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León Bell era empleado delmostrador de una estafeta deTelégrafos de Boston. León erasereno. Desde luego, no creía enfantasmas. Por lo menos, no creíaen fantasmas a las diez en punto dela noche, cuando pasó a lo largo delmostrador poniendo derechos losblocs de hojas en blanco paratelegramas.

A las diez y cinco, la

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incredulidad de León recibió unrudo golpe.

Daba la casualidad que LeónBell era un joven ambicioso quehabía estudiado todas lasmartingalas del comerciante y, porconsiguiente, conocía laimportancia de estudiar laconveniencia del cliente hasta enlos detalles más pequeños.

Era costumbre suya colocartres o cuatro libros de hojas detelegramas sobre el mostrador paraque los que quisieran expedirlos no

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tuviesen mas que acercarse almostrador y ponerse a escribir.

Legión de fantasmas

CAPÍTULO ICAPÍTULO IICAPÍTULO IIICAPÍTULO IVCAPÍTULO VCAPÍTULO VICAPÍTULO VIICAPÍTULO VIII

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CAPÍTULO IXCAPÍTULO XCAPÍTULO XICAPÍTULO XIICAPÍTULO XIIICAPÍTULO XIVCAPÍTULO XVCAPÍTULO XVICAPÍTULO XVIICAPÍTULO XVIIICAPÍTULO XIX

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Legión de fantasmas Kenneth Robeson

Doc Savage/27

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CAPÍTULO I

EL PRIMER FANTASMA

LEÓN Bell era empleado delmostrador de una estafeta deTelégrafos de Boston. León erasereno. Desde luego, no creía enfantasmas. Por lo menos, no creíaen fantasmas a las diez en punto dela noche, cuando pasó a lo largo del

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mostrador poniendo derechos losblocs de hojas en blanco paratelegramas.

A las diez y cinco, laincredulidad de León recibió unrudo golpe.

Daba la casualidad que LeónBell era un joven ambicioso quehabía estudiado todas lasmartingalas del comerciante y, porconsiguiente, conocía laimportancia de estudiar laconveniencia del cliente hasta enlos detalles más pequeños.

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Era costumbre suya colocartres o cuatro libros de hojas detelegramas sobre el mostrador paraque los que quisieran expedirlos notuviesen mas que acercarse almostrador y ponerse a escribir.

Al ir poniendo en orden elmostrador, León examinó cada unode aquellos blocs porque a veces semarchaba algún cliente descuidadodejando algo escrito en ellos.

Cuando hizo su examencomprobó que todos los blocsestaban limpios y que no figuraba

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palabra, alguna en ninguno de ellos.León estaba seguro de eso. Lorecordaba perfectamente.

Se estacionó a un extremo delmostrador y, aguardó a que sepresentara un parroquiano. Ningunoentró: de eso también estaba seguro.Nadie pasó por la calle, fuera.Reinaba un silencio bastanteprofundo.

De pronto se volcó el cesto delos papeles.

La papelera no estabacolocada, exactamente, donde

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debiera haberlo estado, cerca delpupitre —sino a un metro de lamesa, más o menos. Se volcóruidosamente. Vertióse sucontenido.

León Bell se inclinó sobre elmostrador y los ojos amenazaroncon saltársele de las órbitas. Sehumedeció los labios. Luego sepasó una mano por los ojos.

Por último, salió de detrás delmostrador. Creyó que, a lo mejor,se había metido algún gato o algúnperro en la papelera. Pero no había

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gato ni perro alguno.Levantó la papelera. Luego se

rascó la cabeza, intentando adivinarqué seria lo que había derribado elcesto y, no llegando a alcanzarexplicación satisfactoria, se acercóal mostrador. Allí se llevó elsegundo susto.

Las hojas de telegrama habíanestado todas en blanco cuando lasarreglara momentos antes. Peroahora una de ellas contenía unmensaje, en letra de imprenta,trazada pesadamente, pero con

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inseguridad. Decía:

“Doc Savage.Nueva York.Asunto de peligro

vital para millonesmerece su atención.Sírvase tomar aeroplanode pasajeros de Boston aNueva York, de ExcelsiorAirways, al mediodía,mañana. Monte enBoston. Propongo vaya

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disfrazado y preparadopara algo horrible ysorprendente.

A. N. NONIMO.(14.40 Powder Road)”

León Bell contempló eltelegrama observando que había decobrarse su importe al destinatario.Estaba perplejo. Se sentía igual quesi le hubiese goteado,inesperadamente, un poco de aguahelada nuca abajo.

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Miró las señas del destinatarioy movió dubitativamente la cabeza,porque sabía por experiencia queun telegrama dirigido a un habitantede una ciudad tan grande comoNueva York tenía pocasprobabilidades de llegar a manosde su destinatario.

Le llevó el mensaje al gerentenocturno.

—Tengo aquí un telegramadirigido a Doc Savage, de NuevaYork —dijo—. Yo creo quenecesitamos señas más completas.

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—¿Dónde ha estado metidousted toda su vida? —le preguntó elgerente.

—¿Huh?—Yo creí que todo el mundo

había oída hablar de Doc Savage.León preguntó:—¿Quién es Doc Savage?El gerente abrió la boca como

para hablar; pero no lo hizo.—Aguarde —dijo:— le

enseñaré una, cosa.Volvió a su mesa. Era un

hombre estudioso. Había un libro

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grande abierto sobre aquella. Elempleado sabía que, aquel libro erauna obra recién publicada en que sedaba un breve resumen de losdescubrimientos hechos por loshombres de ciencia durante losúltimos diez años o así.

Al gerente nocturno leinteresaban varias ramas de laciencia. Pasó rápidamente laspáginas y se detuvo en la secciónencabezada «Luz».

—Lea esto —le dijo alempleado.

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Y señaló un párrafo.“Algunos de los estudios más

avanzados sobre la dispersión desubstancias doblemente refractariasy naturalmente giratorias han sidollevados a cabo por Clark Savagehijo (más conocido por el nombrede Doc Savage).”

León Bell preguntó:—¿Qué son las substancias

naturalmente giratorias y las dedoble refracción?

—No se preocupe usted de eso—le contestó el otro.

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Abrió el libro por otrocapítulo titulado. «Química», ydijo:

—Lea esto.

“El análisiscolorimétrico ha recibidaun gran impulso gracias alos trabajos recientes deDoc Savage.”

Antes de que León pudierahablar, el gerente nocturno buscó el

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capítulo sobre «Electricidad» y leseñaló un párrafo.

“El campo de laciencia eléctrica le debea Doc Savage nuevasteorías relacionadas conla velocidad depropagación de losefectos electromagnéticospor el aire.”

A continuación buscó la

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sección del libro dedicada a la«Cirugía».

“Uno de los mejoresmétodos de estos últimosaños para laadministraciónintravenosa de solucioneshipertónicas en lasoperaciones cerebralesmuy delicadas esdescubrimiento de DocSavage.”

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León Bell estalló:—¡Rediez! —dijo—. ¡Ese

Doc Savage parece ser lo másgrande que hay en todo!

El gerente sonrió.—En la introducción de este

libro hay un párrafo que trata de él.Dice que Doc Savage tiene uno delos cerebros más asombrosos quese hayan conocido en hombre,alguno. Dice que es una maravillamental.

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Ambos volvieron a leer eltelegrama que había sido halladosobre el mostrador. León Bellabordó entonces el asunto de lapapelera caída y de la misteriosaaparición de la misiva; pero hablóvacilante y con muy poca firmeza,porque la cosa parecía absurda.

El gerente se rió de él.—Alguien entraría y dejaría el

mensaje —dijo—. ¡Claro que loexpediremos!

Lo mandaron.Media hora más tarde sonó el

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teléfono y León Bell contestó. Oyóla voz más asombrosa que habíaoído en su vida.

Era una voz de hombre y, aunpor teléfono, tenía una cualidadimpresionante y un tono deflexibilidad y potenciacuidadosamente dominada.

Aquella voz tenía algo queparecía obligar a que se laescuchara y atendiera.

—Doc Savage al habla, desdeNueva York —dijo la voz—. Mefue expedido un telegrama esta

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noche desde su estafeta, ¿no escierto?

Fue tal el efecto que aquellavoz singular y nada común produjoa León, que tuvo que tragar salivados veces antes de poder contestar.

—Sí, señor —dijo.—¿Tiene la bondad de darme

la descripción del remitente?—No... no pu... puedo —

tartamudeó León.Era la primera vez que

tartamudeaba en muchos años.—¿Por qué no?

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Contó el joven entonces lasmisteriosas circunstancias en quehabía aparecido el mensaje. DocSavage le escuchó sin comentarioalguno, luego dijo:

—Como es natural, noencontrarán ustedes ningún A. N.Nónimo en su anuario. Está bienclaro que se trata de la palabra«anónimo», escrita de maneradesfigurada. ¿Llevaba el mensajelas señas del remitente?

—Sí, señor.—¿Cuáles eran?

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—El número 1440 de laPowder Road.

—No existen tales señas enBoston —anunció Doc Savage.

Y cortó la comunicación.León parpadeó y se preguntó

cómo podría saber Doc Savage quelas señas eran falsas. Porque loeran. León lo comprobó momentosdespués al consultar una guía. Noexistía tal número en Powder Road.

Se preguntó León si no sabríaDoc Savage tanto de la ciudad deBoston como de las diferentes

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ramas de la ciencia.Los dos empleados de la

estafeta discutieron el sucesodurante el resto de su guardia.Parecía como si algo precursor deuna gran aventura les hubiesetocado brevemente y no lesdisgustaba la manera con queagregaba estímulo a su aburridaexistencia.

Les hubiera gustadoexperimentar más; pero, por suerteo por desgracia, aquello era lo másque habían de acercarse a la cadena

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de horror y misterio que siguió a laexpedición del mensaje.

El asunto arrancó, en realidad,el día siguiente, al mediodía.

La “Excelsior Airways”figuraba entre las líneas aéreas másmodernas que hacían. El serviciode la costa oriental deNorteamérica. Sus aparatos eranenormes trimotores que llevabanpiloto, copiloto y una camareraentre la tripulación.

Los asientos eran cómodos ycada uno de ellos tenía número,

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porqué era costumbre que lospasajeros se hicieran reservarasiento por anticipado.

Los que subieron a bordo erande aspecto próspero —hombres denegocios, evidentemente, con unaexcepción.

El hombre obeso no era laexcepción.

No tenía nada que le hicieseresaltar en particular. No era ni másgrande ni más pequeño que elhombre corpulento corriente. Sutraje gris era elegante y de buen

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corte.La única cosa que le

caracterizaba algo era el sombrerode fieltro negro que llevaba y suslentes de marco de plata blanca quese ajustaba de vez en cuando comosi no resultasen muy cómodos.

Este hombre obeso presentódos billetes. Estos correspondían ados asientos colocados el unodetrás del otro.

El hombre obeso bajólentamente por el pasillo y ocupó elasiento posterior de los dos a que

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correspondían sus billetes.Si alguien se dio cuenta de que

había algo raro en eso, no dio lamenor muestra de ello.

Y, si nada excepcional habíaen el aspecto del hombre obeso,había mucha en el último pasajeroque subió. Era tan alto, que tuvoque inclinarse mucho más queningún otro al bajar por el pasillodel aparato.

No eran sus gigantescasproporciones lo único que señalabaal hombre. Su semblante era algo

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con que asustar a los niños. Teníauna cicatriz espantosa.

Las cejas eran muy gruesas yllenas de ronchas. Uno de los ojoslo tenía casi cerrado. Por encima delas cejas llevaba unasprotuberancias producidas, tal vez,por golpes continuos.

Cuando abría la boca, se leveían numerosos dientes de oro.

Los pasajeros le miraron concuriosidad. Las señales de laprofesión que ejercía eran bienevidentes. Aquel hombre era

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boxeador.El individuo de aspecto

pugilístico avanzó por el pasillo,llegó al asiento vacío delante delhombre obeso, miró a su alrededor,vió cómo se cerraba puerta delavión, dando a comprender que nohabía más pasajeros, e hizo ademánde ocupar el asiento vacío.

—¡No! ¡No! —gritó el hombreobeso.

Se puso en pie de un brinco,dio al gigante un formidableempujón, y asumió una expresión

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belicosa.El otro conservó el equilibrio

con la facilidad de quien harecibido muchos golpes en el«ring».

—¿Qué hace usted? —gruñó.Tenía una voz tan agradable

como el ruido de una pesada caja alser arrastrada por un suelo decemento.

—¡Reservé este asiento ypagué por él! —contestó el hombreobeso, de mal talante. El boxeadorfrunció el entrecejo. Su señalado

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semblante resultaba terrible.Daba la impresión de ser muy

poco menos peligroso que un leónenfurecido y parecía a punto decometer alguna violencia con elotro. Pero, finalmente, al acercarsela camarera e indicarle que elasiento que él tenía reservado sehallaba en la parte de atrás, pero enel lado en que tocaría el sol, seencogió de hombros.

—¡No había ningunanecesidad de ponerse flamenco poreso! —le dijo, con aspereza, al

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hombre obeso.Y se dirigió al asiento que le

correspondía.El avión despegó sin más

incidentes. Al parecer, no habríamás jaleo en todo el viaje. Pero lasapariencias engañan.

Se hallaban ya cerca de NuevaYork cuando uno de los pasajerosde la parte delantera se inclinó yabrió la ventanilla que había junto asu asiento.

Sin duda quería asomar lacabeza y ver los rascacielos de

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Manhattan, que empezaban a verseabajo y delante.

Al ser abierta la ventanilla,penetró, una fuerte corriente deaire.

Empujado por ella, aparecióun papel cuadrado por encima delrespaldo del asiento que habíadelante del hombre obeso.Sobresaltado, éste lo cogió y, cosanatural, le echó una mirada.

El resultado de la mirada aaquel papel fue sorprendente. Elhombre se alzó levemente en su

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asiento, como si se hubieran puestoen tensión los músculos de suspiernas.

Se quedó boquiabierto y losojos se le abrierondesmesuradamente. Era hombre derostro congestionado y se le vióclaramente palidecer.

De pronto se dejó caer en suasiento, como, si le hubierancortado algún tendón.

Permaneció así un rato. Luegobuscó, algo en el interior de lachaqueta, y de bajo su axila

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izquierda sacó un revólverachatado, pero de mortíferoaspecto.

Simultáneamente extrajo unpañuelo del bolsillo. Envolvió éstealrededor del cañón del revólver alponerse en pie.

Se inclinó sobre el respaldodel asiento vacío que había delantede él. Sus facciones expresabanenloquecimiento y desesperación.

Disparó tres veces el revólver,tan aprisa como le fue posibleapretar el gatillo. Las detonaciones

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fueren fuertes.En medio de los disparos se

oyó un grito. Era un aullido extrañoy horrible un sonido que parecíaemitido por alguien en trance demuerte.

El hombre obeso se sentó y seabrazó la cabeza y la cara conambas manos.

Lo hizo de manera muyextraña.

Entonces sonó la voz. Era unavoz ahogada, jadeante, apenascomprensible.

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Pronunció cuatro palabras, o,mejor dicho, dos pares de palabrascon una leve pausa entre cada par...Era imposible saber de dóndesalían aquellas palabras. El hombreobeso tenía tapada la boca con losbrazos. Los demás pasajeros no seestaban mirando unos a otros, sinoal hombre obeso. Pero casi todosoyeron las palabras que sonaronpor encima del bullicio.

—Doc Savage... ¡tengacuidado!

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CAPÍTULO II

¿LOCO?

EL norteamericano, por reglageneral, vive en un mundo de altapresión donde las cosas ocurrencon rapidez. No se inclina aexcitarse locamente por un sucesoque no le amenace a éldirectamente.

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Aquellos pasajeros del aviónno eran excepción de la regla. Selimitaron a mirar a su alrededor.Los que se encontraran mas lejos sepusieron en pie.

Nadie gritó.La camarera se dirigió a proa

y les dijo algo a los dos hombresque había en la cabina de losmandos. El piloto ayudanteabandonó su asiento, salió y seencaró con el hombre grueso delrevólver.

—¿Qué pretende usted, amigo?

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—inquirió.El hombre del revólver se

humedeció los labios; luego alzó lamano, distraído, y se puso derechoel sombrero.

—Lo siento una barbaridad —dijo.

El copiloto no pareció muyconvencido, pero repitió:

—¿Qué pretendía usted?—Soy actor —dijo el del

sombrero de fieltro negro—. Estabaensayando mentalmente una escenade la obra que tengo que estrenar.

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Me dejé llevar del entusiasmo y,antes de darme cuenta de que ésteno era el lugar más apropiado paraeso, me puse en pie de un brinco yrepresenté parte de mi papel.

El hombre seguía en pie y seguardó distraídamente el pañuelo enel bolsillo. EL papel que habíaaparecido por el respaldo delasiento delantero seguía en la manoque tenía el pañuelo.

Se lo guardó cuidadosamenteen un bolsillo interior.

El piloto ayudante alargó

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bruscamente una mano y le cogió elrevólver antes de que pudieraoponer resistencia.

—Podía haberla dado usted aalguien —dijo, furioso.

El hombre obeso giró los ojosen las órbitas. Luego bajó la miraday la clavó en el asiento vacío. Lafrente se le perló de sudor.

—Disparé cartuchos depólvora, nada más —dijo.

El piloto abrió el revólver,extrajo los cartuchos y encontró tresdisparados y dos con bala.

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—Pues no lo parece, a juzgarpor esto —dijo.

Y señaló la bala de plomo delos dos cartuchos sin disparar.

—¡Los tres primeros no teníanbala! —contestó el otro.

—¿No? Eso ya lo veremos.Los proyectiles deben de haberpegado en alguna parte.

Se indinó como para meterseen el asiento vacío y buscar losagujeros de las balas.

El hombre obeso hizo una cosasorprendente. Dio un salto atrás,

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abrió los brazos dramáticamente yempezó a declamar:

—La luna mortal su eclipse hasoportado. Y los tristes augures desu propio presagio se burlan. Lasincertidumbres se coronan,aseguradas, y la paz...

El piloto ayudante se irguió.—¿Qué demonios...? —

empezó a decir.—¡Shakespeare! —aseguró el

hombre obeso—. El dramaturgosupremo, amigo mío. ¡Eldramaturgo supremo! y muy buen

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amigo que era, en verdad —guiñóun ojo y cruzó dos dedos—. El y yoéramos así.

El piloto sonrió levemente ysus facciones asumieron unaexpresión de comprensión. Lesguiñó un ojo a los demás pasajerosy luego dejó caer un brazo sobre elhombro del desconocido.

—¿Conque usted yShakespeare eran compadres? —dijo, como quien sigue la corrientea un loco—. Cuénteme... Siemprehe tenido el deseo de hablar con

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alguien que hubiese conocidopersonalmente a Shakespeare.

—Shakespeare era eldramaturgo supremo —dijo elhombre obeso—. El conocerle eraun placer... un placer supremo.¡Vaya si lo era!

—Claro, claro...El aviador le obligó a sentarse

y, ocupando él el asiento en elbrazo de la butaca, le animó a quehablase del célebre dramaturgo quellevaba muerto centenares de años.

El avión empezó a descender

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hacia el campo de aterrizaje.Los pasajeros habían dado

muestras de interés en el pequeñodrama. Dos o tres de ellos sehabían acercado, entre ellos el queparecía boxeador. Habían miradocon atención el asiento sobre el quese habían hecho los disparos.

No había agujeros ni roturasdonde hubiera podido dar una bala.

EL boxeador volvió a suasiento. Sentado de forma que nadiepudiera verle las manos, abrió unade ellas y examinó el objeto que

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contenía.Era el pañuelo del hombre

obeso, el que había envuelto elcañón del revólver. Se lo habíaquitado a su dueño con habilidadconsumada.

Había agujeros en el pañuelo;sin duda los que hicieran losproyectiles al atravesarlo. Elaparato aterrizó sin novedad, y elhombre obeso se puso en pie pararecoger su equipaje y apearse conlos demás pasajeros. Pero elcopiloto le asió fuertemente del

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brazo y le dijo:—Tenga la bondad de

aguardar.—¿Para qué? —inquirió el

hombre obeso.—Shakespeare quiere verle.Pareció como si el otro

estuviera a punto de soltar unaexclamación explosiva; pero no lohizo. En lugar de eso, afirmó:

—Shakespeare murió hacetiempo.

—Bueno, pues más vale quehable usted con el tipo que dice ser

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Shakespeare —insistió el pilotoayudante.

Y se dirigió a proa, a consultaral director del aeropuerto.

Discutieron el asunto.—Está mal de la cabeza —

aseguró el copiloto—. Debierahacerse algo para impedir que unhombre así ande suelto por ahí conun revólver. Matará a alguien.

—Métale en un coche yllévelo a la comisaría —sugirió eldirector..

—Es buena idea.

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—El piloto le ayudará.Había dos observadores de

aquella conferencia, ninguno de loscuales se hallaba lo bastante cercapara oír lo que se decía. Uno deellos era el hombre obeso, quejugaba con su sombrero negro, conindecisión.

EL boxeador era el otro, auncuando miraba en forma que suvigilancia no llamara la atención.Al parecer, estaba buscando algoentre su equipaje.

EL aeroplano se había vaciado

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ya y se habían presentado losmecánicos a meterlo en el hangar.Uno de ellos conducía un pequeñotractor que fue acoplado al aparatopara tirar de él.

El piloto y el copiloto seacercaron al hombre.

—Vamos a llevarle a usted aese tipo que dice ser Shakespeare—dijo el piloto.

El hombre se puso muy serio.—¡Ese hombre es un impostor!

—gritó—. No puede serShakespeare porque... ¡Shakespeare

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soy yo!En cuanto hubo dicho estas

palabras, giró sobre sus talones ydio un salto en dirección aldespacho de tráfico. La brusquedaddel movimiento pilló al piloto a suayudante por sorpresa.

Cuando se rehicieron lobastante para emprender lapersecución, el otro entraba ya en eldespacho de tráfico. Cerró la puertade golpe. La cerradura, que era demuelle, se cerró.

Piloto y ayudante cargaron

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contra la puerta. No cedió. Semiraron el uno al otro. —¡Está locode atar!— exclamó el piloto.

Dentro, el hombre obeso hizouna mueca de rabia al oír estaspalabras.

La expresión de su rostrohabía denotado bondad, aunque eraun tanto vacua. La mueca convirtiósu semblante en el de una fiera.

Echó una mirada a sualrededor. Había una mesa, unamáquina de escribir.

Corrió a la máquina, la cogió y

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la usó como maza, haciendo polvolos cristales que había en la paredde atrás.

La abertura apenas era lobastante grande para dar paso a suobeso cuerpo, y así descargó otrogolpe tan violento que se le cayó elsombrero negro.

Luego se dispuso a saltarfuera.

Su mirada cayó sobre unpequeño grupo de hombres que sehallaba a poca distancia. Agitó losbrazos para llamarles la atención.

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A renglón seguido hizo con lasmanos una serie de extrañosmovimientos.

Estos eran poco pronunciados,algo así como los que hubierahecho inconscientemente un hombreque estuviera pasando el tiempo.

Se frotó el pulgar y el índiceCerró los puños de diversasmaneras.

Tabaleó, silenciosamente, conlos dedos.

Todo eso lo hizo con rapidezde relámpago y el grupo de

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hombres lo vió.Cuando hubo terminado, uno

de ellos hizo como si se ajustara lamanga derecha.

La contestación del hombreobeso demostró que el ajustar lamanga era una señal de que habíansido comprendidos sus signosanteriores.

El hombre obeso se volvió,cogió el sombrero negro, se lopuso, se acercó al espejo y probótres o cuatro sonrisas antes de darcon una que fuese especialmente

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estúpida.Adornando con ella su

semblante, abrió la puerta yfranqueó el paso al piloto y a suayudante, que estabanexcitadísimos.

—¿Qué demonios les haexcitado a usted tanto? —lespreguntó, con tranquilidad.

Los hombres a quienes el delsombrero negro había hechoseñales, ya no estaban inactivos. Sehabían dirigido rápidamente alhangar en que se hallaba el avión de

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pasajeros.EL ruidoso tractor seguía

acoplado al aparato y tresempleados del aeropuerto ayudabana colocar el aeroplano.

Estos miraron con sorpresa algrupo de hombres que había entradoen el hangar sin decir una palabra.

Eran seis los recién llegados yde distinta edad. Había unmuchacho joven, que parecía unestudiante, y un hombre de cabellocano que parecía pasar de lossesenta. Todos vestían elegantes,

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pero no llamativamente.Ninguno de ellos hubiese

llamado la atención por suindumentaria; pero el rostro detodos ellos denotaba masinteligencia de lo normal.

—¿Qué quieren ustedes? —preguntó uno de los empleados delaeropuerto.

Uno de los seis desconocidostosió dos veces. Evidentemente, erauna señal, porque los seis sacaronrevólveres y pistolas de diversos,calibres.

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—Silencio —respondió el quehabía tosido—. Y lo queremos engrandes cantidades, por añadidura.

El empleado tartamudeó:—¿Qué... qué... pre...

pretenden?—Dé media vuelta y póngase

de espaldas a nosotros.Los empleados tuvieron el

buen acuerdo de obedecer.Dos de los desconocidos les

apuntaron mientras los otros cuatrose dirigieron al avión, abrieron laportezuela y entraron. Como el

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aparato era grande y alto, noparecía verse desde el suelo delhangar.

Uno de los empleados, quevolvió la cabeza, no pudo ver loque hacían dentro del aeroplano.

Otro de los empleados selimitó a echar una mirada al aparatoy luego dedicó su atención a unahilera de bidones de aceitelubricante que se hallaba a pocospasos de él una hilera de tresbidones de profundidad y de unaaltura de un metro,

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aproximadamente.Ocupaban varios metros de

extensión, llegando hasta unapequeña puerta lateral usada porlos mecánicos. Esta estaba abierta.

Uno de los cuatrodesconocidos por poco se cayó porla portezuela. Estaba muy turbado.

—¡No está aquí! —gritó, convoz ahogada —.

—Pero... ¿mirasteis ya en elasiento? —preguntó el que habíahablado por todos hasta aquelmomento.

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—Sí; hemos registrado elavión de extremo a extremo. Hastanos pusimos a gatas y buscamos atientas.

El que hacía de jefe era elanciano de aspecto bondadoso ycano cabello.

Empezó a soltar maldiciones:Se contuvo rápidamente, sinembargo, y, volviéndose, asió a unode los empleados.

—La portezuela de ese aviónestaba cerrada cuando llegamosaquí —dijo, con brusquedad—.

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¿Estuvo abierta en algún momentocuando arrastraban ustedes elaparato por delante del despachodel director del tráfico?

—No... no lo sé.Uno de los desconocidos dijo:—¡Qué rayos! La portezuela

estaba abierta cuando salieron lospasajeros. ¡Eso fue bastante!

En este momento, el empleadoque había estado mirando endirección a los bidones, decidióque había llegado el momentooportuno.

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Dio un salto enorme, pasó porencima de los bidones, aterrizódetrás de ellos, y corrió hacia lapuerta. Los hombres armados legritaron.

Dispararon contra él; pero losproyectiles sólo sirvieron paraagujerear los bidones y queempezara á salir el aceite.

El empleado logró salir, cerróla puerta, la sujetó con los ganchosdestinados a llevar un candado, ysalió corriendo tan aprisa comopudo.

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Los disparos sembraron laconfusión en el aeródromo. Doshombres que cargaban sacos decorrespondencia en una camionetade Correos, sacaron pistolas y separapetaron detrás del vehículo.

El grupo de desconocidossalió corriendo del hangar. Losguardianes de la correspondenciales dieron el alto y fueron objeto dedisparos. Respondieron al fuego.Siguió una batalla con todas las dela ley.

Sin dejar de disparar, los

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desconocidos retrocedieron haciados coches tipo sedan, que estabanestacionados en la carretera delaeropuerto.

Llegaron a ellos, se metierondentro y huyeron a gran velocidad.La camioneta de Correos intentóemprender la persecución; pero ledesinflaron los neumáticos abalazos.

Hubo muchas carreras ygriterío; pero el piloto delaeroplano de Boston y su ayudanteno soltaron a su obeso prisionero.

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Este último hablaba yaracionalmente e insistía en quejamás había dicho que fuera élShakespeare.

Después de un rato, despegóun aeroplano para buscar los doscoches fugitivos.

El individuo que parecíaboxeador, el mismo que habíaviajado de pasajero en el avión,aún estaba en el aeropuerto. Enrealidad, él había sido el primeroen proponer que saliera unaeroplano en busca de los dos

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automóviles.Había estado observando lo

que ocurría con mucha más atenciónde lo que nadie se imaginaba. Peropermaneció en segundo término ynadie le prestó especial atención,salvo para echarle una segundamirada a su extraordinario aspecto.

Otros dos individuos había alos que se prestaba gran atencióntampoco.

Estos dos ni siquiera se habíandejado ver apenas. Se hallaban enun coche parado en una parte

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reservada para espectadores en elaeropuerto.

El automóvil era pequeño ynada llamativo. Sólo un examenhecho de cerca hubiera reveladoque su motor no era el que habíapuesto en él su fabricante; sino unotres veces más potente, y que lasventanillas estaban hechas degrueso cristales irrompible y lacarrocería de acero blindado.

Los dos hombres estabanagazapados en sus asientos. De vezen cuando se llevaban prismáticos

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pequeños, pero potentes, a los ojos.En cada caso, enfocaban alindividuo que tenía aspecto deboxeador.

EL piloto y su ayudantediscutían con el hombre obeso. —Les aseguro que ni recuerdo haberinsistido en que era Shakespeare—decía este último —. Tampoco meacuerdo de haber disparado unrevólver en el aeroplano.

—Tal vez nos equivoquemos—dijo el piloto, con sarcasmo.

El hombre se humedeció los

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labios, pareció indeciso y luego seencogió de hombros.

—Supongo que no tendré másremedio que hablarles a ustedes demi debilidad —dijo.

El interés del piloto pareciódespertarse.

—¿Qué quiere decir con eso?—inquirió.

—Me debo haber mareado —contesto el desconocido—. Tengouna enfermedad un poco rara.Cuando me mareo, me vuelvo unpoco loco. En cierta ocasión,

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cuando cruzaba el Atlántico, estuvetrastornado durante toda la travesía.

—¡Hum!La explicación no pareció

convencer mucho al piloto.—Espero que no irán ustedes a

colocarme en una situaciónembarazosa, entregándome a lapolicía —prosiguió el hombre, conansiedad.

El aeroplano que había salidoen busca de los dos automóvilesvolvió y aterrizó. El piloto se apeó,anunciando haber encontrado los

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dos coches. AL volar bajo, sinembargo había descubierto queambos estaban abandonados.

Los hombres habían huido.El piloto del aeroplano de

Boston le dio un tirón del brazo alhombre obeso, y dijo:

—Vamos.¿Qué va usted a hacer? —

preguntó el prisionero.—Vamos a colocarle en una

situación embarazosa, entregándolea la policía para que le tenga enobservación.

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El piloto usó su propio coche,uno abierto de turismo,encomendando la vigilancia delprisionero, a su ayudante. Esteúltimo era hombre fuerte y llevabapistola.

—Creí, durante un buen rato,que estaba usted loco —dijo—.Pero ahora me parece cuerdo. Noolvide que si intenta algo le llenaréde agujeros y le dejaré hecho unacriba.

—Hasta el ir en automóvil memarea a veces —aseguró el

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hombre.—Pues ya puede usted pedirle

a Dios que no sea ésta una de esasveces.

Salieron del aeródromo.EL boxeador había estado

rondando por allí, pero de pronto,pareció llenarse de actividad. Sedirigió al lugar, cubierto de grava,en que estaban estacionados losautomóviles.

Se detuvo junto a uno de ellos,que estaba vacío. Era del tipo cupé.Estaban alzadas las ventanillas. La

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mano del hombre hizo una serie demovimientos rápidos, como siestuviera escribiendo sobre uno delos vidrios.

Sin embargo, cuando seapartó, no se vio señal alguna en laventanilla.

A continuación se metió en unroadster. Era este vehículo, largo,sombrío, como destinado a pasarinadvertido y a confundirse con eltráfico.

De haber sido, examinado decerca, se hubiera visto también que

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el coche aquel tenía los neumáticosllenos de goma esponjosa, que esahacía difíciles de deshinchar abalazos, y un motor enorme, juntocon planchas de acero blindado ycristales que una bala corriente nopodía atravesar.

El roadster salió a todavelocidad, sin hacer casi ruido,aparte del que hacían losneumáticos al rodar sobre la grava,y corrió tras el coche de turismo enquo viajaban los dos aviadores y suprisionero.

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Los dos hombres que habíanestado esperando y mirando detanto en tanto, con los prismáticos,abrieron la portezuela de su coche yse apearon.

El primero en aparecer teníaun aspecto físico asombroso. Suestatura era poco mayor que la deun muchacho de catorce o quinceaños pero tenía espaldas, brazos ycuello de toro que un luchadorprofesional hubiera envidiado.

Su cabeza parecía una bolacon una enorme raja por boca y

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ojos como abalorios pequeños ybrillantes hundidos en profundospozos de cartílago.

Cubría su cuerpo un vellorojizo casi tan basto como clavosoxidados. No era preciso que undesconocido se lo encontrara en unacallejuela obscura para que creyesehaber topado con un gorila.

El otro hombre era esbelto, decaderas estrechas y cintura deavispa. Su rostro no mal parecidose distinguía por su boca grande, deorador.

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Vestía a la perfección. Su frac,pantalón de corte, chaleco gris ysombrero de copa, nada dejabanque desear. Completaba suindumentaria el bastón negro quellevaba. El hombre que parecía unfigurín, se volvió para recoger unestuche de cuero del coche.

—Date prisa, Ham —dijo elque tenía aspecto de antropoide.

Su voz recordaba la de unniño.

Ham —general de brigadaTeodoro Marley Brooks— cogió el

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estuche. Era del mismo tamaño,aproximadamente, al de los que seemplean para llevar máquinas decinematógrafo de aficionados.

Corrió con él hacia el cupé, enque el boxeador había hecho comosi escribiera, aunque sin dejarseñal.

—Ten tú el estuche de lalinterna, Monk —dijo.

El del aspecto del gorila —Monk— cuyo grado y nombre era elde teniente coronel Andrés,Blodgett Mayfair —tomó el

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estuche. Ham manipuló el aparatoque había extraído y que parecíauna linterna mágica pequeña.

Enfocó con él la ventanilla delcupé y dio a un interruptor.

La linterna en sí no proyectabaluz visible alguna. Pero sobre elcristal de la ventanilla aparecieronunas letras. Eran muy débiles, casiindistinguibles a la luz del sol, algoescrito en extraño color azuleléctrico. Monk lo leyó con ciertadificultad.

“Seguid y procurad no ser

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vistos.”No había firma; pero la

escritura en sí era de tal suerte, queno necesitaba firma. Era perfecta.

Ni Monk ni Ham hicieroncomentario alguno acerca de laforma en que se había hechoresaltar el mensaje.

Ham cerró el interruptor de lalinterna, que era en realidad unproyector de «luz negra», o luzultravioleta, que resultaba invisiblepara el ojo desnudo, pero que teníala propiedad de hacer brillar

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ciertas substancias.La escritura del cristal había

sido hecha con una tiza que nodejaba señal visible alguna, sino unsimple trazado, lo que brillaba alser sometido a la acción de losrayos ultravioleta.

—Las cosas empiezan aanimarse —sonrió Monk.

—¡Vamos, mico! —le contestóHam.

El tono era insultante; pero nopareció causarle impresión alguna aMonk. Se volvieron hacia su coche.

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Carretera abajo sonó una seriede ruidos lejanos.

—¡Disparos! —chirrió Monk.

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CAPÍTULO III

NADA DE RIESGOS

EL elegante Ham parecía el másrápido de los dos, aun cuando Monkse movía a una velocidad fantásticapara persona de tan grotesco cuerpocomo el suyo. Ham, fue el primeroen llegar al coche; abrió laportezuela y asió el volante.

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Del interior del coche surgióun gruñido de disgusto. Hubo unmovimiento rápido. Un cerdo quehabía estado en el asiento delanterosalió disparado y cayó sobre elasiento del fondo.

El animal tenía unas orejasenormes y, al saltar, parecían alas.Era patilargo, de cuerpo delgado,increíblemente feo.

Monk; soltando un gruñido deira, alargó una enorme mano y asiócon ella a Ham por la garganta.

—¡Le pegaste un puntapié a

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Habeas Corpus! —exclamó—.¡Ganas me dan de ver si se te quitala cabeza con facilidad!

Ham croó, porque la mano quele oprimía no le permitía hacer otracosa.

