la tía cora y otros cuentos
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Un conjunto de once relatos breves se combinan en una asociación que aborda diversos sentimientos humanos, y que acaban por consumar todo el texto de “La Tía Cora y otros cuentos”, cuando buscan relatar supuestas leyendas cotidianas de disímiles sucesos, ya que de alguna manera el relato realizado por el autor se apoya en las peculiaridades y en la índole temperamental y subjetiva de los seres humanos, transfiriéndolas para los personajes que componen cada cuento y buscando destacar en ellos las diferentes facetas de la vida frente a la dedicación, el amor, la pasión, el odio, la congoja, la muerte, el dolor y todos los demás instintos comportamentales que terminan por influenciar de alguna manera el raciocinio del protagonista.TRANSCRIPT
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LLaa TTííaa CCoorraa YYY oootttrrrooosss cccuuueeennntttooosss
Carlos B. Delfante
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Los cuatro niveles de la sabiduría
El hombre que sabe y sabe que sabe, es sabio. - Sígalo
El hombre que sabe y no sabe que sabe, está
durmiendo. - Despiértelo
El hombre que no sabe y sabe que no sabe, es
humilde. - Enséñele
El hombre que no sabe y no sabe que no sabe, es un
tonto. - Huya de él
Mark Tier
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La Tía Cora y Otros Cuentos
Un conjunto de once relatos breves se combinan en
una asociación que aborda diversos sentimientos humanos,
y que acaban por consumar todo el texto de “La Tía Cora
y otros cuentos”, cuando buscan relatar supuestas leyendas
cotidianas de disímiles sucesos, ya que de alguna manera
el relato realizado por el autor se apoya en las
peculiaridades y en la índole temperamental y subjetiva de
los seres humanos, transfiriéndolas para los personajes que
componen cada cuento y buscando destacar en ellos las
diferentes facetas de la vida frente a la dedicación, el
amor, la pasión, el odio, la congoja, la muerte, el dolor y
todos los demás instintos comportamentales que terminan
por influenciar de alguna manera el raciocinio del
protagonista.
La lectura de este melodramático ensayo, permitirá
al leyente rescatar ciertas memorias que, por lo común, si
aún no le ocurrió, ciertamente un día deberá coexistir con
ellas, ya que normalmente ocurren cuando se alberga
protagonistas de cotidianos pesares y martirios similares.
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Hay tres clases de ignorancia: no saber
lo que debiera saberse, saber mal lo que
se sabe, y saber lo que no debiera
saberse.
François de la Rochefoucauld
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Índice
La Tía Cora 6
Dos Vidas en Una Vida 23
Inclemente Aguacero 38
Utópica Ilusión 51
Tenacidad Inapelable 70
Domingo de Amor 88
Cofradía Solidaria 104
Bucólico Paisaje 119
Estirpe Disipada 134
Trama Conjurada 149
Circunstancial Viaje 164
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La Tía Cora
De a poco, los años ya se habían ido acostumbrando
a refugiarse silenciosos y obedientes dentro de un cuerpo
casi achacoso para la avanzada edad que ella tenía. Pero
actualmente, a la tía Cora se le había dado por imaginar
que el simple hecho de caminar le fastidiaba los
movimientos de sus piernas, y presentía que en sus
arqueadas extremidades estaba disminuyendo cada vez
más la firmeza que le permitía mantener el equilibrio.
Del mismo modo, ideaba lucidamente en su mente
que le estaban escaseando los ligeros movimientos de
otrora, y que el tiempo le estaba reduciendo el constante
vigor. Por veces, cada vez más frecuentes, sentía como si
se le agarrotase la musculatura, causándole casi siempre
punzantes dolores en una parte de la pierna.
Pero pese a todos sus padecimientos, aun así ella
poseía un rostro que formaba, en su conjunto, una
fisonomía que resultaba dificultosa de olvidar, ya que, por
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detrás de las actuales arrugas que dona gratuitamente la
vejez, cualquier uno era capaz de llegar a percibir
claramente la hermosura de sus rasgos.
Por lo tanto, puedo afirmarles que con el pasar del
tiempo, las rayas de la longevidad no habían conseguido
ocultar toda la beldad con que la tía llegó a circular
durante muchas décadas por los distintos confines de la
vida.
Tenía el pelo sedoso y totalmente blanco, como si la
unión de todas las fibras quisiese imitar una nube del más
inmaculado algodón. Desde siempre lo llevaba
enganchado permanentemente en un coqueto copete,
manteniéndolo firmemente atrapado con un par de
peinetas nacaradas en la parte posterior del cráneo, de
manera que ella pudiese dejar al descubierto el
ensanchamiento de su amplia frente.
A su vez, la tía Cora disfrutaba de una piel rosada,
suave, delicada, del propio color de la madreperla, pero
con una tonalidad refulgente y resplandeciente que
irradiaba intensa luminosidad en su contorno. Eso hacía
que la claridad del cutis le concediese una magnificencia
divina, lo que me permite afirmar que tal brillo y fulgor
lograba rivalizar con el más puro marfil.
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Los ojos. ¡Ah, los ojos! Ellos eran como dos
enormes perlas negras, redondas, agudas, licurgas y
luminosas, que se manifestaban penetrantes en su mirada,
aunque eran de una ternura descomunal en la
contemplación, lo que más de una vez había dejado
atónito el más cándido interlocutor.
Mismo a su edad, delicadas cejas se delineaban en
un afable arco a partir de su entrecejo, como si fuesen dos
blancas guirnaldas orientales queriendo aderezar en fino
contraste aquel par de ojos brunitos, los que,
armónicamente a partir de su nariz, le separaban el rostro
geométricamente idéntico en dos mitades iguales.
Cuando hablaba, podría afirmar que la candidez de
su mirada venía siempre acompañada de una dócil voz
aguda que se derivaba en bonachonas ondas sonoras de
humildad, que iban modelando las placidas palabras que
pronunciaba sin necesidad de llegar a contrastar
sólidamente con la firmeza de sus actos y consideraciones.
Su boca era contornada por un par de labios un poco
delgados y muy pálidos, pero que poseían una curvatura
extremamente admirable que los hacía resaltar en un
delicado contraste con el matiz rosáceo de su semblante.
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Tal vez eso era lo que le permitía a la tía derramar desde
ellos una sonrisa resplandeciente, serena y plácida.
El cuerpo, que una vez en su juventud había sido
finamente descarnado, en la actualidad gozaba de un
contorno fofo por entero, en donde se le habían ido
acumulando los excesos de una nutritiva alimentación
proveniente de una cocina suculenta en proteínas y grasas,
y de la apetitosa elaboración casera de los afables dulces,
jaleas, mantecados y tortas que gentilmente preparaba bajo
la justificación de hacerlos para poder agraciar a sus
amados sobrinos bisnietos, además de los tantos otros
parientes que la visitaban a menudo.
Sus piernas, las cuales tenían una distorsión
levemente curvada hacía las laterales externas,
permanecían arqueadas a la vejez como siendo la
derivación resultante de una leve deformación en su edad
infantil, y las mismas que al presente dejaban entrever
entre la carne y la piel una infinidad de gruesas venas
azules que se asemejaban a caudalosos ríos que buscaban
recorrer serpenteantes caminos por áridas estepas, y desde
donde probablemente se originaban los agudos dolores
que ahora le exasperaban su caminar.
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Poseía un par de brazos largos, tenaces, vigorosos,
siendo delgados desde el antebrazo hasta los pulsos, y
cuya carne estaba cubierta con una piel sensiblemente
arrugada y reseca, pudiéndose afirmar que la misma se
equivalía a la dermis de un reptil albino. Pero esta parte de
los brazos contrastaba groseramente con el segmento
superior de los mismos, que más parecían estar inflados
con gruesas bolsas de carne blanda, las cuales se
hamacaban cadenciosamente en un zarandeo cada vez que
los sacudía de modo apresurado.
Salvo las deformadas y gruesas várices que se
desplegaban haciendo parecer que fueron entalladas en
ambas piernas por un desastrado escultor, el resto de su
epidermis no presentaba tan siquiera una minúscula
mancha, una situación no muy común de ser observada en
la piel de cuerpos ancianos.
Mismo teniendo el corazón escondido e invisible
dentro de su pecho, quién la observase podía permitirse
imaginar su delicada excelsitud envuelta en la ternura, la
jovialidad y la espiritualidad del ánimo con el cual ella
envolvía a quienes la cercaban, recibiendo por intermedio
de sus actos y de su voz, un colosal cariño y una enorme
afición.
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En el momento de esta historia, la tía ya orlaba unos
largos setenta años, de los cuales, una gran mayoría de
ellos habían sido vividos inagotablemente entre los
quehaceres domésticos de una familia de quince
hermanos, siendo todos ellos oriundos de una antigua
estirpe de terratenientes que se asentara en su debido
momento en un lugar no muy distante de la capital.
Poco de esos tiempos idos puedo relatar, porque
nada de ellos la tía dejó entrever a quien la conoció, salvo
su enraizada soltería, que era el proveniente corolario de
una sacrificada dedicación a su anciana y postrada madre,
a la que diligentemente esmeró cuidados durante su
existencia hasta alcanzar avanzada vejez y la postrera
muerte. Al ser ella la hija menor de todos los hermanos y
por escapársele los años en esa perseverancia y
obediencia, acabó que en su vida sólo le habían sobrado
hijos ajenos para amar y festejar.
Actualmente ella residía juntamente con una sobrina
igualmente célibe, en el confortable apartamento superior
de una antigua construcción de tres plantas, la cual
disponía por la propia antigüedad de la edificación, de
unas amplias dependencias con lustrosos y encerados
pisos de mayólica.
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Aquella vivienda disfrutaba de ambientes
vistosamente iluminados por unos dilatados ventanales,
que por su vez eran resguardados por pesados postigos de
madera de ley que se abrían hacía el exterior en un
sincronizado despliegue de cuatro hojas, descortinando
toda su frente para la pradera de un lindo parque desde
donde provenía un vivaz tornasol de verdoso colorido.
Hasta el momento de proponerme escribir su
historia, los consanguíneos adultos casi siempre acudían a
visitarla en su hogar, y hasta se notaba que en
determinados instantes estos buscaban poder adjudicarle a
la anciana tía los tiernos cuidados de sus retoños, durante
los intervalos de tiempo que fuesen necesarios para que
ellos consumasen confortables sus tareas externas.
Sabían de antemano que, al cumplir tan entusiasta
ocupación, las acciones de la vieja tía resultarían en una
verdadera efusión de cariño para con los niños, a los que
atiborraría de mil caricias, mimos, y una profunda
devoción, además de donarse de manera confortable a sus
caprichos y antojos durante el periodo que fuese necesario.
Al sentirse responsable por la encarecida diligencia
delegada, ella pronto desenvolvía un organizado ritual de
episodios que abarcaban desde los exiguos cuidados de
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higiene, las suculentas refecciones que les servía a cada
periodo del día, las comunicativas historias que les
relataba para entretener las horas, los dotados auxilios en
las tareas escolares cuando el caso así lo requería,
haciendo todo ello bajo la atenta escolta de su pesado
cuerpo, mientras les ocultaba los sentimientos de cualquier
señal de agotamiento o cansancio.
El dormitorio de la tía poseía un exiguo y
penumbroso mobiliario, el cual consistía en una vasta y
pesada cama con una alta cabecera de hierro forjado con
artesanías de bronce embutidas, una silla de respaldo alto
con un asiento de mimbre recubierto por un resumido
almohadón de franela anaranjada, y un pequeño sofá con
un revestimiento de pana listada. Completaba su ajuar un
guardarropa enorme de tres puertas, un espacioso tocador
con incontables cajoncitos encajados sobre el mostrador
del mismo, y una pequeña cómoda situada al lado de la
cama.
Los muebles, me hacían sospechar ser pesados en su
contextura, y en algún momento del otrora habían sido
confeccionados refinadamente en madera de ébano negro,
los que poseían en la tapa superior del tocador y la
cómoda una gruesa plancha de mármol blanco. Incluso,
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empotrado fuera de la puerta central del guardarropa,
existía un inmenso espejo oval que condescendía la ilusión
de ensanchar la imagen de la pieza.
Pero al ser observados en un sólo conjunto, es
factible determinar que estos muebles expresaban casi el
doble de la edad de su propietaria, los cuales estaban
distribuidos armónicos en cada pared del dormitorio, las
que, por su vez, estaban pintadas con un amorfo fondo de
cal blanca donde, sobrepuesto a ese color le habían
estampado unos estéticos y diminutos dibujos de rosáceos
ramos de rosas.
A su vez, en toda aquella pieza no había imágenes
enmarcadas que le permitiesen recordar alguna efigie
familiar de su longevo pasado, sean estas en grafito,
acuarela o foto.
Lo único que ella se había dado el gusto de exponer
entre las paredes desnudas, era un considerable crucifijo
que había sido delicadamente tallado en una madera de
caoba roja, y que se destacaba solitario en el parapeto
lateral de la cama, como si por su tamaño éste quisiese
equipararse a la inconmensurable dimensión de la fe
cristiana de su dueña.
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Desde hacía algunos años que muy raras veces ella
se brindaba la oportunidad de salir al exterior de su
residencia. Decía que ya no se lo permitía a si misma por
causa de su avanzada edad, perjudicada por el penoso
caminar y la inminente necesidad de trasponer las
agotadoras escaleras que existían el edificio, además de un
poco de la paranoia senil que se dibujaba en su
imaginación, pues afirmaba temer sufrir inadvertidamente
algún repentino atraco, o hasta llegar a ser violentada
sexualmente por algún esquizofrénico delincuente.
Pero sin duda alguna, de todos los chiquillos que la
familia le permitía amparar sobre sus cuidados, ella
guardaba una extremada afección por dos pequeñuelos
hermanos de seis y ocho años cada uno, que eran los
únicos hijos varones de una sobrina nieta descendiente
directa de su casta.
En un singular desenlace, ella acumulaba por ellos
dos una intensa rapsodia de sentimientos que variaban
entre el amor y el pánico, visto que en la ausencia de estos,
la separación le hacia crecer en el ánimo una asignada
nostalgia por causa del alejamiento, pero que a su
reencuentro, tan pronto le hacía despertar en su interior un
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inconmensurable emoción de pavura debido al
endemoniado comportamiento que ellos exteriorizaban.
Las travesuras infantiles que éstos dos niños
practicaban en sus aposentos, no eran más que un
constante desfilar de fechorías insignificantes provenientes
del propio espíritu de chicos bulliciosos, pero que a la tía
le causaban un permanente ajetreo al buscar anticiparse en
prevenir posibles accidentes o eventuales contusiones, de
manera que éstos no les causasen magulladuras mas
graves fuera de los ya comunes chichones, moretones,
mordeduras, y las superficiales hematomas que ostentaban
radiantes en sus delgados cuerpos.
Ellos poseían una elevada carga de dinamismo que
los mantenía en una inquebrantable actividad electrizante,
estando eternamente predispuestos a quemar sus energías
por medio de endiabladas actividades, puesto que, al
residir en una amplia casa, les era común manifestarse de
tal forma, pero algo que era inadmisible de ser realizado
dentro de un apartamento.
Invariablemente, ellos hacían oídos sordos frente a
los constantes pedidos y reclamos de su tía para guardar la
compostura y el sosegado temple, por lo que a ella le era
menester estar siempre criando de manera constante
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algunos efusivos esparcimientos o hasta inventarles
vehementes historias para distraer las horas. Tal vez no
sería necesario describir que los cuentos o las actividades
nada tenían que ver con lo normal, de las con que
usualmente les dedicamos parte de nuestro tiempo a las
criaturas de simple índole.
Las de ellos, reiteradamente deberían consistir en
fundamentos que poseyesen correrías, gritos, luchas,
reyertas, bramidos, trifulcas y otras tantas andanzas del
mismo estilo y cognición.
Al gravitar entre esas travesuras, además de sus
habituales juegos de pelota, estos profesaban encarnar los
propios superhéroes de ficción, como Batman, Tarzán, El
Zorro, Hulk, Capitán América, y un otro sinnúmero de
intrépidos personajes que usualmente forman la enorme
cartelera de protagonistas de las quimeras infantiles.
No es mentira si manifiesto que la anciana señora
participaba con un entretenido entusiasmo de las ejecución
de las alborozadas jaranas y juegos, estimulando dentro de
sí, quien sabe, alguna veta oculta en su subconsciente que
contrastaba vehementemente con su pasado formal, o
hasta por así decir, haciéndolo por causa de la indudable
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falta de hijos propios, que le hacían brotar pesadumbres en
los sentimientos escondidos.
De acuerdo con el momento, los cuentos inventados
o las historias narradas intimaban por una considerable
cantidad de referencias que mencionasen los hechos,
donde ella debía especificar detalladamente los
pormenores de las golpizas a puño limpio, la dilucidación
punto por punto de las luchas de los soldados contra indios
imaginarios, o de la recapitulación exacta de los tiroteos
originados entre policía y bandidos ficticios.
Por su vez, las de acciones de guerras inventadas o
de prisioneros torturados y de rehenes atormentados con
malévolos tratos, tenían que constar con una claridad de
detalles bien definidos. Por lo tanto, mantener la curiosa
atención exhortaba por tener que describir golpes, tiros,
estruendos, gente herida y, obviamente, un heroico
personaje que salvase la situación.
Siempre, invariablemente siempre, a continuación de
los quietos periodos de duración transcurridos mientras se
extendía la fábula que les narraba, que por su vez era
entrecortada constantemente por respuestas esclarecedoras
sobre ciertas interrogantes de algunos hechos, se hacía
menester realizar la reproducción exacta de la novela
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siendo ellos los propios protagonistas. Pero otras veces, no
era raro que concibieran la ejecución de la historia durante
el decorrer de la misma narración.
Con la finalidad de ganar algunos preciosos minutos,
ella los incentivaba a que escuchasen atentamente las
descripciones, engalanándolos con sus cartucheras de
cowboy, sus pistolas de fulminante, el rifle de madera,
unos lazos de cuerda sisal, con prendas de hombres
voladores, los diferentes antifaces que los personajes
utilizaban, o cualquier tapujo que permitiese que el disfraz
los asemejase a los protagonistas de la historia que estaba
siendo contada.
En su afán de distraerlos, ella los entretenía
pintándoles largos bigotes o una cerrada barbilla,
utilizándose para eso de un corcho tiznado que se
encargaba de quemar en la hornalla del fogón. Otras veces
los ataviaba con pañuelos en el pescuezo o colocándoselos
por sobre la cabeza. En otras circunstancias les
improvisaba luengos mantos con sus viejas ropas,
inventando disfraces con cualquier indumentaria que
permitiese dilapidar más el tiempo.
Pero como carecían de suficientes actores intérpretes
para poder desarrollar las épicas invenciones, los chicos
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constantemente intimaban a su tía bisabuela a participar
activamente de los mismos. Por consiguiente, no faltaron
momentos en que la misma era amordazada y atada
impávidamente con la cuerda a una de las sillas o en la
propia cama, mientras los niños se divertían corriendo a su
alrededor imitando gritos indios en el recinto, y aullando
desmesuradamente hasta la llegada de la simulada
caballería, en cuanto luchaban entre ellos para que el
soldado victorioso pudiese salvar a la pobre rehén.
Hasta el momento en que un intrépido titán no
surgiese triunfador del altercado que estaba siendo
desarrollado, ella era obligada a permanecer estoica en la
posición que ellos le asignaban, debiendo asistir rendida el
desenrollar de todos los hechos.
De igual forma, no fueron pocos los momentos en
que los posesos chicos, para el desespero de ella, saltaban
ágilmente desde el techo del guardarropa hacía la cama, en
una clara imitación del hombre mono o cualquier similar
cíclope, o cuando en la reconstrucción de legendarias
guerras utópicas se atrincheraban por debajo de mesas,
sillas, sofás, cómodas, camas, o cualquier artefacto que así
lo permitiese, y desde allí se arrojaban fingidos
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proyectiles, imitando bombas o granadas bajo estrepitosos
gritos que simulaban el propio estallido de la munición.
Evidentemente, que inmediato a la posterior
despedida de los niños, ella caía soñolientamente en su
lecho con la voluntad agotada y envuelta en una escasa
energía de ánimo, entregándose a rememorar
silenciosamente el traqueteo del día y sonriendo
sordamente satisfecha por lo acaecido durante ese periodo.
Luego a seguir, se entregaba fecundamente al merecido
descanso, y quien sabe, entre sus sueños, ponerse a añorar
de manera afable por la nueva visita que los chiquillos le
harían.
Estas visitas se venían renovando continuas semana
tras semana y se extendieron por algunos años más,
estando siempre acompañadas con el mismo ímpetu y la
misma algarabía de siempre y bajo un constante frenesí
que, silenciosamente, cada vez más le iba desmayando el
arranque y le extinguía las fuerzas de su cuerpo
avejentado.
Pero un determinado día, a continuación de una otra
etapa de esforzadas horas de agitación, algazara, griterío y
alboroto, ella refrendó una vez más sobre su cama el
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idéntico ritual, pero de ésta vez su sueño se prolongó
eternamente y la tía nunca más despertó.
Lo que les puedo afirmar, es que todos aquellos que
tuvieron la oportunidad de poder compartir sus días
juveniles con la tía Cora, aún guardan cariñosamente en el
recuerdo hasta el día de hoy, la inmemorable época en que
pudieron conllevar sus juegos y los cuidados o
enseñamientos que ella les proporcionó a su vejez,
mientras que hoy repiten actos idénticos junto a sus
actuales descendientes como buscando revivir insolentes
aquella afectuosa convivencia.
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Dos Vidas en Una Vida
Cuando a veces echaba un vistazo desde mi ventana,
lo observaba llegar con su caminar arrastrado,
invariablemente siempre en el mismo horario, avanzando
por la trilla con pasadas lentas, parsimoniosas, como si al
hombre se le antojase ponerse a pensar anticipadamente o
querer esclarecer alguna duda antes de dar cada paso.
Salvo los días lluviosos o muy fríos, el resto del tiempo se
sucedía idéntico bajo el mismo trajinar y en un idéntico
ritual.
Podría llegar a afirmar que, con aquella puntualidad
británica, no me era necesario consultar el reloj para saber
que minutos más o minutos menos, serían
aproximadamente las mismas dieciséis horas de una tarde
indistinta de un día cualquiera de mí suburbio.
Traía siempre el porongo del mate sujeto en una
mano y el termo de agua caliente acomodado debajo del
brazo izquierdo, con lo que buscaba poder entregarse
calmamente a saborear la caliente infusión acomodado
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placenteramente en el mismo banco de la plaza, de frente
para el poniente y por debajo de un frondoso plátano.
A medida que el tiempo fue pasando y pode analizar
mejor su comportamiento, pude descubrir que él siempre
iba al encuentro de esa misma posición para buscar
abrigarse del posible viento, o hasta resguardarse
satisfecho de los últimos y moribundos rayos de sol.
Como quien dice, al observarlo así, distraídamente,
nadie podía notarlo, pero éste era un hombre que había
vivido dos vidas dentro de una sola existencia. En la
primera, podía afirmarse que había encarado uno de esos
lapsos para luchar fieramente por su subsistencia. Ahora,
en su otra vida, en la actual, se plantaba altivo para luchar
contra la muerte que se le manifestaba.
Quien aguzase los sentidos atentamente, podía
percibir que el hombre tenía una tez algo blancuzca,
enfermiza, pálida, que escondía en su espectro una
dolencia que le maltrataba la energía, la que por su vez le
hacía brotar en el rostro una espontánea expresión
demacrada.
Siendo una persona de cuerpo escuálido y
consumido, mostraba un aspecto medio doblado por el
peso de los años y los sacrificios que guardaba dentro de
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un organismo ya exhausto, cargando en las espaldas
alrededor de unas sesenta y cinco primaveras.
De lo que le quedaba en la cabeza, sobraba un pelo
casi todo rayado de un grisáceo tono blanco, y que ya
comenzaba a escasearle sobre un redondeado cráneo que
le hacía resaltar el rostro de manera fulgurante. Allí había
un par de ojos morenos y locuaces, los que actuando al
unísono con el sonriso de sus labios, terminaban por
trasmitir un miramiento de piedad y misericordia a quien
lo observase.
Usaba unos lentes con finos aros de metal dorado
que se apoyaban graves sobre una nariz aquilina y larga, la
que en su arqueada finalización poseía unas ventanas
demasiado abiertas y holgadas que gravitaban sobre un
cerrado bigote, el que por su vez se asemejaba como
pareciendo ser un espeso cepillo encajado sobre la boca .
Su apacible estada en la plaza consistía a entretener
sus horas observando el heterogéneo revolotear de los
gorriones, permaneciendo atento ante el frenético e
inagotable chillar de estos que, entre sus saltarinas
acrobacias, buscan pillar algún alimento desparramado por
el suelo.
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De algún modo, también se divertía prestando
atención a las palomas con su eterno murmullar, las que se
distraían alertas en un pacífico desfile, picoteando
arenisco, piedritas, o esparciendo estirados aleteos para
proteger su territorio. Por veces, admiraba la llegada de
uno que otro pendenciero benteveo que se atrevía a
desparramar entre los otros pájaros sus estridentes
chiflidos y sus agresivas provocaciones.
Cuando se encontraba sin compañía para compartir
su soledad, se iba entreteniendo ansioso hasta la llegada
del atardecer, para entonces poder deleitar los oídos
escuchando el placible silbido de los zorzales de pecho
naranja que se emplazaban orgullosos en las ramas de los
árboles y, desde allí, parecía que le donaban su canto.
Entonces se dejaba inundar por el sonido de esas
cantilenas, y así aguardaba por la hora del crepúsculo de la
jornada, ensanchando su vista con el albor de la noche,
dejando que los diferentes matices del cielo le encharcasen
el alma.
Pero la mayoría de las tardes se las pasaba
dividiendo el mismo banco de la plaza con algunos amigos
habituales de ensanchadas prosas, adonde entre ellos se
comentaban las noticias de ayer, las crónicas de hoy y los
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sueños del mañana, mismo anteviendo que nunca se
cumplirían, y llegando a regar las informaciones disertadas
con la cebadura de mate, mientras absorbían en calmos
tragos el líquido del caliente brebaje.
