la no-forma de la política
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V Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea, Bs. As. 2014 La no-forma de la política.Julián R. Videla (UNSJ – CONICET)TRANSCRIPT
V Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea, Bs. As. 2014
La no-forma de la política.
Julián R. Videla (UNSJ – CONICET)
Resumen ampliado
Pensar la forma de la política ha constituido desde siempre un problema no sólo
para la filosofía, sino para todo saber que ha tomado la polis como objeto de su
reflexión. Actualmente, y a la par de muchos intentos de responder a semejante desafío,
lo que se ha obtenido es la explicitación de modos de pensar la política que han dado
cuenta de su ausencia de forma —con todas las connotaciones de universalidad,
sustancialidad y verdad que dicho término encierra. Ya sea porque tales pensamientos
no suscriben a ninguna filosofía de la sustancia; o bien, como es el caso desde dónde
trabajamos, porque no creemos que el pensamiento sea una instancia previa de acción y,
por tanto, un recurso propositivo y normativo para hacer política.
Desde R. ESPOSITO intentaremos advertir el por qué de esta situación, a través
de una presentación en dos postas. La primera se orienta a repasar críticamente las
características de un pensamiento representacional sobre la política. Y representacional
no sólo en sentido moderno, sino en el sentido, quizá ya platónico, de la relación
ontológica y determinante entre orden individual y social. Junto con esto se advertirá la
exclusión del conflicto en la polis como principal consecuencia negativa de dicha
modalidad.
A partir de aquí, la segunda parte intentará reconducir el problema de la polis a
su dimensión primordial: el problema de la communitas, con su idea de nada en común
y de comunidad de la nada que señala la ausencia de alguna cualidad capaz de fundar
una única y determinada forma de polis.
Por último, a partir de los elementos anteriores, nuestra hipótesis final consiste en
que proyectar formas definitivas en el continuo movimiento de la vida política crea los
moldes que la deforman. Los mismos que, al afirmarse necesariamente como el todo de
la parte, las someterán a su dominación, imposibilitando comunidad alguna. Que la
política asuma una forma, anula el lugar donde ella se da: la comunidad. Nuestro
objetivo es discutir este nudo de pensamiento que, sin caer en pesimismos, invita a
combatir las formas políticas que se presentan como definitivas, o como las en hoy día
triunfantes. Sobre todo, en tanto se han construido como algo a lo que la comunidad
debe adaptarse, formas que la trascienden desde su exterior por haberse edificado fuera
de ella, cuando, por el contrario, ellas deberían de adaptarse a la comunidad.
I. Introducción
Suele pensarse que la teorización filosófico-política actual se ha transformado por
los acontecimientos —a veces espeluznantes— del siglo pasado y principio del actual.
Esta lectura, que ciertamente habilita comprensión, se nos presenta dudosa para pensar
la relación entre forma y política, o lo que es lo mismo, la comunidad. De hecho, hasta
puede verse como un contrasentido afirmar que se deba teorizar a partir de las
circunstancias materiales de una sociedad, pues ¿en qué medida seremos capaces de
teorizar si la realidad social no se comprende? En fin, creemos que tales teorías no son
sino perspectivas, i.e., visiones histórica y geográficamente situadas, y a la vez,
expresiones de una fuerza que, aunque se autodeclare neutral, desea ser quien imprima
forma a la polis. Las transformaciones de una sociedad no son causa de las
transformaciones teóricas. El pasado no es causa eficiente, ni social ni teórica, del
presente. Una filosofía de la historia organizada por una causa extrahistórica, o una
meta destinal, no es un buen recurso para discutir la forma de la comunidad. El pasado
no es una linealidad causal de los sucesos del presente. Dentro de la historia hay
trayectos alternativos que, infames por su ausencia en las academias y difamados por
parte de ésta, son la pruebas más fehaciente de una historia otra.
