la pregunta por lo acontecido final

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  • Alejandro Kaufman

    La pregunta por lo acontecidoensayos de anamnesis en el presente argentino

  • Alejandro [email protected]

    www.edicioneslacebra.com.ar

    EditorCristbal Thayer

    Esta primera edicin de 1000 ejemplares de La pregunta por lo acontecido se termin de imprimir en el mes de agosto de 2012 en Encuadernacin

    Latinoamrica Srl., Zevallos 885, Avellaneda, Buenos Aires

    Queda hecho el depsito que dispone la ley 11.723

    Kaufman, Alejandro La pregunta por lo acontecido. Ensayos de anamnesis en el presente argentino . - 1a ed. - Lans : Ediciones La Cebra, 2012. 344 p. ; 21,5x14 cm. ISBN 978-987-28096-2-1 1. Filosofa. CDD 190

  • NDICE

    Postscriptum

    1. Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)

    I2. Desaparecidos (1996)3. La figura del desaparecido: apora de la identidad? (1997)4. Sobre desaparecidos (1997)5. Sobre perdn y olvido (1998)6. Tramas de barbarie (1999)7. Huellas del pasado reciente en la Argentina actual (2000)8. Memoria, horror, historia (2001)9. Violencia, subjetividad y teora crtica: tentativas

    para pensar y escribir hoy en la Argentina (2001)

    II10. Memorias de gnero, memorias ausentes (2003)11. Crisis, pasado y presente (2002)12. Nacidos en la ESMA (2004)13. Setentismo y memoria (2005)14. Legado paradjico de un tesoro perdido (2005)15. Aduanas de la memoria (2006)16. Unanimidad, lenguaje y poltica (2006)17. Los desaparecidos, lo indecidible y la crisis (2007)

    9

    11

    254759718399

    109129

    141153167187197213223239

  • III18. Izquierda, violencia y memoria (2007)19. Ftbol 78, vida cotidiana y dictadura (2008)20. Notas sobre anamnesis argentinas y solucin final (2009)21. Malvinas y memoria, dictadura y democracia (2010)22. La crtica de la violencia como inquietud por

    la responsabilidad (2011)

    BibliografaProcedencia de los textos

    255271285303317

    329341

  • En el decaer de esta escritura En el borroneo de esas inscripciones

    En el difuminar de estas leyendas

    Nstor Perlongher

  • POSTSCRIPTUM

    El presente volumen ofrece una reunin cronolgica, salvo el primer captulo y apenas algn otro, de los escritos al fin de cuentas representativos de una tarea de elaboracin anamntica emprendida como propuesta para abordar la cuestin argentina de la memoria. De tal manera se plan-teaba desde el epgrafe proustiano con que se sign hace ya varios aos un compromiso especfico de reflexin e intervencin sobre nuestro presente postdictatorial. En este trayecto, lo inasible de la experiencia desborda los marcos tanto de la teora como del trabajo histrico o el relato ficcio-nal o literario, para poner el foco en una forma conceptual y analtica de la nocin freudiana de durcharbeiten, esfuerzo volcado consecutivamente sobre el devenir colectivo de la construccin social de significaciones, en las que lo acon-tecido, aquello sobre lo cual se cierne la interrogacin, a la vez trama el desenvolvimiento de la experiencia social. Un anlisis semejante es tanto contemplativo como vinculante, sin renuncia a la responsabilidad y el compromiso en sus dimensiones ms polticas, cognitivas y dramticas. La ra-zn anamntica se adopta as como paradigma de la crtica y el anlisis cultural, opciones que nos han ido orientando en la escritura de un texto que se quiso desde su partida bajo el actual colofn. Todo ello sin perjuicio de la mayor o menor precisin, el mayor o menor acierto de tal empresa.

  • Desde el punto de vista bibliogrfico, la compilacin proporciona una edicin y articulacin de textos de otra manera dispersos o extraviados, no obstante su concepcin imbricada, aunque no por ello exenta de los avatares con-temporneos. Sin embargo, se ha intentado dejar de lado los textos concomitantes que podran estar ms ligados a circunstancias propias de otros debates susceptibles de distraer de lo que esencialmente se ha pretendido preceder con lo expuesto desde las primeras pginas: la postmemo-ria es experiencial, no vicaria, las condiciones originarias del horror persisten como dispositivos de la vida colectiva postraumtica de maneras que no son obvias, ni triviales, ni transparentes. Tampoco son pasibles de normatividad ni de sujecin a un canon, sino de una crtica atenta a una escucha. Para el tejido anamntico las periodizaciones a las que se suelen someter de manera irremediable los aconte-cimientos se reconfiguran en relacin con el propio sentido que hace posible siquiera tan solo distinguir de qu trata esto que anima nuestros afanes y preocupaciones.

    Los textos no fueron sometidos a revisin argumentativa ni conceptual, ni se sustrajeron las recurrencias, identifi-cables como inquietudes antes que como premisas, inter-pretables como sealamientos que necesitan ser reiterados porque son olvidados, de modo que, antes que intelecciones, o a la vez, se conforman como enunciados conmemorativos.

    Querr ser, antes que una exposicin docta, un duelo de escritura; antes que una elaboracin abierta a presunciones nomolgicas, el ofrecimiento de un testimonio; antes que una teora del cielo, un cuaderno de bitcora; antes que un cierre pedaggico, un recogimiento; antes que el esfuerzo de una demostracin, el consentimiento con una obligacin.

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    1. REPARAR EL MUNDO? NOTAS SOBRE LA SUPERVIVENCIA (2010)

    Pondr mi espritu en vosotros, y viviris.

    Ezequiel 37, 14

    Desde el momento en que la meta ya est presente y, por tanto, no hay ningn camino que pueda llevar a ella, slo

    la obstinacin, perpetuamente en retardo, de un men-sajero cuyo mensaje sea la tarea misma de la transmisi-bilidad, le puede devolver al hombre, que ha perdido la

    capacidad de aduearse de su estado histrico, el espacio concreto de su accin y de su conocimiento.

    Giorgio Agamben

    I.

    El sobreviviente es quien vive despus de la muerte de otra persona o despus de un determinado suceso. Lo que define al sobreviviente es una relacin en trminos de posterioridad con una muerte o con un acontecimiento. Sobrevivir es vivir despus. Sobrevivir es vivir bajo la som-bra del pasado, como tambin puede presumirse el orden inverso de los trminos: vivir bajo la sombra del pasado es sobrevivir. Por ello la aspiracin o la aceptacin del olvido suponen el desprendimiento de la sombra del pasado y de la condicin de la supervivencia. Vivir, olvidar.

    El legado es aquello que se deja o transmite a los suce-sores, sea cosa material o inmaterial. En relacin con lo que recibe de quien ha vivido antes, el sobreviviente define su posesin, material o inmaterial. El legado vincula la su-pervivencia con la transmisin. Aquello que es producido como transmisin despus de un suceso la representacin, el relato, lo ulterior al suceso que constituye su transmi-

  • La pregunta por lo acontecido

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    sin, es aquello que lo sobrevive. Toda representacin, en-tonces, sucede, en tanto que sucesin, como posterioridad. Toda representacin, como bien se sabe, es legado de lo que ha muerto, por haber ocurrido, al formar parte del pasado. Es algo que solo podemos saber en un instante de suspen-so, una interrupcin sin esperanza. La esperanza como una forma del olvido. Quien recuerda no espera, y quien olvida puede esperar. El tiempo de la memoria es el tiempo que transcurre entre el suceso y su posterioridad. En la poste-rioridad, en tanto memoria, el tiempo se detiene. El lazo social, entendido como legado, supone una interrupcin, una detencin anamntica, instante en el que el despus del legado se torna presencia. Cuando, como sucede en la socie-dad del espectculo, la representacin se produce en forma concomitante con el suceso, el marco de inteligibilidad de la supervivencia se nos presenta como figuracin.

    Entre las acepciones de transmitir, hay una que remite al derecho, al poder y la soberana: transmitir es enajenar, ceder o dejar a alguien un derecho u otra cosa. La muerte de los otros contiene entre sus posibilidades la supresin del tiempo pendiente del legado. El lazo social entendido como un vnculo temporal con los muertos remite a la memoria, al olvido, a la espera. En otras palabras, a opciones hetero-gneas. Contemplamos a los muertos como fundantes de lo que somos e instauramos as nuestra condicin existencial, o remitimos la fundacin a una deuda de memoria con ellos. El olvido que nos conduce a una apertura experiencial, vi-viente, es tambin el olvido de esa deuda.

    Se pregunta Agamben cul ser la tarea del arte en aque-lla condicin en que el ngel de la historia se ha detenido y, en el intervalo entre pasado y futuro, el hombre se encuentre frente a su propia responsabilidad. Segn Agamben, Kafka contest a esta pregunta preguntndose a su vez si el arte poda convertirse en transmisin del acto de transmisin, es decir, si poda asumir en su contenido la tarea misma de la transmisin, independientemente de la cosa a transmitir.

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    1. Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)

    En el suspenso que instala una imagen detenida de la alteridad se nos aparece el relato de Ezequiel, cuando narra la escena de los muertos, en medio del valle lleno de huesos. Eran muchos y estaban secos. Sobre esos huesos secos, en el relato la profeca restaura las existencias perdidas. Los huesos son el remanente de los vivos, el vnculo que la pos-terioridad enlaza con el pasado perdido. La interrupcin oficia aqu como relato bblico, relato que establece el interrogante sobre la transmisin. El crimen perfecto, como contrafigura, es aquel que suprime con eficacia el cuerpo del delito, los huesos. Hallar los huesos, cuando han sido objeto de desaparicin, restaura entonces el relato sobre el legado y repone el eslabonamiento interrumpido?

    La interrupcin, el corte de la serie temporal es lo que tienen en comn los opuestos de la memoria y el olvido, el victimario y la vctima, el crimen y el perdn, el extermi-nio y la anamnesis. La solucin final reside en el corte que incide sobre la lnea de la vida, la supresin del legado, la destruccin del remanente. La apuesta por la solucin final es una apuesta por la destruccin del remanente. La visin de los huesos secos se nos impone como una alegora de la continuidad anamntica que eslabonamos con el pasado. Para ello debemos detenernos, aquello que la historia nos impide. Nos albergamos en la inteleccin potica para de-tenernos, sin por ello hacer efectiva esa detencin ms que como instante en el que relampaguea el conocimiento acer-ca de lo que no nos permite detenernos.

    La ineluctabilidad del movimiento que nos desplaza hacia el futuro y el olvido, ineluctabilidad que puede ser y es relatada como progreso y equidad, es vivida en la intuicin de su detenimiento como encierro. Enclaustrados estamos en la encrucijada entre lo inadmisible del mundo que nos contiene y la potencia para transformarlo. En el ins-tante fulgurante de la interrupcin hallamos la puerta que encontramos clausurada antes y despus.