Innumerables veces se le podía observar en
acaloradas controversias, donde manifestaba con
vehemencia ante sus compañeros, la defensa de las ideas y
los pareceres de cada uno. Por momentos, hasta parecía
que los altercados irían generar una eminente trifulca, tal
era el tono de la vocinglería, pero al instante todo
retornaba a sus meandros como si nada tuviese acontecido.
Gastaban el tiempo interpretando las irresolutas
acciones del gobierno del momento, cuestionando las
maniobras políticas que estos realizaban, o las
estratagemas de los decretos anunciados. Intentaban
descifrar las artimañas escondidas por detrás de las
disposiciones ordenadas y la postura asumida por los
opositores del partido. Se entretenían discutiendo todo lo
concerniente al régimen de la administración nacional y
local, como si ellos fuesen los sabios eruditos del tema en
cuestión.
Con el mismo arrebato comentaban los resultados
deportivos del fin de semana, donde por veces escalaban
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jugadores para diferentes posiciones, mientras que en otras
determinaban la compra o la venta de deportistas de
aprobada o maléfica calidad física o anímica. Igualmente
despotricaban o elogiaban efusivamente los árbitros,
entrenadores, comisión técnica, dirigentes de algunas
agremiaciones, que, en sus estudiosos pareceres, eran unos
chambones en la regencia de sus funciones.
Idéntico era el comportamiento con hechos
acaecidos en alguna región distante, que igual podía ser un
país, un continente, un conglomerado empresarial, o un
determinado aglutinado de actos, pues cualquier cosa
servia para dar rienda suelta a la charlatanería y al
razonamiento de los acontecimientos de la actualidad.
Para ellos, toda cuestión en sus vidas tenía una
trama, una cábala, una sospecha, una suposición particular
y en ella volcaban todo su frenesí para intentar
desglosarla, comentarla, elucidarla. Bajo ese contubernio
en perspectiva, no escapaban ni los vecinos ni los
desavisados transeúntes que por ahí desfilaban.
La locuacidad de sus expresiones era la manera
encontrada para agotar el entusiasmo, la forma de
exteriorizar toda la ideología contenida en sus mentes, la
condición de manifestar los pensamientos masticados en
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sus horas de soledad. Tal vez fuese una manera de olvidar
las congojas que les atosigaba el alma, que como expertos
conocedores de los males de uno y otro, se ceñían a ellas
calladamente en sus recónditos sentimientos.
No olvidemos que nuestro protagonista, como ya lo
enunciamos, asumía dos vidas dentro de una sola
existencia, aquella vivida hasta un pasado reciente, y que
había sido vegetada entre constantes luchas por sustentar
sus sueños y su familia, y la actual, a la que no se
entregaba derrotado y combatía briosamente contra una
muerte que insistía en merodear su avejentado caparazón.
Por veces, en la soledad de las horas se concedía un
tiempo para recordar su adolescente juventud. Argüía en la
reflexión desde el día que había decidido abandonar sus
orígenes por pretender una sobrevivencia con perspectiva
de soliviantar las utopías de sus ilusiones.
Sin duda, al igual que muchos individuos, en su
mocedad el hombre había hecho parte del aquel mismo
tropel de escuálidos emigrantes que comúnmente circulan
por las grandes ciudades provenientes desde distintos y
paupérrimos territorios, siempre en busca de obtener
mejores alternativas que los separase de la miseria y del
hambre.
La Tía Cora y otros cuentos Página 30
Como consecuencia de sus cortos estudios, en
aquella época disfrutaba de casi ninguna destreza en las
técnicas manufactureras, además de muy escasas
habilidades y sapiencias en las artes en general, de manera
que su escinde experiencia no le permitía ejercer cargos en
empleos más diestros, delegándole la ambición por
conquistar alguna oportunidad en vacantes solamente
beneficiosas bajo el punto de vista monetario.
En aquel difícil inicio de su época adolescente, fue
obligado a contentarse con principiar la labor en trabajos
brutos, donde ejercía mucha fuerza y recibía poca paga,
experimentando entretenerse en cargar bolsas y fardos en
alguna industria, carpiendo zanjas de sol a sol en
determinada obra, o apaleando tierra y escombros en
edificaciones en construcción. Siempre dejando pasar el
tiempo intentando descubrir con lo que engrandecer su
sudor y sus brios de mocedad.
Algunos años en esa práctica le permitieron
destacarse como diestro obrero de albañilería, profesión
que abrazó con intenso interés y destreza, para con ella
poder apuntalar el sustento. Pero el aislamiento que le
envolvía el aliento, le adjudicó el firme deseo de conseguir
una compañera con quien compartir las dificultades y las
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ilusiones, y luego después de algunas tentativas de amores
pueriles, se casó con una jovencita de estampa frágil, que
si no era acaudalada y bella, a la misma le sobraba carácter
y voluntad.
La unión matrimonial rápidamente les aportó un
poco más de holgura y sosiego a sus vidas, pues la mujer,
de una manera incansable, dividía su vida entre las
obligaciones domésticas y el trabajo de largas jornadas en
una industria textil de las cercanías; un hecho que les
permitió con perceptible sacrificio adquirir un terrenito en
un barrio popular e iniciar allí la construcción de su
vivienda.
De estreno, había sido una casa modesta, desnuda,
sencilla, con ladrillos sin revoque, de escasos habitáculos,
pero que les permitió desahogadamente aguardar por la
llegada de su primer retoño, y de entretenerse por horas en
la pequeña quinta donde cultivaban con esmero algunas
verduras, hortalizas, la manutención de media docena de
árboles frutales, y la siembra de todo lo que fuese posible
para reforzar el sustento. Era el lugar donde alegremente
los dos gastaban las horas de descanso de sus animadas
vidas, inventando futuras mejoras y prosperando de a poco
sobre la simplicidad inicial de su hogar.
La Tía Cora y otros cuentos Página 32
Pero la fragilidad del espíritu de su esposa luego se
hizo notar con el pasar de los años, como si ello fuese una
consecuencia de la incansable laboriosidad y el arrojo que
ella disfrutaba, lo que inadvertidamente pronto le
entorpeció la salud. A continuación, un fulminante ataque
al corazón le terminó por robar la existencia, resignándolo
a él con el cuidado de sus dos hijos y un morada en pleno
arrebato de emociones.
Por aquel tiempo, el hombre ya desplegaba
alrededor de unos cincuenta y pocos años, pero de pronto,
un poco más tarde de la sorprendente partida de su esposa,
sus hijos igualmente decidieron levantar vuelo para iniciar
sus propias vidas, motivo que lo hizo encogerse de
hombros al tener que entregarse únicamente a cargar su
osamenta y sus sentimientos, debiendo quedarse solitario
en el lugar donde había comenzado a luchar
incansablemente su primera vida.
Algunos años después, ya enervado y sin fuerzas
para realizar la manutención y conservación del jardín de
la vivienda, decidió vender la casa donde habitaba y se
mudó para un pequeño apartamento que quedaba situado
en un barrio tranquilo y sosegado, cerca de la plaza que
ahora tanto lo entretenía.
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Puede que el deseo de querer mudarse hubiese
surgido al observar el boscaje, y notar los macizos floridos
de la plaza uniéndose soberbios en una sola enramada para
ensanchar sus gajos al cielo y así filtrar la luminosidad del
sol. Puede que haya sido cautivado por el verde prado que
recubre el terreno, o la resplandeciente fuente que orna su
centro, o hasta mismo las frondosas arboledas que se
extiendes por su interior, compuestas de una mezcla de
sauces llorones, laureles floridos, tilos, plátanos, ceibos,
jacarandas y palos borrachos, los que exhalaban en
conjunto una exquisita fragancia y donaban una
exuberancia de plenos colores.
Aquí, en este barrio, fue donde este hombre
comenzó a vivir su segunda vida, dejando para atrás toda
la alegría y la satisfacción de su primera etapa. Como que
al mudarse de lugar, tuviese enterrado en el vergel de su
antiguo hogar las ilusiones de antaño, despojándose del
júbilo, la dicha y el placer de la existencia.
Al inicio buscó organizar los periodos del día,
entreteniendo el tiempo en pocos quehaceres, pero
nuevamente el destino le franqueó el paso, regalándole
punzantes dolores en su cintura. En un primer instante no
se preocupó. Pensaba que hubiese sido por el esfuerzo
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ocasionado durante la mudanza, o quizás, echándole la
culpa a algún tipo de enfriamiento que lo hubiese
sorprendido desprevenido.
No era su costumbre doblarse por meros
contratiempos de salud, pero al notar que día pos día, los
sufrimientos y el malestar le destruían el sosiego y la
voluntad, se consintió visitar un médico para que lo
aliviase del revés sentido, quien por su vez, luego le
solicitó una serie de estudios clínicos para intentar
interpretar correctamente el malestar que lo aquejaba.
En poder del resultado de los estudios, la
desconfianza inicial del galeno rápidamente se confirmó.
En ese momento le diagnosticaron un carcinoma de
tamaño regular que se estaba comenzando a explayarse
por sus órganos digestivos y había tomado ya una parte de
ellos. Sin lugar a dudas era un problema que requería el
inmediato contacto con otro médico especialista, alguien
que fuese diestro en ese tipo de enfermedad prescrita, con
la finalidad de que éste lo asistiese con la aplicación del
tratamiento correcto.
Un poco abalado emocionalmente, luego se dispuso
a marcar la visita recomendada, así como le comunicó a
sus hijos sobre la descripción preliminar de su fastidio, los
La Tía Cora y otros cuentos Página 35
que prontamente acudieron para ampararlo en el
padecimiento sentido, y poder acompañarlo en los
requerimientos que le determinase posteriormente el
especialista.
Después de los pormenores junto al clínico, le fue
impuesta la necesidad de una inmediata operación
quirúrgica para poder extirpar parte del tumor maligno que
se le había diseminado por la región afectándole el hígado,
el páncreas y parte de los intestinos. En la visita, el
especialista le explicó que realmente sólo después de
operado y, conforme el nivel de éxito de la operación, es
que se podría determinar claramente la posibilidad de
tener una sobrevida.
El tiempo continuó transcurriendo y, en un periodo
de seis meses, el hombre sufrió dos intervenciones, y en
las dos oportunidades le extirparon parte de sus órganos,
para en seguida, a continuación de una lenta recuperación,
entregarse a una serie de aplicaciones de quimioterapia por
un periodo de seis meses más.
No creo ser necesario detallar el profundo
padecimiento sufrido por su organismo, ni la violencia
psíquica que este tipo de malestar genera en una persona,
principalmente cuando se trata de un individuo que
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durante toda su existencia había gozado a pleno de toda su
capacidad física y de buena salud.
Las derivaciones de su dolencia le determinaron una
profunda mudanza en sus aptitudes, en los cuidados con la
nutrición, y hasta con su comportamiento en general,
inclusive con el cuidado del propio aspecto físico que se
apoderó de su organismo, que se fue demacrando y
haciéndole adelgazar aún más su ya esquelético cuerpo.
Pero el tiempo continuó transcurriendo lentamente
en secuencia de aquella encrucijada, cuando al fin percibió
en su imaginación, que la misma fatalidad le había
proporcionado una nueva oportunidad concediéndole una
nueva vida. Vida ésta en la que se sentía obligado a
transponerla en un permanente desafío y con una
obstinada determinación. A vivirla en un constante
compartir de sus días junto a las fatigosas molestias que le
doblaban la voluntad y le cimbraban la entelequia.
Ya superado aquel importuno momento inicial de su
dolencia, así lo vemos hoy, pasando el tiempo envuelto en
una holgazana pasividad, con una apática conformidad y
un silencioso padecimiento, aprovechando las tardes para
ensanchar la vista en la encantadora plaza del barrio.
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Cuando a veces lo noto absorto al observar el
poniente, me deja la impresión de que percibe que se le
marcha más un día de su existencia, pero pienso que tal
vez lo haga como pensando en retrucar: ¡Vida, hoy te gane
un día!
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Inclemente Aguacero
Desde su lecho, ella mantenía la expectativa de que
del lado de afuera de la casa debería estar principiando un
día infernal. En ese momento buscaba aguzar un par de
oídos que ya no le funcionaban muy bien, para prestar
atención y escuchar atentamente al sonido intenso que
producía el inclemente viento que soplaba del este, el cual
salvajemente lo sentía lanzar contra la ventana de su
dormitorio las gruesas gotas de un temporal diluvial, al
mismo tiempo que junto con él se arrastraban en
remolinos una infinidad de hojas muertas.
Especulaba en sus pensamientos ser indudable que
ésta debería ser una de aquellas lluvias intensas y
prolongadas que se extendería día afuera, de forma
inexorable y despiadada, que le harían postergar los planos
y ocupaciones programadas o rutineras. Mentalmente se
puso a madurar que la lluvia iría mojar forzosamente todo
lo había a su alrededor, rogando silenciosamente para que
aquella desagradable humedad no le calase los huesos y le
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produjese el agobiante dolor de artritis que tanto le
mortificaba los nervios.
El tremendo ruido que producía la tormenta le había
despabilado momentáneamente el sueño, presagiando ya
ser ese un buen motivo para causar una cierta contrariedad
en el ánimo, pero concluyó que sería mejor entregarse a
dormir un rato más, como una tentativa de poder acortar
las horas de ese horrendo día.
Entendió por el momento, que su perturbado instinto
le recomendaba aprovechar el calor de sus cobijas para
lograr por lo menos continuar a mantener caliente su
cuerpo y, de esa manera, conseguir espantar los dolores
que seguramente le irán agredir el organismo.
La pésima situación climática no era factor de dudas,
pues realmente el tiempo del lado de afuera de la casa se
presentaba infernal y crudo. Las ráfagas del soplo invernal
azotaban propositivamente las ramas de los árboles
haciéndole crujir sus desplegados brazos, a la vez que iban
arrancándole violentamente las escasas hojas que aún los
vestían, mientras que en su pasaje, aquel el viento
producido envolvía íntegramente el aire con un fantasmal
aliento de puro hielo.
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Quien se atreviese a echar un vistazo al horizonte,
seguramente distinguiría que en ese instante el cielo se
presentaba pesadamente oscuro, opaco, tremendamente
amenazador, llegando a ocultar el crepúsculo matutino
detrás de una gruesa camada de nubarrones negruscos y
densos que encubrían el horizonte de este a oeste y de
norte a sur, donde la lluvia que se precipitaba declaraba
explícitamente el firme propósito de extenderse durante el
día entero, y osadamente propuesta a robarle al sol su
luminosidad y la claridad del universo.
Por esas horas, las calles más parecían ser torrentes
de caudalosas arterias de sangre de un turbio color marrón,
donde se revolcaban en el líquido un espeso caldo de
lama, piedras sueltas, segmentos de ramas desgarradas,
millares de hojas secas, y todo aquello que distraídamente
se dejase empujar por la corriente, para posteriormente
estos mismos se concibiesen desprecios abandonados que
se acumularían como desechos muertos en algún lugar
incierto.
Un amanecer con el tiempo así, realmente proponía
a cualquiera persona continuar a deleitarse debajo de la
cálida exhalación de temperatura que gratuitamente nos
donan las prendas de lana que abrigan el lecho y nos
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calientan el organismo, haciéndonos relegar el cuerpo y
los movimientos a una torpe modorra y atontamiento.
No obstante, ella continuaba entregada al descanso,
pero sin conseguir conciliar el sueño. Si bien que, mientras
permanecía en la penumbra del dormitorio, titubeaba ante
la eminente necesidad de emitir una sentencia, dudando
frente el deseo de no abandonar la candente postura
obtenida bajo el sopor de su ropaje, o enfrentar la penuria
de tener que levantarse para principiar la realización de las
tareas rutineras de cada mañana, mismo reconociendo que
si el circunstancial tiempo no amainase, le sería necesario
tener que postergar algunas de ellas por causa de la
impasible lluvia.
Aun así, cercada por la duda de la sentencia, se
había quedado encubierta frente el abrasador conforto que
el descanso le confería, y le hacía aplazar la voluntad de
tener que definirse por un veredicto que fuese capaz de
robarle el apacible letargo en que se encontraba.
Imaginaba como le gustaría tener el poder mágico de
estancar las horas para estirar el apreciado alivio actual, y
posponer de alguna manera la garantida aflicción que
sabidamente le acometería en su organismo. Pero de
cualquier manera, comprendía que el malestar no era una
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exclusividad suya, y de nada serviría empezar a atormentar
a los otros con sus quejidos, emitiendo una cantilena de
lamentos.
De pronto el apetito le hizo refunfuñar el estómago,
anticipando que éste ya anhelaba ingerir algún sustento,
debiendo ella, por tanto, cercarse del razonable coraje de
levantarse para cumplir el cometido.
Sus primeros lerdos y débiles movimientos la
llevaron a sentarse en el borde de la cama, y por un
momento admitió sentir un escalofrío tembloroso correrle
por la espalda, siendo causado por la frígida aridez del
cuarto. Tras un silencioso clamor quejumbroso de
resentimiento que ella mal musitó, inició
mortificadamente la tarea de arroparse para espantar el
frío. Pero al mirar inconscientemente hacia el otro lado de
la cama, notó que su marido aún continuaba a gozar
cómodamente del descanso y perdiéndose bajo un sueño
profundo. Observó que aparentaba estar inmune al barullo
que causaba el temporal y al frío de la madrugada,
consintiéndole a su cuerpo el gratificante placer de
entregarse al penetrante sueño reconfortado por la tibieza
de sus abrigos.
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Echando una mirada al reloj, advirtió que ya pasaban
de las siete horas, cuando se le deslizó por la mente la
certera intención de despertarlo; pero sabía que si lo hacía,
el temperamento neurasténico que el hombre poseía
pronto lo haría comenzar a despotricar y blasfemar un
extendido rosario de imprecaciones, con los cuales
ciertamente iría maldecir por la inclemencia del temporal,
por sus propios achaques y por toda una suerte de
disparates más. Entonces concluyó que esa actitud iría
robarle la calma inicial de la mañana sin una aparente
necesidad.
Aplazando de vez esa trastocada intención, calzó sus
zurradas zapatillas forradas de piel de cordero, se
resguardó las dobladas espaldas con un ropón de franela
gruesa, y se dirigió al cuarto de baño para realizar la
higiene matinal.
Paulatinamente fue peinando sus blancos cabellos,
se lavó las manos y el rostro, se cepilló su dentadura
postiza, dejando destapadas por un momento un par de
rosadas encías desnudas. Después de finalizado su aseo, se
dirigió hasta la cocina para iniciar el preparo del desayuno,
para donde marchó arrastrando dócilmente su cuerpo entre
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rítmicos movimientos de cadera, decidida a dar iniciación
a sus tempranas tareas.
La casa donde vivían era pequeña, simple, estricta
para sus prontitudes, pero realmente confortable para los
dos. Era sólo un anexo de tres piezas, con la cocina y el
baño incluidos, y hacia el fondo se extendía el amplio
quintal que la rodeaba por entero. Dentro de la casa, el
ruido cadenciado de las gruesas gotas de lluvia que se
desmoronaban sobre el tejado, se esparcía por las
habitaciones como pareciendo querer emitir con sus
sonidos una típica alabanza de desencantos. Afuera, la
fuerza salvaje del viento continuaba a bambolear los
penachos de los árboles, desflecándolos despiadadamente
de hojas y ramas, y bramando todo su ímpetu en un
vociferado despecho.
Ella encendió el fogón a leña para que, de inmediato,
el calor se fuese ensanchando por la pieza, buscando de
esa manera poder espantar de prisa la hosca humedad que
ya comenzaba a querer asaltarle las juntas del cuerpo, y
dejando igualmente el local más cálido y placentero.
Colocó la caldera para calentar el agua y molió algunos
granos de café, recordando imaginativa cómo le encantaba
el sabroso aroma que se desprendía al prepararlo, y por un
La Tía Cora y otros cuentos Página 45
instante recapituló que muy pronto serían cumplidos
cincuenta años de ese idéntico rito.
A continuación, ella retiró de dentro del horno un
receptáculo redondo que, como siempre, contenía desde la
noche anterior una porción de masa de harina preparada,
para entregarse a modelar y hornear las amenidades para el
desayuno. Invariablemente, preparaba la masa con una
mezcla homogénea de harinas de trigo y maíz con la que
preparaba unos deliciosos panes, las roscas y galletas, o
los mismos bizcochos dulces de siempre.
El sahumerio de combinadas fragancias provenientes
de la cocina luego invadió el dormitorio de su marido y lo
despertó, haciéndole relegar la pereza y despabilándole el
sueño.
Cuando el hombre llegó a la cocina, ella ya tenía
preparada la mesa con los complementos para el
desayuno, faltando solamente preparar el café y retirar el
horneado de sabrosas delicias. Ese instante le hizo reiterar
en su pensamiento, que los años bajo una misma actividad
le habían dado a su esposa la coordinación exacta de todos
los cadenciosos y rítmicos movimientos culinarios.
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Al arrimarse sórdidamente por la espalda, la
sorprendió distraída regalándole con sus labios marchitos
un delicado beso de buenos días.
Prontamente el hombre se percató que el momento
del desayuno le requería postergar los reclamos por la
inclemencia del tiempo, empujándolo para entregarse
plácido a paladear los cocidos deleites. Un litúrgico frugal
que consistía en café con leche, manteca, queso, dulces
hechos con frutas de la época. Claro que estos eran todos
preparados con poca azúcar, por culpa de la perversa
diabetes que lo perseguía.
Entre ellos, la plática abordada durante el acto inicial
de desayunar, se resumía reiteradamente a tejer elogios y
comentarios sobre el sabor de los panes, el gusto del dulce,
la temperatura del brebaje, la acidez del queso y alguna
que otra banalidad. Aunque de vez en cuando agregaban
alguna opinión sobre la necesidad de agregarle un poco
más de sal o de colocar más o menos azúcar, pero siempre,
en una insistencia de argumentos inalterables que se
repetían idénticos desde el pasado, para sólo a
continuación recogerse cada uno en su silencio particular,
quizás hilvanado las ideas sobre los quehaceres para
ocupar el día. Mientras tanto, permanecían en un estado
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semiinconscientes escuchando en el viejo aparato de radio
un desfile de noticias y reseñas del día anterior.
Normalmente, no se originaban entre ellos
comentarios agrios, despreciables, ofensivos o irónicos. El
suficiente tiempo de convivido juntos les había dado la
mutua intuición de comprender los defectos de cada
temperamento. Tenían la clarividencia de aceptarse sin
menoscabo, reconociendo las imperfecciones del genio de
cada uno, y aceptando cada parte la falla del otro sin
demostrar menosprecio o pronunciando injurias que
agrediesen al oponente.
Es comprensible que ocasionalmente ocurrieran los
momentos de desentonos de pensamientos o ideas, pero de
cualquier modo, cada uno respetaba la sentencia contraria.
La aceptaba sin resquicio de desagrado, mismo que eso
significase para alguno tener que ceder ante el otro su
propia opinión. Prevalecía entre ellos la eliminación de
cualquier detrimento o ultraje, y así, conseguir mantener
una agradable armonía en el hogar.
Pero el sádico clima de la mañana les había hecho
mudar sus planos. La fuerte lluvia, el viento gélido, la
forzosa humedad, les relegaría a tener que permanecer en
los aposentos de la casa, ocupando el tiempo entre tantas
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de aquellas cosas que siempre quedan por hacer. Po lo
tanto, comprendieron que hoy no sería diferente, y que
habría suficientes tareas para los dos solazarse por largas
horas, y eso los obligaría a postergar para el mañana, todas
aquellas demandas innecesarias que exigirían tener que
exponerse a la inclemencia de la meteorología.
Esa mañana irían entretenerse recuperando algunos
objetos existentes en la vivienda, como todos aquellos que
siempre los hubo y los habrá en cualquier morada, y que al
requirieren un cuidado menor, entonces los confinamos al
olvido por la carencia de la determinada urgencia que
éstos nos demandan, y los que tan codiciosamente
rescatamos en esos instantes de ocio, cuando buscamos
ocupar la mente con alguna obligación.
Al dar inicio a sus tareas, la geniosa neurastenia del
viejo hombre comenzó a realzarse impía por el continuo
rigor de la tormenta, haciéndolo despotricar con cuanta
cosa tuviese por el frente, como si de esta manera pudiese
vaciar sus ansias y descargar su melancolía, apuntando mil
defectos en cualquiera de sus actos, para entonces emitir
en voz alta su desahogo bajo un repleto rosario de agravios
e injurias en contra de nada, ni de nadie.
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Pero cuando le irrumpían esos soplos, prontamente
su anciana esposa le dirigía preguntas fortuitas, intentando
distraerlo transitoriamente de esa conmoción, animando el
momento con voz sutil y cariñosa para inquirirlo sobre
hechos triviales, ora indagando ideas sobre los alimentos a
preparar para el almuerzo o emitiendo otros comentarios
banales, siempre dispuestos en la tentativa de poder
calmar los brios y el desaliento de su marido.
El procedimiento que ella realizaba ahora, era una
copia idéntica del que había realizado ayer e
invariablemente, sabía que así lo iría a repetir igual
mañana.
Esa táctica adoptada era una manera de poder
peregrinar dentro de un recíproco contentamiento con el
cual conseguían ir estirando sus momentos sin perderse de
vista, tentando ayudarse mutuamente en medio de los más
simples quehaceres y completándose los dos, dentro de
una sola habilidad, como una maña adoptada para poder
entretener el temple de cada uno sin permitir que entre
ambos existiese un mínimo de desconfianza, sin despertar
recelos, sin inculcarse objeciones violentas que les ajeara
los sentimientos.
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Dentro de una misma similitud de actitudes, hasta el
día de hoy, se les percibe comentar las mismas cosas en un
mismo automatismo diario, envolviendo sus dolores y
alegrías, sus devaneos y ensueños, los pesares y las
congojas, repitiendo continuadamente el mismo parecer
que resultará en las idénticas respuestas que el ayer ya les
proporcionó.
Mismo así, puede percibirse en ellos el desarrollar
de tramas con teorías semejantes encima de temas viejos,
acostumbrados que están a ser una sola existencia y a
comprenderse tan únicamente con la contemplación.
