la noche que frankestein leyó el quijote

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Page 1: La noche que Frankestein leyó el Quijote
Page 2: La noche que Frankestein leyó el Quijote

ÍndicePortadaDedicatoriaPrólogo¿Quién inventó el orden

alfabético?Los vikingos y la literaturaEl autor secreto¿Escribió Shakespeare las obras

de Shakespeare?La prisiónEl Ave María de Schubert y la

novela históricaAlejandro Dumas y la larga

sombra de Auguste MaquetEl discurso

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La noche en que Frankensteinleyó el Quijote

Primeras impresionesVeintiséis díasHija de la lluviaCharles Dickens y la piratería

informáticaEsquina Pérez Galdós con Àngel

GuimeràEl asesinato de Sherlock HolmesLa trincheraLa Gestapo y la literaturaEl presidente Eisenhower y la

rebelión de un hobbitEl último vueloEl KGB y el manuscrito mortal

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La novela perdidaEscritores asesinosEl secreto de Alice NewtonEl libro electrónico o el

pergamino del siglo XXIPara saber un poco másAgradecimientosNotasCréditos

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A las primeras lecturas de Elsabajo la atenta mirada de Lisa

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Prólogo

El anverso, la cara que todos ven dela literatura, son las novelas, lospoemas o las obras de teatrorepresentadas sobre un escenario. Esoes lo que se ve, lo que iluminan lasluces de las librerías, lo que seanuncia en las páginas web de susequivalentes virtuales en la red, loque resplandece a las puertas de losgrandes teatros, pero ¿qué hay detrás?La noche en que Frankenstein leyó elQuijote busca conducir al lectoraudaz más allá de la frontera que nos

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marcan las páginas de un libro, laspalabras de un poema o las luces deuna función. Éste es un pequeño granviaje que pretende mostrar al lectoraquello que se esconde detrás de loslibros: los autores, sus vidas, suscaprichos, sus genialidades y, aveces, sus miserias, y tambiénaquello que hay detrás de los librosmismos como objeto: ¿por qué haylibros anónimos?, ¿qué libro poníanervioso al servicio secretosoviético?, ¿cuál era el escritor queinquietaba a la Gestapo?, ¿quénovela, que luego sería un gran éxitode ventas, fue rechazada por

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diferentes editores? Y es que un libro,desde que nace en la mente de unautor, de una autora, hasta que llega alas manos del público, pasa pordecenas de pequeños momentoscargados de casualidad o inspiración,de felicidad y, con frecuencia,también de sufrimiento. Este volumenrecrea algunos de esos instantes,destellos fugaces de grandesmomentos de la historia de laliteratura universal.Pero empecemos por el principio: porfavor, hay muchísimos libros, decenasde miles, centenares de miles,millones de ellos, y se acumulan en

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las estanterías y se amontonan entodas las esquinas del despacho...¿Cómo ordenarlos? Que vengaalguien y, por favor, que ponga orden.Luego seguiremos.

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¿Quién inventó el ordenalfabético?

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Una persona entra en una librería. Vacon prisa. Olvidó comprar un regalopara su pareja, pero sabe qué autor legusta y qué novela de ese autor lefalta. Sábado por la tarde. Ni un solodependiente libre a quien consultar.Va a la sección de novela histórica.A, B, C, D, E... M. Ahí está. Ha sidorápido. Mientras nuestro amigo sedirige a la caja, bendice a quien fueraque inventara el orden alfabético. Vaa llegar a su cita, va a tener el regaloperfecto, todo a tiempo. Y siempregracias a esa magnífica ordenadasucesión de letras, aunque ya nopiensa en ello.

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Una vez en la calle se cruza conmontones de personas: todas van deun lado a otro, unos miran susmóviles, buscando en sus agendaselectrónicas nombres de amigos,parientes, conocidos que el chip de suteléfono organiza por ordenalfabético; el semáforo se pone enverde. Decenas de coches inmóviles,con sus matrículas de números yletras ordenadas por orden alfabético,le miran con sus faros mientras cruzala avenida; anhelan su propia luzverde para seguir sus infinitostrayectos. En una clínica un médicoconsulta en su ordenador una base de

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datos organizada por orden alfabético;en su casa, una señora, a quien elmundo digital pilló a contrapié, buscaen las páginas amarillas la F paraencontrar un fontanero. Hayinvenciones geniales que por su usocomún parece que estuvieron connosotros desde siempre, pero no fueasí. Nada ha surgido de la nada. Essólo que en la ineludible vorágine delpresente olvidamos nuestro pasado.Así, no sabemos quién inventó elfuego o quién diseñó un día laprimera rueda. De igual formapodemos preguntarnos: ¿sabemosacaso quién inventó el orden

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alfabético, ese mismo orden sin elque no sabríamos identificar nuestroscoches, organizar nuestras agendaselectrónicas o encontrar una buenanovela en una librería? Viajemosatrás en el tiempo, pues esta historiaempezó hace muchos años.

A mediados del siglo III a. C., elgran imperio de Alejandro Magnoacaba de descomponerse endiferentes estados y a la cabeza decada uno de esos nuevos reinos haquedado uno de sus veteranosgenerales. Seleuco se quedó conBabilonia, Mesopotamia, Persia yBactria; Antígono obtuvo el control

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de Frigia, Lidia, Caria, el Helespontoy parte de Siria; Lisímaco se quedócon Tracia, y Casandro conMacedonia; pero es el generalTolomeo quien nos interesa, pues élserá quien gobierne a partir deentonces el legendario Egipto, desdeel sur de Siria hasta los confines másrecónditos del valle del Nilo. Lasguerras de frontera, precisamentecontra los otros generales delfallecido Alejandro, ahoraconvertidos en ambiciosos reyes,consumen las energías de Egipto,pero, aun así, Tolomeo I funda unnuevo edificio en Alejandría más allá

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de los intereses militares: unabiblioteca. No tuvo tiempo de más.Teniendo en cuenta a sus belicososvecinos, ya hizo mucho. Su hijoTolomeo II le sucede en el trono, peroTolomeo II no es el gran militar quefue su padre y pronto es derrotado enlas fronteras del reino; Tolomeo II,rey faraón de Egipto, se concentraentonces en las grandes obraspúblicas en Alejandría: continúa conla consolidación de la biblioteca yconstruye, en la isla de Faros, unagran torre con fuego en lo alto queservirá de guía a los barcos quellegan al gigantesco puerto de aquella

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emergente urbe del mundo antiguo.Eran barcos cargados con todo tipode mercancías venidas desde todaslas esquinas del Mediterráneo: aceitede la lejana Hispania, vino de laGalia, lana de Tarento... y entre todolo que traían había cestos enormesrepletos de rollos y más rollos depapiro con volúmenes de todo tipo:obras de teatro, poemas épicos,tratados de filosofía, medicina,matemáticas, retórica y cualquierrama del saber de la época. Se tratabade recopilar todo el conocimientopara constituir la mayor y mejorbiblioteca del mundo, pero llegó un

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momento en que todos losfuncionarios del nuevo edificio sevieron desbordados por la enormecantidad de rollos que tenían y así selo comunicaron a su rey. Fueentonces cuando Tolomeo II llamó aZenodoto.

—Necesito que te ocupes de labiblioteca —le dijo Tolomeo II.

Zenodoto se sentía incómodo.Llevaba meses centrado en larecopilación de los viejos poemas deun tal Homero, un autor antiguo difícilde entender que empleaba palabrasviejas olvidadas por todos, hasta elpunto de que había ocupado las

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últimas semanas en escribir undetallado glosario que recopilaratodos aquellos términos.

—El rey faraón de Egipto tienemuchos servidores que puedenocuparse de la biblioteca —respondióZenodoto para intentar zafarse de unencargo que retrasaría en meses,quizá en años, el trabajo que llevabaentre manos y que le interesabamucho más que ponerse a ordenarpapiros.

El rey faraón dador de Salud,Vida y Prosperidad, pues según lamilenaria tradición ésos eran sustítulos en Egipto desde el tiempo de

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las pirámides, sonrió. Tolomeo IIsiempre fue paciente con Zenodoto.

—Sólo te pido que vayas a verla biblioteca. Entonces entenderás.

Zenodoto no podía negarse. Afin de cuentas era el faraón quienfinanciaba sus trabajos. Así, aregañadientes, se encaminó hacia lavieja biblioteca. Nada más llegarempezó a entender: Tolomeo II habíaampliado notablemente los edificiosque su padre había dedicado a aquelcentro del saber. Las dimensioneseran descomunales. Era evidente quenunca antes se había construido unabiblioteca de esa envergadura, pero

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aquello carecía de importancia encomparación con lo que Zenodotoencontró en su interior: centenares detrabajadores llevaban miles de cestosrepletos de rollos de papiro de unlugar a otro, distribuyéndolos segúnpodían por las inmensas salas deaquella gigantesca obra. Habíacentenares de miles de rollos depapiro, quizá más de un millón.Incontables, inabarcables. Zenodotocomprendió al rey faraón. No habíaencontrado a nadie que ni tan siquierapudiera haber intuido cómo ordenartodo aquello. Y ordenarlo era clave,pues una biblioteca no valía nada por

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el mero hecho de acumular centenaresde miles de rollos si nadie era capazde encontrar uno cuando alguienquisiera consultarlo. En las pequeñasbibliotecas griegas, donde seacumulaban unos centenares derollos, el veterano bibliotecario decada lugar recordaba el sitio dondeencontrar cualquier texto, pero allíaquello era absurdo. Nadie podíarecordar tanto. Había que clasificar,como fuera; pero clasificar aquellasmontañas de cestos llevaría años,siglos. Ni siquiera bastaría una vida.Zenodoto, no obstante, no era hombrede amilanarse con facilidad y puso

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los brazos en jarras. ¿Cómo ordenaraquel universo de palabras? Teníaque haber alguna forma.

Zenodoto no durmió aquellanoche. Se movió inquieto en la cama.Sólo soñaba con miles y miles derollos en grandes colinas dispersascomo túmulos fantasmagóricos. Seincorporó sobresaltado. Estabasudando profusamente. Se levantó yechó agua fresca en un vaso decerámica. De pronto tuvo unmomento de iluminación.

A la mañana siguiente fue ahablar con el rey.

—Yo me haré cargo de la

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biblioteca —dijo, y Tolomeo IIasintió satisfecho.

Zenodoto regresó entonces aaquel imponente edificio y se situó enmedio de todos aquellos rollos. En sumente recordaba su glosario depalabras antiguas de Homero: erantantos los términos arcaicos queusaba aquel poeta que los habíaordenado por grupos, los queempezaban por A todos juntos, luegolos que empezaban por B y asísucesivamente. Al principio lepareció algo demasiado simple, peropronto se dio cuenta de que aquellofuncionaba muy bien para localizar

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una palabra sobre la que hubieratrabajado. Zenodoto, subido a unamesa que utilizó como improvisadoestrado, habló alto y claro a lostrabajadores de la gran Biblioteca deAlejandría.

—Ordenaremos los rollos pororden alfabético según su autor.

Todos le miraron asombrados.Y, al mismo tiempo, infinitamentealiviados. La tarea llevó meses, años,pero Zenodoto tuvo tiempo de ver envida aquella inmensa biblioteca contodos los centenares de miles derollos archivados y localizables y,además, tuvo tiempo de volver a

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trabajar sobre los poemas de Homero.Y así seguimos. Así que cuando

busque un libro en una librería o elnúmero de teléfono de un amigo en suagenda electrónica en el móvil,recuerde al bueno de Zenodoto. Semerece, cuando menos, un segundo denuestra memoria.

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Los vikingos y la literatura

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Era el año 841 después de Cristo,aunque aquellos hombres rubios,altos y feroces nada sabían de Cristo.Sus más de sesenta barcos vikingosascendían a buen ritmo por el ríoLiffey. Llegaron a la laguna negra, unremanso del río donde podrían atracarsus temidos drakkars. Aún no habíandesembarcado y ya se oían los gritosde los pobladores de aquella tierrahuyendo en busca de refugio en lastorres que habían construido pararesguardarse de aquellos ataques opara esconderse en el viejomonasterio. Nadie sabe a cienciacierta el nombre del guerrero que

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comandaba aquella nueva expediciónvikinga. Unos dicen que se llamabaTurgesius, otros que Gudfred y hayquien lo ha identificado comoThorgils, el hijo del rey noruegoHaraldr Harfagri, es decir, Haraldr eldel pelo rubio. Pero nadie sabeexactamente quién era el quecomandaba a aquellos vikingos quedescendían ya de sus barcos y que,para sorpresa de todos los que corríanen busca de refugio, no iban trasellos. Eso les pareció extraño, puesles daba la oportunidad deesconderse. Lo que no sabían era queaquellos vikingos venidos de la

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remota Escandinavia no tenían prisaesta vez y por eso no los perseguíancomo en otras ocasiones. No,aquellos vikingos no habían venido asaquear y a secuestrar hombres,mujeres y niños. No. Aquella mañanahabían venido para quedarse en labahía y fundar una auténtica ciudadvikinga que el mundo luego conoceríacomo Dubh Linn, es decir, «lagunanegra» en gaélico, el Dublín del sigloXXI.

Cuando uno piensa en la relaciónentre los vikingos y la literatura, loprimero que le viene a la mente sonesas largas e intensas sagas nórdicas

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que, en el caso de la literaturainglesa, a través del poema Beowulf(el equivalente al Mio Cid enespañol), marcan el arranque de laliteratura anglosajona. Luego Tolkienrecurriría a estas sagas como basepara recrear su magnífico mundo dela Tierra Media. Todo esto es cierto,pero los vikingos, aun sin saberlo, ysin pretenderlo, contribuyeron a lahistoria de la literatura no ya sóloinglesa sino universal con una acciónque nadie pensó que podría ser tanimportante: la conquista de Dublín. Yes que, con la llegada de los vikingos,la ciudad creció y se consolidó como

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un importante eje de comunicacionesmarítimas y comerciales en el nortede Europa. Fue un renacer construidosobre mucha sangre inocente, sangrecelta que, no obstante, se mezclaríafinalmente con sangre vikinga y luegonormanda. No sé si será esta mezclade la imaginación celta con la pasiónpor las largas sagas de los vikingos loque produjo el milagro, o si fue elclima eternamente lluvioso ymelancólico, pero Dublín, aunque nose sepa demasiado, es una de lasciudades que más han aportado a laliteratura. De hecho es Ciudad de laLiteratura por la Unesco. ¿Y eso por

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qué? Porque pocas ciudades han dadoa la literatura tantos maestros. Y sino, juzguen por ustedes mismos:

Congreve o Sheridan,importantísimos dramaturgos del XVIIIy el XIX eran de Dublín, como lo eratambién el autor, mucho másconocido, de Los viajes de Gulliver,Jonathan Swift, un ejemplo de sátirasocial demoledora. Y también nacióen Dublín el eterno e inigualableOscar Wilde, cuyos rompedoresepigramas, como «Puedo resistirlotodo menos la tentación» o «En losexámenes los estúpidos preguntancosas que los sabios no pueden

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responder», nos resumen bien lafilosofía del pueblo irlandés. Comose imaginarán, este segundo epigramaes muy popular entre los estudiantesuniversitarios, incluidos los míos.

Pero hay mucho más en Dublín:¿recuerdan el musical My Fair Lady,con Audrey Hepburn y Rex Harrison?Está basado en la obra Pigmalión deBernard Shaw, otro dublinés queobtuvo el Premio Nobel en 1925, y elOscar por el mejor guión adaptado en1938 (cuando reescribió Pigmaliónpara una primera versióncinematográfica británica, preludiodel musical My Fair Lady). Yo creo

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que con Swift, Wilde y Shaw, ademásde los mencionados anteriormente,cualquier ciudad merecería ya unlugar privilegiado en la historia de laliteratura, pero a estos autorespodemos añadir un siemprecontrovertido Samuel Beckett, quecon su apuesta por el teatro delabsurdo, con obras como Esperandoa Godot, fue merecedor del PremioNobel en 1969. Esto hace ya dosdublineses con el Premio Nobel deLiteratura. Pero además, si uno paseapor la ciudad, no sólo puede verdónde nació o vivió Wilde o visitar elmás que interesante Writers’ Museum

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[Museo de los Escritores], sino quepuede descubrir placas y estatuasrepartidas por las calles que hacenreferencia a la épica novela de JamesJoyce: Ulises. ¿Que dónde nacióJoyce? En Dublín, por supuesto,donde se educó como escritor y hastadonde dio clases como profesor delengua. Con Joyce tenemos otro autorinternacional que añadir a la gran listade la ciudad y que, aunque luegoviviría fuera de Dublín, quedóliterariamente atrapado en la capitalirlandesa que le vio nacer, y siempreescribía sobre sus calles, susesquinas, sus pubs, sus gentes. Y si

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no me creen relean otra de sus obras,Dublineses, cuyo título no deja lugara dudas. John Huston hizo unamagnífica adaptación al cine delúltimo de los relatos de este libro,«Los muertos». Película memorable.

Es cierto que Joyce es un autordifícil de leer y que es mucho mejoradentrarse en la literatura deescritores dublineses con las obras deSwift o Shaw o, por qué no, ya quehay tanta moda con las sagasvampíricas, releyendo el libro que loinició todo: Drácula, de Bram Stoker.Un clásico que recreando leyendascentroeuropeas estableció, sin

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saberlo, todo un género con tantoshijos e hijas necesitados de sangre.Ya se imaginarán dónde nació BramStoker: sí, en efecto, en Dublín. Dehecho, una novia de Wilde fue luegonovia de Bram Stoker. Pero por si ellistado aún no les parecesuficientemente sorprendente tenemosotro premio Nobel, William ButlerYeats, el gran poeta de las leyendasirlandesas, quien, nacido también enDublín, recibiría el máximo galardónde la Academia Sueca en 1923. Muyrecientemente, en 2012, el grupo TheWaterboys ha sacado un discoponiendo música a varios de sus

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poemas más populares.Personalmente me encanta el final de«La balada de Aengus, el errante»,personaje de la mitología gaélica quebusca sin descanso a su amada:

Y aunque he envejecidocaminandopor profundos valles ytierras montañosasencontraré donde ha idoellay besaré sus labios ytocaré sus manosy caminaré por la hierbamoteada

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y cogeré, hasta que eltiempo y los tiemposterminen,las plateadas manzanas dela luna,las doradas manzanas delsol.

Pero la lista de escritoresdublineses populares no es algo delpasado: Maeve Binchy, autora debestsellers emotivos sobre el día adía de la gente corriente, lleva más decuarenta millones de ejemplaresvendidos. Y es que los libros formanparte integral de la vida irlandesa, ya

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sea porque el clima invita a recogersetemprano en casa y, al lado de unamigable fuego o un buen sistema decalefacción, pasar horas infinitasleyendo, o porque el interés por lasbuenas historias va en los genesdescendientes de aquellos vikingosque gustaban de sagas interminables.En Dublín puedes encontrar libreríasmodernas, librerías antiguas,mercadillos de libros usados obibliotecas absolutamenteespectaculares. De hecho, cuandoHollywood buscaba en qué inspirarsepara recrear la impactante bibliotecadel mítico castillo de Hogwarts de la

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serie Harry Potter, encontraron lailuminación en la fastuosa bibliotecadel Trinity College de Dublín. Nadamás entrar en ella, el visitante tiene lasensación de estar en la catedral delas bibliotecas y de que en cualquiermomento el adolescente Harry o elmalvado Voldemort puedensorprenderle emergiendo de cualquierpasillo. Visiten Dublín si pueden y, sino, viajen literariamente a ella porcualquiera de sus muchos caminos.Disfrutarán.

Como no podía ser de otraforma, otra escritora dublinesa, AnneEnright, nos explica muy bien este

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matrimonio indisoluble (estamos enIrlanda) entre literatura y Dublín: «Enotras ciudades, la gente inteligentesale y hace dinero. En Dublín, lagente inteligente se queda en casa yescribe libros.»

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El autor secreto

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Alguna ciudad de España. Año delSeñor de 1553

Don Diego volvió a leer aquellamisiva del rey. No, no había duda.No importaba que apenas hubieraregresado de su puesto de embajadoren Roma: el emperador le conminabaa aceptar un nuevo cargo de formainminente. Don Diego dejó la cartaencima del escritorio y meditó ensilencio. Al fin, tomó una decisión.Abrió un cajón, extrajo un montón dehojas escritas y las envolvió concuidado en una piel de cuero paraproteger aquellas páginas de la

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lluvia... y de las miradas indiscretas.Se levantó y llamó a uno de los

sirvientes de la casa.—Mi capa —dijo y, en cuanto

se la trajeron, don Diego Hurtado deMendoza se embozó en ella y salió ala calle.

Hacía frío y una lluvia finadescargaba con persistencia, aunquelo peor era el viento. Iba armado yera hombre resuelto, así que no lepreocupaba que la noche se hubieraapoderado de la ciudad. Caminó así,oculto su rostro en el embozo de sucapa. De esa forma se protegía de lasinclemencias del tiempo y, a la vez,

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pasaba desapercibido ante algún otrocaballero que debía de ir en busca dedama o que quizá acudía a algúnduelo que no entendía ni de rayos nide truenos.

Llegado a las afueras de lapoblación, se detuvo frente a unavieja casa que, por sus grietas en lasparedes y lo desvencijado de supuerta, no parecía ser morada denadie de renombre. Don Diego diovarios golpes en la madera con lapalma de su mano fría y endurecida afuerza de luchar en nombre delemperador Carlos V.

Pasó el tiempo sin obtener

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respuesta.A fuerza de insistir en su

llamada, se oyó una voz quebrada, dealguien viejo, que hablaba desde elinterior.

—¡Voto a Dios que no sonhoras! —decía la voz—. ¿Quién va?

—¡Abrid en nombre del rey! —exclamó don Diego con el poderosotono de quien está acostumbrado amandar.

La puerta se abrió y una narizaguileña tras la que asomaban unosojos inquietos apareció por el umbral.Como fuera que el viejo vio en aquelinoportuno visitante el porte de un

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caballero y que éste estaba solo,decidió hacerse a un lado y dejarlepasar, aunque, eso sí, siguiómaldiciendo e imprecando a NuestroSeñor.

—Voto a Dios que no es hora devisitas.

—No es hora, en efecto —dijodon Diego sacudiéndose el agua delos hombros con su sombrero, pero,como hombre decidido que era y paraquien el tiempo también apremiaba,sin dudarlo un ápice, sacó una bolsade debajo de la capa y la arrojó alsuelo.

El peso del metal resonó en

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aquella estancia mal iluminada por laúnica vela que sostenía el viejo. Seterminaron las imprecaciones. Lapuerta se cerró, el viejo se agachó,cogió la bolsa y la llevó a una mesadonde había letras en moldesesparcidas por doquier. El viejovolcó el contenido de la bolsa y eloro resplandeció incluso en aquellatenue luz temblorosa de la vela.

—Esto es mucho dinero —dijoel viejo, veterano en encargosextraños pero, como siempre,desconfiado—. Nada bueno queréis.

Don Diego sacó entonces elcuero que envolvía las páginas

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escritas y lo dejó también sobre lamesa.

—Ese dinero es en pago porimprimir este libro. Veréis que soyhombre asaz generoso.

El viejo ladeó la cabeza.—Eso depende del riesgo que

entrañe imprimir aquello que mehabéis traído. Sois caballero, perotanto secreto y lo avanzado de lanoche me hace presentir que de nadabueno se trata.

—La hora en parte se debe a quehe de marchar para Siena alamanecer. A ello me conmina nuestrorey y emperador. El dinero es porque

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quiero un buen trabajo y... bien, sí,para qué negarlo: algo de peligro hayen el encargo. —Pero entonces donDiego puso sobre la mesa unasegunda bolsa de oro.

El viejo miró la nueva bolsa ymiró el cuero con el libro.

—Aunque sean poemas delmismo diablo, mañana me pondré altrabajo —dijo el anciano acercando laluz a la segunda bolsa.

—Poemas no son, pero esperoque cumpláis vuestra palabra o porDios que a mi regreso de Siena os hede encontrar y cobraros a palos latraición de no servirme bien en este

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encargo. Imprimid este libro y luegomarchad de la ciudad. Si el trabajo sehace bien sabré de ello, pues sin dudalas noticias llegarán hasta Siena. —Ydon Diego dejó un tercer saco demonedas sobre la mesa—. Me constaque el negocio no os va bien, peroeste extra es por las molestias devuestro mudar de ciudad.

El viejo tenía aquella imprentaheredada de su padre. Años atrás,recién nacida aquella invención dejuntar palabras, todo fue bien, peroluego fueron tantas las imprentas queapenas había ya negocio parasobrevivir. Aquel encargo parecía

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como llegado del cielo; o del infierno,que a él tanto le daba. El viejo asintióy empezó a hojear las primeraspáginas del libro. Don Diego noesperaba que hubiera ni ocasión ninecesidad de intercambiar máspalabras, así que se encaminó hacia lapuerta.

—Hay un problema, caballero—añadió el viejo mientras don Diegoatenazaba el tirador de la puerta.

El caballero se detuvo y sevolvió despacio.

—¿Qué problema?—Aquí, en el libro, no figura

autor alguno.

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Don Diego sonrió de formasiniestra.

—No lo hay. Es un libro sinescritor ni noticia donde encontrarlo;y vos, amigo mío, vos no me habéisvisto. —Y dio media vuelta, abrió lapesada puerta y se desvaneció en lanoche de aquella ciudad mojada yoscura.

Roma. Año del Señor de 1555

El papa miraba por la ventana. Elgran inquisidor insistía en aquel puntouna y otra vez ante el silencio del

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pontífice.—Es imperativo que nos

pongamos manos a la obra en esteasunto de los libros, santísimo padre.

—¿Qué asunto? —preguntó elpapa Julio III con aire distraído.

El gran inquisidor sonrió paraocultar en aquella mueca falsa surabia. Aquel maldito papa sólopensaba en Inocencio, el niño quehabía adoptado de la calle y que sehabía atrevido a nombrar cardenalpese a ser medio analfabeto parasonroja de todos. El inquisidor sabíaque necesitaban otro papa, pero, demomento, el asunto de los libros

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apremiaba y algo debía hacerse a laespera de encontrar el sustitutoadecuado para aquel inútil.

—Se trata del índice de libros, elIndex librorum prohibitorum ,santísimo padre. Los herejes cada vezpublican más libros con esa máquinainfernal de la imprenta y no sóloellos, sino que hasta desde reinosbien fieles como España se imprimenlibros libidinosos o con críticasmanifiestas contra el clero.

—¿Desde España? —preguntóel papa algo sorprendido. La verdades que no había escuchado demasiadonada de lo que había dicho su

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interlocutor aquella mañana.—Sí, santidad —continuó el

inquisidor, convencido de que seestaba ganando el cielo a base deejercitar una paciencia infinita—. EnEspaña mismo se ha publicado, porejemplo, ese insultante Lazarillo deTormes, donde se hace mofa de todoy de todos —y el inquisidor ibatornándose rojo a cada palabra, acada sílaba—, y en particular haceburla de clérigos y arciprestes y hastade las mismísimas bulas papales conun escarnio tan impertinente comosacrílego que no podemos, que nodebemos tolerar.

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— E l Lazarillo de Tormes —repitió su santidad—. ¿Tan popularse ha hecho ese libro?

—Hasta cuatro impresionesdiferentes hemos detectado el añopasado entre Amberes, Burgos,Medina del Campo y Alcalá. Hay quedetener libros como éste, santidad;hay que prohibirlos y quemarlos yalejar a los pecadores de ellos.

—Supongo que tenéis razón —respondió el papa al tiempo quebajaba la cabeza pensativo; hasta que,de pronto, parpadeó y, concuriosidad, preguntó—: ¿Y quién haescrito ese libro?

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El gran inquisidor, que habíaempezado a dibujar un semblante desatisfacción al obtener el permiso desu santidad para iniciar el proceso decreación del Índice de librosprohibidos, dejó de sonreír.

—No lo sabemos. —Y elinquisidor hizo una breve pausa—.No lo sabemos aún, santidad, pero loaveriguaremos.