  • La pregunta por lo acontecido

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    II.

    En nuestro tiempo se manifiesta de modo oscuro pero consistente una figura estructurante de lo histrico social: la del sobreviviente. La figura del sobreviviente evidencia una verdad acerca del testigo. El testigo es un sobrevivien-te, en tanto que no siempre el sobreviviente es un testigo. Somos sobrevivientes, pero no por ello testigos. Somos so-brevivientes en tanto transitamos un lapso vital, existencial, cuyo desenlace da fin a la supervivencia. Somos siempre so-brevivientes respecto de alguien, pocos o muchos que han muerto, sean o no nuestros familiares, sean o no nuestros conocidos, sean o no nuestros antepasados. Vivimos des-pus de los muertos, y por ello somos sobrevivientes.

    Pero nuestra inteleccin sobre la figura del sobreviviente no procede de este reconocimiento de algo que en s mismo podra considerarse simplemente evidente sin perjuicio de que enunciarlo nunca supondr una revelacin sino una puntualizacin destinada a sealar consecuencias sino del sentido que impone cierta genealoga precisa. Reconocer la figura del sobreviviente ofrece significaciones que interesan a la discusin sobre lo que especifica la actualidad.

    El sobreviviente en cuanto lo paradigmtico de la fi-gura es primero y antes que nada quien estuvo destinado al exterminio. El sobreviviente ofrece testimonio sobre el suceso con su sola existencia, y sienta las perspectivas de la vida tal como puede tener lugar despus del exterminio. El crimen contra la humanidad es aquello a lo que el sobrevi-viente ha sobrevivido.

    Sabemos tanto y cada vez ms sobre el sobreviviente, a la vez que advienen tambin los flujos supersticiosos que sustituyen al saber por un conjunto de enunciados cuya ca-lidad y consistencia se asemejan a los trminos usuales de cuando se crearon las condiciones que hicieron posible el exterminio.

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    1. Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)

    Es perceptible el estado de discrepancia, malestar y re-chazo que se produce en forma creciente alrededor de la cuestin del sobreviviente. Podra todo ello entenderse meramente en relacin con el trauma y la culpa, pero los sobrepasan.

    Al sobreviviente, la condicin de la supervivencia le otorga un manto de inmunidad respecto de la violencia, as como de una inversin de su potencia en relacin con la violencia. El sobreviviente no ejerce violencia, no prac-tica la venganza, el sobreviviente es inmune a la experien-cia de la guerra. Que la guerra se haya vuelto extraa a la experiencia resulta afn al extraamiento del sobreviviente respecto de la violencia. Sorprende que el sobreviviente no ejerza violencia ni venganza, pero se instal durante aos una aceptacin tanto explcita como tcita de su condicin de inmunidad.

    La figura del sobreviviente antagoniza a la categora agambeniana del homo sacer. Si el homo sacer puede ser asesi-nado, el sobreviviente es quien no puede ser asesinado, por-que de algn modo ya fue asesinado en la forma del crimen contra la humanidad, y no puede ser objeto entonces nue-vamente! de violencia. Es tambin esta inmunidad la que inhabilita al sobreviviente para el ejercicio de la violencia.

    La dinmica descrita no sustituye ni deniega otras razo-nes por las que el sobreviviente se abstiene de la violencia. No obstante, es esperable y verosmil que todas ellas acom-paen lo decisivo de su figura. El crimen contra la humani-dad confiere al sobreviviente una cualidad transpersonal, una adscripcin a la masa infinita de la humanidad, lo une con todos los seres humanos, en tanto haba sido separado de ellos por el acto del exterminio. La supervivencia, al ha-ber fracasado en separarlo de la humanidad, y al ponerse en evidencia la operacin que se haba ocultado y luego fraca-sado, procede en forma invertida: consolida la unin del so-breviviente con la humanidad. Esta unin es concomitante con la necesidad colectiva de articular el lazo social que se

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    haba desenlazado en forma general al haberse cometido el crimen contra la humanidad.

    La condicin del sobreviviente, en tanto estructuran-te del lazo social, instituye en forma tambin general un conjunto de notas matriciales que determinan profundas transformaciones en relacin con el ejercicio colectivo de la violencia, es decir: la guerra sobre todo, pero tambin la represin social y la guerra civil.

    Estos cambios no tuvieron lugar en forma simultnea y conjunta en 1945, sino durante el transcurso de los aos sucesivos hasta el presente. Fue necesario que se produjeran desde entonces los profundos cambios histricos que cono-cemos para que adquiriera inteligibilidad interpretativa la figura del sobreviviente.

    Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial las prcticas de la violencia presentaron sucesivas transformaciones de ndole radical. Algunas de ellas son las ms evidentes, como ocurre respecto del armamento nuclear, y ms en general con las llamadas armas de destruccin masiva. La nocin de destruccin masiva, sustitutiva del combate y la confron-tacin entre destrezas y voluntades encarnadas, condujo al escenario que habitamos, en el que el ejercicio de la violencia cuenta con la condicin de practicarse contra un colectivo de dimensiones inconmensurables, de manera intrnseca, estadsticamente genocida, y sin que la supervivencia tenga relacin alguna con destrezas y voluntades. Sabamos que el combate se haba desvinculado de la experiencia y que era por ello que quienes retornaban del campo de batalla no tenan nada que relatar, pero no pudimos saber del mismo modo que los sobrevivientes, dado que la distincin de su figura se produjo aos despus fue necesario el ex-terminio para originarla, tampoco tenan ni tienen relacin alguna con la experiencia. Es lo que nos relata Primo Levi.

    Sabemos asimismo que el extraamiento de la experien-cia que alumbra al sobreviviente es parte integrante de las

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    1. Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)

    condiciones de la violencia y el exterminio, pero no podra-mos saber desde el principio de qu manera la condicin especfica del sobreviviente iba a extenderse a las formas vigentes de la vida en comn.

    Digamos que si la filosofa y la literatura pueden ayu-darnos en la inteleccin del sobreviviente, su derrotero est marcado por la historia, por la historia reciente, dado que solamente a partir de los devenires colectivos es que podre-mos intuir su presencia y su participacin en las actuales relaciones de poder y en las presentes prcticas sociales.

    El crimen contra la humanidad se ha convertido, de excepcional que se conceba, en rutinario. Ha ocurrido con la suficiente asiduidad, no tanto como para naturalizarse, dado que guardamos la esperanza voluntarista de que tal normalizacin finalmente nunca impere, sino porque en cambio se ha instalado en el horizonte perceptivo de nues-tro aparato cognitivo. Y, sin duda, una condicin ineludible de ese estado de las cosas es la asociacin entre armas de destruccin masiva casi todas las que poseen, construyen y crean las sociedades contemporneas lo son y poblacin demogrficamente concentrada e inconmensurable.

    El ejercicio de la violencia sometida a designios polti-cos, algo que ni por un instante ha dejado de pertenecer al ethos de los estados nacionales, cuyo nmero, como el de las poblaciones, no ha dejado de crecer, prosigue su incesante tarea. Pero ahora el afn tantico de la guerra, en el marco de la tanatopoltica, ya no procede como combate, ni siquie-ra como confrontacin, sino como ciego estallido de fuerza fsica destructiva sobre una poblacin. Solamente est en discusin la magnitud del blanco y el nmero de vctimas. Un interminable rosario de enunciados especula vanamente sobre las delimitaciones de los estallidos, los daos colatera-les y las opciones normativas.

    No obstante, en todos los casos se nos aparece la figura del sobreviviente. No queremos aqu referirnos a quienes

  • La pregunta por lo acontecido

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    sobreviven efectivamente a tal o cual ataque, dado que en ese caso estaramos tratando algo harto conocido. De lo que aqu se trata es del sobreviviente como figura sociopoltica. El sobreviviente es un actor sociopoltico involucrado en el devenir histrico, y por lo tanto practicante habitual de los modos actuales de la violencia.

    Ese mismo sobreviviente inhibido de ejercer la violencia, e inmune frente a su descarga, es quien ahora interviene en conflictos en que se ejerce la violencia, por razones de esta-do, dominio territorial o econmico, defensa de derechos t-nicos o sociales, por las razones que impulsan los diferentes conflictos que se suceden ante nuestros ojos.

    No es solamente un eufemismo cnico el recurso a la salvacin de vidas que se emplea como justificacin del ejercicio de la violencia en la actualidad, ni tampoco la re-ferencia a la defensa. Habituados como estamos a ver en estas palabras solamente su falacia, no vemos asimismo su verdad. Vemos lo obvio: que quien salva vidas, en rea-lidad mata, y que quien se defiende, en realidad ataca, y mata. Atribuimos estas contradicciones a las distorsiones que habitualmente la guerra ejerce sobre el lenguaje. La clausura que nos impide advertir la intervencin de la figu-ra del sobreviviente nos lleva a imponernos la clasificacin aparentemente ineludible de victimarios para unos y de vc-timas para quienes sean sus oponentes. Como disponemos de esa distincin binaria, decidimos primero (en un sentido meramente alegrico, el que la precedencia sea primera, dado que no es por raciocinio que se establece la distincin, aunque se la justifica argumentativamente) la identidad del victimario, y por lo tanto la de la vctima. El carcter dual de los conflictos entre dobles masas guerreras define el sus-trato de la distincin.

    Sin embargo, la presencia matricial de la figura del so-breviviente en nuestra poca convierte la disputa por las palabras, alegadamente referida a falacias y eufemismos, en una pendencia de otro tipo. Ambos bandos se autoconsti-

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    1. Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)

    tuyen como sobrevivientes, en tanto la condicin que nos define, posthumana, es de sobrevivientes, impotentes para el ejercicio de la violencia, y sin embargo y en ello reside una de las claves de la figura del sobreviviente comprome-tidos con dar cumplimiento a la obligacin de sobrevivir. Dado que la figura del sobreviviente conlleva en su corazn una forma de antiherosmo: la lucha es por la superviven-cia, en tanto desfallecer en esa lucha implicara dar curso al crimen contra la humanidad. El sobreviviente, entonces, no puede ser confrontado con la mera violencia, ni se puede esperar de l el mero ejercicio de una violencia ofensiva ni defensiva. Ejercer su violencia si se ve amenazado en su supervivencia, no ya en su dominio, soberana o voluntad de poder, no obstante que esas sean las categoras de que disponemos para describir los acontecimientos, y todava no hemos advertido adecuadamente que estn ocurriendo otro tipo de sucesos que los que conocamos.