El día de hoy los había resignado a resguardarse
cobijados en el calor del fogón, manteniendo una
amalgama de entusiasmo y placer, regada con la donación
del antiguo amor que los unió, comprendiendo aquella
sabia necesidad existente dentro de cada uno, que consiste
en poder hacer renacer a cada jornada la misma pasión de
antaño, y comprendiendo que tanto el hoy como el mañana
les llegará idéntico como le había llegado durante toda su
vida.
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Utópica Ilusión
Ahora estaban residiendo en un pequeño sector de
un casi deteriorado cortijo que, en la historia de otrora,
había sido una casona de propiedad de alguna figura de
noble estirpe, destinada en aquel momento a hospedar a su
familia ilustre. Éste predio, con el pasar de las décadas,
terminó por convertirse en un local de residencia en el cual
comúnmente se albergan personajes de cotidianos pesares
y martirios similares que la pobreza regala.
Era una de aquellas construcciones antiguas de
altísimas paredes y cuantiosas habitaciones, la cual estaba
situada en un barrio aledaño a la región central de la
ciudad, y en donde subsistían desparramadas por esa zona,
una considerable cantidad de residencias semejantes a ésta
edificación.
Allí tenían asignada una pieza grande, como lo
suelen ser este tipo de viviendas, la que por su vez
resultaba subdividida entre un simple dormitorio y una
exigua cocina.
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En realidad, era un local que de alguna manera se
ajustaba exacto a sus necesidades y a la disponibilidad de
gastos, y en donde la simplicidad de los utensilios se
resumía a dos meras camas de soltero, un vetusto armario
de laminado de madera que a su vez era una constitución
mixta de guardarropa y despensa, una mesa chica como lo
eran sus ilusiones, y dos sillas de mimbre. En el cuartito
que servía de cocina, había una apretujada consola de
fórmica beige, y un anodino calentador a gas, agregándose
a estas pertenencias, todo lo esencial para realizar las más
simples labores del hogar. Sobre una repisa de la pared,
había un aparato de tv monocromático que insistía en
divulgar las imágenes entre fantasmas.
La intimidad de estos aposentos se resumía a un
grande vergel que hacía de patio interno de la residencia, y
adonde se volcaban a su alrededor todas las habitaciones
del cortijo, incluyendo los dos cuartos de baño comunes a
todos los diversos amparados del lugar. Cada pieza tenía
una puerta inmensa de dos hojas, cada una con la mitad
inferior en madera, y la superior con enormes vidrios
transparentes.
En la pared que estaba ubicada al lado de ésta,
existía un anchuroso ventanal sin postigos, en donde ellas
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habían colgado espesos cortinados internos para de alguna
manera poder esconder el aislamiento doméstico de los
moradores.
No hacia mucho tiempo que vivían allí, cuando se
habían sentido obligadas a tener que anidar en tan exiguas
comodidades. Un hecho acaecido a partir de algo más de
dos años, tiempo en que ocurrió el fallecimiento repentino
de aquel que fuera el único sostén de sus vidas. Eso hizo
que la fortuita ocurrencia del destino terminase por
relegarles la necesidad de encontrar un abrigo para
acogerse, y que por lo menos fuera pasajero. Imaginaban
que así sería, hasta poder retornar a disfrutar la
oportunidad de merecerse una comodidad a la altura de su
pasado.
La señora mayor era de constitución fuerte, con un
cuerpo de complexión más bien robusta, pero que
externaba un temperamento aliquebrado por causa del
sufrimiento y por las consternaciones que su existencia la
intimó a vivir. Estaba casi siempre acompañada por un
ceño fruncido y con el semblante taciturno, lo que le
otorgaba el aspecto similar al de una matrona de
naturaleza bastante geniosa.
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Por esa época ella debería tener una edad que se
aproximaba entre los treinta y cinco y cuarenta años,
adonde un físico algo desmejorado se había encargado de
ocultar de sus rasgos la belleza de antaño, opacándole
entre la fornida cintura las admirables curvas de su
corpachón. Su tez blanca se destacaba enmarcada por unos
cabellos morenos y ondulados, resaltándose del rostro
elíptico un par de ojos oscuros y perspicaces que le
disipaban la mirada.
En su atribulada juventud pueblerina ocurrida donde
había nacido, por motivos que no vienen al caso, no había
tenido la oportunidad de concluir sus estudios, debiéndose
contentar en su lozanía, a ser una buena ama de casa. A
bien decir, una tarea que había ejecutado de manera
dedicada, esforzada, diligente para con quien en ese
entonces había compartido su corazón. Innegablemente,
también había demostrado idéntico comportamiento para
con su bellísima hija. El bendito fruto de su inhibida
pasión.
Después de aquel fatídico hecho acontecido con el
imprevisto fallecimiento de su marido, y ya exteriorizando
limitados recursos económicos que eran custodiados por
su corta instrucción, incontinenti se advirtió obligada a
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buscar un trabajo que las sustentase, y poco después
intimarse a tentar un futuro mas provisor en la longincua
capital.
Ya ubicadas en su nueva morada, muy pronto la
señora encontró una ocupación como empleada de una
tienda de ropas femeninas, buscando con esa interpuesta
labor poder retirar de allí el conciso sustento para ellas
dos, juzgando ser obligada a relegar el conforto y la
comodidad que antes disponían, para quien sabe un futuro
más complaciente y utópico.
Pero la situación en que actualmente se encontraba,
seguidamente terminaba por entristecerle el ánimo y le
socavaba el corazón, cuando algunas veces recapacitaba
que se sentía forzada a tener que comprender que, a su
edad y ya carente de los debidos atributos femeninos con
los que se mide la codicia, se veía obligada a deportar de
su cabeza los fantasiosos pensamientos en los cuales
albergaba la posibilidad de poder restablecer
confortablemente un nuevo marido y hogar, sintiéndose
así obligada a tener que depender tan solamente de su
parco sueldo para poder sobrellevar la actual existencia.
Otras veces conjeturaba que sería necesario tener
que soportar la situación de escasez en que se encontraban,
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por solamente algunos años más. Por lo mínimo, hasta que
su adorada hija, una vez que ultimase sus estudios, iniciase
a trabajar en alguna actividad productiva y ésta pudiese
aportar algún peculio extra para el refuerzo de los gastos,
de manera que esa cooperación monetaria les generase una
condición de vida menos restringida.
Realmente, ellas no vivían en un escenario de
estricta miseria, sino más bien era justo, limitado,
restringido, donde el salario que ella recibía sólo le
permitía pagar la mesurada alimentación, el lacónico
alojamiento, y los mínimos gastos con la enseñanza de su
hija, aunque le impedía la eventualidad de poder efectuar
gastos sobresalientes con atavíos y esparcimientos.
Bajo ese monótono atosigarse, se le pasaron más de
dos años. Pero ahora la muchacha ya no era niña y
ostentaba una apariencia de singular belleza en sus
diecisiete años, que los acogía reservados dentro de un
cuerpo esbelto, recto, garboso. Tenía un organismo de una
estatura regular, y desenvuelto en una conformación de
delicadas curvas que le acentuaban evidentes toda la
feminidad y el encanto, asemejando su ilustración a la de
una deidad de helénicas proporciones, que por su orden y
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conjunto le suministraba una serena holgura en su
apariencia.
El rostro de la excelsa chica era de un tono pálido
blanquecino que rivalizaba animosamente con el más puro
nácar, y tenía la cabeza contornada por una larga y oscura
cabellera negra, reluciente, abundante, naturalmente
ensortijada en delicadas ondas, que se le desmoronaban
dócilmente hasta los hombros, poniendo de esa manera en
manifiesto su epíteto de diva homérica.
Ella ostentaba dos enormes ojos incorporados en las
facciones, que poseían en el matiz de sus pupilas la más
deslumbrante oscura negrura, he intentaban desgarrar el
horizonte por intermedio de una grácil mirada que los
hacía asemejarse a un par de idénticos luceros. Los
contornaban largas pestañas de igual color, y permanecían
encerrados por un par de finísimas cejas que les resaltaban
todo su hechizo.
Desde el entrecejo, se desprendía sutilmente el perfil
de una nariz con una alineación delgada y justa que le
llegaba hasta sus labios, forjando a su alrededor el
despuntar de las manzanas de sus pómulos de una manera
tenue y afable, pintadas con una leve entonación rosada.
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Disfrutaba de una boca suave contornada por un par
de delicados labios de un exquisito color carmesí, a su vez
levemente carnosos y húmedos, y que escondían,
encarcelados, unos perlados dientes brillantes y
resplandecientes, que a través de su inmaculada
luminosidad, desprendían la más radiante sonrisa sosegada
y placida con la que ella embelesaba alborozadamente su
apariencia.
Una piel lechosamente clara y aterciopelada
contornaba impecablemente su figura de la cabeza a los
pies, dándole distinguido aire de majestuosidad divina,
airosa, esbelta y paradisíaca. Su cuerpo era todo un
desmedido lucimiento extravagante para la conformación
de una muchacha en el despertar de su pubertad.
Al llegar a la capital, el destino la había obligado a
dejar detrás de sí, todas las amigas de su infancia y los
menguados familiares que hacían parte de su núcleo de
convivencia, y aún más, debiendo resignarse e concluir sus
estudios en una congregación eclesiástica que era
administrada por un grupo de inflexibles religiosas, dentro
de un sistema de seminternado.
La oportunidad de poder dar continuidad a su
educación se había presentado bajo la garantía de una
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bolsa de estudios que el párroco de su ciudad,
diligentemente, le había conseguido junto a la Curia
Metropolitana. Ésta había sido concedida de forma
caritativa en virtud del trágico desaparecimiento de su
progenitor, y por la precaria situación financiera a que
fueron relegadas, madre e hija.
En esta nueva etapa de su vida, los últimos años
habían pasado de lunes a sábado en una tediosa rutina de
nada, dividiendo cada jornada entre un temprano despertar
para poder desplazarse hasta el colegio, y permaneciendo
en el instituto aguardar aburrida desde el fin del periodo
hasta iniciarse la noche. Solamente después que llegaba su
madre, le permitían retirarse del fastidioso enclaustro, para
juntas dirigirse hasta su hogar dormitorio, donde aún le
aguardaban algunas obligaciones antes del descansar.
Los domingos y feriados se sucedían
monótonamente idénticos; pasando los momentos
entretenida entre diversas ocupaciones, el repaso de los
estudios y, fortuitamente, en la realización de alguna
caminata hasta la plaza central de la ciudad, o incluso,
hasta algún parque de los aledaños. Invariablemente,
siempre custodiada por su celosa mamá.
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Durante ese periodo, el riguroso acompañamiento
impuesto por su afanosa madre, vinculado a la carencia de
ocasiones para poder congeniar con nuevas amistades, con
una actitud que le fuera arbitrada bajo un casi total
encierro, le abogó la oportunidad para que en su
adolescencia pudiese establecer el completo desarrollo de
la sensualidad. Esa condición impuesta fue forjando
inexorablemente en su talante una consumada inocencia de
estilo, y la total inexperiencia en el tema de la pasión y del
amor.
Pero al concluir el curso secundario, teniendo en
cuenta la necesidad que las apremiaba, muy pronto dio
inició a algunas inciertas tratativas para conquistar un
empleo de medio turno. Especulaba con poder ejercer
alguna actividad que le concediese el suficiente tiempo
para continuar los estudios técnicos que ambicionaba, y no
obstante, bajo esa condición, poder conseguir el ingreso
extra de un remediado dinero para reforzar los gastos de la
casa.
Es indudable que no fue arduo el esfuerzo por
intentar consumar su deseo. En pocas semanas conquistó
un empleo temporario de promotora de productos de
belleza, el cual debería ser ejercido en un stand de
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artículos afines que estaba localizado dentro de una
considerada cadena de tiendas. Su capacidad de
elocuencia, su razonable nivel educacional y
evidentemente, el hecho de poseer una singular belleza, le
facilitaron de inmediato su pretensión.
El cargo demandaría una ocupación diaria de seis
horas de actividad a ser ejercida en el periodo matinal y
vespertino, hecho que le permitiría a primeras horas de la
tarde, o parte de ella, continuar con los estudios.
Obviamente que tal oportunidad, mismo siendo provisoria,
concedía a su madre un claro señal de satisfacción,
principalmente por tratarse de una diligencia dúctil para su
joven hija, y por obtener en ese intermedio un recurso
adicional para contribuir con los dispendios del hogar.
Al ir desenvolviendo la nueva labor durante los
primeros meses de experiencia, su simplicidad, su
candidez y la espontaneidad de sus actos, muy pronto
despertaron la atención de sus contratantes por el
destacado servicio que ella ejercía. Siendo así, no demoró
mucho para que le propusiesen la inclusión definitiva en el
cuadro de empleados de esa empresa, acrecentando con
ello una pequeña mejora en sus recibimientos. Pero a su
vez, la habitual circunstancia de tener que pasar a convivir
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junto a extraños, la fue rodeando del conocimiento de
personas de los más diferentes caracteres y géneros. Y en
verdad, no todas ellas contaban con la misma ingenuidad e
inexperiencia que ella entonces ostentaba.
Operando diligentemente dentro de ese ambiente de
actividad, y viéndose rodeada de individuos de índoles
disímiles, luego se despertó dentro de sí una latente
necesidad de afecto, de estima y de consideración.
Entendía que los nuevos anhelos que germinaban en sus
sentimientos, eran un desahogo para su espíritu, y muy
diferente de los cuidados y el amor que recibía de su
madre.
Ahora sus sentimientos comenzaban a demandar por
un cariño heterogéneo, distinto, y hasta ambicionaba poder
experimentar los besos, las caricias, los mimos al igual
que lo hacían todas sus colegas de similar edad.
La luminosidad de su estampa, aliada a la belleza de
todo el conjunto corporal que poseía, muy pronto
posibilitó que no le faltasen los maliciosos candidatos a
pretendientes de su amor. Así fue que, cuando decidió
ensayar dar efugio a sus deseos, ella comenzó cada vez
más a dar oídos a las galanterías y los piropos que le
dirigían los más diversos varones, y pasó a sustituir sus
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horas de estudios por determinadas estratagemas,
permitiéndose ser arrastrada al cine, al parque, o a
cualquier otro lugar que le brindase una agitación
temporaria.
La inocencia de conocimientos y su propia candidez,
la empujaron casi de inmediato a entregarse a
experimentar algunos suaves roces, los afables tactos,
unos explícitos besuqueos, oyendo mimosos halagos y un
sinfín de pueriles cariños que fueron hostigándole el
espíritu indócil con los sentimientos en efervescencia.
Todo lo fue realizando en una sordidez de inmadurez, que
decidió ocultarlos evasivamente de su confiada
progenitora.
Entre la evasión esporádica de sus estudios, los
diversos pretextos encontrados para sus actos, las trampas
utilizadas para lograr realizar las escapadas de sus
responsabilidades, luego le fue madurando dentro de sí la
pretensión y el ardor de entregarse al placer voluptuoso
que fuese capaz de sofocarle el fuego que ardía
impetuosamente en sus inquietudes.
Muy de pronto, y amparada en ese pueril
comportamiento, se sintió decidida a procurar por la
experiencia total del amor, pensando profesarse idónea
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para encontrar en él, el posible sustituto de las carencias
afectivas que le fueron usurpadas en la amenidad de sus
días de juventud.
Cuando encontró el quimérico personaje humano,
aquel que para ella simbolizaba ser el príncipe encantado
de su ilusión, sin se permitir dudar por un sólo instante, de
pronto le entregó fogosamente su cuerpo y su virginidad,
consumando el acto en una secuencia de afables fruiciones
y sigilosas experiencias que como consecuencia,
originaron con tal efecto una mudanza radical en su
habitual comportamiento.
Siendo su madre una mujer intuitiva y sagaz, en
corto espacio de tiempo sospechó del comportamiento
epicúreo que la adolescente dispensaba en el día a día,
pasando a observarlo a través del pesado maquillaje que
ahora ostentaba, y hasta por las ropas más insinuantes y
estrechas con que desfilaba. Desconfió de la mudanza por
intermedio de las enunciaciones más sueltas y punzantes
con que su hija le respondía al ser cuestionada por el
aplazo de su retorno durante seguidas noches. Recelaba
por intermedio de todo aquello que una mujer madura sabe
identificar con inteligente perspicacia.
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Estaba claro que no pretendía para su hija una vida
reticente, opacada, reclusa, como del mismo modo,
tampoco ambicionaba que ésta se convirtiera en una
cazadora de momentáneos placeres, de hilarantes
delectaciones de quimeras jactancias. Hallaba que la
inexperiencia y la juventud que poseía, ensamblada por la
bucólica belleza despertada en su cuerpo, evidentemente,
muy pronto lograría atraer sujetos ambiciosos y codiciosos
por poseer ese tierno aliento. Y ella no estaba dispuesta a
permitirlo.
A partir de ese momento, y por el propio carácter de
una y la audacia de la otra, se estableció entre las dos
severas y pugnadas peleas, rodeadas de interminables y
continuos altercados y controversias alrededor de un
mismo tema.
Discusiones casi siempre iniciadas por parte de una
madre en busca de intentar disuadir a la hija de las
actitudes y trances que denegren el comportamiento de
una joven. Intentaba con ellos hacerla comprender lo que
para ella consideraba ser, el ideal del verdadero atributo de
la feminidad, el resguardo del recato, el mesurado
comportamiento de decencia y pudor que debe
desprenderse de una mujer.
La Tía Cora y otros cuentos Página 66
La vehemente intervención de esta señora, tal vez ya
llegase tarde de más en la disposición de la exuberante
joven, puesto que ésta ya había ejercitado la sustitución
definitiva de la falta de cariño y ternura, de la carencia de
un hogar estabilizado, de la separación y la expiración de
los sueños adolescentes, por la penuria que le fue
contrapuesta a un confortable vivir, y por todas las
privaciones a la que había sido expuesta desde temprana
edad.
Su aptitud no era una manifestación de anárquico
proceder para con su madre, ni una táctica que utilizaba
para penalizarla por sus propias privaciones y
sufrimientos. Absolutamente, lo concebía, por que para
ella esa conducta era la complacencia de su idiosincrasia,
era como alcanzar la plenitud de una aventura de
inconmensurable deleite, pueril, consecuente y
maravillosamente placentera para su imberbe corazón.
Por estar la joven decidida en hacer oídos sordos
frente a tantos reclamos, se estableció entre ambas damas
un clima de descomunal tensión y fastidio, ocasionando en
determinados momentos, excesiva gritaría y molestas
ofensas entre una y otra, acarreando el prosperar de la
antipatía y la discordia en la relación de ambas, forjando a
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que la joven se distanciase cada vez más de su común
habitar.
Al extralimitar el tan disgustado convivir, se fue
profundizando esa tensa correlación desde donde emergía
un severo tono de amenazas y de agravios constantes, que
fue consiguiendo sofocar de vez aquella confabulación de
adhesión de amistad y apego que existía. La misma
conjura que no hacia muchos años las había unido para
permitirles poder enfrentar el infortunio de sus vidas,
ahora se había distendido haciendo que el momento actual,
se volviese intolerable tener que dividir en conjunto un
exiguo espacio.
Ante tan insostenible situación de fastidio, no
demoró mucho tiempo para que la muchacha determinara
alzar su propio vuelo, con la estricta finalidad de así poder
acabar con la tan agobiante adversidad que la abrazaba, y
poner un fin a la sufrible relación anímica que mantenía
junto a su madre.
Es posible que el arbitraje de la chica se apoyase en
la frialdad de sus sentimientos, tal vez erguidos durante el
abandono solitario de su esencia o frente al
desmoronamiento de una convivencia armoniosa,
La Tía Cora y otros cuentos Página 68
momento del que le sobrevino una índole rebelde que le
moldeó un carácter personalista y egoísta.
Ya contando con una condición relativamente
estable considerada bajo el aspecto económico, más sin
poder aprovecharse del goce de un sueldo mas holgado
que le posibilitase una existencia de mejor bienestar, tuvo
que encontrar una solución provisoria para solucionar su
tormentoso escenario.
Sobre esa óptica, muy pronto dio inicio a lo que
podríamos denominar como siendo la propia libertad del
ánimo, y se mudó pasando a vivir junto con dos nuevas e
inseparables compañeras de andanzas, para dividir juntas
el espacio de un dormitorio existente en un pensionado
para mujeres.
La ruptura total de los lazos familiares con su madre,
el aislamiento definitivo de su antiguo entorno, la falta de
experiencia y de los conocimientos de la vida, los
inacabables deseos de divertimiento y lujuria, aliados a la
parquedad de sus recursos, en pocos meses la lanzó en una
vida de carencia absoluta de decoro y recato, maltratando
la exuberante belleza externa que poseía con un enorme
abuso y desmedro de comportamiento.
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Esa utópica ilusión de querer sustituir el sincero
cariño, por un amor de ensueño, muy pronto se disipó de
su mente, y las nuevas pasiones que vivía ahora le duraban
tan solamente una noche.
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Tenacidad Inapelable
Siendo una persona de una estructura anatómica
descomedida, ostentaba un corpachón imponente, holgado
en un abundante macizo de músculos y carne que rodeaba
su esqueleto por entero. Debería tener algo más de un
metro y ochenta de estatura, con una enfática cintura que
no desentonaba por ser impresionante, cuando se la
comparaba con sus membrudas piernas y sus fortachones
brazos, largos y espesos como macetas.
Con una piel cetrina, proveniente de una mezcla de
matices entreverados entre la conformación de los colores
de pura tierra, cobre y aceituna, iba dejando emanar por
sus poros una copiosa composición húmeda de sudor
grasiento, que por su vez le asentaba un barniz
abrillantadamente lustroso en el rostro.
Tenía el pelo de un negro nocturno como las alas del
cuervo, que por su vez era corto y grueso a modo de finas
agujas que se asemejaba a un sembrado igual que
pequeñas espinillas de cardo desparramándose indiferentes
alrededor de un voluminoso cráneo, apoyado como si
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hubiese sido encajado en un pescuezo rollizo que le bajaba
recto desde sus orejas hasta los omóplatos.
Los ojos le quedaban chicos entre tan desmedidas
facciones, asemejándose a dos bolitas ámbar que habían
sido incrustadas en aquel color barroso de su dermis, pero
que se exhibían brillantes y vivarachos he irradiaban cierta
confianza en la mirada. La nariz, aplastada y ensanchada,
se sobreponía sobre un par de labios pulposos y recios,
que más parecían estar inflados con una desmedida
abundancia de carne y sangre, los cuales se abrían geniales
frente a unos grandes dientes parejos y níveos, recalcando
querer parecer intensamente lechosos al estar
contrapuestos con el color cobrizo de su tez.
Sin lugar a dudas, su semblante indicaba ser un
descendiente de una prosapia que había fecundado
entremezclada durante largos años con el cruzamiento de
diferentes estirpes que venían degenerándose
sucesivamente desde mucho antes del inicio del siglo
diecisiete. Sus ancestrales habían sido engendrados en
aquella promiscuidad generada entre indios nativos,
blancos hispánicos, negros esclavos, mulatos autóctonos,
paisanos mestizos y toda otra clase de pobladores que
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habitaron en ese terruño desde mucho antes de la
independencia del país.
Inclusive, hasta puede ser afirmado sin vacilación,
que a partir de aquel momento muchos de ellos habían
servido augustos en las más diversas conflagraciones,
revueltas, asonadas, insurrecciones y tumultos que
asolaban el territorio en favor de los ideales de hermandad
y patriotismo de aquel entonces. No era el caso de que
alguno de éstos hubiese sido algún impetuoso idealista, o
hasta de haber sido el propio patrocinador de los hechos.
Habían tenido que participar por la pura obligación
exigida en aquel momento.
No debemos olvidar que en esos tiempos, las tropas
se formaban, por orden del juez, con el rejunte y la redada
aleatoria de individuos disímiles, casi siempre captados
entre los que componían la descomunal muchedumbre de
hijos oriundos de la anarquía, y de los desmejorados que
en aquella época se desparramaban a los borbotones por
las diversas regiones de la patria.
En cierto momento, al inicio, muchos de estos se
habían incorporado por voluntad propia a esas cuadrillas,
ya sea por el simple hecho de poder defender sus moradas,
en cuanto otros, más tarde, por el mero motivo de que ya
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no le habían quedado más tierras para habitar. A partir de
allí, lo tuvieron que hacer como única manera de ganarse
el sustento y por la necesidad de optar involuntariamente
por la paga minúscula que recibían.
A bien de la verdad, debemos esclarecer que todos
ésos antiguos antepasados no habían sido hijos oriundos
de un mismo lugar, ni crecido sobre el mismo pasto. Esa
ralea se fue desperdigando por entre los más diversos
caminos recorridos durante las colonizaciones, y como un
corolario del avanzo de la paisanada, donde a diestra y
siniestra, ésos hambrientos ladinos fueron sembrando hijos
naturales y huérfanos de familia por doquier.
Casi siempre, esas mismas tropas iban difundiendo a
su paso, su contribución de barbarie y miseria, donde
sembraban el hambre y la desgracia por cualquier lugar,
dejando atrás de sí una estera de violencia contra las
indefensas mujeres que encontrasen por delante,
depositándoles en sus vientres semillas de hijos sin padre e
una interminable tribulación para la posteridad.
Desde la iniciación de esta estirpe, de un modo
igual, la casi total mayoría de ellos habían sido
inhabilitados para obtener las condiciones de un mínimo
estudio y el conocimiento de las letras, donde se les había
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relegado a que formasen una fiel servidumbre de nombres
anónimos, y subordinados a tener que practicar la
ignorancia en sus actos. Herencia que cada uno de esos
esparcidos retoños recibió, como un suntuoso legado de
sus salvajes antepasados.
Obviamente, el individuo de nuestra historia, por la
propia carencia de sabiduría, no sólo de él, como la de sus
progenitores inclusive, conocía únicamente la de sus dos
generaciones de ascendencia, su madre y su abuela
materna. Del resto, estaba despojado de una total falta de
noción del origen, la procedencia y las raíces de aquellos
familiares a los que estaba unido en una sordidez de
penurias similares desde comienzos del siglo XVI. Pero al
igual que a cualquiera de sus antecesores, desde el día en
que nació, a él le había tocado recibir su propia herencia
de hambre, miseria e ignorancia.