Intentó darle un puñetazo aMonk en la boca del estómago; perosonó igual que si sus nudilloshubieran pegado en una pared. Hizomuecas de angustia y movió elmango de su bastón. Este se abrió,viéndose que el bastón contenía unestoque de hoja larga y afilada. Esta

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estaba cubierta por la punta y hastaocho o nueve centímetros por unasubstancia pegajosa.

Monk le soltó ante la amenazadel estoque y retrocedió. Susmovimientos eran tan rápidos queapenas podían seguirse con lamirada.

Ham tragó saliva, luego rugió:—¡Yo no le he dado ningún

puntapié a ese puerco! ¡Pero uno deestos días voy a cortarle el rabo ala altura de las orejas!

Ambos se miraron con

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profundo odio al parecer.Se oyeron nuevos disparos en

la carretera.—Dale al acelerador, maniquí

picapleitos gruñó Monk.Ham puso el coche en

movimiento, conducía con pericia.Habían recorrido una buena partede distancia cuando las últimaschinas de grava levantadas por susruedas volvieron a tocar el sueloallá en el aeródromo.

Era aquella misma carreteraque pasaba delante del aeropuerto

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y, desde la ciudad hasta el mismo,era ancha y bien pavimentada; peroallí, más allá del aeródromo, eraestrecha, llena de baches, orilladade árboles pequeños y alta cizaña.

A infrecuentes intervalospartían en la carretera caminos queapenas podían considerarse tales yque conducían a cabañas casiescondidas entre los matorrales.

El coche tomó una curva sobredos ruedas. Delante de ellos habíaun coche volcado en la cuneta. Erael que habían ocupado los pilotos.

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Tenía tres neumáticosdeshinchados.

Ambos aviadores se hallabande pie junto al automóvil, con losbrazos en alto.

Agrupados a su alrededor sehallaban los elegantes que asaltaronel hangar.

Todos estaban armados. Lesacompañaba el hombre obeso quelos aviadores pretendían entregar ala policía.

No se veía ni rastro delroadster del boxeador.

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Ham, inclinado sobre elvolante, dijo:

—¿Qué hacemos?—¡Cargar contra ellos! —

gruñó Monk.Ham echó a fondo el

acelerador. Monk agarró lasmanecillas de las portezuelas, lashizo girar. Pronto se vió que aquelcoche iba equipado con dos juegosde cristales.

El segundo —que aparecióentonces— era de cristales másgruesos, equipados con aspilleras,

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reforzadas con desviadores deacero, para las balas.

Cuando hubo alzado todos loscristales especiales, Monk sacó unaextraña arma de la funda quellevaba colgada debajo del brazo.El arma en cuestión parecía unapistola más grande de lo corrientecon cargador en forma de bombo.Su mecanismo parecía complicado.

Ham pisó los frenos, movió elvolante. Los neumáticos chirriaronsobre la carretera, el coche setambaleó y, por fin, se detuvo a

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pocos metros del coche tumbado enla cuneta.

Dos de los hombres elegantesecharon a correr hacia la maleza dela orilla del camino —.

—¡Alto! —ordenó Monk,convirtiéndose su voz infantil en unaullido—. ¡Manos arriba!

Uno de los hombres alzó elrevólver y disparó contra Monk.

El proyectil dio en el cristalirrompible con un ruido metálico, ydejó una especie de telaraña deminúsculas rayas. El plomo cayó a

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la carretera, aplastado.El piloto saltó hacia el

pistolero, echó hacia atrás el brazo,y le tumbó de un formidablepuñetazo —.

—¡Atrás! —le rugió Monk—.¡Podemos arreglarnos nosotrosdivinamente sin ayuda!

Movió entonces el cañón de supistola hacia la pareja que huía. Elarma emitió un ruido ensordecedor,una nota, parecida a la de ungigantesco violón. Junto a la parejaque huía, los arbustos y la cizaña

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cayeron como segados por invisibleguadaña.

Ambos fugitivos se detuvieronen seco. No les había tocado lalluvia de balas, pero estabanasustados, y dábanse cuenta de quese había empleado contra ellos unapistola ametralladora de un tipopara ellos desconocido.

—¡Manos arriba! ¡Manosarriba! —aulló Monk—. No tengomás que hacer un pase y quedaréisen condiciones de ir al cementerio.

No era una situación que se

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prestara a debate. Los hombresempezaron a dejar caer sus armas.Una pistola se disparó al tocar elsuelo; pero el proyectil no tocó anadie. Se alzaron las manos.

Monk y Ham se apearon delcoche. Habeas Corpus les siguió.

Los aviadores parecían algoaturdidos.

—¿Qué demonios significatodo esto —inquirió el pilotoayudante.

Monk amenazó al grupo deelegantes, con su pistola

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ametralladora.—Tal vez no les gustara la

manera en que estaban ustedestratando a su amigo —dijo.

—Nos lo querían quitar —dijoel ayudante—. Nos deshicieron losneumáticos a balazos; luegosaltaron a la carretera cuando nosdetuvimos. ¡No tuvimos ni la menoroportunidad de defendernos!

—¿Dónde llevaban usted algordo? —inquirió Monk.

—A la comisaría que hay enesta carretera. ¡Está loco!

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—¡Qué ha de estar loco! —exclamó el otro aviador—. ¡Yo,creo que está tan cuerdo como yo:

—¿Qué significa estoexactamente?

—¡Que me registren! —contestó el piloto agitando losbrazos con ira—. El gordo este hizotres disparos en nuestro aeroplanocontra un asiento vacío. Luegohabló como si estuviera loco yfuese amigo de Shakespeare,¡incluso dijo que Shakespeare eraél!

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—Pero... ¿y todo ese jaleo quehubo en el hangar del aeródromo?—inquirió Ham.

El piloto señaló al grupo.—Esos individuos entraron en

el hangar para echarle una mirada anuestro avión. Buscaban algo queno encontraron.

—Creo que fue el gordo estequien les mandó que registraran elavión —dijo Ham.

—¿Huh? —exclamó el piloto,aturdido.

Ham explicó:

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—El gordo estuvo haciendoseñales por la ventana del despachodel director de tráfico. Con todaseguridad les diría, que le salvarana él también.

El hombre obeso, sin serobservado, se había acercado a unode sus hombres y le estabametiendo una mano en el bolsillo.Sacó un revólver niquelado.

No lo usó. En lugar de eso,soltó un grito de sorpresa y dedolor, y el revólver salió de entresus dedos.

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El arma quedó suspendida apocos centímetros de su mano.Intentó cogerla.

El arma, sin que nada visiblela sujetara le esquivó.

Monk se quedó boquiabierto.—¡Rayos! —exclamó—.

¡Duendes!Tan asombrado estaba, que la

cuadrilla aprovechó la oportunidad.Se movieron aprisa.

Monk empezó a mover lapistola; pero no fue lo bastanterápido y le derribaron. Un puntapié

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mandó la pistola a la cuneta.A Ham le desarmaron,

obligándole a alzar los brazos,como a los aviadores.

El cerdo Habeas Corpus seretiró apresuradamente, al matorralmás cercano.

—¡Más vale que noslarguemos! —dijo el hombre obeso.

Se oyó ruido entre losmatorrales y apareció una enormefigura. Era el boxeador. Llevaba unrevólver muy brillante en una mano.

—Estaba preparado para

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ayudarles —dijo—. Pero me pareceque no me necesitan. Oigan, ¿qué leocurrió a ese revólver?

Instintivamente, todas lasmiradas buscaron el arma que tanmisteriosamente se había portado.Yacía en la cuneta, junto a lacarretera. Nadie había visto cómohabía ido a parar allí.

—¡No os preocupéis de eserevólver! —dijo el hombre obeso—. Nos vamos.

—Podemos ir en coche por elmismo precio —dijo el boxeador.

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Corrió al coche en que Monk.Ham y el cerdo habían llegado.Aquél era el único automóvildisponible para la huída, puesto queel de los aviadores tenía tresneumáticos pinchados. Se aproximóal volante y alargó la mano hacia lallave.

Los demás hombres corrían yahacia el coche, pero ninguno deellos estaba lo bastante cerca paraver que el pugilista, en lugar dehacer girar la llave, la sacaba y sela escondía en la palma de la mano.

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Luego se apeó.—¡Maldita sea la estampa de

esos pajarracos! —gruñó.—¿Qué ocurre? —preguntó el

hombre obeso.—¡Se llevaron la llave!

Tendremos que largarnos a pie.—Entonces, ¿a qué

esperamos?Todos se metieron por entre

los matorrales que bordeaban elcamino.

Recorrieren unos cien metros yse organizaron de forma que

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viajaran en fila india. Se turnabanen encabezar la procesión y abrirpaso por entre la maleza.

El jefe obeso se quedó atráscon el boxeador.

—No le he visto a usted en mivida antes de ahora —dijo—.Debiéramos conocernos.

—Eso pudiera ayudar —asintió el púgil.

—¿Cómo se llama usted?—En estos momentos “Toro”

Retz —contestó el señalado—. ¿Nofue usted a ver los combates al

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Boston Arena anoche?—Yo rara vez voy a ver

combates de boxeo.—Entonces no me vió. Más

vale así. Muchacho, ¡qué paliza medieron!

—Perdió, ¿eh?—¡Y que lo diga! Había uno

que manejaba los puños como unmaestro. Mire, el tipo ese debiómeterse pimienta en los guantesDios sabe cómo. Y, cuandoconsiguió que me empezaran aescocer los ojos, me pegó con todo

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menos el cubo. Si me encuentroalguna vez con ese...

—Déjelo correr. —El hombreobeso se puso bien el sombreronegro—. Como he dicho, es laprimera vez que le veo a usted.¿Por qué nos ha ayudado?

—Bajaba por la carretera. Vique estaban ustedes en un maltrance.

—Y... ¿por qué nos ayudó? —inquirió el jefe, brillando, lacuriosidad en sus ojos.

El que dijo llamarse “Toro”

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Retz pareció reflexionarprofundamente.

—Parecían ustedes decategoría —contestó por fin.

—¿Qué quiere decir esoexactamente?

El hombre se encogió dehombros.

—El «manager» y los gastosde entrenamiento se comieron laparte de la bolsa de anoche quecorrespondía a vencido. Estoypelado. Le camelé a un periodistapara que me sacudiera un pasaje de

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avión que a él le habían regalado.Les vi a ustedes y me parecieronhombres que sabrían correspondersi se les hacía un favor.

—Ya... Creyó que sabríamoscorresponder...

—¿Por qué no? O... ¿dime heequivocado quizá?

—No es preciso que se andepor las ramas conmigo —leadvirtió el otro, con sequedad.

Bueno —sonrió el boxeador—. Estoy pelado, como he dicho.Se me ocurrió que tal vez pudieran

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echarme un cable.—¿Qué sabe hacer?La sonrisa del señalado rostro

se hizo más expansiva.—Sacudir estopa. Y... no soy

mojigato.—Ya... —repitió el hombre

obeso.Siguieron andando y el

boxeador empezó a dar muestras deduda y de inquietud. Por fin sevolvió y se encaró con el hombreobeso.

—Oiga —lloriqueó—: No

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pido gran cosa. Les hice a ustedesun favor, ¿sabe? ¿No voy a sacarnada de eso? No digo que mesacudan guita. Sólo que me den unaentrada. Algo en que uno puedalevantar cuartos, ¿sabe? ¿Qué medice?

—Claro —respondió elhombre obeso—, claro que ledaremos algo...

—¿Algo bueno?—Algo muy bueno.Siguieron andando y el hombre

obeso se rezagó un paso,

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metiéndose las manos en losbolsillos, distraídamente. Sacó unade ellas sigilosamente un instantedespués.

Sujetaba un cilindro de cuero,relleno de perdigones, que debíahaber obtenido de alguno de suscompañeros. Lo alzó de pronto, yvolvió a dejarlo caer con terriblefuerza.

Parecía como si el boxeadorhubiese presentido lo que ocurría,porque se inclinó un poco y recibióel impacto encima de la cabeza y no

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en la nuca.Pero se oyó un fuerte ruido y

el hombre cayó de bruces, seestremeció un poco, y luego sequedó inmóvil y exangüe.

Uno de los hombres miró a sujefe.

—A lo mejor el tipo eseobraba con la mejor intención delmundo, telégrafo —dijo.

El obeso “telégrafo” movióafirmativa y apaciblemente lacabeza y volvió a guardarse elcilindro.

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—No nos hallamos ensituación de correr riesgos con uncaballero a quien no conocemos —murmuró.

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CAPÍTULO IV

OTRO FANTASMA

NO abandonaron el exánime cuerpodel boxeador inmediatamente.

«Telégrafo» se inclinó y le dioun pellizco bien fuerte; pero noobservó movimiento alguno quehiciese suponer que el otro fuera arecobrar el conocimiento. Luego le

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registró los bolsillos.Encontró cartas dirigidas a

Leopoldo Retz, a Boston, y las leyó,viendo que todas trataban decombates futuros y asuntosrelacionados con el entrenamientode un boxeador.

Había también un manojo derecortes de periódicos que parecíanrecientes.

Eran de diarios deportivos yuno de ellos decía:

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UN TORO MANSO“Toro Retz dejó

demostradopalpablemente una cosa,anoche, en su combate.Como boxeador, resultauna excelente alfombrapara limpiarse las botas.”

«Telégrafo» rió y examinó losotros recortes.

—¡Qué combate debió ser ése!—murmuró.

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—Parece ser que este tipodecía la verdad —dijo uno de losotros—. Tal vez no debiéramoshaberle sacudido.

—¿Por qué no? —exclamó«Telégrafo»—. Era undesconocido, ¿no? Y ¡qué primosseríamos si diéramos entrada a undesconocido! Este asunto esdemasiado grande para tipos comoeste bestia.

Aquello pareció decidir lacuestión, y siguieron andandoaprisa. Uno del grupo dio muestras

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de conocer los alrededores y, antesde haber transcurrido mucho rato,salieron a un camino muyfrecuentado.

No se dirigieron a la acera delmismo, sino que caminaron en líneaparalela con él, recorriendo cosa deun cuarto de milla hasta que uno delos hombres señaló y dijo:

—Ya sabía yo que estaba poraquí.

Lo que señalaba era un postede teléfonos a cuyo lado había unacabina pequeña. Era uno de los

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teléfonos instalados a lo largo de lacarretera para uso de motoristasque pudieran necesitar pedir ayudaurgente.

Uno de los hombres se metióen la cabina telefónica e hizo unallamada.

—Uno de nuestros cochesvendrá aquí a recogernos dentro demedia hora —dijo.

Se retiraron tras los matorralesa esperar y charlar.

—Dinos lo que pasó en elavión, “Telégrafo” —solicitó uno

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de los hombres.«Telégrafo» se quitó el

sombrero y se puso a darle vueltassobre una rodilla.

—Parecía que todo salía apedir de boca —dijo—. Me hicereservar dos asientos en elaeroplano y me senté en el de atrás.De pronto, cuando nos acercábamosa Nueva York, uno de los viajerosabrió una ventanilla para asomar lacabeza y mirar algo. Se produjo unacorriente y levantó un papel delasiento de delante... de delante mío,

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quiero decir.Uno de los hombres alzó una

mano.—¡Chitón! —dijo—. Baja un

hombre por la carretera con uncarro. Pudiera oírnos.

Se alzaron y vieron al hombreen cuestión.

EL carro era desvencijado yestaba cargado de toda clase detrastos viejos.

El hombre iba mal vestido yparecía lo que era: un trapero.

«Telégrafo» dejó de hablar;

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pero esto no significa queinterrumpiera su relato. Empezó ahacer signos leves con las manos.

Los movimientos aquellosparecían formar parte de un sistemade comunicación rápida. Desdeluego no era el procedimientoempleado normalmente por lossordomudos.

Prosiguió la conversación detan extraña manera hasta que eltrapero se hubo alejado, después delo cual, se volvió al método oral.Tal relato parecía haber progresado

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bastante durante el rato que habíanhablado por señas.

—Y... ¿dices que después dedisparar oíste gritar una voz? —inquirió uno de los hombres.

—Sí.—¿Fue Easeman el que gritó?—¿Easeman? —«Telégrafo»

movió negativamente la cabeza—.No lo sé. Creí que Easeman estabamuerto. Lógicamente debieraestarlo.

Uno de los hombres se encogióde hombros.

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—Buen, pues ya te he dicho loque encontramos al registrar elaeroplano: nada en absoluto.

«Telégrafo» soltó un gemido yse cogió la cabeza con las manos.

—Es un lío... y aun no os hedicho lo que más me preocupa.

—¿Qué?—Las palabras que fueron

gritadas en el avión.—¿Cuáles fueron?—¡Doc Savage!... ¡Tenga

cuidado!Durante unos instantes nadie

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dijo una palabra. Luego uno de loshombres, uno delgaducho que noparecía muy sobrado de salud, seinclinó hacia delante. Se habíapuesto muy pálido.

—Escucha —exclamó,roncamente—: ¿He oído bien?¿Alguien mencionó el nombre deDoc Savage en ese aeroplano?

«Telégrafo» asintió lentamentecon la cabeza.

—Sí —dijo.El hombre soltó un gemido y

murmuró:

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—¡Ahora me acuerdo!—¿Qué? —inquirió

«Telégrafo» con torvo gesto.El otro se irguió, nervioso.—¿Qué sabes tú de Doc

Savage? —preguntó.—Lo que publican los

periódicos continuamente —contestó «Telégrafo»—. No prestomucha atención. Se dice que DocSavage es una combinación defuerza muscular y habilidadmental... algo fuera de lo corriente.

—Pero..., ¡su profesión! —

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exclamó el hombre—. ¿Has oídohablar de ella?

—Tal vez lo llames túprofesión —dijo el hombre obeso,con sequedad—. Yo no la llamoasí. Ese hombre anda por ahímetiéndose en los asuntos de losdemás.

—Ayuda a aquellos que élcree merecedores de ello.

—Por lo que de él he oído —dijo «Telégrafo»—, es unaventurero en gran escala... Pero...¿a qué viene todo eso?

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—¿Has oído hablar de suscinco ayudantes... de los cincohombres que ayudan a Doc Savage?—preguntó el hombre enfermizo,que estaba asustado.

«Telégrafo» asintió conimpaciencia.

—He leído algo de ellostambién. Cada uno de ellos esespecialista en algo. Uno esquímico, otro abogado, otroingeniero, otro una maravilla encuestiones de electricidad y...

—¡Escuchad! —interrumpió

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otro del grupo—. ¿Qué tiene quever todo eso con que gritaran elnombre de Doc Savage en el avión?Yo he visto a Doc Savage. Leconozco de vista. Una vez se ve aese hombre, no se le vuelve aolvidar. No estaba en eseaeroplano.

—¡Cállate! —le dijo elasustado—. Estoy hablando de susdos ayudantes, llamados Monk yHam. Monk es el químico y Ham elabogado.

—Bueno, ¿y qué? —inquirió

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«Telégrafo», con hastío.—¿No has oído hablar del

cerdo Habeas Corpus, mascota quesiempre lleva consigo el químicoMonk?

—¿Cerdo? —«Telégrafo»pareció aturdido—. ¡Pero... esosdos hombres... tenían un cerdo!

—¡Tú lo has dicho! El tipo eseque parecía el gorila era Monk. Elotro, el del bastón negro, era Ham.Es un bastón estoque.

«Telégrafo» se cogió lacabeza con las manos. No habló

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durante un buen rato.—Esto es infernal —murmuró,

por fin.—Bastante —asintió el

hombre enfermizo.— Pero cuandoDoc Savage nos alcance aún lo serámás. He oído decir muchas cosasde ese hombre.

Hubo silencio unos instantes,durante los cuales se miraron todosunos a otros, con inquietud.

—Doc Savage se ha enteradode nuestra existencia —dijo uno—.¿Cómo ha sido eso?

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Otro alargó bruscamente lamano y le asió el brazo a«Telégrafo».

—¿Fue Easeman el que gritóen el aeroplano? —exigió.

—No lo sé —contestó elhombre obeso. Era una vozahogada. Y ya os he dicho que creíaque Easeman había muerto.

—¿Cómo te explicas la notaque el viento te llevó a la cara?

El hombre obeso se puso elsombrero, sacó la nota que estabandiscutiendo.

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—Había unas cajas pequeñascon papel, tinta y pluma en losrespaldos del asiento —dijo—.Esta es una hoja de ese papel.Tomad... miradlo.

Los hombres se agruparon yleyeron la nota. “Telégrafo” se pusoen pie y se separó un poco de ellos,clavando la mirada en la carretera.

Era muy concurrida. Pasabancoches con bastantefrecuencia.”Telégrafo” volviócuando los hombres hubieronacabado de leer.

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—Eso aclara bastante loocurrido, ¿no? —preguntó—. Esaes la escritura de Easeman.

—Pero... ¿cómo consiguió esainformación? —preguntó uno de losdel grupo.

—¡Espiándonos! ¡Esa es laúnica manera como puede haberlaconseguido! ¡Maldita sea suestampa! No era tan débil comonosotros creíamos. Se estabapreparando para darnos que hacer.¡Esta nota lo demuestra!

—He estado pensando en eso

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—dijo “Telégrafo”—. Y no tienenada de agradable. ¡Maldita sea...!¡Precisamente cuando creíamos quelas cosas empezaban a andar bien!

—Tal vez Easeman estémuerto después de todo —murmuróun hombre, esperanzando.

—Eso sería un alivio —asintió «Telégrafo».

Estaba doblando, lentamente,la nota. Cogiéndola entre índice ypulgar, se dispuso a metérsela en elbolsillo. No llegó a completar elmovimiento.

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Se le abrió la boca de par enpar. Soltó un grito. Su rollizocuerpo se estremecióconvulsivamente. Se encogieron suspiernas y ocurrió algoescalofriante: durante variossegundos pareció suspendido porcompleto en el aire sin rada que lesostuviera. Luego cayópesadamente, al suelo.

A continuación le salió la notadel bolsillo y se alzó,verticalmente, cosa de un metroochenta. Entonces pareció cogerla

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la brisa y la nota revoloteó en elaire.

El semblante de «Telégrafo»era una máscara de horror. Luchópor recobrar el habla.

—¡Usad las pistolas! —aulló.Los hombres habían recogido

sus armas del suelo después dehaberse presentado el boxeador.Las sacaron ahora y empezaron adisparar.

Lo hacían a tontas y a locas.No tiraban contra ningún blancodeterminado; pero era de observar

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que ninguno de sus disparos sedirigía al suelo y al aire.

Los proyectiles cortabanhojas, arrancaban corteza de losárboles.

“Telégrafo” se puso en pie.Tenía el rostro congestionado y losojos saltones. Se acarició el cuello.

Se le veían en la garganta unasseñales moradas. En un sitio se lehabía cortado la piel. Unas gotas desangre resbalaron, manchándole elcuello de la camisa. Recobró eldominio sobre sí.

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—Es inútil —dijo—. Dejad dedisparar.

Cesó el tronar de las pistolas.—¿Hacia dónde voló la nota?

—inquirió «Telégrafo».Un hombre señaló.—Hacia allá. Se la llevó el

viento.—¡Buscadla! Luego nos

largaremos de aquí.Su forma de proceder fue rara

en extremo. Se agruparon, bienpegados los unos a los otros, yavanzaron en la misma dirección

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que tomara la nota.Después de recorrer unos

metros así, empezaron a mirar a sualrededor con creciente ansiedad.

—¡Ha desaparecido! —gimió«Telégrafo».

Uno de los hombres soltó ungrito y señaló, exclamando:

—¡Mirad!A unos cincuenta metros de

distancia se agitó un matorral, comosi alguien lo hubiese movido. Sinembargo, no había nada visible porallí.

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Los hombres avanzaron conlas pistolas preparadas, hasta queuno de ellos, observando el suelo,soltó un sonido sibilante y alzó elbrazo.

La tierra era blanda y teníahuellas pisadas y señales talescomo haría un hombre que searrastrara por el suelo.

—Había alguien rondando poraquí —dijo “Telégrafo”.

Empezaron a correr, siguiendolas huellas. Un momento despuésobservaron movimiento. Era un

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hombre, un gigante que corría arefugiarse en un macizo de árboles.Todos le vieron.

—¡Es ese maldito boxeador!—rugió “Telégrafo”—. ¡Debíamoshaberle liquidado!

Dos de les hombres dispararony, sabiendo que no habían hechoblanco, se deshicieron enmaldiciones.

—Extendeos —ordenó elhombre obeso—. ¡Nos quitaremos aese tipo del paso por lo menos!

Se oyó de pronto una especie

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de gemido en la distancia y se fuehaciendo mayor. «Telégrafo» y sushombres se miraron.

—Policía —dijo «Telégrafo».Allá cerca, en la carretera,

sonaron tres notas musicales de unabocina. Casi inmediatamente fueronrepetidas.

—Ese es nuestro coche —dijouno—. Más vale que noslarguemos.

—La idea es buena —asintió“Telégrafo». Echaron a correr haciala carretera.

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Por el camino, los hombressacaron pañuelos y limpiaroncuidadosamente toda huella dactilarde las pistolas. Luego las tiraron.

Era evidente que habían tenidodificultades con la policía en otrasocasiones y conocían las leyesacerca de la tenencia ilícita dearmas.

—¿Estáis seguros de queninguno de vosotros dejó huellasdactilares en el interior de lapistola cuando las engrasó la últimavez —jadeó «Telégrafo»—. Y...

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¿limpiasteis los cargadores antes deponerlos?

—¿Crees tú que somosprincipiantes? —gruñó alguien.

Llegaron al coche. Era tiposedan, ni demasiado viejo nidemasiado nuevo.

Un joven bien vestido y deagradable semblante conducía.Abrió las portezuelas.

—La «bofia» debe haber oídovuestra guerrecita —observó—.¿Dónde queréis ir?

«Telégrafo» fue el último en

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subir al coche. Se inclinó haciafuera para coger la portezuela ycerrarla.

—Charlaremos un rato con lahija de Easeman —dijo, sombrío—.Ya conoces las señas: Central ParkWest. Tal vez sepa algo de su viejo.

Se hallaba de cara a losmatorrales al decir esto.

La puerta del coche se cerróde golpe. El conductor quitó losfrenos y movió la palanca de lasmarchas. El vehículo se puso enmovimiento.

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Fue, ganando velocidadrápidamente. Tiró en direcciónopuesta a aquella de donde venía elsonido de la sirena policíaca.

Aún no había desaparecido elcoche de vista, ni había aparecidoel de la policía —un recodo delcamino lo ocultaba— cuando seoyó un ruido entre los matorrales yaparecieron Monk y Ham.

Habían estado corriendo; peroninguno de los dos jadeaba,evidente prueba de su inmejorableestado físico. El traje del abogado

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estaba algo menos inmaculado de loque estuviera antes.

Aún llevaba su bastón estoque.El cerdo Habeas Corpus les seguía.

Fue el puerco el primero endescubrir al boxeador. Este sehallaba de pie detrás de unmatorral, con un telescopio en lamano.

Monk y Ham corrieron haciaél. Ambos sonreíanexpansivamente, y el cerdo HabeasCorpus saltaba de un lado a otrocomo entusiasmado.

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—Oye, Doc, ¿qué significatodo esto? —preguntó Monk.

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CAPÍTULO V

LA MUCHACHA DE VERDE

EL gigante de la cicatriz, de lasorejas hinchadas y los nudososdedos, se metió el telescopio en elbolsillo y volvió a meterse entre lamaleza.

Allá en la carretera, el cochede la policía avanzaba lentamente,

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buscando el lugar en que sonaronlos disparos que habían sido oídosdesde lejos.

Era posible que hubiesen sidooídos los gritos de los hombres de«Telégrafo» también, y que alguienhubiera avisado a la policía.

—¿Y los guardias? —preguntóMonk.

—Nos estarían interrogandodurante una hora o más —Elboxeador hizo un gesto en direcciónal aeródromo—. Tenemos quehacer.

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Retrocedieron, despacio alprincipio, cuidando de no hacerruido. Luego fueron más aprisa. Elgigante de aspecto pugilístico habíasufrido una serie de sorprendentescambios.

Había enderezado los hombrosy erguido la cabeza, que llevaraencogida para hacer más grueso sucuello. Parecía medir sus buenostreinta centímetros más de estatura.También había dejado de arrastrarlos pies.

—¿Qué fue lo que dio

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principio a todo ese tiroteo, Doc?—inquirió Monk.

El gigante se puso a trabajarsobre una mano mientras andaba.Los horribles nudos y las cicatricesfueron despegándose.

Aplicó el líquido de unfrasquito que sacó del bolsillo y elpálido matiz de la piel se convirtióen grisácea mancha que se limpiócon un pañuelo.

La mano, libre por fin de sucaracterización, era fuerte y teníaunos músculos de sorprendente

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tamaño. El color era de un tintebronceado poco corriente y la pielera finísima.

—Lo que provocó el tiroteofue bastante misterioso— dijolentamente —.

—¿Qué quieres decir con eso?El gigante contó en pocas

palabras cómo había sido atacado«Telégrafo» y comentó ladesaparición de la nota. Su vozhabía, perdido el tono áspero delboxeador. Resultaba ahoraasombrosa y vibrante, como si

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indicara fuerza contenida.—¡Rayos! —explotó Monk,

cuando hubo acabado el relato—.¡El asunto tiene detalles queparecen sobrenaturales! ¿No loexplicó su conversación?

—Hablaron de un hombrellamado Easeman y parecían tenermucho interés en saber si vivía ono. También se expresaronmediante un sistema de señales conlas manos. Debe de tratarse de unprocedimiento especial suyo, unaespecie de taquigrafía de signos.

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No había un movimiento por cadaletra del alfabeto, sino señas que,evidentemente, representaban frasesenteras. Por desgracia, no logrésacar mucho en limpio de ello.

Había limpiado su otra manoya, y se puso a trabajar sobre surostro. Las deformaciones de lasorejas resultaron estar simuladascon una substancia que parecíagoma.

Unas piezas minúsculas demetal le mantenían abiertas lasfosas nasales. Al quitarse la cera

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que llevaba en las mejillas, cambiópor completo todo el contorno de sucara.

—¿Qué sacas tú en limpio detodo este asunto, Doc? —inquirióMonk.

El gigante fue lento enresponder.

—Es imposible asegurar nada—contestó—. Recibí aqueltelegrama de Boston diciéndomeque viajara en el aeroplano,disfrazado. El mensaje iba firmadocon un nombre que nada

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significaba.Aplicó parte del contenido del

frasco a sus facciones y luego se lolimpió.

La transformación fue pocomenos que increíble. Su rostro setornó notablemente bien parecido.Su color era el mismo bronceado delas manos.

Su cabello, limpio del tintecon ayuda del líquido del frasco,era de un color bronceadolevemente más oscuro que el de lapiel.

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El zumbido de motores deaviación delató la situación delaeropuerto.

El gigante torció a la derecha yno tardaron en llegar a su roadster,que estaba casi oculto entre unmacizo de árboles donde lo habíametido mientras seguía a«Telégrafo» y a los dos aviadores.

Monk preguntó:—Pero Doc, ¿qué clase de

pista tenemos?—«Telégrafo» le dijo a su

chofer que les llevara a la casa de

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un tal Easeman, que tiene una hija—explicó Savage.

Ham exclamó:—Pero... ¿cómo lograste

acercarte lo bastante para oír?No acabó la frase. Había

recordado que, cuando loencontraron, Doc estaba usando untelescopio. El gigante de bronce,entre sus muchas habilidades,contaba la de saber leer en elmovimiento de los labios.

El piso de P. Treve Easemanse hallaba situado en uno de los

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magníficos edificios que se alzabanfrente al Central Park West.

Había otros Easeman en ellistín de teléfonos que hablaconsultado Doc; pero ninguno deellos vivía en Central Park West.

Doc dejó el coche en unabocacalle próxima y, acompañadode Monk y de Ham, avanzó hacia lamarquesina de la entrada deledificio, bajo la cual se hallabandos porteros tan elegantementeuniformados como si fueranalmirantes.

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—¡Chitón! —exclamó Monkde pronto—. ¡Mirad! ¡Parándosejunto al bordillo!

Doc dijo, serenamente:—El pararse a mudar de ropa

les debe haber retrasado.Un coche grande, tipo sedan,

de aspecto caro y con chofervestido con rica librea, se detuvoen aquel momento junto al bordillo.Los dos porteros saludaron ylucharon con las manecillas de lasportezuelas.

La hilera de hombres que se

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apeó tenía un aspecto la mar derespetable.

Vestían de impecable etiquetatodos, llevando incluso guantesblancos, sombrero de copa ybastones negros brillantes.

“Telégrafo” iba delante detodos. Le seguían otros cuatro,todos ellos miembros de suorganización que habían tomadoparte en el asunto del aeropuerto.

Un muchacho ruidoso y nadalimpio corrió hacia el grupo que seapeaba del automóvil. Agitaba unos

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periódicos en la mano.—¡El joyero más importante

de la ciudad se vuelve loco! —gritó—. ¡Número extraordinario!¡Edición especial! ¡Lean las últimasnoticias!

Uno de los porteros dijo:—No puedes vender

periódicos aquí.—¡Un joyero ve volar las

joyas y se vuelve loco —aullaba elchiquillo—. ¡Edición especial! ¡Nodeje de leerla!

El portero exclamó, hablando

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por las comisuras de los labios.—¡Lárgate de aquí, so golfo,

antes de que te acerque la puntera...al asiento de los calzones!

«Telégrafo» sonrió, se acercóy dijo:

—Un momento por favor.Y compró uno de los

periódicos. Juntos entraron todos enel espacioso vestíbulo, iluminadocon luz indirecta, y se aproximarona la telefonista.

—El señor Edmunds ycompañía, a ver a la señorita Ada

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Easeman.La telefonista les anunció por

teléfono. Luego les contestó:—La señorita Easeman les

suplica que suban.«Telégrafo» dejó que sus

compañeros echaran una mirada alos titulares del periódico mientrassubían en el silencioso ascensor.Una de las noticias parecíainteresarles vivamente.

JOYERO

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TRASTORNADOCUENTA EXTRAÑA

HISTORIA

“W. Carlton Smythe—Váncell,— principaljoyero de la ciudad deNueva York, ha sidoentregado a los cuidadosde un psiquiatra, segúnse nos notifica estatarde. Se anuncia queSmythe —Vancell padecede alucinaciones a causa

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de haber visto que unabandeja en que sehallaban las joyas másvaliosas de suestablecimiento selevantaba sola y salíaflotando, sin ayuda denadie, de la tienda. Seasegura que las joyas,que valen cerca de unmillón, handesaparecido. La policíatrabaja sobre el asunto.”

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Ni “Telégrafo” ni suscompañeros dieron la menormuestra de que el asunto excitabaen ellos especial interés; perocuando se hubieron apeado en unode los pisos y se hubo marchado elascensor, uno de los del grupo riósecamente.

—Un duende debe de habersellevado esas joyas —dijo.

—Es muy posible —asintió«Telégrafo». Luego miró al hombreque había hecho el comentario—.¿Cuál era el valor de las joyas?

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—Dos millones —contestó elotro—. Un comprador de génerorobado nos ha ofrecido un millón yay aún subirá el precio.

—Señores —dijo«Telégrafo», serenamente:—comprenderéis, naturalmente, queeste asunto de las joyas sólo fue loque pudiéramos llamar una pruebade la eficacia, de nuestrodescubrimiento aplicado en unadirección determinada.

—¡Y tan determinada! —rióuno de los hombres.

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—¡Señores! —exclamó elhombre obeso, con satisfacción—.¡Tenemos al mundo a nuestros pies!

—Tal vez sea necesario apelara muchos argumentos convincentespara que el mundo se dé cuenta deello —dijo otro.

Con rollizo dedo, «Telégrafo»golpeó la noticia del suceso.

—Este es el primer paso —anunció—. En cuanto hayamosliquidado el asunto de Easeman y«Rebañahuesos», tendremos capitalsuficiente para trabajar en gran

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escala.El pasillo por el que

avanzaban estaba lujosamenteadornado. Llegaron a una puerta,les fue abierta, y entraron sinvacilar. El interior era oscuro.

Parpadearon deslumbrados alinundarse la habitación de luz.

—Señores, ¿han visto ustedesfuncionar alguna vez de cerca unaescopeta de repetición? —inquirióuna voz femenina, sombría ydecidida.

Era evidente que «Telégrafo»

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y sus hombres sabían dominar losnervios, pues se limitaron a mirar alcañón de la escopeta y, excepciónhecha de uno, al que se le cayó elcigarrillo de los labios, ningunopareció muy turbado.

Una joven manejaba, laescopeta y su forma de agarrarlaera la de un cazador que aguardaque alce el vuelo un pájaro paradisparar. Su postura indicaba queaquélla no era la primera vez quemanejaba una escopeta.