    En una confrontacin violenta entre sobrevivientes, al menos uno de los dos debe hacer algo inusual en la historia de la guerra, inusual como subjetividad guerrera dispuesta a la violencia. En la historia de la guerra era tan necesaria la disposicin a matar como la disposicin a morir. En la guerra entre sobrevivientes aparece una nueva modalidad: el suicidio como arma de guerra. El suicidio espanta en la guerra por su ineluctabilidad, y porque parece extrao a la representacin de la guerra que an conservamos, y lo es. Anuncia formas nuevas de la guerra y la violencia. El suicida no renuncia a su vida, dado que todo soldado de al-guna manera para ser soldado debe renunciar a su vida, en tanto la pone en manos de sus comandantes, al convertirse su cuerpo en arma de guerra del colectivo en confrontacin. El soldado no muere necesariamente, puede sobrevivir: el suicida renuncia a esto, renuncia a la supervivencia. La renuncia a la supervivencia, valor central de la figura con-tempornea del sobreviviente que nos constituye, es lo que nos espanta si no estamos preparados. Sin embargo, no es

  • La pregunta por lo acontecido

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    ajeno a la lgica de la violencia, que implica modalidades de subjetivacin destinadas a la muerte.

    La paradoja constitutiva de la figura del sobreviviente es que este no puede matar ni puede ser asesinado, y no obstante debe matar y morir, porque la historia prosigue su curso despus del crimen contra la humanidad al que he-mos sobrevivido, y el ejercicio de nuevas formas de guerra reclama para sus fauces nuevas formas de subjetivacin.

    El combatiente confrontado con quienes han renunciado a la supervivencia asigna en forma correlativa un valor des-proporcionado a su propia vida, de modo que se convierte en denegacin de su impotencia para matar, en una mquina extremada y desproporcionadamente letal, con lo cual ofen-de la conciencia de la humanidad, sobreviviente al crimen cometido contra ella misma, e impaciente de una paz perpe-tua que no sabe ni puede alcanzar.

    III.

    El exterminio no produce solamente muertos y desapa-recidos, produce sobrevivientes. El sobreviviente, ms all de la satisfaccin de no ser l mismo el muerto, sabe que su supervivencia le depara un vnculo con los muertos. La supervivencia es un vnculo con los muertos, una determi-nacin relacional con ellos. Tambin ese vnculo es el que despoja al superviviente de la suscitacin de violencia o venganza, porque est embargado por la supervivencia, y la propia encarnacin del vnculo lo lleva a su vez, a travs del testimonio y la bsqueda de justicia, a restaurar el lazo social tal como fue vulnerado por el exterminador.

    El exterminador pretendi reconfigurar el lazo social, al consolidarlo en una mayora del colectivo social mediante la supresin sacrificial de una minora. El clivaje, la ex-pulsin supresora de esa minora, en tanto hasta ahora ha fracasado en sus trminos propositivos, y no sabemos de otros resultados hasta ahora que el fracaso, sin que ello de-penda de una ley que desconocemos, no es lesivo del lazo

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    1. Reparar el mundo? Notas sobre la supervivencia (2010)

    social por sus resultados, que seran aglutinantes en caso de verificarse, sino por el proceso mismo que, al someter a la poblacin a una seleccin bajo condiciones de horror, destituye, disuelve el vnculo intersubjetivo. Sin embargo, en los trminos propositivos de los proyectos perpetrado-res, el exterminio eficaz y exitoso sera aquel que lograra no solamente la supresin de su vctima, sino tambin la con-servacin del secreto sobre lo acontecido. En el caso de un xito semejante, que no dejara sobrevivientes, procedera como si no hubiese sucedido, como si no se hubiese derra-mado sangre. En ello reside la relacin entre exterminio y violencia divina.

    La condicin del sobreviviente se establece en forma experiencial directa o como postmemoria. Probablemente fuera por ello que Arendt adverta la inanidad de la historia pattica de las vctimas de persecuciones, y su inconmen-surabilidad con la poltica, porque intuyera, aunque no lo pens de esa manera, que advena el sobreviviente. El rela-to pattico de la historia, la historia de las ruinas, la mente que imagina al ngel de la historia, estn habitados por el sobreviviente.

    El sobreviviente es un irredento, aquel para quien no est destinada la salvacin, salvado l mismo de la muerte, su supervivencia es la vida atrapada por la succin que el pasado produce a travs de la relacin con los muertos que define su condicin de sobreviviente. El sobreviviente flota en las aguas como un nufrago, y su destino reside en la administracin del naufragio.

    Elas Canetti se vale de la imagen del sobreviviente de pie frente a un cmulo de muertos. El momento de sobrevi-vir es el momento del poder. El espanto ante la visin de la muerte se disuelve en satisfaccin pues no es uno mismo el muerto. ste yace, el superviviente est de pie. La gestalt de esta formulacin recuerda aquella imagen descrita por Ezequiel, la del valle de huesos secos, frente a los cuales la voz divina anuncia la restitucin de la multitud.

  • La pregunta por lo acontecido

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    Una figura literaria contempornea nos proporciona una imagen, en donde tambin el sobreviviente se encuentra de pie, como el de Canetti, como Ezequiel, ante una desolacin: Giovanni Drogo, el protagonista de El desierto de los trta-ros de Dino Buzzati habitado por una melancola kafkiana, estar un da, all donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme, y a su al-rededor ni una casa, ni un hombre, ni un rbol, ni siquiera un brizna de hierba, y todo as desde tiempo inmemorial.... De pie ante una desolacin sin muertos, ni huesos, sin cuer-pos ni restos. Ser entonces un sobreviviente radicalmente en soledad, des-vinculado de los muertos, solo del modo por el que la supervivencia habr alcanzado el rango de la supresin, la ausencia, la falta instituida. Es el sobreviviente que las memorias del horror luchan por exorcizar, y que sin embargo nos acecha con su gris melancola.

    La paradoja kafkiana acerca de que la redencin tiene lugar, pero no para nosotros, anuncia el hiato en la trama temporal en el que probablemente estemos habitando en el transcurso de la presente centuria larga.

    Pensarnos, creernos o sabernos sobrevivientes irreden-tos, insalvable encierro en que transcurrimos, nos instala en una apertura para interrogarnos antes que por el futuro, por la accin o el propsito, menos aun por la responsa-bilidad, por el clinamen, por el modo en que habitamos la supervivencia.

  • I

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    2. DESAPARECIDOS (1996)

    Sucede con los seres desaparecidos que aunque se sepa que no queda ninguna esperanza, siempre se

    sigue esperando. Vive uno en acecho, en expectacin; las madres de esos muchachos que se embarcaron para una peligrosa exploracin se figuran a cada momento,

    aunque tienen la certidumbre de que est muerto ya hace tiempo, que va a entrar su hijo, salvado por

    milagro, lleno de salud. Y esa espera, segn cmo sea la fuerza del recuerdo y la resistencia orgnica, o las

    ayuda a atravesar ese perodo de aos a cuyo cabo est la resignacin a la idea de que su hijo no existe, para

    olvidar poco a poco y sobrevivir, o las mata.

    Marcel Proust

    Temamos ms bien que el dolor termineAs como se debilita la memoria

    Recuerda que no terminamos de nacerPero que ellos, los muertos, ya terminaron de morir.

    Regresa de donde has venido slo para unirteA esos muertos cuyos nombres mudos en la piedra

    Nos recuerdan a nosotros, que soamos con sobrevivir

    Louis Ren des Forts

    En lo que atae a los desaparecidos se presenta la di-ficultad, con respecto a la tragedia que hemos vivido, de sostener una palabra que no puede menos que confrontar con los escasos esfuerzos que ofrecieron resistencia durante la dictadura y luego de ella. Esfuerzos de los que siempre, en la medida de nuestras fuerzas, hemos sido parte y se-guiremos siendo. El carcter incalificable de las atrocidades cometidas por los asesinos no tiene atenuantes, pero los ex-cede, y la reflexin no puede detenerse ante ningn clculo

  • La pregunta por lo acontecido

    26

    poltico ni estrategia defensiva. Lo que procura es expandir el horizonte que estos inevitablemente restringen.

    El discurso corriente acerca de lo que hemos vivido supo-ne que hay un orden normal, democrtico, respecto del cual los exterminadores argentinos se desviaron. Aunque entre nosotros la existencia histrica de ese orden era dbil y aun discutible, se habra instituido precisamente despus de re-tirada la dictadura. Aquello que no conocamos aparece jus-to despus de su opuesto ms brutal. Lo plausible de seme-jante cosa radicara en el contraste. Por oposicin, el orden democrtico emergente puede imaginar que se cometieron atrocidades, con anterioridad, y juzgarlas penalmente. Sin esta ilusin, estaramos tal vez sumidos en una barbarie aun mayor.

    El problema radicara en la represin ilegal, el asesina-to y la tortura atroces, de decenas de miles de personas en condiciones completamente alejadas de toda semejanza con un combate. La especificidad de lo acontecido en la Argentina se concreta en la emergencia de una figura pecu-liar, la del desaparecido. Trmino, como tanto se sabe, que se reproduce en otras lenguas sin traducirse, indicando su singularidad.

    Los exterminadores argentinos redujeron a sus vctimas al estado de un paciente, inerme, encapuchado, comparti-mentado, engrillado, anestesiado, arrojado al vaco desde aviones. Si se quisiera ilustrar una forma de muerte ms alejada del combate, sera difcil encontrar un ejemplo ms elocuente. Para llegar a esa situacin, las vctimas tuvieron que ser tomadas como prisioneros. El problema parece cir-cunscribirse al crimen de guerra. El tratamiento de los prisioneros en forma transgresora de normas que regula-ran los conflictos blicos.

    El surgimiento de esas normas fue correlativo de la des-mesura creciente de la guerra moderna. Tal desmesura ha ocasionado la confusin entre el estado de guerra y el esta-

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    do de paz, de modo que ambos estados se identifican. Ya no se es capaz de distinguir entre el soldado y el carnicero.1 Las normas existentes constituyen el recurso disponible para evitar males mayores. Sin embargo, cuando se trata del ejercicio de la crtica, y por lo tanto de la comprensin de lo acontecido, no de su mera condena, estas presunciones aparecen de inmediato como carentes de sustento.

    Para quienes hemos soado otros mundos, el hecho de que nos debamos resignar a que el pensamiento de los de-rechos humanos constituya nuestro horizonte tico es una consecuencia de la derrota de la imaginacin utpica. Las Madres desbordan el campo de lo posible. Ellas lo saben y lo dicen: no hay tica ni legitimidad compatibles con la existencia de los ejrcitos modernos.

