las relaciones entre vida-engaño y muerte-desengaño en el

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Facultad de Filosofía y Humanidades Departamento de Literatura UNIVERSIDAD DE CHILE Las relaciones entre Vida-Engaño y Muerte-Desengaño en El Criticón de Baltasar Gracián: reminiscencias de Platón desde la Contrarreforma Informe final del Seminario de Grado «Textos y contextos del Siglo de Oro español» para optar al grado de Licenciado en Lingüística y Literatura con mención en Literatura Profesor guía: Francisco Cuevas Cervera Estudiante: Joaquín Carreño Gallardo Diciembre, 2020

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Facultad de Filosofía y Humanidades

Departamento de Literatura

UNIVERSIDAD DE CHILE

Las relaciones entre Vida-Engaño y Muerte-Desengaño

en El Criticón de Baltasar Gracián:

reminiscencias de Platón desde la Contrarreforma

Informe final del Seminario de Grado «Textos y contextos del Siglo de Oro español» para

optar al grado de Licenciado en Lingüística y Literatura con mención en Literatura

Profesor guía: Francisco Cuevas Cervera

Estudiante: Joaquín Carreño Gallardo

Diciembre, 2020

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Índice

1. Introducción 3

a) Preliminares: un repaso al contexto de Gracián 4

b) Baltasar Gracián: escritor del saber vivir 9

2. La obra total de Gracián, El Criticón: una alegoría de la vida y la muerte 14

3. Platón: la Forma de lo Bueno y el desprecio por los sentidos 21

4. Las relaciones Vida-Engaño y Muerte-Desengaño en El Criticón 34

5. Conclusiones, breves reflexiones y síntesis 56

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1. Introducción

El propósito del presente informe será, por sobre todo, dar cuenta de ciertos rasgos

filosóficos y morales que encontramos en la obra El Criticón del jesuita español Baltasar

Gracián y Morales; específicamente, centrándonos en la relación y correspondencia

conceptual con que la ficción alegórica del jesuita establece entre las dicotomías antagónicas

«Vida-Engaño» y «Muerte-Desengaño». A modo de fundamentar nuestras observaciones,

por otro lado, dispondremos necesariamente cumplir, por lo menos en lo fundamental, con

dos tareas. En primer lugar, desarrollaremos una razonable introducción a las tendencias

socioculturales, políticas y religiosas del Barroco, contexto historiográfico en que situamos

a nuestro autor. En segundo lugar, para el interés de futuros investigadores en Gracián y/o

estudiosos e interesados por la producción literaria hispana del XVII, abordaremos a esta

obra de la Contrarreforma con un detenido interés por sus influencias filosóficas paganas,

específicamente en relación con los influjos platónicos, relación que hasta ahora no hemos

encontrado en los estudios sobre el autor. Finalmente, diremos que nos parece de especial

interés la relación entre las doctrinas morales del filósofo antiguo y el jesuita aragonés, en

tanto que en ellas encontramos una recuperación de aspectos ideológicos de las primeras en

favor del dogma católico tridentino1.

Junto con lo anterior, cabe destacar, Baltasar Gracián nos parece un ejemplo más de

esos autores cuya obra posee una profundidad y aspectos de interés que exigen un mayor

número de lectores, intérpretes y estudiosos. No obstante lo anterior, esta advertida falta de

atención que ha recibido el jesuita, afortunadamente, no ha sido impedimento para que un

diverso perfil de observadores hayan encontrado un interés por nuestro autor según las más

diversas disciplinas. La densidad de la tendencia y retórica conceptista del XVII español se

deja notar, por todos lados, en El Criticón, obra cúlmine del moralista aragonés. De más está

1 Aprovechamos este espacio para aclarar, ya desde este punto, que no tiene este trabajo por objeto entregar «una lectura platónica de Gracián». Sin embargo, nos valemos de la obra del filósofo antiguo porque la estimamos un buen punto de apoyo para descifrar ciertas ideas cristianizadas en El Criticón. Por otro lado, desconocemos de estudios anteriores dedicados a repasar esta relación de autores en específico, la cual nos parece propicia para exponer contenidos de la alegoría barroca al lector menos familiarizado con ella. Ahora bien, para otros trabajos que estudian la deuda de Gracián con los clásicos, sugerimos revisar el trabajo de Romera Navarro, cuyos artículos «Citas bíblicas en El Criticón» o «Autores latinos en El Criticón» recomendamos al interesado en las influencias del jesuita.

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decir que dedicamos, fundamentalmente, el presente estudio a los estudiosos o interesados

por Gracián o bien, a los interesados en El Criticón, a quienes ofrecemos un intento por

desentrañar algunos de los rasgos distintivos de la prescriptiva moral que encontramos en la

obra de Baltasar Gracián. Además, para concluir, esperamos que este estudio pueda ser de

utilidad para el interesado en la literatura aurisecular y/o a todo quien guarde interés por

estudiar los vasos comunicantes entre Antigüedad clásica y Siglo de Oro español.

a. Preliminares: un repaso al contexto de Baltasar Gracián

Antes de cualquier intento por aproximarnos al contenido de nuestro autor,

naturalmente, dispondremos realizar una pertinente caracterización de su contexto. Gracián,

así como Quevedo, Góngora, Alemán o Zayas, es también un autor de su época: el Barroco.

Para propósitos del presente trabajo, seguiremos la noción que del Barroco encontramos en

José Antonio Maravall, para quien el período como concepto de época es, fundamentalmente,

una

conexión geográfico temporal de articulación y recíproca dependencia entre una compleja

serie de factores culturales de toda índole […] [la cual] se dio en el XVII europeo y creó una

relativa homogeneidad en las mentes y en los comportamientos de los hombres (35).

Precisamente, circunscrito en ese espacio de una distinguible homogeneidad y

comportamientos, situamos la novela alegórica de nuestro autor. Ahora bien, estos rasgos en

común, que permean los hábitos y mentes de la época, no suponen, necesariamente, una

convergencia intelectual o una concordia entre los ánimos de la Europa del XVII. Muy por

el contrario, llegados al tiempo en que escribe Gracián, nos encontramos cismas, conflictos

y rupturas tanto en el seno de la sociedad como también en las instituciones políticas y

religiosas. Todo esto, además, suscitado junto a una proliferación de producciones

intelectuales, arquitectónicas y culturales que «por países, por grupos sociales, por géneros,

por temas, los aspectos del Barroco que se asimilan en uno u otro caso, y la intensidad con

que se ofrecen, varían incuestionablemente» (Maravall 37).

Entre este clima de desarrollo en el plano de las artes, cabe señalar, la dimensión

ideológica de las composiciones se vuelve indisoluble a las mencionadas disputas teológicas

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en el clero, correlato de un período de transformaciones que convulsionan la sociedad e

instituciones políticas europeas del Barroco. Ante tal situación, se nos hace imperativa la

necesidad por rescatar ciertos datos historiográficos en relación con las transformaciones en

las tendencias religiosas, políticas y artísticas de los siglos XVI y XVII. La Contrarreforma

católica permea a la obra de Gracián profundamente, así como también las tendencias del

humanismo renacentista. Dada la gran cantidad de matices desde los que podemos abordar

las transformaciones que afloran en torno al a época de Gracián, a modo de realizar una

primera aproximación a los cambios cualitativos que experimentan la Iglesia católica y

Europa en los siglos XVI y XVII, procederemos a recopilar unos cuantos antecedentes de la

cristalización religiosa e institucional del período.

Mientras que, por un lado, en este período se consolidaban las identidades

socioculturales de las naciones europeas (cuyas ciudades crecían, transformando cualitativa

y cuantitativamente el tejido social de España, Francia, Italia, Alemania e Inglaterra en

incontables dimensiones), también queda el Barroco circunscrito en medio de un conflicto

revestido de un carácter teológico: el insoslayable quiebre en el seno de la Iglesia católica

por medio de la irrupción de figuras como Martín Lutero o Juan Calvino, lo cual se tradujo

en la aparición de nuevas formas de comprender las relaciones y dependencias entre hombre,

iglesia y divinidad. El vuelco paradigmático que provocó en el núcleo de la cristiandad

europea la Reforma, en la primera mitad del siglo XVI, fue un remezón que acabó por incidir

profundamente en las instituciones sociales, políticas y doctrinales de la época. Por primera

vez, el texto de la Vulgata (la Biblia en latín) era íntegramente traducido a lenguas vernáculas,

lo cual junto con la invención de la imprenta propició un contexto que materialmente motivó

una situación sin precedentes: era creciente el número de feligreses con opción de acceder a

su propio ejemplar de las escrituras sagradas, con lo cual un Martín Lutero promoviendo la

sola fides, sola scriptura como doctrina conducente a la salvación significaba una profunda

amenaza al sentido, influencia y autoridad de la Iglesia católica como órgano hegemónico de

las sociedades europeas. Naturalmente, la proliferación de Iglesias reformadas que

profesaban novedosas doctrinas y desaprendían los cánones no tardó en recibir una respuesta,

lo que dio lugar al proceso conocido como Contrarreforma. De esta última, si bien mucho

podría decirse, para dimensionar su profundidad nos contentaremos con rescatar cómo la

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Contrarreforma y el Concilio ecuménico de Trento responden a graves discordias religiosas

que anteceden a Lutero.

Desde la Reforma Gregoriana (1073-1085), la figura del sumo pontífice desde Roma

se alzaba como la máxima autoridad indiscutida para la Iglesia católica. Ante este

absolutismo eclesial, con el paso de los siglos los ánimos de reforma no tardarían en proliferar

ya desde el siglo XV; sin embargo, en la próxima centuria estos llegarían hasta niveles

insospechados, suponiendo el colapso de la Iglesia católica como una institución hegemónica

en el terreno político, religioso y social. Las disputas teológicas, doctrinales y sacramentales

que inicialmente significaron conflicto y ardua discusión en las altas cúpulas de la Iglesia, ya

en el siglo XVI extendieron drásticamente su alcance; pues, junto con grandes cambios, tales

como la creciente población urbana que comenzó a concentrarse en las urbes de Europa o la

lectura personal de las sagradas escrituras mediante su difusión masiva gracias a la imprenta,

tenemos un contexto en que «ya era posible llevar las inquietudes religiosas a las masas

populares; especialmente al vecindario urbano» (García Oro 67). Solo para dimensionar la

avasalladora expansión, a través de las naciones europeas a lo largo del siglo XVI, de esta

polémica en torno al rol y autoridad de la Iglesia católica, tomo las siguientes fechas, cuya

cercanía es impresionantes: el 31 de octubre de 1517, Martín Lutero hace públicas sus

archiconocidas Noventaicinco tesis. La audiencia e influencia de Lutero, probablemente,

haya sido mayor a la imaginada: apenas un año después ya contaba con trece ediciones

publicadas en las calles de Wittenberg. Dos años más tarde, en 1520, además de ganar gran

número de adeptos en las masas populares, cuya antipatía y distancia respecto de la

aristocracia eclesial encontraba un referente en Lutero, ya contaba el monje agustino también

con

humanistas jóvenes, artistas de gran originalidad como Alberto Durero y caballeros de

aventura [quienes] están a su lado en el momento en que la cancillería pontificia expide las

bulas condenatorias Exurge Domine (15 de junio de 1520) y Decet Romanum Pontificem (de

enero de 1521). (García Oro 70)

Sin embargo, ni las mencionadas bulas condenatorias ni la postura imperial del mismo Carlos

V, quien proscribe a Lutero como hereje en el Edicto de Worms el 25 de mayo de 1521,

logran aplacar ánimos de reforma en el díscolo pensador. Tampoco la sentencia del

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emperador, ni la excomulgación del pontificado de la Iglesia, logran hacer merma al

entusiasmo que sienten los sectores más populares por las ideas de Lutero, quien traduce y

publica al año siguiente una traducción al alemán del Nuevo Testamento. Finalmente,

también en 1522, en la pequeña ciudad de Wittenberg instala una nueva práctica del

cristianismo, distinta de la católica, pues junto con el trabajo de su amigo Melanchton, tienen

el respaldo suficiente para preparar una propia Summa Theologica y «declarar abolidos todos

los ritos religiosos católicos» (García Oro 71). Ahora bien, naturalmente, el temple y

entusiasmo refundacional de Lutero no tardó mucho en traducirse en una disputa por la

hegemonía en cuanto a las relaciones que comprenden entre sí iglesia, política y sociedad;

pues las nuevas congregaciones religiosas no tardaron en convertirse en institución cuya sola

supervivencia y propagación guarda estrecha dependencia con capacidad de expandirse y

llegar a un mayor número de feligreses entre las crecientes masas de las urbes europeas.

La irrupción e influencia de Lutero en el panorama histórico (y sus consecuencias)

avanzaron a un paso cuya velocidad no solo destacó por cuán pocos años tardó en romper

con un respeto de siglos por los sacramentos, autoridad y tradición de la Iglesia católica. Por

otro lado, el monje agustino no tardó en encontrar imitadores que, animándose a repensar la

relación entre individuo, sociedad y Dios, tuvieron brío suficiente para fundar nuevas

instituciones religiosas en Europa: de la mano de Juan Calvino, Enrique VIII y la

oficialización de iglesias protestantes nacionales en pequeños principados de Europa,

tenemos una situación de fragmentación tal que

a finales del siglo XVI la Europa religiosa era un mosaico de credos e iglesias particulares

que tenía una nota común: era confesional. Cada grupo religioso se había proclamado Iglesia

de Cristo y había promulgado su propia Confesión. (García Oro 83)

Estas confesiones, a pesar de sus divergencias que conforman identidades

reconocibles en materia teológica, escatológica, espiritual y doctrinaria, no por eso dejan de

tener una estrecha relación con otros intereses, en muchos casos de carácter secular. La

Iglesia, el poder político y las instituciones europeas entraban al XVII, discordias religiosas

aparte, con síntomas de deterioro, convulsión e inestabilidad en otras esferas de la vida

humana. El hombre del Barroco, particularmente en el caso español, a partir de 1600 conoce

un estado general de inquietud e inestabilidad, el cual ha «transformado la imagen de los

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españoles del siglo anterior, y […] ponía al descubierto un estado de relajación moral

generalizada» (García Oro 94-94).

Dentro de toda su destacada y cuantiosa producción artística e intelectual, la sociedad

letrada de la España aurisecular canalizó, en múltiples formas, sus respuestas a esta

mencionada decadencia moral. Junto a un destacado rol como férrea defensora de la

hegemonía religiosa, política y social de la Iglesia católica en el marco de la Contrarreforma,

la sociedad española en general, y en particular su sociedad de letras, en contraste con el

optimismo e ideal de absoluto que caracteriza al Renacimiento, observa el mundo desde una

actitud caracterizada por la noción de desengaño, la cual podemos comprender como

la conquista de un conocimiento de sí mismo y de un conocimiento de la verdadera naturaleza

de este mundo temporal al ir arrancando la corteza de la ilusión y del engaño […]. Como las

apariencias nos engañan continuamente, el corolario del desengaño es la admisión de que el

mundo del hombre está desquiciado (por ejemplo, los indignos gobiernan a los dignos) o que

necesita que se inviertan sus valores (por ejemplo, los hombres pueden ser mejor guiados por

un loco juicioso que por un cuerdo previsor). (Wardropper 9)

Si bien los ejes temáticos, la recuperación de los clásicos y la tendencia al

antropocentrismo del Renacimiento se mantienen, durante el Barroco español la noción de

desengaño canaliza el sentimiento de pesimismo y decepción transversal que siente el

hombre respecto de sí mismo, en tanto que artífice y víctima de sus padecimientos morales,

económicos y sociales. Pese a que, en cierto sentido, la expansión e incipiente

industrialización de la imprenta permitió hacer llegar todo tipo de producciones escritas a

una elevada cantidad de lectores, esto fue también motivo de que las instituciones eclesiales

y monárquicas pusieran particular atención a llevar un control de las obras que corrían

públicamente en monasterios, universidades, cortes u hogares. En este contexto, los índices

de libros prohibidos fueron conocidos por otras naciones europeas ya desde finales del siglo

XVII, pero tras el Concilio de Trento la Monarquía española mantuvo su firme adhesión a la

Iglesia católica expresa con la severidad que implicaba el actuar de la Inquisición; cuya razón

de ser institucional (la investigación, persecución, sanción y castigo de quienes faltaren el

dogma católico) naturalmente no olvidó la extensión del humanismo y la cultura letrada

española.

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Tanto por medio del uso de ejemplos modélicos de virtud, como también a través del

contraejemplo, la prosa de ideas y producción literaria, durante el Barroco español,

encontraron modo de cumplir con las exigencias ideológicas de la Contrarreforma católica.

Este afán propedéutico-moralizante en las letras del Barroco encontró, particularmente en

España, una gran cantidad de composiciones en verso y prosa por medio de las cuales se

expuso una visión de mundo de acuerdo con una visión desengañada del mismo. Sea por

medio de obras de ficción como las novelas picarescas o bizantinas, o bien en textos de

carácter tratadístico como los diálogos, la literatura de la época encontró múltiples registros

(serios, graves, populares o festivos) para canalizar este interés por la moral del hombre en

sociedad. Tomando como máxima el principio delectare et prodesse, cabe destacar, la

literatura aurisecular no perdió la capacidad de hacer un potencial entre el carácter didáctico-

formativo y el goce que esperaban los autores significara su obra al lector. Junto a nombres

como Francisco de Quevedo, María de Zayas y Mateo Alemán (este último extensamente

encomiado en el Arte de Ingenio, Tratado de la Agudeza y con notoria evidencia influyente

en El Criticón), el nombre de Baltasar Gracián destaca como uno de estos autores que

emplearon cuantas libertades y posibilidades entregó la prosa de su época, culminando esta

combinación de perfección estilística, erudición proverbial y contenido sapiencial en El

Criticón.

b. Baltasar Gracián: escritor del saber vivir

Nuestro autor, Baltasar Gracián y Morales, nació en 1601 en Catalayud, Aragón.