—Cada uno de ustedes se

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agarrará las alas del sombrero ytirará de ellas hasta taparse los ojos—ordenó—. Y si creen que hablopor hablar, desobedezcan misórdenes y verán lo que pasa.

Su voz denotaba cultura, nodelataba el menor temor yexpresaba un convencimientoenfático.

—¡Pronto! —ordenó—.¡Cálense el sombrero hasta lasorejas y tápense los ojos!

Tenía las uñas esmaltadas deun color esmeralda poco común.

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Este color hacía juego con el delvestido de sastre que llevaba.

«Telégrafo» y sus hombres seencasquetaron el sombrero hasta losojos.

Luego, la muchacha les ordenóque alzaran las manos y se movióentre ellos, cacheándoles con ágilesdedos y quitándoles las pistolas delos bolsillos y de las fundas quellevaban debajo del brazo.

Era evidente que aquella jovenno era una muchacha corriente. Susmovimientos eran felinos y se

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notaba un desarrollo muscularmayor de lo corriente en sus brazosy espalda.

«Telégrafo» habló desdedebajo del sombrero.

—Mi querida señoritaEaseman; está usted cometiendo unerror. Somos detectives...

...contratados por mi padrecomo escolta antes de desaparecer—completó la muchacha—. Eso eslo que me dijeron ustedes durantesu anterior visita. Y en dichaocasión me sonsacaron hábilmente

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para averiguar qué sabía yo,exactamente, de la desaparición demi padre. Supongo que habránvuelto esta vez con el mismoobjeto, ¿no?

«Telégrafo» empezó a decir:—Pero, mi querida niña...—¡Nada! —le interrumpió la

aludida—. He averiguado quién esusted.

Los hizo descubrirse paraconducirlos a una biblioteca grandemagníficamente amueblada. Abrióel cajón de una mesa y extrajo de él

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dos cosas: un vaso y una minúsculamáquina fotográfica, que secomponía casi exclusivamente deobjetivo.

—Procuré parecer muy tontadurante su visita anterior —dijo—.Eso fue para tener ocasión de usarla máquina, que toma instantáneas ala luz eléctrica corriente. Y tambiénlogré que dejara usted sus huellasdactilares en este vaso. Llevé lasfotografías y las huellas dactilaresal departamento dactiloscópico dejefatura.

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Esta información hizo que elhombre obeso exhalara un suspiro.

—Me debo estar volviendodescuidado —dijo.

—Desde luego no ha hechousted mucho honor a su fama —leaseguró la muchacha—. Al repasarel fichero se descubrió que erausted “Telégrafo” Edmunds uno delos estafadores y chantajistas máslistos del país.

—¡Absurdo! —suspiró elhombre.

—Adquirió el apodo de

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«Telégrafo» debido al sistema designos que emplea para hablar conlos miembros de su banda —agrególa joven.

Esto pareció recordarle aEdmunds algo que había olvidado.Se limpió una uña de la manoderecha con el pulgar de laizquierda.

Se quitó una mota de polvoimaginaria del puño. Uno de loshombres juntó el pulgar y el índicede la mano izquierda.

—¡Quietos! —ordenó la

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muchacha—. ¡Se están hablandopor medio de su sistema detelegrafía!

—¡Absurdo! —repitió“Telégrafo”.

Y se encogió de hombros. Susmanos no dejaron de moverse.Hicieron nuevos signos que parauna persona que nada sospechase,hubieran parecido señales denerviosismo, pero que la joven fuelo bastante perspicaz parareconocer como lenguaje.

Su escopeta se disparó con

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ensordecedor estampido.«Telégrafo» soltó un aullido y

cayó al suelo. Se hizo una bola y seretorció, sus gemidos resultabanhorribles.

—¡Levántese! —gruñó lamuchacha, amenazando a todos conla escopeta—. ¡Disparé por encimade su cabeza!

Telégrafo» siguióretorciéndose y gimiendo. Susconvulsiones le hicieron alzar lacabeza y se le vió la cara. La teníamanchada de rojo. Gimió, y unas

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burbujas encarnadas le aparecieronen los labios.

La muchacha pareció aturdida.Palideció levemente. La escopetatembló en sus manos.

Uno de los hombres alargó unpie, lo enganchó en una mesita y latiró en dirección a la muchacha.Esta la esquivó.

Otro hombre le tiró con susombrero de copa, que dio en lacara de la joven.

Un instante después se leechaban todos encima, luchando por

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quitarle la escopeta, de la que seapoderaron casi inmediatamente.Tres de ellos dedicaron casi todossus esfuerzos a sujetar a lamuchacha.

«Telégrafo» se levantó, delsuelo, se limpió la cara con unpañuelo y recogió los trozos de unapluma estilográfica que habíaestado cargada de tinta roja.

Se guardó los pedazos.—Un «truco» imponente —

dijo—. Estaba demasiado ocupadavigilándonos a todos para verme

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untarme la cara de tinta.Se dirigió a la puerta exterior,

la abrió y escuchó un buen rato, traslo cual recorrió todo el lujoso piso.Colocó un centinela en el corredor,junto a la puerta.

—Esta casa ocupa todo el pisoy con toda seguridad no se oyefuera nada de lo que ocurre dentro—dijo—. Al parecer, nadie vendráa investigar el disparo.

La muchacha preguntó, con ira:—¿Qué buscan ustedes aquí?—Querida, deseamos saber

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dónde puede encontrársele a supadre P. Treve Easeman —lecontestó, tranquilamente,«Telégrafo».

—No sé dónde está —respondió la joven, conbrusquedad.

El otro sonrió sin entusiasmo.—Sabrá usted, naturalmente,

lo que le ha ocurrido a su padre.—No lo sé. ¿Por qué no me lo

dice?«Telégrafo» rió, con aspereza.—¡Qué listo sería si lo

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hiciera!Ada Easeman echó hacia atrás

la cabeza.—Mi padre desapareció —

dijo—. Desde entonces hanocurrido cosas muy extrañas. Unacrecida cantidad de dinerodesapareció de la caja de caudalesde este piso, una caja de la que sólomi padre y yo conocíamos lacombinación. El agente de Bolsa demi padre me ha dicho que mi padrele telefoneó pidiéndole quevendiera ciertos valores por dinero

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efectivo. Lo hizo y fue a sudespacho con el dinero. Estedesapareció misteriosamente.

—Parece ser que su padre haestado reuniendo dinero —dijo«Telégrafo».

—Sí —respondió la muchacha—, y con toda seguridad, ustedsabrá el porqué.

—¿Cuánto dinero ha reunido?—Mucho. Algo más de un

millón de dólares.«Telégrafo» había estado

sonriendo; pero no con sonrisa

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sincera. Ahora, sin embargo, susonrisa se hizo expansiva y hastagozosa.

—Esto parece indicar queEaseman tenía intención de accedera nuestras exigencias —les dijo asus compañeros.

—Pero... ¡si intentaba lucharcontra nosotros! —exclamó uno deellos.

—Naturalmente; pero preparóel dinero, lo que demuestra queestaba dispuesto a pagarlo si notenía más remedio.

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El otro gruñó:—Lo que interesa es hacer que

Easeman entre en vereda... si es queaún está vivo.

—¡Si aún está vivo! —exclamó la muchacha, en voz aguda—. ¿Qué quiere usted decir?

«Telégrafo» sacó un pañuelo yse lo metió tranquilamente en laboca.

—Yo sé cómo podemospararle a Easeman —dijo—.Haremos con esta muchacha lomismo que hicimos con él.

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—Eso debiera bastar —asintióel otro—. Espero que puedasarreglar lo demás con la mismafacilidad.

—¿Qué demás?—Lo de Doc Savage.«Telégrafo» soltó una

blasfemia.—Discutiremos todo eso con

el jefe supremo —gruñó—. Hastael propio Doc Savage se darácuenta de que en él, ha encontradola horma de su zapato.

Una voz juvenil y profunda

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dijo tranquilamente:—Me parece a mí que esto es

lo que acostumbra llamarse unverdadero cuadro.

«Telégrafo» Edmunds estabasujetando su chistera con las dosmanos. La soltó, dio media vuelta, ymiró hacia la puerta que daba alcorredor. Se quedó boquiabierto desorpresa.

—¡Cuidado! —les gritó a sushombres.

—Eso se me antoja un consejomuy indicado —aseguró la voz

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juvenil y profunda.El que hablaba se hallaba en el

hueco de la puerta. Era un hombredelgado, más alto de lo corriente yde recia musculatura. Un cabellorizado, muy negro, le hacía pareceraún más joven de lo que era.

Sus agradables facciones eranatezadas y tenía un bigote enceradoque en contraste con lo oscuro de sucabello, resultaba casi blanco.Parecía vivaz y hombre de mundo.

Con la mano izquierdasujetaba fuertemente contra su

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pecho el cuerpo del centinela quehabía quedado en el corredor. Estehabía perdido el conocimiento.

El joven del cabello negro ybigote blanco tenía un revólver enla mano derecha, un revólver degran calibre, pero muy compacto.El arma daba la impresión de estarcompuesto principalmente de cañóny cilindro.

—Hazles encasquetarse elsombrero sobre los ojos para queno puedan ver —dijo la muchacha,quitándose la mordaza—. Eso es lo

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que yo hice, Russ.—Me parece una idea

excelente —sonrió el joven.«Telégrafo» Edmunds rechinó

los dientes.—¿Quién es este pájaro? —

preguntó.Uno de sus hombres respondió

a la pregunta.—Se llama Russel Wray —

dijo.—Me tiene sin cuidado cómo

se llame —gruñó «Telégrafo»—.¿Quién es? ¿Qué es?

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—Era escolta particular deSawyer Linnett Bonefelt —dijo elotro.

—Nunca he oído hablar deSawyer Linnett Bonefelt —dijo«Telégrafo», con pomposidad.

—Preciso es reconocer que,como embustero, no tiene ustedprecio —dijo Russel Wray conbrusquedad—. Sawyer LinnettBonefelt ha desaparecido de lamisma manera que P. TreveEaseman. ¡Y ustedes saben algo delasunto!

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«Telégrafo» contestó:—Somos detectives a los que

Easeman contrató para que leescoltaran, de igual manera que lecontrató a usted Bonefelt. Nuestrospropósitos parecen los mismos.Debiéramos trabajar juntos.

—¡El trabajo que yo voy ahacer es meterles a ustedes unascuantas onzas de plomo en elcuerpo! —amenazó Wray.

—¡No les pierdas de vista,Russ! —exclamó la joven—. ¡Estánmintiendo! ¡Son responsables de la

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desaparición de papá y de<Rebañahuesos>!

—¿<Rebañahuesos>? —murmuró «Telégrafo» conextrañeza.

—Eso es lo que llaman aSawyer Linnett Bonefelt y no mequiera usted hacer creer que no losabía —dijo la muchacha.

«Telégrafo» empezó a deciralgo; pero se contuvo y se quedóboquiabierto.

Sus manos hicieron unmovimiento, como si separara a

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algo de su lado.Estaba contemplando la

puerta.Daba ésta al corredor y el

picaporte se estaba moviendo. Lacerradura dio un chasquido y lapuerta se abrió lentamente.

Una expresión horribleapareció en el rostro de Edmunds.

—¡Cuidado! —aulló—.¡Cuidado!

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CAPÍTULO VI

FANTASMAS

EL edificio tenía una altura decerca de cuarenta pisos y la casa deP. Treve Easeman se hallaba casien el último, en la parte queformaba una especie de torreón, conparedes casi tan lisas como elcristal.

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La casa no estaba construidade ladrillos corrientes, sino depiedra pulida y los bloquesajustaban tan bien, que no se notabaninguna grieta.

Para escuchar por la ventanadel piso de Easeman, hubiera sidopreciso escalar la pared, cosapatentemente imposible. Pero habíaquien escuchaba.

En realidad, no se trataba deun ser humano, sino de un abultadodispositivo de metal, hilos ycomposición aislante. Este estaba

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sujeto al vidrio de la ventanamediante un aparato de succión, degoma.

El leve golpe producido al seréste echado contra la ventana algúntiempo antes había pasadoinadvertido.

Desde el dispositivo, quecualquier electricista hubierareconocido como un micrófonoaltamente sensitivo, unos hilospartían en dirección ascendente,pasaban por encima del alero deltejado, c iban a morir en una caja

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que contenía un potenteamplificador de radio. Los sonidosrecogidos por el micrófono de laventana iban a parar, finalmente, atres cascos de auriculares.

Doc Savage tenía puesto unode ellos. Monk y Ham usaban losotros dos.

Guardaban silencio,escuchando con atención —cuantoocurría en la biblioteca deEaseman. Habían oído casi todo lodicho desde el primer momento.

Se le había escapado muy

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poco al sensible micrófono. Oíangritar a «Telégrafo» Edmunds.

—¡Cuidado! —gritaba—.¡Cuidado!

Monk se apartó un auricular deuna oreja, como para oírse hablar así mismo, y tragó saliva. Suvocecilla expresaba asombro.

—¡Que me ahorquen sientiendo esto!

Se oyeron extraños ruidos porlos auriculares. Algunos de losgolpes eran reducidosindudablemente, por sillas al caer.

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Oíanse gemidos y gruñidos ytacones frenéticos en el sueloentarimado.

Un jarrón se hizo añicos. Unhombre aulló. No emitió palabra;pero el tono del grito expresaba unhorror terrible.

—Suena como una verdaderabatalla —gruñó Monk.

—Si no quieres que te rompaunas costillas de un puntapié,cállate —le dijo Ham.

Doc Savage no pronunciópalabra. Era característico en el

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hombre de bronce el pasarse largosperíodos en silencio, hablandopoco y no perdiendo el tiempo enconversación a menos que hubieraalgo que ganar con ello.

Abajo, en el piso de Easeman,un hombre gimió:

—¡No podemos con esa cosa!¡Nos matará a todos!

—¡No lo llames cosa! —rugióEdmunds—. ¡Demasiado sabes loque es!

Hubo más algarabía. Alguiendisparó un revólver. El ruido de

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algo que se hacía astillas indicó quealguien había empleado un mueblepara golpear.

—¡No tenemos la menorprobabilidad de ganar! —aulló«Telégrafo» de pronto. ¡Fuera delpiso todo el mundo!

Un hombre gritó:—¿Qué de la muchacha y de

ese Russel Wray?—Que se queden aquí —

contestó el hombre obeso—.¡Tenemos que ir a ver al jefesupremo y discutir el asunto!

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¡Vamos! ¡Largo de aquí!Por el ruido se comprendió

que los hombres luchaban porllegar a la puerta.

Doc Savage se quitó el cascotelefónico.

—¡Vamos a bajar! —dijo.Y en su voz no se notaba la

menor señal de excitación.Monk y Ham corrieron

inmediatamente a la claraboya porla que habían subido al tejado.Monk se detuvo solamente lobastante para coger a su cerdo,

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Habeas Corpus, por una de lasdescomunales orejas.

Habeas parecía acostumbradoya a aquel medio de viajar.

Doc Savage se entretuvo unosinstantes junto a la caja quecontenía el amplificador, había otracon un aparato.

Conectó ambas cajas pormedio de dos alambres.

Como el piso de P. TreveEaseman no hallaba muy lejos deltejado, hicieron uso de la escaleraen lugar de esperar a que subiera un

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ascensor.Monk iba bramando por la

escalera. El químico siempre sehacía ruidoso cuando estabaexcitado.

Su voz, generalmente infantil,se convertía en bramido de toro ymás de una vez, en plena pelea,completamente ileso, se habíapuesto a gritar como si loestuvieran asesinando, nada másque por el gusto de hacer ruido.

—Absurdo —repitió Monk—.Aquí escuchando el jaleo que arman

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allá abajo y... ¿qué sacaremos enlimpio? ¡Un dolor de cabeza!

—¿Querrás callarte —preguntó impaciente Ham.

Monk continuó:—Merodeamos por los

alrededores y estamos tan enteradosde lo que está pasando como antesde empezar. Y ahora que me digan amí sí eso no les...

Llegaron al corredor del pisode Easeman. La puerta estabaabierta. Una corriente de aire subíapor el hueco de uno de los

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ascensores. Por lo demás, latranquilidad era absoluta.

Doc corrió a la puerta y entró.La alfombra estaba toda arrugada yhabía manchas encarnadas en elsuelo. La biblioteca estaba hechacisco, los muebles rotos, torcidos,tumbados.

—¡Señorita Easeman! —llamóDoc.

El silencio le respondió.—¡Wray! —La voz del

hombre de bronce era un trueno.Más silencio. Luego se oyó

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gran ruido de vidrios rotos por lacocina. Doc corrió hacia allí, cruzóuna puerta, y encontró a AdaEaseman y a Russel Wray en mediode un montón de cristales rotos.

Evidentemente, habíanintentado mover un aparador parausarlo como barricada contra lapuerta, y se había derrumbado.

La muchacha no parecía haberestado metida en cosa más movidaque un baile de sociedad. Suvestido esmeralda no tenía ni unaarruga, su cabello seguía bien

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peinado.En contraste con su

inmaculado aspecto, el cabello deRussel Wray estaba manchado derojo en dos sitios y un puño le habíametido una guía del encerado bigotecontra el labio, aun cuando la otraguía seguía enhiesta.

—¿Quién fue el asaltante? —inquirió Doc.

Ambos se miraronboquiabiertos. Ninguno de los doscontestó.

—¿Quién atacó? —inquirió

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Doc, y su voz tenía un tono queexigía contestación.

Russel Wray escupióruidosamente para sacarse laaplastada guía del bigote del labiomagullado. Luego habló.

—¡Yo creo que estaban locos!—dijo.

—¿Qué quiere usted decir coneso? —inquirió Doc.

—¡No había nadie! —respondió Wray, con voz que elestropeado labio hacía un pocoestropajosa—. La puerta se abrió.

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Luego la cuadrilla se puso a darbrincos y a gritar y tirar losmuebles. ¡El delirio!

—¡Aguarden ustedes dos aquíun momento —ordenó Doc Savage.

Cruzó el cuarto, salió alcorredor, y se encontró a Monk y aHam apretando con insistencia losbotones, de los ascensores. Unmomento después llegó un ascensory se abrieron sus puertas.

Los tres hombres se metierondentro con una rapidez que hizo queel empleado soltara una

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exclamación de susto.El propio Doc se encargó de

hacer bajar el ascensor hasta laplanta baja.

Había la mar de excitación enel vestíbulo. La telefonista yacíapálido y exánime montón en susilla, donde se había desmayado; elportero estaba sentado y le corríaun riachuelo de sangre por entre losdedos de las dos manos que teníaapretadas fuertemente contra lacara.

Monk, con el cerdo agarrado

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aún por la oreja, salió corriendo ala calle.

Depositó el animal en la acera.—Se han escapado —dijo.Doc y sus hombres no

abandonaron inmediatamente lapersecución, aun cuando nadahubieran perdido con hacerlo,porque no encontraron pista alguna.«Telégrafo» y sus hombres erangente lista.

No habían sido recogidos ensu huida por el mismo lujoso cocheque los trajera, sino por otro mucho

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más viejo que había estadoestacionado allí cerca sin llamar laatención.

—Esos pajarracos son zorrosviejos —murmuró Monk.

Ham agitó su bastón estoquecon ira.

—La conversación que oímosen el piso ese no tenía pies nicabeza —dijo P Treve Easeman yotro hombre llamado“Rebañahuesos” han desaparecido.La chica Easeman y Wray estánluchando contra «Telégrafo»

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Edmunds y su cuadrilla. Cada unode ellos acusa al otro de saber másde lo que dice.

Monk cogió a Habeas Corpusy le rascó las cerdas de la cabeza.

—Lo que a mí me dejapasmado —dijo—, es la lucha esadel piso. Me sonó como si fueseuna batalla campal. Pero ese Wrayasegura que no hubo atacantes.

Monk y Ham miraron a Doc.—¿Qué sacas tú en limpio de

todo eso, Doc? —preguntó Monk.En lugar de contestar

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directamente, el hombre de broncedijo:

—Discutiremos el asunto conAda Easeman y con Russel Wray.

Volvieron a entrar en eledificio.

Un empleado, boquiabierto decuriosidad no saciada, les dejó enel piso de Easeman.

Oyeron el movimiento de losdemás ascensores al dirigirse a lapuerta del piso. La puerta estabacerrada. Doc la probó.

—Cerrada con llave —

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murmuró, Monk, al observar que nocedía.

El hombre de bronce llamócon los nudillos. No obtuvocontestación.

—¡Caramba! —dijo Ham—.Habían quedado en esperar aquí.

Monk echó una mirada a lacerradura.

—Es una de esas cerradurasnuevas, a prueba de ganzúa —observó—. Más vale queintentemos conseguir una llave delsuperintendente.

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Doc Savage hizo una seña conla mano, sin hablar; esto indicabaque sus compañeros, debíanesperar. Luego sacó del bolsillo unminúsculo estuche que contenía unaselección de puntas, ganchos yganzúas y con ellas se puso atrabajar.

Al parecer, obraba sin lamenor prisa; pero apenastranscurrió un minuto antes de quelas guardas cedieran y se abriese lapuerta.

Entraron y cruzaron los

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cuartos, llamando, de vez encuando, en voz baja hasta haberrecorrido todo el piso no quedaronconvencidos de la verdad.

—La muchacha y Wray se hanlargado —gruñó Monk—. ¿Quérayos significa eso?

—Esto no es una buenarecomendación para ninguno de losdos —observó Ham—. Se largaron,lo que parece indicar que teníanmiedo de hablar con nosotros.

Monk soltó un resoplido.—Entonces, el cuento ese de

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que nada atacó a Edmunds y a sucuadrilla y les hizo salir por piessería un embuste probablemente.

Ham empezó a moverafirmativamente, la cabeza, cuandose acordó de una cosa y por pocodejó caer el bastón.

—Acaba de acudirme unpensamiento a la mente —dijo.

—Trátale con cariño —resopló Monk—. Se debe encontrarun poco fuera de lugar en un sitiotan vacío.

—¿Te acuerdas de cuando

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estábamos en el bosque, después deseguir a «Telégrafo» y a sucuadrilla desde el aeropuerto? —preguntó Ham—. «Telégrafo» y lossuyos obraron de una forma raraallí... obraran como si les hubieraatacado algo... algo que no sepudiera ver.

—¿Algo invisible?—En efecto.—¡Estas loco! —respondió

Monk.Doc Savage dijo:—Propongo que volvamos al

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tejado unos instantes.Monk y Ham dieron muestras

de extrañeza al seguir a Docescaleras arriba y salir al tejado. Leconocían desde hacía tiemposuficiente para saber que cuandodaba un paso, sus motivos teníapara ello; pero no lograban adivinarqué pudiera ofrecerles el tejado queles sirviera de ayuda.

Al ver el amplificador sedesanimaron, creyendo que elhombre de bronce sólo habíasubido a recoger el aparato.

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Doc Savage se inclinó sobrelas dos cajas y empezó amanipularlas.

—¡Eh! —exclamó Monk:—¿Qué es ese otro cacharro?

En lugar de responder, Docalzó la tapa para que el químicopudiera ver el motor de relojería, elcilindro de cera negra y la cajaregistradora de sonido.

—¡Un aparato de registro devoz! —gruñó Monk—. ¿Loacoplaste al amplificador?

La pregunta apenas requería

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contestación, porque el hombre debronce inclinó la caja para que laaguja volviera al punto de partidadel disco, y cambió la conexión delos cascos de auriculares.

Oyeron ruidos, ruidos locos dehombres que corrían frenéticos.Eran los que habían hecho«Telégrafo» y sus hombres al huir.

A continuación hubo unintervalo de silencio tras el cualsonó la voz de Doc Savagellamando: «¡Señorita Easeman!¡Wray! Luego se oyó el ruido de las

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pisadas de Doc al entrar.Tan sensible era el micrófono,

que la mayoría de lo que Doc, lamuchacha y Wray habían dicho enla cocina, no sólo se oía, sino quese comprendía. Se oyó la salida deDoc del piso.

Hubo otra pausa. Luego unasorpresa. El ruido de pasos indicóque Wray y la muchacha habíanvuelto a la biblioteca.

—¿Quién era ese hombre alto,que parecía de bronce? —preguntóuna voz.

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No era Wray el que hablaba.Era una voz masculina; pero unavoz que ni Doc Savage ni sushombres habían oído anteriormente.Tenía algo extraño, sobrenaturalaquel tono, un dejo indescriptiblede irrealidad. Y era muy basta.

Una voz trémula de anciano.La contestación a dicha

pregunta fue sorprendente. Lamuchacha soltó un grito. Wray dijoalgo ininteligible, enormementesorprendido al parecer.

—¿Quién era? —insistió la

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extraña voz—. ¡«Rebañahuesos»!—exclamó la joven en voz aguda yasombrada—. ¿Qué está ustedhaciendo aquí?

—Seguía ese demonio de«Telégrafo» Edmunds —dijo la voz—. Le he estado siguiendo desdeque llegó en avión esta tarde. Teníala esperanza de que me condujesehasta su jefe, el cerebro maestroque dirige cuanto él está haciendo.¿Quién era ese hombre bronceado?

—Doc Savage —respondió lamuchacha.

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—¡Hum! ¿Quién le metió eneste asunto?

—Mi padre, «Telégrafo» teníaprisionero a mi padre en Bostonpara que no pudiera ponerse encontacto con usted. No sabían queya habían empezado ustedes atrabajar juntos, por mediación mía yde Russel Wray. Papá telegrafió aDoc Savage para que se hallara abordo del aeroplano de Boston hoy.

—Mal asunto —dijo«Rebañahuesos»—. Tu padre nodebía de haber metido en esto a

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Doc Savage. Sólo servirá paraexcitar a esos demonios. Iniciaránoperaciones en gran escala. Solos,tu padre y yo hubiéramos podidohacer algo tal vez. Si se excitan yrompen a obrar, seremos impotentesya para hacer nada. El mundo seencontrará en una situación terrible,porque todos los guardias y todoslos ejércitos y todas las marinas nopodrán hacer nada en absoluto.

—Eso mismo temía yo —dijola muchacha.

—Algo le ha ocurrido a tu

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padre —dijo la voz trémula.La muchacha soltó una

exclamación de terror.—No te pongas histérica —

aconsejó “Rebañahuesos” conaspereza—. Id al aeropuerto a verqué podéis averiguar.¿Comprendéis?

—Así lo haremos —asintió lamuchacha.

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CAPÍTULO VII

EL DUENDE DELAEROPUERTO

EL cilindro no contenía más. Doccerró los interruptores y recogió,apresuradamente, los aparatos.Monk le ayudó. Ham, que no teníanada de mecánico, se limitó aobservar y a hacer comentarios.

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—¡Conque la pista vuelve aconducir al aeródromo! —exclamó—. ¿Qué será lo que nos hemosdejado pasar por alto que hemosdejado pasar por alto allí?

—Va a ser de noche antes deque lleguemos allí —dijo.

—¿Es que vamos alaeródromo? —inquirió Ham.

Doc Savage dijo:—Es la mejor pista que

tenemos.Allá en la calle hallaron el

tráfico lo bastante nutrido para

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hacer lenta la marcha. Pero el cochede Doc tenía una sirena de policía ylas placas de matrícula llevabannúmeros muy bajos y conocidos.

Gracias a estas cosas,pudieron hacer que se apartaran losdemás vehículos y volar por elcamino elevado que conducía alcampo de aterrizaje, teatro de tantojaleo horas antes.

Doc apagó los faros cuando seapartaron de la carretera real ycondujo aprovechando la luz de laluna. Paró el coche antes de

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hallarse lo bastante cerca para quepudiera oírse el ruido del motor yrecorrieron el resto de la distanciaa pie.

Monk, que llevaba agarrado aHabeas por una oreja, se puso depuntillas para contemplar losnegros bultos que formaban loshangares, el brillo blanco yuniforme del faro y las líneas deluces de colores que señalaban loslímites del aeropuerto.

—Parece la mar de apacible—dijo.

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No se acercaron a los hangaresentrando por la puerta principal,sino que escalaron la alta verja demetal unos doscientos metros másallá y avanzaron ocultos por el setoornamental que corría paralelo conla verja.

Apenas hicieron ruido alentrar en el enorme hangar en quese hallaba el avión que habíallegado aquella tarde de Boston.

Monk susurró: —Hemos debuscar a un hombre llamado P.Treve Easeman, ¿no es eso?

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Doc Savage guardó silenciounos instantes.

—Tú registra el interior delaeroplano, Monk —dijo, por fin—.Ham y yo examinaremos el hangar.

Monk gruñó:—Pero... ¡si esos pájaros

registraron el avión esta tarde...!Doc nada dijo y Monk,

encogiéndose de hombros, abrió laportezuela y, con el cerdo agarradopor la oreja aún, subió; soltó elcerdo.

—¡Busca, Habeas! —ordenó.

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El animal se quedócompletamente inmóvil. Olfateó.Las cerdas de su cuello y su lomose pusieron todas de punta.

Monk, ocupado en registrar lacabina con ayuda de una pequeñalámpara de bolsillo que tenía ungenerador en lugar de una pila, nose dio cuenta del significado de lasacciones del puerco.

El químico empezó por eldepartamento del piloto y fueretrocediendo hacia popa,examinando cada asiento que se

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encontraba. Paseaba la luz por loscojines.

Bien cerca de popa, llegó a unasiento cuyos cojines estabanmanchados de una forma muy rara.Monk examinó la mancha conatención. Le intrigaba.

Alargó una mano y la tocó.Dio un brinco y la lámpara se

le cayó de la mano, rodando debajodel asiento. El cojín se sentíahúmedo.

Se agachó, cogió la lámpara,dio una vuelta a la lente del mismo,

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de forma que saliera un hazluminoso más ancho y volvió aalumbrar el asiento.

Tocó la mancha otra vez,experimentó una sensación dehumedad y se miró el dedo,esperando ver algo. No tenía nada.

Aún sentía mojados los dedosy se los limpió apresuradamente enel pantalón. Un instante despuéssintió como si un liquido le hubieseatravesado la tela hasta mojarle lacarne.

Monk parpadeó. Se apagó la

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luz y volvió a dar cuerda algenerador apresuradamente. Luegose llevó la mano a la nuca y se alisóunos pelos que le parecían de punta.

Vaciló, luego tocó los cojinesy se llevó la yema de los dedos alos labios.

Escupió violentamente. Habíanotado un gusto marcadamentesalino.

A proa, Habeas Corpus soltóun gruñido agudo.

Monk se puso en pie. El cerdoestaba pegado contra un asiento,

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enseñando los colmillos. Parecíaasustado. El químico bajó por elpasillo central.

Dio dos pasos y emitió unaullido que no hubiera sido mayorsi le hubieran apuñalado de repente.

Doc Savage y Hamexaminaban el otro extremo delhangar y se pasaban más tiempoescuchando que examinando, en laesperanza de oír a la muchacha o aWray. Cuando Monk gritó, ambosse volvieron rápidamente.

—¡Monk! —gritó Doc—.

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¿Qué ocurre?—¡Rayos! —aulló el químico

—. ¡Este cacharro tiene algo raro!Veían al químico por las

ventanillas del aeroplano. Estabaagazapado como un enorme gorila,avanzando lentamente y moviendola lámpara de bolsillo de uno a otrolado. De pronto Monk se detuvo. Sequedó mirando boquiabierto y conlos ojos saltones.

Uno de los cojines del asientoque estaba delante de él se hundíavisiblemente. Era como si un peso

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descendiera sobre él. Pero... ¡no seveía nada!

Monk contuvo el aliento. Elcerdo estaba en tensión.

De pronto —y Monk juródespués que le puso los pelos depunta para siempre— sonó ungemido. Era un gemirlo muy claro yhorrible. Tenía un sonido tan ronco,que era difícil decidir de dóndehabía salido.

Monk se movió. Tenía quehacer algo, aunque no fuera más quesaltar. Alzó una mano para asirse a

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un asiento y apoyarse para dirigirsea la puerta.

No llegó a tocar el asiento. Enlugar de eso, sus dedos tocaron algocaliente y mojado.

Volvió a su costumbre deaullar cuando estaba excitado.

—¡Uf! —aulló—. ¡Rayos!¡Demonios coronados!

En el otro extremo del hangar,Ham aulló:

—¡No hagas tanto ruido, sogorila!

—¡Duendes! —bramó Monk

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—. ¡Hay un duende en esta malditacafetera!

Doc Savage y Ham corrieronhacia el aeroplano.

No llegaron a él. Una de lasenormes puertas corredizas delhangar se abrió con gran estruendo.Empezaron a entrar hombres. Ibanarmados de potentes reflectores demano, pistolas ametralladoras ypistolas corrientes.

«Telégrafo» Edmunds ibadelante de todos.

Monk olvidó por completo al

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duende. Se llevó una mano alsobaco y sacó su pistola superametralladora.

¡Los cristales del aeroplanoeran irrompibles! Rompió uno deellos de un puñetazo, apuntó con lapistola y oprimió el gatillo. Unaespecie de gemido pobló el hangarcon su sonido.

La pistola estaba cargada conbalas de misericordia, balas que nomataban, pero que dejaban sinconocimiento casi instantáneamente.

A Monk no le sorprendió que

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«Telégrafo» no cayerainmediatamente. Pero cuando elhombre obeso dio media vuelta,corrió hacia un montón de bidonesde aceite y llegó a ellos sinnovedad, se quedó un pocoasombrado.

Aun se quedó más asombradocuando «Telégrafo» empezó adisparar contra él con una pistola.

De pronto comprendió.—¡Esos tipos llevan chalecos

de malla a prueba de balas! —aulló.

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Luego se agachó. El avión noera un aparato de guerra blindado.Las balas de revólver loatravesaban sin dificultad. Llegó ala puerta, la abrió, saltó al suelo;corrió hacia donde se hallaban Docy Ham.

Este último se había metido elbastón debajo del brazo y sacadootra pistola super ametralladora.Disparó y los proyectilessalpicaron su contenido químicosobre los bidones de aceite tras loscuales se habían parapetado los

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hombres.Uno de ellos soltó una

maldición y sus palabras seapagaron de una manera quedemostraba que le había alcanzadouna de las balas de misericordia.

«Telégrafo» Edmunds estabagruñendo órdenes y, un instantedespués, sus hombres colocaban laslámparas de bolsillo sobre losbidones, de forma que los haces deluz iluminaran a Doc y a sus doscompañeros.

Monk se dejó caer al suelo.

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Disparando juntos, Ham y Doc notardaron en apagar todas las luces.Fue una exhibición de buenapuntería.

“Telégrafo” soltó toda unaserie de blasfemias y maldiciones.

—¡Corred a ese malditoavión! —aulló—. ¡Tenemos quecoger a ese duende que decía esehombre que parece un mico!

Monk, corriendo aprisa, llegóal lado de Doc y Ham en elmomento en que eran pronunciadasestás palabras. El químico soltó un

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gruñido de incredulidad y, tal vez,de alivio.

—Había algo extraño en eseaeroplano —murmuró—, os digoque sentí algo mojado y saladodonde no había nada.

—Alucinaciones —dijo Ham.—¿Quién? —preguntó Monk,

no oyendo bien la palabra.Una bala dio muy cerca de

ellos, levantando trozos decemento. Monk y Hamretrocedieron un poco,precipitadamente. Habían apagado

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sus lámparas. Reinaba laobscuridad en el hangar. No habíamás iluminación que la de lasestrellas que se veían por la puertacorrediza abierta.

—Doc, ¿qué crees tú que hayen ese avión? —preguntó Monk.

No recibió contestación.—Doc —repitió Monk.Luego buscó a tientas a su

alrededor. No había ni rastro delhombre de bronce.

En el momento en que Monkhacía su pregunta, Doc Savage

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avanzaba, pegado a la pared, unoscuantos metros más allá. Viajabacon el silencio de un fantasma; perono fue muy lejos.

Hizo una pausa, observandoque había suficiente luz delante elbrillo de la luna que entraba por lapuerta para que se viera su figura.

El hangar estaba construido unpoco a la ligera, de hojas de acerosobre vigas del mismo metal, y elhombre de bronce se asió a una deestas últimas y empezó a ascender.

No tenía nada de milagrosa la

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ascensión; pero era pesada, porquelo único que le sostenía era lafuerte presión de sus dedos sobre larebarba de las vigas.

Un hombre de musculaturacorriente hubiera podido ascenderunos metros, tal vez cinco si sehallara en buenas condicionesfísicas.

Había unos doce metros hastala parte superior y, luego, unlaberinto de vigas que cruzar en laintensa oscuridad. Un paso en falsorepresentaba una muerte segura.

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Las vías por las que sedeslizaban las puertas estaban muyaltas y, agazapándose a un lado,Doc logró hacer fuerza sobre lashojas de la puerta y cerrarlas degolpe. La oscuridad que cayó sobreel interior del hangar eraintensamente negra.

