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INTRODUCCIÓN ¿De qué hablamos cuando hablamos de la jus- ticia y de la legitimidad de una guerra? ¿Qué cues- tiones se convocan cuando se remite al ordena- miento legal para justificar una intervención violenta en determinado territorio? ¿Qué signifi- ca la democratización del mundo como tarea ur- gente del presente? Y todo ello, ¿qué tiene que ver con las alusiones insistentes de la actualidad a la reedición de una lógica imperialista? ¿Por qué Estados Unidos aparece inequívocamente bajo la aureola de un Imperio? ¿Qué dimensión añade a las palabras como «democracia», «jus- ticia», «ley» ese contexto de un poderío imperial incontestable? ¿Qué hay de nuevo bajo el sol de la égida norteamericana? Éstas y otras muchas preguntas abrumarán a quien se disponga a reflexionar sobre las coor- denadas políticas del mundo actual. Unas co- ordenadas que, más allá de referir un orden fí- sico y material que se traduce en cuotas efectivas de poder y en un reparto bastante objetivable de la riqueza, apuntan al dominio del discurso so- bre las obligaciones que corresponderían al pre- sente. Así, a la hora de comprender la dinámica del ordenamiento mundial resulta natural reca- lar en las claves semánticas de dicho discurso, precisando en la medida de lo posible el con- texto donde éste se enmarca. Las expresiones Política y Sociedad 2004, Vol. 41 Núm. 3: 63-84 Las voces del Imperio. Sobre la semántica de la justicia y del derecho a la guerra Marta RODRÍGUEZ FOUZ Dpto. de Sociología Universidad Pública de Navarra [email protected] RESUMEN Se trata de reflexionar sobre la influencia de la lógica imperial en los nuevos discursos belicistas. Y de pensar en cómo se justifica ante la opinión pública internacional la declaración de «guerra contra el terrorismo» (materializada, de momento, en los episodios de Afganistán e Irak) desde la clave interpretativa de los Estados Unidos como un Imperio político, eco- nómico, cultural y militar, que disimula su condición acudiendo a la semántica de la justicia y la democracia. Así, la aten- ción está centrada en analizar «las voces del Imperio», que aparecerán revestidas de un determinado discurso (el que apela al respeto de los derechos humanos ganados a lo largo de la historia) que no deja ver con facilidad ni la violencia implícita en la consigna de imponer la «democracia» ni el doble juego de intereses materiales y políticos que asoman bajo el desig- nio del imperativo moral de «extender el bien» allá donde las virtudes democráticas «aún» no hayan triunfado. Palabras clave: Neo-imperialismo, intervención humanitaria, democratización, guerra contra el terrorismo, gobernabilidad mundial, Al Qaeda, Sadam Hussein, Bush, 11-S. Empire’s voices. On the semantics of Justice and the Right of War ABSTRACT This paper reflects upon the influence an imperialistic logic may have on recent pro-war discourses. It starts from the assumption that the USA is a political, economic, cultural and military empire that hides its condition, before the world public opinion, by means of justifying and disguising its call for a «war on terror»(materialised, for the time being, in the Afghanistan and Irak episodes) under a semantic that abuses the concepts of justice and democracy. It focuses in analysing «the voices of empire», whose discourse appeals to the universality of the historically hard-won human rights. This makes difficult to grasp the impli- cit violence under the aim of imposing «democracy», or the double set of material and political interests that lurk under the imperative moral purpose of «extending right» to those places where democratic virtues have not prevailed «yet». Key words: Neo-imperialism, humanitarian intervention, democratization, war on terror, world gobernance, Al Qaeda, Sa- dam Hussein, Bush, 11-S. SUMARIO: Introducción; I. ¿Una democracia imperial?; II. Voces —la palabra; la frase; el discurso—. ISSN: 1130-8001

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Page 1: Las voces del Imperio. Sobre la semántica de la …los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono, y para la ciudadanía media estadou-nidense, pudieron tener la detención

INTRODUCCIÓN

¿De qué hablamos cuando hablamos de la jus-ticia y de la legitimidad de una guerra? ¿Qué cues-tiones se convocan cuando se remite al ordena-miento legal para justificar una intervenciónviolenta en determinado territorio? ¿Qué signifi-ca la democratización del mundo como tarea ur-gente del presente? Y todo ello, ¿qué tiene quever con las alusiones insistentes de la actualidada la reedición de una lógica imperialista? ¿Porqué Estados Unidos aparece inequívocamentebajo la aureola de un Imperio? ¿Qué dimensiónañade a las palabras como «democracia», «jus-ticia», «ley» ese contexto de un poderío imperial

incontestable? ¿Qué hay de nuevo bajo el sol dela égida norteamericana?

Éstas y otras muchas preguntas abrumarána quien se disponga a reflexionar sobre las coor-denadas políticas del mundo actual. Unas co-ordenadas que, más allá de referir un orden fí-sico y material que se traduce en cuotas efectivasde poder y en un reparto bastante objetivable dela riqueza, apuntan al dominio del discurso so-bre las obligaciones que corresponderían al pre-sente. Así, a la hora de comprender la dinámicadel ordenamiento mundial resulta natural reca-lar en las claves semánticas de dicho discurso,precisando en la medida de lo posible el con-texto donde éste se enmarca. Las expresiones

Política y Sociedad2004, Vol. 41 Núm. 3: 63-84

Las voces del Imperio. Sobre la semántica de la justiciay del derecho a la guerra

Marta RODRÍGUEZ FOUZ

Dpto. de SociologíaUniversidad Pública de [email protected]

RESUMENSe trata de reflexionar sobre la influencia de la lógica imperial en los nuevos discursos belicistas. Y de pensar en cómo sejustifica ante la opinión pública internacional la declaración de «guerra contra el terrorismo» (materializada, de momento,en los episodios de Afganistán e Irak) desde la clave interpretativa de los Estados Unidos como un Imperio político, eco-nómico, cultural y militar, que disimula su condición acudiendo a la semántica de la justicia y la democracia. Así, la aten-ción está centrada en analizar «las voces del Imperio», que aparecerán revestidas de un determinado discurso (el que apelaal respeto de los derechos humanos ganados a lo largo de la historia) que no deja ver con facilidad ni la violencia implícitaen la consigna de imponer la «democracia» ni el doble juego de intereses materiales y políticos que asoman bajo el desig-nio del imperativo moral de «extender el bien» allá donde las virtudes democráticas «aún» no hayan triunfado.

Palabras clave: Neo-imperialismo, intervención humanitaria, democratización, guerra contra el terrorismo, gobernabilidadmundial, Al Qaeda, Sadam Hussein, Bush, 11-S.

Empire’s voices. On the semantics of Justice and the Right of War

ABSTRACTThis paper reflects upon the influence an imperialistic logic may have on recent pro-war discourses. It starts from the assumptionthat the USA is a political, economic, cultural and military empire that hides its condition, before the world public opinion, bymeans of justifying and disguising its call for a «war on terror»(materialised, for the time being, in the Afghanistan and Irakepisodes) under a semantic that abuses the concepts of justice and democracy. It focuses in analysing «the voices of empire»,whose discourse appeals to the universality of the historically hard-won human rights. This makes difficult to grasp the impli-cit violence under the aim of imposing «democracy», or the double set of material and political interests that lurk under theimperative moral purpose of «extending right» to those places where democratic virtues have not prevailed «yet».

Key words: Neo-imperialism, humanitarian intervention, democratization, war on terror, world gobernance, Al Qaeda, Sa-dam Hussein, Bush, 11-S.

SUMARIO: Introducción; I. ¿Una democracia imperial?; II. Voces —la palabra; la frase; el discurso—.

ISSN: 1130-8001

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acerca de los imperativos de la actualidad, car-gadas últimamente de referencias a la extensiónde la democracia, muestran un panorama políti-co novedoso en sus formas pero familiar en sunúcleo interno que puede permitir un análisissustantivo de nuestro mundo tal como viene con-figurándose en estos últimos años, tras el pun-to de inflexión que supuso, para los ojos occi-dentales, el éxito sin precedentes del terrorismode Al Qaeda en Nueva York y Washington. Antela reacción de la todopoderosa Norteamérica vol-vemos a reconocer la faz de un imperialismo quehabla un idioma genuino pero con hondas raí-ces en una época que parecía histórica e irre-versiblemente superada.

El actual revestimiento de las decisiones máso menos unilaterales —o la búsqueda de dichorevestimiento— con la aureola de la aquiescen-cia internacional sólo viene a añadir una cualidadinsospechada a las nuevas prácticas del imperia-lismo, lo que, en última instancia, invita a dete-nerse en la consideración del sentido implícito enla lógica verbal de las relaciones interestatales,pues es detrás de esas expresiones que caracteri-zan el escenario político mundial donde se loca-liza la auténtica naturaleza de la jerarquía inter-nacional y de la distribución del poder. De hecho,a efectos de calibrar la capacidad decisoria delImperio, no importa realmente el esfuerzo se-mántico por recubrir de moralidad universal lasdecisiones que afectan a la comunidad interna-cional en conjunto. Sobre todo, teniendo en cuen-ta que esas vestiduras amables de los imperativospolíticos (por muy consignados multilateralmen-te que estén, dictados unilateralmente) no elimi-nan el componente imperialista que hay en el pro-pósito de que se asuman unánimemente losprincipios defendidos por el centro político querepresentarían los Estados Unidos, como, por otraparte, tampoco provocan un cierre definitivo delos valores del discurso legitimatorio de las ac-ciones. Ni en el plano formal ni, aún menos, enel moral. Analizar las piezas nucleares de ese dis-curso se convierte así en una tarea decisiva de lainterpretación del momento actual, caracteriza-do, como sabemos, por la pretensión de sellar elfuturo con la referencia a una democracia sus-tantiva extendida a todo el orbe planetario.

Los últimos acontecimientos internacionales,derivados directamente del ataque sufrido por Es-tados Unidos en setiembre de 20011, conjuganuna voz perfectamente identificable con las di-námicas de una comprensión imperialista del mun-do. Hasta las respuestas enfrentadas a la con-cepción de los destinos humanos bajo la batutade la democracia estadounidense acaban partici-pando del lenguaje propiciado por ese diseño delmundo desde un indiscutible poderío unilateral.No en vano, la alternativa que proponen es la deuna gobernabilidad del mundo desde instanciasde poder más representativas (con el modelo delas Naciones Unidas como referente inexcusable)que obviamente en la práctica sólo alcanzan a serrepresentativas de una parte mínima de la po-blación mundial pese a que sus decisiones afec-tarán a todo el conjunto. En cualquier caso, conindependencia de las resistencias que despiertanlas actuaciones norteamericanas encaminadas acorregir el mundo, la cuestión que me interesaprincipalmente es la referencia a una misión queles correspondería como titulares del poder mun-dial. Una referencia que condiciona irremedia-blemente su discurso, que, con todo, persigue di-simular la prepotencia derivada de aceptar esaimpopular titularidad sobre los destinos del pla-neta. Ahí es donde fijaré mi atención tratandode mostrar cómo se articula una realidad semán-tica que siempre trata de serpentear hábilmentepara sortear los abismos con los que la memoriahistórica ha jalonado irremediablemente el ca-mino hacia el cumplimiento de cualquier sueñode omnipotencia.

El latigazo de la historia, restallado en estaocasión desde el fundamentalismo islámico, haherido el optimismo de un Occidente satisfechoante la gobernabilidad del mundo estrenada enel 89, cuando cayó el muro de Berlín y se des-manteló el espejismo del poder polarizador so-viético. La «apertura» del Este al capitalismo fe-roz del Oeste con el derrumbe simultáneo de lapolítica de bloques parecía convertir en un ana-cronismo la imagen del planeta dividido por latensión entre dos modelos de organización de lavida colectiva. Y hacía innecesaria la «carrera»para mantener un equilibrio pacificador en la pro-gresiva capacidad de intimidación y destrucción

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1 Las coordenadas del atentado pueden verse en Stefan AUST y Cordt SCHNIBBEN (2002).