Pobre y casi analfabeto, un día había venido para la
gran ciudad en busca de una mejor oportunidad que le
impidiese tener que arrastrarse entre ocupaciones que lo
llevasen por la misma indigencia de su niñez. Lo que, en
la suma del tiempo transcurrido, la intentona desde su
juventud hasta la época actual, no le ocurrió del todo mal,
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cuando imaginamos las restricciones de su instrucción y la
falta de experiencia para labores más letradas.
Cuando arribó, aquellos tiempos eran años de buena
demanda en la economía y, por consecuencia, existían
sobras de vacantes para el trabajo. En ese entonces pudo
conquistar algunos de los empleos disponibles para ocupar
sus jornadas, adonde cada mes lograba recibir salarios
exiguos, pero seguros. De cualquier manera, todas las
funciones que había ejercido eran para realizar tareas
donde se demandaba fuerza bruta, tosquedad, mucho
ímpetu y suficiente estrechez de pensamiento.
Debemos considerar también, que en aquel período
de su vida, disfrutando de un temperamento resuelto y
audaz por causa de su físico aventajado y la propia
arrogancia de su pubertad, se juntó a un grupo de otros
tantos miserables del destino como lo era él, para
yuxtapuestos invadir y usurpar una pequeña porción de
terreno que era parte de una vasta alquería abandonada, la
que al unísono, una muchedumbre se había sentido
estimulada a conquistar.
Prontamente allí prosperó una villa de apretujados
caseríos, donde el hombre alcanzó a construir su misero
rancho, utilizando para apuntalarlo, el rejunte de cualquier
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material simple como latas, tablas y cartón. A partir de
entonces, fue en esa vivienda desde donde atinó a
especular su parco espejismo y prepararse para poder
expandir su propio clan.
Después de algunos años, se desbordó su delirio al
pasar a dividir la morada con la mujer con quien quiso
compartir sus quimeras, viniéndole a continuación los
hijos e, indiscutiblemente, las necesarias mejoras
realizadas en la morada. No que ésta hubiese mudado
mucho desde su primera tentativa, pero ahora tenía lata,
tablas, techado de tejas y un piso de cemento bruto. Por
dentro, ellos habían conseguido rellenarla con algunos
bienestares que eran oriundos de la conquista de algunos
aparatos domésticos de segunda mano. Casi todos
comprados con mucho sacrificio y abnegación y sin saber
su origen. Eso no le importaba
Pero dentro de la parquedad de discernimiento que
conservaba en su carácter, no le fue posible vislumbrar a
tiempo el fin de la temporada de bonanza que se
avecinaba. La prosperidad que entendía ser duradera para
siempre, y en la que tan placidamente navegaba en
aquellos tiempos, de pronto su cese lo sorprendió
desprevenido.
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Tiempos después, el escenario económico del país se
deterioró violentamente, y con él se advino un embate de
postulación de consumo que dilapidó empresas,
comercios, patrones y principalmente empleos. Un
escenario que actuó como si fuese una peste siniestra que
se difunde silenciosa entre las sombras de una sociedad,
hasta poder notar que a su paso, junto con ella, había
quedado un tendal de anónimos infectados.
Ante tan funesto contexto, como consecuencia de su
incapacidad e impericia, el destino le arrebató el simple
oficio que ejercía y, con él, su sueldo garantizado. En ese
periodo, otros sujetos de similar labor y condición, ahora
desfilaban juntos en una desesperada procesión por
delante de industrias y negocios, que si bien algunos aún
no habían cerrado sus puertas, en el momento, los que
sobraron, se habían reducido a la mitad de su tamaño.
Acostumbrado por años a vivir estrictamente al día,
contando apenas con el estrujado dinero de su sueldo para
apuntalar el mes, el carcoma del desempleo lo abatió de
pleno, retirándole de rayano la posibilidad de mantener
sosegadamente a su mujer y los cinco hijos que
actualmente tenían.
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Sin resignarse a verse derrumbado por el desánimo y
la postración, y sin encogerse de hombros y dejar que el
desaliento le carcomiese el ánimo, así como el ácido
corroe el hierro, muy pronto andaba deambulando
afanosamente su pesado cuerpo en busca del carente
sustento, siéndole necesario tener que ejercer algunas
esporádicas changas para que el cobro le garantizase un
ralo puchero con el cual podía esconder la estrechez de
caudales y la penuria del momento.
El universo de vecinos a su vivienda estaba
compuesto por similares individuos que se encontraban
postrados frente a una idéntica realidad: todos huérfanos
de oficio, trabajo y un salario seguro con que mantenerse.
Había también algunos de ellos, que eran adictos a la
ejecución de tareas no siempre honestas, y que ante tal
cuadro de penuria, no escatimaban imprudencias para
poder disminuir sus miserias.
En ese territorio, colmado por personas llenas de
incertezas originadas por las carencias del intelecto y por
las irreflexiones de la razón, viéndose atiborradas de
privaciones para mantener un sustento regular y por la
gran opulencia de infortunios de esperanzas que cargaban
colmadas de las desgracias de tantas prosaicas existencias,
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se aglutinaban por doquier, un tropel de merodeadores de
indecorosas actitudes, que, fomentados por el ocio y la
codicia y por una desmedida avidez de sobreponerse a los
más desafortunados, de a poco fueron dividiendo el
espacio de la villa en dos tipos de catervas de pobladores.
Nuestro protagonista, mismo que poseyendo una
enorme privación de instrucción, era parte de la legión de
personajes responsables por la defensa del orden y la
virtud en el lugar. Tal vez lo era por el propio respeto que
imputaba su abultada figura, o probablemente por la
bestial fuerza de su musculatura que se había esculpido en
su cuerpo a lo largo de los años dedicados al exceso de
horas de pesada faena. Sin duda alguna, también lo era por
su vozarrón agudo, penetrante, intenso, semejante al
barullo de un estrépito, algo así como el sonido del trueno
que antecede al relámpago en medio de la tormenta.
Frente a los más triviales hechos acaecidos en el
lugar, su presencia era siempre requerida para mediar el
surgimiento de cualquier injusticia del paraje, en la que
mediaba con el uso de su juicio y de su fuerza, haciendo
valer los derechos del más desvalido e indefenso morador.
Sin lugar a dudas, con el decorrer del tiempo, él se había
convertido en un líder. Más bien lo había conquistado
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apuntalado por la influencia de su ímpetu, que por la
carencia de capacidad de reflexión que poseía.
Sin embargo, al sentirse responsable por haber
alterado profundamente su pacata vida en virtud de la gran
onda de desempleo, entendió que le era menester
conseguir ejercer alguna actividad laboral que le
permitiese ocupar el tiempo honestamente, y que a su vez
le generase asiduamente los recursos necesarios para el
sustento, sin la necesidad de depender tan solamente de
esporádicos y eventuales trabajos.
Ya cansado de pretender conquistar una ocupación
en las inexistentes vacantes de empleos tradicionales, o
sencillamente, aguardar ser convocado para la ejecución
de alguna precaria labor, un día tomó la resoluta
disposición de convertirse en un vendedor de productos
diversos, ofreciendo el mismo tipo de mercancías que
comúnmente notamos ser comercializadas junto a la
muchedumbre que a diario deben transitar apretujadas por
los trenes del suburbio.
No existen dudas de que el convencimiento para
inmiscuirse en esta práctica, le advino después de observar
a ciertos individuos de su colectividad, a los que veía
partir a cotidiano desde sus residencias en las inaugurales
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horas de cada mañana. Pero para consolidar la resistencia
de su pretensión, se dispuso a indagar junto a ellos todo lo
concerniente a las mañas necesarias en tal práctica, de las
habilidades requeridas, los beneficios resultantes, y sobre
todo, el obligatorio capital con el cual comenzar todo lo
relativo a este nuevo desafío.
Rápidamente comprendió que la exigencia principal,
constaba en solamente ostentar el suficiente coraje y una
indestructible voluntad para lograr abrirse espacio entre
aquella monstruosidad de similares pares que diariamente
se peleaban a garganta seca para diseminar sus utilidades y
mercancías, intentando de alguna manera despertar el
adormecido deseo de compra de los viajantes.
Sus informantes le habían sentenciado que cualquier
objeto o mercadería podría ser ofrecido, no obstante, debía
considerar que las de pequeño valor individual, y las que
despertaban la apetencia de consumo inmediato, serían las
que más disfrutarían de facilidades para ser
comercializadas rápidamente. También le explicaron que
existía oportunidad de venta de otro género de artículos
que dependían del momento del día, la época del año, o la
novedad ofrecida. Pormenores que él aprendería después
de iniciase en la actividad.
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Del mismo modo, le informaron que no era
necesario disponer de una elevada cuantía de capital para
adquirirlas, visto que existían los proveedores o
comerciantes mayoristas que se encargaban de suministrar
los productos en cantidades mínimas para iniciar la
jornada. Bastaba con tener el recurso suficiente para
iniciar una parte de la marcha, y si sentía que era necesario
adquirir más, podría retornar a ellos para reabastecerse por
sucesivas veces en un mismo día.
Le explicaron que él tenía que seleccionar
previamente el local donde iría practicar la actividad,
empero, de igual forma le aconsejaban que debiera llevar
en cuenta la localización de los comercios proveedores de
las mercaderías, de manera que no tuviese que perder
mucho tiempo del día de una forma improductiva.
Ya sintiéndose decidido a enfrentar ese nuevo rumbo
en su vida, solicitó a uno de los compañeros que ya se
utilizaba de esa costumbre de trabajo, que le permitiese
poder acompañarlo durante algunos días, como una
manera práctica de conseguir entender los pormenores y
las particularidades del reto que se proponía enfrentar.
Sobre esa condición, entendía que igualmente iría a
conocer los diversos locales de compra de las utilidades,
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las distintas mercaderías que existían, las cantidades
mínimas a comprar, los costos de éstas, y así poder
calcular el precio en que las lograría vender y la ganancia
que obtendría de ellas. Era una condición para esclarecer
un sinfín de otras dudas vehementes que por esos días le
asolaban la mente en remolinos de incertidumbre.
En esos instantes pretendía aguzar el oído y prestar
la debida atención en los diferentes argumentos que
vociferaban sus futuros concurrentes. Quería observar las
destrezas que éstos empleaban para comercializarlas, de
cual tipo de artimañas que estos se valían en el trascurso
de sus jornadas. En fin, de todo lo que consiguiese
absorber en el periodo que dedicaría a la averiguación,
como una manera de saciar un poco la vacilación del
pensamiento y la inseguridad que tomaba cuenta de su
escasa reflexión.
Al efectuar sus primeras experiencias, rápidamente
se percató que ésta no sería una tarea que le demandaría
fuerza y vigor físico en demasía. Más bien, requeriría de él
una cierta dosis de ánimo, eficacia, valor, y astucia para
poder eludir las largas horas de pie, las incesantes
caminadas que debería realizar entre terraplenes y
vagones, de un constante parlamentar a voz desgañitada,
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de empujes y atropellos, del enorme calor o del intenso
frío al que irremediablemente estaría expuesto. Esas eran
una abundancia de cuestiones específicas que no las había
considerado correctamente en el momento en que
pronunció su sentencia.
Pero no serían esas circunstanciales peculiaridades
las que le derogarían la voluntad. Sabía que gozaba de los
suficientes brios para enfrentar el reto. La edad tampoco
sería un obstáculo, pues siquiera alcanzaba los cincuenta
años y, de salud, aún se consideraba tan fuerte como un
roble.
Lo que para él escaseaba, era la facultad y la
experiencia con el trato en ese tipo de cosas, una mayor
familiaridad con esa nueva rutina que estaba a punto de
iniciar. Aún le invadía la duda sobre la aptitud correcta
que debía tomar frente a los hechos que, innegablemente,
desfilarían ante sí en forma de constante sorpresa.
Por esa época andaba tenso, intranquilo, atribulado,
ansioso como un adolescente frente a una nueva aventura.
Pero por el contrario, igualmente se sentía animado por la
perspectiva que avizoraba. Por juzgarse capaz de creerse
útil dentro de su limitación. Porque su voluntad era
superior a cualquier desdicha. Tal vez porque aunque no lo
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supiese, la sangre que corría por sus venas era guerrera.
Aquella que su estirpe había moldado entre beligerancias y
disputas a lo largo de más de cuatro siglos de existencia y
forjada a través de muchas contiendas.
Cuando llegó el día en que se profesó capaz de
iniciar la labor, se puso una mochila al hombro y partió en
la alborada para disputar desde las tempranas horas el
espacio en que le sería posible vender sus utilidades. No
obstante, tenía en el rostro una estampa taciturna y, junto
con la mochila, cargaba una enorme esperanza y toda la
ansiedad por el éxito de su desafío.
En aquel instante vestía un pantalón de jeans azul ya
medio descolorido, una camiseta blanca estampada con
una enigmática frase en ingles que desconocía su
significado, y calzaba un par de deportivas zapatillas de
lona igualmente en azul marino. Mismo no siendo
vestimentas nuevas, las mismas presentaban una
fulgurante pulcritud.
Llevaba una campera de nylon con una tonalidad de
un gris tan brillante, que al usarla reflejaba un intenso
resplandor así como lo hace el brillo de la luna en el
estanque. Estimaba que la misma le serviría para
protegerse de la frialdad del alba al igual que para
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resguardarse del frescor en el anochecer. El resto del
tiempo la colocaría en el morral. Había reflexionado que
merecía exhibirse con un mínimo de esmero y decencia,
como una condición de ostentar cordialidad y decencia
frente a sus compradores.
La timidez y el apocamiento que lo envolvió desde
el inicio del día, despacito se le fue desvaneciendo con el
correr de las horas, dando lugar a sancionar un cierto
grado de confianza en si mismo, aunque de la misma
manera que esa sensación le emanaba por la epidermis, el
cansancio y el agotamiento se fue apoderando de su
cuerpo, llegando a causarle unos punzantes dolores en sus
fornidas piernas.
Mientras realizaba trabajosos esfuerzos para abrir
suficiente espacio entre la muchedumbre, permitiéndose
acomodar entre ellos aquel corpulento organismo, la
pesada bolsa que llevaba permanecía colgada de sus
hombros. Juzgaba que el esfuerzo realizado le dejaba la
garganta siempre sedienta de tanto ir clamando las ofertas
y dando los agradecimientos por la atención que le
deparaban. Pero, inadvertidamente y absorto en la labor,
se le escurrieron las horas hasta que de pronto lo atajó la
noche y concluyó que había llegado el momento de volver
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a su casa feliz y campante por la labor ejecutada de
manera tan orgullosa.
Creo que ya se fueron casi diez años desde la
primera vez que lo reparé, que por señal, es casi imposible
no notar tan voluminoso e imponente individuo que, con
esa voz de estrépito de trueno que se dilata y se expande
por las berlinas, a diario se lo ve escurrirse ágilmente entre
los vagones del tren del suburbio, donde va ofreciendo
desgañitado las más variadas misceláneas de
predilecciones para sus anónimos clientes, mientras se le
ve esbozando siempre en su desmesurado rostro, una
simpática sonrisa pueril y una mirada firme y penetrante.
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Domingo de Amor
El ocio del momento lo estaba dejando algo
fastidiado. Situación por la cual razonaba que las
circunstancias en que se encontraba ya le comenzaban a
perturbar el ánimo y el espíritu. No en tanto, había pasado
un tiempo escudriñado en los viejos libros de su
biblioteca, en busca de cualquiera que le despertase algún
interés, como una manera de, al ponerse a leerlo, pudiese
ocupar el tiempo con el asomo de un ameno provecho.
Aquella era una tarde de domingo de un pleno
invierno que ocurría en un paraje subtropical, en el cual
desde hacia algunos días el cielo insistía en querer
repetirse monótono dentro un único color ceniciento que
estaba decorado con un plomizo gris penumbroso que por
su vez inundaba la intemperie contaminando lúgubremente
los alrededores de su entorno, y donde de una manera
abrupta hacía disminuir la voluntad de los individuos que
por allí habitaban.
La lluvia estaba compuesta de unas densas y
finísimas partículas de un vaho húmedo que, de modo
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persistente, acentuaba la opacidad del momento
permitiéndose robar el resplandor de la naturaleza
generando un efluvio de niebla que se columpiaba
campechana al sabor de una brisa que la empujaba
sombría de un lado al otro de la región.
Quien se detuviese a observar el clima como él lo
estaba haciendo en esos instantes por detrás de la ventana,
notaría que, apocadamente, la bruma iba mojando las
hojas de los álamos, empapándolas con una delgada capa
de agua gélida que luego se desprendía desde allí en forma
de pesadas gotas que batían en las veredas ya mojadas,
haciéndolas fraccionar en mil pedazos.
Luego percibió que los otros árboles ya casi
desnudos, mostraban desguarnecidos su húmedo y endeble
ramaje, donde la inclemencia del tiempo los había dejado
despojados en un triste vacío por la falta de los chingolos,
tordos, golondrinas y calandrias que normalmente
retozaban entre ellos en un persistente abalanzarse de rama
en rama, haciendo zumbar sus trinos en melodiosos
ritmos.
Igualmente advertía que la calle se presentaba
desierta de transeúntes, lo que le hacia pensar que éstos, al
igual que él, se hallarían en un aburrimiento de energía, o
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tal vez, del mismo modo como lo hacia su esposa ahora, se
entregasen al placido dormitar, en un deleitoso sesteo bajo
el abrigo de calidas prendas, dejándolos inmunes frente al
ostracismo de la inexorable tarde, o quizás, disfrutasen
mejor el momento por haber encontrado algún pasatiempo
más conspicuo.
Sin lugar a dudas, dentro del letargo que lo invadía,
percibía que ese instante de su vida era de pura monotonía
y suspensión de voluntad, sin lograr alcanzar a descubrir la
obtención de con cual diligencia le sería posible ocupar el
tiempo. Al actuar de esa manera, fue intentando distraerse
con futilidades o pensamientos inocuos, hasta que casi sin
querer se deparó con un considerable receptáculo que
contenía diversas fotografías de antaño.
Luego de dar inicio al manoseo de éstas, comenzó a
distinguir estar allí guardados algunos retratos que le
recordaban amenas evocaciones del pasado, y adonde
estaban impresas varias imágenes de los más singulares
instantes de felicidad y complacencia de las épocas de
antaño. En otros retratos, percibió memorias de una lejana
juventud y un sinfín más de vertiginosas de reminiscencias
de su existencia.
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Esas evocaciones le despertaron en el sentimiento
una milagrosa mágica. Por intermedio de las impresiones
descubiertas, sintió el aprisionamiento de la atención que
le despojó de rayano la apatía que hasta entonces lo
atrapaba. Era como si descubriese estar frente a una
asombrosa aventura que lo invitaba a explorar nostálgicos
pensamientos, los que apresuradamente le hicieron brotar
de su mente borbotones de meditaciones.
Casi sin percibirlo, se acomodó en un diván de la
sala y acondicionó la caja junto a si, como queriendo
retener a su lado un agraciado despojo, entregándose
apresuradamente al desvalijamiento de las ilusiones que
dentro de ella se encontraban, y donándose por completo a
la manipulación del codiciado botín.
Se detuvo a observar algunas fotos que presentaban
un matiz amarillento castaño, en donde se destacaban
algunas siluetas humanas de un color marrón pardusco.
Pero le fue dificultoso identificar al primer instante, que
algunas de ellas reflejaban la estampa de su fallecido padre
junto a sus tíos, y retrataban una antigua epopeya realizada
en un incierto y caudaloso río, donde en un estado de
alegre apariencia, éstos exhibían abultados trofeos de
pesca. Cerró los parpados, escondiendo detrás de ellos sus
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oblicuos ojos de una entremezclada tonalidad entre el
azulino y el grisáceo, para poder buscar aquella imagen en
lo recóndito de su memoria, y revivir la historia que se le
reflejaba ante sus dedos.
No encontró recuerdos suficientes para alimentar la
iconografía de las fotos. Desconocía el lugar porque en él
se retrataba un episodio anterior a su nacimiento. Entonces
le sobrevino la idea de que aunque su padre lo hubiese
llevado incontables veces a realizar actos semejantes,
nunca se le ocurrió volver a visitar ese local. Por lo menos,
que él lo recordase.
Envuelto por el silencio de sus pensamientos,
analizó la posibilidad de que el paraje en cuestión se
situase en algún local remoto y distante. De inmediato,
buscó registrar en el subconsciente que, así que fuese
posible, intentaría descubrirlo junto al único de sus tíos
que todavía estaba vivo, pretendiendo averiguaren
yuxtapuestos sobre algunos de los hechos cómicos de esa
longeva aventura.
Entre las vetustas fotos, descubrió aquella que
reflejaba la vieja casona en que otrora había residido y que
tantos momentos de infantiles esparcimientos había
desparramado junto a sus hermanos. El retrato reflejaba
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una construcción simple, de arquitectura sólida en un
único pavimento, con el techo de chapas de zinc a dos
aguas, y las paredes extremamente altas. Se notaban unos
ventanales idénticos en tamaño y simetría con la
descomunal puerta de entrada en dos hojas, que era
extremamente pesada y robusta y se anteponía guardiana
al cancel de vidrios cincelados que resguardaba el interior
de la finca.
Sólo con ver la foto ya se manifestaron en su mente
las imágenes del desparramado jardín que su joven madre
mantenía regiamente cultivado, y donde se apreciaban los
rosales de diversas coloraciones, las sensibles magnolias,
las amistosas begonias, las efusivas petunias, los
repolludos claveles, las simétricas margaritas, los
gordinflones crisantemos, las engreídas bocas de sapo, y
una infinidad de jazmineros, capuchinas, camelias y
campanillas.
Claro que la mescolanza de distintas fragancias
florales junto a un arco iris de matices multicolores y un
extendido pastizal verdeante, no se podían apreciar en la
lámina, pero el recuerdo aun las mantenía vivas en la
retentiva de su despertada evocación de memorias de una
época de la niñez, y que de alguna manera habían
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resucitado tan de inmediato a través de la apreciación de
esas imágenes.
Zangoloteó su nostalgia imaginando volver a retozar
por esas veredas del edén. De poder retroceder y revivir
los momentos en que se entretenían con los juegos de
cabra ciega o del divertido escode esconde. Recordó los
desazonados correteos de niños traviesos entre los floridos
aromos de pelotitas de oro, del colgarse de las ramas
lánguidas de los abatidos sauces, o las desenfrenadas
corridas por entre los frondosos troncos de tilos que
bordeaban el vergel.
De inmediato se regocijó bajo el recuerdo de la
existencia de los árboles frutales plantados en el trasfondo
de la casa, adonde a las escondidas junto a sus hermanos,
realizaban las glotonas comilonas de mandarinas, higos,
nísperos, ciruelas o naranjas, siempre consumadas
directamente al pie de los arbustos, y aprovechando el
momento en que sus padres, en el interior de la vivienda,
descansaban placidos después del almuerzo.
Infinidad de reflejos de aquellos años en su casa,
ahora le danzaban algarabiados por su memoria, ora
recordando el peludo perro overo que correteaba a su
alrededor emitiendo gruñidos como sonrisas; en otros, por
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las artimañas realizadas en el galpón de la estribería y
forrajes, queriendo montar sus propios juegos; y
recordándose de las gallinas y patos que andaban
deambulando y picoteando iracundos entre la hierbas y los
frutos caídos al suelo en su afanosa búsqueda por el
sustento.
De pronto se recordó de los paseos de domingo a la
orilla del arroyo, junto con los precarios intentos de
atrapar pescados, cuando disfrutaban de los frugales
almuerzos preparados por su madre en el remanso del
regato y reposaban con frivolidad a la sombra de los
chopos o de los floridos ceibos. El repaso de los hechos se
le multiplicaba en avasalladora rapidez, evocando por
tantos y tantos momentos alegres de la infancia.
De pronto escudriño entre el baúl de ensueños en
busca de alguna fotografía de su periodo escolar. Pretendía
volver revivir aquel espacio de su vida que le había dado
tantos contentos y regocijos. Pronto encontró las fotos que
reflejaban esos primeros años de alumno en la escuelita
del pueblo. Percibió que allí estaban retratados en
decolorados tintes de blanco y negro un poco desmayados
por el tiempo, una multitud de compañeros con su matrona
maestra.
La Tía Cora y otros cuentos Página 96
Ella había sido invariablemente la misma instructora
desde el primero hasta el tercer año de escuela y, en la
foto, todos estaban uniformizados con el común
guardapolvo blanco y con aquel detestable moño azul que
los hacía asemejarse a un pequeño ejército de soldaditos
de plomo, idénticos a los juguetes que otrora desfilaban
campechanos en nuestros recreos.
Localizó entre los varios rostros impresos, algunos
viejos compañeros de travesuras y pasatiempos.
Obviamente, al unísono, todos mostraban el cabello
cortado de cabo a rabo junto a la raíz del cuero cabelludo,
dejando de muestra y caído sobre la frente un invariable
topete de pelo. Las niñas ostentaban las singulares trenzas
y un flequillo casi desfallecido sobre los ojos. De pronto,
la extravagante imagen le produjo una leve risa al
recordarse por la austeridad y el rigor demandado con el
aseo, la higiene y el atuendo, donde les exigían extrema
formalidad y dignidad, no importando el arquetipo de
castas a que cada uno pertenecía en aquellos tiempos.
De pronto le sobrevino el recuerdo de las nostálgicas
fiestas de caridad y las kermeses que se organizaban en el
patio del colegio o en la plaza de la iglesia. Le brotaron
nítidas representaciones pictóricas de tanto jolgorio,
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recordando las banderolas de papel colorido que se
desplegaban a diestra y siniestra, las guirnaldas de luces
que iluminaban el perímetro, la inmensa fogata con sus
petardos voladores que explotaban reproduciendo miles de
centellas de coloraciones diferentes, y los chiquillos que
retozaban alborotados en los bailes de cuadrillas.
Esos recuerdos le traían a la memoria sus primeros
años juveniles en festividades de verdadero regocijo y
jubilo, asaltándolo las imágenes que lo empapaban con los
bucólicos manjares que allí se vendían. Evocando aquellos
cucuruchos de papel repletos de maní tostado, las bolsitas
de palomitas de maíz saltado, los inmensos copos de
algodón dulce, las sabrosas y rojas manzanas
acarameladas, las gigantescas salchichas con mostaza
picante, los candentes y deliciosos jarros con chocolate
caliente, los azucarados churros rellenos.