Apenas cuatro años después, en1559, el Index librorum prohibitorumfue oficial. En él ingresó el Lazarillode Tormes; sin embargo, pese a todoslos intentos de la Sagrada Inquisición,cuatrocientos cincuenta y tres años

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más tarde, seguimos sin saber quiénfue su autor. Tras los inquisidores,con un espíritu opuesto, cargados denobleza y ansia investigadora,llegaron los grandes estudios sobreliteratura de los siglos XIX, XX y XXI ysus conclusiones: la atribución de laautoría del Lazarillo de Tormes a donDiego Hurtado de Mendoza pareceser una de las que mayoresseguidores y pruebas tiene, y, enconsecuencia, así lo he recreado enlos párrafos iniciales de este capítulo.No obstante, además de don DiegoHurtado de Mendoza, se haconsiderado que el Lazarillo quizá

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pudo ser obra de un secretarioerasmista del emperador Carlos V, odel mismísimo Fernando de Rojas,autor de La Celestina; o quizá deljerónimo fray Juan de Ortega o deSebastián de Horozco o deldramaturgo Lope de Rueda o de JuanMaldonado, Gonzalo Pérez,Bartolomé Torres Naharro o hasta delhumanista Luis Vives. La lista deposibles autores es casi interminable.

Siempre pensé que el que no seconociera quién es el autor de estanovela era una derrota de la literatura,pero cuando pienso en el graninquisidor comprendo que el

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anonimato eterno de aquel escritor es,en realidad, una de las grandesvictorias de la literatura universal.

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¿Escribió Shakespearelas obras de Shakespeare?

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30 de mayo de 1593. Una posada enDeptford, junto al Támesis, adieciséis millas de Londres. Cuatrohombres comparten una cena. Lacerveza ha sido abundante. Sinembargo hay pocas risas. Loshombres hablan en voz baja. Depronto uno se levanta alterado.

—Prometiste que pagaríaisvosotros.

—Siéntate, Marlowe, por Dios—le responde Ingram, uno de suscompañeros, cogiéndole del brazo,pero Marlowe está fuera de sí. Yaentró nervioso en la taberna y a cadacerveza se había puesto más irascible

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aún.—¡Malditos miserables!

¡Malditos mentirosos! —les espetaMarlowe con agresividad.

Robert y Nicholas cogenentonces a Marlowe por los brazos,mientras que Eleanor Bull, la viudadueña del alojamiento, desciende atoda prisa desde el piso superior.Marlowe se zafa del abrazo de suscompañeros y esgrime una daga anteel perplejo rostro de su amigo Ingram.

—¡Sois todos unos traidores ypagaréis por ello como pagaréis estamaldita cuenta! —insiste un Marlowefuera de sí.

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Ninguno parece entender por quéMarlowe reacciona con esa violencia.

—¡Señores, ésta es una casahonrada! —exclama Eleanor Bullaterrorizada, pero ya es tarde paratodo.

Marlowe, borracho, embiste aIngram con su daga. Ingram, noobstante, ha estado en mil reyertas detaberna: coge la muñeca de Marlowe,la retuerce y el puñal desaparece dela vista de todos. Lo siguiente que seoye es el grito de agonía de Marlowea la vez que un gran charco de sangreempieza a salpicarlo todo. En esemomento se abre la puerta. Danby, el

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juez de la reina, de paso porDeptford, ha oído los gritos de lalucha y entra en el comedor.

—En nombre de la reina, ¿quéocurre aquí?

Y todo se detiene.A los pocos minutos, el cuerpo

sin vida de Christopher Marlowe,poeta y autor de teatro isabelino, espuesto en una carreta acompañando alcadáver de un recién ahorcado.Eleanor Bull y otros testigos estándeclarando. Ingram es detenido porposible asesinato. Danby parte haciaLondres custodiando a Ingram y seadelanta al grupo de sus hombres que

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conducen la carreta con los cuerpossin vida de aquellos miserables. Elcarromato, más despacio, con Roberty Nicholas velando al fallecidoMarlowe, cruza Deptford con los doscadáveres, el de Marlowe y el delahorcado. Justo a la salida delpueblo, el cuerpo sin vida deChristopher Marlowe abre los ojos yse sienta.

—¿Qué mierda roja es ésta? —pregunta.

Ni Robert ni Nicholas ni elconductor del carro se sorprenden.

—Sangre de vaca —respondeRobert en un susurro—, hemos usado

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sangre de vaca; y sigue tumbado, quetodavía no hemos dejado el pueblo.Aún conseguirás que nos maten atodos, pero esta vez de verdad.

Marlowe obedece y, aunque aregañadientes, maldiciendo el malolor de aquella sangre, se recuesta denuevo en el carro. El cadáver delahorcado tampoco hace muy grato elviaje.

En pocos minutos llegan a unmuelle. Marlowe se cambia de ropa,sube a una barca que lo conduce a unmercante anclado en medio del río ydesaparece de Inglaterra con destinoal continente. A todos los efectos,

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Christopher Marlowe, autor degrandes obras del teatro isabelinocomo El doctor Fausto, El judío deMalta o La masacre en París, hamuerto. El cuerpo del ahorcado sirvea sus compañeros para entregarlo enlugar del suyo. El supuestamentemalogrado escritor ha dejado deexistir, al menos en Inglaterra.

Sin embargo, la vida de Marlowesigue en Francia, Italia y otros paísescomo agente secreto al servicio de lacorona inglesa, la misma instituciónque está detrás de su ficticioasesinato para evitar que fueradetenido e interrogado bajo tortura y

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que sus posibles confesionescomprometieran a altos funcionariosde la corona para los que habíaestado trabajando durante años.Marlowe, desde Europa, envíainformes con regularidad a Londres,pero también envía algo más. Y esque su vieja pasión, un extraño vicioque le reconcome las entrañas, no leha abandonado. De noche, cuando nopuede dormir por el calor de algunosde los países mediterráneos en losque deambula, o quizá en medio deun perenne insomnio motivado por laspreocupaciones, sigue escribiendo.Así nacen Hamlet, Otelo, Julio

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César, El mercader de Venecia,Romeo y Julieta, Mucho ruido ypocas nueces, El sueño de una nochede verano, Antonio y Cleopatra,Macbeth y tantas otras. Marloweenvía los manuscritos a Inglaterra, asu buen amigo Thomas Walsingham,primo de sir Francis Walsingham,secretario de la reina Isabel. Thomas,admirado por la calidad de las obras,busca un hombre, un joven actor, y leofrece un pacto: que sea él el rostroconocido que firma esos nuevosescritos de un Marlowesupuestamente muerto en una reyertade taberna. Este joven actor, de

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nombre William Shakespeare, acepta.No tiene nada que perder.

¿Es todo esto cierto o estamosante un dislate? La corrientedominante en la historia de laliteratura inglesa sigue siendo la deconsiderar a Shakespeare como elautor de todas las grandes obrasisabelinas que habitualmente se leatribuyen, pero hay quien ha dudadode que Shakespeare, hombre sinformación académica conocida,pudiera escribir semejantes obrasmaestras. Así Zeigler en 1895 yWebster en 1923 plantean sus dudasde forma rigurosa en diferentes

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publicaciones académicas. A esto seune que en 1925 se descubre eldocumento sobre la investigaciónoficial sobre la muerte de Marlowe:Ingram recibió un indulto de la reinacuatro semanas después de lasupuesta muerte de Marlowe,alegándose defensa propia; lostestigos presentaban contradiccionesextrañas en sus declaraciones y escurioso que el juez de la reina,Danby, estuviera justo en el sitio delasesinato en el momento exacto enque supuestamente se produjo aquellareyerta. En 1955 Calvin Hoffman y en1994 A. D. Wright continuaron

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defendiendo con todo tipo deargumentaciones literarias ypoliciales que Marlowe no murió enesa pelea y que era él y nadie más elauténtico autor de las obras quefirmaba el actor Shakespeare. Suargumentación cobra fuerza con elhecho de que un tal Marlowe sepaseara por Europa entre 1593, añode su supuesta muerte, y 1627,apareciendo intermitentemente endiferentes ciudades como Padua,Rutland y hasta la hispana Valladolid.¿Tenía Hoffman razón en su teoría yes Marlowe el autor de obras tanmemorables de la literatura universal

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como Hamlet o Romeo y Julieta?Es un hecho que prevalece que

hay dudas sobre si Shakespeare fue ono el autor en cuestión de tales obrasmaestras. Muy recientemente, enoctubre de 2011, asistimos al estrenode la película Anonymous, en dondese formula nuevamente la teoría deque Shakespeare no fue el autor deesas obras que normalmente se lereconocen. La película no se postulaa favor de Marlowe como el auténticoautor, sino que formula otra hipótesisdiferente que no desvelo por sidesean ver el largometraje. En todocaso, el asunto de la muerte de

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Christopher Marlowe sigue siendoenigmático.

De quien sí sabemos cuándomurió con exactitud es de CalvinHoffman, en 1987, pero tal era lapasión de este investigador delpasado por confirmar que fueMarlowe, en efecto, quien escribió lasobras que firmaba Shakespeare que elpropio Hoffman decidió que el temano quedaría zanjado con su propiamuerte. Para ello dejó un testamentocon un premio de varios centenaresde miles de libras esterlinas quedeben ser entregadas comorecompensa al investigador o

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investigadora que sea capaz dedemostrar sin ningún margen de dudaque fue Marlowe y no Shakespeare elque escribió las obras más famosasde la literatura inglesa. Observaránque he dicho «deben ser entregadas»en presente. Y es que la fundacióndel King’s College de Canterburycustodia los deseos y el dinero deHoffman, que sigue esperando. Elconcurso sigue abierto. Si tienenalguna idea, por favor, no lo duden ypreséntenla a la fundación del King’sCollege.

Por cierto, el cadáver deMarlowe fue incinerado en menos de

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veinticuatro horas después de susupuesta muerte. ¿Casualidad oalguien tuvo mucha prisa en que nofuera identificado? Ah, se meolvidaba: curiosamente Shakespeareno publicó nunca nada antes de 1593,año de la muerte de Marlowe. Hayquien cree en las casualidades. Hayquien no.

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La prisión

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El nuevo preso entró custodiado pordos de los porteros de la cárcelpública de Sevilla. Corría el año delSeñor de 1597 y en aquella ciudaddel sur del reino hacía un calorasfixiante. Pero ésa no era, ni delejos, la mayor preocupación de aquelpreso, entrado en años, marcado porel tiempo y la guerra. Miraba atento asu alrededor. No era tampoco aquélsu primer cautiverio y sabía quenunca se andaba con suficiente tientoen una cárcel. Tanto andar sirviendoal rey y así se lo pagaban.

—¡Entrad de una vez! —leespetó uno de los porteros con

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desdén.El preso cruzó la puerta que

llamaban del Oro y luego la segundapuerta, esta de reja, que llamabanpuerta de Hierro. Sin embargo,resopló de alivio cuando comprobóque no le obligaron a cruzar la terceray última de las puertas de aquellaterrible prisión, la de la Galera Vieja.Mal asunto que te metieran allí, conlos prisioneros de la peor calaña:desertores, salteadores y ladrones dela peor estofa con mucha sangrederramada sin orden ni concierto.

Llegados al patio de la fuente, leindicaron que subiera por la escalera.

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El reo recién llegado obedeciódisciplinado. No era momento derebeldías absurdas. Tampoco es queestuviera resignado a ese destino,pero pensaba luchar contra aquelcautiverio de otra forma. Al poco,porteros y preso se encontraron enuna galería de la planta primera conpequeñas celdas de ventanas aún máspequeñas. Todo allí era agobiante. Elcalor sevillano parecía que se temetía en las entrañas y allí sequedaba. Sudaba por todas partes.

—Ahí. —Y le empujaron con talfuerza que trastabilló y dio con sushuesos en el duro suelo de aquella

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prisión.—¡Voto a Dios! —dijo al caer,

pero se controló y no añadió más.El portero de la cárcel le miraba

como quien espera una provocaciónpara tener una buena excusa con laque descalabrarle.

—Uno nuevo —oyó el reciénllegado entonces que decía alguien asu espalda. Se volvió y vio que unpreso anciano le miraba sonriendocon una boca desdentada y sucia—.Tranquilo. Aquí no se está tan mal.Allí fuera —y señaló a la minúsculaventana de la celda— hay gentemucho peor que la que hay aquí

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dentro.El preso nuevo no respondió,

aunque pensó que mucho había decierto en aquella reflexión. Se levantóy se volvió raudo a la puerta paragritar una petición a los porteros quele habían traído y que ya se alejaban.No era queja sobre el trato recibido.Era asunto de más enjundia.

—¡Recado de escribir! —Ycomo fuera que se volvieron conasco, el preso, que de argucias ycautiverios entendía bien, mostró ensu mano varias monedas a la par queinsistía en su ruego—. ¡Recado deescribir! ¡Háganme esa merced!

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El reo sabía que tenía derecho aello, que cualquier preso tenía quedisponer de la posibilidad de escribiral menos una carta a algún familiar, aalgún allegado o a quien se terciarasegún su juicio, para informar de supenosa circunstancia, pero comotambién era hombre experimentado yconocedor de la miseria humana,ofreció las monedas para que seablandara la mala voluntad deaquellos carceleros.

—¡Háganme esa merced! —insistió cuando les daba el dinero.

Los porteros no respondieron,pero se la hicieron, porque el dinero

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canta y abre caminos en todas partes,pero más que en ningún sitio en lascárceles, en las de antes y en las deahora.

Llegó entonces papel, una plumay algo de tinta para escribir. El presoanciano que había hablado de lamaldad de los de fuera vio cómo elnuevo reo tomaba el material que lehabían traído para escribir y cómo seafanaba en redactar lo que parecíauna carta, de muchas palabras juntaspara lo que él tenía acostumbrado veren otros presos. El reo nuevo, al fin,entregó su carta a uno de aquellosporteros siempre mal encarados.

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—Muchos son los que escribenrogando perdón a los jueces y pocoslos que lo reciben —dijo el presoanciano.

—Lo sé —respondió el presonuevo—. Pero yo he escrito al rey.

—¡Al rey! ¡Ja, ja, ja! —sedesternilló el anciano ante lo absurdodel destinatario, pero pronto calló.

En el fondo, aquel preso nuevole había impresionado: o estaba locoo se consideraba alguien cuyo destinopodía ser de interés para elmismísimo rey. Seguramente sería unloco. No le gustaba compartir prisióncon un loco.

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Llegó la noche y un vigilante lescerró la puerta de la celda de ungolpe. Se oyeron entonces vocesdesde el patio.

—¡Acá los de la Galera Nueva!—¡Acá los de la Cámara de

Hierro!—¡Acá los de la Galera Vieja!El nuevo miró instintivamente al

anciano de su celda y éste le aclarólas cosas.

—Son los bastoneros, losvigilantes de la cárcel. Mil vecespeores que los porteros. Con losbastoneros no hay que tratar. Son lasdiez y cierran todas las puertas.

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Siempre gritan así, para que el alcaidesepa que las cosas están bien y paraque todos sepamos que ellos estánahí. Mala gente los bastoneros. Malagente.

El preso nuevo asintió y seacurrucó en su jergón e intentóconciliar el sueño. Al principio, unpoco por el cansancio, un poco por loavanzado de la hora, pudo dormiralgo, pero, de pronto, en medio de lassombras, un aullido de dolor rasgó lanoche de la prisión.

—¡Aagggh!El recién llegado miró hacia el

anciano. El otro no podía verle, pero

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seguramente había intuido que elnuevo también se había despertado yque debía de estar confuso.

—De las celdas de abajo.Alguien bajo tormento —aclaró elviejo susurrando sus palabras en laoscuridad de la celda. El nuevo nodijo nada.

Al cabo de otro rato le parecióal preso nuevo que se oían voces demujeres, pero pensó que estabasoñando y se abandonó, al fin, a losbrazos de Morfeo.

Pasaban los días y seguía sinrecibir respuesta a su carta. La rutinacarcelaria empezó a tomar acomodo

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en su persona, junto con la suciedad yel tedio y el calor: los martes venía elasistente con sus tenientes para ver alos presos que habían entrado nuevosdesde el sábado; los jueves volvía elasistente para examinar las causas delos presos que llevaban más tiempo acargo de la justicia; y, por fin, lossábados venían los oidores queescuchaban quejas y reclamacionesde los presos, esto es, si se les untabaconvenientemente con monedas quehubieran conseguido los reos por losmás diferentes y siempre peligrososmedios. A estos últimos, los oidores,recurrió en varias ocasiones nuestro

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preso, pero sin grandes logros.Los días pasaban. Una tarde

descubrió que no había soñado laprimera noche que llegó allí y que lasvoces de mujeres que se oíanocasionalmente en algunas horasnocturnas eran reales. Hasta cienmujerzuelas entraban alguna nochepara solaz de los presos que pagabanbien a los bastoneros de forma queéstos miraran para otro lado por unashoras. Pero nada de todo aquello lesacaría de allí. El rey era hombreocupado y tardaría primero en leer sucarta y luego en reaccionar. Nuestropreso se armó de la paciencia infinita

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del soldado en las largas campañasde guerra y, al fin, una mañana, pidióde nuevo recado de escribir.

—¿Más cartas al rey? —lepreguntó con sorna el preso viejo.

—No. El rey responderá. Hayque darle tiempo. Entretantoescribiré. Poca cosa más se puedehacer aquí.

El preso viejo se acercó y miró aaquel veterano de guerra que seafanaba en sostener bien el papel quele habían traído con un muñón quetenía por toda mano en el brazoizquierdo.

—Es herida de guerra, ¿cierto?

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—indagó el preso viejo concuriosidad infinita.

—De guerra es. Sí —dijo elpreso nuevo sin levantar la mirada. Elotro intentó discernir la escritura, peroapenas sabía leer y se volvió a sujergón.

El preso nuevo llevaba días conuna idea en la cabeza, con unahistoria de esas de... novela. Teníaque distraerse o se volvería loco.

«En un lugar de la Mancha, decuyo nombre no quiero acordarme...»,empezó con decisión, y con decisiónsiguió un par de horas. Hasta que sele acabó la tinta y el sol dejó de

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iluminar bien.Ahora esa misma cárcel

sevillana tiene una placa, justo en laesquina de la calle Sierpes conFrancisco Bruna, que reza: «En elrecinto de esta casa, antes cárcel real,estuvo preso (1597-1602) Miguel deCervantes Saavedra, y aquí seengendró para asombro y delicia delmundo El ingenioso hidalgo donQuijote de la Mancha. La RealAcademia Sevillana de las BuenasLetras acordó perpetuar este gloriosorecuerdo, año de MCMLXV.» No mequeda claro qué de «glorioso» tuvoaquel encierro para el bueno de

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Cervantes. He contado hoy día hastamás de veinte placas en honor aCervantes por toda Sevilla. Y sicontáramos todas las de España, noquiero ni pensarlo. Hasta tenemos unpremio de las letras con su nombre yun instituto de promoción del españoltambién. Sí, ahora sí, pero aquel 1597lo metimos en la cárcel. Así somos.

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El Ave María de Schubert yla novela histórica

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El niño se quedó cojo. La polio lehabía dejado aquella secuela. Y aunasí estaban contentos porque habíasobrevivido a una enfermedad quecon frecuencia era mortal; pero, pesea ello, ser cojo a finales del siglo XVIIIno era pasaporte hacia el éxito enningún ámbito profesional. Por esosus padres lo intentaron todo. Primerole enviaron de Edimburgo al norte, alcampo en Sandyknowe. Tenían laesperanza de que el aire más puro delas montañas, alejado de las grandesfactorías de la ciudad, le ayudara. Sinembargo, el niño no mejoró. Lo únicobueno de todo aquello fue que

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conoció a su tía Jenny, una mujerdotada para la narración oral queempezó a contarle centenares dehistorias de la Escocia medieval; y,ésta es la clave, aquellos relatos sequedaron en la cabeza de aquel niñopara siempre. Sus padres, noobstante, que seguían preocupadospor la falta de mejoría en la salud deljoven muchacho, no se daban porvencidos. Le enviaron entonces al sur,a Bath, con la esperanza de que allí,con los tratamientos de aguas de laciudad, quizá su salud se fortalecieray la cojera, por fin, empezara aremitir. Lo esencial, de nuevo, fue

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que la tía Jenny volvió a hacer deenfermera y, una vez más, de eternanarradora de historias. Además, eneste nuevo viaje, le hizo un regalomuy especial: le enseñó a leer. Lacojera, sin embargo, nuncadesapareció.

El niño se hizo grande y empezóa estudiar Derecho en la Universidadde Edimburgo, y luego, al pocotiempo de terminar su licenciatura,entró como aprendiz en el despachode abogados de su padre. La cojeranunca le supuso cortapisas más alláde las que todos habían querido veren aquel defecto. Aunque no todo era

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fácil. Un primer romance no fructificóy la mujer de sus sueños se casó conotro hombre. Pero nuestro jovenprotagonista no se hundió. Teníadeterminación y un ansia enorme pormejorar. Empujado por esa decisiónque le caracterizó siempre, aprendió amontar a caballo. Aquello le permitiómoverse y viajar de una forma quenunca antes había podido disfrutarcon su torpe modo de caminar.Además, aquel muchacho ya hombremanejaba bien las palabras y supocon ellas y con su arrojo persuadir auna hermosa joven de origen francés,Charlotte Genevieve Charpentier,

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para que se casara con él. Con ellatendría cinco hijos. Comprendióentonces que su camino estaba en laspalabras: primero fueron poemas,luego relatos y por fin novelas. Sunombre pronto se hizo conocido porel mundillo literario del Edimburgo definales del siglo XVIII y principios delXIX. Sus colecciones de poemas, enparticular La dama del lago, legranjearon fama nacional einternacional, hasta el punto de que elfamoso Ave María de Schubert no locompuso Schubert originariamentepara poner música a la oracióndedicada a la Virgen María, sino que

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el compositor hizo esa genial piezapara poner música a un poema de esteescritor cojo. Posteriormente, como elpoema de La dama del lago al queSchubert había puesto músicaempezaba con las palabras «AveMaría», el compositor pensó enadaptar la obra musical a la oración ala Virgen.

Pero divago; volvamos a nuestroprotagonista: con el correr de los añosse le nombró Poeta Laureado, unreconocimiento sólo propio de losgrandes maestros, pero él lo rechazó.Nunca quedó muy claro el motivo. Obien no se consideraba merecedor de

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éste o bien no quería las ataduras quesu aceptación implicaba, pues, acambio del título y la remuneraciónque conllevaba, el poseedor desemejante mención también contraíauna serie de obligaciones literariasque podían coartar sus escritosfuturos. Y es que, pensaran lo quepensasen de él y sus poemas, noparecía estar satisfecho aún consigomismo; al menos, desde el punto devista de la literatura. Había algo quele reconcomía por dentro. Y es que,allí donde otros veían el cénit de unagran carrera literaria, él aún no ladaba por empezada. Pero ¿por qué?

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¿Qué reconcomía las entrañas denuestro escritor? Algo a lo que, porfin, decidió enfrentarse.

Así, después de tantos años,empezó a dar forma narrativa a lasviejas historias de su tía Jenny, aaquellas antiguas leyendas de lalegendaria Escocia medieval que todoel mundo menos él parecía haberolvidado. Eso era lo que bullía en sumente, lo que no le dejaba dormir porlas noches y lo que, por otro lado, sele aparecía como un magníficodesafío. Y se dedicó a la tarea conahínco, sin descanso, con energía ylas destrezas adquiridas en la poesía,

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pero puestas ahora al servicio decrear una novela. Y la terminó yconsiguió que se publicara, pero tuvomiedo y recurrió a un seudónimo paraevitar identificarse como su autor. Yes que, a principios del siglo XIX,escribir novelas no era precisamentela actividad literaria mejorconsiderada, más bien al contrario. Sí,temía que aquella novela querecreaba el pasado pudiera dañar sureputación como gran poeta. Pero lanovela gustó y los editores pidieronmás; y él, siempre con seudónimo,entregó, una tras otra, cinco novelasmás. Todas fueron recompensadas

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con un grandísimo éxito popular, peroél seguía sin identificarse. Se tratabade novelas históricas sobre aquellaantigua Escocia que le contaba en suniñez la tía Jenny. El públicodisfrutaba tanto con estas obras queempezaron a llamarle el Mago delNorte, pues se intuía que el escritordebía de ser de Escocia o de algúnotro lugar del norte de las islasBritánicas. Pero llegó un día en quehasta el mismísimo rey Jorge III deInglaterra confesó que le gustabanaquellas novelas medievales e inclusomanifestó que quería conocer a eseenigmático escritor. Y él, el escritor

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en cuestión, al fin, reconoció que erael autor de aquellas novelas. Fue unimpacto tremendo en todo el ReinoUnido, donde su popularidad ya eraincontenible. Ya había habidorumores, pero muchos se negaban acreerlo, pues a aquel gran poeta se leconsideraba un escritor serio.

Y fue entonces, cuando todossabían ya quién era, cuando publicósu obra maestra, Ivanhoe, paramuchos la primera gran novelahistórica de la historia de la literaturamoderna, una vez más centrada enaquella Escocia de las historias de suvieja tía Jenny. El éxito fue

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arrollador. Sir Walter Scott, que asíse llamaba aquel niño cojo que nuncadejó de serlo, pasó a ser leído portoda Europa y Estados Unidos. Todoiba a la perfección, incluido sunegocio de impresión de libros, hastaque llegó una brutal crisis económicay financiera (imagino que esto de unacrisis brutal, lamentablemente, lessuena). Aquella crisis de principiosdel siglo XIX se llevó por delante lossueños y las inversiones decentenares de miles, de millones depersonas en todo el Reino Unido; y elnegocio de Scott, como el de tantosotros, quebró por completo. Sin

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financiación ni crédito, rodeado pordecenas de acreedores, sus propioslectores y hasta el mismísimo reyofrecieron ayuda económica a sirWalter Scott, pero él, como cuandoera niño, no se arredró por lasinclemencias de la vida. Y erahombre orgulloso. En lugar de aceptaresas ayudas, reunió a sus acreedoresy les propuso crear una fundación anombre de todos aquellos a quienesdebía dinero (la deuda ascendía a másde cien mil libras esterlinas de 1820).La idea era que todo el dinero de lasventas de sus libros, excepto unamínima cantidad para subsistir él y su

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familia, revertiría en esa fundaciónpara así, poco a poco, ir satisfaciendoa sus acreedores. Les aseguró a todosellos, además, que escribiría tantoslibros como fuera necesario parapagar todas sus deudas. Nadie lecreyó capaz de ello, pero aceptaron.

Y no, no fue capaz deconseguirlo. Cien mil libras del XIXera una cantidad astronómica. No, sirWalter Scott no consiguió pagar sudeuda. Esto es, en vida. Pero lafundación continuó generandoingresos tras su muerte porque suslibros seguían vendiéndose sin parar,y sir Walter Scott podría ver desde su

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tumba cómo su palabra se cumplió.La fundación devolvió a cadaacreedor hasta el último penique. Sinayuda bancaria, sin créditos, sólo porla fuerza de su pasión por la literaturay por la novela histórica.

La crítica literaria se empeñó enhundir a Scott como novelista. Aúnhoy muchos críticos siguen en ello(sin conseguirlo), pero para todos losque amamos la novela histórica, elMago del Norte es nuestra estrella yen él nos miramos con humildaddeseando simplemente aprender ydisfrutar.

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Alejandro Dumas y la largasombra de Auguste Maquet

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Auguste Maquet llegó a la casa deDumas un plomizo día de lluvia de1844. Nada más entrar en la casa delmás afamado escritor de Francia,Maquet frunció el ceño: todo era lujosin control, prueba de un gastodesmedido en telas, cortinajes,alfombras..., y se oían las risas devarias mujeres. Dumas, comosiempre, no reparaba en malgastar eldinero en toda suerte de caprichos yproductos suntuosos. El mayordomoque le había abierto la puerta hizo ungesto con el que le invitó a seguirle:del amplio vestíbulo pasaron a unlargo pasillo y de ahí a un muy

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espacioso salón.—Le ruego que espere aquí, por

favor —dijo el mayordomo al salir ydejarle solo en aquella enormehabitación.

Auguste Maquet se quedó depie. Se sentía incómodo en aquellacasa y más incómodo con aquellarelación secreta que mantenía con elescritor más famoso de Francia. Noestaba seguro de que debiera seguircon todo aquello. Él quería empezarsu propia carrera como escritor ysentía que con lo que estaba haciendonunca llegaría a ningún lado.

Alejandro Dumas apareció

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pronto.—¿Lo tienes? —preguntó el

escritor francés sin tomarse siquieraun segundo para saludar.

Maquet no dijo nada,acostumbrado como estaba a aquellaforma de conducirse de Dumas, queno parecía reparar nunca ni en lasformas ni en los preámbulos de laetiqueta social. El recién llegadoextrajo de debajo de su gabán mojadopor la lluvia un grueso manuscrito.

—¿Y bien? —continuópreguntando Dumas mientras cogía eltexto y empezaba a hojearlo—.Veamos qué me traes hoy. Espero

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que sea mejor que el material del mespasado. Apenas podía hacerse nadacon aquello.

—Esto gustará —dijo Maquetconteniéndose.

