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LEER LO ILEGIBLE. LOS CASOS DE MIRTHA DERMISACHE Y LEÓN FERRARI
Jimena Castro GodoyUniversidad de Santiago de Chile
Son formas extrañas. Formas que probablemente nunca hemos visto. Formas que
escasamente podrían recibir el apelativo de “forma” cuando justamente se trata de casos
que se encargan de extenderla, de hacerla inabarcable: sin forma.
Cuando entiendo que la escritura es un sistema de signos relativamente nuevo –a
diferencia del habla- entiendo también que la escritura lleva consigo inmensas
posibilidades. La corporeidad de la palabra, que es la escritura, puede adquirir múltiples
sentidos si se la explota lo suficiente. Así lo entiende también Ronald Barthes, quien al
nombrar las diez razones por las cuales escribir, señala en la razón número 9: “para
producir sentidos nuevos, es decir, fuerzas nuevas, apoderarse de las cosas de una
manera nueva, socavar y cambiar la subyugación de los sentidos” (Barthes 2002: 42).
Pero, ¿es posible encontrar sentido nuevo en lo ilegible?, ¿es posible una lectura
de lo ilegible? Para responder, expondré los casos de este tipo de escritura de dos
artistas-escritores argentinos Mirtha Dermisache (Buenos Aires, 1940-2012) y León
Ferrari (Buenos Aires, 1920 - ). Su obra, que confronta las artes visuales con la poesía,
obliga a hacer un esfuerzo al momento de leerla y sobre todo, determinarla. Son textos
que nos obligan a preguntarnos por la materialidad misma de un texto, por la escritura y
su posible definición. Ambos, Dermisache y Ferrari, conviven con el aspecto más
originario del verbo, anunciando lo afásico, silencioso, pausado, extremo y salvaje que
este puede llegar a ser. Para lograrlo, lo modifican, lo estiran, lo callan, lo alteran, lo
innovan, lo rectifican y lo vuelven a deformar. No crean lenguas, no crean nuevos
verbos ni sustantivos, no se toman la molestia de acercarse a la sintaxis, pues no buscan
contar una historia, buscan crear un signo. Un signo muy arbitrario. Un signo ilegible.
Fecharé el inicio de esta historia el 28 de marzo de 1971, cuando Mirtha
Dermisache recibe una carta desde París firmada por el mismo Roland Barthes. En ella,
el autor le manifiesta la grata impresión que le produjo conocer su obra y la define como
“escritura ilegible”. También la insta a que de a conocer su trabajo, puesto que este
proporcionaría “no los mensajes, ni siquiera las formas contingentes de la expresión,
sino la idea, la esencia de la escritura” (Saccomanno: 2004)
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Antes de redactar la misiva, Barthes había recibido de mano del cineasta Hugo
Santiago una serie de textos encuadernados a mano. Eran los grafismos de Dermisache.
Santiago habría quedado tan pasmado por estas extrañas formas que no dudó en
manifestar: “El único que puede ver lo que hay acá es Borges, pero está ciego”
(Saccomanno: 2004).
Fig. 1.- Mirtha Dermisache, Lectura pública N°5, 2007
Mirtha Dermisache nace en la ciudad de Buenos Aires en el año 1940 y, tras
terminar sus estudios de Artes Plásticas, escribe su primer libro, en 1967. El ejemplar
constaba de alrededor de 500 páginas. Desde ahí, la autora no cesó el desarrollo de su
“escritura ilegible”, participando en varias exposiciones, antologías y publicaciones
individuales.
Oscilando entre las artes plásticas y la escritura, el trabajo de Dermisache escoge
como soporte aquellos formatos propios de la comunicación moderna. Cartas, diarios,
revistas y anuncios son trabajados sólo en la superficie, puesto que el mensaje que la
autora busca transmitir es incomprensible. Carece de discurso. Ella misma ha señalado
en múltiples ocasiones que sus textos no quieren decir nada, “yo no digo nada. Sólo
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desarrollo los grafismos” (Dos Santos: 2011), insiste en una entrevista al Diario Clarín.
Afirma además que no sabe si es posible leer más allá de las palabras, porque realmente
no le interesa transmitir algo, la nada es su obstinación. Sus primeros grafismos
surgieron por un neto interés en fusionar la escritura con los dibujos que realizaba en el
Bellas Artes. El fin era emplear el diagrama occidental, pero con mensajes ilegibles.