Tanto a partir de su nacimiento, como también en consideración de los años que vivió (1601-

1658), podemos adelantar que en el jesuita predominan una mentalidad y actitud ante la

condición humana distinguible y distinta respecto de la tendencia renacentista: él es un

hombre típicamente del Barroco. Siguiendo la caracterización que realiza José Manuel

Blecua, Gracián se ocupa en su obra de inquietudes típicas al hombre del Barroco español,

para cuyo contraste ideológico en cuanto a la identidad de cada época, el crítico señala: «Para

el hombre del Renacimiento, el mundo está bien organizado y la vida merece la pena de

vivirse […]. El hombre del Barroco, en cambio, piensa que la vida no es más que un sueño,

una sombra, una caduca flor» (122). A partir y en consecuencia de esto; las tendencias tópicas

y estilísticas durante el Barroco español fueron constantes y tenaces en sus intentos por

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entregar contenidos morales, así como brindar con su producción escritural obras

profundamente doctrinales y densas, cargadas de contenido, ideológica y sentenciosamente,

mediante una exhibición de erudición y sapiencia. Este interés, demanda y producción

constante de obras de carácter formativo, vuelto ya política institucional tras el Concilio de

Trento, a lo largo del XVII inspiró a gran cantidad de autores a elaborar obras cuya formación

en una idea del «buen vivir», elaborada desde la matriz de interpretación de una nueva forma

de individualidad. El jesuita aragonés, por su parte, consolidó su erudición y formación bajo

los principios de la Ratio studiorum2 en la elaboración de una serie de obras cuyo carácter

teológico, ideológico y moralizante resulta evidente.

Ya desde el Renacimiento, junto con el renovado interés por Platón heredado del

humanismo italiano y el redescubrimiento de los clásicos, hubo a lo largo del XVI una

extensa proliferación de obras tratadísticas, proto-ensayísticas y emblemáticas cuyo

propósito fue de carácter didáctico o formativo. Ahora bien, el neoplatonismo conoce en el

XVII un renovado matiz a partir del cual, conservando el antropocentrismo característico del

Renacimiento, en el Barroco la condición humana es abordada desde el prisma del

desengaño. Asimismo, aparte de lo anterior, la masa y densidad demográfica aumentaba en

las ciudades europeas, lo que unido a las mencionadas tensiones sociales, políticas y

religiosas, daban por resultado la aparición de un nuevo tipo de subjetividad. «Más se

requiere hoy para un sabio que antiguamente para siete, y más es menester para tratar con un

solo hombre en estos tiempos, que con todo un pueblo en los pasados», reza ya el primer

aforismo del Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián (Oráculo 185),

mostrando ejemplarmente que nuestro autor no fue ajeno a la consciencia de que el hombre

de sus tiempos poseía particularidades históricas. La Fortuna, deidad alegorizada a quien se

responsabiliza de la hazaña o ruina personal, coexiste con la libertad de albedrío, ante la cual

es primero que todo el principal artífice de su propio destino. Por otro lado, la idea de que

cada individuo es único e irrepetible en sí mismo (cada persona un mundo en sí misma), así

como el difundido deseo de la ascensión social en un mundo de oportunidades limitadas,

2 La Ratio atque Institutio Studiorum Societatis Jesus o simplemente Ratio Studiorum (1599) es el nombre con que se conoce la planificación pedagógica que desarrollaron los jesuitas. Para más información sobre el mismo, véase Ayala, J. M,. «La vida intelectual de Baltasar Gracián» (18-34), o bien «La Ratio Studiorum de 1599: un sistema educativo singular» de Carmen Labrador Herraiz.

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llevan a que durante XVII la Ocasión y la Fortuna sean constantemente retratadas por medio

de representaciones alegóricas.

Por otro lado, el destino eterno al que aspiraría la vida del hombre Barroco, de acuerdo

con la visión cristiana del mundo, dependía exclusivamente de los actos que este desarrollara

a lo largo de su peregrinaje por la vida. La atención puesta en el sujeto como dueño y

responsable de sí mismo, la preocupación por «ser persona» o la responsabilidad que cada

individuo posee de encontrar los mejores medios para alcanzar sus fines personales, son

algunas de las preocupaciones del hombre de esta época. Estudiando la obra de Diego de

Saavedra Fajardo (1584-1648), prosista relativamente contemporáneo a Gracián, Murillo

Ferrol y Monroe Z. Hafter advierten una característicamente que igual podemos aplicar a

Gracián: el carácter práctico (o, como Gracián diría, «cortesano») de los saberes que ofrece

la literatura moralista y emblemática puede actuar, ocasionalmente, en los límites de la moral

cristiana (937). No obstante lo anterior, diferenciamos entre el saber práctico moral al que

aspiran los autores católicos y el maquiavelismo, puesto que para los moralistas hispanos el

fin no justifica todos los medios. Por ejemplo, para nuestro jesuita «el hombre, con su libre

albedrío puede ir descartando, eligiendo, valiéndose de la prudencia, una virtud que le orienta

en la vida cuál es el camino para llegar a ser persona, virtuoso, santo» (Novella Suárez 198-

199). Existe una libertad de acción, así como una consciencia de que a cada situación debe

sacar el hombre el máximo provecho posible.

El problema estriba en que, como hombre de su época, para Gracián la vida es

fundamentalmente engaño y, junto con esto, gran parte de ella se la pasa el hombre

aprendiendo. Producto de lo anterior, Baltasar Gracián escudriña un misceláneo repertorio

de fuentes clásicas y contemporáneas suyas, donde se despliega toda la formación integral

de la Ratio studiorum, de cuya íntegra profundidad filosófico-teológica y humanística la obra

del jesuita actúa como una síntesis (Ayala 24). Siguiendo este principio, nuestro autor

desarrolla una serie de misceláneos y heterogéneos tratados cuyo propósito es,

fundamentalmente, formar hombres eminentes, moralmente íntegros y serviles para cumplir

óptimamente sus funciones en distintos ámbitos. Ahora bien, en nuestro autor, así como en

otros de su época, están perfectamente conjugadas la libertad de albedrío, la soberanía de un

orden divino (la existencia de una Verdad, en mayúscula) y un reconocimiento de la

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insuficiencia de la razón humana para la aprehensión de este orden celeste de las cosas tras

bajo el engaño producto de lo aparente; pues en el mundo de apariencias que conoce la

sociedad civil existe un orden de mundo, el cual, sin embargo, es siempre inaprehensible del

todo por el entendimiento humano.

A partir de lo anteriormente expuesto, entendemos los esfuerzos que sostuvo Gracián

por la elaboración de una producción tratadística-literaria esmerada en servir al lector, en

particular y en conjunto. De acuerdo con el gracianista Jorge Ayala, por ejemplo, el quehacer

intelectual del jesuita estuvo principalmente esmerada en ofrecer «todo un compendio para

poder saber y vivir», facilitando así a quien leyere «los conceptos previos y necesarios para

acceder a los caminos que llevan a la verdad: el Desengaño» (Ayala 212). Rescatamos,

asimismo, las palabras de Aurora Egido, quien enfatizó en el impulso formativo y pedagógico

común a las obras de Gracián «todos los libros del jesuita conforman una sola obra total […]

las obras de Gracián configuran una paideia en el sentido clásicos» (27). Para concretar el

afán propedéutico de sus obras, el jesuita se nutre de un enriquecido bagaje cultural: clásicos

grecolatinos, textos bíblicos, tratados de retórica, teología y literatura humanística de su

época. Por medio de su formación profundamente erudita, Gracián dio luz a una serie de

obras de diversa extensión, forma y contenido; por ejemplo, El Héroe (1637), breve tratado

moral dividido en capítulos de breve extensión llamados «primores», en cada uno de los

cuales el jesuita comparte apotegmas, anécdotas y consejos extraídos de sus lecturas

personales; Agudeza y arte de ingenio (1648), por otro lado, es un esfuerzo de Gracián quien,

siguiendo las formas de un tratado de retórica, caracteriza las figuras de pensamiento

descritas bajo el nombre de «agudeza»; o bien, El comulgatorio (1655), guía espiritual y

eucarística cuyo contenido explícitamente doctrinal explica que sea la única obra que el

jesuita publica sin emplear seudónimos.

Pese a tener una variedad de obras de diversa forma y contenido, Baltasar Gracián es

uno de esos autores en los que podemos fácilmente encontrar una obra cúlmine: El Criticón3,

3 Así como sucede con otras obras en prosa de su época, la clasificación genérica de El Criticón puede resultar problemática. Reconocemos, por supuesto, influencias estructurales de la novela picaresca y bizantina, por la forma de narración «ensartada». Sin embargo, para propósitos del presente informe, centrado en los contenidos de la obra, nos será indiferente hablar de «narración alegórica», «ficción alegorizada», «novela alegórica» o «novela filosófica», etc. Por otro lado, recomendamos la lectura del artículo de Lázaro Carreter, quien expone una serie de argumentos para rotular a la obra como «epopeya menipea».

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una narración alegórica considerablemente más voluminosa que las anteriores, publicada en

tres partes en los años 1651, 1653 y 1657. En una de las partes de la novela filosófica de

Gracián, nos encontramos con el desarrollo de un gran repertorio de temas morales, de los

cuales desprendemos una prescriptiva antropológica del hombre cristiano y virtuoso; así

como también una serie de saberes prácticos gracias a los cuales este hombre aprende a «vivir

bien» y reunir méritos suficientes para ir al cielo, de acuerdo con los dictámenes moral del

dogma católico.

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2. La obra total de Gracián, El Criticón: una alegoría de la vida y la muerte

I

«Esta filosofía cortesana, el curso de tu vida en un discurso, te presento hoy […]. He

procurado juntar lo seco de la filosofía con lo entretenido de la invención, lo picante de la

sátira con lo dulce de la épica» (62-63), declara Baltasar Gracián en el breve texto que

destinado «a quien leyere», el cual precede la primera parte de El Criticón. Asimismo, a lo

largo de sus tres partes, la obra mantiene un tono propedéutico que busca enseñar a «saber

vivir», lo cual, en este mundo, donde el hombre debe armar su propio camino en función de

sus decisiones y posibilidades, solo se consigue con un «saber hacer» y un «saber decidir».

Andrenio y Critilo son los personajes que representan respectivamente al hombre salvaje-

inexperto y al sabio-civilizado; ambos, a través de un extenso peregrinaje alegorizado en la

narración graciana, recorren distintos lugares y viven aventuras en su búsqueda tras la dama

Felisinda (representación alegórica de la felicidad). Así, por medio de una extensa y compleja

sucesión de cuadros alegóricos, que dotan constantemente a la narración de un carácter

simbólico, se condensan profundas reflexiones en torno a distintas temáticas morales, en las

que la ficción en lenguaje conceptista exige la comprometida atención del lector: lo narrado

en la obra, así como los lugares descritos, deben constantemente estar siendo reinterpretados

para desentrañar «el sentido» del texto, pues Gracián exhibe en las tres partes de la obra una

remarcada estética conceptista, muy comparable a la propia de Los sueños de Quevedo.

Combinando agudeza verbal, apotegmas sentenciosos y un notorio gusto por la

expresión cultista, El Criticón destina cada una de sus partes a retratar, extensamente, las

épocas de una vida humana («En la primavera de la niñez y en el estío de la juventud»,

«Juiziosa cortesana filosofía en el otoño de la varonil edad» y «En el invierno de la vejez»,

son los subtítulos de cada una de las partes). Sin embargo, en semejanza con el tópico barroco

del mundo al revés, Gracián deja la verosimilitud literaria de lado, aspirando en su lugar a

mostrar el mundo en su esencia, más allá de las apariencias con que nos engaña. A lo largo

de este tránsito, en semejanza directa con el tránsito de una vida, Baltasar Gracián dispone

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que Andrenio y Critilo interactúen con gran cantidad de personajes alegóricos:

personificaciones de los vicios, arquetipos de la sociedad de la época, localizaciones

alegorizadas o incluso la mención de personajes históricos a modo de ejemplo y contra-

ejemplo moral.

Ambos personajes, tan notoriamente que podemos advertirlo desde el comienzo de

la obra, simbolizan cada uno una respectiva parte de una polaridad entre figuras arquetípicas,

la del hombre letrado, virtuoso (y por ende, de acuerdo con la visión de mundo que

desprendemos de El Criticón), sabio; y, por otro lado, el joven inexperto, salvaje y, por ende,

carente de la sapiencia suficiente para decidir prudentemente en los cauces de la vida. Desde

el primer encuentro ente el náufrago Critilo y el joven salvaje (el nombre «Andrenio» apenas

lo toma una vez que Critilo se lo asigna) queda marcada una insoslayable distancia que

caracteriza a ambos personajes como polos opuestos. Critilo y Andrenio, quienes

posteriormente nos enteramos son padre e hijo, actúan como guía y aprendiz respectivamente

en el peregrinaje por la vida de ambos. Ahora bien, Andrenio, cuyo nombre proviene

etimológicamente del griego «hombre», ‘andras’ (Ανδρας), y representa alegóricamente un

tipo de perfil caracterológico cuya idea y visión de hombre bien podría emparentarse con la

tradicional idea del «buen salvaje»4 o al filosófico Segismundo de La vida es sueño (también

un salvaje al comienzo de su obra, deviniendo prontamente en un reflexivo personaje).

Aseveramos esto último, principalmente, puesto que, en el momento del primer

encuentro entre la pareja de protagonistas en la narración, nos encontramos con que la vida

de Critilo peligraba en medio de tormentosas olas. Sin embargo, acercándose a las costas de

la isla Santa Elena, Critilo en el comienzo de la novela estaba «equívoco entre uno y otro

elemento [mar y tierra], equívoco entre la muerte y la vida, hecho víctima de su fortuna

cuando un gallardo joven ángel al parecer y mucho más al obrar, alargó sus brazos para

recogerle en ellos, amarras de un secreto imán si no de hierro, asegurándole la dicha con la

vida» (I, Crisi primera, 66)5. El joven, aunque bienintencionado y —para sorpresa del

4 Sabemos, por supuesto, que Rosseau es posterior a Gracián y es por medio de quien se populariza la idea, pero esta ya se encontraba presente en las crónicas y diarios del siglo XVI. Este vínculo ya lo advirtió Alphonse Coster, rescatando citas del pensador francés y el jesuita español (148). 5 Desde este punto en adelante, seguiremos el uso del siguiente formato para las citas de El Criticon: parte citada de la obra, crisi en que se ubica, página exacta en la citada edición.

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16

náufrago— con aspecto de europeo, corresponde a un objetivamente a un hombre

incivilizado, pues carece de todo contacto previo con otra la especie humana.

