lex arcana de víctor solorio reyes

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Lex Arcana Víctor Solorio Reyes Premio de Cuento, Xavier Vargas Pardo

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Obra ganadora de los Premios Michoacán de Literatura 2014 en la categoría Cuento "Javier Vargas Pardo"

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Page 1: LEX ARCANA de Víctor Solorio Reyes

Lex Arcana

Víctor Solorio ReyesPremio de Cuento, Xavier Vargas Pardo

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GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Salvador Jara Guerrero

Gobernador de Michoacán

Marco antonio aGuilar cortéS

Secretario de Cultura

Paula criStina Silva torreS

Secretaria Técnica

María catalina Patricia díaz veGa

Delegada Administrativa

raúl olMoS torreS

Director de Promoción y Fomento Cultural

arGelia Martínez Gutiérrez

Directora de Vinculación e Integración Cultural

eréndira HerreJón rentería

Directora de Formación y Educación

JaiMe Bravo déctor

Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural

Héctor García Moreno

Director de Patrimonio, Protección y Conservaciónde Monumentos y Sitios Históricos

Miguel Salmon Del RealDirector Artístico de la Orquesta Sinfónica de Michoacán

BiSMarck izquierdo rodríGuez

Secretario Particular

Héctor BorGeS PalacioS

Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura

conSeJo nacional Para la cultura Y laS arteS

rafael tovar Y de tereSa

Presidente

Saúl Juárez veGa

Secretario Cultural y Artístico

franciSco corneJo rodríGuez

Secretario Ejecutivo

ricardo caYuela GallY

Director General de Publicaciones

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Lex Arcana

Gobierno del Estado de MichoacánSecretaría de Cultura

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes

Víctor Solorio Reyes

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Lex Arcana

Primera edición, 2014

dr © Víctor Solorio Reyes dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

Colección:Premios Michoacán de Literatura 2014Categoría Cuento “Xavier Vargas Pardo”

Jurado:Carlos Ruvalcaba, Arturo Arredondo y Lourdes Garibay

Coordinación editorial:Héctor Borges Palacios

Diseño de Colección:Jorge Arriola Padilla

Revisión de textos:Elena Medina PinedaRamón Lara Gómez

Secretaría de Cultura de MichoacánIsidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,C.P. 58020, Morelia, MichoacánTels. (443) 322-89-00 www.cultura.michoacan.gob.mx

ISBN Volumen: 978-607-8201-86-0ISBN Colección: 978-607-8201-85-3

Impreso y hecho en México

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Índice

Presentación 9

Azul Tabú 15

Rambután 31

Perros incendio 59

Luz o la mirada de oscuridad 81

Cofradía 99

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Presentación

El mundo de los libros fascina y envuelve al ser

leído, pero cuando uno pasa de ser lector pasivo a

constructor, a creador que va hilvanando y entre-

tejiendo vidas y fantasías, la posibilidad de rom-

per esa barrera entre realidad y ficción se desbor-

da ofreciendo un abanico de posibilidades.

Ésta que tienes en tus manos querido lector

es una oportunidad única concebida en la mente

del autor, es una serie de historias con algo en

común más allá de haber salido de la misma plu-

ma y es precisamente la capacidad creativa que el

autor tiene de poder llevarnos de la mano en cada

viaje que nos ha querido contar.

Cada historia nos acerca a esa fracción de la

realidad que convierte a un pequeño e inseguro

niño, rodeado de superchería, en un ‘exitoso’ psi-

quiatra cuyo destino dictado por las fuerzas inex-

plicables del espiritismo y el ocultismo lo llevan

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simplemente a donde comenzó; hace que lo único

que permanezca de un pueblo a la orilla del mar

sea su aroma; convierte a la criatura más fea en

el ‘guapo’ de la cuadra; logra mostrarnos la foto-

grafía que encierra la incógnita más grande del

universo; y como por medio de una misiva aquel

que está sentenciado a ‘morir’ a manos del pelo-

tón de fusilamiento quiere dar a conocer ‘su’ ver-

dad antes de regresar con su amada y ‘darle’ el

regalo más grande.

En fin que ésta que era una posibilidad crea-

tiva es hoy una realidad compartida a ti después

de un largo proceso en el que los jurados de los

Premios Michoacán de Literatura 2014 delibera-

ron que ésta obra era la idónea para llenar el ni-

cho del Premio de Cuento, Xavier Vargas Pardo.

¡Disfrútala!

Héctor Borges Palacios

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Honor a quien se lo merece.A Luis Miguel Estrada Orozco y Alfredo Carrera:

mil gracias por la insistencia.

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15

Azul Tabú.

La abuela le imponía una dimensión mágica

a los sucesos que retaban la trivialidad de

nuestra vida sencilla. Lo hacía por hábito y por

impotencia para domar la incertidumbre en

favor de una rutina confortable. Así, detrás de la

leche cortada o de los frijoles que se negaban al

hervor, siempre había algún fenómeno misterioso

actuando en contra de la monotonía diaria. Si

se encontraba con una vieja amiga que no había

visto en años, la causa ulterior siempre sería un

evento esotérico inexplicable. El teléfono que

repicaba para enmudecer cuando uno ponía la

mano sobre él, era producido por alguna potencia

invisible desconocida. La coincidencia de tararear

una canción y que el radio trasmitiera la misma

melodía poco después, era producto de los procesos

herméticos con los que funcionaba el universo.

Todo tenía una razón de ser y todo estaba regido

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por fuerzas insondables pero constantes. Por

ello, el color azul se prohibió con el peso del tabú

cuando mis padres murieron en la carretera al

chocar con un auto de ese tono.

Mi infancia con la abuela estuvo poblada

de maniobras mágicas que habrían de asegurar-

me el bienestar. La ruta hacia el colegio y mi

estancia en él se le antojaban como abismos en

los que cualquier desgracia era posible. Me pro-

tegía en contra de esas calamidades hipotéticas

al darme pequeños atados de yerba y tierra, olo-

rosos a aceite. Me instruía a guardarlos en los

bolsillos del pantalón, a no perderlos durante el

día pues serían mi salvavidas en un océano de

incertidumbres. También zurcía efigies indesci-

frables en mi ropa, a veces con hilo rojo, otras

con negro, siempre canturreando palabras que

yo no entendía. La práctica arreció cuando la di-

rección del colegio se negó a excusarme de portar

el uniforme azul claro. El director, desconocedor

de las mareas secretas que manejaban al mundo

fue sordo ante la solicitud que la abuela le hizo.

Ella anuló los efectos de que yo vistiera el color

tabú, bordando un medallón sobre el suéter a la

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altura del pecho, para vergüenza mía y alegría

de mis compañeros que se burlaban de mi atuen-

do intervenido.

Sobra decir que el miedo fue una constante

mientras crecí, pues esas fuerzas que se tradu-

cían en maleficios eran ubicuas. Así, una mirada

severa de algún desconocido ocultaba la posibili-

dad de una enfermedad que ningún médico podría

curar. Un gesto rimbombante con las manos se

podía convertir en ocurrencias nocivas a futuro.

Incluso una idea rencorosa podía causar dolores

físicos a distancia. Mis miedos fueron confirma-

dos después de que Cristina, una compañerita de

aula, dejara de ir al colegio. Su ausencia no era

inusual, faltaba a las clases con regularidad, pero

esa ocasión fue diferente. Después de que su pa-

dre y su madre hablaran con la maestra en cortos

cuchicheos –como cuidándose de no ser descubier-

tos en una falta– nos encomendaron a los alum-

nos con la tarea de escribirle una carta a Cristina.

Una carta donde le deseáramos pronta recupera-

ción. Así lo hicimos, obedientes, a pesar de no co-

nocer la enfermedad que la aquejaba. Al parecer

la maestra iba a hacerle llegar nuestras misivas

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para aligerarle la convalecencia, pero todo fue en

balde. Antes de que las cartas llegaran a su des-

tinatario Cristina había muerto. La noticia nos la

presentó el mismo director del colegio con un tono

más grave en su hablar ya de por sí solemne.

Ese suceso, al ocurrir en esa edad crítica

para el desarrollo, me marcó: por un lado me

demostró que las energías invisibles y contagio-

sas existían. Estaba convencido de que yo había

causado el deceso de Cristina pues al pensar en

ella con melancolía, inconscientemente, le había

producido la leucemia trágica. Lo segundo que

comprendí, víctima de un enamoramiento infan-

til inocente, fue que iba a extrañar su cabello ru-

bio más que la risa de mi madre, ya perdida en el

olvido para ese entonces.

Esta manera de entender el mundo en

base a pulsiones secretas, energías ponzoñosas

y misterios homeopáticos, definió mi infancia,

mi adolescencia y parte de mi juventud con

consecuencias ácidas en mi desarrollo intelectual.

Albergar esos dogmas irracionales como ciertos,

me hicieron un joven proclive al ostracismo. Fui

considerado por mis pares como una persona

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excéntrica. Como todos lo saben, esta sociedad

puede perdonar cualquier pecado excepto

la rareza. Maldije, durante mi tierna edad,

tener que cargar con ese estigma. Ya de adulto

agradecí las penurias de nunca encajar en lo que

la sociedad considera normal. La experiencia

templó mi madurez y me dio fortaleza. Sin duda

me hizo un mejor psiquiatra.

Pero el sendero para liberarse de mi cosmo-

gonía personal, aquella inculcada por mi abuela,

no fue sencillo. En mi segundo año en el insti-

tuto, un par antes de la universidad, pude ver

lo errado en esas creencias sin fundamento. Gra-

cias a un profesor que me mostró con paciencia

el método científico, entendí que todo tenía una

causa más mundana que las fuerzas inasibles de

la abuela. Mi antiguo modelo del mundo se ter-

minó de caer para cuando cumplí la mayoría de

edad, gracias a un estricto régimen de estudio.

Devoré los tratados de matemáticas, cosas bási-

cas de filosofía y los textos de antropología que

catalogaban mitos insulsos y retrógrados de ci-

vilizaciones menos avanzadas que la occidental.

Extirpé toda irracionalidad con el punzón afilado

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de la lógica, la ciencia y la disciplina inmisericor-

de. No fue sencillo pero emergí como un hombre

dueño de sí mismo, orgulloso de no haber sucum-

bido a los estropicios mentales, bien justificados,

de mi abuela.