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que se desplegó durante ese periodo que conoce-mos como «Guerra Fría». Con la Unión Soviéti-ca, víctima, entre otras causas, de su ambición ar-mamentística y de la tiránica gestión de susrecursos, caía igualmente el rival que invitaba a re-frenar la expresión unánime de una voluntad uni-lateral que dictaría los designios del mundo: aque-lla que, hoy en día, golpeada por la energía nihilistadel terrorismo islámico2, y contestada por una cier-ta opinión pública impotente, se manifiesta sobreel papel como el propósito de «imponer» la de-mocracia allá donde la sociedad civil haya sido in-capaz de instaurarla.

Lo que alguno ha llamado «la tentación delbien» (Todorov 2000), resurge con bríos renova-dos ante la identificación inequívoca de un ene-migo con los atributos ostentosos del mal más ra-dical: el terror, desenvainado como argumento,arma las conciencias de los intimidados y suscitaun clamor monocorde para combatirlo. Resultasencillo coincidir en el grito: ¡guerra al terroris-mo! ¿Cómo no? Los matices se cubren de sospe-cha y la causa que aglutina todas las voluntadesen una única voz, la que maldice el terrorismo, fa-cilita la consigna que persigue un objetivo tan con-creto y tan abstracto como el que se perfila al que-rer combatir el miedo al terror, personificándolopuntualmente, y como parece exigir el modelo co-mún de atribución de responsabilidades, en Osa-ma Bin Laden o en Sadam Hussein. Sin embargo,es precisamente en los matices que exige ese lemade la guerra contra el terrorismo donde, como ve-remos, puede empezar a localizarse la estrategiaimpositiva de un Imperio que, con todo, conjugasu misión histórica en términos amables pese aque no logra ocultar los efectos dramáticos del re-curso a la fuerza que requiere toda guerra.

Se trata, ahora, de restaurar lo irrestaurable,esto es, la sensación de invulnerabilidad ante-rior al ataque de Al Qaeda, la seguridad de un po-der tan fantástico que la misma idea de ser ata-cados aparezca como una pesadilla absurda quenunca se materializará3. Y en esa batida, alenta-da a todas luces por un objetivo imposible, laestrategia intimidatoria ha dado, no obstante, cier-tos frutos que, eso sí, no pueden contribuir arestablecer la impresión de habitar una nación in-expugnable. Unos frutos que se han cosechadoen especial en la esfera de la opinión pública nor-teamericana, traumatizada desde el 11-S y dis-puesta, por ejemplo, a dar el sí al sacrificio de de-terminadas libertades civiles para contribuir alcerco a los terroristas y a su derrota4. El ejerciciolingüístico, en este caso, consiste en estableceruna relación directa entre la lucha contra el terrory la renuncia a unos derechos que aparecen comosecundarios a la luz de las nuevas urgencias, sinque tenga la menor importancia la demostraciónempírica de la eficacia de esas medidas restricti-vas. El efecto balsámico que en un momento dado,en especial durante las fechas más cercanas alos atentados contra el World Trade Center y elPentágono, y para la ciudadanía media estadou-nidense, pudieron tener la detención de numero-sos sospechosos de terrorismo, saltándose todaclase de cautela hacia los ciudadanos de origenárabe, o la derrota del régimen talibán afgano quehabía dado refugio a Osama Bin Laden, apenaspuede contar con alguna prueba fehaciente de ha-ber contribuido a combatir al enemigo terroris-ta. Y por lo tanto, tampoco puede servir para jus-tificar esa identificación entre la eficaciaantiterrorista y la renuncia formal a numerososderechos civiles que principalmente tienen que

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2 Es André Glucksmann quien insiste en ese talante nihilista de los terroristas islámicos y saca consecuencias globales de lairrupción histórica de un nuevo nihilismo dispuesto a arriesgarlo todo porque sus referentes vitales están más allá de este mundo.Puede verse, sobre todo, GLUCKSMANN (2002) y también GLUCKSMANN (2003: 155-189).

3 En cierta medida, esa seguridad, apoyada en la circunstancia histórica de que hasta el 11-S, Estados Unidos nunca había sidoatacado en su territorio, únicamente emergió con la caída de la URSS. Hasta entonces la amenaza de un ataque nuclear se cernió decontinuo sobre el ánimo estadounidense con crisis puntuales que la hacían más probable (la crisis de los misiles de Cuba, por ejem-plo) y derivaban en crecientes inversiones en Defensa. Es decir, sólo la última década puede identificarse inequívocamente en cla-ve de un sentimiento extendido de seguridad. Con los matices, nada insignificantes pero aplicados principalmente a otras dimensio-nes de la sociedad distintas a la militar, que añadió en su día el extendido concepto de «sociedad del riesgo» (BECK 1986). Por lodemás, no es casualidad que se hayan identificado esos años como «los felices noventa» (LAMO DE ESPINOSA 2004: 39-43).

4 La expresión más directa e inmediata de esa disposición cívica, pero también política e institucional, para facilitar la perse-cución de los terroristas puede considerarse la aprobación por mayoría absoluta en el Senado (sólo un senador demócrata se opu-so) y justo después del 11-S de la ley USA Patriot, que «otorga al gobierno una libertad sin precedentes para recabar informaciónsin apenas tener en cuenta los derechos civiles o la intimidad» (MOORE 2003: 117 y ss.). La prensa de aquellas jornadas convul-sas recoge asimismo los movimientos legales de la determinación norteamericana para asegurarse «manos libres» y plenos pode-res a la hora de tomar medidas contra el terrorismo.

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ver con la libertad de expresión, la salvaguardade la intimidad y las garantías procesales ante unaeventual detención5.

De todos modos, como más de uno viene sos-pechando, la batalla ha dejado de tener que vercon el preciso pero inabarcable lema de «guerraal terrorismo» para pasar a convocar unos inte-reses más oscuros que nunca comparecerán en eldiscurso público de los dirigentes del mundo yque son justamente los que afloran en cuanto seempiezan a interpretar las dinámicas bélicas ac-tuales en la clave de un imperialismo naturalmentesoterrado y nada dispuesto a confesar el doblejuego entre el discurso por un lado y las prácti-cas de poder por el otro. Semejante desplaza-miento de los significados del discurso públicotestifica, obviamente, sobre el cinismo de las cla-ses directoras pero también sobre las exigenciasmorales de la humanidad que, a fin de cuentas,obligan a argumentar éticamente unas decisionesque en el fondo son puramente estratégicas y quepueden reconocerse como tales en cuanto se pro-fundiza en las consecuencias materiales (en lasventajas económicas y geopolíticas) derivadas deactuar de determinado modo; en el terreno quenos ocupa, por ejemplo, invadiendo Irak o bom-bardeando Afganistán.

Bajo esta certeza, que reedita la versión me-nos sutil del concepto de ideología (aquella que laidentifica como falsa conciencia que promuevey perpetúa inconscientemente un orden injusto)6,se hace necesario un análisis algo pausado de loque he denominado «las voces del Imperio». Setrata de indagar en el significado de esas vocesque inequívocamente señalan un horizonte de do-minio estadounidense del mundo (con la conni-vencia formal de la ONU) y que mantienen un pro-tagonismo inexcusable en la medida en que tienenque dirigirse a una opinión pública global que for-ma parte del mismo sistema democrático quelleva la voz cantante. Detenerse, por ejemplo, enla semántica que ha manejado la administraciónrepublicana de George W. Bush para justificar suataque contra la soberanía iraquí puede permitirreflexionar sobre la capacidad de las palabras paragenerar una realidad que casi siempre resulta másturbia que la que anticiparon las promesas libe-

radoras o el insaciable sueño de un mundo mejor.En cualquier caso, se antepone una primera exi-gencia en esta indagación: la atención a la solici-tud de las razones que permiten atribuir a los Es-tados Unidos la etiqueta de Imperio.

A partir de ahí, una vez especificados los ras-gos que permiten identificar la posición de pre-dominio estadounidense como imperialista, entra-remos a considerar las condiciones del discursouniversalista promovido por la administración nor-teamericana y su especial lenguaje, que viene tra-tando de transformar a la democracia en el ele-mento fundamental de una nueva cruzada,camuflada en esta ocasión como designio de la jus-ticia humana. Esta segunda indagación que supo-ne el núcleo del presente artículo, pues no en vanocuando se designa a Estados Unidos como Impe-rio se acude a unos rasgos bien fáciles de contras-tar y suficientemente aceptados, se organizará, porlo demás, en un apartado que he dividido aten-diendo a mi mayor interés por analizar la dimen-sión discursiva del neoimperialismo. Así, me de-tendré en las diversas expresiones verbales quecompondrían la realidad textual del presente mo-mento histórico, tanto literalmente como de ma-nera implícita: la palabra, la frase y el discurso.Cada una de estas divisiones servirá como elementode cohesión para pensar globalmente en las prác-ticas de una democracia que no puede dejar de con-tar con la participación, más o menos masiva peroigualmente legitimadora, de las respectivas opi-niones públicas. La importancia de la comunica-ción política en el seno de cada una de las demo-cracias, incluida obviamente la estadounidense,aparece como telón de fondo del nuevo estilo im-perialista que, a fin de cuentas, encara la dificul-tad de convencer a la ciudadanía de la justicia desus acciones, tomados en representación, al menossobre el papel y formalmente, de una voluntad co-mún que se habría expresado electoralmente.

I. ¿UNA DEMOCRACIA IMPERIAL?

La pregunta es bien precisa: ¿por qué la de-mocracia estadounidense aparece a los ojos del ciu-dadano medio europeo y de la práctica totalidad

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5 Pensemos en los presos de Guantánamo, atrapados en un limbo legal que permite impunemente su reclusión sin considerar-los ni delincuentes (asistidos por el derecho a un juicio penal) ni prisioneros de guerra (protegidos por la Convención de Ginebra).

6 Sobre las diversas interpretaciones del concepto de ideología pueden consultarse las conferencias de Paul RICOEUR (1986).

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del planeta como imperialista? Esa designación,que suele atribuirse a quienes mantienen una opo-sición crítica con el papel de los Estados Unidosde América en el mundo actual, remite a una se-rie de datos objetivos que permiten salvar la acu-sación de estar interpretando ideológicamente lascoordenadas del panorama internacional, aun-que, y tampoco hay que menospreciar este he-cho, junto a la indicación sobre la supremacía delImperio Norteamericano en los planos económi-co, político, cultural y militar, que son los más di-rectamente susceptibles de una evaluación objeti-va, conjuga igualmente una resistencia crítica adicho estado de cosas. Es decir, no se puede pa-sar por alto que el apelativo de «imperialista»responde a un espíritu crítico que no sólo designa,sino que denuncia una situación que, dada la an-terior experiencia imperialista y una vez asentadolegalmente el derecho de cada nación a su propiasoberanía y reconocidas internacionalmente lasperversiones del viejo colonialismo y la dignidadde todos y cada uno de los pueblos, únicamentedebería provocar el rechazo y la oposición del con-junto de la humanidad. Incluida la ciudadanía nor-teamericana que, significativamente, se muestraaturdida, sorprendida y molesta ante la acusaciónde formar parte de una nación volcada en el for-talecimiento de su grandeza imperial.

En cualquier caso, una cuestión es el aviso deconcordar con una valoración de tinte político(como podría ser la oposición al imperialismo es-tadounidense) y otra bien distinta es la obligaciónde suspender el análisis desde dicha clave por elriesgo de caer en una lectura sesgada ante laanimadversión personal hacia cualquier tipo depráctica imperialista. Aquí se trata de ponderaruna realidad que en la misma medida en la quees fruto de la resolución de determinados hom-bres, instituciones y estructuras admite la intro-misión del pensamiento crítico que imagina al-ternativas e inventa posibilidades más amablespara la historia, por mucho que ésta acabe fre-cuentemente defraudando todas las expectativasde construir un mundo menos furibundo y másequitativo. En otras palabras, se trata de aprove-char al máximo el valor de las palabras para con-tar nuestros fracasos y especificar el verdadero

alcance de nuestras derrotas, mucho más hirien-tes desde que la humanidad decidió aceptar la ideade que pudiera llegar a ser el sujeto consciente desu propia historia.

