la subjetividad en la democracia actual

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La subjetividad en la democracia actual Por Rodrigo Páez Canosa La historia de lo que quiere ser pensado en este trabajo comienza, para la situación argentina, en 1983: la separación entre democracia y política. No porque la tensión entre ambas no existiese con anterioridad, sino porque ese año marca el momento en que ella se volvió problema para nosotros, para nuestra generación política. 1 No se trata aquí de hacer historia, ni de definir lo que debe ser la democracia, sino de pensarla como problema político. Como un problema también para la política. En este sentido no es posible desligarla de nuestra situación, porque es en ella donde presenta su rostro impolítico o incluso antipolítico. 2 Efectivamente, la democracia ha roto su ligazón con la política y pensar esta situación implica atender no sólo a las condiciones en la que acontece esta separación sino también las figuras en la que el problema se despliega. En ese sentido, si la democracia se ha vuelto hoy un problema para la política, no se debe tanto al correcto o incorrecto funcionamiento los procedimientos institucionales o electorales, sino al modo de estar específico producido por democracia cuando se desliga de toda mediación política, es decir, a la particular constitución de una subjetividad que, a diferencia de la subjetividad democrática en tiempos de movilización y fuerte participación política, rechaza toda mediación política para pensarse a sí misma. La hipótesis inicial es que esta forma subjetiva termina por constituirse como una subjetividad antipolítica y se vuelve así un obstáculo para la construcción política. Con este nombre no se hace referencia específicamente a la vida partidaria o militante, ni a la actividad de los funcionarios, ni al conjunto de prácticas heterogéneas mediante las que la sociedad civil intenta intervenir o controlar. “Construcción política” refiere a la producción de lo común, a la institución de lazo. En ese sentido, adquiere una significación amplia que, si bien no es una acepción limitada a la vida partidaria o estatal, tampoco se extiende a todos los fenómenos que constituyen la vida social. No todo es político. El punto decisivo es que no toda práctica social es instituyente. Los procesos y prácticas deconstructivas que socavan diversas identidades, instituciones y construcciones pueden producir importantes efectos en la vida pública; pueden efectivamente desencadenar importantes transformaciones y potenciar libertades, pero con ello no alcanzan a constituirse políticamente; quizás, sólo lleguen a ser impolíticas. Lo político en este sentido, y más específicamente la construcción política, refieren a Este trabajo se construyó a partir de una ponencia titulada “La subjetividad democrática como obstáculo para la construcción política” presentada en las “Primeras Jornadas de Filosofía Política. Democracia. Tolerancia. Libertad,” realizadas los días 17 a 19 de abril de 2008 en Bahía Blanca. También debe mucho a encuentros de lectura realizados con Ana Kuschnir y los conceptos e ideas desarrollados con el equipo del INCaP durante los años 2006-2007. UBA-CONICET 1 La idea de una generación política no se rige a partir de una distinción etaria, sino a partir de un problema común a partir del cual se piensa y que es constitutivo de la generación en cuestión, más allá de que las respuestas a dicho problema sean diversas. Véase Lewkowicz, I., Cantarelli, M., Grupo Doce, Del fragmento a la situación. Notas sobre la subjetividad contemporánea, Buenos Aires, Altamira, 2003, pp. 102-03. 2 Pierre Rosanvallon ha desarrollado la idea de una “democracia impolítica” que en su límite deviene antipolítica. Véase Rosanvallon, P., La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza, traducción española de Gabriel Zadunaisky, Buenos Aires, Manantial, 2007, pp. 241 y ss. El concepto de impolítica ha sido desarrollado extensamente en Esposito, R., Categorie dell’impolitico, Bologna, Il Mulino, 1988.

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Artículo sobre la subjetividad en la actualidad con relación a la democracia.

