal, 2 de septiembre de 1997.

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La militarización de la seguridad pública ha configurado una matriz política de baja intensidad democrática electoral,' así como una sobredeterminación de la seguridad pública sobre la seguridad nacional e interna. Este proceso vuelve complejo el horizonte político de las redes y los movimientos sociales, así como el de las guerrillas, al grado que es muy dificil que, bajo estas circunstancias, se consolide en lo inmediato un bloque de poder alternativo (Sosa, 1998).

En el último lustro, la "extensión democrático-electoral del país" (Garretón, 1998) —caracterización que repele las de demo-cracia bajo fuego (Jelsma y otros, 1998) y democracia de baja in-tensidad (Torres, 1994; Osorio, 1997; Robinson, 1997), aunque es parte complementaria de la guerra de baja intensidad contrainsur-gente del ejército— puede ser caracterizada a partir de la correlación de los procesos de militarización, en sentidos amplio y restringi-do, con las alternancias aseguradas que se han dado en el país en los niveles municipal y estatal, tanto respecto del Poder Eje-cutivo como del Legislativo.

Esta democratización electoral podría caracterizarse como una matriz política de baja intensidad democrática, pues si bien ha habido cambios en la legislación electoral, los órganos electo-rales, la composición del Congreso y en los mismos procesos electorales, éstos han ido acompañados de la militarización am-pliada del país (Sosa, 1998). Al respecto, las elites priístas acep-

15 Marcelo Cavarozzi habla del pasaje de la matriz Estado-céntrica a otra or-ganizada en mayor medida en torno a la lógica del mercado. Particularizo esta idea respecto del caso mexicano mediante otra de una matriz de baja intensi-dad democrático-electoral, idea que sin duda es un complemento de la guerra de baja intensidad que el ejército libra en sus funciones de seguridad interna contrainsurgente. Para la definición de Cavarozzi, véase "América Latina con-temporánea: erosión del Estado y devaluación de la política", en Manuel Can-to Chac y Moreno Salazar, Reforma del Estado y políticas sociales, uam, México, 1994, pp. 15-39, así como "Desestatización, hiperpresidencialismo en La América Latina contemporánea", en Máximo L. Salvadori y otros, Un Estado para la democracia, IETD, México, 1997, pp. 51-64.

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Page 26: La militarización de la seguridad pública en México

tan, resisten o consolidan la circulación de las elites y las con-traelites, pero la vigilan, militar y policiacamente hablando, me-diante estrategias integrales —vigilancia electoral, contención poselectoral y disuasión de las bases sociales— cuya patología principal es la violencia política contra los líderes sociales y polí-

ticos (Botello, 1998). Así, una vez establecida la correlación entre la militarización de

las policías y el proceso de democratización electoral —caracterizado por la competencia electoral asimétrica entre el partido estatal y los partidos opositores—, puede argumentarse que nuestro país comienza a enfrentar el problema de la división de los gobiernos (Hurtado, 1998) que generan los efectos perversos en el diseño y la instrumentación de las políticas públicas, porque incrementa el control político de los presupuestos asignados a los gobiernos

opositores. En especial, el proceso de militarización del país —incluida la

militarización de la seguridad pública— tiene relación directa-mente proporcional con el recorte y la focalización de la política social. Las elites políticas han preferido recuperar la seguridad pública o refundar el Estado de derecho a darle prioridad a la política social como un instrumento distributivo y de combate a la pobreza para enfrentar los conflictos generados por el ajuste estructural y la reforma estatal (Fernández, 1997; Domínguez,

1998). La configuración de una matriz política de baja intensidad

democrática electoral, con su piso de remilitarización policiaca —semejante a la impulsada por Miguel Alemán (1946-1952) en los años cuarenta— y de militarización contrainsurgente de algu-nas regiones del país —como la impulsada por Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) en los años setenta—, dará pie a un régimen precario en lo tocante al cambio de las políticas económicas y sociales del Estado mexicano. Bajo tales circunstancias, la de-

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niocratización controlada por las elites políticas no necesaria-mente significa un cambio político sustantivo, aunque algunos politólogos y sus alumnos a larga distancia insistan en que a par-tir de la recomposición del Congreso puede generarse una rup-tura democrática (Przeworski, 1998).

En realidad, esta matriz política no es una fase transitoria ni un ciclo corto de incertidumbre generado por el empate de fuer-zas entre "duros" y "blandos" en el cual, incluso, el ejército ten-dría que decidirse entre el autoritarismo y la democratización (Villamil, 1998; González, 1998). Esa extraña forma de plantear los problemas —como dilemas en lugar de paradojas— ha sido muy cara a los análisis políticos de coyuntura del país. En efec-to, desde hace mucho tiempo, a pesar de los hechos que la hacen falsa, esta hipótesis se sostiene como si fuera heurística. Volveré sobre este punto en el capítulo 3.

Por el contrario, de ahora en adelante tendremos que acos-tumbrarnos a una democratización electoral "asegurada" carac-terizada por el presidencialismo autoritario (Carpizo, 1998a) de presidentes débiles. En lugar de esperar —como aún sostienen al-gunos— que el país transite hacia algo que no sabemos, que se decida entre el autoritarismo y la democratización —como si no fuera posible una mixtura entre ambos—, debemos asumir la co-existencia de elementos autoritarios y democrático/electorales (Cancino, 1997) como la matriz política que se ha configurado a partir de la inclusión de las elites económicas y políticas en la globalización; inclusión caracterizada por la reducción de su margen de maniobra y por los conflictos sociales y políticos.

LA MILITARIZACIÓN FOCALIZADA

El desarrollo desigual y combinado de la militarización

Para analizar la manera en que la militarización de la seguridad pública se estructuró como estrategia nacional, describiré las

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Page 27: La militarización de la seguridad pública en México

Fati, eipa-ciones federa-

les

Su-

per-

Ocie del Esta-

do/ total PU.

Población urbana

Gasto educativo

respecto al total nacional

PI omedi escolari-

dad P.

re tia de

3.66 3.69 44.1 2.02 4.2

2.76 14.68 80.2 1.22 6.9 lr

15.36 0.09 99.7 61.76 9.0 14

2.35 3.20 54.4 1.96 5.4

6.28 4.02 83.2 1.87 6. 9

1.47 0.25 85.8 0.80 7-0

2.72 4.68 43.4 1.89 4-8

6.03 3.57 58.3 3.07 5.8

49 115 100.0 73.5 100.0 6.7

Gasto

en educa clon

Crédito Ahorro

bancario bancario

Inversión

pública federal.

Asegu-

rados en el 94,55

Fuente: INEGI, SHCP. Banxico de 1996, El Financiero, 25 de julio de 1998.

Bajo el supuesto de que la militarización de la seguridad pú-blica es desigual, local y federal, pero no integral, presentaré las

tendencias de este proceso. Para tal efecto, compararé -sin ex-plicar por ahora sus causas estructurales, estrategia que desarro-llaré en el capítulo 2- la militarización en algunos estados conflictivos (véase cuadro 1.7) caracterizados por distintas mo-dalidades de militarización, diferente partido gobernante y dis-tintos efectos perversos producidos por la incorporación de los militares a las policías en tareas de administración, capacitación

o realización de operativos.

Cuadro 1.7 Indicadores de desarrollo nacional (porcentaje respecto al total nacional)

Entidad Habi- Habi

tan- tan-

tes tes/

lo&

Chiapas 3.96 48.6 1.33 0.51 0.68

Chihua- 3.06 9.5 5.11 2.33 1.28

hua

Distrito 9.31 4855.6 20.32 59.18 60.53

Federal

Guerre- 3.20 45.3 1.52 0.28 0.63

ro

Jalisco 6.57 74.1 7.48 5.48 7.45

Morelos 1.58 291.4 1.37 0.51 0.59

Oaxaca 3.54 34.3 1.40 0.18 0,61

Veracruz 93.9 4.72 1.55 1.64

Habitantes Miles Miles de pesos

persona

Nacional 91 120 433 10562.8 790 361 466

4.58 2.02

1.44 1.22

18.58 61.76

2.01 1.98

1.74 1.87

0.61 0.80

2.61 1.89

5.79 3.07

536 78 543 92

584

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tendencias básicas del desarrollo desigual y combinado de esta estrategia elitista. De esa forma, el proceso aparecerá como confi-gurado por una constelación de sucesos locales que, en su conjun-to, nos permitirán sostener que hay una articulación de dinámicas estatales y federales en algunas zonas y regiones del país en las que se han dado algunos excesos militares y policiacos.

En los estados de Chihuahua, Jalisco, Morelos, Veracruz, Guerrero, Oaxaca, Chiapas y en el Distrito Federal (ver cuadros 7 y 8), la militarización de la seguridad pública asumió diferen-tes modalidades y grados, según prevaleció en el ámbito de la administración, en la capacitación o en los operativos. En estos estados, la incorporación de militares a la seguridad pública se dio a solicitud de los gobernadores o se desarrolló como parte de una estrategia militar centralizada, aunque focalizada selecti-vamente a ciertas zonas y regiones donde la delincuencia, los movimientos sociales y la guerrilla constituyen riesgos para la gobernabilidad estatal.

En Chihuahua, el proceso se inició con la petición del gober-nador panista Francisco Barrio (1992-1998) al procurador gene-ral de la República, también panista, Fernando Lozano Gracia, de sustituir en bloque a la Policía Judicial Federal y de realizar ajustes al Ministerio Público Federal. Sustitución y ajustes que involucraron a militares: 6 Este proceso se desarrolló en dos pe-riodos separados por el encarcelamiento de militares sustitutos de policías judiciales federales en las funciones policiacas de combate al narcotráfico. La primera fase de la militarización se inició en octubre de 1995 y terminó en agosto de 1996; la segunda comenzó en septiembre de 1997 y aún no finaliza. La militariza-ción en Chihuahua supone la gestión de la subdelegación de la Procuraduría General de la República, la comandancia de la Po-licía Judicial Federal, jefaturas operativas y el retén de Precos.

16 La Jornada, 29 de agosto de 1995.

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Page 28: La militarización de la seguridad pública en México

El cártel de Juárez, los robos a trenes fronterizos, los asesina-tos en serie de 132 mujeres' y la delincuencia común que se re-gistra en la zona poniente de Ciudad Juárez' provocaron que en dos ocasiones el gobernador solicitara el apoyo del ejército en el combate a la delincuencia organizada y firmara un convenio con la Secretaría de Gobernación para incrementar el presu-puesto destinado a la seguridad pública, a pesar que no existe una ley que reglamente esta función estatal, como las aprobadas en 1998 en otros estados del país.

En el mismo sentido, en el marco del Sistema Nacional de Seguridad Pública, el Consejo Estatal y los consejos municipa-les, aprobaron el plan de "cero tolerancia" para Ciudad Juárez, la ciudad con mayor número de desapariciones del mundo se-gún Amnistía Internacional. En su último informe, antes de en-tregar el gobierno a los priístas, en la primera contraalternancia

17 Fernando del Collado, "Morir en Ciudad Juárez: 5 años, 87 autopsias... to-

das mujeres", en "Enfoque", suplemento de Reforma, 29 de marzo de 1998. Dice Del Collado: "Desde el 25 de enero de 1993 al 16 de marzo último un to-tal de 87 cuerpos han sido encontrados en varios puntos de Ciudad Juárez, la mayoría en poblados desérticos, en las faldas de cerros o en las orillas del Río Bravo. Cada una de ellas tuvo una suerte parecida: violación, muerte por es-trangulamiento y huellas de violencia ocasionadas por armas punso-cortantes. "Un informe presentado por la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chihuahua señala que en más del 70 por ciento de los casos se trata de jóvenes

entre los 10 y los 26 años. De los 87 casos, 30 han sido clasificados como re-sueltos, 41 personas han sido consignadas. En seis se ha logrado encontrar a los presuntos responsables, pero su aprehensión no se ha realizado por estar prófugos. Diecisiete casos más han sido atribuidos a asesinos seriales. Del to-tal de cuerpos, 28 víctimas no han sido identificadas". 18 Diagnóstico socioeconómico de la zona poniente de Ciudad Juárez, Chi-

huahua. El diagnóstico desarrollado en 1997 por el ayuntamiento dice: "El pe-riodo que se analiza comprende los meses agosto-abril de 1996, se consideraron 7 colonias, todas ellas en la zona poniente de Ciudad Juárez [...] durante el periodo se efectuaron alrededor de 37 809 delitos mayores en toda el área urbana de Ciudad Juárez, de los cuales, 24 933 tuvieron lugar en la zo-na poniente de la ciudad, lo que representa el 69.9 %. Es decir que de cada 10 delitos entre 6 y 7 tienen lugar [...] El distrito que más alto índice delictivo tie-ne es el marcado con el número 13, donde se efectuaron 14 516 delitos que re- presenta el 38.65 % del total registrado".

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posibilitada por la derrota electoral de los panistas del 12 de ju-lio de 1998, el gobernador del estado propuso la creación de una bolsa económica, semejante a la que posibilitó el crecimiento de la economía estatal, para impulsar el combate a la delincuencia.

En Jalisco, la militarización de la seguridad pública se ha ins-trumentado contra los altos índices delictivos," las ejecuciones, los conflictos interpoliciacos con las corporaciones de Colima —causa de la militarización de la frontera interestatal—, 20 los vínculos de policías judiciales y militares con el narcotráfico, el ajusticia-miento de funcionarios judiciales, y el alto índice delictivo con-centrado en la zona metropolitana de Guadalajara, Zapopan, Tlaquepaque y Tonalá —municipios conurbados que concentran 74% de los delitos estatales (Regalado y otros, 1998) y 10 mil policías, mientras en el resto del estado, en los otros 120 muni-cipios, sólo hay dos mil agentes.

Bajo estas circunstancias, el gobernador panista Alberto Ji-ménez Cárdenas (1995-2001) nombró subsecretario de Seguri-dad Pública' —no existía Secretaría— al teniente Miguel Mario Anguiano Aguilar, mientras que en Zapopan el presidente mu-nicipal —también panista— nombró director municipal de Seguri-dad Pública al teniente coronel Rodolfo Ramírez Vargas.' En esos días, 300 policías fueron despedidos por sus vínculos con el general Jesús Gutiérrez Rebollo, entonces director del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas —ahora encarcelado por sus actividades de narcotráfico—, y comenzaron a realizarse pa-trullajes militares, llamados "volantas", en la zona metropolita-

19 Jorge Regalado y otros, "Tres años de criminalidad e indefensión social en Jalisco", en Rigoberto Gallardo y otros, Jalisco, tres años de alternancia, UG-ITESO, México, 1998, p. 55. Al respecto, los autores dicen: "En Jalisco los deli-tos denunciados [...] se han incrementado año con año: así, de 1995 a 1997 el aumento de los mismos fue de 29.2%". 2° "Militarizan territorio en disputa", Reforma, 16 de junio de 1998. 21 "Otorgan a militar cargo de seguridad en Jalisco", Reforma, 26 de marzo de 1997. 22 "Designan a otro militar en policía de Zapopan", Reforma, marzo de 1998.

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Page 29: La militarización de la seguridad pública en México

na, con relativa aceptación por parte de algunos sectores de la

sociedad. A diferencia de Chihuahua, Jalisco aprobó, el 15 de mayo de

1998, reformas a la Ley de Seguridad Pública del Estado, que posibilitan, en el título quinto, artículo 29, un Consejo Ciuda-dano de Seguridad Pública. Este Consejo está integrado por un presidente, en este caso el gobernador; tres consejeros por él nombrados; la Comisión Legislativa de Seguridad Pública; tres ediles de la zona metropolitana; cuatro representantes de la so-ciedad civil —invitados por el Consejo, la Cámara Industrial del Estado y la Cámara Comercial de Guadalajara—, y un represen-tante de cada universidad pública o privada.

El Consejo Ciudadano —coordinado por el gobernador, quien acepta la militarización a partir de la constitución, el 8 de agosto de 1997, del Frente Común Contra la Delincuencia— sólo tiene funciones consultivas. Si bien realiza investigaciones para el di-seño de políticas, programas y verificaciones de la instrumenta-ción de la política de seguridad pública, no constituye un contrapeso civil a la militarización de algunas zonas y regiones del estado (Regalado y otros, 1998). A pesar de eso, tiene otras atribuciones. Así, de acuerdo con las reformas establecidas el 22 de diciembre de 1997, aprueba los nombramientos de directores generales de la Secretaría de Seguridad Pública, solicita al go-bernador la destitución de funcionarios policiales y verifica las

funciones de éstos.'

23 La Ley de Seguridad Pública del Gobierno del Estado de Jalisco fue refor-

mada el 15 de mayo de 1998. Las reformas incluyeron la creación del Consejo Ciudadano de Seguridad Pública. El plan de trabajo del Consejo Ciudadano para 1998 dice: "[...] fue instituido para ese propósito: participar en las deci-siones que ayuden a resolver los problemas de la seguridad pública. La opi-nión de este órgano ciudadano sobre asuntos específicos para enfrentar problemas de hechos antisociales fue recogida por las autoridades guberna-mentales y asimilada, incluso, en las iniciativas que ahora se ventilan en el Congreso del Estado [...] sin embargo, faltan objetivos que cumplir para lograr

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En el D.F., el incremento de los delitos' (Ruiz Harrell, 1998), policiaca y el ambulantaje han constituido el piso dlaeh

rPoccióesno de militarización más integrado. A diferencia de C corrupción

proceso Chihuahua y Jalisco —donde la militarización se ha concentrado

en la administración y en los operativos—, en el Distrito Federal la militarización ha incluido el diseño de programas antimoti-

nes25 (Ortiz, 1997), la sustitución de policías en las delegaciones Iztapalapa y Gustavo A. Madero el 1 marzo y el 1 de mayo de 1997, respectivamente —mientras los policías sustituidos eran capacitados en instalaciones militares—, el comando de la Secre-taría de Seguridad Pública y la Policía Judicial del D.F., 26 y los retenes.' Sin embargo, el otrora Departamento del Distrito Fe-deral no aceptó la instrumentación del programa "cero toleran-cia" (Romero, 1998), recomendado por el presidente de la República y el general Tomás Salgado cuando dirigió dicha Se-cretaría. Al respecto, el gobierno priísta de Óscar Espinosa Vi-llarreal aceptó la militarización de las policías después de la

un verdadero estado de seguridad que nos conduzca hacia donde lleva toda ac-ción de una sociedad moderna: calidad satisfactoria de vida". Véase Plan de Tra-bajo 1998, Consejo Ciudadano de Seguridad Pública del Estado de Jalisco. 24 Según Rafael Ruiz Harrel, la delincuencia en el D.F. ha crecido de tal mane-ra que: "De 1993 a 1994 [...] creció 16.9 por ciento; un año después, en 1995, abandonó todo límite sensato y, superando todos los records históricos, creció en nada menos que 36.6 por ciento. En 1996, disminuyó su ritmo de creci-miento y se contentó con aumentar en 13.7 por ciento. El año pasado lo hizo sólo a 2.8. En términos de la criminalidad por habitante, pasamos de 1 628 de 1993 a 1 892 en 1994. De ahí llegamos a 2 570 en 1995, subimos a 1 905 en 1996 y el año anterior (1997) alcanzarnos la cifra de 2 669 delitos por cada cien mil personas. Por cada cien delitos que padecimos en 1993, en 1997 su-frimos 187. A lo largo de ese quinquenio 1993-1997, la criminalidad conocida del orden común creció a razón de 16.2 por ciento anual. Con ello no sólo se perdió lo conseguido a lo largo de seis décadas y media, sino que en sólo cua-tro años la capital de la República llegó a ser 41 por ciento más peligrosa que en 1930". Véase Rafael Ruiz Harrell, Criminalidad y mal gobierno, Santores-Njuro, México, 1998, p. 14. 25 La Jornada, 12 de julio de 1995. 26 La Jornada, 9 de septiembre de 1995. 27

Reforma, 26 de marzo de 1997.

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Page 30: La militarización de la seguridad pública en México

destitución de David Garay, * el 28 de mayo de 1996, y la insti- tucionalizó hasta la renuncia de los militares, días antes de la

derrota del PRI en el D.F. Por su parte, el gobierno perredista sostuvo que habría un lu-

gar para los militares en las policías metropolitanas,' pero miembros del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) del Partido de la Revolución Democrática (PRD) rechazaron la militarización del país, con la excepción de algunos municipios perredistas, michoacanos y guerrerenses, que solicitaron ayuda del ejército para enfrentar la violencia de judiciales contra campesinos e in-

dígenas. Antes de la destitución del teniente coronel Rodolfo Deber-

nardi, primer secretario de Seguridad Pública perredista, y del nombramiento del actual director de la Secretaría de Seguridad Pública (ssP), Alejandro Gertz Manero, la estrategia de la Jefa-tura era ambigua. Por un lado, sostenía que iba a jugarse el go-bierno en una lucha sin cuartel contra la delincuencia;' para esto, el regente organizaba convivios públicos de policías y ciu-dadanos... mientras la delincuencia crecía. Por otro, el nom-bramiento del nuevo director permitió el inicio formal de un proceso de descentralización de los programas de seguridad pú-

blica de la SSP a las delegaciones, el 29 de agosto de 1998, y el inicio de un proceso de depuración de la misma Secretaría, la Policía Industrial y Bancaria y las empresas privadas de seguri-dad, el 23 de noviembre del mismo ario.'

En Morelos, la militarización se impulsó durante el último go-bierno priísta. El gobernador, general Jorge Carrillo Olea (1995-1998) —ex director del CISEN— y sus elites policiacas —coordinadas

* Aunque Garay Maldonado era partidario de una policía dura, no estaba con- vencido de la militarización. 28 Reforma, 8 de octubre de 1997. 29 La Jornada, 29 de mayo de 1998. 30 El Financiero, 24 de noviembre de 1998.

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por el capitán jubilado, ex director de la PJDF, Jesús Miyazawa-tenían para entonces un historial negro' que los medios de comu-nicación vincularon con el narcotráfico, las redes de secuestros y los robos de autos. Las resistencias de Carrillo Olea para someter a juicio a su procurador, Carlos Peredo Merlo —quien recuperó de la jubilación a Miyazawa para convertirlo en director estatal de Poli-cía—, llegaron al grado de presentar su renuncia mediante licencia, lo que posibilitó el nombramiento de un gobernador interino, Jorge Morales Barud, ex secretario de gobierno, quien ha sostenido las partidas y los rondines instalados por Carrillo Olea,' en la frontera con Guerrero, como una táctica militar y policiaca contra la delin-cuencia y los posibles brotes guerrilleros.

En Morelos la militarización llegó lejos. La militarización del Poder Ejecutivo y de la Policía Judicial produjo un combate se-lectivo a los cárteles de la droga mexicanos y a las bandas de se-cuestradores mediante redes de protección militar y policiaca, al tiempo que se impulsaba, contra la voluntad del pueblo tepozte-co, un proyecto de club de golf —ahora suspendido debido a sus

3 ' Para Carlos Ramírez: "La red gubernamental estatal que controla las ban-das de secuestradores no se conoció el pasado fin de semana cuando el co-mandante Martínez Salgado [...] tiraba un cadáver en la carretera. Desde mediados de 1996 se había denunciado su expediente criminal, pero nadie y meno el gobernador Carrillo Olea se preocupó por tomar cartas en el asunto [...] Jesús Miyazawa, no ha hecho más que justitifar al judicial pese a las evi-dencias de que sus subordinados y él mismo estarían controlando las mafias de ladrones de autos y secuestradores. La criminalidad en Morelos prueba la existencia de una gansterización del Estado, situación que deriva del hecho de que las policías locales controlan y manejan las bandas de delincuentes [...] En la actualidad, en el gobierno de Carrillo Olea en Morelos hay cuatro persona-jes señalados como responsables de las bandas de delincuentes: el procurador Carlos Peredo Merlo, el jefe judicial Jesús Miyazawa —excomandante, junto con Martínez Salgado, del temible Servicio Secreto del D.F.-, Adela Manzana-res y Martínez Salgado como jefe operativo de la judicial estatal". Véase Car-los Ramírez, "Indicador Político", en Política, Xalapa, 6 de febrero de 1998. 32 La Jornada, 7 de junio de 1996.

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Page 31: La militarización de la seguridad pública en México

efectos destructivos sobre la cultura tradicional de las comuni-

dades afectadas (1997). En una entrevista a Jesús Miyazawa, publicada el 10 de no-

viembre de 1996, se le preguntó: "Usted, capitán, de hecho, no tenía necesidad de regresar a esto. ¿Por qué regresó?" Respon-dió: "Yo estoy jubilado en el ejército y me jubilé como director de la Policía [...] Me invita el señor procurador: que si quería

colaborar con él en esto". » En otra entrevista, publicada el 31 de enero de 1998, se le preguntó a Carrillo Olea: "¿Se siente us-ted satisfecho de lo que ha hecho su gobierno en materia de se-guridad pública?" Respondió: "Ningún gobierno, ni federal ni estatal, podría pretender una meta en ese orden. Creo que des-graciadamente, a nivel federal, mis colegas los gobernadores es-tarán como yo estoy: muy preocupados e insuficientemente satisfechos de lo que se está haciendo"?'

En Veracruz, "el ejemplo nacional de la Cruzada Contra la

Delincuencia",» la militarización de la seguridad pública ha si-do más bien discreta. Después del debate sobre las estadísticas

delictivas36 surgido a raíz de las declaraciones del secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, quien presentó a Veracruz como uno de los estados más afectados por la delincuencia —situación negada por el secretario de gobierno estatal, Miguel Ángel Yunes Linares—, el gobernador Patricio Chirinos (1992-1998) nombró a un general de División, diplomado del Estado Mayor, Alfonso de la Torre Martínez, director de la Dirección General de Seguridad Pública del Estado. Con ayuda de los funcionarios de la Subsecre-taría de Gobierno, anteriores directivos de la Dirección, De la To-rre Martínez instrumentó puntualmente la estrategia del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

33 "Entrevista al capitán Jesús Miyazawa. Leyenda blanca y negra", por René

Delgado, "Enfoque" suplemento de Reforma, núm. 149, 10 de noviembre de

1996. 34 Reforma, 31 de enero de 1998. 35 Diario de Xalapa, 29 de junio de 1997. 36 Política, 8 de marzo de 1996.

58

A pesar de esto, las comisiones internacionales y nacionales de derechos humanos han emitido recomendaciones —desatendidas—al gobierno estatal lo mismo por la violencia de militares contra in-dígenas y campesinos de la zona norte del estado —Huayacocotla, ChicontePec y Chalma—, que por la violencia cotidiana de las po-licías intermunicipales en las regiones de Veracruz y Boca del Río; Jalapa, Banderilla y San Andrés Tlalnehuayocan, 37 mientras las elites políticas y policiacas afirman que el estado está 40% por debajo de la media nacional de delitos 38 y que no se militarizará?' Aun así, los militares aparecen desarrollando operativos conjun-tos con los policías judiciales en contra de indígenas y campesi-nos, al tiempo que participan en las reuniones de instalación de los Comités de Consulta Distritales, tal como lo registran los bo-letines de estos organismos estatales.

Con la instalación del gobierno de Miguel Alemán Velazco (1998-2004) y el nombramiento del general Valentín Romano López como director de Seguridad Pública estatal, se creó la Subsecretaría de Seguridad Pública, dirigida por el capitán reti-rado Alejandro Montano Guzmán —escolta personal del gober-nador—, cuyo anterior cargo había sido el de coordinador de seguridad de la campaña del propio Alemán. A pesar de que toda-vía no es posible conocer los programas de esta Subsecretaría, es previsible, si se consideran las ideas básicas del candidato acerca de la inseguridad, que la política estatal de seguridad pública no varíe, aunque sí se centralicen —con arreglo a las políticas del Sistema Nacional— las policías en el nuevo organismo, sin contar con el contrapeso civil que en un momento dado podría representar, por ejemplo, un consejo ciudadano de seguridad pública.

37 Política, 28 de mayo de 1998. 38 Diario de Xalapa, 28 de junio de 1998. 39 El Águila, 22 de agosto de 1997.

59

Page 32: La militarización de la seguridad pública en México

instrumenta la militarización contra el eperrismo, el erpismo y la delincuencia. En tales circunstancias, el gobierno federal, a través de un convenio con el gobierno del estado» canalizó una fuerte inversión en materia de seguridad pública que incluye la capacitación militar de las policías. Particularmente, el 12 de abril de 1997 el ejército graduó un cuerpo de elite aeromóvil, de fuerzas especiales, el primero en el país.

En Oaxaca, la violencia derivada de conflictos por la tierra, interétnicos, interreligiosos, poselectorales; entre campesinos y policías; o generada por los paramilitares, el narcotráfico y las guerrillas eperrista y del Ejército Clandestino de Liberación Na-cional, ha determinado, a partir de 1994, una militarización de casi todo el territorio estatal, tanto en los Chimalapas como en la Sierra Juárez, el Papaloapan y la Sierra Sur. En estos lugares existen brotes guerrilleros, pero el entonces gobernador Diódoro Carrasco (1992-1998) insistió en que sólo se trataba de inquietu-des de carácter social desarticuladas de grupos insurgentes. Al respecto, Carmen Pedrazzini sostiene:

[...] la militarización se ha incrementado en todo el estado, gene-ralmente con el pretexto de combatir el narcotráfico; sin embar-go, en las zonas donde está comprobada su existencia, el Ejército no realiza operativos importantes para combatirlo. En la Sierra Juárez, donde las organizaciones campesinas son muy fuertes y organizadas, el Ejército cumple el papel de intimidar comunida-des. En el Istmo, en cambio, región con fuerte presencia del nar-cotráfico, no lo combate realmente: se limita a parar algunos camiones, pero la droga y las armas pasan por otras partes.

Desde noviembre de 1994, el gobierno desplegó una gran mo-vilización militar y policiaca en busca de militantes zapatistas en el sur del Estado y en el Istmo de Tehuantepec. 45

" Sistema Nacional de Seguridad Pública. Convenio de colaboración en mate-ria de seguridad pública en el estado de Oaxaca, 4 de julio de 1998, Boletín núm. 161-198. as Pedrazzini, op. cit., 194-195.

61

En Guerrero, donde la delincuencia' y los conflictos entre policías comunales o rurales, motorizados, judiciales y militares son constantes, donde los enfrentamientos entre policías y cam-pesinos en cateos, desalojos y masacres parecen una regla, la mili-tarización de la seguridad pública se ha llevado a cabo mediante retenes y patrullajes en las zonas de Atoyac, la Costa Chica y en la montaña de Acapulco. Este proceso se ha articulado a la estra-tegia militar contrainsurgente que busca eperristas y erpistas en las comunidades y las organizaciones campesinas, como pretexto para desarticularlas, rompiendo toda posibilidad de articulación con los movimientos guerrilleros aparecidos en 1997.

El 15 de enero de 1998 el gobernador interino, el priísta Án-gel Aguirre Rivero (1996-1998), solicitó al secretario de Gober-nación ayuda para enfrentar esta situación. Seis meses después, el 23 de junio, él y el subsecretario de Seguridad Pública de la Dirección de Gobernación, Roberto Zavala Echavarría, sostu-vieron que a los guerrilleros se les daría trato de delincuentes.' En efecto, se les trata como a delincuentes y a los delincuentes se les combate como guerrilleros potenciales. Para las elites polí-ticas, al igual que en Oaxaca y Chiapas —cuya situación describi-ré enseguida—, en Guerrero, el estado más crítico según una denuncia internacional de los perredistas, 42 la seguridad pública

es seguridad nacional. En Oaxaca, donde la puesta en marcha de un megaproyecto

transístmico 43 determinó la militarización del Istmo de Tehuan-tepec, los indígenas zapotecas y zoques, así como algunos mi-nistros religiosos, exigen el retiro militar de la zona, mientras se

40 Sergio Flores, "Un Estado Guerrero", en Reforma, 24 de noviembre de 1998.

La Jornada, 24 de julio de 1998. e La Jornada, 3 de julio de 1998. 43

Humberto Ríos Navarrete, "El megaproyecto de Tehuantepec: los que están a favor y en contra coinciden en que necesitan más información", en Proceso,

núm. 1123, 10 de mayo de 1998.

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Page 33: La militarización de la seguridad pública en México

En Chiapas, con la rebelión zapatista, la militarización de la zona montañosa —dirigida por la Agencia Central de Inteligen-cia (CIA, por sus siglas en inglés), el Buró Federal de Investiga-ción (FBI, por sus siglas en inglés), el Departamento Estadunidense Antidroga (DEA) y militares capacitados en las escuelas estadunidenses— hizo innecesario el establecimiento de una coordinación estatal de seguridad pública.' El control del es-tado está a cargo del ejército. Los militares entrenan a grupos pa-ramilitares que desarrollan un patrón estratégico muy semejante al seguido por los grupos paramilitares colombianos (Torres Carrillo, 1998). De igual forma, los operativos conjuntos en las colonias de San Cristóbal y la guerra de baja intensidad —financiada con re-cursos federales— han creado un cerco militar a la guerrilla zapa-tista con el objetivo de que no irradie su influencia a otras zonas y regiones del sureste del país.

En efecto, después de la insurrección zapatista y del fracaso de las negociaciones —como si la estrategia militar sólo consistie-se en contener el impacto guerrillero— (Meyer, 1998), la militari-zación contrainsurgente ha aumentado a través del incremento de efectivos, la asesoría de militares estadunidenses, el uso de nuevo armamento y la participación de militares mexicanos ca-pacitados en la Escuela de las Américas. A pesar que estos últi-mos lo niegan, el número de efectivos se ha incrementado hasta alcanzar la cifra de 70 mil, según algunas organizaciones no gu-bernamentales. Además, se creó la zona militar XXXIX en Oco-

singo, y, según un ex agente," la CIA participa junto con las fuerzas especiales del ejército estadunidense, incluidos el FBI y

la DEA, en la guerra de baja intensidad que busca contener al movimiento armado (López y Rivas, 1998), que a la fecha ha declarado autonómos a 38 de los 111 municipios del estado.

46 Reforma, 15 de enero de 1998. 47 Jorge Luis Sierra, "La CIA está en Chiapas", Reforma, 18 de septiembre de

1997.

62

según Americas Watch, el ejército utiliza una estrategia con-trainsurgente inédita en la zona de conflicto. Esta estrategia su-pone el entrenamiento y la dotación de armamento a grupos de civiles formados por ex policías y ex militares, con el propósito de minar las bases de apoyo zapatistas. La estrategia puede re-construirse a partir del documento militar Plan Campaña Chia-pas 1994. El principal dispositivo de ésta pretende obligar a los indígenas a abandonar sus tierras o, en algunos casos, impedir que reciban dotaciones a partir de ciertas resoluciones agrarias. La existencia de grupos paramilitares fue denunciada por organi-zaciones no gubernamentales, por supuesto antes del 22 de di-ciembre de 1997, día de la masacre de Acteal, el punto más alto de la militarización no sólo de Chiapas sino, en general, del país.

La comparación de las tendencias de la militarización de la seguridad pública en diferentes zonas y regiones del país (véase cuadro 1.8) nos sugiere, por un lado:

a) El proceso se desarrolla básicamente allí donde la militari-zación contrainsurgente no se ha producido, como si la antici-para, aunque puede presentarse en modalidades duras o blandas en el contexto de la militarización activa del país en una región o zona donde existe alguna guerrilla; después de los sucesos registra-dos en Chihuahua —referidos anteriormente—, nunca volvió a ensa-yarse una sustitución de los policías por militares en bloque.

Y por otro lado: b) Las alternancias de baja intensidad democrática electoral

no son garantía contra un proceso que ha escapado al control de sus impulsores, los gobernadores y los presidentes municipales, sino que éstos lo detonan o lo prolongan como parte del control social y político de la gobernabilidad no priísta.

c) La gradualidad de la militarización de la seguridad pública depende de los tipos de alternancia, es decir, si gira hacia las contraelites de izquierda o hacia la derecha; sin embargo, en

63

Page 34: La militarización de la seguridad pública en México

cualquier caso las alternancias que desplazan a las elites priístas coinciden con una gran actividad delincuencia) (Regalado, 1997; Serrano, 1998).

Cuadro 1.8 Modalidades y grados de la militarización de la seguridad pública en algunos estados

Estado Administración Capacitación Operativos

Chihuahua Policía Judicial Fede- ral, Ministerio

Público

Programa "Cero tole- rancia"

Jalisco Subsecretaria de Se- guridad Pública Di-

recciones de Seguridad Municipal

Volantes

D.F. Secretaria de Seguri- dad Pública, Policía

Judicial del D.F..

Policía Preventiva de la Secretaría de Segu-

ridad Pública

Reacción inmediata Máxima alerta, Aero- puerto Internacional

Morelos Policía Judicial Estatal

Veracruz Dirección General de Seguridad Pública del Estado, Subsecretaría de Seguridad Pública

Policías municipales, Policía Judicial

Estatal

Guerrero Dirección de Seguridad Pública del Estado.

Policías preventivas

Oaxaca Policías preventivas, Policía judicial, esta- tal y Fuerza de Elite

Chiapas Paramilitares

Nacional Sistemas Nacional de Seguridad Pública,

Policía Federal Preventiva

Fuente: Base de datos hemerográfica, La Jornada, El Financiero, Reforma.

El sistema de los excesos policiaco/ militares

La historia de las patologías del ejército y las policías mexicanas todavía no se escribe y quizá nunca llegue a publicarse. Las na-

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raciones de la prensa, las imágenes de los medios de comunica-ción y los expedientes de las organizaciones no gubernamentales defensoras de derechos humanos han acometido esta tarea a través de sus pequeños archivos. Estos esfuerzos permiten saber que se trata de un proyecto complejo en el que la documenta-ción crece profusamente detrás de la racionalidad de la violencia institucional.

Para responder a la pregunta: ¿cuál es el precio que hemos te-nido que pagar los citadinos y los ciudadanos por la militariza-ción de la seguridad pública?, a continuación presento una serie de casos típicos en que los militares aparecen junto a los policías cumpliendo el nuevo papel de contención de la delincuencia y de la participación social y política. Los presento mediante una estrategia empirista simple que consiste en dejar hablar a los hechos, tal como han sido construidos por la prensa, antes de conjeturar sobre el sistema que los ordena. Este procedimiento permitirá reconstruir, desde los mismos acontecimientos, la ra-cionalidad colonizadora y panóptica de este proceso difuso, se-lectivo y discrecional.

Caso 1. Chihuahua, Chihuahua. La represión de indígenas te-pehuanes

¡Tienen cinco minutos para retirarse, ni uno más!, tronaron las granadas de humo, sonaron tres disparos al aire y empezaron los macanazos, los descalabros, las patadas, las pedradas, los gritos, los rostros sangrantes [...] El resultado de una hora de violencia: 36 indígenas heridos, tres de gravedad, y más de 50 detenidos. Del otro bando, en cifras oficiales: 44 policías golpeados [...] Los 80 tepehuanes (de un grupo de 150 del ejido Monterde que había llegado de la región serrana de Guazaparez a demandar la acción de la justicia contra..., a quien acusan de haberlos estafado) rea-lizaban su tercer plantón consecutivo frente a la delegación de la

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Page 35: La militarización de la seguridad pública en México

PGR [...] Los policías se lanzaron al ataque y los indígenas res-pondieron. Tenían a las espaldas a sus mujeres y niños. Arranca-ron adoquines de la calle, y lograron repeler a pedradas a los policías judiciales y antimotines. Por unos minutos el desalojo se convirtió en enfrentamiento: los policías se enardecieron al verse obligados a replegarse. Llegaron los refuerzos: 50 elementos ar-mados con toletes [...] En rápido operativo, cuando ya eran 250 policías, entre municipales, judiciales y antimotines, lograron di-vidir en dos al grupo campesino [...] ahí se desató lo peor

Caso 2. Ocotán, Jalisco. El prolongado secuestro de 20 jóvenes

por militares

[...] la quinta región militar emitió esta noche un comunicado en el que reconoce la participación de soldados en el secuestro y tor-tura de una veintena de jóvenes de San Juan de Ocotán.

El cadáver de uno de los jóvenes fue localizado hoy, sepultado clandestinamente en un baldío del municipio de Guachinango [...] sus restos demuestran que fue golpeado y torturado. Según los militares, lo hallaron a partir de la investigación realizada por elementos de la Policía Judicial Militar [...] Extraoficialmente trascendió que son 13 los militares implicados en estos hechos delictivos, ocurridos el viernes 12, cuando un grupo de pandille-ros de San Juan robó una pistola a un soldado [...] Entre la no-che del domingo 14 y la madrugada del lunes 15, alrededor de 12 elementos del Ejército a bordo de tres camionetas, encapuchados y vestidos con uniforme azul obscuro se dedicaron a secuestrar jó-venes [...] se aseguró el día 18 que habían aparecido todos los se-cuestrados, pero hoy se supo que uno de ellos [...] está muerto.'

48 "Se encresparon los policías al ver que los indígenas resistían al ataque", La

Jornada, 24 de mayo de 1997. 49

Cayetano Frías, "Sí participaron soldados en el secuestro de 20 jóvenes en

Jalisco", La Jornada, 17 de diciembre de 1997.

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caso 3. Tepoztlán, Morelos. La contención de los tepoztecos.

En el 77 aniversario del asesinato del General Emiliano Zapata entre [...] 300 y 500 miembros del CUT [Comité de Unidad de Tepoztlán] recorrían la ruta de Emiliano Zapata (Cuautla-Chinameca-Tlaltizapán) en el estado de Morelos, cuando fueron interceptados por unos 200 granaderos de la Dirección de Segu-ridad Pública a la altura del paraje La Cruz, cerca de San Rafael.

Mientras los policías detenían de forma ilegal a los militantes del CUT en el municipio de Tlaltizapán, a unos cuantos kilóme-tros de ahí, el presidente de la República, Ernesto Zedillo enca-bezaba el acto oficial en memoria de Emiliano Zapata. Un grupo especial antidisturbios conocido con el nombre de Los Negros por el color de su uniforme, les impidió el paso y rodeó a una parte del contingente tepozteco, que al insistir en su voluntad de ejercer el derecho de libre tránsito fue agredido por los policías armados con pistola, piedras y macanas, a pesar de que los po-bladores de Tepoztlán se defendieron solamente con piedras, los policías subieron a los vehículos y bajaron de ellos a golpes y ti-rando de lo cabellos [...] los patearon y dispararon contra el gru-po desarmado [...] 5°

Caso 4. Colonia Buenos Aires, Distrito Federal. Los costos de la inclusión de militares en las policías.

El escándalo comenzó poco después de que dos policías del sec-tor 8 Poniente de Tláhuac dieron parte a la Policía Judicial del D.F. del hallazgo, el martes 9 de septiembre, de tres cadáveres en el paraje de Tetecom, colonia Zapotitlán.

Un día antes, el lunes 8, seis jóvenes habían desaparecido —según denuncias de sus familiares— en la colonia Buenos Aires, tras una balacera protagonizada por los dos cuerpos de elite donde murie-

50

Rfafael Álvarez, "Tepoztlán: el derecho de un pueblo a sobrevivir", en Da-vid Fernández, op. cit., pp. 148-149.

67

Page 36: La militarización de la seguridad pública en México

ron un civil y un policía, además de que hubo tres lesionados de bala.

De acuerdo a varios testigos, los jóvenes fueron subidos por los policías a un Golf blanco, perteneciente a un vecino, y a un camión utilizado para transportar a las fuerzas policiacas, donde luego se encontrarían rastros de sangre de uno de los jóvenes se-cuestrados.

Con base en las evidencias periciales y testimoniales de 22 tes-tigos presenciales de los hechos y de 500 policías, la Procuradu-ría General de Justicia del Distrito Federal aprehendió y consignó, el pasado jueves 2, a doce Jaguares y a siete Zorros, que quedaron a disposición del Juzgado 19 de lo Penal, con sede en el Reclusorio Oriente.'

Caso 5. Chicontepec, Veracruz. El desalojo de un grupo de

campesinos.

[...] en el desalojo de Chicontepec se registró un saldo de 100 heridos y 40 desaparecidos [...] la policía disparó desde el aire a las familias que ahí se encontraban [...] en el operativo, además de la policía de Seguridad Pública, también participaron elemen-tos del Ejército Mexicano, quienes desde dos helicópteros, dispa-raron a la gente [...] los militares intervinieron específicamente en Chicontepec, porque su objetivo era buscar células eperristas. 52

Caso 6. Aguas Blancas, Guerrero. La impunidad del gobernador.

Al dar la vuelta en la curva, al principio de la pendiente que ter-

mina en el vado de un arroyo [...] fue frenando lentamente su

51 Raúl Monge, "Miedo e inseguridad en la capital de la República: la mano dura del General Salgado aporta su cuota a la violencia", Proceso, núm. 1092, 5 de octubre de 1997, p. 7. 52 Guadalupe López, "Dos helicópteros disparaban en el desalojo de Chicon- tepec", Política, 18 de junio de 1998.

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camioneta, que se detuvo de manera abrupta a la orden del jefe policiaco.

Trepados sobre la lona azul, sostenida con cuerdas entrelaza-das, varios campesinos suspendieron su animada plática. El resto, bajo la lona de la Chevrolet, apiñados en las bancas habilitadas en la caja del vehículo, junto a los costales de maíz y bolsas con aguacates, atisbaron por entre las redilas.

Por todas partes, a los lados del camino de terracería, detrás y de-lante de la camioneta, aparecieron policías uniformados de azul y de negro, armados con metralletas, pistolas, escopetas y rifles.

[...] Eran las 10:30 del miércoles 28 de junio y, desde cinco horas antes, centenares de policías —cerca de mil, de acuerdo con algunas versiones— los estaban esperando en ese lugar conocido como Paso Real [...] ¡Bájense rápido! —ordenó el comandante policiaco [...] a los campesinos de la camioneta, mientras apare-cían a uno y otro lado del más hombres provistos de fuerte ar-mamento.

Un campesino [...] brincó del techo de la Chevrolet y, de frente al jefe policiaco, se opuso a que lo despojara del machete que porta-ba [...] Cuando ambos forcejeaban, se escuchó una detonación. A una orden, decenas de agentes de las policías Motorizada y Judicial del Estado dispararon contra los ocupantes del vehículo [...]

Las ráfagas de las metralletas R-15, AK 47, escopetas y pisto-las abatieron a los campesinos, muchos de los cuales cayeron desde el techo de la camioneta y otros, sucumbieron dentro de la caja [...] Sobre los cuerpos de unos, cayeron los cadáveres de otros, varios de ellos integrantes de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (ocss), que se dirigían a Atoyac a participar en un mitin donde demandarían el cumplimiento de las prome-sas del gobernador [...] Quienes heridos se quejaban, aseguran diversos testimonios, eran ejecutados con un tiro en la cabeza [...] dos helicópteros recogieron varios cadáveres para menguar la cifra de muertos [...]"

53 Alvaro Delgado, "Según los testigos, el gobierno de Guerrero masacró a de-

cenas de campesinos inermes", Proceso, núm. 974, 3 de julio de 1995.

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Page 37: La militarización de la seguridad pública en México

Caso 7. Acteal, Chiapas. La otra guerra del ejército mexicano

A la una y media de la tarde, dos comandantes del grupo parami-litar que desde las once los atacaba a distancia, habían realizado una maniobra de las que el ejército llama envolvente, y les dispa-raba ráfagas, prácticamente a quemarropa.

Muchos niños, mujeres y hombres cayeron fulminados. Otros fueron heridos con balas expansivas en distintas partes del cuer-po. Los menos lograron tirarse al barranco que queda frente y a un costado del templo, internándose entre los cafetales.

Cuando empezó el tiroteo, pasadas las once de la mañana, los policías de Seguridad Pública, apostados en la cancha de bas-quetbol de la escuela de Acteal —a unos 200 metros del templo—hicieron disparos al aire para tratar de disuadir al grupo atacante. Peor: cuando los comandos se adentraron hasta el lugar donde estaba reunida la población, dejaron a los indígenas a merced de los atacantes.

El grupo agresor estaba compuesto por encapuchados y ar-mados lo mismo con rifles 22 que con cuernos de chivo; se iden-tificaban sobre todo con paliacates y gorras de color rojo.

Varios estábamos rezando; otros estaban construyendo un cam-pamento para los desplazados y otros más estaban recibiendo la ro-pa que nos dieron, cuando entraron los priístas disparando, relata Pedro Vázquez Ruiz, con el horror dibujado en el rostro.

[...] Los disparos se hicieron desde dos puntos distintos, a menos de diez metros de distancia, por la espalda cuando las víc-timas estaban rezando de rodillas.

En el momento en que sonaron las primeras ráfagas, los niños comenzaron a llorar y a abrazar a sus madres.

Ellas corrieron despavoridas por el monte, pero muchas fue-ron alcanzadas por las balas y cayeron muertas y heridas, junto con sus pequeños. Algunas todavía recibieron el tiro de gracia.

Los que se salvaron de la matanza estuvieron por horas es-condidos entre los cafetales escuchando el lamento de los heri-

dos."

54 Julio César López, "El exterminio fue a la vista de policías y militares, Pro-

ceso, núm. 1104, 28 de diciembre de 1997.

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Detrás de la crueldad institucional de los operativos policia-cos y militares, en estos casos se evidencia una estrategia militar que ha sido socializada mediante la capacitación y el aprendiza-je de discursos militares orientados al aniquilamiento del ene-migo. En esos operativos participan militares, policías, ex militares y ex policías, por separado o en fuerzas mixtas, contra indígenas, campesinos y pobladores urbanos desarmados, que se manifiestan o se desplazan de los lugares donde la violencia po-lítica de aquéllos los ha convertido en un blanco. En todos los casos, aunque son los policías y los militares quienes participan directamente en los operativos, es un hecho que cumplen órde-nes de autoridades civiles, como gobernadores y presidentes municipales.

Por supuesto, es necesario interrogarnos en qué medida la responsabilidad de los militares desborda las responsabilidades civiles. En estos casos, los gobernadores, los directores de poli-cía, los comandantes de zonas militares o los presidentes muni-cipales saben de la programación de los operativos. Pero, en sentido estricto, son los ejecutantes los que, según las circuns-tancias, van más allá de lo previsto, pues en esas situaciones na-die los detiene ni alcanzan a pensar en las consecuencias de esos excesos para la legitimidad de las corporaciones o las coman-dancias. Una vez que los abusos suceden, las autoridades milita-res o policiacas prefieren encubrirlos impunemente, o castigar a los ejecutantes antes de aceptar su responsabilidad institucional.

LA OTRA REFORMA ESTATAL

La sobredeterminación de la seguridad pública

A pesar de que los análisis académicos sobre las seguridades pú- blica, nacional e interna son recientes y escasos (González Ruiz,

71

Page 38: La militarización de la seguridad pública en México

1994; Meyer, 1995; Aguayo, 1996), en los últimos cinco años se ha configurado en la opinión pública del país una discusión mí-nima, académica y periodística, en torno a los discursos de las eli-

tes sobre estas seguridades en sus políticas y programas. Así, se discute: a) si existe interdependencia entre las políticas de las se-guridades del país y las estadunidenses, b) si sabían o no de las implicaciones políticas de lo que dijeron sobre las seguridades en este ciclo, y c) si existe o no una política nacional y moderna so-bre las seguridades nacional, interna y pública.

En los tres casos, hasta ahora prevalecen algunas hipótesis débiles: a) se piensa que existe cierta continuidad en la filosofía de la seguridad nacional y una interdependencia reciente, b) se dice que las elites y las contraelites confunden las seguridades del país, y c) se argumenta que éstas no han desarrollado una política integral para las distintas seguridades. Una vez que de-muestre que estas hipótesis son débiles, voy a sustituirlas por otras más heurísticas. Para tal efecto, presentaré cada una de es-tas tres hipótesis y a continuación ofreceré algunas propuestas

alternativas. a) La hipótesis de la continuidad de la filosofía de la seguri-

dad nacional se fundamenta en los siguientes argumentos: aun-que el discurso de la seguridad nacional no se encuentra en las normas constitucionales, las elites y las contraelites políticas habrían diseñado algunos planes explícitos de seguridad nacio-nal —instrumentados por el ejército— determinados cada vez más por una relación bilateral con las elites políticas estadunidenses. De la misma manera en que los últimos tres gobiernos han sido tecnocráticos, las políticas no han variado sustantivamente.

b) La hipótesis de la confusión de las seguridades (Aguayo, 1990; Elguea, 1990; Sosamontes, 1993; Hernández, 1997) sos-tiene que la falta de claridad de las elites y las contraelites sobre las diferencias sustantivas entre la seguridad pública, la seguri-

dad nacional y la seguridad interna habría posibilitado numero-sos excesos autoritarios. En la medida en que las elites políticas confundieron la seguridad nacional y la interna con la pública, restringieron esta última a la seguridad estatal y gubernamental, sin preocuparse institucionalmente por la seguridad de la socie-dad civil. Así, la distorsión ideológica de las seguridades habría posibilitado un uso indebido de las prácticas estatales, princi-palmente de las policiacas y militares.

c) La hipótesis de la inexistencia de una política integral de las seguridades nacional, interna y pública se funda en dos ar-gumentos básicos. Por un lado, en el hecho de que las elites po-líticas habrían temido subordinarse a las elites estadunidenses, razón por la cual durante estos años no desarrollaron un debate público sobre las seguridades; por otro, en las experiencias de algunos analistas internos y externos de los subsistemas policia-co y de seguridad nacional, que piensan que éstos se rigen por el empirismo y la improvisación (Rodríguez, 1993; Saxe, 1994).

Por supuesto, estas hipótesis tienen cierta plausibilidad: han insistido en la necesidad de contar con análisis académicos y po-líticos sobre las seguridades, replanteando el problema de las po-licías como un asunto político y social articulado a la democratización y la soberanía. Sin embargo, son limitadas en el abordaje de las relaciones existentes entre policías, militares y civiles.

Cuadro 1.9 Una comparación de las políticas de seguridad pública en México, 1982-2000

Politica Control Participación mi- litar

Participación civil

Miguel de la Ma- drid (1982-1988)

La seguridad pú- blica como un in- sumo para el equilibrio socio- político

Centralizado Las relaciones en- tre militares y po-licías son campos diferenciados fun-cionalmente

Inexistente

73 72

Page 39: La militarización de la seguridad pública en México

Carlos Salinas (1988-1994)

La seguridad pú- blica sobredeter- mina a la seguridad nacio- nal e interna, de- bido a los cambios en la so- beranía produci-dos por la apertura comer-cial

Aumento de la centralización

Interpretación de los campos a tra- vés de la Coordi- nadora Nacional de Seguridad Pú-blica, el CISEN y el INCD

Institucionalización -- del discurso de los

derechos humanos

Ernesto Zedillo La seguridad pú- Centralización Participación cre- La participación

(1994-2000) blica se asume autoritaria ciente de los mili- civil se controla por

como un servicio tares en los medio de los conse-

administrativo distintos campos jos técnicos de se-

despolitizado sociales. Inclusión de materiales en el sistema nacio-nal de Seguridad

guridad pública

Pública y en la Policía Federal Preventiva.

Fuente: Base de datos hemerográficos, La Jornada, El Financiero, Reforma.

Al respecto, quiero ensayar otras posibilidades de explicación de este problema, al margen de los supuestos de la ideología y del abuso, mediante las siguientes hipótesis: a) en los últimos cinco años se registró un giro discursivo y práctico sobre las seguridades del país mediante la reingeniería de las policías, b) estas transfor-maciones constituyeron una reforma estatal sustantiva, y c) la po-lítica de las seguridades diseñada por las elites, además de peligrosa, es imposible mientras no haya cambios sustantivos en el sistema económico y político. Desarrollaré en este parágrafo la hipótesis a) y dejaré para más adelante las hipótesis b) y c).

En los discursos de las elites y las contraelites políticas puede analizarse la discontinuidad entre las seguridades nacional, in-terna y pública diferenciadas y las seguridades flexibles, en las que el ejército, los policías judiciales y preventivos trabajan con-juntamente en materia de programas y operativos. Para tal efec-to, es necesario analizar el giro discursivo de los planes de

74

d

y III, comparados con la participación, reglamen-

tada li jurídicamente, contra la delincuencia y, además, analizar el giro prácti-

co

dicamente, de los militares en las políticas de seguridad

p co de los militares en la capacitación policiaca y en la instru-mentación de algunos de los operativos que han diseñado para las instituciones policiacas.

Los principales analistas de la seguridad nacional en los tres úl-timos gobiernos (Saxe, 1994; Benítez, 1994; Piñeyro, 1995; Vidal, 1995) coinciden en señalar que las elites nunca han tenido una política de seguridad nacional tradicional basada en el supuesto de un enemigo externo; por el contrario, afirman que dicha política aparece en los planes nacionales de desarrollo recientes con un sentido transicional, pues en ellos se define como el equilibrio so-cioeconómico y político del país garantizado por las fuerzas ar-madas, mientras que sólo hasta principios de los años ochenta la seguridad nacional se decantó, a través de una serie de factores —que analizaremos después—, hacia la seguridad interna.

Posteriormente, con la apertura económica, la reforma esta-tal, la delincuencia y los conflictos sociopolíticos, poselectorales y guerrilleros, la seguridad nacional, que se había decantado en interna, comenzó a decantarse hacia la seguridad pública. Una explicación de este proceso de sobredeterminaciones puede en-contrarse en las definiciones que los militares dan a esta última como parte de la seguridad nacional. De cualquier manera, en los últimos tres gobiernos hemos pasado de la seguridad nacio-nal como equilibrio societal a la seguridad pública como piso nacional.

Al margen de sus políticas convencionales, los militares han aceptado —no sin resistencias, como veremos en el capítulo 3-participar en el diseño y la instrumentación de una política de seguridad pública, centralizada y autoritaria, que expropia a los citadinos y ciudadanos la posibilidad de opinar y decidir sobre el

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problema, subordinándolos a esquemas de participación inope-rantes y anacrónicos. Tampoco han representado una solución factible al problema de la inseguridad; por el contrario, se han constituido en el principal mecanismo de integración autoritaria de la sociedad.

Para entender las causas de los giros discursivo y práctico en la política de las seguridades del país, sugiero analizar este pro-ceso de flexibilización de las seguridades nacional, interna y pú-blica —cuyo acontecimiento principal es la militarización de las policías—, como un efecto del ajuste económico estructural del país que afecta a las soberanías interna y externa (Salvadori, 1997) del Estado nacional, bajo un argumento básico: detrás de la publicitada reforma estatal, las elites y las contraelites políti-cas han impulsado una contrarreforma neoliberal (Villa, 1996) que debe conceptualizarse, a diferencia de algo que se presentó como un programa liberal/social, como una reforma estatal sus-tantiva, discrecional y autoritaria.

En el contexto de la globalización, el debate sobre la reforma estatal dice más de lo que decían sus documentos propagandísti-cos (Salinas, 1993) acerca del redimensionamiento estatal im-pulsado a partir del cambio de la relación entre las instituciones estatales y el mercado, y aquellas relaciones y los ciudadanos, puesto que ahora es evidente que el Estado se reformó mediante una lógica hiperpresidencialista (Lechner, 1997; Cavarozzi, 1994, 1997), incrementándose en el ejército y las policías, en pleno proceso de achicamiento, privatización y solidaridad esta-tal (Salinas, 1990, Domínguez, 1998). Sobre este asunto, Nor-bert Lechner sostiene:

[...] ilustrativos son los ejemplos de Argentina, Bolivia o México [...] En todos estos casos, el éxito de las reformas depende de la fuerza del Ejecutivo [...] El presidencialismo exacerbado, mu-

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chas veces con rasgos plebiscitarios, expresa, aun de manera dis-torsionada, que la modernización exige una conducción, o sea, una intervención activa del Estado [...] El ataque neoliberal al Estado desemboca así en una revaloración del Estado."