Otro artista que crea textos incomprensibles es el compatriota de Dermisache,
León Ferrari, quien a partir de 1962 comienza a elaborar lo que él mismo llama
“cuadros escritos” o “escritura deformada”. Hijo del también pintor, Augusto Ferrari,
León se educó formalmente como ingeniero, profesión que ejerció por tres años,
investigando sobre colores para cerámicas y compuestos químicos para la industria
metalúrgica, aunque ya desde temprano había comenzado a elaborar sus primeros
dibujos y pinturas. Pero fue en el año 1962 cuando definitivamente Ferrari se vuelca al
arte abstracto. Es en ese año cuando ilustra poemas de Rafael Alberti, que titula
Escrituras, y además, elabora, con tinta china sobre papel, su primer cuadro abstracto,
sin título.
Fig. 2.- León Ferrari, Sin título, 1962
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Al año siguiente, estas abstracciones son acompañadas de textos deformados. El
primero de ellos es “Carta a un general”, cuya grafía es totalmente inventada e ilegible y
que, según el autor, grafica la crisis que se vivió en Argentina entre los grupos políticos
llamados azules y colorados.
Fig. 3.- León Ferrari, Carta a un general, 1963
Para León Ferrari, la escritura vive un proceso paralelo junto con la imagen, y
por eso no las separa. De hecho, cuando en una entrevista Fernando García le pregunta
sobre el proceso de creación de estas nuevas grafías, Ferrari responde:
Es curioso lo que pasó, porque hice una serie de ésas usando un vocabulario de palabras difíciles, palabras inventadas por el timbre, por la música y las mezclé con palabras normales. Creo que lo más importante es que yo encontré en la deformación de la escritura un paralelo con la deformación de la imagen, que llevó adelante la pintura moderna (García 2002: 34).
Y una de las obras que podría fácilmente representar esta voluntad es el llamado
“Cuadro escrito”, de 1964 y que ha sido, según el autor, su obra más comentada. Se
trata de un cuadro con una escritura legible, pero cuya grafía está deformada y
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expandida por el espacio gráfico con el fin de dificultar la claridad de la lectura. Aquí,
Ferrari explica cómo sería un cuadro si él supiera pintar, declarando no saber cómo se le
ocurrió hacer esta escritura. Dice el “Cuadro escrito”:
Si yo supiera pintar, si Dios en su apuro y turbado por error confuso me hubiera tocado, agarraría los vellos de la marta en la punta de una rama de fresno flexible empapados sumergidos en óleo bermejo y precisamente en este lugar empezaría una línea delgada flaca ya con la intención de cubrirla después maniobrando con la transparencia. Al lado un pozo absolutamente negro y definitivo (…) Pero Dios no lo quiso así: cuando yo en mi turno pasé a su lado con el alma extendida en una limosna Dios no quiso tocarme: tenía su mano entretenida haciendo los montes valles y nalgas de Alafia y no quiso sacarla ensimismado en Alafia aunque era mi turno y no quiso sacarle y no quiso tocarme (García 2002: 33-4).
Fig. 4.-. León Ferrari, Cuadro escrito, 1964
La fusión de imagen y texto, de letra y poesía es aquí irrefutable. El texto es la
imagen y la imagen entrega carácter a través del manuscrito. Recordemos que el primer
ejercicio de escritura e imagen lo realiza Ferrari a través de una composición ecfrástica,
al ilustrar poemas de Rafael Alberti, por lo que la relación de pintura y poesía parece
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haber sido, para él, muy natural. En “Cuadro pintado” imagen y palabra extreman su
funcionamiento simultáneo, pues no se trata del descuido de una en detrimento de otra,
¡al contrario!, la calidad poética del texto logra convivir armónicamente con el estallido
de la imagen. El relato presente en el cuadro, que trata justamente el problema de la
pintura, muestra también una hipotética situación en la que de saber pintar, el autor
crearía pinturas también ilegibles: “empezaría una línea delgada flaca ya con la
intención de cubrirla después maniobrando con la transparencia”.
Quien definitivamente no entrega mucha claridad con respecto a su mensaje es
Mirtha Dermisache. En su obra Diario Nº 1, año 1, podemos observar una especie de
periódico cuyas noticias son absolutamente ilegibles. En paradójica correspondencia
con el soporte utilizado, se trata de palabras enviadas a un supuesto lector, que no
sabemos si existe. Periódicos, cartas y postales mostrando un mismo escollo: la afasia
aparente del remitente.