Ella se decepcionó de mí como era de espe-

rarse, cuando no seguí sus deseos y en vez de es-

tudiar en el seminario me inscribí en la facultad

de sicología. Las discusiones y desavenencias no

se hicieron esperar, ella deseaba que yo tomara

los votos y con ello me asegurara una vida libre

de males magnéticos arcanos, libre de maleficios

mágicos gracias al poder de la divinidad. Su sin-

cretismo ilógico, mezcla de religión y brujería,

me pareció el error menos grave de su propuesta:

las fuerzas invisibles que ella se había empeñado

en creer como reales, no existían. Así se lo hice

saber con goce velado en mis palabras e incluso

en más de alguna ocasión llegué a vestir el color

tabú, más para molestarla que para demostrárse-

lo. Tal rebelión, necesaria para mi crecimiento a

esa edad, le pareció a ella como una afrenta grave

al orden mágico del universo que pregonaba. Se

negó a hablarme durante seis meses, por lo que

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no se enteró que cambié mis cursos de sicología

por los de medicina. El inconsciente de Freud,

los arquetipos de Jung se me antojaron muy si-

milares a las explicaciones que ella usaba. Eran

potencias indetectables con efectos ocultos sobre

el ser humano. Por el contrario, la medicina daba

explicaciones basadas en elementos concretos,

tangibles, reales.

Fui un estudiante modelo y por lo mismo las

oportunidades no me faltaron. En el segundo año

de la carrera, emigré becado por la universidad

de Rottsinberg en Viena y pronto me encaucé al

programa de Neurosiquiatría. Me despedí de la

abuela con reverencia y cariño reales. Para ese en-

tonces, gracias a la madurez que da el tiempo, yo

había entendido que esas creencias erradas eran

su manera de lidiar con una realidad difícil. Des-

pués de todo, había perdido una hija en un acci-

dente de auto y se había tenido que hacer cargo de

un nieto por sí sola. Ella no correspondió mi afec-

tuosa despedida, se limitó a desearme suerte. Dejé

la casa con sentimientos encontrados, intranquilo

por la molestia visible en ella, pero aliviado por no

profundizar un drama edípico incongruente. Sus

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cartas, con el paso del tiempo, mostraron un en-

dulzamiento paulatino en su tono; yo lo reconocí

como perdón e, incluso, nostalgia de su parte.

Mi estancia en Viena se dividió en dos ac-

tividades complementarias. El academismo rígi-

do, por un lado y una vida holgada de escapadas

amorosas, por el otro. La lejanía de la abuela, que

en mi fuero interno fungía como un faro ético, me

obligaba a cortejar a las mujeres de mi círculo so-

cial, movido por una extraña combinación de vali-

dación masculina, miedo a la soledad y búsqueda

del placer. Si bien era flexible con la apariencia

física de mis compañeras –no me podía dar el lujo

de ser estricto en esos menesteres–, sí tenía una

predilección marcada por aquellas de cabello ru-

bio. En más de alguna ocasión me pregunté si esa

propensión clara tendría algo que ver con Cristi-

na y la huella inconsciente que su muerte habría

dejado en mi sique infantil.

Para el segundo año de maestría, ya como

docente e investigador en la universidad, contra-

je nupcias con una mujer mexicana que estaba

inscrita en la clase de anatomía neuronal. Nues-

tro noviazgo fue corto, la boda repentina: así de

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enamorados estábamos. La abuela pareció triste

cuando se lo comuniqué en una llamada telefó-

nica después de la boda. “Yo sabía que ya esta-

bas casado, me lo dijo tu madre”. Interpreté el

comentario como una muestra de senilidad inci-

piente. Tal vez como una forma de reprocharme

el no haberla invitado, pero dado el precio prohi-

bitivo del avión, fue imposible. Se contentó al co-

nocer nuestros planes de regresar a México para

comenzar una familia. No podía esperar a cono-

cer a mi esposa y en efecto se llevaron bien cuan-

do las presenté. Ahora no voy a repetir el nombre

de mi ex cónyuge, pues la amarga separación y

el largo proceso de divorcio me robaron cualquier

dejo de empatía que hubiera sentido por ella.

Los problemas comenzaron tres años después

cuando ya estábamos asentados en México. Ella

con una licenciatura en sicología clínica, yo con

una maestría en neurosiquiatría. Disfrutábamos

de la holgura económica que traía la práctica pro-

fesional y el prestigioso nivel de nuestros estudios

en Viena que nos acreditaban como profesionales

intachables. Si bien esos primeros años fueron

casi idílicos, la aridez de la rutina resquebrajó la

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relación más allá de cualquier intento por salvar-

la. Las discusiones aguerridas, el adulterio mío,

el de ella, su infertilidad y otros factores hicieron

que el matrimonio se viniera abajo. Cosa curiosa,

yo me di cuenta del momento exacto en que la re-

lación empezó a hundirse. Como parte de un taller

en terapia emotiva ella iba a asistir a una sesión

de alineación de chacras. Cuando me lo dijo, estu-

ve seguro de que nuestro matrimonio no habría de

sobrevivir ese año. Yo podía tolerar todo en ella

excepto su predilección por la irracionalidad y su

gusto por las explicaciones charlatanas. En efecto,

estábamos separados antes de diciembre.

Dos meses después del divorcio, durante

una revisión médica rutinaria, le encontraron a

la abuela un crecimiento anormal en un pecho.

Desde que regresé de Viena hice una costumbre

el ir a comer a su casa, compartir con ella la vida

que me había forjado a fuerza de trabajo y disci-

plina. Mi ex esposa y ella hablaban bien, como si

fueran viejas amigas, pero la abuela nunca men-

cionaba su propensión a creer en la magia. De

niño me lo decía: “nunca hables de esto, la gente

no lo entiende”. Así, cuando una biopsia posterior

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demostró que el crecimiento en efecto era malig-

no, la abuela sin decírselo a nadie buscó primero

la razón de su cáncer y luego una cura que estu-

viera de acuerdo a sus creencias arcanas.

La prognosis no era buena, le quedaba poco

tiempo. Tomé como una misión hacer pasaderos

esos últimos días de su vida, acompañándola en

la enfermedad y soportando esos desplantes de

gnosticismo, mística e ilógica. Usé los tiempos

muertos entre sus necesidades para pensar en mi

propia existencia, en lo irresoluble y anticlimático

de la muerte. A pesar de mis esfuerzos el asunto

nunca me transmitió la severidad con la que se

supone que uno debe de actuar. Después de todo,

la muerte es sólo el final de la actividad cerebral.

Peleamos por última vez con la abuela tres

días antes de su muerte. Ella quería hacer un ri-

tual que involucraba una efigie de paja, un chis-

guete de licor y fuego. Accedí, le proveí con todos

los elementos que requería para la encantación,

más por no contrariarla que por obtener algún re-

sultado mágico. Cuando el fuego hubo reducido

la paja y el licor a un montoncito de cenizas, las

guardó con sumo cuidado en una pequeña bolsa

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de tela negra. Me la entregó y me ordenó como

cuando era niño: “no la pierdas, te va a proteger”.

Le dije que no era necesario, yo no requería de

protección. Ella me respondió con su voz cascada

que sí. “Necesitas protegerte de mí”.

Pasó los dos días siguientes hundida en la

cama, las sábanas a punto de engullirla completa,

esquelética por la acción del tumor sobre su cuer-

po. El tercer día dejó de respirar. La bolsa de tela

negra con las cenizas, atenazada entre sus manos

nudosas, patéticas. Afuera hacía un día soleado.

Después de enterrarla limpié la casa a con-

ciencia. Tiré a la basura todos los recuerdos que

me ataran a ella y regalé todo lo demás. No supe

qué pasó con aquella bolsita llena de cenizas.

A la semana apareció ante mí por primera

vez. El lóbulo parietal a veces produce esas visiones

aberrantes, debidas a una intoxicación, una lesión

o simple cansancio crónico: allí estaba la abuela

junto a mi cama, zurciendo figuras crípticas sobre

mi ropa. El suceso no me alarmó, en efecto estaba

cansado, el engorro de las exequias tensándome

los nervios. A la mañana siguiente me convencí

de que había sido un sueño. La cuarta vez que

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se me presentó, estando despierto por completo,

comencé a preocuparme.

Había muchas explicaciones, la más plausi-

ble era un desequilibrio químico provocado por

mi alimentación precaria unido al estrés de la

amargura del divorcio. Una mejor dieta no ayu-

dó, allí estaba ella junto a mi cama, canturrean-

do, zurciendo, haciendo atados de hierba, de día

y de noche.

Me hice un escaneo craneoencefálico. Era

posible, pero improbable, que me hubiera lesiona-

do sin recordarlo, pero el estudio no mostró evi-

dencia de daño en el córtex frontal. Temí sufrir

un trastorno esquizofrénico, de surgimiento atípi-

co para mi edad. Deseché la teoría pues de pade-

cerlo, no sería capaz de darme cuenta. En secreto

comencé a tomar bloqueadores beta, calmantes y

anti alucinógenos. No podía permitir que nadie lo

supiera, que alguien se enterara y pusiera en tela

de juicio mi capacidad como siquiatra.

Al borde de la desesperación comprobé casi

por error que las visiones se calmaban cuando

vestía de azul y me decepcioné de la explicación

que yo mismo me di: el color aún era tabú para la

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abuela en la muerte. Procuré hacer una colección

de enseres de ese tono para mantenerla a raya.

Quien no lo entendiera habría dicho que estaba

desequilibrado, pero mi actuar tenía lógica. Me

enorgullecí cuando compré un sedán para prote-

germe de ella en todo momento. Dentro de su ca-

rrocería azul oscuro podría pernoctar sin miedo a

las apariciones cada vez más frecuentes. Si el in-

somnio secuestraba la noche, podía conducir sin

rumbo hasta caer rendido.

Una de esas noches, ya sobre la carretera

pero sin destino más allá de dejar paso al tiem-

po, una niña rubia se atravesó en mi camino. Vo-

lanteé para no golpearla. Al pasar junto a ella,

la reconocí. No era posible, no debería de estar

viva. Mi impresión me impidió esquivar el auto

que venía de frente. En la cabina pude verlos. Mi

padre no pudo hacer nada para evitar la colisión.

Mi madre gritó.

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Rambután

Adriana bailaba con las caderas embrujadas por

el ritmo. La batería emperrada la había contagia-

do con la fiebre del rocanrol. Los síntomas de la

infección se manifestaban en convulsiones telúri-

cas alrededor de su cintura, su espalda, sus hom-

bros, sus brazos.

Los parroquianos del bar temían el contagio.

Con sólo verla, sudaban frío y la garganta se les

achicaba con los signos inconfundibles de la fiebre.

Las piernas les flaqueaban y en el pecho sentían

un hueco debilitante. Temían también que esa

fuera la noche. Que las sacudidas emanadas de las

piernas de ella, despertaran a la placa tectónica

en el subsuelo y que el terremoto posible lograra

lo que ni la inundación, ni las revueltas pudieron

en sus momentos. Así, achicopalados por el miedo

pero enfebrecidos por un calor sofocante, tragaban

las cervezas rancias queriendo no ver a Adriana

sacudiéndose. Fingían ceguera y deseaban que

ese baile no fuera el preludio de la profecía ya

conocida.