Este proceso fetichista debe ser tematizado mediante la corre-lación sugerida, pero no analizada, por los primeros analistas de las seguridades. Quizá el desarrollo de estudios sobre el impacto de la reforma estatal en la democracia y la soberanía del país deba ir más allá de la diferenciación de las seguridades pública, nacional e interna. Este problema de la reforma estatal sustanti-va, invisible y presidencialista debe discutirse para explicar có-mo las elites y las contraelites prepararon el ajuste estructural y la reforma estatal formal.

Para tal efecto, ganamos poco con las hipótesis de los prime-ros analistas de las seguridades pública, nacional e interna pre-sentadas líneas atrás, aunque de ellas puede rescatarse la demanda de un ajuste semántico de las seguridades. En el mis-mo sentido, se gana muy poco con la otra hipótesis —no acome-tida en este trabajo— que amplía positivamente el sentido de estos conceptos a los problemas económicos o ambientales, en la medida en que diluye el carácter político de las seguridades.

En efecto, más allá de las hipótesis anteriores es posible actua-lizar los conceptos de las seguridades al tiempo de la globaliza-ción, en lugar de sobrecargar retrospectivamente, con un sentido normativo, las seguridades pública, nacional e interna (Lechner, 1996). De esta forma, entenderemos la sobredeterminación de la seguridad pública en este ciclo, que casi difumina a la seguridad nacional y se complementa con la seguridad interna.

55 Norbert Lechner, "La reforma del Estado, entre modernización y democra-tización", en Massimo L. Salvadori y otros, en Un estudio para la democracia, Instituto de Estudios para la transición democrática, México, 1977.

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Por supuesto, el análisis de las correlaciones entre democrati-zación, soberanías y seguridades, desde la perspectiva de la ma-no invisible estatal que reformó sustantivamente las policías al militarizarlas, tiene que explicar cómo el ajuste económico pro-duce otra reforma estatal y cómo la nueva configuración de las instituciones policiacas y militares posibilita un tipo de demo-cracia y un nuevo tipo de soberanías interna y externa.

La mano invisible de la reforma estatal

Desde finales de los años ochenta las elites políticas impulsaron una reforma estatal transexenal (Villamil y otros, 1993) median-te el discurso del liberalismo social (Salinas, 1992), que entonces proponía cambiar el Estado proveedor, paternalista y absorbente por un Estado representativo, competitivo, eficaz y justo para enfrentar los entornos nacional e internacional y los formidables desafíos, y lograr la defensa de la soberanía nacional (Salinas, 1990; Zedillo, 1996).

Así, la autorreforma estatal (Salinas, 1990) fue justificada mediante la referencia a los cambios internos del país y a los cambios externos del mundo, e incluso fue recomendada a las sociedades de Europa oriental para sus procesos de transición a economías de mercado. Para las elites políticas, el crecimiento estatal desordenado y los cambios estructurales del país: la pre-sión demográfica, la urbanización, el agotamiento del modelo de sustitución de importaciones, entre otros factores, tanto co-mo las transformaciones externas del capitalismo posmoderno (Villarreal, 1993; Rebolledo, 1993), obligaban a que el Estado planificara su propia reforma. Diez años después, una evalua-ción civil del proceso permite observar cómo la autorreforma es-tatal, administrativa y político electoral generó efectos perversos en el sistema político, tales como la impunidad.

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En su aspecto administrativo, la reforma estatal fue un con-junto de alianzas distributivas. En lo particular, el proceso de privatización generó ingresos que fueron utilizados parcialmente para financiar la política de solidaridad estatal mediante los programas Solidaridad y Progresa. Esta política buscó legitimar la privatización de las empresas paraestatales, así como colonizó a la sociedad civil a través de comités comunitarios y municipa-les. Aunque las elites políticas insistieron en el incremento real de la inversión estatal (Bertranou, 1993), en realidad siempre hubo un límite doctrinario y estructural a la inversión estatal en materia de política social.

En parte, el Estado no generó una infraestructura suficiente para interesar a la sociedad y asegurarse de que los individuos poderosos no abusasen de los no poderosos (Elizondo, 1998). Pero eso no significa que no haya generado un mecanismo auto-ritario —como la militarización de las policías— para integrar de igual manera, mediante la doctrina subrepticia del liberalismo autoritario, a los excluidos por el ajuste, a los que luego incluyó selectivamente en la solidaridad estatal (Meyer, 1995).

Pues bien, en el contexto de la inseguridad creciente, la delin-cuencia común y organizada, la conflictividad político/social y las guerrillas, es posible que las elites y las contraelites políticas hayan financiado el proceso de militarización de las policías con una parte de los ingresos de la privatización. Sin embargo, como desde el principio el proceso de la reforma estatal fue reducido a un problema de eficiencia administrativa e institucionalización de la participación de la sociedad civil, la militarización se im-pulsó como un ámbito despolitizado de la reforma estatal (Oso-rio, 1997).

Este secreto, articulado al hiperpresidencialismo, al control corporativo solidario y a la prolongada hegemonía del partido estatal, constituye el piso de una extensión democrática (Garre-

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tón, 1997) electoral que bien podría caracterizarse como de baja intensidad democrática, en la medida en que el ejército y las po-licías no sólo combaten la delincuencia, sino además la partici-pación político social no institucionalizada en los procesos

electorales. Bajo tales circunstancias, el nuevo Estado, producto de la pri-

vatización, las reformas electorales limitadas, la despolitización de la solidaridad social y la militarización de la sociedad y las policías, se encuentra en una situación débil para garantizar la so-beranía nacional, tanto como para democratizar el régimen de par-tido estatal, aún hegemónico. Eso no significa, sin embargo, que la autorreforma estatal haya fracasado. Por el contrario, fue al lími-te... para comenzar a conceder cuando los movimientos sociales presionaran en torno a las políticas sociales y electorales.

La oferta estatal imposible

Con esta autorreforma estatal las elites políticas han configura-do la nueva seguridad pública y los nuevos papeles del ejército y las policías, mediante una serie de discursos pragmáticos y expe-rimentales que sobredeterminan a esta seguridad sobre la nacio-nal y la interna (véase Cuadro 1.9). Sin embargo, han guardado silencio sobre el papel del ejército al interior de las policías, aunque en las leyes sobre seguridad pública creadas en este ciclo el ejército es parte de las instituciones de coordinación policial.

La descripción politico/jurídica del Estado manifiesta en el discurso de las elites políticas de los últimos tres gobiernos per-mite observar la discontinuidad en las leyes, las políticas y los programas de seguridad pública. A pesar de la relativa continui-dad en los discursos de las elites en la última década, puede de-cirse que a partir de 1994 hay una discontinuidad, pues por primera vez se ven obligadas a asumir la seguridad pública en su interpenetración con el sistema económico.

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La renovación moral de la fracción delamadrista aseguraba seguridad pública se había convertido, en la práctica, en que la

un servicio secundario (Somohano, 1988). El discurso de la frac-ción salinista siguió asumiéndolo así en la medida en que su-bordinó a ésta a la reforma estatal (Salinas, 1990); para dicha fracción de la elite era necesario financiar su modernización con la privatización.

Por el contrario, el discurso de la fracción zedillista asume a la seguridad pública como un servicio administrativo despoliti-zado (Zedillo, 1995), como una función estatal y como un dere-cho de los individuos, aunque con esto ha sobrecargado, con una lógica antirreformista, de responsabilidades públicas al Es-tado autorreformado. Además, se ha pertrechado contra los opositores a las políticas económicas, político/electorales y so-ciales que instrumenta en el país.

Precisamente en la comparación entre los discursos sobre la se-guridad pública de las fracciones salinista y zedillista se percibe el hiperpresidencialismo que caracterizó a la primera y el presidencia-lismo desbordado de la segunda. Desde sus candidaturas, los futu-ros presidentes sabían lo que la sociedad necesitaba. Después, como presidentes electos, informaron a la sociedad mexicana —a veces con quejas contra el Congreso— que sus iniciativas se habí-an hecho decretos, con expresiones tales como "sabed", "para su observancia" desde el "honorable Congreso" o "desde la residen-cia del Poder Ejecutivo Federal". En esas funciones y en esos emplazamientos, los dos últimos presidentes del país han confi-gurado, discursivamente hablando, el problema público de las se-guridades como un obstáculo económico.

La posición de la fracción zedillista es singular, pues si bien Comparte con las elites tecnocráticas de los dos gobiernos ante-riores la idea de militarizar la seguridad pública para consolidar el crecimiento y el orden jurídico, se diferencia de ellos en tér-

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minos discursivos, pues desde su instalación ha sostenido inva-riablemente la necesidad de endurecer las penas y de impulsar un combate frontal, sistemático, articulado y a fondo contra la delincuencia (Zedillo, 1994).

De igual forma, su discurso, el primero en incorporar a la agenda estatal la cuestión de la inseguridad, es también el pri-mero en asumir, con franqueza desconcertante, que el Estado está en deuda con la sociedad, que ha sido ineficiente, que ha fa-llado, pero que se debe intentar todo lo necesario para no fraca-sar, al tiempo que dice compartir la indignación social generada por la inseguridad.

Por esto, la convocatoria a la sociedad civil a participar en la cruzada nacional contra el crimen y la delincuencia parece care-cer de sentido si en realidad se le pide participar subordinada-mente en el proceso de militarización... para legitimarlo. En el mismo tenor, la idea de fomentar los valores culturales y cívicos para una cultura de la legalidad representa un complemento de la estrategia utilizada para corresponsabilizar a la sociedad de la ineficacia estatal.

En el caso del endurecimiento de las penas, allende los cam-bios en el Poder Judicial, la fracción zedillista aprobó la Ley General de Coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública y la Ley contra la Delincuencia Organizada. Ambas le-yes han sido denunciadas como excesivas, porque en la lógica binaria tecnocrática, populista y autoritaria, los delincuentes no tienen derechos. Por esa razón, el Estado puede intervenir con-versaciones telefónicas, reducir plazos judiciales, etcétera.

La Ley General de Coordinación del Sistema Nacional de Seguridad Pública derogó el decreto por el cual el gobierno sali-nista creó, el 25 de abril de 1994, la Coordinación de Seguridad Pública de la Nación. Establece, asimismo, las normas para la estructuración del Sistema Nacional de Seguridad Pública, que

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coordina a los gobiernos federal, estatales y municipales. Defi-ne , igualmente, a la seguridad pública como una función estatal para enfrentar a la delincuencia. En su artículo 6 señala, final-mente, que las políticas y los operativos policiacos deben fun-damentarse en los principios de la legalidad, el profesionalismo y la honradez. A pesar de que supone que hay un uso discrecio-nal del poder, no tipifica los delitos policiacos, sino que sólo los refiere tácitamente.

Si bien esta ley reconoce la necesidad de que la sociedad civil y los especialistas participen en el diseño y la instrumentación de las políticas de seguridad pública, limita su participación a aque-llas situaciones en las cuales no se traten asuntos confidenciales. En los artículos 43 y 45 advierte acerca de la imposibilidad de proporcionar información sobre los delitos, la organización y el funcionamiento de las policías nacionales, públicas y privadas, que ponga en riesgo la seguridad pública. Particularmente, in-corpora a la Secretaría de la Defensa Nacional a un Consejo Nacional coordinado por el secretario de Gobernación.

En su caso, la Ley Federal contra la Delincuencia Organiza-da contiene las normas básicas para enfrentar a ésta ("cuando tres o más personas acuerden organizarse [...] conductas que tienen como fin o resultado cometer delitos"), normas que posi-bilitarán estructurar las prácticas disciplinarias de la vigilancia y el castigo moderno en el país.

De dichas normas sobresalen las disposiciones para los de-comisos de los productos de los delitos. En el artículo 15 se fun-damenta la posibilidad de que una unidad especial de la Procuraduría Federal realice intervenciones telefónicas privadas, consideradas sospechosas, previa autorización de un juez de Distrito, que puede supervisar la intervención. En el artículo 35 señala las condiciones bajo las cuales los delincuentes captura-dos pueden acogerse a un programa de reducción de penas, has-

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ta en dos terceras partes, si colaboran con las policías en la lucha contra la delincuencia organizada.

En los casos anteriores, la ley considera la posibilidad de que se cometan excesos en las intervenciones telefónicas, dando pie al espionaje. Por eso establece sanciones de hasta 12 años de cárcel y la inhabilitación para el desempeño de cargos públicos durante el mismo plazo a quienes intervengan comunicaciones privadas sin la autorización judicial correspondiente, o las reali-cen en términos distintos de los autorizados.

Sin embargo, el anuncio hecho en el IV Informe de Gobierno en el sentido de endurecer las penas para los delitos más fre-cuentes y graves se concretó en una iniciativa que, luego de varios meses de discusión, fue aprobada debido a la composición mayo-ritariamente priísta del Senado. Dicha iniciativa contempla el aumento de la pena máxima de 50 a 60 años, el incremento de las penas para el secuestro y el lavado de dinero, y la negación de la fianza para 36 delitos, como robo en vehículo de transporte pú-blico, traición a la patria, espionaje, terrorismo, ataques a las vías de comunicación y revelación de documentos oficiales.

Bajo el argumento de cerrar espacios a los delincuentes, la fracción zedillista ha desarrollado una estrategia persecutoria que, en circunstancias tales, reconoce que los encargados de combatir la inseguridad incrementan la violencia política estatal: el blanco de la violencia estatal ilegítima han sido los líderes so-ciales y políticos no institucionalizados (Botello, 1998). De esa manera, las reformas jurídicas formalizan la militarización de la seguridad pública y de las seguridades del país, mientras el sis-tema económico y político no conoce cambios en la orientación de las políticas que permitan atacar las causas estructurales del desorden.

En el caso del combate frontal a la delincuencia, se creó el Sistema Nacional de Seguridad Pública, que instrumenta una

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estrategia de control social y político que se dice realista y via-ble, una "respuesta de gran altura", una "estrategia a fondo" y una "política integral". Por medio de ella, por otra parte, logran

la corresponsabilidad de las contraelites panistas que, desde la procuraduría General de la República, impulsaron la reingenie-ría de valores para rediseñar la ética policial (Lozano, 1998).

El Sistema Nacional de Seguridad Pública está estructurado por un Secretariado Ejecutivo y cinco direcciones generales: Pla-neación, Coordinación de Instancias, Academia, Información, y Asuntos Jurídicos, así como por una Dirección de Administra-ción. Desde su emergencia, ha orientado sus políticas a la am-pliación de la cobertura y la eficiencia policiaca contra la delincuencia común, que representa 86.32% de los delitos cometi-dos en el país. Para esto, han ampliado el Plan Nacional de Segu-ridad Pública en función de ocho ejes: profesionalización, cobertura, información, equipamiento, coordinación, participación comunitaria, marco legal, y servicios privados de seguridad.

A través de convenios con los gobiernos estatales y acudiendo a un discurso apartidista, el secretario de Gobernación, como presidente del Consejo Nacional de Seguridad Pública, anuncia, en presencia de los titulares de los poderes Ejecutivo y Judicial, estatales y municipales, y según el estado en cuestión, las nuevas inversiones (véanse cuadros I.10 y I.11) y las estrategias para combatir frontalmente a la delincuencia común y organizada. Paralelamente, se crea el fideicomiso a través del cual los go-biernos estatales participan en la asignación y el uso de los re-cursos destinados bajo criterios de conflictividad social.

En el caso de las estrategias, la escasa imaginación democrá-tica de las elites las ha llevado a insistir obsesivamente en un plan que, presentado de distintas formas, no hace sino recurrir, cada vez que es necesario, a lo planteado en el Plan Nacional de Seguridad Pública. Según las coyunturas de incremento de la

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Año Inversión en Seguridad Pública 1994 226 000 000 1995 2 244 000 000 1996 3 652 000 000 1997 2 405 000 000 1998 3 500 000 000 1999 7 300 000 000 2000' 10 500 000 000

delincuencia o de algún acontecimiento demasiado infamante a la moral pública, insisten en el endurecimiento de las penas y en el combate frontal a la delincuencia. Es interesante observar cómo la política de seguridad pública de la fracción zedillista ha insisitido (Ruiz Harrell, 1998) en estos dos ejes, aunque en el cuarto año se enfatiza la necesidad de la participación civil.

Cuadro I.10 Inversión en Seguridad Pública, 1994-2000

Fuente: Base de datos hemerográficos. La Jornada, Reforma, El Financiero.

Cuadro 1.11 Distribución del presupuesto para el combate a la delincuencia y al crimen or-

ganizado a través de los convenios de seguridad pública que han suscrito la Secretaría de Gobernación y los gobiernos estatales

Entidad Federativa Presupuesto asignado* Aguascalientes s.d Baja California 132 000 000 Baja California S. 44 000 000 Campeche 40 460 000 Coahuila s.d Colima 26 700 000 Chiapas 127 500 000 Chihuahua 98 600 000 Distrito Federal 240 000 000 Durango 50 000 000

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Guanajuato Guerrero Hidalgo Jalisco México Michoacán Morelos Nayarit Nuevo León Oaxaca Puebla Querétaro Quintana Roo S. Luis Potosí Sinaloa Sonora Tabasco Tamaulipas Tlaxcala Veracruz Yucatán Zacatecas Nacional 3

105 284

36 196 203

95 85

136 85

105 36 44 76 81

115 83

113 26

120 47 33

000

000 000 000 000 000 800 000

000 000 000 000 000 400 000 600 000 000 000 000 000 500 000

000 000 000 000 000 000 000 s.d

000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000 000

*Las cifras se obtuvieron de un concentrado que elaboró la Secretaría de Go-bernación, en el que se omitieron los montos de Nayarit y de Coahuila. En Aguascalientes, aun no se firmaba el convenio. Fuente: Reforma "No más policías: mejores", 25 de agosto de 1998, p. 2'.

Al respecto, de manera paralela a la discontinuidad estructu-ral de la seguridad nacional, hay una continuidad entre la pre-sentación del Gabinete de Seguridad Pública, el 2 de diciembre de 1997, la Estrategia de Seguridad Pública, el 3 de enero de 1998, y la Estrategia Integral contra el Crimen y la Delincuen-cia, el 28 de agosto de 1998. Durante todo ese tiempo anuncia-ron que pronto habría una estrategia definitiva. De tal forma que cuando se anunció la Cruzada Nacional contra el Crimen y

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la Delincuencia, algunos analistas y articulistas sostuvieron que la situación no cambiaría sustantivamente sino hasta cuando las elites propusieran la creación de una policía preventiva federal; el viejo proyecto de una policía nacional en una república fede-rada. Esto sucedió finalmente el 16 de noviembre de 1998.

En el primer caso, el presidente anunció: a) reformas a la Constitución para evitar que los delincuentes evadan la justicia, b) verificar desde la Secretaría de Gobernación que se cumplan las políticas del Sistema Nacional de Seguridad Pública, c) esta-blecer el Gabinete de Seguridad Pública, d) impulsar una cruza-da nacional contra el crimen y la violencia, e) promover una alianza entre el jefe de gobierno del D. F. y el gobernador del Estado de México, f) impedir la incorporación de malos elemen-tos a las corporaciones policiacas, y g) acelerar la reestructura-ción de la Procuraduría General de la República.

En el segundo caso, el nuevo secretario de Gobierno presentó una agenda de 15 acciones para la gestión de la política interior: a) depuración, b) condiciones laborales, c) capacitación, d) mo-dernización de las corporaciones para un eficiente funcionamien-to, e) equipamiento, f) sistema de comunicación nacional, g) registro de delitos, h) laboratorios de criminalística, i) movilidad laboral, j) reconocimientos, k) exámenes antidrogas, 1) construc-ción de reclusorios, m) posgrados especializados, n) buzones de queja, y ñ) fortalecimiento de la información sobre seguridad na-cional.

En el tercer caso, el secretario de Gobierno, precedido por el presidente, anunció las estrategias para la instrumentación del Pro-grama Nacional de Seguridad Pública: a) profesionalización, b) asignación de agentes del Ministerio Público para abatir el rezago en materia de averiguaciones previas, c) sistema de comunicación nacional, iniciado en los estados con mayor delincuencia, d) am-pliación y dignificación de los reclusorios, e) coordinación de los

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niveles de gobierno, í) mejoramiento del marco legal, g) supervi-sión rigurosa de las autorizaciones de operación, y h) multipli-cación de los Comités de Participación Comunitaria.

Por último, la consecuencia lógica de la política, el programa y las estrategias centralizadas de la seguridad pública fue la crea-ción de la Policía Federal Preventiva. Después de haberla des-cartado, en medio de un intenso debate sobre su legalidad, las elites decidieron proponer la iniciativa, a pesar del marcado re-chazo de juristas y criminalistas, quienes insisten en que una po-licía nacional es una función estatal de un país con gobierno central y departamentos, no de una república federal con estados soberanos, que puede ser utilizada para el espionaje y la vigilan-cia de los procesos electorales En este caso, tampoco hubo consi-deraciones: el Senado aprobó la iniciativa, y el 7 de julio de 1999 se incorporaron 4 800 militares a la Policía Federal Preventiva.

El discurso de este cuerpo policiaco es inverosímil, pues muestra a las elites y a las contraelites ansiosas porque las poli-cías operen éticamente —con legalidad, eficiencia, profesiona-lismo y honradez— el Sistema Nacional de Seguridad Pública, como si en las actuales condiciones pudieran ser eficientes y éti-cas. Por el contrario, esta sobrecarga normativa del Estado legi-tima la militarización con el discurso de la seguridad imposible, mientras, particularmente la fracción zedillista, obstruye una sa-lida democrática al desorden social generado por la instrumen-tación de las políticas neoliberales. Por supuesto, para las elites indignadas e impotentes es más fácil llamar "ratas inmundas" a los delincuentes y "delincuentes ordinarios" a los guerrilleros, al tiempo que divulgan la promesa de que la sociedad mexicana será mejor en los próximos años.

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Page 47: La militarización de la seguridad pública en México

II LAS CAUSAS RECURSIVAS * DE LA MILITARIZACIÓN

PASIVA DE LA SEGURIDAD

EL FIN DE UNA SOCIEDAD

El desorden neoliberal

La militarización pasiva de la seguridad pública ha sido produ-cida por una constelación de causas internas y externas (véanse diagramas II.1; 11.2). En sentido estricto, este tipo de militariza-ción es un efecto recursivo del desorden social generado por el ajuste estructural neoliberal del país, de la militarización lati-noamericana y del cambio de esquema de la seguridad hemisfé-rica luego del fin de la Guerra fría.

En general, la militarización de la seguridad pública es una decisión de las elites y contraelites para integrar, colonizando autoritariamente, a la nueva sociedad derivada de la instrumen-tación de determinadas políticas económicas y sociales. Para es-to, se recuperan las experiencias recientes de seguridad nacional

Para no abordar el desorden social mexicano como la causa simple de la mi-litarización pasiva de la seguridad pública, utilizo la idea de Edgar Morín acerca de la recursividad, que en este caso me permite explicar la cadena de causalidades de este proceso. Por un lado, la instrumentación de políticas neo-liberales produce el desorden social, por otro lado, el desorden emplaza a las elites para la militarización de la seguridad pública. Al respecto dice Morín: "Un proceso recursivo es aquel en el cual los productos y los efectos son, al mismo tiempo, causas y productores de aquello que los produce", Édgar Mo-rin, Introducción al pensamiento complejo, p. 106.

91

Page 48: La militarización de la seguridad pública en México

y pública con los ejércitos y las policías de Centroamérica y Su-

ramérica.

Diagrama 11.1 Las causas internas de la militarización de la seguridad pública

Militarización

Políticas económi- cas neoliberales

Crisis de la seguri- dad pública

Desorden social

Desigualdad Delincuencia

L Conflictividad

Diagrama 11.2 Las causas externas de la militarización de la seguridad pública

Esquema hemis- Democracias

férico de Segu- inseguras

ridad

Militarización Posoligárquica

Remilitarización latinoamericana

Posdictatorial

En particular, el proceso de militarización pasiva de la segu-ridad pública ha sido detonado como complemento de una serie de decisiones elitistas que pretenden reducir la complejidad so-cial generada por los programas ortodoxos de ajuste económico, como la desregulación, la privatización, la reducción del gasto

público, la estabilidad monetaria y la atracción de capitales ex-

tranjeros. Así, los costos sociales y políticos derivados del neoli-beralismo mexicano, enmascarado como liberalismo social, han sido enfrentados mediante el cerco militar y policiaco del país,

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con el propósito de contener e integrar autoritariamente a los nuevos citadinos y ciudadanos producto de dichos programas (Barba, 1997).

En efecto, la instrumentación del paquete de políticas públi-cas neoliberales de reforma estatal y apertura comercial dieron pie a un desorden social caracterizado por la desigualdad, la de-lincuencia, la conflictividad y la contrainsurgencia. A caballo de las transformaciones estructurales de la sociedad mexicana en la última década, como el crecimiento demográfico, la industriali-zación y la urbanización (Zermeño, 1996), las elites tecnocráti-cas y las contraelites nacional/populares impulsaron una revolución pasiva que generó una desigualdad sin precedentes, la destrucción de las viejas organizaciones sociales y políticas contrainstitucionales y la proliferación rizomática de nuevos movimientos sociales e insurgentes en diferentes regiones y zo-nas del país.

En tales circunstancias, las elites, en lugar de rediseñar las po-líticas económicas que determinaron este desorden y crear una política social alternativa, han preferido enfrentar lo que algunos llaman la dualización' económica y social del país como un

56 Al respecto, la idea de una sociedad derrotada parece montada sobre una perspectiva más negativa que positiva en torno al desorden. El giro que propo-ne este trabajo es pensar el desorden como productivo (Prigogine, 1997), de tal forma que, detrás de la pedacería social que contempla la perspectiva negativa de Sergio Zermeño, sea posible observar a la sociedad dual de múltiples velo-cidades pero con pisos que se integran con mecanismos diferenciales: el sisté-mico, representado básicamente por la militarización de las policías, y el social, constituido por la organización social y política. Sin duda, existe una diferencia entre decir "las tendencias hacia la dispersión y la atomización ad-quieren ritmos frenéticos en las sociedades cuyo acoplamiento a la moderni-dad ha sido truncado y deficiente por varias razones [...] se ven acompañadas de influjos disgregadores poderosísimos" (Zermeño, 1997) y sostener: "En otros términos lo que se ha creado es una sociedad dual, con desarrollos sepa-rados para estos dos tipos de chilenos [...] no se trata de idealizar la uniformi-dad ni de imponer a la sociedad que marche toda a una misma velocidad. Ella puede marchar en dos, tres o a varias velocidades, pero siempre y cuando el

93

L Insurgencia I

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riesgo para la gobernabilidad que puede ser controlado mediante la focalización del combate a la pobreza y la militarización de la seguridad pública y contrainsurgente. Así, se han esforzado por contener a ciudadanos pobres que se incluyen relativamente en esta nueva sociedad mediante el consumo restringido, la eco-nomía informal, la delincuencia, la conflictividad social, el abs-tencionismo y la participación contrainsurgente, otros pisos básicos de la matriz política de baja intensidad democrático electoral que referí en el capítulo anterior.

En estas circunstancias, aunque es dificil reconstruir empíri-camente la relación entre la delincuencia —ordinaria y organiza-da— y la militarización de la seguridad pública, la primera constituye un doble riesgo: para la gobernabilidad estatal, en la medida en que amenaza los procesos económicos y la propiedad privada, y para el funcionamiento legal del Estado. Asimismo, la correlación entre la conflictividad y la insurgencia, por un la-do, y la militarización de la seguridad pública, por otro, es más directa. La conflictividad y la insurgencia son una amenaza al sistema político —particularmente al régimen de baja intensidad democrática— en la medida en que los que en ellas participan no aceptan la institucionalización de su presencia política en los procesos electorales.

Al respecto, algunos balances del neoliberalismo mexicano insisten demasiado en una perspectiva negativa, que por matizar

su efecto destructivo sobre la vieja sociedad nacional no temati-zan a la nueva sociedad que se configura a partir de las resisten-cias individuales, grupales y organizacionales registradas en los últimos años. Sin duda, ha sido muy importante el papel que los discursos críticos han jugado al sostener que el neoliberalismo mexicano ha sido inferior en sus resultados macroeconómicos al programa populista terminal, si se consideran tasa de crecimien-to, empleo, inflación y sector externo (Guillén Romo, 1997), así como que ha destruido las identidades e intermediaciones socia-les dispersando a la sociedad mediante velocidades de cambio frenéticas (Zermeño, 1997). Sin embargo, esta perspectiva impo-sibilita analizar articuladamente la colonización interna de la sociedad civil y los movimientos y luchas que ésta ha emprendi-do para descolonizarse.

Antes de tematizar las estructuras disipativas de este desorden como inclusiones colaterales que emplazan a las elites a la mili-tarización del país, acometeré los límites de algunas perspectivas antineoliberales para plantear la militarización de la seguridad pública como un mecanismo autoritario de integración social.

Las prácticas teóricas alternativas

Después de una década de perplejidad nacional y regional, aho-ra que el neoliberalismo es puesto en cuestión, se ha comenzado a superar la fase de denuncia de los efectos de sus políticas y programas a partir de resistencias políticas y discursivas que in-sisten en su carácter excluyente y polarizante."

Estado provea a todos los ciudadanos los canales de participación y de movili-dad social" (Tironi; 1988). Y esto es así no porque la idea de la sociedad sea inútil (Touraine, 1986), sino porque ya no se integra de la misma forma (Tou-raine, 1998). Utilizo la idea de dualización en el sentido que le asigna Eugenio Tironi, porque Touraine la restringe al modo de desarrollo latinoamericano. Aunque hay quienes sostienen que los efectos sociales y políticos del neolibe-ralismo mexicano y latinoamericano no pueden ser reducidos a una sola ma-triz económica de dualización (Lechner, 1997), la categoría propuesta por Alain Touraine ha tenido una aceptación creciente al interior de diferentes grupos sociales y políticos (Zermeño, 1996; Tironi, 1988; Gómez y Mangabei-ra, 1998).

57 Al margen de la disputa semántica sobre el sentido de la categoría globaliza-

ción, la mayoría de los analistas de los costos sociales y políticos del neolibera-lismo en los países latinoamericanos coinciden en que, por un lado, ha producido pobreza y exclusión y, por otro, ha dado pauta a una serie de trans-formaciones en los gobiernos regionales. En el primer caso, se piensa que la globalización expansiva de los capitales sectorializados y centralizados ha ge-

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Para tal efecto se han desarrollado algunas alternativas prác-ticas y teóricas, como: a) la sociología de la decadencia, la des-identidad y la anomia, b) la socialdemocracia latinoamericana, y c) la propuesta intergaláctica. En estos casos, se trata de re-flexiones que insisten en su carácter práctico. La primera ha permitido reflexionar sobre los efectos destructivos del neolibe-ralismo (Tironi, 1986; Zermeño, 1996, Borón, 1997; Vilas, 1996); la segunda, un encuentro hemisférico, insiste en una pro-puesta centrista, al margen del populismo y el neoliberalismo (Gomez y Mangabeira, 1998), y la tercera, un encuentro interga-láctico, lucha contra el neoliberalismo (EZLN, 1996). Mientras,

circulan a contrapelo los manuales de los liberales latinoameri-canos (Vargas Llosa y otros, 1998a, 1998b).

En sentido semejante a la denuncia sistemática de la prensa, en el campo académico los discursos antineoliberales han levan-

nerado en nuestros países sistemas de doble velocidad o de dos niveles y una relación asimétrica con los sistemas sociales de los países industrializados. Al primer proceso se le llama exclusión; al segundo, polarización. En el segundo caso, sostienen que los costos del neoliberalismo también han sido políticos, en la medida en que han determinado profundas modificaciones en la capaci-dad de los gobiernos regionales para controlar una serie de procesos que ante-riormente dependían del diseño y la instrumentación de sus políticas. Al respecto, la discusión no se desarrolla en torno a si los gobiernos regionales desaparecerán o no, o si son afectados o no por la globalización, sino en torno al alcance de esas transformaciones, sobre todo en un plano normativo, a si es-tos gobiernos podrán recuperar algún día la capacidad perdida en este ciclo de acumulación mundial de capital. Esta dimensión geopolítica de la globaliza-ción ha permitido tematizar la rearticulación espacio/temporal de lo local, lo regional y lo global. En esta medida, la discusión en torno al impacto de la globalización sobre la capacidad regulatoria de los gobiernos regionales ha si-do orientada no sólo en el nivel económico, sino además en los niveles politi-co/sociales. En la actualidad, se acepta que la globalización dio pie a reformas estatales diferenciales mediante un conjunto de procesos de despolitización de la política que redujeron al Estado al mínimo cuando el problema no era su tamaño sino su calidad. Asimismo, se sugiere que éste fue sustituido por los organismos financieros internacionales, caracterizados como un gobierno pro-tomundial. Así, estos organismos han obligado a los gobiernos regionales a asumir funciones de contención, mediante barreras policiacas, de los actos de-lictivos de la sobrepoblación desempleada (Petras, 1996).

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tado una propuesta de resistencia para sustituir al por muchos arios incontestable discurso neoliberal, presentado por las elites como natural e inexorable. Por sus características, estos discur-

sos se oponen al liberalismo social y al liberalismo latinoameri-cano" en la medida en que critican los efectos de estos modelos económicos y sociales y proponen alternativas teóricas y políti-cas que, sin duda, deben ser analizadas para calibrar su viabili-dad y sus propios efectos.

A contrapelo del liberalismo social y del liberalismo latinoa-mericano, en los años recientes se han estructurado algunas pro-puestas que insisten en los efectos antisociales e inhumanos del neoliberalismo. Estas propuestas son: a) el discurso sociológico de la decadencia, la desidentidad y la anomia," b) el discurso socialdemocrático de algunos politólogos y ex gobernantes, y c) el discurso intergaláctico que enuncia el desastre producido por el globalismo y convoca a resistencias locales y globales contra las políticas neoliberales en cualquier parte del mundo.

Después del fracaso del liberalismo social y de la catástrofe política de la fracción salinista —tan respetada académica y polí-ticamente en Latinoamérica—, persiste una resonancia discursiva de aquella propuesta del neoliberalismo vergonzante. A pesar de que han pasado algunos años luego de aquel aventurerismo tec-

ss en este parágrafo el concepto de liberalismo latinoamericano que no utilizan Plinio Apuleyo, Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, pero que sin duda se encuentra en estado práctico en los dos libros que hasta ahora han publicado. El concepto también es compartido por Mario Vargas Llosa. 59 En este caso hablo de algunos autores que no constituyen propiamente una escuela pero que, en sentido estricto, por sus diferencias discursivas con otros discursos, como los que aquí presento, tienen un aire de familia. Es el caso de Eugenio Tironi, Sergio Zermeño, Atilio Borón y Carlos Vilas. Aunque los dos últimos autores desarrollan reflexiones politológicas y sociológico/políticas, le otorgan un lugar importante a la reflexión sobre los costos sociales del neolibe-ralismo latinoamericano. Particularmente, existe un parentesco entre las posi-ciones de Borón y Vilas sobre la desintegración social en nuestros países y lo avanzado por Tironi y Zermeño.

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nocrático, sigue siendo lo suficientemente atractivo como para producir eco en algunos periodistas, escritores e intelectuales,* como los liberales que, en sus libelos, confunden las causas con

los efectos.' De la misma forma que el liberalismo social salinista, el libe-

ralismo latinoamericano en su versión ligera reduce a los acto-res, las acciones y las ideas de las resistencias antineoliberales a

simples reproducciones del atraso y la miseria. Para ellos, las re-sistencias a los efectos de las políticas neoliberales, la exclusión, la dualización y la desintegración, son oposiciones a la posibili-dad de que las sociedades latinoamericanas se parezcan a las in-

dustrializadas,' al mismo tiempo que son las responsables del

atraso por oponerse al mercado libre y al Estado mínimo' me-

diante una actitud de conmiseración. Al respecto, Vargas Llosa, Montaner y Apuleyo dicen:

Esta vía, la única que ha hecho la prosperidad de los países des-arrollados, combina una cultura o un comportamiento social ba-sado en el esfuerzo sostenido, el ahorro, la apropiación de tecnologías avanzadas con una política competitiva de libre em-presa, de eliminación de monopolios públicos y privados, de apertura hacia los mercados internacionales, de atracción de la inversión extranjera y sobre todo de respeto a la ley y la libertad. Nuestra idea central es precisamente ésa, la idea de que la liber-tad es la base de la prosperidad y de que el Estado debe ceder a la sociedad civil los espacios que arbitrariamente le ha confiscado como productora de bienes y gestora de servicios. 63

60 Sobre la confusión de los liberales latinoamericanos, que en los libros Ma-

nual del perfecto idiota latinoamericano y Fabricantes de miseria asumen las causas por los efectos, es necesario recordar la siguiente definición de estupidez: "La falta de inteligencia, se llama propiamente hablando, estupidez, y es la torpeza en la aplicación de la ley de la causalidad, la incapacidad para la comprensión inmediata del encadenamiento de causa y efecto, de motivo y acción...", en Arturo Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, Porrúa, México,

1985, p. 32. 61

Al respecto, el alegato sobre la supuesta nefasta influencia de Las venas abier-

tas, de Eduardo Galeano, sobre los pensadores latinoamericanos puede pro-longarse con otra de sus obras, que aunque no fue escrita como respuesta a las

críticas de los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano, representa

una anticrítica anticipada a sus detractores. Dice Galeano: "Promesa de los

políticos, razón de los tecnócratas, fantasía de los desamparados: el Tercer Mundo se convertirá en el Primer Mundo, y será rico y culto y feliz, si se porta

bien y si hace lo que le mandan sin chistar ni poner peros. Un destino de pros-peridad recompensará la buena conducta de los muertos de hambre, en el capí-tulo final de la telenovela de la Historia. Podemos ser como ellos, anuncia el gigantesco letrero luminoso encendido en el camino del desarrollo de los sub-desarrollados y la modernización de los atrasados. Pero lo que no puede ser no puede ser, no puede ser, y además es imposible... si los países pobres ascendie -ran al nivel de producción y derroche de los países ricos, el planeta moriría"• Véase Eduardo Galeano, Ser como ellos, Siglo XXI, México, 1992, pp. 115-116.

62 Es evidente que estos libros fueron escritos, como dicen sus autores, por

desquite, pero en realidad eran innecesarios. El montaje latinoamericanista de las ideas de Robert Nozick pudo ahorrarse con una recomendación de lectura

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Este discurso escrito a seis manos," que mediante un meca-nismo de transferencia llama idiotas a sus oponentes, dice de-masiado poco sobre sus consignas. En el caso del mercado libre,

de por lo menos el prefacio de su principal libro. En éste, Nozick sostiene: "Mis conclusiones principales sobre el Estado son que un Estado mínimo, li-mitado a las estrechas funciones de protección contra la violencia, el robo y el fraude, de cumplimiento de contratos, etcétera, se justifica; que cualquier Es-tado más extenso violaría el derecho de las personas de no ser obligadas a hacer ciertas cosas y, por tanto, no se justifica; que el Estado mínimo es inspi-rador, así como correcto [...] El uso ilegítimo del Estado por intereses econó-micos para sus propios fines está basado en un poder ilegítimo preexistente, del Estado para enriquecer a unos a costa de otros. Elimínese ese poder ilegí-timo de dar beneficios económicos adicionales y se elimina o drásticamente se restringe el motivo de desear influencia política. Ciertamente, algunas perso-nas aún estarán sedientas de poder político, encontrando una satisfacción in-trínseca de dominar a otras. El Estado mínimo es el que mejor reduce las probabilidades de tal usurpación o manipulación del Estado por las personas ansiosas de poder o de beneficios económicos, especialmente si se combina con una ciudadanía razonablemente alerta, puesto e blanco mfnimamente de-seable para tal usurpación o manipulación". Véase Robert Nozick, Anarquía, 6)

Véasey utopía, FCE, México, 1990, pp. 7 y 263.

Véase Plinio Apuleyo Mendoza y otros, Manual del perfecto idiota latinoameri-cano, Plaza y Janes, España, 1998, p. 136. 64 Ibidem.

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consideran que es preciso privatizar y exportar, mientras que en el del Estado mínimo sostienen que es necesario eliminar los monopolios públicos, defender la soberanía, preservar el orden público, administrar la justicia y la defensa de los pobres privati-zando las políticas sociales. Sin embargo, esta propuesta de re-forma estatal es una utopía ogmandinesca. En el fondo, el recurso del agravio, utilizado por estos escritores, es parte de una estrategia publicitaria, el signo de un discurso impotente, incapaz de aniquilar fisicamente a sus adversarios, como lo de-searía cualquier fascista.

Para enfrentar este tipo de discurso se han elaborado otros discursos antineoliberales de cuya radicalidad no podemos estar seguros. Sobre este punto, ni los pesimistas ni los optimistas de la sociología de la decadencia, la desidentidad y la anomia han sido suficientemente capaces de apropiarse de algunas estrate-gias micro y macropolíticas posmodernas, particularmente de las contribuciones posestructuralistas e ironistas, para explicar los efectos del neoliberalismo y construir una propuesta alterna-tiva. Este discurso está atrapado en una perspectiva peligrosa del desorden, * como veremos más adelante. Asimismo, el discurso

* Al tomar distancia de la posmodernidad por considerarla una moda, Sergio Zermeño se ve imposibilitado de reflexionar sobre la posibilidad de recuperar algunas de las propuestas micro y macropolíticas del discurso posmoderno. En particular, su pesimista idea negativa del desorden como crisis, durkheniana y tempranofrankfurtiana por supuesto (Zermeño, 1989, 1997), lo lleva apenas a pulsar los retos de la participación política de nuestro país (Zermeño, 1998), proponiendo la reconstrucción de la sociedad civil y de las intermediaciones sociales y políticas, más allá de la atomización privatizante y el neopopulismo; sin embargo, cuando asume esa responsabilidad añora a los actores y a las in-termediaciones sociales modernos desmantelados por el Estado mexicano. Así, dice: "Vemos hoy en México una gran activación de la sociedad: hay una proliferación de organizaciones de tamaño medio y restringido [...] tenemos igualmente el renacimiento de la participación indígena [...] la rebelión de los pequeños y medianos productores agrícolas [...] [sin embargo] seria inocente confundir la imagen de las cien marchas con la idea del fortalecimiento de la sociedad civil desde el momento en que detrás de esas manifestaciones no se

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socialdemocrático, que dice no querer humanizar lo que se presen-ta como inevitable (Mangabeira, 1998) sino, por el contrario, susti-tuirlo para evitar la insurrección del atraso (Gomez y Mangabeira, 1998a), es poco radical cuando pretende generalizar el avance, pues corre el riesgo de caer precisamente en lo que rechaza.

Por otro lado, el discurso intergaláctico, tan utópico como los discursos de la sociología de la decadencia, la desidentidad y la anomia, de la socialdemocracia y del liberalismo latinoamerica-no, es demasiado complejo para hacerse efectivo, aunque sin duda rehace el discurso y las prácticas políticas tradicionales asumiendo un horizonte de indefinición e incertidumbre (Le Bot, 1997; Petras, 1997) mediante una sobrecarga de la comuni-cación global que hace pensar en uno de los efectos de la inco-municación que ni los sociólogos sistémicos ni los de la acción comunicativa han considerado o discutido: la incomunicación para cambiar la guerra neoliberal contra los excluidos.* Veamos cada uno de estos discursos.

a) Entre los sociólogos de la decadencia, la desidentidad y la anomia hay coincidencias y diferencias acerca de los efectos ne-gativos del neoliberalismo latinoamericano. La mayoría de ellos sostiene que las políticas económicas de este tipo han desinte-

está fortaleciendo una intermediación institucional y organizativa ni, al menos en este momento, se están robusteciendo actores sociales con cierta continui-dad en el tiempo". Véase Sergio Zermeño, La sociedad derrotada, Siglo XXI, Mexico, 1996, p. 214.

En el debate sociológico contemporáneo en torno a la integración de las so-ciedades industrializadas, la posición de Habermas de un consenso racional es enfrentada con la idea de la incomunicación de Luhmann; la lucha discursiva de Foucault, basada en la diferencia entre relaciones de poder y comunicación, y la pluralidad de juegos lingüísticos de Lyotard, quien piensa las posiciones habermasiana y luhmanniana como terroristas. Sin embargo, de ellos sólo Foucault y Lyotard contemplaron la posibilidad del uso de los discursos como parte de las luchas políticas sin referencia al sentido; en efecto, la idea foucaul-tiana del discurso como articulador de poder y saber y la idea lyotardiana del saber como valor de cambio permiten una problematización de la comunica-ción pública con una perspectiva más realista y vinculada a la política.

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grado a las sociedades regionales, destruyendo sus intermedia-ciones e identidades, y multiplicado la desigualdad mediante un incremento inusitado de la pobreza y la concentración del ingre-so y el uso de la violencia de las elites contra los excluidos. Sin embargo, una vez que se manejan estos argumentos surgen al-gunas discusiones sobre las tendencias concretas que caracteri-zan a estos procesos, pues mientras algunos sostienen que es posible integrar a los grupos sociales desintegrados (Tironi, 1988; Vilas, 1997), otros afirman que, en lo inmediato, esto ni sucede ni sucederá (Zermeño, 1996). Dice Tironi:

No se trata de idealizar la uniformidad ni de imponer a la socie-dad que marche toda a una misma velocidad. Ella puede mar-char a dos, tres o varias velocidades, pero siempre y cuando el Estado provea a todos los ciudadanos de canales de participación y de movilidad social. Dicho en otros términos bastaría con que el Es-tado actuara como tal, esto es, como ente integrado de la nación, como un activador permanente de la solidaridad colectiva.'

Por otro lado, Zermeño sostiene:

Por parte de la conceptualización latinoamericana, hay, pues [...] aceptación de lo estancado [...] pero entonces [...] no se quiere aceptar el segundo paso: el del relajamiento anómico, el decadente, el negativo, el de la degradación humana [...] En me-dio del estancamiento Tironi descubre una estructura funcional en base al anhelo de integración, y Touraine, a partir de elemen-tos de acción destrozados, encuentra nociones y fuerzas que co-rresponden al proceso futuro, al de los movimientos sociales europeos [...] habremos de decir, en fin, que (se trate de una cri-sis global de Occidente o no) el doble desorden mencionado no

65 Véase Eugenio Tironi, Los silencios de la revolución, La puerta abierta, Chile, 1988, p. 133.

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será reconstruido o reducido en pocos años. La aceleración y luego el impacto han sido severos, de manera que entender lo que ha pasado o inventar un nuevo orden para la pedacería, cualquiera que sea, sumirá a las ciencias sociales latinoamerica-nas en cavilaciones que quizá no estén tan alejadas del pesimis-mo y la negatividad a la que hicimos referencia y que a tientas estamos queriendo denotar con el término elegante, lleno de ar-monía, esteticismo y asepsia cultural de postmodernidad.'

En ninguno de estos casos la desintegración social llamada desorden es pensada en su carácter productivo. Paradójicamente, esta perspectiva coincide con el discurso de las elites políticas y mi-litares que han transitado del discurso del caos a la militarización (Fazio, 1996), y añora las luchas y los movimientos sociales de la sociedad corporativa que se integraba nacional/popularmente, como si se persiguiera una reedición del pasado político, sin ima-ginar alternativas como las microrrevoluciones, las reformas lo-cales, las campañas y los frentes transversales, propuestas por posestructuralistas, microfisicos, micropolíticos e ironistas como alternativas a la política vieja.

b) Algo semejante sucede con los politólogos y las elites socia/ democráticas desplazadas que articulan una corriente que declaró clausurado el ciclo de las insurrecciones armadas en Latinoaméri-ca," y otra centrista que aparece como tercera vía al socialismo y el neoliberalismo." Esta perspectiva sostiene que el neoliberalismo la-

66 Véase Sergio Zermeño, "Hacia una sociología de la decadencia", en La Jor-nada semanal, núm. 10, México, 1989, pp. 32 y 33. 67 Véase Jorge Castañeda, Después del neoliberalismo: un nuevo camino. El consenso de Buenos Aires, diciembre de 1997. Véase también "Alianza antineoliberal de centroizquierda", en La crisis, núm. 158, pp. 10-16, semanario del 9 all5 de enero de 1999. 68 Véase Jorge Castañeda, Después del neoliberalismo: un nuevo camino. El consenso de Buenos Aires, diciembre de 1997. Véase también "Alianza antineoliberal de centroizquierda", en La crisis, núm. 158, pp. 10-16, semanario del 9 al 15 de enero de 1999.

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tinoamericano ha producido la dualización de las sociedades que no se reintegran creando una red compensatoria para pacificar el descontento de los excluidos. Para ellos, las políticas neoliberales deben enfrentarse mediante políticas económicas antidualistas y

políticas sociales que generalicen el bienestar a través de la demo-cratización del mercado y el fortalecimiento del Estado (Castañeda y otros, 1997). Dicen estos autores:

El problema principal no es el mercado. El problema no es, tam-poco, el exceso de Estado. La solución no es regresar a un Esta-do patrimonialista, ineficaz y autoritario. Lo que es indispensable es construir las instituciones que permiten reducir el dualismo económico y social [...] Lo que se necesita es un Es-tado mejor concebido, fuerte y democrático que haga posible una mayor equidad, libertad y justicia [...] Después del colapso del comunismo quedó la idea de que hay un único camino en el mundo. La posición de los progresistas es comúnmente una po-sición débil. Ellos aceptan la idea de un camino único y se pro-ponen humanizarlo. Entonces, el programa de ellos es el programa del camino único con un descuento, es la humaniza-ción de lo inevitable. Nosotros decimos que es necesario sustituir lo inevitable y no humanizarlo."

Para tal efecto, proponen un reformismo gradual que consiste en: a) un paquete de políticas sociales para desarrollar capacida-des básicas en los individuos, b) una asociación entre el Estado y las pequeñas y medianas empresas competitivas, con el objeti-vo de eliminar la división de la economía en una vanguardia y una retaguardia, y c) reformar el presidencialismo, elevar el ni-vel de participación política en los movimientos sociales y pro-veer asistencia jurídica a las personas.

69 Véase entrevista a Roberto Mangabeira Unger, en Nexos, noviembre de 1998, pp. 1 y 17.

Esta propuesta supone que si el mercado ha de seguir siendo el principal canal de distribución de los recursos, el Estado debe refinanciarse, mediante el cobro de impuestos, para generar con-diciones que permitan a los pobres demandar a éste lo que nece-sitan para ser productivos. De esta manera, el Estado es concebido como un poder público que garantiza como voluntad democrática una respuesta gradual a la desigualdad social a tra-vés de la ejecución de políticas sociales de salud y educación.

Por supuesto, estas políticas alternativas de redistribución flexibilizan el modelo neoliberal con las opciones de abrir otras paraestatales, cobrar más impuestos al consumo, incrementar las políticas sociales oponiéndose a los monopolios mediante la competencia, reforzar el Poder Judicial y acotar el presidencia-lismo. Para ellos, la generalización del bienestar puede lograrse a través de la inclusión estatal de los pobres en la competencia mediante redes de empresas.

c) En su caso, los participantes en el encuentro intergaláctico sostienen que el neoliberalismo es una fábrica de pobreza y vio-lencia política estatal, una fase del capitalismo que en las socie-dades industrializadas y semindustrializadas ha generado exclusión y la sujeción militar de los diferentes sujetos: indios, pobres, minorías sexuales y enfermos mentales. Particularmen-te, caracterizan al neoliberalismo como: a) una ofensiva global contra la vida y lo humano basada en la competencia, b) una forma ideológico/discursiva de la reestructuración económica mundial, c) la negación del bienestar mediante la restricción de las políticas sociales, y d) la pérdida de la soberanía.

Para enfrentarlo, los intergalácticos, cuyo principal ejemplo son los zapatistas, proponen una política local y global a partir de resistencias microfisicas articuladas en una Internacional de la Esperanza que —piensan— se estructurará como una red de re-des, mediante el control civil de las elites para que éstas manden

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obedeciendo. Esta reinvención de la política, quizá deudora del althusserianismo tardío," insiste en el uso de la violencia como una condición del diálogo, cuando las elites no están dispuestas a éste; en el fortalecimiento de la sociedad civil, y en la recupera-ción de la democracia directa, el referendo, el plesbicito, la inicia-tiva popular, la acción popular y la revocación de mandato.'

La propuesta política de la democracia directa con respeto a las diferencias socioculturales y a las autonomías tiene un sopor-te ético (Kanoussi y otros, 1998) que no está presente en los dis-cursos anteriores, ni en el liberalismo latinoamericano, ni en la sociología de la decadencia, la desidentidad y la anomia, ni en los socialdemócratas regionales. No obstante, esta propuesta de humanización de la política se enfrenta con el cinismo tecnocrá-tico de los discursos sistémicos que niegan tal posibilidad en la medida en que consideran que este tipo de resistencias obstacu-lizan la diferenciación funcional de la sociedad, así como con la actitud de las elites políticas y militares que instrumentan la mi-litarización contrainsurgente y la militarización de la seguridad pública.

Una de las razones que tornan atractivo este discurso interga-láctico es su rebeldía contrainstitucional, contracultural y anti-autoritaria, aunque la alternativa política de un frente nacional para coordinar los movimientos locales al margen de los parti-dos políticos tradicionales y su propuesta de quedarse fuera del gobierno resulta una paradoja. Esta fase de lucha discursiva im-posibilita a los neozapatistas e intergalácticos asumir con todas sus implicaciones la idea del poder como una relación social que se ejerce en todos lados, como una multiplicidad de fuerzas que vienen de todas partes y que se condensan en los aparatos esta-tales, las hegemonías y las leyes (Foucault, 1983), porque si ellos no lo ejercen para una forma de integración democrática, las eli-

La lectura de Cesáreo Morales de la tesis de Rafael Guillén no ha ido lo su-ficientemente lejos como para percatarse de que el Subcomandante Marcos ha puesto en práctica algunas de las ideas tardías, casi maoístas, de Louis Althus-ser, que podemos encontrar en la entrevista concedida a Rossana Rossanda, "El problema del Estado". Allí, Althusser sostiene: 1.1 hace mucho tiempo, en una carta que escribí a unos amigos italianos, les decía que, por una cues-tión de principios, el partido no debería considerarse nunca como un partido de Estado, debe mantenerse al margen del Estado, no sólo del Estado burgués, sino con mayor razón del Estado proletario [...] (Arrebatar el partido al Estado para entregarlo a las masas: ésa fue, precisamente, la desesperada tentativa de Mao durante la revolución cultural) esta autonomía del partido (y no de la poli-tica) con respecto al Estado, nunca lograremos salir del Estado burgués, por mu-cho que lo reformemos (!.. ) sino que se mantenga fundamentalmente al margen del Estado por medio de su actividad entre las masas, tanto para impulsarlas a destruir/transformar los aparatos de Estado burgueses como para favorecer allí donde ya existe, la extinción del nuevo Estado revolucionario". Véase Louis Althusser y otros, "El problema del Estado", en La crisis del marxismo, UAP,

México, 1983, pp. 19-33, o bien "El marxismo como teoría finita", en Louis Althusser, Discutir el Estado, Folios, México, 1985, pp. 11-21. 71 Véase Jayier Elorriaga, Participación política y democracia, Colegio de Sonora, Méx. 1997, pp. 29-37. En torno a la cuestión del porqué la propuesta de articu-lar la democracia representativa con la democracia directa hecha por el neoza-patismo ha resultado más atractiva que cuando fue lanzada por los gramscianos franceses e italianos, puede decir lo siguiente: a) el neozapatismo tiene un emplazamiento crucial en la medida en que habla desde donde habi-tan los otros, b) el sujeto hablante es local en el sentido de que no logrado que su discurso se constituya en sentido común e) la red ha permitido que los sitios neozapatistas se conviertan en el aleph de los desencantados del mundo. Hace más de 15 años Cristina Buci Glueksman decía: "Para hacer frente a estos pro-blemas quisiera proponer aquí una aproximación global a la democracia en-tendida como democracia ampliada y estructura del socialismo [.• sometiéndola a prueba en tres aspectos: el del Estado, el de las nuevas relacio-nes entre sujeto clásico de la transformación socialista [...] y los sujetos demo-cráticos producto de las contradicciones del capitalismo (feminismo ,

movimientos regionales, movimientos ecologistas, etcétera) y el de nuevas formas de política y de la cultura que afecta al modelo de vida [..j En un tipo de Estado ampliado, la democracia debe ser ampliada y tocar todas las estruc-

turas del poder que no se resume sólo en el poder del Estado, incluso si este úl-timo condensa los otros. Véase Cristina Buci Glucskman, "Sobre las nuevas dimensiones de la proposición democrática hoy, op. cit., pp. 21 y 22. Asimis-mo, es necesario recordar algunas consideraciones de Norberto Bobbio sobre democracia directa: a) no puede consistir en la participación directa de todos, salvo en casos excepcionales como el referendo, b) no existen intermediarios en las deliberaciones e) el desarrollo democrático es una extensión de la demo- cracia política a la democracia social, no el paso de la democracia representa-tiva a la directa.

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tes seguirán ejerciéndolo autoritariamente, como lo hacen hasta ahora. Por eso, el problema consiste en la necesidad de imaginar y construir una nueva relación entre nuevos movimientos y

nuevos partidos, como parte de una nueva integración social.

El síntoma de la reforma estatal reprimida

En su mayoría, los discursos antineoliberales —con excepción del intergaláctico neozapatista, que insiste en la vigilancia ciudada-na— ponen de manifiesto la necesidad de una propuesta alterna-tiva a las políticas y los programas neoliberales. Sólo que lo hacen desde una perspectiva macropolítica centrada en el Esta-do, lo que no les permite analizar el problema de la militariza-ción de la seguridad pública y sus actores —el ejército y las policías— como una integración sistémica autoritaria del desor-den social generado por el neoliberalismo mexicano.

A pesar de que las elites y las contraelites insisten en que la reforma estatal es un proceso en marcha que debe profundizarse mediante una agenda especial —en la cual el gobierno y los par-

tidos políticos discutan los cambios a los poderes y algunos te-mas prioritarios de la política interna—, los componentes del desorden, particularmente de las guerrillas, han generado la po-sibilidad de una reforma estatal alternativa que se autodenomina "especial", a diferencia de la autorreforma estatal que impulsa el gobierno con la participación de los partidos políticos con repre-

sentación legislativa, ahora interrumpida debido a los conflictos y las alianzas entre las elites y las contraelites.

A diferencia de los discursos antineoliberales anteriormente comentados, el discurso zapatista ha propuesto —dentro de la ló-gica de la reforma estatal convocada por el Estado, y con la in-termediación de una comisión legislativa— una nueva sociedad, un nuevo Estado y una nueva cultura mediante la construcción

de un Estado plural, una transición política integral que incluya la democracia directa y un nuevo proyecto económico que, desde una perspectiva humanista, pretende la reincorporación estatal de algunas empresas privatizadas por las elites tecnocráticas.*

Debido al cerco militar, policiaco y paramilitar en que los za-patistas se encuentran desde el rompimiento de las negociacio-nes con el gobierno y el condicionamiento de la reanudación del diálogo, su propuesta especial de reforma estatal incorpora —más allá de las preocupaciones de los otros antineoliberales por el Poder Judicial y la seguridad pública— una propuesta de deroga-

* Al respecto, la propuesta especial de una reforma estatal de los de abajo está fundada en la necesidad de un amplio movimiento social capaz de obligar a las elites y las contraelites políticas a revertir el proceso de contrarreforma neo-liberal basado en la privatización y la desregulación, tanto como en una re-forma electoral restringida que no incorpora las figuras de la democracia directa, como el plebiscito y el referendo, así como en la política de solidaridad selectiva y autoritaria. Sin embargo, existen dos grandes deficiencias de esta propuesta: a) no considera las cuestiones técnicas y políticas de una reforma administrativa estatal, y b) no dice gran cosa sobre el entorno internacional (Crozier, 1995). Las dificultades neozapatistas e intergalácticas para concretar una propuesta de reforma estatal en el país son semejantes a las enfrentadas por los intelectuales contraculturales, que no reconocen la necesidad de la in-tegración sistémica del mercado y el Estado. Por ejemplo, cuando los teóricos de la acción comunicativa denunciaban la colonización del mundo de la vida, no reconocían la necesidad de la integración sistémica del mercado y del Esta-do basada en la racionalidad instrumental; años después han reconocido que, a partir de los cambios en las sociedades socialistas, una sociedad poscapitalis-ta no puede prescindir del mercado ni del Estado de derecho. Por tanto, res-tringen su crítica a la destructiva colonización del mundo de la vida, integrada tradicionalmente mediante mecanismos sociales como las creencias y los valo-res, ahora sujeta a los mecanismos del dinero y el poder a través de procedi-mientos de monetarización y burocratización.

