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JUAN CARLOS ONETTI La muerte y la niña www.puntodelectura.com

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JUAN CARLOS ONETTI

La muerte y la niña

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JJuuaann CCaarrllooss OOnneettttii (Montevideo, 1909-Ma-drid, 1994) fue uno de los mejores exponentesde las letras hispánicas del siglo xx. Autor derelatos y novelas, a su primera etapa se debenobras tan importantes como El pozo (1939),Tierra de nadie (1941), Para esta noche (1943)o La vida breve (1950). Desde la publicación deesta última, comenzó a situar todas sus obrasen Santa María, universo imaginario a travésdel que sentó escuela en la narrativa latinoa-mericana. Los adioses (1953), El astillero (1961)o Juntacadáveres (1964) son buena muestra desu madurez y altísima calidad literaria. Exiliadoen España desde mediados de los años setenta,obtuvo el prestigioso Premio Cervantes en1980 y el reconocimiento de su país, una vezéste recobró la democracia, con el Gran PremioNacional de Literatura en 1985.

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Título: La muerte y la niña© 1973, Juan Carlos Onetti© Herederos de Juan Carlos Onetti© Santillana Ediciones Generales, S. L.© De esta edición: enero 2008, Punto de Lectura, S.L.Torrelaguna, 60. 28043 Madrid (España) www.puntodelectura.com

ISBN: 978-84-663-2078-8Depósito legal: B-51.621-2007Impreso en España — Printed in Spain

Diseño de portada: Jesús AcevedoFotografía de portada: © SábatDiseño de colección: Punto de Lectura

Impreso por Litografía Rosés, S.A.

Todos los derechos reservados. Esta publicaciónno puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,ni registrada en o transmitida por, un sistema derecuperación de información, en ninguna formani por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia,o cualquier otro, sin el permiso previo por escritode la editorial.

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Para María Rosa Oliver

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CAPÍTULO PRIMERO

El médico se echó hacia atrás y estuvo un ratogolpeando el recetario ya inútil —muerto por elocio, la vejez y la riqueza no buscada— con el ca-bo de su lapicera verde.

Pensaba, un instante, en sí mismo; pensaba,mirando la cara ascética del visitante imprevisto,imprevisible, el enfermo sano y bien vestido, rí-gido en su asiento luego de la confesión.

«De modo que no hay nada que hacer», re-flexionó con dulzura. «De modo que este hijo deuna gran perra y de los clásicos siete chorros de semen de también siete perros desconocidosnos va metiendo a todos, uno tras otro y con unaprisa menor que un año bisiesto, nos va metien-do en su bolsa. Camina desganado contando almundo su futuro crimen, asesinato, homicidio,uxoricidio (alguna de esas palabras cuando elDestacamento de Policía se acuerda de mí, cuan-do necesita al médico forense); se pasea por estosrestos de Santa María con una carta colgada que

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apenas le roza el lomo, porque su andar es de ma-licia y lentitud, un cartel que anuncia en gris y enrojo: Yo mataré. Con esto le basta. Es sincero, nopuede decir que deseó la mujer del prójimo por-que estaría mintiendo. Su único prójimo es élmismo. Y así, nos va convirtiendo a todos en sustestigos de cargo y descargo: el obispo y Jesucris-to, Galeno Galinei y yo, Santa María entera. Y esposible que noche a noche, llorando y de rodi-llas, rece a Padre Brausen que estás en la Nadapara hacerlo cómplice obligado, para enredarloen su trama, sin necesidad verdadera, por un os-curo deseo de remate artístico.»

—Eso es todo, doctor —dijo el visitante consu voz acostumbrada a la resignación; agregó—:¿Qué puedo hacer? —Díaz Grey soltó la lapiceray estuvo mirando en silencio la trampa, la hipo-cresía, la dureza oculta, la congénita astucia.

—¿Y ella? —preguntó como si creyera estarganando tiempo, un tiempo intemporal y abso-lutamente inútil.