«Telégrafo» profirió unamaldición. Algunos de sus hombresle imitaron.

Dispararon contra la puerta,barriéndola de extremo a extremo,en la creencia de que alguien la

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había cerrado desde el suelo.Monk y Ham contestaron al

fuego con sus super ametralladoras.«Telégrafo» volvió a

blasfemar. Las pistolas superametralladoras teníancompensadores especiales en elcañón, que, además de establecer elequilibrio contra el rebote,«digerían» el fogonazo, de talsuerte que era dificilísimodescubrir el punto desde el que sedisparaban.

Doc Savage cambió de

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posición, progresando lentamente apesar de su desarrollo muscular.Llegó a otra viga vertical.

¡Bajó por ella sujetándose tansólo con las manos y tocó el sueloinmediatamente detrás de losbidones tras los cuales se habíanparapetado «Telégrafo» y lossuyos.

Es casi imposible que unhombre se mueva en la oscuridadsin hacer algo de ruido. Los que sehallaban detrás de la barricadahubieran oído descender a Doc si

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no hubieran estado atendiendo a lapelea.

Los ruidos que ellos hacían leguiaron a Doc para lanzar suataque.

La primera víctima lanzó ungemido ahogado, semejante al quehubiera hecho un gato hambriento.Fue el único ruido que pudo soltaral asirle las manos de bronce por lagarganta.

Doc no intentó estrangularle.En lugar de eso, empleó en elhombre algo que había descubierto

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en el curso de sus investigacionesanatómicas sobre el cerebro y encuya aplicación la práctica le habíahecho maestro.

Buscó a tientas, localizó conlas yemas de los dedos ciertoscentros nerviosos y apretó confuerza paralizadora que dejó a lavíctima sin poder moverse ni hablaren un buen rato.

Uno de los otros oyó el ruido.Buscó a tientas con las manos ytropezó con Doc Savage. Uninstante después, caía hacia atrás,

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como consecuencia del fuerte golpeque acababa de recibir en plenorostro. Emitió un aullido.

Desde el otro lado del hangar,Monk y Ham lo oyeron, adivinaronlo que ocurría y empezaron a aullary a disparar. La combinación delruido y del peligro resultó superiora las fuerzas de los atacantes.

—¡Esto se pone demasiadoduro! —gruñó “Telégrafo”—.¡Larguémonos!

Se alzaron y cargaron en masacontra la puerta. Esta se negó a

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descorrerse.Tres de los hombres se

pusieron uno detrás de otro ylanzaron su fuerza combinadacontra una de las hojas de acero.Esta se rompió, franqueándoles asíla salida.

La tranquilidad que reinaraanteriormente en el aeropuerto nosignificaba que estuviese desierto,sino que el personal, aprovechandolos momentos de ocio, se hallabareunido en el despacho del directorde tráfico, charlando.

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Los disparos y los gritoshabían provocado inusitadaactividad. Los faros de aterrizaje,de enorme potencia y que casiparecían derramar cálida luz deldía, se habían encendido.

Algunos de los empleadosllevaban armas. Los pilotos quetransportaban sacos decorrespondencia estabanautorizados a ello.

Los empleados empezaron agritar preguntas. «Telégrafo», portoda contestación, disparó por

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encima de sus cabezas.En lugar de huir, el personal

del aeropuerto se dispersó,cortando la retirada en dirección ala carretera. Empezaron a disparar.Uno de los hombres de «Telégrafo»soltó un bramido y cayó, con unagujero de bala en la pierna.

El hombre obeso paseó unamirada por el grupo de sussecuaces. No constituían una fuerzamóvil, puesto que iban cargadoscon los cuerpos de los compañerosalcanzados por las balas de

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misericordia, en el hangar, asícomo los dos a quienes dejara sinconocimiento Doc.

Furioso, <Telégrafo> señalóaquellas cargas.

—¡No podemos dejarlos! —gimió. ¡Ese Doc Savage los cogeríay los haría hablar!

—Podemos dejarlos de talforma que no puedan hablar —lerecordó alguien.

—¡No seas estúpido! —contestó «Telégrafo»—. Escaseandemasiado los hombres buenos.

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Uno de los hombres gritó yseñaló con una mano.

—¿Por qué no usar ese trasto?—exclamó.

El «trasto» era un monoplanode un solo motor —un aparatonuevo, a juzgar por su pintura frescay su metal reluciente. El motorestaba tapado con una cubierta delona.

Los hombres corrieron haciael monoplano. Uno dio un salto,asió la cubierta de lona, la quitó deun tirón, luego intentó abrir la

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puerta.Estaba cerrada. Rompió la

ventanilla de un culatazo y la abriópor dentro.

«Telégrafo» Edmunds se habíarezagado, dando muestras de muypoca inclinación a huir en elaparato.

—¡Despegarán en otro aparatoy nos seguirán! —dijo.

—Seguro —contestó uno delos otros—; pero no podemos llegara nuestro coche con todos estospájaros a cuestas.

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—No cabemos todos en elaeroplano —gritó el hombre obeso,con ira—. Algunos de vosotrospodéis coger a los que están sinconocimiento y largaros con ellosen el monoplano. Los demásintentaremos abrirnos paso hastalos coches.

Empezaron a poner en prácticaeste plan. «Telégrafo» y trescompañeros se dedicaron adisparar contra cuantos asomaban.El motor del monoplano teníaarranque eléctrico. Este puso en

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marcha el motor.El piloto (uno de la cuadrilla

era aviador) dio poco tiempo a loscilindros para que se calentaran.Embragó y el aparato echó a correrpor el campo de aterrizaje,despegando casi inmediatamente.

«Telégrafo» y los otrosecharon a correr hacia la orilla delcampo, dejándose caer al suelo aintervalos para apagar los faros atiros, hasta quedarse en laoscuridad.

Era evidente que lograrían

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escaparse.Doc Savage, Ham y Monk

estaban haciendo todo lo quepodían para cortar la huida aaquellos hombres. Pero todo estabaen contra de ellos. «Telégrafo» ysus hombres parecían disponer demuniciones en abundancia y notenían el menor inconveniente enusarlas. Una vez, los empleados delaeropuerto les tomaron porenemigos y dispararon contra ellosobligándoles a refugiarse.

Gritaron iracundos, intentando

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convencer a los escépticosempleados de que no eran susenemigos.

Para cuando lo lograron, elmonoplano en que iban los hombresde «Telégrafo» se hallaba ya enpleno vuelo y el propio«Telégrafo» se encontraba cerca dela orilla del aeródromo.

Doc Savage y sus hombrescorrieron en persecución del grupoque huía por tierra.

Un empleado corrió a unpotente reflector y enfocó el

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monoplano con él. El aparatoestaba describiendo círculos yascendiendo más, preparado,incluso, al parecer, para prestarayuda, a «Telégrafo» si éste lanecesitase.

EL monoplano parecía unmonstruo brillante bajo la luz delreflector.

«Telégrafo» y sus trescompañeros escalaron a toda prisala valla metálica del aeropuerto. Elprimero hizo una pausa, apoyó lapistola en el alambre de la valla y

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disparó; pero sus hombres, alencaramarse, sacudieron de talforma la valla que sus disparos nosirvieron para nada.

Doc Savage llegó a la valla uncentenar de metros más allá. Enlugar de escalarla, sin embargo, dioun tremendo salto y aterrizó al otrolado.

Allí se quedó, parado, fijandola atención, de pronto, en elmonoplano.

Algo le estaba ocurriendo alaparato. Hundía la nariz, se

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tambaleaba.Parecía a punto de estrellarse.

Luego recobró el equilibrio yempezó a ascender. El reflector losiguió.

Monk y Ham miraron alaeroplano también. Sus piruetasresultaban fantásticas.

—¡Eh! —exclamó el químico—. ¡Alguien ha tirado unparacaídas!

El pequeño bulto apenas sedistinguía a la luz del reflector. Depronto ocurrió algo inesperado.

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—¡Rayos! —dijo Monk, conasombro.

—¡Fíjate en eso!El paracaídas se había abierto,

convirtiéndose en enorme seta denívea seda.

No caía como hubiera caídouna tela sin peso. Conservó laforma acampanada. Por debajo, losvientos estaban tirantes, como sisoportaran algún peso. Pero no seveía nada colgado de ellos.

—¡Observa bien el aparato!—exclamó Ham.

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Este había iniciado de nuevosus piruetas. Comenzó a ascendercasi verticalmente, resbaló, empezóa barrenar y no pudo rehacerse. Elmotor funcionaba a velocidadcorriente; pero los tirantes silbabande una manera que se oía a grandistancia.

El aparato estaría viajando amás de trescientas millas por horacuando tocó el suelo. El reflector losiguió hasta el último momento.Tierra y escombros salieronproyectados hacia arriba. Luego se

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vió una llamarada blanca como sise hubiera disparado magnesio.Esta duró muy poco y dejó unamasa de llamas rojas que envolvíantodo el aparato.

Doc Savage transfirió suatención al paracaídas. Estabadescendiendo sobre el campo deaviación. El correaje tocó el suelo.

La brisa nocturna empujó elparacaídas y éste arrastró elcorreaje, que, por cierto, no tocabael suelo, sino que se mantenía aunos sesenta centímetros de él. Y

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debajo de las correas se notabamovimiento.

Se alzaba polvo. Sedesalojaban trozos de tierna.Aparecieron los surcos pocoprofundos, como los que hubierandejado unos tacones al arrastrarse.

Monk bramó:—¿Hay alguien que vea lo que

yo veo?Ham seguía con el bastón —

estoque en la mano. Lo manejó,distraído.

—¡Hay algo en ese

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paracaídas! —dijo.—¡Algo que no se puede ver!Los empleados del aeropuerto,

tan aturdidos como los demás,corrieron hacia el paracaídas yalgunos hacia el monoplano enllamas.

Doc Savage gritó:—¡“Telégrafo” Edmunds! ¡Le

seguiremos!Acompañado de sus dos

ayudantes, echó a correr.«Telégrafo», junto con sus trescompañeros, se había parado a

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contemplar el desastre y eldescenso del paracaídas; peroahora empezaron a correr.

No llevaban mucha ventajapero corrían aprisa, porque estabanasustados.

Al llegar al borde del campode aterrizaje torcieron bruscamentea la izquierda, metiéndose por unsendero orillado de matorrales. Unmomento después empezó a sonar elmotor del automóvil que teníanescondido allí.

El coche de tipo sedan

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apareció. Monk alzó su pistola ydisparó una ráfaga.

Las balas se aplastaron contralas ventanillas.

—¡Esta blindado y tienecristales irrompibles! —exclamó.

Resultó que los cristales sedescorrían un poco, dejando unaranura por la cual podía pasar elcañón de una pistola. Los hombresempezaron a disparar por lasranuras con pistolas ametralladoras.

Doc Savage y sus ayudantes,que no estaban hechos a prueba de

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plomo, se refugiaron en la cuneta.El vehículo, se alejó

ruidosamente.Doc Savage dijo:—¡Vamos por nuestro coche!Corrieron al lugar en que lo

habían dejado, subieron y dieron alarranque.

No pasó nada. Doc destapó elmotor, sacó la lámpara de bolsillo yseñaló.

Todos los cables habían sidoarrancados. Retrocediendo, elhombre de bronce examinó el suelo

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por los alrededores, fijándose enlas huellas que había en la tierrablanda. Entre otras cosas, habíadesarrollado la facultad de reteneren la memoria medidas bastanteexactas de cuanto veía, era capaz demirar la huella de un pie yreconocer, inmediatamente, horasdespués, otra mella hecha por elmismo pie.

Había visto las huellas de«Telégrafo» Edmunds durante latarde.

—Estas son las pisadas de

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Edmunds —dijo—. Nos hainutilizado el coche.

Allá junto al aeropuerto,Habeas Corpus estaba escalando laalta valla con dificultad, y gruñendolastimosamente. Monk le ayudó asaltar.

—No llegamos a ninguna parteaprisa —se quejó—. Parece comosi las cosas se pusieran de formaque no nos permitieran averiguarnada.

—Una cosa sabemos —dijoHam—. Hay seres invisibles

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mezclados en este asunto.El químico dirigió una mirada

torva al abogado.—Siempre he estado

convencido de que de tanto estudiarleyes acabarías loco de remate —dijo.

—Entonces —preguntó Ham—, ¿cómo te explicas lo delparacaídas? Y... ¿sentiste tú algo enla cabina del aeroplano?

Monk levantó al cerdo por unaoreja y nada dijo.

Regresaron al aeródromo a

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examinar el monoplano destrozado.Había una muchedumbre a sualrededor. Dos vagonetas delservicio de incendios delaeropuerto dirigían chorros desubstancias químicas contra lasllamas.

Pero era demasiado tarde ya.El fuego había consumido la mayorparte del aparato.

Era dudoso que fuese posibleidentificar ninguno de los cadáveresque había en el interior.

Doc Savage buscó a los

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empleados del aeródromo quehabían sido los primeros en llegarjunto al misterioso paracaídas y lesinterrogó, sin sacar nada en limpio,pues aquellos hombres insistían enque no había habido nadie cerca delparacaídas.

Cuando les pidió que leexplicaran la forma en que habíaaterrizado, hablaron con vaguedad eintentaron achacar la cosa a puracasualidad.

—Resultó bastante raro —reconoció uno de ellos—. Cuando

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el paracaídas cayó al suelo, elcorreaje empezó a dar saltos, comosi alguien se lo estuviera quitando.Luego cayó al suelo.

Doc Savage dijo:—Examinemos el lugar en que

aterrizó el paracaídas. Tal vez hayaseñales en el suelo.

Hubieran podido ahorrarse lamolestia. La gente excitada que ibay venía desde el monoplanoincendiado había pisoteado cuantasseñales hubiera podido haber.

Llegó la policía y cometió el

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error de dedicar todas sus energíasa dispersar a la gente que habíaalrededor del monoplano, aextinguir las llamas y a extraer loscuerpos carbonizados.Transcurrieron varios minutos antesde que se ocuparan de la cuestiónde los disparos.

Doc Savage llamó aparte a susdos ayudantes.

—Podemos responder a laspreguntas de la policía más tarde —dijo—. Nos iremos ahora.

Esta decisión fue un error, uno

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de los pocos que el hombre debronce había cometido. Pero, apesar de lo maravillosa que era suinteligencia, no era clarividente, ypor lo tanto, no podía ver elporvenir.

Hubo otro suceso inesperado.Ocurrió cuando salían delaeropuerto.

—¡Mirad allí! —exclamó depronto Doc, señalando.

Sus dos ayudantes volvieron lacabeza y vieron a un hombre y unamujer.

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Caminaban cerca el uno delotro, tambaleándose levemente.Tenían las manos extendidas yparecían estar sosteniendo algo conellas, algo que no existía.

Las dos figuras entraron en elcampo iluminado por los faros deun automóvil. Era fácil ver quiéneseran.

—¡Ada Easeman y RusselWray! —rugió Monk.

Corrió hacia la pareja.Ada y Russel llegaron a un

coche de turismo abierto.

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Parecieron experimentar ciertadificultad para subir, como siestuviesen ayudando a su invisiblecarga.

La muchacha se sentó alvolante y el coche se puso enmovimiento mucho antes de queDoc, a pesar de su velocidad,estuviera lo bastante cerca paradetenerles.

—¡Coged un coche! —ordenó.El más cercano era un taxi que,

evidentemente, había transportadoun pasajero al aeródromo. El chofer

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acababa de apearse y corría haciael monoplano incendiado.

Toda su atención estabaconcentrada en dicho espectáculo.No volvió la cabeza cuando Doc,Monk y Ham subieron al coche,pusieron en marcha el motor ysalieron en persecución de lamuchacha y de Wray.

El automóvil aquel no eranuevo ni se hallaba en buenascondiciones. Al echar a fondo elacelerador, empezaron a oírse todaclase de ruidos raros en el motor.

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La aguja del velocímetro se atascóantes de marcar cincuenta millas.

El coche de turismo en queiban la muchacha y Wray,seguramente iría a unas ochenta aldesaparecer de la vista. DocSavage acortó la marcha y el cochepareció hacer más ruido aún,mientras que salía un olor arecalentado del motor. El volante seinclinaba decididamente hacia laderecha.

—Debiera existir una leycontra el uso de semejantes

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cacharros —gruñó Monk—.¡Cuidado que tenemos mala pata!

El motor se paró de pronto.Doc, sentado ante el volante,

se quedó tan inmóvil como siestuviera tallado en el metal a quese parecía, excepto por el levemovimiento de sus brazos alaproximar el coche al bordillo yechar los frenos. Estos chirriaronagudamente.

—¡Hurra! —resopló Monk—.Ahora podremos volver a pie.

Los labios de Doc apenas

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parecieron moverse al hablar.—Mirad la llave —dijo.—¡Huh! ¡Está cerrada!Hizo ademán de abrirla.—¡Aguardad! —ordenó Doc.E iba a decir algo más cuando

Habeas Corpus empezó a emitir unaserie de gruñidos de inquietud.

Monk, frunciendo el entrecejo,miró al cerdo, que se hallaba en elasiento de atrás y preguntó:

—¿Qué te pasa?La voz del hombre de bronce

no expresaba la menor emoción

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cuando dijo:—Creo que hay algo en el

coche con nosotros. Algo que nopodemos ver. ¡Ese algo hizo girarla llave!

Monk tragó saliva.—¡Qué...! —No pudo acabar

la frase porque no se le ocurrióninguna palabra adecuada paraexpresar sus sentimientos.

Todos miraron la llave que sehabía cerrado tan extrañamente. FueDoc quien vió que se abría laportezuela. Abrió bruscamente la

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que había a su lado, saltó a la calley corrió hacia la otra.

La portezuela se cerró degolpe instantes antes de que llegaraél a ella. Dio un zarpazo en el aire.Al parecer no tocó nada, porque sequedó inmóvil, como si escuchara.Luego dio un salto a la izquierda yvolvió a intentar agarrar algo.

—Es inútil —dijo.Su voz no expresaba ni

disgusto ni excitación.Monk preguntó:—¿Me estoy volviendo loco?

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Ham asió con fuerza su bastónestoque.

—Había algo aquí dentro —dijo—. Se apeó después de cerrarla llave.

Doc Savage volvió al taxi;abrió la portezuela de atrás, entrólentamente y sus manos buscaron atientas, sin encontrar nada. Susojos, sin embargo, vieron algo deinterés, porque se agachó yencendió la lámpara de bolsillo.

—Mirad —dijo.El respaldo del asiento estaba

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forrado de cuero bastante viejo.Algún objeto puntiagudo, tal vez eltornillo suelto que se veía en elsuelo, había arañado unas palabrassobre el cuero. Eran las siguientes:

“Savage Vaya a laOpera esta noche.”

No había firma.Monk acabó de leer,

retrocedió rascándose distraído lacabeza, y acabó rascándosela a

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Habeas Corpus.—Dicen que la música eleva

el espíritu —aseguró—. En cuantoa mí, jamás he tenido menos ganasque ahora de ir a la Opera.

Doc Savage consultó su relojde pulsera.

—La función ha empezado ya—dijo—, pero podemos llegarantes de que termine.

Ham enfundó y desenfundó suestoque.

—Esa cosa invisible, fuera loque fuese, debe de haber sabido

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escribir —dijo, lentamente.

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CAPÍTULO VIII

TERROR ENTRE ARMIÑO

EL edificio que es el centro de laOpera norteamericana, la ciudadelaque atrae a los genios y les hace darsus mejores ejecuciones, es unacasa que exteriormente, parece unalmacén enorme y muy sucio.

Visto desde la calle el edificio

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impresiona tan sólo por su tamaño,salvo en noches de función, en lasque asume una dignidad y unabrillante aureola impresionantes.

Doc Savage, Monk y Hamsalieron de la estación del “Metro”de Times Square y se dirigieronhacia el Sur, en dirección a laOpera.

El hombre de bronce rara vezusaba sombrero; pero llevaba unoen aquel momento, muy calado y sehabía alzado el cuello de lachaqueta. No quería que le

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reconocieran.Era, contra su voluntad, un

personaje célebre, gracias a laindustria de los periodistas. Sifuese reconocido, era seguro que secongregaría un grupo de curiosos.Hubo algo de demora en la entrada.

Ninguno de los tres iba vestidode rigurosa etiqueta, y parecíanbastante desgarbados. Tampocollevaban entrada y se habíanvendido todas las localidades. Asídijo el taquillero, por lo menos.

Doc Savage se dio a conocer.

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—Usted perdone— murmuró eltaquillero —. No lo habíareconocido. Haré que unacomodador le acompañe hasta supalco.

Monk miró a Doc cuandoentraba.

—¿Cuánto tiempo hace deesto? —inquirió.

—¿Te refieres al palco? Hacebastante tiempo que lo tengo... esmás, mi padre lo tenía antes que yo.

Monk se preguntó con cuántohabría contribuido Doc Savage,

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exactamente, por el uso de aquelpalco. Buena cantidad seria, sinduda.

Recordó haber oído hablar deun personaje anónimo que habíasacado a la empresa del dilemaeconómico en que se encontraba. Elhombre de bronce tenía costumbrede hacer cosas así.

—¡Eh! —aulló Monk—. ¿Quéestá usted haciendo?

El acomodador había cogido aHabeas Corpus por el cuello y sedisponía a llevárselo.

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—No se permite la entrada aanimales —explicó el hombre.

Ham señaló a Monk con subastón y dijo:

—Este mico cae dentro de lamisma categoría. Mas vale que selo lleve también.

Monk, indignado, declaró:—Ese cerdo tiene muy buenos

modales y le gusta la música. ¡Sequeda aquí!

Hubo la mar de discusión,pero, cuando se fue el acomodador,Habeas se quedó subido al

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antepecho a la vista de todo elauditorio, con las orejas estiradaspara oír mejor el bramido de unbajo moreno y en extremo obeso.

La función había llegado alpunto en que el bajo gordo aullabay gemía indeciso acerca de síentregarle una «prima donna» nomenos rolliza a su rival, quecantaba con voz de tenor.

—Seguramente se acabarátodo cuando se decida de una vez—murmuró Monk, que no tenía engran aprecio a la música de ópera

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—. Probablemente tardará unoscinco minutos más en hacerlo.

Allá, en la herradura queformaban los palcos, una mujersoltó de pronto un chillido tanfuerte, que las notas agudas de la«prima donna» parecieron dulcesen comparación con él.

Monk dijo:—¡Ya sabia yo que ese bajo

acabaría volviéndole loco aalguien!

Se puso en pie y se quedóboquiabierto.

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Dejó de gastar bromas y aulló:—¡Eh! ¡Mirad!La mujer que había gritado era

larga, huesuda y cubierta de joyas.Tenía una capa de armiño sobre loshombros y hacia, esfuerzos locospor asir algo con ambas manos.Volvió a gritar.

El artículo que intentaba asirera un colgante de diamantes, de undiamante muy grande al quearrancaban reflejos las lucesamortiguadas del escenario. Parecíasuspendido en el aire, como por una

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cuerda invisible, delante de la carade la mujer. Se movió cuandointentó cogerlo.

Luego, una especie de tiara depiedras preciosas que llevaba lamujer en el cabello pareció pegarun salto. La mujer chilló al sentir untirón en el pelo.

La tiara fue a unirse con elcolgante. La mujer siguió gritando.

Se oyó algo así como unbofetón, lo bastante fuerte para quellegara a oídos de Doc y de sushombres. Luego la mujer se quedó

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exánime, como si la hubiesendejado sin conocimiento de ungolpe.

—¡La cosa invisible! —exclamó Monk.

Doc Savage se hallaba fueradel palco ya. Una especie depasamanos ornamental pasaba pordelante de los palcos, uniéndolosunos a otros.

El hombre de bronce subió aél y echó a correr. El patio debutacas se hallaba a unos de seismetros de profundidad y una caída

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hubiera significado por lo menosuna herida grave contra losasientos.

Un poco más abajo de la hilerade palcos, otra mujer empezó aretroceder y dar gritos. Parecíaestar perdiendo los anillos quellevaba en los dedos.

Casi inmediatamente hubo untercer disturbio.

—¡Los duendes están robandoa toda esta gente! —exclamó Monk.

Se subió al pasamanos con laintención de seguir al hombre de

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bronce; Pero echó una mirada abajoy cambió de opinión. Volvió a bajary salió del palco.

Ham desenvainó el estoque ysiguió al químico, azotando el airea su alrededor.

—¡Cuidado! —le gritó Monk—. ¡Las criaturas esas soninvisibles!

Monk le oyó, se volvió yrecogió al cerdo.

—Parece ser que HabeasCorpus los olió en otras ocasiones—dijo. Luego, dirigiéndose al

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cerdo:— ¡Trabaja, puerco!Doc Savage había llegado

junto a la mujer huesuda quechillara primero.

Buscó con los dedos sinencontrar nada. Las joyas parecíanhaber caído perdiéndose en lapenumbra de los pasillos. Cuantosesfuerzos hico por verlas resultaronvanos.

Se veía un cardenal en lamandíbula de la mujer, señal delmisterioso golpe que la habíadejado sin sentido. Corrió hacia la

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siguiente víctima.Allí tampoco encontró cosa

alguna. Otras mujeres aullaban amedida que iban perdiendo lasjoyas. Los acomodadores corríande un lado para otro.

Uno de ellos dio un tropezón ycayó por uno de los pasillos. Losespectadores que se alzabanalocados de sus asientos, rodaronpor encima de él.

Doc Savage miró a sualrededor y vió a una jovenadornada de joyas de gran valor.

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Corrió hacia ella. Antes de quellegara a su lado, exhaló ella ungrito de horror y manoteó en el aire.Uno de los seres invisibles parecíahaber intentado quitarle las joyas;pero había podido esquivarle. Diomedia vuelta y salió huyendo por elpasillo en dirección a una lucecitaroja que marcaba una salida.

Doc la siguió, dando enormessaltos que fueron disminuyendo ladistancia que le separaba de lajoven. Esta se metió por la negraboca que se abría bajo, el farol

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encarnado. Doc la alcanzó allí.—¡No se mueva! —ordenó.—¡Algo me tocó! —gorgoteó

la dama—. ¡Algo que me eraimposible de ver!...

Se oyó un brusco ruido.Sonaba a hueco, como si un martillohubiese pegado en una substanciadura.

Doc Savage cayó como si lehubieran cortado todos los tendonessimultáneamente.

La mujer recibió un golpemenos violento un instante después

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y rodó por el suelo.Las joyas se desprendieron de

su persona y se juntaron con un levetintineo, como si las estuvierandejando caer en un sacocompletamente transparente.

La pelusa de la alfombra seaplastó, cerca de Doc, como si unpeso invisible se posara sobre ella.Una de sus manos se alzó; pero deuna manera extraña, como sin viday la piel bronceada de una de lasmuñecas se hundió, como si unosdedos invisibles le tomaran el

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pulso.Se oyó un silbido singular.De la oscuridad en que estaba

envuelto el pasillo que conducta ala salida para caso de incendio,salió flotando una bandejacorriente, como las empleadas parahacer pasteles en casa, dividida endiez compartimientos.

Todas ellas estaban llenas deuna especia de cera rojiza y blanda.La bandeja fue a descansar en elsuelo, junto a la mano derecha deDoc.

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Uno por uno, los dedos delhombre de bronce fueron alzados yapretados contra la blanda cera,dejando impresiones muy claras. Labandeja se movió al otro lado, y serepitió la operación con la manoizquierda.

La bandeja se alejó, flotando,y se perdió en la oscuridad.

Las joyas habían permanecidosuspendidas en el aire, pero ahorase alejaron sin mano visible que lassostuviera. La forma en que sefueron hubiese puesto los pelos de

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punta a cualquier observadorsupersticioso, de haberlo habido.

Doc Savage se quedó inmóvily exangüe, en el lugar en que lohabían derribado. Su rostro habíapegado con fuerza contra el suelo alcaer.

Unas burbujitas encarnadasaparecían, de vez en cuando, en suslabios, demostrando que aunrespiraba.

En la Opera reinaba unaconfusión enorme y el alboroto eraespantoso. Las mujeres chillaban,

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los hombres bramaban de ira o demiedo, el obeso bajo cantaba a vozen cuello una melodía, cuyopropósito era calmar los ánimos,pero que fracasabalamentablemente.

Sonaran, silbatos de policía alirrumpir una brigada en la sala.

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CAPÍTULO IX

MARIKAN

MONK golpeó el periódico abiertocon un puño peludo y dijo, con vozinfantil:

—¡Fíjate en esto! ¡Fíjate!Ham alzó la vista con hastío.

Estaba ocupado en poner una capafresca de cierta substancia que

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hacía perder rápidamente elconocimiento, en la punta de suestoque.

—¿Quieres dejar de dar lalata? —inquirió—. El asunto estebasta ya para volverle loco acualquiera sin necesidad de que túaportes tu conocimiento paraconseguirlo.

Hacia fresco en el gigantescolaboratorio con su laberinto deaparatos químicos y eléctricos. Elfresco era producto delacondicionamiento artificial del

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aire. Las enormes ventanas estabancerradas; siempre permanecían así.

Eran de cristal irrompible.Por ellas se veían los

rascacielos más altos de NuevaYork, pues el laboratorio se hallabaen el piso ochenta y seis deledificio más imponente de laciudad.

Más allá de los tejados de losedificios más altos, la ciudad era undamero de luz. Era un nido biensituado, aquel cuartel general deDoc Savage.

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El propio hombre de bronce sehallaba sentado junto a uncomplicado aparato de rayos X,empleando espejos y fluoroscopiosde tal suerte que le fuera posibleexaminar su propia cabeza. Seestaba dando masajes a un puntopor encima de la sien.

—El golpe parece haber sidodado con una especie de porracargada de plomo —observó—. Noha hecho gran daño.

—¡Mirad este periódico! —repitió Monk—. Dice que más de

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cuatrocientos guardias llegaron a laOpera antes de que acabara eljaleo. Fueron brigadas delanzadores de bombas, brigadas dedetectives, brigadas deinvestigación criminal. Hastamandaron a los bomberos.

—Todo eso lo sabernos ya —le dijo Ham, irritado—. ¿Acaso noestábamos nosotros allí,presenciándolo?

—Y, en total, los guardias noencontraron nada en absoluto —continuó Monk, sin hacerle caso a

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Ham—. Ni siquiera han queridoreconocer oficialmente que unosseres invisibles estabancomplicados en el asunto.

Doc Savage intercaló:—Es una cosa un poco

absurda para que un policía puedacreerla.

Monk frunció el entrecejo.—Fueran quienes fuesen los

ladrones, no cabe la menor dudaque hicieron limpieza general dejoyas —dijo.

—¿Se cita el valor

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aproximado? —inquirió Doc.—Uno de los periódicos

asegura que el valor de lo robadoasciende a cuatro o cinco millones.No puede uno fiarse mucho de loque digan los periódicos, sinembargo.

Doc Savage no hizo máscomentarios. Pareció dedicarse alexamen de su propia persona.Cuando le tocó el turno a la yemade sus dedos, les prestó especialatención.

Se raspó un poco de

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substancia encarnada que encontródebajo de una de las uñas, lo llevóa un aparato para hacer análisisespectroscópicos, y trabajó con él.

—¿Qué has encontrado? —lepreguntó Monk.

—Una materia que norecuerdo haber tocado.

—¿Qué es?—Una especie de cera de

modelar que se usa cuando estáblanda y que luego se vuelve muydura.

—¿Sí? Y... ¿dónde puedes

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haber recogido esa cera?El hombre de bronce no

pareció oírle. Cerró la corriente delaparato analizador, volvió aguardar las placas de cristal deanalizar y luego se dirigió a lapuerta, haciendo una seña a losotros para que le siguieran.

—¿Adónde? —preguntó Ham.—El nombre de Sawyer

Linnett Bonefelt o “Rebañahuesos”ha figurado ya varias veces en esteasunto —le recordó Doc—.Veremos lo que podemos averiguar

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respecto a él.Al entrar en un ascensor

especial, construido para usoexclusivo de Doc, que les bajó agran velocidad hasta su garajeparticular situado en los sótanos,Monk mencionó algo sobre lo que,evidentemente, tenía ya formada suopinión.

—El que dejó aquel mensajeescrito en el cuero del coche —dijo—, aconsejándonos que fuéramos ala Opera, sabia por anticipado loque iba a ocurrir.

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Sawyer Linnett Bonefeltfiguraba en los anuarios financierosde la ciudad como banqueroparticular. Una breve historia de sucarrera indicaba que habíaempezado como prestamista,prosperando hasta convertirse enpotencia financiera. Suespecialidad era la compra desociedades y empresas fabrilesdifuntas.

Las dividía en varias partes ylas vendía, obteniendo suscorrespondientes beneficios. Este

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negocio era el que le había validoel apodo de “Rebañahuesos”. Se leconsideraba multimillonario.

—Es un sistema de buitre deganarse la vida —opinó Monk,mirando de soslayo a Ham—. Loúnico que yo encuentro peor queeso, es ser abogado y vivir a costade las miserias ajenas.

Ham, que era uno de losabogados más astutos y mássolicitados del país, guardó unsilencio frío.

En el anuario se mencionaban

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las señas de Sawyer LinnettBonefelt.

Encontraron que el domiciliodel financiero tenía una puerta muydecrépita en una calle bastantedesagradable de la parte de laciudad que los sociólogos secomplacían en llamar el barrio másbajo.

Observaron una cosa extrañadesde el primer momento. Lamanzana entera parecíadeshabitada. Las ventanas tenían lacapa de polvo y suciedad

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acumulada en varios meses, algunasde ellas estaban tapadas con tablas.

Examinaron la puerta, nohallaron timbre y llamaron con losnudillos. Pero no obtuvieron máscontestación que el ruido producidopor los ecos al sonar en el interior.

Aguardaron un rato, Luego,Doc Savage se puso a trabajarsobre la cerradura. No tardó enabrirla.

El pasillo que partía de lapuerta era desnudo, sin alfombra,pero limpio. A la derecha estaba la

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puerta de un despacho bastantepobre y, a la izquierda, una alcobaigualmente sobria.

Ham se acercó a la mesa,abrió los cajones y examinó losdocumentos que contenían. Algunosde ellos los miró con mucha másatención.

—¡Caramba! —exclamó—.¡Estos papeles se refieren alparcelamiento y venta de unaempresa de diez millones dedólares! ¡Imaginaos que un hombreque hace semejantes negocios

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emplee un despacho como éste!Doc pasó un dedo por la mesa

y observó la cantidad de polvo quetenía encima.

—La mesa no parece habersido usada desde hace... —miró asu alrededor y comprobó que elcuarto estaba bien cerrado contra laentrada de suciedad del exterior—,desde hace dos o tres semanas.

Examinaron la alcoba. Allí nohabía nada. Al fondo del pasillohallaron una puerta. Monk la probó.

—Parece bastante sólida —

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dijo.Doc la golpeó y la probó con

uno de los puntiagudos instrumentosde acero que había empleado paraforzar la cerradura de la puerta dela calle.

—Es de acero blindado —decidió.

Monk pareció muysorprendido, y dijo:

—¡Qué raro es eso!Y se echó a un lado para que

Doc pudiera trabajar en lacerradura. Esta no cedió tan

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fácilmente como la otra; pero acabópor abrirse también.

Una vez que hubieron pasadopor ella, se encontraron en un lugarcompletamente distinto al queacababan de abandonar.

La alfombra del piso parecíatercer dos centímetros de espesor yser de gran valor. Las paredestenían arrimadero de nogal y otramadera de un color amarillobrillante. La iluminación eraindirecta. No se veía ni una solabombilla.

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—“Rebañahuesos” parecellevar una existencia doble —murmuró Monk—. Tenía esedespacho y esa alcoba tanmiserables ahí fuera para causarimpresión a la gente; Pero, con todaseguridad, viviría aquí.

Se dirigieron apresuradamentehacia la puerta más cercana; pero sedetuvieron en seco al ver que éstase abría.

—Ustedes perdonen —dijo elhombre que acababa de abrir lapuerta—. ¿Qué están ustedes

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haciendo aquí?Era bastante grueso, de rostro

congestionado y cabello muycanoso. Llevaba unaresplandeciente librea demayordomo.

—Soy el mayordomo delseñor Bonefelt —agregó.

Doc Savage siguió adelante.Rara vez su rostro tenía expresiónalguna, salvo cuando la asumíaadrede. En aquel momento estabasonriendo.

El mayordomo retrocedió,

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extrañado, y les dejó pasar. Bajo lamayor luz que había al otro ladoreconoció, al parecer, al gigante debronce, porque sufrió un violentosobresalto.

Pero para entonces, Monk yHam se hallaban dentro también. Elhombre hizo ademán de cerrar lapuerta.