Volviendo al punto, los neozapatistas no consideran las cuestiones técnicas en la medida en que no quieren gobernar, pero dejan de lado lo más importan-te de una reforma estatal: su dimensión procedimental. Puede entenderse que una vez que, obligadas por los movimientos sociales, las elites o las contraeli-tes inicien un viraje en la instrumentación de las políticas neoliberales, estén también obligadas a una supervisión procedimental civil. Sin embargo, allí persistiría un problema técnico en torno a cómo instrumentar una reforma del Estado especial: el del diseño y la instrumentación de las políticas. Hasta aho-ra, el principio de mandar obedeciendo no resuelve este punto.

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ción de la Ley Federal de Seguridad Pública, que incluye la par-ticipación de los militares en funciones policiacas, al tiempo que exige el desmantelamiento de los grupos paramilitares. Dicen los zapatistas:

soberano de los siguientes problemas: a) la reforma electoral, b) la reforma de los poderes públicos, que incluye un punto sobre seguridad, c) el federalismo, y d) la comunicación social y la participación ciudadana.

En particular, los priístas sostienen que la reforma del Estado ha sido un proceso muy complejo porque en él se han enfrentado fuerzas políticas que tienen ideas contrastantes sobre el país, al grado de que algunas de ellas llegan al extremo de hablar del re-fundacionalismo (González Compeán, 1998; Labastida, 1998). En especial, se niegan a aceptar las propuestas relacionadas con la democracia directa, como el plebiscito y el referendo, por considerar que están sujetas a la manipulación de la opinión pú-blica y que socavan el sistema de partidos. Al respecto, dice Compeán: "Tanto el referendum como el plebiscito menoscaban el régimen de partidos [...] lo que obstaculiza su necesario pro-ceso de consolidación y avance". 73

En el punto b), la mesa propone hacer lo que, como partido estatal, las elites han instrumentado en los hechos en materia de seguridad pública. En el punto 5 de la agenda de los partidos y el gobierno, la propuesta dice que ésta debe ser discutida en el marco de los derechos humanos, la procuración y la administra-ción de justicia y la readaptación social. Los temas de la seguri-dad pública listados son: ley y sistema de seguridad pública, prevención del delito, coordinación de corporaciones policiales, y capacitación, formación y registro de éstas.

En fin, ante la incapacidad de las contraelites en el gobierno de imaginar propuestas alternativas y la suspensión de los traba-jos de la mesa de la reforma estatal, las elites políticas han im-pulsado la centralización de las policías, cuya figura actual es la

[...] llama la atención la injerencia creciente del ejército en la vi-da civil y el hecho de que no se ha logrado la observancia del ar-tículo 13 constitucional relativo a juzgar en los tribunales civiles los delitos que los militares cometan contra la población civil [...] restringir la participación de las fuerzas armadas en la segu-ridad pública, mediante la derogación de la llamada Ley de Se-guridad Pública. 72

Por otro lado, las elites políticas han puesto en operaciones un conjunto de políticas que avanzan la reforma estatal iniciada por la fracción saliMsta, como las reformas al Poder Judicial fe-deral, el nuevo federalismo, la reforma del Distrito Federal y la reforma electoral de 1996. Bajo esta lógica, piensan que es nece-sario reinstalar la suspendida mesa de trabajo permanente y re-cuperar la agenda acordada por los partidos políticos y el gobierno para normalizar la gobernabilidad estatal. Sin embar-go, ante la negativa de las contraelites perredistas, las elites polí-ticas priístas han construido una alianza casi orgánica con las contraelites panistas en torno a la mayoría de los temas econó-micos y políticos prioritarios recientes, como los fondos banca-rios y los derechos indígenas.

Esa mesa de trabajo —que no sesiona desde 1995— sostiene que es necesario desarrollar un debate público amplio, basado en el diálogo y el consenso para un desarrollo justo, próspero y

72 EZLN, Documentos del Foro Especial para la Reforma del Estado, Mesa 8, p. 37. Véase además, Foro Especial para la Reforma del Estado, Mesa 8, p. 95• Véanse, finalmente, lo resúmenes de las mesas en la revista Chiapas, núm. 3, UNAM, México, 1998.

73 Véase Miguel González Compeán, "'La reforma del Estado. ¿Para quién?", en Examen, enero de 1998, p. 2.

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Policía Federal Preventiva, que incluye la participación de los militares.

En su caso, los zapatistas convocaron a la sociedad civil a un Foro Especial para la Reforma del Estado (EZLN, 1998 a, 1998b) con miras a alcanzar la democracia, la libertad y la justicia. En este foro consensaron algunas propuestas: a) construir un frente civil que no luche por el poder sino por obedecer mandando, b) elaborar un proyecto económico y social nacional, c) desmante-

lar el partido estatal como parte de una transición pacífica y ci-vil, d) levantar un nuevo Congreso Constituyente, e) reconstruir las comunidades desordenadas por el neoliberalismo, f) estable-cer un nuevo pacto social, g) diseñar un modelo cultural poset-nocéntrico, y h) desarmar a los paramilitares y derogar la Ley Federal de Seguridad Pública.

De estos acuerdos, es necesario considerar por separado el punto h), en la medida en que, contra la autorreforma unilateral del Estado mexicano, los zapatistas se percatan de que para in-tegrar no autoritariamente a la sociedad mexicana producida por los ajustes neoliberales se requiere reconstruirla desde un ni-vel comunitario mediante comités de base civiles, pero sobre todo, cambiar el uso del ejército en tareas policiacas y paramilitares. Una de las condiciones básicas para la descolonización interna de la sociedad mexicana es discutir para transformar la función del ejército y las policías nacionales, como parte de lo que el go-bierno y los partidos llaman la reforma de los poderes públicos (López y Rivas, 1998).

Los zapatistas han exigido que los militares sean juzgados en tribunales civiles por los delitos cometidos contra la población civil. Pero a su vez, algunos militares procesados por el fuero militar, organizados en un comando patriótico, han demandado —al igual que el general Francisco Gallardo, preso de conciencia según Amnístía Internacional— una discusión pública acerca de

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las relaciones entre los militares y los civiles que permita cons- truir las fuerzas armadas necesarias para la transición democrá- tica. En particular, estos militares han solicitado que, en el contexto de la seguridad nacional, se derogue el fuero de gue-

r su parte, el general Francisco Gallardo propuso en su rra. 74 -or

tesis doctoral la creación de un ombudsman de los militares, mientras que los zapatistas proponen la desmilitarización de la seguridad pública y de la política interna.

Ese piso podría garantizar que los trabajos de rearticulación de la pedacería social generen redes sociales más amplias que el privatismo atomizante de algunos grupos sociales del país que han asumido de forma privada los efectos del ajuste estructural. De esa manera, la construcción de intermediaciones sociales podría lograrse, no en el sentido de las grandes centrales nacio-nales corporativizadas por las contraelites o por los caudillos, sino en el de las campañas, las reformas locales, los partidos transversales y las microrrevoluciones posmodemas que no as-piran a la construcción de aparatos que sustituyan a la sociedad civil que actúa como masa, pero que sí podrían articular trans-versalmente a los nuevos grupos sociales.

LAS ESTRUCTURAS DISIPATIVAS DEL DESORDEN SOCIAL MEXICANO

El orden del desorden

Un giro de perspectiva de la idea negativa del desorden a una idea de éste como estructuras disipativas que configuran siste-mas (Sorman, 1989; Prigiogine, 1994; Petras, 1996; Balandier, 1996; López Lara, 1996; Morin, 1998) nos permitiría poner me-

74 Jorge Arturo Hidalgo, "Piden desaparecer fuero de guerra", Reforma, 19 de diciembre de 1998.

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nos énfasis en la ingeniería del desmantelamiento social (Zer-meño, 1994) y más en el proceso de diferenciación social me-diante el cual la sociedad mexicana se produce a sí misma como una sociedad híbrida en modernización, sobre todo en las ciuda-des, donde lo tradicional se articula a lo moderno en constante cambio, produciendo un conjunto de trayectorias individuales y sociales que se articulan y diferencian de manera distinta respecto de la anterior sociedad, integrada corporativamente por las insti-tuciones estatales, los partidos políticos y las coordinadoras na-

cionales. En las últimas dos décadas, la sociedad mexicana se ha dife-

renciado demográfica, urbanística, industrial y políticamente (Zermeño, 1994; 1996). Estos procesos de diferenciación social han afectado los mecanismos de integración social basados en las identidades nacionales y en la participación política subordi-nada al partido estatal. De esa forma, estos procesos, junto a los costos sociales del ajuste estructural, han producido una interac-ción social caracterizada lo mismo por el interés individual que por las éticas restringidas basadas en valores que conforman una estructura moral de la sociedad orientada hacia la familia y la amistad antes que hacia el trabajo (Basañez, 1996; Giménez, 1996). Dice Giménez:

[...] El proceso de cambio es pluricausal, heterogéneo y de distin-ta duración y no necesariamente implica un rompimiento con las tradiciones [...] La modernización desplazaría las formas de in-tegración social sustentadas en la acción colectiva, por formas que dependen del interés individual [...] Las modificaciones del modelo de organización del Estado responden a los cambios so-ciales y a la vez inciden en la forma de ser de los mexicanos."

75 Rafael Giménez, "Los mexicanos de los noventas", En Este país, núm. 66,

México, 1996, p.18.

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Las fuentes del desorden social, tanto la societal como la esta-tal (Zermeño, 1996), hacen imposible la integración mediante la acción colectiva porque han puesto en el punto de partida de los individuos de la nueva sociedad la sobrevivencia y la distinción, tanto como la adhesión a subsistemas culturales a través del consumo cultural y la esperanza en el retorno de los caudillos (Zermeño, 1994, 1996, 1998).

En el primer caso, los mexicanos han desarrollado una serie de estrategias de sobrevivencia para enfrentar las causas del ajuste y la complejidad social, como el control de la natalidad, las familias numerosas, la multiplicación de los ingresos familia-res mediante una mayor venta de fuerza de trabajo, la restric-ción del consumo, la migración y la inversión en bienes raíces (Cortés y Rubalcaba, 1991). En el segundo caso, en los espacios urbanos se configuran como ciudadanos a partir de los objetos y las imágenes de consumo, estructurando una nueva relación en-tre lo privado y lo público (Canclini, 1995), donde lo privado es una trinchera de resguardo pero al mismo tiempo el espacio desde donde lo público se asume como un instrumento para el interés personal. Por último, los mexicanos tienen la esperanza de encontrar una salida a los efectos del ajuste (Zermeño, 1997; Gutiérrez Vivó y otros, 1998).

El orgullo nacional (Gutiúrrez Vivó y otros, 1998), la ética festiva de la confianza, la familia y la amistad, que estructuran el sistema de valores mexicanos (Basañez, 1996), han posibilita-do la aceptación activa de la reforma estatal autoritaria, y en particular de la privatización de las empresas estatales y de la mi-litarización de la seguridad pública, al mismo tiempo que han configurado ciertas actitudes que si bien constituyen formas de participación política no se parecen demasiado a las anteriores formas características de la sociedad corporativa (Aguilar Camín, 1997). La participación en consultas, campañas y organizaciones

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no gubernamentales, más que en frentes, coordinadoras, eleccio-nes y nuevos partidos, ha constituido la principal forma de resis-tencia social a las dos fuentes del desorden mexicano.'

De esta subjetividad, de ese conjunto de nuevas actitudes pri-vadas y públicas —que no deberían ser caracterizadas como acti-tudes de retraimiento hacia lo privado—, llamadas por algunos teóricos críticos "privatismo" o "despoblamiento de lo público", es de donde pueden partir las resistencias micropolíticas y ma-cropolítica" al ajuste estructural, a la diferenciación social de la

76 Al respecto, es importante el hecho de que 37% de los mexicanos piensa que

podemos prescindir de los partidos. Véase José Antonio Crespo, "Democracia directa y partidos políticos", en Este país, núm. 89, p. 34.

77 En uno de sus últimos libros, Félix Guattari y Negri sostienen que "no po-

seemos ningún modelo organizativo de recambio, pero al menos sabemos lo que ya no queremos. Rechazamos todo lo que repite los modelos constitutivos de la alienación representativa y de la fractura entre los niveles donde se forma la voluntad política y los niveles de ejecución y administración [...1". No dejan de insistir en la necesidad de un multicentrismo "capaz de articularse sobre las diversas dimensiones de la inteligencia social y [...] de neutralizar activamente la potencia destructora de las concatenaciones capitalistas [...] a través de ob-jetivos no sólo locales, sino cada vez más amplios hasta lograr la definición de puntos de encuentro transectoriales, nacionales e internacionales [...] ¿Cómo reavivar el desarrollo de cada uno de ellos y sus articulaciones transversales?" Véase Negri, Toni y Guattari, Las verdades nómadas. Por nuevos espacios de liber-

tad, Iralka, Madrid (falta el año de edición), pp. 87-101. Por supuesto, es nece-sario recuperar la propuesta elaborada por Guattari de un frente transversal "más cercano a las preocupaciones reales del pueblo, a nivel cotidiano y secto-rial. No se debe intentar la unificación bajo un programa común, con puntos demasiado generales que no corresponden a su nivel. Diría yo que ni siquiera debe tratarse de obtener su consenso sobre un programa completo, sino que ellos mismos puedan articular sus propios y muy diversos intereses. Creo que es posible lograr hoy en día un frente común [...] sin embargo, pienso que de-berá buscarse una nueva alianza a través de un nuevo esquema [...] no crear un nuevo movimiento de izquierda, sino un nuevo ejercicio de la política, de la militancia y de la práctica social". Véase Luis Gómez, "El socialismo en Francia. Entrevista a Félix Guattari", en Revista de la Universidad de México, núm. 415, pp. 11-16. Considérese, asimismo, el siguiente punto de vista: "Así pues, esta revolución no sólo deberá concernir a las relaciones de fuerzas visi -bles a gran escala, sino también a los campos moleculares de sensibilidad, de inteligencia, de deseo [...] reinventar formas de ser en el seno de la pareja,

en

el seno de la familia, del contexto urbano, del trabajo, etcétera [...] me parece

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sociedad y a la integración autoritaria. Es un hecho que las viejas intermediaciones corporativas no volverán a articular lo privado y lo público de la sociedad mexicana. El problema es que esas resis-tencias de estos nuevos sujetos sociales son una evidencia de que una sociedad nacional integrada sólo podrá lograrse mediante un mecanismo de control autoritario como la militarización —opción por la que se han decidido las elites— o a través de un espacio pú-blico y un partido o frente tranversal lo suficientemente plural como para respetar las diferencias socioculturales creadas por la sociedad, el mercado y las políticas estatales.

Al respecto, la vieja sociedad corporativa basada en las redes de intercambio sociopolítico de lealtades y bienes y en el autori-tarismo estatal está siendo sustituida por un conjunto de resis-tencias individuales y grupales que representan un desafio para los partidos políticos y para el gobierno, que las asumen como riesgos políticos o actitudes economicistas incapaces de plan-tearse por ahora una participación política orientada hacia los procesos electorales de la democracia electoral asegurada, y co-mo una pedacería social que consiste, hobbesiana y hegeliana-mente, en un desorden que debe ser articulado por las instituciones estatales, como el ejército y las policías, y por las instituciones proestatales, como los partidos políticos burocráti-camente centralizados.

Detrás de esos esfuerzos autoritarios para integrar desde la derecha, desde el centro —que nunca acaba de construirse y que quizá no se construya pronto en este país— y desde la izquierda, la sociedad mexicana se muta mediante procesos económicos, políticos y culturales que no acaban de consolidarse pero que permiten sostener que, estructuralmente hablando, no es la

esencial que se organicen así nuevas prácticas micropolíticas y microsociales, nuevas solidaridades, un nuevo bienestar..." Véase Félix Guattari, Las tres eco-logías, Pretextos, Madrid (falta el año de edición), pp. 10, 19 y 48.

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misma de hace dos décadas, que a pesar de esas rápidas trans-formaciones hay una serie de acciones, creencias y valores dife-rentes que los mexicanos mantienen a pesar de los sistemas de actitudes divulgados por las políticas y los programas del ajuste.

Dice Javier González Rubio que hemos cambiado aunque nuestra mejoría es relativa. Precisamente, esa idea de que la so-ciedad ha cambiado pero no para bien puede encontrarse en las muestras de insatisfacción colectiva de los mexicanos por la or-ganización y la interacción social, pues dicen: a) estar menos orgullosos de ser mexicanos, debido a la crisis económica, b) las oportunidades no son iguales en función de las preferencias por los altos ingresos, los recomendados y los altos niveles escolares, y c) hay corrupción en las policías, los funcionarios, los juzga-dos y los proveedores del gobierno, si bien al mismo tiempo manifiestan estar satisfechos con la interacción familiar y laboral (Gutiérrez Vivó y otros, 1998). 78

En efecto, los cambios societales y estatales no han mejorado a la sociedad mexicana. A pesar de que se han dado algunos cambios en el sistema político —particularmente en la democra-cia electoral—, la desigualdad, la delincuencia, la conflictividad social y la violencia política estatal y civil no han disminuido. Por el contrario, lo que la militarización de la seguridad pública y la militarización contrainsurgente evidencian es que la apertu-ra económica y la reforma estatal neoliberales instrumentadas en el país generaron mayor delincuencia, mayor conflictividad social no institucionalizada y un incremento de la violencia polí-tica de las elites y la sociedad, como los asesinatos políticos que expresan los desarreglos de las elites (Castañeda, 1994), los ase-

sinatos políticos de las contraelites políticas y sociales, y las gue-

rrillas. Dice al respecto Aguilar Camín:

78 Javier González Rubio y otros, 30 años de movimiento, UTA, México, 199 8,

P. 9 .

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Así, en sus trayectorias dispersas, la desigualdad como base, la economía informal, la delincuencia, la conflictividad y la vio-lencia política como estructuras disipativas del desorden mexi-cano posibilitan la inclusión social, legal e ilegal, de los excluidos por el modelo neoliberal. En esta inclusión difusa se articulan perversamente las acciones individuales y grupales de los pobres y los delincuentes que se hacen ricos, los crueles au-toritarios y los irritados antiautoritarios, los pragmáticos cínicos y los cansados de la política electoral, movilizados todos ellos mediante redes sociales y ejércitos revolucionarios. Esas estruc-turas disipativas pueden ser analizadas como causas internas de la militarización de la seguridad pública.

Héctor Aguilar Camín, "México al fin del milenio", en Nexos, núm. 239, pp. 40y45 .

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Este país moderno y atrasado, enormemente rico y enormemente pobre, cambiante y memorioso, plebeyo y plutocrático, desigual y en vías de igualdad democrática, ávido de modernidad y an-clado en las inercias de su historia, vive al fin de milenio un cambio mayúsculo, un verdadero cambio de época [...] En el horizonte de la transición mexicana se dibujan otras líneas posi-bles de conflicto que no conviene desestimar [...] el efecto que puede tener en el universo de las demandas y las expectativas públicas el hecho de que el proceso de igualación democrática y competencia electoral se dé en un cuadro de desigualdad social y bajas oportunidades económicas. Inclusión política sin inclusión económica y social puede ser una combinación explosiva que dé paso por igual a la movilización popular y los demagogos popu-listas, a la revuelta plebeya y a la confrontación de clases [...] Si el puerto de llegada ha de ser un país próspero, equitativo y demo-crático, lo que puede decirse es que México será antes un país de-mocrático que un país próspero, y antes un país próspero que un país equitativo. A fin de milenio está a la mitad del camino."

Page 62: La militarización de la seguridad pública en México

El piso de la subjetividad negativa

En las últimas dos décadas, la pobreza y la desigualdad se mul-tiplicaron reconfigurando la estructura de la tradicional y mo-

derna sociedad mexicana. Algo semejante sucede en América Latina (véase cuadro II.1). A la par del incremento de la com-plejidad social generada por los procesos demográficos, la urba-nización y la industrialización, el programa de ajuste redujo la inversión en política social hasta devaluarla (Barba, 1997) me-diante la focalización selectiva del combate a la pobreza extre-ma,' incrementando en contraparte la inversión destinada a los

militares y las policías (Pavarinni, 1988; Baratta, 1998; Fernán-

dez, 1996). 81

80 Según la Comisión de Desarrollo Social de la Cámara de Diputados federal, de 1994 a 1998 el gasto social se redujo en 38%, es decir, pasó de 9 269.9 mi-llones de pesos a 13.815 millones, apenas 62% de lo que era en 1994. Véase La Jornada, 24 de junio de 1998. 81 A pesar de que Massimo Pavarini se refiere a un contexto de crisis del Esta-do de bienestar, algunas de sus ideas son útiles para pensar lo que en estos años está sucediendo en México. Dice: "Se abre así, una espiral de incumpli-mientos cuyo resultado histórico es la puesta en crisis del estado fiscal: el cam-bio de orientación de las inversiones del sector social y por tanto improductivo hacia sectores económico-productivos. Asistimos de este modo a un deterioro progresivo pero constante, del aparato asistencial, a una disminución propor-cional de los niveles de supervivencia de las clases y de los sectores excluidos de la producción y por tanto -con efecto multiplicador- a un frente de nuevas y crecientes formas de conflictividad y de desorden social [...] el Estado no puede más que restringir progresivamente el nivel de los servicios sociales [-] En los hechos se hace por ellos cada vez menos en términos positivos (inver-siones en educación, asistencia médica, etc.), mientras se acentúan cada vez más los sistemas de control policial a fin de crear una especie de cordón sanita-rio entre la ciudad limpia y la ciudad sucia [...] efectivamente frente a una progresiva restricción en las inversiones sociales de tipo asistencial se encuen-tra por otra parte un proporcional aumento de los gastos para incrementar los órganos de las fuerzas de policía". Véase Massimo Pavarini, Control y domina-

ción (faltan editorial, lugar y año de edición), pp. 80-85.

120

Cuadro II.1 América Latina (16 países): Distribución del ingreso urbano, 1990-1997

Pais Año 40% más pobre

30% siguiente 20% anterior 10% al 10% más más rico rico

1990 14.9 23.6 26.7 34.8 Argentina' 1994 13.9 23.4 28.6 34.1

1997 14.9 22.2 27.1 35.8 1989 12.1 21.9 27.8 38.2

Bolivia 1994 15.1 22.3 27.2 35.4 1997 13.6 22.5 26.9 37.0 1990 10.3 19.4 28.5 41.8

Brasil 1993 11.5 18.8 26.5 43.2 1996 10.5 18.1 27.0 44.3 1990 13.4 21.2 26.2 39.2

Chile 1994 13.3 20.5 25.9 40.3 1996 13.4 20.9 26.4 39.4 1990 13.7 22.5 28.9 34.9

Colombia 1994 11.6 20.4 28.3 41.9 1997 12-9 21.4 28.4 39.5 1990 17.8 28.7 27.0 24.6

Costa Rica 1994 17.4 26.3 26.4 27.5 1997 17.3 24.7 26.4 26.8 1990 17.1 25.4 27.0 30.5

Ecuador 1994 15.6 26.3 26.4 31.7 1997 17.0 24.7 25.5 31.9

El Salvador 1995 17.3 25.1 25.8 31.7 1997 17.2 24.8 26.9 31.1 1990 12.2 20.8 28.1 36.8

Honduras 1994 13.3 23.0 26.5 34.3 1996 14.3 22.8 26.1 33.7 1989 16,2 22.0 24.8 35.4

México 1994 16.8 22.8 26.1 34.2 1996 17.6 23.2 25.5 37.4

Nicaragua 1 997 14.4 23.0 27.1 35.4 1991 13.3 24.3 28.2 34.2

Panamá 1994 13.8 23.3 25.5 37.4 1997 13.3 22.4 27.0 37.3 1990 18.6 25.7 26.8 28.9

Paraguay 1994 16.1 22.6 25.3 35.2 1996 16.7 24.6 25.8 33.4 Dominicana 1997 14.8 23.8 24.1 35.5 Uruguay 1990 20.1 24.6 24.1 31.2

121

Page 63: La militarización de la seguridad pública en México

1990

16.8

26.1

28.7

28.4 Venezuela 1994

16.7

24.9

27.0

31.4 1997

14.7

24.0

28.6

32.8

Fuente: CEPAL, información basada en encuestas de hogares de los respectivos países.

La mayoría de los analistas de la pobreza y la desigualdad del país insisten en que, a pesar de que las elites sostienen lo contra-rio, la pobreza se ha multiplicado produciendo una desigualdad sin precedentes (Preciado, 1997; Moguel, 1995; Boltvinik, 1998;

CEPAL, 1999). En efecto, la pobreza moderada y extrema se ha agudizado y la concentración del ingreso total —no sólo el urba-no— ha disminuido durante el ciclo de instrumentación del ajus-te protoneoliberal, al grado de reconfigurar a la integrada sociedad corporativa hasta convertirla en otra que tiene mucho de aquélla pero que se estructura de forma diferente a través del interés individual y las solidaridades restringidas. Así:

El periodo 1982-1996 se caracteriza en México por el empeora-miento sistemático de una serie de indicadores relacionados con el bienestar social [...] si nos atenemos a lo que muestran las ci-

fras existentes sobre la distribución del ingreso por deciles entre 1963 y 1994, es evidente que en México nunca se ha dado una reducción drástica de la desigualdad social, pues en 1963, 20% de las familias de mayores ingresos obtenían ingresos 15.9% ve-ces superiores a los que recibían 20% de las familias de ingresos más bajos, en 1968 el ingreso de 20% superior era 17 veces ma-yor; en 1977, 15.6; en 1984, 10.3; en 1989, 11.4; en 1992, 12.6, y en 1994, 12.4. 82

82 Carlos Barba, "Distribución del ingreso, crecimiento económico y democra -cia en México: alternativas de política social", en Esthela Gutiérrez Garza, El debate nacional, UNAm/Diana, México, 1998, pp. 61 y 70.

122

n el mismo sentido:

De acuerdo con lo ya señalado, hay una nueva-vieja pobreza que ha tomado proporciones desastrosas sobre la vida de millones de personas. Lo nuevo reside en que la apertura y liberalización a ultranza de la economía nacional, aunada a los fenómenos que trae consigo la globalización transnacionalizada sobre el empleo, los ingresos, la calidad de vida, etcétera, han acentuado la exclu-sión social llevando sus manifestaciones hasta niveles nunca al-canzados en la historia.'

Aunque —mediante un proceso de empobrecimiento societal experimentado particularmente en 1996— u la pobreza y la des-igualdad se han incrementado para casi todos los segmentos, las tendencias recientes muestran que este proceso se regionaliza y sectorializa 85 porque el desarrollo desigual del país por zonas evidencia que es más amplio en el sur y el sureste, y en la ciudad que en el campo, así como que se territorializa en distintas re-giones (Campos, 1995; Preciado, 1997), afectando a agriculto-res, campesinos e indígenas. Por eso, siguiendo las experiencias de los países industrializados,' las elites han disminuido la in-versión en política social, focalizando con sentido preventivo el combate a la pobreza extrema," e invertido más en defensa na-cional y seguridad pública, reforzando los patrullajes militares y policiacos.

"Jaime Preciado Coronado, "Combate a la pobreza en México: Una geogra- fia de la exclusión", en Esthela Gutiérrez Garza, El debate nacional, UNAM-Diana, México, 19998, p. 298. " GEA, "Distribución del ingreso en México", en Este país, núm. 93, diciem-bre de 1998. 85 Nora Lustig, "Cartas desde Washington. Las cifras de la pobreza", en Nexos, septiembre de 1998. 6 El Financiero, 7 de junio de 1998, p. 7.

87 Alessandro Barata, 'Entre la política de seguridad y la política social en países con grandes conflictos sociales y políticos", El Cotidiano, núm. 90, México, 1998, p. 4.

123

Page 64: La militarización de la seguridad pública en México

La focalización del combate a la pobreza en los pobres ex. tremos ha desatendido a los pobres moderados. Bajo tales cir-cunstancias, algunos de éstos han optado, junto con otros segmentos de no asistidos de la clase media, por inclusiones co-laterales (Gilly, 1998) que han dado pie a una estructura social nueva caracterizada por la recomposición de las clases sociales tradicionales y la configuración de segmentariedades sociales elitistas, aseguradas y no asistidas, reforzada por redes familia-res, creencias religiosas y redes sociales, que imposibilitan la desintegración societal, pues si migran envían ingresos, si delin-quen reinvierten, si se movilizan se incluyen, y si participan en el campo de los enfrentamientos se diferencian, a lo que se agre-ga el hecho de que no todos sacan sus capitales ni se pueden ir del país, aunque algunos piensan cada vez más en esta posibili-dad (Gutiérrez Vivo y otros, 1998).

Al margen de las disputas cuantitativas en torno a la magni-tud de la pobreza y la desigualdad, las políticas neoliberales de focalización de la pobreza están generando las condiciones es-tructurales para el incremento de la delincuencia, la conflictivi-dad y la violencia política en el país. Estas formas de inclusión económicas y sociales colaterales han contribuido asimismo a la estructuración de la nueva sociedad y a la conformación de ciu-dadanías restringidas y ampliadas, defensivas y activas.

En ese sentido, los discursos que sostienen que la sociedad mexicana es dualista o anómica* parecen reduccionistas, pues entonces no se comprenden las nuevas interacciones sociales te-rritorializadas, locales y globales, reales y virtuales, particular -

* Recupero la idea mediante la cual se insiste en que "la modernización de la so-ciedad conlleva su segmentación, dando lugar a nuevas formas de exclusión. Es -tas ya no pueden ser reducidas a una matriz única, sea la teoría de clases o el dualismo de sociedad moderna y tradicional". Véase Norbert Lechner, "Moder -nización y modernidad", en Francisco Zapata y otros, Modernización económica ,

democracia política y democracia social, COLMEX, México, 1997, p. 65.

124

mente aquellas estructuradas por el segmento de los pobres mo-derados y las clases medias empobrecidas, que ante las transfor-maciones de la sociedad corporativa han reaccionado votando

por las alternancias de las contraelites y por la participación polí-tica restringida en campañas, movimientos, redes, reformas, pero

sin la idea de construir aparatos ni militancias orgánicas. De ellos:

Unos provienen de los años setenta, como los movimientos ur-bano-populares, las Comunidades Eclesiales de Base, los estu-diantiles, las minorías sexuales, los ecologistas en sus diferentes versiones, los grupos de mujeres, los juveniles, culturales, de la tercera edad (jubilados y pensionados), los vendedores ambulan-tes y las ONGS. Otros surgen hasta los noventas (El Barzón, el EZLN y Alianza Cívica)."

Para reconstruir el patrón reciente de las inclusiones colatera-les mediante las cuales se ha reconstruido la sociedad mexicana, analizaré algunas correlaciones entre la exclusión estructural constituida por la pobreza y la desigualdad y la delincuencia, la conflictividad y la violencia política. Para tal efecto, anticipo: a) la exclusión estructural de los pobres moderados y las clases me-dias empobrecidas, así como de segmentos perdedores de las cla-ses altas, determina que se incluyan negativamente, b) la inclusión negativa de estos actores genera riesgos de gobernabili-dad, como el abstencionismo, la fragmentación interna de los po-deres públicos, y la delincuencia estatal, que incluye hechos como la corrupción y la impunidad, y c) las elites han optado por la in-tegración autoritaria de esos sujetos mientras utilizan la civilidad (Cordera, 1994) para los no pobres asegurados y los elitistas.

88 Juan Manuel Ramírez y Regalado, Introducción a Los actores sociales, UNAM, México, 1996, p. 17.

125

Page 65: La militarización de la seguridad pública en México

Las inclusiones sociales colaterales

La delincuencia

Del piso anterior emerge la delincuencia como un mecanismo de inclusión colateral, sin una causalidad precisa pero estructu-rando una subcultura en la que la delincuencia común predomi-na sobre la organizada (Labastida, 1998). Así, la delincuencia común es desarrollada por sujetos cuya edad productiva, de 20 a 30 años, evidencia su exclusión estructural económica a partir del desempleo o la pobreza. La delincuencia común —en tanto apropiación o mecanismo de solución de conflictos (Stevens, 1999)—, que comprende 86.32% del total de delitos cometidos, ha emergido básicamente del sector de los pobres extremos y moderados, aunque también deriva de segmentos de clases me-dias y altas, por lo que no responde exclusivamente a la pobre-za. Por otra parte, la delincuencia organizada —orientada a la ganancia—, que abarca sólo 13.68% del total de delitos cometi-dos, emerge transversalmente de todos los estratos de la nueva sociedad mexicana (véanse cuadros 11.2 y 11.3). Al respecto:

[...] de 1990 a 1995, el índice de la tasa de criminalidad en el fue-ro común aumentó en 20% mientras que en el federal fue de 40%. Pero esta tendencia se mantiene en el año de 1996 y en los primeros seis meses de 1997, según información proporcionada por las instituciones de procuración de justicia [...] si retrocede-mos 15 años, es decir, entre 1980 y 1995, las incidencias delicti-vas en el país registraron un incremento de 115% en los delitos del fuero común y de 373% en el orden federal. De acuerdo con las mismas fuentes de información, el promedio diario de robos (con o sin violencia) aumentó también en 13.2%; 5.6% en lesio-nes y 12.6 puntos porcentuales en asaltos bancarios. La tasa de

126

incidencia delictiva por cada 100,000 habitantes sólo entre 95-96, tuvo un incremento de 9.3%. 89

La delincuencia organizada —institucionalizada mediante re-des estatales e internacionales (Valle, 1995; Sterling, 1996; Ime-co, 1998; Fernández, 1999): policiacas, militares, políticas y financieras, como tráficos diversos, asaltos, robos y secuestros—es impensable sin la delincuencia estatal (Foucault, 1984; Cas-tañeda, 1994), sin la formación de un doble poder que valoriza la descomposición policiaca (Imeco, 1998). En la medida en que las elites policiacas ejercen una relativa autonomía operativa respecto de las elites políticas, son las primeras en gestionar las redes de corrupción (De la Barreda, 1997), privatizando selecti-vamente la fuerza pública, con lo que la delincuencia impune se expande mientras la ineficiencia policiaca multiplica la ilegali-dad (Harrell, 1998).

Cuadro 11.2 Delitos más frecuentes, fuero común y federal (1990-1994)

Total nacional 776 058 100% Fuero común 669 882 86.32% Robo 165 975 21.38% Lesiones 157 057 20.23% Homicidios 36 740 4.73% Fuero federal 106 176 13.68% Contra la salud 46 095 5.94% Armas prohibidas 26 911 3.47% Robo 4 009 0.52%

Fuente: El Universal, Suplemento "Bucareli 8", p. 6, 10 de agosto de 1997.

89 Armando Ledezma, "Inseguridad pública, lo incómodo de la política", en

Bucareli, suplemento de El Universal, núm 16, 7 de septiembre de 1997, p. 4.

127

Page 66: La militarización de la seguridad pública en México

Cuadro 11.3 Número de delincuentes registrados en los juzgados en materia penal

de primera instancia de fuero común y federal, según fuero y grupo principales de delitos (1990-1994)

Fuero y grupos principa- les de delitos

1990 1991 1992 1993 1994

Total 145 529 145 474 152 458 164 670 165 927 '

Fuero común 124 797 128 797 133 399 142 218 141 176

Contra el patrimonio 52 316 54 464 57 989 61 868 60 036

Contra la integridad cor- poral

39 702 40 589 41 384 43 464 42 892

Contra la paz y la liber- tad personal

6 266 6 483 6 868 7 532 7 516

Contra la libertad y se- guridad sexual

5 951 5 845 5 774 5 820 23 316

Otros 20 562 20 911 21 364 23 534 23 316

Fuero federal 21 732 18 182 19 059 22 452 24 751

Contra la salud pública 10 470 7 753 8 907 9 840 9 125

Contra la seguridad pú- blica

4 336 4 703 4 319 6 148 8 548

Contra el patrimonio 2 287 - 1 582 1 260 1 328

Otros 3 794 3 174 3 145 3 636 4 126

Fuente: El Universal, Suplemento Bucareli 8, p. 5. 10 de agosto de 1997.

Así, durante este periodo la delincuencia se ha incrementado con trayectorias paralelas al crecimiento económico y a la con-centración del ingreso (Harrell, 1998), aunque sólo un análisis empírico podría demostrar de qué manera los sujetos deciden incorporarse a las redes de la delincuencia, particularmente del soborno (Lomnitz, 1994; Tokman, 1995), la corrupción y la im-punidad. Por otro lado, es necesario correlacionar las tasas de pobreza con las tasas de delincuencia, en lugar de hacerlo con los indicadores de crecimiento. De esa forma, se descubrirá que, a mayor pobreza moderada, mayor delincuencia, en lugar de sostener: a) que la pobreza no tiene que ver con la delincuencia, y b) que la delincuencia crece en función de la baja o la alza del crecimiento.

128

En otras palabras, la pobreza y la desigualdad posibilitan —pero no obligan— a la delincuencia, pues hay otras inclusiones colate-rales, como la economía informal, que en el país es muy signifi-cativa, al grado que en 1993 alcanzó a 57% (Farfán Mendoza, 1997) de la población económicamente activa. Aunque la delin-cuencia no tiene sólo un linaje pobre —transversal a todos los segmentos de la nueva sociedad—, hay que reconocer que la ma-yoría de los delincuentes procesados se concentra en los seg-mentos de los pobres no asistidos, particularmente en los moderados, lo que también dice mucho sobre la criminalización estatal. Así, puede afirmarse que, al cruzar por todos los seg-mentos, la subjetividad negativa de la delincuencia es endógena a los sectores empobrecidos por el neoliberalismo (véase cuadro 11.4). Algo semejante sucede en ese sentido:

La pobreza creciente aumenta la violencia social, no cabe sombra de duda. Los expulsados del sistema no toleran que en una economía mejorada globalmente no haya habido mejora individual, sino con-centración de ingresos y riqueza. A lo anterior se suma que los me-dios de comunicación han sensibilizado a los patrones de consumo de los poderosos. Observan que sí se puede de otro modo, pero también, que más que nunca, la vida social está dominada por la supervivencia del más fuerte (léase: del más rico).'

Cuadro 11.4 América Latina (14 ciudades): los tres principales problemas de seguridad ciu-

dadana detectados por las autoridades locales

Ciudad Primera prioridad Segunda prioridad Tercera prioridad

enos Aires

-

Delitos contra la pro- piedad

Modalidad violenta de las conductas de- lictivas

Falta más presencia policial en las calles

dad de Panamá Drogadicción Violencia intrafami- liar

Delitos cometidos con arma de fuego

Paz Venta ilegal de medi- Expendio de produc- Comercialización de

90 . Willy J. Stevens, Desafios para América Latina, Taurus, México, 1999, p. 153.

129

Bu

C i

La

Page 67: La militarización de la seguridad pública en México

camentos no garanti- zados y sin fecha de vencimiento, introdu- cidos de contrabando

tos alimenticios, sin garantía de calidad en las calles de la ciudad

ropa usada de proce-dencia dudosa y sin cumplir las normas de asepsia mínima

Lima Prostitución callejera sin control sanitario

Venta y consumo de drogas a menudeo

Problemas de propie-dad

Managua

Alto índice de des- empleo y consecuen- temente situación económica familiar extremadamente difí-cil

Creciente número de pandillas en la ciudad

Problemas de propie-dad

Medellín Homicidios Atracos generalizados Hurto de vehículos y

motos

México D.F.

Crimen organizado (robo a transportistas, robo a vehículos, robo a bancos, secuestro)

Robo a transeúntes Corrupción e inefica-cia en los cuerpos po-liciacos

Quito Accidente de tránsito Homicidios y otros

problemas de delin-cuencia

Emergencias médicas

Río de Janeiro Tráfico de drogas Asalto a mano arma-

da Robo de automóviles

San José de Costa Rica

Asaltos Robos Tráfico ilegal de dro-

gas

Santafé de Bogotá

Homicidios, comu- nes, muertes en acci- dentes de tránsito y lesiones personales

Delitos contra el pa- trimonio (atracos ca- llejero, robo a residencias, bancos, autos, motos y esta-blecimientos comer-ciales)

Intolerancia ciudada-na, violencia intra-familiar y maltrato infantil

Santiago de Chile

Sao Paulo

Hurto Matanzas "chacinas" debido a la guerra de traficantes de drogas

Robo con fuerza Tráfico de drogas en las escuelas y entre adolescentes

Robo con violencia Robo a bancos y al transporte de carga

Fuente: CEPAL, Encuesta sobre seguridad ciudadana dirigida a las autoridades de 23 ciudades de América Latina y el Caribe, 1998.

Estas trayectorias societales generadoras de prácticas y suje-

tos autoincluidos mediante la delincuencia constituyen un me-

canismo compensatorio redistributivo del ingreso, de la misma

130

manera en que la migración funciona en los países industriali-zados tercermundializados, donde el ingreso se concentra en al-tas rentas nacionales y los flujos migratorios se orientan hacia las ciudades de mayores ingresos. Es posible que algunos piense que una perspectiva como ésta decora y heroiza la delincuencia. Sin embargo, cuando digo que la delincuencia es un mecanismo de inclusión social debe entenderse que no es una acción pato-lógica, antisocial, sino un mecanismo ilegal pero efectivo de in-tegración a la sociedad que excluye estructuralmente a quienes la desarrollan.

La conflictividad social La conflictividad social se expande y renueva la estructura so-cial a pesar del pesimismo de la sociología de la decadencia, que sólo observa una pedacería social como efecto del neoliberalis-mo, o que sostiene que la participación social y política enfrenta retos hasta ahora insuperables, como la atomización y el neopa-trimonialismo (Zermeño, 1998). La conflictividad social, en sus múltiples expresiones de resistencia, se disemina en el país como un límite estructural a la integración autoritaria estatal de la mi-litarización (Serpaj, 1997) (véanse cuadros 11.5 y 11.6).

Cuadro 11.5 Conflictividad social en México. Tipo de acciones en 1994 y 1996

Confl ictividad 1994 1996 1 Resistencia activa 35.7 13.7 Masas en espacios abiertos 20.0 24.0 Acciones de fuerza 13.7 13.0 Declaraciones 13.1 27.0 Detención 4.3 2.0 Desalojo 3.5 0.7 Acuerdo 3.1 5.0 Organización 2.9 7.0

131

Page 68: La militarización de la seguridad pública en México

1.3

1.3

1.3 5.0

Desplazamiento de población Procesos judiciales

Fuente: Cuadernos: Reflexión y acción no violenta, SERPAJ- Espacios, 1997, Este

País, noviembre de 1997.

Cuadro 11.6 Comparación del porcentaje de acciones por zonas entre 1994 y 1996

Zonas (1994)

Sur Centro Norte

Reestructuración organizativa 800 990 80

19% 27% 8%

Movimientos de masas 550 930 290

13% 25% 28%

Agitación/protesta activa 1380 1260 470

32% 34% 46%

Acciones de fuerza 1560 500 180

36% 14% 18%

Zonas (1996) Sur Centro Norte

Reestructuración organizativa 1080 2330 190

44% 49% 19%

Movimientos de masas 720 1120 360

29% 24% 35%

Agitación/protesta activa 560 560 230

23% 12% 22%

Acciones de fuerza 100 730 240

4% 15% 24%

Fuente: Cuadernos: Reflexión y acción no violenta, SERPAJ-Espacios, 1997. Este País, noviembre de 1997.

La conflictividad social de los últimos cuatro años (1994-1997) se ha caracterizado básicamente por la reorganización po-lítica, pero también ha asumido otras formas de participación, como la protesta, la movilización y las acciones de fuerza contra el sistema político (Reygadas, 1998). La reorganización del mo-vimiento obrero mediante la estrategia del forismo 91 constituye

91 Véase Enrique de la Garza, "Refundación del movimiento obrero" y "Co-

menzó una nueva etapa del movimiento obrero en México", La Jornada, 12 de

abril de 1998.

132

una recomposición de las fuerzas sindicales. El movimiento barzonista de deudores (Torres, 1997) y las organizaciones civi-les (Serpaj, 1998; Anguiano, 1997a) progubernamentales y no gubernamentales, como Alianza Cívica (Ramírez Sáiz, 1997) y el Frente Zapatista de Liberación Nacional, han resistido la ofensiva de la militarización y la entropía organizacional de la cultura política de la derecha y la izquierda. Dice Serpaj:

Con base en esta caracterización de las luchas sociales y una se-rie de estudios que al respecto están realizando diferentes organi-zaciones, hemos constatado cómo, desde 1994 a 1998, han ido aumentando en forma considerable y creciente, las acciones de lucha social de Restructuración Organizativa, que abarcan el te-rreno de los acuerdos institucionales, parlamentarios, apartidis-tas, de las asambleas y foros, de diversas formas de diálogo. Mientras que para el año 1994, estas acciones abarcaban el 20% del total de las acciones de lucha social en el país, durante el primer bimestre de este año 1998, alcanzan ya el 50% del total, es decir, 1 de cada 2 acciones de lucha social en México son de Restructuración Organizativa.

Simultáneamente y de manera contrastante, se observa el brusco descenso que ha habido, en el mismo periodo considera-do, de las acciones de lucha social de Agitación y Protesta Acti-va. Éstas pasan de representar en 1994 el 36% del total de las acciones de lucha social del país (1 de cada 3) a ser en el 98 ape-nas el 9% del total (1 de cada 10).

En cambio, respecto a las acciones de movilizaciones de ma-sas, éstas se han mantenido constantes desde 1994 a la fecha, re-presentando aproximadamente siempre el 20% del total de los hechos de lucha social.

Del mismo modo, las Acciones de Fuerza también aparecen constantes, entre 1994 y 1998, representando alrededor de un 25% del total.

Es decir, aparentemente las formas de lucha más cercanas a la resistencia civil y a la movilización de las masas en las calles y en

133

Page 69: La militarización de la seguridad pública en México

el territorio, están siendo reemplazadas crecientemente en el pa-ís, del 94 al 98 por acciones de carácter institucional, partidista, asambleístico y organizativo (representan en el 98, 2 de cada 4 del total de acciones en el país); por su parte las acciones de fuer-za material violenta se matienen siempre como una amenaza constante (representan en el 98, 1 de cada 4 del total de acciones nacionales)."

La conflictividad social generada por las resistencias a la es-trategia estatal de aniquilamiento de líderes sociales (Serpaj, 1998), sobre todo al neocorporativismo de las elites, ha vuelto a plantear el problema táctico de la organización colectiva nacio-nal como un tema básico. Al respecto, hay quien piensa que la dinámica de dichas resistencias impondrá su propia lógica, otros consideran que en muchos casos se ha demostrado que la inte-gración nacional centralizada puede significar un límite estruc-tural al carácter productivo de éstas.

Por eso, la conflictividad social renuente al control corporati-vo partidista se caracteriza por: a) una desarticulación de los movimientos de resistencia, y b) una desarticulación de los mo-vimientos sociales y los partidos políticos. Ambas desarticula-ciones separan al movimiento obrero de otros movimientos sociales y, por supuesto, a ambos tipos de movimiento de los movimientos armados: el forismo bajo sospecha neocorporativa, la institucionalización de la lucha de los deudores barzonistas, la dependencia financiera de las organizaciones civiles no gu-bernamentales, el abandono de los movimientos sociales por la izquierda (Anguiano, 1996), y el antipartidismo de algunas or-ganizaciones políticas y movimientos hacen dificil una articula-ción transversal entre ellos y las guerrillas del país.

92 Serpaj, "Luchas sociales en México. El estado de las cosas en México hoy: desafios y compromisos". Documentos sociopolíticos 2, s/d, primavera de 1998, p. 2.

134

Estos dos problemas organizativos limitan la resocialización de los movimientos sociales (Gilly, 1998) que constituyen esta forma de inclusión colateral, porque los disensos ideológicos y políticos caracterizados por la desconfianza y, en la práctica, por el rechazo a los proyectos nacionales centralizados, dificultan el proceso de reorganización, así como porque el abandono de la izquierda de sus proyectos de base, autogestionarios y antiburo-cráticos, para competir asimétricamente en la lucha electoral, ha separado a los partidos de los movimientos. Al respecto, Gilly sostiene:

El primer significado actual de los movimientos sociales [...] es la resocialización de las situaciones, los espacios y las demandas [...] que la reestructuración del capital ha fragmentado. Esa reso-cialización, cuya forma inmediata es la recomposición organiza-tiva y programática, no puede operarse al principio sino por sectores y dentro de las fronteras nacionales [...] La superación de la fragmentación tendrá que venir por acumulación y combi-nación de experiencias y reflexiones en las nuevas formas de re-sistencia de la sociedad al capital. Los movimientos sociales y las organizaciones políticas que en ellos se sustenten están ante la ta-rea de generar esa nueva generalización."

Una de las tendencias de los movimientos sociales del país la constituyen sus esfuerzos de reorganización no tutelada electo-ralmente y el uso de estrategias de lucha mínimas, como las consultas, las campañas y las reformas, pero no básicamente las elecciones, las coordinadoras o los frentes. Esta sociedad civil de autodefensa en movimiento aspira a formas de organización que no la obliguen para siempre por una multiplicidad de demandas, que no la sujeten a mecanismos burocráticos. Sin embargo, eso

93

Adolfo Gilly, "Paisaje después de una derrota", Vientos del Sur, núm. 12-13, México, 1998, pp. 43 y 46.

135

Page 70: La militarización de la seguridad pública en México

no significa que rechace la participación electoral. Al mismo tiem-po, toma distancia de los proyectos colectivos nacionales sin flexi-bilidad territorial ni sectorial, tanto como del nuevo corporativismo estatal (Zermeño, 1989, 1998). Esta conflictividad sin cabeza no acepta cualquier cabeza. En eso, los asedios programáticos zapatis-tas (Rodríguez Lazcano, 1997) son muy precisos. *

Los motivos pueden encontrarse en la composición de la so-ciedad civil mexicana, particularmente en los movimientos so-ciales referidos anteriormente, que resisten y, mediante una consulta, han reconducido a los rebeldes zapatistas de un em-plazamiento militar a otro político, pero sin tomar sus iniciati-vas de convención o movimiento nacional y sin participar en su frente. Entre el uso de la violencia para abrir un diálogo o para multiplicar la fuerza militar de zapatistas y eperristas y el recha-zo a las organizaciones partidarias electorales y corporativas, existe el espacio para un frente transversal y múltiples campañas y consultas.

Para una articulación no corporativa pero sí sectorial y terri-torial de estos movimientos, es necesario que la correlación de fuerzas se oriente hacia la construcción de un partido o un frente transversal capaz de articularse y desarticularse antiburocráti-camente, así como hacia la multiplicación de resistencias orga-nizadas como consultas que subordinen a los partidos tradicionales y a los movimientos armados. Esa nueva relación

* Dice Sergio Rodríguez Lazcano: "[...] construir una declaración de princi-pios, un programa y unos estatutos de esta manera es infinitamente más com-plicado que hacerlo de manera tradicional y sin embargo aquí reside la única posibilidad de parir algo diferente y bueno [...] Para mí, un programa de una fuerza política de nuevo tipo, debe invertir el paradigma clásico de la izquier-da. El programa no sirve para organizar a la sociedad sino que la sociedad en su acción, autoorganización y experiencia va dando las bases primigenias de una propuesta programática [...] debería construir una propuesta programática muy flexible en el terreno del diseño global alternativo". Véase Sergio Rodrí-guez Lazcano, "Asedios a una visión programática", ponencia ante los comi-tés civiles del DF del FZLN, documento interno del FZLN.

136

entre un partido o un frente transversal y los movimientos socia-, les puede construirse incluso con las propuestas zapatistas de

democracia directa, pero también con las propuestas eperristas de democracia electoral, y con proyectos de alternancia cons-truidos técnica y socialmente. De esto depende el futuro político del país (Anguiano, 1997, 1997a).

La violencia política insurgente

A un lado de la economía informal que no conduce a la insur-gencia (Tironi, 1991), de la delincuencia común y organizada, y de la conflictividad social, algunos militantes de la izquierda ra-dical sobrevivientes de la caza contrainsurgente de los años se-tenta, los no resignados ni crédulos del metarrelato de las fases distributivas por derrame del neoliberalismo, emplazados desde el piso de la pobreza extrema y el fracaso proteccionista de las políticas selectivas del combate de ésta —aunque relativamente exitosas en el control territorial y en la desarticulación de las or-ganizaciones indígenas y campesinas independientes (Díaz Po-lanco, 1997)—, decidieron preparar la guerra (Intergaláctico, 1996) a las elites que han multiplicado la exclusión, la desigual-dad y la impunidad.

Impulsados por la desarticulación generada por la política so-cial selectiva (Díaz Polanco, 1997) y la reforma contraejidal (Gi-lly, 1997), los guerrilleros han construido, con diferentes métodos político/militares, 14 movimientos armados' —37 se-gún la versión de Dolía Estévez— (Montemayor, 1997), de los cuales, por su impacto sobre la democratización electoral y la instrumentación del modelo económico —aunque sea sino como recurso expiatorio, como capital político utilizado por las elites para controlar la opinión sobre la gestión ilegal de la apertura

94 Mauricio Laguna Berber, "Vuelve la guerrilla: 14 grupos en el país", en La Crisis, núm. 106.

137

Page 71: La militarización de la seguridad pública en México

económica, la privatización y la reforma estatal, la militariza. ción y la solidaridad autoritaria—, los principales son el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el Ejército Popular Revolu-cionario (véase cuadro 11.7). En ese sentido:

Cuando la disposición de las organizaciones sociales conforma-das durante lustros quedó diluida o quebrantada, y se tuvo la sensación de que las opciones por las vías legales e instituciona-les se reducían o cerraban, la alternativa político-militar encontró las puertas completamente abiertas [...] la politica gubernamental favoreció la organización de la rebelión. Si [...] tuvo un resultado notable en Chiapas, éste fue irritar y sumir en la desesperación a las comunidades indígenas."

A cinco años de la rebelión zapatista es posible explicar las causas por las cuales las elites políticas aceptaron fallas en sus dispositivos de seguridad nacional. Por supuesto, sabían que la rebelión podía utilizarse como capital político para ocultar la de-lincuencia estatal y, una vez lograda esa maniobra, el plan era aplastarla militarmente con el ex gobernador chiapaneco como secretario de Gobernación, o bien desplazar sus demandas para iniciar, con el nuevo gobierno, una estrategia menos espectacu-lar pero más efectiva, sin inhibir la inversión extranjera, median-te cercos militares contrainsurgentes y la creación de grupos paramilitares.

Con una actitud radical, paradójicamente modernizadora, la inusitada rebelión campesina e indígena —problemas articulados en el sujeto zapatista— replanteó otras corrientes alternas de mo-dernización al poner en debate público, mediante la fuerza en

las redes informáticas, electrónicas y lingüísticas, el asunto de la

transición política —con la desmilitarización inicial— (Machuca, 1998) y la desigualdad. El zapatismo no sólo impugnaba la irre-

95 Héctor Díaz Polanco, La rebelión zapatista y la autonomía, Siglo XXI, México,

1997, p. 158.

Cuadro 11.7 Los grupos armados en México

- Comando Armado Revolucionario del Sur Guerrero - Ejército de Ajusticiamiento de Genaro Vázquez Guerrero

Ejército Insurgente de Chilpancingo Guerrero . Ejército de Liberación del Sur Guerrero

Ejército de Liberación de la Sierra del Sur Guerrero Ejército Popular de Liberación José Ma. Morelos Guerrero Fuerzas Armadas Clandestinas de Liberación Nacional Guerrero

Chiapas Fuerzas Armadas de Liberación para los Pueblos Magistrados de Guerrero

Guerrero

Movimiento Popular Revolucionario Guerrero Comando Clandestino Indígena de Liberación Nacional Oaxaca Ejército Clandestino Indígena de Liberación Nacional Oaxaca Ejército Revolucionario Insurgente Popular Baja California

Sonora Chihuahua Durango Coahuila

Ejército Popular Revolucionario

11

_

Tamaulipas San Luis Potosí Guanajuato Michoacán Guerrero Estado de México Puebla Veracruz

`Ejército Zapatista de Liberación Nacional Chiapas

Fuente: Reforma, 3 de noviembre de 1997.

levancia de la democratización electoral, sino que además recu-peraba un proyecto abandonado por la izquierda radical recién convertida al nacionalismo revolucionario del neocardenismo (Anguiano, 1997), al tiempo que oponía una resistencia organi-zada al, hasta ese momento, neoliberalismo triunfante de las eli-tes políticas.

138 139

Page 72: La militarización de la seguridad pública en México

A diferencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el Ejército Popular Revolucionario (EPR), en una lucha militar marxista leninista, desde su emergencia se propuso la toma del poder. Desde entonces, mediante un manifiesto en el cual, al igual que los zapatistas, no hace referencia al socialismo, ha di-vulgado la creación del Partido Democrático Popular Revolu-cionario (PDPR). Por otro lado, ha impulsado una guerra popular prolongada, planeada inicialmente por los zapatistas, sólo que, a diferencia de éstos, él sí ha conformado columnas militares en sus regiones y zonas de influencia.

Más allá de los adjetivos que se han aplicado a las guerrillas -"reformismo armado", "revolucionarios demócratas", "posmo-demos", "poetas" o "antiguerrilla no violenta", como se ha nom-brado desde diferentes emplazamientos institucionales a los

zapatistas, u "ortodoxos", "ultraizquierdistas" o "tradicionales", como se llama preferentemente a los eperristas-, se logra una mejor

caracterización de ellas si se les mira como emplazados por la po-

breza extrema y la selectividad de la política social neocorporativa, y si se les asume -junto a los otros movimientos armados que hay

en el país- en su articulación funcional desestructurante del dis-

curso y las prácticas neoliberales mexicanas. Al respecto:

[...] Cuando el EPR se presentó ante la opinión pública [...] el

EZLN se desligó de ese grupo insurgente [...] sin embargo a más

de dos años de distancia, lo cierto es que el EZLN ha desarrollado

una gradual política de acercamiento con el EPR. La simpatía del

ERPI por el discurso zapatista y, en especial, el comunicado del 17 de noviembre pasado, donde el EZ reconoce por primera vez

al EPR como una fuerza legítima y democrática, son algunos

elementos que ponen al descubierto el acercamiento entre los tres

grupos insurgentes [...] Por ello la reivindicación del EPR por

parte de los zapatistas obedece a la idea de contar con un apoyo

armado en caso de necesitarlo ante una ofensiva militar guber"

140

namental [...] No obstante que el EPR es identificado con los sec-tores más radicales y ortodoxos de la izquierda, su discurso se ha tomado más moderado en los meses recientes.'