—No entiendo, doctor. —Largo, aún senta-do, con las ropas caras y oscuras, con su escasopelo rubio aplastado, todavía buen mozo peroagresivo e innoble como su dura nariz, que pare-cía siempre recién alzada de dos páginas de las

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enormes biblias amarillentas, traídas a la coloniasuiza por los primeros inmigrantes.

—Quiero decir. Si ella sabe. Si los médicosle dijeron, como a usted, que otro parto signifi-caría un peligro de muerte.

—Sí, lo sabe. Se lo han dicho aquí y en laCapital. Se lo dijeron en Europa, el año pasado.Pero no le hablaron de peligro de muerte. Leaseguraron la muerte.

Cada vez, a cada frase, más certero y resuel-to a convencer. Trepando en su confesión de cri-men, anticipándolo casi con regocijo, fatalista entodo caso, tan candorosamente habitado por ladesesperación.

—Un dato —pidió Díaz Grey—. El hijo pri-mero, único, supongo, ¿cuándo nació?, ¿quéedad tiene?

—Un año, trece meses.—Y desde entonces, desde el nacimiento y

la saludable cuarentena...—Desde entonces sufrimos. Nos miramos,

nos comemos los nudillos, rezamos y lloramos.—Pero ella —dijo Díaz Grey sin ganas, co-

mo si hablara con un adolescente que se burlabade él—, ella puede ayudarlo. Puede eso que lla-man tomar medidas, puede, también, negarse.

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El cliente movió la cabeza, paciente, incom-prendido, fatigado por la incomprensión.

—Ella sabe, como yo, que toda previsión se-ría pecado mortal. Y —alzó la cabeza sin orgu-llo— tampoco se negaría. El conflicto, repito, essólo mío. Por eso le pedí esta entrevista.

No sólo por eso, hijo de perra; hay un es-panto detrás, hay un cálculo. Se sentía más débilque su visitante, empezaba a odiarlo con fran-queza. Con lentitud deliberada y sin propósitonotable fue desabrochando los botones de su tú-nica, ajada, sin sentido, que continuaba usandopor rutina y homenaje.

—Bueno —pronunció indiferente, como sihablara de aspirinas y tónicos—, se trata de us-ted, escribano, exclusivamente de usted: que laquiere y la desea y cada día más, más a medidaque el amor va llenando su corazón y el semen lavesícula; usted que no puede alquilar una prosti-tuta porque eso significaría pecar contra Brau-sen; que no puede derramar su semilla en la sába-na, que no puede masturbarse, que no tienesalvación, aparte de matarla.

La cara flaca del hombre bien vestido pare-ció contar en silencio y quietud mientras DíazGrey hablaba. Luego se movió para asentir.

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La túnica estaba abierta, el médico la separóde sus hombros.

—Como usted, no soy partidario de matarla.Si no hay otro camino, destrúyase y yo espero ayu-darlo. No le hablo de una destrucción total por-que también eso sería pecado mortal. Y Brausenno perdona las deserciones. Lo sé, en esto esta-mos de acuerdo. Se trataría, entonces, de recetar-le duchas heladas matinales, bromuro y alcanfor,caminatas diarias de dos o tres horas, ayunos deviernes santo como único régimen de comida. Setrataría de lograr su impotencia muchos años an-tes del natural climaterio. Es triste, comprendo.Yacer junto a la esposa amada sin esperanza deque el deseo inmortal pueda satisfacerse. Pero,así, el deseo morirá antes que ella, y usted queda-rá liberado de los demonios y del remordimiento.

Ahora el hombre bien peinado sonreía ape-nas, pequeños dientes blancos sumergidos enuna broma de la que sólo él conocía la clave.

—Acepto —dijo sin emoción—, ensayaré to-do lo que ordene su receta. —Y añadió suavemen-te—: Doctor.

Díaz Grey tomó con dos dedos la túnica y lahizo deslizar desde el respaldo del sillón hasta la al-fombra de grandes flores pisoteadas y marchitas.