Si hay «nuevas» teorías es porque otro tipo de perspectiva se utiliza como
herramienta de comprensión para los complejos cuadros políticos del siglo que pasó.
Tal asunción conlleva, inevitablemente, el replanteo de muchos conceptos. Entre ellos,
la «comunidad». En su interpretación más clásica, ella fue concebida como un todo
homogéneo que, resultante de la adición de sujetos previamente asumidos idénticos,
constituye una subjetividad orgánica más vasta que el individuo y trasparente a sí.
Además, dadas las Filosofías de la Historia que pesaban sobre ella, una comunidad
podría tomar forma a partir de la recuperación de su origen pervertido por el devenir o,
especularmente, desde la consecución de la meta que la llama desde la clausura del
devenir, desde el fin de la historia. Pero entendida así, ¿puede dicha representación
pensar la forma de la comunidad política o, por el contrario, la da ya por supuesta?; ¿y
sería tan difícil, como vemos que es, elegir o construir una forma de comunidad para la
polis? Los problemas de la «comunidad» exigen como instancias inapelables, por un
lado, la tarea de repensarla en sus dimensiones fundamentales —i.e. su forma— y, por
otro, el esfuerzo de comprenderla transitando por sus diferentes contusiones
problemáticas —polemos—.
Pero dado que la elección de la filosofía política parece ser otra —continuar dando
respuestas sin revisar sus presupuestos—, se instaura una mutua incomprensión entre
política y pensamiento. De aquí que siempre, aceptándose que versa sobre fundamentos
o, —en expresión secularizada— sobre condiciones de posibilidad, la filosofía se
acerque a la política con intenciones fundacionales. Y esto porque la filosofía, sobre
todo moderna, crea las bases del saber político en la medida en que asegura la capacidad
representativa del agente gnoseológico. Pero, como Heidegger bien lo viera, representar
es también una manera en que el mundo se vuelve no sólo cognoscible para el hombre,
sino también ordenable y manipulable.1 Representar es ordenar, la representación es
siempre del orden y, para el caso de la política, la filosofía política garantizó la
representación de la polis mediante su ordenación conceptual. Podría conjeturarse que el
orden político es una proyección del orden conceptual —«un subjetivar» diría
Heidegger— sobre el mundo de los asuntos humanos. El caos, la violencia, el desorden,
etc., se inscriben negativamente en la política. Pero de este modo, lo que parece obstruir
una visión que retenga la complejidad del objeto polis es la teoría filosófico-política
como tal. En palabras de Esposito, «la filosofía política no consigue llenar —o
simplemente conocer— la separación entre política y pensamiento porque es
precisamente ella quien la produce».2 Como se ve, lo que se hace inminente no es crear
una nueva teoría filosófica sobre la política, sino suspender la mirada teórica misma. ¿Y
qué mirada se utilizará? La impolítica. Cuál es su significado se irá desglosando a lo
largo de las siguientes páginas.
II. Política: concepto y orden.
Comenzamos por donde comienzan muchas cosas en Filosofía: Platón —particu-
larmente La república. Leído a contra pelo, dicho diálogo recorre tenazmente la mayor
dificultad de toda teoría política, a saber, la imposibilidad de experimentar la Unidad, la
Bondad, la Justicia, etc., a pesar claro de que allí se defienda lo contrario.
1 HEIDEGGER, M. «La época de la imagen del mundo» en Caminos del bosque, op. cit., p. 76.2 ESPOSITO, R. Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política, op. cit., p. 19.
Tras una breve discusión sobre la vejez, vemos aparecer el tema de la justicia que,
establecida sobre el final del libro I como excelencia del alma (352d), se la buscará a su
vez dentro del Estado (368a), donde también se la glorificará.3 Ahora bien, si la justicia
es lo más distinguido en el individuo y el Estado, es porque ambos, además de poseer la
misma estructura tripartita —racional, concupiscible e irascible para el individuo;
gobernantes sabios, militares, labradores y artesanos para el Estado—, son conducidos
por la primera en jerarquía dentro de cada tripartición: racional en lo individual, sabios
en lo estatal (441c). Esto se sigue de observar cómo cae en la sorda ruina el individuo
que no es gobernado por la razón. Por tanto, así como el alma debe dar unidad y
coherencia a los actos del hombre particular, los gobernantes han de otorgar su
equivalente al Estado y rechazar todo aquello que lacere y divida su interior (462a).