La referencia al poder imperial de los Esta-dos Unidos de América puede remitir a diversasdimensiones que, como he dicho, son más o me-nos susceptibles de una contrastación empírica yque dibujan el complejo entramado que estruc-tura todos los órdenes sociales, tanto en el inte-rior de cada Estado como en las relaciones entreéstos. Obviamente estamos hablando de las di-mensiones económica, militar, cultural y políticaque permiten desbrozar analíticamente la reali-dad empírica de cada nación. Como cabe supo-ner no es éste el lugar ni tengo el ingente propó-sito de evaluar la situación de Estados Unidos encada uno de esos planos, pero sí resulta oportunoincidir, apoyándose en referencias de autores quehan estudiado con mayor detenimiento los inte-reses y las prácticas históricas del imperialismonorteamericano7, en las circunstancias genéricasque marcan su posición mundial en dichos pla-nos. Se trataría de una primera toma de contactocon esas circunstancias, que, por lo demás, nochocan en absoluto con nuestro conocimiento ge-neral y nuestra experiencia como ciudadanos oc-cidentales testigos de los movimientos (aunqueno de los entresijos que los impulsan) de las di-versas administraciones norteamericanas.

La cuestión que se plantea es inmediata y seabre en múltiples direcciones, tantas como losplanos relevantes ya señalados: ¿podemos con-siderar a Estados Unidos un Imperio?; ¿un Im-perio económico?, ¿un Imperio cultural?, ¿unImperio militar?, y, sobre todo, ¿un Imperio po-lítico? Vayamos por partes aunque, en mi opi-nión, una respuesta negativa en alguna de estasdimensiones no alcanzaría para discutir la pre-misa fundamental que nos depara el actual pa-norama mundial, esto es, el carácter imperia-lista de la potencia estadounidense. Un carácterque, a la sazón, vertebra todas mis reflexionessobre la particular semántica de esta nueva cla-se de Imperio, que se obstina, contra la prácti-ca habitual de otros Imperios históricos, en ocul-tar las auténticas dimensiones de su zona de

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7 Puede verse, entre otros, CHOMSKY (2001, 2003), VIDAL (2002), MAILER (2003), MOORE (2003). Más allá de lasreflexiones propiciadas por los atentados de Al Qaeda, resultan especialmente pertinentes BARNET (1972) o GALEANO(1980).

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dominio despótico8. Algo que, por lo demás, tam-bién hace más oportuna la revisión crítica de losmensajes cifrados en la clave reciente de la gue-rra contra el terrorismo y en la menos novedo-sa de extender la libertad al resto del planeta.

Si hay, con todo, una pequeña posibilidadde discutir la atribución del calificativo «impe-rialista» a la nación estadounidense: la que vienede la consideración de que la propia nación es-tuviese en realidad en manos de determinadosgrupos de poder que gestionarían las decisionespolíticas y militares y que, persiguiendo insa-ciablemente el beneficio económico de un nú-mero concreto e identificable de ciudadanos en-riquecidos, estaría convirtiendo la maquinaria delEstado más poderoso del planeta (en términos mi-litares) en la herramienta más eficaz para sus in-decentes ambiciones empresariales. Sin embar-go, aunque numerosas voces han levantado actade acusación contra estas prácticas (de un modomás enconado a raíz de la dudosa victoria elec-toral de George W. Bush, que algunos consideranabiertamente una derrota)9, el efecto histórico enel mapa mundial es el mismo con independenciade quién maneje los hilos de la todopoderosa Nor-teamérica. En otras palabras, el carácter imperia-lista de Estados Unidos no tiene por qué obede-cer a una vocación imperialista de su pueblo (comopodría parecer exigible dado que se trata de unademocracia) sino a los efectos materiales y sim-bólicos de su participación en la política interna-cional. Y ahí, la posibilidad de que una nación estémarchando subrepticiamente contra la voluntadmoral de su ciudadanía apenas tiene otra relevan-cia que la constatación de un desajuste, grave parala democracia pero insignificante para el papel his-tórico que desempeña de facto en el mundo.

Con todo, incluso los matices que podría obli-gar a introducir el apunte de un apropiamientoparticular (por parte de determinados oligopolios)

de la administración democrática de Estados Uni-dos (algo, por lo demás, nada sorprendente), noalcanzan a decir nada contra el espíritu civilizador,suficientemente expresado a lo largo de las últi-mas décadas, de la República Norteamericana10.En esa trama es muy sencillo reconocer el perfilde una ambición que ya apaciguó numerosas con-ciencias durante los siglos de colonialismo fe-roz que protagonizaron nuestros antepasados eu-ropeos con una eficacia brutal y que se vislumbra,una vez más, bajo el lema de la imposición delbien, directamente vinculado con la aceptacióngeneralizada del derecho a corregir destinos aje-nos11. La carga de violencia necesaria para esedespliegue civilizador aparece ahora, ante la dig-nificación de los seres humanos conquistada for-malmente tras siglos de negación de la naturale-za humana a buena parte de la humanidad, comoun coste excesivo que la moralidad occidental nopodría estar dispuesta a admitir. De ahí la pre-sencia actual de atenuantes que o bien ocultan losefectos más dañinos (en términos de sufrimien-to humano) de la intervención «civilizadora» endeterminados territorios del planeta o bien, antela indiscutible evidencia de las consecuencias ma-teriales más nefastas, aplican una fórmula que su-braya los beneficios y convierte en positivo elcómputo global del uso ¿ocasional? de la fuer-za. Sea como fuere, el hecho es que la vocaciónestadounidense por convertir en universales lasvirtudes de su modelo de vida (que incluye, evi-dentemente, el capitalismo como rector de todoel sistema económico y un conservadurismoque encarna valores familiares y culturales muymarcados) se expresa consecuentemente en unimperialismo con tendencia a ignorar las parti-culares miserias de su sentido de la justicia o desu idea de libertad, y sobre todo, muy poco dis-puesto a reconocer la violencia implícita en elmismo hecho de perseguir esa extensión ilimita-da de su way of life.

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8 Pensemos en las ambiciones expansivas no disimuladas de un Hitler o un Napoleón, o en el orgullo por las dimensiones al-canzadas por el propio Imperio en los casos de Gran Bretaña, España, Portugal o Francia. O también en el Imperio romano, en elpersa, en el otomano, en la China Imperial… como ejemplos de diferentes modelos imperiales que no ocultaban la grandiosidadde sus territorios y las extraordinarias dimensiones de sus dominios.

9 Vid. VIDAL (2002: 11-15), MOORE (2001: 23-50) o la película documental de éste Fahrenheit 9/11 (2004).10 Así denomina Gore VIDAL (2002: 113 y passim) a los Estados Unidos, oponiendo la idea de Imperio a la de la República

y reclamando para su país la recuperación de su tradicional carácter republicano. 11 Pueden verse los discursos de Francisco de VITORIA (1539) y de Bartolomé DE LAS CASAS (1542) como reacción ante

las prácticas imperialistas europeas que, así, quedan retratadas en su propósito de dominar a los bárbaros infrahumanos y herejesque habitaban el nuevo continente. También resulta interesante el texto clásico de Benjamin CONSTANT (1814), ubicado en elcontexto del imperialismo napoleónico contra el que éste reacciona.

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No se trata, por lo demás, de entrar a debatirlas cualidades de tal o cual modo de organizar lavida colectiva12, ni de considerar el valor inalie-nable de las diversas existencias individuales, y sí,en cambio, de constatar el hecho de que en esa vo-cación de convertir el mundo en reflejo del propiohábitat y en un lugar ilimitadamente confortablepara uno mismo y sus congéneres anida el germende un imperialismo que está, eso sí, demasiado ca-muflado como para permitir que se reconozca suparecido con otros imperialismos que la historiaya ha condenado y que, por eso mismo, podría, talvez, desenmascarar y echar por tierra. (Si es que,y eso tampoco está muy claro, es algo cierta la ca-pacidad de la voluntad más extendida de una so-ciedad para escribir su propio futuro corrigiendosu presente; esto es, si verdaderamente la historiapuede expresarse como una lección correctora paralas acciones colectivas). Pero, más allá de esa pre-cisión acerca de los efectos que pudiera tener eldesvelamiento de la naturaleza del monstruo, ¿quées lo que hace aún más grave esta particularidaddel nuevo imperialismo norteamericano? Su com-binación con una administración dispuesta a ca-muflar sus auténticos propósitos (de carácter emi-nentemente económico y estratégico) con la jergabiensonante de la lucha por las libertades y capa-citada para llevar a cabo ese camuflaje sin rendircuentas por ello, como ha podido comprobarse re-cientemente en el episodio de la guerra contra Iraky como muestran numerosos conflictos bélicos yparamilitares dirigidos por los intereses nortea-mericanos en muy diversas zonas del globo des-de la Segunda Guerra Mundial13.

En otras palabras, nos encontraríamos anteun imperialismo que realiza sus prácticas con osin el apoyo de su sociedad civil pero que, pues-to a recabar legitimidad para sus decisiones, con-sigue acudir sin mayores dificultades al peligro-

so discurso de la domesticación del salvaje; loque, en el contexto actual, se traduciría en eldiscurso de la extensión de la democracia a aque-llos lugares del planeta que estarían sufriendo lascalamidades de un sistema político ajeno a las vir-tudes del sufragio universal y la separación de po-deres. De hecho, lo hemos visto recientemente,se recurre a la denuncia contra las atrocidades co-metidas por el anterior régimen iraquí (como me-ses antes se subrayaron las de los talibanes parajustificar el ataque a Afganistán más allá de lapersecución directa de Bin Laden como cabezavisible de Al Qaeda) y a la «alegría» de los ira-quíes liberados14, para lograr el apoyo mayorita-rio de una población que quizá titubee cuandoempiece a ser testigo de las consecuencias de unaintervención militar no refrendada internacional-mente y manifiestamente ilegal15. No en vano, esabaza, la de la connivencia moral con el talante be-nefactor hacia la humanidad menos afortunada,está ganada de antemano y por eso resulta tan ten-tador, y en cierto modo tan sencillo, conseguir ad-hesiones a una causa ribeteada de bellos propó-sitos aunque exprese una temeraria prepotenciay oculte otros intereses difícilmente confesables.

Así las cosas es evidente que hay una preo-cupación neta por integrar en la autoconciencianorteamericana la guerra como un mal menor quepermite defender el libre despliegue de los valo-res positivos de la civilización. Sólo mediante esatáctica moral puede llegar a aceptarse unánime-mente (casi como valor cultural) que la «misión»bélica de Estados Unidos es un sacrificio para ha-cer el mundo (globalmente y para todos) un lu-gar más habitable y humano, generando, de paso,la impresión de que la cultura, antes que las ar-mas y el poder, es decisiva en el ordenamiento ci-vilizado del universo. Se trataría, sobre el papely si escuchamos únicamente el discurso oficial

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12 Oriana FALLACI (2001) da una muestra involuntaria de cómo se expresaría un imperialismo que diera por supuesto y ex-presara sin tapujos la superioridad de su propia cultura frente a aquellas que reclaman su dignidad ante el todopoderoso Occiden-te ilustrado y moderno. Sin ningún rubor o asomo de duda sobre la idoneidad de comparar creaciones artísticas elevadas, para Fa-llaci los Robaiyyat de Omar Jayyam perderían abrumadoramente la partida frente a la Divina Comedia de Dante Alighieri. Esacierta prepotencia sincera de Fallaci es respondida por TERZIANI (2002) desde una vertiente pacificadora más dispuesta a reco-nocer los valores incomparables de las diversas expresiones culturales de la humanidad.

13 Piénsese en Guatemala, Chile, Colombia, El Salvador, Nicaragua... o en la participación menos disimulada en el fortaleci-miento militar de Israel que permite y propicia la política aplastante de éste contra el pueblo palestino.

