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LA NOCION DEL YO EN LA TEORIA FREUDIANA Partimos de la base de que existen sucesivos momentos en la constitución de un aparato psíquico y de que éstos están determinados por dos ejes fundamentales: la evolución libidinal y la evolución del yo, con una lógica que los articula. En una primera aproximación a los textos freudianos, podemos tener la impresión de que el concepto de yo aparece de manera confusa o contradictoria. Mencionaremos algu- nos de ellos para dar cuenta de la aparente diversidad, para luego intentar una forma de organización de los mismos. Desde el proyecto, el yo aparece con una función fundamentalmente inhibidora de la descarga, impidiendo que la investidura de la huella mnémica ligada a la vivencia de satisfacción adquiera mayor intensidad que la conveniente, lo que dificultaría en un momento posterior la realización de una acción específica. En "Introducción del narcisismo" Freud da a entender que el yo no existe desde un comienzo ya que su surgimiento depende de un nuevo acto psíquico. En "El yo y el ello" el yo es ante todo un yo corporal, derivado en última instancia de sensaciones corporales, principalmente de las que se originan en la superficie del cuerpo. Asimismo se ocupa del yo ideal de los procesos de identificación que hacen a la constitución del yo. También describe diferenciaciones del yo que van a pasar a constituir otra instancia, la del superyó, que contiene en sí al ideal del yo, aspectos éstos ligados a las identificaciones secundarias. Freud comenzó a cuestionarse la concepción tradicional del yo a partir de la experiencia clínica, de las neurosis, fundamentalmente a través de los llamados "estados segundos" en la histeria. Lo que percibió en estos pacientes, al comienzo a través de la hipnosis y luego sin necesidad de ella, fue que existía en aquéllos un estado de conciencia segunda o doble conciencia que en toda histeria poseía un grado de organización más o menos elevado y de la cual el paciente no tenía memoria en su estado normal o sólo tenía de ella una presencia sumaria. Esta conciencia segunda estaba ligada a recuerdos que, por ser inconciliables con el yo "oficial", eran rechazados de la conciencia. Lo que se advertía asimismo era que estos contenidos accedían, a través de la sugestión o del apremio, con relativa facilidad a la conciencia. Surgen entonces los interrogantes acerca de .cuál es el destino de aquello que ha sido rechazado de la conciencia. Sabemos que posteriormente Freud postuló la existencia de un sistema., en el cual estos contenidos quedaban alojados. Este sistema, fue conceptualizado en términos dinámicos como preconsciente cuya organización formal es la del proceso secundario, al igual que el yo oficial. Así, entonces, equiparar la conciencia al yo significaba dejar excluido una parte del mismo. Según este planteo surge el siguiente problema: ¿este yo no "oficial" es exactamente igual al otro o es necesario ampliar el concepto de yo o modificarlo? La respuesta que Freud ofrece es que no hay un yo único y permanente sino diferentes estructuras yoicas. En diversos textos (1915c, 1917d, 1923b, 1925h), Freud trabaja sobre la hipótesis de la existencia de tres organizaciones yoicas correspondientes a distintos momentos en la estructuración del psiquismo: yo de realidad primitivo, yo de placer y yo real definitivo. Esta concepción genética del yo permite dar mayor grado de coherencia a las aparentes contradicciones mencionadas. Por otra parte, existen en la teoría psicoanalítica del yo diversas perspectivas de abordaje que podemos agrupar en cuatro teorías. Intentaremos, entonces, dar cuenta de

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LA NOCION DEL YO EN LA TEORIA FREUDIANA Partimos de la base de que existen sucesivos momentos en la constitución de un aparato psíquico y de que éstos están determinados por dos ejes fundamentales: la evolución libidinal y la evolución del yo, con una lógica que los articula. En una primera aproximación a los textos freudianos, podemos tener la impresión de que el concepto de yo aparece de manera confusa o contradictoria. Mencionaremos algu-nos de ellos para dar cuenta de la aparente diversidad, para luego intentar una forma de organización de los mismos. Desde el proyecto, el yo aparece con una función fundamentalmente inhibidora de la descarga, impidiendo que la investidura de la huella mnémica ligada a la vivencia de satisfacción adquiera mayor intensidad que la conveniente, lo que dificultaría en un momento posterior la realización de una acción específica. En "Introducción del narcisismo" Freud da a entender que el yo no existe desde un comienzo ya que su surgimiento depende de un nuevo acto psíquico. En "El yo y el ello" el yo es ante todo un yo corporal, derivado en última instancia de sensaciones corporales, principalmente de las que se originan en la superficie del cuerpo. Asimismo se ocupa del yo ideal de los procesos de identificación que hacen a la constitución del yo. También describe diferenciaciones del yo que van a pasar a constituir otra instancia, la del superyó, que contiene en sí al ideal del yo, aspectos éstos ligados a las identificaciones secundarias. Freud comenzó a cuestionarse la concepción tradicional del yo a partir de la experiencia clínica, de las neurosis, fundamentalmente a través de los llamados "estados segundos" en la histeria. Lo que percibió en estos pacientes, al comienzo a través de la hipnosis y luego sin necesidad de ella, fue que existía en aquéllos un estado de conciencia segunda o doble conciencia que en toda histeria poseía un grado de organización más o menos elevado y de la cual el paciente no tenía memoria en su estado normal o sólo tenía de ella una presencia sumaria. Esta conciencia segunda estaba ligada a recuerdos que, por ser inconciliables con el yo "oficial", eran rechazados de la conciencia. Lo que se advertía asimismo era que estos contenidos accedían, a través de la sugestión o del apremio, con relativa facilidad a la conciencia. Surgen entonces los interrogantes acerca de .cuál es el destino de aquello que ha sido rechazado de la conciencia. Sabemos que posteriormente Freud postuló la existencia de un sistema., en el cual estos contenidos quedaban alojados. Este sistema, fue conceptualizado en términos dinámicos como preconsciente cuya organización formal es la del proceso secundario, al igual que el yo oficial. Así, entonces, equiparar la conciencia al yo significaba dejar excluido una parte del mismo. Según este planteo surge el siguiente problema: ¿este yo no "oficial" es exactamente igual al otro o es necesario ampliar el concepto de yo o modificarlo? La respuesta que Freud ofrece es que no hay un yo único y permanente sino diferentes estructuras yoicas. En diversos textos (1915c, 1917d, 1923b, 1925h), Freud trabaja sobre la hipótesis de la existencia de tres organizaciones yoicas correspondientes a distintos momentos en la estructuración del psiquismo: yo de realidad primitivo, yo de placer y yo real definitivo. Esta concepción genética del yo permite dar mayor grado de coherencia a las aparentes contradicciones mencionadas. Por otra parte, existen en la teoría psicoanalítica del yo diversas perspectivas de abordaje que podemos agrupar en cuatro teorías. Intentaremos, entonces, dar cuenta de

tres estructuras yoicas desde la teoría de las identificaciones, de las representaciones, de las funciones y de los desarrollos de afecto.