Pero, como una especie de final inesperado, la plasmación de una en otra no viene a
confirmar el orden natural que supuestamente las constituye.
En la misma demostración de la unidad e inmortalidad del alma (611a), y a pesar
de que la razón no consienta «que el alma, en su naturaleza más verdadera, sea de tal
índole que esté plena de variedad, desemejanza y diferencia con respecto a sí misma»,
se reconoce observarla «estropeada por la asociación con el cuerpo y por otros males»
(611b). En efecto, es en el mundo sensible, no eidético y/o conceptual, donde el
pensamiento platónico pierde suelo bajo sus pies, pues justamente es su desemejanza,
multiplicidad, discordancia, informidad, etc., lo que habita en el alma de los hombres y
las relaciones que entablan entre sí. Pero es también el lugar donde se manifiesta el
conflicto como factum de la polis, obstáculo tan material, concreto e insalvable, que
elimina el tránsito lineal entre el pensamiento de la parte racional del alma y la práctica
de los sabios/reyes de la polis. Mas se impacta así, necesariamente, tanto en el objeto de
pensamiento, la polis, como en el pensamiento mismo, el alma; porque ciertamente a la
comunidad no puede pensársela unificada ya que ni siquiera el alma posee el estado de
concordancia necesaria para semejante operación. Por tanto, tal factum de la polis, que
no es sino ella misma, es precisamente su espíritu materialmente discordante. Da qué
pensar que Platón haya caracterizado el alma como dos caballos enfrentados tanto desde
su galope (desbocado y elegante), su pelaje (negro y blanco), pero sobre todo por los
trayectos que recorren («de direcciones opuestas»4). Sin embargo, como dijimos, Platón
no hace más que orientar este conflictiva duplicidad hacia la identidad: «Por fuerza, el
3 Trabajamos sobre la versión de Conrado E. Lan. Madrid, Gredos, 1988. 4 Platón, Fedro, trad. de E. Lledó Íñigo, Madrid: Editorial Gredos, 1988, p. 360.
Estado son los propios ciudadanos» (435e). La negación de una existencia compartida
marcada por el conflicto —como, por lo demás, la que vivió Platón en sus días— es lo
que atribuimos a la filosofía política desde sus comienzos. De aquí una primera
caracterización de la mirada impolítica: ella afirma el conflicto como origen de la
política, más aún, lo ubica en el origen. El conflicto es político, así como la política es
conflicto.
Si dirigimos nuestra mirada ya no a la antigüedad sino a la modernidad vemos
que, a pesar de los cambios, la urgencia por la neutralización del conflicto no hace más
que crecer. Esto no sólo permite hacer, desde el problema conflicto/orden, una
reconstrucción que muestre su permanencia; sino también mostrar cómo la filosofía
política que dio las bases a la política estatal moderna ha inscripto en ella motivos que
han llevado a su colapso.