—Aguarde —ordenó Doc.Asió la puerta, que estaba casi

cerrada, la abrió otra vez, y dirigióla palabra al pasillo, aparentementedesierto.

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—Entrad, muchachos —dijoen el tono de un hombre del hampaque haría con otros de su clase.

—Ahí vamos —respondió unavoz ordinaria que salía del aire.

Monk y Ham se hallabandetrás del mayordomo, lo quepermitió, afortunadamente, que susobresalto de sorpresa le pasarainadvertido. Un instante después sedominaban, comprendiendo quoDoc Savage desarrollaba algúnplan, recurriendo para ello a suhabilidad como ventrílocuo.

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El mayordomo quedócompletamente engañado. Seprecipitó en sus juicios.

Exhaló un ruidoso suspiro dealivio.

—Conque Doc Savage se haaliado con nosotros, ¿eh,muchachos? —rió—. ¡Magnífico!

Monk por poco se atraganta.—¡Este tipo sabe algo! —

aulló—. ¡Echadle el guante!EL mayordomo se dio cuenta

de que le habían hecho caer en unacelada. Se echó hacia atrás. Sus dos

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manos rozaron con los faldones desu librea, y salieron armadas conenormes pistolas de reglamento.

No las llegó a emplear. Doc seabalanzó sobre él, sujetándole lasmuñecas.

Las pistolas se dispararon,rasgando la alfombra y astillando elparquet. El hombre soltó unpuntapié e intentó morder. Doc lelevantó en vilo, le golpeó contra elsuelo y le hizo soltar las armas,Monk se sentó encima de él.

—¡Alabado sea Dios! —dijo

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el químico—. ¡Por fin hemospescado a alguien a quien podemosinterrogar!

Ham desenvainó el estoque ydejó que el mayordomo viera bienla larga y afilada hoja. Le quitó elpañuelo al hombre y lo pasó por lahoja. La tela quedó cortada,ilustración gráfica de cuán afiladoera el estoque.

—Rebáñale la oreja derechaprimero, Ham —propuso Monk—.Me parece que es un poco másgrande que la izquierda.

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Ham dijo:—Una oreja no duele.

Escogeremos un ojo. Porque cuandose saca un ojo y se empiezan acortar los músculos que tienedetrás, parece como si learrancaran a uno todo el cerebro.

—¡Están perdiendo el tiempo!—dijo el prisionero—. ¡A mí ya mehan sometido a esa clase de torturade palabra en otras ocasiones!

Doc Savage le miró. Luego searrodilló y le dio masaje en algunasarticulaciones de una forma que

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producía un vivísimo dolor.Observó con cuidado losresultados. Movió negativamente lacabeza.

—El dolor físico no le asustaa este hombre —dijo—. Sabe quesólo puede sufrir una cantidaddeterminada y que luego sedesmayará. Hay muchos criminalesasí.

Monk frunció el entrecejo.—Probémoslo, a pesar de todo

—dijo.En lugar de contestar, Doc

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sacó un estuche poco más grandeque un encendedor y extrajo de éluna jeringa de cristal. La cargó conun liquido verde contenido en elestuche.

—Suero de la verdad —dijo—. El resultado no es siempreseguro; pero el hombre hablará y,tarde o temprano, es seguro queaveriguaremos algo de lo quedeseamos saber.

El cautivo gruñó, burlón:—La «bofia» probó eso

conmigo en cierta ocasión. No me

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sacaron ni palabra.—No probaron con esta clase

de suero —le aseguró Doc—. Esuna composición ideada por mí ypor Monk.

El prisionero aulló, al serleadministrado el liquido.

Monk bailó sobre su pecho, alintentar el hombre, en vano,levantarse y huir.

—¿Cuánto tiempo? —inquirióel químico.

—Cinco minutos, tal vez.Hablará mucho y a veces con suma

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vaguedad; pero tal vez podamosrecoger algo...

Se echó bruscamente a laizquierda y luego se tiró contra lapared. Tenía la mirada fija en unpunto del arrimadero, un punto enque lo que parecía un nudo de lamadera se había abierto,descubriendo un negro agujero.

Un fogonazo salió del hueco.Sonó el disparo como un trueno entan reducido espacio.

El prisionero emitió un aullidoterrible y prolongado.

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Monk se quitó de encima, rodóhacía donde se encontraba Doc. Élhabía visto el agujero también. Elarma oculta volvió a disparar.Monk soltó un bramido y se echó lamano al pecho.

Cayó al suelo un trozo deplomo retorcido. Una bala se habíaaplastado contra su chaleco aprueba de balas. Llegó, por fin, a lapared.

Ham, moviéndose con igualvelocidad, se hallaba también juntoa la pared, fuera de tiro.

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—¡Quédate ahí! —ordenóDoc.

El prisionero se incorporó. Desu pecho salía un chorro de sangredel grueso de un lápiz. Intentómeterse un dedo en la herida, parataparla.

—¡Me matan para taparme laboca!

Monk rugió:—¡Esta es tu ocasión! ¡Habla

aprisa!El herido gritó:—¡Vayan al Nido de los

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Duendes!—¿El Nido de los Duendes?

—exclamó Monk—. ¿Dónde estáeso?

—¡Marikan! —contestó elhombre—. ¡Es la casa que tieneMarikan en el campo! Métanse en eltorreón del Norte y...

El arma escondida volvió asonar. La cabeza del herido sufrió,una brusca sacudida. La bala debíaser dumdum porque con ellasalieron trozos de materia gris. Elhombre cayó, muerto.

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Doc Savage se hallaba debajodel agujero ya. Era de un tamañobastante grande para dar paso alcañón de un arma nada más. Doc semetió una mano en el bolsillo. Elobjeto que sacó parecía la bola deun cojinete. Lo tiró por el agujero.Luego se apartó de un salto.

Monk y Ham corrieron paraalejarse lo más posible. Habíanvisto funcionar en otras ocasionesaquellos objetos que parecían bolasde cojinetes. Eran minúsculasgranadas, increíblemente violentas.

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Se oyó una enorme explosión,ruido de madera que se astillaba yel chillar de clavos al serarrancados.

¡La mayor parte de la paredpróxima al agujero se hundió,levantándose una nube de polvo.Los escombros cubrieron el suelocasi enterrando al prisionero.

Doc Savage se metió por entrelos escombros antes de que seposara el polvo. Se había tapadolos oídos con las manos, para queno le ensordeciera la explosión y

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ahora se puso a usar oídos y ojos.Nada vió. Nadie había dentro

del otro cuarto, que era estrecho y,aparentemente, una alcoba.

Pero se oyeron pasos. Eranrápidos y se movían por la parteposterior de la casa. Corrió endicha dirección.

Llegó a un comedor. Una delas sillas había caído al suelo, yaún se mecía sobre su arqueadorespaldo. Doc siguió adelante yprobó la puerta del otro lado.Estaba cerrada con llave. Pegó un

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puñetazo al antepaño, partiéndolo.Encontró la llave en la

cerradura por el otro lado, la hizogirar, abrió la puerta y salió.

—Explicará usted su presencia—dijo una voz profunda y juvenil.

Era un pasillo oscuro, que contoda seguridad conduciría hacia lapuerta de atrás, y transcurrió uninstante antes de que empezara adistinguir detalles en la penumbra.

Rusel Wray, singular enaspecto por el cabello moreno y elbigote blanco, tenía en la mano un

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revólver de cañón largo que, alrevés de la rechoncha arma quehabía esgrimido en el piso deEaseman, parecía tan largo ydelgado como su dueño.

Detrás de Wray se hallabaAda Easeman. En la mano derechallevaba la pistola chata de grancalibre que empleara anteriormenteWray. Seguía con su vestido verdede soirée.

Doc Savage preguntó:—¿Cuál de ustedes mató a ese

hombre?

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Parecieron sorprendidos.Luego se miraron y una expresiónextraña apareció en el rostro de losdos jóvenes. La muchacha fue laprimera en hablar.

—Yo no —dijo—.Acabábamos de entrar y noshabíamos separado para registrar lacasa cuando empezaron losdisparos y se oyó una terribleexplosión. Nos reunimos aquí.

Doc Savage miró a Wray ensilencio.

—¡Yo no he pegado un tiro a

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nadie! —dijo éste, con brusquedad.—¿Hay más puertas que la

delantera y la de atrás? —inquirióDoc.

—No —respondió lamuchacha.

Ham salió corriendo alpasillo. Tenía desenvainado elestoque, pero no daba la menormuestra de excitación.

—Monk está vigilando lapuerta de delante —dijo.

—Encárgate tú de la puerta deatrás —dijo Doc—. Nosotros

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registraremos la casa.Ada Easeman intervino:—¡Aguarde! ¿Saben ustedes

de qué se trata?Doc Savage la miró.—Empezamos a formarnos una

idea.—Hombres invisibles —dijo

la joven.El hombre de bronce afirmó

con la cabeza.¿Quién es el que dirige todo

esto?La muchacha jugó con la tela

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de su vestido, distraída. El color desus uñas era exactamente igual queel de su traje.

—Eso es lo que nosotrosqueremos saber —aseguró—. Mipadre. P Treve Easeman, y SawyerLinnett Bonefelt fueron hechosprisioneros por estos hombres yconvertidos en hombres invisibles.

Doc no exteriorizó sorpresaalguna.

—¿Por qué?—Para sacarles dinero. Les

pedían un millón de dólares a cada

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uno para volverles a hacer visibles.No sé qué procedimiento infernal esel que siguen; pero parece ser queexiste el medio de hacerle invisiblea uno y luego devolverle lavisibilidad.

—¿Qué ocurrió luego? —inquirió Doc.

—Se llevaron a papá aBoston, para retenerle allí, mientrasfuese invisible, para que estuvieseseparado de «Rebañahuesos»...perdón, del señor Bonefelt quisedecir. Pero mi padre logró evadirse

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de su guardián sin ser descubierto,y telegrafiarle a usted para quetomara el avión por el que él habríade ser trasladado a Nueva York aldía siguiente.

Desde la vecindad de la puertadelantera, gritó Monk:

—No hay señal alguna, de queel ruido haya llamado la atención.Algunas personas se asomaron amirar. Luego se volvieron a suscasas. Me parece que no viveninguna otra persona en estamanzana de casas.

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—«Rebañahuesos espropietario de toda ella y no dejavivir a nadie aquí, para estartranquilo —explicó Russell Wray.

Doc le dijo a la muchacha:—Siga contando lo que

ocurrió en el aeroplano.—Mi padre estaba escribiendo

una nota en papel del aeroplano,para mandársela a usted, cuandoalguien abrió unan ventanilla y elviento sopló el papel y «Telégrafo»lo cogió, lo leyó, y se enfureciótanto, que disparó contra mi padre.

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Tome, tengo la nota aquí.Sacó un papel doblado y se lo

entregó.Doc Savage estudió la misiva

sin desdoblarla. El papel estabamanchado y era de una medidaparecida a la del papel que«Telégrafo» Edmunds y, sushombres hablan estado examinandojunto a la carretera.

Lo desplegó. Era papeltimbrado de la “ExcelsiorAirways”.

La nota incompleta decía:

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“Yo, P. TreveEaseman y otro hombre,Sawyer Linnett Bonefelt,hemos sido capturados yhechos invisibles, por unacuadrilla. "Telégrafo"Edmunds, que estásentado detrás de mí, eslugarteniente del jefe dela banda; pero no el jefe.No conozco la identidadde este último. Esta

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cuadrilla pretendesacarnos un millón dedólares a cada uno acambio de volvernos ahacer visibles. Luego sevan a hacer todosinvisibles e iniciar unacampaña de robos en granescala. La primerafechoría que tienenintención de llevar a caboesta noche seria el robodel auditorio de la Opera.La segunda...”

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Aquí acababa el mensaje,interrumpido por la ráfaga de aireque se lo llevara.

Doc Savage inquirió:—¿Puede usted explicarnos lo

ocurrido en el aeropuerto?—Ya lo creo. Mi padre había

telefoneado a Bonefelt diciéndoleque había solicitado la ayuda deusted. Porque Bonefelt se habíaescapado, ¿comprende? Y seencontraba en el aeródromo.

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Durante el jaleo, siguió a“Telégrafo” y a sus hombres. Fue élquien les arrebató esta nota.

—¿Dónde estaba su padre?—Herido. Logró salir del

aeroplano antes de que los hombresde «Telégrafo» le registraran; luegovolvió á meterse en él y a echarseen uno de los asientos, sin podermoverse. Monk le encontró. Luegose presentó “Telégrafos” y, durantela lucha, Russel y yo sacarnos a mipadre, ayudados por“Rebañahuesos”. “Rebañahuesos”

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vino a mí piso a buscarnos. Eso fueinmediatamente después dedecirnos usted que leaguardáramos. Yo tenía tantaansiedad por encontrar a mi padre,que no le dije a usted dónde noshabíamos ido.

Ham había oído todo el relatodesde donde se encontrabamontando guardia, cerca de lapuerta de atrás. Ahora expresó suopinión.

—Poco convincente —dijo—.Muy poco.

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La muchacha y Wrayparecieron indignarse.

—¿Dónde está su padre ahora?—preguntó Doc Savage—. ¿Dóndeestá “Rebañahuesos”?

—En un automóvil, en elgaraje de aquí detrás —dijo lajoven—. Tal vez estén aquí ahoramismo, escuchando. Son invisibles.

—Iremos a buscarles —declara Wray—. Ellos puedencontar su propia historia.

—Un momento —dijo Doc—.¿Quién es Marikan?

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—¿Marikan? —exclamó lamuchacha, sin comprender.

—Yo nunca he oído hablar depersona alguna que tenga semejantenombre —anunció Wray.

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CAPÍTULO X

ATRACADORES INVISIBLES

DOC Savage no explicó que elnombre de Marikan les había sidodado por el hombre recientementeasesinado, aun cuando tanto lamuchacha como Wray dieronmuestras de curiosidad sobre elparticular.

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El hombre de bronce hablóantes de que tuvieran tiempo dehacerle la pregunta que lestemblaba en los labios.

—Vayan ustedes a buscar a losdos hombres invisibles —propuso—, y tráiganles aquí.

—Podría usted ayudarnos —indicó Wray.

Doc hizo como si no hubieraoído. Wray frunció el entrecejo; semordió el labio. Luego dio mediavuelta, pasó por delante de Ham ysalió por la puerta de atrás. La

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muchacha le siguió.Ham agitó el bastón.—¡Debiéramos vigilarles!Doc Savage dijo:—El asesino debe encontrarse

aún en la casa.—¿Estás seguro de que no fue

Wray... o la muchacha? —inquirióel abogado.

Tampoco contestó Doc estavez. Retrocedió hacia la cámara enque había estallado la minúsculagranada y examinó el polvo que sehabía posado en el suelo; pero no

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halló huellas de pisadas.El asesino debía haber huida

antes o inmediatamente después dela explosión.

Examinó las otras puertas,encontrando algunas abiertas y otrascerradas con llave.

Estaba trabajando en una delas cerraduras con sus instrumentespara abrirla, cuando se oyó un gritoagudo con una voz desconocida.

—¡Auxilio! —era una voz dehombre—. ¡Me está matando estamujer!

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Ham, gritó desde la puerta.—¡Doc! ¡Algo esta ocurriendo

detrás de la casa!Doc Savage estaba en

movimiento ya. Corrió por unpasillo, pasó por delante de Ham yse halló en un extenso jardín queocupaba toda la longitud de lamanzana.

Era aquel un jardín asombrosopara hallarse en los barrios bajos,un jardín de exquisito gusto ybelleza. Estaba cubierto por encimacon cristales arreglados de tal

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suerte, que podían correrseautomáticamente, y tenía toda unared de tuberías de calefacción,como si se tratase de un enormeinvernadero. Se veían numerosasplantas tropicales en flor.

—¡Auxilio! —gritó la vozdesconocida—. ¡Auxilio!

Los gritos emanaban delextremo sur del jardín, donde habíauna puerta arqueada. El hombre debronce pasó corriendo junto a unavitrina en que crecían orquídeas,llegó a la puerta y salió.

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—¡Auxilio! —aulló la voz.El que gritaba yacía boca

arriba en el suelo. Estaba esposadode manos y pies. Era hombre muymoreno, de orejas grandes, enormenariz, boca pequeña y cuerporollizo.

Sobre él estaba inclinada AdaEaseman. Le estaba amenazandocon el revólver achatado. La miradaque le dirigió a Doc era difícil deinterpretar.

—¡Es una estratagema! —exclamó—. Este hombre intentó

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atraparme, a pesar de estaresposado.

El hombre aulló:—¡Qué embustera es! ¡Era ella

la que estaba dispuesta a matarme!—¡Eso no es cierto! —

exclamó Ada.—¿Quién es? —preguntó Doc.La muchacha movió

negativamente la cabeza.—Es la primera vez que le

veo.—¡Ah! ¡Qué embustera! ¡Bien

me conoce sí!

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—¿Su nombre? —preguntóDoc, con aspereza.

—¡Marikan! —respondió elhombre—. ¡Angus Angelo Marikan!

Apareció Russel Wray,corriendo, con el largo revólver enla mano, y preguntando:

—¿Qué diablos estáocurriendo?

—Deme usted su revólver —dijo Doc.

Wray frunció el entrecejo y lopensó. No era difícil de interpretarsu expresión. Decidió no entregar el

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arma.Doc Savage no parecía estar

preparado para movimiento rápidoalguno; pero cambió de posición,haciéndolo tan aprisa que susmovimientos parecieron un tantoborrosos. Wray soltó un gruñido eintentó defenderse con el revólver;pero fue demasiado lento. Doc posóuna mano en el arma.

Forcejearon. Wray soltó unaexclamación de dolor, luego giró enredondo y cayó. Había perdido elrevólver.

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—¡Bien! ¡Muy bien! —Marikan logró incorporarse, condificultad—. Trabajan juntos esosdos.

—¡Está loco! —exclamó Wray—. ¡Loco de atar!

Marikan intentó agitar losbrazos; pero las esposas se loimpidieron.

—Hace media hora que meagarraron, me esposaron, memetieron trapos en la boca! —gritó—. Me dejaron así. ¡Soncriminales!

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La muchacha alzó su achatadaarma.

—¡Deje usted de mentir tandescaradamente! —ordenó.

No vió a Doc Savage hastaque el hombre de bronce se halló asu lado. Doc le quitó el arma con unbrusco movimiento que la dejópasmada, mirándose la mano vacía.

Doc examinó a continuaciónambas armas. Las abrió, miró lasbalas y encontró que ninguna de lasdos había sido disparada.

—¡Eso, demuestra que

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nosotros no hemos disparado a esehombre que hay ahí dentro! —dijola muchacha, con ira.

Marikan aulló:—¡Nada ello prueba! ¡Nada!

La muchacha otra pistola tenía. Yola vi, sí que la vi. Era una pistolagrande y en una bolsa que es verde.

La muchacha palideció y dijo,entre dientes:

—¡Todo lo que está diciendoes mentira!

—¡Yo en el jardín la veoesconder algo! —bramó, triunfal,

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Marikan—. ¡Tal vez es pistola! ¡Yoenseño!

Doc estudió a la muchacha.—¿Tenía usted un bolso de ese

color?Ella vaciló y acabó

contestando:—¡No me creería usted!—¡Yo enseño! —aulló

Marikan otra vez.Indicó a Doc un lugar visible

desde la puerta y se puso a mirar asu alrededor.

—Era por ahí —dijo—. ¡De

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veras que sí!Doc Savage buscó. La tierra

no parecía haber sido removida enninguna de las cajas de plantas. Depronto alzó una hoja tropical caída.Escarbó debajo.

La pistola que sacó era degrueso calibre y los cartuchosdisparados correspondíanexactamente en número a los tiroshechos en el interior de la casa.

El arma iba metida en un bolsogrande, color esmeralda,exactamente igual que el vestido de

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la muchacha.—¿Su bolso? —inquirió Doc.Movió ella con rabia la

cabeza.—¡Sí! —dijo.El hombre de bronce estudió

la pistola con ayuda de una lupa.No vió huella dactilar alguna; perosí vió unas señales que indicabanque el arma había sido limpiada.

De pronto, inesperadamente,bolso y pistola le fueron arrancadosde la mano.

Fue una de aquellas raras

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ocasiones en que el hombre debronce se dejó pillar desprevenido.Fue tal su sorpresa, que se quedóinmóvil durante un instante.

—¡Mire! —chilló Marikan—.¡La pistola! ¡Ella en el aire flota!

Parecía horrorizado.Como si el grito hubiera roto

el encanto, Doc se abalanzó haciala pistola.

Tenía ambas manos tendidasDe pronto pareció estallar una seriede luces en sus ojos. Habíarecibido un golpe enorme en pleno

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rostro.—¡Salid corriendo! —dijo una

voz.Era un hombre invisible y Doc

había oído aquella voz en otraocasión.

Ordinaria, anciana, trémula.Había quedado registrada en eldisco colocado encima del piso deEaseman. Era “Rebañahuesos” elque hablaba.

Engañaba mucho el sonido, encuanto a dirección; pero Doc dio unsalto, aun medio cegado por el

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golpe recibido, para intentar cogeral que hablaba.

A nadie encontró, cosa que lesorprendió muy poco.

La muchacha y Wray dieronmedia vuelta y echaron a correr.

Doc corrió a detenerles. Algoinvisible se le metió, entre laspiernas y le hizo caer. Sintió eldolor de un segundo golpe en lacabeza.

Aturdido a pesar de toda sufortaleza, rodó hacia un lado.

Marikan no hacía más que

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saltar, entrechocar las esposas, ydar gritos.

—¡Loco yo debo estar! —aulló—. ¡Algo que no ver puedo,ello aquí dentro!

De pronto se oyó un golpe. Lanariz de Marikan se aplastó yvolvió a recobrar su forma normal.Echaba sangre por ella al caer. Elatacante y atacantes, invisibles, lehabían derribado. Se retorció en elsuelo, bramando, incoherente, eninglés chapurreado.

La muchacha y Wray habían

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desaparecido. Monk y Hamllegaron corriendo por el jardín,desde el otro lado del laberinto queparecía ser la casa de“Rebañahuesos”. Ambos estabanexcitados y deseando entrar enacción.

La pistola que le había sidoarrancada a Doc, así como las otrasarmas, habían desaparecido.

La muchacha y Wray debíanhabérselas llevado, aprovechandola confusión.

En la dirección tomada por los

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fugitivos, empezó a oír el zumbidode un motor. Doc se puso en pie ycorrió hacia el sonido. Tan aturdidoestaba por los golpes recibidos, queMonk y Ham siguieron a su lado yhasta se adelantaron un poco, cosaque no hubieran podido hacernormalmente.

Entraron en un enorme garajedonde había un lujoso coche tipolimousine, dos grandes cupés, y, enun rincón, un coche negro, grande,de ciudad. La puerta de la calleestaba abierta. Doc corrió hacia

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ella.Un coche —parecía el mismo

que la muchacha y Wray habíanusado en el aeropuerto, aun cuandoahora llevaba echada la capota—dobló la esquina de la manzana. Elruido de su motor se fue perdiendoen la distancia.

No había ningún otro vehículoa la vista.

Marikan se acercó, gritandoaún.

—¡Ellos los criminales son!¡Todos ellos!

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Doc Savage no intentó llegar asu propio coche, sabiendo porexperiencia cuán difícil era lapersecución por las sombrías callesde la ciudad. Cerró las puertas delgaraje, vió que había cerradura pordentro, y la echó.

—¡Son criminales! —aullóMarikan.

Monk le dirigió una miradotorva.

—¿Y usted quién es? —preguntó.

—¿Yo? —exclamó Marikan,

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intentando extender las manos, cosaque las esposas le impidieron hacer—. ¿Yo? Yo soy el quiropráctico..

—El.. ¿Qué? —exclamóMonk, tornándose aún más ceñudo.

—Yo cura al estilo dequiropráctico —explicó el otro, eintentó agitar los brazos. Casiperdió el equilibrio y no cayó demilagro—. Cuando alguien sientedolor, yo empujo y yo tiro de espinadorsal y él se pone bien. Enseguida.

Monk siguió ceñudo.—¿Qué hace usted aquí?

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—El hombre: Sawyer LinnettBonefelt, el que llaman“Rebañahuesos”, él tomadotratamiento y la factura me debe. Yovengo aquí a cobrar. Y... ¡oh! ¡Enqué lío me meto! Esa muchacha entraje verde y ese hombre de pelonegro y bigote blanco me cogen...

—¿Por qué?Marikan se encogió de

hombros y por poco volvió acaerse.

—¿Cómo yo sé? —inquirió—.Ellos no quieren que yo ande por

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aquí, supongo.—¿Cómo pudo usted entrar?—Una llave que

“Rebañahuesos” me da —explicóMarikan.

Rebuscó en un bolsillo condificultad y sacó una llave bastantegrande.

—¿Sabe? Es que yo vengo confrecuencia a tratar a“Rebañahuesos”. Es costumbrepara mí directamente entrar.

Monk le dirigió una mirada alhombre de bronce.

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—¿Qué opinas tú, Doc? —preguntó—. ¿Mataron esos dos alhombre para cerrarle la boca?

Ham intercaló:—El moribundo mencionó a

Marikan en circunstanciassospechosas.

—¡Es cierto! —exclamó Monk—. ¿Qué es el Nido de losDuendes?

Marikan se sopló una muñecaque las esposas habían irritado.

—¿Es mi granja de unasmofetas que usted habla, quizá? —

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gruñó.—Su... ¿qué?—Mi granja donde mofeta se

cría. Yo sabe; Granja de pieles. Yomofetas crío. Nadie nunca ido porallí porque huele mal. Conque yo lallamo, mi Nido de Duendes.

—Este asunto tiene másfacetas de lo que parece —sonrióMonk.

Dentro de la casa empezó asonar un teléfono.

Apenas había dejado de sonarel timbre, cuando Doc corría ya

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hacia el aparato. Lo encontró en unade las lujosas habitacionespróximas a aquellas en queencontraron a la joven y a Wray.Descolgó el auricular.

Habló con la voz trémula de“Rebañahuesos” al contestar, y laexactitud con que la simulódemostraba claramente hasta quépunto se había hecho maestro en elarte de la imitación.

El tono que sonó al otroextremo de la línea era áspero,expresaba sorpresa, pero podía

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identificarse. Era «Telégrafo»Edmunds.

—¡Qué rayos! —exclamó—.¿Está usted ahí, “Rebañahuesos?”

—Pues ¿qué creía? —esquivóDoc, con la voz de Bonefelt.

—¿Sospecha Doc Savage queAda Easeman y Wray están encombinación con nosotros?

Doc replicó:—Eso es difícil de saber.—Pues deberíamos saberlo,

porque la muchacha y Wray puedensernos de mucha utilidad si Doc

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Savage no desconfía de ellos ypueden ponerse a trabajar con él —aseguró “Telégrafo”—. Bueno, enlo que se refiere al asunto del“Federated Payrall”, todo estápreparado para los ocho de lamañana.

—¿Qué planes hay? —inquirióDoc.

—El que habíamos acordado.Sólo le he llamado para decirle queno existe la menor probabilidad deque fracase.

Luego cortó la comunicación.

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Monk y Ham entraron.Marikan les seguía dando unossaltos torpes que le permitíanavanzar bastante aprisa, a pesar dellevar esposados los tobillos.

Doc Savage le preguntó:—¿Fue alguna vez

“Rebañahuesos” a su rancho depieles del Nido de Duendes?

Marikan afirmó con la cabeza.—Claro que sí.—¿A qué?—“Rebañahuesos” él me

ayuda a montar rancho. Luego el

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muy usurero, él dice que me lo quitaporque intereses no puedo pagar.

—¿Vamos a ir nosotros a eserancho? —inquirió Monk.

—Sí; pero primero vamos aestar a mano en las oficinas de la«Federated Payrall», donde pareceser que va a ocurrir algo a las ocho.

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CAPÍTULO XI

HUELLAS DACTILARES DE UNFANTASMA

“FEDERATED Payrall” eraproducto de la complejidad delmundo de negocios moderno.Admitían contratos de fábricas ygrandes negocios, mediante loscuales se comprometían a

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encargarse del pago de salarios,sacar dinero del Banco, trasladarloa sus oficinas, hacer que suspropios contables lo repartieran ensobres pequeños con el nombre decada obrero.

Luego transportaban los sobresen coches blindados a losrespectivos negocios, dondeayudantes armados distribuían lossueldos.

Los salarios se preparaban porla mañana y era corriente quehubiese una fuerte suma a mano.

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El reloj del salpicaderomarcaba las ocho menos segundoscuando Doc Savage, Monk, Ham yMarikan pararon el automóvil a lapuerta de la “Federated Payrall”.

El sol había producido, alalzarse, algo de niebla y el aireestaba allí húmedo y pegajoso, auncuando las aceras estaban secas.

Dos centinelas de uniformemiraron con atención el grupo deDoc Savage cuando entró en elestablecimiento. Habían deacordarse de aquello más tarde.

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Había una escalera, cerrada, alpie, por verjas de hierro que, enaquel momento, se hallabanabiertas, y junto a las cuales habíaotros centinelas.

Arriba de la escalera veíaseuna sala de espera, rodeada de unareja metálica, y al otro lado, laenorme habitación en que sepreparaban los sobres con lossalarios.

A cada extremo de cadahabitación, muy alto, había unagarita blindada con ametralladoras

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emplazadas dentro. «FederatedPayrall» era partidaria de correr elmenor número de riesgos posible.

Doc Savage entró en laenrejada sala de espera. Aquellofue como una señal.

Se oyó un aullido en una de lasgaritas. Un instante después, caía deella el centinela. A lo lejos parecíacomo si le hubieran hundido elcráneo por completo.

Las mecanógrafas chillaron.Un hombre dio un salto en direccióna un timbre de alarma. Se oyó el

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ruido de un golpe y cayó. Se armóun enorme barullo en la habitación.EL otro centinela cayó de su garita.

Una pila grande de billetes deBanco resbaló de una mesa y cayó,quedándose suspendida en el aire,como si la hubieran metido en unsaco invisible.

—¡Los hombres invisibles! —aulló Monk.

Otra pila de billetes se alzó,como si se hubiera hecho másligero que el aire, y flotó pasilloabajo. Dos muchachas miraron y se

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desmayaron.Monk aulló —¿Qué hacemos?—Tomar las salidas, ¡so mico!

—le contestó Ham.Doc Savage ordenó —¡Buscad

dónde refugiarse!Monk miró al hombre de

bronce. Era la primera, vez querecordaba haber visto a su jeferehuir una pelea. Monk sospechabacon frecuencia que a Doc le gustabala pelea más que a ninguno de ellos,y eso que, para él y Ham, la luchaera la sal de la vida.

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—Hemos intentado luchar yacontra esos hombres invisiblesempleando métodos corrientes —dijo Doc, rápidamente—. Lo quehemos de hacer ahora, es andar conpies de plomo hasta que estemos ensituación de hacerles frente.

Diciendo esto, el hombre debronce empujó a Monk, Ham yMarikan hacia fuera otra vez.

Marikan se puso a saltar,excitado, tartamudeando:

—¡Es terrible! ¡Terrible!Dos o tres de los dependientes

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principales estaban gritandoórdenes y uno de los centinelascorría de un lado a otro, agitando suarma; pero sus esfuerzos porrestablecer el orden se perdieronpor completo en aquella confusión.

De vez en cuando caía unempleado de resultas de un fuertegolpe. Era evidente que algunoscaían muertos.

El dinero saltaba de las mesas,salía de los sacos y cajas decaudales, y se iba flotando. Viendotodo esto, hasta los hombres se

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volvieron histéricos. Era cosademasiado sobrenatural para quepudiera comprenderse con rapidez.

Uno de los seres criminalesvertió una botella de tinta que habíasobre la mesa del encargado deldespacho.

Este miró, con ojos saltones,cómo salpicaba la tinta, como sihubiesen sido introducidos en ella,unos dedos.

Luego una serie de huellasdactilares negras aparecieron sobrela mesa.

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EL empleado vió la tintaadherida a los dedos invisibles.Luego el dueño de los dedostransparentes se los limpió en elsecante y se lo tiró después alempleado.

Este aulló como sí le hubieranechado el mundo encima. Aquellole dio una idea.

—¡Echadles tinta encima! —aulló.

Nadie le oyó. El ruido eraensordecedor. Uno de los centinelashabía empezado a disparar una

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ametralladora a tontas y a locas.Doc Savage y sus hombres

llegaron al pie de la escalera ycerraron las puertas de hierro.

—Usen gases lacrimógenos —les ordenó a los centinelas que allíhabían apostados. Pero éstosquerían saber lo que estabaocurriendo. El resultado fue unadiscusión y, en medio de ella, sonóel grito de un hombre que había enla bocacalle cercana. Salieroncorriendo. El que gritaba era untranseúnte.

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—¡Dinero! —aulló—. ¡Unmillón de dólares! ¡Salió por esaventana y bajó, flotando, por lacalle!

Doc Savage miró hacia laventana. Era una de las deldespacho. Los barrotes habían sidoapartados. Uno de los hombresinvisibles debía de haber entradoen el lugar más temprano y aflojadolos barrotes.

Seguido por sus hombres, Docsalió corriendo en la dirección pordonde había desaparecido el

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dinero. Nada encontró, cosa que yase había esperado.

Había callejuelas, bocacallesy una veintena de puertas por lasque los invisibles atacantes podíanhaberse metido.

—¡Es la cosa más increíbleque en mí vida he oído! —exclamóMarikan—. Y ¿usted cree que mirancho de mofetas, él tiene algo quever con ello?

Monk rugió:—¡Más vale que lo tema! ¡Si

no paramos los pies a esos duendes,

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van a dejar limpio el país! ¡Rayos!¡Si tienen al mundo en su poder!

Empezaban a oírse las sirenasde la policía.

Doc dijo:—Vamos.—¿Van a mi rancho de

mofetas? —inquirió Marikan.—Sí —respondió el hombre

de bronce.Allá en las oficinas de la

“Federated Payrall”, se acentuó laexcitación más bien que calmarse alllegar las brigadas de policía y de

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detectives intrigados.Estos corrieron de un lado

para otro.La mayoría no creía una

palabra de lo que escuchaba, apesar de haber ocurrirlo algoparecido en la Opera la nocheanterior.

Los expertos en dactiloscopiallegaron y se pusieron a trabajar.No tardaron en hallar las huellas enla mesa del encarado del despachoy las fotografiaron desde distintospuntos.

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—Estas son las huellasdactilares de uno de los hombresinvisibles —insistió el empleado.

Y contó cómo le habían tiradoel secante a la cara.

Antes de un cuarto de hora lashuellas digitales habían sidoenvíalas a jefatura e identificadas.Hubo una nueva explosión deexcitación. Las emisoras policíacasse pusieron a funcionar.

Doc Savage tenía radio en suautomóvil, y estaba sincronizadacon la onda policíaca. Quería saber

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noticias de los ladrones invisibles,y recibió más de las que esperaba.

El locutor de la policía estabatan emocionado que apenas podíahablar.

—¡Urgente a todos los coches!—dijo, con rapidez—.Identificación de las huellasdactilares de uno de los ladronesinvisibles. Las huellas se hallaronen una mesa de las oficinas de la“Federated Payrall”. Son las deDoc Savage, cuyas huellas se hallanen nuestro fichero en relación con

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un nombramiento especial que lefue conferido como miembro delCuerpo de Policía neoyorquino.Detened a este hombre para que seainterrogado. Los centinelas de la«Federated Payrall» le vieron en ellugar del crimen.

—¡Ah! —murmuró Monkagriamente—. ¿Hemos de ponernostodos en pie y tributar una ovación?

—¡Una ovación! —tartajeóMarikan—. Muy extremadamentemala cosa la llamo yo. ¿Ovacióndice?

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—Es el sistema, que emplea elgorila este para dar a entender queestá estupefacto —explicó Ham,con sequedad.

Monk conducía. Quitó lasmanos del volante para agitarlas.

—Pero... ¿cómo fueron a pararlas huellas dactilares de Doc a esamesa? —aulló—. No estuvimossiquiera en la parte de la oficina enque están las mesas.

EL coche, que viajaba a cercade setenta millas por hora, torcióhacia el bordillo.

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—¡Cuídate del volante! —aulló Ham.

Cuando volvió a enderezar elautomóvil, Doc Savage habló. Suasombrosa voz conservaba laserenidad y no delató con gestoalguno haber oído cosa que tuvieseespecial importancia.

—¿Os acordáis de cuandoestuve sin conocimiento en laOpera? —preguntó.

—¿Que si nos acordamos?...—gruñó Monk.