Surgimiento del yo real primitivo En un momento inicial, coincidente con el nacimiento, existiría un estado pre-psíquico constituido por un sistema nervioso y exigencias pulsionales; dicho en los términos del proyecto: neurona y cantidad. Este sistema nervioso posee un polo perceptual y un polo motriz. El polo perceptual registra los estímulos, tanto los que llegan del exterior, a través de los órganos de los sentidos, como los que provienen del interior del organismo. El polo motor es el encargado de producir la descarga; de tal modo, toda estimulación registrada en el polo perceptual tiende a ser descargada a través de la motricidad. Se producen así dos tipos de descarga: una hacia el exterior como el llanto o el pataleo, y otra hacia el interior, como en el caso de las secreciones endógenas. Este modelo es el que corresponde al arco reflejo. Si recordamos el esquema correspondiente al capítulo VII de "La interpretación de los sueños", vemos que Freud ubica la percepción en un polo y la motricidad en el otro; entre ambos se inscribirán luego las sucesivas huellas mnémicas que conformarán los distintos estratos de constitución del psiquismo. Cuando hablamos de estímulos exógenos o endógenos, lo hacemos desde el punto de vista del observador, ya que la diferencia entre ambos es una función a conquistar por el yo real primitivo.

En un contexto anterior, hubimos de reclamar para el organismo todavía inerme la capacidad para procurarse por medio de sus percepciones una primera orientación en el mundo, distinguiendo un "afuera" y un "adentro" por referencia a una acción muscular. Una percepción que se hace desaparecer mediante una acción es reconocida como exterior, como realidad; toda vez que una acción así nada modifica, la percepción proviene del interior del cuerpo, no es objetiva, "real". Es harto valioso para el individuo poseer un signo distintivo tal de la realidad, que al mismo tiempo constituye un remedio contra ella, y bien quisiera estar dotado de un poder semejante en contra de sus reclamos pulsionales, a menudo implacables. (Freud, 1917d (1915), pág. 231)

Como vemos, dentro de las diferentes teorías desde las cuales se puede categorizar al yo, Freud jerarquiza una: la de las funciones, y describe cómo la función principal que debe efectuar el yo de realidad inicial es la operación de orientarse en el mundo diferenciando entre un adentro y un afuera. Esta primera diferenciación se produce sobre la base de un mecanismo elemental que es el de la fuga. Ante un estímulo proveniente del mundo exterior, el yo puede producir una defensa: la fuga, cuyo éxito determina el reconocimiento del estímulo como exógeno. Tal como lo refiere Freud, la posibilidad de cerrar los ojos ante el rayo de luz que hiere la pupila. De los estímulos que provienen del interior es imposible fugar; aun cuando, por el registro de sequedad en la garganta, se produzca una conducta refleja de descarga, como el llanto, la sed persistirá. Para el cese del estímulo es necesario realizar una acción específica. Los estímulos internos se constituyen en necesidades básicas, inaplazables, de las cuales no es posible fugar. Se genera así un interior, desde el cual surgen estímulos perentorios de satisfacción, y un exterior indiferente, desinvestido. Se produce entonces una primera diferenciación entre una periferia interior, que es la que importa al sistema nervioso, y una periferia exterior, indiferente. Para que se alcance este primer logro, el organismo viviente debe haber privilegiado entre las conductas reflejas posibles, una: la correspondiente a la fuga del estímulo, que tiene un grado de especificidad mayor que la

descarga masiva y también resulta más económica para el organismo. Este proceso se da sobre la base del relevamiento del principio de inercia por el de constancia, como forma de reemplazar la tendencia a la descarga a un cero absoluto por la aceptación de una tensión mínima compatible con la vida. Podemos describir la siguiente secuencia en la formación de esta estructura yoica:

1) Arco reflejo. Tendencia a expulsar toda estimulación fuera del sistema neuronal regido todavía por el principio de Inercia.

2) Preferencia del mecanismo de la fuga como forma de eliminación del estímulo. Implica la predominancia del principio de constancia.

3) Registro de ciertas sensaciones como endógenas: aquéllas de las que no es posible fugar.

4) Articulación de las diversas sensaciones endógenas de tensión-alivio, correspondientes a diversos órganos en equilibrio recíproco.

Este es el momento en que culmina la constitución de la estructura que tiende a resolver la necesidad mediante la alteración interna, antes de que pueda lograrse la acción específica para cada estímulo pulsional. La ligadura entre las investiduras de los diversos órganos, no contradictorias entre sí, permite alcanzar una homeostasis, es decir una homeostasis con cierta dirección, marcada por la investidura pulsional misma. El recién nacido debe realizar un aprendizaje de las "reglas biológicas" que hacen a la satisfacción de necesidades mediante acciones específicas. Para ello es necesario que previamente se haya establecido este equilibrio basado en un ritmo somático de tensión alivio que depende tanto de la armonización interna como de la asistencia contextual. En el pasaje del mecanismo de la alteración interna al de la acción específica tienen relevancia factores de origen endógeno, de procesamiento pulsional, y otros de origen contextual, correspondientes a la disponibilidad de respuesta empática o tierna del contexto. Entre los factores de origen interno, cobra especial relevancia en estos primerísimos momentos del desarrollo lo que Freud en los dos últimos capítulos de "El yo y el ello" plantea como conflicto interpulsional, del cual derivan las defensas más primarias. La pugna entre Eros y pulsión de muerte es la lucha por la creación de unidades más complejas en oposición a la tendencia al retorno a lo inerte de la manera más rápida y total. En cuanto a las defensas que ejerce la pulsión de muerte contra Eros, Freud señala dos: una, consistente en que en el acto sexual genital aparezca una posibilidad de retorno a la inercia; y otra, en que a toda libido no desexualizada se le imponga una descarga lo más rápida posible. Una tercera posibilidad que se puede inferir es la desmezcla pulsional provocada por la regresión. Eros se defiende de la pulsión de muerte básicamente mediante el mantenimiento de tensiones. Una de las maneras de mantener la tensión es la confluencia de las pulsiones parciales en torno a la pulsión genital; y la otra consiste en crear libido desexualizada: una energía desplazable que se mantenga permanentemente como acopio disponible.

Si la vida está gobernada por el principio de constancia, como lo entiende Fechner, si está entonces destinada a ser un deslizarse hacia la muerte, son las exigencias del Eros, de las pulsiones sexuales, las que, como necesidades pulsionales, detienen la caída del nivel e introducen nuevas tensiones. El ello, guiado por el principio de placer, o sea por la percepción del displacer, se defiende de esas necesidades por diversos caminos. En primer lugar, cediendo

con la mayor rapidez posible a los reclamos de la libido no desexualizada, esto es, pugnando por la satisfacción de las aspiraciones directamente sexuales. (Freud, 1923-1925, pág. 47)

En los primeros momentos de vida, cuando debe imponerse el principio de constancia, o sea la posibilidad neuronal de aceptar una limitación de la tendencia a la descarga, manteniendo un mínimo de tensión compatible con la vida, se hace necesaria la colaboración estrecha de los componentes de Eros aún no diferenciados. Las pulsiones de autoconservación pretenden el mantenimiento de lo vivo, pero, al ser perentorias en alto grado, se descargan más rápidamente. Las pulsiones sexuales, en cambio, admiten un mayor grado de dilación, y si se le introducen modificaciones en la meta esas postergaciones se vuelven infinitas. Los cambios en la meta, suponen la desexualización de la libido, su transformación en afecto no desbordante, por ejemplo, en la gama de la ternura. Una de las primerísimas formas de crear este reservorio de energía, necesaria en la generación de complejidades, consiste en la transformación de la voluptuosidad a través de la captación de la ternura materna vía empatía.