—Los tres mosqueteros —leyóDumas en voz alta a la vez que sesentaba en un confortable sillón juntoa una enorme chimenea encendidaque proyectaba sombras en aquellagran estancia. Las risas de lasmujeres aún se oían: descendían porlas paredes de la casa como unalluvia de frivolidad que asfixiaba aMaquet.

»Esta noche doy una fiesta.

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Podrías quedarte y hablamos de esto.Tengo un invitado de España. José esdramaturgo. Alguien interesante —dijo Dumas mirando a su interlocutor,pero Maquet negaba con la cabeza altiempo que para sí mismo sepreguntaba: «¿Y cuándo no da unafiesta Alejandro Dumas?»

—No, léelo tú y ya hablamosdentro de unos días —respondióAuguste Maquet, quien no quiso decirmás ni escuchar más, sino que diomedia vuelta y, sin esperar respuestaa su comentario, abrió la puerta, saliódel salón, cruzó a paso rápido elpasillo, llegó de regreso a la entrada

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de la casa, abrió él mismo la puertade salida sin esperar al mayordomo yechó a andar.

Hubo un instante de duda.Maquet se volvió hacia la casa y viola silueta de Alejandro Dumasrecortada en uno de los grandesventanales de la casa que acababa deabandonar, pero se reafirmó en sudecisión y reemprendió la marchahasta que su figura encogida sefundió con la fina lluvia quedescargaba sobre la hierba querodeaba aquella mansión.

Dumas, desde la ventana delgran salón, al abrigo del agradable

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calor que desprendía la gigantescachimenea, le vio andar hasta perderseen la tormenta. Alejandro Dumasvolvió entonces, caminandolentamente, hacia el calor del fuego.Sabía que Maquet estaba molesto conel asunto de que su nombre nofigurara en ninguna de las novelas enlas que colaboraba con él, pero loseditores insistían en que era elnombre de Dumas, su nombre, el querealmente atraía a los lectores.Alejandro Dumas, una vez situado denuevo junto a la chimenea, se sentóen una cómoda butaca y tomó elmanuscrito que le había traído

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Maquet.—Los tres mosqueteros —leyó

en voz alta, pronunciando por segundavez aquella jornada aquel curiosotítulo.

Le llevó un rato empezar afamiliarizarse con el relato, peropronto comprendió que, tal y comohabía dicho Maquet, podía gustar algran público. Era el esbozo de unabuena historia, pero, como siempre, lefaltaba acción y más alma a lospersonajes, aunque el argumento erabueno, eso tenía que admitirlo...Dumas cogió entonces una pluma deun tintero que tenía en una mesilla

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junto a la chimenea y se puso a hacercorrecciones allí mismo. En esemomento se abrió la puerta del salóny entró el mayordomo.

—Ejem, señor, disculpe lamolestia, pero las señoritaspreguntan..., y su invitado español,monsieur Zorrilla, querría saber si elseñor va a subir de nuevo —dijo elsirviente con la máxima solemnidadque pudo.

Dumas no levantó la mirada delas páginas que estaba corrigiendo.

—No. Estoy ocupado y lo estarépor un buen rato, pero seguro quemonsieur Zorrilla estará bien

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acompañado y no me echará demenos —respondió el escritor; elmayordomo se inclinó y cerró lapuerta despacio.

Dumas continuó concentrado,corrigiendo, anotando, pensando. Lanovela saldría publicada sólo con sunombre, Alejandro Dumas, igual queotras de su larguísima lista defamosas obras como El conde deMontecristo, El vizconde deBragelonne, Veinte años después oLa reina Margot. Todas ellasclásicos de la literatura francesa yalgunas auténticas obras maestras dela novela de aventuras en francés o en

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cualquier otra lengua; pero lo que nosuele saberse tanto es que en todas ycada una de ellas participó unsiempre olvidado Auguste Maquet.

Alejandro Dumas, escritor genialpor otro lado, recurrió acolaboradores para muchas de susobras. Éste era un hecho que élmismo reconocía abiertamente, enparticular la ayuda de Maquet paraalgunas de sus más famosas novelas,como las mencionadas anteriormente.Las editoriales presionaban a Dumasdía tras día reclamándole nuevashistorias, nuevos relatos con los queseguir atrayendo a más y más

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lectores; y Dumas, ambicioso yalguien que disfrutaba del lujo, lasmujeres y los viajes, sucumbió a latentación. Así, con el correr de losaños, la catalogación de las obrasatribuidas a Dumas es confusa y,siempre, abrumadora: un día, movidopor la simple curiosidad, me puse acontar el número de novelas firmadaspor Alejandro Dumas y, considerandolas de viajes, las novelas históricas,las biográficas y las de terror, mesalieron ciento ocho, pero está claroque muchas se me escapaban. Haycatálogos que cifran entre unasdoscientas y trescientas las obras de

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Dumas. Corre por ahí incluso unaanécdota que, sea o no cierta, esilustrativa de la forma en que Dumastrabajaba: un día Alejandro Dumas seencontró por la calle con su hijo y lepreguntó:

—¿Has leído mi última novela?—Sí, la he leído, ¿y tú? —

respondió su hijo.No sé si será verídica la cita,

pero resume bien la situación.La estrategia de usar «negros»

(es decir, recurrir a otros escritoresque escriban parte o la totalidad delibros que luego firma otro autor)siempre ha existido en la literatura.

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Para no levantar suspicaciasnacionales, pondré ejemplosanglosajones: en 1622 se publicó unaversión de Medida por medida deThomas Middleton, pero con la firmade Shakespeare para atraer a máspúblico; en 1832 se publicó CountRobert of Paris con la firma de sirWalter Scott, pero realmente laescribió su yerno (ya hemoscomentado aquí la popularidad delnombre de Scott); pero hay más: Elángel que nos mira, atribuida aThomas Wolfe, fue «retocada» porMaxwell Perkins a petición de laeditorial; y cuando la popular

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novelista V. C. Andrews falleció en1986, la familia contrató a un «negro»( ghost writer, es decir, «escritorfantasma», lo llaman en inglés, poraquello de ser políticamente correctosy no implicar a otra raza en esteasunto) para que siguiera escribiendomás novelas: Andrew Neiderman, elelegido para proseguir con la sagaque inició V. C. Andrews, terminóprimero dos novelas inacabadas de laautora y luego, como había cogidocarrerilla, se inventó ocho más. Perocréanme que el que se sale aquí esRonald Reagan, quien a una preguntarelacionada con su supuesta

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autobiografía respondió con aplomo:—Dicen que es un libro

increíble. Un día de éstos lo leeré.Hay que reconocerle la

sinceridad al ex presidentenorteamericano.

Volviendo a Dumas y Maquet,cabe decir que Arturo Pérez-Reverterecoge en la fascinante trama de Elclub Dumas la relación entre estosdos escritores. Pero, al final de todoesto, ¿qué debemos pensar entoncesde Dumas? Mi conclusión es queDumas tenía un toque genial, un saberhacer, un saber transformar enaventura y ritmo trepidante relatos

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que otros no llegaban a presentar dela forma más impactante y emotivaposible. Dumas, por su parte, fue,cuando menos, parcialmente«honesto» al reconocer que teníacolaboradores; sin embargo, creo quehabría sido más justo que en susnovelas, especialmente en aquellas enlas que colaboró tan estrechamentecon Maquet, los editores hubieranpuesto como autores a AlejandroDumas y a Auguste Maquet. Escierto que cuando Maquet se separóde Dumas e intentó una carrera ensolitario sus novelas no llegaron muylejos, pero también es cierto que la

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mejor época de Dumas secorresponde con aquellos años en losque colaboraba con Maquet, así quealgo especial tendría también Maquet,o la chispa que atraía a tantos surgíaquizá precisamente de esacolaboración Dumas-Maquet. Encualquier caso, si leen o releen Lostres mosqueteros o El conde deMontecristo, disfrútenlos y, yapuestos, no se olviden del bueno deAuguste Maquet, que algo tuvo quever en todo el asunto. Lo que nuncasabremos es cuánto.

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El discurso

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Primeros de mayo de 1885. Unamplio salón de una gran casa enValladolid. Tres hombres, dos de pie,Gaspar y Pedro, y uno en un sillón,José, mantienen un debate airado.

—¡Esta vez tiene que aceptar!¡Por Dios, han pasado más de treintaaños desde aquello! —exclamóGaspar con vehemencia.

Su interlocutor permanecíasentado en aquel sillón mirando alvacío, sumido en los recuerdos delpasado, pero aun así respondió y suvoz sonó como si viniera desde muylejos.

—Treinta y siete años, Gaspar.

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Han pasado treinta y siete años.—Más a mi favor —insistió el

interpelado, pero, al contemplar laefigie casi sin expresión de José y verque no le estaba persuadiendo, miróal otro compañero escritor que habíaido para intentar hacer entrar en razóna su amigo común—. Pedro, di algotú también. Es más testarudo que unmulo.

Pedro Antonio de Alarcón, autorde grandes obras como El sombrerode tres picos, había acudido hasta allíjunto con su amigo, el tambiénescritor Gaspar Núñez de Arce, parapersuadir a José, don José, para ellos,

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para todos, para que aceptara unreconocimiento que se le queríaotorgar, pero parecía que habíanpinchado en hueso; o, mejor dicho,habían pinchado en el viejo rencorque da el haberse sentidomenospreciado.

—Gaspar tiene razón, don José:eso que tanto recuerda pasó hace yamucho tiempo. Treinta y siete añosson toda una vida.

—Exacto —insistió don José—.Toda una vida es lo que han tardadoen rectificar.

—Y más que habrían tardado sillegan a imaginar que iba a reaccionar

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así; seguramente porque imaginabansu rencor no se han atrevido antes aintentar enmendar aquel error —comentó entonces Gaspar Núñez deArce.

Tanto él como Pedro Alarcónhabían aceptado ser los padrinos delevento: una recepción oficial en laque su amigo don José ingresaría, porfin, en la Real Academia Española.

—Hace treinta y siete añosprefirieron a José Joaquín de Mora —insistió don José, que no daba subrazo a torcer—; pues ahora el que noquiere ingresar en la Academia soyyo.

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Gaspar Núñez y Pedro Alarcónse miraron y suspiraron al tiempo.Todo venía de 1847, cuando, alfallecer Jaime Balmes, se presentarondos candidaturas para sustituirle en elbanco vacío que éste dejaba en laReal Academia. Los candidatos eran,por un lado, Joaquín de Mora y, porotro, don José, y finalmente fueJoaquín de Mora, de mucha mayoredad, el elegido. Al año siguiente, alfallecer Alberto Lista, se propuso quedon José remplazara a éste en elsillón vacío de la letra H. Esto seconfirmó el 17 de diciembre de 1848,pero don José, que había vivido como

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un menosprecio hacia su persona suno elección del año anterior, no sepasaba por la Real Academia paraaceptar su ingreso oficial en laveterana institución. Ni siquierapreparó el discurso oportuno. Susilencio fue tan mudo como la letraque le había correspondido ocupar.Pero orgullo frente a orgullo. Losacadémicos también se sintieronofendidos por el desaire que les hacíadon José al no acudir a aceptar elingreso. Fue entonces, en la reunióndel 15 de noviembre de 1849, cuandola Real Academia incluyó en susestatutos una norma por la que se

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decidía que, si un académico elegidono aceptaba formalmente ingresar enla Academia, su sillón quedaríavacante. Y como fuera que don Josénunca hizo nada por aceptar, una vezmás, quedó excluido de la RealAcademia. Y así durante decenios.

—Joaquín de Mora era muchomás mayor —argumentó Gaspar enun intento por suavizar el rencor de suadmirado amigo—. Y, por favor,entonces usted sólo tenía... ¿cuántos?¿Treinta años?

—Treinta, sí —confirmó donJosé—, pero mis obras serepresentaban ya por todos los teatros

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de España.Gaspar no sabía ya qué decir.

Eso era cierto: el éxito de las obrasde su amigo había sido precoz eincontestable, le gustara o no a lacrítica o a los académicos másvetustos. Quizá hubo envidias en laelección de Joaquín de Mora, pero afin de cuentas sólo habían retrasadosu elección un año. Cierto era queresultaba difícil posponerlo mástiempo con los carteles de las obrasde don José por todas las ciudades deEspaña.

—Sólo fue un año de retraso —arguyó también Pedro Alarcón, pero

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don José no parecía escucharlos.Gaspar dio media vuelta y fue

junto a la ventana. Varios carruajespasaban en medio de un fuerte vientode primavera. Su amigo siemprehabía sido testarudo desde lajuventud. Ya se enfrentó con supropio padre cuando éste quería hacerde él un hombre de provecho, de bien,alejado de poetas y teatros, pero donJosé prefería el arte, la literatura, elteatro y los versos. Se decía que donJosé robó un mulo y que con eldinero que sacó de la venta escapó desu familia para empezar su carreraartística. No estaba claro que la

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anécdota fuera cierta, pero elprotagonista tampoco se preocupó dedesmentirla. Luego llegaron susprimeras obras y, con rapidez, eléxito: la poesía, los versos quedeclamaban los actores en susdeslumbrantes piezas teatralesllegaban al alma de todos, desde susmajestades reales hasta el pueblollano, y a nadie dejaban indiferente.Siguieron entonces los viajes por todoel mundo, un matrimonio infeliz conuna irlandesa y muchas amantes, esotambién, y la amistad de don José conel emperador Maximiliano en Méxicoo con los grandes escritores

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franceses, como Alejandro Dumas oVictor Hugo, que parecían reconoceren él lo que los académicos noparecieron haber querido ver en 1847.Don José no parecía inclinado aolvidar y mucho menos a perdonar.Y, sin embargo, para Gaspar, aquellatozudez en no aceptar entrar en laAcademia, propia de un arrebato dejuventud rebelde, resultaba másincomprensible en alguien que yatenía sesenta y ocho años; una edaden la que a todos nos gusta ya recibirpremios y reconocimientos, vengan dedonde vengan.

—¿Hay algo más? —preguntó

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Gaspar Núñez separándose de laventana y regresando junto a suamigo, mirando directamente a donJosé y con la certidumbre de quehabía dado con la clave—; quierodecir, hay algo más además de larabia que tiene por lo que pasó. Austed le incomoda algo más. Nosconocemos bien. Háganos el favor almenos de no mentirnos a Pedro y amí.

Don José se encogió dehombros. Ladeó la cabeza.

—Está también lo del discurso—dijo al fin.

Pedro y Gaspar se miraron

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confusos.—¿Qué discurso? —preguntó

Pedro.—¡El discurso de ingreso! —

respondió don José algo airado ylevantando el tono de voz, molestopor que sus amigos no le entendieran.

—Pero si ha ido por todos lospueblos de España declamandoversos de sus obras en teatrosabarrotados de público —dijo Gaspar—. ¿Cómo puede incomodarle ahorahablar ante unos cuantos académicos?

—¿No iba a ir el rey y toda lafamilia real y el presidente delConsejo de Ministros, Antonio

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Cánovas? Eso no es hablar antecualquiera —contraargumentó donJosé.

—Pero es escritor, las palabrasson como... como arcilla para alguiencapaz de escribir las obras de teatroque ha creado. No puede ser que...—argüía entonces Gaspar.

—¡Yo soy poeta! —exclamó donJosé interrumpiéndole—. ¡Mis obrasestán en verso!

—¡Pues hable en verso! —intervino entonces Pedro—. ¡Peroacepte de una vez y no la liemos más!—Y para no dar opción a más debate,o a nuevas negativas por parte de don

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José, añadió—: Y nos vamos. Gaspary yo vendremos a recogerle unos díasantes para el viaje. Todo estápreparado para el 31 de este mes.

Gaspar le siguió el juego a sucompañero y, rápidamente, salió deallí. Antes de que don José pudieradecir esta boca es mía sus amigos lehabían dejado a solas. Sus amigosnunca pensaron que fuera a hacerlescaso. En todo.

Eran las dos de la tarde delúltimo día del mes de mayo de 1885.La sede de la Real Academia de la

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Lengua en el número 26 de la calleValverde era demasiado pequeñapara el revuelo que se habíaorganizado. Además, la presenciaconfirmada de su majestad el reyAlfonso XII y del resto de la familiareal contribuyó a que todo el mundoquisiera estar allí. Con treinta y sieteaños de retraso la Academia iba aresolver, al fin, un error mayúsculo.Se trasladó todo el evento a losedificios de los que la UniversidadCentral de Madrid disponía en lacalle San Bernardo, mucho másamplios para dar cabida a tantaspersonalidades como deseaban ser

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testigos del gran acto deincorporación a la Academia de donJosé. El testarudo don José, que, porfin, a sus sesenta y ocho años, parecíahaber aceptado formar parte de laveterana institución.

A las dos de la tarde exactasentró el rey Alfonso XII, engalanadocon el correspondiente uniforme decapitán general, en la gran sala queacogía el acontecimiento. Ocupadapor el rey la silla presidencial, sumajestad la reina doña María Cristinase sentó a su derecha y la reina madreIsabel a su izquierda. Todo el mundoestaba en pie, empezando por el

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presidente don Antonio Cánovas delCastillo. Se acomodaron también lainfanta doña Eulalia, muchosministros del gobierno, autoridadesdiversas y el rector de la UniversidadCentral, el señor don Galdo. El reyabrió la sesión y, al momento, donJosé, flanqueado por sus padrinos, losescritores Gaspar Núñez de Arce yPedro de Alarcón, entró en la gransala. Don José lucía un frac adquiridoex profeso para la ocasión. Siaceptaba, aceptaría a lo grande. Perotambién a su manera. Y paseó,exhibiendo una enigmática sonrisa,entre todos los que antes le

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despreciaron y ahora le rendíanadmiración o, al menos, esoaparentaban.

Su majestad Alfonso XII leconcedió la palabra. Don José asintió.Se situó en el estrado desde el que lecorrespondía dar el discurso derecepción en la Academia. Tosió. Seaclaró la garganta con un sorbo delvaso de agua que a tal efecto habíandispuesto en un extremo del estrado.Saludó a sus majestades, al resto demiembros de la familia real, alpresidente del gobierno, a losministros, al señor rector y al resto deautoridades. Hasta ahí todo bien.

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Volvió a toser y a aclararse lagarganta. Sacó unos papeles delbolsillo y los puso sobre el estrado.Se sabía el texto de memoria, perosiempre era tranquilizador tenerlodelante por si se quedaba en blanco.Y empezó.

Mi recepción, señores,como todo lo que mesintetiza o me revela, comotodas mis obras y mishechos,para ser natural, va a serexcéntrica;

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Y calló un instante. Una brevepausa en la que miró al público.Pedro y Gaspar negaban con lacabeza, pero don José los ignoró.Ellos también ignoraron susnegativas. Ahora le tocaba a él. ¿Nohabíais dicho que en verso? Pues enverso será. El resto de asistentes leobservaba entre admirados y atentos.Don José prosiguió:

pero excéntrica y lógica: suformauna tan sólo puede ser, yes ésta.¿Qué es lo que me ha

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valido la honra doblede aceptarme dos veces laAcademia?El bagaje de versos que mesiguey mi exclusivo nombre depoeta [...]La poesía fue mi únicovicio,mas son mis versos miúnica defensa,e imponerme la prosa y eldiscurso,rigor fuera en vosotros, yen mí mengua.¿Qué discurso ha de hacer

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quien no lo tiene?¿Sobre qué discurrir podráaunque quierani sobre qué podrá formarun juicioquien por vivir sin él hastaaquí llega?Yo, conculcando vuestrasreglas todas,me hice famoso: de osadíaa fuerza,atropellé y amordacé lacrítica;sofoqué la razón y forméescuela;inconsciente, es verdad,

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justicia hacedme,jamás cátedra abrí ni fundésecta.

El 31 de mayo de 1885, donJosé Zorrilla, autor de decenas demagníficas obras, entre ellas elinolvidable Don Juan Tenorio ,aceptó, al fin, después de dos intentosinfructuosos anteriores, ingresar en laReal Academia Española de laLengua. Su discurso de recepción fueíntegramente en verso. Un casoprácticamente único, ciertamentememorable y un discurso impecableque recomiendo a cualquiera que le

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guste la literatura, la poesía y la finaironía. No hay uno solo de esosendecasílabos rimados que pronunciódon José Zorrilla aquella tarde quetenga desperdicio. Su discurso es unade esas espléndidas piezas oratoriasmás llamativas aún por lo olvidada ydesconocida que es. Queda poraclarar que he dicho que su discursoen verso era caso «prácticamenteúnico», y digo eso en lugar de único asecas porque los puristas podríanrecordarme que el 10 de marzo de1744 el padre maestro fray Juan de laConcepción, carmelita descalzo,también usó el verso en su ingreso en

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la Academia, aunque, dicho sea contodo el respeto, su discurso no estuvonunca a la altura de la calidad del deZorrilla ni levantó tampoco la mismaexpectación. También parece ser queusó el verso Javier de Quinto en1850, según Camilo José Cela,aunque el experto en historia de laReal Academia y miembro de éstadon Pedro Álvarez de Mirandadestaca que discursos de ingreso enverso, desde que en 1847 seregularizó el uso de este tipo derecepciones, sólo hay dos: el de donJosé Zorrilla en 1885 y el del poetaJosé García Nieto en 1983.

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No es fácil hacer un discurso. Ymás difícil aún es hacerlo en verso.Pero Zorrilla no era hombre al uso,sino que, en el sentido literal de lapalabra, era hombre extraordinario. Y,pese a orgullos heridos, hombrehumilde, tal como da fe el cierre desu mítica intervención de 1885:

Pero aunque viva siglos, yami gloriano podrás revivir, ¡nobleAcademia!Ni en el cielo del Artehacer de nuevobrillar la luz de mi

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apagada estrella.No arrancarán del almalas espinaslas coronas que nimben micabeza,ni me hará creer el puebloque soy grande,siendo, cual son, mis obrastan pequeñas.

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La noche en que Frankensteinleyó el Quijote

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¿Leyó Frankenstein alguna vez elQuijote? Vayamos paso a paso.

Era el verano de 1816. MaryShelley y su esposo, el tambiénescritor Percy Bysshe Shelley,acudieron a Suiza, a una hermosacasa en las montañas que su amigolord Byron tenía en aquel lugar. Allídisfrutaban todos los invitados de unmaravilloso verano alpino henchidode bosques, valles y senderos por losque a menudo caminaban paraejercitarse, al tiempo que asíadmiraban los espectaculares paisajesde aquel territorio. Pero un día, enuno de esos frecuentes cambios

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meteorológicos propios de las zonasmontañosas, las nubes taparon el soly las lluvias interrumpieron susexcursiones. Y no sólo por unajornada o dos, sino que la lluviapareció encontrarse cómoda entreaquellas laderas verdes y decidióinstalarse por un largo período.Byron, el matrimonio Shelley y elresto de los invitados optaronentonces por reunirse a la luz de unahoguera que ardía en una granchimenea de la casa en la que sehabían instalado y allí, entre copa ycopa de vino, deleitarse en la lecturaen voz alta que Percy Shelley

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realizaba de diferentes clásicos de laliteratura universal.

Percy Shelley era un reconocidopoeta que, como Byron, había tenidoque escapar de Inglaterra por elrevolucionario tono de muchos de suspoemas contra el gobiernoconservador británico que se oponía,entre otras cosas, a cambios en unavetusta ley electoral que impedía quelos barrios obreros tuvieran losmismos representantes parlamentariosque las zonas rurales másconservadoras. El caso es que Percysabía leer en público o declamar demodo que agitaba los corazones o

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despertaba la imaginación de quien leescuchara.

Lo sabemos con detalle porquetodo esto nos lo cuenta la propiaMary Shelley, su esposa: por un lado,en el prólogo a su obra Frankensteiny, por otro, en su propio diariopersonal, en donde, día a día, laintrépida autora se tomaba la molestiade dejar constancia de todo aquelloque había hecho cada jornada: unosescritos que ahora constituyen unapequeña gran joya para críticosliterarios y curiosos de todacondición (entre los que me incluyo).Así, Mary nos describe cómo lord

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Byron, uno de esos interminables díasde tormenta veraniega, sin posibilidadde poder salir a la montaña o realizarcualquier otra actividad en el exteriorde la casa, se levantó y lanzó un granreto. Como no podía ser de otraforma, teniendo en cuenta a muchosde los allí presentes, se trataba de unreto literario.

—Os propongo un concurso.—¿Qué tipo de concurso? —

preguntó Percy intrigado y poniendopalabras a la curiosidad de todos lospresentes.

—Propongo —empezó entonceslord Byron— que cada uno de

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nosotros escriba un relato, unahistoria de terror —dijo bajando lavoz, envuelto en las sombras queproyectaba el fuego de la chimenea—. Y el que consideremos como elrelato más terrorífico, ése ganará elconcurso.

Era, sin duda, un desafíoapasionante, y más aún teniendo encuenta el saber hacer literario demuchos de los allí reunidos, pero labrillante idea, no obstante, cayó en elolvido con rapidez en cuanto salió elsol y regresó el buen tiempo. Byron yPercy Shelley eran grandes escritores,pero inconstantes (los hombres... ya

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se sabe), y pronto dejaron las plumasy la tinta y las palabras escritas y seadentraron de nuevo en los hermososbosques de los Alpes.

Por el contrario, Mary Shelley,mucho más disciplinada quecualquiera de sus amigos masculinos,no se dejó distraer o tentar por lasmaravillas de la naturaleza, sino queprefirió permanecer en aquella casa ydía a día, noche a noche, engendró lamaravillosa novela tituladaFrankenstein o el modernoPrometeo. Por cierto, Frankenstein noes el monstruo, o la «criatura», comocariñosamente la define la propia

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Mary Shelley, sino VictorFrankenstein, el doctor que la crea,aunque todos pensemos siempre enesta criatura cuando oímos el apellidodel doctor alemán. Pero lo másinteresante de esta historia es que laescritora no creó esta novela desde lanada absoluta, sino imbuida por esosespacios montañosos que la rodeaban(y muchas montañas y frío y nievehay, sin duda, en el libro que escribió,que abre con un viaje a una regiónpolar); y también influida, de unaforma u otra, por las maravillosaslecturas que su esposo Percy seguíahaciendo por las noches junto a la

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chimenea de grandes clásicos de laliteratura.

Mary escribía sobre todo duranteel día, pero seguía compartiendo contodos las veladas de lectura colectivadonde su marido proseguíadeleitándolos con su mágica dicción,que, estoy seguro de ello, debía dedar vida a cada uno de aquellospersonajes que aparecían en lasnovelas seleccionadas. Y una nocheespecial, tras largas caminatas paraunos en la montaña y una intensasesión de escritura para Mary, Percyeligió una obra maestra de laliteratura española traducida al inglés:

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Don Quijote. Así lo recoge MaryShelley en su diario en la entrada del7 de octubre de 1816: «Percy leeCurtius y Clarendon; escribir; Percylee Don Quijote por la noche.» Y asísiguió su marido leyendo cada nochedurante todo un mes, un mes eterno einolvidable para la historia de laliteratura universal en el que Maryescribía su gran novela. Hasta que el7 de noviembre Mary anota en sudiario: «Escribir. Percy lee Montaignepor la mañana y termina la lectura deDon Quijote por la noche.»

