la pesca

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La pesca Leopoldo Teuco Castilla (Argentina) Segundo Cruz no se parecía a nada en este mundo, cuando entró ese domingo por la única calle del pueblo. Su ropa, no era ropa, eran dos o tres trapos negros sudados y él mismo era un animal embalsamado, avanzando atónito, al que sólo se le veían los ojos rojos y el resto, su cuerpo, un montón de polvo y pelos y baba o espuma que eso era lo que le salía por la boca, espuma, que vaya a saber cuánto tiempo le estuvo hirviendo dentro y ahora se le derramaba sin decir nada. Iba como quien dice altivo, como hecho cargo de que estaba dejado de la mano de Dios. Los perros le saltaban a las piernas y él ni los apartaba ocupado en arrastrar semejante peso. Los perros y los chicos gritando detrás de él, apedreándolo, y mire cómo sería el pasmo que traía que ni una piedra lo tocó. Ni rastro de ese hombre que llegó una vez al caserío con su veinte y pico de años, tímido, prudente, con esa dignidad de los chaqueños de entrar a un lugar y desde un rincón hacer que todos le miren el silencio. Entonces llevaba una camisa azul de esas del ferrocarril y unos bigotes cortitos. Nunca se reía de más, ni hablaba sino para dar los buenos días. Una vez al día iba al almacén y después de saludar a los pocos parroquianos, se sentaba en la pila de panes de sal y pedía su caña mientras le envolvían los anzuelos, las líneas o la mercadería. Al irse daba las buenas

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Cuento de Teuco Castilla

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La pescaLeopoldo Teuco Castilla (Argentina)

Segundo Cruz no se parecía a nada en este mundo, cuando entró ese domingo por la única calle del pueblo. Su ropa, no era ropa, eran dos o tres trapos negros sudados y él mismo era un animal embalsamado, avanzando atónito, al que sólo se le veían los ojos rojos y el resto, su cuerpo, un montón de polvo y pelos y baba o espuma que eso era lo que le salía por la boca, espuma, que vaya a saber cuánto tiempo le estuvo hirviendo dentro y ahora se le derramaba sin decir nada. Iba como quien dice altivo, como hecho cargo de que estaba dejado de la mano de Dios. Los perros le saltaban a las piernas y él ni los apartaba ocupado en arrastrar semejante peso. Los perros y los chicos gritando detrás de él, apedreándolo, y mire cómo sería el pasmo que traía que ni una piedra lo tocó. Ni rastro de ese hombre que llegó una vez al caserío con su veinte y pico de años, tímido, prudente, con esa dignidad de los chaqueños de entrar a un lugar y desde un rincón hacer que todos le miren el silencio. Entonces llevaba una camisa azul de esas del ferrocarril y unos bigotes cortitos. Nunca se reía de más, ni hablaba sino para dar los buenos días. Una vez al día iba al almacén y después de saludar a los pocos parroquianos, se sentaba en la pila de panes de sal y pedía su caña mientras le envolvían los anzuelos, las líneas o la mercadería. Al irse daba las buenas noches.

Segundo Cruz había elegido una barranca al lado del río. De ella había arrancado el barco y las pajas y con los eucaliptos levantó un cuarto y después una galería. No estorbaba, ni lo estorbaban.

Se instaló hace ya nueve años, allí lo veíamos cada vez que bajábamos a pescar. Primero pescó de orilla poniendo trampas y espineles, después, con lo que le daba la venta –y en esto se tiró dos años– se compró una lancha. Al desembarcar, ya estaba bajo la galería tomando mate, medio cuerpo desnudo y su camisa azul, recién lavada, tendida al sol junto a las redes. “Unos buenos días”, nos decía y luego tornaba a sus ajetreos de hombre sin apuros. Nadie puede recordar de él –y mire que son nueve años– que dijera cosa; cómo sería de personal el hombre.

Cómo sería también de parejito en su forma de ser, que me acuerdo como si fuera hoy la vez que llegó al almacén y pidió una caña y luego otra y otra también. En el almacén, donde nunca ocurría nada, el gesto no pasó inadvertido. Y menos al día siguiente, cuando entró y contestó al saludo con

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un bronquido. Bebió más que de costumbre, se sentó en los panes de sal –no ocupaba una silla el hombre, de humilde, pero también para guardar distancia– y nos miraba a todos, como si ninguno estuviéramos en nuestros lugar. Así paso por lo menos quince días, entrando sin saludar, como sentido, pidiendo una caña tras otra, quieto ahí, sudando mudo, toda la siesta en el almacén vacío.

Sí, habrán sido unos quince días, luego el hombre se perdió del pueblo. Nosotros íbamos a pescar y veíamos su cuarto cerrado y la lancha atada al amarradero, sin salir. Una vez un comedido le sacó una sarta de pescados podridos. Del hombre, ni señal.