De esa forma, es posible que las discusiones sobre los tiempos de la insurrección desarrolladas por la coordinadora guerrillera -no las de las bases sociales zapatistas, referidas por el subco-mandante Marcos en su entrevista a Le Bot- hayan generado ritmos político/militares distintos, fricciones vanguardistas entre los proyectos, estrategias diferentes. Con todo, ambos, zapatis-tas y eperristas -incluso los erpistas en Oaxaca y Guerrero que se encuentran desagregados del eperrismo-, desarrollan sus fun-ciones desestructurantes como si estuvieran coordinados. Bajo esta lógica, las tomas de distancia entre los "poetas" —como los eperristas llaman a los zapatistas- y los "acomedidos" -como éstos califican a aquéllos-, que ofrecen ayuda sin que se las hayan pedido, no tienen sino una importancia logística, mien-tras las elites políticas aceptan esa segmentación insurgente para reutilizarla en su estrategia contraguerrillera.*

Al respecto, la discusión sobre si estos dos movimientos ar-mados, pero particulamente la guerrilla zapatista, abren o cie-rran un ciclo de revoluciones en el continente (Valdéz Zepeda, 1998), tiene consecuencias políticas y militares cruciales para las elites y para la sociedad civil. La incapacidad de militares, poli-ticos e intelectuales para contextualizar a los zapatistas ha de-terminado que: a) sean asumidos como la última guerrilla de un

González Lara y otros, "Crimen organizado y guerrilla. Informe Especial", E 1 Financiero 24 de enero de 1999, p. 21. Ver la carta del EZLN al EPR: "Pero ahora sólo les escribo para una cuestión

que señalan en su declaraciones [...] que 'si surgiera un desaguisado que lleva-ra al EZLN a abandonar el diálogo, tendrían nuestro modesto apoyo, como ya tienen nuestro respeto' [...] Sólo quiero decirles que no queremos su apoyo E...] el que buscamos y necesitamos, es el de la sociedad civil", La Jornada, 29 de agosto de 1996.

141

Page 73: La militarización de la seguridad pública en México

ciclo abierto por el Ejército Popular Guatemalteco, el Frente Sandinista de Liberación Nacional y las Fuerzas Populares de Li-beración, b) sean considerados un obstáculo a la transición políti-ca, o c) sean clasificados como aventureros y oportunistas que cierran los espacios de democratización del país.

Por otro lado, impresiona la espectacular inventiva de algu-nos ciudadanos, que no han dejado de pensar que la rebelión zapatista inaugura un nuevo ciclo de guerrillas antineoliberales y la usan como un aleph o un caleisdoscopio en los cuales cabe casi todo. A pesar de la credibilidad de esta caracterización, puesto que cartografia mejor las fuerzas politico/militares del país, es necesario considerar la advertencia que insiste en que la indefinición programática de los zapatistas y sus difusos llama-dos a la sociedad civil provocan que todos consumamos discur-sivamente la rebelión zapatista para construirla y reproducirla discursivamente (Petras, 1997).

En sentido estricto, la rebelión zapatista cierra y abre ciclos si se le remite al pasado y al futuro. Su actualidad le permite una recuperación positiva y negativa de los acontecimientos revolu-cionarios latinoamericanos, triunfantes o pactados, así como una renovación de las prácticas revolucionarias mediante la ar-ticulación de la ética y la política (Kanoussi, 1998), bajo el prin-cipio de mandar obedeciendo, que funciona como una antipolítica y, quizá ahora —sin que eso signifique la deposición de las armas—, como una antiguerrilla, como la experimentación de una política democrática directa y representativa inspirada en los mecanismos de integración de las comunidades indígenas. 97

97 Al respecto, las interpretaciones acerca de lo que los zapatistas pretenden cuando hablan de recuperar las experiencias de las comunidades indígenas han ido desde la denuncia del sinsentido hasta los llamados a la precaución. Y es -to, a pesar de que Marcos le dice a LeBot: "yo creo que esta forma de demo-cracia —la comunitaria— es sólo posible en la vida comunitaria. Funciona en una comunidad indígena porque su organización social hace posible que tenga

142

Además, en la mejor genealogía posfoucaultiana, los zapatis-tas han puesto a hablar a los excluidos, recuperando la idea de una política de movimientos sobre una política de aparatos bajo objetivos tales como acompañar civilmente, mediante un frente (FZLN, 1998), a los movimientos sociales y, si es posible, revocar a las elites (Elorriaga, 1997) en la instrumentación de las políticas públicas que ellos imaginaron artísticamente en el Foro Especial para la Reforma del Estado y en el Encuentro Intergaláctico.

Por otro lado, la expansión discursiva de la rebelión zapatista también ha generado otras reacciones que, montadas en una onda contrainsurgente, le conceden algo positivo, después de haberla desenmascarado. Más allá de las descalificaciones de es-tas reacciones, que nunca se interrogan acerca de quién inició la violencia, hay quienes piensan que la rebelión zapatista aceleró, junto con otros factores, la transición política electoral (Aguilar Rivera, 1998). En particular, un intelectual, vocero informado por militares y elites políticas federales y estatales, sostiene que

éxito esta forma de democracia política, pero no creo que sea transferible ni generalizable a otros escenarios, por ejemplo, los urbanos, ni a niveles más grandes, estatales o nacionales. Lo que sí, el control del colectivo sobre la au-toridad debe ser un referente". Véase Yvon LeBot, Subcomandante Marcos, El sueño zapatista, Plaza y Janes, España, 1997, p. 281. Asimismo, véase Xóchitl Leyva Solano, "Chiapas es México: autonomías indígenas y luchas políticas con una gramática moral", en El Cotidiano, núm. 93, enero-febrero de 1999, p. 18; ahí, Leyva Solano dice: "Deberíamos pensar con más cuidado [...] los asuntos de democracia en los pueblos indios, para así romper los mitos que co-rren en relación a la comunidad democrática ideal, los sistemas de cargos y la in-compatibilidad entre indígenas y partidos políticos [...] Nos deberíamos detener más a atender y estudiar las diferencias entre los discursos de los líderes y las prác-ticas sociales de las llamadas bases [...] también deberíamos pensar ciudadosamen-te en las reconstituciones que están sufriendo las llamadas comunidades étnicas a raíz de los procesos migratorios transnacionales [...] Finalmente, deberíamos hacer más trabajo de campo para mirar cómo los indígenas reelaboran, se apropian y re-interpretan discursos y prácticas llamadas externas —como la democracia y los de-rechos humanos— para entender y explicar cómo éstas también pueden pasar a formar parte de la tradición".

143

Page 74: La militarización de la seguridad pública en México

el zapatismo abrió una coyuntura de consecuencias buenas y

malas (Tello Díaz, 1995) para el país." La guerra ha continuado por otros medios no discursivos.

Así, mientras las elites y las contraelites han utilizado los frentes de la militarización contrainsurgente y la paramilitarización, el simulacro del diálogo y la tecnificación constitucional del en-frentamiento, las contrapropuestas jurídicas sobre las principales demandas zapatistas —la autonomía indígena y la reforma esta-tal—, la incomunicación y los diálogos urgentísimos ofrecidos a los eperristas,' los movimientos armados luchan en distintos frentes, lo mismo civiles que militares, y en diferentes fases. Así, por un lado, los zapatistas transitan de la guerra a la política mediante una segunda consulta nacional sobre los acuerdos abandonados por el gobierno, y por otro, los eperristas pasan de los ataques a la autodefensa.

En esa situación, si los guerrilleros avanzan a través de embos-cadas o de procesos de autonomización municipal, el ejército se reposiciona y multiplica las organizaciones paramilitares; si los za-patistas dialogan, les piden tiempo para elaborar contrapropuestas que significan dar dos pasos atrás; si los zapatistas asesorados ela-boran una propuesta de autonomía indígena basada en las diferen-cias, las elites y las contraelites multiplican los disensos. A esta lógica esquizofrénica se suma la propuesta de algunos intelectuales que, sin una mirada técnica y política, dicen que la paz está a la mano... si los estados legislan —ya lo hicieron algunos— sobre los

98 El libro de Carlos Tello Díaz, La rebelión en las cañadas, ha sido inscrito en las técnicas de propaganda enseñadas en Fort Bragg y aplicadas a la guerra psico-lógica basándose en las denuncias de Montemayor, Elorriaga y Marcos. Véase Carlos Fazio, El tercer vínculo, (faltan editorial, lugar y año de edición), p. 52. La entrevista de Marcos a LeBot debe asumirse como una tarea de contrainte -ligencia, porque, punto a punto, niega la información politico/militar y poli-ciaca de Carlos Tello Díaz. 99 Elías Chávez, "Ofrece el gobernador de Oaxaca diálogo y, si hay acuerdo de paz, hasta la amnistía", en Proceso, núm. 1157, 3 de enero de 1999.

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acuerdos existentes entre la propuesta de la Comisión de Con-cordia y Pacificación (Cocopa), aceptada por los zapatistas, la panista de las Cartas Municipales y la gubernamental.

Por supuesto, hay quienes matizan las diferencias jurídicas y políticas que dificultan el acuerdo porque, a diferencia de la propuesta de la Cocopa, la iniciativa gubernamental: a) recono-ce la existencia de los pueblos indígenas pero sólo le concede derechos a las comunidades, b) no concede el acceso colectivo al uso y el disfrute de los recursos naturales de sus tierras y territo-rios, c) sujeta la participación de los medios de comunicación a una reglamentación que exige transmisiones en español para su traducción correspondiente, y d) controla la definición de los contenidos de los programas educativos y sólo concede la posi-bilidad de opinar a través de consultas. Esta perspectiva ilustra los motivos por los cuales es complicado llegar a un arreglo. De esta manera, la reforma estatal y el acuerdo gubernamental con los zapatistas dependen de la coyuntura electoral abierta por los precandidatos a la Presidencia de la República.

En conjunto, las inclusiones colaterales, la delincuencia, la conflictividad social y la insurgencia constituyen las causas re-cursivas internas de la militarización de la seguridad pública. Desde ese desorden, las elites han sido emplazadas para contro-lar e integrar dichas acciones. Para tal efecto —al margen de la reforma estatal formal que he analizado en el primer capítulo—, las elites impulsaron, contra la delincuencia, la militarización de las policías; contra la conflictividad social, el neopatrimonialis-mo de la focalización de las políticas, pero básicamente promo-vieron una estrategia de aniquilamiento de líderes sociales campesinos e indígenas que ha dejado a la sociedad mexicana casi sin cabeza, y contra la insurgencia, una estrategia de baja intensidad que, como hemos visto, incluye a los paramilitares y la asistencia social del ejército.

En ese mismo piso, de forma simultánea y articulada, la mili-tarización pasiva de la seguridad pública se configuró con otros

145

Page 75: La militarización de la seguridad pública en México

7"' acontecimientos externos que, al igual que las inclusiones cola-terales, han determinado el alcance y los ritmos de este proceso. En la medida en que la militarización pasiva de la seguridad pú-

blica persigue como objetivo la disuasión de esas inclusiones co-laterales que emergen de la pobreza y la desigualdad generada por el neoliberalismo mexicano, las elites políticas, policiacas y

militares han recuperado de las experiencias suramericanas y

centroamericanas, a partir de la labor de asesores de aquellos países (Fazio, 1996) o del estudio directo de éstas, algunas ideas que han consolidado la convicción de la militarización. Aun así, el acontecimiento principal ha sido el cambio de la política hemisférica estadunidense.

Sin duda, los acontecimientos que permitieron la desmilitari-zación y la remilitarización en América Latina están articulados a

la militarización de la seguridad pública del país. De cómo ésta

ha sido posible —mientras en algunos países donde se pactaron

transiciones políticas orientadas con un sentido democrático, al

margen de sus problemas de consolidación, se remilitarizaron algunas policías para contener los efectos del neoliberalismo la-tinoamericano, particularmente la conflictividad social—, habla-remos a continuación, con la idea de acotar desde afuera este

proceso que, a decir de muchos analistas (Castañeda, 1993;

Aguayo, 1994; Varas, 1997; Borón, 1996), representa un pro-blema del que depende nuestro sistema político, un asunto que

constituye el piso de una posible vida democrática en nuestro país (Aguilar Camín, 1994).

LAS RELACIONES POLICIACO/MILITARES Y CIVILES

EN LATINOAMÉRICA

Un paralelismo con la remilitarización centroamericana

Los pactos de guerra en los países centroamericanos que enfrenta -

ron la insurrección popular durante los años ochenta generaron

146

un nuevo piso para las relaciones entre los militares, las policías y los civiles. En los acuerdos de paz alcanzados en Nicaragua, El Salvador y Guatemala en 1990, 1992 y 1996, respectivamente, las comandancias guerrilleras y los gobiernos acordaron la necesidad de reestructurar el ejército y cambiar sus funciones, desaparecer las policías militares y crear policías nacionales civiles mediante procesos graduales vigilados por organismos internacionales. La desmilitarización estructural restringida de los ejércitos produjo, en contraparte, una militarización de las policías.

El proceso de reestructuración de los ejércitos, que inicial-mente pudo orientarse por la experiencia de la desmilitarización costarricense (Rojas Aravena, 1998), se limitó a una reconver-sión militar. A pesar de las diferencias de los procesos politi-co/militares de Nicaragua, El Salvador y Guatemala (Cerdas, 1998), e incluso de la especificidad de sus procesos de negocia-ción (Hernández, 1998), se coincidió en la reducción inicial del presupuesto, en la disminución del número de efectivos, en la desaparición de las policías desmilitarizadas, y en cláusulas constitucionales que reservaban el derecho de los representantes de los poderes ejecutivos al uso urgente del ejército en tareas de seguridad pública.

En efecto, en Nicaragua, bajo el pretexto de la neutralización del Ejército Popular Sandinista (EPS) luego de la derrota electo-ral de los sandinistas, el presupuesto se redujo de 104 millones de dólares (mdd) en 1990 a 36.5 (Sanahuja, 1998) en 1993; en 1998, sin embargo, el presupuesto ascendió a 52.9 mdd. En El Salvador, después de la ofensiva del FMLN de 1981 y del incre-mento de la ayuda estadunidense en 1985, que convirtió a este país en el tercero más asistido después de Israel y Egipto (Bení-tez, 1996), el presupuesto sigue siendo alto, pues en 1996 rebasó los 100 millones de dólares y en 1998 fue de 220.2 mdd. Gua-temala tiene actualmente un presupuesto de 182.6 mdd. Con to-

147

Page 76: La militarización de la seguridad pública en México

do, algunos análisis sostienen que entre 1985 y 1994 la región centroamericana redujo su presupuesto militar de 1 187 mdd a sólo 412 (Mejía, 1998).

Por otra parte, los efectivos del EPS pasaron de 86 810 en 1990 a 21 710 en 1992, hasta reducirse a 15 000 en 1995, ya con el nombre de Ejército Nacional de Nicaragua. En El Salvador, después de crecer vertiginosamente de 7 000 en 1979 a 42 000 en 1986, los efectivos se redujeron a 31 000 en 1992. En Guate-mala llegaron a ser 60 000 en 1990, aunque en 1997, después de los acuerdos de paz, se estableció reducirlos en un 33%. Actual-mente, Nicaragua posee 21 929 efectivos; El Salvador, 41 328 soldados y policías; Guatemala, 58 700 efectivos, militares y po-licías; Honduras, 20 905 efectivos, entre los cuales hay 7 601 po-licías, y Costa Rica, 30 262 policías, pues hace 50 años que disolvió su ejército (Mejía, 1998).

En tales circunstancias, la reconversión de algunos de los ejércitos centroamericanos posbélicos se completó con su invo-lucramiento en el combate antidrogas bajo el argumento de que las amenazas a la soberanía de los países de la región habían disminuido con la disipación de la Guerra fría (Aravena, 1998). Por otro lado, parte de los acuerdos de distensión insistían parti-cularmente en el control civil de la Policía Nacional en Nicara-gua, en la desaparición de la Guardia Nacional, la Policía de Hacienda y los escuadrones de la muerte en El Salvador, y en la disolución de las Patrullas de Autodefensa Civil y de la Policía Militar Ambulante en Guatemala, a cambio del reforzamiento de una Policía Nacional en Nicaragua y de la formación de po-licías nacionales civiles en El Salvador y Guatemala.

Por supuesto, la reducción y la reconversión de los ejércitos centroamericanos no ha sido un proceso expedito. Por ejemplo, en El Salvador, donde el proceso parecía apuntar más lejos que

en Nicaragua -país en el que durante algunos años se respetó la

148

jefatura del general Humberto Ortega- y que en Guatemala -nación en la que el ejército continúa su función represiva-, el gobierno recicló las policías militarizadas, la Guardia Nacional y la Policía de Hacienda en la nueva Policía Nacional Civil (Walter y Wi-lliams, 1994), mientras algunos grupos del hoy fragmentado FMLN se reservaron arsenales de combate (Vilas, 1996).

En estos países, las cláusulas de los acuerdos de paz que otor-gaban a los presidentes constitucionales la posibilidad de recu-rrir al ejército han servido para involucrarlo en el combate al narcotráfico en Nicaragua y en programas de seguridad pública en El Salvador y Guatemala. El proceso de reclutamiento y ca-pacitación ha continuado, pero las denuncias de la participación de las nuevas policías en la delincuencia y en la violación de los derechos humanos, mediante procedimientos heredados de las policías tradicionales, parecen darle la razón a quienes sostie-nen, por lo menos en el caso de El Salvador, que el Estado nun-ca cambió su estructura oligárquica (Benítez, 1996), al mismo tiempo que se denuncia la reaparición de los escuadrones de la muerte y la incorporación de militares a las policías civiles.

De manera semejante a lo que sucedió en Panamá, Haití -después de las intervenciones estadunidenses- y Costa Rica (Asvat, 1998; Verónica Milet, 1998; Chinchilla, 1998), en los países cen-troamericanos que enfrentaron insurrecciones populares se está produciendo una remilitarización que incluye la militarización de las policías nacionales. La desmilitarización estructural res-tringida ha generado la militarización de las policías por medio de la capacitación y el reclutamiento. Los militares están siendo utilizados para combatir el narcotráfico y la delincuencia común en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, lo que ha generado el riesgo de que sean utilizados en tareas de represión en Nicara-gua y en tareas de inteligencia en El Salvador (Sanahuja, 1998). Al respecto:

149

Page 77: La militarización de la seguridad pública en México

Los principales impulsores del proceso de transnacionalizació n en el continente son las agencias antidrogas estadunidenses, el

Congreso y el Gobierno de Estados Unidos, mediante métodos que incluyen la presión y el chantaje, dirigidos a involucrar en su guerra a países amigos pero indóciles.

Esta presión genera a menudo fuertes tensiones diplomáticas y a veces conflictos abiertos. Existen dudas fundadas sobre los otros, los verdaderos intereses y motivos estadunidenses detrás de esa política, especialmente la incidencia de la toma de deci-siones de intereses electorales domésticos; la autodefensa de la burocracia gigantesca en el área de la lucha antidrogas; los intereses económicos vinculados al establecimiento del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA); y la legitimación de una polí-

tica que pretende, además de estimular la venta de armamento en el continente, consolidar y aumentar la presencia militar en América Latina, manteniendo las actuales bases militares y for-

zando nuevos enclaves."

Por esto, los balances generales sobre los acuerdos de paz son

en su mayoría escépticos, si bien se concede que, en el caso de Nicaragua, la oposición sandinista se ha convertido en un con-

trapeso al gobierno con capacidad de movilización de sus redes, principalmente sindicales; que, en el caso de El Salvador, a pe-

sar de haber cedido en los temas de la agenda socioeconómica de los acuerdos, la sociedad civil está mejor organizada, y que,

en el caso de Guatemala, el proceso de paz ha avanzado hacia su tercera fase. Con todo, se afirma que los procesos de transi-ción no dejaron satisfechos a los firmantes (Vilas, 1996), que es-

tán amenazados por la remilitarización reciente, y que persisten las causas estructurales que dieron pie a las insurrecciones popu-

lares: la pobreza y la desigualdad (Vilas, 1996; Cardenal y Mar-

" Martín Jelsma y Ronchen, Democracia bajo fuegos, drogas y poder en América Latina, s/d.

150

tí, 1998), a lo que se aúna el hecho de que la izquierda se en-cuentra a la defensiva (Martí i Puig, 1998).

En ese contexto, los procesos centroamericanos de militariza-ción de la seguridad pública, aunque producto de trayectorias politico/militares distintas, son paralelos al proceso de militari-zación de la seguridad pública en México. Este paralelismo no es gratuito, como veremos mas adelante, sobre todo si conside-ramos que, en los casos de El Salvador y Guatemala, las rela-ciones gubernamentales de las elites políticas de nuestro país se han estrechado a partir de la rebelión zapatista, particularmente después de que Tomás Borge elogió el liberalismo social salinis-ta, de que la policía judicial mexicana participó en la conforma-ción de la Policía Nacional Civil de El Salvador, de que los militares guatemaltecos y nicaragüenses asesoran en tareas con-trainsurgentes al ejército mexicano, y de que uno de los guerri-lleros salvadoreños, renegado del marxismo desde 1985, confeso admirador de los casos de Costa Rica y Japón, Joaquín Villalo-bos, brinda asesoría al gobierno mexicano. Al respecto, Becerril y Gil testimonian:

Sorprendió al discutirse el tema de Chiapas la revelación de que el exguerrillero salvadoreño Joaquín Villalobos, uno de los diri-gentes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, actúa como asesor gubernamental. El tema lo sacó a relucir el senador Adolfo Aguilar Zínser y aunque Labastida trató de eva-dirlo, al final no le quedó más que señalar que Villalobos "no asesora al gobierno de la República, platica con funcionarios, en-tra con visa de turista, pero no tiene ningún contrato de asesoría, hasta donde yo sé, en ninguna dependencia y con absoluta segu-ridad en la Secretaría de Gobiemo". 101

°' Andrea Becerril y Gil, La Jornada, 26 de septiembre de 1998.

151

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Por supuesto, el aprendizaje de las elites políticas mexicanas de esos procesos ha sido múltiple. En su papel de garantes de los procesos de pacificación en El Salvador y Guatemala, firmados en 1992 y 1996, aprendieron que la relación entre militares y po-licías puede resolverse mediante la creación de una policía na-cional que concluya los esfuerzos de centralización policiaca que los gobiernos neoliberales recientes han impulsado, mien-tras el ejército, involucrado en funciones de seguridad pública, combate al narcotráfico y cumple sus funciones preventivas y contrainsurgentes allí donde la delincuencia, la conflictividad y la insurgencia insisten en inclusiones colaterales, a contraco-rriente de la integración autoritaria que impulsan básicamente los medios de comunicación y la policía militarizada.

LA REMILITARIZACIÓN POSDICTATORIAL

Los enclaves pactados Los juicios internacionales y nacionales contra militares argen-tinos que desaparecieron a opositores y a sus hijos; el arresto del ex dictador chileno Augusto Pinochet por la policía inglesa y la solicitud de su extradición por la Audiencia Nacional Española; el ascenso electoral de militares ex golpistas en Paraguay, Boli-via, Venezuela y Colombia; el involucramiento de militares mexicanos, anteriormente reconocidos por sus logros contrain-surgentes, en las redes de narcotráfico e, incluso, de sus fiscales especiales, nos obligan a observar cómo es que los enclaves auto-ritarios (Garretón, 1993, 1995) de los procesos de la transición po-lítica han evolucionado hacia la democracia en los casos de Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, con el propósito de analizar cómo han influido en la militarización de nuestro país.

En sentido estricto, hay dos fases de desarrollo de los ejércitos y las violaciones de los derechos humanos, dos enclaves autori-tarios unidos (Garretón, 1995). Por un lado, el proceso de insti-

et

tucionalización de la vigilancia de las democracias emergentes después de los pactos de transición y, por otro, la remilitariza-ción reciente de las policías (Jelsma y Roncken, 1998) y otros ámbitos de la sociedad no sólo en países que enfrentaron dicta-duras militares antipopulares —Argentina, Brasil, Chile y Uru-guay—, sino también en aquellos en los que se ha optado por el endurecimiento de las legislaciones penales y en el uso del ejér-cito como instrumento de las decisiones presidenciales, como Perú —donde las penas son decididas por tribunales militares—, Bolivia y Venezuela.

En el primer caso, el proceso de institucionalización de las democracias vigiladas (Bolívar Espinoza, 1996) que se abre con la caída de las dictaduras de Uruguay y Brasil en 1985 y se cie-rra con la caída de la dictadura chilena en 1990, se caracteriza por pactos entre civiles y militares que tienen consecuencias di-rectas sobre las policías y los derechos humanos. Esos pactos, diseñados para la transición, sujetos a una tensión entre la necesi-dad de la gobernabilidad de los regímenes políticos emergentes y la demanda del castigo a los militares responsables de las violaciones de los derechos humanos (Garretón, 1989), se establecieron a tra-vés de acuerdos implícitos de intercambio de prerrogativas por es-tabilidad institucional (Varas, 1997), a pesar de que en el caso de Argentina había condiciones para impulsar un juicio constitucional a los golpistas por sus crímenes (Godio, 1989).

En los casos de los cuatro países del Cono Sur —Argentina, Brasil, Chile y Uruguay—, los militares exigieron y lograron, mediante los pactos, la profesionalización de los ejércitos, el in-dulto y la capacidad de veto, a cambio de la estabilidad de los nuevos regímenes. La posibilidad de castigarlos por su violación sistemática de los derechos humanos —coordinada transnacio-nalmente mediante la Operación Cóndor, aplicada masivamente en el caso de Chile, Brasil y Uruguay, y clandestinamente en el

153 152

Page 79: La militarización de la seguridad pública en México

caso de Argentina (Jelsma y Roncken, 1998)— fue pospuesta o pactada por los gobiernos emergentes sin enfrentarlos directamen-te por temor a una reacción restauradora. Al respecto, bien puede decirse que los militares lograron posiciones que hasta la fecha mantienen como amenazas (Borón, 1997), y que, por ello, en lu-gar de obstáculos a una nueva matriz sociopolítica, necesitamos pensarlos como parte de ella. En ese sentido, Stevens dice:

[...] existe el riesgo de que la amnistía concedida en realidad se transforme en otra injusticia fundamental. Por eso constituye una materia típica que merece una consulta popular, cosa que, en este continente, sólo ocurrió en Uruguay. Las amnistías de autoservicio e indultos arrancados a la sociedad civil no hacen sino reforzar la impunidad. Por el ejemplo negativo que consti-

tuyen, afectan automáticamente el respeto del ciudadano por sus propias instituciones jurídicas. Aunque indirectamente, fomen-tan por lo tanto la criminalidad.'

En particular, las policías militares de las dictaduras —la DINA,

después CNI en Chile; a partir de 1979 (Garretón, 1994) la co-munidad de inteligencia (Martins, 1994), SNI, y la Policía Mili-

tar en Brasil, y la Policía Federal en Argentina— permanecieron prácticamente intactas. El caso de la policía militar brasileña es el más representativo, en la medida en que, al no intentarse si-quiera juzgar a los militares (Varas, 1997), más allá de las rees-tructuraciones recientes del ejército, esta policía ha cometido más crímenes en la transición que durante la dictadura, al grado

que algunos piensan que es la policía más violenta del continen -

te. De esa manera, las policías políticas, que no fueron pactadas en la transición, representan, junto con los ejércitos, serias ame-

102 Willy J. Stevens, Desafios para América Latina, Taurus, México, 1999, PP.

264.

154

nazas a estos regímenes (Aguayo, 1996), que por ahora las utili- zan para contener a los excluidos por los gobiernos neoliberales. Dice Aguayo:

En Argentina, Uruguay, Brasil y Chile los militares entregaron él poder pero no soltaron el control sobre estas instituciones. De hecho, parece haber sido una de las condiciones que impusieron para transferir el poder a los civiles. Tal vez fue un desenlace in-evitable, puesto que los militares habían tenido el control de los servicios de inteligencia incluso antes de los golpes de Estado que los llevaron al poder y nunca perdieron la fuerza que les permitía mantener el control.'

Ahora bien, como circula la idea de que la posibilidad de una regresión autoritaria en estos países es remota (Garretón, 1995), sobre todo en Argentina, donde se ha avanzado más en el control civil de los militares (Emerich, 1996; Jelin y Hersberg, 1996), el asunto consiste en saber si en el proceso de transición los regíme-nes democráticos vigilados han sido capaces de profesionalizar a los ejércitos desmilitarizándolos mediante la privatización de al-gunas empresas que administraban en Brasil, Argentina y Chile, por lo menos, para sujetarlos a un control civil. Al contrario de la idea de que en estos países no había militarización sino un proce-so de desmilitarización (Touraine, 1986) mediante la profesiona-lización, que incluye la incorporación administrativa y la realización de funciones de policía, ahora puede sostenerse que los ejércitos han militarizado otros ámbitos de la vida social ini-cialmente no militarizados, como el transporte en Venezuela, y amenazan con militarizar otros, como los hospitales, amenaza latente en el mismo país.

En el segundo caso, el periodo de remilitarización, que co-menzó con el involucramiento de los militares latinoamericanos

03 Carlos Fazio, El tercer vínculo, Joaquín Mortiz, México, 1996.

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en la lucha contra las drogas (institucionalizado en 1995) y la delincuencia común, y que hasta la fecha persiste, se caracteriza por una sobredeterminación de la lucha contra la delincuencia sobre la lucha contrainsurgente (Pires, 1996). Bajo tales circuns-tancias, el uso de los ejércitos para apoyar estructuralmente a las policías —aunque esto también se dio durante las dictaduras— ha sido muy semejante a lo acontecido durante los años noventa en los países centroamericanos y, particularmente, en México.

La ola de remilitarización posdictatorial ha sido diferente en los distintos países latinoamericanos, pero en sentido estricto tiene como denominador común el aumento reciente de los pre-supuestos —principalmente en los casos de Chile, donde el cre-cimiento

01 se financió con el 10% de las exportaciones de cobre

(Acuña y Smulovitz, 1996), Perú y Colombia, por la ayuda mili-tar norteamericana—, así como el giro de sus funciones, de un papel sobredeterminantemente contrainsurgente a otro marca-damente policiaco.

En Argentina y Brasil, el problema de la corrupción y la vio-

lencia policiaca es uno de los asuntos más preocupantes. Los ca-sos de impunidad de la policía de Buenos Aires y la violencia de la policía militar —secundada por los militares— de Sao Paulo contra niños callejeros, delincuentes y narcotraficantes de las fa-velas; la militarización de las policías brasileña, guatemalteca y

hondureña; la militarización del transporte y la amenaza de hacerlo con los hospitales en Venezuela; la militarización de las calles y las zonas cocaleras en Bolivia; el uso del ejército contra manifestantes en Perú y Ecuador, y las masacres de paramilita -

res en Colombia (Torres Carrillo, 1998) constituyen las nuevas formas de operación mixta de policías y militares en sus funcio -

nes de contención e integración autoritaria de los excluidos que luchan por una inclusión colateral en sus sociedades.

La militarización latinoamericana Las relaciones entre militares, policías y civiles en América La-tina siempre han sido complejas, pero nunca como ahora (Va-ras, 1997; Borón, 1997; Vivanco, 1997). En esta región, donde la violencia política es un problema recurrente, lo mismo regíme-nes nacional/populares (Touraine, 1989) que dictaduras milita-res han utilizado al ejército y a las policías para contener las movilizaciones de la sociedad civil. En la actualidad, la situa-ción no ha cambiado sustantivamente. Así, con la globalización y la regionalización, los regímenes emergentes enfrentan dificul-tades para controlar civilmente a las fuerzas militares y policia-cas (Hartlyn y Valenzuela, 1995), que vigilan y obstruyen los procesos democrático/electorales.

En general, tanto los regímenes nacional/populares como las dictaduras militares utilizaron al ejército y a las policías en ta-reas de seguridad interna. En particular, el uso represivo de es-tos aparatos por las dictaduras militares instituidas contra los regímenes nacional/populares generó consecuencias muy graves para las garantías individuales y los derechos humanos. Hoy, a pesar de las transiciones democráticas acaecidas en los países donde las dictaduras fueron más violentas (Vivanco, 1997; Jelin, 1996), no termina de alcanzarse el pleno control de dichos cuer-pos.

En efecto, los procesos de desestructuración social y política de las dictaduras instauradas en los años ochenta, ahora llama-dos transiciones democráticas, no solucionaron este problema, sólo lo pospusieron. De esta manera, si en algún momento fue necesario que los civiles pactaran con los militares ciertas venta-jas para su inserción en los nuevos regímenes democráticos, ahora esas concesiones han vuelto complejas las relaciones de los gobiernos civiles con sus sociedades, que les exigen enjuiciar a los militares responsables de los crímenes cometidos bajo las dictaduras.

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En los años ochenta y noventa, en Argentina, Brasil, Chile y Uruguay (Emerich, 1996), las dictaduras militares fueron susti-tuidas por gobiernos civiles que han aplicado políticas neolibera-les a partir de las cuales se han visto obligados, por un lado, a impulsar la desmilitarización mediante la profesionalización de los ejércitos (Touraine, 1989), y por otro, a utilizarlos discrecio-nalmente contra las guerrillas, el narcotráfico y los nuevos mo-vimientos sociales (Calderón, 1996). En otras palabras, si bien las dictaduras militares desaparecieron, los ajustes neoliberales instrumentados por las elites latinoamericanas las obligan a uti-lizar a las policías militares heredadas de la dictadura, a los pa-ramilitares y a los escuadrones de la muerte para contener a los movimientos sociales y a la delincuencia, incluso en aquellos países en los que se habían conformado policías nacionales civi-les, como Guatemala, El Salvador y Colombia.

Después de la Guerra fría, la globalización económica y polí-tica ha obligado a las elites a realizar ajustes que suponen una nueva relación entre militares, policías y civiles. Por esa razón, han asignado una nueva función a los militares —que siguen siendo entrenados por militares estadunidenses— en el combate a las drogas y la delincuencia, así como en la contención de los movimientos sociales. Particularmente en México, estas rela-ciones asumen una forma específica, pues el proceso de militari-zación de la seguridad pública —inicialmente diferente por su matriz a las tendencias centro y suramericanas— completa aque-llas funciones en la medida en que el actual ciclo de gobernabi-lidad estatal se caracteriza por convertir dichas relaciones en una de las principales cuestiones del horizonte político del país.

De estas experiencias puede concluirse que el cambio de re-gímenes políticos, con la continuidad de los estados y las políti-cas de libre mercado, hace improbable un golpe de Estado en México, aunque no imposible (Stevens, 1999). La promoción es-

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tadunidense de regímenes democráticos vigilados para el impul-so del libre comercio (Petras, 1995) y los beneficios de las elites empresariales acota la probabilidad de que la militarización de la seguridad pública en nuestro país tenga un desenlace golpista. De igual forma, el endurecimiento de las leyes penales en Perú, el uso de paramilitares en Colombia y de militares en Venezuela constituyen experiencias de las cuales las elites mexicanas han aprendido vía cooperación y agregados militares en embajadas, al igual que los militares argentinos aprendieron de los chilenos en los años ochenta. Sin embargo, la racionalidad de las políticas de militarización mexicana no sólo responde al contexto latinoame-ricano, sino además al intercambio político de bienes de sobera-nía por armamento y capacitación por parte de las elites estadunidenses, como veremos a continuación.

LA GEOPOLÍTICA DEL NUEVO ESQUEMA DE SEGURIDAD HEMISFÉRICA

La estabilidad para las democracias inseguras

Al fmalizar la Guerra fría, con el piso del unipolarismo y la desar-ticulación de los países latinoamericanos, las elites políticas y mi-litares estadunidenses reestructuraron la política de seguridad hemisférica instrumentada durante las últimas décadas en estos países. Para tal efecto, abandonaron la doctrina de seguridad na-cional y la sustituyeron por otra que no acaba de instituirse debi-do a algunas resistencias de las elites latinoamericanas, y que está basada en la idea de estabilizar las democracias inseguras me-diante: a) el compromiso de consolidar la democracia a partir de la seguridad hemisférica, b) el control civil de los ejércitos, c) la cooperación transparente en materia de defensa, d) el estableci-miento de una agenda para la negociación de disputas, y e) la Promoción de la cooperación en todos los órdenes, particular-

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mente en el combate al narcotráfico y el terrorismo (Rojas Ara-vena, 1995).

Esta agenda abierta, consensada en las reuniones de ministros de defensa latinoamericanos realizadas en Williamburg, Virgi-nia, en 1995 y en Bariloche, Argentina, en 1996, constituye la base sobre la cual las elites norteamericanas han presionado, ca-bildeado y comprometido a la mayoría de los países latinoame-ricanos para que acepten algunas propuestas geopolíticas, como la reestructuración funcional de sus ejércitos mediante la reduc-ción de sus presupuestos, efectivos e industrias militares y su par-ticipación en tareas que tradicionalmente eran consideradas de seguridad pública e interna, como la lucha contra la delincuencia común y organizada y la contrainsurgencia, pero que ahora son presentadas por ellos mismos y por los propios gobiernos lati-noamericanos como amenazas a la seguridad nacional.

La estrategia estadunidense ha consistido en presentar esta agenda como la superación de una posición unilateral y su con-versión en una alianza o asociación para el combate del narco-tráfico y la insurgencia. Esta estrategia une ambos elementos en una composición escandalosa llamada "narcoterrorismo". Sin embargo, más allá de la supuesta cooperación entre gobiernos, ejércitos y policías, las elites estadunidenses, acudiendo a la pre-sión estructural del cobro de la deuda y a la oferta de inclusión en aperturas económicas y de liquidez para rescates financieros, han utilizado el mecanismo unilateral de la certificación del combate antidrogas, esa guerra beneficiosa que mata más gente que el consumo de drogas (Galeano, 1998), para ganar posicio-nes en la región e impulsar organismos aparentemente multila-terales pero militarmente subordinados al ejército y las policías estadunidenses, como el Centro Multilateral Antidrogas, que se instalará a comienzos del próximo año en Panamá.

En esa lógica, el ejército y las policías estadunidenses han ex-perimentado reposicionamientos y cambios de estructuras orga-

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nizacionales y de funciones. En el caso del ejército, la reticencia de sus elites a involucrarlo en el combate antidrogas (Cordera, 1997), el cambio del comando sur de Panamá a Miami, y el uso de la institución para estabilizar los sistemas políticos latinoame-ricanos mediante la invasión y la destrucción militar de los regí-menes opositores a los capitales estadunidenses, han sido las tácticas principales de la estrategia militar hemisférica. En el caso de las policías, la CIA, el FBI, la NSA y otras agencias de inteligen-cia han experimentado profundos cambios organizacionales y funcionales para reducir la complejidad del nuevo entorno lati-noamericano (Bailey, 1998), al tiempo que se impulsan propues-tas como la formación de una policía regional, semejante a la Europol o, por lo menos, de una policía norteamericana.

La reestructuración de las policías estadunidenses ha sido un proceso rápido entablado con el fin de la Guerra fría, desde el reaganismo hasta la fecha. A medio siglo de creada, la CIA ha sido orientada a problemas de orden público (Bailey, 1998). Al-gunos han propuesto su desaparición o su fusión con el FBI, mientras que sus agentes y los de la DEA son reposicionados en los países latinoamericanos en un número cada vez mayor, con la insistencia de que deben actuar armados en sus funciones an-tinarcóticos y antiterroristas. Actualmente, el FBI y la DEA están más activos que la CIA debido al desgaste de esta última.

Por otro lado, la estrategia estadunidense se ha complemen-tado con el control tradicional del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas y de la Junta Interameri-cana de Defensa de la Organización de Estados Americanos (Fazio, 1996); con la promoción de la cooperación militar como una opción barata de preservación de las soberanías nacionales, Y con la liberación de la venta de armas a los países latinoameri-canos, excepto a los que estén en conflicto, como si fuera impo-sible la venta indirecta. Es una estrategia redonda que cierra

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todos los frentes: el control geopolítico después de la entrega del Canal de Panamá, la reestructuración y el cambio de funciones de los ejércitos latinoamericanos, la venta de armamento, el

adiestramiento, la capacitación, la asesoría... el monitoreo des-de sus embajadas y la infiltración de los sistemas financieros. Dice Fazio: "Habría que buscar allí el origen de una nueva fun-ción de policía interna de los militares mexicanos".42

El mercado de la soberanía En ese escenario, las elites políticas y militares mexicanas han estructurado un intercambio de bienes de soberanía por apoyos financieros y armamento. La relación bilateral en cuestiones mi-litares ha sido —según se vea— más compleja que una simple su-bordinación mediante la construcción de un tercer vínculo (Fazio, 1996; Pineda, 1998), o más dificil que una cooperación justa, moderna y barata que supondría una mayor cercanía (Pi-ñeyro, 1997). En realidad, en circunstancias donde las elites po-lítico/militares mexicanas conceden que sería catastrófico desligarse de la política hegemónica estadunidense hacia el hemisferio, éstas han decidido, mediante el cálculo y con un margen de maniobra particular (Herrera-Lasso, 1998) —generado por su ubicación externa al comando sur, por sus posiciones re-ticentes al Centro Multilateral Antidrogas, y por su negativa a extraditar a los banqueros denunciados por lavado de dinero—, negociar la sujeción gradual a la política de seguridad hemisféri-ca estadunidense.

A cambio de recursos financieros para la estabilidad macroeco -

nómica y, por supuesto, de ganancias privadas para los empresa -

rios estadunidenses, en medio de las trayectorias dispersas del desorden mexicano descritas líneas atrás, las elites políticas y las militares subordinadas han comprado la recomendación estaduni -

dense de reestructurar el ejército y militarizar las policías (Fazio ,

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1996), a contrapelo de la reducción de los ejércitos centroamerica-nos y suramericanos, pero en sintonía con la militarización de las policías y la remilitarización de dichas sociedades. La diferencia del proceso mexicano respecto a los demás países latinoameri-canos se explica, por supuesto, por el intercambio asimétrico generado por la apertura económica y las licencias para la com-pra de armas ligeras y antimotines, antes de la liberación de la venta de armamento al continente.

En efecto, la reestructuración militar del ejército y las policías mexicanas no ha sido un proceso tan rápido como la del ejército y las policías estadunidenses. Sin embargo, ese negocio —quizá la idea de desnacionalización (Pineda, 1998) sea demasiado re-tórica— ha posibilitado una sujeción gradual incompleta del ejér-cito y las policías mexicanas a la política de seguridad hemisférica. Estos intercambios desiguales han avanzado lo su-ficiente para considerar este proceso como irreversible en rela-ción con una posible alternancia política en el próximo gobierno. En ese sentido, los contactos bilaterales de alto nivel entre las elites políticas y militares de ambos países han contabi-lizado las ganancias y las pérdidas.

Así, con el pretexto de una probable guerra civil en México, los estadunidenses han logrado vender armamento al ejército y la marina mexicana, incrementar el número de agentes antidro-gas y asesores contrainsurgentes, realizar operaciones conjuntas, conseguir extradiciones de narcotraficantes, desarrollar vuelos y abastecimientos en cielos y puertos mexicanos, infiltrar las empre-sas de seguridad privada; todo esto a cambio de recursos para la capacitación de jueces, la formación de soldados en escuelas mili-tares estadunidenses, el adiestramiento de las policías estatales y de la nueva Policía Federal Preventiva, y las certificaciones, a diferen-cia de las presiones estadunidenses hacia Colombia.

Por último, en este mercado de la soberanía, en este inter-cambio desigual de bienes de soberanía por insumos para el sis-

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tema policiaco y el sistema económico, hay un bien que las eli-tes políticas y militares no han vendido, al menos hasta ahora: la legitimación del Centro Multilateral Antidrogas. Por el contra-rio, desde las reuniones de países iberoamericanos han impulsa-do un mecanismo multilateral para certificar el combate antidrogas —que no sustituye la certificación estadunidense—, an-tes de acceder a participar en fuerzas hemisféricas unidas, como lo han hecho ya Argentina, Brasil, Chile, Colombia y Venezue-la. La bitácora de la participación de las elites político/militares mexicanas en la estructuración del Centro Multilateral Antidro-gas registra una participación condicionada a la entrega del Ca-nal de Panamá y a que no se le utilice para la conformación de fuerzas multinacionales (Villamil y otros, 1998).

LAS PATOLOGÍAS DE LA MILITARIZACIÓN

El triedro de las patologías estatales

En México —el país que ocupa el sexto lugar en cuanto al gobier-no más corrupto del mundo, el cuarto en homicidios,' el de la policía peor pagada de América Latina' y el de la eficiencia po-liciaca de 3% (Ruiz Harrell, 1998)—, la instrumentación de la polí-tica de seguridad pública diseñada en los últimos dos sexenios, caracterizada por la centralización y la militarización, ha gene-rado una serie de patologías estatales, como las redes de policías y militares con el narcotráfico, el espionaje por parte de las con-traelites políticas y judiciales y la tortura de delincuentes y oposi-tores, sin que hasta el momento haya una certidumbre de que los procedimientos de depuración, castigo y dignificación de las insti-tuciones del sistema policiaco puedan minimizar esas patologías hasta devolverles la legitimidad que han perdido en estos años.

III LOS EFECTOS DE LA MILITARIZACIÓN PASIVA

DE LA SEGURIDAD PÚBLICA

104 David Aponte, "México, sexto lugar mundial en corrupción gubernamen-tal, La Jornada, 9 de marzo de 1998 1° ' Gabriela Xantomila, "México, cuarto lugar en homicidios", Diario de Xala- Pa, 9 de febrero de 1997. Asimismo, Raúl Llanos, "La policía mexicana, la peor pagada de AL", La Jornada, 2 de julio de 1997. Según el Informe Social de la CEPAL, 1998, México ocupa el segundo lugar en homicidios, sólo supera-do por Colombia.

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A pesar de que la Ley del Sistema de Seguridad Pública, la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada y la Ley de la Policía Federal Preventiva insisten en la necesidad de que los policías y los militares que ahora participan en estas institucio-nes rijan sus conductas por los valores de la legalidad, la eficien-cia, el profesionalismo y la honradez; a pesar de que la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada considera la posibi-lidad de aplicar castigos crecientes a los funcionarios que parti-cipen en la delincuencia organizada o utilicen el procedimiento de intervención de comunicaciones privadas sin autorización judicial; a pesar de que en estas leyes se induce a los policías y a los militares a rechazar las prácticas de la corrupción y la tortu-ra, las redes entre las elites políticas, militares y policiacas y los narcotraficantes, así como el espionaje y la tortura se han expan-dido considerablemente, sin constituirse en un vínculo orgánico estructural y sin que pueda saberse aún si esto ha sucedido preci-samente así (González, 1994; Fernández Menéndez, 1999). *

Los procesos de centralización de las policías y la militariza-ción de la seguridad pública no tienen un mecanismo de control que evite la existencia de estas patologías estatales, pero, para ser justos... tampoco es exacto sostener que el ejército, a dife-rencia de las policías judiciales y preventivas, ha sido comple-tamente infiltrado por los narcotraficantes. Sin embargo, el involucramiento del ejército en la seguridad pública lo ha ex-

puesto al mercadeo de narcotraficantes y al uso discrecional de

la fuerza pública contra los delincuentes y los opositores al sis-

* Al respecto, la idea de contaminación general del ejército es insostenible, no sólo por la insignificante magnitud de los actos de esta naturaleza frente al ta-

maño del ejército, sino además porque el proceso de incorporación reciente de

los militares al combate antidrogas no necesariamente implica el control de las redes de esa empresa ilegal al lado de los policías judiciales, que la han gestio-

nado durante años. No obstante, la participación diversa de militares de dife-

rentes grados tampoco constituye una simple contingencia que deje de poner

en riesgo a la institución militar.

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tema político. Por otro lado, se piensa que a pesar del entrena.. miento estadunidense, el ejército mexicano no está en condicio-nes de cumplir tareas de seguridad pública (Ruiz Harrell, 1997; Aguayo, 1997). En esa lógica, es un hecho que la corrupción es-tructural de las policías preventivas y judiciales es un problema que no va a solucionarse en los próximos veinte años.

La militarización pasiva de la seguridad pública ha sido selec-tiva, de tal forma que hay zonas y regiones del país donde el proceso de centralización reciente no incorpora a las policías municipales, por lo que hasta ahora ha sido ineficaz en su fun-ción antidelictiva.'

Por otra parte, si bien en algunos casos la depuración de las policías garantiza que algunos policías delincuentes no vuelvan a incorporarse al sistema policiaco, no garantiza que éstos no se involucren en las redes de corrupción (Morris, 1992) y delin-cuencia; si bien se amenaza con castigar las intervenciones de comunicaciones privadas, se deja a los jueces federales, subordi-nados al Poder Ejecutivo, la capacidad de supervisar dichos pro-cedimientos; fmalmente, si bien se recomienda abstenerse de cometer actos de corrupción y tortura, la violencia policiaca es una de las características principales de las policías municipales, intermunicipales y judiciales estatales, así como del ejército.

Las redes de las elites militares, policías y narcotraficantes como una empresa paraelitista Para evitar la paradoja de considerar a las trayectorias dispersas del desorden social mexicano como inclusiones colaterales, mientras se considera a los militares y las policías con un criterio distinto, asumamos a estos sujetos estatales, en las redes que te-jen con los narcotraficantes y los secuestradores, como socios de 106 „

Dulces planes... realidades amargas", en Reforma, 17 de noviembre de 1 998.

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una empresa racional inclusiva (Krauthausen y Sarmiento, 1993) paraelitista que genera ganancias y pérdidas. Una perspec-tiva de estas redes basada en la idea de que, bajo amenaza o no, algunos militares, policías y jueces venden protección o el recur-so de la no acción mediante el combate selectivo a los cárteles y

las bandas rivales, impulsan estrategias narcontrainsurgentes, en-tregan a narcotraficantes información confidencial de planes y

operativos e, incluso, distribuyen drogas en sus instituciones, nos permitirá entender cómo en los últimos años los militares, las po-licías y los narcotraficantes han estado subordinados a algunas fracciones de las elites políticas que gestionan dichas instituciones (Valle, 1995; Trueba Lara, 1995; Kaplan, 1996; Fernández Me-néndez, 1999). Al respecto:

Los traficantes de drogas no son sólo actores racionales en térmi-nos de sujetos insertos en un contexto económico, sino también en

cuanto a sus accionar político social. Mientras el lucrativo nego-

cio ilícito de las drogas radicaliza [...] la lógica capitalista de maximización de beneficios, simultánea y necesariamente re-

quiere potenciar [...] la amenaza y el uso de la fuerza para asegu-

rar la defensa y la proyección de sus intereses. En breve, la violencia política ejercida por el narcotráfico no es irracional ni

disfuncional desde la perspectiva del empresario ilegal de drogas

que busca mantener y expandir sus dividendos a la vez que con-quistar y legitimar su presencia social.'

De 1992 a 1997, periodo en el cual el país se convirtió en una

opción de producción y distribución de drogas a los cárteles co-lombianos y en el cual pudo haberse alcanzado un pacto narcopo -

lítico (Castañeda, 1994), y especialmente a partir de 1993

1 ' Estas redes estarían compuestas por 14.1% de la población, según Barry

McCaffrey. Véase Maribel González y César Romero, "El gran aliado de

México", Reforma, 31 de mayo de 1999.

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(Fernández Menéndez, 1999), fueron despedidos 1 311 policías ju-diciales federales y 150 agentes antidrogas por sus vínculos con el narcotráfico (Carta, 1997). De igual forma, 34 militares —aunque solamente se dieron a conocer 27 casos: tres generales, dos ma-yores, cuatro capitanes, un coronel, un comandante, un sargen-to, dos tenientes, dos subtenientes, cuatro agentes militares, un militar con licencia, un jefe de grupo y cinco militares de cargo desconocido— fueron acusados de cobertura selectiva a narcotrafi-cantes;" entre éstos, destaca el caso del general Jesús Gutiérrez Rebollo, adscrito a la región militar XV y director del Instituto Nacional para el Combate a las Drogas (iNcD), quien fue vincu-lado al Cártel de Juárez, y de su subordinado, el capitán Horacio Montenegro, ex director de Seguridad Pública de Jalisco.'

En el contexto de la apertura comercial, las redes de militares, policías, elites políticas y narcotraficantes mexicanos y estadu-nidenses"' han formado parte de una empresa global estructu-rada a partir de la contratación de ex militares nacionales y extranjeros, ejércitos privados," ex policías y policías privadas,

1°8 Reforma, edición especial, "Refuerzan seguridad", 2 de agosto de 1997. 109 Peter A. Lupsha, "Narcotráfico y narcoinversiones transnacionales: un en-

foque sobre México" Revista Occidental núm. 1, México, 1996, Ahí, Lupsha dice: "Las organizaciones criminales transnacionales están, por supuesto, res-tringidas por las condiciones y estructuras históricas y actuales de corrupción política en las naciones-estados en las cuales operan. En México, por ejemplo, debido al histórico e institucionalizado paternalismo autoritario y la centrali-zación cimentada en el dominio nacional del Partido Revolucionario Institu-cional o PRI, grupos transnacionales como los colombianos deben trabajar con y a través de grupos mexicanos del crimen organizado que tienen el apoyo co-rrupto y colusorio de instituciones nacionales como el PRI, la Procuraduría General de la República (POR), la Policía Judicial Mexicana (PErm), la Policía Estatal Judicial Mexicana (PEDO, los gobiernos estatales y los militares para protección".

° James Cason y Brooks, "Identificados, 500 grandes grupos de narcos dentro de EU: Casa Blanca", La Jornada, 4 de diciembre de 1997. Véase, además, Francisco Mendoza, "Binacionales, las mafias de la droga", La Crisis, 13 de di-ciembre de 1997. Andrés Oppenheimer, "Ejércitos privados vienen marchando", Reforma, 5 de enero de 1999.

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que infiltran las elites del ejército y de las policías judiciales y

preventivas. Una vez que los narcotraficantes tienen un grupo de inteligencia que diseña rutas, estrategias y operativos de mer-cado y finanzas, compran los servicios de cobertura de las poli-cías y los jueces (Krauthausen y Sarmiento, 1993), quienes mediante el recurso de no actuar o a través de la represión selec-tiva intercambian esos bienes institucionales por dinero, droga o armas que son utilizadas por los policías en otras empresas, co-mo el secuestro (Fernández Menéndez, 1999). Dice Krauthau-sen al respecto:

El gran número de actores y las inmensas sumas de capital, el necesario sigilo de la clandestinidad y las dimensiones interna-cionales del mercado: todo ello obliga a las empresas del sector oligopólico a combinar a lo largo de toda la transacción una serie de bienes y servicios de naturaleza económica, política y militar [...] tres bienes y servicios fundamentales tienen que estar dispo-nibles: capital, violencia y la no actuación de la policía y los juz-gados. 1 12

Este intercambio clandestino es posible en la medida en que existen capitales ilegales, violencia estatal privatizada como el soborno, e ineficacia militar y policiaca (Krauthausen y Sar-

miento, 1993; Luphsa, 1994). La reproducción de capitales ile-gales involucra a elites empresariales y financieras y a jefes de fracciones de elites políticas, puesto que necesariamente implica el lavado de dinero."' Asimismo, en el caso de la violencia esta-tal privatizada, hay una serie de actores nacionales y extranjeros, como ex militares y ex policías desplazados, agentes antidrogas y

veteranos del servicio de inteligencia militar fronterizo estaduni -

112 Qro Krauthausen, Cocaína & Co, op. cit., p. 61. 13 Roberto González y otros, "En el sistema bancario mexicano se lavan 10 mil mdd anuales", La Jornada, 20 de mayo de 1998.

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dense,' que desde afuera y desde dentro del ejército y las policías mexicanas informan sobre operativos especiales y patrullajes. En el caso de la ineficiencia, no preocupa el combate a las drogas si-no la incapacidad estatal para controlar esta patología.

La juridización de la intervención estatal de las comunicaciones privadas

En la última década se ha construido un consenso en torno a la necesidad de controlar civilmente los servicios de inteligencia estatales (Aguayo, 1994, 1996). Sin embargo, las denuncias so-bre el espionaje de organizaciones sociales, contraelites y elites judiciales, han tenido un efecto casi nulo en la estructuración de dicho control, porque ni la sociedad civil ni los congresos loca-les y federal han avanzado demasiado en este asunto público. Por el contrario, a partir de los años noventa el aparato de inte-ligencia estatal se ha reestructurado y se levantan nuevas institu-ciones de vigilancia política, como la Dirección General de Normatividad y Supervisión de la Seguridad de la Secretaria de Gobierno Federal,'" o se asignan nuevas funciones a algunas di-recciones del Departamento del D. F. ,116 como parte del proceso

"' Maribel González, "Compran agentes de inteligencia", Reforma, 22 de agos-to de 1997, y "Contratan los narcos a fuerzas especiales", Reforma, 28 de agos-to de 1997. Véase también María Elena Medina, "Dice EU tener pruebas de corrupción mexicana", Reforma, 30 de marzo de 1998, y Hugo Martínez, "Compran narcos red policial", Reforma, 9 de abril de 1998. " 5 César Romero, "Crea Gobernación una nueva policía", en Reforma, 13 de septiembre de 1998. Véase, asimismo, Patricia Sotelo, "Cuestionan el nuevo organismo policiaco", Reforma, 15 de septiembre de 1998, y Miguel Ángel Granados Chapa, "Delación a la orden", Reforma, 16 de septiembre de 1998. 16 Véase Daniel Moreno, "De Espinosa a Cárdenas. Informantes: el trabajo oculto". Ahí, Moreno dice: "Adscritos formalmente en diferentes áreas de go-bierno del DDF, al menos cinco equipos distintos, controlados desde la Secreta-ria General de Gobierno o desde la oficina del propio regente capitalino, se dedicaron al espionaje político y a recabar información de partidos y organiza-ciones, durante la regencia de Óscar Espinosa Villarreal. Encubiertos como analistas en áreas como la Dirección de Cómputo o como gestores de las de-mandas ciudadanas, más de 200 elementos se dedicaron a intervenir teléfonos, analizar información y espiar conversaciones o reuniones privadas, junto con

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de centralización de las policías políticas del país, paralela a la centralización de las policías preventivas y judiciales.

La centralización de las policías políticas ha resultado u n proceso más fácil que la centralización militarizada de las otras

policías. Desde la creación de la Dirección Federal de Seguridad en 1947 y de la DISEN en 1985, los militares gestionan directa-mente el aparato de inteligencia del país mediante el control de sus cargos directivos (Garduño, 1995). En 1988, este hecho se vio reforzado con la creación del Centro de Investigación y Se-guridad Nacional' (CISEN). Este proceso se entiende mejor si, en lugar de caracterizarlo como un obstáculo a la deseada tran-sición democrática del país, se le analiza como un componente de la matriz política de baja intensidad democrática.

un número no determinado de elementos infiltrados en partidos políticos y or-ganizaciones [...] A la par, desde la Secretaría de Seguridad Pública y la Pro-curaduría capitalina, el gobierno de Espinosa mantuvo un monitoreo de información permanente, para saber de cualquier protesta o manifestación, desde el momento que se organizara, tal como ahora lo hace la nueva adminis-tración", Enfoque, suplemento de Reforma, 22 de febrero de 1998. En el mismo suplemento, véase Daniel Moreno, "De Espinosa a Cárdenas. La nueva red del D.F.", donde se afirma: "Más de dos mil ciudadanos, integrantes de diver-sas organizaciones sociales y políticas, integran ya una red para captar infor-mación política de la ciudad de México, misma que se reporta a diversos funcionarios del gobierno capitalino, principalmente a la Dirección General del Gobierno del D.F., según informó René Bejarano, titular de esta Dirección [...] La propia Dirección integra un directorio con los nombres de 15 mil líde-res y organizaciones, en las que se incluyen al movimiento urbano popular, las organizaciones no gubernamentales, los medios de comunicación y los grupos vecinales. En cada ficha se busca tener información sobre su tendencia políti-

ca, el partido al que es afín, sus intereses económicos o políticos y su nivel de influencia [...] A la par en cada una de las 16 delegaciones del DF, la propia Dirección General de Gobierno tiene a tres elementos llamados indicadores que recaban información vecinal sobre temas como el comercio ambulante, el sexo servicio, los giros negros y hasta los videojuegos". En el mismo sentido, véase Ariadna Bermeo, "René Bejarano. Informan conflictos, no espían", Re-

forma, 25 de febrero de 1998. Jorge Camargo, "Anuncian sistema de Inteligencia", Reforma, 26 de sep-

tiembre de 1997.