La modernidad, de la mano de Hobbes, asume dicha problemática como la difi-
cultad a eliminar y continúa, aunque con presupuestos renovados, el proceso político de
neutralización del conflicto. Tales presupuestos no consisten en la desarticulación
filosófica del Orden en cuanto tal, sino en su reasunción en nueva escena montada por el
Sujeto. Sin embargo, vale aquí una aclaración. No se trata de que el orden sea creación
del sujeto, sino, como bien mostrara Taylor,5 a la inversa: el orden se presupone al
sujeto. El sujeto, por lo menos hasta Leibniz, no es principio activo de creación de lo
real, sino un objeto con la peculiar facultad de conocer el orden ya preexistente. La
inquietud de Descartes por unificar la multiplicidad de perspectivas inconciliables que
versaban sobre un mismo asunto, responde punto por punto a la suposición de un orden
que no es resultado del sujeto, sino una res cuya sustancia es extensa y no cogita. El
sujeto, en todo caso, si no es creado por el orden es, al menos, funcional a él. Y función
crucial la que cumple, puesto que permite al orden mostrarse como tal. En este sentido,
el Leviatán es a la filosofía política, lo que el Discurso del método a la epistemología. El
hecho que más claramente señala esta condición en la filosofía política moderna es que
sólo la presunción del orden potestativo del Estado hace pensable la formulación del
pacto entre los sujetos que, simultáneamente, debiera fundarlo. Así como el orden
natural es lo que el sujeto se dispone reflejar en el orden conceptual, el orden estatal es
5 TAYLOR, Ch. Fuentes del Yo. La construcción de la identidad moderna, trad. de A. Lizón, Barcelona: Paidós, 2006, p. 208 y ss. También en sentido gnoseológico la razón está regulada, no sólo por el método, sino por el orden de la res extensa misma que ella intenta descifrar. La razón intenta conocer en la medida en que busca controlar, es un instrumento de control y no un principio creador de actividad: «El nuevo modelo de dominio racional que presenta Descartes plantea dicho dominio como una cuestión de dominio instrumental», ibíd.. 211.
el presupuesto previo del acto porque los sujetos fundan dicho orden. El Estado es causa
y efecto de sí mismo. La vinculación a la Trascendencia, ya indecible, es reemplazada
por la inderogabilidad de la propia lógica inmanente.
El hecho de que Hobbes reemplace la praktikē politikē por una «ciencia indispu-
table» como la geometría, está justificada por la incapacidad de la primera para evitar el
conflicto. Esta opción «simplificadora», armonizadora, repercute en una complejización
aún mayor que lastra al recorrido moderno; a saber, lograr que el poder estatal parta
verdaderamente de la voluntad de los súbditos a fin de que la soberanía recaiga sobre la
totalidad del cuerpo social. Cuando Rousseau sostiene que el hombre vive encadenado a
pesar de nacer libre, expresa clara y contundentemente la brecha abierta entre voluntad
general e individual, o —en términos hobbeseanos— entre autor que no actúa y actor
que no es autor,6 enuncia la ausencia de Unidad —a pesar de que ésta no sea su apuesta
final.
La filosofía política deseó durante mucho tiempo sintetizar la discordancia,
dominar el conflicto, cuando en realidad el conflicto parece haberla dominado a ella
implícita y explícitamente. Implícitamente porque aunque sea para aplacarlo la filosofía
política se ocupó de él, y explícitamente porque nunca pudo domeñarlo del todo.
Ello —la exclusión filosófica del conflicto del cuadro del orden— es posible sólo a
un altísimo precio, que la filosofía política moderna entre Hobbes y Hegel (pero de
modo al que no es del todo ajeno Marx) paga con modalidades e intentos muy
diversos, reduciendo hasta la extinción el propio objeto. O mejor, plegándolo a la
lógica forzada de su progresiva autonegación: es decir, confiando justamente a la
política la misión de despolitizar la sociedad según ese irresistible impulso a la
neutralización del conflicto en el cual finalmente se resuelve la coacción del orden
que constituye para la filosofía política moderna telos y arché juntos. Que tal
neutralización sea en la realidad el resultado objetivo de un ‘exceso’ de política —
de la formalización, o substracción a la naturaleza, de todas las relaciones humanas
— no quita que se configure en la teoría como concentración de todo el poder en
las manos del soberano, y, por tanto, como despolitización de todo lo que le
circunda.7
En cualquier caso, lo crucial es que el conflicto sigue siendo objeto de ocultación
y no hay mejor manera de realizar eso que atribuir a la polis la forma de una unidad
6 Cf. HOBBES, Th. Leviatán, trad. de A. Escohotado, Buenos Aires: Losada, 2007, p. 155 y ss.7 ESPOSITO, R. Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política, op. cit., p. 25.
identitaria. Planteado esto, es pertinente una aclaración respecto de lo impolítico.