    Las diferencias entre terrorismo y batallas regulares, en-tre guerra y paz, dependen exclusivamente de condiciones relativas al poder y a la localizacin del enunciador. Basta considerar las armas disponibles. Por su sola existencia, por la doctrina que sostiene a organismos tcnicos, profesiona-les, combatientes, son incompatibles con cualquier conside-racin que pretenda cotejarse con la ilusin de los derechos humanos. Los dispositivos nucleares, bacteriolgicos, con-vencionales de las potencias tan luego ms democrticas: las cadenas de mando, las mentes que organizan, disean y prueban esos armamentos. Carece de mayor importan-cia que las pruebas nucleares se hagan en el ambiente o se simulen en espacios virtuales inofensivos. Infinitas ener-gas, presupuestos y vitalidad dedicados a imaginar cmo se pueden destruir ciudades enteras y millones de vidas en instantes. Todos esos trabajos se realizan en la legalidad. No son seriamente cuestionados. Confirman que en las ins-tituciones militares no existen rdenes que no sean legales. Puede aceptarse moralmente la legalidad de la sola exis-

    1. Ernst Jnger. Sobre el dolor, pg. 32. Tusquets, traduccin de Andrs Snchez Pascual. Barcelona, 1995.

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    tencia de un dispositivo de destruccin planetaria, masiva? Puede aceptarse la sola existencia de fuerzas areas?

    Miles de individuos legtimamente dedicados en su cotidianeidad laboral a esperar, cada uno en su lugar en la cadena de mandos, el momento de cumplir rdenes de bombardeo nuclear. Miles, altamente calificados desde el punto de vista tcnico, econmico, social, cultural, hasta democrtico, se levantan cada maana, comprometidos, dispuestos, a que el trabajo de tantos otros millones de personas, vehiculizado por enormes esfuerzos impositivos, econmicos, productivos, se convierta en realizacin efec-tiva. Qu grado de ceguera hace falta para hablar, sin que la lengua se caiga a pedazos, de legalidad en los fueros militares?2 Las rdenes son legales porque son rdenes. Las leyes de esta ciudad aceptan semejante cosa. Luego, no se trata de una ciudad. Qu comunidad humana podra acep-tar esto y no obstante llamarse ciudad?

    Si se considera la verdadera magnitud fctica y moral de lo implicado, lo que se discute cuando se discute acerca de torturas y aberraciones versa ms bien sobre problemas de detalles, cuestiones que son casi administrativas, que afec-tan a algunos desgraciados, mientras el resto acta como si todo ese horror potencial no existiera. Porque el horror en su verdadera dimensin es inasimilable. Solo la ms radical intransigencia puede intentar alguna compatibilidad moral con lo que ocurre.

    La distincin por la que una bomba que mata a ochenta personas en un edificio cualquiera de una ciudad es descrita

    2. Las leyes de la guerra tal como se practican en la actualidad permiten sea-lar a un soldado britnico que mat a sangre fra a un prisionero argentino. Permiten perseguirlo, juzgarlo y castigarlo. No permiten pensar siquiera en el significado de que ciudades argentinas fueran rehenes nucleares de Gran Bretaa. No permiten pensar en la calidad moral de que por recuperar para su imperio aquellas islas las fuerzas armadas britnicas dispusieran en posicin de ataque fuerzas nucleares. Y, de no haberlas dispuesto, tal situacin cambia-ra en cuanto a su intensidad y potencialidad, pero no en cuanto al significado global de un conflicto con una potencia nuclear.

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    como un horror procedente de una maquinacin inhumana y por otra parte el bombardeo de aldeas en las que viven nios y ancianos como actos de guerra debera ser insopor-table. Y no lo es. Es mejor decirlo as: son declaraciones las que nos hacemos a nosotros mismos cuando pretendemos sealar este tipo de semejanzas. No estamos en condiciones de comportarnos con la dignidad moral que correspondera a esta semejanza. Si as fuera, mucho de lo que ocurre en cada aniversario, en cada apelacin a la memoria, en cada homenaje a vctimas, aparecera con claridad en su injus-ticia, en su ceguera tica para el que no se encuentra en el mismo bando. Esa certeza aparece como un relmpago cada vez que las Madres asumen actitudes vinculadas con la verdad.

    Respecto de los crmenes cometidos por los extermina-dores argentinos, no hay una zona de exterioridad desde la cual se los pueda considerar desde el punto de vista de la justicia. Las reivindicaciones de juicio y castigo constituyen un lmite para evitar males mayores. Son ejemplificadoras. Sealan. No castigan verdaderamente. No permitiran res-tituir la dignidad a los castigados, una vez cumplida la con-dena. Constituyen una forma sublimada de la guerra que culmina con estos actos.

    Es necesario comprender y recordar que hubo una gue-rra. Que una guerra no se limita a la violencia ejercida, es un fenmeno mucho ms amplio. La existencia de una masa guerrera se conform en la Argentina en el transcurso de un perodo de varios aos. El advenimiento del gobierno cons-titucional de 1973 fue el intento fallido desde su inicio por contener de un modo consensual y eventualmente pacfico a toda esa masa deseante de utopa y dispuesta a la guerra. El marco global en el que tuvieron lugar esos acontecimientos fue el de una guerra civil. Sorda, intrincada y heterognea. El fenmeno esencial que lo defina era la existencia polti-co militar de una masa articulada en proyectos de guerra diversos, en unos casos con rasgos ms insurreccionales,

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    en otros de guerra popular prolongada, en unos urbana, en otros rural. No se trataba tan solo de algunos grupos van-guardistas, sino de un extenso movimiento social incontro-lable. La idea de que aquel movimiento hubiera podido ser combatido por medios legales carece por completo de senti-do. El movimiento exista justamente porque no haba lega-lidad respetable ni respetada. No haba un orden desde el cual sostenerse para oponrsele. Dcadas de conflictividad insoluble lo haban engendrado. Significa que la represin tal como tuvo lugar no pudo ser de otra manera?

    Es necesario comprender y recordar que hubo una gue-rra. Cules son las leyes propias de la guerra? Elas Canetti dice, en Masa y poder: En las guerras se trata de matar. Las filas del enemigo fueron diezmadas. Se trata de matar por montones. Hay que acabar con la mayor cantidad posible de enemigos; la peligrosa masa de adversarios vivos ha de convertirse en un montn de muertos. Vence el que mata a ms enemigos. En la guerra se enfrenta una masa creciente de vecinos. Su aumento es inquietante en s. Su amenaza, que ya se halla contenida en el mero crecimiento, desenca-dena la propia masa agresiva que desencadena la guerra. En su conduccin se procura ser siempre superior, es de-cir, tener siempre en el terreno el grupo ms numeroso y aprovechar en todo aspecto la debilidad del contrario, antes que l mismo aumente su nmero... Se habla de matanza y carnicera, se habla de revs. Mares de sangre tien de rojo los ros. El enemigo deja en el campo hasta el ltimo hombre. Uno mismo se bate hasta el ltimo hombre. Se entra a degello. Canetti cita a Jeremas, que habla de muertos no plaidos, ni recogidos, ni sepultados; han de yacer sobre el campo y volverse estircol.

    La conciencia de que la guerra es intrnsecamente atroz, que siempre fue terrible, pero que ahora, en este siglo, no puede dejar ningn resquicio fuera de la barbarie ms ex-trema, no solamente no exculpa a los criminales, sino que ampla el campo de los culpables. Si se trata de oponerse

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    al crimen, es necesario definirlo en su verdadera magnitud. Un rgimen inhumano, como es el nuestro, se corresponde con un tipo de guerra como el que nos amenaza sin pausa. De qu manera se le puede aplicar a un exterminador de la dictadura argentina un castigo que a l le resulte com-prensible? En qu trminos de verdad puede arrepentirse? En qu forma puede aceptar el castigo? En ello radica la diferencia entre castigo y venganza. La venganza consiste en infligir un dao sin importar la condicin espiritual del que ha cometido una falta. Responde al odio. El castigo pro-cura restituir a quien ha cometido una falta a una condicin espiritual. En nuestros tiempos no hay tal cosa. El sistema penal es un regulador homeosttico que asegura cierta fun-cionalidad al organismo social. Los individuos, en el sen-tido que nos importa, no cuentan para l. Los individuos son aplastados por la maquinaria social, sin piedad. Todos aquellos que vivimos en estos tiempos somos esencialmen-te culpables, porque es imposible la administracin de una justicia verdadera: La culpa es siempre indudable... Todo es muy simple. Si primeramente lo hubiera hecho llamar y lo hubiera interrogado, slo habran surgido confusio-nes. Habra mentido, y si yo hubiera querido desmentirlo, habra reforzado sus mentiras con nuevas mentiras, y as sucesivamente. En cambio, as lo tengo en mi poder, y no se escapar.3 En consecuencia, cuando pedimos juicio y castigo para los culpables, sabemos qu es lo que estamos haciendo: algo que no difiere en esencia de construir una cloaca para evitar que los efluentes inunden las calles. Y de esa manera tratamos a los inculpados. Por eso tambin las crceles son lugares ms o menos infernales en todo el mun-do, y no parece haber manera de modificar esa situacin. No hay argumentos ni actitudes ticas que parezcan ser capaces de modificarla. Pedir crcel para los culpables de cualquier delito, sobre todo en un pas como el nuestro, es una paradoja singularmente extraa. De esta manera con-

    3. Franz Kafka. En la colonia penitenciaria, en La condena. Emec, traduccin de J.R. Wilcock, Buenos Aires, 1952.

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    seguiremos un cierto control, un cierto lmite para las atro-cidades, pero nunca conseguiremos lo deseado: que no se repitan. Se repetirn inexorablemente, como se repiten las tormentas y los terremotos, porque nada comprendemos de cmo ni por qu ocurren.

    El combate suspende la memoria y la conciencia. Quien recordara en el campo de batalla los dichosos tiempos de paz, preferira tal vez rendirse o morir, en lugar de matar y destruir. El olvido se produce en el acto mismo de izar una bandera, vestir un uniforme y portar un arma, cualesquiera que sean.

    Las bandas de msica, los desfiles y los rituales militares han perdido todo significado. Los emblemas de la guerra son ahora tcnicos. Los emblemas de la guerra son conglo-merados discursivos, ingenieriles, cientficos... No estn situados fuera de lo que constituira un tiempo de la paz, separado. Desde que se ha identificado primero la cotidia-neidad como concepto, y el de la performatividad despus, la guerra ya no puede ser pensada como lo otro respecto de lo vivido.

    La guerra ha de ser pensada entonces como el trasfondo permanente del horizonte vital contemporneo. La guerra como fenmeno abarca, ya no la contienda entre estados naciones, sino las guerras civiles y el llamado terrorismo. En ningn caso pueden establecerse verdaderas distincio-nes entre esas tres categoras. Slo la retrica propagan-dstica de los diversos protagonistas permite unas u otras definiciones.

    En general, nadie est dispuesto a autodeclararse como terrorista. Este es un trmino que se emplea siempre respec-to de terceros. Definitivamente, la atribucin de una cual-quiera de esas tres categoras se convierte en un problema poltico militar que pasa a formar parte de la lucha misma. Segn cmo se califique al adversario, y segn cmo se lo-gre ser calificado, se obtendrn resultados en la contienda.