Al tiempo volvió a aparecer. Ya estaba sucio. La camisa afuera y el pelo lleno de tierra. La cara sin dormir. Le pidió al dueño del almacén el diario –“La Prensa” era el único periódico que recibíamos en el pueblo– y se puso a leerlo. Metió la mano al bolsillo y pagó las cañas. Luego se fue. “No ha leído”, dijo Fermín el dueño, “No sabe leer”. Y contó cómo una vez Segundo Cruz le pidió que le leyera los prospectos de unas artes de pesca. “Habrá visto las fotos…y eso”, agregó riéndose. Lo mismo ocurrió al otro día y al otro, bebía de pie, pedía el diario, bebía mirándonos, sin dar parte de su vida a nadie. Tiempo pasó que no salía del almacén. Por primera vez lo vimos con cuchillo en cinto, cosa rara en él, ya que no era de medir personas, ni hombre de alarde. No se sentaba como antes en los panes de sal, sino en la silla lejos de las mesas o de espaldas al mostrador, con algo raro dentro, como si otro Segundo Cruz intentara, desde él, hablarnos sin conseguirlo, o preguntarnos algo.

Hasta que tuvimos el primer incidente. Como le dije, el rancho de Cruz estaba en la barranca que daba al embarcadero. Con los años la gente acortaba el camino pasando por el fondo de su casa. Un día Cruz cercó a la vuelta y la gente se lo reclamó. “Esto es mío y nadie pasa por aquí”. Se lo dijo a tres o cuatro y se supo. Nadie volvió a saludarlo. Pasaban silbando por el nuevo desvío, mirándolo dormir a las diez de la mañana sobre la frazada en la galería, en pleno invierno. Tirado ahí, sin quehaceres.

Fue un viernes a la noche, me acuerdo porque es cuando nos juntábamos a tomar vino, como quien espera el descanso. Estábamos jugando al truco cuando entró Cruz, tambaleándose, y sin decir nada, alzó sobre los brazos una plancha de plomo y la tiró en medio del almacén, que por poco no hace un agujero. Miró alrededor para que nadie diga esta boca es mía, nos dio vuelta

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con los ojos y salió. No apareció por tres días. La plancha se quedó ahí para trancar la puerta. Tres días también, dijimos todos, que se había vuelto loco.

Ya nadie quería trato con el hombre, no trabajaba, hablaba sólo, amanecía dormido en los callejones y se vió que empezó a vender lo que no tenía. Un día llego al almacén, borracho y dijo: “Quién quiere comprarme la lancha, vendo los aparejos y también la lámpara”. Nadie contestó. “He dicho que vendo la lancha, carajo”. Y ahí vimos que Cruz estaba resuelto. Fermín, advirtiéndolo el por demás del hombre y para evitar problemas le ofertó un precio. Cruz pidió dos botellas de caña a cuenta del trato y se fue. A las tres horas volvía por el centro mismo de la calle de tierra, arrastrando como un buey a la lancha, con la lámpara prendida en pleno mediodía, colgándole del cuello, resollando y gritando, tropezando de la borrachera y levantándose, la cara blanca de polvo con los ojos ardidos y los perros mordiéndole la ropa y los chicos tirándoles piedras que no lo tocaban, mientras volvía a caer en la tierra, gritando “mierda”, las mujeres se levantaban de sus sillas a mirarlo y se les caen las madejas de lana y los hombres asomándose a las ventanas diciéndose por señas que Cruz está loco y él arrastrando la lancha con las cuerdas cimbreándole, rasgándole la camisa, y nosotros que salimos del almacén y vamos a su encuentro y le decimos que pare, que se va a reventar, mientras escupiendo espuma y tierra se suelta del pecho la amarra del bote y le dice a Fermín, “Págueme “ y cuando nos queremos acercar el bote no podemos, no se puede del olor, de los perros tirando tarascones al aire. Nos arrimamos quién sabe cómo y cuando miramos dentro de la lancha, allí había una pierna comida por los peces, un bulto morado, una cabeza de hombre pudriéndose, unos huesos, brazos serían, atados con alambre.

En ese instante sentimos correr el viento por todo el pueblo y el polvo se levanto llevándose el olor, y nadie, vaya a saber durante cuánto tiempo, dijo una palabra hasta que Segundo Cruz, pálido, con la cabeza llena de moscas, bramó despacio: “Ahí, en el río, en el fondo, hay más. Págueme el bote, la lámpara, los aparejos”. Después agregó: “Lo saqué con el bichero”.

Hace meses de esto. Cruz no ha vuelto a ser visto. Debe ser porque dio parte a la policía. Son pocos lo que pescan ahora. No ha quedado casi nadie por aquí y la gente que está ni se ve, ni se habla. De tanto en tanto alguien aparece por ahí. Pregunta qué pasa. Nadie lo oye. El pueblo es puro viento.