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Ella –quizá por la candidez que permite la ju-

ventud, quizá por el coraje que aviva la intención

de venganza– se pavoneó, contoneándose frente

a la rockola, conocedora de los efectos que tenían

sus rodillas alegres sobre los demás. En San Ja-

cinto se le conocía, igual que a sus tres hermanas,

como heredera de la maldición de las Rambután

por vía de su desaparecida madre, Ariadna.

De las dos Rambután que quedaban poco se

sabía. O mucho y se fingía demencia, dependería

de a quién le preguntaran, pero se daba como cier-

to que sus antepasados habían llegado con los de-

más, a trabajar la pesca. San Jacinto, como todo

pueblo costero que se dedicaba a la explotación

del mar, estaba cubierto por un tufillo a pescado

y sal que se pegaba a la ropa, al cabello, a la vida.

El lugar tenía esa personalidad hogareña que las

guías de turismo describían como “acogedora”,

pero que servía para que los visitantes se conven-

cieran de no establecerse ahí ni por error. Una

particularidad interesante del pueblo que nunca

se le mencionaba a los turistas, era la profecía.

San Jacinto se habría de perder en el tiempo, sin

dejar marca sobre la tierra. Ese vaticinio había

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sido pronunciado por una voz anónima en el pasa-

do, nadie recordaba quién había sido, pero a fuer-

za de repetirlo había llegado hasta el presente, ya

con el peso de la certeza inamovible.

Además de la profecía, en el pueblito había

varias instituciones. La más importante era el

embarcadero, desde el cual los pescadores se des-

pedían de sus familias para adentrarse en el mar

y traer de regreso las redes llenas de arenques,

langostas y el casual pez vela. Otra institución

era la presidencia municipal, cuyo edificio hacía

las veces de correo, cárcel y teléfono público. La

institución dominante era sin duda la migración,

que le hacía hervir la cabeza a los jóvenes con

ideas de fuga. “Que San Jacinto se joda”, decían

todos los que se iban con la maleta a cuestas y el

corazón en otro lado, cualquier lado, que no fuera

San Jacinto. Nadie hubiera aceptado que la casa

Rambután con sus inquilinas, era también un

punto importante, pues las buenas costumbres,

la superstición y el rencor, también eran institu-

ciones en el pueblo.

La mala fama había empezado cuando la ma-

dre, Ariadna, era joven. Había contraído nupcias

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con un hombre mayor y eso le aseguró el despre-

cio de las muchachas de su generación, todas en

edad casadera por aquel entonces. Él era capitán

de un barco atunero. Gracias a un golpe de suerte

y muchos negocios ladinos, había logrado hacerse

de una pequeña flotilla. Albergaba extrañas ideas

con respecto al sistema: se proclamaba comunista

a pesar de haber leído la mitad del primer tomo

del das kapital y haber entendido sólo una cuarta

parte. Se había casado dos veces antes de sentar

cabeza con Ariadna y debido a la poca población

en San Jacinto, a pesar de su calvicie incipiente,

se le consideraba buen partido.

A Ariadna en ese entonces los ojos le brilla-

ban con una inteligencia tan intensa que podía

ser intimidante. Coronaba esa cualidad con una

belleza que lejos de ser escultural, era atípica

para la corta población del puerto. Eso le aseguró

la mala leche de muchas y el respeto, casi mie-

do, de otros. Sin embargo, los recién matrimonia-

dos lograron levantar una casa que tenía todos

los requerimientos para llamarla hogar. Vivían

en relativa felicidad, tanta como era posible en

la costa, cerca del mar templado. Pero como en

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todas las historias que se antojan serenas, hubo

complicaciones imprevistas que dieron al traste

con cualquier remanso de tranquilidad.

El pescador devenido en pequeño burgués,

tras una noche de excesiva ingesta alcohólica,

murió de manera súbita en la cama junto a su

joven esposa. Ariadna se convertía con ello

en viuda. La envidia que sus coetáneas le

guardaban, se liberó finalmente como la presión

de una olla exprés que era destapada. Luego esa

ponzoña se sublimó en una sensación comunal de

resentimiento colectivo, interrumpido por aquello

de los pésames y los pobre-era-tan-buena-persona

que se dispensaron al por mayor en el funeral.

Ariadna habría de heredar la pequeña fortuna, no

tan pequeña para los estándares del pueblo, que

él había hecho gracias al descubrimiento de un

gran trozo de ámbar gris, flotando en el mar. Esta

súbita herencia le valió a ella una nueva carga

de envidia de aquellas señoritas que seguían

buscando marido.

A él, lo enterraron en el cementerio de Man-

zanillita, el pueblo vecino y reacio contrincante

de San Jacinto en la liga de beisbol amateur. Allá

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fue su entierro, no porque él fuera oriundo del

rancho contiguo, sino porque San Jacinto no tenía

cementerio. Cosas inexplicables de la historia, al-

gún prócer de la política antigua había determi-

nado que San Jacinto no requería camposanto:

era tan pequeño el pueblo que se antojaba que la

muerte no cabría entre el malecón y la carretera

de salida. Así enterraron al pescador, con una hoz

y un martillo sobre el féretro, en el panteón de

Manzanillita.

Ariadna no lloró y eso recrudeció los chis-

mes que poco a poco se iban cuajando alrededor

de ella. La tierra con la que taparon la tumba to-

davía estaba floja cuando el rumor de que ella lo

había matado, tomó fuerza. La falta de lágrimas

durante el entierro fue suficiente para darle vali-

dez a la hipótesis. “Si lo hubiera amado, hubiera

opacado al mar con su llanto”; “está muy raro que

se haya muerto, si no era tan viejo”, decían y se

convencían las demás con la boca llena de envi-

dia. El pescador fan de Lenin se había muerto por

la cirrosis pululante en el hígado: no había cons-

piración ahí. Ariadna, por otro lado, no lloró pues

estaba en cinta de su primera hija, Ángela. No

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quería amargar su leche y condenar a la no nata

a morir de inanición.

Para cuando Ángela nació, en un verano

que sería recordado por sus nubarrones grises, el

daño ya estaba hecho y Ariadna era la comidilla

de las solteronas que gustosas por el dolor ajeno,

le habían inventado una retahíla de falsedades.

La más repetida, al parecer la favorita, era que

Ariadna tenía un pacto con algún poder escabroso

que le había asegurado primero, el matrimonio y

luego, la herencia precoz. Sin más de por medio,

la acusaron de hechicera.

Ariadna hizo oídos sordos a esos señalamien-

tos falaces. Estaba desbordada de sentimientos

con la muerte de su primer amor y el nacimiento

del segundo. Se había decantado completa al cui-

dado de Ángela, pues era su única ancla en un

mar picado, un mar negro de luto total. Por ello,

cuando a las doce semanas de nacida, Ángela en-

fermó de gravedad, Ariadna hizo todo lo que estu-

vo a su alcance para salvarla.

Los médicos desahuciaron a la pequeña,

nada se podía hacer ya. Estaba allende la cien-

cia, la técnica y las artes modernas, administrar

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38

solución al padecimiento. Ariadna tomó el asunto

en sus manos y con la determinación que sólo una

madre puede tener para salvar a su hija, buscó

la respuesta al malestar. Lo primero que hizo fue

acudir al párroco del pueblo, un joven tan inocen-

te en menesteres de vida, que ni siquiera pudo

darle consuelo a Ariadna, mucho menos ayudarla

en cuestiones de pediatría. El cura, a pesar de su

corta edad, entendía que el destino de la niña era

parte del mapa trazado por Dios y por ello se ha-

bría de cumplir sin importar qué. Si la muerte de

la pequeña estaba en el plan, entonces era lo co-

rrecto. Huelga decir que a Ariadna esto le pareció

altamente incorrecto y salió de la iglesia, fúrica,

lanzando herejías al techo.

Lo segundo que hizo, fue arengar a las fuer-

zas de la naturaleza, a las deidades profanas de la

antigüedad y a los entes auspiciosos de la bruje-

ría. Lo hizo leyendo un libro de magia prieta que

había pasado de generación en generación por su

familia, siempre con la premisa de resguardarlo

y nunca usarlo. El libro no había sido destruido

ni por su madre, ni por su abuela, ni por su bis-

abuela a pesar de ser un artículo proscrito. Cada

una de ellas en su momento lo habían conservado

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por aquello del por-si-acaso. Después de la escue-

ta ceremonia, cánticos y un menjunje de hierbas,

nada sobresaliente ocurrió. La madre no durmió

por los sollocitos de la bebé. Esperaba la cruenta

hora en la que todo habría de terminar, pero a la

mañana siguiente Ángela estaba curada. Ariad-

na estaba desbordada de alegría por la milagrosa

recuperación y no tenía cabeza para entender que

se había convertido en aquello de lo que la acusa-

ban. La maldición de las Rambután nacía junto

con Ángela.

La niña tuvo una infancia tranquila como

todos los chiquillos del pueblo, a excepción de que

pronto, muy pronto, fue blanco de los mismos chis-

mes que le imputaban a su madre. A los seis años

recién cumplidos, Ángela escuchó por primera vez

la acusación de ser hechicera. Palabra que no en-

tendió por la corta edad y al preguntarle a su madre

por la definición, sólo obtuvo un “no hagas caso”.

Años después, mirando en retrospectiva, Ariadna

se arrepentiría sin mucho ahínco de no haberle ex-

plicado el término. Tal vez así habría mantenido

a su hija alejada de las prácticas negras, pero lo

sucedido había pasado y no se podía cambiar.

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Esta temporada estuvo marcada por dos

sucesos notables: el primero fue el nacimiento

de la hermana, Artemis y lo segundo fue que

Ángela, con la curiosidad normal de esa etapa,

descubrió por sí sola la magia. Lo supo cuando

al estar sentada cerca de un hormiguero y

recitar los nombres de los colores que conocía, las

hormigas atareadas le traían hojarasca del tono

que ella mencionaba. Ya para los doce años tenía

una habilidad sobresaliente con las palabras:

podía convencer a quien fuera, de hacer casi

cualquier cosa. Poco después, su capacidad de

convencimiento se había extendido a los objetos

inanimados y a algunas fuerzas naturales.

Durante su temprana juventud pasó largos

períodos buscando los límites de su habilidad y

cuando los encontraba, los registraba en un cua-

derno. Hizo una especie de mapa, catalogando

los territorios sobre los que tenía influencia: los

insectos, los peces, las plantas, la temperatura

del día, la gente. Los pescadores, gente supers-

ticiosa, descubrieron la habilidad de Ángela para

amansar el oleaje gracias a que el arponero de un

bote, joven atlético pero palurdo, la cortejaba. La

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belleza atípica de las Rambután se había hecho

patente en Ángela desde su temprana adolescen-

cia y el pescadorcillo se prendó de ella. Ángela

le dio bola a la faramalla, al cortejo y a un corto

noviazgo que estuvo condenado al fracaso desde

el principio. Esta experiencia permitió descubrir,

por error, que tenía cierto mando sobre las olas.