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    El terrorista, para la conciencia corriente de nuestros das, amerita ser tratado como un delincuente desde el punto de vista del cdigo penal. La otra categora penalizable es la del criminal de guerra. No hay perspectiva alguna desde la cual podamos prescindir por completo de estas distincio-nes, porque definen cierto control sobre lo que sucede. Sin embargo, en la perspectiva crtica, y sin dejar de conside-rar las nociones de lo corriente, las categoras se disponen de maneras diversas. Para la perspectiva crtica, no puede haber nosotros que sostenga una reflexin sobre lo que concierne a la guerra. El crtico parte de su idiosincrasia, pero a la vez se ve a s mismo desde fuera de s.

    Pensar en la guerra como condicin trgica, en otros tiempos, remita a las consecuencias del desencadenamien-to de las fuerzas que un grupo de individuos fuera capaz de ejercer, sin lmite. Porque el lmite estaba establecido por la magnitud de las fuerzas mismas, que dependan del cuerpo humano, ayudado por instrumentos crecientemente pode-rosos. Al constituirse instrumentos guerreros de extermi-nio, las condiciones de todo conflicto interhumano cambian irreversiblemente. Se sabe que este cambio irreversible tuvo lugar en la primera guerra mundial, pero las consecuencias son impensables. Que son impensables, lo prueban los ml-tiples discursos circulantes acerca del dirimir violento de las diferencias entre los hombres. La cuestin de si alguien lucha por la justicia queda convertida, desde entonces, en una pregunta. Slo queda saber cundo una lucha puede ser descalificada como tal. La lucha contra el Tercer Reich, o la resistencia a la dictadura militar argentina son ejemplos en los que una actitud tica puede definirse con claridad. En el siglo XX son excepciones.

    En el caso de las luchas revolucionarias aparece otro pro-blema: no pueden triunfar. Nunca triunf grupo humano alguno que pretendiera cambiar las condiciones por las que unos son esclavos y otros seores. No obstante, toda la his-toria que nos antecede, si nos interesa pensarlo as, nos dice

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    que las nicas luchas que han valido la pena son las que han tenido como meta la justicia, la abolicin de la esclavitud.

    Luchar contra la esclavitud, sabiendo que a la larga o a la corta prevalecern los seores, implica, primero, funda-mentar ticamente la propia conducta, segundo, ofrecer un testimonio a la posteridad. Un testimonio de justicia que contribuir a ofrecer resistencia para siempre, en la memo-ria y en el olvido, en la lucha contra la esclavitud.

    En la dcada de los 70, la conciencia de que finalmente prevalecera un poder contrautpico, de que el ineludible compromiso con la imaginacin utpica no podra despren-derse del destino de toda revolucin, tena mltiples formas de saber y de expresin. La historia de la revolucin socia-lista, historia moderna, no haca ms que confirmar una y mil veces cmo terminaba cada vez el rapto del entusiasmo, la fiesta. Una y mil veces se reiteraba la misma leccin. La fiesta, la bella fiesta, finalizaba con diferentes contingencias, pero convergente sentido. Esa fiesta a la que no era posible negarse corra siempre inexorablemente hacia su fin.

    La imaginacin utpica estaba dotada de la capacidad de enunciar la verdad de la injusticia, pero no era capaz de enunciar la injusticia de su propia verdad. El instante revo-lucionario es efmero. En l los sujetados se liberan, pero la esclavitud vuelve en el acto en que la liberacin trata de sostenerse ante sus enemigos y ante s misma. El acto de prolongacin del grito libertario agota la voz que lo emite, voz frgil y caduca que pronto se silencia aplastada por el poder que reaparece con un nuevo rostro. El acontecimiento revolucionario, repetido y fracasado siempre, presta su ser-vicio en el gesto por el que la sujecin se quiebra como la ola que despus de alcanzar su mxima altura y esplendor cae y se rompe sobre la playa. Si la historia no pudiera contener ese grito efmero, desaparecera la esperanza.

    La violencia es inmanente a la existencia natural o social. Situarla como un fenmeno diferenciado, como si pudiera

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    suprimrsela, no hace ms que ocultarla, anestesiar la piel que ser lancinada cuando llegue la oportunidad. Suponer que hay algn orden en que la convivencia pueda eludirla solo congenia con la ingenuidad o con la infamia. Aun as, una sociedad y su poca puede poseer una plenitud espiri-tual, y estar dotada de un saber y de una sensibilidad acerca de la crueldad, la compasin y el amor, o estas modalida-des verse debilitadas hasta la extenuacin. En estos casos la barbarie asume rostros paradjicos. El de la brutalidad ms extrema, o el de la aparente concordia. El de una hueca hipnosis circundada por la administracin ms refinada de la crueldad, a la vez que por la carencia de los recursos de enunciacin que la pondran en evidencia.

    El juicio y la condena morales solo son pensados en tr-minos penales, porque la insensibilidad que nos asfixia, y la pobreza del lenguaje que nos hiere requieren del auxilio de las pobres recetas y mediciones, de las miradas cuantifi-cadoras del cdigo penal, inservible para estos fines. Segn el pensamiento penal, Videla es responsable de un nmero de delitos. Por haber dado las rdenes. El inmenso cortejo que hizo posible las acciones de Videla no es enunciable en trminos penales. Y la verdadera magnitud del mal del que es tan responsable Videla como jueces, empresarios, polti-cos, dirigentes sindicales, eclesisticos, profesores... se torna irrepresentable. Alimenta un resentimiento difuso o una perplejidad muda que se encauzan en la diaria experiencia de la sujecin. Es imposible encarar ninguna cuestin que merezca llamarse tica o moral sin poner en evidencia el fondo que mora en la sombra.

    Las faltas morales se vuelven posibles cuando hay una forma de vida que contiene aquello que se hace susceptible de ser transgredido. El homicidio emerge con el lenguaje y la conciencia de la finitud. El robo no existe en el comunis-mo primitivo. El Holocausto requiri nuevas definiciones morales y leyes que antes no existan. El genocidio, el ex-terminio masivo infligido de manera industrial y annima

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    son faltas posibles en las condiciones de las sociedades industriales modernas, capitalistas, con multitudes inclasi-ficables. El crimen antecede a la ley. Se lo reconoce por el espanto que provoca, pero cuando ocurre por primera vez, acontece fuera de las palabras. Acaso soy el guardin de mi hermano? El crimen de la desaparicin es un producto de ese estado de cosas. En definitiva, no puede ser castigado porque no existe la ley capaz de reconocerlo.

    Por qu las heridas no cierran, si es propio de las heridas cerrar? Las heridas cierran, antes o despus. Ni siquiera la injusticia las mantiene abiertas. O acaso puede decirse que estn abiertas las heridas por la conquista de Amrica? No, la injusticia simplemente se ha renovado, ms o menos, sobre los descendientes de aquellas vctimas. No han quedado heridas abiertas de la guerra espaola, ni de la segunda guerra. Las guerras no dejan heridas abiertas. Pueden producir otras guerras, pero no mantenerse en suspenso. Las heridas no se heredan, ni se pueden mantener en el tiempo. Si la carne mortificada no muere, entonces sana. No hay tercera opcin. Si las heridas permanecen abiertas, es porque la mortificacin contina, est presente, ocurre. Por lo tanto, esas heridas abiertas no nos hablan del pasado, sino del presente.

    Qu esperbamos que hicieran los represores? Jnger nos contestaba desde 1934: al partisano se lo emplea para operaciones que es preciso efectuar por debajo de la zona del orden... las tareas que a l le resultan adecuadas consisten en el espionaje, el sabotaje y la desmoralizacin... en el marco de la guerra civil, el partido al que el partisano pertenece lo emplea para operaciones que no cabe ejecutar dentro de las reglas de juego de la legalidad. Los combates de partisanos llevan en s, consecuentemente, el sello de una malignidad especial. Al partisano no se le proporciona cobertura; cuando es capturado se lo somete a juicio sumarsimo y se lo liquida. As como en la guerra exterior se emplea al partisano sin uniforme, as en la guerra civil se le

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    retira, antes de lanzarlo al ataque, el carnet del partido. Eso hace que siempre permanezca incierto a quin pertenece el partisano; nunca podr comprobarse si es miembro de un partido o del partido contrario, del espionaje o del contraespionaje, de la polica o de la contrapolica, o de todo ello a la vez; ms an, tampoco podr comprobarse si acta por encargo de otros o por su propia, criminal iniciativa. Ese claroscuro forma parte de la esencia de sus tareas... Nunca ser posible aclarar la responsabilidad de tales casos, pues los hilos se pierden en la oscuridad propia de los bajos fondos; en esa oscuridad se extingue toda diferenciacin consciente, tambin la de los partidos. De ah que sea una falta de discernimiento lo que se expresa en las diversas tentativas hoy observables que quieren hacer del partisano un hroe.4 En 1984, Orwell relata cmo el partido clandes-tino, a travs de OBrien, exige a Winston Smith su compro-miso para exponerse a un destino anlogo al descrito por Jnger.

    Qu esperbamos que hicieran los represores? Qu esperbamos quienes tenamos algo que esperar. No me refiero a quienes tienen para decir mi vida privada se vio afectada por la guerra, sino a quienes dicen mi vida privada era la guerra. No esperbamos en absoluto que actuaran, como dicen los socialdemcratas que entablan comparaciones falaces con fenmenos ajenos al nuestro, con el cdigo penal, como si las masas insurreccionales y guerreras de los 70 fueran efectivamente delincuentes. Esta guerra civil tambin tuvo como parte de la contienda definir cules eran sus trminos. Perdieron todos los intervinientes. Los guardianes del orden se convirtieron en represores, en parte por su propia estrategia, y en parte por la estrategia especular de las formas que adopt la resistencia. La resistencia no fue en esencia armada ni poltica. El terror arras con todos los actores. Solo pudieron resistir los organismos de derechos humanos, con apoyo internacional. Esta resistencia fue

    4. Ernst Jnger. Ibdem, pg. 52.

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    efectiva en muchos sentidos, pero el discurso que produjo ha de ser objeto de escrutinio. No es una descripcin de lo real ni un relato de la memoria. No puede renunciar a su carcter instrumental. Defiende un orden ilusorio, y pierde eficacia por eso mismo. Basta mirar alrededor. Las condiciones en que nos encontramos, y la direccin que adopta el curso de los acontecimientos en la actualidad.

    Lo cierto es que quienes fuimos protagonistas en aquellos aos, protagonistas de una guerra, y esto abarc a un nmero incierto de personas, nmero que fue un mltiplo del nme-ro de desaparecidos, sabemos que no esperbamos todo lo que hicieron aunque s todo lo que se les imputa. Lo que no esperbamos es lo mismo que no esperaba Scilingo. Scilingo est tan sorprendido como nosotros. Por qu desaparecidos?