Fig. 5.- Mirtha Dermisache, Diario n°1, año 1, 2005 (reedición)
El formato de la obra de Dermisache puede hallarse encuadernado o bien
colgado en la pared de una exposición de arte. La intención inicial de la artista era que
su obra circulara, que se tratara de cartas y postales anónimas que la gente ensobrara,
firmara y enviara. Obras anónimas, obras sin autor.
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Pero algo hizo que su obra colgara en las paredes del MOMA y el Pompidou.
Ella misma afirma que “en mi vida hay un antes y un después de Barthes y del
Pompidou” (Dos Santos: 2012). Y a pesar de que su obra esté expuesta, como si se
tratara de una artista plástica, Dermisache se refería a sus dibujos como escrituras. Se
llama a sí misma “artista gráfica”, para, según ella, evitar conflictos con los artistas
plásticos. Pero esta categoría es reciente. La autora siempre se ha mostrado muy
ambigua acerca de la condición de su trabajo. Mercedes Casanegra, por ejemplo, cuenta
que Mirtha Dermisache en los comienzos de su labor había señalado que ella escribía,
pero que hacia estos últimos años, la autora se ha inclinado a definir su obra como
“dibujos”.
Por eso, el conflicto sobre el lugar de Dermisache no deja de persistir. En la
carta que le escribió Barthes se puede observar la inmensa admiración que el semiólogo
mostró por este mismo problema, señalando que: “Nada es más difícil que producir una
esencia, es decir, una forma que sólo se revierta sobre su nombre” (Saccomano: 2004)
La escritura, convertida en un objeto visible, parece indicar lo que ella misma y
en silencio se encarga de revelar: que, en un signo, el significante puede decir lo mismo,
o incluso más, que el significado. Pues el sentido aquí está en la organización formal de
figuras que por sí mismas contienen una voz: por algo sabemos que se trata de un
periódico, por algo sabemos que se trata de una carta.
Y, por si fuera poco, algo intuimos acerca del significado de todas ellas:
parecemos estar incapacitados para acercarnos a este tipo de escritura y sin embargo
algo nos lleva a contemplarlas.
Pero para profundizar más en su obra y también en la de León Ferrari es
necesario dar a conocer algunos antecedentes que de seguro ambos autores
comprendieron. Se trata de la serie de explosiones creativas que surgieron en la poesía
hispanoamericana a partir de los años veinte y que ciertamente comulgan con la
intención de crear nuevos lenguajes y, además, de la insistencia por devolverle a la letra
su espacio textual.
Uno de los primeros casos que me parece relevante es el de Vicente Huidobro y
Oliverio Girondo. A pesar de que estos autores no hayan experimentado tan fuertemente
con la grafía, sí lo hicieron con la lengua y el sonido. Como una bandera de la
vanguardia, Huidobro publica en 1925 un poemario de siete cantos llamado Altazor. En
el último de estos cantos observamos la desintegración del lenguaje en una serie de
vocablos que anidan un nuevo sentido:
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Ai aia aiaia ia ia aia uiTralalíLali lalá Aruaru urularioLaliláRimbibolam lam lamUiaya zollonario lalilá Monlutrella monluztrella lalolú Montresol y mandotrinaAi ai
(Huidobro 2008: 137)
El protagonismo del sonido en este bien llamado canto favorece el
reconocimiento de nuevos sentidos en la poesía. Creo que la ilegibilidad de Altazor
también logra sobreponer el significante al significado. Logra evitar que nos
preguntemos por lo que quiso decir el autor y que nos desprendamos del prejuicio de la
referencia.
Un caso similar al de Huidobro es el de Oliverio Girondo, quien en En la
masmédula trabaja sonido y sentido en una intensa correspondencia. Utilizando también
un lenguaje más o menos ilegible, Girondo mezcla palabras del lenguaje natural con una
lengua inventada, llegando a decir, por ejemplo:
en los enlunamientosen lo erecto por los excesos lesos del erofrote etcéterao en el bisueño exhausto del “dame toma date hastael mismo testuz de tu tan gana”en la no fe que rumiaen lo vivisecante los cateos anímicos la metafisirrataen los resumiduendes del egogorgo cósmicoen todo gesto injertoen toda forma hundido polimellado adrroto a ras afaz subrripiococopleonasmo exotro
(Girondo 2008: 17)
Como las de Ferrari y Dermisache, la escritura de Girondo y Huidobro toma la
forma de una mancha, de un chorreo impulsivo que alguien intencionalmente ha dejado
correr. Vemos en ella lo que Michel Foucault llamó “el goteo continuo del lenguaje
(…). Lenguaje que no es hablado por nadie (…) Lenguaje que no se resuelve en ningún
silencio” (Foucault 2008: 74-5). Un lenguaje que, a fin de cuentas, no se resuelve fuera
de sí mismo, puesto que con estas formas, con estos sonidos, se enfrenta a su propio
espejo, su propia materia.