Hemos de evitar cualquier asociación de lo impolítico con la antipolítica, pues aquél no
es una negación de la política sino su radical afirmación. Antipolítica es, en todo caso,
aquella política que se niega a sí misma al pretender aplacar el pólemos que colinda
fonética y semánticamente con la polis.8
La política moderna, ¿no ha nacido justamente para neutralizar el conflicto? En
dicho sentido, ¿no ha sido siempre, desde el comienzo, “antipolítica”? Desde este
punto de vista, la antipolítica es la forma extrema, póstuma y acabada de la política
moderna como manera, inevitablemente conflictiva, de neutralizar otro conflicto.
Exactamente todo lo que no hace lo impolítico que, en lugar de chocar con el
conflicto político, o de negar la política como conflicto, la considera como la única
realidad. Agregando también, sin embargo, que es sólo la realidad.9
Mas, ¿qué significa la expresión «es sólo la realidad»? Significa que esta realidad
no es la ilusión de otra más verdadera, así como el conflicto no es la perversión de la
Unidad —esencia eterna cuyo valor nos alcanza desde la objetividad trascendente del
Ser. Precisamente porque lo «objetivo» no existe por fuera del conflicto de perspectivas
que, claramente y por lo general, lo utilizan en clave autolegitimadora para presentarse
como posiciones «neutrales», como posiciones exteriores a toda posición, en definitiva,
como una verdad. Lo impolítico rehúye a todo pensamiento de la dualidad, i.e., no hay
un afuera que politice trascendentemente la realidad ni es posible, inversamente,
reenviar la realidad política a una trascendencia convirtiéndola en un valor. El conflicto
es la realidad y, en este sentido, también su finitud: nada hay por fuera de él. Y el
empeño por realizar íntegramente el Bien —el Orden político—, conduce a su más
efectiva negación. He aquí, por decirlo así, un límite interno a esta misma modalidad.
En efecto, la determinación de alcanzar tal situación, por más que se la considere
benéfica para la sociedad, nunca no se podrá instaurar si aceptamos que la polis es
constitutivamente un campo de energías encontradas. La no–realización de la política
impide —consecuentemente— su disolución en una ordenación total (y totalitaria) de la
comunidad.
¿Y entonces? ¿Cómo darle, o pensar siquiera, una forma de comunidad?
8 Cf. MOUFFE, S. El retorno de lo político, trad. esp. de M. A. Galmarini, Barcelona: Paidos, 1999, p. 14.
9 ESPOSITO, R. Categorías de lo impolítico, trad. esp. de R. Raschella. Buenos Aires: Katz, 2006, p. 14.
III. Communitas
Para desligarla de toda forma, causal o final, que se le atribuya
preestablecidamente, conviene prestar atención a su etimología. En dicha voz es posible
distinguir dos términos: el prefijo cum y el sustantivo munus. El significado de la primer
partícula es intercambio; señala —sobre todo en lo político— el estar «los unos frente a
los otros», o mejor, «los unos con los otros», la relación sin la cual el intercambio no es
posible, pues sólo es una de sus modalidades.10
Por su parte, el munus posee un cuadro semántico complejo. Compuesto por la
raíz mei que nuevamente denota intercambio y el sufijo nei que le otorga una
imborrable caracterización social, esta segunda partícula oscila entre los siguientes
significados que, aunque heterogéneos, remiten en conjunto hacia la noción de «deber»:
onus (obligación), officium (oficio), donum (don). Para las dos primeras voces la
acepción de “deber” se muestra con un carácter casi de obviedad, sin embargo, no es así
respecto a la tercera, pues, ¿no sería una contradictio in adjecto afirmar que el don es un
deber? ¿Cómo puede mostrarse el dar a modo de obligación? La raíz que denota
intercambio, hace que el munus se presente precisamente como el «don» cuya
especificidad consiste en su obligatorio otorgamiento. Y más aún, la doble exhortación
impuesta por el cum y por el mei vuelve imperiosa la acción dadivosa de los sujetos.