Mary Shelley se enamoró de laliteratura mediterránea y en particular

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de Cervantes, ya fuera por la pasióncon la que Percy leyó aquellatraducción del Quijote, o por suslargas estancias en países del sur deEuropa. El hecho es que MaryShelley, años después, entre 1835 y1837, escribiría la más que biendocumentada y aún más queinteresante Vidas de los máseminentes hombres de la ciencia y laliteratura de Italia, España yPortugal, donde, entre otros muchosautores italianos y portugueses,biografiaba también las vidas depoetas, dramaturgos y novelistasespañoles como Boscán, Garcilaso de

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la Vega, Cervantes, Lope de Vega,Góngora, Quevedo o Calderón de laBarca. Y es que Mary Shelleyhablaba no sólo inglés, sino francés,italiano, portugués y hasta español.¿Y cómo aprendió español? Muy«sencillo» (obsérvese que escribosencillo entre comillas): tanto legustaron el Quijote y su lectura porparte de su esposo en 1816 que,cuatro años después, en 1820, volvióa leerlo, después de haber iniciado elestudio del español, pero esta vez loleyó directamente en castellano. Y tales la pasión que Mary Shelley sintiópor esa gran obra que el lector

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curioso encontrará una referencia aSancho Panza en el prólogo aFrankenstein, igual que podráobservar que la novela de MaryShelley presenta su relato a través demúltiples narradores (el aventureroWalton, el doctor Frankenstein yhasta el propio monstruo); es decir, lamisma técnica narrativa queCervantes usó para el desarrollo delQuijote (narrado por alguien queencontró un supuesto original enárabe que debe traducir una tercerapersona y donde cada uno quita ypone según le place). Y, por siquedan dudas, Mary Shelley decidió

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recrear la famosa «Historia delcautivo» (capítulos XXXIX-XLI delQuijote, primera parte) en el capítulo14 de la versión corregida de 1831 deFrankenstein. Para que se hagan unaidea de las similitudes: en la«Historia del cautivo» del Quijote, uncristiano secuestrado en un paísmusulmán es rescatado por unamusulmana que está dispuesta aabrazar la fe cristiana desposándosecon el cautivo cristiano al que va aayudar a escapar; mientras que en lanovela de Mary Shelley lamonstruosa criatura creada por eldoctor Frankenstein conocerá a Safie,

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una musulmana cuyo padre está presoen la cárcel de París y será ayudadopor un cristiano que ama a Safie. Lasconexiones entre ambos relatos sonevidentes, pero no lo digo yo, sinoque sesudos artículos académicoscomo el titulado «Recycling Zoraida:The Muslim Heroine in MaryS h e l l e y ’ s Frankenstein»[«Reciclando a Zoraida: la heroínamusulmana de Frankenstein de MaryShelley»], publicado en una revistatan prestigiosa como el Bulletin of theCervantes Society of America[Boletín de la Sociedad Cervantinade América], certifican esta relación

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entre un texto y otro.Hoy día, no obstante, no corren

tiempos tan buenos para el bueno dedon Quijote. Recuerdo, aúnabrumado, una anécdota que mecontaron no hace mucho: en unacadena de librerías decidieron que apartir de ahora sería un programainformático el que decidiría quélibros debían permanecer en lasestanterías y cuáles, por el contrario,debían ser retirados, ya que nadiehabía adquirido ningún ejemplar envarios meses. A la hora de realizar eltrabajo de retirada de los ejemplaresque no eran vendidos, se

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externalizaba el trabajo contratando aalguien para esa tarea concreta, puesver qué libros marcaba en rojo elprograma, buscarlos en los anaquelesy retirarlos en cajas sólo requeríasaber leer (conocer el ordenalfabético que inventó el bueno deZenodoto ayudaba a localizar loslibros que debían ser retirados conmayor rapidez, pero no eraabsolutamente necesario). El caso esque el programa informático noatendía ni siquiera al hecho de queciertas obras maestras de nuestraliteratura han quedado reducidas alecturas obligatorias de diferentes

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estudios y que, por lo tanto, sólo sevenden al principio del cursoacadémico. El empleado contratadoen una de estas librerías realizaba coneficacia su trabajo cuando una de laslibreras, algo veterana en estas lides,le detuvo un instante y le dijo:

—Disculpa, pero este libro no loretires, por favor.

El muchacho, que estaba siendoconcienzudo en su tarea, tuvo miedode que se detectara que no había sidoescrupuloso en la realización deltrabajo para el que había sidocontratado y, con el libro en cuestiónaún en la mano, argumentó:

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—Es que el título de este libroviene marcado en rojo en elprograma.

La veterana librera suspiró.—Ya, bueno. No importa. Yo

asumo la responsabilidad. —Y concuidado tomó el volumen que elmuchacho sólo cedió con el ceñofruncido y claras muestras de enojoen el rostro. Como imaginarán, ellibro en disputa no era otro que unejemplar del Quijote.

Conclusión: si Mary Shelleyaprendió español para poder no yaleer sino degustar el Quijote, ¿nodeberíamos todos los que ya tenemos

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la fortuna de saber español encontraralgún momento de nuestra vida parazambullirnos, aunque sólo sea un rato,en alguno de los maravillosos relatosque pueblan la irrepetible historia delmaravilloso Don Quijote? Y pronto,antes de que los programasinformáticos decidan que ya nodebemos leerlo; o, para ser más justo,antes de que quienes programan losprogramas informáticos decidan queya no debemos leerlo.

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Primeras impresiones

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Thomas Cadell Jr. caminaba algoencogido por la humedad que llegabadesde el Támesis. Su oficina editorialen el 141 de la calle Strand enLondres estaba demasiado cercana alrío para su gusto. Pasó por delantedel espacio donde decían que iban aconstruir un nuevo teatro (hoy día elAdelphi Theatre, abierto en 1806 conel nombre francés Sans Pareil [SinComparación]). Thomas Cadell Jr.,no obstante, aquella plomiza mañanade 1797, no tenía claro que aquelproyecto del nuevo teatro fuera allegar nunca a buen puerto.

Llegó a su edificio y entró en las

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oficinas. En la mesa de su despachose acumulaban varios manuscritosque debía evaluar aquella mañana deun octubre desapacible. De hecho,tenía una novela en particular,remitida durante el verano, que habíapospuesto leer en varias ocasiones.Llevaba el título de Primerasimpresiones y era una novelaromántica más de esas que parecíanempezar a hacerse algo popularesescrita por una mujer. La remitía elpadre de la joven autora con unapomposa carta de presentación en unintento de darle prestancia al envío,pero Thomas Cadell Jr. estaba

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bastante resabiado sobre el asunto delas novelas de mujeres. Su padre,Thomas Cadell Sr., que se habíaretirado hacía tres años y les habíadejado a él y a su socio Davies elnegocio editorial, decía que era mejorpublicar obras serias que esos relatosinverosímiles.

Thomas Cadell Jr. se acomodóen su silla frente al escritorio y miróal techo mientras recordaba la fraseque su padre repetía una y otra vez encasa durante las cenas.

—Prefiero arriesgar mi fortunacon unos pocos autores como misterGibbon o David Hume que ser el

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editor de un centenar depublicaciones insípidas.

Sí, eso decía siempre su padre.Y quizá tuviera razón. Así habíaeditado al filósofo Hume o elimpresionante manual sobre laHistoria de la decadencia y caída delImperio romano de Edward Gibbon(que hoy día sigue siendo un referentesobre la historia de Roma). Tambiénhabía publicado obras del economistaAdam Smith o del escritor TobiasSmollett. Gente seria. Thomas CadellJr. sabía, además, que su padre habíaquedado muy decepcionado con elexperimento que hizo al aceptar

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publicar novelas de una mujer,Charlotte Turner Smith; ésta sevolvió, al poco tiempo, demasiadoradical y prorrevolucionaria,apoyando la locura de todo lo queestaba ocurriendo en la Francia queacababa de guillotinar a miles dearistócratas. Un año antes deretirarse, su padre se negó a seguirpublicando novelas de CharlotteTurner y ésta tuvo que recurrir aotros editores.

Thomas Cadell Jr. dejó de miraral techo y tomó de nuevo en susmanos, como había hecho en verano,el volumen manuscrito de Primeras

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impresiones.Leyó un buen rato.Llamaron a la puerta.—Adelante —dijo sin dejar de

leer.Davies, el socio de su padre,

entró. Traía más manuscritos.—Esto es lo que ha llegado esta

semana —dijo dejando cuatro gruesosvolúmenes sobre el escritorio—. Hayalgo de Hannah More que seguro queinteresará a tu padre.

Thomas Cadell Jr. levantó lamirada y la fijó en los nuevosvolúmenes. El trabajo empezaba adesbordarle. Había que ir tomando

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decisiones. Davies tenía razón en lode Hannah More. Aquélla era unamujer, pero una evangelista de firmesconvicciones religiosas. More era laúnica mujer de quien su padre estabadispuesto a leer o a publicar algo. Selimitó a leer el título.

—Sí, sin duda esto interesará ami padre. Ya puedes ir escribiendouna carta de aceptación.

—De acuerdo —respondióDavies sin sorprenderse, aunque sinilusión; More tenía sus seguidores,eran ventas seguras y, a fin decuentas, aquello era un negocio.

Thomas Cadell Jr. suspiró un

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momento, antes de volver a hablar.—Y también puedes escribir al

padre de esta autora y decir que noestamos interesados en su libro.

—¿El de Primeras impresiones?—preguntó Davies, cogiendo elmanuscrito en sus manos.

—Sí, ¿has tenido tiempo deleerlo?

—Algo leí, sí —contestó Davies—. No me pareció que estuviera tanmal. Quizá requiera más maduraciónpor parte de la escritora. ¿Qué edadtiene?

—Veintiún años; eso dice elpadre en la carta.

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—Muy joven, sí, eso me pareció—comentó Davies—, pero tiene algo.No sé. La forma de contar lossucesos y esa manera de meterse enla mente de los personajes. Es novela,pero es... —Davies tardó un instanteen encontrar la palabra adecuada—,es... creíble. Sí, eso es: uno cree loque cuenta ese libro.

—Le consultaré esta noche a mipadre —dijo Thomas Cadell Jr.

—En ese caso voy preparando lacarta de rechazo. Después de lo deCharlotte Turner, tu padre no quiereoír hablar de mujeres escritoras, a noser que sean Hannah More.

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Thomas Cadell Jr. sonrió.Pocos días después, lejos de allí,

en una pequeña población de lacampiña inglesa, llegó una carta de laeditorial a nombre de George Austen.El interesado la abrió durante eldesayuno. Su hija estaba presente y lemiraba con emoción, pero el rostro desu padre no dejaba mucho espaciopara la celebración.

—Lo siento, Jane, de veras. Noles gusta.

A George Austen le dolió tenerque decir aquello. Su joven hija habíasufrido un grave desengaño amorosohacía poco tiempo. Un apuesto Tom

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Lefroy había entablado amistad conella durante las navidades anteriores,pero, como siempre, en cuanto lafamilia del joven se enteró de lospocos recursos económicos de lafamilia Austen, rápidamente hicieronque Tom Lefroy dejara de visitar aJane. Su padre vio entonces cómo lamuchacha se concentraba en escribirpara ahuyentar el dolor del amorperdido; él sabía que la joven Jane sehabía enamorado profundamente. Janehabía sobrellevado aquella separaciónde sus sueños con dignidad y granautocontrol, pero él estaba seguro deque su hija había puesto entonces

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toda su ilusión en aquella novela yahora Cadell la rechazaba.

—Hay más editores, Jane. Loseguiremos intentando. Escribes bien—insistió su padre, en un intento porponer esperanzas en aquella mañanaque amanecía tan torcida.

—Gracias, padre —respondióella—. Lo siento, pero hoy no tengohambre. —Se levantó y abandonó lamesa sin desayunar.

Su padre inspiró profundamente.¿En qué se habrían basado aquelloseditores para rechazar el libro? Nisiquiera había críticas a la novela enaquel mensaje.

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Semanas antes, Thomas CadellJr. cenaba con su padre.

—Han llegado nuevosmanuscritos a la editorial —habíadicho el hijo.

—¿Algo interesante? —preguntóCadell padre, sin dejar de masticar elcordero que estaba degustando.

—Ha llegado un nuevo libro deHannah More, Las estructuras delsistema moderno de la educaciónfemenina, así lo ha llamado. Meparece un título un poco...

—Es un buen título, es un títuloserio. Supongo que lo habrásaceptado.

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—Sí, por supuesto. El libro estábien y se venderá bien.

—Ése es el tipo de libros quedebemos publicar, como los de AdamSmith, o David Hume, o Gibbon.Gente rigurosa, personas que tienenalgo relevante que contar.

—Sí, padre —respondió Cadellhijo; y decidió dejar pasar un buenrato, en el que hablaron de las obrasde aquel teatro que nunca terminabande construir próximo a las oficinas dela editorial, antes de volver al asuntode los manuscritos—. Ha llegadotambién otro libro. Una novela.

—¿De Smollett?

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—No. De una mujer.—Si es esa horrible Charlotte

Turner, ya sabes lo que pienso...—No, no, es otra mujer. Es

joven, una tal Jane Austen. Es unanovela, Primeras impresiones. Unahistoria romántica, pero está bienescrita. Quizá...

—No, no, hijo. Ya tuvimosbastante con las novelas románticasde Charlotte Turner. No quiero másexperimentos. En fin, la editorial lallevas tú, no me voy a meter, pero siquieres mi opinión...

—Por supuesto que tu opiniónes importante, padre —respondió

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Cadell hijo; pero añadió algo más, enun último intento por defender aquellanovela—. A Davies le gusta. Eso mepareció.

—Davies es un romántico. Sipor él fuera, publicaríamos cualquiercosa.

—Pero le has mantenido siemprecomo socio.

—Es un buen administrador,pero como editor...; en fin, ya sabesmi opinión.

—Sí. No, no creo quepubliquemos a esta autora. De hecho,ya le dije a Davies que preparara unacarta para rechazar el manuscrito.

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—Has hecho bien.Y Thomas Cadell Jr. asintió,

aunque en el fondo no estaba tanseguro de haber acertado.

Así, Jane Austen vio cómo serechazaba su primera gran obra. Perono se rindió y siguió escribiendo. Hayque reconocer que, al menos, Janecontó con el apoyo y elreconocimiento de su familia, que laanimaba a seguir intentándolo, perono sería hasta 1811, catorce añosdespués de la negativa de ThomasCadell Jr. (o Sr., pues nunca quedóclaro de dónde partió la negativa),cuando Henry, el hermano de Jane

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Austen, consiguió persuadir a otroeditor, Thomas Egerton, para quepublicara Sentido y sensibilidad. Lanovela se convirtió en un éxitoeditorial sorprendente en la época yen pocos meses se agotó la primeraedición. Mientras se preparaba unareedición, Thomas Egerton quisosaber si Jane Austen tenía alguna otranovela preparada.

—Hay algo, sí —dijo ella—,pero la rechazaron en el pasado.

—¿Quién la rechazó? —preguntó Egerton.

—Thomas Cadell —respondióHenry, que estaba presente en aquella

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entrevista.A Egerton no le gustaba hablar

mal de la competencia, pero sabía loconservadores que eran los Cadell ala hora de seleccionar libros.

—¿Cómo se llama esa novelaque le rechazaron? —preguntó eleditor.

—Primeras impresiones —respondió el hermano de Jane.

—¿Primeras impresiones? —repitió Egerton pensativo.

—Bueno, ahora la he revisado yle he cambiado el título —dijoentonces la propia Jane.

—¿Y cuál es el nuevo título de

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la novela? —preguntó el editor.Jane, de pronto, no estuvo segura

de sí misma, pero, al final, se atrevió.—Orgullo y prejuicio.—Me gusta —respondió Egerton

—. Es sugerente. Quiero leerlainmediatamente. —Y la mirófijamente a los ojos—. Usted no esconsciente aún, pero es una granescritora.

Y así, en 1813, dieciséis añosdespués de haber sido rechazada porlos editores Cadell, Orgullo yprejuicio, una obra maestra de laliteratura, vio la luz por fin. Y es que,ya se sabe, a veces las primeras

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impresiones pueden ser engañosas.

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Veintiséis días

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Lo importante de una novela no es lavelocidad con la que fue escrita, sinduda, sino su calidad, es decir, quenos conmueva, que nos entretenga o,si es posible, que consiga ambascosas a la vez. Pero hay ocasiones enlas que la velocidad se convierte enla clave de la redacción de unanovela. Y sólo un genio es capaz desalir bien parado de semejante locura.

En noviembre de 1866, FiódorMijáilovich Dostoievski caminabacabizbajo por una de las grandesavenidas de San Petersburgo.Acababa de perder a su mujer, y suviejo vicio, el juego, se había

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apoderado, una vez más, de su vida.Dostoievski era un ludópatacompulsivo. Había períodos en suvida en que podía controlar aquelterrible hábito, pero la depresión de lamuerte de su esposa le había hechodébil. Las deudas eran brutales y susacreedores llamaban a su puerta adiario. Paradójicamente, en loliterario las cosas iban bien. Seguíapublicando capítulos de Crimen ycastigo en la revista El MensajeroRuso, pero la falta de dinero era talque Dostoievski optó por unasolución desesperada. El editorStellovski le recibió con una sonrisa

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de dientes escasos que se amplióhasta límites insospechados cuandoDostoievski estampó su firma enaquel maquiavélico contrato: acambio de una nueva novela recibiríatres mil rublos que él ni siquieratocaría para que fueran directamentea sus acreedores. Ésa era la únicaforma de que no se los gastara en laruleta. Hasta ahí todo bien. La sonrisade Stellovski tenía que ver con lo queocurriría si no podía cumplir el plazopactado: primero una multa, que seañadiría a sus deudas; y si, pasadosunos días más, no tenía aquella nuevanovela, Dostoievski perdería todos

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los derechos sobre sus obrasanteriores, es decir, los derechossobre Pobres gentes (1846), El doble(1 8 4 6 ) , Noches blancas (1848),Niétochka Nezvánova (1849),Stepanchikovo y sus habitantes(1 8 49 ) , Humillados y ofendidos(1861) , Un episodio vergonzoso(1862), Recuerdos de la casa de losmuertos (1862) y Memorias delsubsuelo (1864). Era una pérdidaterrible.

Dostoievski tenía claro queStellovski estaba convencido de quenunca podría entregar la nueva novelaa tiempo, pues el plazo marcado era

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de veintiséis días. Dostoievski, noobstante, no se rindió y, nada másllegar a su casa, se frotó las manospara calentarse y empezar a escribir.Había empeñado su abrigo la semanaanterior y apenas tenía leña para laestufa. Todo parecía encaminado alfracaso más absoluto. Además, teníaque seguir enviando más capítulos deCrimen y castigo a El MensajeroRuso.

Pero no, Dostoievski no searredró. Había superado cinco añosen un campo de Siberia. Había sido lacondena por tener ideas propias, porpensar. Pero si había podido con eso,

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podía con todo. Trazó un plan: por lasmañanas escribiría los últimoscapítulos de Crimen y castigo y porlas tardes se dedicaría a la nuevanovela. Podía hacerse. Podía hacerlo.Al principio todo iba bien. Suprivilegiada mente, dotada comoninguna para la narrativa, elucubrababien las frases, los diálogos, lasdescripciones, saltando con habilidady sin confusiones de una novela aotra, pero a los tres días se dio cuentade que no podría cumplir el plazo. Sumente iba más rápido que sus manos.Tenía el final de Crimen y castigo tanclaro en su cabeza como todo el

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desarrollo de la nueva novela queescribía por las tardes y que habíatitulado El jugador, una obra sobre unludópata igual que él. En su momentole había parecido una justa penitenciaescribir sobre su debilidad, peroahora no se trataba del contenido. Lacuestión era que debía entregar lostextos escritos en pocos días y nopodía. Sus manos eran torpes y, confrecuencia, ateridas por el frío,escribían con una lentitudinsoportable. La desesperación seapoderó de él. Dostoievski recurrióentonces a los amigos, pero no lespidió más dinero (nadie se lo habría

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prestado ya). Sus ruegos tenían otroobjetivo y, sorprendentemente, prontotuvieron éxito, de forma que a los dosdías llamaron a la puerta. Dostoievskila abrió y recibió a aquella jovenmujer.

—Soy Anna GrigorievnaSnitkina —dijo la muchacha mirandoalgo nerviosa al entorno destartalado,lleno de libros y polvo que rodeaba alescritor—, la taquígrafa —completóla joven, aún sin atreverse a entrar enaquella casa; y como fuera queDostoievski no decía nada, lamuchacha preguntó—: Usted queríauna taquígrafa, ¿verdad?

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—Sí, perfecto, eso es —respondió Dostoievski, y se hizo a unlado para invitar a la muchacha aadentrarse en su mundo.

Anna dudó. «Ten cuidado —lehabían dicho—, es un genio pero estámaldito.» Pero la mirada que Annaencontró en aquel hombre era la dealguien desamparado, no maldito. Esole pareció entonces. AnnaGrigorievna dio unos pasos adelantey la puerta se cerró.

Apenas salían de la casa.Dostoievski dictaba Crimen y castigopor las mañanas y El jugador por lastardes. Y no paraba de hablar y

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hablar. Anna Grigorievna estabacompletamente cegada por laadmiración: aquel hombre no escribía,sino que recitaba las frases como sifuera una historia que ya estuvieraescrita en su cabeza. Eraimpresionante, demoledor.

Sin embargo, el escritor teníamomentos de duda.

—No sé si está quedando bien,si se entiende —dijo una tarde trasdictar durante varias horas unospensamientos de Raskólnikov, elprotagonista de Crimen y castigo, endonde se le describía completamenteconsumido por los remordimientos.

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—Sí, se entiende —se atrevió adecir Anna Grigorievna—, pero damucha pena.

Dostoievski la miró.—La vida, a veces, da mucha

pena —comentó el escritor, y sequedó observando el contorno defacciones suaves de la joventaquígrafa de veinte años—. A vecesno —añadió el escritor; y AnnaGrigorievna bajó la mirada, pero nopudo evitar sonrojarse.

Siguieron trabajando.A los veintiséis días exactos,

Dostoievski fue al encuentro deleditor Stellovski, pero éste le rehuyó

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durante toda la mañana inventandotodo tipo de excusas, reuniones yvisitas inexistentes. Dostoievski salióentonces de las oficinas de su editor yacudió a paso rápido a una comisaría,donde presentó el fruto de susinterminables jornadas de trabajo yobtuvo el acuse de recibo necesariopara dejar constancia de que habíacumplido el plazo de aquel contratoendemoniado. Luego regresó a casa yle pidió a Anna que se casara con él.La joven aceptó sin dudarlo. Con eldinero que Stellovski tuvo que pagar,Dostoievski saldó sus deudas y,como fuera que las dos nuevas

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novelas se vendían bien, aún tuvodinero extra para llevarse a Anna porEuropa.

Pero el viejo vicio regresó.La pareja pernoctó en Baden-

Baden y Dostoievski fue al casino.—Sólo un momento, sólo un

momento —dijo el escritor.Al principio apostó al rojo o

negro, al par o impar. Luego sintióque tenía una intuición y apostó a unnúmero. Luego a otro. Y a otro. Élmismo se explicaba, se intentabajustificar ante su joven esposa en unaemotiva carta:

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[...] perdía la tranquilidad, destrozaba misnervios y comenzaba a arriesgar, meenojaba, apostaba todo ya sin ningúncálculo y perdía (porque quien juega sincalcular, al azar, es un demente). Ángelmío, te repito que no te reprocho nada,que te amo aún más por extrañarme deesa manera. Pero escucha, querida, porejemplo, lo que me pasó ayer: después dehaberte enviado la carta en donde tepedía que me mandaras dinero, fui a lasala de juegos; me quedaban en el bolsilloúnicamente veinte florines (para algúnimprevisto) y arriesgué diez. Hiceesfuerzos sobrehumanos parapermanecer tranquilo y poder calculardurante una hora completa y todoterminó en que gané [...] trescientosflorines. Estaba tan feliz que sentí unasganas irreprimibles de ponerle fin hoy

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mismo a todo esto: quise ganar aunquefuera dos veces más de lo ganado e irmede aquí y, entonces, sin detenermesiquiera a pensarlo, sin descansar unsegundo, me lancé hacia la ruleta ycomencé a apostar mi oro, y todo, todolo perdí, hasta el último kópek.*

Anna Grigorievna le abandonabaen momentos de desesperación. «Note recrimino, me maldigo», decíaDostoievski en sus cartas. Y ellavolvía.

A su ludopatía compulsivadebemos que Dostoievski escribiera,una tras otra, una larga serie de obrasmaestras de la literatura universal. Lamaldición que perseguía a un hombre

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supuso, sin embargo, la bendiciónliteraria para millones de lectores. Lavida es, cuando menos,contradictoria.

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Hija de la lluvia

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Hay turistas japoneses que disparanlos flashes de sus móviles inteligentesa discreción. Los alemanes y losingleses deambulan con algo más dedecoro y aire impresionado. Losespañoles lo observan todo con esosojos de «parece mentira lo que somoscapaces de hacer cuando realmentenos ponemos a ello». Y es que no espara menos: las inmensas paredes delviejo Hospital de los Reyes Católicos(hoy reconvertido en ParadorNacional, habiendo sustituido eltérmino «Hostal» al de «Hospital») selevantan majestuosas por cada uno delos patios góticos y barrocos que

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configuran la planta del gran edificio.Los hay que sólo piensan en elexcelente desayuno que sirven a loshuéspedes en aquel gran y lujosohotel, pero entre aquellos muros querecogen la lluvia del pasado comoesponjas que todo lo absorben nosólo hay extranjeros, asistentes acongresos o trabajadores dehostelería: allí también hay recuerdosescondidos, misterios olvidados yhasta un pequeño gran secretoliterario. Ocurrió hace mucho tiempo.Tenemos que retroceder cientocincuenta y seis años.

La mujer corría entre la lluvia

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perenne de Santiago de Compostela,así se llamaba aquella ciudad:Santiago, en recuerdo del discípulo deCristo, y Compostela, procedente decampus stellae, o campo de lasestrellas, en referencia a las estrellasque brillaban donde apareció elcuerpo del santo en tiempos remotos.La lluvia que caía era ese eternoorvallo que puede con todo y que atodos engulle, esa lluvia en la quemuchos confían para borrar suserrores y sus faltas y sus miserias. Lamujer de nuestra historia es, noobstante, una sirvienta inocente; cargacon algo en los brazos que lleva

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cubierto con mantas. Hace frío. Es elamanecer del 24 de febrero del año1836. El agua arrecia, pero la mujerno quiere detenerse y cruza la plazadel Obradoiro a toda velocidad. Elimponente hospital, que los ReyesCatólicos ordenaron construir en elsiglo XVI para atender a los peregrinosque llegaran enfermos al final dellargo peregrinaje a Santiago deCompostela, está ante ella. Adán,santa Catalina, san Juan Bautista,Eva, santa Lucía, María Magdalena,los propios Reyes Católicos, Cristo,Santiago y san Pedro, la Virgen con elNiño, san Juan Evangelista y hasta

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seis ángeles parecen observarla conatención desde aquella impactantefachada de piedra.

La mujer se detiene y golpea tresveces la puerta principal del hospital.

La puerta se abre.Una nariz gorda, fea, fofa, asoma

bajo la capucha de un hábito demonje. La nariz mira hacia la niebla,pero aún no se ve nada. Todo estáoscuro todavía. De pronto se oye elllanto de un niño. El monje se vuelvehacia su derecha y ve aquel pequeñobulto de mantas en manos de aquellamujer nerviosa. Ya sabe de qué setrata. A él no le gusta tocar aquellos

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niños traídos al mundo fruto delpecado. Cierra la puerta con unsonoro estallido de desprecio.

El llanto de la criatura se mezclacon la niebla del amanecer. La mujerno sabe bien qué hacer. Le habíanordenado acudir allí, pero aquelportazo la ha dejado confundida. Conla paciencia que dan los años deservicio en casa de los amos, la mujerespera. Al cabo de unos minutos, lapuerta del hospital vuelve a abrirse yuna monja emerge con aire de llevarlevantada varias horas y todas ellastrabajando sin descanso.

—¡Ave María Purísima! —

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exclama la monja al tiempo que cogeen sus brazos a la criatura—. Yademás está helada de frío. —Seintroduce en el hospital con el bebéen brazos, seguida de la jovensirvienta. La puerta vuelve a cerrarse.La lluvia queda allí fuera, golpeandoconstante los muros del hospital.

La monja cruza los patiosgóticos de San Juan y San Marcos. Lamujer que la sigue entiende bien laurgencia, al igual que la monja, quesabe, por la triste experiencia deldolor, que hay que llegar a la CapillaReal, que hace las veces de iglesiadel hospital, lo antes posible. No

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sería aquél el primer niño que se lemuriera en los brazos sin haberllegado a tiempo de bautizarlo.

En la capilla le espera elpresbítero don José. Se oye elrespirar acelerado de la monja, queestá a punto de quedarse sin resuello.Él se ocupará de todo. Don José eramás tolerante con las miserias delalma y de la carne.

—¡Ave... María... Purísima! —vuelve a decir la monja, esta vez conmás dificultad, como si pronunciar elnombre de la Virgen ayudara amitigar los horrores del mundo.

Habían llegado noticias de que

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aquello podía ocurrir pronto y prontohabía sido, en efecto. No habríapadres, pero al menos tenían noticiadel nombre que debía recibir lacriatura. Las había que llegaban sinsiquiera un nombre con el quebautizarse.

—Es una niña..., la queesperábamos —dijo la monja al entraren la capilla con la criatura en brazos.Aún lloraba, pero eso era bueno.

—Déjeme a mí, hermana —dijola sirvienta que había llevado a laniña hasta el hospital, preocupada deque la monja, agotada como estabapor la carrera, pudiera perder el

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equilibrio y caer con el bebé enbrazos—. Creo que se haacostumbrado a mí y quizá sepacalmarla.

Y así fue: por cansancio o porsentir de nuevo el calor de la mujerque se ocupaba de ella desde hacíadías, la niña interrumpió aquel llantoque partía el alma.