Así, cuando el pescador salía en su misión, Ánge-

la le pedía al mar que calmara sus ímpetus más

por cubrir una obligación que por temor real.

Con los años se corrió la voz del poder de Án-

gela. Los pescadores y, con especial ahínco, las fa-

milias de éstos la visitaban. Le pedían con humil-

dad y agradecimiento honesto, un mar tranquilo

cuando los esposos, los padres y los hermanos sa-

lían de pesca. Ella ideó, por pura intuición, una

plegaria para asentar el oleaje que funcionaba

con asombrosa eficacia. La gente le pagaba con

comida, flores y en pocas ocasiones, dinero para

que usara la plegaria en pos de sus familiares que

se hacían a la mar. Ella utilizaba los regalos sin el

menor atisbo de avaricia, sólo tomando lo mínimo

necesario para llevar una vida libre de drama. A

Ariadna la propensión de su hija por ayudar a los

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demás le pareció interesante, aunque en el fondo

guardó un sentimiento de desasosiego que nunca

confesó, incluso cuando sus temores se volvieron

realidad.

El párroco, aquel mismo que había condena-

do a Ángela a morir sin remedio, volvió a conde-

narla, pero ahora del grave pecado de brujería.

Era intolerable que las misas diarias perdieran

congregación por culpa de una charlatana que

aseguraba domesticar la marea. Con la seguridad

que le daba el conocimiento de la santa palabra,

descalificó a Ángela y Ariadna sin mencionarlas

nunca por nombre y ordenó que los habitantes

dejaran de acudir a métodos de protección que,

con toda seguridad, habrían de condenar sus al-

mas eternas.

Ariadna no hizo caso al señalamiento, pero

Ángela, demasiado amable para su propio bien,

no pudo evitar sentirse ofendida. Resolvió ir a

hablar con el cura, convencerlo de que ella no

violaba ninguna ley. Durante la conversación,

Ángela puso mucho cuidado de no echar a andar

su habilidad y atropellar el libre albedrío del

otro. A pesar de ello, el cura no pudo evitarlo.

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Se enamoró sin remedio de Ángela. Ella se

sorprendió con la declaración de amor que él

le hizo algunas semanas después y se negó,

adamante, a las invitaciones consecutivas de

salir. A pesar de sus negaciones, algo en aquél

religioso, veinte años mayor que ella, le atraía.

Su madre prohibió tajante la posible relación y

eso cimentó en Ángela la decisión de darle una

oportunidad al cura.

Después de poco tiempo, menos del que se

hubiera imaginado, Ángela también se había

enamorado de él, para disgusto de todo San Ja-

cinto. A pesar de que el romance era un secreto,

por aquello de los votos de castidad, el ánimo de

la población se caldeó. Una cosa era que Ángela

les ayudara con los viajes de pesca y otra muy

diferente, que por su herejía condenara al pueblo

entero a la perdición. Las quejas y reprobaciones

se hicieron tan insistentes que el párroco flaqueó

en su determinación de estar con ella. Un domin-

go en la misa de medio día, abundó con un sermón

en torno al perdón y al olvido. Terminada la misa,

abandonó San Jacinto con el corazón dividido en-

tre la muchacha y la opinión reprobatoria de los

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demás. Ángela lloró tres días por él, en la libreta

donde apuntaba las fuerzas naturales que se ne-

gaban a obedecerla, escribió: “mi corazón”. Luego

usaría su poder para hacerle daño a alguien por

primera y única vez. Pronunció: “si no me quiere,

que me olvide” y tan seguro como que la noche

sigue al día, el cura olvidó a Ángela. De hecho ol-

vidó su paso por San Jacinto, su nombre de pila,

el padre nuestro y todo aquello que alguna vez

lo definió. Pasó sus últimos días, que no fueron

pocos, en una institución mental aquejado de un

caso agudo de Alzheimer debilitante.

Ella hizo un voto de silencio por el dolor

de la pérdida. Entonces el mar creció con tanta

intensidad, que amenazó con tragarse al pueblo

en una inundación que duró nueve días. Después

de tanto tiempo de haberse refrenado por las

palabras de Ángela, el océano reclamaba lo

suyo con una venganza que no sabía de maldad,

sólo de equilibrio. Cuando el mar retrocedió al

décimo día, los funcionarios del ayuntamiento

hicieron cálculos: se requerirían muchos viajes

a Manzanillita para enterrar a los muertos. Sin

embargo, ya seco el suelo no hubo cadáveres.

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Todos se habían ido junto con el agua de vuelta al

mar. Ángela mantuvo su mutismo auto impuesto

hasta que su madre desapareció, varios años

después.

La segunda de las Rambután, Artemis, na-

ció cuando Ángela tenía seis años. Ariadna aún

era joven, su belleza antes que menguar se había

afianzado. Sus ojos todavía eran imponentes, pero

ya no albergaban el brillo del optimismo. Trató de

ignorar a aquél geólogo que iba a investigar la fa-

lla de San Jacinto, sabía que nada bueno saldría

de esa relación. No hubo un flechazo, más bien un

lento acercamiento que desembocó en una rela-

ción taciturna. Ariadna no quería un compromiso

serio, su etiqueta de viuda le pesaba más que el

recuerdo del pescador comunista. El geólogo tuvo

que pedir dos ampliaciones a la beca de estudios

que ejercía, para así pasar más tiempo en el pue-

blo. Cuando le negaron la tercera ampliación, de-

cidió proponer el matrimonio para pasar el resto

de su vida ahí, junto a Ariadna. Ella, no muy con-

vencida, paleó la reticencia y aceptó casarse, des-

confiada del sentimiento muy parecido al amor

que sentía por él.

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Artemis nació de esta relación dos días des-

pués de la boda. La recién nacida tenía una mata

de cabello negro, muy negro, sobre la cabeza. La

mirada profunda le infundía un aire de madurez

inusitado para una bebé y delataba en ella una

afinidad por la oscuridad, por lo oculto. Ariadna

no se asustó, pero supo que la niña habría de cau-

sar problemas. Su padre, de propensión científica,

permitió que la pequeña aprendiera los aspectos

más rudimentarios de la química y así, antes de

aprender a leer, Artemis conocía acerca de dilu-

ciones, ácidos, bases. Ariadna advertía siempre,

“no le llenes la cabeza con ideas” y él se burlaba

de forma leve. Decía que las creencias infundadas

de Ariadna con respecto a la magia, no tenían ca-

bida en el universo de la ciencia. Ariadna pensa-

ba que la ciencia, no tenía cabida en el universo

de San Jacinto.

El geólogo murió en un accidente de espeleo-

logía en una gruta cercana al pueblo. No pudieron

recuperar el cuerpo por lo profundo del hoyo en

que se perdió. Artemis tenía siete años y duran-

te el resto de su vida albergó la leve esperanza

de volverlo a ver. Se negaba a creer en la muerte

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como punto final de la existencia y por lo mismo,

al igual que su madre y su hermana, aprendió a

obtener lo que deseaba por vías alternativas. A

los once ya había descubierto la nigromancia y

lograba contactos con los espíritus, incluso man-

tenía conversaciones con los fallecidos, pero nun-

ca con su padre. Sondeaba con determinación el

éter, buscando encontrar el alma de su progeni-

tor, pero el éxito se le negaba de forma continua.

La práctica no era una ciencia, era como

marcar un teléfono al azar y esperar que del otro

lado respondiera su padre. A veces se veía enfras-

cada en diálogos que no le interesaban, pero que

tenían información de gran importancia. “La caja

de monedas está en el patio, atrás de la letrina”

decían algunos espíritus. Otros, aseguraban “Yo

no me maté, me mataron” y cosas por el estilo. A

raíz de estos tratos Artemis se sintió obligada a

transmitir mensajes a los familiares de los difun-

tos. Algunos tomaban la información con alegría

y asombro, otros con tristeza y enojo. Todos con

respeto y temor, pues el espiritismo era pecado,

prohibido e inmoral. A pesar de ello, los poblado-

res de San Jacinto la buscaban con intenciones de

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hacer hablar a los muertos y acudían a ella para

charlar una vez más con sus seres queridos.

Ángela, su hermana mayor, no le pudo ad-

vertir del peligro, para ese entonces ya era muda

por elección. En cambio su madre, Ariadna, sí

le indicó el riesgo en lo que hacía. Contravenir

el orden natural hasta tal grado, traería conse-

cuencias desastrosas: los muertos pertenecían a

la muerte y los vivos a la vida. Artemis, dispareja

de genio, rebelde como era, no atendió las adver-

tencias. Los estragos no tardaron en presentarse.

Una larga fila de consultantes se formaba

desde el levante en la puerta de la casa Rambu-

tán. Conforme se corrió la voz de que Artemis po-

día contactar las almas, la fila fue aumentando

en longitud. Venían de pueblos cercanos y en poco

tiempo la línea llegaba hasta Manzanillita. Al

principio Artemis lo hacía con intención de ayu-

dar a los deudos en la difícil tarea del luto. No

recibía pago por ello y cualquier regalo que le hi-

cieran a cambio, lo devolvía. Sin embargo, en poco

tiempo, las solicitudes para hacer hablar a los es-

píritus le parecieron más y más repetitivas, me-

nos importantes. “Pregúntale si me amó”. “Dile

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que la extraño”. “Explícale que estuve orgulloso

de él”. Artemis sentía que su habilidad, esa que

le reportaba tanto cansancio, se desperdiciaba en

cuestiones que debían ser franqueadas en vida.

No pasó mucho antes de que el hartazgo la volvie-

ra grosera y la decepción de no poder encontrar el

alma de su padre, le llenó el corazón de resenti-

miento. El problema era que su padre, hombre de

ciencia irrepento, no creía en una existencia más

allá de la vida. Nunca pudo asistir a las convoca-

torias de su hija pues tampoco creía en el espiri-

tismo, a pesar de ser él mismo, todo espíritu.

Artemis dejó de hablar con los familiares

muertos de otras personas y a aquellos que le ro-

gaban por un contacto, los despedía con hosque-

dad y malas formas. La amargura le robó el gusto

por la vida, se recluyó en la casa y no hacía otra

cosa que repasar los viejos libros de química que

su padre le legó. También, leía el libro de brujería

que había pasado por la línea Rambután, hasta

ella.

Un día llegó una joven consultante a querer

hablar con su hermano, recién fallecido en un ac-

cidente de pesca. Artemis la iba a correr como a

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los demás, con insultos, pero algo tenía esa mu-

chacha más allá de la tristeza, algo que le remo-

vió a Artemis en el pecho. Le permitió pasar y

contactó a su hermano, que le aseguró estar bien

y le pedía no extrañarlo. Cuando la muchacha

se fue más tranquila, con las lágrimas menos

tristes en los ojos, Artemis se quedó con una de-

sazón que no pudo reconocer, luego la entendió.