De repente, su memoria invocó por la gran mesa
donde estaban desparramados en toda su extensión, las
riquísimas tortas bañadas con crema o dulce de leche y
rellenadas de frutas en almíbar, las bombas de chocolate,
los bailarines budines de vainilla, los suspiros de crema
pastelera o las pastafrolas con el delicioso dulce de
membrillo esparcido entre los simétricos rombos de
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mazapán, o las infladas empanadas rellenas y otra
infinidad de exquisiteces más.
Recordó por algo que en aquel momento a su edad
aún no lo comprendía, pero todas eran pitanzas y manjares
caseros que resultaban del esmerado preparo realizado por
dedicadas y caprichosas madres que las donaban al clérigo
como siendo el tributo familiar a la organización del
evento filantrópico del momento y con la finalidad de, al
ser vendidos, recoger fondos para ayudar alguna obra
asistencial o a los más menesteroso vecinos.
En ese vaivén de embriagadores recuerdos, de
pronto se le despertó un indómito apetito de media tarde y
anheló por saborear un buen café caliente en compañía de
alguna apetitosa extravagancia.
Repentinamente, se levantó y se dirigió a la cocina y
colocó el agua a calentar, y luego se trasladó al dormitorio
para despertar a su esposa, con la firme intención de
incitarla a compartir la idea de una frugal refección.
Preparó la mesa disponiendo sobre ella los
recipientes de jalea, queso, manteca, galletas dulces y
saladas, y a continuación, dio inicio a tostar algunas
rebanadas de pan con el fin de dejarlos secos y crocantes.
Reconoció que la merienda en nada se parecía con las
La Tía Cora y otros cuentos Página 99
nítidas imágenes que aún le merodeaba la mente, pero
analizó perfectamente que, sin ningún inconveniente, éstas
servirían para escoltar una buena charla de media tarde
junto a su mujer.
La habitación pronto se llenó del calor emanado de
las hornallas encendidas y se impregnó del aroma del café
recién filtrado, haciéndole expandir los pulmones para
deleitarse con el bálsamo estimulante del cocimiento.
Ágilmente en el escenario de la cocina se crió un ambiente
de conformidad placentera que contrastaba con el opaco
atardecer del exterior de la residencia.
Una agradable sorpresa se dibujó presurosamente en
el rostro de la esposa al percibir los atuendos colocados de
la mesa. Por intermedio de una grata expresión,
acompañada de una mueca de sonrisa y unas palabras de
elogios, agradeció a su marido por la iniciativa demostrada
y el ofrecimiento de la merienda. No le cabían dudas que
la decisión era más que apropiada debido al nebuloso y
turbio clima que rondaba la vivienda en el crepúsculo de
ese domingo invernal.
Al ya estar sentados alrededor de la mesa, y después
del intercambio inicial de ponderadas palabras y frases
pregonadas al acaso, el hombre le describió los
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entretenidos momentos que pasó por la tarde, al descubrir
en el ataúd de las viejas fotografías, tantos recuerdos
nostálgicos que le permitieron viajar a través del tiempo,
rememorando las felices épocas de su niñez.
Suspendiendo sus pensamientos frente a la humeante
taza de café, le mencionó a su esposa la descripción exacta
del jardín que había en su casa con toda aquella infinidad
de flores existentes y con los perfumes y las tonalidades
que tanto lo extasiaban. Le describió la cuidada huerta y
los árboles frutales adonde hartaban sus ansias con jugosos
frutos frescos, resurgiéndole en el momento nuevos
recuerdos de aquel entonces.
Súbitamente le advinieron las imágenes de su madre
amasando el pan, el horno de leña hecho de barro y
ladrillo donde lo cocinaban, la preparación de las jaleas y
mermeladas con las frutas de la estación, enumerándole
los dulces de higo, de naranja, de durazno, y otros tantos,
pero eran las de frutilla que tanto le gustaban y que se las
comía a cucharada limpia.
Recordaba cuando ella preparaba las conservas de
legumbres con la cosecha de la huerta, acondicionando en
tarros de vidrio los pimientos, las berenjenas, las
coliflores, los pepinos, las cebollitas, las remolachas, y
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también los que preparaba con pulpa de tomate y cuanta
verdura más existiese en la granja.
Parecía que la estaba viendo nítidamente en su
dibujo, notando cuando ella batía la nata para preparar la
manteca e implorando por la inmediata ayuda de sus
hermanas para auxiliarla en la ejecución de los servicios.
Le parecía que la estaba escuchando con aquella voz
dócil y melancólica, media apagada entre los incansables
deberes domésticos y los inquietos movimientos ágiles
dentro de un cuerpo cimbrado, pero que igual se imponía
en un tono firme y exigente.
A decir verdad, esas historias de elaboración de tan
habilidosos menjunjes y las cualidades culinarias de su
madre, el hombre se las describía en una frecuencia casi
constante, pero pocas veces hacía la comparación de esas
artes entre las de ella y las de su madre. La mayoría de las
veces que evocaba esos relatos, los enunciaba para
incentivarla a que los ejecutase como una mera tentación
egoísta de poder saciar su propia glotonería.
Entregados a ese devaneo de recuerdos se fue
llegando el anochecer, y de manera cariñosa, él propuso
que ella se uniera a su intención para continuar juntos con
el manoseo de los retratos del pasado, permitiendo que sus
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mentes fluctuasen en la reminiscencia de hechos del
antaño y unidos, permitirse evocar añoranzas para revivir
tiempos lejanos.
Ya estando adjudicados a la hipnotizadora tarea de
rebuscar las reminiscencias, nuevamente el marido expuso
la idea de que se dejaran llevar por la noche en la
culminación de ese proyecto, aprovechando el momento
para saborear algunas fruslerías que acompañarían con la
degustación de una botella de algún vino entintado,
idealizando así la oportunidad de poder resucitar las
antiguas noches de los viejos inviernos en los cuales,
juntos iban descubriendo aficiones, enamoramiento y
seducción.
Al final, él había conseguido remover de su esencia
el fastidio con que el aburrido día lo había contagiado,
aprovechando el relámpago de improvisación para
compartir sueños viejos.
Y así, entre besuqueos, caricias y risas, ambos se
entregaron a pasar la noche renovando un amor de más de
treinta años de común convivencia, contándose fábulas
resucitadas por el intermedio de la interpretación de las
representaciones de momentos pueriles, cuando de pronto
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los alcanzó el amanecer y las primeras luces del día los
encontró dormitando juntos en el sillón del comedor.
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Cofradía Solidaria
Eran tres las generaciones que ahora habitaban en
ésta residencia grata y confortable. A pesar de todo,
conseguían coexistir de forma amena dentro de la
pretensión de un convivir harmonioso. La casa estaba
ubicada en un barrio agradable repleto de edificaciones
similares a ésta, donde las viviendas quedaban protegidas
por debajo de añejos y frondosos plátanos que, en el
verano, filtraban los ardientes rayos del sol, y las calles
adoquinadas se asemejaban a interminables túneles que se
eternizaban ensombrecidos y frescos.
Una de las generaciones de aquel hogar estaba
representada por una octogenaria señora que era la dueña
de la finca; la segunda generación era personificada por la
hija menor de la anciana y con edad alrededor de los
cincuenta años. La tercera, era figurada por la nieta de la
propietaria, que a su vez era la única hija de su hija menor
de los ocho vástagos que había procreado la longeva
casera.
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Como el terreno donde estaba ubicada la casa era
profundo en extensión, al adquirirlo, el fallecido esposo de
la abuela había hecho que se construyera en el perímetro
tres propiedades horizontales. Todas ellas quedaban
encadenadas simultáneamente a través de un largo
corredor lateral, permitiendo de alguna manera la
independencia individual de cada una de las residencias.
El domicilio al cual nos referimos en la narración,
corresponde a la primera y principal de las propiedades,
cuya puerta de entrada de la finca daba directo hacia la
calle. Esa ordenación era el resultado proveniente del
momento de la construcción, cuando entonces su dueño
buscó un mejor aprovechamiento económico del área del
terreno.
La arquitectura total de la residencia estaba
compuesta por un pequeño hall de entrada, un amplio
living comedor con su ventanal ahora enrejado, un
resumido garaje, dos dormitorios forrados con parquet de
cedro, una cocina relativamente confortable, al igual que
el cuarto de baño con su antigua bañera de hierro
enlozado. En el trasfondo de la casa había un pequeño
patio repleto de plantas y macetas, con una estrecha
escalera que daba acceso al techo de la casa.
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Las otras dos residencias estaban alquiladas a
terceros desde larga data, lo que permitía el recibimiento
mensual de valores que, a su vez, fundamentaban la mayor
parte de los ingresos para la subsistencia de las tres damas.
El restante de los ingresos provenía de una sobria pensión
de la abuela, agregándose a esto el resultado que obtenían
con la venta de confecciones de ropas de lana que su hija
elaboraba, y el ponderado sueldo de maestra que obtenía
su nieta.
El resultado de la suma total de los ingresos, era lo
les condescendía el derecho de poder llevar una vida
desahogada y sin apremios, no obstante, de la misma
manera, no les concedía permisión para realizar
incongruencias o exagero de consumismo en demasía, o
de realizar gastos superfluos para saciar determinadas
vanidades. Ellas vivían con comodidad dentro de lo
razonable.
Desde hacia muchos años que ya no habitaba
hombre alguno en ese hogar. Probablemente, el último que
lo había hecho fuera en la época anterior del nacimiento de
la muchacha, y de eso ya se iban más de veinte años. El
abuelo se había muerto repentinamente a los sesenta. Los
hijos mayores, despacito se habían ido casando
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desparramando sus hogares por el mundo, y la hija menor
que vivía allí, desdichadamente, implicó ser objeto de un
desengaño de amor que tuvo como resultado el haberla
convertido en una joven madre soltera.
Esa historia habría tenido inicio mucho tiempo atrás,
cuando esta joven aún trabajaba en una empresa privada
ejerciendo una función poco relevante para el caso. Sin
embargo, en aquella época, ella había conocido a un
esbelto joven de origen nórdico, que en verdad, era
oriundo de algún lugar de Suecia. En aquel momento, él
había aparecido en estos parajes para desplegar un trabajo
técnico junto a una determinada área gubernamental.
Por causa de esas imprevisiones que el destino
siempre nos otorga, ellos terminaron por conocerse de
manera circunstancial durante un encuentro cultural, y en
aquel momento iniciaron lo que podríamos denominar
como una amistad incidental. Un hecho interesante que
normalmente nos sobreviene por la necesidad de querer
saciar la curiosidad que nos brota al codearnos con un
individuo que es nativo de algún lugar exótico y
desconocido.
Posteriormente a ese encuentro inicial, se fueron
sucediendo otros no tan casuales así, ya que los mismos
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eran premeditadamente combinados entre ambos y con la
intención inicial de practicar un mero esparcimiento.
Primeramente fueron ocupando los fines de semana
en paseos al parque, visitas a los más diversos museos, o
asistiendo distintas funciones de cine o teatro. En ese
instante les interesaba participar de cualquier evento que
les facilitase un ameno pasatiempo y les concibiese poder
mantener un coloquio agradable y sosegado durante el
periodo que compartían amigablemente los dos.
Por aquella época, la joven ostentaba una belleza
singular; ajustada dentro de un cuerpo garboso y alto, con
un cabello castaño medio ondulado, acomodado en rizados
manojos que se desprendían sueltos hasta el
entroncamiento del cuello con los hombros. En su rostro
se alojaba una delicada boca y una nariz pequeña, lo que
permitía destacar en sus facciones un par de ojos
almendrados, hermosos al contemplarlos y casi del tamaño
de dos enormes estrellas refulgentes.
Tenía el cutis de un leve color pálido rosado que
exhalaba frescura y la fragancia de madreselvas,
haciéndole resaltar el semblante con candidez exuberante.
Su voz suave se asemejaba a susurros delicados, que por
su vez poseían una entonación armoniosamente afable y
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gentil y que dulcificaban los tímpanos de cualquier
interlocutor.
Inevitablemente su estampa contrastaba de manera
directa con el perfil del muchacho, que exhibiendo las
características típicas de un sajón, poseía un pelo muy
rubio y casi transparente como la miel, desbordando de él
una tez tan blanca como la nieve. Los huesudos pómulos
de su rostro eran tan destacados que más parecían dos
manzanas maduras y rojas que le saltaban de las facciones.
Todo su contorno se asemejaba a un muñequito de
porcelana, con una silueta enflaquecida, escuálida y
ennoblecida.
Perdidos entre medio de aquellos afables y
armoniosos momentos que compartieron, fue naciendo
entre ellos un encanto más profundo e intenso, que
inconscientemente hizo invadir la emoción y les
transbordó el corazón, siendo necesario saciar sus
impulsos por intermedio de efusivos intercambios de
besos, caricias y halagos. De allí en adelante, el resto fue
solamente una consecuencia de la pasión que compartían,
así como a seguir compartieron las sábanas en exaltadas
promociones de ternura y fogosidad.
La Tía Cora y otros cuentos Página 110
Un determinado día, y sin conocer el resultado de
los vehementes arrebatos vividos entre los dos, el joven se
sintió obligado por sus patrones a regresar a su patria,
dejando detrás de si la explícita promesa de retornar a este
país en la mayor brevedad posible, para de esta manera
poder consumar su delirio en un matrimonio que los uniría
postreramente.
Un mes después del indeseado alejamiento, ella
sintió dentro de sí la germinación de la semilla de la
pasión, como clara secuela de los cariñosos días de afición
y arrebato que los dos habían compartido. Ante tan
sorprendente noticia, decidió enviar de inmediato una
correspondencia para su alejado amado con la finalidad de
confirmarle la situación que se avecinaba.
La circunstancia que se advino, exigió el
intercambio semanal de ardorosas cartas, donde por
intermedio de ellas continuaron a tejer planos y sueños
para consumar sus quimeras, mientras que el muchacho
insistía en prometer un breve retorno, pero excusándose de
confirmar la fecha bajo la alegación de un imprevisto
retraso que era fundamentado en las disculpa de los
compromisos profesionales.
La Tía Cora y otros cuentos Página 111
No obstante, por esa razón necesitaba de una
prórroga y aplazo para poder cumplir con la promesa
realizada en su partida. Pero los meses fueron pasando en
una vertiginosa velocidad con un acumulo de
correspondencias que repetían constantemente las mismas
proposiciones y palabras, sin que al menos ella
vislumbrase el hecho de poder concretar la confirmación
de la boda. Aún estaba vivo dentro de sus sentimientos
aquel sueño de poder concretizar complacida el anhelado
propósito.
La soledad le ocasionó intensa congoja durante el
periodo del embarazo; no obstante, la criatura originada en
aquel inconsecuente momento de amor, al final nació,
resultando ser una lindísima infanta con una mezcolanza
de linajes entre las dos estirpes que la procrearon.
Debemos destacar que este aguardado suceso tampoco
produjo la ansiada posibilidad de confirmar el prometido
reencuentro entre los dos amantes.
Ya pasado casi un año desde la emigración del
hombre que le había despertado tan ardorosa pasión, ella
pronto se persuadió que el juramento de antaño nunca se
concretaría. Incontinenti, en sucesivas correspondencias le
pleiteó educadamente por la ayuda financiera para poder
La Tía Cora y otros cuentos Página 112
sustentar a esa hija renunciada, y entendiendo no caberle
solamente a ella el compromiso de mantener y educar la
niña. Corresponde destacar que prontamente, atendiendo a
las sucesivas suplicas de la mujer, el muchacho asedió al
compromiso de enviar un giro bancario a cada mes,
haciéndose cargo de parte de los gastos hasta que la
criatura llegase a su pubertad.
Con el decorrer del tiempo, la joven fue creciendo
entre mimos, agasajos y adulaciones por parte de la
familia materna, hasta el momento de constituirse en una
exuberante muchacha de perfil disonante con el resto de su
estirpe. Su complexión de niña había mudado para
resignarla a ser demasiadamente alta, excesivamente
delgada, casi escuálidamente esquelética en su estructura
física. Una fisonomía que prácticamente heredó por
completo de quien había sido para ella un desconocido
progenitor.
Su cabello tenía un matiz anaranjado semejante al
color de una zanahoria, pero delicadamente ondulado
como el de su madre. Los ojos eran de un celeste análogo
al color del reino celestial, con la tonalidad de un purísimo
y vivo añil cósmico que sobresaltaban austeros en un
rostro ovalado y largo, recubierto con una piel alba como
La Tía Cora y otros cuentos Página 113
el marfil y totalmente salpicada de pecas, dejándole una
apariencia de extrema jovialidad y entusiasmo que la
convertían en una clara animación a ser percibida entre los
quien con ella convivían.
Durante todos esos años, la joven disfrutó de un
tratamiento de plena indulgencia por parte de su abuela y
de una constante dedicación por parte de su madre, que
debido a la necesidad de cuidar de su anciana madre y
dedicarse a su jovenzuela hija, debió abandonar las labores
externas y consagrarse con afinco a confeccionar
vestimentas en la propia residencia donde habitaban.
Durante su periodo de crecimiento, la ausencia de un
padre no le despertó resentimientos en el alma, puesto que
nunca disfrutó de alguna carencia afectiva de parte de la
extensa familia que tenía en su alrededor, donde siempre
participaba con alborozo y animación en las reuniones con
los más de una docena de primos, y con los que
variablemente disfrutaba de esparcimiento con una total
amenidad y diversión.
Entretanto, en el periodo de mudanzas entre la niñez,
la adolescencia y la pubertad, se fue amoldando en su
inconsciente la aspiración de ser pedagoga. Puede ser que
el deseo de convertirse en una eficiente educadora, haya
La Tía Cora y otros cuentos Página 114
surgido de la continua convivencia con esa multitud de
parientes que la rodeaba, o como consecuencia de la
dedicada afectividad de su madre y su abuela, pero lo
cierto es que terminados los estudios básicos, optó por
entregarse a la tarea de suministrar las primeras letras a
pequeños infantes.
Esta garbosa joven de aspecto extrovertido y
optimista, dueña de un perfil casi anquilosado por su
flacura, poseedora de una voz delicada y firme que iba
imponiendo sus pensamientos de manera clara y concisa,
fuera de las cualidades y conocimientos profesorales que
fueron adquiridos por la exclusiva dedicación a su
pretendida profesión, ostentaba una extraordinaria
intuición para la elaboración de comidas y platos
extravagantes. Todos elaborados con gran perspicacia e
imaginación de su parte.
Su sagacidad para inventar la gestación de los
alimentos más simples, transformándolos de pronto en
originales comidas, provenía de su propia abuela, que
desde pequeña la involucró e inculcó en los conocimientos
básicos para las etapas preliminares de la cocina. Su don
ya era por demás conocido y admirado por toda la familia,
la que se seducía disputando las maravillas inventadas por
La Tía Cora y otros cuentos Página 115
ella en los agasajos y encuentros en que tenían
oportunidad de reunirse.
Ya en su fase adulta, adoraba preparar habilidosos
almuerzos o ingeniosas cenas para agasajar a los tíos y
primos que periódicamente recibían en su casa. Por demás
está decir, que siendo una familia tan numerosa, existían
meses en que los aniversarios se festejaban a cada semana
en una rutina que provocaba la cofradía de los parientes.
Cuando la cuestión era carnes, ella ideaba un
preparado especial que consistía en abrir un trozo de
pulpa, a la cual le cortaba con un cuchillo una tapa
superior dejándole una extremidad unida. En el trozo
mayor, introducía nuevamente el cuchillo y le abría una
especie de sobre interno. Para preparar el relleno, algunas
veces utilizaba morrones pelados cortados en juliana,
queso magro, ajo, aceitunas descarozadas y cortadas en
rodajas, condimentándola con sal, pimienta y orégano. En
otras oportunidades, la preparaba colocando un relleno de
jamón cocido, queso mozzarella, albahaca, pimienta negra
triturada, romero y sal. Cuando no, inventaba un fritado
juntando en la sartén, ajo, cebolla, tomate, salvia, tomillo,
queso parmesano rallado, agregándole chorizo picante
La Tía Cora y otros cuentos Página 116
desmenuzado, cocinándolo en el mismo consomé, al que
le agregaba una copa de vino tinto.
Preparado el relleno, cualquiera de ellos, lo colocaba
dentro del sobre interno de la carne, la cubría con la tapa
superior de la misma, sujetándola con dos escarbadientes
para no perder el relleno. La envolvía en un papel
laminado y la asaba en horno durante una hora y media,
acompañada de rodajas de papas, batatas, zapallo y
zanahoria, a los que los asaba junto a la pieza de carne.
Cuando el plato principal era la preparación de
pasta, variaba constantemente de espécimen de fideos y la
salsa que los cubría, pero también para estos ella tenía su
propio aderezo preferido, que lo preparaba de acuerdo con
el momento y la condición.
La salsa preferida consistía en un preparado donde
cortaba en cubitos menudos, unos pedazos de tocino
ahumado, jamón cocido cortadito en tiras finas, un poco
de ajo, cebolla, pimienta raspada y algún otro condimento.
Lo fritaba todo junto con muy poco aceite, agregándolo a
una salsa blanca que la condimentaba con nuez moscada
rallada y queso parmesano también rallado, adicionándole
una pequeña copa de vino blanco seco. Una vez preparada
la salsa a punto chirle, casi líquida, se la agregaba a unos
La Tía Cora y otros cuentos Página 117
tallarines ya hervidos, espolvoreándolos a continuación
con bastante queso rallado.
Idénticos procesos repetía para los pescados, aves,
filetes, mariscos o cualquier base para el alimento y, para
cada tipo, tenía su propio menjunje. Sabroso le quedaba el
lomo de cerdo mechado con tocino y pasas de damasco y
ciruela, el que después de asado lo cubría con bastantes
restriegas de queso semiduro y lo servía acompañado de
un puré de papas con almendras trituradas, adornado con
unas rodajas de ananá fresco y duraznos conservados en
almíbar.
Ella no se atenía a una escuela culinaria que sirviese
de guía fiel a sus aptitudes. Era su propio paladar el que
determinaba la sazón y el gusto con que los preparaba y
cocía, premeditando anticipadamente la circunstancia y la
ocasión de la fiesta y sus agasajados.
De igual modo, debemos destacar que tales dotes se
restringían exclusivamente a la elaboración de comidas. El
preparado de los postres y sobremesas no eran su fuerte y
su habilidad, y sí, el de su madre, relegándole a ésta la
fastidiosa labor en la preparación de los mismos.
En todo caso, justamente así se encuentran ellas
ahora, conviviendo bajo un techo sustentado por armonía,
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fraternidad y cordialidad, donde las tres sustituyen la
carencia afectiva de amores masculinos inconciliables, por
el complemento de cariño y solidaridad mutua entre
madres e hijas, sin hostilidad o desavenencias que las
mortifiquen, sin desunión o conflictos que las ultraje,
dando cada una de ellas su parte de ternura y adhesión
para con la otra.
La Tía Cora y otros cuentos Página 119
Bucólico Paisaje
En ciertos segmentos del recorrido, la carretera
llegaba a ser monótona por causa del perenne paisaje
desértico formado de tierra pura, cielo y el sol brillante
que la envolvía. No obstante, en ambos lados de la misma
se podía divisar a vista ensanchada, unas amplísimas
extensiones de pastaje de variados matices de un color
verde mezclado entre tintes sepia y musgo, entrecortado
por resplandecientes pajonales y otros tonos de verdes
entre esmeralda y glauco. Entre ellos se notaba que
estaban insertados montes regulares, matas con arbustos
menores y los espacios de cultivo originados del
cuidadoso trabajo de sembrado, que se entreveraba con las
áreas que eran destinadas para el fin de procrear ganado.
Algunos pastizales, al estar entrecruzados con
espacios sembrados de granos y leguminosas, su aspecto
difería de entonaciones, donde cambiaba de reflejos yendo
desde el más claro hasta el más oscuro, entremezclando
entre las siembras el propio dorado oro de algunas espigas
de granos maduros, e incluso, el sombrío follaje de
La Tía Cora y otros cuentos Página 120
malezas rastreras o el marrón lóbrego de indeterminado
boscaje perdido allá en la lejanía, donde el horizonte se
encargaba de marcar una fina línea en su amplia extensión.
Sin embargo, ese mismo modesto panorama, cuando
se analizaba la mezcla de tonalidades que lo cubría desde
arriba, se percibía el tinte añil celeste del cielo, interpolado
con esparcidas nubes que variaban del albo blanco a la
más variada gama de un gris borroso. Toda la atmósfera
parecía haber sido pincelada por algún hábil maestro del
arte del esbozo, el cual había enarbolando en el zenit la
presencia de un reluciente y redondo sol amarillo a manera
de parecerse a una moneda resplandeciente.
Intentando apresar el aburrido tiempo del trayecto,
me dediqué a buscar los contrastantes cambios de la
naturaleza, lo que casi sin querer me hizo percibir que el
propio colorido hacía parte del bucólico panorama. La
parte correspondiente a la carretera estaba pavimentada
con un breo alquitrán que en ciertos trechos presentaba
emparches en el asfalto, de manera de hacerlos parecer
como si ellos fuesen llagas curadas y resecas, o moretones
ya curtidos que habían quedado esparcidos a lo largo de un
maltratado cuerpo.
La Tía Cora y otros cuentos Página 121
En otros espacios, el mismo lecho del camino
presentaba unas cuarteadas hendeduras que iban
deslizándose en zig zag por la carretera, juzgando al ser
observadas, que simulaban ser como las heridas abiertas
esparcidas en una carne de piel morena lúgubre.
La larga lista fastidiosa y recta de un sendero
monótono, ocasionalmente aparecía entrecortada por
pequeños puentes que zanjeaban unos extenuados arroyos,
algunos de ellos profundos e incipientes, los que
inadvertidamente atravesaban el tramo y se esparcían
serpenteando como culebras entre los pastizales del
recorrido. En algunos de esos arroyuelos existía en sus
lechos un anémico hilo de agua plateada por el reflejo del
sol, que los hacia resaltar mustios entre las barrancas
desnudas de una tierra umbrosa y parda.