El presbítero era hombre depocas palabras. No era partidario dehablar, sino de hacer. En pocosminutos dispuso todo lo necesario allado de la pila.

El bautizo fue rápido y sobrio.Sólo el presbítero, la monja y la

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sirvienta atendieron al evento. DonJosé rellenó el acta bautismal con laparsimonia del funcionarioeclesiástico que ya ha visto todo loque tenía que verse en aquel mundo ymucho, también, de lo que no deberíaverse nunca. Un mundo de nieblas ylluvia.

En veinte y cuatro de febrero de milochocientos treinta y seis, MaríaFrancisca Martínez, vecina de San Juandel Campo, fue madrina de una niña quebauticé solemnemente y puse los santosóleos, llamándole María Rosalía Rita, hijade padres incógnitos, cuya niña llevó lamadrina, y van sin número por no haberpasado a la inclusa; y para que así

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conste, lo firmo.

La sirvienta María Franciscarecogió a la niña y, poco a poco, conalgo más de paz de ánimo, fuedesandando el camino por el interiordel gran hospital. Llegó al fin a laentrada. Allí seguía, cabizbajo, elmonje que había abierto la puerta porprimera vez. Nada más verla llegar,abrió la puerta como quien la abrepara que salga una alimañaperniciosa. La sirvienta cruzó elumbral y salió con rapidez paradesaparecer, sigilosa, mezclando sufigura y la del bebé con las primeras

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luces de un alba que volvía a respirarlluvia.

Rosalía de Castro era hija de unsacerdote y una hidalga de familiavenida a menos. Con aquel origensacrílego, nadie preveía que fuera atener un gran futuro por delante, perosu tía paterna se hizo cargo de lacriatura, ya fuera por piedad cristianao por miedo a que se conociera todala historia de aquel incómodonacimiento. Durante decenios, elorigen de la gran escritora gallega,madre del resurgimiento de laliteratura en esa lengua a la par quemagna escritora en lengua castellana,

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quedó fuera de los libros de texto. Loque no hicieron esos manuales, y esde agradecer, es dejar de lado susmagníficos poemas.

Si alguna vez peregrinan aSantiago de Compostela, disfruten yadmiren lo mucho que hay queadmirar y sentir en su catedralsagrada, y paseen por sus callesestrechas y anchas, empedradas dehistoria palmo a palmo, perodeslícense también hacia el interiordel Hostal de los Reyes Católicos (nohace falta alojarse allí para visitarlo).Caminen entonces en el silenciorotundo que se apodera de sus

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inmensos claustros una tarde de lluviaconstante y lean entre esos muros unpoema de Rosalía de Castro. Háganloen voz alta. No tengan vergüenza dedar voz a quien allí fue bautizada.Quizá los ecos de las paredes lesdevuelvan el llanto inocente de unaniña, una pequeña gran escritora hijade la lluvia. Una tarde de octubreestuve allí, no hace mucho. Paseé poraquellos claustros y me preguntaba:¿se acordaría Rosalía de Castro de sunacimiento cuando decía...?

Aunque mi cuerpo se hiela,me imagino que me quemo;

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y es que el hielo algunasveceshace la impresión de fuego.

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Charles Dickensy la piratería informática

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A Charles Dickens la pirateríainformática no le preocuparíademasiado. Los genios es lo quetienen: se pueden permitir vivir porencima del bien y del mal. Meexplicaré.

Dickens no lo tuvo fácil en suscomienzos: no recibió educaciónalguna hasta los nueve años y, aunquede los nueve a los doce pudodisfrutar de un breve intervalo detranquilidad en el que devoró todoslos libros que caían en sus manos,desde el Tom Jones de Fielding, unode sus escritores preferidos, hasta elmismís imo Quijote (sí, Dickens

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también leyó el Quijote y, si vamos aeso, Henry Fielding también y, comoMary Shelley, lo recomendabaencarecidamente a todo el mundo).Pero estamos con Dickens: todo leiba mejor hasta que su padre ingresóen la cárcel por su incapacidad dehacer frente a las deudas, y entoncesDickens, un niño de doce años,empezó a trabajar en una factoría dezapatos. Fueron tiempos durísimosque se quedarían grabados en sumemoria para siempre y que luegoreflejaría en sus obras maestras.Dickens, ejemplo donde los haya deun hombre hecho a sí mismo,

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consiguió dejar la fábrica gracias asus enconados esfuerzos enautoeducarse para así ingresar comopasante en un bufete de abogados. Sinembargo, ejercer el derecho no eraalgo que colmara las expectativas deDickens, quien, en cuanto le fueposible, saltó del despacho deabogados a un periódico y, por fin, auna editorial. No deja de resultarmegracioso que algunos de susdetractores le critiquen precisamenteeso: que era, que fue, que tuvo queser a la fuerza, «autodidacta».Dejemos estos críticos a un lado ysigamos, que hasta la piratería

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informática aún falta.Dickens, como tantos otros en su

época, publicaba sus novelas porfascículos, por la sencilla razón deque el público lector normalmente nodisponía de la capacidad económicasuficiente para comprar un granvolumen y les era mucho másasequible ir adquiriendo fascículossemanales o mensuales a un preciomuy inferior. El éxito de Dickens eneste formato fue arrollador. Sus obrasliterarias no sólo han pasado a lahistoria de la literatura inglesa yuniversal, sino que además ya en sutiempo disfrutaron de un desbordante

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éxito popular. Como muestra, bastedecir que, según el periódicobritánico The Telegraph , en suedición del 8 de mayo de 2010,Historia de dos ciudades de Dickens,la gran novela que recrea lostumultuosos años de la Revoluciónfrancesa, había vendido más dedoscientos millones de ejemplares entodo el mundo desde su publicaciónen 1859, siendo el libro más leído dela historia (dejando de lado la Biblia,el Corán y otros libros religiosos),superando a la épica trilogía de Elseñor de los anillos.

Con Dickens el éxito popular y

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el prestigio literario han ido de lamano durante decenios. La únicacrítica sólida que veo a sus libros essobre la credibilidad, o, mejor dicho,la «incredibilidad» (el término existey está recogido en la última ediciónd e l Diccionario de la lenguaespañola de la Real Academia). Merefiero a la incredibilidad de algunosde sus más grandes personajes. Y esque parece hasta cierto puntoinverosímil que personajes comoOliver Twist o David Copperfield,que malviven en los peores antros deun Londres embrutecido yembrutecedor, en compañía de

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malhechores de toda condición ydecenas de otros personajes terriblesy, por encima de todo, sin escrúpulos,puedan mantener unos grados debondad tan elevados pese a padecertanto. Pero así nos los presentaDickens, un David Copperfield o unOliver Twist que mantienen subondad en medio de una ciénaga demiseria. Es cierto que nos puederesultar inverosímil, pero, y aquíempieza la genialidad, estos relatosson tan magníficos, tan colosales, y sutrama, las descripciones, la recreaciónhistórica, la atención al detalle, lacomicidad, la tragedia, el vocabulario,

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todo está tan bien hecho que al finallo inverosímil deja de resultarnosincreíble, hasta el punto de que elLondres del siglo XIX que tiene en sumente la mayoría de británicos y nobritánicos es, precisamente, elLondres que retrata Charles Dickens.

Pero Dickens dio un salto másque muy pocos escritores se hanatrevido a dar. Todo empezó, comomuchas cosas en nuestra vida, deforma casual, con el objeto derecaudar fondos con fines benéficos:varias instituciones se habían dirigidoal famoso escritor para que aceptararealizar algunas lecturas públicas de

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sus obras en diferentes centrosculturales del Reino Unido para reunirel dinero necesario que precisabanvarios hospitales y orfanatos que, delo contrario, se verían obligados acerrar. Dickens, que no habíaolvidado lo que era pasar penurias,aceptó sin dudarlo. Para sorpresa detodos, aquellas lecturas supusieron unéxito rotundo, muy por encima de lasmejores expectativas que hubieranpodido imaginar. Fue entoncescuando Charles Dickens pensó: «¿Ypor qué no seguir con estas lecturaspúblicas en teatros por todo el país ypor Estados Unidos?» Y eso hizo.

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Dickens, siempre un profesional,viajaba con todo lo necesario, quetampoco era tanto: una mesa, unasilla, una pantalla para situar a suespalda que ayudara a proyectarmejor su voz. Iba de ciudad enciudad, y la gente, su público, suslectores, pagaban por escuchar envivo y en directo a uno de sus autoresfavoritos leyendo en voz alta; másaún, recreando con diferentes voces yacentos los distintos personajes deUn cuento de Navidad, Historia dedos ciudades, Oliver Twist y tantasotras historias memorables. Elescritor salía a escena, saludaba al

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público presente y anunciaba lanovela que iba a leer.

—Hoy leeré para todos ustedesUn cuento de Navidad. Espero queles guste.

Es posible que piensen que mipasión por Dickens nubla miecuanimidad, pero les invito a leer lascríticas recogidas en la prensa de laépoca: «Escuche a Dickens y muera:nunca oirá nada mejor en su vida»,decía el Scotsman; «Pocas veces hesido testigo o he compartido unanoche de tan genuinoentretenimiento», comentaba el críticodel Times, para concluir diciendo que

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«nunca una audiencia tan grandehabía sido cautivada por la simplefuerza de la lectura de un solohombre»; mientras que un periodistadel Cheltenham Examiner seguía conla boca abierta tras la lectura públicaa la que había asistido porque «lafacilidad con la que mister Dickensajustaba su voz a cada uno de losdiferentes personajes de su obra eraasombrosa». Por fin, el reportero delExeter Journal no tenía duda enafirmar sin ambages que «misterDickens es el mejor lector del mejorescritor de su época».

Estas lecturas públicas

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proporcionaron a Dickens la fuenteregular de ingresos que le hacía faltapara mantener a su esposa, a sus diezhijos y... a su amante (pero ésa esotra historia en la que no deseoprofundizar demasiado: digamos queDickens tuvo una amante y que estosólo salió a la luz porque, cuandoviajaba en un tren con ella, el trendescarriló y Dickens, en lugar deescabullirse con ella, se quedó paraayudar a sacar a los heridos, y fue ahícuando se descubrió quién era y conquién iba). No sabemos si su mujer leperdonó o no el delicado asunto de suamante, pero, sin duda, el público sí

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que pareció olvidarse de ello:Dickens falleció en su casa un día deverano y dejó por escrito que deseabaun funeral sencillo y privado y unalápida en la que sólo se pusiera, concaracteres carentes de adornos, sunombre y su fecha de nacimiento ymuerte. Y todo se cumplió, conexcepción de que el público exigióque Charles Dickens debía estarenterrado en la Abadía deWestminster en el corazón deLondres, ese Londres que tanto amó yque tan bien describió con todas susluces y sus muchas sombras.

¿Qué haría Charles Dickens hoy

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día? Estoy convencido de quepublicaría sus novelas por capítulosen su web, anunciaría por Twitter supróxima lectura pública, llenaríateatros y auditorios y, con todaseguridad, no se preocuparíademasiado por la pirateríainformática, porque la gente pagaríapor escucharle en directo.

¡Qué pena, qué lástima tangrande que Charles Dickens fallecieraen 1870, sólo seis años antes de queThomas Alva Edison inventara elfonógrafo!

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Esquina Pérez Galdós conÀngel Guimerà

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Estoy sentado en la terraza de unpequeño café que lleva elesperanzador nombre de Il·lusió[Ilusión], justo en una esquina delcruce entre la avenida Pérez Galdóscon la calle Àngel Guimerà en laciudad de Valencia. No creo quenadie de los que caminan por estascalles, rápidamente, agobiados por eltiempo y por la vida, piense en lospremios Nobel de Literatura quepudieron ser y no fueron. Se trata,además, de un cruce de avenidas algodesabrido: muchos coches y bastantecontaminación, circunstancias que noinvitan al reposo y la reflexión. Desde

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mi mesa, mientras saboreo un buencafé con leche que ayuda acompensar el entorno, puedo ver elpaisaje atestado por ese pálpitopermanente de un tráfico urbanoincesante. Se puede ver una tienda debisutería, un centro de manicura, unbar, una boutique, una entidadbancaria, una casa de comida parallevar y una inmensa torre detelecomunicaciones que completa elescenario a modo de gran guindatecnológica.

Me levanto y cruzo la calle. Hayunas placas verdes que indican ladirección para encontrar los números

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76 al 14 de la calle Àngel Guimerà ylos números 86 al 128 de la avenidaPérez Galdós. ¿Y Harald Hjärne?Faltaría una tercera calle que secruzara con estas dos para completarla historia, pero supongo que ya essuficiente casualidad que aquí enValencia la calle Àngel Guimeràtermine justo en la avenida PérezGaldós, porque es por casualidad,¿verdad?; ¿o no? Es posible que lagente que transita por aquí nuncarepare en esta curiosa ironía del planode Valencia.

Me explicaré: la historia de lospremios Nobel de Literatura se

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remonta a 1901, cuando el francésSully Prudhomme inauguró la lista depremiados de mayor prestigio en elmundo de la escritura. En los añossiguientes, un alemán y un noruegoobtuvieron el premio. Hasta ahí todobien. El conflicto empieza luego. LaAcademia Sueca quería concederpremios Nobel a algunas literaturasde lenguas latinas que estaban enrecuperación a principios del sigloXX, y los nombres de FrédéricMistral, occitano, y de ÀngelGuimerà, catalán, sonaron con fuerza,pero las presiones desde Españaforzaron a que la Academia Sueca

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concediera el premio de 1904 exaequo a Mistral por un lado y aEchegaray por otro, este último enlugar de Guimerà. La Academia deBellas Artes de Barcelonareaccionará entonces con energía ypropondrá durante los próximosdiecisiete años y de formaininterrumpida la candidatura deÀngel Guimerà para el Premio Nobelde Literatura. Desde la RealAcademia Española, sin embargo, sefavorecieron las candidaturas deMenéndez Pelayo primero y de BenitoPérez Galdós después. La división delas propuestas que llegaban desde

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España, pues así era percibido por laAcademia Sueca, no favorecía nuncalas propuestas de nuestro país; y asíescritores europeos de Polonia,Bélgica, del Imperio alemán, ReinoUnido, Italia, y hasta un famosoescritor de la India (Tagore),obtuvieron el muy anhelado galardón.Los años van pasando y llegamos a1916. Una vez más desde España seinsiste en Galdós, por un lado, y enGuimerà, por otro. Harald Hjärne,presidente de la Academia Sueca enese año, parece decantarse, por fin,por Galdós, por su impresionanteobra de los Episodios nacionales, sin

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que eso vaya en demérito de la valíade Àngel Guimerà. Además, no hayque olvidar que Harald Hjärne erahistoriador en la Universidad deUppsala. Quizá a su influenciadebemos también el Premio Nobel algran escritor polaco de novelahistórica Henryk Sienkiewicz, dequien siempre está bien recordar suépica Quo vadis, inmortalizada por elgrandioso Hollywood y que latelevisión suele programar en Pascua.Nunca está de más volver a verla.Peter Ustinov como ese Neróndelirante realiza una actuaciónmemorable.

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Pero volviendo a 1916, cuandoHjärne empieza a emitir informes enlos que recomienda al resto de laAcademia Sueca a Benito PérezGaldós, desde España llega no sólo lapropuesta alternativa de ÀngelGuimerà, apoyada una vez más por elCírculo de Bellas Artes de Barcelona,sino que también se remitennumerosos escritos y críticas de losenemigos políticos de Galdós, y esoque don Benito, pese a su ideologíaprogresista, fue hombre ajeno adogmatismos y se declaraba amigo depersonas tan alejadas de cualquierizquierdismo como el propio

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Menéndez Pelayo o Antonio Cánovasdel Castillo, con los que compartíaanimada tertulia en Madrid. Fueracomo fuese, ante un país que pedía elNobel con sus instituciones divididasen derechas, izquierdas ynacionalismos, el sueco se hizoprecisamente eso, el sueco, y dio elPremio Nobel de Literatura de 1916 aun sueco, y en 1917 a dos daneses, anadie en 1918 por causa de la primeraguerra mundial, y a un suizo en 1919.

Me puedo imaginar al ancianoGaldós o al propio Àngel Guimeràescuchando aquellos nombres quealgún amigo o familiar les leería, en

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especial a don Benito Pérez Galdós,que estaba quedándose ciego.

—Don Benito, este año se lo handado a Verner von Heidenstam.

—Ya, bien. Será bueno —diríadon Benito.

—Dicen que es poeta ynovelista. Creo que el periódicohablaba de que tenía una novelahistórica sobre Suecia, pero no estoyseguro.

—Bueno. Bien está. Pero ahorasigue leyéndome Oliver Twist .Dickens sí que es bueno de veras —respondería don Benito, quedisfrutaba escuchando pasajes de sus

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grandes autores favoritos, como elpropio Dickens, Cervantes oShakespeare.

Y al año siguiente.—Don Benito, este año el Nobel

se lo han dado a Karl AdolphGjellerup y Henrik Pontoppidan.

—¿Y éstos quiénes son?—Daneses.Y al año siguiente.—Don Benito, este año se lo han

dado a Carl Spitteler.—¿Danés? —preguntaría

Galdós.—No, suizo —le responderían

—. Un poeta.

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Y don Benito asentía y callaba.Y así hasta su muerte.

En 1920, don Benito PérezGaldós falleció. Guimerà aún seguiríaesperando pacientemente.

—Aquest any l’han donat aKnut Hamsun [Este año se lo handado a Knut Hamsun] —le dirían, ydon Àngel Guimerà escucharía yaguantaría. Eso sería en 1920.

Al año siguiente le contarían queel Premio Nobel de Literatura iba aparar a manos del francés AnatoleFrance. Y en 1922 el que lo recibiríasería el español Jacinto Benavente.Àngel Guimerà iba cayendo en el

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olvido de una Academia Sueca quetenía sus miras puestas ya en otrasliteraturas. En 1923 el premiado seríaWilliam Butler Yeats, abriendo elcamino a los premios Nobelirlandeses que ya he referido en otrode estos episodios.

En 1924 don Àngel Guimeràfalleció.

Ninguno de los dos, ni Galdós niGuimerà, obtuvo un reconocimientoque, en mi opinión, con estilosliterarios diferentes e interesesdiversos, ambos merecíansobradamente. La desunióninstitucional y política propia de

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nuestro país hizo que susoportunidades, es decir, nuestrasoportunidades, se perdieran.

En una dinámica diferente hayque enmarcar el proceso contrario, enel que, por ejemplo, la Generalitatvalenciana financió la puesta enescena de Los intereses creados delNobel Benavente, madrileño, durantela temporada teatral 2011 en unamagnífica producción dirigida por elactor valenciano Pepe Sancho. Laobra cosechó, una vez más, un granéxito de crítica y público, y la de2011 es una puesta en escena que mepermito recomendar a quien no

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pudiera verla, en caso de que la obravuelva a representarse en Valencia oen cualquier otra ciudad española. Yes que en la literatura de verdad nohay tantas fronteras. Los escritores serespetaban entre sí: Echegaraytraducía a Guimerà del catalán alespañol a la par que apreciabaenormemente a Galdós, pero lasinstituciones fallaron. En lugar deproponer conjuntamente a un autor yluego a otro, la división condujo aque ni Galdós ni Guimerà obtuvieranel Nobel.

Y ahora aquí están en Valenciaestas dos calles, dos grandes

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avenidas, la de Pérez Galdós y la deÀngel Guimerà, cruzándoseeternamente en este enclave donde eltráfico de la ciudad fluye constantesin detenerse un solo momento. Mepregunto si el hecho de que estas doscalles se cruzaran fue realmente unainocente casualidad del destino o unguiño irónico que algún urbanista dela capital del Turia quiso dejarnospara la posteridad.

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El asesinato de SherlockHolmes

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Arthur era un hombre tranquilo.Nadie podía imaginar en qué andabapensando desde hacía varios meses.

Había diseñado el asesinatoperfecto. O eso creía. Ni siquiera elenigmático y agudo Sherlock Holmespodría hacer nada por evitarlo. Lajugada era maestra, perfecta. Másaún: era osadía pura, pues su víctimano iba a ser otra que el propioSherlock y, sin embargo, el detectivede Baker Street no tenía ni la másmínima idea de lo que estaba a puntode ocurrir. Ni idea. Ése era el granpoder de Arthur.

El plan era sencillo. Sólo había

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que conducir a Sherlock Holmes, alvanidoso y ególatra Holmes, hasta elabismo de Reichenbach, en Alemania.Ocurriría allí. Arthur asentía mientraslo preparaba todo. Pero Arthur noquería ser acusado. ¿Acaso quierealguien pasar por eso? No. Lo teníatodo pensado: acusarían a otrapersona en su lugar. ¿Quién? AquíArthur sonrió. Quién sino el enemigoeterno de Sherlock Holmes, quiénsino el perverso dueño de los bajosfondos de Londres y de medio mundo,quién sino el temido profesorMoriarty.

Sí. Arthur lo preparó todo con

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esmero: folios limpios, blancos, sinmácula, y tinta negra, oscura, líquida,bien dispuesta. Ésas eran sus armas.No necesitaba más. Dicen que haypalabras que hieren. De acuerdo. Ytambién hay palabras que puedenmatar. Empezó a escribir.

Todo salió tal y como lo habíadiseñado: Holmes siguió a suarchienemigo hasta el precipicio deReichenbach y allí luchó a muerte conél hasta que el abismo se tragó aambos. Todos cometen torpezas.Holmes, en su afán por atrapar aMoriarty, decidió arriesgarse. Arthurcontaba con ese punto de vanidad de

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Holmes. Sabía que no dejaría pasar laoportunidad que se le brindaba deatrapar a Moriarty, incluso si esoconllevaba una arriesgada lucha alborde mismo de un precipicio.

Todo pasó rápidamente. No eramomento de proporcionar muchosdetalles. Arthur, además, se aseguróde que ni tan siquiera aparecieran loscadáveres. Mejor así. Aún más difícilreunir pruebas en su contra.

Todo había terminado. SherlockHolmes había muerto.

Arthur se levantó de la mesa desu escritorio y cruzó el despachohasta llegar al pequeño mueble donde

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guardaba las bebidas. Podría haberllamado a alguien del servicio, perose sentía como si aún tuviera sangreen las manos y, por encima decualquier otra consideración, aquélera un momento privado. Se sirvió unvaso de jerez. Bebió. Le supo algoamargo. ¿Le sabrían ahora siempreamargas todas las copas? ¿Era ése elregusto que le iba a quedar en elpaladar para siempre? Retornó haciael escritorio y, de pie, con la copa enla mano, releyó la última página queacababa de escribir. Al menos lehabía proporcionado una muerteheroica. A todos les gustaría.

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Además, así aún sospecharían menosde él. Fin de la historia. Regresó almueble bar y se sirvió una segundacopa. Ahí se detuvo. No queríaemborracharse. Tampoco sentía esanecesidad.

Arthur durmió tranquilo aquellanoche, sin el más mínimo complejo deculpabilidad. Por fin era libre. Teníatantos proyectos, tantas ideas. Ahorapodría ocuparse de ellos, darlesforma. Ya no estaba atado aSherlock. Mañana mismo empezaría atrabajar.

Todo fue bien durante variosdías. La rutina se apoderó de su

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existencia y se sentía cómodo. Hastaque llegó la primera carta. Arthur lavio una mañana en la bandeja delcorreo, pero no quiso abrirla. Intuíaqué podía ser y decidió ignorarla.Venía del mismo Londres. No le dioimportancia. Era lógico que hubieraalgunas reacciones, pero al díasiguiente eran tres las cartas y diez alsiguiente y luego veinte, treinta,cincuenta... Arthur decidió abriralgunas, sólo por tener una noción delo que se pensaba: le acusaban a él,directamente, con firmeza, sin dudaalguna. Nunca pensó que fueran allegar a esa conclusión tan

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rápidamente. Pero había más: lerogaban; le imploraban que deshicierael pasado, que desanduviera elcamino andado con aquellas páginas,pero cómo hacerlo y, a fin de cuentas,por qué. Ahora era libre. Y le gustabaserlo y pretendía seguir siéndolo pormucho tiempo; no, para siempre.Negó con la cabeza y dejó las cartassobre la bandeja del correo. Novolvería a leer ninguna más. Noimportaba cuántas llegaran, pero,justo en ese instante, llamaron a lapuerta. Arthur iba a dar orden de queignoraran esa llamada, pero ya eratarde: oyó cómo el servicio la abría y

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cómo subían por la escalera. Deberíahaberse marchado de Londres por untiempo. Quedarse había sido un errorde cálculo. Se mantuvo tranquilo. Nose sentía culpable.

Un hombre entró en el salón. Eraconocido por el servicio y nadiepensó que se le debiera detener en laentrada.

—¿Qué has hecho, Arthur? —lepreguntó el hombre aun antes desaludar.

Arthur guardó silencio.—¿Por qué? ¿Por qué, Arthur?Arthur seguía callado. Se

levantó de la butaca en la que se

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había sentado y deambuló por lahabitación, hasta que se detuvo enuna ventana y miró a través de lascortinas. Había mucha gente frente asu residencia. Dio un paso atrás.Encaró entonces al recién llegado.

—Porque estoy harto, hastiado,por eso —replicó Arthur resuelto,casi con fiereza.

El hombre que había ido a verlesuspiró, hizo un gesto al escritor paraque regresara a su butaca, lo queArthur aceptó, y el otro hombre sesentó frente a él. Le hablaba comoquien habla a un niño.

—Arthur, te aseguro que si hay

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alguien que puede entenderte ése soyyo, pero esto no puede ser. Has idodemasiado lejos. Esto tiene que...tiene que ser de otra forma.

Arthur volvía a negar con lacabeza, pero el hombre le hablaba condecisión y Arthur sabía que teníarazón, que no había otro camino.

—Sherlock Holmes erademasiado grande ya, Arthur,demasiado. Quizá al principio habríaspodido hacerlo, cuando no lo conocíatanta gente; pero ahora no, ahora deningún modo. Nadie lo aceptará. Veoque aquí también han llegado algunascartas —dijo mirando la bandeja del

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correo de Arthur repleta de sobres sinabrir—. Esto no es nada, lo que tienesaquí es apenas una muestra. Nosotrostenemos miles de cartas. Y todaspiden lo mismo. Y tienes ya a muchagente congregada ahí fuera.

Arthur miraba al suelo.—Ha de volver, amigo mío —

concluyó el hombre—. Arthur, no sécómo podrás hacerlo, pero SherlockHolmes ha de volver, ha de salir vivodel abismo de Reichenbach.

Hubo un momento de silencio.—Es lo mejor, créeme, Arthur,

es lo mejor. —Y el hombre selevantó, le dio una palmada en la

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espalda y salió despidiéndose en vozbaja para no interrumpir lospensamientos de Arthur, que debíaencontrar la fórmula para resucitar aun muerto.

Sir Arthur Conan Doyle, cansadode escribir decenas de relatos sobreel más famoso detective de lahistoria, decidió que SherlockHolmes, la más impactante de todassus creaciones, debería morirluchando contra su enemigo Moriarty.Conan Doyle relató aquella lucha detitanes en una carta que Holmesenviaría al doctor Watson, donde elpropio Sherlock Holmes explicaba

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que iba a seguir a Moriarty hastaaquel terrible lugar, el abismo deReichenbach, y atraparlo; pero cuandoWatson fue allí, las pisadas de amboshombres se perdían en el nefastoprecipicio. El amigo del detectiveconcluyó que todo había terminado.Y para que no quedara duda algunaentre los lectores, el título del relatoera claro: «La aventura del problemafinal.» Era el fin de Sherlock Holmes,ése había sido el plan, pero darmuerte al más audaz de los detectivesno era tan fácil: los miles de cartasrecibidas por sir Arthur Conan Doyley las visitas y los ruegos de su propio

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editor le hicieron ver que el públicose negaba a aceptar que Holmespudiera morir. Muchos seguidores delas aventuras del aclamado detectivede Baker Street se paseaban frente ala casa del escritor con cresponesnegros en los sombreros en señal deprotesta y luto por la muerte de suídolo. Conan Doyle se plegó al fin alas peticiones de su editor y delpúblico y, en «La casa deshabitada»,Sherlock Holmes regresaba a la vida.¿Cómo? En la ficción todo puedearreglarse: Holmes, haciendo uso delarte marcial baritsu, había luchadocontra Moriarty al borde del abismo

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de Reichenbach y había derrotado alterrible enemigo, pero el detectivehabía fingido caer él también al vacíopara combatir, durante unos años, alresto de líderes de los bajos fondosde Londres, gracias al anonimato quele daba el hecho de que todos lecreyeran muerto, hasta que por fin elgran detective se presentó de nuevoante un sorprendido e inmensamentefeliz doctor Watson, en uno de losreencuentros más conmovedores de lahistoria de la literatura. Incluso elgélido Sherlock Holmes se veráconmovido, como pocas veces en suvida, ante la alegría incontenible de

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su amigo al reencontrarse con él. Hoydía, sir Arthur Conan Doyle estámuerto y no le podemos resucitar,pero Holmes sigue vivo, más vivoque nunca. A veces los personajesson mucho más importantes, másfuertes, incluso casi más reales, quesus autores.