—Cuando me examiné los

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dedos mas tarde, hallé vestigios decera, como os dije. Esa cerasignifica que me tomaron lashuellas dactilares. Con esos moldessería cosa fácil hacer unas piezasde algo flexible que luego haríaninvisible. Con ellas fueronplantadas mis huellas sobre lamesa.

—¡Caramba! —murmuró Ham,pensativamente—. Tienen confianzaen sí. Te han escogido a ti comocabeza de turco.

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CAPÍTULO XII

RANCHO DE PIELES

EL rancho de Marikan, dedicado ala cría de mofetas, resultó estar muyabajo por la costa de Nueva jersey,cosa que no dejaba de ser unaventaja puesto que se hallaba enotro Estado.

No obstante, Doc Savage huyó

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de las carreteras reales y seagachaba para no ser visto al pasarjunto a otros coches, sobre tododespués de oír las emisoraspolicíacas de Newark y de laciudad de Jersey radiar sudescripción y la orden dedetención.

Por dichas emisiones supieronque habían muerto siete personas degolpes en la cabeza, durante elasalto de los hombres invisibles ala “Federated Payrall». Se dio elnúmero de matrícula del coche de

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Doc, junto con una descripción delestilo y colorido de la carrocería.

—Sería una lástima que nosdetuvieran —dijo Monk—. Tal vezsea mejor que cambiemos de coche.

—Por lo menos deberíamoscambiar la identidad de éste —asintió Doc Savage.

Monk detuvo el automóvil enun lugar desierto y el hombre debronce sacó de la caja de lasherramientas otro juego dematriculas de cada uno de losEstados limítrofes con Nueva York.

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Escogió un par de NuevaJersey y las colocó en lugar de lasque llevaba el coche. Del mismositio extrajo un aparato que parecíaun pulverizador corriente de mano.

—¿Están esas matrículas deNueva Jersey a nombre tuyo? —inquirió Monk.

—No, fueron concedidas a uncoche de segunda mano, el que setiró al mar después de quitarle lasmatrículas nuevas.

El hombre de bronce apuntó alcoche con el pulverizador y empezó

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a hacerlo funcionar. Una nube dealgo casi incoloro cubrió el coche.

La substancia tenía un olor quese agarraba a la garganta y que hizotoser a Monk y a Ham. El color dela carrocería había sido negroprofundo. Ahora cambió,convirtiéndolo en un matiz gris,bastante claro.

—Es una substancia químicaque se come el color —explicó—.Es mucho más rápido que tener quepintar la carrocería de nuevo.

Todo el coche había cambiado

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de color cuando volvieron amontarse en él y reanudaron elcamino.

Se oyó el zumbido de unaeroplano en dirección a NuevaYork. Monk asomó la cabeza yluego volvió a meterlaapresuradamente, gruñendo.

—Pudiera ser un avión de lapolicía.

Empleó el espejo colocado enel coche, arrancándolo para poderobservar al aeroplano.

—Es raro —dijo por fin.

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—¿Qué? —inquirió Ham.—Juraría a que el avión ese

describió un semicírculo nada másque por no volar sobre nosotros.

—Imaginación tuya.—Puede ser; pero parecía

como si no tuviera deseos de que loexaminara nadie con demasiadaatención.

Doc Savage le preguntó aMarikan:

—¿En qué dirección,exactamente, está su rancho?

El hombre narigudo señaló.

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—Allí; lejos.El hombre de bronce observó

el aeroplano, fijándose,especialmente, en la dirección quellevaba. Los demás se dieron cuentade lo que su observaciónsignificaba, y escudriñaron elaparato a su vez. Vieron que era unhidroplano.

—¡Rayos y centellas! —exclamó Marikan—. ¡Ese pájaro, elva hacia mi rancho!

El rancho de mofetas sehallaba situado en terreno

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pantanoso o, mejor dicho, en unmontículo rodeado de pantanos, yno había ninguna otra cosa en dosmillas a la redonda.

—El pantano, él no tiene fondo—exclamó Marikan—. No puedeconstruirse allá ninguna casa en elbarro, da un salto y se hunde.

Muy cerca del montículo sedeslizaba un riachuelo, no muyprofundo, pero sí bastante ancho —una caleta de agua salada— quesubía con la marea. Daba lacasualidad que el riachuelo en

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cuestión seguía un curso recto y separecía mucho a un canal.

Con toda seguridad habríasido dragado alguna vez, porque lasriberas parecían un poco más altasy estaban cubiertas de árbolesachaparrados.

En el río, ocultos tras losárboles, había cuatro hidroaviones.No eran muy grandes. Todos ibanprovistos de un solo motor y nopodían llevar más de ocho o diezpersonas. Entre ellos se encontrabael aparato que había visto Monk.

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—¡Qué barbaridad! —tartajeoMarikan—. Esta cosa, ¿ella quésignifica?

—¿Está usted seguro de que nolo sabe? —preguntó Monk,agriamente.

Marikan agitó los brazos, coroexpresión de inocencia ofendida.

—Si yo sé que algo de ello noestá bien, ¿les traería aquí? —preguntó.

—Sí —asintió Monk—: esono deja de ser verdad.

Habían dejado el coche muy

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atrás; debajo de un árbol donde nopodría vérsele desde el aire.Avanzaron luego a pie,agachándose, por entre la hierba,arrastrándose a veces, vadeandocon frecuencia.

Cuando vieron loshidroplanos, Doc Savage se detuvo.

—Algo está pasando —dijo,lentamente—. Ham; tú y Marikan sequedan aquí, Monk y yo seguiremosadelante.

—¿No podríamos ir juntos? —inquirió Ham, al que le hacia muy

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poca gracia perderse emociones.—No hay manera de saber lo

que puede ocurrirnos —contestóDoc—. Por si fuera necesario, espreferible que quede alguien fuerapara avisar al resto de nuestrosamigos y ponerles a trabajar sobreel asunto.

Ham movió afirmativamente lacabeza. Los demás miembros de laorganización de Doc Savage —elcoronel Juan Renwich, llamadofamiliarmente “Renny”, famosoingeniero; Guillermo Harper

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Littlejohn, o “Johnny”, célebrearqueólogo; y el comandante TomásJ. Roberts, o “Long Tom”,ingeniero electricista a quien seconsideraba un verdadero mago—no se hallaban por entonces enNueva York.

Estaban dispersados —elingeniero y el electricista enEuropa, y el arqueólogo en la parteoccidental de Norteamérica,investigando unas cuevastrogloditas, recientementedescubiertas.

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Doc Savage siguió adelante,con Monk detrás de él. Comovieron que iba a ser necesariovadear un pequeño lago, se quitaronla mayor parte de la ropa exterior.

Hacía mucho frío. La nieblaque abundara en las primeras horasde la mañana se había desvanecidocasi por completo.

Llegaron a un punto desde elque pudieron distinguirmovimientos en torno a los aviones.Hombres bien vestidos y de aspectointeligente que, sin embargo, daban

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la impresión de ser muy duros yestar exentos de escrúpulos, estabansacando sacos y maletines de losaeroplanos.

Muchos de los sacos salíansolos de los hidroaviones y flotabanhasta tierra, transportadosevidentemente por hombresinvisibles.

—¡Su cuartel general! —susurró Monk.

Depositó a Habeas Corpus enel suelo y le dijo, en un susurro:

—Tú no te muevas de aquí,

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Habeas.EL cerdo obedeció, como si

fuera un perro bien enseñado.Ham, con la ayuda de unos

prismáticos, logró seguir bastantebien los movimientos de Doc yMonk. Marikan, echado en el sueloal lado de Ham, no dejaba demurmurar entre dientes.

—Esto una barbaridad megusta —murmuró—. Ya puede decirque sí.

—Haga el favor de guardarsilencio —le dije Ham, con

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brusquedad.Marikan expresó otra opinión;

pero lo hizo en voz demasiado bajapara que le oyeran.

Luego guardó silencio y no seoyó ya mas que el susurro de labrisa por entre la hierba de lasmarismas y alguno que otro grito delos hombres que descargaban losaeroplanos. De pronto Marikanemitió un gruñido.

El gruñido era alto. Y eraextraño también. Ham se volvió —ambos estaban tumbados en el suelo

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— y miró a su compañero. Marikanyacía muy quieto, y tenía la carahundida en el blando barro de lamarisma de tal manera que eradudoso que pudiera respirar.

Ham abrió la boca. No tenía laintención de gritar. Más, bien laabrió como consecuencia de lasorpresa. Se arrepintió de haberobrado tan inconscientemente uninstante después.

Algo se le introdujo en laboca. Parecía trapo; pero erainvisible.

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Ham intentó quitarse aquellamordaza. Manos invisibles leasieron los brazos. Empezó asacudir puntapiés. Algo pesadopareció sujetarle las piernas.

—¡Cuidado, figurín! —leaconsejó una voz—. Fueron ustedesunos primos, si creyeron poderllegar hasta aquí sin ser vistos. ¡Sitenemos hombres invisiblesestacionados en todos loscaminos...! Y tenemos gente en lascomisarías escuchando todo lo quese dice.

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Ham echó atrás la cabeza ehizo el mayor ruido que pudo por lanariz. No se le hubiera podido oír amás allá de cien metros dedistancia. Doc Savage se hallabamucho más lejos ya.

Soltó una exclamación dedolor al darle en el ojo izquierdoalgo que no era probablemente undedo.

—¡Cállese o se quedará sinesa lámpara! —le advirtieron.

Marikan dio la vuelta y por logrotesco del movimiento se

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comprendió que eran los hombresinvisibles los que le movían. Se leabrió la boca y empezó a salir deella barro, empujado, al parecer,por un dedo invisible.

—Sólo ha perdido elconocimiento —dijo otro de loshombres invisibles—. ¿Quéhacemos con ellos?

—Retenerlos aquí un poco,hasta que el otro y Doc Savagehayan sido apresados —dijo uno—.Luego, veremos cómo reaccionansus procesos mentales ante una

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partícula de plomo de un tamañodeterminado, del calibre 38, porejemplo. Debiera resultar unestudio interesante.

Ham nada dijo. Por reglageneral no se asustaba ni se poníanervioso; pero ahora sentía como sile estuvieran echando encima hieloseco y estuviese recibiendo unaserie de sacudidas eléctricas.

Era el encuentro más próximoque había tenido con los hombresinvisibles y su singularidadresultaba aterradora. Los hombres

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invisibles sabían que Doc y Monkhabían seguido adelante, porañadidura, y con toda seguridadestarían cercándoles en aquellosinstantes.

Doc Savage y Monk sehallaban muy cerca del rancho. Ellugar se componía de una serie decorrales alambrados, que despedíanun olor desagradable, y dosedificios largos, uno de los cualesestaba abierto por los lados y queseguramente se destinaba aalmacenar la cosecha, desollar a

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los animales y curar las pieles.Había una sección también

dedicada al almacenaje deprovisiones para los bichosaquellos.

Los hombres estaban metiendoel botín en el mayor de losedificios, que debía ser la vivienda.

Monk dijo:—Tal vez debiera de haberme

traído a Habeas. Ya sabes que...El cerdo se acercó en aquel

momento al trote.Monk le dirigió una mirada

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severa.—Te dije que te quedaras

atrás —dijo—. ¿Acaso no te heenseñado a...?

Calló. Sus ojos se abrierondesmesuradamente al mirar alcerdo. Habeas parecía inquieto.Tenía tendidas las enormes orejas.Movía la cabeza de un lado a otro.

Monk miró a Doc Savage:—¡Hombres invisibles! —

gruñó.—Así parece —respondió

Doc, en un susurro.

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Habían bajado la voz hasta elpunto de apenas oírse. Monk le dioun empujón a Habeas.

—¿Dónde están? —susurró—.¡Búscales, puerco!

No en balde había pasadoMonk sus ratos de ocio duranteaños enseñando a Habeas que,debido a las penalidades pasadasen sus primeros años en losdesiertos de Arabia, no dabamuestras de crecer ya más deltamaño de un cerdo pequeño.

Habeas se alejó lentamente,

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con evidente desgana. Un momentodespués señalaba como un perro decaza.

—¡Magnifico! —susurró Monk—. ¡Hay un hombre invisible allí!

Pero Doc Savage moviónegativamente la cabeza sin dejarde mirar al cerdo.

—No tan magnífico —dijo—.El hombre invisible parece estarsiguiendo nuestras huellas por entrela hierba de la marisma.

Monk tragó saliva.—¡Rayos!¿Cómo vamos a

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pescar a ese tipo? ¡No podemos verdónde esta!

En lugar de responder, Docobservó a Habeas. El cerdo parecíaestar excitadísimo. Señaló endirección distinta y luego cambió.Se agazapó y regresó corriendo allado de Doc y Monk, dandomuestras del más vivo temor.

—¡Estamos rodeados! —exclamó Doc, sombrío—. ¡Nos hanestado vigilando desde el primermomento!

Monk sacó su pistola super

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ametralladora. El mecanismo y lasbalas eran impermeables.

Doc ordenó:—¡Prepárate! ¡Va a empezar el

jaleo!Monk le dio un empujón a

Habeas.—¡Lárgate de aquí, puerco! —

ordenó—. ¡Este sitio se va a hacerpeligroso!

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CAPÍTULO XIII

ALQUIMIA

DOC Savage aun llevaba unchaleco de construcción especial.Se componía de una cubiertaexterior a prueba de bala y, debajode ella, numerosos bolsillosalmohadillados y colocados de talmanera que, al llevarlo puesto, las

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proporciones del hombre de bronceaumentaban muy levemente nadamás.

Los bolsillos conteníannumerosos dispositivos: losaparatos científicos con que Docprefería luchar, en lugar de haceruso de las prosaicas armas defuego.

Extrajo varias granadaspequeñas de variado colorido.Tenían minúsculas palanquitasdetonadores.

Doc dio a las palancas y luego

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tiró los proyectiles una a laderecha, otro a la izquierda, untercero detrás, y una serie de ellosdelante, escalonándolos endirección a los dos edificios.

Las granadas estallaron,despidiendo una cantidadasombrosa de humo, que parecíamás negro que la tinta china. Elpalio de humo se extendió.

Toda la vecindad quedóenvuelta en negro.

Habeas Corpus huyó, gruñendofuertemente y dando enormes

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brincos.Doc Savage dijo:—¡Estoy tumbado en el suelo,

Monk, para no estorbarte!Monk soltó un gruñido, se

apretó la pistola ametralladoracontra el costado y apretó el gatillo,girando al propio tiempo, sobre lostalones, dirigiendo una ráfaga debalas de misericordia a la altura dela cintura de una persona normal.Una serie de gritos de doloranunció que los disparos habíansurtido algún efecto.

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Doc Savage exclamó:—¡Basta ya!Y se puso en pie al dejar

Monk de disparar. Se hallaba a unpaso del químico; pero no podíaverle. Le encontró por el tacto.Retrocedieron.

Monk intentó dirigirse alcobertizo, pero Doc le guió hacia laizquierda, en dirección a la casa.

—Pero... ¡si están todos ahídentro! —exclamó Monk.

Doc no le respondió. Tiró unascuantas granadas de humo. Agregó

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cuatro de gases lacrimógenos yotras que contenían un gas que hacíaperder rápidamente elconocimiento.

Estas las tiró lo bastante lejospara que no les afectaran a él y aMonk, ya que no llevaban mascaraspara protegerse.

Llegaron a la casa. EL humohabía penetrado allí también,convirtiéndola en una especie demanicomio negro de donde nohacían más que salir gritos.

La voz de «Telégrafo»

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Edmunds estaba gritando órdenes.—¡Vigilad las marismas! —

aullaba—. ¡Vigiladlos bien! ¡Nopueden resistir este humo muchotiempo, y entonces los cogeremos!

Doc Savage empujó a Monkhacia el suelo.

—Aguarda aquí —dijo.Marchó, enseguida, hacia la

caleta en que se hallaban loshidroplanos. Oía a otros correr porallá cerca, dirigiéndose a vigilar lamarisma de acuerdo con lasinstrucciones de «Telégrafo».

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El humo no llegaba hastadonde estaban los hidroaviones, yDoc, atisbando por entre la maleza,vió a un hombre armado, de pie enuno de los flotadores, vigilando conatención. Era evidentementeimposible escapar por allí.

—¡Eh! ¡El del avión negro! —gritó Doc.

No había más que un aparatonegro; los demás eran amarillos. Elpiloto se hallaba de pie en uno delos flotadores con una pistolaametralladora.

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Se sobresaltó al oír la voz.—¡Di, jefe! —replicó.Doc había imitado tan

admirablemente la voz de“Telégrafo” que el hombre se habíadejado engañar por completo.

—Coge tu aparato y vuelve alsitio donde recogiste tú últimocargamento —ordenó el hombre debronce.

El riesgo era grande. El pilotovaciló.

—¿Y ese jaleo de aquí? —preguntó el aviador.

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—Ya lo solucionaremosnosotros. Tú vuela en circulo poraquí encima hasta que el vientodisipe el humo y, si no los ves huirpor la marisma, sigue tu camino.

Aquello le pareció racional alaviador.

—De acuerdo —contestó.Y subió al hidroavión.Doc Savage retrocedió y, un

momento después, oyó el zumbidode un motor y comprendió, por laforma en que se iba perdiendo elruido en la distancia, que el aparato

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había patinado caleta abajo antes dedespegar.

La marcha del aeroplano armóun nuevo revuelo en el rancho.“Telégrafo” corrió a la ribera de lacaleta, miró al hidroplano, que sehallaba ya en el aire, y se puso amaldecir con elocuencia. Cuandodejó de hacerlo, tenía ya el rostrocongestionado.

—¡Se han escapado en esteaparato! —aulló.

El hidroavión volvió,describiendo un círculo, y fue

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recibido con una salva de disparos.El humo no se había disipado aún yel piloto cometió el error de creerque Doc y sus hombres eran los quedisparaban.

Se limitó a alejarse y darvueltas tranquilamente, vigilando lamarisma para asegurarse de quenadie se escapara. Por consiguiente,se hallaba demasiado lejos parareconocer a “Telégrafos” Edmunds.

Se le ocurrió a este, de pronto,que tenía allí cerca otros aparatoscon los que emprender la

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persecución. Ordenó quedespegaran.

Al correr hacía loshidroaviones, los hombres de«Telégrafo» se encontraron con uncompañero suyo —que no erainvisible— sin conocimiento en elsuelo.

Parecía haber recibido ungolpe en la mandíbula. Su pistolahabía desaparecido.

Llegaron a la caleta. Miraronhacia ella. «Telégrafo» sufrió otroacceso de rabia. Gasolina,

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brillando con todos los colores delarco iris, cubría las aguas de lacaleta. Se escapaba de losdepósitos de los aparatos por unaserie de agujeros de bala.

«Telégrafo» ni sospechósiquiera que Doc Savage hubierapodido apoderarse de la pistola yhecho los agujeros mientras losdemás disparaban contra elhidroavión que volaba.

La brisa acabó por llevarse elhumo y como las minúsculasgranadas habían despedido ya todo

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su contenido, se despejó el aire.Monk y Doc se hallaban dentro

de la casa, en la que no había máspersonas que ellos, ya que el jaleohabía hecho salir a todo el mundo.

Monk no estaba satisfecho deltodo.

—¡Ojalá estuviésemosnosotros en ese hidroplano! —dijo—. No les va aguantar ni pizcacuando nos encuentren aquí dentro.

A pesar del peligro de susituación, el químico sonreíaexpansivamente. Se le había visto

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sonreír de igual manera enocasiones en que parecía imposibleque pudiese vivir más de unosminutos.

Monk era un tipo de individuode los que se encuentran pocos.Parecía incapaz de concebir queexistiera tal cosa como el peligro.

Doc Savage estabaexaminando el interior de la casa.Había una alcoba, un comedor, unasala y una cocina todo ellopobremente amueblado. Abriópuertas y armarios.

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—Es raro —murmuró.—Todo el asunto es raro —

admitió Monk.—EL botín que estaban

metiendo aquí no se encuentra porparte alguna —observó Doc.

La sonrisa del químico sedesvaneció. Empezó a dar la vueltaa los cuartos y examinar lasparedes. Tenía muy buen cuidadode no pasar por delante de ningunaventana.

«Telégrafo» y sus hombrescreían que habían huido en el

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hidroplano y, por consiguiente, nose les había ocurrido registrar lacasa.

Doc Savage le ayudó a Monk abuscar. La estufa que estaba en lasala era una de esas estufascilíndricas corrientes, colocadasobre una hoja de metal paraproteger el suelo.

Examinándola de cerca, elhombre de bronce observó que unade las patas parecía más brillanteque las otras, como si la hubieransobado mucho.

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La asió. Sus dedos hallaron unresorte oculto en la parte cóncavainterior de la pata. Oprimió elresorte. Se oyó un chasquido yestufa y hoja de metal se alzaron yse corrieron a un lado.

—¡Vaya, vaya! —susurróMonk—. ¡Secretos y todo!

EL agujero que habíaaparecido era lo bastante grandepara que pasara un hombre por élcómodamente y la escala teníatravesaños anchos y un pasamanos.

Doc Savage escudriñó la parte

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superior de la misma. No bajó porlos travesaños, sino que se dejócaer los tres metros de profundidadque tenía el agujero. Aterrizó en unpasillo de cemento y examinó el piede la escalera.

No había ningún circuito dealarma conectada a ella.

—Está bien —susurró.Y Monk bajó.El mecanismo que cerraba la

extraña trampa estaba a mano y erafácil de entender. AL cerrarse, sehizo la más profunda oscuridad

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abajo.Doc Savage aun llevaba las

lámparas de bolsillo con generadorpropio que habían empleadodurante la noche. Como estabanimpermeabilizadas, seguíanfuncionando divinamente.

A su luz vieron un pasillopendiente, que recorrieron,llegando a una puerta de acero que,según descubrieron al pasar porella, estaba forrada de plomo pordentro.

Estaba cerrada cuando

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llegaron a ella; conque la dejaroncerrada tras sí.

Se hallaban en un cuarto en elque se notaba un leve zumbido,como de maquinaria y donde el aireolía algo así como en el interior delas grandes centrales eléctricas.

A intervalos, se oía unaespecie de chisporroteo, un ruidosemejante al que se produciríarompiendo cristales a cubos llenos.Paredes, suelo y techo estabanesmaltados de blanco.

—Tal vez haya una salida

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excusada —dijo Monk.Doc no hizo comentario

alguno. En realidad, no tuvo tiempode hablar, porque oyeron vocesdelante de ellos, y sonidos queindicaban que se aproximabanvarios hombres. Hasta aquelmomento no habían hallado señalalguna de que el laberintosubterráneo estuviese habitado.

Había una puerta a la derecha.Era evidente que las voces nollegaban por allí. Doc y Monkcorrieron hacia ella, la abrieron y

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salieron a un pasillo.En éste había varios nichos

pequeños, algunos de los cualescontenían provisiones. Se metieronen uno lleno de barriles y dondehabía una lona.

Se metieron debajo de ella.Antes de haber transcurrido

muchos instantes, se oyómovimiento en los otros cuartos.Fueron bajando hombres de lasuperficie, murmurando y excitados.Luego se presentó «Telégrafo»Edmunds y sus órdenes se oyeron

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perfectamente.—¡Daos prisa! —dijo—.

Tenemos que cambiar el horario yhacer las cosas aprisa: Doc Savagehará cundir la alarma. ¡No nosqueda mucho tiempo!

Monk contuvo el aliento alabrirse la puerta que daba a aquelpasillo.

Empezaron a salir hombres.No se encendieron las luces y se lesveía confusamente en la oscuridad.

El primero del desfile pasó;luego otro y otro. Respiraban

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ruidosamente.Ello pudiera indicar que

estaban preocupados. Pasaron cercade una docena.

Luego apareció Edmunds en lapuerta.

—¡Vamos! —ordenó—. ¡Daosprisa! Yo cogeré una lámpara yexaminare lo que tenemos en estepasillo a ver si hay algo quedebiera retirarse. Luego os seguiré.Y tened mucho cuidado conencender luces.

Doc y Monk se dieron un

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codazo en la oscuridad.—Tendremos que correr el

riesgo —dijo el hombre de bronce.Se pusieron en pie y se

incorporaron a la procesión. No serequería valor especial parahacerlo, y no era de extrañar que nofuesen descubiertos.

Los hombres marchabanaprisa, empujándose unos a otros, yla oscuridad era profunda. Doc sepuso en fila delante de Monk yavanzaron rápidamente.

Llegaron a un cuarto en que

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había considerable movimiento.Transcurrieron unos segundos antesde que se dieran cuenta de lo queestaba pasando allí.

—Quitaos absolutamente todolo que lleváis puesto —dijo una voz—. Eso incluye relojes de pulsera,anillos... y dentadura postiza si latenéis. No olvidéis que la presenciadel menor pedazo de metal en elcuerpo puede tener fatalesconsecuencias.

Monk acercó la boca al oídode Doc, le era posible reconocer la

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piel singularmente fina del hombrede bronce, tocándola con los dedosy susurró.

—¿Qué hacemos nosotros?—Lo mismo que los demás —

contestó Doc—. Desnúdate.—No me hace ni pizca de

gracia esto —murmuró Monk.Pero obedeció.A los pocos instantes se sintió

una singular sensación de picor.Primero se notó en los ojos, lasfosas nasales y otras partes tiernasdel cuerpo. Luego se extendió.

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—¡Rediez! —exclamó alguien—. ¡Debo tener sarna!

La voz que había dado órdenesexplicó:

—Se os está exponiendo a losprimeros rayos acondicionadoresen este cuarto. Este tratamientoproduce una reacción oxidadoranecesaria.

Transcurrió algún tiempo yparecía como si todo el mundo sehubiera quitado la ropa, porque lahabitación se hallaba relativamentesilenciosa, salvo por el ruido de la

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respiración y el raspar de unas uñasen carne al rascarse alguien.

—Lleváis aquí diez minutos—dijo la voz autoritaria—. Ahorasaldréis por la puerta de laizquierda. Ya se os ha dicho lo quetenéis que hacer.

Monk y Doc siguieron a losdemás —y se vieron empujados poruna puerta pequeña.

Oyeron una serie de ruidoscomo si se cepillara algo; pero nose dieron cuenta de su significadohasta que fueron empujados, por los

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que iban detrás de ellos, hacia unpunto un poco más elevado delsuelo.

Más allá había una especie detobogán. Resbalaron por él y fuerona parar a un depósito de un líquidoque parecía suave y como crema.Hicieron un ruido bastante grandeal chocar con el liquido, y alguienles soltó una maldición.

—¿Qué ocurre? —inquirió conbrusquedad la voz del que dirigíalas operaciones.

—Algún idiota que ha bajado

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de cabeza por el tobogán —replicóel hombre.

—Es igual. Respiradprofundamente y meted la cabezadentro. Es necesario que estacomposición cubra todas las partesde vuestro cuerpo.

Por el ruido, Doc y Monkjuzgaron que los hombres estabannadando hacia el otro extremo deldepósito y salieron de él. Hicieronlo propio.

Oyeron a un hombre aullardelante de ellos. Un instante

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después comprendieron el motivo,porque un chorro de una substanciaquímica pulverizada chocó contrasu cuerpo y el efecto fue muyparecido al que les hubieseproducido un chorro de plomohirviendo.

Siguieron a los otros y pasaronpor aquella lluvia fina lo másdeprisa posible.

La oscuridad era profunda y nodaba señales de disiparse. La vozexplicó el motivo de ello.

—Es esencial que ni un rayo

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de luz hiera el nervio óptico —dijo—. De lo contrario, os podríaisencontrar irreparablemente ciegos.

—¿En qué jaleo nos estamosmetiendo? —exclamó Monk.

—¿Qué dices? —preguntó unavoz áspera detrás de él.

—¡Que debías de habertetraído una bicicleta!

—¿Sí? —rugió el otro.—Seguro. ¡Así no tendrías que

montarte en mis talones como hacesahora!

—¡Así han de tenerse los

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ánimos! —aprobó la voz—. Noperdáis la serenidad. No existe elmenor peligro.

Un momento después se vieronprecipitados en otro depósito deuna substancia química. Este era elmás desagradable de todos. Al salirde él, Monk se sintió la mar deextraño. Todo su cuerpo parecíalleno de fuego.

Vino a continuación un cuartonegro. Era largo y estrecho y, porun lado, había lo que parecía unbanco.

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La voz autoritaria ordenó:—Os echaréis todos, cuan

largos sois, sobre el transportador,y permaneceréis completamenteinmóviles.

El transportador resultó seraquello, que habían tomado por unbanco y Monk y Doc se echaron enél, como los demás. EL terriblefuego interior pareció saltar, surgiry consumirles, dejando tan sólo unacáscara, cuyo interior habíaquedado eliminado por la llama.

Hasta el cerebro parecía

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consumirse. Monk se dio cuenta deque aquello significaba que seestaban quedando sin conocimiento.

Inesperadamente, eltransportador se puso enmovimiento.

Lo qué siguió no fue tan malo—en parte porque estaban casi sinsentido. Al pasar por una cámarallena de un vaho azul intenso, el fríosiguió al calor del cuerpo.

Luego había un largo tubolleno de unas chispas de fantásticocolorido que se movían con

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descargas estrepitosas, haciendo elmismo ruido que Monk y Docoyeran al entrar en el subterráneo.

Siguió otro baño líquido trasel cual hubo otro tubo lleno de unvaho aún más azul, y luego un dolorterrible. En aquel momento les pasóalgo a los ojos y ya no pudieronver.

Monk se llenó de aprensión,temiendo haber quedado ciego parasiempre, e intentó incorporarse,moverse, hacer algo, cualquiercosa, pero no pudo moverse.

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Oyó una voz. Era la de«Telégrafo» Edmunds, o mucho seequivocaba.

—Más vale que vaya alguien abuscar a Ham y Marikan —estabadiciendo—. Nos ocuparemos deellos después.

Luego Monk dejó decomprender cuanto ocurría a sualrededor.

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CAPÍTULO XIV

GUERRA DE DUENDES

HAM, que yacía donde le habíantenido sujeto los hombres invisiblesdurante cerca de una hora, oyópasos pesados que acercaban,procedentes del rancho, vió cómose aplastaba la hierba y observó lasprofundas huellas que aparecían en

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el blando suelo.Comprendió que los hombres

invisibles habían llegado, en buscasuya y de Marikan.

Marikan vió todo aquellotambién.

—¡Loco me va a volver esto!—gimió.

—¡Cierre el pico! —ordenó unhombre invisible, con aspereza.

Ham y Marikan fueron alzadosy conducidos hacia el rancho.

Como el primero pesabamenos, se elevaron más aprisa y

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pronto estuvo dentro de la casa. Fuebajado a la primera habitaciónesmaltada.

Esta era muy grande. Alprincipio creyó que sólo"Telégrafo” se hallaba presente.Luego se dio cuenta de que elcuarto estaba lleno de hombresinvisibles.

Se abrió una puerta y parecióentrar flotando una camilla. Esta fuedepositada en el suelo y le dieron lavuelta para dejar su carga en elsuelo.

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—¿Cuántos más hay? —inquirió «Telégrafo».

—Dos —replicó una voz:—entonces estaremos preparados paraque pases tú.

—De acuerdo. Atenderé a esteotro asunto primero —dijo“Telégrafo”.

Salió, estuvo ausente unosmomentos y volvió con unoshombres invisibles quetransportaban a Marikan. Esteultimo parecía hallarse presa delmás vivo terror.

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«Telégrafo» miró a sualrededor, contorneándose ante suinvisible auditorio y guiñó un ojo.

—El procedimiento deinvisibilidad —dijo—, funcionaigual con cuerpos muertos que conlos vivos. Ataremos a Marikan y aHam, les haremos invisibles ytiraremos los cadáveres a la caleta.Siendo invisibles, jamás se lesencontrará.

Marikan gimió:—¡No! ¡No! ¡No a mí no lo

hagan! ¡Déjenme que con ustedes

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me una! ¡Yo puedo ayudar! ¡Yo soybuen quiropráctico, buen masajista,y si ustedes un dolor en la espaldase les hace, tal vez yo!....

—Dolor en los oídos es lo queme está usted dando —contestó“Telégrafo”, con un resoplido—.¡Atadlo, muchachos!

Se alzaron unas cuerdas de unrincón y parecieron envolverse alcuerpo de Marikan, tras lo cual leasió «Telégrafo», sacó un revólver,hizo girar el cilindro y arrastró aMarikan al pasillo que conducía al

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primer cuarto de invisibilizar.Hubo un momento de silencio.

Marikan empezó a gritar, a llorarsuplicando misericordia. Sonó undisparo. Después de eso hubo unsilencio interrumpido tan sólo porel ruido de las pisadas de«Telégrafo», que regresaba.

—Ahora, el otro —dijo.Parecía como si los ecos del

disparo aun sonaran en la caverna.Por lo menos así le parecía a

Monk. El químico se dabavagamente cuenta de que estaba

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experimentando algo que no habíaesperado experimentar más: estabarecobrando el conocimiento.

El ruido del disparo parecíahaberle sacado de su estado. Seincorporó y miró a su alrededor.

Se hallaba en un cuartoesmaltado de blanco, y vió a«Telégrafo» Edmunds con elhumeante revólver aún en la mano,y a Ham, a quien parecían estarsujetando hombres invisibles.

Intentó ponerse en pie y, congran sorpresa suya, lo logró. Pero

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no se mantuvo mucho rato así.Sintió que empezaba a darle vueltasla cabeza y, no pudieron dominar elmareo, cayó pesadamente al suelo.

Sin volver la cabeza, Edmundsdijo:

—No intentéis moveros muchode un lado para otro cuandorecobréis el conocimiento. No oshará daño, pero os marearéis.

Aquello sorprendióenormemente a Monk. Se llevó lasmanos a la cabeza.

Luego descubrió algo —algo

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tan singular— que sintió que se ledesorbitaban los ojos y que unescalofrío le recorría la espinadorsal. Sacudió los brazos paraasegurarse. Hasta se tocó la nariz.

—¡Rayos! —exclamó en altavoz—. ¡Si no existo!

Había descubierto que erainvisible.

Se puso en pie de nuevo ylogró mantenerse así esta vez.

Echó a andar, tropezóinmediatamente con una figuraechada, y oyó un gemido. La

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camilla volvió a entrar y depositaren el suelo otro hombre invisible.

«Telégrafo» Edmunds estabaexaminando su revólver.

—A Ham le toca ahora la vez—dijo.

Aquellas palabras hirieron queMonk saliera de la horrorizadaabstracción en la que le habíasumido su suerte particular.

Se dirigió a Ham, alejándosede “Telégrafo” y procurandopermanecer detrás de él, hasta quese dio cuenta de que nadie podría

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verle.Entonces avanzó osadamente y

se acercó a Ham, con la intenciónde hablarle al abogado en unsusurro.

No llegó a hacerlo. Una manoterriblemente fuerte le asió depronto. Le levantó en vilo. Sintióque unos dedos le recorrían la nuca.Ello bastó para darle a conocer laidentidad de su invisibleadversario.

—¡Doc! —exclamó.—¡Monk! —respondió la voz

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del hombre de bronce—. ¡Huye!¡Yo me encargo de Ham!

«Telégrafo» Edmunds,boquiabierto de asombro, rugió:

—¿Qué demonios estáocurriendo aquí?

Recibió contestación cuandose oyó brusco y feroz forcejeo entorno a Ham.

Luego éste flotó en el aire,dirigiéndose con extraordinariavelocidad hacia la puerta.

«Telégrafo» empezó a darórdenes a voz, en grito. Alzó el

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revólver.Pero Monk estaba preparado

para eso. Se había colocado al ladodel hombre y, al levantarse el arma,le pegó un enorme puñetazo en elbrazo.

«Telégrafo», no sólo aulló ysoltó el revólver, sino que cayó alsuelo.

Monk corrió hacia la escalera.Se reunió con Doc Savage arriba,dentro del cuarto del rancho.

Distaban mucho de haberseescapado aún, puesto que había

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otros hombres invisibles en elexterior. Entraron éstos en el cuartosilenciosamente y se apoderaron deHam.

La lucha fue corta. Losatacantes no habían contado con lapresencia de Doc Savage y Monk,ambos invisibles. Ham, una vezlibre de sus ligaduras, se dirigió,tambaleándose, a la puerta.

—¡Huye a toda prisa! —ledijo Doc—. Monk y yo teseguiremos. De esa manera no nosperderemos unos a otros.

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Siguieron este sistema,corriendo a toda velocidadcarretera abajo, hasta que oyeron ungrito detrás de ellos. Entonces semetieron por entre la hierba de lamarisma. Se dirigieron, en línearecta, a la carretera siguiente máspróxima, situada a dos millas deallí, y viajaron por ella tan aprisacomo les fue posible.