Gracias a las libertades que ofrece la ficción literaria a Baltasar Gracián para plasmar

esta extensa alegoría de la vida, rápidamente Andrenio adquiere la capacidad de articular y

escuchar pensamientos a través de la palabra hablada, quedando facultado para «aquellos dos

criados del alma, el uno de traer y el otro de llevar recados, el oír y el hablar» (I, Crisi primera,

68). Una vez ya adquiere la capacidad de producir y descifrar mensajes a través de palabras,

Andrenio logra la capacidad de hablar, cuya importancia en la novela es capital en tanto que

es el hablar efecto grande de la racionalidad, que quien no discurre no conversa. «Habla, dijo

el filósofo, para que te conozca». Comunícase el alma noblemente produciendo conceptuosas

imágenes de sí en la mente del que oye, que es propriamente el conversar […]. Participa

hablar de lo necesario y de lo gustoso, que siempre atendió la sabia naturaleza a hermanar

ambas cosas en todas las funciones de la vida; consíguense con la conversación, a lo gustoso

y a lo presto, las importantes noticias, y es el hablar el único atajo al saber: hablando, los

sabios engendran otros, y por la conversación se conduce al ánimo la sabiduría dulcemente

[…]. De suerte que es la noble conversación hija del discurso, madre del saber, desahogo del

alma, comercio de los corazones, vínculo de la amistad, pasto del contento y ocupación de

personas. (I, Crisi primera, 69)

Tomando por muestra este fragmento, y en consonancia con lo que expondremos a

lo largo del este estudio, tenemos ya dos antecedentes importantes en relación con la visión

de hombre y mundo que se despliega en El Criticón: 1) una distinción insoslayable e

irremediable entre cuerpo y alma y, asimismo, la posibilidad de considerar el cuerpo por sí

solo como una cárcel para nuestra alma, así como sucedía con Andrenio hasta el momento

de adquirir plenas competencias lingüísticas (las suficientes para conversar: oír y escuchar a

otros mediante palabras). Nótese cómo, de acuerdo con la cosmovisión que aquí expone

Gracián, la comunicación entre las distintas almas consiste en un intercambio de ideas e

imágenes mentales, estableciendo así un alma caracterizada por su capacidad de actuar

independientemente del cuerpo en que habita. 2) Un evidente enriquecimiento, siempre y

cuando se tenga el oportuno interlocutor, de la comprensión individual del mundo y la

Page 17: Las relaciones entre Vida-Engaño y Muerte-Desengaño en El

17

experiencia misma en él a través de la conversación con un otro. Esto, naturalmente, dado el

limitado alcance del entendimiento humano y el impulso natural que tenemos por

formularnos preguntas y esbozar respuestas para estas. Así, ya entremedio de las fieras que

lo criaban, Andrenio pudo percatarse, entre otras cuantas más, de una diferencia capital entre

estas formas de vida y la especie distinta a que él pertenecía; así, tenemos que el mancebo

salvaje confiesa al anciano Critilo:

llegando a cierto término de crecer y de vivir, me salteó de repente un tan extraordinario

ímpetu de conocimiento, un tan grande golpe de luz y de advertencia, que revolviendo sobre

mí comencé a reconocerme haciendo una y otra reflexión sobre mi propio ser: ¿Qué es esto,

decía, soy o no soy? Pero, pues vivo, pues conozco y advierto, ser tengo. Mas, si soy, ¿quién

soy yo? ¿Quién me ha dado este ser, y para qué me lo ha dado?; para estar aquí metido, grande

infelicidad sería6. (Crisi primera, Primera parte, 71)

Este afán por formularse preguntas llevará al hombre a hacer imprescindible la

integración de sus saberes y pensamientos junto con otros, a modo de comprender el

complicado y misterioso orden divino que organiza y ordena todas las cosas del mundo, en

sus dichos y hechos. Puesto que el mundo descrito en El Criticón, sin renunciar a ninguna

consideración de un orden teleológico, presenta un mundo cuyo control, desde lo más general

hasta lo más particular, no escapa de la divinidad. No obstante, los cauces que toma este plan

divino escapan con creces, como afirma Critilo:

aunque todos los entendimientos de los hombres que ha habido ni habrá se juntaran antes a

trazar esta gran máquina del mundo y se les consultara cómo había de ser, jamás pudieran

atinar a disponerla; ¡qué digo el universo!: la más mínima flor, un mosquito, no supieran

formarlo. Solo la infinita sabiduría de aquel supremo Hacedor pudo hallar el modo, el orden

y el concierto de tan hermosa y perene variedad. (Crisi primera, Primera parte, 72-73)

6 En este punto de la historia de Andrenio, el personaje vivía a oscuras en una cueva, criado y alimentado por fieras que lo trataban como a un hijo.

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18

Tenemos, entonces, que según la visión de mundo que nos ofrece Baltasar Gracián

resulta una interesante dualidad, donde un moderno enfoque de individualidad propia del

Barroco aparece; no obstante lo anterior, la libertad de albedrío y aparente caos del mundo

no contradicen la autoridad de Dios ni las ordenanzas de su voluntad como principio regente

y ordenador del mundo. Pero el limitado entendimiento de los hombres, en la mayoría de los

casos incapaces de comprender este orden divino que subyace al mundo en que se

desenvuelven, junto con su decadencia moral, terminan por volver la vida en sociedad más

tortuosa, compleja y enrevesada de lo que en primer término debería. El peligro más grande

que encuentra el hombre en el mundo graciano es, paradójicamente, el hombre, depredador

de su misma especie. Sin embargo, en la construcción ideológica del jesuita nos encontramos

con una particular configuración de sus ideas en torno al devenir de nuestra existencia tras la

muerte.7

Dentro del extenso repertorio de asuntos y matices que podríamos abordar en

cuanto a la carga doctrinal en esta novela alegórica, para propósitos de la presente

investigación, seleccionaremos una serie de pasajes correspondientes a extractos de las tres

partes de El Criticón, a partir de los cuales sostendremos que en esta obra graciana podemos

encontrar una idea de vida y muerte que entienden a estas, respectivamente, como términos

comúnmente equivalentes a engaño y desengaño. La relación entre ambos términos la

hallamos en que, por razón del tipo de experiencia que estamos condenados intrínsecamente

a tener en nuestra condición de mortales poseedores de una parte que es etérea y otra que es

eterna, una que es sensible y la otra que es inmaterial, una es el cuerpo y la otra es el alma.

Así, tenemos que, de acuerdo con la visión graciana del plano metafísico y

cosmológico (y, por extensión también, a gran parte de los autores de su época, porque en

este aspecto Baltasar Gracián es un hombre como tantos más del Barroco español), lo que

llamamos «muerte» no implica desaparecer totalmente, como entenderíamos más

extendidamente en un enfoque más contemporáneo, por ende extendidamente secular y

menos familiarizado con ideas de este tipo.

7 Como posteriormente desarrollaremos, este matiz en cuanto al modo en que comprende el hombre barroco el concepto «muerte» depende de las ideas en torno a cuerpo y alma, extendidamente secularizadas o desarraigadas en el lector contemporáneo, pero relevantes para la comprensión de Gracián.

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19

II

Rastreando entre las fuentes que más robustamente influyeron en la formación

intelectual de Baltasar Gracián, uno de los autores griegos que goza una mayor importancia

es Platón8. Comparten el jesuita y el discípulo de Sócrates la idea de que la muerte, lejos de

ser una cuestión que deba parecernos sinónimo de miedo, lástima o perjuicio, corresponde

más bien al momento en que acaba la parte menos grata de nuestra existencia: el peregrinaje

por esta vida, cuya única certeza universalmente reconocida es que desembocamos todos en

la muerte. Como expondremos posteriormente, en El Criticón nos encontramos, al igual que

en las doctrinas de la filosofía platónica, con el pensamiento de que la muerte implica nada

más que la separación entre cuerpo y alma, abriendo lugar así a una comprensión del

momento de la muerte como un desengaño, en tanto que la vida en el mundo material está

intrínsecamente condicionada por su condición de perpetuo engaño, obligados a

experimentar una vida caracterizada por pasar su interacción, la mayor parte de las veces,

con meras apariencias, y no conociendo, deseando o pensando las cosas según son.

Esta última tesis, vale decir, la idea de que todo cuanto experimentamos en la vida

terrenal es irreal, en tanto la esencia de las cosas se nos revela solo parcialmente; pues

siempre, todo cuanto conocemos, lo conocemos filtrado por nuestros sentidos, deseos, y las

limitaciones propias del entendimiento humano. Estas limitaciones, además, hacen coincidir

a Platón y Gracián, puesto que ambos consideran la opinión popular comúnmente errada y

tradicionalmente diferenciada de la opinión del sabio, quien debía cumplir con otro requisito:

la búsqueda de la sabiduría y el cultivo de la virtud por medio de sus deseos, dichos y hechos.

El propósito del presente estudio será establecer, en primer lugar, una exposición

acerca de la visión sobre la muerte que nos encontramos en El Criticón, cuya construcción

tan característicamente aurisecular y propia del Barroco español reescribe y reinterpreta,

desde una perspectiva moderna, ideas que sobre la muerte y el mundo nos encontramos en

los antiguos. Asimismo, a partir de una selección de pasajes principalmente extraídos de

Gorgias y Fedón, en comparación con fragmentos tomados de las tres partes de la obra

8 Para mayor precisión en este punto, vale decir que, además del ya mencionado conocimiento que Baltasar Gracián tuvo de los clásicos grecolatinos, Platón aparece como uno de los más eminentes y respetados en las letras gracianas. Reparando en este punto acerca de las predilecciones particulares de Gracián, Allué Salvador plantea que entre los griegos particularmente «le seducían Platón y Luciano de Samosata» (164).

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20

magna de Gracián, expondremos cómo ideas que encontramos en la epistemología y moral

del filósofo antiguo guardan similitudes con contenidos que extraemos de la novela del

jesuita. Finalmente, tras analizar y poner en relación las ideas tomadas de cada una de las

obras, abriremos espacio a la reflexión en torno que presenta la adopción de estas doctrinas

platónicas en El Criticón, sobre todo a la luz de su época: la Contrarreforma católica y la

escisión de la cristiandad europea. La formación humanista de Gracián, naturalmente, sin

desdeñar a la autoridad clásica por no compartir su fe católica, introduce reparos y

modificaciones a la influencia pagana, adaptándola a la sensibilidad y cosmovisión de sus

contemporáneos.

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3. Platón: la Forma de lo Bueno y el desprecio por los sentidos

I

De acuerdo con los ideales ascéticos y filosóficos que promulgó Gracián en los

fragmentos que a continuación vincularemos con El Criticón, encontramos la idea de mundo

que promulgan los diálogos platónicos. En cada una de estas composiciones de diversa

temática y duración, dos o más interlocutores discuten en torno a temas de distinta naturaleza.

Con la única excepción de Leyes, más allá de toda la extensa variedad temática que abordan

las discusiones, todos los diálogos que componen la obra de Platón cuentan con la presencia

de Sócrates, el filósofo ateniense célebremente conocido por haber sido sentenciado por los

tribunales de su polis a ser ejecutado bebiendo cicuta. El Fedón, diálogo acerca de la

inmortalidad del alma (naturalmente, entre muchos otros temas más), transcurre

precisamente en los instantes previos a la muerte de Sócrates. Acompañado de sus más

cercanos discípulos, quienes lo lloraban y veían en su muerte la pérdida de un sabio filósofo

(el más sabio de todos los hombres, de acuerdo con lo que proverbialmente respondió el

Oráculo en Delfos); por boca de Sócrates, en el Fedón es están contenidos algunos de los

pensamientos más reconocidos de Platón: la Teoría de las Formas (también llamada Teoría

de las Ideas)9, la Teoría de la reminiscencia y una serie de argumentos en favor de la

inmortalidad del alma. Estas últimas, por otro lado, son expuestas por Sócrates, quien para

sorpresa de sus jóvenes aprendices permanece en total tranquilidad en la antesala de su

muerte.

Para no dejar a quienes lo acompañan en los momentos previos a su ejecución sin

conocer sus consoladoras reflexiones, Sócrates accede a compartir sus pensamientos y

conversar una última vez extendidamente con sus amigos, pese a que estos le advierten que

el acaloramiento de su cuerpo producto de la hablar por un largo rato obligarían al encargado

de suministrarle el veneno a duplicar o triplicar su dosis (Fedón 63d-e). Pero el anciano

9 Hemos decidido hablar de «Teoría de las Formas», puesto que preferimos evitar la confusión entre la Forma (o Idea) platónica y el uso que más convencionalmente hacemos del término ‘idea’; por ejemplo, cuando hablamos de «las ideas de Baltasar Gracián» o «las ideas en el poema de Góngora». El sentido que adopta la ‘idea’ en ambas oraciones difiere profundamente de la Idea platónica. Para evitar la confusión y distinguir con más naturalidad, nos decantamos por hablar de Formas.

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22

Sócrates, sin ningún problema, accede a compartir sus pensamientos en un tema cuya

naturaleza altamente controversial («¿Qué y cómo es la existencia después de la muerte?»),

sabiendo de antemano que costaría convencer a sus interlocutores, quienes a lo largo del

diálogo están constantemente sometiendo a observación las afirmaciones de Sócrates. La

gran variedad de contenidos, teorías e ideas que encontramos en el diálogo justamente

proviene de lo dificultoso que es hablar, con un mínimo razonable de verosimilitud. Al igual

que luego veremos que sucede con Baltasar Gracián, sin embargo, una de las premisas más

fundamentales que son aceptadas al comienzo del diálogo es que la definición de lo que

llamamos «muerte» como una separación de cuerpo y alma, y que lo que coloquialmente

llamamos «estar muerto» no es más que el estado en que se encuentra quien tiene separados

cuerpo y alma, existiendo cada uno por su cuenta y separados (Fedón 64c). Por otro lado,

mientras que el cuerpo requiere constantemente cuidados, atenciones y sufre deterioro con el

paso del tiempo, el alma, de acuerdo con Platón, permanece encarcelada, como una prisionera

buscando librarse de los obstáculos que le representa el cuerpo.

En su exposición de las ideas filosóficas acerca de la muerte en Sócrates, Platón y

Aristóteles, Matthews ha señalado acerca del Fedón que «The arguments in the Phaedo lead

to the conclusión that the soul is something akin to the Platonic Forms, which are, if not

abstract objects, still completely uchanging realities» (192). El carácter incorruptible y eterno

que, de acuerdo con las ideas platónicas, posee el alma, hace que sea a través de esta y no

por medio de nuestros sentidos como adquirimos sabiduría y conocimiento de la realidad que

nos rodea. Dicho esto, entendemos porqué Platón en boca de Sócrates señala que el quehacer

de los filósofos se asemeja a la muerte, puesto que la filosofía es una actividad cuyo ejercicio

exige inevitablemente el abandono de la atención al cuerpo, puesto que la vista, oído y los

demás sentidos no son sino obstáculos para alcanzar eficacia en el análisis y construcción de

razonamientos (Fedón 65b). Esto lleva a Sócrates a afirmar que quien filosofa simula con

esto la muerte, puesto que su alma actúa suspendiendo circunstancialmente la atención al

cuerpo, alcanzando a estar «de manera óptima, cuando no la perturba ninguna de esas cosas

[los sentidos], ni el oído ni la vista, ni dolor ni placer alguno, sino que ella [el alma] se

encuentra al máximo en sí misma, mandando de paseo al cuerpo, tiende hacia lo existente»

(Fedón 65c).

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23

Ahora bien, mientras que el filósofo, por un lado, inevitablemente debe desentenderse

de su cuerpo para el óptimo ejercicio de su labor; tenemos que, por el contrario, lo propio del

vulgo es actuar contrariamente a este ideal que hermana virtud y ascetismo, propósitos a los

que aspira la filosofía. De acuerdo con estas ideas, la corrupción del vulgo radica en que,

siendo incapaces de distinguir entre verdad y apariencia, estiman altamente las cosas

corpóreas (por definición, ilusorias, puesto que partes del mundo sensible). El alma, pese a

que es la parte más cercana a la divinidad e inmortal del hombre, comúnmente padece la

tiranía de las pasiones y apetencias del cuerpo, quedando rendida a este último, su contraparte

corruptible, menos parecida a la divinidad y mortal. Como luego veremos que también sucede

con Gracián, las reflexiones acerca de la muerte pertenecen, naturalmente, a un cuadro mayor

que engloba también una visión de la vida y el mundo: en ambos autores prevalece la

aceptación de la vida en la tierra como un engaño que solo actúa como tránsito para conocer

una realidad mayor y superior. Justamente, refiriendo esta ponderación del cuerpo como un

obstáculo para la comprensión de una realidad a la cual este nos impide acceder, Sócrates

afirma

[…] en cuanto tengamos el cuerpo y nuestra alma esté contaminada por la ruindad de este,

jamás conseguiremos suficientemente aquello que deseamos. Afirmamos desear lo que es

verdad. Pero el cuerpo nos procura mil preocupaciones por la alimentación necesaria; y,

además si nos afligen algunas enfermedades, nos impide la caza de la verdad. Nos colma de

amores y deseos, de miedos y de fantasmas de todo tipo, y de una enorme trivialidad, de modo

que ¡cuán verdadero es el dicho de que en realidad con él no nos es posible meditar nunca

nada! Porque, en efecto, guerras y revueltas y batallas ningún otro las origina sino el cuerpo

y los deseos de este. Pues a causa de la adquisición de riquezas se originan todas las guerras,

y nos vemos forzados a adquirirlas por el cuerpo, siendo esclavos de sus cuidados. (Fedón

66b-c).

Tal como veremos posteriormente también en la novela del Barroco, gran

responsabilidad en la corrupción y decadencia moral del mundo tienen las apetencias,

placeres y deseos motivados por el cuerpo. Esto lleva, naturalmente, a que el instante de la

muerte de acuerdo con la filosofía platónica sea el momento en que dejamos de participar de

aquella dimensión de la realidad corruptible e imperfecta, conocida solo parcialmente de

acuerdo con lo que los sentidos pueden mostrarnos. La muerte, entonces, deja de ser vista

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24

como un trago amargo y, especialmente para los filósofos, en tanto que su actividad implica

una simulación de la condición del muerto, dirá Platón, debe ser bienvenida y recibida con

gusto, como un momento largamente esperado (Fedón 67e). Ahora bien, llegados a este

punto, para comprender más específicamente qué quiere decir el filósofo antiguo corresponde

preguntarnos: ¿cuál es exactamente esa realidad a que refiere Platón? Luego, ¿cómo podemos

conocerla? La respuesta a estas preguntas, de índole metafísico y epistemológico, la

encontramos en la conocida Teoría de las Formas.

De acuerdo con el sistema filosófico que desarrolla Platón ya en sus obras de madurez,

todo cuanto podemos conocer a través de los sentidos pertenece al mundo sensible. Todas y

cada una de las entidades concretas, particulares, finitas y materiales que nos encontramos

en el mundo sensible, del cual participa nuestro cuerpo, no está formado más que por

imperfect copies of Forms which exist eternally somewhere; which are the true and only

objects of knowledge, but can only be apprehended by direct contemplation of mind freed as

far as possible from the confusing imperfections of the physical world. (Hugh Tredennick

citado por Alexander Nehamas 173).

