la niña que nació tres veces. una historia común
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Porque común es que su pediatra sea el mejor y su cirujano el más prestigioso, ya que si no lo fueran, buscaríamos otro. Pero lo más común es que indefectiblemente los niños con Síndrome de Down sean el Océano, sin excepción.TRANSCRIPT
www.vivedown.blogspot.com Juanjo Castro La niña que nació tres veces
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LA NIÑA QUE NACIO TRES VECES Una historia común
Fotografía y texto: Juanjo Castro Colección historias breves del Síndrome de Down
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La niña que nació tres veces.
Primera vez:
Parece extraño, lo reconozco, que alguien pueda nacer más de una vez, pero hay demasiadas
cosas extrañas en la vida, sobre todo cuando interviene la voluntad humana.
La decisión de tener otro hijo llegó por fin. Se dieron los condicionantes que impusimos y,
después de 12 años, nos quedamos de nuevo embarazados. Todo fue bien hasta que vieron en
una ecografía que el bebé "tenía el pliegue nucal engrosado", translucencia nucal. Esto es un
indicativo de afecciones cardíacas
y/o Síndrome de Down.
Recomendaron la amniocentesis y
aceptamos. El ecógrafo era amigo,
vecino del mismo edificio. Nos dijo lo
que había con toda claridad, no podía
asegurarlo pero lo más probable es que
fuera SD. El 28 de diciembre, ya sabéis,
día de los Santos Inocentes, teníamos
cita con el genetista para que nos diera
el resultado de la amnio. No quiso
decirnos nada por teléfono, pese a que
estábamos a 300 Km de distancia, no
quiso ahorrarnos el paseo. Y no quiso
porque tenía que darnos un papel
autorizándonos a abortar, incitándonos
sin ninguna duda, eso era lo verdaderamente importante para él, el hecho de que se
confirmara el SD. Le daba igual que fuera niño o niña, lo único que tenía in mente era lo que
dijo alto y claro: " tenemos que acabar con el Síndrome de Down ahora que podemos". Lo dijo
con prisa, como el que tira la piedra y esconde la mano, y lo argumentó, dijo que podría
tener problemas cardíacos, problemas renales, respiratorios, que tendría un retraso mental
que le impediría ser normal, retraso motor, hipotonía... No sé cuántas cosas más. Vamos que
en nuestra cabeza ya aparecía un ser deforme incompatible con la vida (esto también fueron
palabras suyas). Dijo que podría haber tantas complicaciones que no era extraño que se
produjera un aborto espontáneo. Casi con desprecio lo último que nos dijo fue: " Ah!, y es
mujer". Salimos de la consulta casi convencidos de que acabar con una vida de sufrimientos
sería lo mejor. Lo peor vino entonces, al encontrarnos con el frío invierno en la calle,
abrazados bajo la mirada de los transeúntes que pasaban por allí, curiosos, sin saber lo que
pasaba por nuestras cabezas, ese sentimiento infinito de tristeza e impotencia que nos ocupó
durante mucho tiempo.
Saber lo que se nos venía encima nos ayudó a estudiar el problema, en libros, en internet, y
con nuestros amigos el ginecólogo y el ecógrafo. Estos no quisieron influir en la decisión, no
estaban en nuestro caso, pero empezaron a aclararnos que no tenía por qué ser como el
genetista nos pintó. No eran partidarios de abortar, pero dejaban claro que la decisión era
nuestra. Los otros dijeron que en nuestro pellejo abortarían, no querrían un hijo
ecografía-pliegue nucal engrosado
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"defectuoso". Todas las posturas nos parecieron fundadas desde sus diferentes puntos de
vista. Ahora había que encontrar el nuestro. Nos ayudó mucho mi tía, no por ser Sor
Josefina, sino por ser mi tía. Tenía la experiencia que da el trabajar a diario con familias con
problemas sociales de toda índole, curtida en la toma de decisiones y de fácil consejo,
porque sabe ponerse en el corazón de los demás.
No tardamos en tomar nuestra decisión. Fue meditada, mucho. Fue con dudas, muchas. Fue
con miedo, mucho. Pero la primera decisión responsable que habíamos de tomar sobre
nuestra hija, no podía ser la última. Incapaz de que mi voz pudiera decir todo lo que sentía,
le escribí a la monja, que a la postre sería la madrina de la niña, una larga carta que me
ayudó a ordenar las ideas. En ella le conté por qué habíamos decidido traer a nuestra hija al
mundo. El ecógrafo, casi emocionado cuando se lo dijimos, se ofreció a hacer un seguimiento
intensivo de la evolución del feto, por si surgía algún problema que hubiera que prever.