Se acercó un automóvil. Monkse colocó en el centro de lacarretera y se puso a mover losbrazos, no acordándose, hasta el

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último momento, de que erainvisible. Tuvo que dar un saltofantástico para que no leatropellaran.

—¡Rayos! —se quejó, en altavoz.

—¡Esto de ser invisible va atener sus inconvenientes!

Ham hizo un gesto de sorpresaal oír la voz del químico.

—¿Estás aquí, Monk? —preguntó.

—Seguro.Ham dirigió una sonrisa al

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espacio aparentemente vacío delque salía aquella voz infantil.

—He de confesar que estásmucho más guapo de lo que hubierapodido suponerme —anunció.

—¿Sí? —gruñó Monk—.Bueno, pues ahí viene otro coche.

Ham hizo detenerse al cochemediante el sencillo procedimientode tumbarse en medio de lacarretera.

El motorista, que conducía uncoche desvencijado, se detuvo ymuy solícito, subió a Monk que

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fingió estar sin conocimiento, alcoche.

Cuando el coche arrancó,Monk y Doc ocupaban el asiento deatrás también.

Ham recobróconvenientemente el conocimientoen cuanto llegaron a la primerabomba de gasolina y legró apearse.

Doc Savage entró en eldespacho del garaje, descolgó elteléfono y llamó a la comisaría máscercana.

—Hallarán ustedes el cuartel

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general de los hombres invisiblesen el rancho de Angus AngeloMarikan —anunció, dando ladirección.

Comprendió, por lasexclamaciones de excitación quellegaron a sus oídos, que sepondrían en movimientoinmediatamente.

—Lleven ustedes perrossabuesos para seguirles la pista alos hombres invisibles —aconsejó.

¿Quién es usted? —lepreguntaron.

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Doc colgó el auricular.Al volverse, vió al encargado

del garaje en la puerta. El hombreestaba pálido como un cadáver yparecía presa del más vivo terror.

Los músculos de su gargantaestaban contraídos. Sus manostemblaban.

Debía haber oído la voz, yvisto el auricular colgarse, alparecer, y por sí solo.

Se acercó, tambaleándose, auna silla, y se dejó caer en ella.Seguramente se creía loco, de

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momento. Luego recordaría losincidentes ocurridos en Nueva Yorkcon hombres invisibles.— ¡Estánaquí! —aulló.

Salió por la puerta como unacentella y corrió carretera abajo,sin volver la cabeza ni una sola vez.Doc Savage salió.

Ham se había deshecho delmotorista que le recogiera y sehallaba de pie junto a la bomba degasolina. Oyó los pasos de Doc ycomprendió que se hallaba cerca.

—¿Cómo os hicieron

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invisibles? —preguntó.—Sólo conseguí formarme una

idea muy vaga del procedimiento—explicó Doc. Tiene algo que vercon la modificación de lacomposición electrónica delcuerpo, para lograr un estadoatónico que da por resultado ladiafanidad completa.

—Eso —respondió Ham—, nome dice gran cosa a mí.

—Ni a mí tampoco —confesóel otro—. El procedimiento eracomplicadísimo. Monk y yo

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perdimos el conocimiento muypronto. No sé lo que ocurrióentonces.

Monk habló, sobresaltado,violentamente, a Ham.

—Hallaremos la solución delmisterio cuando la policía se llevea los bandidos del rancho ypodamos examinar los aparatos —dijo.

Ham afirmó, con la cabeza.—Pobre Marikan. Hizo de

cabeza de turco del principio al fin.Le usaron como propietario postizo

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del rancho, sin que él lo supiera,Luego le mataron.

Doc Savage empezó a deciralgo; pero se interrumpió paraescuchar el ruido de sirenaslejanas. Apareció un punto negro enla distancia, se fue haciendo másgrande, y acabó convirtiéndose enun camión de policías.

Le siguió otro; y otro. En elúltimo iba un grupo de perrossabuesos. La ruidosa procesión sedirigió al rancho. A instancias de,Doc, Ham se marchó a Nueva York,

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quedando entendido que había deaguardar a Doc en el piso delrascacielos.

Doc y Monk siguieron a lapolicía.

Los guardias hicieron bien sutrabajo. Se desplegaron, rodearonel rancho y avanzaron. Repartieronlos sabuesos de forma que tuvieranaviso si se lanzaba un ataque contracualquier parte del cordón.

Cuando se hallaban aún acierta distancia de los edificios delrancho, la tierra saltó, se sacudió,

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emitió un gran rugido.Simultáneamente, saltó un montónde escombros en el rancho. Aquéllafue la primera de una serie de cercade una docena de explosiones.

La policía avanzó corriendo.Dos sufrieron heridas sinimportancia al sonar otra explosiónsubterránea, y se retiraron a esperarque renaciera la calma.

Por fin, tranquilizados,continuaron el avance. La primerainspección demostró que poco devalor se encontraría. La explosión

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había sido terrible y la delicadamaquinaria que había habido bajotierra estaba ya destrozada.

Por añadidura, no se encontróni rastro de los hombres invisibles.Se les puso a trabajar a lossabuesos. Los animales olfatearonmucho y siguieron distintos rastroshasta la orilla de la caleta.

La policía se desplegó, buscóy descubrió que había habido dosembarcaciones por lo menosocultas a cierta distancia, caletaabajo. Estas habían desaparecido y,

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con ellas, los hombres invisibles.Doc Savage y Monk se

mantenían en contacto mediante laobservación y dirigiéndose algunapalabra de vez en cuandocontemplaron el fracaso desdelejos.

—¡Maldita sea! —, exclamóMonk—. Ahora sí que estamosfastidiados. No tenemos mas rastroque nos guíe.

Guardó silencio,contemplando un leve movimientoen la hierba, y creyendo al

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principio que se trataría de algúnconejo o algo por el estilo. Depronto exhaló una exclamación dealegría.

—¡Habeas Corpus!El cerdo había olido sin duda

a Monk u oído su voz. Rompió acorrer y se acercó.

—¡Habeas! —rió Monk,avanzando.

El cerdo se detuvo. Las orejasse le extendieran y las cerdas se lepusieron de punta. Emitió ungruñido escéptico o dos.

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—Es muy duro, puerco —dijoMonk—. Pero ahora tienes unduende por amo.

Habeas enderezó aún más lasorejas. Luego dio media vuelta yechó a correr, dando enormesbrincos, como para aprovechar lasuperficie de las orejas paraplanear.

—¡Eh, maldita sea tu estampa!—exclamó Monk—. ¡No es paratanto!

Salió en persecución suya;pero no logró alcanzarle hasta que

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el cerdo se retrasó nadando en unriachuelo que Monk podía vadear.Monk le cogió por una oreja y letransportó, gruñendo, lleno dedesconfianza, y disgustado, hasta lacarretera.

Media hora más tarde, elconductor de un camión quedósorprendido al descubrir un cerdode enormes orejas montado en laparte posterior de su vehículo. Elcamión estaba cargado de patatas yel chofer le tiró una al cerdo.

Se le pusieron los pelos de

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punta cuando una voz infantil ledijo:

—¡Eh, amigo! ¡Esas no sonformas de tratar a la gente!

El chofer quedó tan dudoso desu propio equilibrio mental, que seapeó en el primer puesto debocadillos y refrescos que encontróy se bebió un café caliente comoestimulante. Cuando volvió alcamión, el cerdo habíadesaparecido.

Un taxista se encontró el cerdoen el interior de su coche después y,

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más tarde, un motorista que habíapasado por el Holland Tunnel, pordebajo del río Hudson, se encontróel cerdo también. El cerdo huyócuando se intentó capturarle.

Ninguna de estas personassospechó que dos hombres —invisibles ambos— iban encompañía del cerdo. No se fijaronen que el animal parecía asustadodel curso que tomaban losacontecimientos.

Doc Savage y Monkexperimentaron cierta dificultad en

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llegar a la parte alta de la ciudadcon el cerdo; pero por fin lolograron metiéndose en taxis y encualquier otro vehículo que se lespresentaba.

Había un puesto de frutas,próximo a donde se apearon porúltimo, cerca del rascacielos en quetenía su cuartel general DocSavage.

—Voy a probar una cosa —decidió Monk.

Varias personas se quedaronboquiabiertas al oír el sonido de la

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voz.El dueño, del puesto se quedó

más atónito aún al ver que unamanzana se movía de un estante yempezaba a desintegrarse enenormes mordiscos, mientras se oíacomo si se mascara.

Monk, con la boca llena demanzana, preguntó:

—¿Se ve la maldita manzanauna vez está dentro de mi boca,Doc?

—Sí; y más vale que laescupas antes de que la

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muchedumbre se ponga a perseguira ese trozo de manzana por toda lapoblación.

Monk se apresuró a escupir lamanzana.

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CAPÍTULO XV

LA VIDA DE UN FANTASMA

REINABA gran excitación en elrascacielos donde se hallaba laresidencia de Doc Savage. Todaslas puertas y las ventanas de lospisos bajos habían sido tapadas confuertes pantallas de alambre.

Para entrar en el vestíbulo y

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salir de él, había que pasar por undispositivo de red de alambre queparecía una puerta giratoria cuyasdivisiones eran nada más que lobastante grandes para que pasarauna persona a la vez.

Había policías, fuertementearmados, por todas partes. Nohacían más que tocar el interior deaquella especie de puerta paraasegurarse de que nadie intentabaentrar.

—¡Rayos! —exclamó Monk—. ¿Qué significa esto?

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Plantaron a Habeas Corpusdebajo de un «auto» parado, dondeno llamara la atención, y rondaronpor la puerta, escuchando yapartándose del paso de cuantostranseúntes acertaron a pasar. Notardaron mucho en sorprender unaconversación iluminadora entre dospolicías.

—¿Dices que tienen a uno delos hombres de Doc Savage enchirona? —inquirió el primerguardia.

—A uno que se llama Ham —

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asintió el otro—. Se presentó aquí,le echaron el guante y se lo llevarona Centre Street.

Doc Savage y Monk seecharon a un lado al apearse de unautomóvil varios caballeros deedad, con gafas y cara decatedráticos.

—¿Quiénes son ésos? —dijouno de los guardias, cuando huboentrado el grupo.

—Hombres de ciencia —replicó el otro—. Se hanencontrado la mar de instrumentos y

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aparatos raros en el laboratorio deDoc Savage, y van a examinarlospara ver si no se trata de losaparatos que Doc Savage y sucuadrilla han empleado parahacerse invisibles.

Doc y Monk se retiraronentonces a discutir la situación.

—¡Que imbéciles son! —gruñó Monk—. Los únicos aparatosque hay en el laboratorio llevan enél mil años y, con toda seguridad,resultaran demasiado avanzadospara que los entienda el experto

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corriente.Doc dijo:—Más vale que saquemos a

Ham de la cárcel.Tomaron un tren elevado hasta

Centre Street. El viaje resultóinteresante por los esfuerzos quehacían los empleados parra echar aHabeas Corpus del tren.

En dos ocasiones se salieroncon la suya y Monk y Doc tuvieronque resignarse a coger otro tren.

Se pararon junto a un puestode periódicos para leer las últimas

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noticias:

¡JEFE DE LOS HOMBRESINVISIBLES IDENTIFICADO! ES

DOC SAVAGE

Siguieron adelante sin leermás.

—¡Qué embuste más grande!—exclamó Monk.

—Alguien esta precipitándoseen sus juicios —asintió.

Con el fin de no separarse eluno del otro, se cogían de la mano

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cada vez que llegaban a una esquinay el resto del tiempo se limitaban avigilar a Habeas Corpus. El cerdoestaba resultando de gran valorcomo eslabón visible entre ambos.

Era cerca del mediodía ypasaron junto a un grupo deparlanchinas oficinistas que habíansalido a comer.

—¡Uf! —estalló Monk, cuandohubieron pasado las muchachas—.¡Lo colorado que me he puesto!

—¿Sí? —murmuró Doc.—¿Tú te das cuenta —dijo

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Monk—, que estamos andando porla calle completamente desnudos?

Se veían con frecuenciapruebas de que el miedo a loshombres invisibles se habíaapoderado de la ciudad.

Muchas joyerías estabancerradas y otras tenían pequeñaspuertas giratorias y unos centinelascomprobaban por el tacto que sólopersonas visibles fueran admitidas.

Los vendedores de periódicosestaban roncos ya de tanto gritartitulares y vendían agitando los

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periódicos por carecer de voz paragritar.

No había necesidad deesforzarse, sin embargo, porquecada nueva edición se vendía casiinmediatamente que salía.

Habeas Corpus se detuvo juntoa un puesto de periódicos y Doccomprendió que Monk debíahaberse parado a leer más titulares.Cuando el cerdo marchó adelante,Doc le siguió. Un momento despuésMonk le habló.

—¡Valiente lío es éste! —dijo

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—. Los diarios dicen que ya hahabido más de cincuenta robos,todos ellos sin importancia.«Telégrafo» Edmunds y sushombres invisibles están haciendosu agosto.

—Procuraremos dar conalguna pista después de haberpuesto en libertad a Ham —replicóDoc.

Experimentaron ciertadificultad en dar con Ham; pero loencontraron por fin en una secciónde la cárcel que se suponía a

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prueba de todo intento de evasión.Para liberar a Ham, les fue precisoquitar del paso a dos celadores.

Doc Savage se encargó deello, ejerciendo una presión sobrelos centros nerviosos de la espinadorsal —procedimiento inofensivo,que no producía gran dolor, peroque dejaba sin conocimiento unrato. El propio Doc abrió la celdade Ham.

Ham retrocedió, alzó lospuños, y se negó a salir hasta que lehabló Doc.

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—¡Oh! —exclamó—. Temíque se tratara de alguno de la bandade “Telégrafo”

Una vez a cierta distancia dela cárcel, tomaron un taxi. Ham seencargó de dar instrucciones alconductor. Dejaron el vehículo enla parte alta de la ciudad y tomaronotro, que abandonaron también alpoco rato.

Recorrieron a pie el resto dela distancia hasta las casas eleganteen que Ham tuviera su piso desoltero antes de unirse a Doc

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Savage.El empleado del ascensor

nunca supo que había llevado aalguien mas que a Ham y que elcerdo Habeas. El pasillo del pisode Ham estaba desierto.

Se dirigieron a su puerta.A Habeas Corpus le había

ocurrido una cosa muy rara. En elpasado, jamás había querido tenernada que ver con Ham. Ahora, sinembargo, iba pegado a los talonesdel abogado y parecía encantadocon poderlo hacer.

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Gruñía con disgusto y seapartaba violentamente cada vezque el invisible Monk intentabacogerle.

—Yo te creía de otra manera,Habeas —gruñó Monk.

Entraron en el piso de Ham yéste se dirigió inmediatamente a unacaja y sacó un bastón estoque,duplicado exacto del que llevaraanteriormente y que habíadesaparecido durante el jaleo en elrancho. Tenía siempre bastones derepuesto. Blandió el bastón:

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—Ahora me siento mejor —anunció.

—En tal caso, quizá podamoshablar —sugirió una voz chillona ytrémula.

Han sufrió un bruscosobresalto. La voz no era la de Docni la de Monk.

Estaba seguro de ello. Semetió inmediatamente en un rincóny desenvainó el estoque, dispuestoa defenderse. ¡Había un hombreinvisible en el cuarto!

—Bien —dijo—. Y ahora...

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¿qué pretende?—Hablar con usted, como ya

le he dicho —respondió la voz.Ham era un buen actor y no dio

a entender por voz ni gesto que Docy Monk se hallaban en el cuartotambién. Por añadidura, acababa dereconocer la voz.

—“Rebañahuesos” —dijo.—Creo que la gente me llama

eso, en efecto —confesó el hombreinvisible que evidentemente habíaestado aguardando la llegada delabogado.

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—¿Qué desea usted? —lepreguntó éste.

—Encontrar a Doc Savage. P.Treve Easeman y yo queremoshablar con él.

—Hace algún tiempo que noveo a Doc Savage —respondióHam, sin mentir.

Habeas Corpus, desconcertadoevidentemente por la presencia detanto hombre invisible, empezó asoltar gruñidos y se metió debajode la silla más cercana.

«Rebañahuesos» empezó a

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hablar rápidamente.—Easeman y yo —dijo—,

hemos estado haciéndonos una seriede preguntas. Es raro que fuéramosescogidos nosotros como primerasvíctimas y se nos hiciese invisiblesexigiéndonos dinero paradevolvernos la visibilidad. Esto esespecialmente inexplicable en vistade la conducta de la hija deEaseman y de Russel Wray, si mecomprende usted.

Ham frunció el entrecejo yjugó con su estoque, siempre alerta

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por lo que pudiera ser.—¿Quiere usted decir con eso

que cree que la muchacha y Wraytal vez trabajasen de acuerdo con«Telégrafo» Edmunds y sucuadrilla? —preguntó.

—Ese es pensamiento que senos ha ocurrido a nosotros. Existenotras circunstancias sospechosas delas que usted nada sabe. ¿Por quéno viene usted a casa de Easemanconmigo y lo discutiremos todosjuntos?

—¿Cómo está Easeman?...

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¿Cómo le van las heridas querecibió en el aeroplano?

—Marcha ya bastante bien —respondió «Rebañahuesos»—. Nique decir tiene que resultódificilísimo vendar una heridainvisible en un hombre que tambiéngoza de la invisibilidad.

—Le acompañaré —decidióHam.

Tres cuartos de hora mástarde, Ham y Habeas Corpus, alparecer solos, entraron en lasoficinas situadas en un rascacielos

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cercano a Wall Street.Había un nombre en la puerta:

EMPRESAS EASEMAN INC.P. Treve Easeman, Presidente

—Esta es una de las oficinasde Easeman —explicó«Rebañahuesos»—, que iba asidoal brazo de Ham.

Se veían dos grandes cuadroscolgados de la pared. Uno era el deun hombre grueso de aspectodistinguido. El otro de un hombre

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delgado, huesudo, de cara dehalcón. Ambos eran de edadmadura.

—Esos cuadros son mi retratoy el de Easeman —indicó“Rebañahuesos”.

Ham los miró con interés.—¿El delgado es usted? —

inquirió.—Por el contrario, yo soy el

grueso —rió el hombre invisible—.Mi voz engaña mucho.

—¿Usted y Easeman sonamigos? Quiero decir... ¿eran

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amigos antes de que ocurriera esteasunto?

—Sí; teníamos relacionescomerciales.

Ham movió afirmativamente lacabeza.

—¿Dónde está Easeman? —preguntó.

—En el despacho interior.Ham se cuidó de cerrar él la

puerta, cuidando de colocar lacerradura de forma que no cerraradel todo. Quería dejar paso libre aDoc y a Monk para que escucharan

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la conversación.Ham fue conducido al

despacho interior —lujosahabitación equipada con una mesagrande, sillones tapizados,archivadores, y diván de piel.

—Easeman está sentado en eldiván —advirtió «Rebañahuesos».

El abogado miró en dichadirección y sintió un escalofrío. Enel diván no había nada visible másque un vendaje como el que secolocaría sobre una herida. Esteflotaba en el aire, sobre el diván.

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Ham dijo:—Señor Easeman, ¿se siente

usted lo bastante bien para hablar?Se oyó un fuerte golpe en la

habitación exterior, como si sehubiera cerrado de golpe la puerta.

Ham medio se volvió. Luegomiró hacia el diván. Un revólvergrande se alzó de detrás delrespaldo y le apuntó.

—Yo soy Easeman —dijo unavoz—. No me puede ver a mí; peropuede ver este revólver.Permanecerá usted completamente

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quieto.—¡Una celada! —exclamó

Ham.—Ni más ni menos —aseguró

«Rebañahuesos»—. Me sorprendióenormemente que se dejara ustedengañar con tanta facilidad.

Ham contestó, con brusquedad.—Y... ¿por qué no? Quería

averiguar de qué se trataba.—Demasiado sabe usted de

qué se trata —dijo la voz deEaseman.

Se oyeron más ruidos en el

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despacho exterior. Luego la voz deAda Easeman gritó:

—¡Vengan a ayudarnos! Yocreo que Doc Savage y otro hombreentraron detrás de Ham. ¡Soninvisibles!

Ham se quedó completamenteinmóvil, porque le pareció lo másprudente.

Easeman se alzó del diván. Eltemblor del revólver era indicaciónde que el hombre se hallabadebilitado.

—Yo vigilaré a este abogado

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—dijo—. «Rebañahuesos», cuídatetú de Doc Savage.

Por la presión sobre laalfombra se notó que«Rebañahuesos» se dirigía aldespacho exterior. Ada Easeman sehallaba allí con un revólver.

Russel Wray también estabaarmado. Estaban de espaldas a lapuerta y tenían la mirada fija en elcuarto aparentemente vacío.

—Y ¿Dónde están Doc Savagey el otro? —preguntó«Rebañahuesos».

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—Aquí dentro —replicó lajoven.

Wray retiró la llave de lapuerta exterior. EL y la muchachase separaron, se inclinaron ycogieron las extremidades de laalfombra. Era evidente que elcuarto había sido preparado deantemano para hacer eso,precisamente.

«Rebañahuesos» cerró lapuerta del despacho interiortambién.

La alfombra cubría la mayor

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parte del suelo. Fue alzada yjuntada como una enorme red. Uninstante después se vio que habíasido atrapado un hombre invisible.

Wray dio un grito, echó laalfombra sobre el invisible y saltóencima.

Un aullido de dolor surgió dela alfombra. Nadie que hubieraoído aquella voz en otra ocasiónpodía hallar dificultad enidentificarla.

—¡Ese es Monk! —exclamó«Rebañahuesos»—. ¡Cogedle!

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Los tres se abalanzaron sobreMonk en la terrible lucha quesiguió, Monk rasgó la alfombra ypor poco se escapó.

Wray golpeó, furioso, con laculata de su revólver. Dio en algoque sonó a madera, y cesó la lucha.

—¡Le he dado en la cabeza! —dijo Wray, con voz de triunfo.

Cogieron unas cuerdas y sepusieron a atar al químico, quehabía perdido el conocimiento.Wray cogió luego una botella detinta y se la vació encima, haciendo

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así visible parte de su cuerpo.Se siguió buscando a Doc

Savage. La alfombra del despachointerior fue levantada, pero sinresultado.

—Pero... ¡si debe haberentrado! —insistió«Rebañahuesos».

Volvieron a buscar. Repasaronla oficina con infinito cuidado yhasta probaron el pequeño lavaboque daba al despacho interior.

Abrieron la ventana del lavaboy se asomaron, moviendo

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negativamente la cabeza, al ver lalisa pared de fuera.

Ham observaba en silencio.Cuando entraron en el lavabocontuvo la respiración. Él sabíaalgo que los demás no sospechabansiquiera. Había visto abrirse lapuerta del lavabo y cerrarsesilenciosamente.

Después de eso le habíaparecido oír abrirse y cerrarse laventana. Ham sospechaba que Docse había marchado por allí.

—¿Qué van ustedes a hacer

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conmigo? —preguntó.Russel Wray se acercó y miró

nuevamente al elegante abogado.Tenía un labio hinchado comoconsecuencia de la lucha de lanoche anterior, y el bigote torcido.

La muchacha se colocó a sulado. Aun llevaba el vestidoesmeralda, pero éste empezaba asentir ya los efectos de lasperipecias pasadas. Lo arrugado desu vestido, sin embargo, no parecíaafectar en absoluto la belleza de lajoven.

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—Doc Savage es el jefe de lahorda invisible —dijo Wray.

Ham soltó un resoplido.—Está usted perdiendo el

tiempo intentando tomarme el pelo—dijo—. ¡Está usted complicadaen este asunto! Eso quedódemostrado en casa de«Rebañahuesos».

—Si se refiere a lo que eseembustero de Marikan dice, estáusted equivocado —respondió lamuchacha con aspereza—. Nosotrosno le pusimos las esposas.

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—Marikan ha muerto —anunció Ham.

Wray preguntó, conincredulidad:

—¿Quién le mató?—«Telégrafo» Edmunds. Pero

seguramente eso lo sabrán ustedesde sobra.

La muchacha y Wray semiraron.

—Miente, como es natural —dijo Ada—. Doc Savage es unmago científico y, sin duda,descubriría el procedimiento de

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hacer invisible a, la gente, y ahoraquiere hacer negocio con ello.

La voz de P. Treve Easemaninterrumpió:

—Bueno, interrogad a estehombre y averiguad dónde tieneDoc Savage su máquina deinvisibilizar.

—¡Vaya si lo haremos! —contestó Wray.

Asieron a Ham, le tiraronencuna del diván, le ataronfuertemente y perdieron unosminutos intentando coger a Habeas.

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El puerco, si embargo, resultó tandifícil, que se vieron obligados adejarle suelto.

«Rebañahuesos» preguntó:—¿Qué hacemos de este

abogado si se niega a hablar?—Lo mismo que haremos con

él aunque hable —dijo P. TreveEaseman—, entregarlo a la policía.

Ham frunció el entrecejo. Depronto alzó la voz todo lo que pudo,alcanzando un volumensorprendente, pues había hechoprácticas para desarrollar la voz y

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conseguir que se oyera claramentehasta en los rincones más apartadosde las salas de justicia más grandes.

—¡Doc! —gritó—. ¡Van aentregarme a la policía cuandoacaben conmigo! ¡Creo que estánintentando encontrar al jefe de loshombres invisibles de verdad!

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CAPÍTULO XVI

EL DETECTOR DE DUENDES

DOC oyó el grito de Ham yentendió las palabras, cosa queinfluyó en sus acciones futuras enalto grado.

El exterior del rascacielos noera tan difícil de escalar como lamuchacha y Wray pensaran.

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Un hombre experto en el artede lo que se ha dado en llamar«moscas humanas» y que poseavalor y dedos extraordinariamentefuertes es capaz de escalarsuperficies que resultaríaninabordables para la mayoría de losmortales.

A éstos lo que les hacefracasar es la combinación de laaltura y del miedo a caerse, másbien que la falta de sitios en queenganchar los dedos.

El hombre de bronce se

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hallaba cerca de una ventana a laque se había retirado, de vez encuando, a descansar. Puesto que erainvisible, no tenía necesidad depreocuparse de no ser visto. Seacercó a la ventana ahora.

La oficina que había al otrolado estaba llena de mecanógrafas yempleados, trabajando.

Doc aplicó una mano contra elcristal y logró sacudir la ventana deforma que metiera considerableruido.

Esto disgustó a un empleado,

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que se acercó y abrió la ventanapara ver por qué hacía ruido y DocSavage aprovechó el momento parameterse dentro.

Era imposible evitar rozar alempleado, que se sobresaltó, auncuando no hasta el punto decomprender lo ocurrido.

El empleado del ascensorcontestó a lo que debió creer unafalsa llamada.

Y en el piso doce, donde sonóotro timbre, subió al ascensor unamujer con un perro. El animal se

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portó de una manera muy entraña,aullando y ladrando, con granestupefacción de su dueña.

Doc Savage experimentó conel perro, inclinándose sobre él ytocándole y quedó convencido deque el animal sólo se daba cuentade su presencia por el olfato, perono porque pudiera verle.

Allá en la calle, el hombre debronce halló las acerascompletamente llenas de gente.Tanta había, que le era muy difícilesquivarla. Resolvió el problema

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colocándose detrás de un guardiaque parecía dirigirse a un lugardeterminado.

Había sitio detrás del guardiadebido a que la gente se apartainstintivamente de un hombre deuniforme y le deja libre el paso.

Doc fue motivo de que searmara un jaleo imponente en el«Metro» más por distracción queninguna otra cosa. La fuerza de lacostumbre hizo que, al salir de laestación, pasara por una puertagiratoria.

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El taquillero vio moverse lapuerta y tuvo suficiente inteligenciapara comprender la verdad. Emitióuna serie de aullidos que hizo quese llenara la estación de policía;pero no antes de que Doc Savage sehubiera marchado tranquilamente.

En la calle se dio cuenta de lopeligroso que resultaba andardistraído y sólo se libró de unautomóvil gracias a un saltoprodigioso. Aterrizó en un charcode agua y, al seguir andando, dejóuna hilera de pisadas húmedas.

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Una mujer que se fijó en laaparición de las huellas, sedesmayó y empezaron a sonar gritospor todas partes.

Doc corrió al puesto deperiódicos más cercano y se limpiólos pies con periódicos mientras eldueño del puesto daba aullidos deterror. Después de aquello, ya nodejó señales de sus pisadas.

A continuación, Doc se colgóde un tranvía, pasó de éste alguardabarros de un taxi, sin tocar elsuelo, y se apeó cuando el vehículo

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se metió por otra calle, haciendoinútil así cualquier intento deemplear sabuesos contra él.

Por fin llegó al rascacielos enque tenía su casa.

Los centinelas y puertasgiratorias seguían instalados y sólose dejaba pasar a las personas quepodían demostrar ser inquilinos otener necesidad urgente de entrar.Doc no intentó abrirse paso porallí.

Se dirigió a una tiendapróxima que se dedicaba a la venta

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de todo lo que pudiera necesitar unyate, y puesto que el intentarcomprar un artículo sólo hubieseprovocado jaleo, se apoderó de ungarfio pequeño y una fuerte cuerda,cosas que pensaba pagar mas tarde.

Logró sacar ambas cosas porla puerta de atrás sin que nadie sediera cuenta de que salieranflotando en el aire al parecer.

Aprovechando callejuelas,puertas laterales y hasta apelando ala estratagema de acercar tanto elpaquete a un transeúnte que

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pareciera que lo llevaba él, llegóDoc por fin al edificio de unosgrandes almacenes que se hallabanfrente a su casa. Logró llegar altejado.

Había muchos despachosdesiertos aquel día en el otrorascacielos, debido a la dificultadde lograr entrada y a la pocainclinación de la gente a acercarsea la amenaza invisible.

Doc escogió una ventana queestaba abierta, esperó hastaasegurarse que la habitación de la

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misma no estaba ocupada y tiró elgarfio, al que había atado unaextremidad de la cuerda.

No era una cosa muy difícil,pero le falló la primera vez quetiró. El ruido que produjo el garfiohizo que algunas personas seasomaran a las ventanas, auncuando Doc logró recoger garfio ycuerda antes de que nadie los viese.

Aguardó a que se retiraran yprobó otra vez, con éxito.

El garfio se enganchó en elmarco de la ventana. Lo probó

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dando un tirón que puso sobre lacuerda un peso superior al de sucuerpo. Luego ató el otro extremode la cuerda a un ventilador.

Al colgarse por encima de lacalle, Doc asió, con fuerza lacuerda para que, si cedía el gancho,pudiese seguir colgado de la cuerdae intentar amortiguar el choque desu cuerpo contra el otro edificio.Pero, efectuó la travesía sinnovedad.

Entró en la oficina, salió alpasillo y subió secretamente en un

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ascensor hasta el piso ochenta yseis. La puerta de su despachoestaba tapada con una red dealambre y el pasillo estaba lleno dehombres armados.

Doc se retiró al piso inferior,donde había una puerta secretaescondida detrás de un armariolleno de mangueras para caso deincendio y que daba a una escaleraque conducía a su laboratorio.

Un momento después sehallaba en esta habitación.

Había unos seis hombres en el

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laboratorio. Ninguno de ellos erajoven y todos tenían el aspecto dehaber dedicado su vida al estudio.Estaban examinando los aparatos dela habitación, manejándolo; Todocon sumo cuidado, reuniéndose entorno a los dispositivos másavanzados, en sus esfuerzos pordescubrir su objeto.

—Es una de las coleccionesde aparatos científicos másasombrosas que existen, sin dudaalguna —dijo el hombre—. Puededecirse que aquí está concentrado

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todo el saber del hombre desde losalbores del mundo. No es deextrañar que a este Savage se leconsidere una maravilla mental.

—Yo daría muchos años de mivida por este laboratorio —dijootro—. Con él se pueden obrarmilagros en verdad. Fíjense, porejemplo, en este aparato para elanálisis de metales. En pocosminutos puede hacer un trabajo querequeriría horas por losprocedimientos corrientes.

Doc Savage avanzó. Había ido

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al laboratorio en busca de unestuche propiedad de Monk, queera, con toda seguridad uno de loslaboratorios portátiles más ycompletos para el análisis ymezclas químicas en existencia.

El hombre de bronce diomedia docena de pasos, se detuvo,y clavó la mirada en un estante decristal.

Había un electroscopiocorriente en el estante. Tenía lashojas separadas.

Doc Savage retrocedió. Las

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hojas del electroscopio se juntaronligeramente.

Avanzó. Las hojas sesepararon con violencia.

Durante un buen ratopermaneció parado allí, estudiandoel fenómeno. El aparato,naturalmente, era afectado porelectricidad estática y tenía unavariedad de movimientos enpresencia de los materialesradioactivos.

Evidentemente, el cuerpo delhombre de bronce, en su estado de

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invisibilidad, despedía unaemanación que tal vez sóloestuviese impregnado de una cargaestática que afectara alelectroscopio.

Doc Savage hizo variosexperimentos sin ser visto por loscientíficos que estaban repasandosus aparatos. Cuando hubo acabado,comprendió que aquello era unmedio infalible de conocer lapresencia de hombres invisibles.

Había más de un electroscopioen el laboratorio, y Doc reunió unos

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cuantos de ellos, empleandoalgodón para empaquetarlos ymetiéndolos en una caja de cartónfuerte, que se llevó consigo hacia laentrada secreta.

Debido a la necesidad dellevar a cabo la misión sin serdescubierto, perdió una horacompleta.

La cuerda por la que habíacruzado la calle era delgada yestaba muy alta, por lo que habíapasado inadvertida. Con la caja deelectroscopios y el laboratorio

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portátil de Monk, Doc casi habíacruzado la cuerda cuando fue, vistolo que llevaba.

Un guardia, más despabiladode lo corriente, fue quien hizo eldescubrimiento. Empezó a dispararinmediatamente. Doc recorrió elresto de la distancia a toda prisa.

Tampoco se entretuvo en losgrandes almacenes.

Bajando a toda prisa deltejado, corrió a los ascensores. Elver entrar flotando todos aquellospaquetes en el ascensor bastó para

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que todos los demás pasajerossalieran huyendo. El propio Dochizo bajar el ascensor.

Había policías ya montandoguardia en las puertas de la calle.Doc se dirigió a la parte de atrás,halló una ventana y logró saltar porella sin estropear lo que llevaba.

Había una parada de taxis enla esquina y uno de los automóvilesestaba desocupado.

Depositó sus paquetes en él yse metió en un estanco que tenía unacabina telefónica, desde la cual

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podía vigilarse el coche. No habíanadie cerca del teléfono. Marcó elnúmero de Jefatura Superior.

—Doc Savage al habla —dijo—. Pueden emplearseelectroscopios corrientes paradescubrir la presencia de hombresinvisibles. Equipen a todos lospolicías con ellos. Después de eso,su mejor arma son los perrossabuesos.

Cortó la comunicación cuandoempezaba a oírse una lluvia deexcitadas preguntas. A

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continuación, buscó el número deldespacho de Easeman en el listín, yllamó. Contestó «Rebañahuesos».

—¿Cómo se encuentran misayudantes Monk y Ham? —inquirióDoc.

«Rebañahuesos» soltó unamaldición.

—¡No han querido hablar yvamos a entregarles a la policía! —contestó.

—Esta bien —dijo Doc—.Sólo quería asegurarme de que sehallaban sanos y salvos.

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Por el teléfono oyó a Monk y aHam soltar un grito,simultáneamente, en voces la marde sanas. Evidentemente lo habíanhecho para que Doc supiese que noles había sucedido nada.

«Rebañahuesos» cortó lacomunicación.

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CAPÍTULO XVII

PRISIONEROS

«REBAÑAHUESOS» miró con irael teléfono después de haberlocolgado.

—¡La frescura de ese hombre!—exclamó.

Ada Easeman, que se hallaba asu lado, preguntó, dudosa:

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—¿Será posible que DocSavage no sea el jefe de estacuadrilla, después de todo?

—¡Vamos! —contestó, el otro,con un resoplido—. Te estásdejando sugestionar por su aspecto!

La joven contestó con unresoplido de desdén.

—¿Qué piensa usted hacer? —preguntó.

—Llamar a la policía.Debiéramos haberlo hecho ya hacerato.

El teléfono se alzó de la mesa

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y se descolgó el auricular. La vozde «Rebañahuesos» pidió lepusiesen con Jefatura.

Parecía estar bastante enteradode quién mandaba allí, porque pidiópor el jefe del departamento dedetectives de aquel distrito,haciéndolo por el nombre.

—Tenemos prisioneros a dosde los hombres de Doc Savage enel despacho de P. Treve Easeman—dijo, dando la dirección exacta—. También poseemos unosinformes que pueden serle de

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utilidad. Más vale que venganustedes inmediatamente.

—¿Son invisibles esos dosayudantes de Doc Savage? —inquirió el detective.