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Page 1: La subjetividad en la democracia actual

La subjetividad en la democracia actual∗ Por Rodrigo Páez Canosa∗

La historia de lo que quiere ser pensado en este trabajo comienza, para la situación argentina, en 1983: la separación entre democracia y política. No porque la tensión entre ambas no existiese con anterioridad, sino porque ese año marca el momento en que ella se volvió problema para nosotros, para nuestra generación política.1 No se trata aquí de hacer historia, ni de definir lo que debe ser la democracia, sino de pensarla como problema político. Como un problema también para la política. En este sentido no es posible desligarla de nuestra situación, porque es en ella donde presenta su rostro impolítico o incluso antipolítico.2 Efectivamente, la democracia ha roto su ligazón con la política y pensar esta situación implica atender no sólo a las condiciones en la que acontece esta separación sino también las figuras en la que el problema se despliega. En ese sentido, si la democracia se ha vuelto hoy un problema para la política, no se debe tanto al correcto o incorrecto funcionamiento los procedimientos institucionales o electorales, sino al modo de estar específico producido por democracia cuando se desliga de toda mediación política, es decir, a la particular constitución de una subjetividad que, a diferencia de la subjetividad democrática en tiempos de movilización y fuerte participación política, rechaza toda mediación política para pensarse a sí misma.

La hipótesis inicial es que esta forma subjetiva termina por constituirse como una subjetividad antipolítica y se vuelve así un obstáculo para la construcción política. Con este nombre no se hace referencia específicamente a la vida partidaria o militante, ni a la actividad de los funcionarios, ni al conjunto de prácticas heterogéneas mediante las que la sociedad civil intenta intervenir o controlar. “Construcción política” refiere a la producción de lo común, a la institución de lazo. En ese sentido, adquiere una significación amplia que, si bien no es una acepción limitada a la vida partidaria o estatal, tampoco se extiende a todos los fenómenos que constituyen la vida social. No todo es político. El punto decisivo es que no toda práctica social es instituyente. Los procesos y prácticas deconstructivas que socavan diversas identidades, instituciones y construcciones pueden producir importantes efectos en la vida pública; pueden efectivamente desencadenar importantes transformaciones y potenciar libertades, pero con ello no alcanzan a constituirse políticamente; quizás, sólo lleguen a ser impolíticas. Lo político en este sentido, y más específicamente la construcción política, refieren a ∗ Este trabajo se construyó a partir de una ponencia titulada “La subjetividad democrática como obstáculo para la construcción política” presentada en las “Primeras Jornadas de Filosofía Política. Democracia. Tolerancia. Libertad,” realizadas los días 17 a 19 de abril de 2008 en Bahía Blanca. También debe mucho a encuentros de lectura realizados con Ana Kuschnir y los conceptos e ideas desarrollados con el equipo del INCaP durante los años 2006-2007. ∗ UBA-CONICET 1 La idea de una generación política no se rige a partir de una distinción etaria, sino a partir de un problema común a partir del cual se piensa y que es constitutivo de la generación en cuestión, más allá de que las respuestas a dicho problema sean diversas. Véase Lewkowicz, I., Cantarelli, M., Grupo Doce, Del fragmento a la situación. Notas sobre la subjetividad contemporánea, Buenos Aires, Altamira, 2003, pp. 102-03. 2 Pierre Rosanvallon ha desarrollado la idea de una “democracia impolítica” que en su límite deviene antipolítica. Véase Rosanvallon, P., La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza, traducción española de Gabriel Zadunaisky, Buenos Aires, Manantial, 2007, pp. 241 y ss. El concepto de impolítica ha sido desarrollado extensamente en Esposito, R., Categorie dell’impolitico, Bologna, Il Mulino, 1988.

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operaciones que instituyen prácticas y perspectivas, pero más aun, instituyen algún tipo de lazo vinculante, es decir, algún tipo de autoridad y obligación.