Betlem había nacido por primera vez poco después de nacer el año 2002
Segunda vez:
En efecto, el ecógrafo cumplió su palabra. Siguieron unos meses de constantes revisiones,
que se fueron incrementando según iba descubriendo que algo no iba todo lo bien que
debiera. Tal y como predijo el brujo genetista, parecía haber problemas renales y con su
corazón. Al "Dr.M", nuestro ecógrafo (le llamaré así porque no sé si quiere que publique su
nombre) no parecía preocuparle mucho el problema del riñón; debía de ser habitual y poco
significativo porque se centró totalmente en el problema del corazón. Cuanto más se
acercaba el parto más claro tenía que su corazón no funcionaba bien. A través de él y de la
que iba a ser su pediatra, una Dra fantástica muy relacionada con la Fundación SD, conocimos
al "Dr C" el cardiólogo. Hizo muchas pruebas y concluyó que debía verla un cirujano que él
nos recomendaba. Este cirujano quiso que fuéramos para estudiar al feto a uno de los
hospitales más importantes de Madrid, sin cita previa, sin Seguridad Social. Y así hicimos.
Estudió el feto todo el equipo de
cardiología infantil. La conclusión fue
que efectivamente el problema
existía. No se podía valorar si era
necesario operar por vía intrauterina,
antes de nacer, pero se temía que
fuera preciso intervenir justo después
del parto. Buscamos, con su ayuda, un
hospital que tuviera los medios nece-
sarios para la cirugía cardíaca
neonatal. No había muchos y nos
decidimos por el Montepríncipe, tenía
maternidad, cardiología y todo
lo necesario, y allí operaba el cirujano
que nos recomendó el Dr C. Entre
todos los doctores se pusieron de acuerdo con nuestro amigo el ginecólogo para fijar la fecha
del parto, lógicamente no iban a permitir que viniera sin avisar y les pillara a cada uno en
al día siguiente de la segunda vez
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una punta de Madrid. Era mejor inducir el parto, así podrían estar todos presentes en el
momento crucial. Yo me fuí a trabajar a casi 300 Km, donde dirigía la edificación de un hotel
que, evidentemente no me podía llevar a casa, quedaban dos semanas para el parto así que
cogería vacaciones a la semana siguiente para estar en Madrid en su momento. Pero la
pequeña Betlem dijo que no esperaba más, que quería salir a ver la cara de aquellos que se
pasaban la noche en vela hablando de ella, sin dejarla dormir.
Menos mal que aún no había en España una ley que considerara delito el exceso de velocidad,
porque si así fuera yo estaría cumpliendo ahora cadena perpetua. Me llamaron por teléfono y
cuando terminaron de contarme que estaban camino del hospital con dolores de parto, yo ya
había recorrido 30 Km. Llegué a tiempo, aún no la habían llevado al paritorio, estaba en su
cama, llegó la matrona y dijo: "cagando leches que nos sale por el camino". Todos los
doctores estaban donde tenían que estar, yo solo me fije en el ginecólogo que cuando
me vio me preguntó: ¿vas a pasar? y yo le dije, "por supuesto".
Aún estaba atándome la bata verde, sin estar preparado, la oí llorar. Estaba un poco
azulada, se la llevaron pero tardaron escasos minutos en volverla a traer limpia y envuelta
en una toquilla blanca. La dejaron en una camilla-cuna al fondo del quirófano, me pareció
que estaba sola, nadie se quedó con ella, estaba a tres metros, sí, pero sola. Me acerqué a
ella y agachándome un poco puse mi nariz junto a la suya y nos miramos fijamente, tenía los
ojos completamente abiertos. No sé cuanto tardaron en terminar el parto, había más gente
en el quirófano que en el autobús, uno de ellos nos preguntó si le autorizábamos a sacar una
muestra del cordón umbilical, para investigación de la trisomía, dijo. Le autorizamos. Yo
paseaba de la madre a la hija, de la hija a la madre, y en una de las veces, desde la mesa de
operaciones, me quedé mirando a mi hija y palabra que la ví sonreír. Sé que no podía ver aún
con claridad, no podía saber que yo la estaba mirando, pero ella me miró a mí y sonrió.