172

De manera semejante a la intensificación de la vigilancia es-tadunidense del país' y del monitoreo de la frontera entre am-bos países,' la vigilancia política de las contraelites y las fracciones competitivas del núcleo tecnocrático se ha incremen-tado. Si el espionaje estadunidense ha ganado más espacios con el pretexto de la lucha antidrogas, los servicios de inteligencia mexicanos se han extendido por el país mediante una red de unidades de información y análisis del CISEN y la creación de centros regionales de espionaje, a través de los cuales, a petición de la Secretaría de Gobierno,'" se intervienen comunicaciones telefónicas y correspondencia y se vigila a los opositores políti-cos. Al respecto, hay una relación directa entre la juridización de las intervenciones telefónicas —formalizada en la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada— y la aparición, en un núme-ro cada vez mayor, de este tipo de prácticas en diferentes partes del país. Dice Frausto Crotte al respecto:

Los casos de espionaje denunciados recientemente por políticos de oposición en el D.F., Campeche, Querétaro, Nuevo León y Baja Ca-lifornia, permiten suponer que detrás de las cámaras y micrófonos ocultos se encuentran [...] los servicios de inteligencia del Estado [...] Existen fundamentalmente tres formas de espiar en México: uno, desde el Centro de Investigación y Seguridad Nacional [...] que depende de la Secretaría de Gobierno [...]; dos, desde los servi-cios de inteligencia de la Policía Judicial Federal [...] que depende de la Procuraduría General de la República [...]; y tres, por me-

"'Jesús Aranda, "Opera EU en México un centro de inteligencia contra el nar-cotráfico", La Tornada, 13 de noviembre de 1997. 19 Reforma, "Vigila EU la frontera con video", 4 de noviembre de 1997. 12° Gerardo Rico y otros, "A solicitud de Gobernación, la intervención de telé-fonos", La Jornada, 26 de mayo de 1995.

173

Page 89: La militarización de la seguridad pública en México

dio de detectives privados que ofrecen sus servicios a particulares o diversos sectores del gobierno.'

Al margen de la calidad de la información que las unidades de información y análisis del CISEN, la PJF y la Defensa Nacio-nal producen (Rodríguez, 1993) —la mayoría de las veces fallida y demasiado concentrada en la vigilancia de la intimidad de las elites y las contraelites—, esa intromisión constituye una práctica estatal autoritaria a la que las contraelites políticas no atienden demasiado, porque en el fondo piensan que ciertos excesos rela-tivos al asunto son inherentes al ejercicio del poder y necesarios para la gobernabilidad. En tales circunstancias, sabemos muy poco sobre cómo funcionan los aparatos de inteligencia en las alternacias políticas; incluso no sabemos qué sucede con los aparatos de información que reciben, pero a juzgar por lo que

sucede en el D.F. las nuevas policías políticas o redes de infor-mantes juegan un papel preventivo en la toma de decisiones de los gobiernos opositores al régimen de partido estatal. *

A un lado de las bases de datos del Sistema Nacional de Se-guridad Pública, cada estado del país tiene un delegado del CI-SEN y una unidad de información y análisis, subordinados a las subsecretarías de Seguridad Pública o a las secretarías respecti-vas. La organización y funcionamiento de estas instituciones constitutivas del imaginario político de las contraelites' son po-sibles mediante una infraestructura sobre la cual se han hecho

121 Salvador Frausto Crotte. "El espionaje político en México" Suplemento Bucareli, El Universal, 29 de marzo de 1998. * Al respecto, es interesante observar el papel de los Comités de Defensa de la Revolución (cDR) en Cuba, particularmente su función de policía vecinal en el' nuevo contexto del endurecimiento de las leyes contra la delincuencia, que contemplan la pena de muerte. 122 Miguel Cabildo, "Conclusión de historiadores: el espionaje, interno y ex-terno, es inevitable y debe reglamentarse", Proceso, 762, 10 de junio de 1991.

174

muchas especulaciones,' pero sobre la que sabemos cada vez más por algunos informantes desplazados y resentidos (Rodrí-guez, 1993), por el descubrimiento de centros clandestinos de espionaje en diferentes estados y por la prensa, que ante la debi-lidad de los poderes legislativos locales denuncia y, en ocasio-nes, precipita decisiones acerca de este proceso.

Precisamente, el descubrimiento de espionajes fallidos o con-cretos denunciados por la prensa ha hecho posible que en los campos intelectuales y políticos comience a hablarse acerca del ca-rácter imprescindible de la información política y de los vacíos normativos para un control civil de los servicios de inteligencia estatales y del funcionamiento de las empresas privadas concen-tradas en las infidelidades conyugales.' Sin embargo, si las le-yes son sólo la formalización de las disputas, entonces la legislación en la materia puede constituir un mecanismo de en-cubrimiento demasiado sofisticado para ocultar las resistencias de las contraelites a cambiar las prácticas cotidianas de la go-bernabilidad del partido estatal. En todo caso, la prioridad de es-tas prácticas instrumentales sobre los valores de la transparencia

123 Luis Velázquez, "Espías del doctor Ampudia", Sur, 12 de febrero de 1997. Dice Velázquez: "[. .1 acaban de adquirir una grabadora que a través de un micrófono registra conversaciones hasta un kilómetro de distancia". Véase también, Luis Guillermo Hernández, "Caen tres espías en Campeche", donde se afirma: "El equipo de espionaje podía procesar hasta 3 mil llamadas en un solo minuto, emisiones por radio, intercepción de fax y rastreo de llamadas, de acuerdo con el catálogo de la empresa israelí ERG Technick AG-7240 Küblis, proovedora del aparato", Reforma, 15 de marzo de 1998. 124 Bertha Teresa Ramírez, "Usan técnicas de espionaje en la investigación de parejas infieles", La Jornada, sin fecha. Para algunos antecedentes sobre esta patología estatal, véase Ignacio Ramírez, "La tortura, un caso de degeneración de los cuerpos policiacos: Martínez Cor-balá", Proceso, 25 de noviembre de 1985, así como Miguel Cabildo, "Todos torturamos; lo que hay que cuidar es que no se nos mueran", Proceso, 2 de di-ciembre de 1985.

En este caso, coinciden la institución de la CNDH y la militarización del combate antidrogas, pero la tipificación de la tortura se hizo desde 1986, aun-

' que todavía en 1998 los estados de Tlaxcala e Hidalgo no lo habían hecho.

175

Page 90: La militarización de la seguridad pública en México

y la libertad constituyen un asunto de gobernabilidad que ape-nas comienza a preocupar sistemáticamente a las contraelites en sus alternancias tempranas.

La subsunción real de la tortura a la militarización Entre la denuncia civil de la tortura (CDDHFV, 1997; AW, 1997; AI, 1998) como una práctica sistemática y generalizada de las policías y la retórica estatal de los avances significativos sin erradicación (CNDH, 1995, 1996), hay un hecho innegable: el monopolio policiaco de la tortura, cuya especialidad desarrolló durante varias décadas, ha sido roto, a partir de 1990, por la re-incorporación masiva del ejército al combate antidrogas y, luego de 1995, por su incorporación a las tareas de seguridad pública. Durante estos años, el ejército recuperó la primacía en el uso de la tortura en sus operativos antidrogas y contrainsurgentes, debido a su baja preparación para las nuevas tareas que las elites políticas le asignaron. La polifuncionalidad militar ha producido un in-cremento de sujetos sociales y políticos torturados debido a su di-sidencia o a su parentesco con disidentes (LID/FIDH, 1997).

Durante estos años, igualmente, la tortura militar y policiaca como método de confesión y fabricación de culpables ha sido el

principal dispositivo de control político y social que las elites han utilizado contra delincuentes, movilizados e insurgentes, pero

también contra indígenas, campesinos y pobladores urbanos que

habitan las zonas y regiones que las instituciones de inteligencia y

contrainsurgencia mexicana consideran que conforman redes de

protección de los que de esa manera buscan incluirse en la nueva sociedad mexicana. Bajo complicidad con agentes de ministe-rios públicos (Ruiz Harrell, 1998; HRW, 1999), los militares y los policías continúan practicando la tortura como procedimiento de confesión, a pesar de las reformas judiciales de 1991, que

176

anulan las confesiones en ausencia de agentes del ministerio pú- blico. 125

Al contrario de lo que se asegura en los informes guberna-mentales ante el Comité contra la Tortura de la ONU, basados parcialmente en estadísticas de la Comisión Nacional de Dere-chos Humanos —sin considerar los informes de las comisiones locales, en los que se insiste en los avances significativos en la lucha contra la tortura—, las organizaciones defensoras de dere-chos humanos, nacionales e internacionales, repiten en sus in-formes anuales que en México la tortura contradice los avances legales que formalmente la obstruirían (AW, 1991; Al, 1997). Sin embargo, lejos de caracterizar a la incipiente democracia electo-ral mexicana (Meyer, 1998) como fundada en esa práctica me-tódica, insisten en recomendar a las elites y a las contraelites políticas la erradicación de la tortura, a lo que éstas responden que de eso se ocupan desde hace varios años, sobre todo luego de la apertura comercial.

En efecto, este ritual militar y policiaco es el último bastión del régimen político del partido estatal aún hegemónico. Antes de que los militares hayan limpiado las policías mexicanas, pro-ceso que sin duda durará por lo menos dos décadas, los milita-res, entrenados para matar (Aguayo, 1997), habrán endurecido las reglas de éste, más allá de la polimórfica violencia policiaca. Asimismo, si no se desarrolla una reforma de los procedimien-tos judiciales militares no existirá, ni para los militares mismos sujetos a proceso militar o a la disciplina castrense, una garantía de control eficaz de esta patología estatal. Ahora es más claro que la tortura contrainsurgente de civiles constituye la forma

125 Alma Muñoz, "Judiciales y militares, principales ejecutores de la tortura en México", La Jornada, 21 de abril de 1997, así como Claudia Herrera Beltrán, «Crece en México la tortura; hay impunidad en la mayoría de los casos", La Jornada, 20 de mayo de 1997, y Raúl García, "Entregan a Rodley 500 quejas de abusos policiacos y militares", La Jornada, 21 de agosto de 1997.

177

Page 91: La militarización de la seguridad pública en México

nuclear que adopta el mecanismo de control autoritario de la militarización de la seguridad pública y del país.

La gestión mediática de la delincuencia

Al margen de que las investigaciones empíricas acerca de las re-laciones entre los medios de comunicación y la violencia, en el laberinto de la monocausalidad, se asumen incompetentes para presentar a los medios como la causa principal de la violencia (García Silberman y Ramos, 1998; Rondelli, 1997), en México, a partir de los años noventa, cuando la nota roja se convirtió en electrónica, el incremento de los contenidos de violencia en la programación, sujeta a la competencia de las televisoras y la prensa, contribuyó a la configuración de sujetos inseguros,'" más allá del incremento efectivo de los índices delictivos. En es-te periodo, algunos medios de comunicación gestionaron como nunca las emociones de la audiencia mediante un conjunto de estrategias discursivas basadas en el negocio de las imágenes de la infamia delictiva.

En estos programas de nota roja,' que desde la prensa am-pliaron la publicación de casos extremos, la delincuencia y la

impunidad policiaca se convierten en un espectáculo en el que

126 Sarah García Sílbermann y Ramos, Medios de comunicación y violencia, p. 361, citan a B. Gunter: "En general, por miedo se alude a la ansiedad que pro-voca pensar en sufrir algún delito [...] o en delitos o situaciones violentas espe-cíficas [...] El miedo se distingue conceptualmente de la inseguridad, la cual se puede ubicar como una ansiedad asociada con la posibilidad de que algo malo ocurra en ciertos lugares, situaciones y/o momentos del día. El miedo y la inse-guridad están íntimamente asociados y pueden distinguirse de los juicios de ries-go de victimación personal, es decir, una persona puede percibirse en un alto riesgo de sufrir un delito y no necesariamente sentir ansiedad por la situación". 127 Cecilia Rodríguez Dorantes, "Mujeres, medios y violencia", Revista Mexica-

na de Comunicación, núm. 50, marzo-abril de 1998. Dice: "lo cierto es que a fi-nales de 1996, los programas que más gustaban a los televidentes en México - después de las telenovelas- tenían un alto contenido de violencia: Expediente

13: 22:30, Ciudad Desnuda y A sangre fria".

178

los pobres suburbanos y las zonas peligrosas de las principales ciudades del país aparecen como los actores principales, mien-tras los televidentes consumen selectivamente los casos como una forma de entretenimiento más que como un modelo peda-gógico (Castañeda y otros, 1998). Así, mediante un conjunto de estrategias como la ultrageneralización de contextos, la sobrese-lección de casos y un conjunto de rituales policiaco/judiciales, los productores, los reporteros y los conductores venden imáge-nes escalofriantes y estigmatizadoras' a través de las cuales preparan la legitimación de los programas y las políticas de se-guridad pública.

En efecto, mediante una estrategia de ultrageneralización de contextos despueblan a las ciudades, presentándolas como in-habitables, violentas y peligrosas. Esa expropiación mediática de las ciudades hace que los provincianos rurales y de ciudades pequeñas comiencen a mirarlas como ajenas. Esa enajenación es posible en la medida en que algunos medios, particularmente la televisión, trastocan el tiempo y el espacio de los aconteci-mientos acumulados para trasmitirse. Por un lado, el tiempo de

128 Un estudio de Guillermo Castañeda y otros, "El proceso de construcción de noticias", sostiene: "El programa analizado hace hincapié en el sufrimiento de las personas, o en el escenario de una tragedia con el mayor acercamiento po-sible sobre el rostro y las lágrimas [...] el desarrollo de un enfrentamiento a golpes entre vecinos y familiares, desde el momento de las provocaciones ver-bales, pasando por la pelea misma, los gritos, los insultos y las gesticulaciones de un accidentado, mientras es sacado del interior del coche destrozado, acompañando a la cámara [...] al rescatista; asimismo, en la sangre regada en su cuerpo [...] se regocijan en la exposición minuciosa de la tragedia [...] una característica muy peculiar de las notas presentadas [...] es el involucramiento directo de los reporteros en los hechos y la calificación que hacen de sí mismos [—I asumen el papel de protagonistas consolando a las víctimas [...] apare-ciendo como consejeros [...] irrumpen hasta los lugares más privados de las familias; por ejemplo, tocando a las puertas de la recámara donde se esconde el marido infiel acusado por su esposa, invitándolo a dar la cara y ofrecer su testimonio [...] un alto porcentaje de las notas [...] se refieren a estratos socia-les bajos; dando la impresión de que sólo allí existe conflicto", Facultad de So-ciología, Universidad Veracruzana, 1998.

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Page 92: La militarización de la seguridad pública en México

los hechos delictivos mostrados espectacularmente no coincide con el curso irreversible de los acontecimientos reales, por lo que en ocasiones los televidentes sospechan que se trata de un montaje artificial que entretiene pero atemoriza. Por otro lado, la sucesión indiscriminada de acontecimientos en la nota roja produce la sensación de que en el país del delito total a cada ins-tante sucede, sin que lo sepamos, una cascada de infamias que nunca son remitidas a sus contextos socioeconómicos y, mucho menos, políticos. Al respecto, García Silbermann sostiene:

La ciudad se percibe ahora como si hubiese sido expropiada de nosotros, sus habitantes. La ciudad ya no nos pertenece y nues-tro espacio de seguridad ha quedado restringido a unos cuantos lugares concretos, y muchas veces ni siquiera a éstos. En las plá-ticas se llega a percibir cierta tristeza porque la calle ya no nos pertenece; la gente se queja de que la ciudad es ahora propiedad de una minoría sin rostro, brutal y creciente.'

Otra de las estrategias utilizadas es la sobreselección de casos en los que los pobres suburbanos y de las ciudades perdidas son los protagonistas, y sus habitaciones, colonias y barrios, la esce-nografía del espectáculo. Bajo estas circunstancias, el oculta-miento de otros segmentos de la delincuencia y de los problemas vinculados a los procesos estructurales del país coinciden con la estigmatización por difusión de errores criminalísticos que pre-sentan a la delincuencia como una característica de la subjetivi-

129 Sarah García Silbermann y Ramos, Medios de comunicación y violencia, p.

361. Al respecto de la violencia simbólica, la vida diaria se ha colmado de escenas militares que preparan la aceptación de la militarización del país. Las escenas destructivas de los videojuegos, los juegos de guerras simuladas y los rituales escolares constituyen algunas de las prácticas que en el proceso de socializa -

ción primaria y secundaria configuran la personalidad violenta de los indivi -

duos o, por lo menos, su relativa aceptación.

180

dad de los pobres (Rondelli, 1997). Estos contenidos de violen-cia de los medios son muy útiles para producir ansiedad en los teleauditorios porque muestra la irrupción de las policías o de los reporteros —sustitutos simbólicos de éstos— en las habitacio-nes o en otros espacios privados, restringiendo los derechos de los ciudadanos pobres que pueden ser descubiertos por los poli-cías o los medios de comunicación. Dice Rondelli:

[...] la asociación de imágenes entre pobreza y violencia está to-davía hecha en los programas televisivos cuando los territorios demarcados y segregados de la pobreza [...] sirven como escena-rio, telón de fondo, de las tomas del material para el periodismo policiaco, cuando se muestran escenas de policías en acción. Ta-les imágenes contagian a otros que viven por allí, que pasan a ser vistos/representados como personas sospechosas, aunque no ne-cesariamente envueltas en actos criminales [...] lugares pobres donde las casas pueden ser invadidas por las cámaras y micrófo-nos, pues falta allí el derecho ciudadano de la privacidad, incluso si en ellas residen las víctimas o meros sospechosos.'"

En la producción policiaca de estos programas —en la cual los reporteros dicen arriesgar sus vidas— se fingen luchas con lucha-dores profesionales y se imputan responsabilidades a los presun-

130 Elizabeth Rondelli, "Medios, drogas y crimen", en Etcétera, 16 de enero de 1997. Criticados por columnistas especializados y por amplios sectores de la socie-dad mexicana, incluido el presidente de la República y diversas autoridades, por exaltar la violencia, los noticiarios de nota roja Ciudad Desnuda (Televisión Azteca) y Fuera de la ley (Televisa) dejaron de transmitirse el 14 y el 21 de no-viembre de 1997, respectivamente. La decisión voluntaria de sacar del aire di-chas emisiones, a pesar de estar consideradas entre las de más alto rating, fue hecha pública unos días después de que el presidente Zedillo hiciera un llama-do, durante la 38 semana anual de la CIRT, a no hacer apología de la violencia. Sin aludir a ningún programa en específico, el presidente lo insistió en lo per-nicioso de estos programas al fomentar el delito. Véase Sarah Silbermann y Ramos, op.cit., p. 429.

181

Page 93: La militarización de la seguridad pública en México

tos delincuentes (Castañeda y otros, 1998). Más que expresar como espejo los hechos delictivos, más que producir la violen-cia, cumplen la función de policía electrónica, paralela, perver-sa, autofinanciable, altamente rentable, porque la venta de imágenes de infamia y crueldad no sólo garantiza a las televiso-ras una mayor venta de espacios televisivos para anunciar pro-ductos imposibles para los segmentos de mercado de la teleaudiencia, sino porque además producen la sensación de ir más allá de las policías impunes que también producen miedo en los ciudadanos que afirman que las policías están involucra-das en la delincuencia.

Por otra parte, en ese negocio productivo, a veces suspendido por decisiones institucionales,' algunos medios de comunica-ción no sólo expresan la violencia que acontece en el país, sino que además obtienen grandes ganancias y, sobre todo, contribu-yen a que los ciudadanos experimenten la sensación de que la delincuencia se está multiplicando estratosféricamente, con lo que los operativos policiacos y militares y la política pública de militarización de las policías del país se justifican (Aguilar Ca-mín, 1997). Es cierto, estos medios satisfacen una demanda de imágenes solicitadas por los desempleados, los empleados en la economía informal y los empleados aburridos, pero al insistir en la gestión desmedida de las emociones, lejos de producir un de-

sarrollo cognoscitivo del teleauditorio, recomendando medidas preventivas, * terminan por configurarlo como inseguro, al tiem-

13 ' Hugo Martínez McNaught, "¿Misión cumplida?: Cerca de cumplirse tres décadas de la entrada del Ejército Mexicano en labores antinárcoticos, exper-tos en el tema concluyen que su participación en esta lucha ha sido perjudicial para México y advierten que no existe un plan gubernamental serio para que los militares retornen a sus cuarteles", Reforma, 14 de diciembre de 1998. * El vacío de los noticieros de nota roja que gestionan las emociones de la se. ciedad es aprovechado por otros empresarios que publican revistas como Contra la delincuencia, cuyo editorial del núm. 1 dice: "Debido a las difíciles circunstan -cias por las que atraviesa nuestro país, como la falta de empleo, la injusta dis'

182

po que, en ciertos casos y mediante un efecto perverso,** junto con una constelación de causas —entre las que se encuentra la sobreurbanización—, alimentan la delincuencia.

Una sociedad desconfiada e insatisfecha

En relación con el gobierno, las policías y, en menor grado, el ejército, los mexicanos estructuran una sociedad desconfiada e insatisfecha (Paramio, 1997). Para la mayoría de ellos, en el ac-tual ciclo del régimen, instituciones políticas como el gobierno y las policías preventivas y judiciales ya no son confiables. En sen-tido estricto, perciben sus funciones como poco eficaces para la superación de la crisis económica y la autocorrección de las ins-tituciones de seguridad. Esta desconfianza no les preocupa en lo inmediato a las elites políticas, policiacas y militares; por el con-trario, han optado por una solución de fuerza que presentan como transitoria, sin tener un proyecto claro sobre el retorno de los militares a sus funciones constitucionales. Bajo tales circuns-

tribución de la riqueza, crímenes planeados y ejecutados por nuestros mismos policías, entre otros factores, han detonado la gran bomba de pobredumbre llamada delincuencia. Este fenómeno tiene inmersa a la sociedad en la más grande e injusta de las cárceles: su misma ciudad. "Diariamente en los medios de comunicación, en la calle, a la hora de la co-mida, en el metro, en el transporte colectivo vivimos la violencia, sufrida en carne propia o por otros, de algún acto delictivo. Lo cierto es que somos presos de la delincuencia". Revista Contra la delincuencia núm. 1, enero de 1999. ** Así, en 1996, seis de cada 10 mexicanos se sentía inseguro; 49% en el país y 62% en el DF sentía miedo al caminar solo de noche; 27% en el país y 52% en el DF dijo haber sufrido algún delito en su familia (Harrell, 1996). En 1997, 7.3% dijo no denunciar los delitos por temor a la policía, y 67.4% había sufri-do algún delito en su familia. Véase Rafael Ruiz Harrell, "Inseguridad crecien-te", Reforma, 20 de septiembre de 1996, y "Revelaciones de una encuesta de Reforma", en Criminalidad y mal gobierno, p. 53. Por otra parte, véase Alejan-dro Moreno, "Encuesta/Narcotráfico: importa pero no prioritario", donde presenta los siguientes datos: en 1995 80% de los mexicanos consideraba al narcotráfico como muy grave, mientras que tres años después, en 1998, sólo 1% lo menciona como el principal problema, mientras 31% califica a la crisis económica, 15% al desempleo y 13% a la inseguridad pública.

183

Page 94: La militarización de la seguridad pública en México

tancias, el riesgo para las elites políticas es el incremento del desgaste del capital político que representa el ejército.

Parece una regla de circulación de las elites, pero por ahora, a

dos años de abandonar el gobierno, en la incertidumbre sobre una posible aunque improbable alternancia, han instituido una política que sujetará a un posible gobierno opositor en el país. Por eso, tácticamente, más que la confianza interna, quieren la externa, y más que la participación civil, tiempo para ajustar sus indicadores económicos, aunque para esto tengan que pagar precios tan altos como los analizados en los dos parágrafos ante-riores. Por su lado, la nueva sociedad mexicana piensa que el sistema económico no mejorará sustantivamente en lo que resta del gobierno de las elites y asume a su sistema social como co-rrupto, al tiempo que piensa que la policía es la institución más corrupta del país y considera que ese problema comienza a ca- racterizar al ejército. Dice al respecto Ai Camp:

La actitud hacia la policía es una indicación importante de la confianza básica en el gobierno. En el nivel local, la policía es el

representante del gobierno que tiene más posibilidades de entrar

en contacto con la ciudadanía. Por consiguiente, una buena opi-

nión de la policía es vista en lo general como un importante indi-

cador de la confianza en el gobierno en el nivel más popular. El

sentimiento de seguridad personal suele ser una variable en la

evaluación de la actuación del gobierno por el individuo. Tanto

en Inglaterra como en Estados Unidos la policía alcanzó el nivel

más alto de confianza; en los estudios locales realizados en

México, la policía ocupó siempre el nivel más bajo. Las explica -

ciones en general incluyen la percepción de que los policías son

deshonestos, suelen estar implicados en actividades criminales y

abusan de su autoridad, especialmente entre los grupos rurales y

de bajos ingresos. 132

132 Roderic Ai Camp, La política en México, Siglo XXI, México, 1995, p. 79: Aunque la información que Ai Camp presenta en este trabajo sobre la legal-

184

Por eso, desde su instalación, el actual gobierno de la fracción tecnocrática de las elites políticas ha, sido calificado por la opi-nión pública con valoraciones que fluctúan entre 5.2, en diciem-bre de 1995, y 6.8, en marzo de 1999.' 3' Esta última calificación, la más alta lograda en todo el ciclo del gobierno reciente, es de-masiado baja para concluir que el paquete de políticas públicas ampliado por éste ha sido aceptado por la sociedad. Sin embar-go, frente a la desarticulación de la sociedad civil, puede decirse que representa un margen de legitimidad que lo impulsa a insis-tir en las políticas consentidas externamente por los organismos financieros mundiales y el gobierno estadunidense.

Por otra parte, según datos de 1997, en una escala de 100, la policía mexicana sólo era confiable para 27% de los mexicanos, mientras que el ejército tenía 50% de aceptación, casi el doble (Lagos, 1997). Esta estadística representa un peligro para las eli-tes políticas porque, en sentido estricto, la pérdida de legitimi-dad policiaca representa una fisura entre el gobierno, sus instituciones estatales y la sociedad (Ai Camp, 1995). En una perspectiva comparada entre países latinoamericanos, México y Venezuela, los países con mayor pobreza en la región (CEPAL, 1999), son también aquellos cuya sociedad más desconfia de la policía, aunque la aceptación del ejército, de 59% en el primero y de 54% en el segundo, es alta en relación con países como Ar-gentina y Paraguay, cuyas sociedades confían en esta institución solamente en 37% y 32%, respectivamente. Estos capitales polí-ticos de los ejércitos han sido utilizados, en el caso de México, para militarizar la seguridad pública e interna, y en el de Vene-

Inidad de los servicios de policía en México data de 1991, coincide casi pun- tualmente con el 27% que Martha Lagos presenta en el trabajo referido en este parágrafo. n3

Alejandro Moreno y Pérez, "Mejora el Presidente", Reforma, 1 de marzo de 1999 .

185

Page 95: La militarización de la seguridad pública en México

zuela, con el triunfo del ex golpista Hugo Chávez, para militari-zar la política socia1 134 (véanse cuadros III 1 y III 2).

En 1998, sin embargo, las cosas se complicaron: 88% de los mexicanos caracterizó al sistema social como corrupto, 11% no cree en la gente y 24% cree muy poco en ella. De igual forma, 2% dice no respetar nada las leyes y 11% respetarlas poco. Algo que parece interesante es que 23% no está nada satisfecho con la forma en que convivimos los mexicanos, 32% casi nada y 39% algo satisfecho, es decir, estamos ante una sociedad insatisfecha con el sistema social. Por si fuera poco, 53% opina que el país que nos tocó vivir es peor que el que vivieron nuestros padres, y 50% piensa que el futuro será peor. En medio de este desencanto, la confianza en la policía descendió hasta 10% (Gutiérrez Vivó y

otros: Anexo 6, 1998), gastada por la legitimación mediática de la militarización, mientras que, a pesar de que un amplio sector de la sociedad ha legitimado los operativos policiacos, 50% contra 44%, considera que no es necesaria la mano dura para la solución de nuestros conflictos (Lagos, 1997). Dice Rico al respecto:

El aumento de la delincuencia coincide con el sentimiento de in-seguridad de los ciudadanos. De acuerdo con las encuestas de opinión pública, la criminalidad representa el principal problema social en numerosos países latinoamericanos [.1 Una de las consecuencias más preocupantes de esta percepción de inseguri-dad es el tipo de reacción social que está generando y que oscila

entre la adopción de medidas individuales y colectivas de protec-ción.'"

Cuadro HM La confianza de los latinoamericanos en las fuerzas armadas y la policía, 1997

,~-...=> Argen- tina

Brasil Chile México Paraguay Perú Uruguay Vene- zuela

Total

% % % % % % % % % Lapo-

!ida Las fuerzas arma-das

36

37

33

59

62

54

27

50

29

32

41

63

47

44

25

54

39

51

Fuente: (Lagos, 1997: 8) Revista Este País, núm. 8, enero de 1998.

Cuadro 111.2 La confianza de los latinoamericanos en la policía, 1998

Ar- genti- na

Bolivia Brasil Co- lom- bia

Chile Ecuador México Paraguay Perú Uruguay Ve-ne-zuel a

Mucha 4 4 13 13 16 15 5 9 8 15 12

Algo 12 15 18 30 36 18 21 27 21 32 15

Poca 26 34 39 37 33 35 39 35 36 28 36

Ninguna

...........

51 42 28 21 12 27 33 26 34 21 35

134 Al respecto, la militarización de la política social en Venezuela —mientras se propone la conformación de una Asamblea Constituyente para darle pode-res especiales a un ex golpista, recientemente convencido por los organismos financieros mundiales de realizar un ajuste— representa la intentona más astuta de los militares en el nuevo ciclo de remilitarización, después del golpe tácito en Perú a través de la disolución del Congreso. Véase: "En marcha, el plan cí-vico-militar de Hugo Chávez en Venezuela", El Financiero, 28 de febrero de

1999.

186

Fuente: Revista Este País, núm. 50, octubre de 1998

135 José María Rico, Justicia penal y transición democrática en América Latina, Si-

glo XxI, México, 1997, p. 106.

187

Page 96: La militarización de la seguridad pública en México

LA DESCOLONIZACIÓN DE UN FRAGMENTO

DE LA ESFERA PÚBLICA 136

Los discursos partidarios

Durante los últimos cuatro años, las resonancias de los discur- sos partidarios sobre la militarización pasiva de la seguridad pú-

136 La perspectiva crítica sobre la esfera pública del país es relativamente re-ciente. Más allá de su análisis rutinario en la prensa, donde ésta se describe a sí misma en sus relaciones con el gobierno autoproclamándose el cuarto poder, la problematización de la esfera pública es mínima y emergente. Un piso im-portante para el análisis de la esfera pública mexicana e, incluso, latinoameri-cana lo constituye el conjunto de trabajos incluidos en el número 9, volumen 3, de la revista Metapolítica. En este número monográfico, Alberto Olvera y

Cancino presentan una serie de artículos basados en las reflexiones de Jürgen Habermas, Andrew Arato y Jean Cohen acerca de la posible democratización de la esfera pública, la cual es presentada como un espacio de interlocución de actores sociales y políticos en el que éstos intercambian opiniones, plantean demandas al Estado e interpretan selectivamente información emitida por los medios de comunicación. A pesar de los consensos básicos acerca de la impor-tancia de este concepto, Arato y Cohen defienden el potencial emancipatorio del concepto, mientras Olvera, Avritzer y Costa insisten, en una perspectiva crítica, en la necesidad de realizar análisis empíricos. Particularmente, Olvera desarrolla una operacionalización del concepto —diseccionándolo en micro, meso y macroesferas públicas, que tienen componentes más empíricos— con el propósito de matizar las resistencias civiles a las distorsiones monetarias y po-líticas de dichas esferas. En mi caso, pienso que los esfuerzos por generarle un piso empírico al concepto de esfera pública, entendido como una dimensión simbólica de la sociedad civil, se orientan al reconocimiento de las luchas dis-cursivas, el régimen de saber y el enfrentamiento de valores supuestos por el posestructuralismo francés en las obras de Michel Foucault y Pierre Bordieu, pero básicamente en el trabajo de Niklas Luhmann titulado "¿Qué es la comu-nicación?". Precisamente, las ideas de Luhmann acerca del público que, orga-nizado en movimientos sociales, filtra temas a las agendas de la burocracia y la política del sistema político parecen el otro extremo que espera la tendencia al reconocimiento de las características empíricas de las esferas públicas en las democracias liberales. El supuesto de públicos que opinan sobre y analizan demandas que son seleccionadas por el sistema político, bajo el criterio del re-chazo de opiniones sin alternativa, es el otro argumento que parece acotar la desnormativización del concepto de esfera pública. Al respecto, véase Midas Luhmann, La teoría política en el Estado de Bienestar, Alianza, España, 1993, pp. 64-65.

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blica desplazaron el enfrentamiento de los partidos de la arena electoral al terreno de los medios de comunicación. En los me-dios, los partidos aparecen como si las fábricas discursivas que son, sólo existieran por ser nombrados por las elites políticas: di-rigentes, legisladores, militantes. Las estrategias discursivas de los tres principales partidos son semejantes: mediante anuncios, desplegados, carteles, pasquines, iniciativas, etc., denuncian la parcialidad, la incoherencia y la peligrosidad de las propuestas de los otros, en particular las del partido estatal, a veces sin ir demasiado lejos pero lo suficiente como para persuadir a sus electores y calcular los consensos necesarios para medir la pro-babilidad de sus triunfos electorales.

Las propuestas sobre seguridad pública de los partidos oposi-tores son genéricas. En ellas, los responsables se oponen discur-sivamente a la militarización. Durante las campañas electorales insisten en la necesidad de revertir el proceso de centralización de las policías y su militarización mediante propuestas integrales hasta ahora no ensayadas por sus oponentes. Sin embargo, si el resultado del proceso electoral les resulta favorable, instalan el nuevo gobierno municipal o estatal con una idea menos norma-tiva de las politicas públicas, adaptándose a las circunstancias nacionales y hemisféricas de la militarización. Éste ha sido el caso de las contraelites panistas y perredistas. En el D.F., por ejemplo, las últimas no plantearon cambios inmediatos en la Se-cretaría de Seguridad Pública ni en la Policía Judicial, sino hasta el tercer trimestre de gobierno, porque para ellas la seguridad pública es el piso de las próximas elecciones presidenciales.

En la lógica anterior, el PRI, con su artificiosa autonomía dis-cursiva respecto de las elites, dice haber apoyado las reformas judiciales y la lucha anticrimen impulsada en el país porque considera que la delincuencia común y la organizada son las principales amenazas al orden público. De esta manera, se ha constituido en el instrumento de legitimación de las iniciativas presidenciales en los congresos legislativos.

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El PAN, por su parte, dice que se ha abusado del ejército sobre-cargándolo de funciones,' y que su uso político es peligroso.' 38

Sin embargo, en Chihuahua, Jalisco y Baja California Norte, go-biernos panistas solicitaron la participación del ejército para com-batir la delincuencia organizada, si bien cabe aclarar que el alcalde de Ciudad Juárez, Ramón Galindo, posterior candidato par -lista a gobernador, quien resultó derrotado en las elecciones, se negó a aceptar la participación de militares en la policía municipal.

El PRD, por otro lado, ha sido cauteloso. Desde su declara-ción de principios dice oponerse a la participación de los milita-res en tareas de seguridad pública. Sin embargo, en el d.f. aceptó el nombramiento de éstos en retiro y bajo licencia en los dos pri-meros trimestres de su mandato, aunque, paralelamente, ha ini-ciado un proceso de descentralización de las policías. En otros lugares del país, algunos ayuntamientos perredistas solicitaron la participación de militares para enfrentar a las policías preventivas, ministeriales o motorizadas que hostigan a las comunidades campesinas e indígenas. El discurso de las contraelites perredis-tas ha sido el más coherente de los discursos partidarios, aunque también ha sido titubeante, y ha sujetado la agenda de la seguri-dad pública a los tiempos electorales y al proceso nacional y bi-nacional de militarización al asumir los operativos conjuntos con otras policías nacionales, al firmar convenios con policías internacionales y al aceptar la asesoría del FBI en la Procuradu-

ría del D.F. y de la DEA en la PIDE.

Específicamente, el PRI dice en su plataforma electoral vigen-te que apoyó las iniciativas sobre seguridad pública del presiden-te de la República porque es necesario reforzar los mecanismos

institucionales de combate al crimen común y organizado, aun-que sostiene que es necesario perfeccionar dichos instrumentos mediante la promoción de: a) la corresponsabilidad entre el go-bierno y los ciudadanos en el combate conjunto del problema, b) nuevas reformas jurídicas, c) la modernización policiaca a través de la capacitación y la profesionalización y d) el combate a la corrupción de las instituciones policiacas. De este apartado de la plataforma puede deducirse una autocrítica expiatoria pero sin demasiados compromisos, poco creativa y poco convincente.

Para el PAN, que discursivamente se opone a la militarización de la seguridad pública, las elites tecnocráticas han producido el incremento de la inseguridad con la instrumentación de las polí-ticas de militarización recientes. De esa forma, sostiene que la seguridad sólo será posible si se pone en marcha un programa integral, racional y coherente que, en su momento, un especia-lista calificó de superficial y mediocre.' En su propuesta para el D.F., diseñada mediante foros de consulta, recomienda entre otra cosas: a) crear e instalar el Consejo Civil de Seguridad Pú-blica, instituido en Jalisco bajo el gobierno panista de Francisco Cárdenas, b) crear un Centro de Estudios de Seguridad Pública, c) controlar las empresas de seguridad privada, y d) depositar en el jefe de gobierno la seguridad pública, actualmente en manos del presidente de la República.

Por su parte, el PRD se ha opuesto discursivamente a la mili-tarización y ha sostenido que por ningún motivo utilizará a los militares como policías, porque considera que las reformas judi-ciales y policiacas impulsadas por las elites tecnocráticas han constituido albazos legislativos fascistas y totalitarios que formali-zaron constitucionalmente la represión estatal."' Por supuesto, ha

137 Sergio Flores, "Critica Diego militarización", Reforma, 19 de marzo de 1997. 138 PAN "¡Sí a la Seguridad Pública! ¡No a la militarización del Distrito Fede-ral!, Reforma, 28 de noviembre de 1997. Plataforma Electoral del PRI, 1997-2000. www.pri.org.mx/

1390 Rafael Ruiz Harrell, "La propuesta panista", Reforma, 10 de junio de 1997. 14

PP.D, Posición del grupo parlamentario del PRD en el Senado de la Repúbli-ca, en torno de la iniciativa presidencial en materia de Reforma al Poder Judi-

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alertado contra este proceso mediante el uso de las metáforas de golpes de Estado ligeros y técnicos y de la policización del ejército. En una propuesta más estructurada, propone: a) el control legisla-tivo de los gastos militares, b) la reducción de éstos, c) el control de los operativos militares y los ascensos, d) la visitaduría de la CNDH

para proteger los derechos humanos de algunos militares, y e) las comisiones legislativas de seguridad nacional y justicia militar.

En el D.F., al final del gobierno de Óscar Espinosa Villarreal, en una coyuntura en la que la seguridad pública era ya una prio-ridad para la opinión pública, los panistas exigieron, mediante un desplegado y discusiones en la Asamblea del Gobierno, el cumplimiento de las propuestas de campaña. Después de haber rechazado juntos la militarización de la seguridad pública en el D.F., los panistas criticaban las indecisiones del regente electo, 14 ' quien confundía a la opinión pública sobre la política del próximo gobierno en la materia, pues algunas veces decía que los militares tendrían un lugar en la policía y otras lo negaba. Los titubeos públicos del regente electo desaparecieron y centró la atención de los medios en su lucha contra la delincuencia.

Por lo que hace a las contraelites perredistas, pasaron varios meses para que superaran públicamente las indecisiones e iniciaran un proceso de descentralización de la seguridad pública en las de-legaciones políticas, enfrentando las resistencias organizacionales al nuevo gobierno, de la misma manera en que ellas habían resisti-do la militarización de la regencia anterior. Así, si en su instalación parecía que no sabían qué hacer con las policías heredadas por la alternancia, en el tercer trimestre —después de asumir responsa-blemente el caso de Jesús Carreola, acusado de violación a los de-

rechos humanos en Baja California y de mantener a Rodolfo De-bernardi, quien irresponsablemente prometía reducir la delin-cuencia en unas cuantas semanas—, luego del nombramiento de Alejandro Geertz Manero como secretario de la SSP, instrumenta-ron un programa de descentralización mediante el cual descon-centraron el control policiaco a las delegaciones políticas, aunque, en sentido estricto, hasta ahora esta medida no ha impac-tacto sobre los índices de delincuencia.

La política de seguridad pública de las contraelites perredistas ha estado centrada en la reestructuración de las relaciones entre los policías y los ciudadanos, en la modernización policiaca y en el establecimiento de convenios de formación y actualización policiaca con policías internacionales, principalmente europeas. En el primer caso, han recuperado la celebración del "día del policía", en el que realizan festivales, tertulias y un carnaval contra la inse-guridad para construir la confianza en el nuevo gobierno;' 42 en el segundo, han impulsado una reestructuración de los operati-vos y devuelto la vigilancia a los bancos, y en el tercero, han firmado convenios con la Guardia Civil Española —una policía militarizada— y la policía británica.

Si consideramos todos estos sucesos, podemos sostener que los tres principales partidos se mueven pendularmente entre la normativa de seguridad integral de sus plataformas y propuestas electorales y la instalación de sus gobiernos, sujetos siempre a los procesos electorales en marcha. En este ciclo de alternancias aseguradas, el interés pragmático les impide planificar progra-mas a mediano plazo como alternativas a la militarización. Aun así, en cada campaña organizan foros y bajo cada nuevo gobier-no las contraelites terminan, por más variaciones programáticas que instrumenten, haciendo lo mismo que el gobierno federal de 142

Jesús Alberto Hernández, "Muestra carnaval combate al crimen", Reforma, 1 de marzo de 1999.

cial, Procuración de Justicia y Seguridad Pública", La Jornada, 17 de diciembre de 1994. 141 Ricardo Olayo, "PAN y PRD repudian la ilegalidad de los operativos de la SSP", La Jornada, 27 de septiembre de 1997.

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las elites tecnocráticas. En tales circunstancias, las posibilidades de revertir la militarización según la voluntad política de las contraelites constituyen un enigma. En sentido estricto, no hay una política pública partidaria de seguridad pública alternativa que contemple las variables nacionales y binacionales.

En efecto, las gobernabilidades de las contraelites panistas y perredistas no han asumido la responsabilidad de contrarrestar la militarización de una forma decidida. A riesgo de perder par-te de sus capitales políticos, renuncian a tal posibilidad, siempre a la espera de que la correlación de fuerzas electorales les favo-rezca con un mejor posicionamiento para hacer lo que hasta este momento han postergado.

Hasta ahora, las alternancias de las contraelites no han consti-tuido un factor clave en el proceso de desmilitarización del país. Las contraelites panistas, por el contrario, lo han impulsado, contribuyendo así a la colonización militar de la sociedad, par-ticularmente de su esfera pública, mediante un discurso doble —silenciando temas, flotando propuestas, opacando a la opinión pública— que, cuando compite electoralmente, rechaza este pro-ceso y, cuando gobierna, lo impulsa como un mecanismo básico de gobernabilidad que las funde orgánicamente con las elites tecnocráticas en el proyecto estatal de integración autoritaria de

la nueva sociedad mexicana.

El teatro legislativo de los discursos partidarios

disensos mediante alusiones personales a diputados o senadores, o a la técnica parlamentaria de los rivales. En las cámaras, la reto-rización del pensamiento —no sólo formal sino también sustanti-va, es decir, no sólo el uso de la persuasión sino además la necesidad de un triunfo discursivo— caracteriza a la mayoría de los despilfarros discursivos de diputados y senadores.

El miedo a los militares tensa las luchas discursivas parlamen-tarias, al grado que los contendientes autorizados e improvisa-dos se autocontienen bajo el argumento del respeto institucional al ejército. A diferencia de las elites priístas, que justifican la mi-litarización de la seguridad pública y la creación de la Policía Federal Preventiva, los panistas dicen oponerse a la primera pa-ra aceptar la segunda; por su parte, los perredistas utilizan una estrategia orientada a crear una fisura en las relaciones orgáni-cas entre el ejército y las elites priístas, responsabilizando a éstas de corromper a una institución central del sistema político mexicano, al tiempo que exigen reducir el presupuesto de las Fuerzas Armadas y aumentar el salario de los soldados de tropa. Véanse, al respecto, las siguientes opiniones:

Ramón Sosamontes: No hay pues, ningún avance en este Pro-grama Nacional de Seguridad Pública. No nos sirve el Ejército en las calles para la seguridad o salvo que se piense en otra cosa [...] nuestra valoración al Ejército es muy alta, es el garante de la integridad del país y el defensor de la soberanía nacional y por lo tanto debe guardársele para ello, porque su papel debe ser mucho mayor que simplemente cumplir tareas policiales [...]

En la Comisión Permanente, el miedo a los militares —sujeto a cálculo político— acota los discursos de las contraelites parla-mentarias. Así, la mayoría de las elites panistas y perredistas son muy cuidadosas en sus críticas a los militares, al grado de que cualquier ambigüedad en sus discursos es aclarada sin dilacio -

nes. Las estrategias partidarias, sujetas a un cabildeo previo, se desarrollan bajo una racionalidad instrumental que multiplica los

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Ramón Sosamontes: con el pretexto de la seguridad de combatir al delincuente se esté soslayando, pegándole, minando la libertad de los mexicanos. No estamos criticando, no lo hacemos; al con-trario, tenemos mucho respeto al Ejército, por eso hacemos esta intervención y estamos a tiempo [...]

Félix Salgado Macedonio: hay quienes creen que por el solo hecho de ser militar se va a resolver el problema de la violencia.

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No es cierto. Mis respetos para los señores militares. Nosotros los respetamos y sabemos cuáles son sus funciones, funciones claras que establece la Constitución, pero parece que entre ellos mismos no hay respeto y se dejan denigrar, de militares pasan a ser policías, di-putados, senadores [...] cuando digo que me preocupa que los mili-tares estén metidos en esto es porque ellos no deben estar en esto sencillamente y ratificamos nuestro respeto invariable a ellos como Ejército Mexicano, con tareas específicas [...]

José Antonio Valdivia: yo veo en sus palabras, y a eso me es-toy refiriendo, señor senador, un afán de desprestigiar el trabajo y el esfuerzo que han realizado nuestras fuerzas armadas a favor del desarrollo nacional [...] y se lo digo esto con todo respeto, así

como usted dice, nos dice, que usted respeta a los militares mexi-

canos [...] si usted realizó el Servicio Militar Nacional en su ju-

ventud, y espero que así haya sido, debe conocer la labor de los

soldados mexicanos en beneficio de nuestras comunidades [...] Félix Salgado Macedonio: No lo estoy denigrando yo, no son

mis palabras las que quieren enlodar al Ejército mexicano, son las

actitudes de quienes dicen que son militares y acá tienen un compor-

tamiento servil y de sometimiento; está demostrado con sus votos.'

En esta disputa parlamentaria, los priístas —principalmente los

militares que tienen cargos de representación— dicen esperar que los cambios estructurales solucionen el problema de la inseguridad y la

delincuencia. Para tal efecto, apelan a la lealtad institucional y a la

honestidad del ejército, aunque niegan, presentándola como una

13 Debates en la Comisión Permanente, 3 de enero de 1997. www. camaradediputados .gob Describo como orgánicos a quienes funcionaron o funcionan al interior de los aparatos estatales, como Eduardo Valle, Samuel González Ruiz y Fernando Lerdo de Tejada; como privados a Gabriel Zaid, José Antonio Crespo y Jaime Susarrey, y como públicos a Carlos Monsiváis, Sergio Aguayo Quezada y Ra-fael Ruiz Harrell, aunque este último algún día fue funcionario, concretamente fue encargado de Investigaciones Sociales de la PGR. Al respecto, véase Lucio Mendieta y Nuñez, Temas sociológicos de actualidad, UNAM, México, 1978, P.

48.

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exageración ideológica, la militarización pasiva de la seguridad pública. Asimismo, defienden cualquier referencia al ejército con el argumento del sacrificio de la vida sin temor, responden a las críti-cas de su doble papel público en el sentido de que el mismo les im-posibilita desdoblarse como diputados y senadores al margen de sus grados militares, y generalmente defienden irritados su lealtad a las elites priístas, aunque al final se vean acorralados por la pregun-ta de si el ejército es priísta.

Al respecto, las contraelites panistas han criticado los avances específicos en la formación de los nuevos policías y la incompa-tibilidad de funciones militares, para después argumentar la ne-cesidad de aprobar la iniciativa de creación de la Policía Federal Preventiva —semejante a su propuesta de Guardia Nacional—como un proyecto necesario para centralizar los mandos. Por su parte, las contraelites perredistas, mediante una estrategia que incluye la deferencia al ejército, la preocupación por su uso polí-tico, la irritación de los diputados y senadores militares por las críticas a su desempeño legislativo, el cuestionamiento a los res-ponsables civiles del programa de militarización, y la denuncia de inconsistencias jurídicas y políticas, rechazan la militariza-ción de la seguridad pública.

En esta estrategia, utilizan una perspectiva normativa que siempre asienta que los oponentes deben diferenciar discursos, prácticas e instituciones de la seguridad pública, interna y na-cional. En ciertas fases de las discusiones, reprocharon a las pa-nistas haber cabildeado la iniciativa de creación de la Policía Federal Preventiva, acusándolos de inconsecuentes por asumir una posición distinta a la inicial y por defender el federalismo y, al mismo tiempo, apoyar la centralización de la seguridad públi-ca; sin rubor, los panistas llegan al límite de la argumentación al clausurar las discusiones recurriendo a la votación de las inicia- tivas propuestas.

Debido a la actual conformación de la Cámara Baja, en este teatro legislativo se representan las decisiones que previamente

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han sido tomadas por las fracciones partidarias. Es un triángulo perverso donde la argumentación racional es reducida a un me-canismo discursivo: los presidentes en turno continuamente re-cuerdan las reglas de los debates, como si la obra tuviera que ser representada completa y sin exabruptos esquizofrénicos. Los di-putados —que siempre se colocan por encima de la sociedad, como si no formaran parte de ella— dicen más en sus silencios y

sus pesadillas que en la tribuna, que usualmente utilizan para la catarsis antes que para la comunicación. En tales circunstancias, los discursos legislativos que produjeron las leyes sobre la segu-ridad pública dependieron de una racionalidad estratégica a ve-ces desinformada y sin ideas comparadas sobre las experiencias latinoamericanas.

La razón comunicativa impotente

Los discursos de los intelectuales universitarios: politológicos, sociológicos e históricos, han multiplicado la lucha discursiva sobre la seguridad pública desde las editoriales de la prensa, las revistas político/culturales y los noticiarios radiofónicos. Sin embargo, a pesar de sus pisos y pretensiones científicas, estos discursos de los estratos más ilustrados de la heterogénea socie-dad civil —sin alternativas prácticas— no han modificado sustanti-vamente el proceso de militarización pasiva de la seguridad pública. Los intelectuales orgánicos de las elites, los privados y los públicos, han analizado esporádicamente el problema en un ciclo de discusiones donde la transición a la democracia constituye la principal preocupación. Desde esta perspectiva, la mayoría de ellos asume la seguridad pública como un problema secundario.

Algunos intelectuales orgánicos han aprobado la militarización e, incluso, la han presentado como la única opción de las elites pa-ra reformar la seguridad pública. Para ellos: a) la militarización es un proceso transitorio cuya duración sólo tendrá como límite la depuración de las policías, y b) las policías judiciales y preventivas

articuladas en el nuevo sistema nacional y la nueva Policía Federal Preventiva deben capacitarse con técnicas más eficaces de policías más modernas, así como en los saberes militares. Esta posición ha sido compartida por quienes, de defensores marginales de la objetividad científica, han pasado a asesorar a las policías o, in-cluso, a ocupar cargos como subprocuradores y procuradores. En este último caso, la inclusión policiaca está determinada por una carrera de acercamiento donde las publicaciones especializadas, los diplomados en la UNAM y otras universidades o la militancia política o sindical son determinantes.

En este punto, los intelectuales orgánicos que se acoplaron a la reforma estatal y a la apertura económica parecen obsesiona-dos en expiar su culpa mediante una autocorrección silenciosa, sin contribuir a la literatura de la expiación que en otros tiempos lamentaban los intelectuales privados (Sánchez Susarrey, 1993). Los nuevos discursos de los algún día intelectuales públicos, embriagados por el salinismo, tienen la virtud, dentro del repu-dio que concitan en el campo académico y en la opinión públi-ca, de plantear, hasta cierto punto de forma adecuada, los principales problemas del país, la desigualdad estructural, la ne-cesidad de la reforma constitucional y del Estado, y la supera-ción de la violencia, particularmente de la delincuencia, aunque en la apuesta a la transición democrática ubiquen sus posiciones en una tendencia contrainsurgente presentada como pacifista.

Por su lado, los intelectuales públicos señalan de vez en cuando el carácter represivo del proceso, la escasa imaginación de las elites y su inserción subordinada a la política de seguridad hemisférica estadunidense, pero sin insistir demasiado, como si el asunto no fuera un piso de la matriz de baja intensidad demo-cratico/electoral. De esa forma, el predominio de las perspectivas economico/políticas centradas en los indicadores macroeconó-micos y sociales y en las tendencias electorales regionales y loca-les, es decir en los efectos del ajuste, distorsiona analíticamente la dimensión real de la seguridad pública.

Enfrentados a tradiciones que se remontan a las diferencias entre sus representantes (Sánchez Susarrey, 1993) —a los conflic-

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tos ideológicos y políticos acalorados por la derrota del socia-lismo burocrático, los crímenes de las dictaduras y las oligarquí-as latinoamericanas, y el sistema de partido estatal hegemónico en el país—, los intelectuales en su conjunto pueden ubicarse en una cartografia en la que los triunfantes, los orgánicos y priva-dos, producen un discurso contrainsurgente y sospechosamente irreflexivo cuando de analizar las patologías estatales y policia-cas se trata, asimismo puede ubicarse a los intelectuales que ahora expían las culpas de su negocio con el gobierno anterior, indirectamente responsables de la militarización mientras arma-ban la pantalla de la transición democrática, para hacerse del control electoral, y por otro lado a los intelectuales públicos, ini-cialmente vinculados al perredismo, más tarde críticos severos

de las contraelites. Así, por un lado:

Siendo la principal responsabilidad de cualquier Estado garanti-

zar la seguridad de sus habitantes, es insostenible que se vea con suspicacia la búsqueda más eficaz de ese objetivo. Cabe precisar que el Estado no sólo tiene el derecho sino la obligación de reor-ganizarse y de recurrir a todos aquellos instrumentos que le pue-dan auxiliar para cumplir de manera eficaz esa responsabilidad, lo que no contradice otras de sus obligaciones, como la protec-ción de las garantías individuales y los derechos ciudadanos. Por ello, es inexplicable que se exija al gobierno mayor eficacia en la seguridad pública al mismo tiempo que se le niegan los instru-mentos para lograrlo, bajo el alegato de que se incrementa el aparato represor o que se debilitan las fuerzas armadas.'"

Por otro:

Es muy fácil desde afuera dar la solución, pero creo que hay que empezar desde cero. Tal vez suene radical, pero hay una des-

144 Fernando Lerdo de Tejada, "Militares policías", Reforma, 19 de marzo de 1997.

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composición estructural que viene de décadas, que ha provocado que la PGR resulte inoperante en términos generales. Ésa es una de las causas por las que los otrora subprocuradores, ahora sean prófugos de la justicia [...] Hay que comenzar de cero, porque ya cuesta trabajo pensar que se puede depurar a la policía.'"

En ese contexto, los discursos de los intelectuales públicos —a veces orientados por una racionalidad comunicativa— han de-nunciado la barbarie policiaca, abarcando desde propuestas de reforma de la policía hasta la denuncia de fascistización del Es-tado, el narcopoder, los riesgos de patologías militares y policia-cas y el carácter militarista de la sociedad civil. Pero quienes han ido más lejos son algunos intelectuales públicos del activismo civil, quienes proponen comenzar de nuevo a través de una re-fundación del sistema policiaco y del escrutinio de los militares.

Bajo el supuesto de que la democracia debe democratizarse (Castañeda, 1993) o de que la desigualdad debe disolverse, en mu-chas ocasiones estos intelectuales han obligado a las elites a pospo-ner la nueva normatividad de la militarización policiaca, al someter sus iniciativas a un intenso cabildeo en tiempos distintos a los previstos, mientras la opinión pública, configurada por los par-tidos, los intelectuales, los medios y las organizaciones civiles no gubernamentales, se interroga sobre la pertinencia de las mismas.

Precisamente, el proceso instituyente de la Policía Federal Pre-ventiva ilustra esta presión y esta filtración de la agenda estatal por los intelectuales públicos. Después de la crisis financiera de 1994, las elites políticas esperaban la mejor coyuntura para legalizar el programa de la nueva policía. Ante las denuncias sobre un proyec-to de Policía Nacional Civil, e incluso ante las insistentes propues-tas de Guardia Nacional, las elites negaban públicamente a dicha posibilidad, al tiempo que pulsaban a la opinión pública en torno a dos cuestiones: a) la resistencia de los gobernadores a tal proyecto, bajo el argumento de que se violaban las soberanías municipales y estatales, y b) la creación de una ampulosa policía política. Enton-

145 Sergio Aguayo, "Hay que empezar de cero", Reforma, 9 de febrero de 1997.

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ces, cuando menos se esperaba, unos días después de que la prensa rechazara esta posibilidad, las elites instituyeron la Policía Federal Preventiva para su funcionamiento instantáneo.

UNA SOCIEDAD CIVIL DIFERENCIADA*

Las resistencias policiacas y militares

La militarización pasiva de la seguridad pública generó resistencias en la sociedad política y en la sociedad civil, pero también entre los

* El concepto de sociedad civil ha corrido la misma suerte que el de esfera pú-blica. El esfuerzo por reconceptualizar a la sociedad civil a partir de la catego-ría mundo de vida de Jürgen Habermas (Arato y Cohen, 1993) ha conducido tardíamente al sociólogo alemán a una serie de reflexiones sobre la sociedad civil (Habermas, 1998). Por un lado, Arato y Cohen plantearon la necesidad de un sentido preciso del concepto y la definieron —a mi parecer, mediante una estrategia retórica que excluye la posibilidad de un diálogo con el postestructu-ralismo y la teoría de sistemas— como "una dimensión del mundo de vida, ins-titucionalmente asegurada por derechos y, por supuesto, distinta de, pero presuponiendo las esferas diferenciadas de la economía y el Estado". Sin em-bargo, ha sido Habermas, haciendo eco de estos autores, quien ha concluido esta tarea al definirla como "asociaciones, organizaciones y movimientos sur-gidos de formas más o menos espontáneas que recogen la resonancia que las constelaciones de problemas de la sociedad encuentran en los ámbitos de la vida privada, la condensan y elevándole, por así decir, el volumen o voz, la trasmiten al espacio de la opinión pública-política. El núcleo de la sociedad ci-vil lo constituye una trama asociativa que institucionaliza los discursos solu-cionadores de problemas, concernientes a cuestiones de interés general, en el marco de espacios públicos más o menos organizados". A pesar de esto, sub-sisten algunos discursos que señalan el carácter paradójico de la sociedad civil (Alexander, 1994; Foley y Edwards, 1997), porque piensan que los componen-tes de ésta pueden oponerse entre sí y, al mismo tiempo, a cualquier gobierno democrático. Al respecto, se ha planteado desnormativizar el concepto a partir de pensar a la sociedad civil desde una perspectiva sistémica de la diferencia-ción funcional (Nafarrate, 1997), al tiempo que se le ha definido como la me-diación entre los subsistemas sociales, si se entiende por mediación la instancia que vincula los extremos de una relación al participar de la especificidad de cada uno de ellos (Serrano, 1997). En ese sentido, la idea de la sociedad civil diferenciada funcionalmente deshace la idea normativa de una sociedad civil futura integrada nacional e internacionalmente, aunque sí comunicada y soli-daria (Alexander, 1994).