Paralelamente a los dos lados del camino, se
extendían de tanto en tanto, una infinidad de simétricos y
altos postes de madera rojiza que habían sido erguidos,
erectos, para poder sustentar una secuencia de cuatro o
cinco paralelos hilos hoscos. En éstos alambres se
balaceaban satisfechas diferentes pandillas de pájaros,
entre los que se notaban cardenales de penacho rojo, las
jaspeadas calandrias, los morenos horneros constructores,
La Tía Cora y otros cuentos Página 122
los asustadizos pirinchos, los cantores y rubios dorados,
los jilgueros de gargantilla, las grisáceas palomas de
monte o las alborotadas e impacientes cotorras, además de
un otro sinfín de aves de los más variados plumajes.
Algunos de estos tiesos maderos estaban coronados
en la cúspide, por estéticos nidos de un apagado barro
marchito y reseco. En otros, había un enmarañado de
ramas secas entretejidas entre sí, abrazadas a los mástiles
como siendo desengoznados percheros en el que habitaban
los lenguaraces y escandalosos loros verdes.
Si extendía la vista para ambos lados de la ruta,
notaba la existencia de una fina e interminable trilla
formada por tierra entremezclada junto a una esmerada
arenisca de gama plomiza, que servía para separar la
vereda negra del camino, de los verdes pastos de los
campos que amenazaban por invadirla desprevenidamente,
y formando una ilusión óptica a modo de querer
asemejarse a la terminación de un grotesco encaje que fue
zurcido a los lados de un tejido.
Más allá podía percibir entre los labrantíos de los
campos, que estos se hallaban cortados por interminables
líneas de alambrados que habían sido entrelazados
tiesamente en delgados maderos, que por su vez surcaban
La Tía Cora y otros cuentos Página 123
de arriba abajo y de norte a sur, los desolados ejidos de la
región. Dentro de esos cuadros circunscritos por los
alambres, se esparcían perezosamente algunas tropillas de
reses o la borregada, oteando indolentes la distancia y la
vida. Posando sobre algunos hilos de alambre, podía notar
determinados caranchos, chimangos y halconcitos
haciendo antesala por alguna presa.
Al observarlos metidos dentro de esa impavidez y
quietud, perdidos interiormente en un silencio que los
abrazaba, también divisaba colores disonante que
matizaban el conjunto. Parte del ganado presentaba
diferentes tonos de marrón. Estos iban desde el oscuro
negruzco, pasaba por el barcino, y otros llegando a ser
parduscos y castaños, hasta llegando al ocre, que por su
vez, era caqui, paja, amarillento y cobrizo. Una
interminable gama de coloraciones rojizas y lustrosas
disonantes de su alrededor.
Otros animales que por allí pastaban, estaban un
poco manchados de un color blanco sucio, desvergonzado,
avariento, descuidado, contaminado, que les mancillaba el
pelaje dándoles una índole extravagante y original, y
parecían emplastados como inusitados remiendos entre el
negro o el marrón de la piel que les cubría la osamenta.
La Tía Cora y otros cuentos Página 124
Por su vez, los corderos, las ovejas y los borregos
que se perdían a lo largo del infinito teatro de la
perspectiva, poseían una coloración que resaltaba
contrastante contra el aceitunado matiz de los pastizales,
ostentando en los cuerpos un sucio tono nevado de
desaseado color, haciéndoles parecer indecoroso el
enrulado pelambre que los cubría.
Algunos errabundos caballares aparecían aquí y allí
como descarriadas figuras en el perene bastión del
horizonte, entreteniéndose a pastar sosegadamente entre
frustrados relinchos, y deambulando relajados los
pelambres azabaches, cobrizos, cenicientos, pardos,
mestizos y un sin número de heterogéneas combinaciones
que contrastaban con el arco iris del vergel.
Algunas veces atravesaban el cielo planeando, unas
fortuitas bandadas de aves menores, pero claramente se
notaban aquí y allí los grises y espantados teros zancudos,
desparramando sus alaridos en la mustia campiña, cuando
algún avizor gavilán merodeaba sus nidos. Del mismo
modo, aparecían negros cuervos con sus estiradas cabezas
rojizas, revoloteando desgarbados alrededor de alguna
carniza putrefacta. De vez en cuando también divisaba
algunas garzas y biguás.
La Tía Cora y otros cuentos Página 125
Al extender la vista hacia el anverso de mi rostro,
ya podía divisar parte de las cumbres y faldas de la cadena
montañosa que se levantaba tenuemente en el horizonte,
que, por la distancia que se encontraba, parecía pintada en
un fosco celeste extraterrestre que se fusionaba con los
celajes claroscuros y la bruma de la tarde.
Aun estaba lejos de alcanzar esos macizos
compactos de piedra y tierra. Montañas inmensas en su
realidad y tan pequeñas desde la distancia. Pero mientras
continuaba a rodar por el camino, comencé a percibir
algunas esparcidas viviendas desperdigadas de tanto en
tanto, como si estas estuvieran a fin de pretender demarcar
un territorio totalmente deshabitado de seres humanos.
Algunas de esas casas se escondían en su retiro, a las
espaldas de frondosos montes de bastos y verdosos
árboles, a modo de pretender disimular sus tímidas figuras,
o quedarse acurrucadas en esas sombras, para continuar a
juzgarse desapercibidas entre el silencio sepulcral que las
rodeaba.
Muchas de estas residencias se presentaban
demasiadamente minúsculas en tamaño y en la
circunstancia, estando destinadas a albergar almas y
amparar necesidades. Eran moradas donde se refugiaban
La Tía Cora y otros cuentos Página 126
dentro de ellas, esperanzas y sacrificios de sol y sol en el
desmayado ambiente que las asediaba. Casi su totalidad
exteriorizaba al unísono un cándido color blancuzco, que
las destacaba parecer mucho más albas entre las sombras
que las acurrucaban.
Otras, muy pocas, eran construcciones enormes en
su dimensión, pero siendo por lo general bajas y con
techos sobresalientes a su alrededor, dejando establecido
claramente las diferencias del carácter económico de sus
habitantes. Se constituían edificaciones apropiadas para el
tamaño del bolsillo de las gentes que allí vivían. Del
mismo modo, además junto a éstas, se desparramaban en
los aledaños unos grandes galpones y potreros.
Esa apreciación más intensa de encontrarme ahora
divisando construcciones, gente y movimiento, me generó
la impresión de que luego estaría llegando hasta algún
poblado, y que éste esgrimiría su casi solitaria utilidad en
aquellos parajes, como para servir de centro mercantil para
la región. Prontamente me invadió la voluntad de
conocerlo aprovechando el intervalo para realizar un
descanso y consumar una refección ligera para saciar un
hambre no sólo formada de curiosidad y expectación.
La Tía Cora y otros cuentos Página 127
Algunos kilómetros después, principié a divisar un
amontonado conjunto de desparejas edificaciones que se
volcaban urdidas en ambos lados de la carretera. Al
arribar, noté que existía allí un innegable movimiento de
personas en los más diversos quehaceres, dando una
relativa percepción de dinamismo cuando se los
comparaba con la monótona soledad de su entorno.
La muchedumbre era en su gran mayoría, compuesta
por individuos oscuros de piel. En algunos, se les notaba
un ton cobrizo resultante de la epidermis requemada por el
inclemente solazo. En otros, la generalidad de ellos, era
una falange de hombres provenientes de las muchas cruzas
de sangres de varias razas, aunque se notaba claramente
que en estos prevalecían los antepasados indígenas de sus
familias.
La agitación del lugar estaba cercada de los más
policromos colores provenientes de todo el contexto que lo
componía; sin embargo, el polvo seco empujado desde
lejos por brisas y vientos persistentes, uniéndose a él el
resultado del desprendimiento de partículas de resecas
plastas de barro arrastradas por las ruedas de los vehículos,
hacía que todo allí fuera fosco, opaco, nebuloso,
apagándole el brillo natural de los colores.
La Tía Cora y otros cuentos Página 128
Las edificaciones cotejaban en casi toda su
generalidad, estar bañadas por tintas de una invariable
graduación de matices claros. Pero, debido a esa
inclemente y constante acción del viento, la lluvia, de la
propia tierra volátil y el polvo depositado en la atmósfera,
éstos agentes extraños se habían ido colando el las paredes
y ahora se chorreaban de arriba abajo, dejando a su paso
marcas perceptibles de un color pardusco sobre el tinte
original de las paredes, los cuales variaban de apariencia
conforme el resguardo que cada una poseía.
Al observar inadvertidamente esa imagen, me
parecía que todo el panorama asumiera una imagen de
abandono o suciedad. Era una situación diferente,
fatalmente causada por el inexorable ambiente en el que
estaba incrustada la villa, y que ciertamente no difería en
mucho de las edificaciones que yo había notado desde la
carretera.
Decidido que me encontraba a realizar un frugal
tentempié, escudriñé por la búsqueda del local apropiado
para saciar mi deseo, especulando instintivamente por lo
que me sería conveniente en cuanto al aseo y al tipo de
merienda que iría consumar, haciendo que descartase de
La Tía Cora y otros cuentos Página 129
rayano cualquier establecimiento que presentase un
dubitativo ambiente.
Curioseé por la vereda de la vía principal que
cortaba a lo largo el perímetro del poblado, explorando los
ambientes que allí se agrupaban en una tentativa
incansable de capturar clientes para sus gestiones. Había
de todo, tiendas de ropas, farmacias, mercados de
comestibles, ferreterías, herrería, taller mecánico, bares y
tabernas, almacenes y fruterías, abastecedora de
combustible, bancos, y panaderías.
Existía toda una progresión de negocios volcados
para proporcionar las necesidades de la región, sin
considerar lo que es infaltable en cada pequeña localidad
de interior: la plaza. Por su vez, ésta era la principal y
única, acogiendo desparramadas en su contorno a la
comisaría, la iglesia, el correo y otras autarquías estatales.
Parecía que la vida del pueblerino todo, transcurría
entre esa plaza céntrica y el trecho de avenida que del
mismo modo se valía como siendo la arteria central y la
carretera. El resto de las viviendas se extendían
somnolientas por lo largo de tres o cuatro cuadras de cada
costado de la avenida, y por toda la extensión longitudinal
La Tía Cora y otros cuentos Página 130
del pueblo, que debería ser de aproximadamente no más
que un kilómetro.
La mayoría eran meros locales comerciales, simples
en sus acomodaciones, pero sin embargo estaban
abarrotados de mercaderías variadas dentro del ramo de
actividad a que se proponían. Ojee entre los mismos
holgazanamente con el único intuito de desperezar mi
ánimo, cuando de pronto en mí peregrinar sonámbulo, me
deparé con un tugurio de aspecto interesante que
anunciaba entre otras cosas, las especialidades típicas del
terruño.
Era una mezcolanza de fonda, cantina, y bodegón,
con piso de tabla cruda, mesada de madera rústica
recubierta de un barniz brillante, y paredes melancólicas
desde donde colgaban añejados afiches de determinadas
bebidas y cigarrillos. Había también un gran espejo
rectangular y algunos percheros para acomodar los abrigos
de esparcidos clientes que hasta en tal ocasión se
allegaban.
Rellenaba el salón una profusión de juegos de mesas
con cuatro sillas, que al igual que todo el ambiente,
estaban erigidas en madera rústica, pavonadas con un
lustroso barniz rojizo, ostentando por encima de ellas unos
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mantelitos confeccionados preciosamente en un tejido con
apariencia cuadriculada y bordado en todo su contorno con
punto cruz. Pese a su simplicidad, todo demostraba un
relativo buen gusto y naturalidad, apreciándose en aquel
lugar el verdadero capricho de sus propietarios.
Indagando para concluir de vez con los intereses que
en tal sazón me conducían, prontamente me fue
recomendado probar los sándwiches, que venían
dispuestos en prodigiosas rebanadas de pan casero y
elaborados con manteca casera, robustas tajadas de queso
de la colonia y abastadas lonjas de jamón ahumado.
Además, podía probar los que eran preparados con rajas de
salame cortado a cuchillo, y acompañar los mismos con un
considerable jarro de café preparado al modo campero. De
igual modo, si así lo deseaba, igual figuraban otras
opciones más triviales en la carta del menú.
Para ser sincero, no esperaba depararme con tan
esmeradas y sabrosas exquisiteces, prontamente develada
por mi paladar, tanto en su gusto como en la exhibición
del plato y en el extremado cuidado que tuvieron con su
disposición. Un contexto algo difícil de poder encontrar en
una ciudad sin mayores recursos. Me habían servido los
alimentos en una gran bandeja de madera donde estaban
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acomodadas dos inconmensurables y espléndidas tajadas
de pan del tamaño de un sol, rebosantes por dentro de
holgados trozos de carne y queso, junto con una enorme
jarra de cerámica que contenía un caliente y humeante café
aromático.
Saciados mis antojos y con el apetito sobre control,
decreté por realizar una leve caminada durante algunos
minutos más antes de proseguir mi viaje, en una clara
tentativa de hacer posible digerir mejor los alimentos
introducidos dentro de mi estómago.
Las calles, en los alrededores de la plaza y de la gran
avenida, eran las únicas que poseían un revestimiento de
capa asfáltica negra. El resto de las travesías tenían un
caparazón polvoriento, constituido por un amasijo de tierra
opaca y barcina que se formó de la composición entre
arenisco, pedregullo, y macadán, compactada sobre los
mismos senderos que acomodaban las diferentes
residencias, que en su mayoría, al estar retiradas de las
veredas, todas ellas exhibían floridos y arbolados jardines
en sus frentes.
El sol de la tarde ya proyectaba su irradiación en un
ángulo que inventaba sombras oblicuas desde los objetos
hacia el suelo. Por su vez, la cadena montañosa que
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enmarcaba el lejano horizonte, ahora aparecía más
nítidamente ante mi visión, y eso daba a la ciudad una
representación ocular que bien podía ser considerada una
postal fotográfica sublime.
De pronto percibí que mi descanso se estaba
explayando en demasía, obligándome de inmediato a tener
que retomar el restante camino de mi viaje. Aun pretendía
llegar a mi destino antes que el sol se opacara de vez entre
las cumbres rocosas; aunque vislumbraba que tendría por
la frente un no tan monótono recorrido, ya que en muy
corta trayectoria del camino, la carretera se esparciría por
cuestas, repechos, curvas y laderas, robándome el
encantamiento de poder continuar a apreciar los bucólicos
paisajes hasta ahora divisados.
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Estirpe Disipada
Finalmente había logrado recibir el dinero. Era una
de las partes que le correspondía en la división de la
aminorada herencia, y que fuera resultante de su fracción
al realizar la venta de una casa vetusta y añosa.
Antiguamente, su bisabuelo la había construido en la
misma ciudad donde alcanzó a nacer su padre, pero de la
cual él había emigrado en su juventud.
En ese instante le invadió la memoria el recuerdo de
las épocas en que partían con ansia en el alma para
visitarlos, llegando a escudriñar en la retentiva por las
veces que en su niñez había despilfarrado horas de
ociosidad entre aquellas inmemoriales paredes. Repasó las
correrías alborotadas que realizaba libremente entre los
muebles de la casa, que en su momento le impresionaban
por ser invariablemente negros y pesados, y los cuales le
habían parecido que los mismos siempre habían sido
viejos y retintos desde el momento en que los habían
construido.
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Recordó que, por momentos, aquella vivienda de
edificación amplia, con paredes de muros anchos, gruesos
y estentóreos en opulencia, con los pisos de madera
lustrada y su alto cielorraso de tabla, le hacía pensar en ese
entonces que, de tan alto que quedaban desde su ángulo de
visión y dentro de la infantilidad de pensamiento que lo
acompañaba, lo inducía a indagar por el tipo de
corpulentos individuos que podrían vivir junto a sus
parientes dentro de ese castillo de techos altísimos.
Tenía presente en su mente los imponentes
ventanales que se anteponían a la zaga de las balaustradas
y volcados hacia la avenida, donde frecuentemente en los
atardeceres, sus abuelos se sentaban para extender sus
prosas deleitándose entre cebaduras de mate caliente y
manducatorias polvoreadas de azúcar y mermelada,
estirando la mirada entre el movimiento de transeúntes,
carrozas, velocípedos y algunos pocos vehículos perdidos
que por allí desfilaban en el crepúsculo.
No tenía dudas que en aquel entonces, pese a que
con su corta edad todavía no lo comprendía correctamente,
la opulencia ya hacía parte de la familia, y estaba
estampada desde el tamaño de la casona, los muebles de
estilo bizantino que en ella se desparramaban, los
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cortinados de terciopelo colgados del techo al suelo en
todos los aposentos, el tropel de servidores, todos oscuros
en su color pero de un alma blanca en el cariño y los
cuidados que le donaban, la imponente mesa donde se
reunía la familia para las refecciones, el piano colosal y
hermosísimo de un negro lustroso y relumbrante con el
cual su abuela animaba los cálidos anocheceres.
Para recapitular su memoria, recordó que su
bisabuelo había aparecido en una de aquellas levas de
inmigrantes que el gobierno había promovido próximo de
la segunda mitad del siglo XIX, como condición para que
de esa manera se incentivara la colonización de la región,
y de igual forma que pudiesen los expatriados inculcar
algunas enseñanzas instruyendo la población de
desventurados y analfabetos que estaba desparramada por
esos parajes.
En aquel momento había resolvió venirse como
polizón en un navío de carga que habitualmente realizaba
la línea mercante entre el puerto de da capital y en viejo
continente. Pero la verdad, era que él venía de mucho más
allá, de otras tierras mucho más lejanas e desérticas, que al
estar muñido de una juventud aventurera y de un espíritu
ambicioso, se había lanzado confiado a un nuevo mundo
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en ebullición. El convencimiento a realizar la aventura le
vino de los comentarios que existían abiertamente, de que
la riqueza de allende fluía por todos los territorios
inhóspitos.
Al inicio de su llegada se dedicó a tareas variadas en
el propio puerto de arribo. A continuación, fue mercachifle
de un ávido patricio que lo incentivó e instruyó en la
función y en mercantilismo. Reunido de coraje, partía
entonces con un pesado carromato abarrotado de
chirimbolos por esos caminos de tierra con mucho polvo y
barro, recorriendo distancias agrestes y yermas, buscando
pueblos o villas que abrigasen diferentes individuos con
quien negociar.
Muy pronto la perspicacia le permitió vislumbrar la
fructífera oportunidad de realizar compensatorias permutas
de sus mercaderías por otros productos, y nuevamente,
atiborrado de esos nuevos frutos y utilidades, realizaba su
retorno a la capital; los que entre ida y vuelta, le consumía
varios meses de su vida. Algunos años después, ya dueño
de varias carretas en el trayecto, concluyó por establecerse
en la región y desde allí, comandar su floreciente negocio.
No demoró mucho tiempo para que el oro y la plata
llenasen sus alforjas, trayendo yuxtapuesto el restante de
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los beneficios que la riqueza siempre proporciona. Fue en
esa época que mandó construir la casa, no sin antes haber
construido parte de su imperio económico.
Adinerado, pudiente, culto y letrado, pero siendo ya
un señor de edad madura, mismo así, instituyó casamiento
con la hija de un acaudalado hacendado de su círculo de
negocios. El hecho le permitió aun más reforzar su ya
holgada riqueza, y en esa residencia magnánima y grande
habían nacido sus diez hijos, y desde allí comenzó a
inmiscuirse en la política regional como manera de
preservar su patrimonio.
En el decorrer de la vida, se convirtió en un
poderoso, influyente y astuto líder local, apoyando
determinada facción del régimen, como manera de poder
garantizar su opulencia y su destreza. Fue así hasta que, al
llegar a su vejez, una enfermedad lo postró por largos años
en un letargo inocuo, robándole la capacidad de hablar y
expresar su raciocinio.
Sus hijos, aprovechando el oportuno momento, se
dividieron en vida los negocios y las propiedades del
patriarca a fin de que cada uno de ellos pudiese dar
continuidad a los días de gloria de antaño. Durante un
determinado periodo de tiempo, hasta que algunos
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tuvieron un relativo éxito con los emprendimientos que
realizaron, pero a casi todos les faltaba la sagacidad y la
maña del viejo cacique.
A decir verdad, vale esclarecer que los tiempos ya
eran otros y los espacios para grandes negocios ya estaban
ocupados o demandaban por un mayor capital. Mismo así,
el comercio del inicio del siglo trajo con él, la mudanza de
los rumbos mercantiles y los propios hábitos de la
población. En ese periodo pasaron a existir ciertos
beneficios que dieron impulso a diferentes actividades que
se fueron desenvolviendo con el advenimiento del
ferrocarril, el automóvil, la radiodifusión, la luz eléctrica y
muchos prósperos beneficios más.
En el fraccionamiento de la herencia, a su abuelo se
le habían homologado como parte del repartimiento, los
derechos a la casona y el establecimiento que funcionaba
como almacén de compra y venta de granos y de artículos
relacionados con la actividad agropecuaria. Éste era un
enorme galpón, una especie de comercio mayorista
especializado en un segmento de actividad bastante
predominante y aún en expansión.
En ese instante, un torrente de recuerdos le aguza
vivamente su memoria y le hace recordar de algunas de
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aquellas visitas que habitualmente realizaban a la ciudad
natal de su padre y sus abuelos. De pronto se entrega a la
afable evocación de su época de chiquillo y de su estada
en el almacén, cuando le viene a su mete la imagen de
cuando correteaba entre los inmensos corredores de
enormes pirámides de bolsas de yuta, en las que se trepaba
ágilmente como mono entre matorrales, no sin antes tener
que escuchar los severos bramidos que su abuelo
prorrumpía para que conservase la compostura.
Ceñido en ese conflicto de recuerdos, a su memoria
le vuelven nuevamente las imágenes retentivas de la casa
de sus abuelos, imaginando ver el amplio patio enlozado
con grandes mármoles blancos y negros asemejándose a
un impresionante tablero de ajedrez, y que sitiaba
lujurioso las anchurosas habitaciones a su alrededor.
Evoca la cocina grande con el aljibe interno y los fogones
de leña, recordándose del jardín posterior que era una
mezcla de huerto, vergel de flores y boscaje de
enmarañados arbustos y enredaderas en donde jugueteaba
distraídamente bajo los celosos ojos de una criada de
ocasión.
Todo eso pertenecía a un momento remoto de su
niñez, en que aún en aquel periodo no se había hecho
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sentir con mucha intensidad el ocaso de la opulencia que
esa familia ostentaba en tiempos pasados. Las épocas
habían cambiado, pero recordaba claramente la
aristocracia de sus abuelos, que sin embargo, en virtud de
las dificultades económicas que los apremiaba, insistían en
conservar intacta la estructura y la disposición de la
casona.
Sólo el tiempo le fue dando a nuestro personaje la
capacidad de razonar sobre lo sucedido, adonde con base
en los acontecimientos mas recientes de su vida, le fue
más fácil advertir ocurrencias similares como los
ocurridos con su familia. Principalmente los observados en
las estirpes de distinguidos apellidos, de linajes con mucho
dinero y poses construidos principalmente con el usufructo
de tierras y campos; peculios que muchas veces se fueron
acumulando a la sombra de negocios ambiguos y hasta
con la unión de distintas combinaciones de apellidos y
sobrenombres.
Esa formación de grandes extensiones de tierra, que
antiguamente habían generado aquella noble hidalguía de
muchos sobrenombres de donaire, daba tranquilamente
para sustentar varios hijos con enorme exhuberancia y
poder. Pero con el fallecimiento de estos soberanos, con el
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paso de las décadas se fueron dividiendo los campos con
partes menores, los que igualmente, continuaron a ser
explorados por sus descendientes utilizando peones sin
estilo y cualidad.
De igual modo, estas tierras continuaron a fructificar
suficiente dinero y riqueza, que por su vez seguían
sustentando otras manadas de hijos, los que no obstante,
igual podían sacar una buena renta de ellas, pero no tanta
fortuna como entonces.
Igualmente, con el pasar de los años, esos hermanos
fenecían y nuevamente las partes menores quedaban aun
mas menores que antes. A partir de ahí, ya la plata que
esos campos rendían no alcanzaba lo suficiente para
sustentar cunas y estirpes, dando lugar a peleas entre
familia o fraccionando lo que restaba, necesitando los
descendientes buscar el sustento y los anhelos en otros
trabajos.
Llegó a comprender que algo así habría sucedió con
su abuelo, que queriendo mantener la apariencia y la
compostura legada, no vislumbró lo que sobrevenía. De
ese casamiento le nacieron tres hijos, -su padre y dos tías-,
y de igual modo, no siendo una familia tan numerosa, el
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comercio que tenían generaba solamente lo estricto para
vivir y sostener los gastos de manera escrupulosa.
De tal manera, para adaptarse a los nuevos vientos
que soplaban, redujeron la servidumbre a la escuálida
suma de dos domésticas, y la casona se fue deteriorando
por la falta de recursos suficientes para la reparación y
restablecimiento de la edificación y el mobiliario, y muy
pronto del mismo modo, también se acabaron las tertulias
y las reuniones de familias distinguidas. El simple hecho
de tentar sobrevivir, fue lo que en realidad marcó las
últimas décadas de vida de sus abuelos.
Su padre, desde temprana edad, se había marchado
para la gran ciudad con intención de completar los
estudios universitarios. Tal vez haya sido ese el mayor
legado que sus abuelos le prescribieron a su padre, pues
dentro de la estrechez de recursos, le respaldaron por años
el costo concerniente a su sustento y la progresión
educacional.
Durante esos ocho años de ausencia dedicados a sus
estudios, se había ido ahondado aún más el lúgubre
escenario del oficio de su abuelo, haciéndole menguar los
resultados de tal manera, que ya no permitiría sustentar
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más bocas dentro de una misma insuficiencia de
recaudación.
Bajo la perspectiva ominosa que tristemente
vislumbraba en las actividades mercantiles de la familia, el
muchacho decretó la sentencia de volver a la capital para
organizar su porvenir, ahogando en ese momento las
fantasías tejidas bajo un manto de esperanza y sin poder
tener aquella certidumbre de alcanzar a practicar la carrera
escogida en su ciudad natal.