No hizo falta operarla de urgencia, a los pocos días el cirujano diagnosticó su dolencia. Ahora
sí se podía ver, habló de "septum primus" , canal AV (atrioventricular) y no sé qué más.
Básicamente consistía en que su corazón no tenía, durante la gestación, la pared que separa
el ventrículo de la aurícula, así se
mezclaba la sangre venosa con la
arterial y podría provocar carencias
de oxígeno o inundación de los
pulmones. Pero
lo importante ahora era que que no
tenía la "trilogía de fallot", que
complica lo anterior con una
malformación en venas y arterias,
bastante más complicado de
resolver.
La cuestión es que nadie sabe muy
bien porqué, donde durante la
gestación no había nada, se había
formado una maraña de tejido
entre aurícula y ventrículo que
hacía el corazón funcional, no al
100%, pero podía retrasar la al día siguiente de la segunda vez
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operación sin problemas. No sabían hasta cuándo pero cuanto más mejor, preferían esperar a
que la niña creciera y se fortaleciera para poder aguantar mejor la operación.
La satisfacción de haber nacido por segunda vez, la hizo sonreír y nunca más en su vida ha
dejado de hacerlo. No sé si como recuerdo de su primer contacto con este mundo
siempre sonríe cuando me quedo mirándola fijamente.
Tercera vez:
Desde que nació la segunda vez, allá
por el mes de Mayo, fuimos al
principio incontables veces a ver a la
Pediatra, más por temor nuestro que
por necesidad de la niña, que, como
el que más o el que menos no había
enfermado nunca, salvo algún que
otro resfriado. No era como nos
habían contado, no teníamos que
estar permanentemente en el
hospital, como nos habían hecho
creer. Sí que en sus primeros años de
vida tuvo que ser operada de
amigdalitis, y tratada de una afección cutánea que no supieron nunca de donde vino, pero
nada más. Las visitas al cardiólogo estaban programadas con precisión milimétrica, había que
hacer un seguimiento de su corazón, para prevenir y controlar. Sin variaciones importantes,
el cardiólogo realizaba sus pruebas, sobre todo ecografías de todo tipo, con colorines y sin
colorines, bi y tridimensionales. El problema de su corazón estaba ahí, pero no suponía
ninguna tara por el momento. Lo que más nos llamaba la atención es que en todas las
consultas, el cardiólogo terminaba preguntándonos ¿LA NIÑA ES FELIZ?. Siempre nos
mirábamos, decíamos que sí, claro que sí, pero, ¿qué entrañaba la pregunta? ¿por qué al Dr C
le preocupaba tanto la felicidad de la niña?. El Dr. C tenía un acento característico que nos
hizo suponer que era sudamericano o canario, ambos muy parecidos en su carácter dulce y su
tono melódico, que contrasta con la rudeza y la pronunciación del castellano que hablamos
en Madrid. Esta suposición nos hizo pensar que quizás al otro lado del océano, el valor de la
felicidad es tan importante como para considerarlo un parámetro más en los síntomas de un
paciente. En España no, a los médicos españoles en general les importa un bledo si eres o no
feliz, o si tu estado de ánimo afecta a tu salud; te mandan a casa con un tratamiento casi
como de placebo, porque físicamente estás bien. Pero a ti te duele algo, no estás bien, te
duele el alma y no sabes por qué. Sé que es una batalla perdida, que el médico seguirá
ocupándose de la fisiología y la patología, y si no ve nada, y tus síntomas son claros, te
mandará al psicólogo o al psiquiatra. No estaría mal que estudiaran un poco menos de algún
tema banal y un poco más de psicología del paciente. Me acuerdo ahora especialmente del
genetista y el daño tan grande que nos produjo, nos contagió un cáncer en nuestra alma, del
que aún no estamos suficientemente curados, ni lo estaremos nunca. Es un cáncer que no nos
iba a matar a nosotros, pero bien dirigido estaba pensado para acabar con nuestra hija.
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Cada vez que veíamos al Dr.C, deseaba que llegara el final de la consulta, para conocer cómo
iba el corazón de Betlem y para que nos preguntara por su felicidad. Me encantaba que me
preguntara si mi niña era feliz, y me
encantaba aún más decirle que sí, que sí, que
sí...