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La trinchera

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Los disparos de la ametralladoraalemana, por fin, se detuvieron. Setrataba de una SchweresMaschinengewehr 08, unaametralladora pesada que escupíahasta cuatrocientas balas por minuto.Las ráfagas mortales habían estadoarreciando toda la jornada como unalluvia incesante de fuego y rabia.

—O se les ha acabado lamunición o se han cansado dematarnos —dijo su amigo.

Raymond le miró y asintió.Quedaban media docena de suscompañeros de armas en aquellatrinchera. De hecho, apenas quedaban

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hombres del regimiento de las tropasexpedicionarias canadienses a las queRaymond se había alistado para ir aluchar al frente en Europa. Porentonces, él era nacionalizadobritánico y, al estallar la Gran Guerrade 1914, había considerado su deberalistarse, pero, después de meses enel frente, Raymond ya no estabaseguro de nada. Ni siquiera de quefuera a salir vivo de aquella trincheraen la que tantos habían caído en unaspocas horas.

Raymond, para evadirse delhorror del momento, repasaba en sumente lo que había ocurrido en los

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últimos meses: los alemanes sehabían lanzado contra París y casillegan a tomar la ciudad, pero losejércitos francés y británicocombinados consiguieron hacerlesretroceder; hasta ahí todo bien, perolo que parecía un rápido contraataqueanglofrancés, que debería haberlosconducido a todos a luchar en unBerlín que británicos y francesespensaban que caería pronto, se detuvoen seco cuando los alemanes enviaronmás tropas de refuerzo a Francia. Ésefue el principio de una tragediahumana de dimensiones desconocidashasta entonces. Los ejércitos

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quedaron inmovilizados y con ellospareció detenerse Europa entera.Todo el norte de Francia se plagó detrincheras, alambradas yametralladoras. Desde entonces, enuna larga guerra de desgaste, decenasde miles de soldados de uno y otrobando se dejaban la vida mientras losaltos mandos de los dos contendientesintroducían todo tipo de nuevas armasen los campos de batalla. Los altosmandos experimentaban. Lossoldados caían.

Raymond había visto enemigoscon fusiles que lanzaban llamasincendiándolo todo a su alrededor y a

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compañeros suyos envueltos enfuego, convertidos en antorchashumanas, corriendo despavoridos,cegados por el horror y el sufrimientoextremos, hasta que eran alcanzadospor una ráfaga de ametralladora quecasi parecía misericordiosa en mediode aquella locura. Otros días habíatenido que gatear para escapar deaquellos gases terribles que habíandejado ciegos a tantos de suscompañeros. Nadie sabía ya a quéatenerse ni qué tipo de guerra era ésa.Les repartieron entonces máscarascon las que protegerse de los gases.Pero llegaron entonces las máquinas.

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Raymond vio ingenios terribles, comoapisonadoras gigantes que exhibíancañones por los laterales o pordelante, vehículos completamenteacorazados que lo arrasaban todo a supaso, alambradas o huesos quebradosde soldados atónitos, hasta que uncañonazo enemigo o un lanzallamasdetenía el avance de aquella máquinay ésta quedaba destrozada,aprisionando en su interior a susocupantes.

Todos usaban de todo. Pero lopeor era que con frecuencia, despuésde los gases, los lanzallamas y lostanques, había que terminar luchando

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en muchas ocasiones con lasbayonetas de los fusiles cuando seterminaban encontrando cuerpo acuerpo con el enemigo. Peleabanentonces como animales, como perrosrabiosos.

Pero aquella jornada laametralladora enemiga decidió callarpor fin. Aprovechando el descanso delas interminables ráfagas de municiónasesina, Raymond sacó un cigarrillo yofreció otro a su amigo. No seconocían, pero llevaban toda lamañana sobreviviendo juntos en latrinchera, bombardeo tras bombardeode la artillería enemiga. El otro

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soldado era de un escuadróndiferente, pero, seis horas después deestar allí juntos bajo el fuegoenemigo, Raymond sentía que eranamigos.

—Gracias —dijo su compañeroaceptando el cigarrillo de buen grado.El resto los miró con envidia.

—No tengo más —dijoRaymond—, pero ahora os paso elmío. —Inspiró un par de veces y lesdio su cigarrillo. El amigo deRaymond le imitó y también empezóa pasar su pitillo.

—¿Qué estarán haciendo? —preguntó uno de los compañeros de la

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trinchera al tiempo que inspirabaprofundamente el humo del tabaco.

—Si hay suerte, los francesesavanzarán y nos sacarán de aquí —comentó entonces Raymond, en unintento de animarse a sí mismo y alresto.

—No sé. Parecen atascados aquinientos metros —respondió otro—. Vi cómo intentaban romperalambradas hacia allí, en aquel sector.—Y señaló hacia el este, donde sepodían ver unas colinas.

—Llegarán. Si esperamos aquí,llegarán —insistió Raymond, peromás por no perder la esperanza que

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por convencimiento.Nadie dijo nada en un rato. Se

limitaban a fumar. De pronto,empezaron a oírse nuevas explosionesy ambos cigarrillos cayeron al suelopor la sorpresa. Dicen que teacostumbras, pero no es cierto.Malvives con el miedo. Eso es todo.

—¡Maldita sea! —dijoRaymond.

Eran los nuevos cañones delenemigo, de un calibre superior. Ysonaban muy cerca.

—Ya sabemos lo que estabanhaciendo —dijo uno de losatrincherados—. Estaban acercando

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sus cañones pesados.—Nos van a dar —dijo su

amigo.Y en ese momento una explosión

hizo saltar por los aires un enormemontón de arena, pocos metros pordelante de su posición, que les cubriólos cascos y el uniforme de polvo ytierra y sangre.

—¡Nos van a dar! ¡Hay que salirde aquí! —gritó su amigo una vezmás para hacerse oír por encima delestruendo de las bombas, que caíanpor todas partes.

—¡No es buena idea! ¡Salir no esbuena idea! —replicó Raymond

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sacudiéndose la tierra que le habíacaído encima—. ¡Está laametralladora!

Pero su amigo no le escuchaba.Estaba como ciego por el pánico ysacó los brazos para empezar a trepary salir de la trinchera; y el resto,como poseídos por el mismo terror, leimitaron. Las bombas volvieron acaer cerca. Era cierto que podíacaerles una bomba en cualquiermomento, pero la ametralladoraseguía allí. Raymond, en un últimointento por detenerlo, cogió a suamigo por el uniforme.

—¡No salgas! ¡Es lo que

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quieren! ¡Está la ametralladora! ¡Aquíaún tenemos una posibilidad! ¡Fueraestamos muertos!

Pero su amigo se zafó de subrazo.

—¡No les quedan balas! —dijo,y salió gateando seguido por losotros.

Una ráfaga de ametralladorabarrió toda la parte superior de latrinchera. Raymond se salvó por muypoco. Su amigo y el resto agonizabanen el exterior. Raymond los oía aullarde dolor. Una segunda ráfaga acabócon ellos.

El bombardeo prosiguió todo el

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día, hasta que un avance de losfranceses rescató la posicióncanadiense con varios tanques quearrasaron las alambradas alemanas yvolaron por los aires la posición delas ametralladoras. Raymond salió desu refugio en estado de shock.Apenas podía hablar. Lo que nadiesabía allí es que de esa trinchera,junto con Raymond, salieron vivos Elsueño eterno, El largo adiós, Ladama del lago, Adiós, muñeca, Elsimple arte de matar, La historia dePoodle Springs y tantas otras obrasmaestras de la novela negra; y, si lopensamos bien, por extensión,

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también salieron de allí vivas tantasobras maestras del cine negro detodos los tiempos, fruto de lasmagníficas adaptacionescinematográficas de todos esosrelatos. Y es que de aquella malditatrinchera salió vivo RaymondChandler, el genial escritor, y con élsus historias sobre el investigadorPhilip Marlowe, que tan bienencarnaría en la gran pantalla del cinedel mejor Hollywood el inolvidableHumphrey Bogart, siempre seguido decerca por la impactante LaurenBacall. Sí: todo eso, de una forma uotra, sobrevivió a esa guerra, a aquel

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bombardeo de la artillería y a lasametralladoras.

En aquella jornada nadie podíaimaginar lo que se rescataba de lamasacre, pero ahora sí sabemos loque se salvó de aquella trinchera dela primera guerra mundial. Lo que nosabe nadie ni nunca podremosaveriguar es si quedó alguna otra grannovela en aquellas alambradas, entrelos cuerpos sin vida de loscompañeros de Raymond Chandler.Ni nunca sabremos cuántas otrasnovelas, obras de arte, avancescientíficos, vacunas, descubrimientoso maravillas se nos quedan cada día

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en las interminables trincheras de estemundo, en un bando o en otro.

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La Gestapo y la literatura

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Aquella tarde de junio de 1924, Maxregresó del funeral caminandodespacio y melancólico por las callesempapadas de aquella ciudadaustríaca que no dejaba de recordarlea la vieja Praga. Max llegó a suresidencia agotado, se sentó en elmodesto salón de la casa quehabitaba y encendió la chimenea. Elfuego debía servir a un doble fin:calentar sus entumecidos músculos yquemar los escritos de su amigorecién fallecido. Este segundoobjetivo, el de quemar los relatos ylas novelas de su amigo, noilusionaba a Max; se le antojaba algo

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terrible, pero no tenía elección.—¡Quémalo todo! —le había

dicho su amigo mientras le asía confuerza de un brazo insistiendo variasveces—. ¡Todo! ¡Quémalo todo! ¡Noquiero que quede nada! ¿Meentiendes?

—De acuerdo —dijo al fin Max.Es prácticamente imposible discutircon un moribundo.

Max dispuso los escritos envarios montones junto a su butacafrente a la chimenea. Unos los teníahacía tiempo. Otros los habíarecogido en la habitación de su amigoen el sanatorio de Kierling. Había

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mucho material para quemar. Aquellosólo hacía que aumentaran sus dudas.

—No seré capaz de hacerlo —lehabía dicho Max después a su amigopese a haber aceptado el terribleencargo; pero el moribundo, como sino le hubiera escuchado o como si noquisiera escucharle, le nombróalbacea de todos sus escritos. Estoes, de todos los relatos y novelasmenos de los que tenía Dora Diamant,una joven actriz que su amigo habíaconocido en sus largas estancias en elsanatorio, cuando intentaba curarse deaquella maldita tuberculosis que yano lo abandonó nunca y que terminó

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por llevárselo allí donde fueran losque ya no están entre nosotros.

Max frunció el ceño. ¿TendríaDora las mismas instrucciones? Serespondió a sí mismo con un gestomudo de asentimiento. Seguramente.¿Las cumpliría? Muy posiblemente.Dora adoraba a Franz, su amigo. Fuelo único feliz que Franz extrajo deaquel sanatorio: su amistad con DoraDiamant.

Max cogió el primer legajo defolios y lo miró con atención. Lallama del fuego era ya poderosa,capaz de engullir en su incendiomiles, decenas de miles, millones de

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palabras que enmudecerían parasiempre. Max acercó el montón depáginas a las llamas. Su amigo, a finde cuentas, apenas había conseguidopublicar unos pocos relatos cortos ensu vida. Relatos extraños que nadiesupo entender, de forma que éstoshabían pasado bastantedesapercibidos tanto para los críticoscomo para los lectores. Franz leconfesó un día:

—Lo que he escrito fue hecho enun baño tibio, no he vivido el infiernoeterno de los verdaderos escritores, aexcepción de unos pocos arrebatosque puedo ignorar [...] debido a su

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escasa frecuencia y a la debilidad conque se manifestaron.**

Si eso era cierto, no era probableque se perdiera nada especial enaquellas llamas. De pronto, los ojosde Max se detuvieron sobre el títulode aquel primer gran grupo de folios.Y las dos palabras le atraparon. Sereclinó en la butaca y, a la luz delfuego de la chimenea y de la pequeñaluz de gas que tenía encendida,empezó a leer. A fin de cuentas, habíaaceptado quemarlos, pero no habíanconcretado que él no pudiera leerantes aquello que luego tendría quedestruir. Y leer era como volver a

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recuperar un poco la vozinconfundible de Franz. El relato leatrapó. Max no paró de leer en variashoras. Era una novela inquietante,asfixiante y, sin embargo, no podíadejar de leerla.

Con las primeras luces del alba,Max se despertó sobresaltado, y deun respingo se puso en pie y se palpóla cara. Había tenido una pesadillarecordando otro de los relatos deFranz, La metamorfosis, en donde elprotagonista se despierta un díaconvertido en un gran insecto. Fuecorriendo al lavabo y se miró en elespejo. No, no pasaba nada. Allí

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estaba él, Max, taciturno y abatido ycon las ojeras propias de una nocheen vela sumido en la lectura. Volvióal salón y miró los foliosdesperdigados por el suelo. Searrodilló y los ordenó de nuevo. Eltítulo del texto que había leído por lanoche y que su amigo quería quequemara seguía allí, extraño,incómodo: El proceso, así se llamaba.

Max no desayunó, sino que pusoa un lado el texto que había estadoleyendo y que no había terminado ytomó el siguiente montón de páginas ysiguió leyendo. Éste se titulaba Elcastillo. Quizá sólo merecía la pena

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uno de los manuscritos, aquel por elque había empezado la noche anterior,y el resto fuera material que nomerecía ser recordado por nadie.Durante varios días, Max no salió decasa. Sólo se detenía para comer decuando en cuando. Al cabo de variassemanas concluyó aquel maratón delectura con el último montón defolios: América. Cuando terminó, sellevó las manos a la cabeza. No sabíaqué hacer. Todo lo que había leídoera espléndido y original. Su amigotenía siempre una perspectivaespecial sobre el mundo que arrojabauna visión crítica y demoledora a la

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vez. Nadie escribía como él, y todoeso... ¿se iba a perder?

Max Brod decidió al fin noquemar nunca los escritos de suamigo Franz Kafka, aunque con ellocontraviniera su último deseo. Erandemasiado buenos, demasiadoespeciales, demasiado únicos. Nopodían perderse así, sin más. Y nosólo los guardó, sino que decidió quese publicaran lo antes posible; y así,sucesivamente, en 1925, 1926 y 1927fueron apareciendo muchos de estosvolúmenes. La historia de la literaturauniversal ya no fue la misma.

Pero ¿qué pasó con los

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manuscritos que Kafka confió a DoraDiamant?

Unos años después, en 1933,Dora, aquella joven que Kafka habíaconocido en el sanatorio de Kierling,se escondía de la Gestapo en lasentonces peligrosas calles del Berlínprevio a la segunda guerra mundial.Sabía que su nombre estaba en laslistas de la policía secreta nazi ysabía que, además de su afiliación alpartido comunista, su relación conFranz Kafka no la ayudabademasiado. Kafka estaba malconsiderado por el nuevo régimennazi. Sus escritos eran demasiado

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extraños y críticos con cualquierorden establecido, y, sobre todo,hacían pensar demasiado, así que elReich había decidido que Kafka nodebía leerse y, sobre todo, que nadamás que hubiera escrito aquel rebeldede Praga debía ver la luz nuncajamás. Pero Dora no tuvo suerte. Seacababa de mudar a un nuevo pisocon la esperanza de haber burlado alos agentes que la vigilaban, pero unamañana fría sintió aquellos terriblesgolpes en la puerta y supo que lahabían encontrado.

—¡Abran, rápido, rápido!A Dora no le dio tiempo a nada.

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Los agentes de la Gestapoirrumpieron en el piso a puntapiés, ladetuvieron y no pudo hacer ya nadapor evitar el registro. Ella, igual queMax, pese a lo que éste hubierapodido suponer, tampoco había sidocapaz de quemar los textos que teníade Franz Kafka. Con más dudas queMax, sin embargo, no se habíaatrevido a hacerlos públicos. Unacosa era no quemarlos y otra que sepublicaran; pero ahora, al ver aquellastreinta cartas y aquellos veintecuadernos de notas con relatosmanuscritos por Kafka en manos delos agentes de la Gestapo, Dora

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lamentó no haberlos dado a conocerantes.

Dora fue encarcelada. Luegohuiría a Rusia, pero no tuvo una vidafácil. Dora pensaba por sí misma.Seguramente eso es lo que Kafka vioen ella, lo que le atrajo. La jovensufrió pronto las purgas de un Stalinal que, como a los nazis, no legustaban nada quienes se empeñabanen pensar por sí mismos. La vida fueinjusta con ella. Seguramente losmeses pasados con Kafka en Kierlingfueron los mejores de su vida.

Pero volvamos al Berlín definales de la segunda guerra mundial:

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la Gestapo se llevó aquellos escritosde Kafka. ¿Y qué hizo? ¿Los ocultóen algún archivo secreto o losdestruyó? Aún hoy no sabemos nadade ellos. Se siguen buscando, pero,por el momento, nunca se hanencontrado ni se han obtenido noticiasfiables sobre su paradero. Y hay máspreguntas: ¿había en aquelloscuadernos más novelas o más relatosde Kafka? Tampoco lo sabemos.Dora Diamant, la única que podíasaberlo, huyó de país en país, hastamorir finalmente en la Inglaterra de laposguerra mundial, y nunca precisóqué había escrito en aquellos

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cuadernos. El Kafka Project de laFacultad de Humanidades y Letras dela Universidad de San Diego enEstados Unidos, en colaboración conel gobierno de Alemania, sigue aúntras el rastro de aquel registro de laGestapo del año 1933, pero aún no haconseguido resultados positivos. Lapérdida de aquellas treinta cartas yveinte cuadernos de notas siguesiendo uno de los mayores enigmasliterarios de todos los tiempos.

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El presidente Eisenhower y larebelión de un hobbit

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«In a hole in the ground there lived aHobbit» [«En un agujero en el suelo,vivía un hobbit»], eso es lo que elprofesor J. R. R. Tolkien escribió undía en una hoja de papel, cansado decorregir exámenes de inglés antiguode sus estudiantes de la Universidadde Oxford. Siempre les contabacuentos a sus hijos y esta frase lepareció un buen principio para el deesa noche, así que lo apuntó en uncuaderno y, acto seguido, continuócon su trabajo. Tenía todavía variosensayos sobre el poema Beowulf queevaluar. Tolkien nunca pensó en esemomento que El hobbit fuera a

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escribirse y mucho menos apublicarse, y menos aún que tendríaun notable éxito.

Pero lo hizo, ya fuera porque elrelato entusiasmó a sus hijos oporque era una historia que tenía lanecesidad de contar. El caso es queEl hobbit se publicó y gustó tantoque, al poco tiempo, sus editores enInglaterra le rogaron que escribierauna segunda parte.

—¿Una segunda parte? —sepreguntó Tolkien inseguro, pues aúnno había digerido del todo lapopularidad de su primera novela.

Y no, no pensaba que aquello

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pudiera tener una continuaciónprecisa, pero... se puso a pensar yalgo se le fue ocurriendo y fuetomando forma, poco a poco, en sucabeza. Pero el tiempo transcurría ysus editores empezaron a ponersenerviosos: primero se trataba de unosmeses, pero luego ya era cuestión dedos, tres años, y Tolkien no aparecíacon la anhelada continuación de Elhobbit.

—¿No tiene ya la continuación?—le preguntaban constantemente alveterano profesor de inglés antiguo deOxford sus editores de HoughtonMifflin, que no podían entender cómo

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se podía tardar tanto en escribir otranovela para niños de unas doscientascincuenta páginas.

El tiempo siguió transcurriendocon lentitud enervante para loseditores. Pasaron doce años.

Tolkien, no obstante, no estabainactivo, pero durante ese períodosólo leía capítulos de su nueva obra aun selecto grupo de amigos. Entreellos estaba C. S. Lewis, uno de lospocos que entendía bien de fantasía,pues sería luego el autor de latambién famosa y exitosa serie deNarnia. Lewis le animóconstantemente a que terminara el

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proyecto y lo presentara a suseditores; y Tolkien, al fin, siguió suconsejo y presentó su nueva novela,la continuación de El hobbit, aaquella editorial que ya daba casi porperdido aquel libro.

Sin embargo, la felicidad de loseditores se transformó en confusión:estaban completamente abrumadospor la extensión del nuevo texto, quetenía más de mil doscientas páginas,es decir, medio millón de palabras, enun momento en que las novelas nosolían pasar de las trescientaspáginas. Los editores de HoughtonMifflin no sabían cómo reaccionar.

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Además, la extensión era sólo laprimera de las diferencias con Elhobbit. El nuevo relato era original enotros aspectos: era más oscuro, másdenso y más complejo que suantecesor. Así, los editores, perplejos,no tenían ni la más mínima idea dequé hacer. ¿Era mejor olvidarse detodo aquel proyecto que se habíatornado en locura o invertir algo dedinero y ver cómo respondían loslectores? Al final, asumiendo queiban a perder unas mil librasesterlinas como mínimo (mil libras delos años cincuenta), se decidieron apublicar aquella obra pero, con la

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idea de minimizar los daños, divididaen tres partes. El objetivo de loseditores realmente era que si laprimera parte resultaba, comopreveían, un absoluto desastre deventas, ya no publicarían el resto,excusándose en la baja demanda.

La comunidad del anilloapareció el 29 de julio de 1954. Y,contraviniendo todas las expectativasque se habían formado en la editorial,se vendió bien. Se aventuraronentonces a publicar la segunda parte.Las dos torres llegó a las librerías el11 de noviembre de ese mismo año.Y también se vendió bien. De hecho,

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los lectores empezaron a escribir aHoughton Mifflin quejándose por elretraso en la publicación de la terceraparte, pero es que para entonces elpropio Tolkien, que había empezadoa tomar conciencia de la sorprendenterepercusión que estaba teniendo aquellargo relato sobre la Tierra Media,estaba enfrascado en numerosascorrecciones para dar un impactantebroche final a su historia. Al fin, Elretorno del rey se publicó el 20 deoctubre de 1955 y, al igual que en lasdos ocasiones anteriores, también sevendió bien. Muy bien. Tolkienhubiera preferido que el tercer

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volumen se hubiera titulado Laguerra del anillo para no desvelartanto sobre la trama, pero al finalfueron los editores aquí quienesganaron el pulso. Yo también creoque La guerra del anillo es tan o mássugerente que El retorno del rey y nodesvela parte del desenlace. Encualquier caso, las novelasfuncionaron razonablemente; bueno,mucho más que eso, hasta el punto deque en poco tiempo se publicarontambién en Estados Unidos con unéxito similar, no arrollador, peroeconómicamente rentable. ¿Y loscríticos literarios? Estaban aún

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intentando digerir qué eraexactamente esa serie de novelasenglobada bajo el título genérico deEl señor de los anillos. Primero hubouna acogida dubitativa de la críticaliteraria, que no sabía discernir siestaban ante una gran obra de laliteratura universal o ante un... no, nosabían bien qué. Lo curioso es quemuchos críticos siguen sin saberloaún.

Hasta ahí todo bien; la historiano deja de ser la de otra novela, oserie de novelas en este caso, quesorprendió por un éxito inesperado,pero en 1965 todo se complica: Ace

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Books, de Estados Unidos, decidiólanzar una publicación masiva en tapablanda de los tres volúmenes de Elseñor de los anillos sin, y aquíempieza lo grotesco, sin, insisto, SINpagar derechos de autor a J. R. R.Tolkien. ¿Y cómo podían atreverse ahacer algo así en pleno siglo XX?Pues muy sencillo: amparándose en elhecho de que el presidenteEisenhower, lógicamente bastante máspreocupado por la guerra fría que porlos vericuetos legales sobre losderechos de autor, no habíaestampado su firma en la ratificacióndel Convenio de Berna. Este tratado

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internacional es el que regula elreconocimiento de derechos de autoren todo el mundo, de forma que,simplificando mucho y pidiendoperdón a los más doctos en leyes, siun libro se publicaba en aquellosaños en, por ejemplo, el Reino Unido,los derechos de autor quedabanreconocidos en todos aquellos paísesfirmantes de dicho convenio. Pero laeditorial Ace Books, muy astutosellos, argüían que el presidenteEisenhower no firmó dicho conveniohasta unos meses después de lapublicación de El señor de los anillosen Inglaterra, por lo que, desde un

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punto de vista legal, en EstadosUnidos los tres volúmenes de latrilogía no estaban sujetos a derechosde autor en su país. Como se locuento. Literal. Tal fue el revuelo quegeneró el asunto que hasta hay unatesis de máster sobre todo estealucinante episodio, recogida en losfondos bibliográficos de laUniversidad de Carolina del Norte enChapel Hill.

En los años sesenta, internet erasólo un proyecto militar, no habíamóviles, ni sms ni Facebook niTwitter, pero, eso sí, J. R. R. Tolkientenía unos niveles de indignación

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equivalentes a los que cualquierescritor sentiría hoy día si unaeditorial publicara masivamente susobras y se negara a pagarle réditoalguno. Tolkien, no obstante, era unapersona pacífica, pero, y aquí esdonde le infravaloró Ace Books,perseverante. Es lo que tiene sercatedrático de inglés antiguo ydedicar muchos días, semanas, meseso años a traducir viejos textosolvidados por todos. Además, si sehabía pasado doce años para escribirla trilogía de El señor de los anillos,bien podía pasarse otros tantosintentando que las leyes

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estadounidenses retornaran a la sendadel sentido común. Tolkien meditó,trazó un plan y lo ejecutó con laprecisión y la tenacidad de un hobbit:había recibido numerosas cartas deadmiradores de todo el gran paísnorteamericano, así que, conpaciencia, les escribió a todos y cadauno de ellos y les contó lo que estabapasando con la edición en tapablanda. Los lectores de Tolkien,admiradores y entusiastas de su obra,reaccionaron en cadena. En pocosmeses, Ace Books recibió decenas demiles de cartas de protesta y, ante uncreciente descrédito popular que

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amenazaba con hundir la empresa silos lectores llevaban a cabo susamenazas de no comprar ya máslibros de aquella editorial, se vioobligada a contactar con Tolkien yacordar la cantidad que éste debíapercibir por unas novelas, fruto de suinteligencia, de sus conocimientos yde su imaginación. No sólo se tratabade una cuestión de orgullo. Era unasunto importante. La trilogía llevavendidos ciento cincuenta millones deejemplares.

Uno de mis lectores me dijo undía en una firma: —Cuando ustedescribe en su trilogía de Escipión

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«ahí, al final de todas las cosas», ocuando dice «en estos tiempososcuros», cuando usted escribía eso...¿pensaba en El señor de los anillos?

Le sonreí.—Por supuesto —dije—, y me

encanta que usted se haya dadocuenta; y... —añadí con ciertosuspense—, y en Los asesinos delemperador hay un gran homenaje aÉowyn de Rohan.

El lector asintió concomplicidad, seguro también de quepronto descubriría ese nuevo guiñoliterario.

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El último vuelo

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El presidente Eisenhower, sin saberlo,se cruzó una segunda vez con lahistoria de la literatura universal. Eneste caso examinó aquella carta queacababa de recibir y que le habíandejado en la mesa junto con el restodel correo oficial relevante según susasesores. Se trataba de una petición,una más, pero especial: un francés decuarenta y tres años,experimentadísimo piloto, solicitabaser admitido en un convoy paraincorporarse como piloto dereconocimiento en el Mediterráneo. Elsolicitante apenas podía vestirse soloni girar la cabeza hacia la izquierda,

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lo que implicaba que no podríadetectar a un avión enemigo por eselado. Todo esto se debía ainnumerables fracturas de accidentesaéreos sufridos en el pasado. Pese atodo, el solicitante insistía en quetodavía podía ser útil a su país y a losaliados como piloto gracias a suenorme experiencia. El presidenteestadounidense dejó la carta sobre lamesa. Meditó. Quien había escritoaquella petición no era alguiencomún; por eso había llegado hasta lamesa del presidente de EstadosUnidos. Eisenhower asintió ensilencio. Aprobó la solicitud. Ese

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espíritu era el que necesitaban paraganar aquella maldita guerra.