Proyección y empatía En el establecimiento de un vínculo empático con el medio tiene especial relevancia la proyección: mecanismo de origen filogenético, que permitirá construir diferentes espacios, al dotar de cualificación los procesos internos en el encuentro con el afecto materno. Recordemos que Freud describe tres formas de proyección desde un comienzo: la no defensiva, que se desarrolla sobre la base de la empatía materna y que es fundamento de la espacialidad; y dos defensivas, una normal que pretende retornar al exterior lo que de allí proviene y otra patológica que intenta expulsar fuera algo de lo propio. Las dos primeras formas están ligadas a Eros y la tercera deriva de un triunfo de la pulsión de muerte en la tendencia a la descomplejización estructural. Estos momentos primeros en el desarrollo del psiquismo, reconocen como hemos visto, un requisito previo, que consiste en el logro de una armonización de ritmos pulsionales surgidos de los diferentes órganos con predominio de alguno de ellos. Sobre esta armonización, recae una investidura narcisista, de donde deriva un desarrollo de afecto: un bienestar de base, que, proyectado, es registrado como un vínculo empático proveniente desde el contexto. Se inaugura así un movimiento fundante que consiste en que a cada proceso proyectivo le sigue uno introyectivo o identificatorio por el cual el yo se reapodera de lo proyectado. La proyección no defensiva, de carácter interrogativo, crea un espacio mundano que se define por su clima empático. La proyección defensiva normal, en cambio, pretende arrojar fuera los estímulos de los cuales es posible fugar, con lo cual se crea un contexto sensorial indiferente. Dado el predominio de estas dos formas de la proyección por sobre la tercera, queda establecida la base para el desarrollo de esa neoformación que es el afecto, que permite instalar la primera forma de conciencia respecto de la vitalidad de los propios procesos pulsionales. Esta es la condición para que se generen nuevos procesos proyectivos que conducirán a la creación de un espacio cenestésico, de una zona erógena periférica y, posteriormente, de un espacio sensorial externo. El carácter indiferente del contexto en su doble vertiente, no diferenciado y no investido, permite que el mismo funcione como réplica proyectiva de los procesos cuantitativos que se dan en el recién nacido. El contexto adquiere una función defensiva de primordial importancia, consistente en una labor de filtro dirigida a evitar que los excesos pulsionales inunden un aparato incapaz de tramitarlos. La función del contexto consiste

básicamente en una madre que actúe como desintoxicante de los desbordes voluptuosos intrasomáticos. En caso contrario, cuando aparece una madre que opera por hiper o hipoestimulación, el contexto pierde su capacidad de filtro dando lugar a diversas perturbaciones. Winnicott señala que el grado de regresión yoica que debe alcanzar una madre al establecer un vínculo con su hijo recién nacido parece ser un requisito para lograr este tipo de comunicación y tiende a declinar a partir de la sexta semana de vida. Para ello es necesario que la madre cuente con recursos yoicos suficientes como para que la regresión sea funcional y no dé lugar a una identificación masiva con el estado de inermidad del niño, a la que seguiría la angustia automática. La asistencia contextual, incluyendo ahora el rol del padre, vuelve a ser fundamental en el sostén de la capacidad de "reverie" materna. En un momento en que las representaciones y los procesos de comunicación basados en la vista y el oído aún no están disponibles, el esfuerzo proyectivo de procesos endopsíquicos encuentra en otro una captación empática que luego podrá expresarse como imagen, como representación. Como hemos dicho, la proyección del recién nacido constituye una suerte de interrogación al contexto, del cual debe obtener una respuesta empática. Si ello se da, queda abierto el camino para realizar nuevas investiduras en un proceso de complejización que va acompañado de una separación de la madre como función placentaria externa y la construcción de una coraza de protección antiestímulo en la 1ue están implantados los órganos sensoriales crecientemente investidos. La coraza consiste en la creación de una zona indiferente, despojada del sentir, comparable, según Freud, a una zona muerta, como las células muertas de la capa superficial de la piel, pero en la que la pulsión de muerte se halla al servicio de Eros.

Esta partícula de sustancia viva flota en medio de un mundo exterior cargado (laden) con las energías más potentes, y sería aniquilada por la acción de los estímulos que parten de él si no estuviera provista de una protección antiestímulo. La obtiene del siguiente modo: su superficie más externa deja de tener la estructura propia de la materia viva, se vuelve inorgánica, por así decir, y en lo sucesivo opera apartando los estímulos como un envoltorio especial o membrana; vale decir, hace que ahora las energías del mundo exterior puedan propagarse sólo con una fracción de su intensidad a los estratos contiguos, que permanecieron vivos. (Freud, 1920g, pág. 27)

La creación de la coraza depende de la articulación de pulsiones sexuales y de autoconservación en esa armonía llamada homeostasis. Su función principal es la de protección ante estímulos mecánicos y deriva de la introyección de la empatía materna. Si la función de filtro materno no se ha podido efectuar adecuadamente, este mecanismo puede cambiar de signo y volverse patógeno, en cuyo caso la armonización de libido intrasomática es reemplazada por una hemorragia, por un drenaje libidinal.

La representación cuerpo inicial En la constitución del yo real primitivo existe un momento en que cobra valor la investidura de un cierto tipo de sensorialidad, la que corresponde a los procesos internos, que dará origen a la representación-órgano y a una representación-cuerpo inicial.

El cuerpo propio y sobre todo su superficie es un sitio del que pueden partir simultáneamente percepciones internas y externas. Es visto como un objeto otro, pero proporciona al tacto dos clases de sensaciones una de las cuales puede equivaler a una

percepción interna.... También el dolor parece desempeñar un papel en esto, y el modo en que a raíz de enfermedades dolorosl1s uno adquiere nueva noticia de sus órganos es quizás arquetípico del modo en que uno llega en general a la representación de su cuerpo propio. (Freud, 1923b, pág. 27)

A partir de las hipótesis de Freud, es posible discriminar entre tres tipos de dolor. Un primer tipo correspondería a aquel dolor del que es posible fugar, que es fundamento de las defensas. Un segundo tipo, ligado al incremento de la tensión de necesidad; y un tercero del cual no es posible fugar y que requiere una interferencia que opere sobre el sistema nervioso. Sobre los dos últimos tipos de dolor Freud desarrolló el modelo de la contrainvestidura:

Es probable que el displacer específico del dolor corporal se deba a que la protección antiestímulo fue perforada en un área circunscrita. Y entonces, desde este lugar de la periferia, afluyen al aparato anímico central excitaciones continuas como las que, por lo regular, sólo podrían venirle del interior del aparato. ¿Y qué clase de reacción de la vida anímica esperaríamos frente a esa intrusión? De todas partes es movilizada la energía de investidura a fin de crear, en el entorno del punto de intrusión, una investidura energética de nivel correspondiente. Se produce una enorme "contrainvestidura" en favor de la cual se empobrecen todos los otros sistemas psíquicos, de suerte que el resultado es una extensa parálisis o rebajamiento de cualquier otra operación psíquica. (Freud, 1920g, pág. 29-30)

Esta operación de contrainvestidura es promovida por el estímulo doloroso al que pretende neutralizar; no depende de una decisión psíquica sino que es automática y, más aún, empobrece al psiquismo a menos que el esfuerzo de neutralización sea complementado por un procesamiento psíquico eficaz o por el auxilio exterior. En el marco de dicho procesamiento ubicamos a la representación-órgano producida en dos tiempos: en un primer momento, una vivencia de dolor atrae energía anímica como contrainvestidura que contornea la zona afectada. Si la acción específica que hace cesar el dolor es realizada, se retira la contrainvestidura previa dejando un resto, una espacialidad cenestésica sobre la cual recae una nueva investidura duradera cuya función es prevenir las siguientes irrupciones dolorosas. La conquista de esta espacialidad cenestésica es condición para que surjan luego las representaciones-órgano.