Pasaron casi dos años sin novedades
importantes. Sí notábamos que la niña era
delgadita, en las tablas de la pediatra para
controlar el peso y el crecimiento, siempre
estaba un poquito por debajo del percentil,
pero avanzaba a ritmo normal. Últimamente la
diferencia se había disparado, la veíamos muy
delgada, pero no estaba floja, es decir, tenía
vitalidad, no parecía haber ningún síntoma
clínico para tomar ninguna medida, ni siquiera
consideraban necesario atiborrarla de
vitaminas, porque la niña comía muy bien.
Pero había una cosa que no nos gustaba nada.
Ya he comentado que siempre que me quedo
mirando fíjamente a la niña, me devuelve una
sonrisa, igual que aquella que dibujó en su
cara a los pocos segundos de nacer por segunda vez. Desde hacía algunos días, parecía como
que le costara sonreírme, lo hacía, pero forzaba el gesto, como cumpliendo un compromiso
no escrito que quería mantener toda su vida. Pero cada vez estábamos más seguros de
aquello que nos llevó sin pensarlo mucho a la consulta del Dr. C.: Betlem no parecía tan feliz
como siempre.
Cuando llegamos a la consulta nos saludamos con el Dr, nos preguntó cómo iba todo y, en
lugar de darle una lista de síntomas que en definitiva no sabíamos si lo eran de su dolencia,
le dijimos únicamente : nos parece que la niña no es feliz. No hubo que decir nada más, el
Dr C la pesó, la midió, le hizo su habitual ecografía, nos explicó, como siempre, qué se veía
en la pantalla y qué se oía por el altavoz. Y nos dio la tarjeta del Dr D, el prestigioso
cirujano que estuvo pendiente de ella en el parto. Creía necesario ya operar a Betlem de su
corazón, ya no podía con su vitalidad, no se estaba formando al mismo ritmo que el resto de
sus tejidos, eso hacía insuficiente el esfuerzo del latido. Nos dijo que el cambio iba a ser
espectacular.
Así que fuimos a ver al Dr D, que se entrevistó varias veces con nosotros y con el Dr C. Y fue
visto y no visto. Se organizó la operación en un santiamén, sería en Montepríncipe, donde
estaban todos los medios necesarios. Se fijó el día y la hora, y el día anterior estábamos allí
con la precisión de un reloj atómico.
Poco antes de la hora prevista para la intervención, el Dr D se reunió con nosotros. Nos contó
lo que iba a hacer, anestesia general, abriría por el esternón, colocarían un sistema de
circulación extracorpórea para garantizar la oxigenación de su cerebro, sacaría el corazón de
su pecho, una vez fuera lo repararía, lo volvería a colocar y, si todo iba bien, funcionaría
perfectamente. Uuufff!!! nos quedamos sin sangre en las venas, habíamos imaginado una
intervención con modernos aparatos de microcirugía, algo casi inapreciable, pero abrir su
pecho y quitarle el corazón era algo con lo que no habíamos contado.
Seguramente vio nuestras caras de pánico por lo que sonriendo nos dijo: "tranquilos que lo
poco antes de la operación
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hemos hecho muchas veces y suele salir bien si no hay complicaciones". Pero, pero ¿qué
riesgo hay?. Hombre, comentó, teniendo en cuenta lo traumático de la operación, el riesgo
no es pequeño, pero la mayoría de las veces todo sale bien.
"La mayoría de las veces", doy gracias a Dios por no dejarme pensar en ello en los últimos dos
años. El miedo ahora no me dejaba casi ni respirar. Le dimos la mano, le deseé mentalmente
suerte, y se fue. Se llevaron a Betlem con un suave sedante, medio dormida. Dijo papá
mientras se alejaba la cama hacia el quirófano, y nos quedamos solos Olga y yo, ella
agarrada a mi brazo dijo "todo va a salir bien".
Bajamos a la entrada principal,
junto a la cafetería donde se
encontraba la sala llena de gente
que había venido a acompañarnos
en lo que suponían
un difícil momento. Estaban los
que debían estar y los que no
estarían si hubiéramos seguido su
consejo, ¿por qué habían venido?
¿habían cambiado de idea
respecto al derecho de Betlem de
haber venido al mundo? ¿ya no se
trataba de un ser imperfecto?¿ya
no importaba su discapacidad?.