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militares y los policías. En el caso de los militares, no sólo expresa-ron su desagrado por su nuevo papel antidrogas 146 —aunque lo aceptan bajo el argumento de su lealtad institucional— sino que además, una vez incorporados bajo licencia a las policías (De la Barrera, 1997), enfrentaron un proceso de desidentidad caracte-rizado por la ambigüedad institucional acerca de si eran o no militares. Proceso agravado por la incertidumbre salarial, pues cobraban en la Secretaría de Defensa y en las direcciones estata-les de Seguridad Pública. Por su parte, mediante agrupaciones reivindicadoras, los policías resistieron críticas a los cursos de formación recibidos en instalaciones castrenses y ejercieron la desobediencia a los mandos militares medios y altos (Martínez, 1997).

Por supuesto, los problemas organizacionales generados por el comando militar de la seguridad pública en el país, evidentes en motines policiacos y operativos fallidos, son sólo una edición repetida de los viejos conflictos entre militares y policías desde el porfiriato (Wanderwood, 1986). Así, no es la primera ni la úl-tima vez que los militares llaman corruptos, delincuentes y ni-flanes a los policías.' El recurso de la estigmatización entre corporaciones estatales es un mecanismo que ha operado histó-ricamente para justificar la presencia de los militares en las poli-cías. De ahí que el diagnóstico de las policías hecho por los militares insista en que las primeras son ineptas para realizar aprehensiones en el momento en que se cometen los delitos, es-tán enfermas, tienen baja moral, escasa disciplina, falta de pro-fesionalización y actúan con impunidad. Y por si fuera poco, en los cursos de capacitación no aprenden y la mayoría reprueba.

Jim Cason, "No entusiasma al Ejército la lucha antidrogas: Camp", La Jor-nada, 18 de octubre de 1996. 147 Jesús Reséndiz, "Delincuentes y rufianes, los policías de Durango", La Jor-nada, 21 de junio de 1994.

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Al instalarse en las corporaciones y en los ámbitos de la vid a institucional del país, los militares denunciaron la corrupción

policiaca. Por su parte, los policías preventivos y judiciales se opusieron a las gestiones militares de sus corporaciones bajo ar-gumentos tales como que eran desplazados de sus cargos admi-nistrativos, recibían maltratos y salarios diferentes, menores por supuesto. A diferencia de los policías franceses' o los brasile-ños, que han presionado a sus gobiernos para el pago de sala-rios, los mexicanos no se opusieron a la militarización de sus cuerpos mediante huelgas, con excepción de algunas policías preventivas y judiciales de Chiapas y Tabasco, que sí hicieron uso de este recurso. En general, los policías han resistido a tra-vés de manifestaciones, crucifixiones públicas, organizaciones como Por un Policía Digno y La Hermandad —una resistencia patológica—, así como mediante el rechazo a los cursos de capa-citación, a los que califican de pobres en contenido o demasiado teóricos.

En el ejército, los juicios al general Francisco Gallardo bajo los cargos de corrupción y difamación de las autoridades milita-res debido a que éste propuso la figura de un defensor de los de-rechos humanos en el ámbito de la justicia militar, abrieron la discusión en la opinión pública sobre una institución de la que hasta esa fecha se sabía demasiado poco. Sin embargo, a partir de las denuncias del mencionado general, de las informaciones filtradas desde el mismo ejército, de las renuncias de algunos militares que habían desempeñado comisiones parlamentarias bajo filiación priísta y que luego se incorporaron al PRD (Galar-za, 1997), y de las denuncias sistemáticas de las organizaciones defensoras de los derechos humanos, lo mismo nacionales que

148 "Protestan los policías franceses", editorial de Diario de Xalapa, 30 de mayo de 1996.

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internacionales, el ejército ha sido sujeto a un monitoreo civil cotidiano del que la prensa se ha encargado.

Desde entonces, hay una autocontención de los militares para hablar con la prensa opositora, y sólo algunas autoridades apa-recen refiriendo las virtudes públicas del ejército, sus fuertes convicciones patrióticas y su esperanza en una solución pacífica al conflicto chiapaneco. A contracorriente de las imágenes de incorruptibilidad y afán justiciero que las elites militares utilizan para describirse, las tarjetas sustraídas por un militar juzgado por uso indebido de información secreta, las acusaciones de lavado de dinero que la prensa neoyorquina lanzó contra el secretario de Defensa, y la manifestación de un grupo de militares bajo senten-cia por el fuero militar, produjeron la sensación de que el ejército también está cambiando tocado por el proceso de democratiza-ción electoral del país y de solidaridad social restringida.

La aparición del Comando Patriótico para la Concientización del Pueblo (Marín, 1998) —integrado por militares bajo proceso que tienen una página en la red informática y usan sistemática-mente la prensa para denunciar las injusticias en el ejército y comentar sus simpatías por el subcomandante de la rebelión za-patista y el recién electo presidente de Venezuela, el ex golpista general Hugo Chávez— ha prolongado la discusión sobre el ejér-cito en el campo de los discursos políticos. El Comando Patrió-tico ha descubierto otro aspecto del autoritarismo del ejército al develar los mecanismos mediante los cuales se reproduce la dis-ciplina militar a partir de cuestionamientos sobre el fuero militar y los procesos a militares disidentes.

El 18 de diciembre de 1998, bajo proceso aunque libres bajo fianza, 50 militares, entre ellos un teniente coronel, cuatro capi-tanes, 17 tenientes, 30 sargentos y tropa, marcharon del centro de la ciudad de México a la Cámara de Senadores. En las pan-cartas y las entrevistas manifestaban demandas económicas y

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políticas; entre estas últimas se encontraban: derogar el fuero de guerra y el nombramiento del secretario de Defensa por el Con-greso. Las reacciones militares y judiciales fueron inmediatas: las elites militares condenaron la movilización' e iniciaron un proceso judicial interno que terminaría con la captura del jefe del movimiento, Hidelgardo Basilio Gómez, mientras los milita-res perredistas decían coincidir con algunos de los fines del Co-mando pero no con sus medios (Delgado, 1998; Marín, 1998).

En sentido estricto, el pliego petitorio de este movimiento di-sidente es limitado y, a decir verdad, da la razón a quienes sos-tienen que se trata de un movimiento marginal, carente de un programa claro y con una resonancia débil al interior de la emergente sociedad civil.'" Aun así, la exigencia de desapari-ción del fuero de guerra, complementaria de la exigencia zapa-tista de juicio a los militares que han participado en operativos ilegales contra civiles, ha llevado a que los militares reflexionen sobre su papel en el actual ciclo de transición política, aunque al final hayan terminado rechazando los métodos y las demandas del Comando, mientras su jefe nato, el presidente, llama "bufo-nes" a quienes participan en éste.'

La heterogeneidad y la contingencia de la sociedad civil diferenciada

Un ejemplo de la heterogeneidad de la sociedad civil (Diamond, 1997; Cancino, 1997) en esta transición política caracterizada por la extensión de la democracia electoral tiene que ver con ciertas de las prácticas y los discursos de algunos de sus grupos

149 Jesús Aranda, "Absoluto desacuerdo de generales con disidentes", La Jor-nada, 22 de diciembre de 1998. 1 " Blanche Petrich, "Necesario, buscar la causa de las protestas de militares: Garfeas", La Jornada, 20 de febrero de 1999. 151 Rosa Elvira Vargas, "Zedillo: ofenden al ejército bufones que alimentan el sensacionalismo", La Jornada, 20 de febrero de 1999.

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en torno al proceso de militarización pasiva. Así, para sorpresa de las contraelites políticas e intelectuales, no sólo los empresa-rios' sino también algunos citadinos y ciudadanos' han solici-tado la presencia del ejército en el combate a la delincuencia, e incluso se han manifestado por dejar de satanizar a los militares por los patrullajes, los retenes militares y el toque de queda.'

En efecto, las posiciones de los grupos que estructuran la so-ciedad civil han sido inusitadas para las contraelites, que han apostado todo a la alternancia, y para los intelectuales, que piensan que a este país le hace falta una nueva cultura política. De esta manera, mientras algunos empresarios han exigido vo-lantas y algunos ciudadanos y citadinos, la presencia militar en delegaciones y municipios, la prensa y los intelectuales radicales han acotado negativamente la militarización a través de críticas teóricas a la escasa imaginación democrática de las elites para encontrar soluciones al problema, así como a la irreflexividad de los grupos militaristas de la sociedad civil, a quienes advierten acerca de los riesgos de aceptar la militarización de la seguridad pública a partir de las experiencias en los regímenes dictatoriales y oligárquicos latinoamericanos.'

En todo caso, si la opinión pública generada en los medios de comunicación por las contraelites panistas y perredistas, la pren-sa y los intelectuales ha sido insuficiente, otros estratos de la so-ciedad civil han realizado la crítica práctica de la militarización

152 Me refiero a la COPARMEX y a la cANAco, Reforma, 26 de septiembre de 1997. 153 El caso de los habitantes de la delegación Iztapalapa es un claro ejemplo, Reforma, 25 de abril de 1997. 154 Jorge Marín Santillán, presidente de la CONCAMIN, considera urgente que el ejército incursione en la seguridad pública del país, en tanto que algunas en-cuestas desarrolladas por diarios capitalinos recogen opiniones en el mismo sentido, La Jornada, 27 de septiembre de 1997. 155 Adolfo Aguilar Zinzer, "¿Una sociedad civil militarista?", Reforma, 14 de marzo de 1997.

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mediante la contratación de empresas privadas de seguridad, los patrullajes civiles evangélicos, las policías comunitarias contra-institucionales, las redes vecinales de vigilancia, los linchamien-tos de policías y delincuentes luego de juicios y tribunales populares, y las negativas a trabajar para la policía, como es el caso de las prostitutas del D.F., quienes incluso han creado bri-gadas antipoliciales contra la extorsión a sus clientes, para que el sexoservicio no sea gestionado por los policías.

Precisamente, esta diferenciación civil de la sociedad ante la militarización pasiva de la seguridad pública complica la acep-tación de los operativos de este programa, en la medida en que los cateos, los retenes y los patrullajes militares son aceptados por unos y rechazados por otros. Sin embargo, las resistencias han sido magnificadas por los medios de comunicación y su no-ta roja electrónica, al grado de configurar a los citadinos como seres nerviosos e inseguros que perciben la impunidad policiaca, la delincuencia, la conflictividad y la insurgencia como perver-siones biológicas del cuerpo social, generando con su impresio-nismo especulativo una dislocación entre las virtuales estadísticas oficiales y la inflación escalofriante de las imágenes sobre la delincuencia.

La privatización de la seguridad pública

Del conjunto de los estratos que estructuran la sociedad civil emer-gente, los empresarios y los grupos sociales organizados en clubes elitistas rotarios han desarrollado una estrategia que privilegia el contrato de empresas de seguridad privada, seguridad pública en los bancos, organizaciones contra la delincuencia que corresponsa-bilizan a la población de la seguridad de sus vidas y sus propieda-des mediante programas como Vecino Vigilante o México Unido Contra la Delincuencia, que en varias ciudades del país han reali-

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zado manifestaciones silenciosas contra la ineficiencia y la impu-nidad policiaca, y en algunos casos han operado como grupo de presión para la destitución de las elites policiacas y judiciales que son denunciadas como cómplices de los delincuentes.

Así, el mercado de la seguridad privada, que ofrece escoltas personales, instalación de alarmas electrónicas y transporte de bienes, ha crecido hasta conformar 1 400 empresas en todo el país (Del Collado, 1998). Empresas que no cuentan con una re-gulación precisa —hasta que en el D.F. se aprobó la ley relativa el 21 de diciembre de 1998—, aunque algunas de ellas han modifi-cado sus criterios de selección de personal al contratar gente con características especiales, como ser casados, carecer de expe-riencia en el manejo de armas y no haber pertenecido a una cor-poración militar o policiaca, para lo cual cuentan con la asesoría de psicólogos sociales y sociólogos, quienes se encargan de ana-lizar los perfiles de personalidad y reconstruir el entorno socioe-conómico del que proceden los aspirantes.'

El incremento de las empresas de seguridad ha sido impulsado por el Consejo Nacional de Empresas de Seguridad Privada y su Exposición Anual de Infraestructura y Tecnoseguridad,' en la cual ofertan cursos y servicios para prevenir el secuestro, adiestra-miento en el uso de armas y la identificación de explosivos, y capa-citación de grupos operativos. Esta estrategia ha sido complementada con otras, como la creación de un Centro Nacio-nal de Inteligencia,' movilizaciones contra la violencia, particu-larmente contra los secuestros, robos y asaltos, la militarización de zonas y delegaciones, la creación de frentes ciudadanos contra la

156 Mario Torres, "¿Quién cuida a quién?", Reforma, 29 de septiembre de 1997. 157 OPREX u, "Exposición y conferencias para la prevención y combate de la de-

lincuencia, Reforma, 22 de abril de 1997. 1$8 Adán García, "Crea IP oficina contra el delito", Reforma, 26 de mayo de 1998.

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delincuencia, y la solicitud de legalización de la portación de armas por parte de los transportistas.'

La violencia popular como autocastigo

Al margen de las reformas judiciales federales y estatales contro-ladas por las elites, los estratos bajos del campo y las periferias urbanas, compuestos de indígenas, campesinos y pobladores, con arreglo a sus usos y costumbres, han preferido estructurar sus propias policías comunitarias, levantar tribunales populares y ejecutar sentencias como un autocastigo en el que el lincha-miento constituye una de las principales prácticas de castigo corporal y, al final, de violación de los derechos humanos de las víctimas. En la mayoría de los casos, las policías comunitarias han sido desestructuradas por el ejército, los tribunales son ins-tantáneos —la legitimidad del anonimato se estructura y deses-tructura en los hechos—, y los linchamientos de delincuentes y policías, con machetes, palos y piedras, generalmente se ejecu-tan en estado de ebriedad, son azuzados por algún medio de comunicación local o por algún personaje comunitario, y supo-nen una práctica judicial específica según la cultura de las etnias y los pueblos (Zermeño, 1997).

Al respecto, del conjunto de linchamientos por robo, asalto y

asesinato que se registraron en los últimos cinco años en algu-nos estados del centro y el sur del país: Chiapas, Oaxaca, Gue-

rrero, Morelos, Hidalgo y Veracruz, en este último se registró el

que tuvo más divulgación nacional e internacional. En una co'

munidad veracruzana, Tatahuicapan, lejana de la cabecera mu-

nicipal de Playa Vicente, donde se concentran los servicios de

policía, un habitante con antecedentes en el mismo delito, violó

159 Adán García, "Lanzan ultimátum para portar armas", Reforma, 30 de ag°5" to de 1998.

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y asesinó a una mujer que lavaba en el río. Los habitantes lo capturaron, lo amarraron a un árbol y llamaron a la policía. És-ta llegó y se retiró prometiendo volver, sin llenar con su incur-sión el vacío de poder legítimo. Después de un juicio popular, los pobladores rociaron gasolina y quemaron vivo al sujeto. El acontecimiento fue grabado con una cámara de video por un ve-terinario. Posteriormente, la grabación fue divulgada por la tele-visión nacional y la estadunidense.

Es inútil decir que este hecho no debió haber acaecido; sim-plemente, pasó. Aunque inaceptable en tanto crimen colectivo, es un caso de justicia popular tradicional no revolucionaria que en su trama reactivó ritos prejudiciales al margen de la judicatu-ra estatal y adoptó la forma de un tribunal autónomo que inter-pretó, juzgó y castigó al infractor. Sin duda, para los magistrados constituye un procedimiento erróneo; para los de-fensores estatales de los derechos humanos, una muestra de las deficiencias judiciales y gubernamentales, y una violación fla-grante de los derechos de la víctima, y para los medios de co-municación, un acto de crueldad aborrecible.

Pero más allá de su ampulosa atrocidad premoderna, este ca-so —parte constitutiva de una serie de casos nacionales semejan-tes— obliga a interrogarnos sobre la necesidad urgente de modernizar el sistema judicial del país, pues mientras en las consultas y los informes públicos nuestras elites políticas afir-man obstinarse en fortalecerlo, a contrapelo, los ciudadanos de-ciden ajusticiamientos mediante procedimientos diferentes, Como Si los primeros quisieran controlar el delito y los segundos desaparecerlo. De suyo, nuestras elites podrían fincar responsa-bilidades diferenciales a los participantes en el linchamiento, ampliar las agencias judiciales y los operativos policiacos, endu-recer las leyes, crear nuevas figuras jurídicas y prometer que acontecimientos de esa naturaleza no volverán a repetirse. Aun

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así, la racionalidad instrumental de estos procedimientos no ga-

rantizaría nada nuevo. En efecto, si luego de considerar la manera como los funcio-

narios municipales y judiciales procedieron en este caso pode-mos concluir que nuestra justicia no es para ese pueblo, entonces quizá sea preciso interrogarnos si la justicia de ese

pueblo es para nosotros. Imagino que funcionarios y ciudada-nos, obviamente por motivos distintos, no imitaríamos el proce-dimiento, pero éste contiene -en su racionalidad, que no en su

sentencia, para nosotros intolerable- algunos elementos desea-bles que valdría la pena recuperar en la modernización de nues-

tro sistema judicial. Partir de esos casos extremos, en lugar de

hacerlo de las peroratas autopoiéticas de las consultas públicas, les permitiría a consultores y magistrados saber que las caras re-

formas judiciales operadas en los últimos años no han sido fun-cionales ni lo serán mientras ignoren las asimetrías que existen

en el acceso al mercado de la justicia. Este caso puede irritarnos por desviado, anónimo y cruel, e

incluso aterrarnos, pero es una evidencia contundente de que al-

gunos ciudadanos, como otros con diferentes procedimientos, no quieren ni pueden pagar el precio de nuestra judicatura: de-

sean ejercer el poder de castigar a los delincuentes de cuello su-

cio y blanco -aunque tal posibilidad conduzca al autocastigo- y reclaman una relativa autonomía cultural y jurídica. Por eso di-

cen no recurrir a los funcionarios judiciales y policiacos que es-

peculan e inflan los costos de los procesos judiciales; por el

contrario, se reúnen, discuten, sentencian, castigan y, satisfe-

chos con la astucia con la que han eludido el castillo que repre-

senta nuestro sistema judicial, así como su poderío, se desatan a

carcajadas para desaparecer catárticamente como sujetos jurídi -

cos y reprimir la culpa generada por el acto que han ejecutado.

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Los estratos medios y las resonancias discursivas de los empresarios Por otro lado, las estrategias de los estratos bajos y medios de las ciudades se articulan en movilizaciones convocadas por los empresarios organizados y por clubes rotarios que enarbolan programas vecinales específicos, al tiempo que se firman conve-nios entre empresas culturales que divulgan revistas educativas y organismos electorales para el impulso de la cultura cívica' mediante el uso de valores para la solución de los conflictos. Allí donde se detienen estos esfuerzos ciudadanos aparece la bu-rocracia de la Iglesia con un plan que ha sido muy criticado y que está conformado por las siguientes ideas: a) atrapar crimina-les, b) eliminar la corrupción y la impunidad de las policías y los tribunales judiciales, y c) instituir el Estado de derecho. Mien-tras tanto, las comunidades de base se funden con las asociacio-nes no gubernamentales defensoras de los derechos humanos, sobre todo las relacionadas con la violencia policiaca y militar.

Las movilizaciones silenciosas convocadas por los empresa-rios o los rotarios en la zona metropolitana o en otras áreas del país concitan a estratos de las clases medias y altas que tradicio-nalmente se quejan de las movilizaciones. La mayoría de los marchistas portan pancartas y carteles donde demandan eficacia policiaca y el alto a la impunidad de las corporaciones. Estos microdiscursos forman parte de un discurso más duro elaborado por las organizaciones empresariales para exigir al Estado efi-ciencia y dureza contra la delincuencia. En ese aspecto, los em-presarios han sido los principales promotores del plan de Cero tolerancia entre la sociedad civil, pues forma parte de sus pro-puestas organizadas. Dicen al respecto:

i60 Guadalupe 'rizar, "Plantean fortalecer la educación cívica", Reforma, 5 de

noviembre de 1998.

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Todos los habitantes de la ciudad de México y la zona metropoli-tana somos víctimas de la inseguridad y la violencia. Nosotros, nuestros hijos, familiares cercanos, amigos, vecinos y colabora-dores hemos sufrido robos, asaltos con violencia que han puesto en peligro nuestras vidas, violaciones, secuestros y lamentables asesinatos. Esta situación ha creado un clima de incertidumbre, temor y angustia que altera nuestra vida cotidiana. Los habitan-tes de esta ciudad nos sentimos indefensos e incrédulos ante las medidas tomadas por nuestras autoridades y los cuerpos de segu-ridad

Afirman asimismo:

[...] Cumplir eficazmente el compromiso adquirido por el Presi-dente [...] el Jefe de Gobierno [...] y los gobernadores de los es-tados, con su deber esencial: la seguridad pública de los ciudadanos. Establecer una política de cero tolerancia con el deli-to y el delincuente. Es nuestro derecho exigirles efectividad en esa esencial obligación. No es admisible transigir con el delito, por leve o pequeño que parezca, o aducir para ello que hay deli-tos grandes que ameritan mayor atención. El delito impune, del tamaño y tipo que sea, invita al delincuente a continuar delin-quiendo cada vez más con mayor gravedad. El gobernante tiene que comprender que no hay delito pequeño y debe combatirlo con toda energía.'

Así, este ritornelo cívico que resingulariza las resonancias dis-cursivas de las convocatorias empresariales hace posible que en ocasiones las movilizaciones antidelincuenciales y las mismas organizaciones institucionales de trabajadores demanden medi-

161 "Por México, Alto a la Delincuencia", desplegado publicado por Octavin Fonseca Razo, Reforma, 19 de noviembre de 1997. 162 "México Unido Contra la Delincuencia, Propuestas para la seguridad pú-blica y el combate al crimen organizado en México", 1998.

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das duras, como legalizar la portación de armas y la presencia de militares en las policías, si bien en otras también hace posible la discusión sobre los tribunales populares, los comités de vigi-lancia barriales y el control ciudadano de los operativos policia-cos delegacionales. En tales circunstancias, este mecanismo de participación ciudadana en los programas de seguridad corre el riesgo, no de ciudadanizar a la policía en los espacios urbanos, sino de perfeccionar la policía del partido estatal gobernante (Vega Báez, 1997).

Alianza global de organizaciones civiles

La cancelación de la visita de Pierre Sané a México' es el me- jor ejemplo del enfrentamiento entre las elites políticas y las or- ganizaciones no gubernamentales por la militarización del país y la violación de los derechos humanos. La negativa de las elites a entrevistarse con el representante de Amnistía Internacional bajo el argumento de que nunca recibieron una petición formal de éste para reunirse con algún representante del gobierno mexi-cano evidencia el conflicto que desde 1990 existe entre las orga-nizaciones civiles defensoras de los derechos humanos, lo mismo nacionales que extranjeras, y las elites políticas. En el conflicto, las elites han asumido la iniciativa institucionalizando gran parte de las demandas de las organizaciones no guberna-mentales que desconfían de la voluntad política de aquéllas para crear un sistema independiente de vigilancia de las garantías in-dividuales y los derechos humanos en el contexto de la militari-zación del país, mientras éstas denuncian sistemáticamente, año con año, el deterioro de las garantías individuales y colectivas de los mexicanos pobres del campo y la ciudad.

163 Aurelia Fierros, "Pierre Sané: en México, total impunidad", Bucareli Ocho, 9 de noviembre de 1997.

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El Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá y el inicio de las conversaciones para un tratado comercial con. la Comunidad Económica Europea (CEE), en octubre de 1996, obligaron a las elites políticas a crear y a darle rango constitu-cional en todos los estados del país (Madrazo, 1997) a la Comi-sión Nacional de Derechos Humanos y, en 1997, a crear la Comisión Intersecretarial de los Derechos Humanos. Ambas decisiones se tomaron luego de una fuerte discusión pública acerca del problema de la justicia y la seguridad pública en el país. En el primer caso, la decisión fue precedida por una serie de denuncias de organizaciones no gubernamentales nacionales e internacionales sobre la corrupción del aparato de justicia y

seguridad pública; en el segundo, se trató de una respuesta de las elites a las presiones globales de las organizaciones civiles a la ONU, la Unión Europea y la Comisión Internacional de Dere-chos Humanos (CIDH). Dice Ruiz Harrell al respecto:

[1 La CNDH es un organismo del todo excéntrico en la historia de los derechos humanos que tiene los defectos y las limitaciones de algunas instituciones usuales en este campo, pero que, por desgracia, no tiene las virtudes de ninguna de ellas [...] respon-dió al evidente propósito político de servirle de apresurado ma-quillaje al actual régimen.'

En tales circunstancias, el cerco civil de estas organizaciones fue el producto de una serie de intercambios de información, re-portes e informes que hicieron posible, mediante el cabildeo y la presión antigubernamental, ante el Parlamento Europeo para que no se firmaran acuerdos comerciales con un país que, me -diante la militarización, viola los derechos humanos. No obstan-

164 Ruiz Harrell, "Legalidad, estructura y atribuciones de la cNr)H" en Jorge Luis Sierra Guzmán, La CNDH. Una visión no gubernamental, CMDPH, México, 1992.

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te, si bien las organizaciones civiles internacionales han presio-nado a la Unión Europea para que establezca una cláusula demo-crática y judicial en sus acuerdos con México, las presiones no han ido más allá del terreno diplomático, en la medida en que, para los europeos, el mercado latinoamericano representa un nicho que no van a dejar en manos de los estadunidenses.

La CNDH —creada el 5 de junio de 1990, dependiente del Po-der Ejecutivo, que nombra a su presidente— ha desempeñado un papel ambiguo frente la militarización. Desde su instalación ha recibido denuncias civiles contra militares y policías de los dife-rentes estados, denuncias que procesa en sus informes anuales. Una buena parte de estos informes, sin embargo, es utilizada por las elites para desmentir los discursos de las organizaciones no gu-bernamentales. En las coyunturas más álgidas del conflicto, sus re-presentantes, presidente y visitadores han sostenido, haciendo eco de las organizaciones civiles, que la militarización es riesgosa; in-cluso, se han opuesto a ella para después rechazar complicidades con las elites bajo el argumento de que siempre han ejercido una autonomía real a pesar de su dependencia orgánica.

En efecto, el segundo presidente de la CNDH, Jorge Madrazo, se oponía a la militarización de la seguridad pública y, particu-larmente, a la militarización de la lucha antidrogas. No obstan-te, una vez que fue nombrado procurador del país, asumió una posición contraria, sin para ello dar alguna explicación pública, a no ser sus declaraciones posteriores que justificaban la presen-cia de los militares en las corporaciones policiacas.' La suceso-ra de Madrazo, Mirelle Rocatti, llegó a sostener que no era muy propio militarizar a la policía, aunque después comparó el nú-mero de recomendaciones al ejército que se emitieron en las dos presidencias anteriores de la Comisión con el número que ha emitido en su gestión para legitimar la función de ésta.

165 Matilde Pérez "El ejército no debe ser policía CNDH", La Jornada, 14 de abril de 1996.

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Page 111: La militarización de la seguridad pública en México

Bajo presión civil, nacional e internacional, la CNDH ha tenido que planificar la solución de su crisis de legitimidad —agravada por los medios, que la presentan como un mecanismo de circula-ción de las elites judiciales, sin autonomía y sin programa claro—mediante una iniciativa de ley 166 que se encuentra en el Congre-so y por medio de la cual busca garantizar su autonomía finan-ciera y política respecto del Poder Ejecutivo al ser las cámaras de Diputados y Senadores las que nombren al presidente de la Comisión. La crisis de legitimidad de la CNDH ha llegado al grado de que las organizaciones civiles nacionales e internacio-nales la consideran cómplice de los militares por no resolver la mayoría de las demandas que la sociedad civil le plantea respec-to de las violaciones que éstos cometen.

Por otro lado, las organizaciones civiles nacionales y algunos abogados democráticos evaluaron la institucionalización de la CNDH como una extensión de la Dirección de Derechos Huma-nos, ya existente al interior de la Secretaría de Gobernación (Ruiz Harrell, 1992), en la medida en que dicha institucionali-zación fue concedida sin un trabajo de diseño y consenso con las organizaciones civiles. Estas mismas fuerzas políticas de la emergente sociedad civil sostuvieron que era comprensible la limitación institucional de la Comisión para atraer a su compe-tencia los casos laborales, políticos y electorales que quedaran fuera de su restringida jurisdicción.

Esa misma estrategia fue utilizada para caracterizar, desde dentro y desde fuera, la creación de la Comisión Intersecretarial de Derechos Humanos, el 17 de octubre de 1997. Algunas orga-nizaciones civiles como Amnistía Internacional, el Centro de Derechos Humanos Francisco de Vitoria, la Asamblea de Dere-chos Humanos de México y el Centro Agustín Pro declararon

166 Claudia Guerrero, "Entrega CNDH a diputados su proyecto de autonomía''. Reforma, 9 de diciembre de 1997.

que la creación de este organismo no garantizaba el mejora-miento de los derechos humanos en el país. Por supuesto, la respuesta de la Comisión fue en el sentido de que las críticas eran severas y no le permitían al gobierno demostrar su firme voluntad política de avanzar en la solución del problema.

Esta alianza entre las organizaciones civiles nacionales e in-ternacionales con el objetivo de presionar a las elites políticas para que desmilitaricen el país ha tenido diferentes fases. Los an-tecedentes de la alianza pueden encontrarse en el discurso de la izquierda acerca del carácter represivo del Estado mexicano. Sin embargo, la adopción del discurso de los derechos humanos pue-de explicarse por las experiencias sur y centroamericanas, que contribuyeron a dar forma a la lucha de las organizaciones civiles del país por la presentación de los desaparecidos durante lo que se ha dado en llamar nuestra "guerra sucia" en los años setenta.

La fase actual de las relaciones entre las elites y las organiza-ciones civiles es más conflictiva que las anteriores. Las organi-zaciones nacionales, articuladas en una red nacional, sostienen una campaña contra la militarización, aprovechan las recomen-daciones de la ONU y, paralelamente a los programas de la CNDH, capacitan en derechos humanos a los militares y los poli-cías de la zona metropolitana; de igual forma, mediante la FIDH, han solicitado a la ONU y al Parlamento Europeo un relator pa-ra el monitoreo de los derechos humanos en México, y han apoyado la idea de un defensor de los militares y del respeto a los derechos humanos de los policías, al tiempo que sostienen que estamos ante los principios de un Estado policiaco y que la CNDH es cómplice de los militares. Dice al respecto la CDPDH:

[...] en México se configura: 1. Un poder ejecutivo cada vez más represivo, autoritario y con menos control judicial; 2. Una mayor subordinación de la administración de la justicia a las razones de

1

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Estado; 3. Un incumplimiento reiterado de las obligaciones in-ternacionales suscritas por México, en materia de derechos humanos; y 4. Un mayor uso político de las fuerzas armadas y de seguridad pública [...] lejos de haberse fortalecido el Estado de derecho, cuyo fundamento son los derechos humanos, en nues-tro país se empiezan a configurar las premisas de un Estado poli-ciaco. 167

Haciendo eco a las demandas de las organizaciones naciona-les, organismos internacionales como AI, FIDH y HRW han pre-sionado a las elites políticas mexicanas, previniéndolas de los riesgos, haciéndoles extensiva su preocupación por el uso del ejército en tareas policiacas, y solicitando la autonomía de las comisiones defensoras estatales y educación a los militares. El principal logro de esta alianza ha sido, sin embargo, la acepta-

ción del gobierno mexicano de la jurisdicción de la Corte Inter-americana de Derechos Humanos de la OEA. Las elites han aceptado dicha jurisdicción pero han insistido en que no tiene un carácter retroactivo, de tal forma que todas las recomenda-ciones hechas anteriormente carecen de validez judicial para la

nueva fase de los derechos humanos en el país. Los diferentes estratos de la sociedad civil mexicana han par-

ticipado impulsando o resistiendo el proceso de centralización y

militarización de la seguridad pública. Estas prácticas civiles

pueden considerarse un núcleo de las ciudadanías que caracteri-

zan a la emergente sociedad civil mexicana, sujeta a la matriz de

baja intensidad democrática del país. De este núcleo, los sujetos cívicos constituidos por la desigualdad, la delincuencia, la con-flictividad y la insurgencia desarrollan prácticas y discursos cívi-

cos que, en lugar de parecerse a los requisitos funcionales y

167 CMDPDH, Informe sobre la situación de los derechos humanos en México, 1 de diciembre de 1994 a 31 de enero de 1996.

220

estructurales de las teorías de la ciudadanía (Kymlicka y otros, 1996), se estructuran contingentemente según espacios locales y globales.

Las prácticas y los discursos cívicos sobre la seguridad públi-ca están muy lejos de las virtudes públicas de los discursos éticos y políticos contemporáneos (Cardarelli y Rosenfeld, 1998). Con todo, constituyen una modalidad de la ciudadanía que esta nue-va sociedad ha hecho posible. En el caso de la seguridad públi-ca, la ciudadanía de los sujetos cívicos responde a intereses particulares, así como a solidaridades restringidas producidas por una socialización bloqueada por las diferencias sociocultura-les y la desigualdad, la militarización y los partidos políticos que operan como máquinas electorales subordinando a sus agendas a los movimientos sociales. Una excepción ha sido el zapatis-mo. Las consultas en torno a la solución del conflicto indígena y la desmilitarización del país han jalonado un poco a los sujetos cívicos ensimismados.

La continuación de la guerra por otros medios La segunda consulta zapatista por el reconocimiento de los pue-blos indios y por el fin de la guerra de exterminio representa uno de los trabajos públicos más logrados de la sociedad civil. A pesar de que la consulta ha sido presentada por las elites y los intelec-tuales privados como inducida, puede apuntarse que representa los alcances y los límites de una sociedad civil como la nuestra. Por un lado, es un esfuerzo de las bases sociales zapatistas para presionar al gobierno, que en las actuales circunstancias no quiere recuperar la agenda del conflicto, y por otro, representa el trabajo de una serie de estratos sociales diferenciados que, una vez culminada la consulta, dificilmente se reunirán otra vez, aun-que afectarán la opinión pública en torno a la guerrilla zapatista.

Los resultados de la consulta han permitido observar algunas tendencias, como la capacidad autogestiva de la sociedad civil

221

EP

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mexicana,' la abrumadora decisión de los participantes por las posiciones zapatistas -aunque la lógica binaria del cuestionario estuviese efectivamente inducida-, y la aceptación relativa del discurso zapatista por parte de los medios de comunicación y

los citadinos y ciudadanos del país. En efecto, la consulta, orga-nizada con menos recursos que otros ejercicios democráticos di-rectos impulsados por los partidos políticos, logró movilizar a casi dos millones y medio de votantes. Esta capacidad de con-vocatoria es importantísima para una sociedad posneoliberal si consideramos que el zapatismo ha sido cercado política, militar y electrónicamente, y que las bases zapatistas y las organizacio-nes civiles no gubernamentales diseñaron este experimento de-mocrático sin costos sociales.

En su conjunto, los resultados (96.8% por la inclusión indíge-na, 94.5% por el reconocimiento institucional, 94.9% por la desmilitarización y 94.8% por el mandar obedeciendo, con un rechazo de 2.2%, 2.6%, 3.3% y 3.3%, respectivamente) constitu-yen una victoria pequeña, pero al fin victoria. La concentración de la votación en Chiapas, Distrito Federal, México, Guerrero, Jalisco, Morelos, Oaxaca y Veracruz puede ser un buen indica-dor acerca de dónde se localizan los estratos más organizados de la sociedad civil mexicana, al margen de la cantidad de pobla-ción que en ellos representan los votantes. Incluso en Oaxaca, que en función de su tasa demográfica cae por debajo de mu-chos estados, la participación fue muy activa, lo que constituye un indicador del rechazo mayoritario de la sociedad civil a la militarización del país (véase cuadro 111.3).

Los argumentos acerca de que la metodología fue inadecuada y que las preguntas del cuestionario -sobre todo las dos últimas-fueron inducidas (aunque, en descargo, los zapatistas argumen-

168 Manuel Martínez Morales, "Saldos de la Consulta Zapatista en Veracruz'', Diario de Xalapa, 17 de abril de 1999.

222

taron que el proceso fue conducido por una fundación interna-cional) sólo representan el polvo de otra batalla. La consulta de-be entenderse como una prolongación de la guerra por otros medios. En ella, la metodología de los cuestionarios y la cober-tura internacional sólo cuentan en la medida en que modifican la correlación de fuerzas entre la guerrilla y el ejército estatal. Así, la actitud zapatista ante los cuestionarios es tan lógica co-mo la actitud de la fundación Rosenblueth para difundir el pro-ceso y sus resultados.

En esta perspectiva, los resultados de la consulta rompieron uno de los tres cercos señalados por los zapatistas' y reactiva-ron la legitimidad del movimiento en los medios de comunica-ción nacional e internacional. Por esa razón, una vez concluida la consulta, las elites políticas y militares decidieron un reaco-modo del teatro militar en la zona de conflicto, radicalizando sus posiciones e, incluso, tomando la zona de los acuerdos en disputa entre las comisiones zapatista y gubernamental. En estos movimientos, las acusaciones recíprocas de prolongación inne-cesaria del conflicto son guerrilla pura. Es un hecho que los acuerdos de San Andrés, interpretados en las diferentes propues-tas del gobierno, los panistas y la Cocopa, formarán parte de las agendas electorales de los partidos en la coyuntura de la suce-sión presidencial. El zapatismo, sin duda, será clave en la con-formación de un frente amplio opositor de centroizquierda.

169 Juan Gelman, "Nada que ver con las armas", Entrevista exclusiva al sub-comandante Marcos", en revista Chiapas, núm 3, pp. 136-137.

223

Page 114: La militarización de la seguridad pública en México

Tabla 111.3 Consulta zapatista por el reconocimiento de los pueblos indios y por el fin de

la guerra de exterminio

Estado Mesas Pregunta 1 Iusión ndígena ncl i

Pregunta 2 Reconocimiento institu- cional

Pregunta 3 rización Desmilitarización MPreangucl:traob obedeciendo

l'---47--e.

1820

Si No

5098

Noc.

1639

Si

442631

No

6027

Noc.

12521

Si

449920

No

7238

Noc.

4021 450901 16°143 Chiapas 2828 454442

Chihua- hua

191 43268 584 613 42204 972 1291 41113 1812 1522 41186 1461

D.F 1812 372712 9512 2640 366181 14895 5476 362716 17888 41138 357856 19631 7220

Guerrero 575 114192 1185 1096 113765 1190 1518 113161 1264 2048 112840 1358 227

Jalisco 566 114245 2749 498 112532 3119 1841 111513 3897 2082 111946 3818 1728

Morelos 496 64335 1256 554 63806 1597 742 62727 2131 1287 62311 2080 1751

Oaxaca 1070 246616 3632 7689 248838 4709 4390 248481 5882 3574 249210 5843 2884

Veracruz 762 148898 3155 1789 147279 3890 2673 146149 4919 2774 144871 5282 3689

Total Nacional 12984 2490555 58798 26492 2435110 66179 74187 2457599 84909 48878 2429183 84839 47653

% Total Nacional

96.8% 2.2% 1.0% 94.5% 2.6% 2.9% 94.8% 3.3% 1.9% 94.8% 3.3% 1."

Fuente: Fundación Arturo Rosenblueth, 29 de marzo de 1999. www.rosemblueth.mx

LA ESTRUCTURACIÓN DE LA DEMOCRACIA DE INTENSIDAD BAJA

El régimen discursivo de la transición democrática La configuración de la matriz de los discursos de la transición democrática en nuestro país es relativamente reciente. Ese con- junto de discursos se modeló a partir de la recepción de los de- bates transitológicos impulsados por politólogos educados en algunas universidades estadunidenses. Los discursos de la transi- ción democrática de los regímenes politicos de las sociedades del este europeo y de algunas sociedades latinoamericanas no revolu- cionarias (O'Donell y Schmitter, 1994) fueron recibidos en México

bajo el argumento de que el regímen priísta estaba en su fase terminal. Por eso, los transitólogos mexicanos -actualmente, la escuela de análisis político hegemónica- seleccionaron los casos de las transiciones democráticas chilena y española como mode-los ejemplares.

El análisis de estos casos entusiasmó a las contraelites aca-démicas y políticas mexicanas, debido a que los pactos que insti-tuyeron estos procesos fueron rápidos y pacíficos (Farfán, 1992). Sin embargo, el régimen priísta siempre resistió el punto de par-tida del proceso transicional debido a que, a diferencia de las dictaduras franquista y pinochetista, su especificidad resultó más flexible que la de aquéllas (Crespo, 1999). Así, la mayoría de los transitólogos que compararon el régimen político mexi-cano con estos regímenes, e incluso con otros, han terminado por reconocer que las lecciones transitológicas son: a) que cada caso es diferente, b) que los desenlaces de los procesos de transi-ción no necesariamente son democráticos, y c) que es mejor hablar de transición política sin adjetivos.

Al contrario de las elites tecnocráticas, que nunca aceptaron el discurso transitológico en ninguna de sus variantes mexicanas -debido a sus implicaciones respecto de la legitimidad del go-bierno priísta-, las contraelites académicas y políticas han reco-nocido, mediante análisis comparativos, que es muy dificil construir un patrón de transición que pueda utilizarse para casos diferentes (Crespo, 1999), debido a la contingencia de los proce-sos de liberación y democratización. De esa forma, ahora seña-lan la necesidad de describir con mayor rigor la especificidad del caso mexicano, ya sea atendiendo a las lecciones de la teoría de la transición (Crespo, 1999), ya sea mediante una subordinación de aquélla a los procesos que se desarrollan al interior del siste-ma político mexicano (Cancino, 1998). Dice Crespo al respecto:

224 225

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Es muy peculiar sin duda, pero no tendría porqué sustraerse a la corriente mundial de las transiciones políticas. Tampoco puede afirmarse que absolutamente nada del marco teórico sobre ese tema tenga aplicación al proceso mexicano. Probablemente, en muchos aspectos no lo haga; por ejemplo, el papel de las fuerzas armadas en los procesos de cambio en las dictaduras militares no tienen parangón alguno (al menos hasta ahora) con la actuación del ejército mexicano 1...] abordar precisamente las peculiarida-des de la transición mexicana para comprender, hasta donde sea posible, el confuso e incierto proceso de cambio político en nues-

tro país.'"

Una genealogía de los discursos transitológicos en nuestro país —que por ahora no me propongo— puede demostrar que el con-sumo discursivo de nuestros politólogos ha sido activo. La ma-yoría de los politólogos influyentes en la opinión pública nacional han rechazado una aplicación mecánica de la teoría comparada de la transición democrática; a cambio, nos han propuesto, cada vez con mayor insistencia, una teoría de la tran-

sición más realista y pragmática al señalar que la especificidad del régimen priísta se caracteriza por la ambigüedad (Cancino, 1995, 1998; Villamil, 1998; Crespo, 1999) y que el fortalecimiento de la democracia incipiente (Meyer, 1998) representa una salida al-ternativa a la violencia social y política que ha caracterizado los conflictos entre las elites y la insurgencia armada.

Por esa razón, el catálogo de los discursos transitológicos ac-tuales es más cauto. Algunos sostienen que el proceso de libera-lización política ha durado demasiado sin acabar —aunque otros piensan que se ha cerrado— y que el de democratización es inci-piente, aunque aún no estamos en condiciones de evaluar si el

170 José Antonio Crespo, Fronteras Democráticas en México, Océano-UDE, Méxi-

co, 1999.

226

régimen asume el componente autoritario de la alternativa de-mocracia o recomposición autoritaria. En ese sentido, hay quie-nes proponen hablar únicamente de transición política para conceptualizar el proceso de cambio político que experimenta el país, insistiendo en la advertencia que hacían los clásicos del discurso transitológico actual en el sentido de que los procesos de transición se caracterizaban por la incertidumbre, al tiempo que retoman sus autocríticas recientes sobre las dificultades que enfrenta la consolidación de los regímenes democráticos (Cres-po, 1999; O'Donell, 1996).

Sin duda, el consumo académico y político de los discursos tran-sitológicos de las contraelites académicas y políticas —garantizado por redes de interpenetración discursiva— ha sido activo, pero también ha sido elitista. En los últimos años, en el país se ha dado, como parte de la economía de la vanidad intelectual, un debate acerca de la legitimidad de la recepción de los discursos democráticos liberales. Los intelectuales privados han sostenido la necesidad de una democracia sin adjetivos, mientras que los intelectuales públicos insisten en adjetivar el proceso que expe-rimenta el régimen político mexicano, caracterizado por un par-tido estatal aún hegemónico pero todavía no dominante en sentido legal.

En efecto, algunos intelectuales privados que han ilustrado el panismo y el priísmo (Sánchez Susarrey, 1993; Krauze, 1996; Paz, 1997) han levantado, contra la izquierda comunista y las corrientes de ruptura priísta de los últimos años —a las que de-nuncian con desprecio como antidemocráticas—, la propuesta de la democracia liberal, a través de ensayos y artículos coyuntura-les en los cuales no hay una idea rigurosa de ésta. A la menor oportunidad, los ensayistas que estratégicamente hablan en nombre del país y sólo a título personal en sus comentarios au-tobiográficos, recuerdan que fueron ellos quienes lucharon para

227

Page 116: La militarización de la seguridad pública en México

que las ideas de los clásicos de los países industrializados co-

menzaran a discutirse públicamente, mientras la izquierda, per-pleja por la autodestrucción socialista, insistía en rechazar los procesos electorales al calificarlos de reformistas. Decía Paz:

Sólo un pequeño grupo declaró que la única solución viable era una evolución pacífica y gradual hacia el pluralismo democráti-co. En 1970 publiqué un pequeño libro, Posdata, en el que me pronunciaba por esta salida a la crisis que vivía el país. Fue muy criticado por los intelectuales de izquierda, sin embargo, en el curso de los años que siguieron, acompañado por un grupo de amigos, insistí en esta idea, primero en la revista Plural, después en Vuelta y en otras publicaciones. En 1985, hace ya 12 años,

Vuelta publicó un número con el título "PRI, Hora Cumplida". Comprendía artículos firmados por mí, Gabriel Zaid y Enrique Krauze. Algunos miembros del PRI nos regañaron, unos en pú-blico y otros más cautos en privado. El PAN nos ignoró. La iz-quierda nos denunció.'"

En el mismo sentido, Krauze sostiene:

La verdad es que la mayoría de los intelectuales seguían siendo fieles a una tradición ajena y muchas veces contraria a la demo-cracia: la tradición revolucionaria de izquierda [...] En ese con-texto reivindicar a la democracia tenía sentido. Para probar su pertinencia, repetí planteamientos muy conocidos en el mundo occidental, pero relegados en México. Mi apelación pudo servir-se de los grandes clásicos del pensamiento democrático liberal —Tocqueville, Stuart Mill, de José Maria Luis Mora a Daniel Cossío Villegas—, traer a cuento ejemplos de transiciones recien-tes, como el caso español, o remotos como el de Inglaterra del si-glo xvin. El alegato adoptó la forma polémica con todos los

171 Octavio Paz, "México después del seis de julio: una encuesta" en revista Vuelta, núm. 248, p. 17.

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adjetivadores de la democracia: los priístas, que se consideraban encarnaciones de una democracia inclusiva específicamente mexicana; los clericales, que desconfiaban de ella por considerar-la liberal, y los marxistas, que acostumbraban derogarla median-te los calificativos de formal y burguesa.'

En parte fue así, pero la anticipación de lo que sucede en el país no constituye un motivo para celebrar sino para preocupar-se. La recepción etnocéntrica y normativa de los discursos de-mocrático/liberales ha contribuido a la institucionalización de una perspectiva fetichista de la democracia que la reduce al pro-ceso de institución de un régimen democrático en sustitución de uno autoritario, sin preocuparse por la calidad de la gobernabi-lidad (Schmidt y otros, 1998; Villamil y otros, 1998b) ni, mucho menos, por la estructuración cotidiana del Estado y la sociedad en la instrumentación de las políticas públicas. Asimismo, ha contribuido a la institución de un régimen democrático electoral emergente, limitado e incipiente que genera alternancias estata-les y municipales sin opciones societales posneoliberales.

Por su lado, los intelectuales públicos -emparentados con la izquierda perredista, que efectivamente sustituyó el discurso re-volucionario por el democrático y, particularmente, por el de la transición democrática (Ramírez, 1995; Meyer, 1998)- le asig-nan un sentido radical, a veces sobrecargado de expectativas, mediante un proceso de inflación discursiva constitucional. En este caso, han operado a través de anfibiologías que les permiten sustituir discursivamente el socialismo por la democracia, tales como "democracia efectiva", "democracia auténtica", "demo-cracia verdadera", etc. En casos extremos, la democracia apare-ce como un estilo de vida registrado constitucionalmente desde principios de siglo. Para ellos, la democratización es un proceso

I22 Enrique Krauze, Tiempo contado, Océano, México, 1996, p. 17.

229

Page 117: La militarización de la seguridad pública en México

incierto, lento y riesgoso que requiere de un conductor decidido y de la amplia participación de la sociedad (Meyer, 1995, 1998; Ramírez, 1996). Así:

Los mandos estadunidenses no estaban dispuestos a tolerar en América Latina ningún tipo de transición democrática que esca-pase a sus lineamientos y control [...] en los demás procesos de transición democrática de América Latina la impunidad absoluta ha sido la regla [...] si bien la solución marxista ha fracasado en los países del Este de Europa, al capitalismo no le ha ido mejor en América Latina, al menos en cuanto se refiere a crear una vi-da mínimamente digna para su población. 173

En ambos casos rige un imperativo externo; aunque es plau-sible una perspectiva centrada en los factores internos de la nue-va democracia mexicana para insistir discursivamente en la crisis mortal del régimen, es mejor sobredeterminar los factores externos. Bajo esas circunstancias, las contraelites académicas y políticas han sido obligadas a estructurar una democracia liberal de intensidad baja, un dispositivo simbólico contingente para di-rimir conflictos suaves y ligeros (Serrano, 1997) generados por la circulación limitada de las elites políticas, que no afectan el uso de los mecanismos del mercado y del Estado, el poder y el dinero.

Desde ese emplazamiento, los intelectuales privados y públi-cos recientemente avenidos a la transitología han utilizado un sinnúmero de estrategias discursivas del tipo "yo se los dije des-de hace mucho tiempo", "la transición pacífica es la única vía", "el tiempo para transitar se agotó... está contado", en el caso de los primeros, o del tipo "la transición se fastidió", "se está tran-sitando por la derecha", "la transición ha durado demasiado",

173 Agustín Cueva, Ensayos sobre una polémica inconclusa, CNCA, México, 1994,

pp. 11 y 30.

230

"estamos hartos de no transitar" y "esperen, quizá puede pasar en las elecciones próximas", en el caso de los segundos, quienes han configurado un imaginario transitológico singular pero también, en sentido estricto, un léxico demasiado fideísta y con-fiado en las palabras que componen el enunciado "transición democrática".

Esa batalla discursiva es encarnizada. Por un lado, los intelec-tuales privados, fingidamente cosmopolitas, acusan a los públi-cos de volverse orgánicos, a veces por conveniencia, y a la derecha y a la izquierda, de no entender lo que los politólogos liberales, clásicos y contemporáneos, dicen acerca de la demo-cracia entendida como un método de selección de gobernantes; por otro, los intelectuales públicos irritan a los privados por su hipocresía y su cinismo al condenar la violencia guerrillera (Monsiváis, 1999), en una cruzada discursiva contrainsurgente, sin decir lo suficiente sobre la violencia paramilitar y parapoli-ciaca, de consumismo irreflexivo, y por sus dramáticas convoca-torias a la deposición de las armas.

En realidad, los intelectuales privados han utilizado el discur-so transitológico para apurar en el "tiempo contado" una mo-dernización del régimen político —en eso también son jacobinos—mediante despedidas y funerales anticipados al partido estatal aún hegemónico —del tipo "adiós al PRI", "el partido estatal está herido de muerte", o "la democracia que llegó"— y una campaña sostenida contra la violencia insurgente. Por su lado, algunos de los intelectuales públicos convertidos efimeramente al discurso democrático liberal sostienen la necesidad de impulsar, desde las alternancias, cambios sustantivos al estilo de vida de la so-ciedad mexicana.

En ambos casos, las observaciones parciales de las contraeli-tes académicas y políticas configuraron discursivamente lo que llegó a ser en nuestro país la transición democrática: un objeto

231

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de conocimiento y disputa pública. En una perspectiva ampli a, si los intelectuales públicos y el perredismo no hubieran presio-

nado discursivamente hasta el extremo de la transición demo-crática entendida como un proceso para instituir un estilo de vida, esa teoría sólo habría sido un mecanismo de legitimación de las elites tecnocráticas que la igualan a la normalización de-mocrática; pero si los intelectuales privados y el panismo no la hubieran restringido a los procesos electorales, difícilmente habría sido posible la estructuración de una matriz política de baja intensidad democrática.

Por otro lado, el supuesto de una sola vía, única y escasa, es terrorista. En el país, los logros electorales han sido posibles como efectos de conjunto, incluida la violencia. La democrati-zación inicial es el producto de una articulación no prevista de la desigualdad, la delincuencia, la conflictividad y la insurgen-cia, tanto como de la lucha política electoral. En eso, uno de los intelectuales privados era muy preciso: el problema es que en es-tas turbulencias políticas difícilmente puede concederse que la posición de los otros es necesaria en sus diferencias (Paz, 1992). De otra forma, los liberales serían más crueles e infames de lo que han sido al defender el libre mercado y la transición demo-crática.

Es así como se entiende que en esta batalla discursiva haya habido puntos límites, fronteras infranqueables, puntos ciegos. Del conjunto de los discursos que la modelaron, el más patético es aquel en el cual uno de los intelectuales privados le pide al principal dirigente insurgente zapatista —quien ha elaborado cuentos, comunicados y acciones en nombre de la transición democrática— que renueve a la izquierda mediante su incorpora-ción a la lucha política electoral, después de una anmistía am-plia, generosa y digna. En ese discurso, quizá el más ilustrativo de lo que sucede con la hegemonía cultural del país, se esfuma

232

la bienintencionada metáfora de la transición democrática. Uno de los intelectuales que se reclama instaurador de ese discurso en el país no comprende cómo alguien no puede entender que "no hay más tránsito a la democracia que el tránsito pacífico [...] los mexicanos no queremos tomar su sangre de alimen-to..." (Krauze, 1996).

Para desgracia de los transitólogos, en México la teoría transi-tológica ha quedado vacía, reducida a ruido. Después de reco-nocer que los ajustes de ésta han fracasado (Cansino, 1998b) al desfigurar la descripción y la explicación rigurosa de los proce-sos políticos del país, no queda de ella sino enmendarla o aban-donarla. Así, mientras algunos piensan que aún puede rescatarse algo de ese arsenal (Crespo, 1999), otros sostienen que fracasó y que debe ser sustituido. Al respecto, la hipótesis de que en el pa-ís se ha reconsolidado el autoritarismo representa la idea más heurística de la batalla discursiva transitológica (Cancino, 1995). Sin embargo, quienes la sostienen difícilmente superan el fetiche del régimen al reducir el problema al sistema de partidos, y a sus bases el presidencialismo, el corporativismo y el partido estatal.

El sueño transitológico

En estas circunstancias, la matriz discursiva de la transición está muerta. La esterilidad del tipo ideal o paradigma ha sido cada vez más aceptada incluso por aquellos que en algún momento compartieron ese discurso. Algunos de éstos han llegado a sos-tener que el modelo de la transición democrática deja intacta la desigualdad social al asumir una posición compatible con la go-bernabilidad de las elites mediante una perspectiva utópica (Far-fán, 1996). En la actualidad se está abriendo un nuevo ciclo a través del cual se gira hacia una idea más realista de la democra-cia. Esta nueva perspectiva (Cancino, 1998; Crespo, 1999) inclu-

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ye la variable de la violencia social y política, a diferencia de los discursos democrático/liberales etnocéntricos y normativos.

En nuestro país, la transición democrática ha sido un sueño del que lentamente han comenzado a despertar quienes en ella creyeron. Este discurso ha funcionado como un mecanismo de legitimación de la matriz de baja intensidad democrática opera-do por las contraelites panistas y perredistas, cuyas definiciones son diferentes pero coincidentes en la práctica. En efecto, las contraelites han compartido este objeto de conocimiento y dis-puta. Sin embargo, han entendido por transición democrática co-sas distintas, pues mientras los panistas, ilustrados por los intelectuales privados, entienden a la transición democrática co-mo un proceso, los perredistas gradualistas, ilustrados por los in-telectuales públicos, la han asumido como un pacto para acelerar las contradicciones priístas (Sánchez, 1999).

Por un lado, los intelectuales privados han utilizado el discur-so transitológico para completar la liberación económica y polí-tica impulsada selectivamente por las elites tecnocráticas, mediante despedidas y funerales anticipados al partido estatal y al corporativismo, así como la idea de un régimen político de-mocrático que abomina empiristamente de la violencia guerrille-ra. Por otro, los intelectuales públicos ahora convertidos a la transición democrática sostienen la necesidad de impulsar un programa antineoliberal desde las alternancias; sin embargo, se desilusionan cada vez más del caudillismo y el corporativismo de las contraelites, así como de la carencia perredista de un pro-grama coherente para gobernar el país.

En ambos casos, las observaciones de las contraelites panistas y perredistas son parciales e incapaces de reconocer la otredad mediante una práctica de la doble observación: si los perredistas y los intelectuales públicos no hubieran presionado hasta el ex-tremo de la democracia como estilo de vida, el discurso de la

234

transición democrática habría sido incapaz de metamorfosearse en una transición sin adjetivos y con un fuerte énfasis en la incerti-dumbre del proceso, considerada por los clásicos pero oscureci-da por los transitólogos mexicanos; de igual forma, si los panistas y los intelectuales privados no hubieran restringido la democracia a un método de gobierno, siguiendo la tradición li-beral/socialista italiana, dificilmente se habría estructurado una matriz política de baja intensidad democrática.

En realidad, más allá de las buenas intenciones transitológi-cas, en el país hay varias vías para desestructurar el régimen po-lítico mexicano de partido aún hegemónico. La posibilidad de su desarticulación y la estructuración de un régimen democráti-co con políticas públicas posneoliberales está dada por las vías cívica, electoral y armada, básicamente por la versión zapatista de la transición democrática. Por eso, no tiene demasiado senti-do afirmar que hay vías únicas, se trate de la transición pacífica, del cambio sin ruptura y con estabilidad, el mandar obedecien-do, etc... La posibilidad de la tolerancia política en el proceso político actual sólo se concretará en la medida en que se reco-nozca la parcialidad de las observaciones propias mediante un diálogo racional basado en la idea de los disensos y en el respeto a las diferencias.

En esta lógica, a veces rígida y en ocasiones relajada, la prin-cipal lección que las contraelites políticas aprendieron de los procesos de transición de los países suramericanos fue la necesi-dad de pactar con los militares, aislando a los radicales. A partir de esta lección, han hecho todo lo posible por expiar la violencia de las organizaciones sociales y políticas mediante pactos co-yunturales y pragmáticos orientados a la modificación de la le-gislación electoral para garantizar la estabilidad de las instituciones del sistema político. Sin embargo, al contrario de los supuestos que en este caso han llegado a ser dogmas, una de

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las causas principales de la apertura —insuficiente— del sistema político ha sido precisamente la violencia social y política, aun-que, por supuesto, en la detonación de la violencia las elites han tenido responsabilidad. Dice Carlos Ramírez en ese sentido: "El principal mensaje de Chiapas señaló la oportunidad, quizá la úl-tima, para que el país construyera su propia transición política hacia la democracia por la vía pacífica [...] así México fue empu-jado a la democratización por la vía de la violencia política."'