Afirmar que esta subjetividad sea actualmente un obstáculo para la construcción política no implica ni el señalamiento de un mal funcionamiento de la democracia, ni tampoco una crítica de la democracia. Lo que aquí se intenta indicar es el tipo sujetivo que produce la democracia cuando se desliga de la política. El meollo de la cuestión reside en que los recursos que ofrece la democracia cuando no se encuentra mediada por la política producen efectos que socava y erosiona toda articulación política de lo común. Esto no resulta problemático para todas las dimensiones de la vida democrática por igual; se expresa más cabalmente en todos aquellos que en su trabajo, militancia o proyecto forman parte de instituciones políticas o estatales. Se vuelve manifiesta en esos casos la tensión que surge entre la inscripción institucional política o como agentes del Estado y los recursos antipolíticos, antiinstitucionales y fundamentalmente antiestatales que brinda en la actualidad esta subjetividad para pensarse y ocupar esas instituciones.

Democracia y/o política

La separación entre democracia y política no es algo impensado. En efecto, si la democracia en su forma más plena es la democracia directa, puede comprenderse el núcleo problemático en su relación con lo político: “directa” quiere decir, sin representación y “sin representación” quiere decir sin mediación que, al menos para el pensamiento político moderno, quiere decir, sin política. En verdad, la democracia moderna siempre se pensó en tensión con la política, pero, si bien su límite es ajeno a ella, tampoco puede darse sin ella. Para hacerse visible política e institucionalmente la democracia siempre incorporó de algún modo la representación. “Representación” no refiere aquí específicamente ni a las instituciones parlamentarias ni a los procedimientos electorales, sino a la relación que instituye el modo de estar específicamente político. Si para la modernidad la política es un artificio para producir convivencia, la representación es el acto de entrar en el juego de la ficción política mediante el reconocimiento de la persona concreta que encarna la instancia decisiva en la conducción política de una comunidad.

Este reconocimiento saca al individuo de su existencia social o meramente “natural” y lo introduce en la existencia política. En ese sentido implica una renuncia a pensarse a sí mismo con recursos ajenos a la vida política. Es decir, sin representación el hombre permanece en un modo de estar que lo liga a modos de pensar, sentir y actuar distintos de aquellos propios de la vida pública y la vida en común. Sin representación, entonces, no hay existencia política. Este es quizás el problema actual de la democracia que en su derrotero contemporáneo se piensa a sí misma cada vez más por fuera de esta relación. ¿Qué tipo de convivencia es aquella que pretende prescindir de toda representación? ¿Qué tipo de comunidad configura? ¿Qué tipo de lazo y qué figuras subjetivas?

Democracia sin política

Mirada en perspectiva, la democracia inaugurada en 1983 en la Argentina tuvo siempre un fuerte sesgo antipolítico, aún cuando este se haya expresado de diferentes modos y con intensidades diversas. El modo de procesar la experiencia traumática de la última dictadura fue también el inicio de la configuración de una forma específica de relación con la política cuyo núcleo problemático se constituye como una operación simultánea de impugnación y demanda: al mismo tiempo que son los referentes prácticamente

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exclusivos hacia los que los distintos actores sociales dirigen sus demandas, el Estado y la política son impugnados por su potencial autoritario y opresivo.