Parece ser que ahora se trataba
únicamente de "la hija de mis
amigos" o "la hija de mis parientes", creo que aún no se han dado cuenta de que siempre ha
sido la hija de sus amigos, o la hija de sus parientes, a pesar de que aún no hubiera nacido, y
que seguirá siéndolo cuando esto acabe (DM). En cualquier caso, no estaba yo para darle
vueltas a esto, solo cabía en mi cabeza lo que estaba pasando un piso más abajo.
Sinceramente no sé cuánto tiempo pasó, dos horas, tres, cuatro... pero el tiempo se paró
cuando vi aparecer al cirujano por la puerta del ascensor. Yo estaba en el extremo opuesto
de la sala, de pie. Olga estaba más cerca, de modo que el Dr D llegó antes a su lado, yo
empecé a andar hacia ellos. Nadie se percató, nadie se levantó de su sofá. El tiempo estaba
absolutamente parado para mí, tardé una eternidad en recorrer los escasos veinte metros
que nos separaban. Mientras, trataba de adivinar en el semblante del cirujano algún signo
que me anticipara el resultado. Nada, estaba serio, un poco sudoroso, con las calzas de papel
que aún no se había quitado de los pies. Llevaba en su mano la mascarilla habitual, y el gorro
verde que cubre el pelo en el quirófano. Estaba claro que venía directamente de la mesa de
operaciones. Empezó a hablar con Olga, ella me
señaló y esperó a que yo llegara a su lado. Nos
volvió a contar todo lo que había hecho, tal cual
lo había previsto. Todo había salido
perfectamente, el corazón volvió a latir al
ponerlo de nuevo en su pecho y sigue latiendo.
No obstante, ahora la pasarían a la UCI, y
dependiendo de cómo evolucione pasará a la
habitación de la planta segunda para volver a
casa lo antes posible. Yo le di las gracias,
al día siguiente de la operación
48 horas después
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estreché su mano con el calor que podía dar la poca sangre que aún circulaba por mis venas.
Y Olga no pudo evitar darle un sincero y espontáneo beso, que el sorprendido Dr. D no
esperaba. Nos dijo que se alegraba de que todo hubiera salido bien y que volvería en unas
horas a ver a la niña.
Un día, sólo un día estuvo en la UCI, la vimos allí un par de veces, las permitidas, porque al
día siguiente ya la pasaron a la planta. Cuando la vi por primera vez, me impresionó la marca
que le dejaron en la boca los tubos que le pusieron para respirar, y cuando la vi abrir los ojos
por primera vez supe que todo había ido bien. Y lo supe porque en cuanto me vio sonrió. Muy
pocas horas pasaron hasta que empezó a hacer cabriolas imposibles en la cama, levantando
las piernas y sentándose sin ayuda, y muy pocas horas pasaron hasta que pidió un Big Mac
porque tenía hambre.
Después de un par de visitas de
control al Dr C y al Dr D, no hemos
vuelto a verles más que para salu-
darles y agradecerles que tuvieran la
feliz idea de estudiar medicina, su
profesionalidad le ha dado la vida por
tercera vez a nuestra hija. Hemos
seguido en contacto periódico con el
Dr C, aún hoy le deseamos lo mejor
en todas las navidades, sin excepción.
Gracias a él, gracias a ellos, Betlem
hoy puede seguir sonriendo cuando
me quedo mirándola fijamente,
cumpliendo ese pacto imaginario que
nos atará para toda la vida.
Estoy seguro que muchos de los
que estáis leyendo esto habéis pasado
por la misma situación, ha-
béis experimentado los mismos sen-
timientos y seguramente tendréis
mucho más que aportar en esta
historia. Seguramente tanto los que
lo habéis vivido como los que
no, sabéis que la vida no es fácil, para casi nadie, y si surgen imprevistos (como tener un hijo
down) o si hay problemas, debemos afrontarlos para poder resolverlos, confiar en los que
saben más que nosotros, y buscar esa sonrisa que con toda seguridad aliviará ese dolor del
alma que no se puede medir ni diagnosticar. Tal y como auguró el Dr. C, el cambio ha sido
espectacular, engordó, aumentó su vitalidad, y solo queda una cicatriz de recuerdo que,
como no podía ser de otra manera, conservará en el centro de su pecho, para recordarnos
que lo que nos da la felicidad está ahí dentro, y enseñarnos que el cariño que puede dar es
como el agua del océano que, por muchos cubos que saquemos, por muchos tanques que
llenemos, seguirá estando lleno para seguir repartiendo.