14 Puede verse LAMO DE ESPINOSA (2004: 88-105), donde apunta numerosos datos estadísticos para refrendar la mejora dela situación del pueblo iraquí tras la caída de Sadam Hussein y la presencia de las tropas norteamericanas en su territorio.

15 Como es bien sabido, esa ilegalidad se derivaría de la negativa de la ONU a aceptar el supuesto de la legítima defensa esgri-mido por Estados Unidos, que sería, según el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas, el único supuesto que legitima a unanación para emprender acciones militares contra otra. Sobre el concepto de guerra preventiva puede verse DI BLASE (2003).

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sin adentrarnos en otras realidades soterradas, dedefender la libertad y la democracia como logrosirrenunciables de la civilización occidental.

Bajo ese propósito que subraya los valoresculturales y políticos como elementos decisivosdel orden social, emerge la célebre y polémica te-sis del choque de civilizaciones (Huntington 1993,1996), reverdecida al albor de los atentados deManhattan y Washington. A fin de cuentas, dichatesis proclama la vigencia de una división delmundo arquetípica de carácter cultural y religio-so (antes que económico) que únicamente podríafrenar su orientación hacia el conflicto apren-diendo a conjugar el multiculturalismo, eso sí,desde la hegemonía del Occidente más modernoy desarrollado. Pero, en realidad, la lectura his-tórica que sostiene esa versión del ordenamien-to mundial infravalora la función primordial delplano económico y de la fuerza militar (y ahí ra-dicaría, precisamente, una importante fisura de lahipótesis de Huntington) para imponer las rela-ciones que reconfiguran el paisaje político y so-cial del planeta. De hecho, por relevante para lapacificación que parezca el entendimiento inter-cultural entre las diversas concepciones del mun-do que coexisten en cada momento histórico, eseentendimiento tiene que aparecer retratado en todasu impotencia (y casi podría decirse, en todo sucinismo) en cuanto la maquinaria económica delos países más ricos del planeta o la fuerza mili-tar y policial incontestable de los Estados Unidosrealiza cualquiera de sus movimientos. Por eso,aunque es importante advertir la dimensión sim-bólica del espíritu inconscientemente imperialis-ta (y su reflejo en el esfuerzo por recabar legiti-midad incluso para las acciones más villanas), ala hora de identificar el imperialismo de una de-terminada nación tienen que tener un mayor pesolas circunstancias materiales que prueban y sus-citan una política de dominio imperial. Otra cues-tión es que, como es el caso, nos interesemos pos-teriormente y de manera principal por reflexionar

sobre el discurso que emana de la presencia do-minante de un Estado decidido a controlar el con-junto del mundo (bien sea amablemente o, si fue-se preciso, con un golpe de timón enérgico quetire por la borda al mayor número posible de di-sidentes/enemigos).

De este modo volvemos a los interrogantesacerca de la naturaleza imperialista de EstadosUnidos en dos de sus dimensiones más determi-nantes, la económica y la militar. Desde luego, sihay algo absolutamente indiscutible en la espe-cificación de las coordenadas políticas actualeseso es la superioridad abrumadora del ejército yla fuerza bélica estadounidense. Su potencial ar-mamentístico y su capacidad virtual para inter-venir en cualquier lugar de la tierra no tienen nin-gún rival que pueda seguirles el paso16. Más aún,tras el derrumbe del eje soviético, que durante dé-cadas constituyó el contrapunto polarizador aldesarrollo militar norteamericano, dibujando unneurótico equilibrio que, como señala Gore Vi-dal (2002: 71), traumatizó sin remedio a toda unageneración y convirtió el planeta en un auténtico«polvorín» nuclear. Así, una vez despejado el ho-rizonte y comprobado el cuerpo de paja del ene-migo que animó la carrera hasta extremos insos-pechados, Estados Unidos se alza como vencedorabsoluto, pese a lo cual, como bien sabemos, noha dejado de correr, aumentando progresivamentesu arsenal e ingeniando sin pausas significativastoda clase de artilugios militares que permitanpintar el simulacro de una guerra limpia (léase,misiles inteligentes, bombardeos de precisión,guerra de las galaxias, etc.)17. Algo que enlaza,obviamente, con el peso de una opinión públicaque, al menos con anterioridad al 11-S, no se mos-traba dispuesta a contemporizar con los efectosmortales de su poder cuando se expresa militar-mente. En cualquier caso, la evidencia salta a lavista: con mayor o menor disimulo, el Imperiomilitar estadounidense se ha afianzado en primerafila (con aliados pero sin iguales) al servicio, como

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16 Faltaría, de hecho, la fuerza capaz de frenar los impulsos imperiales norteamericanos que, en último término, únicamentedependerían de su autocontención. Europa, por ejemplo, al margen de su integración en la OTAN, carecería de un auténtico podermilitar propio, pues la estructura westfaliana de sus ejércitos nacionales sería ineficaz para combatir en las nuevas formas de gue-rra (cfr. LAMO DE ESPINOSA 2004: 171-181).

17 Sobre la extendida idea de que puede controlarse con precisión milimétrica la trayectoria de los misiles habría mucho quediscutir, pero aquí bastará con dejar en suspenso su veracidad, apuntando, además, que ya en la anterior Guerra del Golfo se pre-sentó ante la opinión pública mundial la imagen engañosa de una guerra limpia y sin víctimas civiles, la «tecnoguerra». Vid.SONTAG (2003: 78-82). Igualmente pueden recordarse los engaños sistemáticos durante la Segunda Guerra Mundial acerca de laeficiencia de los bombardeos de precisión (cfr. Paul FUSSELL 1989: 25-30).

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siempre ha ocurrido en la historia y cabe com-prender, de sus intereses nacionales específicosdentro del espacio internacional. La singularidadhistórica, en este contexto, la añade el intento deaparecer a los ojos del mundo y de la propia co-munidad, como garantes de las libertades y dela justicia terrenal para el conjunto de «los hom-bres de buena voluntad».

Pero por lo demás también hay que señalarque la respuesta afirmativa a la pregunta sobresi Estados Unidos es un Imperio militar no sig-nifica, obviamente, que vaya a ganar cualquierguerra en la que se implique pues, como es másque sabido, y no faltan ejemplos en la historia quelo corroboren, el desarrollo de una contienda noestá únicamente determinado por el número detropas, su equipamiento y destreza y, sobre todo,la eficacia mortífera de sus armas. Hay otros fac-tores, entre los que la desesperación o la convic-ción no son los menores, que impiden aplicar lafórmula «mejor ejército = victoria»18. Esta ad-vertencia resulta aún más evidente en las cir-cunstancias actuales19. No es necesario acudir ala experiencia de Corea o Vietnam para com-prender las dimensiones inmanejables de una gue-rra entablada contra un enemigo escurridizo, fie-ro y entregado a su causa hasta la muerte. Bastadetenerse a pensar en el impreciso grito: «gue-rra al terrorismo» para anticipar que la misma na-turaleza de dicho enemigo impedirá la ejecu-ción de una guerra convencional donde laarrolladora fuerza de un ejercito puesto en mar-cha pueda conquistar el objetivo prefijado20. Des-aparece el campo de batalla y pierden eficiencialas acciones bélicas usuales en una guerra. De ahítambién que, además de por razones de caráctergeopolítico, la primera materialización de la «cru-zada» de Estados Unidos contra el terrorismo to-mara la forma inequívoca y más manejable y clá-sica de una guerra contra un país. La busca ycaptura de Osama Bin Laden y sus acólitos en al-guna cueva de las inhóspitas montañas afganasera sólo la línea más visible de un guión que ocul-

taba otros argumentos, entre ellos, la carta abier-ta al propósito de reorganizar el mapa del Orien-te Próximo o la evidencia empírica de la impo-sibilidad de movilizar la fuerza militar contra unenemigo transeúnte, apátrida y estratégicamenteoculto en las mismas entrañas del sistema con-tra el que atentará sin desalentarse21. El juego deprestidigitación ha dado desde luego sus frutospero son unos frutos que ni mucho menos tienenque ver con el debilitamiento del terrorismo islá-mico, y sí con la reafirmación del Imperio mili-tar estadounidense como principal actor políticode la escena internacional.

Ahí, la dimensión política del carácter im-perialista norteamericano asoma la cabeza sin ti-midez aunque con el susodicho disimulo. Paranotarlo basta con pensar en la clave más deter-minante del imperialismo a la hora de articular elmundo en los dos niveles que materializan la rea-lización del Imperio: el reconocimiento o no delderecho a la autodeterminación. Como es sufi-cientemente sabido, el mismo concepto de auto-determinación aparece al albor de la lucha delas colonias por librarse de la tutela de la nación«protectora» y conquistar su propia soberanía. Enprincipio, tras décadas y décadas de dominio delos grandes centros europeos sobre el resto decontinentes (con las oportunas salvedades delmundo asiático), suele considerarse el final dela Segunda Guerra Mundial como el punto de in-flexión para el desmantelamiento definitivo delos imperios coloniales iniciado de manera irre-versible durante la Gran Guerra del catorce. Sinembargo, enseguida se advierte que hoy continúahabiendo, bajo la batuta ahora de Estados Uni-dos, numerosos territorios que carecen de una so-beranía no tutelada y suficientemente autónomacomo para que se pueda dar por zanjada la exis-tencia del imperialismo.

En cualquier caso, y considerándolo en esaclave, no cabe duda de que la intervención de Es-tados Unidos en Irak, pero también en Afganis-tán y en otros múltiples escenarios conflictivos

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18 Puede verse, en un tono que exalta el heroísmo militar y las virtudes del combate, PERRETT (1993, 1995). 19 Sobre los nuevos modos del uso de la violencia como arma política pueden consultarse KEANE (1996), IGNATIEFF (1998)

o KALDOR (1999). 20 Michael MOORE es, de nuevo, incisivo en este punto: «¿Cómo se puede declarar una guerra contra un sustantivo? Las

guerras se declaran contra países, religiones y pueblos, no contra sustantivos y problemas, y siempre que el gobierno lo ha inten-tado […] ha fracasado.» (MOORE 2003: 110).

21 Acerca de la singularidad del enemigo que se encarna como terrorista puede verse BAUDRILLARD y MORIN (2003) yBECK (2002).

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(que incluyen dramáticamente la historia de losúltimos cincuenta años de Latinoamérica), di-buja un mapa político donde el respeto a la so-beranía ha sido letra muerta. De hecho, en todosesos episodios no han importado lo más mínimoni la conquista formal del derecho a la autode-terminación de los pueblos ni el susodicho sellohistórico a la política colonial. Los efectos prác-ticos de las decisiones tomadas por encima de lasoberanía nacional (expresada en primer términoen la inviolabilidad del territorio) remiten a unajerarquización que no deja considerar clausura-das las antiguas prácticas imperialistas y que, ala vez, justifica la acusación contra la omnipre-sencia estadounidense en el diseño del mundo ac-tual, definido, así las cosas, según colabore cadagobierno nacional en la consolidación o deses-tabilización de un sistema que sitúa a la demo-cracia norteamericana en cabeza, construyendo ungobierno unipolar de los destinos del planeta22. Deahí que pueda incluso decirse, con Carlos Moya,que, en efecto, Estados Unidos habría optado,contra todo y contra todos, por gobernar el mun-do, cuando su rol político a escala internacionalparecía destinarle exclusivamente (y esto casi sindiscusión posible) a liderarlo (Moya 2004). Ahíse dilucida otra de las dimensiones donde tomaforma el talante imperialista norteamericano: laque afirma a Estados Unidos, también, como unImperio político.