Así de joven, con apenas dieciséis años, se dio

cuenta: estaba enamorada de esa chica que aca-

baba de salir.

Días después, con el desparpajo que la carac-

terizaba, Artemis se acercó a la chica y sin tapujo

le confesó su amor. La otra quedó impactada con

la declaración pero Artemis, acostumbrada a ha-

blar con los muertos, pudo exponer sus conviccio-

nes con tal pasión que la joven tomó en serio sus

palabras. Pasaron días, la muchacha peleó con el

conflicto que le causaba su educación, sus buenas

costumbres, su fe y finalmente tras una sema-

na, aceptó la propuesta de Artemis. Tuvieron un

noviazgo discreto, callado, secreto, pues como en

otras tantas cosas, San Jacinto no estaba prepa-

rado para esas muestras de amor.

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El idilio duró poco, los demás descubrieron

la naturaleza de su relación por el reverberar de

los ecos y rumores, que se repetían en el espacio

confinado del pueblo. La chica no pudo soportar

los cuchicheos, las palabras de ponzoña y la hipo-

cresía. Una noche se despidió de Artemis, como

otras tantas, para regresar a su casa. Pero en vez

de irse a su hogar, se metió en el océano, negrísi-

mo de noche y no se volvió a saber de ella.

Artemis, marchita de tristeza, no quiso po-

ner en práctica la nigromancia, temía encontrar

a la muchacha entre los espíritus y convencerse

con ello del deceso. Juntó sus lágrimas para un

menjunje que habría de servir como vehículo de

la venganza. Hizo de su resentimiento un ovillo

y maldijo el brebaje al tiempo que lo preparaba.

Usó lo que quedaba de ámbar gris de la herencia

del pescador trotskista pues necesitaba un aglu-

tinante. El ámbar gris, ella lo sabía por los libros

de su padre, era una excreción de los cachalotes,

se usaba en la perfumería y era muy cotizado. Lo

habría de usar para hacer un brebaje que acaba-

ra con San Jacinto. Esparció la poción alquímica,

evaporándola, que llegara al cielo por encima del

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pueblo. Nubarrones negros habrían de llevar su

enojo a todas las casas. Cuando llovió, los habi-

tantes perdieron el miedo a la muerte por efecto

del maleficio. “Si están más preocupados por las

vidas de los demás que por las propias”, pensó Ar-

temis, “si quieren hablar con sus allegados falle-

cidos antes que con los vivos, entonces la luz del

día los habrá de encontrar muertos”.

La lluvia lavó el temor natural a la muerte y

la locura se apoderó de los habitantes. Los distur-

bios duraron un día y una noche completos. Des-

pués de recoger los escombros y de extinguir los

fuegos, hicieron falta muchos viajes al cementerio

de Manzanillita para recuperar la normalidad.

Artemis se fue de San Jacinto a cualquier otro

lado que no fuera San Jacinto, se llevó con ella los

libros de ciencia de su padre, el libro de magia de

su madre, su parte de la maldición Rambután y

nadie más volvió a saber de ella.

Tras la desaparición de Artemis, Ariadna

cayó en una profunda tristeza. Ángela la atendió

con cariño y paciencia, siempre en silencio, con

la preocupación que sólo una hija puede sentir

por su madre. A Ariadna la depresión se le

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extendió un año y seis meses. Era comprensible,

había enviudado en dos ocasiones, había perdido

a una hija. La tragedia le seguía y lo que era

peor, conocía a los culpables de sus desdichas y

desconsuelos. Eran sus vecinos, era el pueblo y ese

olor a pescado que se pegaba al cabello. A veces se

arrepentía de no haberse ido del pueblo cuando la

juventud aún le permitía la oportunidad de huir.

Ahora era tarde, no quedaba más opción que el

desquite.

En el día quinientos cuarenta y siete de su

congoja, Ariadna se levantó de la cama. Salió

de su casa y se perdió durante tres días. Ángela

pasó ese tiempo, con el corazón en la boca, el te-

mor y la inquietud la mantuvieron despierta las

tres noches. Al cuarto día su madre regresó cu-

rada de la tristeza, una estela de tranquilidad la

envolvía. En los ojos de la madre la luz se había

perdido, algo profundo había cambiado en ella.

Ángela, muda desde hacía años, no preguntó a

dónde se había ido, qué había pasado. Ariadna

simplemente no le dijo: una madre tenía dere-

cho a los secretos. Sin embargo fue evidente.

En las semanas que siguieron fue más que claro,

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Ariadna estaba embarazada. Nueve meses des-

pués, nacería Adriana.

El parto fue difícil. Para ese entonces ningu-

na de las matronas de San Jacinto se atrevían a

entrar a la casa Rambután. Ángela recibió a su

hermana, atendió a su madre lo mejor que pudo.

Tras del alumbramiento, Ariadna amamantó a la

niña una sola vez y esa sería la única interacción

que tendrían madre e hija. Esa misma noche salió

de nuevo de la casa, pero no volvió luego de tres

días, ni de diez, ni de cien. De hecho nunca más se

le vio en el pueblo y algunos teorizaron que aquella

maniobra era para buscar a su hija extraviada, Ar-

temis. Otros cuchichearon que era para reunirse

con su primer esposo, el pescador marxista, en la

otra vida. Ángela podría haber resuelto la incógni-

ta, pero su mutismo le impidió explicar la razón,

que fue secreto, irresoluto, hermético y perfecto

hasta el fin. Ángela se quedó con la niña, su her-

mana, y la educó como si fuera su propia hija. Sólo

rompió su silencio una vez, para bautizarla: “se lla-

mará Adriana, en honor a mi madre”.

Así, diecinueve años después, Adriana baila-

ba con las caderas embrujadas por el ritmo. Los

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asistentes del bar, nerviosos por las sacudidas

acompasadas de su cuerpo, tragaban las cervezas

rancias para apaciguar el miedo, el deseo y la fie-

bre que les subía desde el centro de la panza has-

ta la cabeza. Cuando la rockola llegó a un compás

aguerrido de batería punteado por una guitarra,

los marinos con licencia de la naval mercante de

Finlandia entraron al bar. Uno de ellos, sin ha-

blar español completo, entendió el mensaje en

clave Morse que le hizo el ombligo de Adriana,

guiñando al ritmo de las caderas danzantes. El

flechazo fue instantáneo.

Ella se pavoneó en las evoluciones de su bai-

le, nadie supo si por el calor propio de la juventud

o por una motivación de venganza. Su familia ha-

bía sufrido suficiente a manos de San Jacinto. Al

terminar la velada, Adriana se fue acompañada

por ese marinero finlandés que, como forastero,

no estaba al tanto de la maldición que corría en

la familia. Nadie sabe que ocurrió durante esa

noche, la oscuridad veló la intimidad de la Ram-

bután menor, pero los pocos que aún tienen me-

moria concuerdan que estuvo relacionado con lo

que pasó después.

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En la madrugada, un terremoto encorajina-

do borró a San Jacinto de los mapas. El pueblo

entero se deslizó perezosamente hacia el mar, ni

siquiera quedaron escombros que delataran la

existencia del puertito.

Durante el año siguiente, Mazanillita ganó

todos los partidos de beisbol por default. Todos

olvidaron que ahí, en el risco tan abrupto que

cortaba el paisaje y caía derecho al agua, antes

hubo un pueblo. Olvidaron a Ariadna, Ángela,

Artemis y Adriana. Su belleza, sus amores atri-

bulados y sus dolores tórridos se perdieron en

la desmemoria. De la profecía cumplida y de la

maldición Rambután, tampoco nadie se acordó.

El olvido les dio castigo a unos y paz a otros. Aun-

que, cosa curiosa, el olor a pescado permanece.

Razón por la cual se le aconseja a los turistas que

se aventuren al peñasco, cubrirse la cabeza para

evitar que el cabello se les impregne con el tufillo

desagradable.

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Perros incendio.

Para cuando el cuarto perro amaneció destrozado

en el lote baldío, todavía no imaginábamos que

un vampiro merodeaba en la colonia. A nosotros

el destripadero no nos espantó: de más morros les

amarrábamos cuetes en las patas traseras a los

callejeros. ¡Bum!, salían corriendo chille y chille.

Nosotros, botados de la risa. Tantita sangre no

nos asustaba, pero a doña Greña todo le daba

miedo. Vieja babosa, ningún chile le cuadraba.

Siempre era algo con ella: “hay que tapar la

alcantarilla abierta, hay que exigir luz en la calle,

hay que cerrar la cancha para que no se metan

los mariguanillos”. Lógico, no le parecieron los

perros muertos en el baldío, abiertos a la gacha

como las reses en la carnicería.

Desde que apareció el primero nos echó la

Mirada, esa que decía: “van a ver, cabrones”.

Nos traía ganas desde siempre, cada que pasaba

algo que no le pareciera, éramos los culpables.

Nosotros no la pelábamos, seguíamos fumando

sentados afuera de la tienda, viéndola llevarse

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la velita de Santa Bárbara que compraba a dia-

rio. El Crílin le puso doña Greña porque salía al

mandado con los pelos parados, como si estuvie-

ra peleada con los peines. También estaba pelea-

da con los zapatos, andaba siempre en chanclas.

Se tapaba la panza con un mandil de flores, lo

usaba tan seguido que parecía uniforme. Sus hi-

jas, en cambio, estaban bien buenas. Al Crílin le

gustaba la mayor, el Donqui-cong babeaba por la

de en medio. A mí me gustaba la menor, la Pa-

tapléjica. Pero no lo podía decir, no me hubiera

acabado la carreta.

Era de mañana cuando el quinto perro apa-

reció. El chavo que sonaba la campana para avi-

sar que venía la basura, se quedó parado frente

al baldío. Otros vecinos, chismosos, se quedaron

junto a él, viendo. El perro tirado entre los ma-

torrales, las botellas rotas y los escombros; las

tripas coloradas en medio de un charco de sangre

seca. El de la basura no se lo quiso llevar, le dio

miedo la tirria con que lo abrieron. Ahí se que-

dó el cadáver apestando la calle. Como perro no

come perro, pasó mucho tiempo para que desapa-

recieran los huesos.

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Tanto morbo le llenó el buche a doña Greña.

Nos burlamos de las jetas que hizo al hablar, de

puerta en puerta, con los vecinos. Quería que pu-

sieran su firma en una libretita y con eso exigirle

al ayuntamiento más seguridad. “Esta situación

ya no es tolerable, para esto pagamos impuestos,

no podemos seguir viviendo así”, le dijo a cada

vecino. Quería que patrullaran más la colonia, a

nosotros no nos gustó: nos iba a aguar el bisne. Ya

era difícil hacer dinero tumbándole el domingo a

los morros de la secu; chingar tapones de llanta

ya no era negocio. Así que decidimos meterle un

susto a la doña, por metiche y argüendera.