AUTO EROTISMO INICIAL

CONSTITUCION DE LAS ZONAS EROGENAS En "Tres ensayos de teoría sexual" Freud describe una actividad sexual infantil en la cual el placer aparece ligado a la excitación de la zona oral que acompaña a la alimenta-ción. De este modo la teoría de la sexualidad infantil incluye la noción de apuntalamiento o anáclisis que remite a la manera en que la pulsión sexual se apoya en la de autoconservación. El ejemplo por excelencia está dado por la conducta del chupeteo surgida de una actividad previa, que es la succión. El chupeteo es entendido como modelo de las exteriorizaciones sexuales infantiles, "un contacto de succión con la boca (los labios), repetido rítmicamente, que no tiene como fin la nutrición" (pág. 163). El carácter más llamativo de la pulsión es que se satisface en el propio cuerpo: es auto erótica, y los labios del niño se comportan como una zona erógena. La misma queda definida como "un sector de piel o de mucosa en el que estimulaciones de cierta clase provocan una sensación placentera de determinada cualidad" (pág. 166). En 1915, en su adición al mismo texto, después de haber descripto una organización anal, Freud plantea la existencia de una primera fase de la sexualidad infantil: la oral o canibalística. El concepto de organización o fase implica no sólo una determinada zona erógena que corresponde a una excitación y un placer específico, sino también un objeto y un modo de vinculación. La fase oral tiene como zona erógena privilegiada la boca. El objeto es el pecho materno que no es inscripto como ajeno y que coincide con la fuente de la pulsión. En cuanto a la meta pulsional, que implica un modo de relación con el objeto, es la incorporación. En 1933 Freud acepta la división de las fases oral y anal en dos subfases propuesta por K. Abraham en 1924, pasando a describir una primera fase oral de succión o primaria, con una meta que es la incorporación del objeto, y una segunda fase oral sádica o canibalística, cuya meta pulsional es la devoración.

Fase oral primaria La fase oral primaria corresponde al momento de apertura de zonas erógenas. En el comienzo de este tiempo lógico la sensorialidad periférica que dará origen a la inscripción de las primeras huellas mnémicas aún no se ha constituido. El niño se halla inmerso en una comunidad pulsional intercorporal de carácter químico, dado que del mundo exterior no investido sólo tiene valor el contexto empático cuyo correlato afectivo es el llamado por Freud "sentimiento oceánico”.

... originariamente el yo lo contiene todo; más tarde segrega de sí un mundo exterior. Por tanto, nuestro sentimiento yoico de hoy es sólo un comprimido resto de un sentimiento más abarcador -que lo abrazaba todo, en verdad-, que correspondía a una atadura más íntima del yo con el mundo circundante. (Freud, 1930a, pág. 68-69)

Este es el momento del pasaje de un estado primordial, en que se alcanzó una primera cualificación pulsional a través de la conciencia afectiva inicial, a una segunda cualificación, ahora a partir de la sensorialidad. La investidura de la sensorialidad periférica requiere del encuentro de la tensión de necesidad con un estímulo rítmico, provisto por un soporte contextual en la periferia exterior. El ritmo pulsional deriva de una distribución temporal que le es intrínseca y que, en el encuentro con otro ritmo, provisto desde el exterior, dará lugar a la creación de la zona

erógena. La madre aporta ese ritmo exterior que debe respetar el ritmo propio de las necesidades del niño. El encuentro de ambos ritmos determina la inscripción de huellas mnémicas, que corresponden a un enlace entre dos inscripciones, la del objeto y la de los movimientos placenteros de descarga. Es así que, a través de la succión que satisface las pulsiones de autoconservación y la repetición de la vivencia de satisfacción se irá obteniendo un plus, una ganancia de placer, que permite los primeros registros asociados con el principio de placer. Para Freud, la vivencia de satisfacción permite ligar por simultaneidad dos tipos de inscripciones: el primero deriva del alivio de la tensión de necesidad, con el consiguiente pasaje del displacer al placer, y el segundo está basado en la articulación entre motricidad y estímulo erógeno. Este segundo proceso constituye una matriz rítmica fundamental. Como sabemos, para Freud el placer se define como una cualidad de la cantidad, como un ritmo; el autoerotismo inicial se constituye sobre la base de esta articulación. Ya sea que el niño use como soporte el pezón o su pulgar, lo fundamental es que se haya constituido un ritmo. La condición rítmica permite que la pulsión sexual imponga su propio principio: el de placer, diferente del de las pulsiones de autoconservación. En un momento posterior, como conse-cuencia de un proceso proyectivo, la ganancia adicional de goce obtenida en la zona erógena se articula con registros sensoriales, con cualidades, que ya no son del orden de los afectos. Dice Freud que la zona erógena se forma por un proceso proyectivo centralmente condicionado (1905), es decir, un proceso psíquico determinado neurológicamente. Al mismo se adosa un investidura pulsional (pulsiones de autoconservación y sexuales) de las mucosas, los órganos sensoriales y otros puntos de la superficie corpórea. Como hemos señalado en un capítulo anterior, la proyección, de origen filogenético, tiene un carácter constitutivo del psiquismo que excede al de la defensa y que podría enunciarse como ley general en cuanto a la constitución de los espacios, las zonas y los objetos: una proyección no defensiva se encuentra con un estímulo como soporte de lo proyectado gracias al cual se produce un cambio de signo de displacentero a placentero. Este proceso proyectivo permite que la tensión de necesidad surgida en el interior y registrada en la periferia exterior como un prurito o picazón se transforme en sensación pla-centera mediada por vivencias de satisfacción.

.. .la necesidad de repetir la satisfacción se trasluce por dos cosas: un peculiar sentimiento de tensión, que posee más bien el carácter del displacer, y una sensación de estímulo o de picazón, condicionada centralmente y proyectada a la zona er6gena periférica. Por eso la meta sexual puede formularse también así: procuraría sustituir la sensaci6n de estímulo proyectada sobre la zona er6gena por aquel estímulo externo que la cancela al provocar la sensaci6n de la satisfacci6n. (Freud, 1905, pág. 167)