Al respecto, los transitólogos mexicanos nunca se pusieron de acuerdo acerca del inicio y del punto de no retorno de la libera-lización y la democratización mexicana (Crespo, 1999). En sen-tido estricto, puede sostenerse que esta perspectiva fue una sensibilidad política que en su mixtura de deseos y prognosis (Sánchez, 1999) captó el movimiento del cambio político en el país y, en un paralelismo, el discurso priísta de la normalidad democrática y el discurso centrista del cambio sin ruptura (Ca-macho, 1994), pero no fue lo suficientemente clara acerca de las características específicas del régimen mexicano para prever desde el principio que la liberalización duraría tanto y que la apertura del régimen de partido hegemónico a partido dominan-te no sería completa ni suficiente.

En todo caso, el proceso mexicano, más semejante al caso ruso que al español o al chileno, recuerda la idea gramsciana de la so-ciedad civil gelatinosa frente al Estado ampliado. La democratiza-ción electoral del país, tan cara en todos los sentidos —económico, político y social—, representa, más que un proceso orientado a la in-tegración social dialógica (Giddens, 1994), uno orientado de manera instrumental y caracterizado por la circulación de las elites y las contraelites (Sánchez, 1999) que difícilmente cruzará pronto —como dicen los que insisten en una transición sin adje-

174 Carlos Ramírez, Cuando pudimos no quisimos, Océano, México, 1995, pp. 93 y 309.

236

tivos— las fronteras democráticas: la división de poderes, la sepa-ración del partido del Estado, la coacción y la compra del voto. Así, aunque el discurso de las elites insista en que se ha institui-do la democracia, entendida como un método de toma de deci-siones, en su lugar se ha instituido una ley de bronce de las oligarquías mexicanas.

La matriz política de la baja intensidad democrática

La matriz de baja intensidad democrática del país se ha estruc-turado básicamente a partir de los cambios en el ejército, las po-licías y el régimen de partidos. Para su desarrollo, este conjunto institucional ha supuesto la militarización de la seguridad públi-ca como un mecanismo de integración autoritaria, así como la focalización selectiva de las políticas sociales orientadas electo-ralmente con arreglo a las nuevas leyes electorales.

En sentido amplio, los procesos democrático/electorales que han posibilitado algunas alternancias están montados en una estra-tegia de militarización y centralización de las policías que ha pro-ducido algunas patologías y riesgos para la nueva sociedad mexicana. En sentido restringido, la democratización electoral del país: las reformas electorales, las competencias cerradas —aunque no simétricas o equitativas— y las alternancias irrelevantes, no im-pactan estructuralmente el diseño y la puesta en marcha de las políticas económicas sociales y, por el contrario, inducen un proceso de circulación de las elites y las contraelites que se legi-tima con programas publicitarios como el combate a la pobreza extrema, la participación civil en la instrumentación descentrali-zada de programas de desarrollo. En el caso de la militarización pasiva de la seguridad pública, la irrelevancia de las alternancias se expresa en la incapacidad de las contraelites para diseñar y poner en práctica políticas alternativas de seguridad, como el control civil de las policías.

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La especialización de las contraelites en el control de los pro-cesos electorales las ha llevado a asumir el discurso de la transi-ción democrática, de sus generalizaciones simbólicas —como aquella de que siempre se está a punto de instituir un nuevo ré-gimen político—, de sus creencias compartidas —como la de que la democratización nos conducirá palmo a palmo a un estadio en el cual elijamos a las elites para que, en un clima institucional estable, canalicen nuestras demandas sociales y económicas—, de los valores de la estabilidad, la transparencia y la equidad, y de las soluciones realistas que pueden encontrarse a manera de ejemplos para analizar cualquier proceso contingente de cambio político —como el recurso del tiempo, la necesidad de un pacto entre las elites, etc.—, mientras las elites pertrechadas militarizan extensivamente la sociedad al tiempo que impulsan el libre co-mercio, la democracia restringida y la focalización de las políti-cas sociales neocorporativas.

IV UNA ESTRATEGIA DE CONTROL CIVIL

DE LA SEGURIDAD PÚBLICA

LA MILITARIZACIÓN DE LA SEGURIDAD PÚBLICA MEXICANA

La militarización no solicitada

En sentido estricto, la militarización pasiva de la seguridad pú-blica en nuestro país ha sido un proceso que se ha estructurado mediante las prácticas y los discursos de distintos sujetos políti-cos y sociales. Por un lado, los sujetos políticos: las elites y con-traelites políticas, militares y policiacas, los partidos políticos y algunos medios de comunicación; por otro, los sujetos sociales: los empresarios, los comerciantes, los citadinos, los ciudadanos y los insurgentes, todos juntos han impulsado y resistido este proceso a través de un conjunto de estrategias políticas y simbó-licas que han terminado por modelar su especificidad respecto de la remilitarización reciente de las policías centro y surameri-canas, su carácter pasivo, su estadalidad, sus funciones y sus ex-cesos.'"

175 El supuesto de que la militarización de la seguridad pública del país es in-

versa a la gestión de las policías latinoamericanas es inexacto si se consideran los casos comparados de los países centro y suramericanos en el capítulo 2 de es-te libro. Véase Marcos Pablo Moloeznik Gruer, Militarización de la seguridad públi-ca en México, RNIU, México, 1997, p. 19. Dice Moloeznik: "[...] esta situación se

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En este ciclo corto, las elites priístas' no han dudado en con-tinuar con la militarización de la seguridad pública, aunque han retirado a los militares del aeropuerto de la ciudad de México, debido a su involucramiento en el tráfico de drogas, y los han incorporado a la Policía Federal Preventiva. Por su parte, las contraelites panistas in han continuado impulsando el proceso, aunque paralelamente han insistido en la necesidad de levantar frentes amplios y realizar jornadas ciudadanas' contra la delin-cuencia en un sentido semejante a la cruzada convocada por las elites priístas. A contrapelo, en el D.F., las contraelites perredis-tas han puesto en marcha una estrategia de descentralización orientada al control policiaco desde las delegaciones —incluso aceptando la capacitación extranjera—, 19 sin haber superado el esquema de la participación civil propuesto por las leyes y los organismos estatales, aprobadas e instituidos recientemente. La misma actitud asumen los partidos políticos y algunos medios de comunicación que reproducen el patrón de acción que des-cribí en los capítulos anteriores.

Por otro lado, los empresarios y los transportistas han mante- nido presionadas a las elites y a las contraelites con iniciativas discursivas e institucionales; los banqueros, por lo menos en la capital del país, han recuperado la vigilancia policiaca. En un contexto de polarización social creciente, producida por la des-igualdad, la desestructuración tecnocrática del Estado y la focali-zación electoral de la política social, algunos citadinos y ciudadanos sólo confian firmemente en la policía en 2.2%, por-centaje comparado con 79.8% y 72.2% de confianza en sus pa-dres y en Jesucristo; asimismo, desconfian 57.3% de las policías, porcentaje comparado con 5.8% y 5.7% de desconfianza hacia sus padres y Jesucristo.' Por su parte, los contrainsurgentes han insistido, mediante la segunda consulta nacional, en la desmili-tarización del país como el piso de la transición democrática.

En tales circunstancias, la militarización de la seguridad pú-blica no puede ser entendida como una evidencia de la debilidad del Estado mexicano y de los mecanismos de cohesión sociocul-tural (Serrano, 1998), ni mucho menos como su disolución (Crespo, 1997). Los últimos datos muestran que este dispositivo de control autoritario utilizado por las elites priístas y las con-traelites panistas ha sido institucionalizado para un ciclo largo de gobernabilidad, aunque pudiera darse el caso de alternancias opositoras en los diferentes niveles de gobierno, particularmente en la Presidencia."' Al mismo tiempo, si se comparan los nive-

presenta a contracorriente del resto del subcontinente, cuya tendencia es la con-traria, es decir, la desmilitarización de las instituciones policiales". 176 En la actualidad ya no tiene mucho sentido preguntarnos si este partido es democrático o no, si todo lo que dijo hasta ahora tiene algún sentido, si efecti-vamente hizo algo por sus electores. Lo que sí es importante preguntarnos es cuáles han sido las causas del ciclo prolongado de la gobernabilidad priísta, si este partido aún puede decir cosas sensatas y hacer algo por los que siguen vo-tando por sus candidatos, y si todavía puede democratizarse. 177 Ahora que el PAN representa la segunda fuerza electoral del país es necesa-rio preguntarnos cómo ha sido posible que un partido que en los años ochenta era caracterizado como derechista y conservador se haya convertido en una opción electoral. Por supuesto, la respuesta debe buscarse no sólo en los cam-bios organizativos de dicho partido, sino además en sus relaciones con las eli-tes tecnocráticas y en las nuevas posiciones de la centroizquierda. 178 Gabriela Romero Sánchez, "Iniciará el PAN campaña contra la inseguri -dad", La Jornada, 6 de mayo de 1999. 179 Raúl Llanos Samaniego, "Adiestrará la DEA a agentes judiciales capitali-nos", La Jornada, 29 de abril de 1999.

180 Sigma, Opinión & Marketing Research, "Sociedad en México: valores y creencias", en Este país, núm. 97, p. 21. lel

Al respecto, "Si la crisis de la gestión, se acompaña de una desestructura-ción priísta, como ya lo hemos visto en Jalisco y Guanajuato, verdaderos tipos ideales de la alternancia cool, el cogobierno, la cohabitación, incluso la susti-tución del gobierno actual, no acarrea el fin del dispositivo gubernamental, ni la racionalidad política de la gestión de la crisis. En el extremo, sólo un cam-bio de ejecutores, quizá un cambio en prioridades y métodos, nada más. Por supuesto, en el caso de una debacle acelerada del PRI, pero manteniendo círcu-

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les de legitimidad de hace dos años con los indicados más arri-ba, podemos concluir que la militarización de la legitimidad mediante el control de los medios de comunicación y de las ac-tividades sociales, educativas y policiacas de los militares ha ga-nado terreno en la mente y en los corazones de los citadinos y

los ciudadanos.' A diferencia de la hipótesis que sostiene que en los estados

débiles hay una cohesión sociopolítica débil que determina que las elites se apoyen más en la coerción que en la autoridad polí-tica (Serrano, 1998), en este caso —a contrapelo de los casos lati-noamericanos— la militarización de la seguridad pública es un proceso de fortalecimiento del Estado. Al respecto, la idea con-traria seguiría siendo plausible si en lugar de la lógica de quienes enfatizan la crisis y la debilidad se insistiera en la reestructura-ción estatal reciente y en la militarización contrainsurgente y de la seguridad pública como un proceso que lo mismo fortalece al

Estado que integra autoritariamente a la sociedad. Dice Serrano en ese sentido:

Una breve comparación entre la seguridad de los estados fuertes y aquellos relativamente débiles puede ser útil para resaltar algu-nos temas importantes que aquí nos preocupan. Como se atesti-gua en diversos casos, en los estados fuertes la seguridad nacional se refiere en primer lugar a la protección de su indepen-dencia, de su identidad política y de las amenazas que puedan provenir de otros Estados [...] Entre los estados débiles de obser-va, en cambio, una precaria cohesión sociopolítica. Y ello puede ser el resultado de la ausencia de una cultura constitucional que asiente entre la sociedad la idea del Estado y/o de la falta de una estructura gubernamental lo suficientemente sólida para garantizar la unidad. En condiciones como éstas las instituciones del Estado tienden a apoyarse más en la coerción que en la autoridad política, lo que contribuye a que el uso de la fuerza permanezca como un rasgo central de la política nacional. 183

los de intermediación y liderazgo poderosos, las vueltas atrás, las salidas auto-ritarias, incluso represivas, no son descartables; pero en el momento actual son menos probables que la alternancia cool". Véase Roberto González Villarreal y otros, Ingobernabilidad. La gestión de la crisis en el gobierno de Ernesto Zedillo, Plaza y Valdez, México, 1996, p. 329. Consideremos asimismo el realismo li-beral: "Se dice que abrir nuestra vida política afectaría la estabilidad del país; yo creo lo contrario, como se ha podido ver en varias elecciones estatales. Se dice que la apertura política afectaría la continuidad del proyecto económico; yo creo lo contrario: no abrir significa dejar la responsabilidad del cambio en la cúpula sin que la mayoría de la base lo asuma plenamente como propio. Se dice en privado que abrir podría ampliar las posibilidades de la oposición: yo creo lo contrario: la cerrazón es lo que fortalece a la oposición. Por lo demás, ¿cuál es el peor escenario? ¿Que gane el populismo estatista? Ya estuvo en el poder entre 1970 y 1982 y fue un desastre, pero si accediese al poder en 1994 no significaría el fin del país: las fuerzas reales de la economía global y nacio-nal se encargarían de revertir cualquier cambio en ese sentido. Además la so-ciedad civil en México no es la misma, domesticada y asustada, de 1970; está alerta y es plural: pararía un resurgimiento del pasado". Véase Enrique Krau-ze, Tiempo contado, Océano, México, 1996, p. 46. 182 La estrategia de guerra de baja intensidad contrainsurgente se basa en el principio de ganar la lucha por las mentes y los corazones. Véase Raúl Sohr,

Para entender la guerra, CNCA, México, 1990, p. 25.

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Así, el proceso de militarización de la seguridad pública ha contribuido al fortalecimiento estatal, aunque en sentido estricto no se haya avanzado en la estructuración de la autonomía del Poder Judicial. Precisamente, la subordinación de este poder en sus dimensiones federal y estatales es otro elemento utilizado por las elites para la reestructuración estatal. Sin embargo, eso tampoco significa que éstas hayan resuelto el problema de la le-gitimidad generado por la delincuencia, la conflictividad y la in-surgencia; al contrario, en este ciclo puede observarse una inconformidad creciente con la delincuencia en la que se edifica la aceptación de la militarización de la seguridad pública. Algo

I semejante sucede en América Latina:

j83 Mónica Serrano, "Orden público y seguridad nacional. La nueva agenda de Seguridad" en revista Foro Internacional, 1, México, 1998, COLMEX, p. 9.

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El clamor de la gente angustiada se vuelve cada vez más fuerte. Queremos más policías, más militares en la calle (Honduras, Ve-nezuela, Colombia, Guatemala), un código penal más estricto (Panamá y El Salvador), aplicación de la pena de muerte (Gua-temala y El Salvador) y una confrontación más dura con el cri-men organizado. En la lucha contra la violencia conviene establecer una diferencia entre acciones represivas, que apuntan al fenómeno como tal, y medidas orientadas más bien hacia una perspectiva causal, de tipo preventivo y constructivo.'

Por supuesto, la seguridad pública militarizada es uno de los asuntos más importantes para una nueva arquitectura societaria (Schmidt y otros, 1998), una clave de la gobernabilidad priísta o

pospriísta. Sin embargo, no sólo se trata de un problema de go-bernabilidad estatal, sino también de un asunto societal. A dife-

rencia de los casos centroamericanos, este mecanismo de control autoritario no fue pedido por la sociedad civil; tampoco es el resul-tado de un empate de fuerzas beligerantes, de un pacto explícito entre las elites -aunque en los hechos parece lo contrario, por lo menos entre priístas y panistas-; finalmente, no ha sido supervisa-do por una fuerza extraestatal o directamente ciudadana. Por el contrario, es una decisión tecnocrática compartida por las contra-

elites panistas, un dispositivo del capital mundial para el país insti-

tuido e institucionalizado principalmente por las elites priístas,

aunque no hayan sido ellas las que lo detonaron. En este caso, la consolidación' de la militarización de la se-

guridad pública ha sido un problema complejo para las elites. La

inconformidad y la presión pública de los estratos sociales altos,

medios y bajos -para que reaccionaran ante la delincuencia-, la privatización creciente de la seguridad pública mediante empre-

" Willy J. Stevens, Desafios para América Latina, Taurus, México, 1999, p. 162.

185 Hablo de la consolidación de la militarización de la seguridad pública paro- • diando el discurso actual de la consolidación democrática de los transitólogos

.

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sas, los incipientes experimentos de ciudadanización de ésta, y la negativa de algunos de estos estratos sociales a pagar impues-tos precipitaron la decisión de militarizar las policías. La fórmu-la político/policiaca de la militarización de las policías se dio en una coyuntura en la que la violencia política sobredeterminaba las trayectorias dispersas del desorden social mexicano, y pron-to, muy pronto, los estratos sociales comenzaron a sufrir los efectos perversos de dicha política, pues los excesos militares y policiacos se convirtieron en una regla para algunas regiones y zonas del país.

Esa relación proporcional entre el incremento de la militari-zación y el número de personas reprimidas o castigadas (Wa-llerstein, 1998) ha sido una de las consecuencias de la legitimación policiaca. Sin embargo, ese efecto perverso no ha sido calculado por los estratos sociales altos y medios, los que, constituidos mediáticamente por el espectáculo del crimen, con-tinúan presionando a las elites y a las contraelites para que en-durezcan las leyes contra la delincuencia y expandan el sistema policiaco incrementando la inversión en capacitación y arma-mento, como si el problema de esta fórmula político/policiaca fuera las insuficiencias de la militarización y la solución de éste consistiera en invertir mayor militarización a la militarización, cuando, funcionalmente, la incorporación de los militares a las policías ha sido un fracaso y, estructuralmente, dicha incorpora-ción ha generado más problemas a la sociedad civil de los que existían. Dice Wallerstein al respecto:

La difusión del crimen, de pequeña y gran escala, está debilitan-do a los estados, menos por la actividad criminal misma que por la respuesta popular a esta actividad. Se expresa en una gran im-paciencia popular ante la incapacidad manifiesta de los estados para hacerle frente. Por otra parte, en la medida en que la gente invierte en autodefensa externa al Estado, le ve menos sentido a

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pagar los impuestos que supuestamente son para que el Estado le garantice su seguridad. Otro círculo vicioso [...] Pero todavía hay un problema más. Conforme aumentan el índice de crimina-lidad y de autodefensa, las fuerzas policiacas reaccionan de ma-nera más enérgica y menos restringida. La línea entre actividad criminal ilegal y la actividad policiaca ilegal se reduce en la reali-dad, pero aún más en la percepción del público. En la medida en que se reprime y castiga a más personas, la acción de la policía empieza a afectar a un número cada vez mayor de familias. Lo que era una pequeña minoría ahora es una gran mayoría. Y los grupos que antes habían legitimado la acción policiaca ahora se muestran más escépticos o hasta abiertamente hostiles. Lo que era visto por muchos como el policía protector y amigable ahora es visto como el policía peligroso y con frecuencia arbitrario.'

Los estratos sociales altos son los que presionan con más fuerza, discursiva y prácticamente hablando, a las elites y a las contraelites para la consolidación de la militarización, sobre to-do con su propuesta cero tolerancia."' En tales circunstancias, las elites y las contraelites han recuperado lo mismo el discurso de la defensa de la integridad, las libertades, el orden y la paz pública, que algunos enunciados como el combate a las conduc-tas antisociales y el respeto a la legalidad.

Detrás de esa preocupación patriótica se desliza con discre-ción una racionalidad estatal orientada tecnocráticamente, que excluye de manera sistemática la participación civil, reestructura las funciones del ejército al incorporarlo a la seguridad pública e interna y, quizá, impulsado por el Tratado de Libre Comercio, a un esquema de seguridad estadunidense. La militarización de la seguridad pública se reproduce cotidianamente como un meca-

186 Immanuel Wallerstein, xxI, México, 1998, pp. 52- 187 Véase: "México Unido dad pública y el combate al

Utopística o las opciones históricas del siglo xxr, Siglo 53. contra la Delincuencia. Propuestas para la segun -crimen organizado", Artículo 1.

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nismo de integración autoritaria forjado en la situación más compleja del sistema político mexicano en las últimas tres déca-das. Este intento por integrar lo que desintegró el liberalismo so-cial se ha impuesto por la fuerza: sin exagerar, la militarización se ha institucionalizado al costo de muchas vidas, infamias y crueldades. Es un signo de debilidad que hasta ahora la socie-dad civil diferenciada no haya estructurado una estrategia alter-nativa plausible.

LAS PROPUESTAS PARA LA DESMILITARIZACIÓN

Una rearticulación de las propuestas sobre seguridad pública de la sociedad civil diferenciada, girando de los discursos según los emplazamientos y la correlación de fuerzas a los enunciados acerca de la desmilitarización, permite observar el fortalecimien-to paralelo de la posición contraestatal de esta última propuesta. La oposición organizada en torno a la militarización de la segu-ridad pública también se ha fortalecido, generando una segmen-tación binaria de los clientes de la militarización y los antimilitaristas. En los últimos años del gobierno de la fracción tecnocrática gobernante, la militarización es un golpe de fuerza estatal acotado por un intento de golpe de timón de algunas orga-nizaciones civiles no gubernamentales, intelectuales y periodistas.

Las propuestas sobre la desmilitarización articulan discursos de diferentes emplazamientos y prácticas partidarias y civiles (véase cuadro IV.1). Su articulación según la aceptación o el rechazo de la militarización de la seguridad pública reúne, en algunos casos, a los intelectuales públicos convertidos en orgánicos y a policías desplazados, e incluso a algunos intelectuales públicos y a aseso-res y coordinadores parlamentarios. En tales circunstancias, es muy dificil reconstruir la emergencia de cada una de dichas pro-puestas. Quizá sólo sea posible atender a las disputas discursivas

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que funcionan como umbrales o nichos para los nuevos discur-sos en aquellos casos en los que se proponen perspectivas más integrales a los problemas o superar las soluciones ineficaces y

generadoras de riesgos innecesarios. En principio, parece que una articulación basada en los cam-

pos disciplinarios es suficiente para mostrar la transversalidad de las propuestas. Sin embargo, se trata de un procedimiento que genera demasiadas dificultades, entre ellas el imperialismo disci-plinario de la mayor parte de los discursos con pretensiones de validez. En la mayoría de los discursos y las propuestas se evi-dencian las observaciones parciales, demasiado atentas a un fac-tor que se sobredetermina mediante un interés de conocimiento y

otros tipos de intereses no cognoscitivos orientados a la gestión de la inversión en las instituciones policiacas y, por supuesto, en el prestigio en los campos académicos o en la esfera pública des-colonizada. Es como si la disputa discursiva que las ha hecho posible les impidiera ver que no contemplan aquello que las ob-servaciones de los rivales e interlocutores sí consideran.

Cuadro IV.1 Propuestas de desmilitarización de la seguridad pública

Estrategia Problema Causas Efectos Gobernabilidad

Moloeznick Transitorio Militarización inversa a La- tinoamérica

Desapego a De- recho Allanamiento de libertad de libertad de de-lincuentes

Excepcional

. González y López Por- tino

Secretaría y policía nacional, guardia nacional CSPE

Militarización Confusión jurídica

Desgaste del ejército

Contribuir a una gobernabilidad pluralista

IMECO Controles Militarización Incapaci- Multiplicación Desfascistizació-j

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En esa lucha incesante, profusa, cotidiana, la mayoría de las propuestas de desmilitarización directa o indirecta constituyen esfuerzos de inclusión en el diseño y la instrumentación de los programas de seguridad pública. Las estrategias utilizadas para tal efecto han sido eficaces o ineficaces, cuando, por ejemplo, se han incorporado a la gestión de las instituciones del sistema poli-ciaco (González Ruiz y otros, 1994; López Portillo, 1997); cuan-do se insiste sistemáticamente en las tonterías presidenciales para terminar solicitando que se contrate a las personas que, efectiva-mente —más allá de los anuncios presidenciales— saben cómo hacerlo (Ruiz Harrell, 1999), o cuando, en la mejor expresión del interés emancipatorio, las organizaciones civiles no gubernamen-tales, representantes parlamentarios o algunos intelectuales pú-blicos diseñan propuestas óptimas pero no factibles, tan descuidadas con el manejo de las variables básicas, internas y externas del problema que terminan apostándolo todo a las al-ternancias presidenciales.

En esa lógica, como veremos a continuación, la mayoría de las propuestas de desmilitarización de la seguridad pública son demasiado normativas para imaginar siquiera los efectos perver-

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internos dad e in-suficien-cias

de excesos y pa-tologías Mayor militari-zación

ONG, Em-presarios y PRD

Controles externos a)redes y comités ciudada-nos b)cero to-lerancia c) control parlamen-tario del ejército.

Delincuencia y militariza-ción

Uso polí-tico orgá-nico contra la ingober-nabilidad

Represión discrecionalidad

Control demo-crático Transición de-mocrática

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sos que podría generar su instrumentación y su temporalidad (Ruiz Sánchez, 1996; Aguilar Villanueva y otros, 1996; Bar-dach, 1998). En sentido estricto, la mayoría carece de una pers-pectiva que les posibilite una solución realista consensada entre los estratos sociales involucrados directamente en el problema de la militarización de la seguridad pública.

Por ejemplo, hay quienes consideran un riesgo la militariza-ción y, aun así, sienten que es necesaria de manera transitoria (Moloeznick, 1998); quienes proponen mayores inversiones (IMECO, 1998), no piensan en el financiamiento estatal indesea-do de las redes de corrupción policiaca (Posada, 1994); los que sostienen que se necesita un cambio de modelo económico, de elites y de controles (Ruiz Harrell, 1996), no atienden a los fac-tores externos, y quienes hablan de la necesidad de un sistema de controles y contrapesos para el rendimiento de cuentas (Cas-tañeda, 1993; Aguayo, 1996), no ven como un problema la cen-tralización autoritaria del sistema policiaco.

La militarización transitoria La propuesta de militarización transitoria resulta un caso espe-cial. En parte reflejo de los discursos de las elites y las contraeli-tes, esta propuesta ha sido presentada mediante una estrategia singular. Por un lado, analiza los acontecimientos de la militari-zación a partir de las reformas legislativas, judiciales e institu-cionales del ejército e, incluso, la compara con la tendencia estructural de desmilitarización latinoamericana —no con la re-militarización reciente—; por otro, sostiene la necesidad de dar soluciones excepcionales a problemas excepcionales, con lo que legitima la militarización de la seguridad pública —por supuesto, transitoriamente—, sin ninguna consideración específica sobre sus implicaciones societales, a no ser el riesgo de que los milita-

res no se apeguen a un derecho que desconocen y faciliten la li-bertad de los delincuentes.

Para superarla, esta propuesta puede ser leída no sólo como una legitimación transitoria de la seguridad pública, sino tam-bién como una propuesta de desmilitarización no fechada, por-que insiste además en el argumento de que los militares resultan afectados por el proceso pues no están preparados para combatir delitos ajenos a la especificidad de sus funciones. Así, en la lógi-ca que supone una desmilitarización de las policías latinoameri-canas, por inexacta que sea esta hipótesis, la propuesta impulsa la desmilitarización de la seguridad pública como una racionali-dad estatal, bajo el supuesto que la realización de funciones po-liciacas internas en detrimento de las funciones externas del ejército es un desatino. Al respecto, Moloeznick dice:

Los efectivos de las FFAA deben ser empeñados en tareas de ca-rácter policial y parapolicial, debido a la ausencia de profesiona-lización de las corporaciones policiacas, a la corrupción estructural de los cuerpos de seguridad pública, así como a un incremento sin parangón en la comisión de delitos; y es que si-tuaciones excepcionales exigen respuestas excepcionales, pero no se debe soslayar que estas funciones escapan a la propia natura-leza de los institutos armados y distraen a los militares de su ra-zón de ser: estar preparados para defender la integridad, la independencia y la soberanía de la nación [...] El fenómeno de-lincuencial y la inseguridad pública en México han escalado y rebasado la capacidad de respuesta de los prestigiados cuerpos de seguridad pública, por lo que demandan respuestas inéditas que sólo las Fuerzas Armadas están en condiciones de garantizar. Sin embargo, esta situación de carácter excepcional no debería ser de carácter permanente; antes bien, provisional [...] Si situaciones ex-cepcionales exigen respuestas excepcionales, éstas deben ser, por

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tanto, de carácter transitorio: ése y no otro es el derrotero de la modernidad.'"

La desmilitarización por capacitación y una Secretaría Federal de Justicia

Contrariamente a lo argumentado por la propuesta anterior, esta alternativa de profesionalización y control permanente —incluso de una Secretaría de Seguridad Pública si llegara a instituirse— se funda en el discurso de la violencia social incremental, en la hipótesis de la confusión de las seguridades —analizada en el primer capítulo— y, básicamente, en el argumento de que la cri-sis de seguridad pública que experimenta el país no va a resol-verse con más sino con mejores policías. Para los autores de esta propuesta, ahora consultores y ex funcionarios, es preciso garan-tizar una política coherente para las múltiples policías del país, así como levantar un mecanismo de traducción de responsabili-dades estatales a la sociedad civil para que pueda estructurarse la seguridad ciudadana (López Portillo, 1997).

En el caso de una Secretaría de Policía "aparentemente pro-bable", estos autores basan su argumentación en los riesgos la-tentes y en el rechazo a la misma propuesta en Argentina. Piensan que si se manejara una sola policía nacional se rompe-ría el equilibrio respecto del Gabinete de Seguridad Pública, y además es el funcionario principal concentraría demasiado po-der. En caso de que la Secretaría fuera aprobada, consideran ne-cesario extender el sistema de controles mediante el nombramiento de un civil desvinculado de las carreras policiacas. Por el contrario, proponen:

a) una Secretaría de Justicia Federal; b) un órgano encargado del Ministerio Público y con estatuto

de carrera;

188 Marcos Pablo Moloeznik Gruer, Militarización de la seguridad pública en Méxi-co, RNIU, México, 1997, pp. 19, 20, 21.

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c) la creación de la Policía Federal de Investigaciones, depen-diente del Ministerio de Justicia y, funcionalmente, del Ministe-rio Público Autónomo;

d) la creación de dos cuerpos nacionales de policía, con me-canismos de equilibrios y controles recíprocos, centralizados en la Secretaría de Gobernación, y

e) la promulgación de una Ley Federal de Cuerpos de Seguri-dad Pública. 189

La propuesta de una Secretaría de Justicia Federal y la idea de dos cuerpos nacionales de policía ya fueron desechadas en es-te sexenio. Por el contrario, se ha impulsado una policía nacio-nal llamada Policía Federal Preventiva —demandada por un ex procurador— y un Sistema Nacional de Seguridad Pública, pro-puesto a las elites priístas por el abogado panista Fernando Gó-mez Mont.'" No debe descartarse la posibilidad, sin embargo, de que una vez que el Sistema Nacional y la Policía Federal Pre-ventiva comiencen a funcionar de manera coordinada en el próximo sexenio, las elites —las contraelites, si se da la alternan-cia que los transitólogos esperan para verificar sus hipótesis— re- cuperen esta propuesta. La propuesta, por otra parte, no ha sido incorporada, sino subordinada a la militarización.

La contribución de este grupo a la desmilitarización ha sido nu-la, porque bajo el argumento de la militarización transitoria, mien-tras se capacita a los policías judiciales y preventivos, han aceptado, como parte de los programas y los operativos antidrogas, la participación de los militares en la mayoría de las delegaciones estatales de la Procuraduría. La lógica de esta propuesta ha sido orientada hacia la desmilitarización discursiva, mientras en la prác-tica se utiliza la militarización con un sentido pragmático, en una

189 Samuel González Ruiz y otros, Seguridad Pública en México. Problemas, pers-pectivas y propuestas, UNAM, México, 1994, pp. 175-176. ' 90 /bid., p. 19.

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actitud semejante a la del actual procurador general cuando era ombudsman. Por supuesto, esta gestión de la militarización, aun considerando sus diferencias discursivas con las del gobierno y los militares, está muy lejos de representar una propuesta de ciudada-nización de la seguridad pública. Dicen en ese sentido:

[...] La militarización de los cuerpos de seguridad es completa-mente contraproducente por los siguientes argumentos:

a) Un soldado defiende la seguridad exterior e interior del Es-tado de los enemigos del mismo; en consecuencia, su objeto es destruir al enemigo, para eso es formado. Un policía ni tiene enemigos, su función es actuar en el marco del Estado de dere-cho previniendo el delito y las faltas a las normas gubernativas, o reprimiéndolas, en el estricto marco de la ley;

b) El soldado no reconoce más derecho que el de la guerra, por lo que el parámetro de respeto a los derechos humanos no es privilegiado. En consecuencia, la utilización de las Fuerzas Ar-madas en la seguridad pública es una condición que puede favo-recer el vuineramiento de los derechos humanos. Un policía profesional, en cambio, está formado para respetar y hacer respe-tar los derechos humanos, así como las libertades públicas;

c) El soldado no tiene técnicas de policía de orden público y de control de multitudes, por lo que es peligroso que desarrollen estas tareas. El policía profesional está formado con conocimien-tos técnicos y habilidades necesarias para garantizar el orden pú-blico, sin lastimar a los que atentan contra el mismo;

d) La Constitución asigna a las Fuerzas Armadas la defensa exterior e interior del Estado. Distingue, en consecuencia, entre aquéllas y la seguridad pública que sólo compete a las autorida-des civiles;

e) Un país con fuerzas de seguridad pública bien organizadas y técnicamente preparadas, no necesita recurrir a las Fuerzas Armadas ni militarizarse para garantizar la seguridad pública. Incluso la militarización de las policías atenta contra el concepto de policía moderna.'

191 Ibid., pp. 84 -85.

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Sin duda, se trata de argumentos válidos y compartidos por la mayoría de los analistas políticos que escriben en la prensa, pe-ro... ha sido su misma participación directa o indirecta —como funcionarios o consultores— en las policías del país la que ha demostrado la baja factibilidad de las propuestas sustitutivas de la militarización. Es como si el interés práctico o incluso eman-cipatorio que animaba a la propuesta de una Secretaría de Justi-cia Federal se hubiera diluido ante la complejidad de su desplazamiento como sujetos del campo académico al campo policiaco. Al final, en lugar de haber contribuido a la desmilita-rización, la impulsaron transitoriamente, mientras los militares y las policías estadunidenses capacitaban a sus agentes.

Desmilitarización por controles internos La propuesta del imEc0, 192 bien recibida por algunos intelectua-les públicos contrainstitucionales, ensaya el falseamiento de la hipótesis economicista de la pobreza, el desempleo y la crisis como causas de la delincuencia, mediante un argumento que in-

192 Hugo Rodas et al. "Todo lo que debería saber sobre el crimen organizado en México", Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Organizada, México, en Quórum, núm. 59, marzo-abril de 1998, pp. 167-169. Asimismo, Luis Felipe Brice, "Del desaliento a la esperanza", en Memoria, núm. 112, ju- nio de 1998.

Aunque los "ciudadanos" del IMECO se refieren a "corruptos e incompeten-tes jefes policiacos [...] personalidades de izquierda [...] dueños de empresas de seguridad privada [...] voceros subversivos [...] taimados miembros del crimen organizado [...] cándidas víctimas" cuando critican la hipótesis eco-nomicista, por la aparición del libro aquí comentado —después del libro de Ra-fael Ruiz Harrell— existe una crítica latente a las ideas contenidas en este último. Dice Harrell: "Atribuirle a la crisis el problema de la delincuencia no es asunto de gustos, posturas o ideologías políticas. Negarlo quizá lo sea, pero advertirlo es sólo cuestión de información [...] las crisis económicas multipli-can la delincuencia [...] La pobreza no se traduce por sí sola en delincuencia al estallar una crisis económica. Si algo la produce es el aumento en la inequidad con que se distribuyen los ingresos y la concentración de la riqueza que toda crisis trae consigo. Algo semejante ocurre en las épocas de bonanza en las que el PIB aumenta con rapidez: hay más bienes y riqueza, pero como no se los dis-tribuye de manera equitativa la delincuencia [...] tiende también a aumentar. Rafael Ruiz Harrell, Criminalidad y mal gobierno, Sansores: Aljure, México, 1998, pp. 31-37.

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siste en que la crisis de inseguridad pública del país ha sido pro-

ducida por la descomposición policiaca y la inversión estatal en las empresas de la delincuencia organizada. Esta nueva hipóte-sis ha sido presentada mediante argumentos como: a) la des-composición policiaca empezó con la guerra sucia en los años setenta, b) las mafias se estructuran y reestructuran dentro del Estado, y c) las mafias estatales son más poderosas porque utili-zan recursos estatales.

Para validar la hipótesis de la descomposición policiaca y las mafias estatales, el IMECO critica la debilidad argumentativa de la hipótesis economicista, la gestión de los sentimientos colecti-vos y su función legitimadora e irresponsable de posiciones an-tigubernamentales, para concluir que la estructuración de la delincuencia no tiene ninguna relación con los indicadores eco-nómicos, ni siquiera como factor secundario o realimentador. Aun más, denuncia la estrategia discursiva de los sujetos que han puesto a circular esta hipótesis porque impulsan una crítica ideo-lógica contra la política económica gubernamental e, incluso, porque justifican a la delincuencia como una forma de protesta social. Al contrario, sostiene como causas de la delincuencia:

Aunque la corrupción policiaca es el factor fundamental para el avance del crimen organizado en México en las últimas dos dé-cadas, hay otros factores estructurales importantes, a saber: a) La protección temprana y duradera que recibió el narcotráfico.

b) La vinculación de grupos delictivos nacionales con organi-zaciones criminales internacionales altamente desarrolladas.

c) El papel del narcotráfico como financiador de operaciones en la última etapa de la guerra fría.

d) El alto grado de impunidad acumulado durante décadas. e) La corrupción del poder judicial. O La tolerancia de expresiones delictivas disfrazadas de políticas. g) La existencia de una cultura de la violencia y del abuso.

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h) El rezago en los procedimientos y recursos de las institu- ciones de seguridad pública.

i) La pérdida de control sobre la vida interna de las prisiones. j) La tolerancia del Estado ante el crecimiento de la economía

informal o subterránea.'

Después de rechazar la mayoría de las políticas de seguridad pú-blica existentes, el IMECO se opone a la militarización —"paquete de medidas totalitarias"— porque, en sentido estricto, no se trata de un programa, y porque la incorporación de militares a la policía no ha funcionado y ha producido riesgos de excesos y corrupción, aunque sostiene que en algunos casos han hecho las veces de contrapeso a las mafias policiacas. Por otro lado, estos autores apuntan los riesgos sociopolíticos de los retenes, las redadas y los cateos, al grado de que —apartándose de los excesos retóricos de los antimilitaristas, según sus palabras— consideran que la posibi-lidad de un incremento de la militarización traerá como conse-cuencia otra guerra sucia y la violación sistemática de las garantías individuales y los derechos humanos.

Bajo esta perspectiva, opuesta a la hipótesis economicista y a la militarización de las policías del país, en la guerra estatal contra la delincuencia organizada los "ciudadanos" —como se presen-tan— proponen una alternativa basada fundamentalmente en el incremento de la inversión en materia de seguridad pública y en la institucionalización de controles internos y externos que, en sentido estricto, terminan siendo sólo internos, parecidos a los que se han utilizado retóricamente en los últimos tres sexenios sin resultados positivos. Para ellos, es necesaria una operación de limpieza de las mafias policiacas, una revolución moralizadora contra la corrupción, el ingreso de decenas de miles de elementos

193 IMECO, Todo lo que debería saber sobre el crimen organizado en México, Océano, México, 1998, p. 179.

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responsables para impulsar las tareas anteriores, y candados in-ternos y externos —de "fiscalización ciudadana"—, como la Comi-sión de Asuntos Internos, la Visitaduría, la Controlaría Interna y

la Comisión de Honor y Justicia. Agregan:

dadanas, legislativas y partidarias (Castañeda, 1993, Aguayo, 1996). A pesar de sus diferencias, algunas organizaciones civiles no gubernamentales, empresarios, gobiernos opositores, legisla- dores, guerrilleros y académicos proponen el control civil de los programas policiacos.

Así, las organizaciones no gubernamentales demandan y re-comiendan un conjunto de acciones civiles contra la militariza-ción; los empresarios piden controles ciudadanos de la instrumentación de los programas policiacos; los gobiernos pa-nistas han estructurado consejos ciudadanos; los legisladores opositores proponen fortalecer el control civil de los militares y las policías; los zapatistas anteponen un control ciudadano de la procuración y la administración de justicia, y los académicos pi- den la participación vecinal y la microplaneación de los pro-gramas. Dice Harrell:

Bueno sería que fueran, no los delegados, sino grupos de vecinos, quienes tuvieran el control de los policías de barrio. Y bueno se-ria, también, que no se confiara todo a macroprogramas y se in-tentara, a la vez, elaborar planes detallados por barrio, por zona, por manzana, que sumaran la experiencia ciudadana a lo que sa-ben —deberían saber— las autoridades.'

1. Destinar a los órganos de seguridad pública del país una pro-

porción del PIB similar a la que se destina en los países desarro-

llados (4%). 2. Redefinir las prioridades de gasto de las instituciones de se-

guridad pública. 3. Mejorar sustancialmente los salarios y condiciones labora-

les de los servidores de instituciones federales. 4. Impulsar políticas de máximo aprovechamiento de recur-

sos, privilegiando el desarrollo tecnológico y productivo propio sobre el contratismo.

5. Reducir a su mínima expresión la contratación de servicios

privados. 6. Establecer programas de investigación y desarrollo con ins-

tituciones de enseñanza superior. 7. [...] efectuar adquisiciones [...] a los precios más bajos.

8. Aumentar el número de prisiones de alta seguridad, y de tal suerte, dar cabida aproximadamente a cien mil reos más, cuya detención resultará de una acción decidida.'"

Desmilitarización por controles externos Por último, la propuesta de ciudadanización por medio de con-troles externos (Valadez, 1996; Gutiérrez, Castañeda, 1998) se ha opuesto contrainstitucionalmente a la militarización de la se-guridad pública a través de redes de organizaciones civiles, pro-gramas vecinales, consejos ciudadanos, iniciativas de controles parlamentarios, y propuestas especiales de otra reforma estatal. Esta propuesta ha sido estructurada a partir de experiencias ciu-

Por un lado, las organizaciones civiles no gubernamentales' proponen: a) difundir, analizar y pronunciarse contra la Ley Fe-deral contra la Delincuencia Organizada, b) profesionalizar a policías y funcionarios judiciales, c) moralización de funciona-rios judiciales contra la impunidad, d) derogar las iniciativas de

195 Rafael Ruiz Harrell, "La eficacia del castigo", en Reforma, 8 de diciembre de 1997. 96 Movimiento Ciudadano por la Democracia, "Cinco propuestas ciudadanas

Para preocupaciones cotidianas. La pesadilla de la inseguridad pública", en Rostros y voces de la sociedad civil, año 6, núm. 7, p. 17.

199 IMECO, op. cit., pp. 267-268.

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Page 132: La militarización de la seguridad pública en México

reducción de la edad penal en el país, e) denunciar las violacio-nes a los derechos humanos en las comisiones civiles y estatales, y f) colaborar con la CIDH. Por su parte, los empresarios, entre otras puntos, demandan: a) cero tolerancia, b) desmantelar ban-das protegidas por policías, c) rechazar pactos con delincuentes, d) combatir la corrupción policiaca, e) depurar los cuerpos poli-ciacos, y f) informar periódicamente a la opinión pública sobre los logros en la instrumentación de programas, así como impul-sar el programa "vecino vigilante". 197

Por otro lado, algunos gobiernos panistas han aprobado con-sejos ciudadanos sujetos a los gobernadores. De igual forma, los parlamentarios opositores demandan: a) el análisis parlamenta-rio de la propuesta y el uso del presupuesto militar, b) la realiza-ción de visitas parlamentarias a instalaciones militares, c) el veto de ascensos a militares acusados de violación de los derechos humanos, d) la constitución de una visitaduría de la CNDH, e) la instauración de comisiones legislativas de seguridad nacional, f)

la ratificación por parte del Senado de acuerdos bilaterales mili-

tares, y g) la conformación de una red ciudadana vecinal.' Los

académicos demandan' sobre todo: a) el control vecinal de los policías.'

Por último, los zapatistas proponen, entre otras cosas: a) la imparcialidad del Poder Judicial, b) la independencia del minis-terio público, c) la flexibilización del amparo, d) la derogación de la Ley de Seguridad Pública, e) la autonomía de las comisio-

197 México Unido Contra la Delincuencia, op. cit., p. 2. 198 México Unido Contra la Delincuencia, op. cit., p. 2. 199 Ricardo Cantil Garza, "La seguridad pública" en Quórum, núm. 59, pp. 33-36. 200 Véase Ma. Cristina Sánchez Mejorada, "La sociedad civil entre lo público y lo privado. Gestión y ciudadanía en el Distrito Federal", en Sociológica, núm.

22, pp. 205-226.

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nes defensoras de los derechos humanos, y 0 el respeto a los sis-temas jurídicos indígenas.' Dicen los zapatistas:

Llama la atención la injerencia creciente del ejército en la vida civil y el hecho de que no se ha logrado la observancia del artícu-lo 13 constitucional relativo a juzgar en tribunales civiles los deli-tos que los militares cometan contra la sociedad civil. Propuestas [...] Garantizar la independencia, eficacia, eficiencia e imparcia-lidad del poder judicial [...] Que el ministerio público sea inde-pendiente del poder ejecutivo [...] Que se amplíe, haga accesible y agilice el juicio de amparo [...] Restringir la participación de las fuerzas armadas en la seguridad pública, mediante la deroga-ción de la llamada Ley de seguridad Pública [...] Derogar las modificaciones constitucionales que han tenido como conse-cuencia restringir o establecer excepciones para el cumplimiento cabal de las garantías individuales [...] Frecuentemente se pre-tende imponer valores y prácticas nacidos de la cultura occiden-tal sobre los demás, como si fueran derechos humanos universales. En consecuencia, se propone abrir un diálogo inter-cultural en el marco del Foro Permanente Indígena sobre los de- rechos humanos.'"

En sentido estricto, las anteriores propuestas no ven ni calcu-lan los efectos perversos que su instrumentación podría produ-cir. En el primer caso, aunque todas insisten en la necesidad de levantar una propuesta integral, la mayoría sobredeterminan al-gún campo, sistema o instancia; si bien la generalidad considera variables macroeconómicas y macropolíticas, casi todas se limi-tan a una serie de opciones más o menos articuladas en escala nacional, sin contemplar las variables internacionales o, por lo menos, las hemisféricas más importantes, y no obstante en sus

201 EZLN, Documentos del Foro Especial para la Reforma del Estado, p. 37. 202 EZLN, Foro Especial para la Reforma del Estado, en Chiapas, núm. 3, pp.95-96.

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argumentos el tiempo aparece como un factor determinante, po-cas lo consideran una variable básica, por lo que desaparece de un discurso que apresura a las elites a tomar decisiones orienta-das por su información.

En el segundo caso, al margen de las propuestas que parecen no tener un control de sí mismas porque en realidad no se sabe lo que quieren —por ejemplo, la de Moloeznick, que piensa que la militarización es necesaria pero sólo transitoriamente—, las restantes no calculan los efectos perversos de su puesta en prác-tica. Así, la propuesta del IMECO, fundada en la necesidad de asignar mayores recursos al sistema policiaco, no reflexiona en la posibilidad de que mientras los sistemas judicial y penitencia-rio sigan regulados sistemáticamente por el Poder Ejecutivo, la inversión de recursos en un sistema policiaco ineficiente, corrup-to (Martínez de Murguía, 1997; Arteaga Botello y López, 1998) y penetrado por la delincuencia organizada puede dar como re-sultado un nuevo mecanismo de financiamiento de los policías corruptos y de la delincuencia, así como la multiplicación de la lógica tecnocrática actual de más armamento y capacitación. Dice Carlos Esteban Posada en este sentido:

El crecimiento del ingreso real per cápita permanente no genera un aumento del grado de criminalidad si la eficiencia media del aparato de justicia crece paralelamente a un ritmo compensato-rio; si ésta se retrasa surge una tendencia al incremento del grado de criminalidad [...] Una bonanza transitoria de ingresos impre-vista por el aparato de justicia, cuando éste es débil, tiende a ele-var el grado de criminalidad. Si el aparato de justicia no mejora a continuación su eficiencia, el grado de criminalidad puede crecer de manera permanente.'"

203 Carlos Esteban Posada, "Modelos económicos de la criminalidad y la posi-bilidad de una dinámica prolongada", en revista Planeación y desarrollo, julio de 1994, pp. 217 y 225.

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Por supuesto, el principal problema es cómo financiar la rees-tructuración del sistema policiaco mediante una inversión de 4% del PIB nacional. En el remoto caso de que las elites tecnocráti-cas tomaran esta decisión, no tendrían demasiado margen para extremar la focalización de la deprimida política social, y quizá los efectivos militares tendrían que empezar a reducir gradual-mente sus gastos corrientes, su industria. En cualquiera de las dos opciones, las elites harían más complejo el problema, por-que si reducen aún más la política social, entonces la crisis de legitimidad será expansiva, pero si reducen los recursos del Ejército, la posibilidad de tener fricciones con los militares serán mayores. Por ahora, para las elites, la militarización es más ren-table que cualquiera de las opciones anteriores.

La propuesta del cambio de modelo económico, de legisla-ción en la materia y conformación de elites políticas y judiciales está montada en cierto voluntarismo bienintencionado. A dife-rencia de la propuesta anterior —que niega cualquier relación en-tre pobreza y delincuencia—, ésta propone atacar las causas estructurales de la delincuencia: la pobreza, el desempleo y la crisis. De igual forma, mediante un discurso cada vez más es-céptico, sostiene que un cambio de las elites por las contraelites podría impulsar un giro definitivo en la ciudadanización de la seguridad pública. Sin embargo, la alternancia perredista en el D.F. le parece, con justa razón, una experiencia limitada en el ejercicio del control ciudadano de la seguridad pública.

Esta propuesta es débil porque el cambio de política econó-mica es altamente improbable. Las escasas posibilidades de una alternancia perredista en el gobierno federal y, con esto, de una circulación de elites —el autor de la propuesta se quedó con esta modalidad de gobierno después de oponerse a la militarización impulsada por priístas y panistas—, hacen muy poco probable el cambio de política económica, y aunque así fuera, las alternati-

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Page 134: La militarización de la seguridad pública en México

vas no irían más allá de la tercera vía propuesta por los social-demócratas latinoamericanos —cuyas ideas he presentado en el capítulo 2—, que han apostado al centrismo como una opción frente al neoliberalismo. En esas circunstancias, tampoco irían demasiado lejos en el terreno de la sujeción al esquema de segu-ridad hemisférica estadunidense al que se han sometido desde el gobierno del D.F. al aceptar la capacitación del FBI y la DEA.

En realidad, el financiamiento indeseado de las mafias poli-ciacas y la improbabilidad de un programa radical de desmilita-rización perredista son muy poca cosa comparados con la aceptación de la centralización autoritaria de la seguridad públi-ca en el país. La idea de un sistema de contrapesos enunciada a principios de los años noventa respondía a una demanda sistemá-tica de algunos analistas de la seguridad pública desarticulada. Sin embargo, ahora que se ha estructurado el Sistema Nacional de Seguridad Pública y la Policía Federal Preventiva, esa idea de pedir cuentas a las elites políticas y policiacas no puede pensarse sino como una ciudadanización de la seguridad pública.

De otra forma, el impulso a la centralización sin contrapesos civiles y parlamentarios puede convertirse en un factor de cons-trucción de la legitimidad estatal. En este punto, los extremos de la centralización autoritaria y de la descentralización hacia los municipios son muy riesgosos, si bien la centralización sujeta a control civil mediante una serie de mecanismos de recompensa y castigo para las elites y los policías puede ser una política orientada comunicativamente que incluya una reflexión sobre la orientación tecnológica de las armas, la capacitación y los ope-rativos subordinada a nuevas normas de control ciudadano.

En esa perspectiva, algunas de las experiencias panistas y pe -rredistas, metropolitanas y de otros estados del país, así como ciertos componentes de las propuestas académicas, pueden ser útiles si se reformulan en un sentido menos presidencialista y

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policiaco, siempre y cuando se reconozca que la seguridad pú- blica es un asunto societal y no sólo un problema de agendas gubernamentales.

LOS ESCENARIOS DE LA MILITARIZACIÓN PASIVA DE LA SEGURIDAD PÚBLICA

El deseo que sustenta algunos escenarios

En conjunto, las propuestas anteriores son la mejor evidencia del carácter productivo del deseo. Una descripción simple de es-ta producción discursiva animada por los deseos podría ayudar-nos a observar cómo cada una de ellas responde a ecuaciones libidinales simples: militares... quiero asesorarlos, yo podría hacer algo por ustedes, mientras están en sus funciones policia-cas; dennos más dinero... lo necesitamos.., los militares sobran, pueden matarnos; no sean tontos... déjenme asistirlos, yo se cómo lograr que la delincuencia baje... cambiaremos las leyes, las aplicaremos sin distinciones, pero dependerá de ustedes que cambie la sociedad; centralicen ahora... mañana será demasiado tarde, pero déjense vigilar por los vigilados.

Bajo este piso libidinal, las perspectivas, los discursos, las hipótesis y las propuestas de desmilitarización han diseñado in-terpretativamente algunos escenarios, comentados en la prensa, en libros, en conferencias y en aulas donde se imparten cursos de diplomados. En la prensa han abundado las observaciones futuristas que interpretan las tendencias actuales hasta llegar a zdaecsiennla„ces probables, entre los que destaca el de la "colombiani-

ódel país.' Sin embargo, hay otros escenarios aún más trágicos que alertan no sólo sobre la descomposición de las poli-

204 Reforma

"Censura Colombia términos ofensivos", 26 de agosto de 1997.

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cías y las patologías de los militares en funciones policiacas, si-no también sobre la posibilidad de un golpe militar y de una in-tervención estadunidense.

En su mayoría, estas visiones se limitan al análisis de las va-riables internas —o incluso externas— de la seguridad pública, sin considerar algunas variables relacionadas con la estructuración de la sociedad civil y el proceso de democratización electoral del país, reduciendo así la desmilitarización a un decreto de retiro del ejército de las policías. Para una configuración de escenarios sobre la desmilitarización, es preciso partir de variables diferentes a las utilizadas por estos análisis prospectivos (la delincuencia, la seguridad pública y la intervención politico/militar estaduni-dense), para concentrarnos en otras que han sido desarrolladas en este trabajo: el desorden social, la militarización pasiva y la baja intensidad democrático/electoral.

Para tal efecto, es necesario tramontar la estrategia del chan-taje financiero que algunos análisis de escenarios proponen a las elites, a las contraelites y, por supuesto, a la sociedad, mediante una argumentación del tipo "si no haces lo que te digo, entonces nos irá mal a todos, particularmente a ustedes". Del conjunto de propuestas de desmilitarización de la seguridad pública que ana-licé más arriba, la del IMECO es la que, allende la práctica coti-diana de la prospectiva política que ha instituido en la prensa el discurso de la "colombianización", ha planteado algunos esce-narios fatales que parecen orientarse más por una lógica policia-ca que por una racionalidad ciudadana.

En esos escenarios, el IMECO —citado incluso por la CEPAL en

su último Informe Social sobre América Latina- 205 ha exagerado prospectivamente las tendencias delictivas, las insurgencias, la descomposición policiaca y la militarización, para pasar como

plausible su propuesta de manos limpias financiada con un pre-supuesto increíble. La prospectiva diseñada por este instituto ha maximizado el discurso estatal y estadunidense del crimen or-ganizado como la principal amenaza a la seguridad nacional. Para ellos, las tasas delictivas del país crecerán durante la prime-ra década del próximo siglo al grado de convertirlo en el país más violento del mundo, semejante a los que ahora enfrentan guerras civiles; asimismo, se incrementará la impunidad, se de-sarrollarán los sistemas de extorsión y se establecerán alianzas entre la delincuencia organizada y las guerrillas (IMECO, 1998).

En esa perspectiva, el IMECO monta cuatro escenarios catas-tróficos y uno ideal, sin considerar algunas contingencias electo-rales pero sí la articulación entre ellos: la "libanización" o la generalización del caos que produciría la intervención estaduni-dense; la "colombianización" o la fragmentación del poder polí-tico entre criminales, guerrilleros y funcionarios; el estado de sitio e impunidad o la institucionalización de la militarización, que conduciría a una nueva "guerra sucia" apoyada por los es-tadunidenses, y la administración del crimen y el desastre actual o el combate selectivo a los criminales, mientras crecen los com-bates guerrilleros y se extiende la restauración de la seguridad pública o la pertinente aplicación de su propuesta de desmilita- rización.

La propuesta de refinanciamiento de la seguridad pública hace transparente el interés técnico de estos escenarios. En cada uno de ellos podemos encontrar evidencias de espejismos por distorsión, proyecciones alarmantes que anuncian los mayores índices de criminalidad e impunidad en el mundo, el pleno po-der de las mafias, la proliferación de fuerzas armadas irregula-res, el control de amplias zonas del país por grupos subversivos, la perpetración frecuente de atentados terroristas por parte de criminales, el crecimiento explosivo de la migración, en fin, una

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205 CEPAL, Informe social sobre América Latina, Santiago de Chile.

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situación permanente de estado de sitio que se desvanecería... si un importante financiamiento posibilitara la instrumentación de un programa de moralización radical con métodos avanzados de operación, desmilitarización y negociaciones con las insur-

gencias (MECO, 1998). Al lado de este chantaje financiero construiré una perspectiva

más ciudadana de las posibilidades de desmilitarización de la seguridad pública a partir de las variables del tiempo del sistema político: el Estado, el gobierno y el régimen, particularmente del tiempo electoral de este último. La observación de la militariza-ción pasiva de la seguridad pública como un mecanismo de con-trol autoritario que crece en relación inversa a otros mecanismos de integración civiles, débiles pero profusos, me ayudará a su-perar la lógica policiaca del metarrelato de los policías buenos. En este caso, la construcción de escenarios (Miklos y Tello, 1994) depende de algunas proyecciones de las tendencias de las variables básicas de este trabajo: el "desorden social", la milita-rización pasiva y la baja intensidad democrático/electoral.

En la actualidad mexicana, los tiempos del Estado y el go-bierno experimentan una desaceleración, mientras que el tiempo electoral se ha acelerado, sujetando la gobernabilidad al proceso electoral, que en el imaginario colectivo aparece como la última posibilidad para la mayoría de los candidatos presidenciales y como la última batalla de algunos partidos. En estas circunstan-cias, los partidos y los candidatos están sobredeterminando la consolidación de propuestas programáticas. Sin embargo, será muy dificil que las propuestas sobre desmilitarización superen el horizonte de visibilidad y operatividad que han conseguido has-ta ahora en el gobierno compartido mediante alternancias loca-

les y estatales. En este piso, algunas variables estatales alternas a la militari -

zación pasiva pueden modificarse coyunturalmente. La política

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social puede descomprimirse repentinamente con una estrategia selectiva, financiada con el crecimiento bienal reciente y sujeta al padrón y a los resultados electorales de los últimos tres años para favorecer al candidato del partido estatal. La discusión le- gislativa sobre la autonomía de la Comisión Nacional de Dere- chos Humanos puede tener un desenlace positivo pero limitado a las decisiones del Senado —antes o después de la elección—, al tiempo que se impulsa la Comisión Intersecretarial de Derechos Humanos y se mantiene la militarización como un seguro ante posibles riesgos de alternancia, desobediencias civiles poselecto-rales, el pendiente de la conflictividad social y la insurgencia.

De otra forma, la competencia electoral será demasiado com-pleja para un régimen renovado pero sin los dispositivos de con-trol suficientes —después de la decisión de la Suprema Corte sobre la afiliación sindical libre— para sustituir a corto plazo este mecanismo de integración social autoritario, aunque sigan des-arrollándose los programas de capacitación militar de los policías y la conformación de la Policía Federal Preventiva. En cual-quiera de los casos —si esas variables cambian, como probable-mente suceda, o no—, la única posibilidad —que no probabilidad—de un vuelco en la militarización de la seguridad pública vendría a partir de un improbable triunfo de un frente amplio opositor hegemonizado por las contraelites perredistas. La instrumenta-ción de una descentralización de la seguridad pública sin milita-res, coordinada civilmente, podría constituir una política pública plausible si se multiplican los controles ciudadanos y parlamen-tarios propuestos por dichas contraelites y por otros partidos.