—Uno de ellos sí.—¡Iremos inmediatamente! —

rugió el detective.Y colgó el auricular.Tiró la silla en su apuro por

ponerse en pie. Había variostimbres sobre su mesa para llamar alos subordinados. Los tocó todos.

—¡Hay retenidos dos

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ayudantes de Doc Savage! —gritó.Y dio las señas del despacho

de Easeman.Había pronunciado las

palabras a voz en grito, para que lasoyeran todos los policías queacudían en contestación a lallamada de los timbres.

Un instante después, un papelque yacía junto a la puerta cambióde posición, como si le hubierandado un puntapié. No había nadiecerca.

La escalera de atrás no había

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sido barrida últimamente, yaparecieron unas huellas,misteriosamente, en el polvo.Aquello era lo único que delatabala presencia de un hombreinvisible, hasta que se abrió laportezuela de un automóvil quehabía parado en la calle, un pocomás abajo.

—Rondando por eldepartamento de detectives heconseguirlo datos acerca delparadero de dos de los hombres deDoc... y tal vez del propio Doc —

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dijo la voz de «Telégrafo»Edmunds—. Los dos estánretenidos en el despacho deEaseman, ¡Id allá aprisa!

Había chofer en el automóvil.Tenía una cara de un color atezadopoco corriente y, de habérselemirado de cerca, se hubiese vistoque no era su rostro el que se veía,sino una cubierta de goma delgada,una especie de máscara como unacapucha. Llevaba gafas para ocultarlos huecos que tenía por ojos y susmanos estaban enfundadas en

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guantes.El coche se apartó del

bordillo. Las voces que se oíanindicaban que había por lo menosuna docena de hombres en elinterior y tal vez algunos en losestribos también; pero los quemiraron el automóvil lo veíanaparentemente vacío.

El grupo de hombresinvisibles se introdujo en eledificio en que Easeman tenía sudespacho sin llamar la atención. Enel ascensor sufrieron un

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contratiempo. Dio la casualidad deque todos los viajeros se apearonantes de llegar al piso de Easeman.

—Al veintiocho —dijo«Telégrafo», creyendo engañar alempleado.

Pero éste volvió la cabeza, vióel ascensor vacío y soltó un aullido,adivinando enseguida quiénes eransus pasajeros. El desgraciadoempleado recibió una serie degolpes que le dejaron sinconocimiento, y el ascensor subió.

«Telégrafo» Edmunds llamó a

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la puerta del despacho de P. TreveEaseman.

—¿Quién es? —inquirió Ada.—¡La policía! —bramó el

otro.La muchacha abrió la puerta.

Inmediatamente, los compañeros de«Telégrafo» se precipitaron porella. La joven gritó; pero hubierapodido ahorrarse saliva, porque losinvisibles atacantes llenaban lasoficinas.

Encontraron enseguida a«Rebañahuesos» y a Easeman,

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porque ambos esgrimían unrevólver en la esperanza de veralgo contra qué disparar.

Las armas señalaban el lugardonde se encontraban, conque fuecosa fácil cogerles.

A Russel Wray le pillaron porsorpresa y le derribaron antes deque pudiese ofrecer resistencia. Lamuchacha también fue derribada.

—¡Magnífico! —rió“Telégrafo”.

—¡Magnífico! ¡No podíahaber salido mejor! Ahora sólo nos

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falta coger a Doc Savage.—¡Oh! —exclamó Ada—.

Entonces... ¿no trabaja él conustedes?

«¡Telégrafo» soltó unresoplido.

—Trabaja contra nosotros.No se perdió un momento. Los

prisioneros, visibles e invisibles,fueron atados y amordazados y elascensor se empleó para bajarles,no al vestíbulo, sino al sótano,desde donde, con mucha cautela ymás suerte, pudieron ser

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trasladados al automóvil queaguardaba. Se les obligó a yacer enel suelo.

Al alejarse el vehículo,empezaron a bajar por la callecoches de la policía con las sirenasfuncionando sin cesar.

Acudía un grupo bastantenumeroso de guardias yseguramente por eso llegaban conretraso, se habrían entretenidoreuniéndoles. Se apearon y sedieron la mano, formando una hileradelante del edificio.

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Sus jefes subieron, quedandodescorazonados al ver que lospájaros habían volado.

Media hora más tarde, lanoticia se publicaba en todos losperiódicos.

También hablaban los diariosde la llamada telefónica de DocSavage aconsejando el empleo deelectroscopios. Uno de losperiódicos había mandado a lacalle a un grupo de redactores conun electroscopio y las hojas delmismo se separaron violentamente

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cuando se aproximaron a un Banco,denotando la presencia de unhombre invisible.

Este había logrado escaparse,pero no sin que se hubiera armadoun jaleo imponente primero.

Sin duda alguna aquel hombreinvisible había estado estudiando lamanera de introducirse en el Banco.Este cerró inmediatamente suspuertas y anunció que no volvería aabrirlas hasta que hubiera sidoaplastada la amenaza de loshombres invisibles.

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Los vendedores de periódicos,que se habían quedado roncos ya,corrían de un lado para otrovociferando los nuevosacontecimientos.

Doc oyó los gritos y leyó lanoticia por encima del hombro deun obeso peatón. El hombre debronce leyó por ráfagas, dedicandola mayor parte de su atención alautomóvil en que iban «Telégrafo»Edmunds y sus prisioneros.

Doc había llegado al despachode Easaman justamente a tiempo

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para poder seguir a los atacantes,agarrándose al porta neumáticos delcoche.

Hallábase parado éste, enaquel momento, a la entrada de ungaraje particular en la parte alta dela ciudad. Era indudable que uno delos hombres invisibles habríaentrado para abrir las puertasgrandes y dar paso al automóvil.

Doc Savage aguardó. La calleestaba silenciosa aunque nodesierta.

El tráfico circulaba con

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lentitud. En la esquina más próxima,tres o cuatro casas más allá, habíauna estación del «Metro». Laentrada estaba recién hecha; perocubierta con maderas.Evidentemente se trataba de unanueva línea subterránea que aun nohabía sido abierta al público.

Las rejas de ventilación del«Metro» estaban espaciadas a lolargo de la acera. Por ellas salió elruido de un tren. Doc Savage, quesabia que por allí no circulaban aúntrenes de pasajeros, decidió que

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seria uno de trabajadores.La puerta del garaje se abrió.

Doc se acercó al automóvil cuandoéste empezaba a moverse. Era unasuerte que hubiera acudidoinmediatamente a las oficinas deEaseman.

El coche entró en lo queparecía un garaje corriente, sedetuvo, y se apeó el conductor. Sequitó la máscara de caucho, queseguramente le resultaba incómoda,y el abrigo.

Tiró el sombrero. El resultado

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—un par de zapatos y unospantalones que se movían de unlado para otro era tan extraño ysobrenatural incluso, que hasta loshombres invisibles se sintieronafectados.

—¡Sé chicha o limonada,amigo! —dijo una voz—. O tequitas esos calzones y los zapatos,o te pones más ropa. ¡Me dasescalofríos!

El chofer se echó a reír y sequitó los pantalones. Apenas

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hubieron tocado el suelo, cuando elreloj dio las dos.

—Las dos —dijo «Telégrafo»Edmunds—. Más vale queentremos. Nuestros hombres iránacudiendo aquí. Han de estar todosreunidos con nosotros a las cuatro.

—¿Para qué? —inquirióalguien.

—Para una conferencia.Tenemos que hacer nuestros planespara el trabajo de mañana.Trabajaremos en Nueva Yorkmañana; luego nos mudaremos a

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Chicago. De esa forma no podrándedicarse grandes preparativospara nuestra captura. Estaremos dosdías en Chicago y luego nos iremosa otra ciudad.

Un hombre dijo:—Tengo hambre. ¿Cómo varis

a hacer eso?—Anda y come; pero

ligeramente nada más —le contestó«Telégrafo»,—. Descubrirás que lacomida es visible mientras está enla boca y en la garganta; pero, encuanto baja, desaparece casi

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instantáneamente. Es decir; menosque no comas demasiado. No comasmucho más del equivalente de unbocadillo.

—Esto de ser invisible es unacosa rara —dijo otro—. Megustaría saber algo más del asunto.

—El jefe supremo sepresentará para la conferencia a lascuatro. Hazle tus preguntas a él. Élfue quien descubrió elprocedimiento.

—¿Estás seguro de que tieneuna máquina que volverá a hacernos

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visibles a todos? —inquirió unescéptico.

—Segurísimo —contestó“Telégrafo”—: la he probado yo.Funciona a la perfección y sólorequiere unos instantes.

—Menos mal. No me hacemucha gracia esta vida de duende.No creo que le gustaría a mi novia.

—¡Procura no acercarte a tunovia! —dijo «Telégrafo» conaspereza.

—No te preocupes —contestóel otro—: no se acercaría ella a mí

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en el estado en que me encuentroahora.

Estaban sacando a losprisioneros del automóvil.

—¿,Qué vamos a hacer conéstos? —preguntó un hombreinvisible.

—Retenerlos hasta que sepresente aquí el jefe a las cuatro.

Un hombre preguntó:—¿Y el Botín que hemos

conseguido?—Se está ocultando en

diversos lugares y el jefe lleva una

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lista de ellos encima. Nos lorepartiremos más adelante.

Los cautivos fuerontrasladados a un cuarto sucio y sinmuebles.

Se les depositó bruscamenteen el suelo, y fueron examinadas lasligaduras.

«Telégrafo» cantó cuatronombres y los interesadosrespondieron.

—Vosotros cuatro vigilad alos prisioneros —ordenó—.Colocaré a otros cuantos por

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diversos sitios. No quiero correr elriesgo de que se nos escapen.

—Escucha —interrumpió unhombre—: ¿y los sacos para llevarel botín? Yo no tenía ninguno hoy, yun guardia por poco me dio aldisparar contra un collar que lohabía arrancado del cuello a unavieja.

—Están en el cuarto de allado. Venid y os los enseñaré.

Lo de «enseñar» era un decir.Todo se limitó a «tocar» como esnatural. Los hombres invisibles se

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acercaron a un rincón y tocaronmontones de algo áspero queparecía una cosa así como unamalla y que resultabacompletamente invisible.

—Parecen de metal —gruñóalguien.

—Y lo son —afirmó«Telégrafo»—. Eso, por lo menos,lo sé. Parece ser que el jefe probóla mar de cosas distintas, pero optópor esta aleación porque pesabamenos y, además, porque era másfácil hacerlo invisible. No es más

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que un tejido hecho de alambreflexible.

Abandonaron el montón alcabo de un rato y pasaron a otrocuarto, donde se repartieron por lassillas, armándose alguna que otradiscusión cuando uno acertaba aescoger una silla en la que ya sehubiera sentado otro.

Sin embargo, cosa de un cuartode hora más tarde, un hombredecidió volver al montón de sacos ycoger uno, diciendo que queríaacostumbrarse a manejarlo para

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poderlo hacer con más facilidadcuando llegara la ocasión.

—Quiero acostumbrarme aencontrar sin dificultad la boca delos sacos —dijo.

No era un individuo de grandiscernimiento; por consiguiente sutacto no le dio a conocer que la pilade sacos era algo menor de lo quehabía sido algunos minutos antes.

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CAPÍTULO XVIII

DESHACEDOR DE DUENDES

MARAVILLÓSEextraordinariamente la ciudadcuando las fechorías de la legióninvisible cesaron por completopoco antes de las cuatro de aquellatarde, aun cuando no se dieroncuenta inmediatamente, salvo en

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jefatura, que había estadorecibiendo avisos telefónicosdurante todo el día de que lasmanipulaciones de los fantasmas sehabían parado.

La policía no lograbaexplicárselo. Al reunirse en la casade la parte alta de la ciudad a laqué Monk, Ham y los demásprisioneros habían sidotrasladados, los hombres invisiblesextremaron sus precauciones,porque ni en un solo caso fueseadvertida su presencia.

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Se habían reunido cerca detreinta. No era un número muycrecido, teniendo en cuenta el furorque habían hecho; pero no erancriminales corrientes.

Eran inteligentes, lo másselecto de las amistades de«Telégrafo» Edmunds: chantajistas,estafadores y otros criminares conmás habilidad de lo usual.

Cualquiera de ellos hubierapodido vestirse convenientemente yfrecuentar la alta sociedad sinllamar la atención.

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Se sentían felices; perodominaron su alegría hasta hallarsedentro de la casa. Aun entonces, sinembargo, no permitieron que susrisas fueran demasiado ruidosas.

Como decía uno de ellos:—El mundo es nuestro

mientras logremos impedir que nospise.

Pocos segundos después de lascuatro, hubo algo de movimiento alllegar un hombre invisible de másimportancia que los otros.

—El jefe supremo, el hombre

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que tiene la inteligencia necesariapara llevar a cabo todo esto —anunció “Telégrafo” Edmunds.

El recién llegado no dijo unapalabra.

—¿Quieres darnos una idea denuestros planes futuros, jefe? —inquirió <Telégrafo>.

Evidentemente, el jefe lesusurró algo al oído que nadie másque Edmunds oyó. Este carraspeó yempezó a hablar rápidamente.

—Nuestras operaciones hastala fecha han rendido magníficos

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beneficios —declaró—. Hemosreunido, contando muy por lo bajo,unos veinte millones de dólares enel día de hoy. Los periódicosaseguran que es mucho más, pero,en realidad, es la cantidad que yodigo, aproximadamente, aun cuandoquedara algo más reducida antes deque podíamos convertirla en dinerocontante y sonante.

«Telégrafo» tenía mucho dediplomático y sabía tener contentosa sus hombres, así como animarlespara que hicieran mayores

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esfuerzos en el porvenir.Hizo una breve reseña de los

crímenes que más habían producidoaquel día, y alabó a losparticipantes. La reunión ibaconvirtiéndose, poco a poco, enconferencia.

No se alzaba mucho la voz. Lacasa era obscura, estando, alparecer, desocupada. Las puertasestaban cerradas. Los centinelas,uno en cada puerta, no se movían, nise asomaban a la calle siquiera.

Tal vez fuera aquello un error.

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No es fácil que hubieran visto cosaalguna.

Pero quizá hubiesen oídosonidos leves, aunque interesantes.

Doc Savage, que había estadoausente de la casa hasta pocodespués de las cuatro, se hallaba devuelta otra vez.

El hombre de bronce se habíaapoderado de una camioneta. Nopodía llamársele robo porque elvehículo pertenecía a un horno en elque tenía él invertido bastantedinero.

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Se había equipado depantalón, un abrigo un poco viejo, yun sombrero.

A continuación, había entradotranquilamente en una tienda quevendían productos para el teatro,comprando pinturas de lasempleadas para caracterizar. Lapintura había hecho resaltar elcontorno de sus facciones lobastante para salir del paso.

Le había costado bastante mástrabajo conseguir lo que contenía elcamión, rollos de cable de cobre

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fuertemente aislado. Había unacallejuela cerca, y estacionó lacamioneta allí. No le fue muy difíciltransportar el cable al tejado.

Trabajó muy aprisa. Encontróun cable conductor de energíaeléctrica y conectó su cable a él. Acontinuación, acopló dicho cable aunos carretes de chispa de altafrecuencia que se había llevado deun almacén de productos eléctricosde Broadway.

Desde los carretes, los cablesfueron conducidos a las puertas y

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ventanas de la casa. Allí el hombrede bronce trabajó con más cuidado,haciendo uso de un material que eratan invisible como él, pues se habíaquitado ya la ropa y la pintura.

Cuando hubo terminado, teníatodas las ventanas y las puertascubiertas con hilos del invisiblealambre de que habían estadohechos los sacos del botín.

Repasó todos los empalmespara asegurarse de que estaban bienhechos.

Se dirigió apresuradamente a

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un establecimiento que teníateléfono público y llamó al mismopolicía a quien diera anteriormentela información acerca de la eficaciade los electroscopios. Dio las señasde la casa en que «Telégrafo»Edmunds y su invisible legión sehallaban reunidos.

—Todos los hombresinvisibles se encuentran allí —dijo—. No intenten ustedes irrumpir enla casa. Tapen las calles adyacentesy los tejados con redes de alambre.No dejen ningún hueco destapado.

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Coloquen de guardia en todaspartes a hombres con jeringas opulverizadores cargados de tinta opintura. Traigan perros y gaseslacrimógenos. En resumen, tomentodas las precauciones posibles.

El policía guardó silenciounos instantes.

—¿No se trata de una broma?—inquirió—. ¿De algunaestratagema? Ya sabe que han sidohalladas las huellas dactilares deusted en todos los lugares en quelos hombres invisibles han

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cometido algún crimen.Doc Savage le explicó

apresuradamente cómo habíanhecho moldes de sus dedos mientrasse hallaba él sin conocimiento.

—Está bien —dijo el policía.—¿Cuántos hombres puede

usted reunir? —inquirió Doc.—Cinco mil.—Son pocos. Pida refuerzos al

arsenal de Brooklyn y al ejército. Siestá intentando pillar a los hombresinvisibles fracasa, tal vez no se nosvuelva a presentar otra ocasión.

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El policía volvió a dudar.—Acudiré con hombres de

sobra —dijo por fin.Doc Savage colgó el auricular,

se dirigió a una escalera de escapeque había dejado bajada en lacallejuela y subió al tejado.Atravesó por entre unas palomasque no debieron verle, porque no semovieron.

Había una claraboya cerrada,pero que no tenía echado el cerrojo.La alzó.

Un centinela estacionado

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debajo, oyó el ruido y gruñó:—¿Qué demonios...?—¡Cuidado! —le interrumpió

Doc, en voz sibilante—. Creo queDoc Savage anda rondando poraquí.

—¿Sí? ¿Dónde?Doc había averiguado dónde

se hallaba el hombre por su voz.Descargó dos formidablespuñetazos seguidos. Luego alargólos brazos y recogió al otro antes deque cayera.

Bajó la escalera.

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«Telégrafo» Edmunds habíaacabado lo preliminares de sudiscurso y había llegado casi alfinal del plan para trabajar enChicago.

¿Tiene alguien alguna preguntaque hacerme? —preguntó.

—¿Y los prisioneros? —inquirió uno.

—Más vale que nosdeshagamos de ellos. Y eso merecuerda una cosa. Quiero hacerleuna pregunta a «Rebañahuesos».

Los cautivos fueron

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introducidos en el cuarto y«Telégrafo» encontró a«Rebañahuesos» por el sencilloprocedimiento de dar un puntapié acada uno de los prisionerosinvisibles y escuchar los gemidos.Se inclinó sobre él.

—¿Se acuerda de la lucha enel aeródromo, cuando parte de mishombres se fueron en aeroplano? —dijo—. El aparato despegó y lepasó algo. Un hombre invisible setiró en paracaídas. Era usted, ¿no?¿Hizo usted que se estrellara ese

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avión y que se mataran mishombres?

«Rebañahuesos» soltó unrugido.

—¡Intentaron matarme cuandome encontraron! —contestó, conrabia—. ¿Tengo yo la culpa de queel mico que supiera volar quedarasin conocimiento de un puñetazo yde que me tirara yo del monoplanocon el único paracaídas que había?

—Conque así fue, ¿eh? —gruñó «Telégrafo»—. ¡Va usted apagar muy caro eso!

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Si esperaba que<Rebañahuesos> le contestara sellevó chasco. Este guardó silencio.

—¡Qué rayos! —exclamóalguien—. ¡Acabemos con esto deuna vez!

Un hombre que se hallaba enel fondo del cuarto, alzó la voz.

—Hay una cosa que no hemosdiscutido —dijo, secamente—, y escómo hemos de hacernos visiblesotra vez. Esa es una cosa muyimportante... por lo menos para mí.

—Tienes razón —declaró otro

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—; si tenemos que seguir siendoinvisibles, mal es este plan.Empiezo a hacerme una ideabastante acertada de por qué no haoído nadie hablar nunca de unduende alegre.

«Telégrafo» se echó a reír:—¿Te sentirías más animado

—preguntó—, si vieses el aparatoque ha de volverte visible otra vez?

—¡Vaya si me sentiría másanimado! —respondió el hombre.

—La puerta de la derecha —dijo <Telégrafo>—. Baja los

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escalones que encontrarás y abre lapuerta de abajo.

Las direcciones fueronseguidas. A juzgar por la cantidadde ruido y de comentarios, lamayoría de los hombres invisiblesiba a ver el aparato.

Descendieron a una habitacióngrande del sótano.

En el centro de la misma sealzaba un complicadísimo aparatoque parecía componerse, a simplevista, de transformadores de altovoltaje, numerosas bobinas, un

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cilindro largo y numerosaslámparas del mismo tipo que lasusadas para generar rayos X y otrasclases de rayos.

«Telégrafo» Edmunds seacercó.

—Es muy sencillo —dijo—.Todas las operaciones estánsincronizadas. No hay más que daral interruptor, meterse en esecilindro y aguardar a que sea unovisible otra vez. ¿No es así, jefe?—agregó, alzando un poco más lavoz—. Tú fabricaste el cacharro.

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Una voz replicó:—Así es. Y ahora, hay que

acabar con los prisioneros.Volvieron al otro cuarto. El

primer hombre en entrar emitió unruidoso grito.

No se veía ni rastro de losprisioneros, que habían estadotodos fuertemente atados yamordazados.

“Telégrafo” Edmunds, a unaorden sibilante del misterioso jefe,corrió hacia adelante, gritandoórdenes a los centinelas de las

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puertas.No había dado muchos pasos

cuando se oyó un golpe fuerte ycayó pesadamente. No habíaquedado sin conocimiento, sinembargo.

—¡Cuidado! —bramó.Los hombres invisibles se

desplegaron Uno de ellos empezó agritar al recibir un golpe, y se pusoa azotar el aire con las manos.

Dio a alguien, no sabías amigoo enemigo, y le devolvieron elgolpe. Veinte segundos más tarde el

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estruendo era imponente.Doc Savage corría de un lado

a otro, sabía que Monk y“Rebañahuesos” se hallaban en elcuarto también. Doc les habíapuesto en libertad mientras los otro,inspeccionaban el aparato.

Y Treve Easeman, lamuchacha y Wray se hallaban en uncuartito fuerte, cuya puerta habríancerrado por dentro si habíanseguido sus instrucciones.

Una silla se alzó del suelo,describir un semicírculo, y cayó

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sobre la cabeza de alguien,rompiéndose. Monk lanzó unbramido de furia al darle alguien ungolpe.

De pronto un hombre invisibleacudió, corriendo, desde la puerta.

—¡La casa está acordonada!—gritó—. ¡Guardias! ¡Soldados!¡Marineros! ¡Un millón de ellos!Han puesto redes de alambre en lascalles y en los tejados!

La lucha del cuarto cesó comopor ensalmo, prueba evidente quelos hombres invisibles se habían

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estado pegando unos a otros.—¡Conocen este sitio! —aulló

Edmunds—. Más vale que noslarguemos.

Un hombre gimió.—Si tienen la casa

acordonada, ¿cómo, vamos aescaparnos?

—Eso es fácil —respondió«Telégrafo»—, estábamospreparados para un caso así.

Dando órdenes, bajó al cuartoen que se hallaba el aparato. Habíauna puerta, al otro lado de la

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habitación. La abrió.Se vió un túnel descendente.—Bajad —ordenó.Uno de los hombres invisibles

preguntó:—¿No podemos llevarnos ese

cacharro?—¿Qué cacharro?—El de hacernos visibles otra

vez.—¡Ni soñarlo!—Pero... ¿puede hacerse otro?—¡Claro que sí! —respondió

«Telégrafo»—: de igual manera que

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construiremos otra máquina parahacer invisible a la gente cuandohaga falta. ¿No es cierto?

—Sí —asintió la voz delmisterioso jefe;— ahora, noperdamos más tiempo. Me quedaréaquí hasta el último. Luego, antesde marcharme, destruiré el aparatopara que no caiga en manos de DocSavage.

Los hombres empezaron aintroducirse por el túnel, alargandolos brazos para no pisarse unos aotros. “Telégrafo”, aguardó hasta el

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último instante.—Ya han salido todos, jefe —

anunció.—Vete tú también —le ordenó

éste—. Yo os seguiré enseguida.«Telégrafo» gruñó

ruidosamente al meter su obesocuerpo por el estrecho túnel.

Un momento después, unallave inglesa grande se alzó de unbanco que contenía herramientas.Flotó por el aire en dirección aldelicado mecanismo del centro dela habitación.

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Luego se alzó para descargarun golpe. Pero no llegó a hacerlo.

Se oyó una exclamaciónahogada, luego un golpe, y la llavecayó al suelo.

—¡Voto a tal! —exclamóMonk—. Ya me figuraba yo queesperarías a que hiciera algo, Doc,para saber dónde estaba.

El hombre de bronce dijo,rápidamente:

—Les seguiré yo solo. Estaránesperando a su jefe y, si me dan elalto, imitaré su voz.

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—Muy bien —contestó Monk—. Y yo voy a encargarme de dejara este tipo en condiciones de queduerma para rato.

Se oyó un formidable golpe,como si un puño hubiera dado enuna mandíbula. Monk se estabaasegurando que el prisioneropermaneciese sin conocimiento.

Doc Savage se metió por eltúnel. Se vio obligado a ponerse delado para que le pasaran loshombros, cosa que le impidióavanzar aprisa, ya que el piso era

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muy pendiente.Oyó, de pronto, un leve

zumbido. Enseguida comprendió.Salió a una caverna,

abovedada, tan ancha como la callede una ciudad y enormemente larga.Era el túnel de la nueva línea delferrocarril metropolitano.

«Telégrafo» Edmunds gritó:—¿Eres tú, jefe?Doc imitó la voz que había

oído.—En marcha —dijo, con

brusquedad.

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—De acuerdo. He mandado alos muchachos ya que caminenhacia el Este.

Doc se colocó en medio de losríeles y echó a correr. Por delantede él, se iniciaba una pronunciadapendiente en el túnel.

Comprendió que estosignificaba que pasaba por debajodel río. Unos tres cuartos de millamás allá, el túnel volvía a ascendery había una estación por la que loshombres invisibles pensabanescapar, sin duda alguna.

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Doc se detuvo en seco. Elzumbido que oyera al principio ibaaumentando en volumen.

Era un tren, un tren detrabajadores con toda seguridad,que venía por detrás de ellos.

—¡Cuidado! —gritó, de pronto—. No hay mucho sitio en el túnelpara dejar pasar a ese tren.

«Telégrafo» lanzó unamaldición. Luego dijo:

—¡Eso lo arreglaremos!Amontonadas junto a los rieles

y entre las dos vías, había

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numerosas piezas de metal yherramientas que aún no habíansido retiradas. “Telégrafo” empezóa dar órdenes y las herramientasfueron cogidas y echadas sobre losríeles.

Doc Savage empezó a ordenarque se detuvieran; pero se contuvo,comprendiendo que con ellodelataría su presencia.

—¡Corred! —aulló“Telégrafo”, cuando consideró quehabía suficientes herramientassobre la vía para garantizar el

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descarrilamiento—. ¡Alejaos losuficiente para estar fuera depeligro! Y... ¡no paréis aúnentonces!

Doc Savage no les siguió, sinoque retrocedió y empezó a quitarherramientas de la vía. Tiróbarrotes metálicos contra el rielcentral, que, por regla general, es elque lleva la corriente; pero nadaocurrió.

Aún no estaba electrificado. Eltren que se acercaba debíafuncionar con motor de otra clase o

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llevar acumuladores propios.El rugido del tren aumentó.

Doc se estaba moviendo ya masaprisa de lo que recordaba habersemovido jamás. Pero había muchascosas aún en la vía.

El faro del tren iluminó eltúnel. Pero no acortó la velocidad.Evidentemente no vió al principiolos tubos, las palancas y demáscosas que había sobre los rieles. Depronto echó los frenos.

El enorme chirrido de lasruedas contra las vías llenó el túnel.

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Doc vió que no podía despejar lavía a tiempo y renunció a ello.

Corrió como un loco, llegó alagujero que conducía al túnel por elque llegaron los hombresinvisibles, y se tiró dentro, decabeza.

El tren pasó de largo. Elhombre de bronce se levantó.

Sonó un enorme estruendo enel túnel.

Lo que ocurrió no dejó de serjusticia, aunque dura. El conductorno llegó a pagar con la vida su

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descuido por no fijarse a tiempo enlas obstrucciones, pero tardósemanas en salir del hospital.

La locomotora saltó de la vía,tiró de lado, pegó contra la hilerade soportes que había entre las víasy fue derribándolos como si fuerande paja hasta que, como los postesestaban mejor fijados por abajo quepor arriba, la locomotora se alzósobre sus vagones y,resquebrajando el techo, asomó a lacalle, volcando dos automóviles yexcitando enormemente a los

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policías que formaban parte delcordón tendido por la vecindad.

Los vagones siguientes del treniban cargados de rieles de acero.Salieron disparados éstos confuerza irresistible.

Pasando por el lado de lalocomotora, se cruzaron en el túnely, gracias a su tremenda fuerza,perforaron las paredes decontención del mismo.

Dieron contra un conducto deagua. Medía éste más de un metrode diámetro y pasaba el agua por él

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a enorme presión. Al reventar elconducto, fue como si el Niágarahubiera ido a desembocar allí.

El agua salía a torrentes y,como no tenía otra salida, sedeslizó pendiente abajo, hacia elrío, alcanzando más de un metro deprofundidad.

«Telégrafo» y sus hombresinvisibles oyeron llegar el agua.Soltaron gritos de terror. Es dudosoque oyera nadie sus gritos, porquela inundación hacia un ruidoensordecedor.

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Incluso se llegó a dudar enciertos círculos que hubieranperecido los hombres invisibles;pero dicha duda desapareció dos otres semanas más tarde, cuando fuesacada el agua del túnel conbombas.

Los cuerpos, después de haberestado tanto tiempo en el agua, noeran exactamente invisibles,pareciendo más bien enormesmasas de gelatina, algo así como lasubstancia de que se componen lasestrellas de mar.

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Doc Savage, deduciendo pocomas o menos lo que ocurriría,cuando se asomó al túnel y vióescaparse el agua del conducto, seretiró nuevamente al sótano de lacasa.

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CAPÍTULO XIX

APARATO DE MUERTE

AL llegar al cuarto subterráneo enque se encontraba el aparato dedevolver la visibilidad, DocSavage vió a Monk, completamenterestituido a su condición de hombrevisible.

Había aprovechado el tiempo

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metiéndose en el aparato. Se estabaponiendo, en aquel momento, un parde pantalones.

—Me los encontré en unarmario —dijo. Luego sonrió—.Presento mi dimisión comocomponente de la legión de losfantasmas. No me hace gracia esavida.

Resultó que P. Treve Easemany “Rebañahuesos” habían pasado yapor el aparato también y se habíanvestido.

Doc Savage, al contemplar a

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la pareja, vió que “Rebañahuesos”era, en efecto, un hombre grueso yjovial, a pesar de su voz de viejodecrépito.

Doc se metió en el aparato.Monk dio al interruptor. El hombrede bronce se dio cuenta, muyvagamente, de lo que le pasaba. Viómucha luz azulada y sintió unaespecie de hormigueo y vibraciónen todo el cuerpo, que a veces casialcanzaban la violencia del dolor.Luego empezó a ver su propiocontorno.

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Cuando salió del aparato,había vuelto a recobrar su aspectonormal, aun cuando se sentía comosi acabase de experimentar unfuerte resfriado que le hubieradejado algo de fiebre.

Encontró un par de pantalonesen el montón, que podrían servirpara salir del paso, aun cuando nole llegaban a los tobillos.

Aparecieron Ada Easeman yRussel Wray. Parecían algoconmocionados, pero no se veía enellos señal de daño serio alguno.

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Ham llegó unos momentosdespués.

—¡La policía está ahí fuera!—dijo—. Les manifesté que noentraran hasta dentro de un rato.Parecen convencidos ya de que túno tienes nada que ver con la legiónde hombres invisibles.

Luego se retiró.Monk dijo:—Ahora voy a meter al tipo

que inventó este cacharro en supropio invento, para ver qué caratiene.

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Buscó a tientas por el suelo,encontró al jefe de los hombresinvisibles, que aún no habíarecobrado el conocimiento, y, condificultad, logró meterse en elaparato. Se retiró y echó elinterruptor.

Sonó inmediatamente elchisporroteo característico yempezó a formarse una especie deneblina azulada, salpicada dechispazos anaranjados y verdes.

Una figura humana fueadquiriendo forma ante sus ojos.

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¡El cerebro maestro que habíaperfeccionado el aparato deproducir la invisibilidad! Alprincipio sus facciones resultabanborrosas. Luego tomaron formaunas orejas grandes, una narizenorme y una boca pequeña.

—¡Marikan! —estalló Ham,llegando de la parte delantera de lacasa, donde había estadoexplorando para asegurarse de queno quedaba ningún hombreinvisible.

Monk exclamó:

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—Pero... ¡si mataron aMarikan!

—Fingieron matarle, alparecer —rectificó Ham—. ¡Nosllevó a ese rancho de mofetassabiendo que nos metía en unatrampa! Simuló que le mataban paraque no sospecháramos de él, sidiera la improbable casualidad deque saliéramos nosotros con vida.

Monk y Ham guardaronsilencio porque Marikan se estabamoviendo. Sin duda, el proceso devolver nuevamente a la visibilidad

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le había hecho recobrar elconocimiento.

Abrió los ojos. Luego seirguió, bruscamente, e intentó saltarfuera del aparato.

El resultado fue desastroso.Marikan debía estar mareado aún yno dabase cuenta de dónde sehallaba. Tropezó con el tubo decristal que producía la neblinaazulada y éste se reventóexplosivamente.

Cayó una lluvia de chispazoseléctricos. Marikan soltó un aullido

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y cayó hacia atrás. Su cuerpotropezó con los conductores decorriente de alta frecuencia,aplastando unos contra otros.

Hubo nuevos chispazos ynueva rotura de lámparas.

Doc Savage corrió hacia elinterruptor. Pero la cosa habíasucedido con demasiada rapidez.Una nube de humo y un olor a ozonose elevaban del aparato. Doc cortóla corriente y se acercó, con Monky los demás.

Monk contempló los destrozos

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y el cadáver de Marikan, y movió lacabeza lentamente.

—Se ha llevado todos sussecretos consigo —dijo.

Las palabras de Monkresultaron proféticas porque,durante las semanas siguientes, DocSavage llevó a cabo numerososexperimentos para descubrir elsecreto de la invisibilidad, perocon resultados que no podíanllamarse fenomenales precisamente.

Dedujo Doc que Marikanhabía seguido alguna línea de

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investigación completamentedesconocida aun de los científicosmodernos.

—El secreto ha muerto conMarikan —aseguró el hombre debronce—. No tengo la menor ideade cómo lo hacía.

Esta afirmación, en realidad,no era del todo exacta, ya que DocSavage, en el curso de suinvestigación, dio con ciertosindicios que descubrían la línea deinvestigación seguida por Marikanpara obtener aquellos resultados.

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Doc opinaba que él,personalmente, podría desarrollaraquellos indicios hasta lograr elmismo resultado que Marikan.

Pero no siguió adelante. Elproceso era complicado. Loscientíficos corrientes tal vez nodieran con él hasta pasados muchossiglos.

Y, a juzgar por lo que ya habíaocurrido, era preferible dejar elasunto en paz.

Había otros negocios queocupaban la atención de Doc. En la

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ropa que Marikan se había quitado,fue hallada una lista de los lugaresen que estaba escondido elproducto de los robos de loshombres invisibles.

Gracias a dicha lista, casi todopudo recobrarse.

También había un asunto queocupó la atención de Monk en losdías que siguieron al aplastamientode la amenaza de la legiónfantasma. El asunto en cuestión erala linda Ada Easeman. Monk no ladejaba a sol ni a sombra.

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Experimentó un duro golpecuando, dos días más tarde, lamuchacha anunció que iba a casarsecon Russell Wray.

Monk le comunicóconfidencialmente a Habeas Corpusla única cosa que a él se le ocurríapara explicar tan incomprensiblehecho.

—A mí lo que me hafastidiado —gruñó—, es el habersido fantasma unos días. Porque...¿cuándo se ha visto que un fantasmatenga novia?

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FIN

Título original: The Spook Legion

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Table of ContentsLegión de fantasmas

CAPÍTULO ICAPÍTULO IICAPÍTULO IIICAPÍTULO IVCAPÍTULO VCAPÍTULO VICAPÍTULO VIICAPÍTULO VIIICAPÍTULO IXCAPÍTULO XCAPÍTULO XI

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CAPÍTULO XIICAPÍTULO XIIICAPÍTULO XIVCAPÍTULO XVCAPÍTULO XVICAPÍTULO XVIICAPÍTULO XVIIICAPÍTULO XIX