Sin dudas, las particularidades de la transición desde la dictadura no ofrecieron mucho margen: por un lado, la derrota en Malvinas precipitó la necesidad de poner fin al gobierno militar y dejó sin demasiado tiempo a las distintas fuerzas políticas para organizarse con vistas a gobernar; por otro, la ineficiencia e ineficacia de los militares en la gestión del gobierno –que impidió incluso la realización de muchos de sus propios objetivos políticos y económicos ligados a la desarticulación del intervencionismo estatal– dejó al Estado con débiles y escasos recursos para ser conducido.3 El gobierno de Alfonsín en efecto no supo o no pudo recomponer al Estado del desprestigio y la debilidad en la que lo habían sumido los militares. Tuvo que lidiar además con el problema de gobernar un Estado que era presentado e imaginado como un monstruo terrible, opresor y todopoderoso cuando en realidad era ya una institución raquítica con escaso margen para imponerse. Por otra parte, si el recambio de autoridades gubernamentales es complejo en democracia, la necesidad de eliminar toda sospecha de continuidad con el gobierno militar, lo hizo en 1983 aún más problemático. A esta necesidad de recambio total se sumó la participación de una nueva generación de funcionarios jóvenes con poca experiencia en la gestión del Estado. En esas condiciones el Estado no supo reconstruir las herramientas necesarias para recuperar capacidad de decisión. Se vio así preso de los actores económicos más poderosos que ganaban cada vez más autonomía en el control de la economía. Respecto del desprestigio tampoco se logró revertir la tendencia iniciada por la dictadura. Frente a una sociedad crecientemente antiestatal y antipolítica el gobierno de Alfonsín no tuvo espacio –quizás tampoco la voluntad– para intentar reconstruir la autoridad estatal: la situación demandaba otra cosa. Tras el avasallamiento de los derechos durante la dictadura, la ciudadanía se constituyó exclusivamente a partir de ellos y veía en toda obligación una expresión residual del autoritarismo estatal.4 Tanto el discurso como la gestión de gobierno alfonsinista se construyeron si referencia a la autoridad estatal. No era el Estado, sino la democracia la que actuaba a través de ellos.

Es indudable que la reforma del Estado que llevó a cabo el gobierno de Menem precisó recuperar algún margen de acción para el Estado, aún cuando fuese a costa de permitir el ingreso masivo de grupos de interés no-estatales al control de la gestión pública.5 Es 3 Jorge Schvarzer a estudiado e detalle la falta capacidades técnicas de los economistas de la dictadura para desarrollar sus políticas, véase Schvarzer, J., La política económica de Martínez de Hoz, Buenos Aires, Hyspamérica, 1987. También Ricardo Sidicaro hace de la ineficiencia de los cuadros técnicos miliares uno de las principales causas de la profundización de la crisis del Estado argentino, véase Sidicaro, R., La crisis del Estado y los actores políticos y socioeconómicos en la Argentina (1989-2001), Buenos Aires, EUDEBA, 2003, pp. 27-33. 4 Sobre esta constitución de la ciudadanía desde los derechos sin deberes (que se expresaba incluso en la dificultad del gobierno radical para cobrar impuestos) en su conexión con la crisis del 2001 han insistido historiadores tan diversos como Luis Alberto Romero e Ignacio Lewkowicz. Véase Romero, L. A., La crisis Argentina. Una mirada del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003; Romero, L. A., “Veinte años después: un balance” en La historia reciente. Argentina en democracia, Novaro, M. y Palermo, V. (Compiladores), Buenos Aires, Edhasa, 2004; Lewkowicz, I., Pensar sin Estado. La subjetividad en la era de la fluidez, Buenos Aires, Paidós, 2004. 5 Sobre el proceso de recuperación del margen de acción para la implementación de las reformas y sus implicancias véase Palermo, V. y Novaro, M., Política y poder en el gobierno de Menem, Buenos Aires, Norma, 1996. Sin dudas, como señalan los autores, esta margen de acción se alcanzó a costa de una importante pérdida de la autonomía del Estado para la toma de decisiones posteriores. El símbolo de este desplazamiento de la decisión a otros actores no-estatales es el Plan de Convertibilidad. Sobre esta cuestión véase también Sidicaro, R., op. cit., pp. 39-54.

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decir, el Estado ganó capacidad de maniobra pero perdió estatalidad en beneficio de una estrategia gerencial de ocupación del Estado, que no debía ser entendido ya como representante de la unidad política de la nación, sino sólo como una empresa que debía aumentar sus márgenes de eficiencia. El antiestatalismo dominante en la sociedad permitió que esa estrategia no tuviese oposiciones significativas en el conjunto de la sociedad. ¿Quién lloraría al viejo Leviatán, monstruo bíblico opresor y autoritario? Curiosamente, los efectos negativos de la estrategia gerencial no fueron referidos a la estrategia misma, sino nuevamente al Estado y la política entendida como sinónimo de corrupción. Esta idea es la que trabajó como sostén de las ideas y acciones que configuraron los acontecimientos de diciembre de 2001.