Aun así, ambicionaba alcanzar el éxito en la
profesión elegida, mismo sabiendo que no podría contar
con las relaciones requeridas para introducirse en un
nuevo mercado, pero mantenía el convencimiento de que,
con esmero y dedicación, no le sería dificultoso alzarse
victorioso en su desafío.
Al inicio fue necesario juntar ímpetus similares con
algunos ex condiscípulos de universidad y colectivamente,
pronto instalaron un pequeño bufete para desempeñarse en
las labores de abogados. No obstante, la expectativa criada
no fue muy satisfactoria en cuantificación de resultados
compensatorios; hasta que en un determinado día, aceptó
un nuevo reto y se fue a trabajar para un renombrado
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escritorio jurídico con acentuada especialización en causas
civiles.
Aquellos espacios inaugurales fueron para su padre,
muy duros y sacrificados en todos los sentidos, pero de
cualquier modo ese fue el período en que se produjo el
escenario que le permitió enclavarse en un ambiente nuevo
y competitivo para su profesión. Más tarde aparecieron en
su vida, la esposa, el hogar, los hijos y los beneficios de la
profesión que fue conquistando paso a paso en el decorrer
de los años.
El repaso de los acontecimientos de sus antepasados
estaba prácticamente cimentado en el recuerdo de las
historias que su padre le había efectuado en los más
diferentes momentos de su vida, pues a bien verdad, muy
poco pudo presenciar de los hechos y las historias de la
familia. En parte debido a la distancia donde vivían, y por
las escasas veces en que visito la casa de sus antepasados.
Lo único que alcanzaba a mantener nítido en su
cabeza eran los momentos de la niñez, tiempo en el que las
visitas fueron más frecuentes, pero después que su abuelo
se enfermó y fueron obligados a vender el negocio y la
propiedad donde se ubicaba el almacén, su padre y él, no
habían vuelto más a visitarlos.
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Sin embargo, pese a que su padre mantuvo para con
ellos sus citas anuales y una periódica correspondencia, él
solamente volvió a la casona en los últimos momentos de
vida de su abuelo. En esa su última estada, recordaba de
cómo alcanzó a percibir la precariedad económica que
había cincelado profundamente la confianza de aquel
lugar. Fue en ese instante que notó que nada mas guardaba
el brillo de antaño, ni la casa, ni los utensilios y ni las
personas, ni la propia manera de vivir de todos ellos.
Tal fue vez por misericordia o piedad, pero en aquel
momento quedó ajustado entre los sucesores que,
poseyendo como herencia para dividir, única y
exclusivamente la desmerecida propiedad, y siendo ésta de
imprescindible necesidad para poder cobijar entre sus
paredes, a su abuela y una de sus tías con sus respectivos
familiares, establecieron de común acuerdo que la división
del legado se daría cuando ambas mujeres falleciesen,
accediendo a que los parientes mayores continuasen a
disponerla hasta el final de sus vidas.
Igualmente, vista la precariedad de subsistencia que
allí se enfrentaba, su padre los socorrió en diversas
oportunidades con suficiente subsidio monetario con el fin
de permitirles tener una vejez más digna y plausible. Así
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se pasaron un poco más de dos décadas y en ese lapso de
tiempo, murió su abuela y pocos años después, su propio
padre.
Cuando esa tía que aun vivía allí también espiró,
nuevamente los sucesores acordaron realizar la secesión de
la herencia entre todos los descendientes, pactando entre
ellos la venta del inmueble y todos los perteneces que
hacían parte de la misma.
Todo el procedimiento legal para poder venderla
había consumido algo más de un año, entre el expediente
de los documentos legales y la venta de la propiedad.
Considerándose que la ubicación de la vivienda
estaba insertada en la calle principal de la ciudad, en su
momento, el valor alcanzado con la venta no llevó en
consideración la parte física de la residencia en virtud de
ésta ya estar completamente deteriorada y comprometida
en su estructura. Ni que hablar de los impresionantes
muebles de caoba negra con más de cien años de duración
menoscabada y carcomida por el maltrato.
Cavilando ahora sobre los hechos y volviendo a la
época actual, reflexionó sobre los orígenes de la familia en
una región extraña para sí. Recapacitó en una amplia
análisis por la viveza y enfoque que había tenido su
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bisabuelo en un momento de la historia y quien sabe, del
contento que éste sentía al juzgarse vencedor en tierras
remotas. Evaluó la falta de perspicacia y de clarividencia
de los hijos de éste al dilapidar el patrimonio por él
conquistado, y de las tantas otras cosas acontecidas en tan
sólo tres generaciones, donde un sobrenombre de
influencia y estirpe había quedado silenciosamente
consumido en la leyenda y en historia.
Le parecía mentira que de toda aquella opulencia,
riqueza y fortuna de otrora, había restado para cada uno de
los descendientes el valor similar al costo en la
adquisición de un automóvil con más de diez años de
usanza y un sobrenombre normal en el catálogo telefónico.
La Tía Cora y otros cuentos Página 149
Trama Conjurada
En ese momento la cabeza estaba hundida sobre una
escuálida almohada de tejido esponjoso, de manera que
esa posición le permitiese permanecer indiferente al
movimiento de las personas que susurraban lacónicos a su
rededor. El cuerpo frígido desde hacia varios días, yacía
estirado en posición inerte entre los inmaculados lienzos
de un lecho luctuoso, haciendo que su delgada figura
contrarrestase con la fraternidad que se percibía dentro de
un cuarto totalmente albo.
La dermis del hombre enfermo había comenzado a
perder la tonalidad lustrosa de otrora y la decoloración de
su piel parecía dejarlo opaco, descolorido. No obstante, el
lento movimiento pausado del esternón demostraba que la
savia continuaba a circularle lánguidamente por las
arterias, como si estuviese procurando de alguna manera
permanecer pugnando por sobrevivir.
Quien se atreviese a observarlo sin comprender su
pasado, notaría un rostro demasiadamente demacrado que
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dejaba trasparecer una silueta cadavérica a punto de
expiración, permitiendo percibirla aún más acentuada por
causa de la boca arrugada y de las mejillas enflaquecidas y
hundidas por la falta de dentadura, lo que le hacia resaltar
desmesuradamente los puntiagudos huesos de sus
pómulos, y hacerle prevalecer el armazón huesuda de una
nariz afinada y picuda frente a la cavidad ósea que
acondicionaban sus grandes ojos morenos y marchitos.
Tenía las juntas de las articulaciones de los huesos
del cuerpo hechos como nudos por causa de una artrosis
aguda que lo venía molestando desde mucho tiempo atrás,
dando la impresión de que éstos ensayaban escabullirse
desde su estructura, como si pretendiesen escaparse de los
punzantes dolores que esas hinchazones provocaban en las
coyunturas. Toda su estructura estaba acomodada en una
distribución corpórea que tal vez ahora no alcanzase a los
50 kilogramos.
Mantenía los parpados cerrados como si quisiese
aferrarse a la vida que ya exhortaba en intentar escaparse
lentamente de su quebradizo cuerpo. De cualquier modo,
tampoco incitaba en conservarlos abiertos, pues la tenue
piel nebulosa y blancuzca que le cubría la córnea, le
dejaba percibir solamente unas imágenes turbias y
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brumosas, resignándolo a tener que distinguir tan
únicamente figuras desteñidas y pálidas.
El murmullo que las personas que lo acompañaba
iban balbuceando por la habitación, le penetraba en sus
oídos semejándose a un sonido diáfano, imposibilitándole
la condición de comprender claramente las palabras que
éstos entonaban, y dejándolo con la impresión de estar
auscultando una repercusión de lejana resonancia. Si bien
que el viejo ya sospechaba el debate que estos suscitaban a
su alrededor.
Pese a la circunstancial condición de extremada
precariedad física que exponía, su lucidez de pensamiento
permanecía casi intacta, un suceso que le permitía,
esporádicamente, al procurar extender su mirada, sentir un
cierto gusto de complacencia al notar la presencia
plañidera de los codiciosos parientes que ya lo velaban
aun en vida. En lo recóndito de sus pensamientos, en parte
le entusiasmaba notarlos tan abismados y meditabundos
frente al cuadro sepulcral que él les bosquejaba desde su
lecho de hospital.
Ésta no era la primera vez que sus familiares habían
acudido urgentemente a visitarlo en su internación
hospitalaria, teniendo en vista el corolario expuesto en
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más una grave crisis renal que lo había acometido
sorpresivamente. Pero como el cuadro general que
presentaba demostraba una cierta debilidad acentuada,
todos ellos por igual preveían el momentáneo proceso de
su expiración para cuestión de exiguos días.
Embarazoso engaño, pues la verdad es que el
avejentado abuelo, mismo oprimido en un delicado trance
y con la salud severamente comprometida, revelaba
lentamente una vaporosa recuperación frente al intenso
tratamiento impuesto por los médicos. Un hecho que
indudablemente, en su pensamiento significaba más una
nueva ocasión para producir en esos bandoleros
malandrines, el paulatino aplazamiento de sus quimeras, lo
que evidentemente significaba pretender expeditamente
echar el guante a la fortuna que él disfrutaba.
Con una lucidez manifestada tan sórdidamente, y
que se mantenía clara como la misma transparencia del
agua pese a la frágil imagen que su cuerpo trasmitía, la
eventualidad le asentía evocar por determinados hechos
del pasado. Estando en ese inocente reposo,
frecuentemente consentía a su mente el derecho de
desenterrar acontecimientos que desde mucho tiempo atrás
le ocasionaron el endurecimiento de su alma, llegando a
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evocar por el momento que alcanzó a distinguir
notoriamente la avidez y el egoísmo en el comportamiento
de casi todos ellos.
De una manera u otra, a todos ya les había extendido
su ayuda en las más diversas ocasiones de emergencias y
apremio, intentando colaborar para auxiliarlos a poder
encontrar el sosiego para los atosigamientos que padecían.
Tal vez no fuera con la misma holgura que estos
pretendían, pero de cualquier modo, sea bajo cualquier
pretexto que se lo expusiesen, en ningún instante se había
arrepentido de socorrerlos en los relámpagos de premura.
No obstante, desde hacia algunos años venía
notando un cierto despotismo por parte de muchos de
ellos, principalmente en lo concerniente a empréstitos
monetarios para saldar compromisos. De éstos, un
sinnúmero eran de orígenes dudosos o hasta quien sabe,
ocurridos por causa del comportamiento atolondrado e
imprudente que ellos asumían. Lo hacían como
premeditando saber de ante mano que de algún modo el
viejo los ayudaría a remediarlo.
Escudriñando en la memoria, recordaba que ya hacía
algo más de dos años que él se había negado a continuar
colaborando con ese tipo de solicitaciones inconsistentes y
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absurdas. No era el caso de aventar o asumir una catadura
sórdida ni una mezquinad aguda, pero estaba cansado de
asistir pasivamente al desfile mensual que éstos realizaban
en su casa, y dentro de una descarada desfachatez, se
entregaban a mendigarle ayuda para solventar sus
deleznables apetencias.
Al observarlos de soslayo una vez más, ahora los
notaba circular ansiosos por la habitación y, actuando
como fantoches frente a su complicado estado de salud,
esbozaban rostros con una externa fisonomía preocupada.
Pero seguramente que, en su interior, pensaba él,
ciertamente deberían estar deliberando de cual valor o
bienes a que tendrían derecho en la división del espolio del
carcamán de su pariente.
Mal sabían ellos que este adinerado consanguíneo,
previendo anticipadamente que su final muy pronto se
avecinaba, anticipándose al momento había tomado
resguardo legal para no dejar desnuda su riqueza al
momento de su partida, como si pretendiese de esa manera
establecer un castigo a la deshonestidad de esa plétora de
avarientos emparentados.
Como no disfrutaba de herederos directos en grado
ascendente ni descendiente, su abogado le había
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recomendado que, al preparar el testamento, estipulase un
determinado valor para cada parte de los que serían
agraciados con su legado, comprometiendo una
determinada cuota, que podía ser convenida en porcentaje,
cupo o prorrata, de acuerdo con su libre albedrío, o
inclusive, conceder la donación de los inmuebles
separadamente de los valores monetarios, y de las
acciones bursátiles de sus inversiones de capital. Una vez
determinada su voluntad, todo sería redactado en un
documento final donde un escribano atestiguaría la
idoneidad del instrumento en cuestión.
Con el fin de precaverse y hasta lograr conseguir
anticiparse al desenlace final, a partir de ese instante había
comenzado a maquinar algún ardid con el cual, de cierta
manera, podría prepararles una sorpresa. Pero lo único que
realmente lamentaba, era que ya no podría estar presente
para observarles las repentinas expresiones fisonómicas de
pánico que seguramente se les estamparía en los rostros en
el momento que les fuese leído el testamento.
En aquel momento se preocupó en alcanzar a
conjeturar y determinar algunas artimañas que de alguna
forma los obligase a cualquiera de ellos, a enfrentar una
mudanza radical en el comportamiento irreflexivo y
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codicioso que sobrellevaban, si es que estaban a fin de la
herencia.
Recordaba visiblemente que, al asumir ésta actitud,
se concedió una cierta satisfacción interna de desagravio, y
hasta de venganza por todo el tiempo en que se habían
aprovechado de su buena voluntad y su benevolencia. Es
probable que al inicio contase inclusive con una pizca de
antipatía y odio hacia ellos, cuando durante un encuentro
familiar, descubrió soslayadamente sus patrañas al
sorprenderlos confabular entre sí, jactándose de las farsas
que algunos urdían para complacerse de su indulgencia.
De cualquier manera, ahora el testamento ya estaba
pronto, pero así mismo, tampoco significaba que les iba a
dar el gusto de morirse tan ingenuamente. Codiciaba
hacerlos sufrir con el letargo de su propia agonía, y para
eso buscaba toda fuerza posible y oculta en su organismo
para lograr mantenerse vivo, aunque más no fuese por
algunas pocas horas más. Esa tentativa de alargamiento de
su existencia le generaba aquella complacencia sórdida e
deshonesta, de la que tanto se complacía y disfrutaba al
verlos en estos instantes desfilar ante su cuerpo con rostros
apesadumbrados y contritos.
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Bien que le gustaría sonreír, pero le faltaba el
arrebato para conseguirlo, pero de igual forma, tampoco lo
haría por causa de no querer malgastar esfuerzos en vano.
Hallaba que todo su frenesí debería estar reservado para
una tentativa de recuperación, aunque ésta aconteciese
parcialmente y de manera lenta y parsimoniosa, ya que
tanto daba para él el tiempo que le consumiese, por hallar
que no tenía prisa en morir.
Cuando preparó el testamento, había dispuesto que
se incluyesen algunas cláusulas leoninas en el mismo, a fin
de que con ellas consiguiese una manera de exigirles que
el incumplimiento en parte o en un todo de las propias,
generara la pérdida del derecho a beneficiarse de los
bienes que le destinaba a cada uno.
Las medidas establecidas variaban de acuerdo con la
circunstancias de cada uno. Para algunos les exigía
practicar casamiento y, a continuación, el arribo de un
determinado número de hijos que deberían ser fecundados
en un estipulado tiempo, destinándoles el veinte por ciento
de la prima luego en seguida de la cimentación del
matrimonio y el valor restante, dos años después del
nacimiento del último hijo estipulado en su documento.
Caso no fuese cumplido el encargo en un período máximo
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de diez años, los valores serían donados a una determinada
entidad filantrópica que constaba en el manuscrito. Sin
lugar a dudas, ese era un castigo destinado para los
libertinos derrochadores.
En otros casos, llegó a determinar que estos hiciesen
parte permanente del cuadro secularizado de la iglesia,
donde el acompañamiento eclesiástico les atribuiría la
interrupción definitiva de sus participaciones en cualquier
tipo de juegos de azar. En tal ocasión, sólo les sería
concedido el veinte por ciento de la prima luego de dos
años de práctica continuada del acto específico, y el valor
restante les sería entregue después del quinto año, siempre
que el vicario de la iglesia así lo confirmase. De no ser así,
el valor sería revertido para la congregación definida en el
legajo. Pensaba que éste sería un verdadero escarmiento
para los desenfrenados viciosos que malgastaban sus horas
en relajadas juergas.
También había decidido requerir que, en el momento
de recibir la parte que les correspondiese, ninguno de los
beneficiarios poseyese cualquier registro de observancia
judicial, o abrigase algún fallo que fijase condena por
haber infringido determinada ley por libertinaje,
concupiscencia, liviandad o cualquier otra práctica que
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transgrediese la legislación que rigen las normas de buenas
costumbres, o por desvío de conducta.
Otro punto en cuestión con el cual él los penalizaba,
tenía que ver con lo concerniente a débitos. Había
concluido que ninguno de ellos, en el acto de recibir los
emolumentos de cualquiera de las fases de la gratificación,
no acumulase deudas bajo cualquier hipótesis, y en lo
relativo a financiamientos para inmuebles o automóviles,
los mismos, si existiesen, no podrían exceder al cincuenta
por ciento del valor total de los bienes registrados, los
cuales tampoco deberían constar valores de parcelas en
atraso.
Sin lugar a dudas, buscaba exponer a todos en un
compromiso constante durante un largo periodo de sus
vidas, a modo de que un extendido espacio de tiempo
sobre el autocontrol obligatorio, les posibilitase abandonar
los hábitos espurios con que habían regidos sus vidas hasta
el presente. En todo caso, quien no aceptase sus
normativas, nada recibiría a cambio de su petulancia.
Antes de su penúltima crisis, el hombre ya había
dictaminado que su apoderado legal iniciara de inmediato
la venta de las acciones bursátiles, las obras de arte, las
reliquias y todas las propiedades inmuebles que poseía,
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inclusive aquella donde residía actualmente. Sólo debería
permanecer en su poder lo mínimo indispensable para
hacer frente a los gastos hasta el instante de su defunción,
conforme lo había decidido en el momento en que el
apoderado fue asignado para la labor de gestor.
Todo el valor obtenido debería ser colocado en un
fondo crediticio que generase intereses y, del importe
obtenido, el agente facultado para gobernar la sucesión
tendría que administrar los gastos motivados por su
tratamiento de salud, su sustento, los sueldos de las
enfermeras y de los otros dependientes que lo asistían, así
como de otros pormenores. En caso de fallecimiento, él ya
había providenciado anticipadamente la contratación del
ceremonial junto a una empresa funeraria que se
encargaría de realizar su sepelio y la cremación de su
cuerpo.
Existían algunos otros puntos concernientes al
destino que debería ser dado a las cuantías de valores que
por alguna justificación no alcanzasen a ser concedidas, o
por el motivo de la propia desaparición del beneficiado.
En ese caso, el valor legado se haría extensivo a sus
descendientes, pero siempre y cuando éstos cumpliesen
con los puntos irresueltos estipulados en el testamento.
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Los entes o instituciones que remplazarían a los
agraciados, ya habían sido especificados anticipadamente
para el caso inevitable de ser necesario penalizar algún que
otro sujeto de su familia con la pérdida de los derechos.
Recordando y repasando su plan, el hombre se
entregó a regocijarse interiormente en un tácito silencio,
como si estuviese alimentando fantasías anticipadas que le
permitía retribuirles las maldades que sus parientes habían
practicado con él, e imaginando el tamaño de la crueldad
dentro del procedimiento mezquino y egoísta del que se
había utilizado, pero que, mismo no pudiendo alcanzar a
distinguirlo en vida, sabía que los fines por él definidos
justificaban los medios con que les aplicaba el castigo.
Su error anterior había sido pretender que lo amaran
y lo cortejaran como a un simple mortal, sin idolatrías, sin
infidelidades, sin traiciones soeces, y por causa de su
benevolencia y altruismo, todos se aprovecharon en la
práctica de alevosías que originaron la traición de su
confianza, causándole tal disgusto y mortificación, que en
aquel momento le habían hecho sollozar lágrimas de
rencor hasta en el corazón.
Manifestando una explícita penumbra emocional,
que estaba ensamblada junto a su meollo dentro del lecho
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del aposento, los observaba percibiendo en ellos algunas
entrecortadas miradas sospechas, advirtiéndolos ahora con
un cierto aire de desasosiego efervescente, y con una
mezcla de ansia y estupor que se diseñaba en rostros
pretenciosos, afligidos, inquietos. Los mismos rostros que
pretendían demostrar a quien quisiese verlos, un
indiscutible céfiro de afanosa caridad afectiva para con su
fraternal pariente.
Envuelto en su inmóvil convalecencia, el abuelo
luchaba internamente para no exteriorizar demostraciones
de sufrimiento, no permitiendo que ellos sintiesen algún
grado de pena o satisfacción por verlo en ése deplorable
estado antagónico en que se encontraba, ya que estaba
determinado a no exponerles nunca más sus sentimientos.
Había ideado su maquiavélico plan, pensando en
todos los detalles como un modo de represalia solapada en
la que su indiferencia para con ellos hacia parte de toda
una trama conjurada. Se había propuesto no permitir de
ningún modo que ellos pudiesen percibir cualquier
síntoma de sufrimiento o de alegría, pretendiendo
mantener una abulia intrínseca ante todo indicio de algún
estado sintomático de su espíritu, no por narcisismo, sino
por la tamaña ira contenida dentro de sí.
La Tía Cora y otros cuentos Página 163
Transcurrieron algunos días bajo la incertidumbre de
una aparente rehabilitación de su salud, donde por horas,
presentaba un cuadro de mejoría alternado con
decaimientos y complicaciones que le afectaban el
funcionamiento de determinados órganos vitales. De esa
manera, el viejo continuaba a batallar para extender lo
máximo posible la palpitación de su corazón, pugnando
contra sus padecimientos en una actitud de puro egoísmo.
Hasta que durante un establecido momento,
repentinamente abrió los ojos y solicitó que lo sentasen en
la cama, y al conseguirlo, pacientemente fue extendiendo
su brazo derecho en posición horizontal para delante de si,
y con la mano trémula igualmente extendida, juntó fuerzas
y reunió el dedo pulgar junto al dedo índice como
pretendiendo con los dos poder describir un círculo, y, en
una actitud obscena, reunió su último ímpetu y pronuncio
débilmente la siguiente frase: ¡aquí para todos ustedes!
Y ante la sorpresa de todos los presentes,
displicentemente volvió a recostarse en su lecho y en más
algunos minutos finalmente expiró.
La Tía Cora y otros cuentos Página 164
Circunstancial Viaje
Aún faltaban unos veinte minutos para que se
cumpliese el horario previsto para la llegada del avión, y
de repente la enorme masa de bruñido aluminio comenzó a
correr apresurada por la pista que se extendía despejada
bajo un cielo todavía apagado por la oscuridad de la
madrugada. Por su vez, la atmósfera externa estaba
cargada de pesadas nubes oscuras que parecían ser más
negras que la propia noche. Aquella aligerada e
interminable corrida de la nave, prontamente comenzó a
reducirse envuelta por un resonante barullo emitido desde
las turbinas en reversión de aquel bólido de metal.
Cuando el descomunal aparato finalmente estacionó
junto a una alargada galería de simétricos conductos por
donde descienden los pasajeros, le hizo pensar que estos se
parecían a imponentes fuelles de acordeón gigante, los que
al observarlos todos en un conjunto desparramados
armónicamente alrededor de edificio, se asemejaban a
largos dedos estirados desde una mano inerte.
La Tía Cora y otros cuentos Página 165
De pronto, dentro de la aeronave, la impaciente
multitud de pasajeros estaba casi toda de pie en el pasillo,
pronta para exponer ansiosamente su expectativa por
descender inmediatamente el corredor que los trasportaría
aun somnolientos hasta el terminal de aduana del
Aeropuerto Internacional de Miami.
Para sorpresa de todos los presentes, en ese
momento se escuchó el clásico chasquido del micrófono
interno del avión, oyéndose la voz de una adiestrada y
risueña aeromoza que, mismo siendo dotada de cierta
hermosura, en nada se igualaba con algunas de aquellas
jóvenes beldades que normalmente aparecen en los
comerciales de televisión, lo que quizás le hizo pensar que
sería más razonable si la llamasen de “aerovieja”, por
causa de la avanzada edad que ella exteriorizaba.
Por falta de otros encantos, ella buscó expresarse
con una dicción melodiosa y romántica, y acuciosamente
anunció que todos deberían retornar a sus butacas y dejar
el pasillo libre, ya que al haber arribado antes del horario
estipulado, el salón de recepción de pasajeros aún
permanecía cerrado.
El murmullo y la desazón que de rayano se apoderó
del ambiente, tenía por origen en el reclamo de los
La Tía Cora y otros cuentos Página 166
viajeros por aquella obligada demora, ya que ello
significaba que, debido a tal imprevisto, en ese horario
matutino pronto se les sumarían todos los otros vuelos
intercontinentales procedentes de las más variadas
capitales de la América Latina.
Eso significaba que el desplazamiento con la llegada
de otros vuelos ocurriese al unísono, tal hecho ocasionaría
dilatadas demoras al efectuar las interminables filas de
inmigración, y por esa razón los pasajeros necesitarían
aguardar pacientes frente a somnolientos empleados de la
vigilancia de aduanas estadounidense para que éstos los
atendiesen. Algunos reclamaban por deducir que si las
puertas se hallaren abiertas a su llegada, bien podrían
ahorrase la molestia y dejarlos eximidos de ese tipo de
contratiempo.
En ese instante, nuestro personaje mal podía
imaginar que éste sería el inicio de un desconcertante día
para él, así como las peripecias por las que debería desfilar
hasta el final de su viaje. Esta no era más que un preludio,
pues su destino final era la ciudad de Huston, en el estado
de Texas; lo que significaba que para completar el
recorrido aun necesitaría abordar otro vuelo que tenía la
partida prevista para las nueve de la mañana. El tiempo
La Tía Cora y otros cuentos Página 167
estimado para ese tramo del viaje era de algo más dos
horas de vuelo, y lo llevaría directo hasta esa localidad de
su destino.
No obstante, primero debería realizar en Miami los
procedimientos de frontera en ese aeropuerto de entrada a
los Estados Unidos y, posteriormente, dirigirse a la
ventanilla de recepción de la compañía que lo trasportaría
hasta la otra ciudad; taquilla esta que quedaba emplazada
en un edificio cercano a la terminal aeroportuaria
internacional.