Antoine esperaba con ansia lareacción a su carta. Llegó en el correode una mañana cálida. CuandoAntoine recibió la respuesta delpresidente, no lo dudó: lo tenía todopreparado hacía muchos días,semanas. Solamente faltaba undetalle. Algo que no consideraba departicular importancia, sólo era unlibro más, pero aun así se preocupóde embalar bien las hojas y remitir elmanuscrito a sus editores. Ya habíapublicado cinco novelas con ellos. Lamayoría eran relatos épicos sobre la

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historia de la aviación basados en suspropias experiencias en Europa, elAtlántico, África y Sudamérica.Aquel nuevo relato, no obstante, eraalgo diferente. Se trataba de una granmetáfora.

Antoine cruzó el gran océano endirección a Europa a los pocos días,pero le ordenaron ir al norte deÁfrica. Allí tendría la misión. Nodiscutió. Sabía que con sus heridasdel pasado no estaba en situación deexigir nada. Una vez en una base dela Francia libre en Argelia, leasignaron un moderno P-38 Lightning.Necesitó varias semanas de

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adiestramiento para familiarizarse conel nuevo cuadro de mandos y sutecnología, pero al final volvió avolar. Fue una sensación maravillosaaquel reencuentro con el cielo azul,las nubes y los grandes horizontes sinfin. Lamentablemente, en su segundamisión estrelló el avión. Lainvestigación confirmó que el aviónhabía sufrido un fallo mecánico quehabía detenido el motor, pero aun asíAntoine, que una vez más habíasobrevivido, tuvo que quedarse ochomeses sin pilotar. Para él se tratabade una condena injusta, pues él nohabía sido el culpable del accidente,

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pero calló y aguantó. El generalnorteamericano Ira Eaker permitióque por fin Antoine volviera a volartras ese período de meses en tierra,pero la nueva orden llegó tarde: elmal ya estaba hecho. Y es queAntoine había tenido que sufrir nosólo que le alejaran del aire, sino lasacusaciones de ser colaborador delrégimen de Vichy. Antoine erademasiado conocido y su nombre erausado como moneda de cambio paraacusaciones políticas de unos y otros.Hasta el propio De Gaulle le acusóde ser colaboracionista de losalemanes. Antoine cayó en una

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profunda depresión. Fue entoncescuando empezó a beber de formaincontrolada.

La mañana del 31 de julio de1944, Antoine subió de nuevo a un P-38 modelo P5 no armado y partió ensu novena misión de reconocimiento.El ejército estadounidense estabapreparando la invasión del sur deFrancia, lo que luego denominarían laOperación Dragón, y necesitaban demás informes sobre los movimientosde tropas alemanas en esa región.

No sabemos exactamente quépasó.

Antoine no regresó nunca de

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aquella misión.¿Le atacaron por la izquierda y

no pudo ver el avión de combatealemán? ¿Subió en malas condicionesal avión? ¿O el aparato sufrió unnuevo error mecánico? La perfecciónno era frecuente en la construcción deaviones durante la segunda guerramundial. De hecho, hasta hay obrasde teatro norteamericanas sobre elasunto: por ejemplo, por si sientencuriosidad, lean Todos eran mishijos, de Eugene O’Neill. Pero,volviendo a Antoine y sudesaparición, no sabemos nada. Pudopasar cualquier cosa.

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Mientras, en Nueva York, sueditor leía aquel manuscrito queAntoine le había enviado antes dealistarse en las fuerzas francesas en elnorte de África. Se quedó perplejo.¿Qué era aquello? No era una novelacomo El aviador (1926), Correo delsur (1928), Vuelo nocturno (1931),Tierra de hombres (1939) o Piloto deguerra (1942). Era otra cosacompletamente diferente. Ni siquierasabía si quería publicarlo o no. Peroentonces llegaron las noticias:Antoine había caído en el frenteeuropeo. El piloto de pilotos, uno delos aviadores más audaces de la

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historia, a la par que un escritordifícil de clasificar, había muerto. Eleditor se quedó mirando aquellaspáginas. Era su testamento literario.Antoine siempre había cumplido.Incluso si aquel texto era extraño,merecía ver la luz. Publicó el libro.

Un piloto germano reclamó en2008 que él fue quien abatió el P-38modelo P5 de Antoine en el sur deFrancia, en las costas próximas aMarsella, pero que al saber quién erael piloto prefirió no admitirlo en esemomento. Las investigacionesposteriores no han confirmado estehecho. Es muy improbable que un

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piloto alemán pudiera saber quién eraAntoine, uno de los más famososperiodistas, escritores y pilotosfranceses de toda la historia, pues losaliados no revelaron su identidadhasta varios días después de ladesaparición de su avión. Quizá eloctogenario piloto alemán de 2008sólo buscaba publicidad. Es posible.Es difícil saber la verdad sobre elpasado.

Pero ¿quién era Antoine?Apenas unos meses después de

la desaparición de su avión, el últimomanuscrito de Antoine se publicó enEstados Unidos y luego en Francia

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con un notable éxito de crítica ypúblico, aunque nadie tenía muy clarosi se trataba de un cuento para niñoso de una gran metáfora sobre laexistencia del hombre. El texto erainesperado, peculiar, diferente:trataba sobre un niño que vivía en unasteroide, el numerado B-612, endonde había tres volcanes y una rosay donde el peculiar protagonista niñotiene que luchar contra los árbolesbaobab que amenazan con echarraíces en su planeta. De hacerlo,quebrarían el asteroide en milpedazos. La rosa es más bienengreída y siempre tiene un

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comentario negativo para el niño, que,un día, decidirá abandonar supequeño asteroide para viajar yconocer otros mundos. En uno deesos viajes, el pequeño príncipe delasteroide B-612 llegará a un lejanoplaneta llamado Tierra, en dondeconocerá a un aviador que caminaperdido por el desierto. Los diálogosentre el protagonista y los diferentespersonajes del relato no tienendesperdicio, repletos de ironías ycríticas a nuestra sociedad, empeñadaen destruir la ingenuidad de los niñospara que éstos terminen aceptando lacruda realidad del mundo gobernado

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por los adultos y sus innumerablesprejuicios, incoherencias e injusticias.A la gente le apasionó. Y aún siguegustando a grandes y pequeños. Cadauno lo lee desde su visión y el textole aporta enseñanzas diferentes sobrela vida. Hoy día, los investigadoresque han profundizado en la vida deAntoine consideran que el relato quese publicó tras su muerte tiene muchoque ver con los días que siguieron aun accidente de Antoine en los añostreinta, antes de la segunda guerramundial, cuando éste quedó, juntocon su copiloto, perdido en medio deldesierto del Sahara hasta que fue

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rescatado por un beduino cuandoestaba a punto de morir pordeshidratación. ¿Era el relato fruto delas alucinaciones por la falta de aguay el sol cegador? Fuera como fuese,El principito, que así se llamabaaquel relato o novela corta, siguedespertando enorme interés depúblico y crítica.

El avión de Antoine de Saint-Exupéry, curiosamente, fuerecuperado en octubre de 2003. El 7de abril de 2004 los investigadoresconfirmaron que se trataba de un P-38modelo P5. No había impactos debalas en los trozos recuperados, pero

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quedó mucho avión enterrado en elfondo del mar; y también es posibleque fuera en el fuselaje, que no serecuperó, donde estuviera larespuesta a aquel fatal accidente. ¿Oataque militar? Es casi imposibleaceptar un fallo humano en alguienque pilotaba desde los años veinte.¿Qué fue lo último que pensóAntoine? Muchas preguntas y pocasrespuestas, aunque quizá él dejótodas sus respuestas a esta existenciade locos que nos ha tocado vivir enEl principito. Muchos creen que setrata de un simple cuento de hadas, deun relato infantil, pero para mí ese

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libro es la obra de alguien que habíavisto la muerte de cerca muchasveces en su vida. Las reflexiones dealguien así merecen la pena leerse.

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El KGB y el manuscritomortal

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En El nombre de la rosa de UmbertoEco, varios asesinatos se suceden porcausa de un manuscrito, de un libroque, para algunos, no debería existir.Se trata de ficción histórica, muy bienambientada en el tiempo medievalque describe, pero no deja de serficción en gran parte (pues ni esaabadía en concreto ni esa serie deasesinatos están recogidas en ningunafuente histórica, aunque eso noimpide que Eco construya una novelamemorable). La vida, no obstante,como siempre, es mucho más cruel ydemoledora; y en ella, con frecuencia,echamos de menos esos grandes

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personajes como el Guillermo deBaskerville de aquella remota abadíamedieval. Así, muchos años despuésde la época que recrea la novela deEco, existió un manuscrito queresultaba mortal de verdad, un textopor el que murió una mujer inocente,un texto que revelaba, a su vez, lamuerte de millones de inocentes. Poreso era tan peligroso. Todo estoocurría en la extinta Unión Soviética.Los agentes del KomitetGosudárstvennoy Bezopásnosti[Comité para la Seguridad delEstado], es decir, el KGB, fueroninformados de la existencia de dicho

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manuscrito. Entonces empezó labúsqueda mortal.

Tras años de espionaje ypersecución, ElisavetaVoronnyanskaya fue detenida. Lacondujeron a un lugar desconocido yallí la torturaron durante días. ElKGB tenía gente experimentada enalargar el sufrimiento de un serhumano, especialmente cuando setrataba de sacar información.Oficialmente fue liberada, peroapareció ahorcada en su casa el 3 deagosto de 1973. Y el manuscrito queintentaba proteger habíadesaparecido. Pero los agentes del

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servicio secreto soviético habíanaveriguado algo aterrador para ellos:aquélla ya no era la única copia. ElKGB siguió buscando. Cambiaron deestrategia. Habían recibidoinstrucciones para terminar con aquelproblema de raíz. Ahora la clave eradetener al autor. El único problemaera que el autor era asquerosamentefamoso, premio Nobel de Literaturaen 1970, incluso aclamado escritor enla mismísima Unión Soviética. Elautor era, pues, a todos los efectos,intocable. Esto es: por el momento.

Pero ¿cómo se llamaba aquelmanuscrito? ¿Qué contaba? ¿Y quién

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era su autor?Alexander Solzhenitsyn, oficial

del ejército soviético, condecorado endos ocasiones por su valor durante lasegunda guerra mundial, cometió unerror grave en su vida: en 1945,durante los últimos coletazos deaquel terrible conflicto armado, seatrevió a criticar a Stalin en una cartadirigida a un amigo; el oficialcondecorado por su valor no veía conbuenos ojos la forma en la que Stalindirigía el ejército. En febrero de esemismo año 1945, Solzhenitsyn fuedetenido y, de acuerdo con loestipulado en el artículo 58 de las

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leyes soviéticas, el oficial ruso fuecondenado a lo habitual en aquelloscasos: ocho años de trabajos forzadosen un campo de Siberia.

Las condiciones de aquelloscampos eran peores que lo quecualquier ser humano normal puedaconcebir o imaginar, inclusoponiéndose en el más terrible de lossupuestos. La mayoría de los presosde aquellas gigantescas cárcelesmoría al cabo de poco tiempo.Aquello, sin embargo, no preocupabaa los que detentaban el poder, porquesiempre había nuevos presoscondenados en virtud del artículo 58

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para sustituir a los fallecidos enaquellas obras públicas que estosprisioneros se veían obligados aejecutar para el bien común de laUnión Soviética.

En 1953 Stalin murió. Jruschov,su sucesor, tenía otra forma de ver lascosas y condenaría en 1956, en undiscurso secreto ante el comitéfederal del Partido Comunista de laURSS, el terror de estos campos quedieron en denominar «estalinistas».Solzhenitsyn, en medio de la ola delibertad controlada que promovía elnuevo gobierno, fue excarcelado, perolos años en Siberia lo habían

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cambiado ya para siempre. En 1962presentó un manuscrito tremendo: Undía en la vida de Ivan Denisovich,donde se denunciaba con crudeza yrealismo descarnado la violencia,inhumanidad y perversión de aquelloscampos. El texto fue objeto deanálisis hasta por el Politburó. Nadiepensaba que se fuera a publicar.

—Éste es el libro, camaradapresidente —dijo uno de loscomisarios políticos.

—Déjelo sobre la mesa,camarada —respondió Jruschov, porentonces el hombre que dictaba losdesignios de la gran superpotencia

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soviética.Jruschov pasó varias horas

leyendo. Se tomó al final el díasiguiente libre para terminar el texto.Luego llamó de nuevo al camaradacomisario a su despacho.

—Que lo publiquen —dijo.El comisario político no dijo

nada, pero, si Jruschov no hubieraestado ocupado en revisar el resto dela documentación que se le habíaacumulado en el escritorio durante sudía «libre», habría observado unamirada extraña en aquel servidor delEstado.

Jruschov, sin duda, vio en aquel

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texto una denuncia contra Stalin queencajaba perfectamente en sucampaña de desmantelamiento de lasinfraestructuras de dominio de losestalinistas y defendió personalmentela necesidad de publicar aquel libro.

Un día en la vida de IvanDenisovich se convirtió en unauténtico bestseller en el extranjero ytambién, con el permiso de Jruschov,en la propia URSS. Hasta aquí todoiba bien. Pero en 1964, sólo dos añosdespués de la publicación de esanovela, Jruschov fue depuesto delpoder por un golpe de Estadoejecutado por el ultraconservador

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comunista Brézhnev, a quien habíanacudido todos aquellos «servidoresdel Estado» que desconfiaban delaperturismo que estaba promoviendoel incontrolado Jruschov. Y, desdeluego, Brézhnev no veía con losmismos ojos tolerantes las críticasque Solzhenitsyn se empeñaba enseguir publicando contra el antiguorégimen estalinista. Pero todoempeoró. La gota que colmó el vasode la escasa paciencia del Politburófue la información que les suministróel KGB: Solzhenitsyn trabajaba sobreotra novela, pero esta vez sus críticasno iban contra el fallecido Stalin.

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—¿Contra quién entonces? —preguntó Brézhnev.

El comisario fue escueto en surespuesta.

—Contra el gobierno comunistade la Unión Soviética, camaradapresidente.

Brézhnev inspiró aire y algo democos. Arrastraba un estúpidoresfriado que no parecía darledescanso.

—Ese manuscrito no debe salirnunca a la luz —respondió.

¿Fue el propio Brézhnev el quedio la orden? No lo sabemos, aunquedespués del golpe de Estado contra

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Jruschov hubo unos años en los queera difícil que algo se hiciera en laUnión Soviética sin su visto bueno.Lo que es un hecho es que, desde queBrézhnev se hizo con el control delgobierno, detener la publicación deesa nueva novela fue objetivoprioritario del KGB.

Solzhenitsyn vivía entonces encasa del violonchelista Rostropovich,muy respetado dentro y fuera de laURSS, lo que le aseguraba un mínimode autonomía, pero, siempredesconfiado, Solzhenitsyn habíadecidido trabajar sobre su nuevanovela secreta con un método

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peculiar: la dividió en diferentespartes y confió a un amigo distintocada una de estas secciones delmanuscrito; luego acudía a «visitar» aestos amigos, siempre vigilado decerca por agentes del KGB, pero loque en realidad hacía era recluirse enuna habitación de la casa del amigo«visitado» para trabajar sobre eltexto. Y el sistema funcionó hasta quetomó la decisión, ineludible por otrolado, de que alguien mecanografiarael manuscrito completo antes deremitirlo a los editores. ElisavetaVoronnyanskaya fue la elegida y yaconocemos su triste desenlace.

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Entretanto, Solzhenitsyn recibióel Nobel de Literatura, a cuyaceremonia de entrega decidió noacudir para evitar que luego no ledejaran regresar a Rusia. El KGB sehizo con la copia de Elisaveta, peroSolzhenitsyn, siempre precavido, teníaotras dos copias manuscritas a buenresguardo y presentó una de formaoficial al sindicato de escritores de laURSS, que, por supuesto, prohibió supublicación. La otra copia salióclandestinamente de Rusia y llegó aFrancia, donde se publicó traducida alfrancés en 1974. A las seis semanasde dicha publicación, Solzhenitsyn

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fue deportado de la URSS y se leretiró la nacionalidad soviética. Elmanuscrito mortal se llamaba, y sesigue llamando, Archipiélago Gulag.Hoy día es lectura obligatoria en losinstitutos de secundaria en Rusia. Enla primera edición, el autor sedisculpaba, pero no con el KGB o elgobierno soviético, sino con suscompañeros muertos en Siberia: «quepor favor me perdonen por no haberlovisto todo, por no recordarlo todo ypor no decirlo todo.» Les aseguro queel autor, pese a su humildad, viomucho, recordó mucho y dijo mucho.

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La novela perdida

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Su primera novela había sido un granéxito y acababa de recibir una cartade su editor, Pierre-Jules Hetzel, conrelación a su segundo manuscrito.Estaba emocionado. Nervioso, rasgóel sobre y empezó a leer la carta depie. Su rostro, no obstante, comenzó acambiar de gesto y todo asomo deilusión se desvaneció por completo.Poco a poco, se sentó en una silla.Hetzel no se andaba con rodeos y fuedirecto al grano:

—Me ha decepcionadoprofundamente. Este manuscrito estámuy alejado de la calidad de suprimera novela. Ha intentado un

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proyecto demasiado ambicioso y hafracasado. Quizá pueda intentar algode esta envergadura más adelante,cuando sea un escritor más maduro,pero no ahora.

Pero él ya no volvería aintentarlo. Al menos, no de esa forma.Tampoco siguió leyendo. No teníasentido aumentar el dolor de laderrota, y su editor era bastante cruelen la elección de los calificativos.Probablemente de formacompletamente innecesaria, pero notodos tienen el don de la sensibilidad.Dejó la carta sobre la mesa, fue aldespacho, cogió el manuscrito y lo

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metió en un cajón del escritorio. Talfue la decepción que quizá su mente,hábilmente, borró todo recuerdo sobrela existencia misma de aquellanovela. Y allí se quedó, olvidada portodos. ¿Para siempre?

Pasaron los años y, pese a esesegundo manuscrito fracasado,escribió más libros y se convirtió enun autor famoso. Publicó decenas denovelas, muchas de las cuales sehicieron muy populares. Murió en1905 y con el siglo XX llegaron lasadaptaciones al cine de sus novelas.Fue considerado un genio de laanticipación histórica, algo así como

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la novela histórica pero al revés. Ensus novelas predijo el viaje delhombre a la luna o la invención delsubmarino, los automóviles, losmotores eléctricos, los ascensores, laconstrucción de rascacielos o inclusola silla eléctrica. Evidentemente, meestoy refiriendo a Julio Verne. Unvisionario perfectamentedocumentado que supo proyectarhacia el futuro el progreso de losavances científicos de su época. Pero¿qué fue de aquella segunda novelaolvidada en un cajón?

En 1989, ochenta y cuatro añosdespués de la muerte de Verne, su

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bisnieto hacía limpieza en una de lasantiguas residencias de su famosobisabuelo y, vaciando armarios yescritorios viejos, encontró unmanuscrito amarillento por el pasodel tiempo. Estaba firmado por JulioVerne. Su bisnieto tomó el montón defolios envejecidos y, con buencriterio, decidió dedicarle un poco detiempo y leerlo. Le pareciódeslumbrante, con una capacidad deprever el futuro tan abrumadora comoen el resto de sus famosas novelas:Cinco semanas en globo, La vuelta almundo en ochenta días, Viaje a laluna o Veinte mil leguas de viaje

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submarino. Sólo había una diferenciasustancial, pero absolutamente clave:en el resto de sus obras, Verneparecía presentar siempre una visiónmás positiva que negativa sobre losavances y progresos de la humanidad;sin embargo, esta novela olvidada erademoledora en su descripción delmundo del ser humano en pleno sigloXX. No era de extrañar que su antiguoeditor, Hetzel, se hubiera sentido tanincómodo con aquel texto: en élVerne describía un mundo gobernadopor las operaciones financieras, dondela gente ya no leía libros, y el latín yel griego eran objeto de desprecio, de

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burla; un mundo donde la gente sedesprendía de los libros y se mofabade la música clásica. Eso sí, en esemundo descrito por Verne habíatrenes de alta velocidad, trasatlánticosgigantescos y ciudades atestadas deautomóviles que se desplazaban conmotores de combustión interna (así depreciso le gustaba ser a Julio Verne);había también aeronaves y millares defarolas con luz eléctrica por todas lascalles. A modo de ilustración, lestranscribo algún pasaje de este relatoperdido:

La mayoría de los innumerablesvehículos que congestionaban la calzada

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de los bulevares se movía sin caballos;avanzaban gracias a una fuerza invisible,por medio de un motor que funcionabacon la combustión del gas.

Y todo este mundo estabailuminado por una electricidadomnipresente, sin la cual aquellosseres parecían ya incapaces deexistir:

La multitud llenaba las calles; estaba porllegar la noche; las tiendas de lujoproyectaban resplandores de luz eléctricaa lo lejos; los candelabros construidossegún el sistema Way, mediante laelectrificación de un filamento demercurio, brillaban con claridad

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incomparable; estaban enlazados entre sí.

Pero la novela no sólo chocó conla hostil negativa de Hetzel, sino queaún encontró nuevas dificultades yreticencias para ser publicada enpleno siglo XX. Tras ser encontrada,tuvo que pasar por un complejoproceso de autentificación, lo que seconsiguió en relativamente pocotiempo. Hasta aquí todo escomprensible, pero no fue hasta 1994,cinco años después de haber sidoredescubierto por el bisnieto delautor, cuando el libro apareciópublicado en Francia con su título

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original: París en el siglo XX. Ochentay nueve años después de su muerte,Julio Verne volvía a publicar unanovela.

Las traducciones a otros idiomasllegaron pronto. El autor nonecesitaba presentación y todosparecían querer disponer de aquellanovela en su propia lengua, pero... depronto todo salió mal: la obra noterminaba de despegar en los índicesde más vendidos. ¿Acaso Verne, unode los grandes autores del siglo XIX,por lo menos si nos atenemos a supopularidad y al número deejemplares vendidos, había dejado de

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interesar? ¿Por qué motivo la novelano llegó a ser un superventas? Esdifícil saberlo. Hay quien apunta, trasun sesudo análisis literario de la obra,que la novela carece del ritmoadecuado, que le falta coherencia,cohesión, que parece demasiadodeslavazada. Es posible que algo deesto haya. No hay que olvidar que erasu segunda novela y a esto deescribir, como en casi todo, seaprende haciendo. Pero yo creo quehay una segunda razón de no menorcalado para explicar la falta de ventasde este nuevo libro. Julio Verne loescribió pensando en retratar el

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mundo de 1960, pero no tuvo encuenta que más bien describía elmundo del siglo XXI y que a loshumanos de este nuevo siglo no nosiba a gustar vernos retratados contanta precisión. Y, si no me creen,juzguen por ustedes mismos. Asíreflexiona en un momento de lanarración el protagonista de la novela:

Qué habría dicho uno de nuestrosantepasados al ver esos bulevaresiluminados con un brillo comparable aldel sol, esos miles de vehículos quecirculaban sin hacer ruido por el sordoasfalto de las calles, esas tiendas ricascomo palacios donde la luz se esparcía enblancas irradiaciones, esas vías de

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comunicación amplias como plazas, esasplazas vastas como llanuras, esos hotelesinmensos donde alojaban veinte milviajeros, esos viaductos tan ligeros; esaslargas galerías elegantes, esos puentesque cruzaban de una calle a otra, y enfin, esos trenes refulgentes que parecíanatravesar el aire a velocidad fantástica...Se habría sorprendido mucho, sin duda;pero los hombres de 1960 ya noadmiraban estas maravillas; lasdisfrutaban tranquilamente, sin por elloser más felices, pues su talanteapresurado, su marcha ansiosa, suímpetu americano, ponían de manifiestoque el demonio del dinero los empujabasin descanso y sin piedad.

Pero no, parece que no quisimos

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escuchar a Verne en el XIX, tampocoen el XX y creo que menos aún en els iglo XXI. A modo de excepción,Ridley Scott nos recrea la capacidadde visión de Julio Verne y otrosgrandes escritores del género de laciencia ficción en una más queinteresante serie de televisión llamada«Profetas de la ciencia ficción».

Pero por si no les parecensuficientemente premonitorios lospárrafos que les he transcrito deaquella vieja novela perdida yolvidada, París en el siglo XX se abrecon afirmaciones tan contundentescomo: «Abundaban [en aquel tiempo

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futuro] los capitales y más aún loscapitalistas a la caza de operacionesfinancieras.»

¿Estaba intuyendo acaso elgenial augur de la literatura francesael poder de los especuladores y losmercados? Qué lástima tan grandeque don Julio Verne ya no esté entrenosotros. Quizá sería el único quesabría decirnos a todos qué es lo quenos va a deparar el futuro. A vecesme pregunto si el bueno de Vernequerría respondernos. Total: si no lehicimos caso en el pasado, ¿por quéle íbamos a escuchar ahora?Seguramente, si Verne hablara del

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futuro, de nuestro próximo futuro,todas las agencias de calificaciónmenospreciarían su opinión y no lestemblaría el pulso a la hora de rebajarla calificación de sus novelas.

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Escritores asesinos

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Que yo sepa, porque en esto, como entodo, hay que ser cauto, sólo hecenado una vez con una asesinaconfesa, es decir, con una personaque quitó la vida de forma brutal aotro ser humano y ha admitidohaberlo hecho. Uno podría concluircon facilidad que mi encuentro conJuliet Hulme, que así se llama estapersona, fue tumultuoso, peligroso ytenso, pero no fue así. Tampoco hayque deducir que fue en una cárcel demáxima seguridad tras someterme arigurosos controles (más o menos losmismos que padecemos cuandoestamos en un aeropuerto). Pero nada

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puede haber más alejado de larealidad de aquel encuentro. Todosurgió por mis editoras, quienes, porun lado, pensaban, y estaban en locierto, que me resultaría interesanteconocer a Juliet Hulme; y, por otro,por un motivo quizá menos altruista,pero sin duda muy práctico: buscabana algún escritor que pudiera departircon ella en inglés, su lengua nativa.Las escritoras inglesas (los escritoresingleses también) y, en general, losingleses de ambos sexos no suelen sermuy proclives al aprendizaje de otrosidiomas, así que un escritor españolprofesor titular de Filología Inglesa es

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algo muy socorrido para estasveladas.

El encuentro tuvo lugar durantela Semana Negra de Gijón, puesJuliet Hulme acababa de publicar unanueva novela de crímenes, una másde una larga serie. La editorialseleccionó, con muy buen gusto, unamagnífica sidrería asturiana donde lacomida y la sidra, como no podría serde otra forma, eran excelentes. Nospresentaron y nos sentamos frente afrente.

—Soy Santiago Posteguillo —dije en un tono cordial—; encantadode conocerla.

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—Anne Perry —respondió ellahaciendo uso del nombre con el quees hoy más conocida, y estrechamoslas manos.

A ella le sorprendió miconocimiento sobre la literaturainglesa, en particular sobre el períodovictoriano, del que ella es una expertay que recrea en muchas de susmagníficas novelas. Le expliqué queyo impartía clases de literaturainglesa en la universidad. Lasopiniones de Juliet Hulme/Anne Perryeran mesuradas, profundas y agudas.Tuve que estar concentrado comopocas veces. No quería quedar mal o

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dejar en mal lugar a la editorial y queella se pudiera volver al Reino Unidopensando que los escritores españolesno tenemos una conversación quepueda merecer la pena. Lo máscurioso es que durante toda aquellacena me olvidé por completo deltormentoso pasado de miinterlocutora.

Y es que aquella experta ennovela victoriana, novela sobre laprimera guerra mundial y novelanegra, entre otras muchas cosas más,asesinó, cuando era adolescente, a lamadre de una íntima amiga suya, quetambién participó en el crimen, de

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forma brutal, asestando a la pobremujer cuarenta y cinco golpes con unladrillo. Luego las dos adolescentesarguyeron que la mujer había sufridoun accidente.

—Se ha caído por la escalera —dijeron.

Pero al final todo se descubrió.Era imposible que aquellas heridasfueran resultado de un accidente. Elmóvil parecía estar en que los padresiban a separar a las dos adolescentesy éstas reaccionaron de la peor de lasformas posibles, pensando, en suingenuidad, que al asesinar a la madrede una de ellas todo se detendría.

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Fueron juzgadas, condenadas yencarceladas. Todo esto ocurrió enNueva Zelanda. Eran menores y noquedó claro nunca si habían actuadobajo los efectos de alguna drogaalucinógena (yo prefiero pensar quesí). Por su escasa edad tuvieron unacondena de cinco años de cárcel quecumplieron íntegramente. Tambiénquedaron sentenciadas a no versenunca más. Juliet Hulme retornó a suReino Unido natal. Se cambió elnombre y, al cabo del tiempo, decidióintentar ganarse la vida escribiendonovelas. Lo hacía y lo hace muy bien.Su nombre actual es Anne Perry,

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muchas de sus novelas estántraducidas al español y son fáciles deencontrar en nuestras librerías ycentros comerciales. Y son muyrecomendables. Hablo de esta historiaporque no desvelo nada personal queno sea ya público, aunque muchosaún puedan desconocerlo. Para que sehagan una idea, el director PeterJackson llevó este terrible suceso alcine contando con la actriz KateWinslet como protagonista (es decir,como Juliet Hulme/ Anne Perry) en lapelícula Criaturas celestiales.