Esto explica, de acuerdo con la visión que propone este filósofo, que el mundo está

dividido en dos dimensiones: una sensible y corruptible, en la cual nos desenvolvemos con

nuestros cuerpos y, luego, otra, inteligible, en la cual habitan las Formas, entidades abstractas,

complejas y eternas con cuya existencia somos familiares puesto que solo a través de la

relación con ellas podemos volver inteligibles nuestras experiencias en el mundo sensible. A

través de la inserción de estas dos parcelas de mundo, Platón explica el interesante fenómeno

de que podamos discernir desde pensamientos matemáticos, como qué son un círculo o un

triángulo isósceles, hasta categorías estéticas y morales, como las nociones de «lo bueno»,

«lo justo» o «lo piadoso». De acuerdo con el esquema propuesto por Platón, así como las

figuras geométricas que nos encontramos en el mundo material carecen de la perfección que

tienen las Formas inteligibles, tampoco logran ni los hombres más empeñados al ejercicio de

la virtud llegar a alcanzar o superar «lo bueno en sí mismo», «lo justo en sí mismo» o «lo

piadoso en sí mismo»; puesto que todas estas corresponden a las Formas, entidades eternas

y universales cuyos caracteres replican lo que conocemos en este mundo. Ahondando en la

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25

imperfección inherente a todo cuanto constituye el mundo sensible según las doctrinas

platónicas, Alexander Nehamas señala que

The sensible world is imperfect because it is only approximately whatever we say it is; the

Forms are perfect because they are exactly whatever we say they are. Particulars are imperfect

copies of the Forms in which they participate. They are copies in that they ‘strive to be like’

the relevant Forms: they do possess the relevant properties. They are imperfect in that they

‘fall short of being like’ the relevant Forms: they possess the relevant properties only to an

extent or degree. (175)

Así, tenemos que las entidades, sujetos y objetos que componen el mundo sensible

solo se asemejan parcialmente a las Formas. Asimismo, la idea de que algo es bello o de que

algo es largo solo puede aparecer en comparación con otras entidades de mundo material que

dan sentido a tal comparación. Las cosas de este mundo no pueden más que participar de las

Formas, como una réplica particular y finita de ellas. No hay belleza humana que no pueda

ser perfeccionada ni sea ajena al deterioro, así como tampoco hábitos morales que sean

siempre irreprochables en todo momento y desde toda perspectiva posible. Mientras que una

persona puede parecernos bella y, sin dejar de ser la misma persona, puede parecernos fea en

otro momento, las Formas permanentemente son y serán lo que su esencia dicta que sean.

«Sensible objects are both beautiful and ugly, just and unjust, tall and short, because they are

not really beautiful, just or tall; they only participate in beauty, justice or tallness by

possessing a relevant character» (Nehamas 178). Mientras que los objetos sensibles guardan

lugar para la controversia y manifiestan un carácter permanentemente cambiante, las Formas

son justamente esas categorías inmóviles, incorruptibles y eternas gracias a las cuales

podemos entender asimilar lo que conocemos en el mundo material como «lo bello», «lo

bueno» o «lo justo». Para que podamos entendernos con otras personas al referir cualidades

o características abstractas existen las Formas, cuyo conocimiento es innato, puesto que

nuestra alma inmortal conoció previamente a nacer junto a un cuerpo ya todas las Formas,

pero las olvida una vez se une a este y forman al ser humano, imperfecto por definición, así

como todo cuanto encontramos en el mundo sensible.

Entre otros planteamientos que nos encontramos en el Fedón para sostener la

inmortalidad del alma y la aceptación de la muerte como un bien, nos encontramos con aquel

que para Sócrates confirma el mencionado conocimiento innato de las cosas por parte de

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26

nuestras almas. «Conocer es recordar» es como célebremente se parafrasea la afirmación de

Sócrates, contenida en la llamada Teoría de la reminiscencia (Fedón 72e-78b). De acuerdo

con esta última, según escribe Platón en la voz ficticia de su maestro

es necesario que nosotros previamente hayamos visto lo igual antes de aquel momento en el

que al ver por primera vez todas las cosas iguales pensamos que todas ellas tienden a ser

como lo igual pero que lo son [la Forma de lo igual] insuficientemente […]. Por consiguiente,

andes de que empezáramos a ver, oír, y percibir todo lo demás, era necesario que hubiéramos

obtenido captándolo en algún lugar el conocimiento de qué es lo igual en sí mismo, si es que

a este punto íbamos a referir las igualdades aprehendidas por nuestros sentidos, y que todas

ellas se esfuerzan por ser tales como aquello, pero le resultan inferiores. (Fedón 75b)

El aprendizaje de nuevos conocimientos, entonces, no sería sino la recuperación del

saber que nos fue arrebatado al nacer con un cuerpo y pasar a formar parte del mundo

sensible. Así se explica, entonces, que podamos discernir que dos entidades distintas

pertenecen a una misma especie y sean ambas, en distintos sentidos, la misma cosa y una

distinta a la vez. Según esta explicación filosófica, fundamentalmente epistemológica y

metafísica, entendemos que dos cosas tienen semejanzas porque forman, de alguna manera,

parte de «Lo igual en sí». Sin embargo, ninguna de las dos cosas corresponde a «Lo igual en

sí», pues eso correspondería a ser la Forma de lo Igual. Recordamos, asimismo, que esta

sumisión de las entidades del mundo sensible al mundo de las Formas alcanza también

categorías estéticas y morales. La belleza del más atractivo cuerpo, las acciones moralmente

bienintencionadas o los hombres con temperamentos más virtuosos que podamos imaginar.

Todas estas cosas mencionadas, desde el momento en que participan del mundo sensible,

caracterizado por su condición de voluble, finito e imperfecto, siempre queda espacio a

imaginarlas mejores y más perfectas (lo que pertenece al mundo sensible es, por definición,

perfectible), porque no hay cuerpo lo suficientemente atractivo para competir con la Forma

de lo Bello, así como no hay entereza moral capaz de competir con la Forma de lo Bueno

(Nehamas 190).

El mérito y la valoración que hacemos de las cosas particulares y sensibles, luego,

solo cobra validez y significado en relación con otras, las cuales ya por formar parte del

mundo sensible debemos asumir igualmente imperfectas y cambiantes. Podemos considerar

que un hombre «es justo», sin embargo, siempre cabe la posibilidad de que pueda, en

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27

cualquier momento, pasar a ser «injusto». Tal situación no podría darse, sin embargo, en el

caso de que hablásemos de la Forma de lo Justo, entidad perfecta, universal y eterna cuya

existencia precede y excede la condición humana, así como la de cualquier entidad particular

del mundo sensible.

Ahora bien, hasta este punto rescataremos esta visión de mundo de Platón fundada en

las Formas. Según lo expuesto, para el desarrollo del trabajo nos quedaremos principalmente

con lo siguiente: de acuerdo con Platón, existen con anterioridad a nuestra vida en el mundo

sensible una serie de Formas, las cuales actúan como conceptos universales que han conocido

ya nuestras almas, antes de unirse a nuestros cuerpos, pero que olvidamos una vez entramos

en contacto con la imperfección del mundo sensible (tan finito y perecible como las criaturas

que lo habitamos). Luego, dado que las Formas rigen también categorías conceptuales que

usamos para comprender nociones como «lo bueno», «lo justo», «lo bello» o «lo prudente»,

tenemos que en Platón las categorías morales y estéticas están determinadas por una realidad

objetiva, cerrada en sí misma y la cual debemos esforzarnos nada más que por descubrir.

Ya volveremos, posteriormente en esta exposición, a la reinterpretación que

encontramos en El Criticón de Gracián en forma de alegoría este «orden superior»,

previamente establecido, según el cual determinamos también con autoridad categorías

estéticas y morales. Asimismo, acerca de cómo en la novela alegórica el proceder de Gracián

para explicar esta visión de la muerte como una instancia de liberación está, de acuerdo con

la visión de mundo de su época, profundamente tocada por la Contrarreforma y las nociones

de engaño y desengaño, según las cuales corresponde a este último todo lo que

experimentamos en la vida. Así, tal como en Platón encontramos un mundo de las Formas

(digamos: entidades que permiten discernir el mundo en forma matemática, estética,

conceptual, moral, filosófica, etc.), tenemos en El Criticón un mundo ordenado de acuerdo

con un orden fundamentalmente teológico y teleológico, pero valiéndose de la alegoría para

permitir a este orden «hablar». Así, la autoridad que tienen para Sócrates y Platón las cosas

«en sí mismas» (las Formas) en toda esfera del conocimiento humano, Gracián la traduce en

personajes alegorizados que directamente intervienen, manifestando así la Muerte, la

Felicidad, las Pestes, los Honores, comentarios acerca de su propia naturaleza, de acuerdo

con el orden divino y superior que también está en El Criticón. Pero antes de pasar

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28

directamente a la novela alegórica, tomaremos lo que ha sido expuesto acerca de las Formas

y estudiaremos de acuerdo con Platón cómo actúan en nuestras vidas las nociones de engaño

y el desengaño, a partir del contraste entre la ética de los seres humanos y lo que dictan las

Formas en materia de hábitos morales.

II

Ahora, ya pasando a las ideas platónicas que rescataremos del Gorgias, estudiaremos

en él las implicancias que alcanza esta realidad aparte de la nuestra, cuyo recuerdo olvidamos

y no siempre logramos recordar en nuestro cauce por el mundo sensible. Este diálogo, uno

de los diálogos más extensos de Platón, trata varios temas a lo largo a partir de una discusión,

la cual parte entre Sócrates y el célebre orador Gorgias de Leontino, y continúa

posteriormente con Polo y Calicles, dos jóvenes discípulos del rétor. La conversación, que

comienza con Sócrates interrogando a Gorgias acerca de la naturaleza y objeto de estudio de

la retórica, durante el transcurso de la conversación y la sucesión de interlocutores, acaba

tocando temas como la distinción entre physis y nomos, cuál es el modo justo de vivir y si

acaso siempre encontramos el bien en aquello que nos place. Como era de esperarse, de

acuerdo con lo que hemos expuesto hasta este punto acerca de la filosofía platónica, está en

Gorgias también manifiesto un profundo ideal ascético mediante el personaje de Sócrates.

En este caso, el tábano de Atenas sostiene una serie de afirmaciones que, por lo

contraintuitivo de estas, suscitan el asombro y estupefacción de sus oyentes: 1) Que es más

pernicioso para cualquiera cometer una acción injusta, y menos perjudicial que recibirla. 2)

Que un orador o un tirano no son, aun cuando ostenten poder de convicción o coerción,

personas libres o capaces de realmente hacer cumplir su voluntad.

Al igual que sus interlocutores en el diálogo, vale preguntarnos: ¿sobre la base de qué

consideraciones fundamenta Sócrates que aquellas personas que puedan satisfacer siempre

su voluntad y aquello que les place sean realmente desdichadas, y mal encaminadas en cuanto

a cumplir sus propósitos? La explicación está, fundamentalmente, en que de acuerdo con la

exposición del maestro de Platón la virtud no puede alcanzarse sin conocimiento, arguyendo

Page 29: Las relaciones entre Vida-Engaño y Muerte-Desengaño en El

29

que ningún hombre actuaría mal voluntariamente, salvo que tal sea su proceder por

ignorancia. La fascinación y el empeño por la búsqueda de la sabiduría, entonces, tan

característica del filósofo, no puede entenderse sin una aspiración a la virtud. En su

exposición acerca de las Formas de «lo bueno» y «lo justo» en el Gorgias, Christopher Rowe

señala sobre este diálogo, de acuerdo con los juicios de Sócrates, que en síntesis:

[he] claims (1) that all human agents always and only desire the Good; (2) that what they

desire is the real good, not the apparent good; and (3) that what we do on any occasion is

determined by this desire together with whatever beliefs we have about what will in fact

contribute to our real good. (147)

El entendimiento y las facultades cognoscitivas del alma, entonces, quedan

constantemente engañadas por la cárcel que (para Platón) es el cuerpo, cuyas limitaciones

están sujetas y son intrínsecas a su participación en el mundo sensible. Este mundo sensible,

por otro lado, confunde y obstaculiza la posibilidad del alma para aspirar a los bienes

verdaderos. Así, de acuerdo con la sugerente reflexión ética que ofrece este diálogo de Platón,

el mundo sensible por su carácter de constante cambio, imperfecto y engañoso también logra

engañar las almas de los más ignorantes; puesto que solo un ignorante, siguiendo esta línea

de razonamiento, podría voluntariamente decidirse a actuar contrario a sus últimos propósitos

(el Bien). No obstante, de acuerdo con Sócrates, las opiniones y creencias fácilmente son

tomadas por verdades, confundiendo así el juicio y las decisiones de quienes se engañan

tomando el bien aparente por un bien verdadero10, apariencia por realidad (Rowe 148).

Ahora bien, cabe preguntarnos, ¿sobre qué justificamos que tantos se engañen y deseen como

un bien aquello que realmente no es sino un vano placer? ¿Cómo podemos llegar, de acuerdo

con las ideas expuestas en Gorgias, a confundir un bien aparente por uno real, y desear

voluntariamente aquello que nos perjudica? Como veremos más adelante en esta exposición,

la confusión tiende a explicarse de forma muy similar a la que vemos alegorizada en El

Criticón.

Ahora bien, para explicar esta distinción platónica entre bienes aparentes y

verdaderos, nos encontramos con una pertinente diferenciación entre conocimiento

10 O bien, retomando la previamente expuesta Teoría de las Formas, también podríamos decir una decisión particular que «participa de» la Forma de lo Bueno, como un caso concreto y particular de su carácter universal.

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30

(episteme) y la mera creencia u opinión (doxa). Concuerdan Sócrates y Gorgias en que la

retórica se desentiende de la elaboración de discursos que versen acerca de la verdad, puesto

que su fin último es la persuasión. Refiriendo los beneficios personales y réditos públicos

que de esta práctica se pueden sacar, Gorgias señala que la oratoria provee a quien se vuelva

un experto en ella del mayor bien, la mayor forma de libertad y un dominio por sobre todos

los demás ciudadanos, en tanto que el orador es

capaz de persuadir, por medio de la palabra, a los jueces en el tribunal, a los consejeros en el

Consejo, al pueblo en la Asamblea y en toda otra reunión en que se trate de asuntos públicos.

En efecto, en virtud de este poder, serán tus esclavos el médico y el maestro de gimnasia, y

en cuanto a ese banquero se verá que no ha adquirido la riqueza para sí mismo, sino para otro,

para ti, que eres capaz de hablar y persuadir a la multitud. (Gorgias 452e)

Los reparos de Sócrates para con la oratoria y las afirmaciones de Gorgias, sin

embargo, tienen base en que, de acuerdo con el filósofo, la explicación al hecho de que el

orador pueda persuadir tanto al auditorio de las Asambleas o a especialistas en distintas

disciplinas se funda en que el rétor es artífice de la persuasión que da lugar a la creencia

(doxa), prescindiendo de todo aprendizaje y enseñanza de la esencia de las cosas (Gorgias

455a). Retomando lo que previamente hemos expuesto acerca del Fedón y las Formas,

entonces, podríamos decir que el orador elabora discursos que persuaden de una opinión

aparentemente verdadera. Sin embargo, para lograr tal cometido, debe el orador ser un

conocedor de las Formas, destinando así su argumentación en favor de un conocimiento

(episteme) y no de una simple opinión (doxa) sofisticada artificialmente para asemejarse a la

verdad. Puesto que la retórica, según la practican Gorgias y sus jóvenes discípulos, no se

funda en conocimientos depurados, sino que en opiniones compartidas por un auditorio,

Sócrates la llama una práctica fundamentalmente abocada a la adulación (kolakeia).

Así, tenemos que de acuerdo con la caracterización que de la oratoria hace Platón en

este diálogo, esta forma parte (junto con la cocina, cosmética y sofística) de las adulaciones.

Ahora bien, ¿qué característica común comparten las prácticas humanas que Sócrates en el

diálogo llama adulaciones, negándose a llamarlas artes? De acuerdo con el filósofo todas

estas son prácticas rutinarias y aduladoras, puesto que quien las ejerce «pone su punto de

mira en el placer sin el bien […] no tiene ningún fundamento por el que ofrecer las cosas que

ella [su práctica] ofrece ni sabe cuál es la naturaleza de ellas» (Gorgias 465a). Desde este

Page 31: Las relaciones entre Vida-Engaño y Muerte-Desengaño en El

31

punto en adelante, sobre todo, ya podemos entender por qué la afirmación de Sócrates acerca

del tirano y el orador como seres desdichados, aunque siempre puedan estos obrar en favor

de su voluntad y apetencias: distinguimos, de acuerdo con esta línea de pensamiento, entre

las acciones que son un fin en sí mismas de aquellas que realizamos como un medio para

acceder a un fin mayor (Gorgias 467c-e). Asimismo, posteriormente, tomando como ejemplo

la medicina, disciplina encargada del conocimiento aplicado a la atención y cuidado del

cuerpo humano, Sócrates argumenta que muchas veces esta ciencia reestablece la salud por

medio de restricciones que nos privan de nuestros placeres o saciar nuestros apetitos (Gorgias

505a-c).