Este hecho, que dictamina el actual desequi-librio de fuerzas en el orden internacional, resul-ta igualmente visible cuando se observa la pene-tración económica de los intereses estadounidenses(o más bien de los intereses de determinadas em-presas estadounidenses) en esos territorios con-cretos que constituyen una fuente eficaz de riqueza,ya sea que hablemos de energías no renovablescomo petróleo o gas natural, o de mano de obraextraordinariamente barata que permite márgenesde beneficio empresarial impensables bajo las con-diciones laborales legalizadas en la «metrópoli»(Galeano 1980). No en vano, la causa última que

explica la continuidad de la fórmula imperialista enuna dimensión netamente política obedece, comoocurría también en la época más boyante de los Im-perios ultramarinos, a un impulso económico. Losrecursos materiales que inyecta en una economíanacional el control político de un determinado te-rritorio resultan básicos para explicar la ambiciónexpansiva de quienes detentan el mayor poder mi-litar. Más, por supuesto, que los seculares intentosde cristianizar el mundo que, por lo demás, pese asu núcleo espiritual, también aparecían motivadospor el apropiamiento de las riquezas de un «viejonuevo mundo» (Galeano 1982), sin dueños capa-ces de explotar y gestionar sus propios recursos23,y que a estas alturas, tal como ya se ha apuntado,podrían identificarse en la referencia a un progra-ma de democratización del mundo.

Así las cosas, nuevamente emerge la natura-leza imperialista de Estados Unidos en la vertienteeconómica. En último término no importa quela economía estadounidense esté siendo relegadapor otras potencias (el dragón asiático) que pro-tagonizarán el futuro más inmediato y que llevanya tiempo condicionando la marcha de la eco-nomía mundial, pues con independencia de la de-bilidad interna del sistema económico norteame-ricano (con su inexistente Estado de Bienestar, suescasa política asistencial o el aumento progresi-vo del desempleo como piezas estrellas del re-verso de su riqueza nacional), sus grandes agen-tes económicos privados (léase, multinacionales)operan con igual grado de influencia que la quepudieron tener en tiempos las fortunas estatales.Si a la vez se comprende la enorme influencia po-lítica de esos poderosos agentes dentro de la ad-ministración estadounidense, la lectura que sepuede sacar de la presencia norteamericana enel sistema económico mundial remite nuevamenteal fastidioso, impopular y desprestigiado térmi-no: imperialismo.

La interpretación de sus últimas acciones bé-licas en la clave de ese imperialismo económico(movido por intereses particulares de determina-

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22 Puede verse el análisis en términos de polaridad y lateralidad del nuevo «orden» mundial en LAMO DE ESPINOSA (2004).Una perspectiva similar en la constatación del poderío estadounidense puede verse también en GLUCKSMANN (2003) o, en unaclave más combativa, TODOROV (2003).

23 Vid. GALEANO (1980), donde se aprecia el establecimiento de una lógica implacable de apropiamiento de los recursos na-turales del Sur de América. Algo que, tal como argumenta Galeano, condiciona irreversiblemente el futuro de esa zona del conti-nente, extraordinariamente fecunda frente a la mayor aridez del Norte, que es la que termina permitiendo, a raíz de que despiertamenos apetito en los colonizadores, un desarrollo autóctono de la producción industrial, dirigida, eso sí, por los descendientes delos colonos ingleses y no por los indígenas.

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das empresas estadounidenses que aprovechan elpoderío militar de su nación para corregir las con-secuencias de la inamovible ubicación geográfi-ca de las más preciadas fuentes energéticas delplaneta) permite encajar sin dificultad las piezasdel puzle geoestratégico24. En el episodio que vie-nen protagonizando los marines, sobre tododesde que se decretó la invasión de Irak, se lo-caliza una ambición económica no confesada querefuerza la importancia de desvelar las auténticasrazones que se encuentran ocultas tras el discur-so de la democratización mundial. Y ahí es denuevo donde el interés por las palabras, e inme-diatamente por las mentiras que enturbian la ac-ción política en el seno de una democracia, ex-trae su mayor sustancia (vid. Sierra 2002). Noes casualidad que la referencia al petróleo pulu-le (bien como sospecha lateral suspendida en elaire para no parecer ingenuos, bien como acusa-ción directa de los opositores más críticos) portodos los análisis de la política exterior estadou-nidense25. Y no puede ignorarse que la más queprobable relación empírica entre ambas presta unaprueba sólida a la identificación de EstadosUnidos como Imperio.

En cuanto a la dimensión cultural de su ca-rácter imperialista, que es quizá la menos rele-vante a la hora de reflexionar sobre el ordena-miento actual del mundo pero también la másaceptada por el sentido común, cabría indicar laestandarización de sus productos culturales comoartículos que habrían uniformado buena partede nuestras costumbres. ¿Es Estados Unidos unImperio cultural?, era la pregunta. Y la respues-ta parece llegar de la mano del reconocimientode la extensión transfronteriza de buena parte desus hábitos de ocio y de consumo. Aquello que,entre otros, los miembros de la Escuela de Franc-fort convirtieran en materia prioritaria de refle-xión sociológica, esto es, la cultura de masas (Hor-kheimer y Adorno 1944 y 1947), resiste el pasode los años con una entereza que ni siquiera elpropósito del multiculturalismo consigue debili-tar. Hollywood, la Coca-cola, las hamburgue-sas, los best-seller… aparecen como elementos

del decorado que uniforman el mundo bajo lasombra de la seducción deslumbradora de la ac-cesibilidad. Pero en realidad esa impregnacióncultural que, ciertamente, puede aparecer comoel efecto de un poderío que elimina las expre-siones autóctonas auténticas, carece de impor-tancia para reflexionar sobre el carácter singularde este nuevo imperialismo. Sobre todo porquela batalla para defender la peculiaridad culturalde cada pueblo se juega en otro terreno: predi-cando, como ya ocurre de modo generalizado, lasvirtudes del multiculturalismo. Algo que, por lodemás, no puede dejar de contar con la volubili-dad de los contenidos culturales, ni con la globa-lización actual de un mundo que impide el aisla-miento y la «pureza» cultural, si no es como piezaúnica de museo o singular reserva antropológicadigna de algún documental. Evidentemente, tam-poco es éste el lugar para discutir sobre los lími-tes o el sentido de ese multiculturalismo conver-tido en referente simbólico de toda políticademocrática que se jacte de respetar los valoresajenos. Bastará con indicar esa realidad que per-mite identificar la presencia a escala planetariade elementos y productos de la cultura nortea-mericana sin que haya necesariamente una reci-procidad en la conjugación de las diversas cultu-ras. Lo que no significa, obviamente, que EstadosUnidos esté cerrado a la influencia de culturas ex-ternas, como, por lo demás, y por seguir con losparalelismos, tampoco lo estaban en tiempos lasmetrópolis respecto de sus colonias. La diferen-cia estriba, como entonces, en el grado preciso dedicha capacidad de influencia y en las conse-cuencias sociales de esa interpenetración, ma-yores o menores según quien detente la fuerza po-lítica, económica y militar.

II. VOCES

Una vez precisados los elementos definito-rios de la consideración usual de Estados Unidoscomo Imperio, adquiere su protagonismo defi-nitivo la reflexión sobre los discursos que articu-

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24 Puede consultarse la fortaleza de esa política estratégica en el análisis histórico de BARNET (1972), donde comparece comoclave de la política exterior norteamericana esa dimensión expansionista e imperialista del capitalismo que contempla el mundocon los ojos ávidos de fortuna.

25 En relación a las políticas energéticas de los Estados Unidos, específicamente a raíz del 11-S, pueden consultarse NEGRI(2003) y RAGOZZINO (2003).

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la precisamente en su calidad de Imperio. Comoya he apuntado, más allá de los trazos objetiva-bles que permiten definir el carácter de una na-ción según su proyección exterior y las conse-cuencias materiales de sus acciones, a la hora depensar sobre los significados de dicho carácter,resulta interesante detenerse en las expresionesque vuelca en sus declaraciones públicas. Eso sí,con especial cuidado cuando, como es el caso,uno de los rasgos específicos del nuevo impe-rialismo reside en la preocupación por disimularsus auténticas ambiciones. El hecho de que hoyen día, bajo la lección moral de la historia de losabusos civilizatorios, se condene sin excepciónel imperialismo, unido a la condición democráti-ca de la nación norteamericana (que es la prota-gonista de este penúltimo episodio imperialis-ta), presta las condiciones más idóneas paraconvertir el discurso en el reflejo de un doble jue-go: las palabras ya no expresarían, como preten-den hacer creer, la voluntad que guía las accio-nes. Y ahí, la insistencia en la justicia y en elderecho a una guerra justa que promovería la ins-tauración de un mundo más seguro, esto es, unmundo donde la democracia campara a sus an-chas y donde las armas de destrucción masiva es-tuvieran exclusivamente en manos de EstadosUnidos y de países no sospechosos de ir a em-plearlas en actos terroristas (una categoría, porsupuesto, fluctuante), se conjuga como un ele-mento fundamental de las actuaciones políticasaunque, en realidad, responda a una estrategia deperfiles similares al imperialismo que reconocíasin sonrojo ni asomo de duda su derecho a con-quistar vidas y territorios en la lucha darwinianapor la supervivencia de los mejores.

LA PALABRA

Principalmente una: justicia. Porque, ¿de quéhabla el Imperio cuando invoca la justicia? ¿Deuna justicia universal? ¿De una justicia a la quepudiera querer aspirar cualquier pueblo, socie-dad, nación o individuo? ¿No será ésa, más bien,

la expresión de una prepotencia moral que la his-toria ya habría condenado pero que la actuali-dad se empeña en reeditar bajo la forma de unnuevo mandato: acabar con el terrorismo, que,como conviene al clima posterior al 11-S, es con-siderado casi unánimemente un fin justo que le-gitima cualquier medida dirigida a conseguirlo?

Ciertamente, después del ataque contra lasTorres Gemelas y el Pentágono, sólo parecían po-der escucharse palabras gigantescas. El dolor des-medido ante una tragedia que sacudió el ánimode todo Occidente y de buena parte del mundoárabe, tradicionalmente antiamericano26, alenta-ba la tentación de emitir mensajes contundentesque expresaran la impresión general y la deter-minación absoluta a favor de un futuro dondeno cupieran acciones como la realizada por AlQaeda en las mismas entrañas del gigante norte-americano. La nueva guerra que inauguraba el si-glo XXI aparecía bajo la traza inequívoca de pro-porcionar a las generaciones venideras unaseguridad que las presentes ya no podrán disfru-tar, pues de éstas sería la larga tarea de erradicarel terrorismo27. Para estos nuevos tiempos ya nocabe escapatoria posible: habría estallado la gue-rra y, ante la peculiar naturaleza del enemigo queretaba a la libertad y a la democracia representa-das por los Estados Unidos, sólo cabía confiar enel prevalecimiento de la justicia que, como podíaesperarse y ya se ha constatado, se localiza sig-nificativamente arropando las estrategias milita-res de la administración norteamericana. La de-terminación moral del pueblo norteamericano y,en especial de sus dirigentes, no admitía mediastintas: «será un monumental combate del biencontra el mal, y el bien prevalecerá»28.

Así, a nadie puede extrañarle que la expre-sión «Justicia Infinita» diera nombre a las opera-ciones militares en Afganistán, como después elde «Libertad duradera» sirvió para referir la gue-rra contra Irak. Con ello se buscaba designar unafuerza moral incontenible, impulsada, además,por un poder militar capaz de aplastar a cualquierenemigo, no ya de América, sino de la misma Jus-

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26 Baste recordar la imagen un tanto surrealista de Yasir Arafat donando sangre para los heridos en el atentado (Documentos.El país, 20 de septiembre de 2001, p. 62).

27 El discurso oficial mantuvo desde el principio que sería una guerra prolongada aunque, oportunamente y como precisaba unpúblico reacio a ver partir a sus soldados, las batallas puntuales que se desarrollarían, por ejemplo, en suelo afgano o iraquí, sepresagiaban rápidas.