El recorrido que sigue la proyección de una tensión de necesidad en una zona erógena es, según Spitz (1956), el del tracto digestivo en sentido inverso al del ingreso de la comida en el estómago. Por un retroceso en el vínculo causal, el alivio derivado de la resolución de la tensión de necesidad se articula con las sensaciones dejadas por el alimento en la garganta, en la boca y en los labios. A partir de este momento dos series de cualidades se articulan en la conciencia: las de las variaciones en los desarrollos de afecto, en la gama placer-displacer, y las de las percepciones de un objeto estimulante en la periferia corpórea, con lo cual el psiquismo se abre a un comienzo de vinculación interpersonal. La autoestimulación de los labios se constituye en el modelo placentero; los labios besándose a sí mismos representan la confluencia entre fuente y objeto, donde la zona

erógena aparece generando su objeto; su expresión verbal sería: el pecho es parte de mí; "El pecho es un pedazo mío, yo soy el pecho." (Freud, 1941f, (1938), pág. 301) Los ojos funcionan en este momento siguiendo el mismo modelo autoerótico: el niño mira los ojos de su madre en los cuales ve sus propios ojos mirándose. Lo mismo ocurre en otras zonas erógenas. El objeto no aparece inscripto en el aparato psíquico como tal sino como un estímulo generado por la zona erógena: la imagen visual de la madre es generada por la vista, o la imagen táctil del pezón generada por los labios. "La experiencia de apertura de la zona erógena queda registrada, por ende, como un movimiento de autoengen-dramiento ilusorio de sí." (Maldavsky, D., 1980, pág. 5) Si bien cada zona genera su propio objeto en una configuración fragmentada que Mahler describe como un archipiélago autoerótico de islas mnémicas, (Mahler y otros, 1975) dichas islas podrían considerarse relacionadas por una sustancia intersticial equiparable a un líquido que otorga una pseudo-unificación, sobre la base de aquella armonización intrasomática lograda en el yo real primitivo. El autoerotismo inicial culmina en el momento en que el niño se hace dueño de su polo perceptual, gracias al enlace entre la erogeneidad periférica y la sensorialidad ya investida desde la voluptuosidad. Es entonces que las huellas mnémicas, al ser reinvestidas, dan lugar al surgimiento de los primeros deseos, derivados del esfuerzo por repetir las vivencias de satisfacción cuando resurge la necesidad. Estos deseos se realizan a través del recurso alucinatorio que acompaña y sostiene la actividad autoerótica. En el capítulo que sigue desarrollaremos las funciones y destinos de la alucinación. El placer autoerótico es un desarrollo de afecto, ya que es una re edición de una vivencia de satisfacción; asimismo existen otros afectos que corresponden al momento lógico del autoerotismo. Estos procesos afectivos deben ser considerados preindividuales, ya que se dan en un momento del desarrollo anterior al surgimiento de un yo unificado. Terror y pánico han sido descriptos por Freud en 1921 cuando se refirió a la dispersión que sufre una tropa en el momento en que se entera de que ha perdido a su jefe. Ambos afectos pertenecen a la gama de la angustia, aunque diferentes ya de la angustia automática. El primero surge cuando el niño no logra satisfacer autoeróticamente una tensión de necesidad; la persistencia en el recurso autoerótico culmina en un estado de pánico producto de que se ha perdido el soporte que mantiene la estructura libidinal. Esto es: el niño succiona el chupete alucinando el pecho; al no producirse el ingreso de alimento, se mantiene el chupeteo en estado de terror, hasta que el incremento de la necesidad genera una desestructuración intrapsíquica, una fragmentación en huellas mnémicas correspondientes a zonas erógenas equivalentes. El momento del derrumbe de la sobreinvestidura libidinal genera el estado de pánico. Otros dos desarrollos de afecto han sido descriptos por D. Maldavsky (1986): el frenesí de goce y el frenesí de cólera, correspondiente este último al momento en que se impone la salida del autoerotismo por un estado de necesidad creciente.

FASE ORAL SECUNDARIA

UNIFICACION DE ZONAS EROGENAS La superación del momento anteriormente descripto, el autoerotismo inicial, consiste fundamentalmente en la separación del objeto de la zona erógena. La coincidencia entre fuente y objeto se rompe debido a la intervención de un nuevo proceso proyectivo, que sigue el mismo camino de progresiva externalización que condujo a la apertura de zonas erógenas (Maldavsky, 1988) a partir de los órganos en que se producen variaciones endógenas. Esta proyección consiste en la expulsión del objeto que antes era concebido como generado por la propia zona erógena. En este proceso la alucinación es relevada por la exigencia de un objeto captado por la percepción como soporte de la proyección. El objeto es puesto como causa de la impresión sensorial y, como tal, marca el pasaje de la sensación a la percepción. Esta complejización deriva de un movimiento constitutivo necesario, no contingente, que corresponde a un proceso de autoconstrucción psíquica: la unificación de zonas erógenas y la concomitante ligadura de huellas mnémicas. El momento de superación del autoerotismo resulta de un trauma específico, aquel que amenaza la lógica en la que el autoerotismo se sustenta: la coincidencia entre fuente y objeto de la pulsión, entre fuente de la pulsión y fuente del placer. La imposibilidad de mantener dicha lógica surge desde el interior, por la acción de las pulsiones de auto-conservación insatisfechas, y por la eficacia de ciertas pulsiones sexuales que no pueden satisfacerse autoeróticamente; tal sería el caso del sadismo dentario que requiere de un objeto exterior al propio cuerpo para alcanzar su meta. Freud señala (1950) que, cuando el niño se frustra en el chupeteo acompañado del alucinar, se da un proceso inhibitorio de la motricidad involucrada en el chupetear y la consiguiente búsqueda de un registro perceptual que certifique la presencia del objeto de satisfacción. Como hemos visto en el apartado anterior, la caída del autoerotismo genera ciertos desarrollos de afecto de la gama del terror y el pánico. Al estado de goce autoerótico le sucede, por obra del resurgimiento de la tensión de necesidad proyectada, una nueva sensación de prurito, que hace surgir un afecto displacentero generador de una defensa: un movimiento hostil, expulsivo del objeto en un espacio exterior. La forma, entonces, en que el aparato psíquico se defiende de un trauma autoerótico consiste en que las percepciones son proyectadas hacia afuera, pasando a formar parte del mundo externo. Se derrumba así la concepción autoerótica según la cual el objeto es producido por la propia sensualidad y se pasa a poner la causa de la percepción sensorial en un término constituido como objeto.

Surgimiento del yo-placer purificado Como hemos dicho al comienzo, el trauma autoerótico exige la salida del autoerotismo, pero ello no es posible si no ocurre un proceso de síntesis, consistente en la ligadura de las zonas erógenas y la correspondiente unificación de huellas mnémicas. El proceso psíquico que llamamos unificación corresponde a la constitución del yo-placer. La producción de este yo está asociada a la investidura creciente de la piel, que actúa como un conector entre las zonas erógenas. El desplazamiento libidinal desde mucosas a piel es comandado por las pulsiones de autoconservación en relación con la importancia sobresaliente que la piel tiene en múltiples funciones vitales. La unificación de zonas erógenas implica una articulación sobre la base de la simultaneidad, en la cual alguna de ellas adquiere hegemonía sobre las demás. Este registro

articulado en torno al placer-displacer recibe una investidura libidinal narcisista imbricada con la investidura de interés que le dio origen. Durante el autoerotismo inicial, percepción e islas mnémicas eran coincidentes, la percepción y la conciencia no aparecían en el lugar de la huella mnémica; ahora, al unificarse diferentes islas mnémicas, es posible establecer una primera diferencia entre percepción y memoria. Como hemos visto, la unificación de zonas erógenas está asociada con el derrumbe de la concepción de un objeto generado por cada zona, lo cual da como resultado que también el objeto se constituya en unificado. Con este objeto proyectado fuera, el yo se reencuentra vía identificación.