Por otro lado, así como para reestablecer la salud del cuerpo disponemos de cuidados

que implican la moderación en la alimentación y la represión de las apetencias, Platón

considera que puede el alma perder la salud, siendo sus enfermedades la inmoderación, el

desenfreno y la rendición de esta a los placeres carnales. Así, de acuerdo con la idea de que

no toda acción la realizamos por cuenta de lo que nos entrega en sí misma, sino que actuamos

considerando la acción, en sí misma, un intermedio para acceder a un bien mayor, Sócrates

realiza una pertinente distinción entre lo bueno y lo placentero; puesto que cuales no siempre

ambas cosas convergen en una misma acción (Gorgias 506d-e). Según la doctrina platónica

expuesta en este diálogo, no encontramos necesariamente un bien verdadero en aquello que

nos entrega placer o agrado; puesto que los bienes verdaderos los encontramos en las

virtudes, las cuales exigen prudencia, dominio de sí mismo y moderación. Sin embargo, todas

las cualidades anteriormente mencionadas disponen de un alma lo suficientemente templada

y rigorosa para someter al cuerpo a sus últimos fines; por el contrario, entonces, el alma se

considera esclavizada por el cuerpo cuando actúa destempladamente, sirviendo solo para

entregar placer al cuerpo. El alma que actúa con miras a «lo placentero» en cada escenario,

a partir de lo anterior, es desdichada y no hace lo que quiere, puesto que recordemos que

Sócrates asume y afirma como propósito común de todo ser humano la aspiración al Bien

verdadero. Ahora, entonces, podemos entender mejor los fundamentos se justifican las

palabras iniciales de Sócrates, para quien son desdichados los tiranos y oradores (así como

todo quien pueda obrar libremente, en toda circunstancia, de acuerdo con aquello que le

place), en tanto que su capacidad compartida para salir airoso de cada situación, mediante la

Page 32: Las relaciones entre Vida-Engaño y Muerte-Desengaño en El

32

coerción y adulación respectivamente, puesto que confunden fácilmente «lo agradable» y «lo

placentero» (bienes aparentes) con «lo bueno» (bienes verdaderos).

En relación con lo que extraemos de las reflexiones morales que aquí tomamos de

Platón, entonces, esta errónea asimilación de «lo placentero» asimilado como un equivalente

término a «lo bueno» es una opinión común y popularmente extendida. Llegados a este punto,

entonces, podemos entender el grave peligro que puede representar, eventualmente, el

ejercicio moralmente indiscriminado de la retórica, dada capacidad de legitimar la creencia

hasta el estatus de conocimiento y perseguir la persuasión; pese a que el rétor puede

argumentar en pleno desconocimiento de la esencia de las cosas. Así, mientras que el orador

recurre a distorsionar categorías morales como «lo bueno» o «lo justo» a conveniencia, según

como estime que más simpatice a su público; por el contrario, de acuerdo con Sócrates todo

orador que busque hacer el bien en las almas de quienes lo escuchen, debe necesariamente

ser capaz de hablar tanto causando el agrado, como también el disgusto del público (Gorgias

502e-503b). El adulador ejercita su actividad, una y otra vez, solo sobre la base de ofrecer a

quienes lo escuchan todo aquello que buscan oír, de acuerdo con sus creencias u opiniones

(doxa); pero todo orador que busque el bien de sus conciudadanos, de acuerdo con Sócrates,

debe hablar de acuerdo con el conocimiento (episteme) y la sabiduría suficiente para aceptar

el peso de compartir con su auditorio razonamientos que podrían ser o no de su agrado11.

Finalmente, para pasar a nuestra exposición de Baltasar Gracián, rescataremos con

especial interés las siguientes ideas que encontramos aceptadas en Platón:

1. En primer lugar, la convicción elemental de que «cuerpo» y «alma» pueden existir

apartadas, independientemente y separadas una de otra. Por otro lado, de acuerdo

con la Teoría de las Formas, la existencia de dos mundos: uno perfecto y

universal, otro imperfecto y constituido de particulares. Este último, el mundo

sensible, es aquel del que participamos a través de un cuerpo. La muerte, entonces,

pasa a ser entendida nada más como el instante en que cuerpo y alma se separan,

existiendo esta última aparte del mundo sensible. Por esto el filósofo acepta con

11 Recordemos que, según la moral socrática, no hay posibilidad de obrar mal si no es por ignorancia. Por otro lado, se reconoce esta última como regla general.

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un cierto agrado la muerte: libera por medio de esta al alma de la cárcel que es

para esta el cuerpo.

2. En segundo término, a partir de lo que hemos expuesto en las Teoría de las

Formas, encontramos en Platón un mundo determinado por un orden trascendente,

en virtud del cual la definición de términos como «lo bueno», «lo bello» o «lo

justo» poseen todos definiciones determinadas según las Formas correspondientes

a cada una de estas características. Las categorías morales, entonces, entendidas

de acuerdo con definiciones cerradas en sí mismas, y por ende aprehensibles como

un conocimiento (episteme) que podemos observar. No obstante, aunque todos

actuamos siempre aspirando al bien como el fin último de nuestras acciones,

muchas veces voluntariamente obramos en contraria dirección a nuestro deseo

personal, por pura ignorancia e incapacidad de discernir rectamente.

3. Finalmente, y en relación con esto último, que las opiniones y decisiones que toma

la mayoría son comúnmente fundadas en juicios errados, confundiendo bienes y

placeres, siendo incapaces de discernir entre un bien verdadero y un bien

aparente. Peor aún, estas erratas de que acusa Platón a la opinión (doxa) del vulgo

son aprovechadas por los oradores, aduladores gustosos por ofrecer discursos

persuasivos, entregando a cada oyente palabras según quiera escucharlas.

Asimismo, puesto que nuestras acciones muchas veces actúan en sí mismas como

un medio para alcanzar un fin mayor, leímos dicho por Sócrates que quien busque

hacer un bien a las almas de sus conciudadanos debe acceder gustoso a comunicar

discursos para gusto o disgusto del oyente: para el filósofo, por definición,

importan más el apego a la verdad y el conocimiento que la persuasión por medio

de la adulación de opiniones12.

12 Esto se enmarca en la célebre adversidad de Platón por los sofistas, diferenciados en más de una ocasión del filósofo, como presunto sabio y aspirante al conocimiento, respectivamente.

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34

4. Las relaciones Vida-Engaño y Muerte-Desengaño en El Criticón

I

Como previamente hemos introducido, la novela alegórica graciana contiene una

densa y numerosa cantidad de ideas, sentencias sapienciales o aforismos cuidadosamente

elaborados para contener un saber práctico, capaz de instruir y orientar a su lector en la

bienandanza y el buen vivir, de acuerdo con la visión profundamente moralista del jesuita.

El mundo alegórico por el que transitan Andrenio y Critilo, a partir de la construcción de las

dimensiones teológica y moral en El Criticón, ofrece al lector contemporáneo una pieza viva

del pensamiento de su época, desde la cual Gracián pretendió dotar al hombre medio de todos

los saberes necesarios para ser moralmente virtuoso; y, además, ofrecer una «filosofía

cortesana» útil a quien busque sobresalir en el turbulento panorama social del Barroco.

Ernesto García-Peñuela, quien dedicó su tesis doctoral al estudio de la obra graciana como

representativa del pensamiento barroco español filosófica y literariamente, revisando los

contenidos en El Criticón sostuvo que

para Gracián, el Engaño está en la entrada del mundo y el Desengaño llega en el final de la

vida. El engaño tiene una dimensión existencial, una dimensión moral y una dimensión

cognoscitiva o filosófica: es causa del error en el hombre, origen de la ceguera que conduce

a la gente a los vicios, culpable de las limitaciones del conocimiento […] todo se rige por la

apariencia, todo es engaño y mentiras, y las víctimas son los hombres de bien. (362-363)

Comparten Platón y Gracián, como primer punto en común, esa desconfianza

respecto de la opinión popular. Como anticipamos ya en nuestro primer acercamiento a la

obra, Andrenio y Critilo representan, en cada una de las «crisi» que componen El Criticón,

dos estados y actitudes ante la vida característicamente distinguibles uno de otro: el hombre

inexperto-aprendiz y el experimentado-sabio. En el mundo alegórico que nos representa la

novela, Critilo sobrepasa a Andrenio en edad, conocimientos, experiencia y virtudes; sin

embargo, ninguna de estas ventajas exime al anciano de transitar por enfrentarse a los mismos

obstáculos que Andrenio. Pero de todos los obstáculos con los que se enfrentan,

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35

curiosamente, el mayor de todos resulta ser el Engaño, disperso por el mundo en formas tan

diversas como lo son las intenciones que lo motivan. En este último punto, podemos ver

cómo en semejanzas al tópico homine lupus homini, el carácter engañoso del mundo material

encuentra complemento en la necedad, corrupción moral e ignorancia que Gracián cree ver

tan extendidas entre sus contemporáneos (Coster 164). Al igual que en las ideas que hemos

rescatado de Platón, el jesuita advierte que muchos actúan engañados o engañando,

contrariamente al inherente impulso de las almas por aspirar al bien mayor; pero, mientras

que deciden en una condición de ignorancia y engaño, rara vez encuentran el bien verdadero

y comúnmente tropiezan con el bien aparente. Pero pese a que la caracterización que Gracián

hace del hombre medio no es favorable, El Criticón ideológicamente no expulsa de sí el

origen divino del hombre (o bien, para ser más específicos, el origen divino del alma

humana).

En la novena crisi de la Primera parte, «Anatomía moral del hombre», Gracián

aprovecha ingeniosamente el carácter alegórico de la novela, por medio del cual ofrece

interesantes perspectivas desde las cuales comprender anatómica-psicológicamente a la

persona humana. De acuerdo con las palabras de Artemia, figura alegorizada que encarna las

artes, queda perfectamente manifiesto el origen divino y trascendental del hombre, quien

posee todo el universo y sus elementos constitutivos para sí, en tanto que «él [el hombre] es

la criatura más noble de cuantas vemos, monarca en este gran palacio del mundo, con

posesión de la tierra y con expectativa del cielo, criado de Dios, por Dios y para Dios» (I,

Crisi nona, 189). En relación con este último fragmento, merecen particular atención las

expresiones «con expectativa del cielo» y «criado de Dios, por Dios y para Dios»: un origen,

circunstancias y propósitos han sido teleológicamente definidos por parte de Dios. Pero el

orden divino graciano solo provee al hombre de grandes potencialidades, las cuales no

garantizan por sí solas éxitos ni beneficios para quien no sea capaz de cultivarlas por medio

de sus propios méritos y obras en vida.

Esta consciencia moderna nos parece profundamente antropocéntrica, en la medida

en que concibe al hombre como poseedor de un preeminente rol central en el universo y, por

otro lado, artífice de su propio destino y con la intransferible tarea de ganar la salvación

eterna. La particular noción barroca de individualidad, que pone un profundo énfasis en que

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36

la vida de cada ser humano individual, obedece a una experiencia única e irrepetible, está

permeada también por elementos teológicos propios de los comicios tridentinos13. Esto lo

encontramos particularmente acentuado en nuestro jesuita, cuya obra se enmarca

precisamente en los confines de una Iglesia católica diferenciada dogmáticamente del

protestantismo por la comprensión de la «salvación» y «santificación» como procesos que

dependen de las buenas acciones de cada individuo a lo largo de su vida en lugar de los

teólogos protestantes; quienes fueron llamados por los católicos durante el Concilio de Trento

como «anatemas», puesto que los luteranos sostenían que solo la fe (sola fides) bastaba para

la eterna salvación, independientemente de la constitución moral, obediencia a los dogmas o

acciones de quien manifestara fe (James 187).

En el caso de Gracián, concordamos con el gracianista francés Alphonse Coster en

que, si los elementos derechamente religiosos o sacramentales están presentes en El Criticón,

esto bien se debe a que para nuestro jesuita «el catolicismo es, para su lector [lector ideal]

como para él, la base de todo, y no hay necesidad de proclamar a cada instante las verdades

que se tienen por incontestables ante gente que no las ponen en duda» (164). Pese a que

Gracián publicó El Criticón bajo el seudónimo «García de Marlones», sus ideas personales

y profundamente católicas están totalmente presentes en el núcleo ideológico de esta novela

alegórica, puesto que la idea de que el hombre está supeditado a una divinidad que le entregó

la vida y unas potencialidades cuyo deber es pulir durante su vida terrenal (durante la cual,

podríamos decir, participamos de lo que Platón llamó «mundo sensible»)14.Al igual que para

el filósofo antiguo, Gracián distingue claramente entre «cuerpo» y «alma», y concede

también a esta última un carácter inmortal y divino. «Dios, aunque asiste en todas partes,

pero con especialidad en el cielo, donde se permite su grandeza, así el alma se ostenta en este

puesto superior, retrato de los celestes orbes. Quien quisiere verla búsquela en los ojos, quien

oírla, en la boca; y quien hablarla, en los oídos» (I, Crisi nona, 190). Ubicando el alma en la

parte más alta cuerpo (la cabeza), alegóricamente, Gracián la compara con las esferas

celestes; ahora bien, con observemos con particular reparo el consejo que Artemia da a

14 En este punto, me permito aclarar: Gracián no manifiesta expresamente adherir a la «Teoría de las Formas» o «Teoría de las Ideas». Sin embargo, me permito comparar señalando fuertes semejanzas entre ambas líneas de pensamiento: tanto doctrina platónica como el dogma católico suponen necesariamente la existencia de definiciones cerradas, absolutas, categóricas de expresiones como «lo bueno», «lo malo» o «lo justo», así como también la concepción de que la vida humana es irreductible a la vida corpórea.

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37

nuestros protagonistas. Así como la facultad del lenguaje fue para Andrenio la capacidad de

oír y decir (tratados como «recaderos del alma»), también los demás sentidos operan como

instrumentos a través de los cuales cada alma participa de un mundo sensible y concreto,

habitado por criaturas de existencia finita e imperfecta.

Cada uno de los sentidos es objeto de estudio y materia de reflexión a través de la

alegoría graciana, pero de entre todos los sentidos del cuerpo, tienen los ojos un rol

preeminente por su papel fundamental para nuestras facultades cognoscitivas, en tanto que

«ellos se revisten de una majestuosa divinidad que infunde veneración, obran con una cierta

universalidad que parece omnipotencia, produciendo en el alma todas cuantas cosas hay en

imágenes y especies» (I, Crisi nona, 191). No obstante, permitiéndonos la metáfora, para

Gracián tienen más importancia «los ojos del alma» que los del cuerpo. Esto podemos

encontrarlo confirmado, por ejemplo, en que la naturaleza humana (así como todo el

universo) obedece a un orden divino, perfecto y superior, cuya regularidad según nos cuenta

la obra del jesuita «fue menester para avisar al hombre que obre siempre con cuenta y razón,

con peso y con medida. Y realzando más la consideración, advierte que en ese número de

diez se incluye también el de los preceptos divinos» (I, Crisi nona, 200); esto es, según la

visión que del hombre y sus partes nos ofrece esta alegoría barroca, los diez mandamientos

y la prescripción de la moral cristiana. Asimismo, al igual como lo encontramos en Platón,

el hombre para Gracián tiende por definición a la búsqueda del bien. El fundamento a esta

convicción Gracián lo asocia con el corazón, órgano del cuerpo sobre el cual Artemia

comenta a nuestros protagonistas:

Su lugar es en el medio […] porque ha de estar en un medio el querer: todo ha de ser con

razón, no por extremos. Su forma es en punta hacia la tierra, porque no se roce con ella, solo

la apunte […] [;] al contrario, hacia el cielo está muy espacioso, porque de allá reciba el bien,

que él solo puede llenarle. Tiene alas, no tanto para que le refresquen, cuanto para que le

realcen. Su color es encendido, gala de la caridad. […] lo que más es de estimar en él, que no

engendra excrementos como las otras partes del cuerpo, porque nació con obligaciones de

limpieza, y mucho más en lo formal del vivir: con esto, está aspirando siempre a lo más

sublime y perfecto. (I, Crisi nona, 201-202)

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38

II

No obstante lo anterior, esta tendencia común de la naturaleza humana a perseguir lo

bueno y lo divino tropieza en alcanzar sus aspiraciones, siendo incapaz de discernir:

podríamos decir, víctima del Engaño; así como también, cayendo en una confusión entre el

bien aparente y el bien verdadero, como antes vimos en Gorgias. Ahora bien, la alegoría del

jesuita va más allá, pues a través de la sucesión de las acciones encontramos una serie de

lugares, personajes y motivos que exploran las tensiones existentes entre motivos barrocos

como «Engaño-Desengaño», «apariencia-realidad», «vicio-virtud». Entre las crisis de En la

primavera de la niñez y en el estío de la juventud (subtítulo de la Primera parte de El

Criticón), una de las más relevantes para el interés de quien quiera estudiar los binomios

mencionados es la duodécima, «Los encantos de Falsirena»15, en la cual justamente

encontramos desarrollado en la narración un sentido más profundo, según el cual el Engaño

es un estado en que el hombre muchas veces entra por propia voluntad, siendo incapaz de

decidir correctamente y encaminarse al bien supremo que naturalmente aspira.

La función de Falsirena en la obra es personificar la Falsedad, pero naturalmente la

mentira ofrece una apariencia atractiva por medio de la cual nublar el juicio a los hombres.