    Las declaraciones de Scilingo fueron uno de los su-cesos ms importantes en aos. Requieren una escucha atenta, ms que desprecio o condena. Lo confuso de su intervencin se relaciona con la complejidad de lo que est en juego. Scilingo se reconoce como ejecutor de un grupo de desaparecidos, arrojados vivos y anestesiados al mar. Cumple rdenes. El acto produce repugnancia por falta de hbito: si en lugar de arrojar cuerpos vivos al mar desde el avin, arrojara desde el avin bombas sobre cuerpos vivos en tierra, cul sera la diferencia? En ambos casos, hay so-lamente vctimas y un verdugo. No un soldado, pero ni tan siquiera un asesino. Un verdugo es un ejecutor annimo de una sentencia de muerte.5 Dnde estn los verdugos que ejecutan sentencias de muerte legtimas?

    En el dilogo que mantiene Scilingo con su entrevistador,6 hay un instante en el que las convicciones morales vacilan: es

    5. El aporte novedoso de las cmaras de gas es el anonimato de los verdugos frente al anonimato de las vctimas y, en ltima instancia la inocencia de aque-llos. Porque en el sistema de las cmaras nadie mat en forma directa. Pierre Vidal-Naquet. Los judos, la memoria y el presente, pg. 275. FCE, seleccin y prlogo de Hctor Schmucler, Buenos Aires, 1996.

    6. Horacio Verbitsky. El vuelo. Planeta, Buenos Aires, 1995.

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    el verdugo quien afirma que el fusilamiento es una inmorali-dad. Es l quien, en trminos afines a la solucin final, supone que matar sin que la vctima conozca su destino equivale a sufrir menos.7 Para el entrevistador el derecho de saber que se va a morir no se le niega a ningn ser humano. Es una me-dida de elemental respeto a la dignidad humana, aun en una situacin lmite.8 Esas son las opciones a las que debera-mos atenernos? Se sitan en la administracin de la muerte. Ambas alejadas de igual modo del combate en el campo de batalla, donde ninguno de los oponentes se encuentra en con-diciones de asegurar el desenlace. La posesin de la fuerza ne-cesaria para garantizar el resultado es lo que convierte al otro en vctima. Solamente un castigo que pudiera validarse en su dimensin moral podra quedar exento, pero no se trata de algo que nos encontremos en situacin de experimentar. No obstante, hay que decir que, en principio, y aunque la histo-ria que vivimos sigui un trayecto aberrante, las guerrillas se instituyeron en nuestro pas sobre el supuesto de que seran capaces de aplicar la pena de muerte de manera compatible con principios morales. Los hechos lo desmintieron.

    Scilingo dice que le parece inaceptable el trmino des-aparecido, porque l no hizo desaparecer a nadie. Elimin al enemigo en una guerra, cosa que tambin podra haber ocurrido por fusilamiento. Formula un interrogante crucial: quines los han transformado en desaparecidos? Qu distinto hubiese sido si se hubiese sabido la verdad, si se hubiesen eliminado los desaparecidos para transformarlos en muertos.9 Omite la participacin de los organismos de

    7. Acordar una muerte misericordiosa, palabras de Hitler. Citado por Pierre Vidal-Naquet. Los asesinos de la memoria, pg. 146. S. XXI, Mxico, 1994. En la Argentina, la Iglesia Catlica propici trminos anlogos. Lo que est en dis-puta respecto de las palabras con que los genocidas acompaan sus actos es el humanitarismo, no la inhumanidad.

    8. Horacio Verbitsky. Ibidem, pgs 39-40.

    9. Eliminar los desaparecidos es la forma de que dispone Scilingo para re-ferirse a lo que omitieron sus superiores. Es notoria la perversidad de estas palabras. Estamos discutiendo la diferencia entre matar y desaparecer.

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    derechos humanos, fundamentalmente la participacin de las Madres, en la constitucin de la figura del desapareci-do. Las Locas de Plaza de Mayo no admitieron lo que en una primera instancia fue una desaparicin fundada en razones estratgicas (crear incertidumbre en el enemigo). Pero los perpetradores tampoco dieron fin a esa situacin, luego de que perdiera toda significacin estratgica para ellos. Scilingo declara ms tarde todava, cuando ya se est hablando de historia, no de secretos militares. Es en este terreno encuadrado por tensiones contradictorias donde se configura un fantasma, que no es el fantasma del asesinado. El fantasma del padre de Hamlet pide venganza porque el rey fue asesinado. Se sabe que el rey muri, con seguridad. La mentira radica en la causa. El desaparecido no es un muerto ni un fantasma. Es otra figura. Afirmar que las vc-timas de los perpetradores desaparecieron no implica la ne-gacin de la sepultura (como en el drama de Antgona), sino la negacin de la muerte misma. Aqu se huele el humo de los crematorios. Cielo y mar son receptculos de masas an-nimas de vctimas, asesinadas para que su recuerdo quede indeleble por haber sido borrado en forma tan extrema. El mal, entre nosotros, ha ledo atentamente la historia.10

    La movilizacin total no incluye ya tanto como al beb en su cuna, sino a los mismos fantasmas. La ausencia im-posible del cuerpo, la sustraccin, las no-personas, son ob-jeto del campo de batalla. Por parte de los exterminadores, como instrumentos apropiados para enloquecer de dolor a quienes los asesinados olvidaron al irse a la aventura,

    10. Vidal-Naquet dice que Toda historia es comparativista, ibidem, pg. 255. Se refiere al saber que l practica, a un rasgo metodolgico. Sin embargo, pue-de dudarse de que la historia tiene sus lectores, y que esos lectores protagoni-zan la historia? Las voluntades, los gestos anticipatorios y las expectaciones, no se comparan a s mismos con la historia, en el acto de realizarse? La me-moria invoca al pasado como el actor del drama histrico anticipa el olvido. La analoga no es slo una construccin del historiador como intrprete, como sucede en la comparacin entre sho y desapariciones, sino tambin una co-rrespondencia que gua a los actores.

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    al disponerse en sacrificio11 para la muerte y la tortura, al entregarse a la causa de la justicia. Para los familiares de las vctimas, como referentes de las identidades sustradas. Identidades que primero les haban sido sustradas por la clandestinidad revolucionaria, negadora de rostros, nom-bres y apellidos, documentos de identidad y ttulos profe-sionales. Comunin de almas.12 Los familiares y las orga-nizaciones defensoras de derechos humanos movilizan en la resistencia contra la dictadura todo lo que los militantes polticos, en grados diferentes, con distintos matices, ha-ban abandonado, negligido, distrado. (Porque he venido para poner en disensin al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra.) Sabe qu est haciendo su hijo? No lo saban las madres. No se le cuenta a la madre que de noche se corren riesgos de muerte para cambiar el mundo. Porque la madre forma parte de ese mundo que hay que cambiar. La madre es la que se confor-ma al mundo porque es la nica manera de permanecer en paz. No conoce otra cosa, a veces teme el escndalo. Cuando esa madre ingenua recibe el castigo de la desaparicin de su hijo, primero no lo comprende. Luego, muchas de noso-tras, sabemos tambin cmo los torturaron, qu les hicieron, con qu aparatos horripilantes que jams imaginamos....13 Ellas no se los imaginaron. Los hijos debimos imaginarlos, como imagina el soldado el campo de batalla que lo espera. La madre slo puede imaginar a su hijo sano y salvo, de regreso.

    11. Bataille, Teora de la religin. Citado por Maurice Blanchot en La comuni-dad inconfesable, Vuelta, Mxico, 1992, pg. 25. Sacrificar no es matar, sino abandonar y dar.

    12. Ibidem, pg. 26: Los monjes se despojan de lo que tienen y se despojan ellos mismos para formar parte de la comunidad a partir de la cual se con-vierten en poseedores de todo, con la garanta de Dios; lo mismo ocurre en el kibutz; lo mismo, en las formas reales o utpicas del comunismo.

    13. Historias de vida. Hebe de Bonafini. Redaccin y prlogo de Matilde Snchez. Fraterna, Buenos Aires, 1985.

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    La madre sigue el camino de una lenta transformacin. Es una forma de martirio. Hasta el ms tonto comienza a comprender. La comprensin se inicia en torno de los ojos. Desde all se expande... el hombre comienza a descifrar la inscripcin, estira los labios hacia afuera, como si escucha-ra... la descifra con sus heridas.14 En ese trance, aparece sin embargo la Madre que no se resigna, ni olvida, ni muere. Bastara con que aceptara lo que debera ser evidente: hubo una guerra, y el vencedor mantiene las heridas abiertas por crueldad. Esto es ya un logro para l, por s solo. Alguna vez se sabr que trabaja para la eternidad. Para los mil aos. Para su propio nunca ms. Para que nunca ms los esclavos se subleven. No basta con que los esclavos nunca venzan. Los exterminadores quieren cambiar el mundo al revs. Tanta fuerza tienen que ejercer para neutralizar a la imaginacin utpica. Tanta crueldad para invertir el entu-siasmo de la masa deseante. La reaccin debe ejercer una fuerza superior. A esa poderosa reaccin, de los fascismos, totalitarismos, despliegues del mal, debe el capitalismo su supervivencia gloriosa que nos desangra y promete desan-grarnos sin descanso, mientras pueda.

    Entonces, dice la Madre, volv a gritar, alc la voz para que oyeran esos miserables que ahora se rean. Segu gri-tando con los ojos cerrados, agarrada de los barrotes por-que cada grito me devolva la fuerza perdida en la espera, me daba la razn y el derecho.15 La ambiciosa punicin infligida a la imaginacin utpica crea y recrea su imagen de ausencia, alrededor de esta figura vaca de la desapari-cin, que no tiene relacin con los muertos, en cuanto los excede. As, la desaparicin, es un exceso, pero como tal imperdonable. Porque suspende el tiempo. Sus efectos son prolongados y se destinaron a mantener lo irreparable de la prdida.

    14. En la colonia penitenciaria.

    15. Matilde Snchez. Ibidem.

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    2. Desaparecidos (1996)

    El crimen de la desaparicin es imperdonable como son imperdonables para las futuras generaciones los residuos de plutonio. En el acto de produccin est implicada una permanencia irreversible. Esta es la especificidad del cri-men de la desaparicin. Muertos son provocados por todas las guerras. Los dolores se perdonan y las heridas se cierran. Es as. Pero esto no cuenta para nosotros porque no tenemos muertos. Asistimos, ptreos, impotentes, adheridos al sue-lo como estatuas de sal, a la sustraccin de lo nico que se puede esperar ante la desgracia: la presencia de los cuerpos muertos. La tragedia de Antgona ha sido superada hasta hacrsenos irreconocible. El cuerpo, deshonrado, estaba ah. Mancillado, el cuerpo no eluda el juego de la verdad.

    La inmensa operacin, sutil y refinadamente perversa de las desapariciones es imperdonable, diramos, ontolgica-mente, porque fue concebida para hacerse imperdonable. No por espritu de venganza, que no se ha dejado ver, por otra parte. Los crmenes que son imperdonables no suscitan la venganza porque no se terminan. Permanecen sus filos acerados hundidos en la carne. Para esas heridas no hay memoria ni olvido porque solo existen en el presente.