Identificación primaria. Narcisismo La articulación de las distintas zonas erógenas procura moldes o patrones en que el yo-placer encuentra una medida totalizadora, una imagen proyectada de sí, basada en sensa-ciones olfatorias, cenestésicas, auditivas y visuales. Estos moldes erógenos devuelven al niño imágenes para la identificación del yo, el cual se reencuentra y encuentra también allí al objeto, investido como ideal, como modelo. Cada tipo de proyección, va seguido de una identificación por la cual el yo se constituye. La mente produce primero estos patrones a los que encuentra, luego, como supuestas impresiones sensoriales a las cuales se esfuerza por adecuarse por el camino de la identificación (Maldavsky, 1986). Mediante la proyección de la erogeneidad en la sensorialidad, donde se configura el modelo, y la consiguiente identificación con la imagen proveniente del mismo, el yo establece un vínculo con sus propios procesos pulsionales. En el objeto investido como modelo, el yo encuentra la satisfacción de sus necesidades y además un sentimiento de sí (Selbstgefuhl). La identificación primaria designa el desplazamiento de investiduras que reúnen en un todo al objeto con el yo, en un esfuerzo por saldar la diferencia entre ambos, al constituir al yo según lo puesto en el objeto como modelo-ideal. La identificación primaria reúne, antes de que surjan las diferencias, a la elección objetal anaclítica con la narcisista, y la investidura del objeto es la misma que la del yo; el amor hacia el objeto es indiscernible del amor al propio yo. Así como en un momento previo fuente y objeto coincidían, ahora la coincidencia se da entre yo y objeto placiente, por obra de la identificación. Recordemos que Freud en numerosos textos se refirió a la identificación como un tipo de pensamiento, incluyéndola dentro de aquellos actos psíquicos puramente internos de los que hablamos cuando nos referimos al tema. Se trata de un acto interior que produce un yo que es investido con interés y narcisismo.

Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una nueva acción psíquica, para que el narcisismo se consti-tuya. (Freud, 1914c, pág. 74)

Tanto la ligadura entre las zonas erógenas, de cuya apertura y carácter autoerótico nos ocupamos en el capítulo anterior, como la identificación con un objeto creado a partir de la síntesis pulsional derivan de un proceso interior, acto psíquico, pensamiento inconsciente. Dichos pensamientos inconcientes implican desplazamientos pulsionales que tienen como requisito la constitución de huellas mnémicas entre las cuales se producirán los desplazamientos pulsionales. Como hemos visto, este es el momento en que se establecen los nexos entre las primeras huellas mnémicas; es, por lo tanto, el momento inaugural de ese acto psíquico que llamamos narcisismo. Debemos además establecer algunas diferencias entre la identificación y otro proceso psíquico con el que tiene ciertas coincidencias: la introyección. Este último mecanismo re-

suelve las exigencias pulsionales por el camino del vivenciar, de la sensorialidad, de donde luego derivan representaciones. Por el contrario, la identificación es tributada de un pensar inconciente, no contingente sino ineludible para el psiquismo. Por otra parte, la introyección en su intento de incorporar al objeto, no exige a la mente un cambio estructural. La identificación impone una modificación psíquica más profunda, una intensa labor de acomodación a las propiedades del objeto. El yo-placer se constituye sobre la base de una identificación con la madre puesta en el lugar de modelo. En 1921, Freud plantea cuatro lugares posibles en relación con el otro: modelo, ayudante, rival y objeto. El lugar de modelo es el primero en surgir e implica que su presencia garantiza la existencia del propio yo. En un vínculo de ser, no de tener, se desea ser "uno con el otro"; supone la fusión con el otro. Hacia este modelo se dirige un tipo de investidura que llamamos anhelo, añoranza o nostalgia. (Freud, 1926d (1925)). La representación del cuerpo del niño pasa a depender de la percepción de la presencia de la madre, garantía de su ser. La meta de la pulsión oral secundaria es la devoración en la que se imbrican pulsión de autoconservación y libido narcisista. Esta articulación es contradictoria, de carácter ambivalente, ya que la devoración del objeto hace desaparecer al modelo, garante del ser. De esta contradicción se deriva la inermidad del yo ante la pulsión de muerte que impone la desestructuración. El yo para sostenerse requiere de la asistencia y el amor del objeto e ideal. Por otra parte, esta inicial imbricación entre los dos componentes de las pulsiones de vida permite esbozar una primera oposición de Eros frente a la pulsión de muerte gracias al recurso de la agresividad. En 1920 Freud describe de qué manera la libido vuelve inocua a la pulsión de muerte, desviándola hacia afuera con ayuda de la musculatura. Se transforma así, en pulsión de destrucción, de apoderamiento, voluntad de poder. Anteriormente, en el Proyecto, se había referido al uso de la motricidad en el intento de otorgar cierto grado de conciencia a situaciones traumáticas. Con el surgimiento de la pulsión oral secundaria aparece un rudimento de agresividad; el ejercicio de la musculatura va a permitir defenderse de lo displacentero, proyectándolo fuera. En esta fase, la musculatura masticatoria asociada a la defensa sólo posibilita escupir o bien morder y devorar; en el primer caso, parte de lo que es yo se pierde junto con ese objeto expulsado; en el segundo, el objeto hostil se vuelve indiscernible del yo. La limitación de la defensa hace que adquieran privilegio los estados afectivos. De aquí deriva la pasividad motriz en esta fase, caracterizada por la dependencia de un otro, aquél que posibilita el registro de las diferencias en términos de placer-displacer. El expulsar, como hemos visto hasta aquí, es idéntico a la defensa, pero también puede tener otro sentido en el caso de que lo expulsado encuentre fuera un soporte que lo cambie de signo. Varios autores (Winnicott, 1971; Sami Ali, 1977) han destacado el valor de la proyección de los estados pulsionales en el rostro materno. Este proceso proyectivo supone que las sensaciones táctiles, gustativas, cenestésicas y los estados afectivos correspondientes se trasmudan en términos visuales. El esfuerzo proyectivo e identificatorio en el rostro materno no es una defensa, sino una transcripción, un recurso para hacer conciente un estado pulsional o afectivo, un modo de transformar cantidad en cualidad. Dicha proyección culmina habitualmente en el hallazgo de un rostro sonriente ante el cual el niño responde de la misma manera. La descripción del fenómeno ha sido realizada por Spitz (1954) cuando se refiere al primer organizador, el cual es conceptualizado en torno a la respuesta de sonrisa que surge ante una gestalt compuesta por ojos, boca, nariz y un óvalo delimitante.

La constitución del rostro materno como espejo subraya fundamentalmente la expresión afectiva en la que el yo se reencuentra visualmente. La producción de esta especularidad es condición para procesar el conflicto ambivalente, en el cual la devoración pone en riesgo al objeto amado. La sobreinvestidura de la expresión facial garantiza la permanencia del clima afectivo a pesar de la incorporación del objeto. En este proceso se da una ligadura del erotismo oral, por su transformación en proceso identificatorio. Una perturbación posible ocurre cuando no hay concordancia entre la expresión facial materna y el estado afectivo del infante. En ese caso la necesidad de la identificación impone reducir las diferencias adecuando los estados del niño a la expresión atribuida a la madre. Otro elemento destacable en este momento de la organización es la identificación del niño con un nombre que otro profiere y al cual el bebé responde con la totalidad de su cuerpo. Los sonidos que el niño emite tienen el valor de una comunicación en el contexto de la identificación con el otro, permiten expresar las emociones y reencontrarse en el propio ser.