En la noche le grafiteamos la casa con los

mejores insultos que el Crílin se inventó, luego le

hueveamos las ventanas. Asomó la trompa detrás

de una de ellas, las yemas amarillas escurriendo

en el cristal. Nos echó la Mirada ora con más co-

raje: “van a ver, cabrones. Ésta me la pagan”. Nos

trepamos a la motoneta del Donqui-cong y nos

fuimos riendo. Yo volteaba para atrás, a ver si la

Patapléjica se asomaba a la ventana. No lo hizo.

Convencido por la libretita de firmas de doña

Greña, el gobierno encontró la solución unos días

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después. Si el problema eran los perros muertos

entonces se llevaría a todos los callejeros, así ya

nadie los iba a matar. A doña Greña, obvio, no le

gustó. “El problema no son los perros, es quien

los ande matando”. Tampoco la pelaron. Pinche

vieja, ningún chile le cuadraba.

Levantaron a algunos perros que no tenían

collar, pero eran tantos que los del ayuntamiento

no pudieron solos. Se corrió la voz: cien varos por

ayudarles a atrapar a los sin-dueño. Nosotros nos

sentimos como en película de vaqueros porque di-

jeron, “vivos o muertos”. El Donqui-cong se inven-

tó un sistema chido para atraparlos. Compramos

retacera en la carnicería y le pusimos un puño de

veneno para las cucarachas. El hambre es canija,

atrapamos a varios así. Se acercaban al montón

de pellejos tirados en la calle y los olisqueaban.

Estaban tan hambreados que no se daban color

del veneno, se devoraban la trampa como si nada

y hasta se relamían los bigotes puercos. Nosotros

desde la otra esquina, escondidos, viéndolos como

cazadores de safari en las pelis. Los flacos daban

tres pasos y caían acostados. Los más macizos al-

canzaban a caminar un buen cacho, era cosa de

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seguirlos y esperar a que estiraran la pata. Cien

varos seguros.

Uno de esos, de los que querían huir del

veneno después de habérselo tragado, nos llevó

hasta el drenaje abierto. Con la panza llena ca-

minó con las patas guangas. Se fue chueco como

si anduviera pedo, hasta las canchas. Llegó casi

arrastrándose a las canastas de básquet, se metió

en el hoyo abierto de la tubería. Nosotros fuimos

atrás de él.

La tubería no nos daba miedo, de más mo-

rros nos retábamos, era tan amplia como para

entrar parado. Desde que los del agua abrieron

el agujero, hacíamos apuestas a ver quién llegaba

corriendo hasta el final. “No sea joto, ¿a poco le da

miedo la oscuridad?” y nos aventábamos a correr

por el tubo sin ver nada. Nos poníamos unas ras-

padas chidas con el cemento de las paredes redon-

das. Luego nos enfadamos y lo dejamos de hacer.

El hoyo se quedó abierto, allí nomás.

Fuimos atrás del perro, el Crílin aluzando el

camino con la lámpara de su celular. Caminamos

medio agachados para no pegarnos en la cabeza,

el tubo estaba más chico de cómo lo recordaba. Y

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allí fue cuando lo vimos por primera vez. Yo he

visto cosas culeras, neta, feas de verdad. Una vez

vi a dos tipos agarrarse a machetazos, la sangre,

los gritos, el filo; los dos perdieron. Vi al Monche

con una bala perdida en la sesera, su jefa chi-

llando sin parar. Me tocó ver a mi jefe, ya bien

muerto, cuando se cayó de echar el colado en la

construcción. Cosas gachas. Pero nada como esto.

Primero pensé que era un teporocho, estaba

así de flaco y de madreado; pero hincado sobre

el perro, con la espalda doblada como chango de

circo, supe que no era humano. Estaba pelón, la

piel amarilla como los resistoleros que se quedan

en la mona. No habíamos tardado en llegar hasta

ahí en la tubería, pero ya había matado al perro

de una mordida. Tenía la trompa llena de dien-

tes, un pedazo de carne colgando de los labios.

Los ojos le brillaron como faros de carro cuando

el Crílin lo alumbró. Esos pinches ojos de pesa-

dilla. Nos gruñó encabronado y se movió como se

mueven las ratas en la lluvia. No gritamos pero

sí jalamos aire por la boca. Corrimos en chinga

hacia la salida y ya afuera, volteamos para atrás

con miedo de que nos hubiera seguido. No lo hizo,

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65

estábamos solos en las canchas y no entendíamos

eso que vimos adentro. ¿Qué era aquello que pa-

recía hombre, pero tenía la jeta atiborrada de

colmillos?

El Donqui-cong puso un tambo de basura y

una llanta encima del hoyo, para que aquello no

se fuera a salir. Caminamos callados a la tienda y

compramos una caguama, luego otra y luego otra.

Yo me había raspado la frente en la corrida hacia

afuera, ardía machín pero ya no sangraba tanto.

El Crílin dijo: “hay que matar a esa cosa”. No res-

pondimos nada, pero sabíamos que tenía razón.

Vimos el hambre con que tragaba los pedazos de

perro y supimos que pronto esa comida no le iba

a ser suficiente. Después de los perros se habría

de llenar con nosotros, los de la colonia. “Hay que

matar al Guapo”, dijo el Crílin, orgulloso con el

sobrenombre.

Nos pusimos de acuerdo como no queriendo,

el Donqui-cong sacó plan chipocludo. Había que

cazar al cabrón y darle cuello. Nomás por estar

así de feo se merecía sus madrazos, ora con más

razón por tragar como tragaba. Íbamos a usar

la pistola del carnal del Crílin para ponerle unos

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plomazos. Nos separamos ya entendidos del plan.

El Crílin se iba a su casa a terapiar a su carnal,

que nos prestara el fierro; el Donqui le iba a echar

gas a la motoneta; yo me iba a comer con mi jefa

y su novio. Nos íbamos a ver de regreso a las seis,

pero a medio camino de mi casa, ya no se me an-

tojó verle el hocico al güey guango, ese que se es-

taba chingando a mi jefa.

Me fui a la casa de doña Greña, me senté en

la banqueta de enfrente a esperar a que la Pata-

pléjica saliera por las tortillas. Salió a las tres,

arrastrando el piecito malo, la cabeza agachada,

como agüitadita. Siempre andaba así y yo tenía

en duda si sabría sonreír. El Crílin había sacado

por lógica que si las personas que no puede mover

las piernas, se llaman parapléjicos y los que están

tiesos de todas partes, se llaman cuadripléjicos,

entonces, ella que no podía mover una pata, se

habría de llamar Patapléjica.

Se me hacía medio manchado el apodo, pero

no podía decir nariz. Mis compas eran bien carre-

tas y me habrían traído de bajada si decía algo.

Me le quedé viendo los caminados de ida y de

vuelta, el piecito malo barriendo el piso. Estaba

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coqueta la muchacha y la cojera no le desento-

naba, es más, hasta le daba sabor al vaivén de

cadera. Cuando regresó con la servilleta llena de

tortillas, se me quedó viendo. Pensé que ese era

el día en que me iba a animar a hablarle, ya mero

me levantaba de la banqueta para ir a saludarla,

pero ella hizo cara de miedo. Se metió pronto a

su casa hueveada y cerró duro la puerta. Hasta

después me acordé que la frente me había sangra-

do. Se había asustado con la costra negra. Pasé la

tarde sin comer, la decepción me borró el hambre.

A las seis nos juntamos en las canchas. El

Crílin, con la pistola dentro del cinturón, camina-

ba como cagado. El Donqui-cong, bien prevenido,

llegó con un galón de gasolina en una botella de

leche, para quemar al Guapo después de torcer-

lo. Nos metimos otra vez en el tubo y caminamos

hasta donde lo habíamos visto, las lamparitas del

celular iluminando el camino. El cadáver de perro

estaba ahí como los otros, los anteriores, con las

tripas de fuera, hecho pedazos. Pero el Guapo no

estaba a la vista. Caminamos más adentro y allí

estaba, colgado del techo del tubo como cucara-

cha. Temblaba y supe que el último perro que se

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tragó, el envenenado, lo empachó. Se le veía más

enfermo que antes.

Azuzamos al Crílin a que le pegara un tiro.

Nervioso, sacó la pistola y le apuntó a la cabeza.

Colgado como estaba, la bala le iba a pegar en

la mollera. El Crílin nunca había disparado, pero

ver a su carnal hacerlo tantas veces le sirvió

para aprender. La pistola tronó duro, el fogonazo

iluminó la oscuridad de la tubería. El Guapo saltó

en chinga, nos mostró eso pinches ojos brillantes

tan culeros, berreó y se fue encima del Crílin. En

el desmadre, no entendí bien qué pasó. El Crílin

disparo más veces, el Guapo chillaba con cada tiro,

lo agarró de la chamarra. El Donqui y yo jalamos al

Crílin porque el Guapo lo arrastraba más adentro

de la tubería. Gritamos, corrimos y salimos del

hoyo. Afuera, el Donqui vomitó de nervios, el

Crílin temblaba con la pistola en la mano, la

chamarra rota. Nos subimos en la motoneta y

nos fuimos, no supimos que más hacer. Dimos

vueltas por la colonia, espantados, aturdidos, en

la pendeja hasta que se hizo de noche. Todavía

allí, en ese momento, no entendíamos qué era el

Guapo, pero prontito nos íbamos a enterar.

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Unos gritos agudos nos sacaron de la lela.

Por supuesto, venían de casa de doña Greña. Las

hijas pegaban alaridos en la calle, tenían los ojos

pelones de miedo; pedían ayuda a la policía, a los

bomberos, a los santos del cielo. Nosotros entendi-

mos bien qué pasaba, conocíamos ese pánico. Nos

metimos en la casa corriendo, las hermanas seña-

lando el cuarto de atrás. Doña Greña no estaba a

la vista y por un instante creí que sería ella, pero

no tengo tanta suerte. En la cama, estaba el Gua-

po encimado en la Patapléjica, el hocico pegado a

su cuello, chupando como becerrito hambriento.

Así supimos por primera vez, qué era.