Si esa fecha es un punto de inflexión que marca fuertemente la constitución de nuestra subjetividad actual, no lo es gracias a que marca un viraje en las tendencias que se venían mostrando desde el retorno de la democracia. Esa fecha puede ser señalada, más bien como el momento en el que tanto el prestigio y la autoridad, como la capacidad de acción y decisión del Estado colapsaron por completo. Es decir, cuando las tendencias antipolíticas se expresaron sin mediación y mostraron su potencial disolutivo. El desprestigio del Estado puso en jaque el reconocimiento de las obligaciones y el debilitamiento la capacidad de dar respuestas a demandas básicas de la sociedad. En la traducción de estas cuestiones a la pérdida de su dimensión instituyente jugó un lugar central el hecho de que en ningún momento el Estado dejó de ser el principal objeto de las demandas. De este modo se configura un círculo vicioso que fue hundiendo la autoridad del Estado hasta su estallido en 2001: la impugnación de la cual era (es) objeto el Estado le resta legitimidad y recursos para tomar las decisiones necesarias para satisfacer las demandas de las que es objeto por parte de los mismo actores que lo impugnan, razón por la cual la crítica y desconfianza hacia él se agudiza. En el marco de esa lógica toda identificación con o adscripción al Estado (o a cualquier institución política) expone a la impugnación. La nominación estatal se vuelve imposible. Es preciso entonces tomar recursos de otras partes: el mercado, el territorio, los hábitos de consumo, etc. Esta circunstancia completa el círculo vicioso de la impugnación: ahora los mismos agentes del Estado no se comprenden a sí mismos como tales. Los funcionarios se conciben como contribuyentes o vecinos, pero no como funcionarios.

En este contexto la democracia permanece impoluta. Ajena a toda mediación estatal, incluso opuesta a ella, aparece como el espacio de constitución de subjetividades desligadas de toda referencia institucional: la democracia es el reino absoluto de los derechos, pero no supone renuncia ni obligación alguna. La separación entre Estado y democracia supone otra separación más problemática y, quizás por ello, menos dicha: la separación entre democracia y pueblo. Contra toda etimología, tras las elecciones de 1983 la democracia parece haberse construido contra el pueblo como sujeto político. La figura de la víctima se impuso a la del movimiento, la figura de los derechos humanos a la de la militancia, la idea de democracia al Estado. En su desarrollo, figuras como la del consumidor y la del espectador, entre otras, hicieron su trabajo y finalmente, el nombre pueblo quedó eclipsado y la democracia identificó su sujeto en la gente. La pregunta que se plantea aquí es cuáles son las operaciones y procedimientos que constituyen a ese sujeto, cuáles sus modos de pensar, sentir y actuar.

Subjetividad democrática

En un ensayo sobre la crisis Argentina el historiador Luis Alberto Romero dibuja a grandes rasgos una curiosa inversión de la relación entre democracia y el sujeto de la