Antes de dar proseguimiento al relato, debemos
esclarecer que el dominio de la lengua inglesa le era un
poco dificultoso para sus pretensiones, tanto para
comprender lo que le decían, como para expresarse
correctamente. Sus más allegados y conocedores de su
limitación, lo habían aconsejado para que ésta dificultad
no le acarrease problema, considerando que en ésa región
del país septentrional, podría hablar tranquilamente en su
lengua natal, que era el español hispánico. Se lo habían
dicho porque ellos reflexionaban que el hecho de vivir allí
millones de inmigrantes sudamericanos que se expresaban
peor que él, le daría lo mismo comunicarse con su media
lengua. No obstante, a decir verdad, ésta no era media, por
La Tía Cora y otros cuentos Página 168
la simple razón de que los dominios que tenía de la misma
sólo le alcanzaban a un tercio.
En el momento que dieron inicio al desembarco, la
muchedumbre de viajeros que estaba en el avión se
convirtió muy pronto en algo semejante a un rebaño de
reses en desbandada que, al proyectarse por la puerta del
corredor, primero se dislocó educadamente a paso
apresurado, para luego a continuación entablar una corrida
desenfrenada hasta que alcanzaron un gran paraninfo
rectangular donde constaban sobre su izquierda una hilera
de interminables nidos de cristal, adonde se debían
mostrar los pasaportes y se emitían las visas de entrada.
Aquello era una abundancia de pequeños recintos
individuales, donde cada uno se encontraba protegido por
un diminuto balcón con vidrios transparentes, en los
cuales por detrás se alojaba apretujado el ensanchado
corpanchón de los individuos que los atendían, tamañas
eran las imperturbables fisonomías de estos.
En ese instante, el hombre alcanzó a percibir el
motivo real de la prisa que era demostrada por los
pasajeros y la incongruencia del propio salón de
recepción, pues al entrar en él y realizar mentalmente un
cálculo superficial, estimó que allí ya estarían reunidos,
La Tía Cora y otros cuentos Página 169
como mínimo, un tropel de más de tres mil personas, todas
enfiladas casi sonámbulas en incontables formaciones
alineadas, debiendo permanecer quietas en aquellas filas
interminables.
El hombre se dejó llevar por los otros y eligió al azar
cualquier columna, en la cual pasó a aguardar
pacientemente su vez de ser atendido, entregándose a
meditar sobre las respuestas que debería manifestar al
celoso guardián de la aduana. Al llegar su turno, deparó
que detrás del minúsculo cubículo estaba insertada de
alguna forma la figura de una inmensa mole incomparable,
hecha de huesos y carne, cubierta con una piel de
coloración tan oscura y brillante, que el matiz de la misma
más se asemejaba al mismo azul oscuro del uniforme que
portaba. Notó que ese duplicado de persona iba
exhibiendo una agradable sonrisa que la exteriorizaba a
través de unos dientes más albos que el más níveo de los
blancos, los que a su vez, estaban contornados por unos
gruesos labios pulposos de una coloración tenuemente
rosada.
Las primeras palabras con la cual lo interpelaron en
el idioma inglés, indagaban por el destino y los motivos
que lo traían al país. <<Pronto>>, pensó, - <<ésta es fácil
La Tía Cora y otros cuentos Página 170
de responder>> -, y juntamente con el pasaporte y el
billete de los pasajes, el hombre le extendió una
correspondencia que era dirigida a la clínica del Memorial
Hermann Southeast Hospital, en la ciudad de Houston, y
en donde relataban la necesidad que tenía de efectuar una
entrevista médica que ya estaba marcada para dentro de
dos días. El individuo dio una ojeada superficial y
desinteresada en los papeles y, nuevamente, con la
fisonomía imperturbable, lo interpeló sobre el motivo de
su viaje y el tiempo de permanencia pretendida.
Es posible que colindante a la reiterada indagación,
la vacilación y el escepticismo se le estampara de
inmediato en su rostro, invadiéndole un nerviosismo que
apagó de su mente las respuestas previstas y pensadas.
Luego un balbuceo de palabras casi sin nexo le salió bajo
una mezcla de un enunciado en revoltijo, que obligó al
interlocutor a pedirle que intentara dar el esclarecimiento
más calmamente y hablando en español.
Superado el incidente de la inquisición que le
pareció que fuera realizada por el propio Tomás de
Torquemada, y no por el funcionario de inmigración,
finalmente obtuvo la visa y se encaminó por los largos
corredores hasta que llegó a la estera donde a borbollones
La Tía Cora y otros cuentos Página 171
y empujones iba vomitando una secuencia interminable de
valijas y equipajes variados.
Al identificar la suya, se apoderó de ella y se dirigió
hacia la salida del recinto, cuando en esa oportunidad un
nuevo funcionario le indicó que debería conducirse al
mostrador donde le sería revisado el equipaje. Nervioso y
aprensivo, verificó que ya pasaban algunos minutos de las
siete horas, y que aún precisaba dirigirse hasta el otro
edificio en el cual estaban emplazadas las oficinas de las
empresas de vuelos nacionales que él necesitaba localizar.
Conjeturó que la suma de hechos lo estaba dejando
exacerbado, angustiado, preocupado. Había madurado que
le sobraría tiempo suficiente para regalarse un buen
desayuno sentado tranquilamente en alguna cafetería del
aeropuerto, pero ahora notaba que apenas tendría tiempo
suficiente para abordar el nuevo vuelo en el momento
justo de su partida.
Al fin, una vez que logró desembarazarse de todos
los contratiempos preliminares, se dirigió a paso largo a
las otras dependencias, y no le fue muy dificultoso
identificar el local. Pero pronto lo paralizó una nueva
sorpresa. Descubrió en la ventanilla de la empresa, que la
partida de su vuelo estaba con un atraso previsto de una
La Tía Cora y otros cuentos Página 172
hora, sin darle una clara explicación de los motivos
aparentes por la demora, o si se la dieron, no lo
comprendió. Repuesto del asombro, consideró que si el
destino insistía en contrariar sus planes, entonces daría
tiempo para injerir un alimento frugal y, quizás, buscar
algún kiosco o librería cercana y allí adquirir cualquier
indeterminada revista con la que podaría entretenerse en el
viaje.
Cumplido el tiempo de espera y consumadas sus
exigencias de alimentación y pasatiempo, alcanzó a
verificar en una pantalla informativa que ya anunciaban el
inicio del embarque de su vuelo, previsto para ser
realizado en un determinado portón de acceso, y hacia allí
se dirigió con su tarjeta de embarque en manos. Todo
transcurrió normalmente y, con algunos breves minutos de
atraso, la aeronave comenzó a deslizarse por la pista
paralela en una parsimoniosa velocidad, hasta que de
pronto estacionó en una determinada extremidad del
aeropuerto y allí permaneció inmovilizada sin dar inicio al
despegue del vuelo.
Pasados otros cinco minutos, que más le parecieron
horas, una voz masculina con entonación estridente y
desapacible se desprendió por los altoparlantes del avión,
La Tía Cora y otros cuentos Página 173
informando con un tono impaciente sobre una tormenta
que ocurría en la ciudad de destino, lo que los obligaba a
retrasar la partida por causa del motivo explicado, pero eso
fue que nuestro personaje no comprendió correctamente.
Dio una rápida ojeada en el reloj de pulso, y notó que eran
casi las diez y media de la mañana. Esa angustiante
situación lo hizo recapitular mentalmente sobre los
diversos pormenores que lo habían circundado desde el
momento en que abrió los ojos en la alborada del día.
Sin más remedio, aflojó los músculos, se relajó, y
permaneció absorto en la lectura de una entretenida novela
de ficción, manteniendo su pensamiento concentrado nada
más que en el libro, y sin alcanzar a percibir como el
tiempo transcurría, hasta que de pronto evaluó que, por el
rápido movimiento producido por el aparato al iniciar su
carrera por la pista, muy pronto los pilotos estarían por
ejecutar la maniobra de despegue. Finalmente asintió para
sí que la desazón que lo sobresaltaba se disiparía de vez al
término de su viaje.
Una vez que fue estabilizada la altura de la aeronave,
los constantes estremecimientos percatados internamente
en el avión demostraban el tamaño de la turbulencia
generada por las pesadas nubes que lo circundaban.
La Tía Cora y otros cuentos Página 174
Sospecha ésta que se confirmaba por la atmosfera plomiza
que se apreciaba por las escotillas. Colindante, pensó que
sin lugar a dudas esa sería una etapa de viaje intranquilo y
perturbador, no sólo para él, sino para todos los
ensimismados pasajeros que lo acompañaban.
Cuando se la ofrecieron, tomó una taza de café que
más le pareció ser un líquido apático, aguachento y tibio,
con el cual una elegante azafata, toda emperifollada dentro
de un uniforme de coloración roja aloque, lo había
invitado. Cuando ésta lo había intimado, lo hizo
expresándose con una declamación en inglés abotonado,
con palabras dictadas entre mandíbulas cerradas y de las
que nada nada comprendió de su significado, llegando a
imaginar que, debido al corto recorrido, el servicio de
alimentación a bordo se restringía al simple brebaje que le
ofrecía.
Mero engaño de su parte, pues en corto espacio de
tiempo se encendieron los avisos de colocarse los
cinturones de seguridad, y se percató que la nave iniciaba
un nuevo procedimiento de descenso. Terminado todo el
proceso de bajada, y sin notar el movimiento normal
realizado por los pasajeros que normalmente, inquietos, se
apresan a saltar hacia los corredores de la aeronave mismo
La Tía Cora y otros cuentos Página 175
sin esperar por la orden o la permisión segura de los
comandantes, lo asaltó la desazón al percibir tanta quietud
entre los pasajeros.
Algunos minutos más tarde escuchó nuevamente el
chasquido de los altavoces, y una voz monótona y
soporífera les anunció que estaban en el aeropuerto de
New Orleans, un mensaje que venía acompañado por
palabras algo así como tormentors, big rains, little
minutes, unimportant, not sufficiently, lo que lo hizo
suponer que las demoras serían en consecuencia de las
condiciones climáticas que deberían existir en la región de
Huston.
El silencio inicial que se siguió luego después del
anuncio, fue sustituido por un incesante desfile de
individuos que se dirigían a las cabinas higiénicas del
aparato, como si todos obedeciesen a un solo comando, y
por la imperiosa necesidad de descargar la impaciencia y
la exasperación ante una circunstancial peripecia del viaje.
Afuera caía una lluvia fina y entrecortada que iba mojando
el asfalto y los vehículos de apoyo del aeropuerto, los que
apresuradamente se movían alrededor de la aeronave en
una constante agitación, mientras desplegaban ruidos entre
los charcos de agua.
La Tía Cora y otros cuentos Página 176
Después de más de una hora de tediosa espera, vio
que entraban en el avión, aproximadamente unos diez
nuevos pasajeros, los que luego fueron acomodados
aleatoriamente en las poltronas que hasta ese momento
habían permanecido vacías. Llegó a imaginar que ese
hecho era el marco final, y que la larga espera rápido
tendría su fin. A continuación, distinguió que las azafatas
estaban comenzando los procedimientos rutinarios que
marcan el fin de una escala, y presintió que la marcha sería
reanudada para llegar finalmente a destino.
Cuando despegaron, se quiso regalar la mirada
aprovechando la oportunidad que el momento del ascenso
le cedía, y pudo apreciar la vista opaca y cenicienta que se
valoraba por la escotilla, y hasta llegando a vislumbrar
imágenes de una ciudad que se extendía monótona y gris
en ambos lados del río Mississippi, el cual por veces se
veía cortado por grandes puentes hechos de pesadas
estructuras de hierro.
Sin darse cuenta, recapituló que lo que sus ojos
podían apreciar en ese momento, en nada se parecía con
las imágenes guardadas en su retentiva, las que le
recordaban una ciudad alegre y retozona con sus coloridas
y bullangueras fiestas en la calle, siempre repletas de
La Tía Cora y otros cuentos Página 177
gentes risueñas y alborozadas, que bailaban embaladas por
rítmicos compases.
A seguir, juzgó que el vuelo era nuevamente una
imitación idéntica al primer trecho del viaje, sólo que en
esta etapa no aceptó el aguachento café que le fue
ofrecido, sustituyéndolo por un insignificante vaso de agua
helada, mientras se entregó distraído a la lectura de su
texto. Transcurrió una hora y notó que de nuevo se
encendieron las señales luminosas de prepararse para el
aterrizaje, haciéndolo imaginar que por fin, con casi tres
horas de atraso, llegaba a su destino.
El avión posó en un lugar lejano del edificio del
aeropuerto y los pasajeros luego fueron transportados en
unos ómnibus especiales hasta la terminal del mismo,
donde al ingresar, un sonriente funcionario les entregó una
tarjeta plastificada de color verde lechuga, en la que estaba
escrito un número y la palabra “transit” en garrafales
caracteres negros. Inmediatamente lo volvió a invadir la
incredulidad al percatarse que habían arribado a la ciudad
de Dallas. Un enorme letrero así lo indicaba en el chapitel
del edificio.
No lo podía creer, y se maldijo internamente por no
haber comprendido correctamente las informaciones que
La Tía Cora y otros cuentos Página 178
los empleados de la empresa de alguna manera habían
enunciado por los altoparlantes; algo que le generó una
onda gigante de recelo, desconfianza, escepticismo, por
sentirse perdido e incapaz de esbozar cualquier reacción
razonable.
Luego, al ingresar al edificio, los enviaron para el
área exterior de un restaurante donde les sería servido un
almuerzo escueto, pero observó que el local se encontraba
abarrotado de otros tantos injuriados y demorados
pasajeros que eran provenientes de diferentes localidades
del país. Entonces aguzó los sentidos y se detuvo a mirar
los rostros de sus compañeros de desgracias, en una mera
tentativa de registrar sus fisonomías y poder acompañar
los movimientos de éstos dentro del aeropuerto y, a su vez,
guiarse por medio de sus disposiciones, para no perder la
llamada del vuelo.
Entregado atento a esa gestión, distinguió la
fisonomía de una persona que tenía rasgos característicos
de un nativo centroamericano, la cual permanecía sentada
solitaria alrededor de una de las mesas de la cafetería.
Pronto le asaltó la idea de que tal vez ella hubiese
comprendido mejor las informaciones suministradas y, si
La Tía Cora y otros cuentos Página 179
se aproximase de él, este le revelaría algunos subsidios
adicionales.
Se sirvió de una porción de ensalada y un filé de
pollo gratinado junto con un vaso de refresco, y se
encaminó hasta la mesa del hombre que le pareció tener
apariencia mexicana. Solicitó el debido permiso para
dividir el espacio, argumentando que el local se
encontraba lleno de otros comensales de similares
desdichas. No existiendo ningún inconveniente,
prontamente ocupó la silla contigua. Después de las
debidas presentaciones formales, introdujo en el diálogo
un comentario ácido sobre el atraso del vuelo.
Con una prontitud caballeresca, el individuo le
comentó que las informaciones que había recibido decían
respecto a una violenta tempestad de granizo, con ráfagas
de viento que alcanzaban más de ochenta kilómetros por
hora, lo que había originado un estado de emergencia que
obligó la suspensión total de las actividades en los
alrededores de la ciudad de Houston; pero esa información
ya era complementaria, pues en un receptor de televisión
que había allí cerca, estaban noticiando tal hecho en
cadena nacional. Sorprendido por los motivos relatados, el
hombre buscó mirar las imágenes que estaban siendo
La Tía Cora y otros cuentos Página 180
emitidas en la pantalla del aparato, y observó atónito lo
que las noticias manifestaban.
La crónica mostraba síntesis que eran una reseña de
impresionantes ríos de agua que, en torbellino, corrían por
calles totalmente alagadas y arrastrando cualquier objeto
que fluctuase, donde se percibían las copas de los árboles
siendo maltratadas y ajadas por un inclemente viento que
insistía en azotarlos despiadadamente junto con una espesa
cortina de agua que se desplomaba oblicuamente desde el
cielo.
El compañero de mesa le comentó que los
empleados de la empresa aérea habían previsto una
demora de aproximadamente cuatro horas, y que el desvío
hacia Dallas había sido una tentativa de centralizar en ese
aeropuerto a los diversos viajantes que se habían visto
varados por el imprevisto temporal, y concentrando allí las
operaciones de transbordo de otros vuelos con similar
destino.
Ya apaciguada la desesperanza despertada por las
noticias que escuchaba, y teniendo mejor conocimiento de
los acontecimientos que lo habían llevado a un destino
incierto, el hombre se sintió más reconfortado y con el
La Tía Cora y otros cuentos Página 181
ánimo renovado para dar continuidad al diálogo junto a
una nueva amistad casual.
En medio al gentío que se desparramaba por las
diversas dependencias del edificio, ambos buscaron un
local donde pudiesen continuar la charla dejando correr las
horas hasta el momento de la partida. Sabían de antemano
que tenían tiempo suficiente para poder explayarse por
temas coloquiales hasta que finalmente las condiciones
meteorológicas les permitiesen la partida.
Su interlocutor le contó que constantemente
realizaba el mismo trayecto, ya que se desempeñaba en la
función de asistencia técnica para unos sistemas muy
sofisticados de procesamiento de datos que eran utilizados
por la Nasa. Eso lo obligaba a tener que dislocarse
incesantemente entre las ciudad de Huston y de Cabo
Cañaveral, en donde a veces debía permanecer solamente
algunos días, así como, dependiendo de las necesidades y
las exigencias, tenía que extender su permanencia durante
varias semanas seguidas.
A decir verdad, le contó que el local de su trabajo en
Houston quedaba en un lugar apartado de la ciudad, y ese
motivo lo obligaba a dislocarse por la autopista sur por
unas cuantas decenas de millas, lo que significaba tener
La Tía Cora y otros cuentos Página 182
casi que llegar hasta la costa del golfo de México. Por ese
motivo, en muy pocas oportunidades él permanecía
hospedado en algún hotel la propia metrópoli.
Por su vez, el perdido viajante le informó que esa era
la primera visita que efectuaba a esa ciudad, y la segunda
que realizaba al país, pero que esta vez lo estaba
realizando por motivos de salud, pues sufría de una
molestia que lo venía hostigando desde algún tiempo atrás.
Para dar más veracidad a su relato, le mostró que
traía junto una carta de presentación de su médico
personal, quien aparentemente se habría especializado en
el tema en cuestión en el mismo hospital que lo enviara.
También le contó que tenía una entrevista marcada para
dentro de dos días después de su llegada, y que
dependiendo lo que le dijesen, tal vez tuviese que
permanecer un par de semanas por allí.
Actuando así, sentado en los cómodos sillones del
amplio hall del aeropuerto, el hombre entretuvo el tiempo
y su mirada observando el agitado movimiento de
personas que se dislocaban sosegadas entre un lugar y
otro, mientras asignaba a sus espaldas los pesares y
alegrías de la vida. Con la mirada perdida, encontró
rostros taciturnos y satisfechos, ya que cada uno llevaba su
La Tía Cora y otros cuentos Página 183
preciosa carga de adversidades y orgullos mientras
caminaban pacientemente haciendo parte de una multitud
de almas errantes que deambulaban enderezadas a
direcciones contrarias, y yendo en busca de sus propios
destinos.
De ánimo ya más sosegado, prefirió entretenerse
haraganamente prestando atención a los instantáneos de la
vida, prefiriendo estar a la expectativa de todo lo que
completaba su entorno, como queriendo absorber los
modos y maneras extrañas de un pueblo distante y
diferente en hábitos y modales. Si bien que, bajo sus
observaciones, ese lugar más le parecía una intrínseca
miscelánea de siluetas y contornos heterogéneos entre si.
Poco después buscó los datos en la pantalla
informativa y la previsión de la partida, notando que ya se
habían pasado casi veinticuatro horas desde que se había
despedido de sus familiares, y aún no había alcanzado su
destino. De cualquier manera, no tenía planes especiales
para esa tarde, ya que sólo pretendía descansar
aprovechando una buena siesta en la confortable cama del
hotel donde se hospedaría, cuando tal vez al fin de la tarde
se daría el gusto de salir a caminar un poco y buscar un
guía de calles de la ciudad. Pero no existía nada que le
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implicase tener que aplazar determinado compromiso por
haber perdido el día entre demoras impensadas.
El individuo con quien había establecido una relativa
amistad transitoria, de repente le informó que tenía
algunos minutos para dirigirse a un estipulado portón de
embarque, así que hallaba mejor que se decidiera a iniciar
la búsqueda del mismo. Mientras tanto, vio que su
circunstancial compañero tomó su maletín, dobló el
periódico que estaba leyendo, y prontamente dio inicio a
su determinación.
La que debería ser la última etapa del viaje,
transcurrió normalmente. Arribaron en aproximadamente
algo más de una hora de vuelo. Entretanto, entes que la
aeronave aterrizara, desde la ventanilla, tuvo la
oportunidad de observar que los campos que circundaban
el perímetro del aeropuerto estaban totalmente alagado, y
que el mismo no era el local de previsión inicial de
llegada. Debido al inclemente temporal, sólo les fue
autorizado arribar en un aeródromo que se situaba al norte
de la ciudad, lo que requería tener que realizar un
recorrido bastante extenso en relación al que fuera
programado originariamente. Cuando miró su reloj, notó
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que ya eran las diecisiete horas y treinta minutos de una
tarde calurosa, sofocante, húmeda y tórrida.
Luego después de retirar su equipaje, escudriñó por
los alrededores en busca de su educado compañero de tan
fortuito viaje, en una tentativa de saludarlo y agradecerle
por sus servicios informales. Al encontrarlo, lo vio
aferrado a un pesado sobre de color negro hecho de cuero
y tela gruesa, de aquellos en donde se acomodan
confortablemente las camisas y los trajes sin que éstos
sufran demasiadas arrugas.
Prontamente, no perdió tiempo en ofrecerle la
oportunidad de dividir el espacio en su vehículo de
transporte hasta la región central de la ciudad, visto que él
mismo estaría contratando los servicios de un taxi, y por lo
tanto, habría suficiente espacio para ellos dos. El individuo
le agradeció la gentileza en razón de tener un transportador
exclusivo a su disposición para el traslado hasta su
destino. Enseguida se saludaron afectuosamente, y se
otorgaron uno al otro, un voto mutuo de una feliz estadía.
Al tomar el taxi, el hombre solicitó que lo llevasen
hasta el hotel Marriott Plaza, que quedaba a medio camino
entre el hospital y el área central de la ciudad.
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Reclinado en el asiento trasero del coche, se entregó
a un absorto silencio y a pensar en su enfermedad, y en la
oportunidad de poder encontrar una cura capaz de quitarle
la tribulación que lo invadía.
Entrecerrando sus ojos, se adjudicó la duda al pensar
si las malogradas circunstancias del viaje no tendrían algo
a ver, o quizás algún significado implícito en relación a su
indisposición de salud, o hasta con la misma cura de ella.
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BIOGRAFÍA DEL AUTOR
Nombre: Carlos Guillermo Basáñez Delfante
País de origen: República Oriental del Uruguay
Fecha de nacimiento: 10 de Febrero de 1949
Ciudad: Montevideo
Nivel educacional: Cursó primer nivel escolar y
secundario en el Instituto Sagrado
Corazón.
Efectuó preparatorio de Notariado en
el Instituto Nocturno de Montevideo y
dio inicio a estudios universitarios en
la Facultad de Derecho en Uruguay.
Participó de diversos cursos técnicos y
seminarios en Argentina, Brasil,
México y Estados Unidos.
Experiencia profesional: Trabajó durante 26 años en Pepsico &
Cia, donde se retiró como
Vicepresidente de Ventas y
Distribución, y posteriormente, 15
años en su propia empresa. Realizó
para Pepsico consultoría de mercadeo
y planificación en los mercados de
México, Canadá, República Checa y
Polonia.
Residencia: Desde 1971, está radicado en Brasil,
donde vivió en las ciudades de Río de
Janeiro, Recife y São Paulo.
Actualmente mantiene residencia fija
en Porto Alegre (Brasil) y
ocasionalmente permanece algunos
meses al año en Buenos Aires (Rep.
Argentina) y en Montevideo
(Uruguay).
Retórica Literaria: Elaboró el “Manual Básico de
Operaciones” en 4 volúmenes en
1983, el “Manual de Entrenamiento
para Vendedores” en 1984,
confeccionó el “Guía Práctico para
Gerentes” en 3 volúmenes en el año
La Tía Cora y otros cuentos Página 188
1989. Concibió el “Guía
Sistematizado para Administración
Gerencial” en 1997 y “El Arte de
Vender con Éxito” en 2006. Obras
concebidas en portugués y para uso
interno de la empresa y sus asociados.
Obras en Español: Principios Básicos del Arte de Vender
– 2007
Poemas del Pensamiento – 2007
Cuentos del Cotidiano – 2007
La Tía Cora y otros Cuentos – 2008
Anécdotas de la Vida – 2008
La Vida Como Ella Es – 2008
Flashes Mundanos – 2008
Nimiedades Insólitas – 2009
Crónicas del Blog – 2009
Corazones en Conflicto – 2009
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. II – 2009
Con un Poco de Humor - 2009
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. III – 2009
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. IV – 2009
Humor… una expresión de regocijo -
2010
Risa… Un Remedio Infalible – 2010
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. V – 2010
Fobias Entre Delirios – 2010
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. VI – 2010
Aguardando el Doctor Garrido – 2010
El Velorio de Nicanor – 2010
La Verdadera Historia de Pulgarcito -
2010
Misterios en Piedras Verdes - 2010
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. VII – 2010
Una Flor Blanca en el Cardal - 2011
La Tía Cora y otros cuentos Página 189
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. VIII – 2011
¿Es Posible Ejercer un Buen
Liderazgo? - 2011
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. IX – 2011
Los Cuentos de Neiva, la Peluquera -
2012
El Viaje Hacia el Real de San Felipe -
2012
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. X – 2012
Logogrifos en el vagón del The Ghan -
2012
Taexplicado!!! Crónicas y Polémicas
Vol. XI – 2012
El Sagaz Teniente Alférez José
Cavalheiro Leite - 2012
El Maldito Tesoro de la Fragata - 2013
Carretas del Espectro - 2013
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