En este sentido, queda claro que «Fal-sirena» también remite a las sirenas, criaturas

mitológicas que desde Odisea han sido asociadas a un canto seductor que representa la

perdición a quien lo busque16. Sin embargo, Falsirena no se gana la atención de Andrenio a

través de un canto sobrenatural, sino a través de palabras, mediante discursos aduladores que

nublan el entendimiento por una adulación de sus creencias (como los oradores hacían,

recordemos, en Platón). La figura alegórica ofrece al inexperto joven un camino corto a la

felicidad y satisfacción de sus propósitos (no olvidar: «el bien supremo» según el Dios

cristiano lo determina en el hombre); pero, por otro lado, logra ganar la simpatía de Andrenio

15 Naturalmente, a lo largo del peregrinaje de Andrenio y Critilo son más los espacios físicos en que encontramos una alegoría cuyo objeto es el reproche moral a ciertos tipos de conducta, expuestos como modelos contrarios a una conducta ejemplar. Esta denuncia moral suele tener, también, un sustento en el ya expuesto desdén por la opinión popular que comparten Platón y Gracián. Para ambos, la decadencia y miseria moral no se entienden sin un juicio incorrecto. 16 Para conocer más en detalle la influencia literaria de Odisea en El Criticón, puede consultarse el artículo de Fernando Lázaro Carreter citado en la bibliografía.

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39

revelándole su linaje: el joven protagonista es, realmente, hijo de Felisinda y Critilo.

Finalmente, a este último convence Falsirena de que conoce el paradero de Felisinda, y,

aunque el sabio anciano en primera instancia duda de las palabras de Falsirena, finalmente el

narrador sentencia que «como es fácil creer lo que se desea, dejose convencer a título de

informarse» y entonces Critilo decide restar crédito a las palabras de Falsirena y creerlas.

Andrenio y Critilo, entonces, deciden marchar al hogar de Falsirena, en el cual presencian

una de las tantas formas en que El Criticón muestra el engaño como un estado de incapacidad

para distinguir entre el bien verdadero y el bien aparente.

La apariencia fácilmente puede confundirse con la realidad. Asimismo, como vemos

en el hogar de Falsirena, una moderada satisfacción puede ser la consecuencia del

enajenamiento moral. Ofreciendo a los hombres «lo placentero» a través de la Lascivia,

Falsirena vuelve esclavos de sus apetencias a quienes creen encontrar «lo bueno» en su

compañía. Para manifestar esta última idea, en esta crisi la dimensión alegórica de la obra

funciona magistralmente, actuando de forma eficaz como un recurso transmisor de un

profundo sentido filosófico y moral. Esto lo encontramos representado en «Los encantos de

Falsirena» a través de la reacción que nuestro par de protagonistas tienen respectivamente,

una vez junto a Falsirena en su hogar. Andrenio, en representación del actuar que tendría el

hombre medio, queda, en primera instancia, cómodo y entregado al estilo de vida que ofrece

Falsirena; en cambio, Critilo, aunque también sintiéndose a gusto con los ofrecimientos

engañosos de Falsirena, acaba por marcharse a visitar

aquellos dos milagros del mundo, el Escurial del arte y el Aranjuez de la naturaleza. Pero

estaba tan ciego de su pasión Andrenio, que no le quedaba vista para ver otro, aunque fuesen

prodigios. […] Resolvióse al fin Critilo, aunque fuese solo, en pagar a la curiosidad una tan

justa deuda, que después ejecuta en tormento de no haber visto lo que todos celebran y aun

la propia imaginación castiga toda la vida representando por lo mejor aquello que se dejó de

ver. (I, Crisi duodécima, 253)

Sin embargo, cuando Critilo vuelve de Aranjuez hasta la casa de Falsirena, en Madrid,

esta vez «hallola más cerrada que un tesoro y más sorda que un desierto». Esta vez, a

diferencia del encuentro anterior con Falsirena, Critilo conoce el lugar de acuerdo con la

realidad de Falsirena, cuya naturaleza es revelada por uno de sus vecinos al anciano:

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40

una Circe en el zurcir y una sirena en el encantar, causa de tantas tempestades, tormentos y

tormentas, porque a más de ser ruin, aseguran que es famosa hechicera, una célebre

encantadora, pues convierte los hombres en bestia; y no las transforma en asnos de oro, no,

sino de necedad y pobreza […]. Lo que yo sé decir es que, en pocos días que aquí he estado,

he visto entrar muchos hombres y no he visto salir ni uno solo17. (I, Crisi duodécima, 254)

Esta última expresión, «he visto entrar muchos hombres y no he visto salir ni uno

solo», vale destacar, actúa dilógicamente, prestando lugar a dos interpretaciones posibles: 1)

una primera, en sentido más apegado a la literalidad y desarrollo de la ficción, según el cual

la casa de Falsirena tiene capturados a quienes antes la habitaron; 2) un segundo sentido,

alegórico y conceptuoso, funciona como un juego de palabras que tiene relación con la

expresión «ser hombre», la cual para Baltasar Gracián no es baladí, en tanto que es definida

por un ideal humanista que aspira a una excelencia en lo espiritual, moral y religioso. Nos

hemos detenido en este punto para subrayar que nos guiamos de acuerdo con la segunda

interpretación del texto, puesto que lo que posteriormente se nos narra acerca de quienes

entran en casa de Falsirena entran en un estado que, drásticamente, encontramos opuesto a

todo ideal sobre la virtud y excelencias del género humano.

Por medio de la ayuda de Egenio, uno de los tantos personajes con que topan

Andrenio y Critilo, este último logra dar con la corte de Falsirena, en la cual reencuentra y

rescata a su joven compañero. Sin embargo, el engaño al que somete Falsirena a quienes se

entregan a su cuidado logra disimular lo perjudicial como un bien aparente, aprovechando la

incapacidad humana de discernir óptimamente entre apariencia y realidad. El bien aparente

que ofrece Falsirena, según Egenio explica a Critilo, actúa nublando toda capacidad de juicio

recto, diciendo que estos engañados «tienen el cieno por cielo, y oliendo mal a todo el mundo,

no lo advierten; antes tienen la hediondez por fragancia y el más sucio albañar por paraíso»

(I, Crisi duodécima, 259). Naturalmente, esta incapacidad con el olfato entre «cieno y cielo»,

y «tener la hediondez por fragancia» deben asociarse con la predileción por acciones que

comúnmente consideramos vergonzosas o moralmente reprochables. En ese estado de

17 Aprovechamos esta cita para recordar que para Gracián «ser hombre» no es una expresión casual en el autor, puesto que entronca una comprensión integral y humanista del hombre, de acuerdo con la cual «ser hombre» exige converge con una determinada concepción espiritual, filosófica, moral y religiosa de la virtud.

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41

decadencia se encuentra Andrenio cuando Critilo llega, ayudado de Egenio, a rescatarlo de

los engaños de Falsirena.

Ahora bien, en momentos como este cobran particular interés los elementos y

personajes que orbitan en torno a Andrenio y Critilo: tal como indica el nombre de esta

«filosofía cortesana», como la llamó su autor, en El Criticón nuestros personajes actúan como

símbolos móviles que, en constante combinación con otros símbolos, entregan, en conjunto,

una representación alegórica del mundo, junto con enseñanzas para desenvolvernos en este.

Mediante personajes arquetípicos de distinto temperamento, conceptos alegorizados y

representantes de gremios u oficios de la sociedad barroca, Gracián distingue bien entre el

carácter social de la relación dicotómica «parecer ser»/«ser» (o bien, podríamos decir, la

dimensión social del par antagónico ‘apariencia’ y ‘realidad). A partir de esta distinción que

establece el jesuita, entendemos que El Criticón extienda transversalmente a todo estrato,

edad y condición social sus reflexiones. Por otro lado, de nada importan el mérito o la fama

social, si no se acompañan con una comprensión reflexiva de este orden superior y divino del

cual el hombre participa. Pero esta comprensión, naturalmente, no puede darse mientras se

permanezca confundido por los engaños del mundo, cuya realidad fácilmente se confunde

con las apariencias. Así, tenemos que transversalmente son víctimas del Engaño sujetos de

distinto carácter y condición: «Había mozos galanes de tan corto seso cuan largo cabello;

hombres de letras, pero necios; hasta viejos ricos. Tenían los ojos abiertos, mas no veían»,

dice el narrador sobre quienes acompañan a Andrenio, engañados ante la Lascivia» (I, Crisi

duodécima, 261). Este es, naturalmente, solo uno entre muchos otros momentos de la obra

en que la vida resulta engañosa por una incapacidad del alma humana por juzgar rectamente,

de acuerdo con el afán moralista que encontramos en la narración alegórica del jesuita.

Además de lo anterior, esta incapacidad de discernir entre bienes verdaderos y

aparentes, aparte de ser transversal y común a cada individuo, también repercute en la

comprensión que tiene cada uno de sí mismo. Esto lo vemos especialmente representado en

«Cargos y descargos de la Fortuna», sexta crisi de la segunda parte, en la cual una Fortuna

alegórica da cuenta a Andrenio y Critilo acerca del porqué de su mala fama. Como hemos

manifestado anteriormente, quien vive engañado en El Criticón permanece cegado e incapaz

de juzgar rectamente. El bien divino y superior, al cual por precepto divino aspira cada

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hombre, no siempre es discernido correctamente. De acuerdo con Gracián, esta confusión, la

cual impide estimar y asimilar correctamente sus acciones morales (no fallar juzgando como

«bueno» lo que «es bueno», en el marco de una comprensión dogmática de la expresión),

está directamente vinculada con la infelicidad y supuesta desdicha de algunos. En este punto

de la historia, la Fortuna refiere a nuestros protagonistas que actúa ciegamente, sin guardar

una mayor preferencia ni simpatía por persona alguna, suministrando y quitando en igual

cantidad las condiciones favorables a cada uno. Así, tenemos que «los sabios y entendidos

quedaron desgraciados; todo les sale mal, todo se les despunta; los necios son los venturosos,

los ignorantes favorecidos y premiados» (II, Crisi sexta, 401).

Por otro lado, destacamos en esta crisi al personaje del enano, uno de los personajes

que encuentran Andrenio y Critilo en la corte de la Fortuna, el cual desengaña a nuestros

personajes mostrando cómo los supuestos bienes que muchos creen encontrar en el mundo,

no suelen ser más que vacías apariencias. Destacamos, en primer lugar, la intervención en

que el personaje afirma «que todo pasa en imagen, y aun en la imaginación, en esta vida;

hasta esa casa del saber toda ella es apariencia […]. Muchos años ha que se huyó [la

sabiduría] al cielo con las demás virtudes en aquella fuga general de Astrea»18 (II, Crisi sexta,

401). Esta condición del mundo, esencialmente construido en base de apariencias, acaba por

expulsar del mundo toda forma de virtud, la cual es incompatible con el Engaño y la mentira.

Por supuesto, el perjuicio moral y decadencia que advierte el enano en su mundo,

subrayamos, se enmarca en las tensiones entre apariencia-realidad y Engaño-Desengaño

que advertimos en la obra. A partir de esto se explica, por ejemplo, que en esta crisi Gracián

establezca la distinción entre dos tipos de Ventura, una hipócrita y otra verdadera, cuya

principal distinción se funda en que la falsa Ventura es la dicha que celebran quienes gozando

de los bienes aparentes creen ser dichosos (confundidos, al igual que en Platón, en la creencia

popular con los placeres), pero son incapaces de advertir que carecen de los bienes

verdaderos:

18 Siguiendo la definición que de Astrea da Pierre Grimal, tenemos que esta divinidad mitológica: «Hija de Zeus y Temis, hermana del Pudor, difundió entre los hombres los sentimientos de justicia y virtud. Esto ocurría en la Edad de Oro, pero al degenerar los mortales y apoderarse la maldad del mundo, Astrea volvió al cielo, donde se convirtió en la constelación de Virgo» (57); esto es, el mito entra en total sintonía con lo que refiere el personaje del jesuita: la sabiduría ha abandonado el mundo, de acuerdo con la mirada pesimista y decadente que se tiene de sus épocas.

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tiénese por dichoso uno en ser rico, y es de ordinario un desventurado; cuenta el otro por gran

dicha el haber escapado en mil insultos de las manos de la justicia, y es ese su mayor castigo;

«un ángel fue para mí aquel hombre», dice este, y no fue sino un demonio que le perdió; tiene

aquel por gran suerte el no haber padecido jamás ni un revés de la Fortuna, y no es sino un

bufetón de que no le ha tenido por hombre el cielo para fiarle un acto de valor; tal dice «Dios

me vino a ver», y no fue sino el mismo Satanás en sus logros; cuenta el otro por gran felicidad

el no haber estado en toda su vida indispuesto, y hubiera sido su único remedio para sanar en

el ánimo; alábase el lascivo de haber sido siempre venturoso con mujeres, y esa es su mayor

desventura; estima la otra desvanecida por su mayor dicha su buena gracia, y esa fue su mayor

desgracia. Así que los más de los mortales yerran en este punto, teniendo por felicidad la

desdicha: que en errando los principios, todas salen falsas las consecuencias (II, Crisi sexta,

402-403).

Destacamos en cursivas la sentencia con que acaba esta sucesión de ejemplos, puesto

que condensa una de las doctrinas de mayor interés en El Criticón referentes al

desmantelamiento del Engaño: la idea de que, producto de la ignorancia y corrupción moral

extendidas por el mundo, el sujeto engañado tenga por propósito alcanzar un estado de

corrupción moral, desdicha e infelicidad; no obstante, puesto que su condición es la de un

engañado, también su capacidad de discernir correctamente entre «el bien aparente» y «el

bien verdadero» está trastocada. Recordemos que para Gracián el bien supremo, producto del

origen divino del ser humano, es el fin último al que todos aspiramos. No obstante, al igual

que vimos en Gorgias, esto no garantiza que actuemos conforme a este fin que aspira a

alcanzar todo hombre: el bien verdadero, virtuoso y celestial. Para Platón, la solución a esta

incapacidad de decidir correctamente está en pulir nuestros razonamientos (en la medida de

lo posible) por medio de la filosofía, haciendo todos los intentos posibles por «recordar» las

Formas, evitando actuar erradamente por pura ignorancia del superior orden celeste.

Precisamente, como solución a este Engaño que impide ponderar y apreciar lo que la

Fortuna entrega, llegados al final de «Cargos y descargos de la Fortuna», se nos presenta al

prudente como modelo virtuoso a seguir. Al igual que en otras representaciones típicas de

esta figura alegórica, la Fortuna en El Criticón está caracterizada por un carácter oscilante y

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cambiante, en cuanto a las dádivas y adversidades que ofrece a cada uno de los mortales19.

Sin embargo, tras advertir que sus potestades sobrepasan con creces cualquier estabilidad de

que pueda gozar cualquier mortal, la figura alegórica comparte con nuestros protagonistas un

secreto: «Una cosa os quiero confesar, y es que los verdaderos sabios, que son los prudentes

y virtuosos, son muy superiores a las estrellas» (II, Crisi sexta, 415). Por supuesto, con estas

palabras no busca Gracián poner en entredicho la omnipotencia de la divinidad (la Fortuna

en El Criticón, no olvidemos, es hija de Dios y actúa conforme a su voluntad); sino que

aprovecha el jesuita la intervención de la figura alegórica para exhibir posteriormente un

ejemplo de entereza moral, conforme a la matriz ideológica del autor.

Tras la última intervención de la Fortuna, procede ella a ilustrarnos con un ejemplo

su afirmación acerca del prudente como alguien «superior a las estrellas». Para esto, dispone

una mesa en altura, la cual era «redonda y capaz de todos los siglos. En medio de ella se

ostentaban muchas venturas en bienes, […] cetros, tiaras, coronas, mitras, bastones, varas,

laureles, púrpuras, capelos, tusones, hábitos, borlas, oro, plata, joyas, y todas sobre un

riquísimo tapete» (II, Crisi sexta, 415). Entonces, procede el alegórico personaje a concertar

a todos los hombres a disponer de estos bienes para sí y tomar lo que pudieran. Luego, tras

los intentos frustrados de muchos por alcanzar los bienes que había sobre la mesa, un sabio

logra hacerse con todos ellos tirando tranquilamente del tapete sobre el que estaban los

deseados objetos. Finalmente, «hallóse [el sabio] en un punto con todos los bienes en su

mano, señor de todos ellos; fuelos tanteando, y habiéndolos sopesado, ni tomó la corona, ni

la tiara, ni el capelo, ni la mitra, sino una medianía, teniéndola por única felicidad» (II, Crisi

sexta, 416).

La virtud y la prudencia, fortalezas del sabio, implican una renuncia y falta de apego

por los bienes materiales. El carácter de perenne cambio, presente en todos los bienes

materiales, es justamente la causa de que el virtuoso sea capaz de estimarlos solo en su justa

medida. Nuevamente, encontramos reminiscencias de Platón en este desprecio por los

sentidos y los bienes materiales que a estos podemos ofrecer, cuya obtención para el filósofo

19 En el esquema de mundo alegórico que ofrece El Criticón, la Fortuna y la Naturaleza son ambas hijas de Dios (el Dios cristiano) y actúan complementariamente. Dice la Fortuna: «Estas dos balanzas […] somos la Naturaleza y yo, que igualamos la sangre: si ella se decanta a la una parte, yo a la otra; si ella favorece al sabio, yo al necio; si ella a la hermosa, yo a la fea; siempre al contrario, contrapesando los bienes». (413-414)

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antiguo es menos prioridad que el cultivo de las virtudes a través de la aprehensión de las

Formas, inteligibles e inmateriales. Por su parte, Gracián comparte la apreciación de la virtud

como el bien supremo al cual puede aspirar el hombre, agregando que, salvo la virtud, todos

los demás bienes son muebles y no raíces; puesto que solo la virtud sería el único bien

concebible cuya obtención depende exclusivamente del hábito y disposición de cada uno, en

lugar de circunstancias externas y factores independientes del hombre como sucede con otros

bienes.