Tan así, que dicha acción no implica la retribución por parte del agraciado, al que sólo
le cabe otorgar nuevamente el munus, resguardando así su gratitud —en el sentido de
libre de gravámenes de cualquier tipo— e impidiendo la cancelación del fluir munífico.
El munus indica sólo el don que se da, no el que se recibe. (…) No implica de
ningún modo la estabilidad de su posesión (…), sino pérdida, sustracción, cesión:
es una «prenda», o un «tributo», que se paga obligatoriamente. El munus es la
obligación que se ha contraído con el otro, y requiere una adecuada desobligación.
La gratitud que exige nueva donación.11
Así pues, la comunidad no existe en el armonioso encastre de sí misma, del
mismo modo en la política no reside en el orden sino con el conflicto: la communitas —
el lugar de lo político— comienza con una falta (delinquere), con un desfasaje
producido por la permanente circulación. El munus, más aún el cum–munus, es el don
compartico por excelencia, en nada individual.
10 Cf. el Conloquium que J.-L. Nancy da a Esposito en Communitas. Origen y destino de la comunidad, trad. esp. de C. R. Molinari Marotto, Buenos Aires: Amorrortu, 2003, p. 15-16.
11 ESPOSITO, R. Communitas. Origen y destino de la comunidad, op. cit., p. 28.
En definitiva, el munus que intercambian los unos con los otros, el cum–munus,
connota su significado cabal a partir de su ser–falta. Por ende, Esposito afirmará que la
communitas:
No es una posesión, sino, por el contrario, una deuda, una prenda, un don-a-dar. Y
es por ende lo que va a determinar, lo que está por convertirse, lo que virtualmente
ya es, una falta. Un «deber» une a los sujetos de la comunidad (…), que hace que
no sean enteramente dueños de sí mismos. En términos más precisos, les expropia,
en parte o enteramente, su propiedad inicial, su propiedad más propia, es decir, su
subjetividad. (…) No es lo propio, sino lo impropio ―o más drásticamente, lo
otro― lo que caracteriza a lo común. (…) Una despropiación que enviste y
descentra al sujeto propietario, y lo fuerza a salir de sí mismo. A alterarse. En la
comunidad, los sujetos no hallan un principio de identificación, ni tampoco un
recinto aséptico en cuyo interior se establezca una comunicación transparente o
cuando menos el contenido a comunicar.12
La comunidad, entonces, no tiene que ver con la apropiación sino con la
expropiación —sustracción—. Más, ¿qué es lo que se ausencia, sustrae u otorga, para
poder presentarse? Pregunta equivalente a, ¿qué es lo que está obligado a donarse? Lo
más propio de todo individuo: su subjetividad. La communitas, entonces, debemos
comenzar a especificarla en la lejanía de la subjetividad respecto de sí misma: ella
carece infinitamente de sí misma. En esta incancelable deuda consigo misma se
explicita también su permanente obligatio. La communitas nos obliga, a todos con
todos, porque su existencia está exigida por una ley siempre transgredida por el
movimiento inaprehensible del munus. La lex de la communitas confunde —por sí
misma— lo que ella incluye o excluye de sí para así poder ser. Por un lado, el munus
prescribe donación obligatoria, por el otro, gracias al mismo acto, la subjetividad del
donante entra en una fuga que imposibilita la cristalización de la comunidad: lo que nos
impele a donar —la communitas—, nunca existe.