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democracia: entre 1880 y 1980 la Argentina –con todos sus conflictos y confrontaciones– tuvo un sujeto político muy democrático y un régimen poco democrático; a partir de 1980 se alcanza finalmente un régimen democrático y republicano sólido pero, paradójicamente, no es posible encontrar ya aquel sujeto activo y participativo.6 Al situarse (incluso más allá de las intenciones del autor) desde una perspectiva de los valores, el historiador separa el sujeto del régimen. Pero pierde de vista que lo que hace democrático a un régimen no es el respeto a pautas formales o procedimientos, sino el modo y grado de participación del sujeto de la democracia. La existencia de un sujeto participativo supone la vigencia de un orden democrático, por más que a este o aquel intelectual no le caigan en gracia el rumbo adoptado por el Estado. La indicación de Romero revela, sin embargo, algo del problema que aquí se platea: la existencia de una democracia sin pueblo. ¿Es entonces propiamente de democracia? Afirmar que se trata de una democracia porque se respeta la división de poderes o la libertad de prensa resulta insuficiente para pensar el problema, fundamentalmente porque lo que hace posible pensar en términos es comprender quién decide si se respetan los derechos y las instituciones. En ese sentido, antes que tomar datos y criterios de aquí y de allá para juzgar la vigencia o no de las instituciones republicanas, es preciso indagar que operaciones y procedimientos constituyen la subjetividad ligada al discurso democrático. En ese sentido, la subjetividad activa en la forma actual que toma la democracia (que ciertamente no es ya una democracia popular) revela una faz antipolítica que la vuelve problemática para pensarse como parte de una construcción política. ¿Cuál es el modo de ser de ese actor que se impone como resultado del olvido del pueblo en el marco del desprestigio de la política y el Estado?

El elemento constitutivo de esta subjetividad es el rechazo de la representación. De acuerdo con lo dicho más arriba, esto no expresa ninguna novedad. En efecto, la democracia pura, directa, rechaza la representación como su opuesto. Pero, del mismo modo es cierto que para darse existencia política la democracia no puede prescindir del elemento representativo. De allí que la gran mayoría de los Estados occidentales se organicen en torno a un sistema político que, a grandes rasgos, es nombrado con un oxímoron: “democracia representativa”. En la construcción del modo de estar en democracia tras la dictadura se expresa esa tensión de un modo patente: incapaz de escapar a algún tipo de mediación institucional representativa, esta subjetividad se afirma en el rechazo de las mismas: afirma las instituciones representativas sólo para poder denunciarlas. Así como el que resiste goza con la opresión, pues es ella la que anima su resistencia, esta forma subjetiva goza con la corrupción y la mala administración de la cosa pública, pues allí encuentra el alimento para su vitalidad denunciante. No intenta destruir ni mejorar las instituciones; su existencia se sustenta fundamentalmente en la crítica y las expresiones impotentes de indignación.

Es así que, cuando expresa una voluntad de construcción, la subjetividad democrática no puede, en virtud de su oposición a la representación como dispositivo de articulación, más que confiar en la articulación espontánea de una unidad que sea, a la vez, totalmente horizontal e incapaz de someter o rechazar las particularidades de aquellos que participan en la construcción. Este espontaneismo cobra diversas formas. En todas ellas se expresa la misma confianza en la resolución espontánea de problemas políticos a partir de algún mecanismo ajeno en sí mismo a la construcción política. La

6 Romero, L. A., La crisis Argentina. Una mirada del siglo XX, op cit.

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llamada “ideología de la transparencia”7 confía en que los mecanismos capaces de hacer más transparente la gestión institucional (estatal o no) son capaces, por sí mismos, de solucionar cualquier problema. Pero aquella permanece indiferente respecto del rumbo y el proyecto cuyas decisiones deben ser controladas. Por otra parte, en la medida en que ante cualquier problema se reconoce en la falta de transparencia el principal obstáculo para su resolución, la demanda de transparencia no conoce límite, ella se constituye como pura demanda. En cuanto tal lleva inscripta en sí misma la impugnación que, como se ha visto, sólo alimenta la disminución de los recursos políticos y estatales. Análogamente, tampoco alcanzan a constituirse políticamente las demandas de reparación que ven en la condena de injusticias pasadas la resolución automática y espontánea de conflictos en el presente. Un proyecto político tiene su responsabilidad en el presente, puede buscar insumos y recursos en el pasado, pero si se agota en esa mirada retroactiva y se constituye sólo a parir de ella, corre el riesgo de no pensar su presente y volverse impotente para la construcción de lo común.