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—No —dijo—. La receta no; no quiero es-cribirla ni dársela. Con esto basta, confío en sumemoria. Y, sobre todo, creo en su inteligen-cia. Creo en ella y no me siento feliz. Por otraparte, su cura confesor tampoco le escribe cer-tificados.

Estaba seguro de haber hablado en tono de-finitivo, tanto, casi, como si hubiera empujado alotro fuera de la habitación. Pero el hombre lar-go, delgado y rubio, planchado, brillante, tam-bién se había puesto de pie y recitó con mesura,los ojos entornados:

—Tampoco él, claro. No ando buscando do-cumentos. Me basta con hacerme escuchar.

—Está claro, comprendo. Ya lo escuchó elseñor obispo coadjutor o como se llame hoy. Pa-ra mí sigue llamándose el padre Bergner. Ahorame toca a mí. Y es seguro que, por lo menos, to-dos los habitantes mayores de edad de la Coloniaconocen el prólogo que acabo de oírle.

—Puede ser —dijo el cliente—. Pero sólohablé de esto con el señor obispo y con usted. Conel obispo, es cierto, no lo hice en plan de confe-sión. Pero lo conozco desde la infancia (la mía,naturalmente) y estoy seguro de su discreción,como estoy seguro de la suya.

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Por primera vez en la entrevista —aunqueDíaz Grey no pudiera afirmar, después, que setratara realmente de la primera vez— el hombredejó resbalar una sonrisa cínica y casi divertida.El hombre dijo:

—Ni el padre Bergner ni usted. Pero no esimposible que ella, tan desesperada como yo, yademás mujer, haya hablado con amigas o pa-rientes. Las mujeres, es distinto. Creen, como losenfermos crónicos, usted lo sabe mejor que yo,que si divulgan sus problemas van obteniendouna ayuda, o por lo menos un apoyo, a cambio decada confidencia. Por ahora hemos decidido unaplazamiento. Puede llamarlo solución tempo-ral. Tal vez el Señor quiera ayudarnos. Pienso irunos meses a la Capital y a Chile, asistir a unoscursos. Yo solo, naturalmente.

Díaz Grey no podía contradecirlo. Moviólentamente la cabeza afirmando su convicción dequedar acorralado, espaldas y pared, por unatrampa, una sutileza mayor, un presentimientoindefinible, grumoso y repelente.

El hombre también saludó cabeceando. Y, a pesar de todo lo escrito, alguien hubierapodido decir que en el fondo se apartaron uni-dos y cordiales.

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CAPÍTULO SEGUNDO

Díaz Grey conocía a la mujer condenada —Hel-ga Hauser— y la examinó tres veces, un año an-tes, dos con la presencia muda del marido queexageraba la voluntad de no enterarse, la otra sinanuncio y casi furtiva. En ésta el médico recitó eldiagnóstico, la prevención. Palpó con caucho,desagrado e incomprensión a la mujer abierta enla camilla.

—No entiendo. Si ya se lo dijeron en la Ca-pital y en Europa. Para mí es seguro, indudable,sin posibilidad de errores. No entiendo por quéconsulta a un médico ínfimo, a un sanmarianoque ni siquiera es ginecólogo.

—No sé —murmuró ella mientras se vestía—.Una esperanza. Una preferencia por morir aquí.

Después de pagar rió un momento y se bur-laba.

—Tal vez quiera complicarlo. No sé.El amor se había ido de la vida de Díaz Grey

y a veces, haciendo solitarios o jugando a solas al

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ajedrez, pensaba confuso si alguna vez lo habíatenido de verdad.

A pesar de la hija ausente, sólo conocida pormalas fotografías, que ahora, fatalmente, estababamboleándose en la dichosa sucia adolescenciay cuyo nacimiento no podía prescindir de unprólogo. Adolescencia con errores y mugre, ilu-minada siempre por la creencia en la eternidadde las vivencias, una fe inconsciente que iríancarcomiendo las inevitables estaciones.