Alrededor de esta paradoja podemos intentar una primera definición de comunidad:
aquello que es al mismo tiempo necesario e imposible. Imposible y necesario. Que
se determina en la lejanía o diferencia respecto de nosotros mismo. En la ruptura de
nuestra subjetividad. En una carencia infinita, en una deuda impagable, en un
defecto irremediable. Se podría, incluso, usar la expresión más grave de “delito” —
si se la remite al significado de delinquere exactamente como “carecer de algo”:
12 ESPOSITO, R. Communitas. Origen y destino de la comunidad, op. cit., p. 30-31.
nos falta aquello que constituye comunidad. Nos falta hasta el punto que se debería
concluir que lo que tenemos en común es exactamente tal carencia de comunidad.
Somos la comunidad de aquellos que no tiene comunidad.13
En la comunidad los sujetos no encuentran sino ese vacío, esa nada que los impele
a constituir ese circuito de donación recíproca. Esta fisura que Esposito restituye
permitiría este «salir de sí» para dar lugar a la comunidad, aunque, como afirmamos,
deje un hueco en el interior de los agentes, una nada que siempre es explicada como un
dato irregular y peligroso por los comunitaristas de cualquier tipo.
Aquella pretensión de excluir lo irregular de la comunidad, se corresponde punto
por punto con la política de neutralización. Ambas responden al supuesto antiquísimo
que excluye la nada del ser, ubicando ambos elementos en franca oposición: el ser no
lleva en sí una ínfima porción de nada, y viceversa. A nosotros, no se explica cómo, nos
tocaría eliminar las irrupciones de la nada al interior de nuestro ser —individual o plural
—. Sin embargo, esta opción, nunca realmente practicada debido a su idealidad, ha
mostrado su esterilidad frente a la violencia extrema que diariamente se despliega al
interior de las comunidades contemporáneas. Es hora de que esta violencia, dirigida
contra y entre los ciudadanos, deje de ser pensada como una irregularidad. Por el
contrario, ella irrumpe con semejante fuerza pues contesta con la misma intensidad con
que se la intenta negar. Hay una nada natural a la polis, y otra artificial que proviene del
intento de negar tal nada primordial. Ésta segunda, potencia la nada inicial. En efecto,
pretender negar la nada que posibilita la communitas es el recurso más utilizado para
conformar una comunidad inmunizada que clausura sistemáticamente toda vinculación
de lo plural.
Si la comunidad conlleva delito, la única posibilidad de supervivencia individual es
el delito contra la comunidad. (…) Lo que se sacrifica es precisamente el cum que
es la relación entre los hombres, y por lo tanto, en cierto modo, a los propios hom-
bres. Paradójicamente, se los sacrifica a su propia supervivencia. Viven en y de la
renuncia a convivir. Imposible no reconocer el residuo de irracionalismo que se in-
sinúa en los pliegues del más racional de los sistemas: la vida es conservada presu-
poniendo su sacrificio: la suma de renunciamientos de que se compone la autoriza-
ción soberana. La vida es sacrificada a su conservación. En esta coincidencia de
13 ESPOSITO, R. Comunidad, inmunidad y biopolítica, op. cit., p. 26-27.
conservación y sacrificabilidad de la vida, la inmunización moderna alcanza el
ápice en su propia potencia destructiva.14
De este modo, tal y como desde Hobbes se la ha practicado, la violencia de la
negación de la nada inicial se torna inherente a la conformación del Estado. Mas
haciendo coincidir Estado y comunidad, ésta es transformada en inmunidad —munus
negado. Para que no queden dudas: la communitas no la encontramos en el Estado, más
aún, éste es su radical negación —sea monárquico, democrático, socialista, etc., etc.
Ella es mucho más que una relación jurídica entre individuos. No cabe en forma jurídica
alguna. Esposito ha insistido que «la comunidad no es algo que pone en relación lo que
es, es el ser mismo como relación»15. Habría que explicitar, que la relación es mutación.