Lo cierto es que esto de asesinary escribir no es tan infrecuente. Cabe

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recordar, por ejemplo, a Hill Ford,Fallada, Bala, Unterweger y otrosmuchos. ¿Los escritores tenemosinstintos criminales o a los criminalesles gusta escribir? Si Oscar Wildeviviera se lo preguntaría. Estoyseguro de que él tendría unarespuesta adecuada. Siempre la teníapara las paradojas. Y, hablando deescritores asesinos, no podemosolvidarnos de Henry Abbot. Unhomicida que escribió al famosoautor Norman Mailer desde la cárcel,tal y como nos cuenta muy bien JoséOvejero en su libro Escritoresdelincuentes (ya les digo que este

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tema da para mucho). El asesinoAbbot impresionó con su buena prosaal escritor Mailer hasta el punto deque este último inició una campañapara que le excarcelasen. Y loconsiguió. Abbot salió de prisión ypublicó un libro con una selección desus cartas, que recogían suspensamientos con una notable ypoderosa forma de narrar.Lamentablemente, a las seis semanasde su excarcelación, Abbot tuvo una«desavenencia» con un camarero quederivó rápidamente en una discusiónairada y Abbot, que se ve que seguíasiendo hombre con un mal pronto,

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mató al camarero de una cuchillada.Y Abbot de vuelta a la cárcel.

Tampoco era manco VladoTaneski, que escribía para elperiódico la crónica de sucesos y, ensu tiempo libre, publicaba novelanegra. La lástima es que Taneskiempezó a describir con tal grado dedetalle algunos asesinatos sobreprostitutas que habían ocurrido en suregión que los inspectores prontocomprendieron que ese nivel deconocimiento sobre aquellos horriblessucesos se debía a que Taneski era elautor mismo de los crímenes sobrelos que luego escribía. No sé si

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alguno de estos asesinos quería llevara término alguno de los postuladosdel ensayo de Thomas de Quinceytitulado Del asesinato consideradocomo una de las bellas artes, ensayoque influyó notablemente en EdgarAllan Poe y sir Arthur Conan Doyle,sólo que estos maestros de laliteratura se limitaron a recrear elasesinato con palabras sin necesidadde herir o matar a nadie. Es verdadque sobre sir Arthur Conan Doylequeda la duda, extendida por el libroque Roger Garrick publicó en 1989acusando al creador de SherlockHolmes de haber envenenado a un

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amigo escritor con el doble fin deocultar su relación amorosa con laesposa de éste y, además, robarle elmanuscrito de El sabueso de losBaskerville. En 2006 se exhumó elcadáver de Fletcher Robinson, que asíse llamaba el amigo escritor de ConanDoyle, para intentar confirmar lateoría de Garrick. Nunca seencontraron rastros de veneno y todoparece más una obra de difamaciónque producto de una investigaciónseria.

William Burroughs, sin embargo,sí que es un escritor condenado porasesinato. Ocurrió en México en

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1951. En un evidente estado deebriedad, decidió jugar a GuillermoTell con su mujer, Joan Vollmer. Si eldisparo que mató a Joan fueaccidental, como defendió el abogadode Burroughs, o no lo fue es algodifícil de averiguar. Burroughs y suabogado hicieron todo lo posible porsobornar a los investigadores y lasautoridades judiciales de México parapoder quedar sin condena. Comofuera que al final no estaba claro eldesenlace del juicio, Burroughs huyóa Estados Unidos, donde empezó unaexitosa carrera como escritor.

Y hay más ejemplos de asesinos

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escritores, pero, en la mayoría de loscasos, la obra de estas personas noes, por decirlo suavemente, no vaya aser que alguno de ellos lea este libroy me busque, demasiado buena.Excepto, eso sí, las novelas deBurroughs y, sin duda alguna, las deAnne Perry, que me gustan muchomás. Esta deliciosa dama británica esotra historia, está a otro nivel.Durante aquella cena en Gijón nohablamos de su pasado, por supuesto;ni habría sido oportuno ni muchomenos elegante; ni siquiera hablamosde crímenes ni de novela negra. Hastaese punto llegaba mi cobardía o mi

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prudencia.Así que ya saben: cuando estén

cenando con un escritor, seancomedidos en las críticas. Nunca sesabe cómo podemos reaccionar.

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El secreto de Alice Newton

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La historia de Alice no es la de unaescritora. La historia de Alice es lahistoria de una niña de ocho años a laque le gustaba leer. Un día de 1996,Alice Newton pasaba la tarde en sucasa, algo aburrida porque no teníanada nuevo que le resultarainteresante para leer en ese momento.La niña oyó que la puerta de entradase abría. Su padre, el señorCunningham, regresaba del trabajo, yAlice estaba segura de que, fiel a sucostumbre, traería libros, notas ycuentos de todo tipo; y es que elseñor Cunningham era editor. Pero,además, no se trataba de un editor

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cualquiera, sino que, para fortuna deAlice, su padre estaba especializadoen la publicación de libros infantiles;de ahí la pasión de Alice por lalectura. La niña fue corriendo a lapuerta, en parte porque quería a supadre y en parte porque tenía laesperanza de que hubiera traído algogenial que leer.

—¡Hola, papá! —exclamó Alice,y le dio un beso y un abrazo.

Su padre iba a corresponder deigual forma, pero, para cuando dejabala cartera en el suelo para poderabrazar a la niña, ésta ya había dadoun paso atrás y le miraba con cara

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ilusionada y expectante. BarryCunningham, no obstante, no parecíaestar tan contento. Había sido un díaduro en la editorial Bloomsbury:muchos manuscritos para leer perocasi nada, por no decir nada de nada,que mereciera la pena. Hasta se habíaolvidado y no había llevado nada quepudiera gustarle a Alice. Sólo llevabaconsigo alguno de esos manuscritosno demasiado interesantes, pero,como la niña le seguía mirando conesa cara de ilusión, su mente intentóencontrar alguna salida para nodecepcionarla. Se acordó entoncesdel último texto que había recibido de

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la agencia literaria Christopher Little.Lo había empezado en la oficina, algocansado al final de la larga jornada, y,como todo lo que había leído aquellamañana, no le había parecidotampoco demasiado estimulante, peroal menos quizá sirviera para mantenera Alice entretenida un rato.

—Bueno, pequeña..., tengoalgo... tengo esto. —Y le entregóaquel manuscrito tecleado en máquinade escribir. El autor..., ¿o era autora?(Barry Cunningham no se acordababien), ni siquiera lo había escrito enordenador. ¿Qué podía esperarse dealguien así?

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A la pequeña Alice no parecióimportarle demasiado cómo hubieranescrito aquel cuento, o aquelprincipio de libro o lo que fuera.Cogió el manuscrito que lepresentaba su padre a modo desorpresa, como si lo hubiera tenidotodo preparado, y, rauda, fue alrefugio de su habitación jugando asubir por los peldaños de la escalerade dos en dos.

Muy lejos de allí, en aquellaépoca de finales del siglo XX, yoacababa de leer mi tesis doctoral enla Universidad de Valencia y meafanaba con empeño en mis

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investigaciones en filología inglesa,con la aspiración de conseguir algúndía una plaza de profesor titular en laUniversitat Jaume I de Castelló.Nunca hubiera podido imaginar quelo que pensase Alice Newton, unaniña británica de ocho años, enaquella pequeña habitación de sucasa, pudiera, en algún momento,afectar a mi vida. Y lo hizo, ya locreo que lo hizo. De muchas formas.

Alice Newton bajó de su cuartouna hora después de haberdesaparecido con aquel manuscrito.Se plantó entonces frente a su padre yle habló con decisión.

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—This is so much better thananything else that you have broughthome, Dad! * [¡Esto es mucho mejorque cualquier otra cosa que hayastraído antes, papá!] —Y acto seguidopidió más para leer.

—No tengo más —respondió supadre algo sorprendido por lareacción de su hija.

—Pero tiene que haber más,papá. Esto tiene que ser el principio.Dime que hay más. Por favor.

Y ante la faz de desolación deAlice, Barry Cunningham añadió condecisión:

—No te preocupes, hija.

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Conseguiré el resto del libro. Te loprometo.

Una promesa hecha a una niñaha de mantenerse por encima decualquier cosa, así que BarryCunningham, nada más regresar a suoficina el día siguiente, llamó a laagencia Christopher Little y, sinpensarlo más, ofreció un adelanto demil quinientas libras esterlinas por elmanuscrito completo. En la agencialiteraria no regatearon. Colgaron elteléfono entre confusos y extrañados,pero tampoco le dieron másimportancia al asunto. Eso sí,llamaron a la persona que había

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escrito el texto para que estuviera alcorriente del interés del señorCunningham.

Por su parte, Barry Cunninghamdejó el teléfono colgando despacio.Estaba pensando en que ya era horade hacerse con un teléfono móvil deesos que estaban haciéndose tanpopulares; eso le daría más libertadpara llamar a las agencias y losautores desde cualquier sitio. Susojos se fijaron entonces en la copiadel manuscrito que había leído su hijala tarde anterior.

—En fin —dijo. Lo publicaríaaunque sólo fuera para que su Alice

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pudiera verlo en el formato de libro,pese a que no tenía claro que fuera arecuperar todo el dinero de lainversión.

El teléfono volvió a sonar. Elseñor Cunningham lo cogió de nuevo.La agencia literaria le devolvía lallamada anterior para confirmarle quela autora del manuscrito, se trataba deuna mujer, aceptaba su oferta sindiscusión.

A los pocos días, la escritorafirmaba el contrato. BarryCunningham dudó un instante, pero, alfinal, de buena fe, pensó que eraoportuno dar un consejo realista a

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aquella joven autora. Las ilusionesmal administradas conducían atremendos fracasos y aquella mujertenía hijos. Y es que muchosescritores noveles confunden el hechode conseguir publicar un libro con eléxito. Se trata de cosas diferentes:publicar una novela es un gran paso,pero no conlleva, ni mucho menos, unéxito de ventas garantizado. Muchosescritores caen en el error de pensarque lo uno suele llevar a lo otro,cuando la concatenación de ambascosas, publicación y éxito, es másexcepcional que habitual.

—Disculpe que le diga —dijo

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Barry Cunningham mientras cogía elcontrato firmado que le entregaba laautora—, pero yo, en su caso...;bueno, quizá me meto en donde nodebiera...

—No, por favor, dígame —invitó la escritora, mirándole conrespeto y atención.

Barry Cunningham se aclaró lagarganta. Sabía que lo que iba a decirno era agradable, pero pensó que, engran medida, era su obligaciónhacerlo.

—Yo en su lugar, sin ánimo dedesanimarla, buscaría un empleo, untrabajo distinto al de escribir. Es muy

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difícil vivir de esto y... usted tienehijos, una familia...

—¿Y no cree que yo pueda vivirde la escritura?

Barry Cunningham suspiró, perofue preciso en su respuesta.

—A decir verdad, y sin quererofenderla y dicho con la mejor de lasintenciones, no, no creo que puedavivir de escribir cuentos para niños.

La escritora recibió aquelcomentario con una sonrisa quedemostraba que estaba acostumbradaa digerir decepciones en su vida.Arrastraba un divorcio, la recientemuerte de su madre, varios años de

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penurias económicas y doce negativasde diferentes editoriales. A decirverdad, el consejo del señorCunningham no parecía un malconsejo. La escritora asintió ensilencio.

Sólo se publicaron milejemplares de aquella primeraedición. No tenía ningún sentido hacermás. Quinientos de esos ejemplaresfueron a parar directamente abibliotecas. Los otros quinientos secomercializaron. Y... se vendieron.Ahora cada uno de esos libros valeentre dieciséis mil y veinticinco millibras, según los datos de la web de

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Rick Klefel (no he podidocontrastarlos con otras fuentes, pero,a tenor de lo que pagan loscoleccionistas por primeras edicionesde libros famosos, me parece unaestimación creíble, probablementeincluso muy conservadora). Y es queese libro cuyo primer capítulo tantogustó a la niña Alice Newton, hasta elpunto de provocar la publicación delmanuscrito por parte de su padre, eleditor de la ahora todopoderosa peroentonces muy pequeña editorialBloomsbury, se titulaba Harry Pottery la piedra filosofal. La serie avanzócon otros seis títulos más. Luego vino

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Hollywood y la sistemática yminuciosa adaptación de todos y cadauno de esos libros. Alguno inclusodividiendo la novela en dos para teneruna película adicional. Así de buenoera el negocio.

Yo, en la distante ciudad deCastellón, modestamente, conseguí miplaza de profesor titular. Empecéentonces a elaborar un diccionario determinología informática junto con losprofesores Jordi Piqué, mi director detesis, de quien tanto he aprendido a lahora de investigar y escribir, laprofesora Lourdes Melción y el editorPeter Collin, grandes profesionales

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todos ellos. Terminamos eldiccionario en cuatro años, pero, justocuando iba a publicarse, la editorialde Peter Collin fue adquirida por larica Bloomsbury (rica gracias aldesbordante éxito editorial de HarryPotter). La nueva editorial reevaluó elproyecto del diccionario, le siguiópareciendo meritorio, y, por fin, sepublicó, eso sí, con un impacto deventas bastante más reducido que elde las novelas de J. K. Rowling. Elcaso es que así fue como AliceNewton provocó que tenga un libro,coescrito con los autores que hemencionado anteriormente, publicado

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por Bloomsbury.Años después, impresionado por

el éxito arrollador de Harry Potter, mesentí en la obligación, como profesorde lengua y literatura inglesa, de, almenos, leer algo de la saga del niñomago (que ha llegado a vendercuatrocientos millones de ejemplaresen todo el mundo). Leí el primercapítulo y comprendí a Alice.Aquello era muy bueno. Me leí cincode los libros de la saga de un tirón.

J. K. Rowling ha hecho quemillones de niños y adolescentes seacostumbren a leer libros de hastanovecientas páginas. Me consta que

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ahora tengo lectores que empezaronen la lectura con Harry Potter y queluego continúan con otras novelas deotros autores, incluso con las mías.Ésa es otra forma en la que AliceNewton influyó en mi vida. Así queun millón de gracias a J. K. Rowling.Yo creo que lo que ha hecho es muygrande: pese a los muchos detractoresque me consta que tiene, yo no puedoevitar pensar que es un méritoindiscutible conseguir que millonesde niños y adolescentes se enganchena la lectura. Ah, y otro millón degracias para Alice. ¿Qué habría sidode los lectores de Potter sin ella? No

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me ha sido posible averiguar qué eshoy día de la pequeña Alice Newton.Espero que se haya hecho editora.Tiene el instinto.

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El libro electrónicoo el pergamino del siglo XXI

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La historia se repite, aunque muchosla olviden, pues es tozuda y tenaz ypersistente. Lo del libro electrónicono es la primera vez que pasa. Yahubo otras grandes revoluciones. Laescritura ha ido cambiando deformatos a lo largo de la historia. Noes nuevo. Realmente lo nuevo muchasveces coincide con lo olvidado. Esuna lástima que la Historia (conmayúscula) no se transmitagenéticamente. Avanzaríamos más,más rápido y mejor. Pero divago.

En mi última novela, Losasesinos del emperador, muchoslectores ya han detectado ese guiño

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que hago desde el siglo I d. C. al libroelectrónico del siglo XXI: el veteranosenador Marco Ulpio Trajano, padrede un joven e impetuoso adolescentedel mismo nombre que luego seráemperador, lleva precisamente a suhijo por las bibliotecas de Roma enbusca de unos textos de Julio César yHomero; pero las bibliotecas han sidodañadas por varios incendios en lareciente guerra civil y aún están enobras:

—Las mejores [bibliotecas] están aquí,en la colina del Palatino, pero veo quetambién ha hecho estragos el incendio. —Trajano padre no había estado en la gran

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ciudad en los últimos cuatro años y eraobvio que estaba indignado por lamagnitud de aquel horrible incendio quetantos edificios había destruido porcompleto o dañado en gran medida—.Ahí está el templo de Apolo, y a sulado... —un breve silencio; el edificiocontiguo estaba semiderruido—; a sulado estaba la Biblioteca Palatina. —Deaquel antiguo centro del saber quedabapoco, demasiado poco. Miró alrededor yechó a andar de nuevo de regreso al foro—. Iremos a una de las bibliotecas quelevantó el emperador Tiberio. No son tanbuenas, pero quizá allí encontremos loque busco para ti.

Las bibliotecas de Tiberio, aunque nodestruidas, también estaban cerradas algran público; uno de los trabajadores queestaba reparando el edificio le aconsejó a

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Trajano padre que se olvidara de las delcentro y que acudiera a la gran bibliotecalevantada por Augusto en el Campo deMarte, la que todos conocían con elsobrenombre de Porticus Octaviae.

Y hacia allí se encaminaránentonces Trajano padre y su jovenhijo. En el Porticus Octaviaeconocerán a Vetus, un viejobibliotecario que, no obstante,también decepcionará a Trajanopadre, pues le negará la posibilidadde sacar de la biblioteca los librosque quiere:

—Quiero la serie de rollos quecontienen el Commentarii de Bello

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Gallico y el Commentarii de BelloCivili de Julio César para poder encargara un escriba una copia de los mismos.[…] Me consta que estos textos seprestan para estos fines.

Vetus inspiró aire despacio.

—Eso era lo habitual, sí, hasta elincendio, pero con varias bibliotecasdañadas se ha restringido el servicio depréstamo hasta que podamos hacercopias de todos los volúmenes relevantespara reintegrarlos cuando éstas hayansido restauradas. Puedo permitirosconsultar los textos que deseas aquí en lasala, pero no, por el momento, elpréstamo.

Vetus observó que la indignación, una

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vez más, hacía presa de aquel senadorque se expresaba con un fuerte acentohispano; podía dejarlo allí y que uno delos esclavos se ocupara en recibir susquejas, pero hacía tiempo que no entrabanadie allí con el valor, incluso con laimprudencia, de criticar la mala gestiónimperial de las bibliotecas en los últimosaños; aquel Trajano era como unabocanada de aire fresco y puro en lacorrompida Roma. Miró al adolescente,un joven fuerte y de mirada viva, quecallaba junto a aquel alto oficial delImperio.

—¿Las copias eran, entonces, para elmuchacho? —preguntó.

—Así es —confirmó Trajano padre—.Hemos venido desde Hispania y queríaregalárselas, pero veo que todo pareceponerse en mi contra.

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—Son un excelente regalo para unjoven que, sin duda, aspirará a ser ungran legatus algún día, ¿no es así?

El joven Trajano asintió sin decir nadaal sentirse directamente aludido poraquella pregunta.

Así, el veterano bibliotecarioterminará sugiriendo a Trajano padreque adquiera esos volúmenes enalgunas de las nuevas librerías de laciudad, y pasa a comentarle losdiferentes libreros que hay y qué tipode libros venden:

Vetus se permitió posar su mano sobreel brazo del senador y acompañarlo a lapuerta de salida mientras le explicaba

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todo lo necesario.—Está Trifón, tiene copias de todo,

son baratas pero la calidad de susescribas y del papiro que usa no son lasmejores; luego está Atrecto, con él lacalidad está garantizada, incluso el lujo.Atrecto es siempre una buena opción. Sivais a viajar, que imagino es lo másprobable, de regreso a vuestra patria, loideal es algo muy nuevo que sólo vendeSecundo: se trata de textos, los textos desiempre como los que buscáis de César ode Homero, pero copiados no sobrepapiro sino sobre pergamino, másresistente, pegados por un lateral, comoun códice de tablilla, en lugar de juntandoluego las hojas en rollos; así se escribepor ambos lados del pergamino y enmucho menos volumen puedes tener losdos textos. Es una gran idea, pero muy

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cara; hay quien dice que un día esoscódices reemplazarán por completo a losrollos, pero yo no lo creo posible, seperdería ese placer especial dedesenrollar poco a poco el texto; esabsurdo. Bueno, el caso es que paraviajar son útiles los códices depergamino, eso lo reconozco, y aunquesean caros no creo que el dinero sea uninconveniente para el senador MarcoUlpio Trajano.

Y no, el dinero no era unproblema para aquel veterano senadorhispano, que se hará con esos textospara que su hijo aprenda estrategiamilitar con Julio César y griego conHomero. Pero el viejo Vetus se

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equivocaba: el pergamino reemplazó,lenta pero progresivamente, al papiro;y el códice, el formato libro queconocemos hoy día en papel impreso,fue el soporte de poemas y novelasdurante siglos. Ahora ha surgido unnuevo formato. Muchos periodistasme preguntan:

—¿Qué piensa usted del libroelectrónico? ¿Cree que acabará con ellibro impreso?

No soy augur romano, pero, ariesgo de equivocarme, me pronuncioalejado del dogmatismo delbibliotecario Vetus, pero distantetambién de aquellos que predicen la

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rápida desaparición de un formatoque tiene siglos de existencia.También se predijo que la televisiónacabaría con la radio y, que yo sepa,la radio sigue ahí. Es un potentemedio de comunicación que se hareinventado. Nadie pensó que unopuede conducir y escuchar la radio, orecoger la cocina y escuchar lasnoticias. Es más difícil, cuando noimposible, hacer esas y otrasactividades viendo la tele. Y la radio,además, ofrece otras cosas diferentesa la televisión. Del mismo modopienso que el libro impreso tiene unosespacios que el libro electrónico tiene

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difícil ocupar: ser regalo, ser el objetofetiche que firma el autor preferido oser lectura en lugares donde el objetopuede estropearse o perderse, comola playa, donde no nos importa unpoco de arena en una edición debolsillo de un libro, pero dondeentraríamos en pánico si esto mismopasara con nuestra recién adquiridatableta electrónica. Además, si teroban el lector, igual se llevan con éltoda tu biblioteca. ¿Que podemostener copias de seguridad? Esposible, pero, al final, como con lasfotos digitales, terminamos teniendomenos fotos que enseñar porque la

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batería de tal o cual dispositivo no vao porque tal o cual otro dispositivono lee el formato en el que tenemoslas fotografías del último viaje. Quizáalgo del bibliotecario Vetus sí quetengo en mí, es posible, pero de veraspienso que la transición será máslarga y más compleja de lo quemuchos piensan. Cierto es que ellibro-regalo también puede serreemplazado: podemos regalar unarchivo, como podemos regalar unacantidad de dinero con una tarjeta deun centro comercial para que elagasajado se compre lo que desee,pero, de momento, ni en navidades ni

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en los cumpleaños se regalan sólouna serie de tarjetas o archivos, sinoque a la gente le sigue gustandorecibir y regalar objetos tangibles. Unlibro, en muchas ocasiones, es másduro de pelar, ante el sol o el frío o lalluvia, que un dispositivo electrónico,y aún sigue siendo, para muchos, másapetecido. El libro electrónico, noobstante, crecerá en cuota de mercadoen los próximos años, sin dudaalguna, pero sigo pensando quedurante varios decenios como mínimocoexistirá con el libro impreso. Ah, ytambién existe la posibilidad de que,antes de que el libro electrónico se

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consolide, aparezca algún otroformato que nosotros aún somosincapaces ni tan siquiera de imaginar,porque esto de la tecnología, ya sesabe, va muy rápido.

Y queda, por fin, un formato delque nadie se acuerda en esta disputasobre diferentes formas de leer: ellibro 3D. Es un formato impactante:los personajes se mueven delante deti no como si fueran personas decarne y hueso, sino que en efecto loson; se mueven y dan vida a laspalabras del texto con periciaexperimentada, con un realismo talque parece que lo que lees no lo lees

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sino que lo vives. Es un formato quetiene más de dos mil quinientos añosde historia y, siempre en crisis,siempre al límite, pese a todo y pesea todos, sobrevive y sobrevivirá allibro electrónico. Se llama teatro.

De igual forma que sobreviviránotras formas de narrar, otras formasde leer historias. ¿O es que unosagotados padres no reciben comoagua de mayo a aquel cuentacuentosingenioso que sabe entretener a sushijos en un centro comercial o en unalluviosa tarde fría de un pueblo, yasea con su voz o con títeres? Y esque, por encima de formas y

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formatos, más allá de los rollos depapiro, los libros de papel o loslectores electrónicos, está la perennepasión del ser humano por que lecuenten historias.

Igual que nos pasa con la ruedao el fuego, el arte de narrar, de contarrelatos, de referir un cuento, seretrotrae a tiempos más allá denuestra memoria, más allá delmomento en el que empezamos atranscribir lo que nos acontecía en eldevenir de la existencia humana. Elescritor italiano Valerio MassimoManfredi lo tiene muy claro y yocomparto su opinión punto por punto:

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un día un periodista le preguntó aManfredi, hablando, cómo no, denovela histórica:

—¿Qué fue primero, donValerio, el cuento o la historia?

Manfredi sonrió.—No lo dude: el cuento.La historia es memoria y

tenemos memoria colectiva desde queanotamos lo que nos sucede, peromás allá de la historia, mucho antes,seguramente en alguna cueva delpaleolítico, un hombre dejó perplejosa los miembros de su tribu con unrelato sobre una cacería; o quizá fueuna mujer con un cuento que se

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inventó sobre las nubes y las estrellaspara calmar el miedo de un niño.

Allí empezó todo.

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Para saber un poco másBibliografía, referencias

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Agradecimientos

Gracias en primer lugar a DavidFigueras, editor de Planeta, por suinterés en este libro. Su ilusión por elproyecto ha sido la energía necesariapara dar término a estos relatos, oartículos, pues son textos que andan acaballo, o a pie, entre uno y otrogénero. Gracias a mis editorasÁngeles Aguilera y Puri Plaza porpermitirme tener este affaire literariocon David. Gracias también a todo elequipo de la editorial Planeta.

No querría olvidarme tampoco

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de los ilustradores Joan MiquelBennasar y Josep Torres, cuyosmagníficos dibujos acompañan tanmaravillosamente los diferentesepisodios de este libro, ni deAlejandro Colucci, autor de lacubierta.

Y un agradecimiento muyespecial al periódico Las Provincias,en donde todos estos textos tuvieronuna primera vida impresa, en versiónmás reducida pero que, sin duda, fueel germen perfecto para el nacimientode cada uno de los capítulos dellibro. Les estoy particularmentereconocido a los amigos que me

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presentaron a Julián Quirós, directord e Las Provincias, y, por supuesto,muy en particular a Julián Quirósmismo, pues su propuesta de queescribiera con regularidad para elperiódico y la libertad que meconcedió con relación al contenidome motivaron y, por qué no admitirlo,me forzaron. Y es que sin ladisciplina de tener que remitir unnuevo artículo cada tres semanas alperiódico nunca habría terminado estelibro.

Y gracias, como siempre, a todami familia y mis amigos, los puntalesque le anclan a uno en la vida, en la

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realidad y en el mundo. Sin ellos nosomos nada. Sin ellos nada importanada.

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Notas

* La traducción de la carta de Dostoievskisigue la versión proporcionada por el ITAM(Instituto Tecnológico Autónomo de México).

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* Texto literal de una carta que Franz envió asu amigo Max el 22 de julio de 1912.

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* Frase literal de la niña según cuenta supadre, editor de Bloomsbury.

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La noche en que Frankenstein leyó el QuijoteSantiago Posteguillo

No se permite la reproducción total o parcial deeste libro, ni su incorporación a un sistemainformático, ni su transmisión en cualquierforma o por cualquier medio, sea ésteelectrónico, mecánico, por fotocopia, porgrabación u otros métodos, sin el permiso previoy por escrito del editor. La infracción de losderechos mencionados puede ser constitutiva dedelito contra la propiedad intelectual (Art. 270 ysiguientes del Código Penal)

Diríjase a CEDRO (Centro Español deDerechos Reprográficos) si necesita reproduciralgún fragmento de esta obra.Puede contactar con CEDRO a través de laweb www.conlicencia.com o por teléfono enel 91 702 19 70 / 93 272 04 47

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© del diseño de la portada, Sandra Dios© de la imagen de la portada, AlejandroColucci sobre una fotografía de Screen Prod /Photononstop / Contacto. Frankenstein is atrademark and copyright of Universal Studios.Licensed by Universal Studios Licensing LLC.All Rights Reserved© Santiago Posteguillo, 2012

Ilustraciones del interior: © alademosca

© Editorial Planeta, S. A., 2012Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona(España)www.editorial.planeta.eswww.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub):septiembre de 2012

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ISBN: 978-84-08-02596-2 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S.L. L.www.newcomlab.com

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