Todos los jueves, salvo la luna, tenía en elcrepúsculo una mujer en la camilla chirriante oen la alfombra inapropiadamente espesa y quemezclaba decenas de olores indefinibles, o por lomenos era indefinible su conjunto.

La condenada había estado más de un añoatrás. El proclamado asesino, un día antes.

Las mujeres no le importaban de verdad:eran personas. Almorzó hambriento y se tiró ves-tido en la cama.

Por el movimiento del sol, Díaz Grey po-dría haberse supuesto más de una hora atrapadoen la meditación que le llegó en lugar de la siestaperdida y la dispepsia habitual. No se acordabadel visitante asesino ni del futuro que prometíasu impasible confesión. No recordaba para sí,

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para nadie, ni para un imposible bichicome quevagara o durmiera en la playa cercana.

Dudaba, desinteresado, de sus años. Brausenpuede haberme hecho nacer en Santa María contreinta o cuarenta años de pasado inexplicable,ignorado para siempre. Está obligado, por respe-to a las grandes tradiciones que desea imitar, a ir-me matando, célula a célula, síntoma a síntoma.

Pero también tiene que seguir el monótonoejemplo de los innumerables demiurgos anterio-res y ordenar vida y reproducción. Así que vinie-ron los desvanecidos adolescentes, sus noviazgosy apareamientos, los partos abrumadores que tu-ve que atender; y así vinieron las muchachas, susadjetivos, sus perfiles, sus cabellos, sus duros se-nos y nalgas. Vinieron y están, siempre ausentes,risueñas o melancólicas.

(Aquel momento verdadero en que uno delos amantes, casi nunca la mujer porque se sabe,y es cierto, inmortal, celosamente repetida desdeel principio y hacia el infinito. Aquel pasajero,rápidamente olvidado momento en que uno delos dos logra ver, sin propósito, con un adelga-zado deseo de pedir perdón, excusarse, bajo lapiel de la cara ajena, abrillantada por el amor o elvino, a través de la piel de la cara que se quiere.

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Cuando uno de ellos tropieza con, traspasa sindesearlo la piel tan lastimosamente indefensa,tensa o blanda de la cara del otro. Y ve duranteun segundo, adivina y mide la dureza y la audaciade los huesos, el candor de los pómulos, la fragi-lidad o el inútil grasoso atrevimiento del men-tón. Cuando uno de los amantes sospecha —unachispa y el olvido— la calavera futura y ya puestaen el mundo, en su vida, del otro amante.)

Ellas siempre lejanas e intocables, apartadasde mí por la disparidad de los treinta o cuarentaaños que me impuso Juan María Brausen, maldi-ta sea su alma que ojalá se abrase durante uno odos pares de eternidades en el infierno adecuadoque ya tiene pronto para él un Brausen más alto,un poco más verdadero.

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CAPÍTULO TERCERO

Augusto Goerdel había sido engendrado en laColonia suiza o ya venía dentro del vientre de la madre durante el largo viaje de nuestra bam-boleante Flor de Mayo. De todos modos, nacióaquí, en la Colonia recién fundada. Si se puedellamar fundación a un reparto caprichoso y asi-métrico de baúles, a demarcaciones con palosverdes, a una búsqueda metódica de bosta y tie-rra para hacer ladrillos.

La tierra era fácil; a veinte metros de la cos-ta, atravesada y escarbada la arena, encontrabantierra rojiza y húmeda que extendían bajo el sol yel aire después de arrastrada hasta el misterio delo que condenaban a colonia y asiento. Para elestiércol, distribuían durante el día patrullas deniños que ya sabían moverse indiferentes, alerta-dos para relinchos y mugidos. Luego, el robonocturno, las grandes bolsas oliendo a establo yabrigo. Más luego, en mañanas consagradas, losgrandes fuegos separados, la cocción lenta, el

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miedo a las repentinas lluvias y nieblas, el miedoal desmenuzamiento y la fragilidad.