El Crílin le volvió a apuntar al Guapo que

estaba como hipnotizado, como franelero después

de chutarse una piedra. Jaló del gatillo, la pistola

no hizo nada porque ya no tenía balas. El Guapo

movió las narices para olisquear el ambiente. Al

parecer los ojos brillantes como faros, no le ser-

vían de mucho. Se movía como el viejito ciego que

pide caridad afuera del templo. En vez de voltear

a vernos, abrió las narices y jaló aire para aden-

tro varias veces. Cuando nos olió, se despegó del

pescuezo y chilló un grito agudo que ardía en las

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orejas. Le aventé una lámpara que estaba junto

a la cama. El Donqui le puso una patada en las

costillas. Tenía el pecho huesudo, lleno de hoyos

de bala: esos se los habíamos hecho en la tubería

cuando el fierro todavía traía parque. Acá, en el

cuarto de la Patapléjica, le aventamos todo lo que

teníamos a mano. El Guapo quiso chingarnos, nos

mostró los dientes encabronado. Rugió, gargareó

con la boca llena de sangre y antes de que pudiera

hacer algo, el Donqui le rompió un crucifijo de ma-

dera en la frente. Se retorció como gusano en sal y

reculó atontado hasta la pared. Buscó la ventana

a tientas y se salió caminando por el muro como

araña fumigada.

Lo íbamos a seguir, pero antes de que pu-

diéramos salir nos detuvieron unos gritos que ve-

nían desde la puerta. Se fueron acercando, cada

vez más fuertes y agudos. Doña Greña entró al

cuarto enloquecida, gritando: “¡qué le hacen a mi

niña, bola de malandros!”. Los pelos parados, el

mandil con flores y las chanclas de plástico me

dieron más miedo que los ojos del Guapo. Ella se

nos abalanzó, gruñendo como perro rabioso y aga-

rró al Crílin de un brazo, le arrebató la pistola y

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con esa misma –tómala– le dio un zape en la ca-

beza que lo descontó. El Donqui y yo tuvimos que

empujarla para salir, amenazaba con rompernos

la cara ahí mismo, con la pistola vacía. Ya afuera

nos trepamos a la motoneta y un cazuelazo me

cayó en el lomo mientras nos alejábamos de la

casa. Vieja babosa, ningún chile le cuadraba.

Nos pelamos hasta el otro lado de la colonia,

sabíamos que las patrullas iban a llegar y no que-

ríamos que nos levantaran. Nos fuimos a escon-

der en la casa del carnal del Crílin. Le decían el

Diablo, nos abrió con la cara enojada de siempre.

“¿Cuánto quieren?”, preguntó creyendo que éra-

mos clientes. Nunca se acordaba de nosotros a

pesar de que el Crílin nos había presentado miles

de veces. Cuando le dijimos que éramos compas

de su carnal, lo único que dijo fue “¿a quién se

quebró?”. Le contamos lo qué había pasado y nos

dijo que dejáramos el thinner. Insistimos con la

versión, yo estaba seguro que sí había sido real.

Tenía la carita de la Patapléjica grabada en la

mente, el chorrito de sangre que le salió cuando

el Guapo le dejó de chupar el cuello. El Diablo nos

escuchó sin creernos, sentado en el sillón roto de

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su sala puerca. Pensó un rato, le marcó al Crílin y

no le contestó. Luego se paró del sillón y dijo que

lo iba a buscar. “No le abran a nadie hasta que

regrese, cabroncitos. Tampoco se les ocurra pelar-

se”. Antes de salir por la puerta volteó a vernos

y nos dijo, “me van a tener que explicar todo el

asunto cuando regrese con mi carnal. Ay de uste-

des si algo le pasó.” Y cerró de madrazo.

Nos quedamos solos en su casa. El Donqui

andaba nervioso desde la tarde y se puso como

loco a buscar la merca. La halló en un bote de

café en la cocina: un montón de bolsitas de plásti-

co llenas de perico. Él ni le hacía a eso, “no hagas

pendejadas, el Diablo se va a enojar de que le ro-

bes el changarro”, le dije. Se hizo una rayota en

el cristal de la mesa del comedor y muy seguro

contestó, “ya no quiero ver esos pinches ojos”. Se

embutió un cacho de la raya, se talló la frente, gri-

tó como chango y se puso a brincar, a hacer des-

madre. Luego se metió al baño, vomitó dos veces

y se quedó dormido. Lo cobijé con una toalla, le

saqué la cartera y las llaves de la bolsa para que

no las fuera a mear. Me fui a acostar a la sala, no

dormí nada porque me la pasé pensando.

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Yo había visto un montón de películas de

vampiros y me pregunté qué rayos hacía el Gua-

po acá. Debería de andar en su castillo, en las

Europas, con su mayordomo que le planchara la

capa roja. Acá nomás tragaba perro, por eso es-

taba así, muerto de hambre. Aún así, el Crílin

le había metido varios tiros y no estiró la pata.

Claro, si dicen que son inmortales, nomás el sol

y las estacas en el corazón les hacen. Agarran

enjundia con la sangre, por eso le pegó el chupe-

tón a la Patapléjica: para reponerse. Si yo fuera

vampiro también me iría sobre ella, segurito.

Pero, ¿por qué también el Guapo, si hay morras

más chidas en la colonia, con los cuellos, las pier-

nas, las chiches llenas de sangre? Le di vueltas,

me rasqué la frente sin hallarle y ahí mero me

cayó la respuesta. El Guapo me había seguido,

me di cuenta cuando me abrí la raspada con las

uñas. El Guapo era ciego, se guiaba por las na-

rices y siguió el olor de mi sangre. Siguió mi olor

hasta la casa de ella. Pensar en esto me revol-

vió el estómago y quise vomitar ahí, al lado del

Donqui-cong y luego meterme a dormir debajo

de la toalla meada.

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Cuando llegó el Diablo, ya era de día. Le pre-

gunté de inmediato por la Patapléjica, pero no me

entendió. Me dijo que al Crílin se lo había llevado

la patrulla y que cuando fue por él a chirona, no lo

soltaron. Lo acusaban de asalto y violación, a él,

al Donqui y a mí. Pinche doña Greña, ningún chi-

le le cuadraba: si nosotros la salvamos. El Diablo

dijo que el asunto estaba pelado, porque la morri-

ta –la Patapléjica– estaba grave. Luego se metió

a la cocina diciendo algo de cómo sacar al Crílin,

pero no lo oí. Yo nomás recordaba los caminados,

paso-arrastre, paso-arrastre de ella.

Luego el Diablo gritó encabronado por el

desmadre que hizo el Donqui en la cocina. Se puso

como loco y se lanzó derechito por mí, me iba a

romper el hocico. Pero antes de que me agarrara,

yo ya estaba afuera, ya iba en friega en la mo-

toneta. Llegué hasta la cancha y saqué el galón

de gasolina que estaba en la cajuelita de la moto.

Agarré un palo de escoba del tambo de basura y lo

partí con la rodilla. Ya traía la estaca. Me metí en

la tubería, le busqué y le busqué pero del Guapo

ni sus luces. Me rasguñé la frente y me metí dos

puñetazos en la nariz para sangrar, para que se

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le antojara, pero nada. Le di vueltas a la colonia,

me paraba en las esquinas, soplaba fuerte por la

nariz para que se me escurriera la sangre, para

que el cabrón saliera y pudiera clavarle la estaca,

pero no se apareció. Ya casi de noche, mareado,

me rendí.

Quería ver a la Patapléjica, ver cómo estaba,

pero me daba miedo acercarme. Me daba miedo

que doña Greña me agarrara. Me quedé a una

cuadra y tapado con la esquina, miré para su

casa. Después de un rato salieron varias señoras

con rebosos en la cabeza y rosarios en las manos.

Parecía que salían de un velorio y me agüité ga-

cho, pero luego salió el de la farmacia, de hacer

una entrega y se fue en su bici. Se me quitó lo

triste, no estaba muerta, nomás enferma.

Ya era de noche, las luces de la calle no pren-

dieron, nunca prendían, pero lo alcancé a ver. El

Guapo se resbalaba como culebra desde la azo-

tea de al lado, iba hacia la casa. Quería repetir la

dosis con la Patapléjica, pero yo no lo iba a per-

mitir. Le corrí. La puerta se abrió antes de que

yo tocara. Las hermanas salieron corriendo, ora

sin gritar, pálidas del susto, jalándose los pelos

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de desesperación, los ojos como de locas, mudas

de puro pánico. Me metí y en el cuarto de atrás

estaba doña Greña, sentada frente a la cama, con

el rosario todavía en los dedos, las demás sillas

solas. El Guapo otra vez encima de la Patapléjica.

No sé qué dije pero doña Greña no me hizo

caso, estaba atorada con la boca de par en par, los

ojos bien abiertotes, viendo al culero aquél tra-

garse la sangre de su hija, pobre Patapléjica. Me

aventé sobre él con la estaca y se la clavé dos o

tres veces en la espalda. Gritó, las orejas me do-

lieron, me las cubrí y lo pateé con ganas de reven-

tarle la trompa. Cayó aturdido en el suelo cerca

de la esquina. Le eché el galón de gasolina de un

solo golpe y le tiré la vela de Santa Bárbara que

estaba en el tocador. Las llamas rojas y amari-

llas calentaron el cuarto, pero el méndigo seguía

moviéndose, palpando por donde salir. Levanté la

estaca del suelo, iba a saltar sobre su pecho, cla-

vársela. Si lo hacía rápido, el fuego no me quema-

ría. Estaba calculando la entrada, el palo afilado

en la mano y entonces ella me lo quitó de un jalón.

Se acercó al Guapo, que parecía fogata con patas

y lo ayudó a pararse. Lo besó en la trompa llena

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de dientes y de lumbre. Quién sabe qué le habrá

compartido en ese beso, pero el Guapo le dio fuego

a ella. Entonces se levantaron los dos. La Pata-

pléjica ya no cojeaba, él parecía ver.

Acá, en el tutelar, los otros chavos me pre-

guntan que cómo me hice la quemadura en la

nariz y el labio. Cuando preguntan, me gustaría

ser como doña Greña, vieja babosa, que se quedó

muda con la Mirada cuajada en ninguna parte,

nomás de ver a su hija corriendo. Cuando pregun-

tan, me tengo que inventar cualquier cosa, lo que

sea, con tal de no acordarme de la Patapléjica y

de sus ojos. Esos ojos brillantes de espanto y esa

lengua que ardía, el espejo que siempre me lo re-

cuerda. Ahí está la quemadura que me hizo cuan-

do lamió la sangre que me escurría de las narices.

Quiero olvidar cómo se fueron corriendo. En cua-

tro patas, galopando cubiertos de llamas. Como

perros incendio pegándole fuego a la colonia.

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Escrito de autor desconocido encontrado en el edificio que alguna vez albergó a ‘Cámara lúcida’, desaparecida revista de fotografía contemporánea. Con toda seguridad este ensayo fue rechazado por el consejo editorial, debido a las claras fallas de estructura y estilo. A pesar de sendas fallas, la mención de una fotografía hasta ahora desconocida en el opus de Jorge Serrano Bógodan, le da cierto valor al escrito. Se transcribe en su totalidad con el fin de propiciar el rastreo de dicha fotografía y su posible inclusión en la colección permanente, en caso de que realmente exista.

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Luz o la mirada de oscuridad.