    Scilingo: verdugo a punto de ser linchado, por lo menos en la imaginacin, verdugo que denuncia la desmesura del crimen que no puede soportar, en el que l mismo funge como instrumento inanimado. Scilingo, que atrae la atencin vindicatoria contra s. Mientras tanto, opera lo siniestro, tal como operan las sombras, a la luz del da, pero inadvertida-mente. Mientras Scilingo, un simple verdugo, seala y com-promete al aparato del terror, desde otro campo, desde el campo nuestro, en el que no hay picanas ni capuchas, sino letras e ideas, reaparece lo siniestro, lo ominoso. Scilingo, al ejecutar las rdenes criminales, tropieza, luego no duerme, despus denuncia la desmesura atroz, aun sin terminar de comprenderla.

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    En el mullido prado de la cultura, Vctor Massuh profiere elegantes y encubiertas sugerencias filosficas.16 Mientras el verdugo se ensuciaba las manos, el embajador, lejos de los acontecimientos sangrientos, recorra los despachos de la cultura. Ahora se pronuncia contra la memoria: una in-justicia inmensa vivida en el pasado no se atena con su evocacin sistemtica sino que incluso puede engendrar otra equivalente. Con el recuerdo tambin despertamos el odio que una vez enloqueci a un pueblo y lo manch de sangre inocente... es un odio culpable; pero sus imgenes horrendas llegan a cubrir de modo tan persistente todo el ngulo de la mirada que en algn momento, inexplicable-mente, se despierta un odio de otro signo... Un minuto de ms otorgado a la descripcin del mal y este cobra nueva vida... ...el enemigo es un ser humano, un potencial compa-ero, el punto de partida de una nueva alianza; no se pre-gunta qu hizo. Slo pregunta qu quiere hacer en adelante,

    16. La Nacin del 8 de octubre de 1995 public una conferencia dictada por el ensayista y diplomtico Vctor Massuh el 25 de setiembre anterior, como parte del programa desarrollado por La Nacin con motivo de haber cumplido este ao el 125 aniversario de su fundacin. Al disertar sobre La memoria y el olvido en la historia contempornea, el embajador de Videla no se limitaba a hacer uso de la libertad de expresin, como cualquiera podra hacerlo en un sitio indiferente, sino que llevaba a cabo un acto inscripto en una conmemo-racin de particular significacin, la de la fundacin nada menos que de esa nclita institucin, la cual en forma electiva, colocaba aquella disertacin como emblema. La gravitacin de Vctor Massuh en el campo cultural argentino no es la proporcionada a sus mritos, pero tampoco est relegado al ostracismo. Mientras sujetos mucho menos responsables, porque cometieron actos atro-ces limitados por el alcance de sus manos, no pueden caminar por las calles, Massuh participa en manifestaciones culturales que suponen una incompati-bilidad concebiblemente obvia con su presencia. Y no se trata de un estigma que querramos adjudicarle, ni tan siquiera del ejercicio de la memoria que l critica, sino de sus dichos actuales, insidiosamente y sin reservas apologti-cos del horror. Tampoco se trata de atribuirle una importancia que no merece. Ofrece un ejemplo de cmo el debate acerca de la memoria y el olvido se en-cuentra restringido y requiere revisar los supuestos aceptados, antes que limi-tarse a la voluntariosa insistencia. Slo un ejemplo, porque no se trata ms que de uno de los centenares (?) de funcionarios responsables que ocupan lugares mucho ms significativos que l. Ocurre que compartimos con l cierta oscura confusin acerca de la cultura.

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    2. Desaparecidos (1996)

    si ser el interlocutor de un proyecto para colonizar otra vez el futuro... El olvido... permite el reencuentro de los adver-sarios bajo una nueva luz. No se exige al otro que reconozca sus errores, que pida perdn; acaso se es Dios para otor-garlo? El saber si sus manos estn desarmadas y son aptas para levantar el nuevo edificio, si es capaz de ser solidario en la obra comn. Le negaremos esta posibilidad? Slo el olvido de la culpa puede crear el clima necesario para otra aventura creadora.17

    Vctor Massuh y Scilingo nos han inspirado acerca de la reconciliacin. Las guerras son las que se olvidan, efec-tivamente. Massuh ofrece ejemplos heterogneos pero convergentes, de reconciliacin, de paz.18 No se comprende entonces por qu no nos reconciliaramos en la Argentina. Por perversidad de los memoriosos? Cuidado, podramos despertar de nuevo al monstruo, sugiere cauto, preocupado por nuestra salud. Es fascinante, con la fascinacin que pro-duce el mal absoluto, apreciar cmo omite cuidadosamente decir en forma directa que propone olvidar lo inolvidable.

    17. Este texto merece formar parte de un verdadero gnero, con rasgos pro-pios. Literatura que anticipa o justifica el horror, no ofrece directamente flan-cos al gesto crtico. Elude la impugnacin al omitir toda referencia a aquello que se percibe como horroroso. Los victimarios y las vctimas saben de qu se est hablando, aun sin garantas. Los textos que conforman esta clase de literatura no suelen ser combatidos ni comprendidos cuando son escritos. Sus significados se develan retrospectivamente. En este caso se exponen todos los argumentos convenientes para ocultar aquello que por no haberse terminado de consumar, dado que su esencia es el no acabamiento, se encuentra presente en su continuidad. Textos que mediante sus juegos de velos y develamientos no estn destinados a la polmica, sino al acompaamiento intelectual o doc-trinario de ciertos actos. La relacin entre cultura y barbarie encuentra aqu su manifestacin ms trivial.

    18. La cada del muro de Berln, la abolicin del apartheid en Sudfrica y el proceso de paz entre Israel y la OLP. El hecho de que nuestro pas se haya visto involucrado en este ltimo conflicto contribuye asimismo con su rasgo sinies-tro a la intervencin de Massuh. Las dos bombas que estallaron en Buenos Aires, lo hicieron en conexin con la misma trama que fue responsable de los desaparecidos. Quienes no olvidan y enlazan sus memorias asesinas desmien-ten tambin al articulista de La Nacin.

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    Necesitan las guerras que da como ejemplos sus argu-mentos para ser olvidadas? Es claro que los adversarios se reconcilian. No lo hacen cuando el conflicto consisti en una ruptura que se infligi como ruptura, como dolor ins-taurado para siempre. Cuando esto ocurre, y ocurri pocas veces, ocurri en el Holocausto y ocurri en la Argentina de los desaparecidos, el crimen se mantiene en acto por la denegacin.

    Si alguien tuviera dudas sobre el destino de la imposible reconciliacin, hara bien en leer atentamente este discurso que La Nacin toma como emblema de su aniversario. Si al-guien creyera todava que cultura es un trmino protector del horror hara bien en examinar algunos de los pasos da-dos por este intelectual de la dictadura, mostrndose en los salones literarios, con sus correspondientes amigos ensayis-tas judos, lejos del barro y de la sangre, slo aportndoles sus avales. Una de las tantas claves, de cuya totalidad no disponemos ni nunca dispondremos, en relacin a la pre-gunta de cmo pudo suceder, se encuentra all donde no se espera hallarla.

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    3. LA FIGURA DEL DESAPARECIDO: APORA DE LA IDENTIDAD? (1997)

    No deseas que nos entretengamos contando lo que fuimos? Es hermoso y siempre es falso...

    Fernando Pessoa

    La figura del desaparecido se define por una condicin accidental acontecida en situaciones de aventura y peligro como la navegacin o la guerra; situaciones en las que se produce la prdida del control por parte del cuerpo co-lectivo de cada uno de sus integrantes. Ciertos individuos pierden contacto con el resto por tiempo indeterminado. Algunos no vuelven a aparecer nunca, y se los da por muer-tos. Siempre es posible que sobrevivan en otra parte, sin que el resto del cuerpo colectivo vuelva a establecer contacto con ellos. Algunos reaparecen y vuelven a integrarse a su mbito de pertenencia.

    Esta condicin, vinculada con el acaso, fue utilizada como arma de guerra, como estratagema para reprimir un movimiento revolucionario con escasos precedentes en cuanto a su extendido arraigo poltico social. El carcter natural que tiene la desaparicin como destino posible de un riesgo extremo coloca a la represin en un doble plano. Detrs de lo acontecido no se encuentra la fatalidad, sino una estrategia, deliberada, negada como tal. Dicha negacin contiene la amplitud del gesto implicado por la desapari-cin. No se trata de un nmero de asesinatos, sino de una negacin superpuesta que significa su contrario. Al sus-traer los cuerpos muertos al control del cuerpo colectivo se mantiene presente, por tiempo indeterminado, una forma especfica de terror. El discurso estratgico de la represin no persigue ser considerado como real, sino como cobertura

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    de una amenaza que no se puede proferir ostensiblemente sin quebrar el orden institucional del estado. La estrategia represora de la desaparicin pone en entredicho el orden institucional al intentar defenderlo. Los defensores de los derechos humanos se ven llevados a enunciar los valores sostenidos por los revolucionarios al oponer al estado des-aparecedor la legalidad del estado de derecho. La figura de la desaparicin se desenvuelve como un conflicto de identi-dades en el que las categoras de olvido y memoria asumen rasgos paradjicos.

    La reflexin sobre el exterminio perpetrado en la Argentina hacia fines de la dcada de 1970 lleva a conside-rar una discontinuidad complementaria de la que la propia dictadura instaur al llevar a cabo su plan de destruccin de la militancia poltica. A saber: de la descripcin de la re-presin como parte de las lacras del orden instituido que se-ran abolidas por la revolucin, represin estructurante de un rgimen intrnsecamente ilegtimo que sera sustituido por otro utpico, al discurso de los derechos humanos y la condena de toda violencia. La revolucin vencida, los mili-tantes asesinados, exiliados y silenciados fueron sustituidos por otros actores, que en trminos generales no haban sido participantes del proceso anterior. En aos anteriores las denuncias acerca de violaciones a los derechos humanos se incorporaban al catlogo de las acusaciones contra el orden instituido, como ntimamente asociadas a este.1 El supues-to de que la dictadura militar de 1976 era un proceso de reorganizacin nacional, sobre la base del caos en que se encontraba la Argentina a causa de la subversin, funda-ba las condiciones de su elocucin en trminos de que el gobierno militar sostena valores democrticos que iban a ser restaurados. Apelando a esos valores, la dictadura era el

    1. El balance de las violaciones a los derechos humanos, en 1973, considera-ba seriamente en un mismo plano casos de secuestros, torturas, condiciones carcelarias, carencias y deformaciones en la educacin, la salud, privilegio para pocos, la vivienda del explotado, etc. Referencias bibliogrficas: Foro de Buenos Aires...