El espontaneismo también se expresa en el carácter a-institucional de esta subjetividad democrática. No sólo ella se constituye, como se ha visto, con recursos extra institucionales, sino que desconfía o rechaza directamente toda mediación institucional. Esta posición se sustenta en la separación entre derechos y obligación mencionada anteriormente. En efecto, toda mediación institucional se despliega en un conjunto de mandatos y prohibiciones. Por el contrario, el reconocimiento unilateral de los derechos, supone una posición externa que permite demandar a las instituciones sin comprometerse con las obligaciones que constituyen su reconocimiento. Ajena a toda construcción, esta subjetividad se ve presa en la actualidad de una “impotencia sistémica”8 que nace de la impugnación del poder como tal, pero que se traduce en la indiferencia o incapacidad, cuando no en mera obstrucción, en lo que refiere a la producción de lo común. Esta impotencia no es necesariamente pasividad o apatía, la denuncia y la indignación encuentran formas de manifestación pública de gran repercusión. Estas prácticas se constituyen de ese modo en lo que Rosanvallon llama una “democracia directa regresiva”9, en la que la participación se desprende de la construcción y se constituye como una práctica contraria a la construcción política.

Si esta subjetividad es problemática es justamente porque nunca alcanza a constituirse de un modo coherente más allá de efímeras y ruidosas apariciones en la vida público que sólo alcanzan a expresar un descontento impotente. Es que, al oponerse a la representación como operación de construcción de lo común, es incapaz de producir dispositivos visibles de acción e intervención. Es cierto que pueden nombrarse diversas instituciones, organizaciones e incluso partidos cuyos miembros piensan y actúan con la máscara de la subjetividad democrática. Pero su efectividad e intervención específica no se produce mediante dichas instituciones. Por el contrario, al estar integradas por subjetividades que se oponen en su límite a toda mediación institucional, ellas suelen estar sujetas a una vida efímera o verse continuamente fragmentadas, transformadas y desarticuladas. Es que el rendimiento de esta subjetividad en su intervención se fundamenta, justamente, en su opacidad, en la dificultad de hacerse visible políticamente. De allí que su potencial sea destituyente. La vida democrática parece haberse olvidado de su fuerza de subjetivación colectiva y parece haberse vuelto un

7 Sobre esta “ideología de la transparencia” y su articulación con la llamada “democracia impolítica”, véase Rosanvallon, P., op. cit., pp. 251-252. 8 Véase Rosanvallon, P., op. cit., p. 251. 9 Véase Rosanvallon, P., op. cit., p. 184.

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sinónimo de demanda de derechos y denuncia Pero esta doble operación que la constituye como tal revela en verdad su impotencia y su irresponsabilidad. Porque ni se involucra en la política y el Estado ni se piensa sin ellos, ya que a ellos dirige sus demandas. En esta doble operación de denuncia y demanda esta subjetividad expresa esa condición paradójica consistente en socavar aquello que la anima: ella es, más allá de sus propias fantasías, una subjetividad subsidiaria de la política y el Estado.

Como se dijo más arriba, portar esta máscara democrática no es un problema en sentido absoluto: más allá de su productividad y valor en otras esferas, difícilmente pueda por sí misma construir políticamente. Criticar el modo de estar en democracia no parece de todos modos algo productivo tampoco para la construcción política. En efecto, el pensamiento político piensa las condiciones de construcción y ocupación de las instituciones a partir de condiciones en la que se encuentra, pero no de una crítica de las mismas, sino de un pensamiento de la articulación. Sin embargo, sí es posible señalar el carácter problemático de esta subjetividad para los que actúan y piensan políticamente o en el Estado. ¿Cómo se piensa a sí mismo un agente del Estado (sea un administrativo, un docente de una universidad estatal o un enfermero de una sala de atención primaria municipal) si lo hace desde esta subjetividad? ¿Con que recursos? ¿Cuál será su rendimiento en la institución a la que pertenece? ¿Cuál será la relación con sus compañeros? Lo que es seguro es que no podrá ocupar el espacio en el se encuentra, no podrá habitar allí con alegría.