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Y quienes vieron a la letra como material y soporte predominante en el
continente son, sin lugar a dudas, los poetas concretos de Brasil. Comulgando con el
lenguaje de la publicad y el diseño gráfico, la poesía concreta buscó orientar sus textos
hacia la espacialidad, la tipografía y la alteración de los signos. La libertad en los
procedimientos experimentales se refleja en las permutaciones, la disolución de la
sintaxis y la adopción de estructuras textuales que superan a una estructura meramente
comunicativa. Así lo consignaron Augusto de Campos, Haroldo de Campos, y Dêcio
Pignatari en el Plano-Pilôto para Poesia Concreta, documento firmado en 1952 y que
oficializa los enfoques visuales y sonoros que se habían ido presentando en la poesía.
Eugen Gomringer, impulsor del trasvasije del término “concreto” desde las artes
plásticas a la poesía, define su proceder como “constelaciones”, explicando que la
finalidad de este tipo de escritura es la de originar diferentes relaciones entre las
palabras:
Entiendo por constelación a una agrupación de pocas palabras diferentes, de modo que sus relaciones recíprocas no surjan preponderantemente por medios sintácticos, sino por su presencia material y concreta en el mismo espacio. De esa forma surgen, en lugar de una relación, la mayor parte de las veces muchas relaciones, y en distintas direcciones, permitiendo al lector leer y probar varias interpretaciones de sentido, en la estructura determinada por el poeta. La posición del lector es la de quien participa, la del poeta, la de quien invita a jugar (Gomringer 1974: 93)
“Ping pong” del mismo Gomringer y “Vai e vem” de José Lino Grünewald
encarnan este procedimiento, donde las posibilidades de lectura son superadas incluso
por la temporalidad. Como lectora, podría hacer durar estos poemas durante un minuto
o bien por tres horas.
Fig. 6.- José Lino Grünewald, Vai e vem, 1959
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Fig. 7.- Eugen Gomringer, Ping pong,
El ejercicio de las constelaciones, dirá más adelante Gomringer, no requiere que
se utilicen necesariamente palabras, puesto que su intención es hacer visible el espacio
como lugar medial, como lugar que recibe nuevas asociaciones que -destaca el autor- no
requieren de estrategias absolutamente verbales. Por ello es que es necesario invertir los
signos, dotarlos de nuevas posibilidades como en el caso de “O pulsar” de Augusto de
Campos, donde algunas figuras geométricas adquieren el mismo nivel léxico que las
letras. Una estrella y un círculo se ubican en medio de los caracteres del alfabeto, como
si se tratara de uno más de ellos, como si invocara el mismo significado.
Fig. 8.- Augusto de Campos, O pulsar, 1975
Pienso que algo podemos ir intuyendo sobre la relación entre estos poetas y los
autores que he escogido, sobre todo en la forma visual que va adquiriendo la poesía,
acentuándose el conflicto eterno entre artes visuales y poesía, ese antiguo conflicto que
Howard Nemerov soluciona diciendo: “the poems speak about the silence of the
paintings” (Nemerov 1988: 180).
Para comprobar, en la práctica, la antigüedad de este problema, me gustaría
exponer el caso de una autora que se sitúa muy lejos temporal y espacialmente de los
autores que he tratado, pero que –en su lejanía – muestran una semejante vocación. Me
refiero a Hildegard von Bingen, una monja y mística alemana que por el siglo XII hizo
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ilustrar y transcribir todas las visiones que recibía a través de imágenes y voces.