Desde estas variables sujetas al tiempo electoral pueden pro-yectarse tres escenarios: uno ideal, orientado a la desmilitariza-ción en bloque mediante una estructuración expansiva de las redes de la sociedad civil; otro catastrófico, tendiente a la acti-vación de la militarización de la seguridad pública y contrain-

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surgente, y finalmente, uno realista, caracterizado por la corre-lación prolongada y abierta entre la militarización de la seguri-dad pública y la baja intensidad de la democratización electoral. Las posibilidades de los dos primeros escenarios son remotas —debido a variables externas como las políticas comerciales y militares estadunidenses— si las comparamos con las probabili-dades del desarrollo de las tendencias actuales de la militariza-ción contrainsurgente y policiaca.

La desmilitarización como retirada concedida a la presión civil Un escenario de este tipo requiere desenlaces excepcionales de las tendencias actuales del sistema político y de la sociedad mexicana. Las posibilidades de retiro de los militares de las ins-tituciones policiacas y de suspensión de la guerra de baja inten-sidad en algunas zonas y regiones del país dependería de una alternancia hegemonizada por las contraelites perredistas que incluya el Congreso, y de que éstas estuvieran dispuestas a im-pulsar la descentralización nacional de las policías y la seguri-dad pública, así como a sujetar a los militares a la seguridad nacional, en arreglo a su discurso —resonancia de la hipótesis académica de la confusión de las seguridades— de diferenciar las seguridades nacional, interna y pública; de la aplicación de una política económica posneoliberal a través de la apertura de un nuevo ciclo de política social compensatoria de las desigualda-des estructurales; de la defensa de la soberanía en los programas de cooperación bilateral militar y policiaca con las elites estadu-nidenses; de la autonomía sin candados de la Comisión Nacio-nal de Derechos Humanos y de la Comisión Intersecretarial, y del acuerdo con la Unión Europea.

De esta forma, las patologías institucionales seguirían reprodu-ciéndose durante un ciclo corto, como parte de las resistencias po-liciacas a la descentralización y al mayor control ciudadano de los operativos policiacos, inducido por las nuevas elites, y de la

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reterritorialización de los militares en sus cuarteles. La política social se reorientaría en diferentes sentidos: mayor inversión, participación autónoma de las organizaciones y las redes socia-les en un plan no corporativo de bienestar emergente instrumen-tado con prioridad en aquellas zonas donde las protestas poselectorales producidas por la alternancia fueran intensas y generaran un escenario de ingobernabilidades, y transparencia en el uso de los recursos mediante informes de gasto por rubro y programa a la Cámara de Diputados, conformada por una ma-yoría opositora panista y priísta.

Para tal efecto, se pondrían a discusión los presupuestos de los militares y los policías, así como su reticencia a ejercer sus nuevas funciones, como un capital político para reducir los pre-supuestos militares, transfiriendo lo sustraído a los policías o a los programas sociales. La táctica de territorialización de los mi-litares a sus funciones preglobales, descargándolos de sus fun-ciones antidrogas y contrainsurgentes, implicaría un ajuste estructural de las relaciones bilaterales y la disminución en ma-teria de compra de armas, capacitación y operativos conjuntos con los estadunidenses. Por el contrario, se incrementarían las relaciones multilaterales con las elites europeas. Así, el mercado de la soberanía, liberalizado por los tecnócratas en los tres últi-mos gobiernos, quedaría sujeto a un proteccionismo cauto que no reduciría los tratos comerciales en otros ramos productivos.

Por supuesto, las elites panistas y priístas, aliadas con algunas fracciones de las elites norteamericanas, presionarían para suje-tar a un esquema de vigilancia a las nuevas elites perredistas u opositoras en el gobierno, así como para castigarlas con presio-nes financieras si deciden ir más allá y realizar un reajuste que afecte los capitales estadunidenses y de las elites empresariales mexicanas. Desde las Cámaras bloquearían cualquier proyecto desmilitarizador, comenzando con la reducción de los presu-

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puestos militares, y propondrían una bitácora de gastos públicos en armamento, capacitación u operativos. En tanto, la Comi-sión de Derechos Humanos recibiría su autonomía, al tiempo que la Comisión Intersecretarial desaparecería o sería transfor-mada mediante un decreto de autonomía otorgada.

Las organizaciones civiles no gubernamentales de derechos humanos, así como otras redes de la sociedad civil incorporadas al diseño y la instrumentación de la nueva política social, opues-tas radicalmente a la continuación de la militarización del país, mantendrían una sana distancia frente al gobierno de alternan-cia, mientras las organizaciones civiles impulsadas por priístas y panistas, incluidas en este proyecto para hegemonizarlo, podrían ser utilizadas por algunas fracciones del ejército para el desarrollo de actividades contrainsurgentes, impulsadas bajo el esquema de seguridad hemisférica estadunidense. Estas circunstancias le permitirían a las elites perredistas presionar a la insurgencia para un pacto de incorporación transitoria semejante al que se dio en los países centroamericanos, que podría ser aceptado por los za-patistas, los eperristas y los erpistas, así como por las otras fuer-zas insurgentes irregulares que hay en el país, con la demanda central de autonomía indígena y ampliación de las políticas so-

ciales.

La activación de la militarización de las policías y de la contrainsurgencia Una vez descartado el escenario de golpe de Estado por guerra civil puede desarrollarse la tendencia a una militarización cre-

ciente de la sociedad mexicana. Las condiciones para el desarro-llo de un escenario como éste serían una alternancia y el control panista del Congreso, la expansión de la militarización del país, la aceleración de la subordinación del ejército y las policías mexicanas al esquema estadunidense de seguridad hemisférica, el incremento de la demanda de armamento, capacitación Y

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operativos conjuntos en territorio nacional, la aceptación del Centro Multilateral Antidrogas, y la participación en fuerzas multinacionales, condición ésta a la que las elites priístas no han querido ceder, sobre todo si su puesta en marcha pone en entre-dicho la entrega del Canal de Panamá.

Para tal efecto, sería necesario que los militares aceptaran una mayor capacitación estadunidense, la instrumentación a escala ampliada de la lucha antidrogas, su participación en fuerzas multinacionales, la institucionalización del comando de la segu-ridad pública, la vigilancia de los procesos electorales, la con-tención de movimientos poselectivos, y la ampliación de la representación de éstos en las Cámaras, mientras las nuevas con-traelites priístas y las perredistas rebajarían la legitimidad de las decisiones técnicas —adoptadas por los nuevos tecnócratas— para gobernar los costos sociales de una política económica cada vez más sujeta a la lógica de los capitales mundiales centralizados.

La multiplicación de las patologías se expandiría, aunque los panistas la controlarían a partir de la intervención directa de las policías y el ejército estadunidense en acciones de inteligencia. Así, la disimulada participación de éstos en prácticas contrain-surgentes y en la lucha antidrogas, con grupos de alto contacto así como desde la misma embajada en el país, se institucionali-zaría como parte de los acuerdos de cooperación militar. Las contraelites perredistas, debilitadas por las rupturas poselectora-les, podrían girar hacia la construcción de movimientos sociales para resistir en otra fase de derrota de la izquierda mexicana. La rearticulación de los partidos y los movimientos podría polarizar los proyectos de crecimiento y desarrollo social al grado de la fragmentación del poder político.

En esta perspectiva, las organizaciones civiles no guberna-mentales se radicalizarían planteando una sobrecarga de de-mandas a las elites panistas hasta congestionar la alternancia.

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Page 139: La militarización de la seguridad pública en México

Estas últimas cerrarían el ciclo de la privatización con la venta de las empresas estatales rentables que aún existen, multiplicarí-an los presupuestos del ejército y la policía centralizada, y des-arrollarían operativos de cerco y hostigamiento a las guerrillas para obligarlas a entregar las armas bajo un esquema de amnis-tía, con miras a la institucionalización de su participación a tra-vés de la conformación de un nuevo partido político que podría fusionarse orgánicamente con los perredistas que no girarían al centro, después de la nueva geometría política generada por los resultados de las elecciones presidenciales.

La militarización de la seguridad pública consolidada Este escenario podría modelarse a partir de algunas condiciones básicas: el triunfo del partido estatal en las elecciones presiden-ciales e, incluso, un escenario con alternancia papista; la conti-nuación de la política económica y la inversión de los ahorros estatales en la coyuntura de las elecciones presidenciales y la ins-talación del nuevo gobierno; una mayor sujeción al esquema es-tadunidense de seguridad hemisférica; el incremento en la compra de armamentos a Estados Unidos; la institucionalización del tráfico de armas; la multiplicación de los operativos policia-co/militares; el uso escenográfico de la Comisión Intersecretarial de Derechos Humanos; la autonomía —controlada por el Senado—de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y la reproduc-ción de la especie en los diferentes estados, y un aumento en las relaciones bilaterales entre estos dos países como contrabalanza a la Unión Europea.

En un escenario de consolidación de la militarización pasiva de la seguridad pública, la multiplicación de los programas y

operativos de integración autoritaria del desorden social mexi-cano generaría mayores patologías institucionales: incremento de la corrupción de militares y de la violación policiaca y militar de los derechos humanos; aumento de los operativos poselecto-

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rales; fortalecimiento de las fracciones militares en las Cámaras de Diputados y Senadores; militarización de la instrumentación de la política social antes, durante y después de las elecciones presidenciales; subordinación creciente del ejército y las policías nacionales al ejército y a las policías estadunidenses como un mecanismo de reproducción de la desigualdad estructural gene- rada por la concentración del ingreso, al tiempo que se contie- nen las inclusiones sociales colaterales antineoliberales, como la pobreza, la delincuencia, la conflictividad y la insurgencia, y particularmente a las ciudadanías que éstas producen.

En esa situación, las reacciones de las contraelites panistas y perredistas se dividirían entre la aceptación o el rechazo de la militarización creciente, lo que integraría orgánicamente a los panistas en un bloque de poder y ubicaría a los perredistas como una resistencia débil que, en las alternancias, terminaría acep-tando la subordinación a las políticas y los programas de centra-lización, mientras discursivamente, sobre todo en coyunturas electorales, denunciaría la inminencia de un golpe de Estado impulsado por los estadunidenses. Las Cámaras concederían la autonomía a la Comisión Nacional de Derechos Humanos, mientras las elites utilizan a la Comisión Intersecretarial para la negociación del pacto comercial con la Unidad Europea.

A contrapelo, las organizaciones civiles no gubernamentales defensoras de los derechos humanos, nacionales e internaciona-les, solicitarían a la CIDH su intervención mediante recomenda-ciones inmediatas, al tiempo que las otras comisiones internacionales vinculadas a la red nacional presionan discursi-va y diplomáticamente a las elites europeas para que mantengan la cláusula de los derechos humanos y laborales de los mexica-nos en los acuerdos comerciales; esto, debido a que la Comisión Intersecretarial operaría como un distractor y la decisión de la Suprema Corte de liberar la sindicalización sería una concesión

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Page 140: La militarización de la seguridad pública en México

jurídica, mientras en la práctica se destruye el sindicalismo in-dependiente —junto con las redes de organizaciones civiles no

gubernamentales —, se le coopta como organización política o se le sujeta mediante un neocorporativismo reforzado por el ejérci-to y las policías.

Por otro lado, la insurgencia zapatista se aliaría a los eperris-tas y a los erpistas y juntos articularían una organización con presencia nacional dispuesta a pasar a una fase diferente de la lucha armada, al mismo tiempo que sus frentes civiles impulsan la multiplicación de las redes de organizaciones civiles no gu-bernamentales, conduciendo la sociedad civil al margen de la participación electoral y de los partidos políticos. En tales cir-cunstancias, no debe descartarse que la reconfiguración triparti-ta de la geometría política, después de los resultados de las elecciones presidenciales, termine por aceptar una prolongación de la política económica, así como la desactivación de la conflic-tividad social y la insurgencia a cambio de la estabilidad que re-queriría este escenario, sin duda presentado como parte de la necesidad de cerrar la democratización de lo que las elites panis-tas, perredistas y centristas llaman la transición democrática, en oposición al discurso priísta de normalización democrática.

LA CIUDADANIZACIÓN DE LA SEGURIDAD PÚBLICA

El problema de la militarización de la seguridad pública

La ciudadanización de la seguridad pública exige un plantea-miento nuevo acerca de la integración de la sociedad mexicana. Entre el fetichismo de algunos análisis sociales que no ven la mi-litarización de la seguridad pública (CEPAL, 1998) (véase cuadro IV.1) y la denuncia de ésta (Monterroso, 1997), es posible des-

arrollar una propuesta transversal de contrapesos civiles y par-

lamentarios a partir de la recuperación de las alternativas dise-ñadas e instrumentadas por la sociedad civil y algunos partidos políticos (Gualdallini, 1997). De esta forma, la desmilitarización de la seguridad pública e, incluso, de la interna, podrá lograrse sin altos costos sociopolíticos. En todo caso, una propuesta am-plia de desmilitarización mediante controles civiles eficaces im-plica observar las dimensiones nacionales e internacionales del problema.

En sentido estricto, el problema de la militarización pasiva de la seguridad pública deriva del hecho de que las políticas neoli-berales instrumentadas en el país a partir de principios de los años ochenta, pero fortalecidas a principios de los noventa, pro-dujeron un desorden social que, a la vez, dio pie a una serie de inclusiones sociales colaterales. En tales circunstancias, las elites y las contraelites, retomando las experiencias latinoamericanas recientes y considerando la política militar estadunidense hacia la región, decidieron militarizar la lucha antidrogas, la seguridad in-terna y la seguridad pública para disuadir a quienes participan de esas inclusiones sociales negativas e ilegales y obligarlos a acep-tar la desigualdad sobre la que se estructuran.

La militarización pasiva de la seguridad pública como meca-nismo de control autoritario ha sido muy costosa: ha multipli-cado las patologías institucionales analizadas en el capítulo 2, y ha supuesto una negociación de la soberanía nacional en la me-dida en que el armamento comprado recientemente, la capacita-ción y las maniobras conjuntas son el precio que las elites han tenido que pagar por el impulso del proceso de integración eco-nómica regional. Con todo, hasta ahora no ha supuesto la su-bordinación total. Por esto, las elites y las contraelites políticas han estructurado este cerco policiaco/militar como un piso tan-to a la baja intensidad democrático/electoral que comienza a

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Page 141: La militarización de la seguridad pública en México

Control urbano: prohibi-ción de venta de mercade-rías ilegales.

Coordinación con ope-rativos permanentes en la ciudad

Política de alumbrado público (escuelas); ación conjunta de jun-tas vecinales, centros de madres, organiza-ciones juveniles y cívi-cas

Organización comu-nal; operativos especia-les y trabajos conjuntos con otros cuerpos poli-ciales del país Organización comu-nal; operativos especia-les y trabajos conjuntos con otros cuerpos poli-ciales del país Convenio con la Pre-fectura Departamental

Control policial y fuertes sanciones económicas de retención y de in-cautación de bienes

Todas las policías tie-nen componentes pre-ventivos, disuasivos y represivos

institucionalizarse en el país como a las alternancias irrelevantes que las contraelites han logrado en este espacio electoral.

brigadas ecológicas municipales); legalización y entrega de títulos de propiedad

Cuadro IV.2 América Latina (14 ciudades): medidas implementadas en 1998

por las autoridades locales, en función de los principales problemas identificados

Ciudad Medidas preventivas Medidas de control Medidas combinadas

Buenos Aires Buenos

Programa de prevención del Delito y

la Violencia que contempla la for- mación de consejos barriales de prevención (9 hasta el momento), la realización de encuentros edu- cativos sobre prevención y el me- joramiento de la relación entre la policía y la comunidad

Los consejos barriales de prevención diagnos- tican y controlan las necesidades de segun- dad de sus vecindarios

Este programa se coro-pone de medidas mul-tidisciplinarias y abarca aspectos educa-cionales, de salud, marginalidad, policía, justicia, urbanismo, desocupación

Ciudad de Panamá

Disminución de armas ilegales (Pro- grama armas por comida)

Programa de Profilaxis Social; operativos con distintas instancias de seguridad dentro del distrito

Coordinación de todas las instancias de segu-ridad para reducir la delincuencia juvenil

La Paz

Concientización de la comunidad so- bre el riesgo de contraer enfermedades infectocontagiosas; organización de cursos de capacitación; reglamen- tación mediante ordenanzas mu- nicipales para evitar y controlar los efectos negativos de la venta de productos no certificados

Supresión y decomiso por Aduana nacional, Prefecturas y Alcaldías de las especies introdu- cidas ilegalmente y de las que afectan a la sa- lud

Establecimiento de un carnet sanitario; obli-gatoriedad de registrar los comercios de venta de medicamentos y ro-pa usada.

Lima

Programa de Recuperación de Menores en Abandono (Jardineri- tos); servicio de serenazgo; coor- dinación con autoridades policiales y del Ministerio Público

Toma de muestra de sangre a meretrices y homosexuales para descartar enfermedades venéreas; conducción de menores al Comple-jo Municipal de la Asis-tencia Infantil-comanst

Batidas con apoyo de la policía nacional; ministerio público y autoridades políticas y de salud

Managua

Generación de empleo y otros proyectos en barrios pobres; parti-cipación comunitaria en la identifica-ción y solución de los problemas (Programa AtmA 1997); acciones dirigidas específicamente hacia los jóvenes (organización de ligas de-portivas, actividades culturales,

Campañas de desalme; campañas para incrementar el uso de alar-mas comunitarias; campañas para prevenir el uso de sustancias prohibidas; programa para la ge-neración de espacios de conviven-cia; sistema comunal de vigilancia con apoyo satelital Programa de Seguridad Ciudada-na que aumenta la presencia de la policía en zonas específicas de la ciudad con apoyo de comités ciu-dadanos que vigilan el accionar de la policía

Fortalecimiento de la organización comunitaria (Programas de educa-ción, capacitación y comunica-ción)

Aumento de la efectividad y al-cance de la acción de la Guardia Municipal; Programa Favela-Barrio

Mayor presencia de efectivos poli-ciales en los principales sectores de la ciudad; formación de comi-tés de barrio

Defensa de las áreas verdes y de uso público (parques, canchas); suscripción de un convenio inter-institucional con la Prefectura Departamental

Educación y participación ciuda-dana; capacitación ciudadana en materia de resolución pacífica de conflictos; capacitación a policías; trabajo social con pandillas y ban-das; formación ciudadana en trán-sito; campañas contra la violencia intrafamiliar; control del consumo del alcohol, prohibición del porte de armas.

Mejoramiento de la comunicación para pe-dir auxilio y coordinar la atención de emer-gencias Proyecto 911

Operativos continuos para el control de ar-mas y del funciona-miento de establecimientos públi-cos en sitios de mayor conflicto

Programas específicos pa-ra combatir asaltos a transportistas, bancos y robo de vehículos

Creación de centros de justicia que coordinan desde la vigilancia po-licial hasta la reclusión; programas de eficien-cia y limpieza en la Procuraduría; sustitu-ción de personal Proyecto de seguridad en el centro histórico; fortalecimiento de la policía metropolitana

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Medellín

México D.F.

Qu it o

Río de Janeiro

San José de Costa Rica

Santa Cruz

Santafé de Bo-gotá

Page 142: La militarización de la seguridad pública en México

Comités de prevención y protec-ción ciudadana; instalación de red de cámaras de video; programa de educación vecinal

Vigilancia policial en las escuelas; Programa de Policía Comunitaria; Programa de Educación y Resistencia

a las Drogas en las Escuelas-PROERD;

creación de consejos comunitarios de

seguridad-EoNEEos. (820 hasta el momento).

Sistema de evaluación mensual; sistema de mapas digitalizados en prefectura

Exigencia de enseñan-za secundaria para in-gresar a la policía; aumento de efectivos de la Guardia Civil Me-tropolitana para la vigi-lancia de escuelas; aumento de las activi-dades de la "Correge-doría" de la policía para inhibir la corrup-ción policial; implanta-

ción de Ley de Control de

Armas; implantación de Auditoria Judicial "Ouvi-

dolía" de policía

Programas patrullando su

barrio; programas sobre uso de drogas y em-pleo de jóvenes banda ciudadana con 200 ra-dios Retiro de vendedores am-

bulantes en las áreas cen-trales de la ciudad (ha disminuido en 60% la criminalidad en la zo-na central).

Santiago de Chile

Sao Paulo

Fuente: CEPA., Encuesta sobre seguridad ciudadana dirigida a las autoridades de las

principales ciudades de América Latina y el Caribe, 1998.

Nota: Las medidas consideradas exitosas por las autoridades locales.

Una solución alternativa Durante el ciclo 1994-1998 la sociedad civil mexicana ha deman-dado sistemáticamente protección estatal contra la inseguridad y la delincuencia, mientras las elites han actuado estratégicamente en el diseño y la instrumentación de la política de centralización de la seguridad pública, incluso pagando costos que afectan a la sociedad civil, como las patologías y la sujeción del régimen po-

lítico emergente a la militarización del país. Una de las causas sobredeterminantes —de la constelación de causas que han pro-ducido la militarización pasiva de la seguridad pública— ha sido la autodestrucción del sistema policiaco previo a la centraliza-ción. En realidad, pase lo que pase en las próximas elecciones presidenciales, las elites y las contraelites tendrán que enfrentar en otras condiciones este problema complicado —que dejo a los

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policías— por la existencia de un sistema político/policiaco pre-moderno, la estructuración de subculturas policiacas y redes de-lincuenciales y, por supuesto, la baja inversión y el atraso tecnológico.

Estas complicaciones constituyen un piso para una política de ciudadanización de la seguridad pública alternativa a la militari- zación. La inversión en seguridad pública no constituye el punto más importante. La discusión pública acerca de las posibilidades de desmilitarizar la seguridad pública y la sociedad trasciende los problemas en torno a cuánto es necesario invertir en la solu-ción de este problema. El incremento creciente del presupuesto del ejército y la policía indica que, aunque estamos lejos de al-canzar el tope propuesto por el IMECO, hay una tendencia a in-crementar la inversión. Por el contrario, el problema radica en qué tanto puede hacer la sociedad civil para controlar la partici-pación militar en las policías y en las fuerzas paramilitares, y en cómo lograr que tanto la integración autoritaria como las inte-graciones colaterales sean sustituidas por integraciones sociales no burocratizadas ni monetarizadas (Habermas, 1987).

En las actuales condiciones, una desmilitarización gradual de la seguridad pública mediante una activa presión civil exige desechar las opciones de las asambleas constituyentes y la militarización de la política social que suponen otros escenarios analizados an-teriormente, así como impulsar una estrategia que atienda a la correlación de fuerzas y considere las temporalidades de las va-riables del problema. Así, es preciso articular transversalmente las prácticas civiles y partidarias para controlar civilmente las políticas de seguridad pública, reterritorializar al ejército sepa-rándolo de las policías y negociando los conflictos insurgentes, descentralizar con un mando central las policías, desgubernamen-talizar la política social dándole más importancia al combate a las desigualdades locales y regionales, transparentar las negociacio-nes bilaterales y multilaterales, y establecer límites a la negocia-

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Page 143: La militarización de la seguridad pública en México

ción de la soberanía nacional desde el Congreso, mientras en las reuniones hemisféricas se exige respeto a la autonomía y a la so-beranía de las sociedades latinoamericanas.

Un análisis de las demandas de la sociedad civil puede re-orientar la estrategia estatal; estrategia sujeta a un interés técnico que, al priorizar el incremento de la infraestructura y la capaci-tación, asume a las organizaciones no gubernamentales como enemigos públicos, mientras la militarización crece y funda el régimen político emergente. En la actual coyuntura electoral, la demanda de la seguridad pública se institucionalizará por medio de campañas electorales. Sin embargo, recuperar esas demandas heterogéneas las convertirá en plataformas o programas de can-didaturas partidarias, sin que eso cambie la forma de hacer polí-tica. Las ofertas partidarias pueden hacer sentir que los protogobiernos, haya alternancia o no, terminarán subordinan-do una vez más a la sociedad civil si ésta no aprovecha la opor-tunidad de modificar sus relaciones con las instituciones estatales para replantear el problema.

El ejército debe sujetarse a un plan preciso de desmilitariza-ción que por ahora implica: el regreso a los cuarteles, el nom-bramiento de un ministro de defensa civil, la disminución del presupuesto, la reducción del número de efectivos, su desplaza-miento gradual de la lucha antidrogas, el decremento paulatino de su participación en la seguridad pública, la sujeción a un con-trol civil autónomo como puede ser la Comisión Nacional de Derechos Humanos o, de preferencia, un Consejo Ciudadano de Seguridad Pública independiente del Poder Ejecutivo. En tal ca-so, las elites y las contraelites deben recomponer sus relaciones con las organizaciones civiles no gubernamentales e impulsar un nuevo acuerdo de gobernabilidad que incluya a las guerrillas, des-integre a los paramilitares y garantice que sea aceptado por el ejército sin resistencias ni riesgos institucionales.

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De esa forma, la descentralización democrática y antiautorita- ria de las policías municipales, estatales y federales —preventivas y judiciales— podría impulsarse mediante gestiones municipales y estatales abiertas al control civil a través de consejos ciudadanos que impulsen la investigación y tengan capacidad de incidir en el diseño y la instrumentación de los programas de seguridad públi-ca, nacional e interna. La descentralización no necesariamente implica la destrucción de un mando nacional, pero tampoco se puede seguir aceptando el argumento de que sólo una hipercen-tralización policiaca garantiza que las policías estatales y muni-cipales dejen de ser penetradas por la delincuencia organizada.

Es paradójico: la centralización autoritaria de las policías —que incluyó a los militares— fue institucionalizada bajo el argumento de la reingeniería de las policías del país, y sin embargo ese pro-ceso ha sido acompañado por otro de multiplicación de las pato-logías institucionales, como las redes de narcotráfico, el espionaje y la tortura. Por supuesto, la puesta en marcha de esta política policiaca no ha ensayado, basándose en las resistencias que generalmente se presentan en el caso de las políticas públi-cas federales centralizadas, una descentralización que fortalezca las gestiones locales y regionales sin necesidad de institucionali-zar un panoptismo societal gestionado por las elites y las contra-elites. Al respecto, considérese que:

Lograr la implementación de las políticas en un sistema federal de ejercicio del poder, significa superar una competencia entre valores. Por un lado, hay quienes valoran la centralización del liderazgo, debido a las ventajas que ofrecen las iniciativas nacio-nales: la escala, la participación en los costos, la coherencia y la coordinación, Por el otro, hay quienes prefieren la dispersión de la autoridad en el proceso de implementación, porque puede constituir una defensa contra los excesos del gobierno nacional y permite que las iniciativas nacionales se adecuen mejor a los

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Page 144: La militarización de la seguridad pública en México

cambios que se producen en los problemas, así como a la diver-sidad de perspectivas en las jurisdicciones locales?'

La descentralización de las policías y la territorialización del ejército requieren además una desgubernamentalización de la política social refinanciada, sin que la gestión de los programas estatales —financiados con impuestos directos a quienes más concentran riqueza y a través de la reducción del gasto militar—implique la corporativización o la privatización de las organiza-ciones civiles no gubernamentales, ni la burocratización o la mo-netarización de dichos programas mediante la configuración de mercados de clientes políticos locales sujetos a un intercambio de bienes por lealtades, la institucionalización de la participación so-cial en el régimen emergente de baja intensidad democrática o nuevas secretarías estatales que incorporen a los dirigentes o re-presentantes de estas organizaciones a la instrumentación estatal corporativa de la nueva política social (Reygadas, 1998).

En este piso, la desmilitarización podría completarse incre-mentando la transparencia de las relaciones bilaterales o multi-laterales a través del control parlamentario, de las comisiones de derechos humanos, nacional y estatales, autónomas, y de los mismos consejos ciudadanos de seguridad pública. El intercam-bio de bienes de soberanía por apoyos militares, policiacos y ju-diciales debe sujetarse a una decisión pública que recupere las figuras de la democracia directa, como las consultas zapatistas, para decidir qué se otorga a cambio de un bien o apoyo, si es que las elites priístas piensan efectivamente en legitimar algunas de es-tas decisiones con un discurso diferente al del liberalismo social o a la supuesta versión mexicana de la tercera vía europea.'

2°6 Robert P. Stoker, "Un marco de análisis para el régimen de implementa-ción:cooperación y reconciliación entre los imperativos federalistas", en Luis Aguilar Villanueva, La implementación de las políticas, Porrúa, México, 1993. 207 Matrio R. Mijares, "La Tercera vía. No más liberalismo, tampoco marxis-mo", Diario Política, Xalapa, 3 de junio de 1999.

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Objetivo

El objetivo de una estrategia de desmilitarización gradual de la seguridad pública es la integración comunicativa no sistémica de la nueva sociedad mexicana posneoliberal. La articulación transversal de la heterogénea sociedad civil para el control de las elites político/militares y policiacas es una condición básica pa-ra liberar el régimen político emergente. La desmilitarización de la seguridad pública e interna liberaría al régimen político de su piso policiaco/militar, al tiempo que impulsaría un debate pú-blico amplio reglamentado en torno a las fases de instrumenta-ción de dicha estrategia. Para tal efecto, es necesario impulsar un conjunto de líneas de acción estructuradas como plan estra-tégico, pero orientado hacia la búsqueda de consensos entre los sujetos sociopolíticos y las elites. Estas actividades comprende-rían:

• la multiplicación de las redes civiles contra la inseguridad y las patologías estatales

• el impulso a la sujeción de las elites y las contraelites a las juridicciones de las organizaciones civiles —nacionales e interna-cionales— no gubernamentales defensoras de los derechos humanos

• la autonomización de las comisiones nacional y estatales de derechos humanos más allá de las autonomías sujetas a la Cá-mara de Senadores controlada por las elites priístas

• la desaparición de la Comisión Intersecretarial de Derechos Humanos

• la reterritorialización del ejército en sus cuarteles mediante la reducción consensada de su presupuesto y la delimitación es-tricta de sus funciones

• la desestructuración de la centralización autoritaria del sis-tema policiaco a través de un programa de descentralización su-jeto a un mando único

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Page 145: La militarización de la seguridad pública en México

• el incremento del gasto en materia de política social y la des-gubernamentalización de su puesta en práctica por medio de la participación no corporativa ni sujeta a controles fiscales de las organizaciones civiles no gubernamentales

• un nuevo pacto de gobernabilidad que incluya a todos los sujetos sociales legítimos y excluya a los ilegítimos, como los paramilitares

• el abaratamiento de los procesos electorales, incluso de sus aparatos de control

• la estructuración de consejos civiles de seguridad pública • una competencia electoral simétrica • la apertura de los medios a la participación de las organiza-

ciones civiles no gubernamentales • el aumento de impuestos directos a quienes concentran la

riqueza y el pago de un impuesto especial de contribuyentes pa-ra seguridad pública

• la estatalización de la seguridad privada y el control estatal del uso de ejércitos privados

• la concesión de un crédito emergente para seguridad pública mediante un esquema de cooperación que conserve proporcio-nes entre la inversión interna y la cooperación externa.

Para garantizar el logro del objetivo, estas actividades exigen algunos arreglos institucionales. En principio, es imprescindible un acuerdo de gobernabilidad que permita recuperar la discu-sión sobre la reforma estatal, en cuyo desarrollo puede plantear-se la desmilitarización gradual de las policías y la desactivación de la contrainsurgencia y los paramilitares. Es necesario, asi-mismo, sujetar el nombramiento del presidente de las comisio-nes de derechos humanos a ambas cámaras legislativas, de tal manera que pueda hablarse de su autonomía real del Ejecutivo. Para la participación de las organizaciones civiles en la gestión de la política social es necesario aceptar su definición de no lu-

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crativas, de tal forma que nunca más sean presionadas mediante controles fiscales. Para la desactivación de las guerrillas es preci-so un proceso de paz supervisado internacionalmente y el reco-nocimiento de las autonomías indígenas situadas.

En tales circunstancias, algunos de los riesgos que se correrán son el empecinamiento de las elites tecnocráticas en consolidar la militarización de la seguridad pública como un piso del cre-cimiento con desigualdad y la baja intensidad democrática, y que la militarización se expanda como componente de la estruc-turación de un nuevo sistema policiaco, con la consecuente mul-tiplicación de las patologías estatales. En tales circunstancias, las elites y las contraelites podrían entregar las reservas de sobe-ranía a través de acuerdos bilaterales, mientras se institucionali-zan las comisiones gubernamentales de derechos humanos y la Comisión Intersecretarial con miras a acelerar los acuerdos co-merciales con la Unión Europea. Por supuesto, existe también el riesgo de una militarización de la política social mediante la re-cuperación de la experiencia venezolana reciente.

Una vez que el próximo gobierno ponga en práctica la pro-puesta, independientemente de si hay alternancia o no, las elites o las nuevas elites habrán descentralizado el sistema policiaco, desmilitarizado la sociedad, reestructurado las relaciones bilatera-les en materia de participación militar en la lucha antidrogas, for-taleciendo así las redes civiles y consolidando la vigilancia electoral. Para entonces, se habrán establecido acuerdos públicos supervisados civilmente, reestructurado de manera sustantiva los presupuestos sociales y militares mediante procedimientos parla-mentarios, reglamentado la participación no gravada de las or-ganizaciones civiles no gubernamentales, y estipulado su participación en los medios de comunicación. Asimismo, se habrá firmado un pacto con la insurgencia.

Será así como entenderemos que, a diferencia de las socieda-des posindustriales que casi completan el desmantelamiento de

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Page 146: La militarización de la seguridad pública en México

sus Estados benefactores, nuestra sociedad sigue requiriendo de un Estado benefactor pospopulista y posneoliberal que proteja una integración comunicativa de la nueva sociedad mexicana. Para tal efecto, algunos piensan que debe reconstruirse el nacio-nalismo para detener la desmodernización societal (Lomnitz, 1998). La mejor opción a la integración autoritaria impulsada mediante la militarización de la seguridad pública y la federali-zación hipercentralizada de las policías es la integración a través de frentes o partidos transversales. En eso, las organizaciones civiles, e incluso los sindicatos, tendrán que actuar de manera más coordinada con los partidos para levantar esquemas de fi-nanciamiento basados en las transferencias de prerrogativas posclientelistas.

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CONCLUSIONES

La militarización pasiva de la seguridad pública ha sido instru-mentada por las elites para colonizar a la sociedad mexicana. De forma similar a la colonización de los años cuarenta y seten-ta, que implicó la incorporación de los militares a las policías políticas y preventivas, la militarización pasiva de las policías se ha impulsado en diferentes ámbitos: la administración, la capa-citación y los operativos antidrogas, contra insurgentes y anti-delincuenciales. Este proceso ha tenido como objetivo inmedia-to el cambio del comando de las policías, mientras se sujeta a una reingeniería a las corporaciones policiacas, sin que haya un programa para el regreso de los militares a sus cuarteles.

Para tal efecto, las elites priístas y panistas han flexibilizado las funciones de los militares para adecuarlas al ejercicio de nuevas funciones policiacas. En sentido estricto, la incorpora-ción de los militares a las policías ha sobredeterminado a la se-guridad pública sobre las seguridades nacional e interna. Al respecto, la militarización de las policías ha sido un proceso gradual, discreto y estratégico. Los militares se niegan a que se considere un riesgo su participación en las policías ya que des-cartan la posibilidad de un golpe de Estado, al tiempo que ratifi-can su lealtad a las elites civiles.

En general, la militarización es un piso estatal de la democra-tización electoral. De esa forma, la democratización del régimen

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Page 147: La militarización de la seguridad pública en México

político ha sido asegurada por la militarización como una garan-tía de estabilidad macroeconómica si se produce una alternancia hacia la izquierda. La militarización, con sus excesos, ha consti-tuido una parte del precio que hemos tenido que pagar por la institucionalización de la baja intensidad democrático/electoral; la otra parte es la focalización de la política social, mientras las elites invierten cada vez más en el ejército y las policías.

Este proceso ha sido desigual, pero sus acontecimientos han estado articulados por una racionalidad estratégica. La militari-zación se ha impulsado en zonas y regiones consideradas riesgo-sas para la gobernabilidad estatal. Particularmente en algunos estados como Chihuahua, Jalisco, Morelos, D.F., Veracruz,

Guerrero, Oaxaca y Chiapas, la militarización ha asumido mo-dalidades y grados distintos, según la peligrosidad de los riesgos generados por las inclusiones colaterales negativas de los nuevos citadinos y ciudadanos y las peticiones de los gobernadores.

En algunos casos de excesos policiaco/militares —analizados aquí pero presentados anteriormente por la prensa y las organi-zaciones civiles no gubernamentales—, se evidencian la conti-nuidad y la discontinuidad de las políticas de seguridad pública recientes, algunos temas de la nueva agenda estatal y la estrate-gia de centralización de las policías. En el ciclo analizado, las elites desarrollaron un giro discursivo y práctico en materia de política de seguridad pública, flexibilizaron el papel del ejército y militarizaron las policías. Este proceso puede interpretarse como una reforma estatal sustantiva instrumentada por el hiper-presidencialismo para controlar los efectos de la revolución pa-siva que las elites dirigieron en el país.

La militarización ha sido producida por una constelación de causas internas y externas. Por un lado, es un efecto del desor-den social generado por las políticas neoliberales en el país y, por otro, un efecto de la remilitarización producida por el nuevo

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esquema de seguridad hemisférica estadunidense. Para clarificar estas relaciones causales es necesario poner menos énfasis en el carácter destructivo del desorden —en la hipótesis del desmante-lamiento social— y, por el contrario, asumir al desorden societal como productivo, como generador de una nueva sociedad, de sus mecanismos de integración y de sus tipos de participación sociopolítica.

Desde una perspectiva productiva del desorden social, pode-mos reconstruir el proceso mediante el cual, una vez generado el desorden, éste da pie asimismo a nuevas formas de inclusión cola-terales negativas que han emplazado a las elites a instrumentar la militarización pasiva de la seguridad pública como parte del proce-so de centralización de las policías. La nueva sociedad producida por las políticas económicas y sociales de las elites priístas y panis-tas ha posibilitado nuevos citadinos y ciudadanos. De la pobreza, la conflictividad y la insurgencia se han estructurado mecanismos de integración social y política que han afectado la puesta en mar-cha de políticas y el desarrollo de los procesos electorales, constitu-yéndose en riesgos para las elites políticas.

En el mismo sentido, la participación de las policías judiciales y de las elites en funciones diplomáticas en los procesos de cam-bio político y remilitarización reciente en las sociedades centro y suramericanas ha posibilitado el levantamiento de una base de información para la decisión de militarizar las policías. La in-formación producida por las embajadas y los policías judiciales a raíz de su participación directa en procesos de pacificación posbélicos permitió algunos acuerdos con las elites y las contra-elites latinoamericanas beligerantes. De tal forma que si, en principio, la militarización de la seguridad pública mexicana aparece a contrapelo de los cambios estructurales de las relacio-nes civiles y militares en América Latina, en realidad este proce-so particular contribuye a otro más amplio de remilitarización gestionado por las elites estadunidenses.

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Por otro lado, los efectos de la militarización han sido graves: el triedro de las patologías estatales se ha expandido mediante el incremento de las redes de elites militares, policiacas y políticas con el narcotráfico; la formalización jurídica de la práctica del espionaje, y la tortura de dirigentes sociales y bases sociales con-trainsurgentes. De forma semejante a la estructuración de la nueva sociedad, las elites han reestructurado sus inclusiones en la economía política ilegal. En sentido estricto, mientras el Po-der Judicial siga subordinado al Ejecutivo, no habrá mecanis-mos de autocorrección estatal efectivos. Algo semejante sucede con los medios de comunicación, que en su nueva función de policía electrónica gestionan la delincuencia mediante la explo-tación del mercado de la inseguridad y la producción de "citadi-nos inseguros" que demandan mayor militarización.

En tanto, en la esfera pública restringida, constituida por los discursos partidarios y los debates parlamentarios y académicos, se teatraliza el problema mediante la retorización de la inseguri-dad. Las elites parlamentarias priístas y panistas se han aliado para impulsar la militarización, mientras las contraelites perre-distas la denuncian discursivamente pero en la práctica recurren a ella para gobernar en algunos municipios. En mucho, estas disputas discursivas son una resonancia de las luchas entre inte-lectuales privados e intelectuales públicos que en algunos me-dios de comunicación y en las instituciones universitarias discurren sobre la inseguridad en diplomados y cursos regulares.

Al contrario de lo que pudiera pensarse, la militarización no ha sido instrumentada sin resistencias. Así, al interior tanto de la so-ciedad política como de la sociedad civil el proceso ha sido resistido por militares, policías, empresarios, banqueros, comerciantes, or-ganizaciones civiles no gubernamentales e intelectuales con dife-rentes intereses y estrategias. Sus trayectorias dispersas han estructurado —debajo de la matriz de baja intensidad democráti-

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coelectoral de la que también participan— una multiplicidad de redes sociales orientadas contra la inseguridad y otros proble-mas sociales.

Precisamente, esas participaciones sociopolíticas han sido analizadas por los intelectuales mediante el discurso transitoló-gico. Al respecto, mientras la opinión pública se orienta hacia el reconocimiento de la necesidad de desmilitarizar la seguridad pública, las luchas discursivas entre intelectuales privados y pú-blicos construyen indefinidamente la transición mexicana como un objeto de conocimiento. De manera no intencionada, esas discusiones han conducido al descubrimiento de una recompo-sición estatal legitimada por los transitólogos que gestionan la democratización electoral irrelevante. Aunque hay quienes in-sisten en la utilidad del discurso transitológico, es un hecho que esa matriz discursiva está muerta.

A contracorriente de la transitología, la militarización de la seguridad pública se ha consolidado como parte del fortaleci-miento estatal. Esto no significa, sin embargo, que el Estado se fortalezca integralmente, ya que el Poder Judicial —débil y sujeto al Ejecutivo— ha sido un dispositivo para formalizar decisiones estructurales que han producido el desorden societal y la propia militarización. La economía política de la militarización ha em-plazado a algunos sujetos sociales y políticos a plantear propues-tas de desmilitarización de la seguridad pública. Sin embargo, la mayoría de esas propuestas son demasiado normativas y no cal-culan los efectos perversos que se producirían si llegaran a ins-trumentarse. En efecto, aunque algunas de esas propuestas insisten en la necesidad de soluciones integrales, no ven que so-bredeterminan algún factor o desvinculan las variables naciona-les e internacionales.

En tales circunstancias, podrían desencadenarse tres escena-rios: a) desmilitarización concedida a la presión civil, b) la acti-vación de la militarización de la seguridad pública, y e) la

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consolidación de la militarización actual. En esta lógica pros-pectiva, es posible contribuir al diseño y la construcción política del primer escenario. Para tal efecto, la desmilitarización impli-ca discutir sobre la integración de la sociedad, al margen de la posibilidad de militarización de la política social y de la misma colonización panóptica. La articulación transversal para la rete-rritorialización del ejército, la descentralización policiaca, la desgubernamentalización de la política social y la transparencia del mercado de la soberanía puede conducirnos a una liberación del nuevo régimen político.

Sin duda, habría riesgos, pero serían menores comparados con las patologías estatales, y podrían minimizarse con arreglos institucionales y controles civiles efectivos. La desconstrucción de la militarización de la seguridad pública puede garantizarnos una alta intensidad democrático/electoral orientada a alternan-cias relevantes que de una vez por todas superen las modas edi-toriales y analíticas que influyen en la toma de decisiones de las elites y las contraelites para que éstas reconozcan que aún nece-sitamos un Estado benéfico, tanto como un nuevo mecanismo de integración social alternativo a la militarización de la seguri-dad pública y la policía nacional. En este caso, las organizacio-nes civiles serán importantísimas, siempre y cuando reestructuren sus relaciones con los partidos políticos mediante un esquema de transferencia de recursos no gravados.

SIGLAS

AI. Amnistía Internacional AW. Americas Wacht CDHFV. Comité de Derechos Humanos Francisco Vitoria CDR. Comités de Defensa de la Revolución CIA. Central de Inteligencia Americana CISEN. Centro de Investigaciones de Seguridad Nacional CNDH. Comisión Nacional de Derechos Humanos CNSP. Coordinadora Nacional de Seguridad Pública DEA. Departamento Estadunidense Antidrogas DGSPE. Dirección de Seguridad Pública del Estado DINA. Dirección de Inteligencia Nacional DISEN. Dirección de Investigaciones de Seguridad Nacional EZLN. Ejército Zapatista de Liberación Nacional FMLN. Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional FZLN. Frente Zapatista de Liberación Nacional EPR. Ejército Popular Revolucionario ERPI. Ejército Revolucionario del Pueblo FBI. Buró Federal de Investigaciones FIDH. Federación Internacional de Derechos Humanos HRW. Human Rights Wacht IMECO. Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Or-ganizada. INCD. Instituto Nacional del Combate a las Drogas LIHDDH. Liga Internacional de Derechos Humanos MP. Ministerio Público NSA. Seguridad Nacional Americana ONU. Organización de las Naciones Unidas PAN. Partido Acción Nacional PGJDF. Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal

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Page 150: La militarización de la seguridad pública en México

PGR Procuraduría General de la República

PJF. Policía Judicial Federal pRD. Partido de la Revolución Democrática

PRI. Partido Revolucionario Institucional

RIMA. Reacción Inmediata Máxima Alerta SERPAJ. Servicios Paz yJusticia

SNSP. Sistema Nacional de Seguridad Pública SSP. Secretaría de Seguridad Pública UTA. Universidad Iberoamericana UG. Universidad de Guadalajara

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Page 160: La militarización de la seguridad pública en México

Anexo 1

1994 23 de abril. Se crea la Coordinadora Nacional de Seguridad

Pública.

1995 30 de abril. Con la participación de militares, la SSP del D.F.

aplica el plan RIMA conformado por 11 operativos especiales. 28 de junio. Después de la matanza de Aguas Blancas perpe-

trada por la policía motorizada, el ejército implementa operativos de intimidación contra líderes sociales.

1 de julio. Espinoza y Garay dan marcha atrás a los retenes y los operativos de la SSP que detenían a sospechosos.

6 de julio. Se realizó la primera reunión de ministros de de-fensa latinoamericanos en Williansburg, EUA.

12 de julio. Algunos de los puntos del programa RIMA fueron elaborados por el ejército.

29 de agosto. Proyecto piloto para que militares se hagan car-go de la PJF y MP en Chihuahua. En Sinaloa se solicitó la intervención del ejército debido a la inseguridad en siete municipios sureños.

9 de septiembre. Se constituye un grupo de militares en la PGJDF para la investigación de asuntos internos.

28 de octubre. Se crea un grupo binacional de cooperación militar para acordar entrenamiento, transferencia de ar-mamento y combate a las drogas.

13 noviembre. Se aprueba la Ley de Seguridad Pública. 21 de noviembre. Se aprueba por mayoría priísta en el Con-

greso la Ley General de la coordinación del SNSP.

317

Page 161: La militarización de la seguridad pública en México

25 de noviembre. Comienza en Baja California la Operación Unión que agrupa policía, ejército y marina con el fin de combatir el narcotráfico y el crimen organizado.

1996 24 de enero. Un militar, ex jefe del Comando Sur, Barry

McCaffley, fue nombrado el zar antidrogas norteamericano. 3 de marzo. Se instalaron Consejos de Seguridad en ocho Es-

tados.

7 de marzo. Se instaló el Consejo Nacional de Seguridad Pú-blica.

30 de marzo. EUA capacitará bajo el Programa Internacional de Educación Militar y Capacitación a militares mexicanos.

1 de abril. La FA de México interceptará junto con la flota aé-rea militar norteamericana, aviones de traficantes y rotará a militares en tareas antidrogas para evitar la corrupción.

26 de abril. Se aprueba con el voto en contra del PRD y PT la Ley contra la Delincuencia Organizada.

29 de mayo. Garay es destituido de la SSP del DE.

30 de mayo. Se incorporan a la PGR de Chihuahua 73 milita-res con licencia y las dos generaciones de policías judiciales federales entrenados por el ejército mexicano.

8 de junio. El presidente nombra al general de división, diplo-mado de Estado Mayor, excomandante de la V región mili-tar, Enrique Tomás Salgado, secretario de la SSP del DE.

22 de junio. Dijo Salgado que la presencia de militares será transitoria y temporal.

15 de julio. 700 cargos directivos de la policía preventiva de Oaxaca son ocupados por militares.

15 de julio. En Tabasco se crea el grupo Base de Operaciones Mixtas, compuesto de militares y policías. En Jalisco, la in-tervención del ejército se limita a la Costa Sur. En Oaxaca

318

operan 700 militares en tareas policiacas. 10 de agosto. La policía estatal de Puebla y el ejército patru-

llan comunidades que colindan con Oaxaca, Veracruz y Guerrero.

19 de septiembre. El ejército norteamericano entrena a 20 agentes del INCD.

8 de octubre. En la segunda reunión de ministros de defensa realizada en Bariloche, Argentina, se propuso la creación de una escuela de seguridad continental.

10 de octubre. La SEP y la SDN firman un convenio para que conscriptos alfabeticen en 136 centros de adiestramiento y en 500 municipios del país.

2 de diciembre. Es designado el general Jesús Gutiérrez Re-bollo comisionado del INCD.

20 de diciembre. 100 policías del grupo Zorros son entrena-dos por el ejército en tácticas contrainsurgentes.

1997

1 de enero. 10000 militares encabezarán diversas posiciones en las policías de Sinaloa.

4 de enero. En 1996, 120 militares ocupan cargos de mando en la policía preventiva del D.F. y 123, al inicio de 1997.

17 de enero. En Sinaloa se militariza la PJF, la Procuraduría estatal, la PJ y la Dirección de SP municipal.

18 de enero. El FBI capacita a 33 jefes policiacos de 11 enti-dades del país en tácticas antisecuestros.

24 de enero. En Tijuana, B.C., los mandos de la delegación regional de la PGR y de la subdelegación de la PJF quedan bajo mandos militares.

2 de febrero. Militares asumen cargos en la PGR de Baja Cali-fornia Norte, Baja California Sur, Sonora,

15 de febrero. Se nombra a un militar como coordinador del

319

Page 162: La militarización de la seguridad pública en México

Programa de revisión de puntos carreteros en Tamaulipas. 20 de febrero. En Baja California 95 agentes de la PJF y del

INCD son sustituidos por militares. 28 de febrero. El PRD rechaza la militarización. 1 de marzo. 2589 militares sustituyen a policías en el DE.

3 de marzo. Inició el curso de capacitación militar a 2 500 po-licías de la SSP del D.F.

4 de marzo. 32 militares sustituyen a elementos de la PGR en Tamaulipas.

6 de marzo. 100 soldados con licencia se incorporan a la PGR

de Chihuahua. 2 500 policías judiciales federales serán ca-pacitados por el ejército.

9 de marzo. El procurador Madrazo justifica los refuerzos mi-litares.

11 de marzo. El PRD afirma que en México la militarización de la seguridad pública es un golpe de Estado ligero.

25 de marzo. La SSP, PGR y PGJDF instalan retenes en el D.F.

como parte de un Plan emergente de SN.

25 de marzo. Nombran a un militar en la DSP de Jalisco. 3 de abril. Según el secretario Ricoy del SNSP especialistas de

EU, GB, España y Francia capacitarán a las policías mexi-canas.

5 de abril. Policías del Estado de México, Oaxaca, Guerrero, Veracruz, Aguascalientes y Morelos recibieron instrucción especial en situaciones de crisis por un comandante de la Guardia Civil Española.

13 de abril. Un informe del Ejecutivo indica que el ejército tiene presencia en 451 municipios del país en los cuales de-sarrolla actividades contra la delincuencia y el crimen or-ganizado.

12 de abril. Es constituido el primer grupo aeromóvil de Fuerzas Especiales en Oaxaca.

15 de abril. La PGJDF capacitó a cinco fiscales guatemaltecos en técnicas de interrogatorio y averiguación.

22 de abril. Un militar con un equipo de 100 soldados es nombrado subdelegado de la PGR en Nuevo León.

24 de abril. 30 militares sustituyen en el control del aeropuer-to de la ciudad de México a policías judiciales federales. Más tarde se dio en Toluca y antes en Cuernavaca.

24 de abril. El FBI capacita a policías mexicanos en EUA.

26 de abril. 71 militares asumen puestos en la PGR de Coahuila. 5 de mayo. 50 militares a Coahuila y un militar como subde-

legado de la PGF.

7 de mayo. Los policías de Iztapalapa, egresados del curso de ca- pacitación se niegan a cubrir la delegación Gustavo Madero.

9 de mayo. El FBI ayuda a seleccionar agentes de la nueva Fiscalía en México.

10 de mayo. La PGJE de Guanajuato informó que enviará a capacitar a sus agentes a EUA y Colombia. La SDN entrena un grupo de elite de la DFP de Tabasco.

11 de mayo. La SDN operará en el aeropuerto de Tlaxcala. 15 de mayo. Militares capacitaran a los policías de Guerrero

lo que resta del año. 17 de julio. Todos los agentes de la PGR son removidos por

otros militares en Chihuahua. 6 de agosto. Un militar retirado en la DGSPE de Veracruz. 16 de agosto. Especialistas israelíes entrenan a un grupo de la

PJDF compuesto de 15 militares y 45 judiciales. 29 de agosto. México aprueba el reabastecimiento en su territo-

rio de naves y guardacostas norteamericanos antinarcóticos. 1 de septiembre. En Ciudad Juárez, Chihuahua marchan 3

mil contra la violencia. 20 de septiembre. Ingresa el nuevo grupo de 1 500 policías de

la SSP del D.F. al curso de capacitación.

320

321

Page 163: La militarización de la seguridad pública en México

24 de septiembre. El secretario de la SSP dijo en su informe que si no se efectuaran los operativos tendría que declarar-se un toque de queda.

3 de octubre. Se crea el grupo Propaz. 5 de octubre. El FBI capacitará a la policía judicial estatal en

Tamaulipas. 25 de octubre. EU rechaza militarizar la lucha antidroga. 7 de noviembre. Se instaló la Comisión Intersecretarial de DH. 17 de noviembre. El secretario de la Defensa dijo respetar el

tránsito a la normalidad democrática. 21 de noviembre. El Consejo Norteamericano propuso duran-

te un encuentro la creación de una policía norteamericana semejante a la Europol 22 de noviembre. El FBI impartirá un curso a la Policía Ministerial de SLP. 29 de noviembre. Se realiza en el D.F. la marcha contra la violencia convo-cada por organizaciones civiles.

3 diciembre. Nombran a Debernardi jefe de la SSP. 3 diciembre. Zedillo crea el gabinete anticrimen (SDN, PGR,

SHCP, PF, SCT, Marina) y llama a una cruzada contra el cri-men y la violencia.

4 de diciembre. El presidente propuso un nuevo programa de ocho puntos, contra la delincuencia y la impunidad, en los que se contempla el Gabinete de SP y convocó a una cru-zada contra la delincuencia.

10 de diciembre. 1 200 soldados salieron de Iztapalapa des-pués de 9 meses. 12 de diciembre. La Barra Nacional de Abogados propuso al presidente la suspensión de garantías para los delincuentes.

20 de diciembre. Desaparece la oficina de la Presidencia. 20 diciembre. El gobierno del D.F. propone la creación de

Consejos ciudadanos de Seguridad Pública.

322

1998 1 de enero. Cárdenas inició el plan de ciudadanización contra

la delincuencia. 4 de enero. El nuevo secretario de gobierno Francisco Labas-

tida Ochoa propuso una estrategia de seguridad pública de 15 puntos.

10 enero. Se realizan las Jornadas por la paz y la seguridad en Iztapalapa. Se recibieron 1 130 propuestas.

31 enero. El Senado modificará la ley anticrimen a fin de otorgar la facultad de corregir las averiguaciones previas al MP y eliminar la prescripción de los delitos de homicidio, secuestro y fraude mayor.

14 febrero. En Chiapas, equipo militar no utilizado antes de artillería pesada y anfibios.

9 de abril. Se desarrolla un operativo policiaco/militar en co-lonias de San Cristóbal, Chiapas.

6 de mayo. El procurador del D.F. rechaza el programa cero tolerancia.

11 de mayo. La Secretaría de Gobierno anuncia que no habrá Policía Nacional sino una coordinación nacional de corpo-raciones policiacas.

12 de mayo. El ejército asigna 72 000 efectivos al combate an-tidrogas.

1 de junio. El general Miguel Ángel Godínez se pronuncia por la participación de militares en la seguridad pública del D.F.

15 de junio. Militarizan la zona en conflicto entre Jalisco y Colima debido al enfrentamiento de policías de ambos es-tados.

6 de octubre. La PGJE de Chihuahua anunció la implementa-ción del programa cero tolerancia en Ciudad Juárez.

10 de noviembre. La Cámara de Diputados aprueba el pague-

323

Page 164: La militarización de la seguridad pública en México

te anticrimen propuesto por el presidente. 17 de noviembre. La Secretaría de Gobierno anuncia pro-

puesta de Policía Nacional 21 de noviembre. El Senado aprobó con reservas la juridic-

ción de la CIDH.

24 de noviembre. Inician depuración de policías en el D.F., Hidalgo, Morelos y el Estado de México mediante operati-vos sorpresa.

2 de diciembre. El Senado ratifica la autoridad de la CIDH so-bre México.

Índice

Prefacio 9 Introducción 13

I La militarización pasiva de la seguridad pública

23

La integración social autoritaria 23 La renovación de las relaciones del ejército y las élites priistas 23 El cerco militar y policiaco 28 La legitimidad de la militarización policiaca 41 La matriz política de baja intensidad democrática/electoral 45

La militarización focalizada 49 El desarrollo desigual y combinado de la militarización 49 El sistema de los excesos policiaco/militares 64

La otra reforma estatal 71 La sobredeterminación de la seguridad pública 71 La mano invisible de la reforma estatal 78 La oferta estatal imposible 80

II Las causas recursivas de la militarización pasiva

91

El fin de una sociedad 91 El desorden neoliberal 91 Las prácticas teóricas alternativas 95 El síntoma de la reforma estatal reprimida 108

Las estructuras disipativas del desorden social mexicano 113 El orden del desorden 113

324

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El piso de la subjetividad negativa 120 El deseo que sustenta algunos escenarios 265 Las inclusiones sociales colaterales 126 La ciudadanización de la seguridad pública 276

Las relaciones policíaco/militares y civiles en Latinoamérica 146 El problema de la militarización de la seguridad pública 276 Un paralelismo con la remilitarización centroamericana 146

La remilitarización posdictatorial 152 Conclusiones 289 La geopolítica del nuevo esquema de seguridad hemisférica 159 Bibliografía 297

Anexo 317 III

Los efectos de la militarización pasiva de la seguridad pública 165

Las patologías de la militarización 165 El triedro de las patologías estatales 165 La gestión mediática de la delincuencia 178 Una sociedad desconfiada e insatisfecha 183

La descolonización de la esfera pública 188 Los discursos partidarios 188 El teatro legislativo de los discursos partidarios 194 La razón comunicativa impotente 198

Una sociedad civil diferenciada 202 Las resistencias policiacas y militares 202 La heterogeneidad y contingencia de la sociedad civil 206

—La privatización de la seguridad pública 208 La violencia popular como autocastigo 210 Alianza global de organizaciones civiles 215

La estructuración de la democracia de intensidad baja 224

IV Una estrategia para el control civil de la seguridad pública

239

La militarización de la seguridad pública 239 La militarización no solicitada 239 -

Las propuestas para la desmilitarización 247 Los escenarios de la militarización pasiva de la seguridad pública 265

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La militarización de la seguridad pública en México,

1994-1998. Un piso estatal de la baja intensidad democrática de José Alfredo Zavaleta Betancourt

se terminó de imprimir en julio de 2006 en los talleres de Siena Editores, con domicilio

en Jade 4305 de la colonia Villa Posadas de Puebla, Pue., y con número de teléfono y fax 7 56 82 21.

En la edición, la composición ortotipográfica y el diseño son de José Luis Olazo García

y el cuidado de Susana Plouganou Boiza. El tiraje consta de 1000 ejemplares.