Los juicios de atribución del yo-placer purificado Hemos dicho que en esta fase la zona dominante en cuanto a la erogeneidad es la oral; podríamos decir que, para el niño, el universo sensible pasa por la boca, todo lo que ve, es aferrado y llevado a la boca. Conocer el mundo es chupado, morderlo y luego, tragado o escupido. Es allí, en la boca, donde se realiza un acto expulsivo que constituye un juicio en acto. Dice Freud que una de las dos funciones del juicio consiste en atribuir una propiedad a una cosa. "La propiedad sobre la cual se debe decidir puede haber sido originalmente buena o mala, útil o dañina." (Freud, 1925h, pág. 254) Esta función del juicio, la atribución, corresponde al yo placer purificado. Este yo recibe su denominación debido a que (a través de los juicios de atribución) se apropia de lo bueno o placentero, que pasa a constituir el yo, mientras que lo displacentero es expulsado fuera. Freud liga la función del juicio con los procesos pulsionales, de modo tal que, cuando el yo-placer atribuye una propiedad buena o útil a una cosa, desde el plano de las pulsiones surge un deseo. Desde este punto de vista el yo placer purificado es coincidente con sus pulsiones ya que ambos se rigen por el principio de placer. Sabemos que este yo está investido narcisísticamente, es objeto de la pulsión, mientras que, en relación con el objeto, su lugar es de sujeto de la pulsión. Es desde la posición de sujeto de la pulsión que el yo categoriza a los objetos según juicios de atribución. Estos juicios permiten al yo discriminar en qué percepciones se reencuentra y en cuáles no. Lo malo o perjudicial es proyectado mediante un acto desatributivo de la propiedad buena o útil, cuya atribución previa lo había admitido en el yo. Dicho movimiento desatributivo es fundamentalmente hostil; así como al yo real primitivo le correspondía un exterior indiferente, desinvestido, a este yo de placer le corresponde un no yo hostil. La desatribución implica una expulsión del ser, el objeto desatribuido se constituye en malo y es condenado a estar siempre disponible para la aniquilación. Su existencia depende de "su ser para ser destruido" tal como ocurre en los vínculos ambivalentes narcisistas. Desde la teoría freudiana, el no yo es heterogéneo y no corresponde a lo que entendemos como exterior. "Al comienzo son para él (para el yo-placer) idénticos lo malo, lo ajeno al yo, lo que se encuentra afuera" (op. cit., pág. 254-5). Intentaremos dilucidar en qué consiste esta superposición y de qué manera se van produciendo y diferenciando dichos términos.

El movimiento hostil que constituye" lo malo" se despliega en esta fase en forma rudimentaria. Recién en el momento lógico que sigue (véase capítulo IV. a), gracias al uso de la musculatura voluntaria, es posible que de la vivencia de dolor se constituya un objeto como causa, hacia el cual se dirigirá la hostilidad. Lo ajeno, en cambio, deriva de otro proceso que comienza en el intento de reencontrarse con el objeto vía proyección e identificación. La constitución del rostro materno como espejo es el modo como describimos este intento. El niño logra un sentimiento de sí al reencontrar en la expresión sensorial de un rostro sonriente un estado pulsional propio. Lo extraño sería para él, al comienzo, encontrar en el rostro que observa una expresión facial diferente a su estado pulsional, más que encontrar un rostro diferente al de su madre. Lo ajeno es una producción psíquica que proviene de otra producción psíquica previa, la creación de lo familiar, más que de circunstancias objetivas. Para el niño, el discernimiento del extraño deriva de un proceso en que antes supuso hallarse ante un familiar. Cuando el bebé advierte que se halla ante un extraño supone que el cambio ha ocurrido en el objeto y no en su propia mente que ahora capta diferencias. El extraño es considerado un familiar que ha dejado de ser tal; un doble protector pasa a constituirse en ominoso. (Freud, 1919). Se trata de un tipo de ominoso, como trasmudación de lo familiar, que no proviene de un recurso defensivo, como el que da origen a patología, sino de uno primordial, que deriva de la producción psíquica de diferencias. A los tres meses, momento del primer organizador, hay una proyección del estado pulsional en ese rostro sonriente en el cual se reencuentra. A los ocho meses, momento en que Spitz sitúa el segundo organizador, ("angustia de los ocho meses"), el bebé se larga a llorar en presencia de un extraño. Consideramos que el cambio se debe a que el niño ya no busca sólo una expresión facial sino que pretende encontrarla en un rostro específico. La razón para que ello ocurra es que se ha producido un refinamiento psíquico, un proceso de complejización que deriva en la producción de rasgos distintivos. Ha ocurrido un pasaje de la identificación con los estados afectivos a la identificación con los rasgos visibles producidos también por proyección. En este proceso de discernimiento entre familiar y extraño tiene un valor particular la relación del niño con sus manos.

Sobre el prójimo, entonces, aprende el ser humano a discernir. Es que los componentes de percepción parten de este prójimo, serán en parte nuevos e incomparables - por ej., sus rasgos en el ámbito visual - ; en cambio, otras percepciones visuales -por ej., los movimientos de sus manos-, coincidirían dentro del sujeto con el recuerdo de impresiones visuales propias, en un todo semejantes, de su cuerpo propio, con las que se encuentran en asociación los recuerdos de movimiento por él mismo vivenciados. (Freud, 1950a (18871902), pág. 376-77)

Al comienzo la mano tiene una función subordinada a lo oral en la que todo lo aferrable es llevado a la boca, la mano misma es un objeto a ser chupado. Esta función de prolongación autoerótica cede en parte en el momento en que el niño la constituye en objeto visual, centrando su atención en ella. Es habitual observar la forma gozosa en que el bebé contem-pla el movimiento de sus propias manos, actividad en la que participan los adultos a través de juegos como "qué linda manita". Es en este momento que se produce, por obra de la motricidad, un pasaje de una impresión visual del objeto a otra perteneciente al propio cuerpo. Las manos se transfor-man en espejo así como lo fue el rostro materno, con la ventaja de no depender en este