Además de eso, creó una obra musical y elaboró un tratado de medicina. Una mujer que,
sin lugar a dudas, encarna todo el esplendor vivido en la Edad Media. Pero uno de sus
textos más llamativos son la Lingua ignota y la Litterae ignotae. En la Lingua,
Hildegard elabora un nuevo lenguaje renombrando todas las cosas que conforman su
mundo. En este fragmento del manuscrito Riesencodex vemos cómo a Dios, “Deus”, se
le nombra “Aigonz” y al hombre, “homo”, “inimois”, a los ángeles,“angelus”,
“aieganz”. Y así va procediendo en su labor nomotética con partes del cuerpo, nombres
de plantas, animales y enfermedades, pecados, pecadores, virtudes y santos.
Fig. 9.- Hildegard von Bingen, Lingua ignota, Riesencodex, folio 461v
Como si estas más de mil nuevas palabras no fueran suficientes, Hildegard se
encarga de crear también un nuevo alfabeto.
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Fig. 10.- Hildegard von Bingen, Litterae ignotae, Riesencodex, folio 464v
Estas misteriosas grafías han sido consideradas como una reconstrucción del
alfabeto romano, considerando también la incidencia que letras hebreas tuvieron en el
mundo de Hildegard. Sin embargo, la teoría que me parece más apropiada para estos
casos es de la Sarah Higley, quien postula que estas letras son parte de una invención
propia, ya que poco tienen que ver con las letras romanas, griegas o hebreas. Y no es
hasta el Renacimiento que contamos con autores que han creado nuevas letras,
adjuntando su equivalente en lengua natural.
El caso de Hildegard no es el único. En su libro Pattern Poetry Dick Higgins se
ha encargado de recopilar casos de interacción entre poesía y visualidad a partir del año
1700 antes de Cristo. Los textos son abundantes en experimentación y muchos de ellos
resultan ilegibles, no porque las grafías sean nuevas, sino porque no tenemos acceso a la
equivalencia actual de aquellas formas tan antiguas.
Pero esta operación se torna mucho más extrema en la escritura de Mirtha
Dermisache, donde no existen pistas para un posible desciframiento de sus enunciados.
Sin embargo, pareciera que la autora nos está proponiendo una nueva manera de leer,
una nueva forma de escribir. En este sentido, me parece afortunada la lectura que
Raquel Olea realiza al momento de analizar un poema de Gabriela Mistral, definiendo
así el proceso de lectura:
La lectura es un acto de creación de sentidos, por parte del lector, que consiste en revisar el sentido provisorio de un texto, entendiendo que toda lectura es un acto de provocación. Leer es descubrir lo que un texto no enuncia (…); leer es revelar los órdenes jerárquicos que funcionan en el texto para descubrir los significados que las palabras no dicen y que pueden decir los silencios” (Raquel Olea, Una palabra cómplice. Encuentro con Gabriela Mistral)
Aquí Olea se está refiriendo a un poema escrito con un lenguaje natural, con
fonemas que forman parte del consenso social que significa el lenguaje. Y aún así, la
autora apunta a tres aspectos que fácilmente son admisibles para leer estas escrituras:
que un texto tiene un sentido provisorio, que la lectura es provocación y que la lectura
consiste en fijarse justamente en sus silencios, en lo que no está enunciado. Porque lo
que verdaderamente transmiten estas grafías reside en lo que no está explicitado.
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Fig. 11.- Mirtha Dermisache, Carta, 1970
Este texto, titulado “Carta”, reproduce lo que acabo de enunciar. Se trata de una
supuesta carta que estructuralmente contiene fecha o ciudad desde donde se remite,
contiene un destinatario y un cuerpo, aparentemente sin firma. Su grafía incluye trazos
verticales, horizontales y fragmentos de arcos de círculos que la vinculan con la
caligrafía china. Puede dividirse en dos, las figuras en negrita y otras más claras, que
ayudan a completar las formas. La ausencia de firma es también la ausencia de alguien
responsable de este texto. Cuando firmamos un acuerdo, un contrato o cualquier
documento es porque conocemos el contenido de ese escrito. Lo conocemos y
aceptamos lo que ahí está relatado. Cuando Marguerite Duras se refiere a qué es la
escritura, menciona que “[escribir] no es simplemente contar historias. Es justo lo
opuesto. Contar todo de una vez. Es contar la historia y la ausencia de la historia. Es
contar una historia a través de su ausencia” (Duras 1993: 37). Y el tratamiento de esta
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historia presente en su ausencia es una constante en la obra de Dermisache, sobre todo
al momento de titular sus trabajos.