Si se puede llamar fundación a un sufrimien-to diario, que no podía ser medido por horas, paraapilar los ladrillos, alzar paredes, enramar techos,hasta el descanso bestial del exhausto que creetener casa y logra un domingo de paz y agradeci-miento, arrodillado sobre la enorme, casi inmane-jable biblia con tapas negras frente al temblorosocerco de voces latinas dichas por un cura que sa-lió de cualquier parte porque era imprescindible.

Y después, para Santa María y para mí eldesconcierto. No se sabe, ni importa, cuántosmeses o arias pasaron —ayudados, empujados sinpiedad para ellos mismos ni para nadie— hastaque las rubias, severas ratas desembarcadas conmenos esperanza que rabia suicida, fueran ricas yengordadas, dominaran la ciudad fundada porNuestro Señor Brausen sin necesidad de mos-trarlo. Tal vez les repugnara la evidencia. Eranoblicuos, eran indirectos, eran pudorosos.

Que el tiempo no existe por sí mismo es de-mostrable; es hijo del movimiento y si éste dejarade moverse no tendríamos tiempo ni desgaste niprincipios ni finales. En literatura Tiempo se es-cribe siempre con mayúscula.

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Nadie puede negar probables coincidenciasen las visitas del entonces padre Bergner y delinevitable doctor Díaz Grey a la Colonia suiza.Uno estaba comprometiendo a Dios con un bau-tizo, con un casamiento de novios previamenteendurecidos para el trípode de Orloff, príncipeo gran duque, artista fotográfico, o con un capri-cho de muerte, hijo de un viejo sofisma aceptadosin pelea, a veces también endurecido, otras envísperas; el otro, Díaz Grey, entablillando unapierna rota o pinchando una hidropesía.

Repito que pudieron coincidir muchas ve-ces y que, en alguna de ellas, por qué no, estuvie-ron juntos en la casa de los Goerdel.

Los veo saludándose con la corta efusiónque corresponde a dos enemigos que hubieranpreferido no serlo, con el respeto profundo y fríode los pares.

No importa qué recetó el médico para elresfrío de Augusto Goerdel, que tenía once añosde edad en el tiempo de la coincidencia supuesta.Esto puede rastrearse, si importara, en los librosde Barthé, boticario, concejal y nuevamente bo-ticario. Lo que importa es ignorar para siempre—y aquí hay una especie de felicidad— qué con-versó, qué supo, qué dedujo el padre Bergner en

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la posible visita que, se nos antoja, fue crepuscu-lar, lenta y tranquila. Porque, no debe olvidarsenunca, los padres de Bergner también llegaronen nuestra Flor de Mayo a la costa de Santa María,por voluntad de Brausen. Hermanado con losGoerdel por la semejanza de la historia, tambiénpor el lenguaje y, sobre todo, por el estilo en quelo hacían coloquial.

Muy importante porque las visitas del Padrese hicieron frecuentes y menos de un año des-pués Augusto Goerdel pasó a Santa María paracontinuar estudiando en la catedral, con una be-ca muy pobre y exacta para los planes de Bergner.

Porque el Padre simuló estar fabricando uncura, sabiendo siempre que no era ése el destinoni la utilidad de Augusto Goerdel; pensaba máslejos. Mucho más lejos que el Capítulo de la Igle-sia, laicos y tonsurados, que se reunía y creía re-solver, una vez por quincena, en la austeridad delrefectorio alargado en su deliberada penumbra.

Bergner no pertenecía a la orden de los je-suitas; desconfiaba de ellos y los admiraba. Peroles había oído decir, y más de una vez: denos su hi-jo y se lo devolveremos con un título bajo el brazo.

Estudió calmoso a su falso futuro sacerdo-te. Si la inspiración, el proyecto, procedían real-

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mente de Brausen y no eran trampas del demo-nio, el tiempo no contaba. Supo que el muchachoera inteligente, que había nacido implacable porla ambición y la necesidad germana del triunfo,de la revancha. Cualquiera fuese su destino, aho-ra, con Bergner o sin él, no volvería nunca a lamiseria de su casa en la Colonia; no aceptaría yael futuro previsible y campesino de criador de ani-males y destripaterrones.