IV. Comentario final
Si hoy más que nunca nos vemos paralizados por las transformaciones de la
comunidad, y desde muchos flancos se advierte sobre el peligro de las mismas, un
prejuicio debe ser vencido: la comunidad no tiene forma, ni le corresponde por tanto un
ordenamiento determinado. Tal vez sea éste el mayor miedo, que la comunidad no tenga
ni origen ni destino. Sería conveniente permitir la continua transformación del
ordenamiento que sobre ella se proyecte. Porque como sucede con todo ordenamiento,
se vuelve obsoleto si no deviene junto con lo que trata de ordenar. Los regímenes
políticos no colapsan por los vicios de quienes los comandan, sino por esa intención de
permanencia que tuerce la communitas a lo que ella no es, ni puede llegar a ser. Lo que
hoy en día parece abrirse como una gran pregunta no consiste en cuál sea la forma
política que deba asumir la comunidad, sino, por el contrario, ¿qué necesidad tenemos
de asumir forma alguna? Cuando a más de 5 siglos de la publicación del Leviatán, la
soberanía no ha demostrado elidir el estado de naturaleza sino absorberlo y potenciarlo,
se expande inconteniblemente el sentimiento de que el gobierno no ha sido sino
dominio. Al menos la aceptación de que la subjetividad se transforma, puede ayudar a
evitar la recaída en políticas negadoras de la propia polis.
No vamos a negar que es difícil pensar en una comunidad sin gobierno, acéfala;
sin embargo algunos ya han transitado ese camino mostrando que la muerte sin tregua y
a manos de nuestros próximos no es el resultado inevitable de ese trayecto. Por el
14 ESPOSITO, R. Communitas. Origen y destino de la comunidad, op. cit., p. 42-43.15 ESPOSITO, R. Categorías de lo impolítico, trad. esp. de R. Raschella. Buenos Aires: Katz, 2006, p. 25.
contrario, una política no puede construir su sentido destruyendo la finitud que el
conflicto, disparado por el efecto expropiador del munus, imprime en la polis. Pues ella
es finita antes de que pueda ser finalizada, engullida por el estado de naturaleza o civil.
Quien destruya la finitud de su existencia, destruye la comunidad misma. Es finita desde
su inalcanzable origen y hasta su incierta meta.
Si, a pesar de todo, se desea un sistema para la communitas, ese será el
democrático. Pero no, claro está, la democracia de lo Iguales, que es sólo para ellos;
sino la de los Desiguales. De aquellos que no tiene, como vimos, ni siquiera la
coincidencia de no tener coincidencia. No de aquellos que se comunican —identifi-can
—, sino de los que se communican, de aquellos relacionados por la pérdida de su
identidad. No la democracia de la conciliación, erigida técnica exquisita e imperceptible
de dominio mediante un discurso que la eleva a la enésima beatitud consagrándola
como valor —valor de los valores incluso. Sino la democracia que asume, respeta, al
conflicto como límite y, por lo tanto, resguarda la diferencia que de por sí entraña el
conflicto. Ese espacio vacío y de alteridad, como el munus, es lo que debiera resguardar
la democracia. Su supuesto tendría que ser la Diferencia, en tanto aquello que no tiene
«esencia», «forma», y no la Igualdad, como lo es para todo el vector iluminista
postrousseauneano. No despliega, no debiera desplegar, un topos cada vez más extenso
de comunicación. Debiera defender los últimos restos de incomunicación. Resguarda la
finitud de aquellos que, atravesados por el munus, han dejado de ser quienes eran para
poder seguir siendo quienes son. En fin, la democracia debiera resguardar ese resto que
no es ni siquiera de ella, esa finitud que impide la universalidad del hombre genérico, la
infinita trasparencia que hace un todo desangrando a las partes. El sacrificio de quienes
pierden la identidad, de quienes viven en la diferencia, de quienes se resguardan en la
humilde intemperie de la finitud, no busca una existencia inmortal librada de toda
dificultad, sino resguardar la fragilidad de una existencia compartida precisamente en la
Dificultad.