En Newsletter n°2, por ejemplo, nos enfrentamos al mismo problema. El
objetivo de este tipo de textos es informar, que aquí es precisamente quitarle la forma a
aquello que la contiene.
Fig. 12.- Mirtha Dermisache, Newsletter n°2, 2005
Un Newsletter o Boletín Informativo es un tipo de texto que alberga un
contenido específico, difundido en medio de grupos particulares como clubes sociales o
empresas. Su lenguaje intenta ser llamativo, para captar el interés de los poco
interesados lectores. Pero el lenguaje de Dermisache es un lenguaje no hablado por
nadie, un lenguaje que nadie practica pero que tiene una estructura detectable. Y a pesar
de ello, es un lenguaje que está explícitamente inacabado, sin sistematizar, es una serie
de esbozos. Es en lo informe que descansan los textos de Dermisache, materia informe
que revela aspectos propios de la literatura. Dice Gilles Deleuze: “Escribir
indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La
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literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo
Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso”
(La literatura, la vida). Una materia informe y en curso que Dermisache quiso llamar
“impulsos”.
Uno de los impulsos que me resulta absolutamente llamativo y particular, tanto
por su contenido como por su título, es la obra “Texto” de 1967:
Fig. 13.- Mirtha Dermisache, Texto, 1967
“Estar ante lo imposible (…) es, para mí, tener una experiencia de lo divino”
(Valente 1991: 252). Son las palabras que, según José Ángel Valente, escribió Georges
Bataille para referirse a la imposibilidad de decir a Dios. Y son palabras que se adecuan
fácilmente a la lectura de este texto. Como un tejido, “tex”, Dermisache hila con
delicadeza cuatro cuerdas que simulan –o que son- una escritura conocida tal vez solo
por ella misma.
Son cuatro líneas horizontales que dan forma a una especie de jardín zen, donde
el ojo descansa en una armonía que poco tiene que ver con la saturación del resto de las
obras de la artista. La expresión visual tan mínima de “Texto” recuerda el momento
inaugural y sagrado en que la escritura adquirió su propia forma. El poder simbólico de
este gesto reside en que, como aquellos primeros intentos de figuración del
pensamiento, “Texto” parece no querer decir nada en particular. Si su lenguaje es reflejo
de su pensamiento, tal vez estamos ante un pensamiento del vacío, un pensamiento de la
nada.
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Y estructuralmente podríamos pensarlo así, en primer lugar, por sus tonalidades.
El color negro de la letra frente al blanco de su soporte va indicando una ambigua
dualidad. El blanco, por una parte, ha simbolizado pureza y también riqueza: en la Edad
Media el color para el oro no era el amarillo, sino el blanco; y diversas tradiciones
asocian el blanco al estado de purificación y comunión con lo divino. Como su parte
dual: el negro. Dice Juan Eduardo Cirlot que, observando gran parte de las tradiciones,
pareciera ser que el negro es el color representativo de una etapa inicial. Contraponer el
negro al blanco es, según el mismo autor, un gesto bien recurrente y que asocia lo
negativo con lo positivo, o bien lo simultáneo con lo alterno. Pero tiene que ver también
con el número dos, que a su vez se relaciona con el número cuatro, número elegido por
Dermisache para armar este texto. Un número par siempre indica orden y
encuadramiento, es el número cuatro la base para armar un mapa, un camino, la
estructura de un mundo. Dermisache quiere mostrarnos ese mundo que es el que está
fuera de la narración, es el mundo que simplemente muestra, que se acoge a una
potencia contemplativa, a una sencilla emotividad. Lo dicen también sus pulcras y finas
formas: líneas horizontales compuestas por un solo trazo, con perfiles en cresta y en pie,
donde el énfasis del trazo está al inicio. No hay lenguaje natural que se mezcle con esta
caligrafía totalmente nueva, llena de luz.
Creo que algo tiene que ver la escritura con esta contemplación. Algo tiene que
ver con ese carácter negativo que Barthes postula como “el grado cero”.
Marguerite Duras, por ejemplo, vincula la escritura con un acto previo a la
existencia, diciendo que: “La escritura se acerca a un salvajismo anterior a la vida. Y
siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como el tiempo. El del miedo
a todo, distinto e inseparable de la vida misma.” (Duras 1996: 26). Salvajismo y miedo
ocupando un espacio inédito que es el de lo ilegible; salvaje porque es el terreno de lo
no domesticado, y miedo por la angustia que significa un daño. Salvajismo y miedo que
redundan en un impulso, en el impulso de crear una lengua ignota, de dejar una
temblorosa huella del lenguaje.