Aunque acerca de «la virtud» como tema en El Criticón podríamos hablar en extenso,

para el propósito de nuestro trabajo, junto con lo dicho hasta ahora, nos basta con tomar las

siguientes palabras demostrativas de la importancia de la virtud para Gracián:

Todo es nada sin ella y ella lo es todo; los demás bienes son de burlas, ella sola es de veras.

Es alma de la alma, vida de la vida, realce de todas las prendas, corona de las perfecciones y

perfección de todo el ser; centro es de la felicidad, trono de la honra, gozo de la vida,

satisfacción de la conciencia, respiración del alma, banquete de las potencias, fuente del

contento y manantial de la alegría (II, Crisi séptima, 418-419).

Pero muy lejos de todos estos encomios está acostumbrado a actuar, de acuerdo con

Gracián, el hombre medio. Esta belleza lírica con que describe el jesuita la virtud contrasta,

rotundamente, con el desdén que sus contemporáneos le profesan; estos, en lugar de

esforzarse por ascender en la cumbre empinada hasta Virtelia (la Virtud) deciden tomar «el

camino fácil», el de Hipocrinda (la Hipocresía). De acuerdo con esta última, esforzarse en

ascender hasta Virtelia es una tarea inútil y prescindible, ofreciendo Hipocrinda ser virtuoso

en apariencia

sin tanto cansancio, sin costaros nada, a pierna tendida, lo podéis aquí conseguir; no es

menester sudar, ni afanar, ni reventar […] Este es el camino de los que bien saben todos los

entendidos echan por este atajo; y así está hoy valido en el mundo que no se usa otro modo

de vida. (II, Crisi séptima, 422)

La virtud, cuya obtención se consigue a través de un arduo esfuerzo y trabajo por

ascender hasta Virtelia, aunque altamente estimada queda relegada a un segundo puesto. En

su lugar, la prioridad de muchos está en llevarla solo en apariencia, como usualmente se hace

según nos comenta Hipocrinda. Así como la adulación era para los antiguos una forma de

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engaño, a través de la cual el orador lograba confundir las «creencias» de sus oyentes por

«verdades»; la hipocresía de acuerdo con Gracián permite ostentar la fama de virtuoso, pero

con la ventaja de que el hombre no debe renunciar a sus apetitos más mundanos:

podréis gozar de los contentos, de los gustos desta vida, del regalo de la comodidad, de la

riqueza, justamente con este modo de virtud; que aquella otra [Virtelia, la virtud verdadera],

por ningún caso los consiente. Esta en nada escrupulea, tiene buen estómago, con tal que no

haya nota ni se sepa: todo ha de ser en secreto. Aquí veréis juntos aquellos dos imposibles de

cielo y tierra juntos, que los sabe lindamente hermanar. (II, Crisi séptima, 422)

Esta mencionada capacidad de hermanar «cielo y tierra», sin embargo, solo se

consigue en la medida en que la verdad sea oculta. De forma descubierta, no tendría razón

de ser una estima digna del cielo, cuando se actúa en función de los bienes terrenales. Ahora

bien, para este trabajo pondremos especial énfasis en la visión del mundo y la vida que a

partir de esto extraemos. Un mundo según el cual «más fácil es y menos cuesta el ser tenido

por docto, por valiente y por bueno, que el serlo» (II, Crisi séptima, 428). A partir de este

punto, podemos advertir cómo en Gracián la desconfianza va más allá de los sentidos, los

cuales desde Platón son epistemológicamente insuficientes para aprehender la realidad. La

«filosofía cortesana» del aragonés expone cómo el hombre es, muchas veces, su peor

compañía. Más allá de los engaños que ofrecen potencialmente al alma humana los sentidos,

está el factor humano: el hombre por conveniencia propia actúa formando parte y

contribuyendo al engaño ajeno.

Cada uno actúa, comúnmente, engañando y engañándose, de acuerdo con Gracián,

puesto que no olvidemos que la mayor parte es incapaz de discernir entre los bienes

verdaderos y aparentes. Así, la visión de mundo y vida que encontramos en El Criticón está

intrínseca e inexorablemente ligada al Engaño. «Los más en el mundo no conocen ni

examinan lo que cada uno es, sino lo que parece. Y creedme que de lejos tanto brilla un

claveque como un diamante, pocos conocen las finas virtudes, ni saben distinguirlas de las

falsas» (II, Crisi séptima, 430), advierte un personaje a Andrenio, instándolo a caminar junto

a Hipocrinda. Pero esta consciencia individual, que se permite instrumentalizar a su favor la

dicotomía entre «parecer ser» y «ser» (apariencia y realidad, Engaño y Desengaño),

inevitablemente da a parar en un destino común a todos: la Muerte.

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47

III

Hasta este punto, hemos enfocado nuestra atención principalmente en desentrañar

algunos de los mecanismos con los que Gracián vincula Vida-Engaño. Ahora nos toca,

sintéticamente, referirnos a la otra parte de esta polaridad: la relación Muerte-Desengaño.

Para este propósito, tomaremos fundamentalmente ejemplos extraídos de En el invierno de

la vejez, tercera parte de la novela alegórica. Por ser esta la última parte de la obra y contener

en ella el ocaso de nuestros protagonistas, naturalmente, aquí están presentes varios pasajes

importantes referentes a la muerte. En primer lugar, destacaremos la crisi novena («crisi

nona» para Gracián), «Felisinda descubierta», cuyo título presagia espléndidamente su

contenido. En este episodio, por fin conocemos el paradero de Felisinda, personificación

alegórica de la felicidad, cuya búsqueda incesante constituye la meta final del peregrinaje de

nuestros protagonistas. No obstante, en esta crisi, Gracián incorpora el ideal cristiano de la

felicidad verdadera como un estado inalcanzable mientras se permanezca en la vida terrenal,

cuya característica principal, como hemos expuesto anteriormente, es el engaño.

Ya desde el comienzo de la crisi, nos encontramos con un breve relato alegórico que

guarda relación con el contenido específico a tratar en «Felisinda descubierta»: un hombre,

curioso, decide ir por el mundo en busca del Contento. El hombre curioso fue donde los ricos,

poderosos, sabios, jóvenes y viejos; sin embargo, todos estos

le respondieron [sobre el Contento] que ni le tenían ni aun le habían visto, pero sí oído a sus

antepasados que habitaba que habitaba en el otro país de más adelante. Pasaba luego allá,

tomaba lengua de los más noticiosos y respondíanle lo mismo, que allí no, pero se decía estar

en el que se seguía. (III, Crisi nona, 724)

Siguió en esta búsqueda el curioso personaje hasta que, finalmente, acabando su

búsqueda en la isla mítica de Tule:

abrió los ojos para ver que andaba ciego y conocer su vulgar engaño y aun el de todos los

mortales, que desde que nacen van en busca del Contento sin topar jamás con él, pasando de

edad en edad, de empleo en empleo, anhelando siempre a conseguirle. Conocen los de el un

estado que allí no está, piénsanse que en el otro y llámanles felices, y aquellos a los otros,

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viviendo todos en un tan común engaño que aun dura y durará mientras hubiere necios. (III,

Crisi nona, 725)

Posteriormente, el Cortesano, personaje que acompaña a nuestros protagonistas en su

estadía en Roma nuestros protagonistas en esta crisi, comparte con Andrenio y Critilo una

sugerente digresión acerca de la felicidad. De acuerdo con el Cortesano, la permanente

insatisfacción es el estado connatural a nuestra existencia en el mundo terrenal:

Todos los mortales andan en busca de la felicidad, señal de que ninguno la tiene. Ninguno

vive contento con su suerte, ni la que le dio el cielo ni la que él se buscó. […] Cuando mozo,

piensa el hombre hallar la felicidad en los deleites, y así se entrega a ellos con muy costosa

experiencia y tardo desengaño; cuando varón, la imagina en las ganancias y riqueza, cuando

viejo en las honras y dignidades, rondando siempre de un empleo en otro sin hallar la

verdadera felicidad. (III, Crisi nona,731)

A partir de este punto, el Cortesano lleva a nuestros protagonistas a atender una

discusión entre cultos cortesanos, por lo cual momentáneamente la crisi adquiere la forma de

un diálogo. Siguiendo el estilo de los diálogos platónicos y/o los diálogos humanistas,

Gracián desarrolla una interesante y concisa discusión en torno a la «felicidad», en la cual

una serie de eruditos y académicos proponen sucesivamente una definición para esta. Así

como El Banquete de Platón, por ejemplo, hace hablar a siete personajes en torno al amor,

Gracián nos ofrece nueve posibles descripciones de la felicidad, concatenadas una tras otra.

Cada uno de los eruditos que interviene señala como insuficiente a quien lo precede y

propone una nueva definición. Pero entre todas las definiciones, la última, cuyo trasfondo

teológico y moral es claro, es la única descripción de la felicidad que no da lugar a objeciones:

En el cielo, señores, todo es felicidad; en el infierno todo es desdicha. En el mundo, como

medio entre estos dos estremos, se participa de entrambos: andan barajados los pesares con

los contentos, altérnanse los males con los bienes, mete el pesar el pie donde le levanta el

placer, llegan tras las buenas nuevas las malas; ya en creciente la luna, ya en menguante, gran

presidenta de las cosas sublunares, sucede a una ventura una desdicha […]. No tenéis que

cansaros en buscar la felicidad en esta vida, milicia sobre el haz de la tierra. No está en ella,

y convino así, porque aun de este modo, estando todo lleno de pesares, sitiada nuestra vida

de miserias, con todo eso no hay poder arrancar los hombres de los pechos desta vida villana

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nodriza, despreciando los brazos de la celestial madre [la Fortuna], que es la reina: ¿qué

hicieran si todo fuera contento, gusto, placer, solaz y felicidad? (III, Crisi nona, 737)

De esta manera, progresivamente, las últimas crisi en El Criticón enfatizan en la idea

de que todos los bienes terrestres son mutables, volubles y, por ende, vanos. Sin embargo,

nos encontramos con que este desprecio por los bienes materiales y del cuerpo lleva en el

anverso, como vemos al comienzo de la cita, un aprecio por la vida postrera. Siguiendo el

dogma católico, la única felicidad eterna se consigue mediante la ascensión al Cielo. Solo

allí puede encontrarse una prosperidad abundante, estable y no sometida al arbitrio de la

Fortuna (hija de Dios, según observamos en El Criticón). Pero este carácter de cambio

permanente que caracteriza la vida terrenal no solo alcanza a los individuos, sino que

transversal e históricamente a las sociedades, a lo largo de los siglos.

Esta estima de la felicidad y prosperidad estable, caracterizadas como estados

imposibles de alcanzar, la encontramos aún más desarrollada en «La rueda del Tiempo»

(nombre de esta crisi), cuya temática central es develar los rasgos perecederos y la añoranza

por una eternidad imperecedera. Naturalmente, como ya hemos adelantado, esta última se

consigue posteriormente a la muerte. El Cortesano, personaje que ya conocimos en la crisi

anterior, acompaña a Andrenio y Critilo en Roma, el último destino de su peregrinaje antes

de encontrarse directamente con la Muerte. Arrimados sobre la montaña más alta de Roma,

nuestros protagonistas alcanzan una altura desde la cual «no solo pudieron señorear aquella

universal corte, pero todo el mundo, con todos los siglos» (III, Crisi decima,744). Desde esta

privilegiada posición, el Cortesano procede a compartir observaciones con nuestros

personajes, cuyo propósito ya no es reflexionar sobre la condición y devenir del hombre

particular, sino que de la sociedad en su conjunto. Así, procede el personaje a dar cuenta a

Critilo y Andrenio de una adaptación barroca del tradicional mito de las edades, según el cual

las sociedades humanas fluctúan gradual y cíclicamente entre períodos de prosperidad.

«Las cosas las mismas son que fueron, solo la memoria es la que falta. No acontece

cosa que no haya sido, ni que se pueda decir nueva bajo el sol» (III, Crisi décima, 746), dice

el Cortesano en relación con este mencionado carácter cíclico de los estadios que atraviesan

las sociedades. Ahora bien, este ritmo oscilante entre períodos de mayor prosperidad y

decadencia que advierte Gracián responde a una naturaleza humana que, no olvidemos, dota

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al hombre de unas mismas potencias divinas y comunes a todos. Ahora bien, por otro lado,

el componente que sí varía a lo largo de los siglos son las condiciones materiales y relaciones

del hombre con su entorno en cada época. Particularmente, Gracián, como todo hombre de

su época, advierte las insoslayables particularidades del período en que vive, en las cuales se

advierte el sentimiento de decadencia moral:

[…] lo que fue, no ya de reír, sino de sentir, que siempre va todo empeorando. Pues es cosa

cierta que con lo que gasta hoy una mujer, se vestía antes todo un pueblo. Más plata echa hoy

en relumbrones una cortesana, que había en toda España antes que se descubrieran las Indias.

No conocían las perlas aquellas primeras señoras, pero éranlo ellas en la fineza. Los hombres

eran de oro y se vestían de paño; ahora son asco y rozan damasco. Y después que hay tantos

diamantes, ni hay fineza ni firmeza. (III, Crisi décima, 754)

La riqueza material y ostentación de metales preciosos importados desde América

hasta Europa aparece aquí, en relación antitética, contrastada con la miseria moral que

Gracián advierte en su época. Sin embargo, pese a reconocer estas particularidades del mundo

moderno, nuestro jesuita estima que toda prosperidad alcanzable por las sociedades en el

mundo material es imperfecta y voluble, en tanto que está supeditada a la acción del hombre

(a lo largo de su vida, como hemos visto, víctima del engaño) y el arbitrio oscilante de la

Fortuna. Este carácter siempre oscilante de la Fortuna implica, según el mundo alegorizado

por Gracián, la posibilidad de que el linaje aristocrático decrezca y pierda todo abolengo; o

bien, que alguien nacido en la villanía termine alcanzando un puesto prestigiado en la corte:

Caían las casas más ilustres y levantábanse otras muy obscuras, con que los descendientes de

los reyes andaban tras los bueyes, trocándose el cetro en aguijada y tal vez en un cepillo […].

Vieron un nieto de un herrador muy puesto a la gineta, y otro muy a caballo, rodeado de pages

aquél cuyo abuelo iba tal vez lleno de pajas. Decantábase la rueda [de la Fortuna] y

comenzaban a bambalear las torres y los homenajes, caían los alcázares y empinábanse los

aduares, y al cabo de los años los nobles eran villanos. (III, Crisi décima, 758)

Pero posteriormente, casi en el término de la crisi, Gracián explicita con mayor ahínco

la idea del theatrum mundi a través de un encuentro directo con los hilos de los que pende

este gran orden universal del que cada individuo inevitablemente forma parte. Ya en la

senectud y en la víspera de sus muertes, nuestros personajes (y, junto con ellos, sus lectores)

ya advierten una sugerente característica de la vida, según la pinta El Criticón:

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Realzaron la vista, y […] divisaron cosas en que jamás habían reparado: vieron una gran

multitud de hilos, y muy sutiles, que los iban devanando los celestes tornos y sacándolos de

cada uno de los mortales como un ovillo […]. Era mucho de ver cuáles andaban los hombres

rodando y saltando como si fueran otros tantos ovillos, sin parar un instante, al paso que las

celestiales esferas les iban sacando la sustancia y consumiendo la vida hasta dejarlos de todo

punto apurados y deshechos, de tal suerte, que no venía a quedar en cada uno sino un pedazo

de trapo de una pobre mortaja, que en esto viene a parar todo. De unos tiraban hebras de seda

fina; de otros, hilos de oro; de otros, de cáñamo y estopa. (761)

En forma contraria a lo que piensa precipitadamente Andrenio, los materiales de estas

hebras e hilos de los que penden nuestras vidas no equivalen necesariamente al prestigio del

rol que cada alma ocupa dentro de la sociedad. Muy por el contrario, las esferas celestes,

pertenecientes a una dimensión divina y elevada, superior a los engaños de la tierra, va más

allá de apariencias: «noble hay que sacan dél hilo de estopa, y plebeyo que sacan dél hilo de

plata y aún de oro». Pero prontamente nuestros dos protagonistas advierten que también los

hilos de sus vidas están siendo devanados, lo cual «fue materia de harto desengaño para

Critilo, si para Andrenio de melancolía» (762). Aunque para este punto de la narración ambos

personajes son ya ancianos y están ad portas de sus respectivas muertes, sigue estando

presente la diferencia paradigmática de actitud entre ambos. Mientras que Andrenio

reacciona con pesar y melancolía al saber que ha llegado a la antesala de su muerte, Critilo

recibe la noticia sin aceptarlo necesariamente como un hecho negativo. Así como Sócrates

vio en la muerte una liberación a la cárcel del cuerpo y el mundo sensible, Critilo acaba por

entender la muerte como el desengaño, el instante en que cuerpo y alma se separan, para

abandonar así el mundo material y la vida en él; caracterizada fundamentalmente por el

engaño.