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    3. La figura del desaparecido: apora de la identidad? (1997)

    agente de aplicacin de la ley y el orden. La propia nocin de represin ilegal supone que a esa dictadura le hubie-ra sido posible aplicar una represin legal. Los reclamos por la suerte de los desaparecidos se formulaban ante un eventual orden represor legal. La falta de respuesta a esos reclamos, aunada a las denuncias que se fueron sumando rpidamente pusieron en evidencia el denominado terroris-mo de estado.

    Lo Olvidado en esos trances fue que en la dcada de 1970 existi un movimiento revolucionario que caracteri-zaba al orden establecido, por lo menos desde 1955, como ilegtimo, e imposibilitado de llevar a cabo ninguna clase de actos legales. Como siempre ha sucedido, el movi-miento revolucionario tena el carcter de una vanguardia que, en particular, se propona llevar a cabo un proyecto de guerra revolucionaria prolongada. Ese proyecto requera el transcurso del tiempo con el fin de lograr la adhesin de las masas. El foco consista en la promocin de la guerra revo-lucionaria como alternativa insurreccional respecto de otros mtodos polticos o sindicales. En alianza o coexistencia indiferente con las estrategias de Pern, las organizaciones armadas alcanzaron una magnitud que, aunque insuficien-te para imponer en la conciencia social el espritu revolu-cionario, excedi con creces la entidad de grupos armados que pudieran combatirse como delincuentes. El combate se mantuvo como puja poltica. Guardar silencio acerca de lo que aconteca le servira a la dictadura para minimizar el alcance poltico de las organizaciones. Privadas de toda po-sibilidad de comunicacin, tanto por la censura y el control del espacio pblico, como por la irradiacin del terror, la lgica del foco se vio reducida a la nada. El perjuicio que podra sufrir la dictadura por sus propios mtodos lo pro-curaba minimizar mediante el ocultamiento y la represin de toda publicidad.

    La sustitucin de actores que se produjo como conse-cuencia de la represin contribuy a homologar los aconte-

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    cimientos argentinos con otros casos caracterizados como crmenes contra la humanidad. Sin embargo, esta homo-loga dara cuenta tambin de las modalidades con que se emprendi la represin, inspiradas ellas mismas, en algu-nos aspectos, en esos otros crmenes contra la humanidad. Uno de los andariveles de esta relacin es el que define a la destruccin de los judos y del comunismo por los nazis como operaciones gemelas (Vidal-Naquet, 1994: 146). Para Vidal-Naquet no cabe duda alguna de que la guerra ideo-lgica contra la URSS fue, en toda Europa, el motor de la solucin final. Para la maquinacin hitleriana, los judeo-bolcheviques eran el enemigo a exterminar. El hecho de que la matanza propiamente dicha de los judos no con-formara en ningn caso, como tal, un acto de guerra, no debe descuidar el contexto dentro del que tuvo lugar. El debate acerca de si el exterminio de los judos fue un pro-yecto designado desde los inicios, o si fue en cambio algo que apareci como tal al trmino del proceso (histrico), como una especie de ilusin retrospectiva (Vidal-Naquet, 1994: 143), permanece como un dilema, que sin embargo apunta con claridad a que la guerra cambi de naturaleza con la invasin de la URSS. La organicidad que adquiere el exterminio, y que le confiere un carcter ajeno a la gue-rra entendida como enfrentamiento entre combatientes, se vincula desde esta perspectiva con aquella configuracin ideolgica. No resulta arriesgada la conjetura, sugerida por abrumadores indicios, de la influencia de aquel otro modelo en el trance homomorfo que se produjo cuando, debilitada la guerrilla por la represin previa al golpe de estado de 1976, las acciones represivas que prosiguieron se constituyeron en actos de un exterminio sistematizado, desligado ya de los enfrentamientos entre combatientes que haban acontecido con anterioridad, y que tena como meta producir un rediseo poltico, cultural y hasta demo-grfico de la sociedad argentina.

    La excepcionalidad del holocausto atenta contra su com-prensin y exige la interrogacin a la historia, en un esfuer-

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    3. La figura del desaparecido: apora de la identidad? (1997)

    zo por corroborar tal estado de excepcin. El debate sobre la excepcin se convierte en un debate a su vez poltico. En alguna medida, el debate sobre la memoria es al mismo tiempo un debate sobre la excepcionalidad. Esa singulari-dad se articula en particular con la rememoracin. Obliga a redefinir y revisar los criterios axiolgicos establecidos. Vidal-Naquet se remonta a un caso muy antiguo para en-contrar as un parangn con el holocausto. La referencia a ese caso favorece una triangulacin analtica que contribuye por su parte a sugerir el homomorfismo entre el holocausto y los desaparecidos.

    En 424/423 a.c., octavo ao de la guerra del Peloponeso, acontece lo que, segn George Grote, fundador ingls de la historia positiva de la antigua Grecia, marcaba un refi-namiento de fraude y de crueldad rara vez igualado en la historia (Vidal-Naquet, 1994: 136). La cita es de Tucdides: los lacedemonios estaban deseosos de tener un pretexto para enviar a los ilotas a un teatro exterior, y evitar que aprovechasen la presencia de los atenienses en Pilos para hacer la revolucin. Ya con anterioridad, temiendo su ardor juvenil y su nmero (para los lacedemonios, el gran pro-blema en sus relaciones con los ilotas haba sido siempre el de tenerlos bajo vigilancia) haban tomado las medidas que aqu tenemos. Haban hecho saber que todos aquellos que, por su comportamiento ante el enemigo, estimaran haberlo merecido, deban hacer examinar sus ttulos con vistas a su manumisin. A su modo de ver, se trataba de una prueba: quienes exhibieran suficiente orgullo como para considerar-se dignos de ser manumitidos en primer trmino, seran por ende los ms aptos para una eventual sublevacin. Se selec-cionaran hasta dos mil de ellos: estos, ataviados con una corona, daran la vuelta por los santuarios como manumi-tidos. Poco despus se los hara desaparecer, y nadie sabra de qu manera cada uno de ellos habra sido eliminado. A continuacin, Vidal-Naquet comenta: Extrao texto, en verdad, escrito en un lenguaje parcialmente codificado. Los ilotas desaparecen, son eliminados (lo cual tambin

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    podra traducirse como destruidos), pero las palabras que designan la matanza, la muerte, no se pronuncian, y el arma del crimen permanece desconocida... bastar sa-ber qu eran los ilotas? Estos formaban la categora servil de la poblacin lacedemonia.... Al referirse al holocausto, acerca del cual existe una documentacin infinitamente ms importante que sobre aquel horrible episodio de la historia espartana (1994: 140) y compararlo con el aconte-cimiento relatado por Tucdides, Vidal-Naquet dice que los problemas fundamentales no son tan diferentes, aunque la comparacin con los ilotas tiene sus lmites (1994: 140). No obstante, y para constatar que toda historia es comparati-vista (1996: 255) hay un aspecto que adquiere el carcter de una clave analgica, en ambos casos histricos: no se sabe ni jams se sabr cmo desapareci cada uno (1994: 149). En el prlogo (Vidal-Naquet, 1996), Hctor Schmucler dice: Ese cada uno que inquieta a Vidal-Naquet, hace que el relato de Tucdides hable de la Argentina. As, los desaparecidos se agregan sin dificultad a esa serie de acontecimientos de excepcional singularidad.

    La desaparicin de los ilotas forma parte de una manio-bra militar, aunque de peculiar crueldad, que se agota en s misma. Es una operacin sobre el tiempo, pero que se termina. Ello queda laxamente definido por la seleccin. Los ilotas se seleccionan por s mismos. En ese acto se anti-cipa el equivalente de una maniobra de inteligencia eficaz porque neutraliza un peligro real o potencial. Esos son los futuros rebeldes. No hay ambigedad sobre quines son las vctimas. Se separan los ms valientes de los menos. No quedan sobrevivientes ni testimonios. La sustraccin de la suerte de cada uno se expresa en el holocausto como novedad por el anonimato de los verdugos frente al ano-nimato de las vctimas y, en ltima instancia, la inocencia de aqullos. Porque en el sistema de las cmaras, nadie mat en forma directa (Vidal-Naquet, 1996: 275). Nos encontramos con que las singularidades que conforman a estos acontecimientos se vinculan con la matriz identita-

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    3. La figura del desaparecido: apora de la identidad? (1997)

    ria a la que dan origen. La muerte tiene lugar en relacin a una situacin que no es la del combate. El vnculo que mantiene con la guerra es indirecto. Preventivo en el caso de los ilotas, ideolgico en el del holocausto, y una com-binacin de ambas cosas en el caso argentino. Las desapa-riciones procuran aniquilar a la subversin. No lo hacen solamente, como en el caso de los ilotas, eliminando a los sujetos opositores, sino instalando en la historia una hue-lla imborrable a causa de su invisibilidad. El fantasma de un muerto sin cuerpo permanece activo indefinidamente, para recordarnos siempre que existi lo que ha de ser olvi-dado: en nuestro caso, la revolucin.

    Se llaman revolucionarias aquellas pocas en que todo parece en tela de juicio, en que la ley, la fe, el Estado, el mundo de arriba, el mundo de ayer, todo se hunde sin es-fuerzo, sin trabajo, en la nada. Cuando ocurren sucesos semejantes, que no son electivos, sino inexorables, la li-bertad pretende realizarse en la forma inmediata del todo es posible, todo puede hacerse. Momento fabuloso, del que no puede sobreponerse por entero quien lo ha cono-cido, pues ha conocido la historia como su propia historia y su propia libertad como libertad universal (Blanchot, 1993: 37). El hecho de que en esos momentos decisivos hable la fbula, por lo que las fbulas se tornan en accin, vincula a la accin revolucionaria con la literatura en tan-to que esta encarna a la accin: paso de la nada al todo, afirmacin del absoluto como acontecimiento y de cada acontecimiento como absoluto. La accin revolucionaria se desencadena con la misma fuerza y la misma facilidad que el escritor, quien para cambiar al mundo slo necesita alinear unas palabras. Tambin tiene la misma exigencia de pureza y esa certidumbre de que todo lo que hace vale de manera absoluta, de que no es una accin cualquiera que se vincule a algn fin deseable y estimable, sino que es el fin ltimo, el Acto Final. Ese acto final es la nada y slo es posible escoger entre la libertad y la nada. Por eso, entonces, la nica frase soportable es: libertad o muerte.

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    As aparece el Terror.2 Todo hombre deja de ser un indi-viduo que trabaja en determinada tarea, que acta aqu y slo ahora: es la libertad universal que no conoce ni otra parte ni maana, ni trabajo ni obra. En estos momentos, nadie tiene nada que hacer, todo est hecho. Nadie tiene derecho a una vida privada, todo es pblico, y el hombre ms culpable es aquel del que se sospecha, el que guarda un secreto, el que abriga para el slo un pensamiento, una intimidad. Y, en fi