Una resolución que Bergner fortalecía, há-bil y distraído. Fue la suya, A.M.D.G., aunquerechazara con violencia las iniciales, una pacien-te tarea de refinamiento y corrupción. Del mu-chacho tosco, del estudiante y monaguillo, teníaque nacer su instrumento, su fanático servidor dela Iglesia.

Supo que el inmaduro Goerdel, caído en susmanos, era ambicioso, fino en la mentira y ensus cautas retracciones, duro tras la sonrisa in-fantil, sabedor por instinto de aquellos futuros,probables útiles, que debía adular sin exceso, in-diferente, sin grosería con los que no valdría lapena cultivar.

Supo además y desde el principio que el ins-trumento y el fanático serían suyos mientras laIglesia le permitiera medrar y crecer.

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Sin palabras, por lo menos hasta la aproxima-ción del adiós hipócrita, también supo Bergnerque no se había equivocado, que su elección fuebuena y que no pudo ser mejor. Lo fue confirman-do en los días y en los años: Augusto Goerdel era lomás adecuado a su propósito entre todos los habi-tantes de Santa María y la Colonia; y la educación yla disciplina de la Iglesia, lo mejor para la pacientey resuelta voluntad de triunfo del niño, adolescen-te, adulto. Bergner creyó en la inspiración divina;Goerdel creyó en la oportunidad y la buena suerte.

Bergner persistió feliz hasta la separación,hasta su muerte. Pero mucho antes fue necesariala gran farsa mutua.

O, mejor, el final de la farsa iniciada diez añosantes por Bergner y sospechada, seguida implí-citamente por el niño enfermo en el catre de suhabitación en la casucha de la Colonia, que sabíallorar en silencio, boca arriba, descubriendo enel techo quinchado las arañas inmóviles del mie-do y del misterio.

En el primer encuentro, el muchacho, soloo ayudado por su madre, acertó a enredar las ma-nos en un rosario; mover los dedos con una de-sesperanza delicada que bordeaba con lejanía ydesconsuelo la súplica nunca dicha.

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Un par de años después, ya en el ala de laiglesia que habían bautizado Seminario aunqueel único seminarista fuera Augusto Goerdel,Bergner sonrió entre las sombras a una escenasemejante y perfeccionada.

Desde la siempre pobre habitación del ado-lescente —que sólo disponía de estampas de san-tas y vírgenes varias para cumplir el rito del prólo-go que le traería el sueño— se alargaba un pasillode baldosas siempre frías hasta la escalera en ca-racol que se retorcía bajando hacia el templo, lasmisas, las confesiones.

La segunda escena fue contemplada por unBergner escondido y cauteloso, despertado enla madrugada por un ruido de puerta que abrey cierra. Un ruido deliberado, pensó sin apren-siones y curioso. Salió de su dormitorio, descalzoy lento como el ladrón que llegaría por la noche.

En el pasillo, siempre oloroso a humedad yausencia, incrustado en el muro, apenas ilumina-do por una fosforescencia verdosa, protegido porla ayuda ambivalente de un vidrio, había un san-grante Jesucristo de cera clavado en la cruz. Ba-jo la luz de luciérnagas también podía leerse unpoema de autor anónimo. Cuatro líneas sobreun papel ocre y ondulante:

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Tú que pasas miramé.Ay, hijo, qué mal me pagas.Cuenta si puedes mis llagas,la sangre que derramé.

Y allí, en camisón y arrodillado, golpeándo-se el pecho para acompañar el llanto, AugustoGoerdel.

«Debe hacerlo todas las madrugadas», pen-só Bergner; «sudoroso o helado, tenaz y puntual,apostando sobre la ley de probabilidades, segurode que alguna vez tendré que verlo, sorprender-lo en su pieza de bravura y creer en él. Mi pobreidiota hipócrita, mi hermano.»

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