28 Discurso de G.W. BUSH, el 12 de septiembre de 2001 (El país, 13 de septiembre de 2001, p. 2).

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ticia que ésta representaría: «demostrar al mun-do que Estados Unidos no será derrotado pornadie»29. El poderío incontestable de la maqui-naria bélica estadounidense —«aquellos que ha-cen la guerra contra Estados Unidos eligen su pro-pia destrucción»30— permitía mostrar al mundolas garras de la fiera herida que reacciona anteuna agresión —«esta nación es feroz si la mue-ven a la furia»31— y que no está dispuesta a de-jar a nadie sin castigo: «no distinguiremos entrelos terroristas y quienes les protegen»32. Sin em-bargo, apropiadamente, el vocabulario que iden-tifica más visiblemente su postura ante el mundono es el de la venganza, sino el de la justicia. Unajusticia que, a fin de cuentas, reviste de digni-dad el indudable espíritu de represalia que alen-tó todas las manifestaciones oficiales acerca delenemigo al que se enfrentaban. Ese recurso sim-bólico de vincular violencia y justicia, subrayan-do el derecho a una respuesta a la altura del dañosufrido y con la expectativa de evitar futuros ata-ques, comparte, por lo demás, su lógica internacon la autoridad moral que suele reconocérselesa las víctimas, pese a la dificultad intrínseca deconvertir los lamentos en argumentos y razones33.

De hecho, no parece casualidad que la inva-sión de Afganistán, inmediatamente contempladacomo respuesta legítima al ataque sufrido por Es-tados Unidos, lograra el apoyo incondicional de lapráctica totalidad de los países, mientras que lasoperaciones contra Irak, más alejadas del impactodel 11-S, despertaran sonadas oposiciones y sus-picacias, no sólo en la ciudadanía (especialmentela europea)34, sino en potencias tan relevantes comoAlemania o Francia, que han invitado a algunos ainterpretar el presente bajo la amenaza de un cis-ma occidental35, y de una crisis de gobernabili-dad del mundo36. El establecimiento de una rela-

ción directa entre el ataque de Al Qaeda y la res-puesta estadounidense acudiendo a su arrolladorafuerza militar parecía ajustarse inicialmente a losrequisitos de una legitimidad inmediata que per-mitió incluso que la invasión de Afganistán apa-reciera como una respuesta justa y que, de hecho,en general, fuera interpretada desde esa vertienteque subrayaba el respeto internacional a un dere-cho implícito a responder al terrorismo con me-dios violentos. (¿El «ojo por ojo, diente por dien-te» del Antiguo Testamento convenientementemaquillado?) En cualquier caso, pronto, en cuan-to la atención estadounidense se dirigió a SadamHussein e Irak, con idéntico discurso acerca de lalegítima defensa (ahora preventiva), apareció lasuspicacia ante el verdadero sentido de las pala-bras. Y pudo percibirse la cualidad ideológica delmensaje moral que se apropia del término «justi-cia» y actúa con un doble rasero que oculta las pro-pias injusticias y menosprecia el dolor y los dere-chos, por ejemplo, de los ciudadanos iraquíes.

Estados Unidos tiene la palabra. Pero tambiénla fuerza para hacerla oír y respetar. Y si fuese pre-ciso, para imponerla allá donde el mal se resista aser aniquilado. Sobre esa cuestión no se admitentitubeos. Como tampoco, al parecer sobre la ido-neidad de calificar el atentado de Al Qaeda en sue-lo estadounidense como una declaración de gue-rra en toda regla. La nueva situación mundial sedefine desde ahí como una situación de guerraabierta que, por lo demás, se dirimirá, con totalprobabilidad, en suelo extranjero. Bin Laden ha-bló de una yihad, y la administración norteameri-cana aceptó la denominación que, en último tér-mino, convertía a un grupo terrorista en un agentepolítico equivalente a un Estado nacional37. Cla-ro que, como cabía esperar en un ambiente defuria contenida y visible impotencia y descon-

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29 Ibid.30 Discurso de G.W. BUSH, el 15 de septiembre de 2001 (El correo, 16 de septiembre de 2001, p. 40).31 G.W. BUSH en el funeral por las víctimas del 11-S celebrado en Washington el 14 de septiembre (Documentos. El país, 20

de septiembre de 2001, pp. 84-85).32 G.W. BUSH, mensaje a la nación el 11 de septiembre de 2001 (Documentos. El país, 20 de septiembre de 2001, p. 41).33 Sobre esta cuestión puede verse con especial provecho TODOROV (1995). De la traducción política del discurso de las víc-

timas, especialmente en el contexto vasco, me he ocupado con mayor detalle en «Los duelos de la memoria» (RODRÍGUEZ FOUZ,2003: 203-248).

34 Sobre la oposición española puede verse VVAA (2003).35 André GLUCKSMANN (2003) habla de una lucha en el interior del mundo occidental.36 LAMO DE ESPINOSA (2004: 120-125). También puede verse TODOROV (2003: 97-108).37 Contra la doctrina clásica que convertía al Estado-nación en la única entidad que podía declarar y entablar una guerra puede verse

ROUSSEAU 1990: 18. Sobre la peligrosa atribución de una neta fuerza política al terrorismo, en este caso de nuevo en el contexto delconflicto vasco, he reflexionado en «Defender la paz» (RODRÍGUEZ FOUZ 2003: 261-280).

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cierto, las sutilezas legales carecieron de cualquierespacio donde hubiesen podido germinar las cau-telas para no hacer de la fuerza militar el princi-pal argumento para la consecución de un mundomás justo, más libre y más seguro. Esos eran, enefecto, los objetivos diseñados para recuperar laconfortabilidad de una América acongojada perosegura de sí que no estaba dispuesta a consentirque se pusiera en entredicho su primacía mundial.Una primacía que, por alcance y dada la esenciamoral de sus principios, derivará en un planetamás habitable para el conjunto de la humanidad.La clave, en cualquier caso, dentro de esa luchaentablada para defender la democracia, la libertady la justicia, la presta el triunfo de la impresión dehaber entrado en guerra. A partir de ahí, los tér-minos «justicia», «libertad» o «democracia»,por insistir en los más reiterados en los discursosoficiales, adquieren un sentido que exige mati-ces decisivos. Y que constatan, una vez más, queel dominio de la palabra también forma parte delos atributos del Imperio.

Desde luego, parece muy claro que el esce-nario actual sería esencialmente distinto si Esta-dos Unidos no hubiera interpretado el atentadocontra las Torres Gemelas y el Pentágono comoun segundo Pearl Harbor, apresurándose a or-questar una respuesta militar que, en primera ins-tancia, carecía de objetivos precisos. Sin embar-go, la palabra surgió como única etiqueta posible:«guerra», «la guerra del siglo XXI» que con-quistará para las generaciones venideras una li-bertad definitiva alentada por el sentido insobor-nable de la justicia que posee el pueblo americano.Ahí, el poder efectivo de las palabras que cuen-tan y envuelven las acciones atribuyéndoles el ne-cesario sentido revela toda su importancia. Aun-que queda en el aire la pregunta que permitiríaestablecer alguna jerarquía: ¿qué fue primero, elverbo o la acción? Sea como fuere, tambiénaquí el Imperio vuelve a mostrar su esencia, tie-ne la palabra y tiene la fuerza para convertirlaen la seña de identidad de sus acciones: «estamosrealizando una guerra justa». El murmullo que sele opone, resumido en un «No en mi nombre» ar-ticulado desde numerosos frentes (Bimbi 2003),apenas puede minar la determinación imperial de

conquistar un futuro sin enemigos, ni reales nivirtuales. Y así, dos palabras han cobrado defini-tivamente el relieve que las convierte en prota-gonistas del presente: justicia y guerra, guerra yjusticia. Conjugarlas como una sola no presentamayores dificultades para la todopoderosa Nor-teamérica, que, además, por si fuera necesario,puede acudir a toda una doctrina legal (el ius adbellum) que, convenientemente bien interpreta-da, presta argumentos incontestables para ir a laguerra con la conciencia limpia y hasta henchidade orgullo y dignidad.

LA FRASE

Pudiera ser: «Exterminad a todos los salva-jes»38. La frase que ceñía la impresión de Jo-seph Conrad (1902) sobre la empresa civilizado-ra en el Congo y que sintetiza la brutalidad de unKurtz desquiciado entre los salvajes a los que hasometido con su imponente presencia. Pudieraser, pero no. No cabe imaginar que el nuevo im-perialismo que representan los Estados Unidos seexprese con un lema tan ajustado a las disposi-ciones mecánicas del colonialismo europeo. Y,sin embargo, el objetivo es esencialmente el mis-mo. Se trata de remodelar esa orden inarticuladay consignarla como una lucha sin cuartel contralos terroristas que personificarían a los salvajesde esta nueva era, es decir, a los sujetos incapa-ces de convivir en una sociedad auténticamentehumana. Obviamente, semejante desplazamien-to semántico obliga a numerosas precisiones pero,con todo, permite ubicar el discurso en el cam-po preciso donde las acciones adquieren las tra-zas de su auténtica naturaleza. Al fin y al cabo,hablamos de las voces del Imperio y, ahí, la lec-tura de las expresiones que en su día dieron for-ma a la política expansionista europea prestavaliosas pistas para analizar con cierta profundi-dad los nuevos modales de la vieja práctica im-perialista.

Pero vayamos por partes: «Exterminad». Ésaes la orden que ya no puede lanzarse. ¿Cómo ha-blar de exterminio hoy en día? Un término que,a fin de cuentas, para todo el mundo occidental

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38 Puede verse el singular comentario de Sven LINDQVIST (1996) donde, apremiado por la dureza de la expresión de Con-rad en El corazón de las tinieblas, muestra sus impresiones durante un viaje por el desierto africano, reflexionando sobre la rela-ción entre el imperialismo y el exterminio.

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remite al nazismo y a su organización eficientedel Holocausto39, y, en menor medida, a la rela-ción europea con los indígenas del Nuevo Mun-do (Galeano 1982, 1984, 1986). Sin embargo,aunque no se dicte semejante sentencia, la prác-tica del Imperio poniendo en acción su poder mi-litar restituye una dinámica que se dirige inequí-vocamente a un mensaje más contenido peroigualmente feroz: «muerte al terrorista». Si ade-más esa sentencia se aplica, como de hecho esta-ría ocurriendo, sin valorar las consecuencias delos golpes de fuerza desmedidos y sin distinguircon suficiente precisión el objetivo material delos ataques (el nominal ya se conoce: Al Qae-da), las decisiones del Imperio estadounidenseaparecerán con facilidad como una nueva versióndel exterminio. (¿El exterminio humanitario?) Setrataría, en resumen, de hacer desaparecer de lafaz de la tierra a cualquiera que imagine, prepa-re, aliente, financie, aplauda, proteja, posibilite orealice acciones terroristas. Ésa es, en efecto, laexpresión más ajustada de ese imperativo que dic-tamina inequívocamente una orden de extermi-nio: la de los fumigadores que tratan de eliminara las cucarachas.

Menos complicado o menos chocante es elotro elemento de la sentencia: «a todos los sal-vajes»; esto es, a quienes atemorizan al mundoOccidental con su fundamentalismo y su deter-minación terrorista. Una vez identificado el últi-mo reducto de salvajismo, la misión de los rec-tores del mundo está bien clara. El problema llegacuando se constata que la consigna para acabarcon el terrorismo menosprecia los efectos «co-laterales» de las acciones que promueve. En bue-na medida, los daños causados por el recurso a laguerra son indiferentes para la conciencia éticade quienes promueven la instauración de un or-den más seguro donde no queden reductos quepuedan refugiar a los potenciales terroristas de lanueva era40. Ahí sí empieza a vislumbrarse que lalógica de ataque no es tan distinta a la que im-pulsaba el colonialismo agresivo de siglos pasa-dos. A fin de cuentas, la eliminación del salvajetampoco aparecía verbalizada como elemento de-finidor de la política empresarial que abrió las ve-

nas de África y de Sudamérica. Resultaba antesbien una consecuencia no intencional del buenpropósito de habilitar una tierra inhóspita. Comoel destrozo material y humano generado con lasinvasiones militares de Afganistán e Irak seríael efecto inevitable pero asumible de la lucha le-gítima contra el terrorismo. El hecho de que lapersecución del terrorismo, que, por lo demás, nocabe discutirse (como sí cabría discutir, por ejem-plo, las virtudes de la explotación industrial y for-zada de un territorio ajeno), se haya materializa-do, de momento, en dos episodios bélicos, no dicedesde luego mucho a favor de la capacidad de dis-criminación que habría que exigirle a una políti-ca realmente respetuosa con la vida y los dere-chos ajenos. Y testimonia, en cambio, acerca delos peligros de llevar a la práctica una reaccióndesmedida (o medida bajo criterios distintos altan aireado de generar justicia) contra quien seaque pueda constituir una amenaza futura.