Tres años antes de que Dermisache diera a conocer su “Texto”, León Ferrari, en
1964 daba forma a su “Escritura deformada”. De cómo llegó a conformarla, dice el
autor: “Yo venía usando la escritura en relieve, y ahí apareció esta pintura que se llama
delineador textil. Al empezar a usarlo, vi que se corría y en ese corrimiento pude notar
la posibilidad de empezar a hacer escrituras deformadas” (García 2008: 33). Un sencillo
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accidente que termina por convertirse en una caligrafía casi ritual. En un lenguaje
personal, particular y muy propio.
Fig. 14.- León Ferrari, Escritura deformada, 1964
Dispuesta también bajo el contraste blanco-negro, “Escritura
deformada” muestra un tratamiento notoriamente distinto al de
“Texto” de Mirtha Dermisache. Cuando este enfocaba el ojo en cuatro
líneas horizontales, en “Escritura deformada” contamos cinco trazos y
medio cuya distribución se observa más caótica. Y a pesar de que
este texto se trate de una insinuación narrativa, no podemos
identificar el mensaje. La aparición de consonantes y vocales como la
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“p”, la “q”, la “s” o la “e” y la “o” confunden con su ambigüedad a
cualquier voluntad lectora. Y esta distinción la tiene Ferrari bien clara,
diferenciando la categoría de “dibujos escritos”, ilustraciones sin
texto, de las “escrituras deformadas”, donde existe un texto que a
momentos se descifra, pero que mayormente es abstracto e ilegible.
Es notable aquí como la grafía se convierte en una especie de
esqueleto cuya belleza reside justamente en esos huesos:
recordamos que ahí hubo piel, que hubo carne y articulaciones, pero
nos basta con esos huesos. De hecho, el mismo Ferrari cuenta que en
el año 1955 asistió a un taller de cerámica en Roma, a manos de un
artista siciliano, donde declara haber adquirido una fuerte pasión por
la arcilla, una fuerte pasión por la forma. Y era evidente que esa
forma más adelante se alterara, así como se alteró también su
escritura.
En este sentido, según el crítico Noé Jitrik habría algo de
siniestro en las escrituras de Ferrari, ya que en la inquietud que
significa no saber qué hay ahí, explota el calmante del sentido. Ahí
está la perversión, en provocar esa alteración de la razón, en sacar a
la letra del cómodo discurso que lo explica todo. Por eso es que la
escritura de León Ferrari podría revisarse como una escritura de la
revelación, aunque pareciera que poco o nada hay que revelar. Dice
Giorgio Agamben:
El sentido de la revelación es que el hombre puede revelar lo existente a través del lenguaje, pero no puede revelar el lenguaje mismo. En otras palabras: el hombre ve el mundo a través del lenguaje, pero no ve el lenguaje (…) Por eso los teólogos dicen que la revelación de Dios es al mismo tiempo su velamiento, o también, que en el verbo, Dios se revela como incomprensible (Agamben 2007: 28-9)
Este aspecto del lenguaje como ente funcional, pero también sustancial, queda
fuertemente expuesto en la obra de Ferrari. Aquello que creemos leer llega a ser la letra
expuesta en toda su desnudez, revelándose también como incomprensible. Dirá también
Agamben que “el significante no es otra cosa que la cifra irreductible de
esta falta de fundamento (…) Toda comprensión está fundada en lo
incomprensible” (Agamben 2007: 36).
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En nuestra incomprensión y falta de acceso sólo nos queda la
escritura como gesto. De eso nos habla la actitud que tanto
Dermisache como Ferrari han adoptado al momento de abordar su
obra. Ella sabe que sus escritos no quieren decir nada y él llegó a
escribir así por accidente, sin demasiada pretensión.
Las de ellos son formas que nos cuentan un secreto que no alcanzamos a
escuchar por completo. Ese secreto contiene la potencia de la palabra desconocida. En
los textos de Ferrari y Dermisache aquello que aparentemente no está dicho, se dice en
los vacíos, en los trazos y en el silencio que requieren, por cierto, de una reflexión
bastante más larga.
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[http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1604-2004-08-16.html] Consulta hecha en 08/02/2012
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