Esta contraparte del vínculo Vida-Engaño, la relación Muerte-Desengaño, está

fundamentalmente expuesta en la penúltima crisi de la novela, «La suegra de la Vida», cuyas

temáticas principales son la muerte y la actitud con que el cuerpo social la afronta. Para

desarrollar este motivo, ya desde el comienzo, el narrador preludia la acción de nuestros

personajes con una reflexión a partir de la brevedad de la vida y universalidad de la muerte:

Muere el hombre cuando había de comenzar a vivir, cuando más persona, cuando ya sabio y

prudente, lleno de noticias y experiencias, sazonado y hecho, colmado de perfecciones,

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cuando era de más utilidad y autoridad a su casa y a su patria: así que nace bestia y muere

persona. Pero no se ha de decir que murió ahora, sino que acabó de morir, cuando no es otro

el vivir que un ir cada día muriendo. ¡Oh ley por todas partes terrible la de la muerte!, única

en no tener excepción, en no privilegiar a nadie. (763)

Este motivo, tan típicamente barroco, no sufre de acuerdo con estas palabras

alteraciones en comparación con lo que podemos encontrar, por ejemplo, en el célebre soneto

de Góngora «Sobre la brevedad de la vida» («Menos solicitó veloz saeta»). Sin embargo,

progresivamente esta crisi desarrolla una serie de motivos, ideas e imágenes alegóricas

referentes a la muerte que enriquecen profundamente el significado que, de acuerdo con

nuestra lectura, esta cobra en El Criticón. En este punto de la historia, Andrenio y Critilo

continúan en Roma junto al Cortesano, personaje que procede a explicar a nuestros

protagonistas cuán imprevisible es la muerte por medio de un proverbio popular: «A casa

hecha, sepultura abierta». Guardando una gran semejanza con la mesura que tuvo «el

prudente» en casa de Fortuna (recordemos, despreciando los bienes que esta dispone al

mundo en una mesa redonda), el Cortesano cita el adagio para exponer cuán fútiles son los

empeños que ponen los hombres en edificar grandes construcciones lujosas, que tarde o

temprano abandonarán una vez dejen sus cuerpos:

no llegando los hombres a vivir lo más cien años y no teniendo seguro ni un día, emprenden

edificios de a mil años, fabrican casas como si se hubiesen de perpetuar sobre la haz de la

tierra! De estos sería uno, sin duda aquel que decía que aunque supiera que no había de vivir

sino un año, hiciera casa; si un mes, se casara; si una semana, comprara cama y silla; y si un

día solo, hiciera olla. ¡Oh! cómo debe reírse de estos necios la Muerte […] acomodándose

uno, ella [la Muerte] le desacomoda; acabarse de construir el palacio y acabarse la vida, todo

es a un tiempo, trocándose las siete columnas del más soberbio edificio en siete pies de tierra

o siete palmos de mármol, vana necedad de muchos; porque, ¿qué más tiene el pudrirse entre

pórfidos y mármoles que entre terrones? (764)

La Muerte ya aparece aquí mencionada como una figura alegórica, la cual

posteriormente hace aparición ante nuestros protagonistas e interactúa con estos. No

obstante, analicemos con detención las aseveraciones que el Cortesano en este punto hace de

ella, con anterioridad a su entrada como personaje. En primer lugar, nos encontramos una

idea del hombre engañado, de acuerdo con la cual está expulsada la muerte de sus planes.

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Prueba de esto encontramos en el afán humano por establecerse y proyectarse en la tierra más

allá de su breve vida, independientemente de su duración (sea un año, un mes, una semana o

un solo día); actuando como si no estuvieran sus días en perpetuo suspenso, puesto que sus

días están siempre en la espera del acecho imprevisible de la Muerte. Asimismo, este actuar

transversal y común a todos de la Muerte, hace totalmente legítima y comprensible la última

pregunta, la cual nos permitimos parafrasear como: «¿qué diferencia hace morir entre rústicos

terrones o entre lujosos mármoles, si en ambos casos, con la Muerte, el cuerpo se pudre y el

alma se marcha?».

Continuando con el afán de desengañar a Andrenio y Critilo, en lo relativo a la

Muerte, el Cortesano centra la atención en cuán frecuentemente nos preocupamos o

admiramos ante la temeridad con que otros actúan por la vida, cuya característica principal

es ser ley común a todos; por ende, con una fragilidad compartida por todo mortal, pese a

que fácil sea de advertir en la vida ajena, pero difícilmente sea asimilado en la propia:

Admíranse de ver al otro temerario sobre una gruesa y asegurada maroma, y no se espantan

de sí mismos, que estriban sobre una, no cuerda, sino muy loca confianza de una hebra de

seda; menos, sobre un cabello; aun es mucho, sobre un hilo de araña; aun es algo, sobre el de

la vida, que aun es menos. De esto [la Muerte] sí que deberían andar atónicos, aquí sí que se

les habrían de erizar los cabellos, y más reconociendo el abismo de infelicidades donde los

despeña el grave peso de sus muchos yerros. (III, Crisi undécima, 765)

A través de una hiperbólica concatenación de elementos («una hebra de seda», «un

cabello», «un hilo de araña», «la vida»), el personaje expone una visión de la vida, cuya

caracterización alegórica permite percibir como una cuestión sensible y extremadamente

frágil. Asimismo, adelanta uno de los motivos que la misma Muerte vendrá a referirnos

luego: que la vileza y corrupción moral en la vida terrena (las cuales son, de acuerdo con la

formación ideológica de nuestro autor, «yerros»), son pagadas con un abismo de

infelicidades, en el infierno. No obstante, pese a que la Muerte implica el desengaño tras el

cual cada uno recibe lo que merece (yendo unos al infierno y otros al cielo), una vez que el

personaje hace aparición para venir a llevarse a nuestros protagonistas, la figura alegórica

rompe con toda expectativa que acerca de ella tenían Andrenio y Critilo:

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Y cuando la imaginaran terrible fiera, horrenda y espantosa, al fin de residencia la

experimentaron, al revés, gustosa, placentera y entretenida y muy de recreo; cuando

aguardaban que arrojase en cada palabra un rayo, oyeron una y otra chanza; y en vez de una

envenenada saeta en cada razón, comenzó con lindo humor a entretenerse desta suerte:

Venid acá, Pesares —decía [la Muerte]—, y no os me alleguéis muy cerca; más allá,

más de lejos: ¿cómo os va de matar necios? Y vosotros, Cuidados, ¿cómo os va de asesinar

simples? Salid acá, Penas, ¿cómo os va de degollar inocentes? (III, Crisi undécima, 774)

En pleno contraste con toda expectativa previa, la Muerte alegorizada por Gracián

carece de la gravedad intrínseca al concepto que alegoriza. Asimismo, aparece junto con una

corte de súbditas: los Pesares, los Cuidados, las Penas, la Guerra, la Peste, los Contagios y la

Gota, son algunos de los hijos con que la Muerte dispone para actuar en la tierra. Asimismo,

esta encarnación maternal de la Muerte tampoco es malintencionada. No obstante, refiere la

dama alegórica a Andrenio y Critilo acerca de las dificultades que encuentra ejerciendo su

labor. Según nos señala, la Muerte, en primera instancia, tuvo la deferencia suficiente para

consultar con quienes debía ejecutar el modo y hora en que cada uno prefería morir; pero

rápidamente se dio cuenta de que

a ninguno le venía bien, ni hallaban el modo ni el día: para holgarse y entretenerse, eso sí;

pero para morir, de ningún modo. “Déjame, decían, concluir con estas cuentas; ahora estoy

muy ocupado”. “¡Oh qué mala sazón! Querría acomodar a mis hijos, concertar mis cosas”.

De modo que no hallaban la ocasión ni cuando mozos ni cuando viejos, ni cuando ricos ni

cuando pobres: tanto, que llegué a un viejo decrépito y le pregunté si era la hora, y

respondióme que no, hasta el año siguiente. Y lo mismo dijo otro, que no hay hombre por

viejo que esté que no piense que puede vivir otro año. (III, Crisi undécima, 780)

Pero este apego que, según nos relata la Muerte, tiene cada mortal por la vida terrenal

no se traduce en una aversión por la muerte, en tanto esta acaezca al prójimo. Una vez que la

Muerte se percata de que todos la evitan y buscan postergar sus días en la vida terrenal, la

dama alegórica decide ausentarse de la tierra durante algún tiempo, buscando así que «la

privación causara su apetito», pretendiendo ser estimada con su ausencia. Pese a que,

efectivamente, la Muerte acaba siendo llamada por algunos, para su desilusión nadie busca

la muerte para sí, sino que todos lo hacen solicitando la muerte ajena: «las nueras para las

suegras, las mujeres para los maridos, los herederos para los que poseían la hacienda, los

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pretendientes para los que gozaban de los cargos, pegándome bravas burlas, haciéndome

todos ir y venir, que no hay mejor duda ni más mala paga» (III, Crisi undécima, 780), comenta

al respecto la Muerte20.

Aparte de lo anterior, por otro lado, por medio de la Muerte conocemos otro aspecto

más del engaño que convive como un estado inseparable de la vida terrenal, además de la

agudización de que toma parte el hombre en esta deformación de las apariencias. El posible

aprendizaje que pueden sacar unos al observar la decadencia en que sucumben otros, de

acuerdo con la Muerte, es totalmente omitido por los hombres. Muy por el contrario, señala

la Muerte sobre sí y sus sirvientes

con todo lo que matamos, hacemos más riza que provecho, pues no enmiendan sus vidas los

mortales ni corrigen los vicios; antes, se experimenta que hay más pecados después de una

gran peste, y aun en medio della, que antes. Luego hallé una ciudad de rameras, y en lugar de

una que pereció, acuden cuatro y cinco. Matamos a unos y otros, y ninguno de los que quedan

se da por entendido. […] Desta suerte, todos tratan y piensan vivir ellos lo que los otros dejan.

Ninguno escarmienta ni se da por entendido. (III, Crisi undécima, 782-783)

La incapacidad que tienen los hombres de corregir sus vicios y disposiciones morales,

según esta última referencia, carece de capacidad reflexiva. La Muerte, bienintencionada de

acuerdo con El Criticón, busca advertir a los mortales acerca de la fragilidad de la vida y los

bienes terrenales. Sin embargo, para su sorpresa, ni mientras duran las adversidades ni

tampoco después de ellas dejan los hombres de esmerarse y codiciar los bienes aparentes,

imperfectos y perecederos del mundo terrenal. Ante su impresión de que nadie logre usar la

muerte ajena como escarmiento, aprendizaje o desengaño, la Muerte pasa a actuar

ciegamente, llevándose a todos por igual, resolviendo «finalmente matar de todo y por un

parejo, mozos y viejos, ricos y pobres, sanos y enfermos, para que viendo el rico que no solos

mueren los pobres, y el mozo que no solos los viejos, escarmienten todos y cada uno tema»

(783).

20 Podemos ver otra manifestación más del engaño como elemento transversal a la vida en esto: una incapacidad para aceptar la muerte propia, pero desear la ajena como un medio para alcanzar propósitos individuales. Asimismo, destacamos la hipocresía (Hipocrinda) inherente a cada uno de los ejemplos.

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5. Conclusiones: breves reflexiones y síntesis

Retrotrayéndonos al proceso de Contrarreforma católica, nos encontramos con que

la Compañía de Jesús tuvo, desde sus inicios, la pretensión de ser una élite intelectual de

sacerdotes, cuya misión fue incidir en la evangelización y conversión de feligreses al

catolicismo en todo lugar donde se posaran (Prudlo 225). Dentro de ese cuerpo de élite, el

aragonés realiza una serie de cultos tratados con afán moralizante. Como hemos mencionado,

El Criticón presenta una variedad de contenidos y enseñanzas cuya comprensión puede

dificultarse por la excesiva alusión a fuentes clásicas, bíblicas o el estilo conceptista en que

está escrita la narración. Nuestro propósito hasta este punto ha sido, principalmente, tomar

semejanzas y diferencias entre determinadas características del pensamiento platónico y

graciano, a modo de aislar ciertas relaciones entre Antigüedad clásica y esta obra del Barroco

hasta este punto no estudiadas. Asimismo, amparados en distinciones del filósofo antiguo

como mundo sensible/mundo de las Formas, o «bien aparente» y «bien verdadero», hemos

desentrañado su reinterpretación cristiana, cuya cristalización en El Criticón hemos intentado

descifrar.

A pesar de la voluntad de la figura alegórica, la Muerte en el El Criticón, como

hemos señalado, carece del poder aleccionador y moralizante que pretende dejar en quienes

habitan la tierra. Ante la muerte ajena y la situación de adversidad, los hombres persisten en

el Engaño, en lugar de desengañarse y reparar en la fugacidad de los bienes terrenales. Según

esta visión de mundo, los orígenes divinos del hombre son pervertidos y sus facultades

debilitadas como producto de la acción humana; asimismo, dado el engaño que atraviesan a

lo largo de sus vidas, los individuos en El Criticón actúan decidiendo contrariamente a la

ordenanza divina y aspiración al bien supremo que según Gracián es connatural al hombre.

Al igual que en las ideas platónicas que tuvimos oportunidad de revisar, Gracián cree que los

hombres actúan equivocadamente por pura ignorancia. Creencia (doxa), ignorancia, mentira,

hipocresía o engaño son todos términos con los que podemos referir el desvío que

comúnmente tiene el hombre de sus propósitos finales. Aunque Gracián no hable de las

Formas de «lo bueno», «lo malo», «lo justo» o «lo virtuoso», afianza en lo más profundo de

la esencia humana una definición cerrada, absoluta y dogmática de estas categorías morales,

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en función de las definiciones cristianas de estos conceptos. Para respaldar esto último, el

jesuita incluso alude a que diez son nuestros dedos en recuerdo de los diez mandamientos

que Dios ha fijado en nosotros.

Por otro lado, tanto Platón como Gracián distinguen y separan «cuerpo» y «alma».

La tarea de quien cultive las virtudes es alcanzar la excelencia con esta última; mientras que

el alma viciosa o corrupta vuelve a esta, la parte más divina del hombre, una esclava servil a

satisfacer las apetencias corporales y los instintos más bajos. Conforme hemos expuesto hasta

este punto, ambos autores advierten el carácter mutable, imperfecto y perecedero de todo

cuanto forma parte del mundo sensible. Por más que se nos pueda argüir (y muy justamente)

que el jesuita en ningún momento habla de «mundo sensible», conforme al sentido platónico

del término, sí encontramos en él un desprecio del mundo material, terrenal, del cual

participamos mientras están unidos cuerpo y alma.

Asimismo, esta desconfianza en los sentidos, según ponen en manifiesto ambos

autores, puede fácilmente tornarse en una incapacidad de discernir apariencia y realidad.

Conforme estudiamos en Gorgias, oradores y tiranos, por más que lograran actuar en cada

situación de acuerdo con lo que entendían por «lo agradable», según Sócrates eran seres

desdichados e incapaces de actuar conforme a sus deseos. ¿Qué hacía posible esta afirmación,

según la cual «lo agradable» o «lo placentero» no siempre significan la obtención de «lo

bueno»? Sócrates, Andrenio y Critilo pudieron saberlo: porque no todo es agradable en el

camino ascendente hasta Virtelia, la verdadera virtud. Sin embargo, es tarea del filósofo, del

virtuoso, reconocer que es la virtud el único bien que se puede llevar en el alma y que no

perece junto con nuestros cuerpos, así como los demás bienes terrenales.

Sócrates, quien asimiló la práctica del filósofo con la muerte en tanto que implicaba

una renuncia al cuerpo, encontró en la muerte una liberación. Andrenio y Critilo, los

protagonistas de nuestra alegoría barroca, encuentran en la muerte el desengaño, el instante

en que cuerpo y alma se separan. Una vez esto sucede, el valor y mérito moral que en sí

mismas guardan las acciones de cada individuo en particular pasan a ser juzgadas. Como

pudimos ver, de acuerdo con la visión de mundo en El Criticón, la felicidad (Felisinda) como

estado parece ser realmente inalcanzable mientras se habite el mundo material. Siguiendo a

Alphonse Coster, entonces, diremos que la obra del jesuita tiene por pretensión servir al lector

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de «un guía providencial [que] lo saca del apuro: el Desengaño, la Desilusión, que le muestra

la vaciedad de los placeres, de la voluptuosidad, de la misma inteligencia, y le indica el

camino de la dicha, que alcanzará más allá de esta vida» (181).

La correspondencia que encontramos en El Criticón entre Vida-Engaño y Muerte-

Desengaño está intrínsecamente relacionada con el dogma tridentino, de acuerdo con el cual

queda disuelta toda sumisión del hombre, al menos en un plano trascendental, a la dicotomía

entre «ser» y «parecer ser». Esta última alternativa puede que traiga réditos en la vida

terrenal; sin embargo, el desengaño inevitable es la muerte, instante tras el cual se dirime si

nuestras acciones en la tierra han justificado la eterna felicidad o el eterno sufrimiento. Al

igual que para Platón, el jesuita barroco advierte en el cuerpo un obstáculo para el desarrollo

y perfeccionamiento moral del alma. Pero el dogma católico, de acuerdo con la recuperación

tridentina de la teología agustina, estima que el vicio y el pecado son producto de la

imperfección de la elección humana (Prudlo 236). La libertad de albedrío, entonces, exige al

hombre reunir las obras y méritos suficientes para asegurarse un espacio en la eternidad junto

a Dios, o padecer el eterno sufrimiento en el infierno. El Engaño y el juego de apariencias

propio del mundo material encuentra un desenlace en la Muerte-Desengaño: una vez

separada del cuerpo, el alma pasa a ser juzgada de acuerdo con el «ser», pues no hay forma

de «parecer ser» ante el orden celestial.

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