Bastaría una pregunta para incidir en la cues-tión de si realmente se considera como iguales alos habitantes de la «periferia»: ¿Estados Unidosaplicaría esas medidas contundentes (hablamosde bombardeos, de despliegue de tropas, de ba-tallas sangrientas…, en fin, de la guerra) dentrode su territorio? No en vano una de las caracte-rísticas señeras del terrorismo internacional es supresencia en las mismas entrañas del sistema queatacará llegada la ocasión, con la consecuente di-ficultad para localizar con precisión a sus miem-bros y la perpetua certeza de que están entre noso-tros. Evidentemente, la única respuesta posiblees que no aplicaría tales medidas. Sin embargo,¿por qué para Afganistán, Irak, e hipotéticamen-te, el tiempo lo dirá, Corea del Norte, o Irán, nofuncionan esas lógicas cautelas? Bien lo sabemos:porque, bajo ese doble rasero, el respeto globala la humanidad es un mero recurso retórico quepermite, eso sí, engalanar la conciencia del quecomete los mayores atropellos afirmando que,únicamente, es víctima de la necesidad de arre-glar el mundo y de su posición privilegiada paracomprometerse en dicho arreglo. A fin de cuen-tas, la erradicación del mal requiere cruentos es-fuerzos que, increíblemente, los desdichados ira-

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39 Sobre la idoneidad del uso del término Holocausto puede verse AGAMBEN (1999: 28-31). La relación entre imperialismoy antisemitismo la establece en profundidad ARENDT (1951).

40 La importancia que tiene luchar contra la indiferencia para constituir una ética menos susceptible de caer en el abuso (per-trechándose en una resbaladiza moralidad) aparece sugestivamente reflejada en MARGALIT (2000).

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quíes rescatados de la tiranía no saben agradecer.Tampoco los salvajes conocían algo tan bello, tanhumano y tan distinguido como la gratitud. ¿Quépuede hacer el gobernador de los destinos delmundo salvo lamentarlo y seguir sacrificándoseen su admirable tarea?

En realidad, con anterioridad a este momen-to que funda la identificación inequívoca de losenemigos de la humanidad que serían los terro-ristas, ya se había ensayado, con resultados con-tundentes, el desglose de la especie humana engrupos inconciliables, que se legitimaban así paracalcular y procurar los medios que permitieraneliminar al adversario. La Guerra Fría es un ejem-plo eficaz como pocos de esa categorización quecontribuye a la aceptación generalizada de la hi-pótesis de que podría ser necesario emplear unafuerza tremendamente destructiva (exterminado-ra) para garantizar la propia supervivencia. Enésas, el comunismo y los rojos representaban, acriterio del Imperio que ha sobrevivido como tal,esto es, al criterio de los Estados Unidos de Amé-rica, el elemento peligroso e incivilizado que ensu día representaron los salvajes africanos paralos europeos que se adentraron en su continente.La referencia política añade sutilezas mayores ala división bastante tosca entre salvajes y civili-zados, pero, en último término, la influencia deesa discriminación en las acciones que los en-frentan (o en el consentimiento de las mismas) esequivalente. De hecho, la designación de esosmárgenes opuestos a la vida realmente digna úni-camente reafirmó, a título simbólico, la clásicadistinción entre nosotros y los otros que formaparte de la historia de la humanidad, sin que ni laDeclaración Universal de los Derechos Humanosni la aceptación de una naturaleza común com-partida por toda la especie hayan conseguido eli-minarla41. Con cierta frecuencia, la política, la re-ligión o la cultura acaban promoviendo unajerarquía de valores que facilita la asunción delos costes de un enfrentamiento violento cuandolo que se pone en juego es la supervivencia de losvalores propios, en el momento actual: las liber-tades y la democracia ante la ofensiva del fun-damentalismo islámico. Aunque, como estamosviendo, algo ha cambiado y ya no puede decirse«bárbaro» o «salvaje» sin despertar la suspicacia

del humanismo comúnmente aceptado. Ahora,además, resulta menos complicado porque ¿quiéndefendería la humanidad del terrorista? (Quiéndefendería a los vecinos del terrorista de los ene-migos de éste ya es otra cosa, incluso para el pro-pio Imperio Norteamericano, pero, lamentable-mente, forman parte de la ecuación quesupuestamente puede permitir vencer al terro-rismo, con lo que, en cualquier caso, aunque seaa costa de su humanidad, su sacrificio no seráen vano).

La frase, así, es en realidad otra, mucho me-nos susceptible de herir la sensibilidad moral yhumana del pueblo norteamericano y también(¿por qué renunciar a este extremo?) la de quie-nes podrían sufrir las consecuencias de ser veci-nos de los salvajes dispuestos a morir matandopor la victoria terrena del Islam sobre los here-jes occidentales. «Guerra contra el terrorismo»,ahí está contenido el mandato específico para es-cribir, una vez más, la historia de la humanidadcon su fuste torcido (Berlin 1990). A fin de cuen-tas, no cabe menospreciar el dato preciso de quedicha guerra inició su andadura bajo la denomi-nación, nada fortuita, y enseguida conveniente-mente retirada, de una «cruzada contra el eje delmal». Con todo lo que esa expresión proclama,defiende, rememora y anuncia.

EL DISCURSO

¿Qué discurso? El que convierte la guerraen la única decisión posible ante la amenaza en-volvente del terrorismo y el que reclama, desdediversos frentes y una vez afirmadas las inevita-bles pautas bélicas del nuevo escenario, la legiti-midad de las acciones militares, reseñadas comomedios inesquivables para un propósito, por lodemás, contrastadamente justo. El discurso delImperio templa su ira articulándose en términosde una pacificación prometida al final del pro-celoso camino que derrotará a los enemigos delas libertades y la democracia, quienes seríanlos actuales representantes del mal. Y ahí es don-de conviene centrar la atención para advertir elauténtico sentido de las coordenadas políticas denuestra complicada actualidad.

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41 Sobre esa esencial división, y su presencia en el pensamiento francés, puede verse el estudio de TODOROV (1989).

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Como estamos viendo, el desafío moral y for-mal que a estas alturas de la historia supone el re-curso a la guerra suscita un esfuerzo inequívocopara tratar de justificar (y de que se acepte comoparte inevitable de un objetivo elevado) el em-pleo de la violencia contra otro pueblo u otranación. Son demasiado numerosos los testimo-nios dramáticos que presta el pasado, tanto el másremoto como, sobre todo, el siglo recién concluido(vid. Glover 1999), como para que la humanidadtermine dando el carpetazo definitivo al mano-seado sueño de acabar con la guerra constituyendouna paz perpetua42. Sin embargo, ese objetivo,que ninguna democracia parece discutir, se haconformado con la domesticación legal de las ra-zones que permiten entablar una guerra. Así, ladoctrina de la guerra justa43, con todas sus caute-las y su característico sentido de la realidad queevita caer en la ingenuidad de contar con el me-jor de los mundos posibles como referencia fun-damental, y remite, en cambio, a la saturación em-pírica de ejemplos que justifican el empleo de lasarmas44, ha determinado los límites del discursopacifista prefigurando un horizonte político don-de el respeto a las reglas de juego es la condiciónpara una convivencia pacífica y la resistencia alas mismas es el detonante del enfrentamiento bé-lico sancionado, en principio, por la comunidadinternacional.

En esa legalización de la guerra la figura bá-sica es, como sabemos, la legítima defensa.Sólo como respuesta a una agresión puede enta-blarse una guerra que aspire a contar con el res-paldo de las leyes internacionales45. Cualquierotra circunstancia que lleve al enfrentamiento mi-litar será considerada ilegal. Y eso es, precisa-mente, lo que ha ocurrido con la invasión de Iraky lo que hace tan pertinente el análisis del dis-curso de la administración estadounidense tra-tando de convertir su guerra contra Sadam Hus-

sein en una respuesta defensiva (manejando unnuevo concepto de defensa: el ataque preventi-vo). La invasión de Afganistán, por su parte, noresulta tan idónea para reflexionar en esta direc-ción porque, pese a que, en efecto, tampoco pue-de considerarse que Afganistán agredió a EstadosUnidos, su negativa a entregar a Osama Bin La-den se interpretó como un desafío que hacíapartícipe del ataque al gobierno talibán. De he-cho, como ya he apuntado, la comunidad inter-nacional, sacudida aún por la conmoción del 11-S, dio su apoyo casi unánime a la intervenciónmilitar. Con todo, es claro que también aquí in-fluyeron otros factores que no son irrelevantespero que permanecieron y permanecen en segundoplano, muy lejos del discurso oficial.

Ése es el contexto preciso donde, con inde-pendencia de que las acciones militares llevaransu propio curso, la expresión del imperialismo es-tadounidense ha mostrado su mayor prepotenciay su máxima disposición para dirimir unilateral-mente el futuro, en este caso, el futuro de una zonamuy preciada por la administración republicanadel patriarca Bush I46, quien, significativamente,ya operó en el Golfo durante su legislatura (aun-que pudo contar entonces con una coartada me-nos fantasmagórica que la que vinculó a SadamHussein con Al Qaeda: la invasión iraquí de Ku-wait). Al margen de que, como ha ocurrido y yaanunció Bush II47, la invasión de Irak se llevaríaa cabo incluso contra las recomendaciones de laONU, los argumentos esgrimidos para justificaresa invasión expresan una preocupación por laconsistencia moral de unos actos que, medidosobjetivamente y ceñidos a sus efectos más inme-diatos (muerte y destrucción), sólo pueden con-denarse, pero que, en cuanto empiezan a calibrarseen perspectiva (caída de Sadam Hussein, des-mantelamiento de la amenaza terrorista que ha-bría supuesto a ojos de la atemorizada pobla-

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42 Puede verse, entre otros, HOWARD (2000), KELSEN (1972), SCHELER (1927) BOBBIO (1979) y, por supuesto, comoreferente histórico ineludible del concepto de paz perpetua, KANT (1795).

43 Vid. RUIZ MIGUEL (1988), WALZER (1977) y RIGAUX (2003).44 Vid., sobre todo, WALZER (1977).45 Sobre el fracasado intento del pacifismo radical, apadrinado por John Dewey, de deslegalizar la guerra al final de la prime-

ra contienda mundial puede consultarse CATALÁN (1997). De esta cuestión me he ocupado con mayor detenimiento en RODRÍ-GUEZ FOUZ (2004).

46 Gore VIDAL utiliza el apelativo «Bush del Golfo Pérsico» (VIDAL 2002: 45). Un tratamiento en clave de ficción de laPrimera Guerra del Golfo, lo presta HUDSON (2002).

47 En este caso, Gore VIDAL (ibid.) escribe «Bush de Afganistán» que querría convertirse en «de Irak-Babilonia». MichaelMOORE (2003) acude a otra imagen que remite al célebre personaje histórico de Los siete pilares de la sabiduría, Lawrence deArabia, y apela a «George de Arabia» para que responda a sus preguntas.

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ción estadounidense, democratización de Irak…),pueden permitir incluso el orgullo de haberse sa-crificado en una guerra a favor del sojuzgado pue-blo iraquí. Ahí puede verse sin problemas cómosurge con toda su dignidad (y todo su peligro) lalección histórica de la Alemania hitleriana, que«aprovechó» el respeto internacional a la sobe-ranía para perpetrar el Holocausto en el interiorde sus fronteras ante la indiferencia del mundo.La recurrente alusión a este nefasto periodo comoprueba de la necesidad de acudir a la guerra encasos extremos forma parte del discurso de la gue-rra justa desde el final de la Segunda Guerra Mun-dial y, cómo no, ha vuelto a suscitarse a raíz delos abusos que cometió Sadam Hussein contra supueblo48.