caso de la presencia contingente del objeto materno. El proceso de producción psíquica del extraño resulta anticipado por la relevancia que adquiere la visión de las manos. Otro elemento a destacar consiste en los desplazamientos interrogantes de las manos sobre el propio rostro, que llevarán a buscar, en un segundo momento, ahora en la visión de la mano, una imagen de los rasgos palpados. Otra conducta infantil, en este caso imitativa, como es la de tocarse partes del rostro ante el requerimiento de un adulto que hace lo propio (¿de quién es esa naricita, de quien es esa boquita?), resulta de importancia en este desarrollo. Se trata de establecer un nexo entre palabra, motricidad y rasgos distintivos. Este enlace permite el establecimiento de un comienzo de preconsciente cinético, sobre la base de la ligadura por simultaneidad entre motricidad y huella acústica, que limita y hace más específico el movimiento proyectivo en su función de hacer conciente lo inconciente. La constitución de rasgos discretos permanentes posibilita diferenciar entre el rostro materno y el de los extraños. En un momento posterior se va a alcanzar el discernimiento entre cuerpo e imagen, resultado del esfuerzo por superar la contradicción entre anhelo y percepción del objeto. El logro consistirá en que la madre esté presente en imagen; cuando establecerse entre imagen perceptual e imagen virtual. La diferencia entre un objeto corporal y su imagen no se da desde el inicio; Spitz dice que el niño sonríe tanto ante un rostro sonriente, como ante una máscara sonriente. Para Lacan, en el comienzo del estadio del espejo el niño parece suponer que su imagen en el espejo es un cuerpo ajeno. El proceso proyectivo que generó la expresión facial materna, como forma de reencuentro con el propio cuerpo, debe ser reordenado. Una nueva lógica, posiblemente derivada de la eficacia de la palabra, operará sobre lo proyectado, con lo cual el destino de lo creado se separa del cuerpo propio y se constituye como imagen. Este movimiento proyectivo resulta de una producción psíquica pasible de ser rastreada desde el proceso alucinatorio como generador de una imagen. La alucinación tiene dos funciones: permite satisfacer las pulsiones sexuales en contradicción con las de autoconservación y hace posible otorgar conciencia a los procesos pulsionales. El incremento de la tensión de necesidad insatisfecha lleva a inhibir el chupeteo, con lo cual la alucinación se mantiene pero sin conducta autoerótica y sin el sentimiento de convicción que la acompañaba. El mantenimiento de la imagen alucinatoria se debe a que no existe otra forma de hacer concientes los procesos pulsionales. Sólo es posible abandonada cuando aparece esa forma de preconsciente, que hemos mencionado al referimos a la investidura de la visión de las propias manos y al nexo establecido entre partes del cuerpo y sus nombres emitidos por una voz ajena. Sin embargo, en este tiempo, aunque las palabras están inscriptas, no es posible proferidas (véase cap. IX a), lo cual deja all1ifio a merced de palabras ajenas; el cuerpo y sus partes pertenecen a quien lo designe. El fracaso en el esfuerzo por proferir las palabras oídas desemboca en estallidos afectivos; este yo por lo tanto es incapaz de inhibir sus desarrollos de afecto cuya causa es puesta fuera de sí.

Desarrollos de afecto. Objeto transicional Los afectos que surgen en el momento lógico correspondiente al yo-placer aparecen en la obra freudiana bajo diferentes nombres pertenecientes a tres gamas principales: desespe-ración, cólera y goce.

El yo que padece los estallidos afectivos atribuye su estado a un desarrollo de afecto similar surgido en el modelo, con el cual se identifica; este yo por lo tanto está fuera de sí, en otro, en el ideal que garantiza el ser. El estado de goce o júbilo adviene en el momento en que el yo se reencuentra en la percepción del rostro materno con cuya imagen se identifica. El goce en este momento difiere del goce en el autoerotismo inicial cuando surge la posibilidad de inscribir un plus de placer asociado a la satisfacción de la necesidad. En la fase oral secundaria, el goce ligado a la voluptuosidad orgánica deriva, en alto grado, de procesos psíquicos en los que se juegan identificaciones vinculadas con el deseo de ser. La cólera surge al frustrarse un deseo hostil generado por fracaso en la tentativa de expulsar lo displacentero. La desesperación irrumpe cuando existe una intensa investidura de anhelo de una huella mnémica y no aparece de manera simultánea o casi simultánea el objeto en la percepción.

... aun no puede diferenciar la ausencia temporaria de la pérdida duradera; cuando no ha visto a la madre una vez, se comporta como si nunca más hubiera de verla, y hacen falta repetidas experiencias consoladoras hasta que aprenda que a una desaparición de la madre suele seguirle su reaparición. La madre hace madurar este discernimiento, tan importante para él, ejecutando el familiar juego de ocultar el rostro ante el niño y volverlo a descubrir, para su alegría. De este modo puede sentir, por así decir, una añoranza no acompañada de desesperación. (Freud, H126d, pág. 158)

Para el niño, que por un proceso de complejización psíquica ha producido el discernimiento entre familiar y extraño, encontrarse con un rostro desconocido no es entendido como el resultado de un cambio interno, como efecto de su maduración, sino de una modificación en el objeto. Lo familiar se ha vuelto extraño, ominoso, y eso lo lleva a la desesperación, afecto que si se desarrolla plenamente desemboca en un trauma. Cuando la investidura es de anhelo, el yo es incapaz de ejercer algún tipo de inhibición; por lo tanto, cuando surge la tensión de necesidad la única manera de transformar cantidad en cualidad es el encuentro proyectivo en la percepción del objeto. Si éste no se halla disponible, el yo sucumbe como estructura y se desorganiza. El estado de desesperación constituye una herida por la cual la libido narcisista se pierde en forma hemorrágica en esa mezcla de dolor y angustia que la caracteriza. En el caso de que la madre no esté presente, o de que la intensidad pulsional sea excesiva y no exista objeto sensorial capaz de ligar una erogeneidad hipertrófica, la crisis de desesperación se producirá. Si esta situación se mantiene sin que intervenga una defensa, los procesos identificatorios que determinan el "sentimiento de sí" resultan aniquilados, de-jando una fijación duradera en el trauma. La manera de evitar dicha fijación consiste en apelar a una proyección, esta vez defensiva, en un objeto transicional.

Introduzco los términos "objetos transicionales" y "fenómenos transiciona1es" para designar la zona intermedia de experiencia, entre el pulgar y el osito, entre el erotismo oral y la verdadera relación de objeto, entre la actividad creadora primaria y la proyección de lo que ya se ha introyectado, entre el desconocimiento primario de la deuda y el reconocimiento de ésta. Mediante esta definición, el parloteo del bebé y la manera en que un niño mayor repite un repertorio de canciones y melodías mientras se prepara para dormir se ubican en la zona intermedia, como fenómenos transicionales, junto con el uso que se hace de objetos que no forman parte del cuerpo del niño aunque todavía no se los

reconozca del todo como pertenecientes a la realidad exterior. (Winnicott, H) 71, pág. 18)

Este objeto es investido de manera narcisista, como aquello que ha salido de uno mismo. La forma en que se genera el objeto transicional es mediante la expulsión de ciertas sustancias consideradas interiores, como estimulantes en las mucosas y que se separan no por malas, sino por nocivas. (En el contexto de los juicios de atribución caben dos series de propiedades diferentes respecto de los objetos, según interesen a las pulsiones sexuales o de autoconservación; para las primeras la atribución es: bueno-malo, para las segundas: útil-perjudicial.) Estas sustancias no tienen como destino perderse sino encontrarse en otro lugar; la proyección no lleva a una separación definitiva del objeto excitante en la mucosa. La cesión de este objeto voluptuoso en un lugar que es extensión del yo abre el camino a la sensorialidad. Vemos funcionar la ley fundamental de constitución de objetos y espacios: lo que fue proyectado por su carácter nocivo o displacentero, encuentra fuera un sostén que lo cambia de signo. En el osito, la sabanita, o cualquier objeto que cumpla con la condición de haberse impregnado con sus excreciones, (lágrimas, mocos, sudor, etc.), el bebé encuentra como estado yo aquello expulsado en un momento anterior y que hubiera podido perderse en el no yo de no mediar el objeto constituido en ese lugar intermedio que pasará a funcionar como fuente de amparo. El objeto transicional es usado para conciliar el sueño o cuando el niño reclama en vano a su madre y en toda situación que requiere de un consuelo, permitiendo que la desesperación se mantenga en amago, sin desarrollo pleno. Este recurso defensivo, útil y necesario implica una regresión de una imagen visual a otras en que predomina lo olfativo, gustativo y táctil.