La estrategia semántica ha sido bien clara des-de el principio, aunque quizá sea ahora cuando seestán haciendo más visibles los indicios de su per-versión; esto es, los indicios de que el gobiernoestadounidense mintió para lograr el apoyo in-condicional de su ciudadanía y la aquiescencia(no vital pero preferible) de las Naciones Unidasen su despliegue táctico. Con todo, tampoco ha-bría que olvidar que, de haber sido ciertos los da-tos esgrimidos antes de la invasión de Irak (la po-sesión iraquí de armas químicas, biológicas ynucleares y la relación entre la dictadura de Sa-dam Hussein y la organización terrorista Al Qae-da), la legitimidad de una intervención armadapodría igualmente haberse discutido49. Sin em-bargo, la importancia del discurso que se asen-taba sobre esos dos pilares no radica en su po-tencial justificativo, sino en que testimonia sobreuna persecución formal y moral de legitimidadque resulta novedosa en la lógica imperialista.Con su movimiento de fondo, esencialmente di-rigido a la opinión pública de la democracia es-tadounidense, no es nada extraña la facilidad conla que, una vez que se ha desvelado la indigenciadel ejército iraquí, los argumentos han ido desli-zándose hacia la constatación de las miserias mo-rales del régimen anterior y su aplastamiento sis-

temático de los derechos humanos, tratando conello de convertir en una intervención humanita-ria la que se presentara inicialmente como una ac-ción defensiva. Bajo esa remodelación del dis-curso gubernativo pero también del de los media,la democratización del pueblo iraquí (decretadapor encima del respeto a la soberanía, que cons-tituye, por lo demás y desde que el Estado naciónse consolidó como la unidad mínima de las rela-ciones internacionales, la garantía formal de la in-violabilidad del territorio y la expresión mundial-mente aceptada de la autonomía) aparece como lacausa para una guerra que, a fin de cuentas, sólosería el primer peldaño del proceloso camino ha-cia la derrota del mal, que ahora se escribe comoun terrorismo que puede anidar y hacerse fuerteen cualquier lugar del planeta, principalmente (¿ca-sualidad?) en los enclaves donde el grifo del pe-tróleo o del gas natural guardan un mayor caudalinaccesible a las manos norteamericanas.

Así las cosas, ¿cuál es la seña de identidaddel discurso del Imperio que representan actual-mente los Estados Unidos? La búsqueda de prin-cipios morales que revistan las acciones del ad-mirable propósito de rehabilitar el mundo. Lamisión civilizadora que dirigió otros Imperiostoma ahora la forma de una acción correctora so-bre determinados escenarios, aquellos que no res-ponden al perfil que tranquiliza las inquietudesdel poder mundial norteamericano y que apare-cen reseñados, no obstante y oportunamente, comolos semilleros del mal absoluto. El lema de la gue-rra contra el terrorismo que encabeza como titu-lar estrella el discurso belicista posterior al 11-Spresta la coartada perfecta para ocultar objeti-vos menos indiscutibles y más directamente re-señables como frutos de una política imperialis-ta. No puede olvidarse que, antes incluso de quealguna prueba hablara a favor de la hipótesis delpotencial armamentístico de Sadam Hussein, Iraktenía todas las papeletas para convertirse en unaetapa del camino. El fantasma de los avionessobrevolando la isla de Manhattan y el cielo de

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48 Sobre las consecuencias de esa lección histórica a la hora de justificar el recurso a la guerra he reflexionado con mayorprofundidad en RODRÍGUEZ FOUZ (2004).

49 No es casual que en estas fechas se haya recordado con insistencia el error de la administración norteamericana anterior (go-bernada por Bill Clinton) al bombardear en Sudán una fábrica de medicamentos identificada como un laboratorio de armas bioló-gicas. Como cabía esperar, las consecuencias sociales de la destrucción de esa industria vital para la economía y la salud de aque-lla zona, no bastan para discutir una política preventiva esencialmente especulativa como la que ha protagonizado el episodio iraquí.Algo natural teniendo en cuenta que, en este último caso, los argumentos recubrían en realidad una decisión anterior y no eran an-teriores a la decisión.

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Washington dibujó enseguida una sombra ame-nazante sobre países como Pakistán, Afganis-tán, Irán, Corea del Norte y, por supuesto, Irak,dejando a un lado, por ejemplo, Arabia Saudí,pese a sus notables vínculos con Osama Bin La-den y su régimen manifiestamente despótico ha-cia la población. Lamentablemente, dicha som-bra también cubrió el ánimo de la ciudadaníaestadounidense cerrando, por el miedo ante lasincreíbles dimensiones de esa nueva amenaza,cualquier resquicio por donde pudiera empezar avislumbrarse que la lucha contra el terror no pue-de ser una carta blanca para acrecentar las di-mensiones del Imperio mientras se afirma estarclausurando las fuentes del mal más abominable:aquel que se fortalece con el miedo de la socie-dad civil y la ejecución de una violencia indis-criminada que le sirve de herramienta (ésa podríaser una definición ajustada del terrorismo).

En el discurso que sustituye, casi sin sobre-saltos, el desmantelamiento de los arsenales dedestrucción masiva del régimen de Sadam Hus-sein por la instauración de una democracia justay respetuosa con los derechos humanos de los ira-quíes como objetivo de la acción militar se per-cibe una intención inequívoca: corregir la im-presión de haber actuado caprichosamente o, quizámejor, de haber perseguido otros intereses quedesvelarían la auténtica naturaleza imperialistadel poder norteamericano. Y ahí no importa quela injerencia humanitaria no esté recogida en laCarta de las Naciones Unidas (en el susodicho ar-tículo 51) como motivo para convertir en legaluna guerra50, pues, como sabemos, el valor sim-bólico de liberar a todo un pueblo no necesita des-cansar en el respeto a la legislación sino en prin-cipios morales de rango superior que requierenincluso, llegado el caso, la osadía de atreverse air contra las leyes51. En cierta medida, para com-prender las pautas de ese salto retórico hacia lasvirtudes de la intervención armada, podría acu-dirse a la lógica del capitalismo triunfante (ex-presada desde hace décadas en un neocolonialis-mo de rasgos supuestamente positivos), pues

presenta una visible similitud en la coartadamoral que le sirve de excusa para actuar comolo hace con independencia de sus consecuenciascolaterales. Esa misma lógica es de hecho muysimilar a la que funciona en la reafirmación delsentimiento de haber actuado correctamente y porel bien del conjunto de la humanidad al emplearla fuerza bélica, sufriendo, eso sí, los costes in-evitables de toda intervención activa en el mun-do (en el de los hombres y en el de la naturalezacomo, en efecto, bien ha aprendido a reconocerla economía capitalista)52.

Pese al paso de los años y a su referencia di-recta al imperialismo económico, las palabras queescribiera Eduardo Galeano hace más de tres dé-cadas pueden ajustarse al mensaje explícito de lademocratización que dice haber ganado EstadosUnidos para Irak: «No faltan políticos y tecnó-cratas dispuestos a demostrar que la invasión delcapital extranjero «industrializador» beneficia lasáreas donde irrumpe. A diferencia del antiguo, esteimperialismo de nuevo signo implicaría una ac-ción en verdad civilizadora, una bendición paralos países dominados, de modo que por primeravez la letra de las declaraciones de amor de la po-tencia dominante de turno coincidiría con sus in-tenciones reales. Ya las consecuencias culpablesno necesitarían coartadas, puesto que no seríanculpables: el imperialismo actual irradiaría tec-nología y progreso [«libertades y democracia»],y hasta resultaría de mal gusto utilizar esta viejay odiosa palabra para definirlo» (Galeano 1980:341). ¿Hay que añadir algo más? Quizá, para re-forzar el vínculo ya señalado entre el imperialis-mo político y el interés económico, pueda ser opor-tuno recordar la amenaza de Estados Unidos aFrancia y Alemania (opuestas públicamente a lainvasión de Irak) de no participar en la recons-trucción del país una vez concluida la guerra, o loque es lo mismo, de no participar de la inmensaoportunidad para la industria que ofrece un terri-torio devastado que atesora enormes bolsas de pe-tróleo en sus entrañas. La conexión entre esa ne-cesidad prevista de inyectar capital extranjero en

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50 Emilio LAMO DE ESPINOSA (2004) aboga, justamente, por que se incluya el supuesto de la violación grave de los dere-chos humanos en las condiciones que legalizan el uso de la fuerza en las relaciones internacionales.

51 André GLUCKSMANN (2003: 134) remite a la apropiada imagen del vaquero que se ve enfrentado, igual que Orestes enLa Orestiada de Esquilo, a la necesidad de actuar fuera de las leyes para que la ley llegue.

52 Puede verse, entre otros muchos textos dedicados a las consecuencias negativas del capitalismo feroz, GIDDENS y HUT-TON (2000).

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tierra iraquí (apoyados por un gobierno no hostil)y la aplicación política de una lógica capitalistade persecución del máximo beneficio económi-co para el inversor/invasor testifica, una vez más,sobre el talante imperialista de los Estados Uni-dos. Un talante que, además, viene reforzado porsu incontestable poder militar. Eso sí, disimula-do en numerosas ocasiones, como conviene al áni-mo civilizador del neocolonialismo, y sanciona-do positivamente por las propias estructuras delactual sistema económico mundial53, que, no envano, está dominado como es más que sabido porlas decisiones del llamado G-7.

En cualquier caso, la invasión de Irak mostróuna fisura en la práctica habitual de un imperia-lismo económico que tiene sus propias reglas yque, al parecer, ha podido encontrar en el ataquedel 11-S la fórmula infalible para aplicar sin pa-liativos ni la menor cautela los programas másambiciosos de su política expansiva54. Si cual-quier medida de choque contra un país extranje-ro consigue justificarse como una batalla dentrode la guerra contra el terrorismo (y parece que endeterminados escenarios no resulta complicadoestablecer esas razones de peso para intervenirunilateralmente), si, además, la comunidad in-ternacional carece de capacidad para frenar esosimpulsos aunque sospeche que obedecen a otraclase de intereses, es muy evidente que el nuevoorden/desorden mundial depende esencialmentede la voluntad norteamericana, por más que la im-presión de dominio quiera conjugarse en térmi-nos de multilateralidad y la propia administraciónestadounidense se presente como un sujeto dia-logante y cargado de buenas intenciones.

En el fondo, ante ese estado de cosas, las ener-gías empleadas en perseguir la legitimidad den-tro de la legalidad serán un desperdicio que, comoen cierto modo ocurre, únicamente figuran comoretórica. Una retórica que, por lo demás, es la queestablece las expectativas morales de nuestra épo-ca, ya sea que se articulen desde el cinismo yadesde la ingenuidad intolerable del benefactorque desconoce las consecuencias de sus privile-gios. La sustitución casi imperceptible del dis-curso que se emite reaccionando vengativamen-te contra los terroristas de Al Qaeda, por eldiscurso que reza a favor de una misión policial

que desactivará la fuerza de ataque iraquí (su su-puesto arsenal químico y biológico susceptiblede prestarse al fundamentalismo islámico) y, fi-nalmente, por el discurso que ensalza la derrotade un tirano sin escrúpulos humanitarios y la ins-tauración de una democracia, responde a un mis-mo objetivo que comparten, no en vano, tantoquienes creen sinceramente en las virtudes dela misión salvífica de su grandiosa nación comoquienes enturbian la realidad calculando un es-cenario que será más idóneo para sus intereses;esto es: la perpetuación de un modelo político,social y económico que les es, curiosamente yno por casualidad, propicio.

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53 Puede verse el provocador ensayo de Susan GEORGE (1999) Informe Lugano.54 Puede verse, entre otros, KLARE (2003).

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