1. La cámara, visión para los ciegos.

El trabajo fotográfico del maestro Jorge Serrano

Bógodan es notable por el discurso ambicioso que

logra desplegar con un abanico tan constreñido

de variables. Hay quienes acusan al autor y su

obra de usar artificios chapuceros para atraer la

atención de los críticos y coleccionistas. Después

de todo no es ocurrencia común, que un fotógra-

fo ciego tenga un cuerpo de trabajo tan amplio y

bien logrado, como es el caso de Serrano Bógodan.

Las voces que critican esta realidad –su

ceguera– como una estrategia de publicidad,

han obviado por completo que la declaración del

artista en su obra es, justamente, la falta de luz.

Esos críticos que con tanta vehemencia lo han

descalificado, olvidan que la fotografía surge

de la luminosidad y que al perder cualquier

atisbo de claridad, Serrano Bógodan ha llevado

a la fotografía hacia la posmodernidad, a niveles

estéticos comparables con los de Cage en la

música o los de Riopelle en la gráfica.

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Tales detractores ciegos –si se me permite

la broma fácil– habrán de perder su reticencia al

observar la fotografía, hasta ahora inédita, que

acompaña a este texto1. El título de la fotografía

es, de forma atinada, Luz. Esta es, a mi parecer,

la pieza más lograda del autor. Para analizarle

habremos de profundizar en el proceso de crea-

ción que utiliza Serrano Bógodan al realizar su

trabajo. Esto es necesario pues, al parecer, varios

críticos jamás han tomado una cámara entre sus

manos, mucho menos visto una fotografía de Se-

rrano Bógodan original.

2. De procesos: cámara oscura,

sujeto, luz y una visión.

Una reacción común que tiene el observador al

percatarse de la ceguera del autor es preguntar:

“¿cómo puede hacer fotos?”, buscando con ello la

descalificación fácil de la obra. La extrañeza cau-

sada por la noción de un fotógrafo invidente, hace

temer el recibimiento que tendría en nuestros

tiempos la novena de Beethoven. “¿El compositor

1 El escrito fue encontrado junto con otros tantos, dentro de una caja destinada a ser destruida. No se encontró ninguna fotografía ni en la caja, ni en las cercanías.

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es sordo?”, preguntarían las lenguas piadosas y

críticas de ésta, nuestra modernidad barbárica.

Sin embargo y a contra corriente de la concepción

enana del arte actual, Serrano Bógodan ha logra-

do concebir y depurar una técnica de trabajo que

es tan, e incluso más, sobresaliente que la obra

terminada. Yo fui testigo de primera mano de

esta técnica2.

Como todo fotógrafo sabe, para hacer fotos se

requieren tres elementos: luz, una cámara y un

sujeto a ser fotografiado. Aquí, los libros de texto

obvian por completo el hecho de que se requiere

de vista, omisión comprensible dentro del sentido

común ortodoxo. Serrano Bógodan, como tantos

otros ciegos, nos demuestra que las limitaciones

propias de la invidencia no son totalitarias. Así,

usa una estratagema inventiva que se ha conver-

tido en parte de su discurso e incluso, ha devenido

en su firma estética: emplea el tacto para capturar

la imagen. He aquí el flujo de trabajo del que fui

testigo durante una de sus sesiones fotográficas.

2 Jorge Serrano Bógodan no permitía el acceso a su estudio. Sólo a sus amigos más cercanos se les permitía estar presen-tes durante la toma. Esto reduce la cantidad de posibles auto-res del ensayo. De ser real, el rastreo de la fotografía no sería complicado

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Dentro del estudio en su casa (trabaja en

un ambiente conocido para evitar distracciones),

previo a una larga conversación, la modelo adop-

ta la pose que Serrano Bógodan le indica. Duran-

te el proceso siempre está presente Sandra, su

esposa. Ella entiende a la perfección las intencio-

nes artísticas de él, producto de casi una década

de ser su ayudante y compartir tres años de vida

marital3. La modelo atiende las instrucciones

del maestro y Sandra confirma que se plasmen

sus propósitos de forma correcta. En este caso la

posición solicitada es un tributo a la odalisca de

Dominique Ingres, que probablemente el maes-

tro haya visto en su infancia, antes de perder la

vista. Medio tumbada, medio sentada sobre el

diván, la modelo se permite encontrar un punto

en el que la posición no le produzca incomodidad.

Es necesario, pues la toma fotográfica habrá de

llevar largo rato. En esta forma de trabajo, la

instantaneidad de la fotografía ha regresado a la

lenta fijación de los albores de la técnica. Lue-

go, todas las luces del estudio son extinguidas:

3 Serrano Bógodan contrajo nupcias con Sandra Alemán en 1984 y permanecieron casados hasta la desaparición de ambos, en 1992.

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paradoja poética para la creación, que desde la

oscuridad total, surja la imagen.

La cámara de gran formato, previamente po-

sicionada en el punto correcto, es disparada por

Sandra. Pero en vez de captar la imagen de forma

instantánea, el obturador permanece abierto. La

oscuridad que envuelve a la modelo obliga a una

larga exposición. Es entonces que Serrano Bógo-

dan repasa primero con la mano, luego con una

linterna encendida, la forma del cuerpo. Mapea

con el tacto los relieves de la modelo y decide qué

alumbrar con la lámpara. Allí donde cae la luz

del faro, el negativo habrá de captar el relieve.

Por donde la lámpara no ilumina, se habrá de

mantener el negro en la imagen. Así, si el hombro

izquierdo no aporta a la construcción estética, la

lámpara no habrá de iluminar esa zona. Más que

realizar una fotografía, el maestro está esculpien-

do de manera sustractiva; no con cincel, sino con

luz. Recordemos que el arte es sustracción, siem-

pre sustracción.

Al terminar la escultura-toma, Sandra cie-

rra el obturador de la máquina. Las luces se

vuelven a encender para regresarnos al cuarto.

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Iluminados por los focos de tungsteno, los pre-

sentes nos mantenemos callados. Quisiera creer

que reflexionamos gracias al contraste entre bri-

llo y penumbra, acerca del mundo que habita

Serrano Bógodan. Sandra descarga la placa de

cristal de la cámara con habilidad consumada.

El maestro camina seguro en los pasillos de su

casa, hasta el laboratorio fotográfico. Ahí, ante

mi solicitud, Sandra enciende la luz de seguridad

roja para poder atestiguar el revelado de la pla-

ca, luego nos deja a los dos solos. El maestro se

mueve en el espacio reducido, casi claustrofóbico,

con la gracia del bailarín experimentado. Hay un

sistema evidente en la clasificación de los conte-

nedores para químicos, pero sin etiquetas que los

identifiquen, la lógica de su acomodo me elude.

Mientras revela la placa, la certeza de los movi-

mientos de Serrano Bógodan son similares a los

de un director de orquesta.

Una vez revelada y después de sumergida

en los baños correspondientes, el maestro me

muestra la toma. Pregunta, “¿qué te parece?”. No

puedo contestar, mi mirada no está acostumbra-

da a la luz roja y no alcanza a discernir imagen

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alguna. Ante mi silencio, él ríe. “¿Ya ves lo que se

siente?”, se burla de mi ceguera. La placa entra

en la ampliadora y debajo de ella, en el papel fo-

tosensible, se realiza la impresión. Ésta, a su de-

bido tiempo, se revela. De forma normal se usan

pinzas, o guantes para evitar el contacto con los

químicos levemente abrasivos. No así el maestro,

que usa las manos desnudas para revelar. Des-

pués de seca la ampliación, el maestro la revisa.

Pasa los dedos sobre el papel, la leve textura de

la emulsión revelada le comunica el grado de ca-

lidad del trabajo. “Vamos a necesitar otra”, ase-

gura mientras pasea las yemas sobre un punto

evidentemente subexpuesto. Prodigioso, sería el

adjetivo correcto.

Mientras el maestro se decanta sobre una

nueva ampliación, hablo con la modelo. Pregunto

si es incómoda la forma en la que se trabaja. Den-

tro de nuestra sociedad patriarcal y políticamente

correcta, el contacto es un gesto prohibido. Ella

me asegura que no, que hay algo terapéutico en

el proceso. Que es un honor trabajar para alguien

como Serrano Bógodan, hay orgullo en el hablar

de la joven. No me atrevo a preguntar más pues

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Sandra nos observa atentamente mientras con-

versamos. Temo que en este proceso de trabajo

haya algo de lascivo, algún gesto que, de ocurrir

fuera de este espacio de creación, fuese mortal

para un matrimonio. A Sandra no la interrogo,

es bien conocido su mutismo en torno al trabajo

de su esposo.

El maestro sale por fin del laboratorio, una

nueva ampliación aún húmeda entre las manos.

Pregunta, “¿qué les parece?”. En ella vemos el

cuerpo femenino desnudo, el aura etérea debi-

do a la iluminación incipiente de la lámpara, los

bordes suaves por los movimientos leves que se

realizaron durante la toma, en algunos puntos

las manos de Serrano Bógodan fueron captadas,

multiplicadas por el movimiento constante. La

yuxtaposición de fantasmas borrosos que surgen

y desaparecen en la oscuridad. La odalisca de

Ingres toma forma por vía de las obsesiones de

Francis Bacon. La escultura es, a riesgo de pare-

cer superlativo, perfecta4.

4 Al parecer, el autor se refiere a “Ronda nocturna 12” de la serie “Rondas”. Fue exhibida por primera vez en la Ciudad de México en 1988.

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3. Luz

Serrano Bógodan ha realizado sus obras usando

siempre este sistema de trabajo. Por ello, cuando

dos días después me muestra a Luz, mi impacto es

bien justificado. Como es evidente, ésta también

es una fotografía de desnudo, obsérvese cómo la

composición se enfoca en ella, una joven (tal vez

muy joven) modelo en el centro de la fotografía.

La característica más sobresaliente es su posición

erguida, sus pies separados del suelo como sal-

tando. Parece congelada en el aire, cual sumergi-

da en un mar transparente. Cualquier fotógrafo

amateur puede lograr este truco controlando la

velocidad de obturación. No así Serrano Bógodan

que ha hecho de las exposiciones lentas su firma

estética. El movimiento que se capta en sus foto-

grafías siempre es difuso, borroso por los tiempos

tan altos de exposición. Y sin embargo ahí está

ella, nítida por completo, flotando en el aire. Alre-

dedor se alcanza a intuir el trabajo del fotógrafo

con la lámpara. Obsérvese en la esquina inferior

izquierda la aparición del rostro de Serrano Bógo-

dan, al lado derecho varias manos repetidas por

la lenta exposición. Pareciera que ella se mantuvo

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90

congelada en esa posición, suspendida de la nada,

mientras él esculpió la fotografía con el faro.

Cualquier fotógrafo versado en técnicas de

laboratorio entenderá lo sencillo que es realizar

fotomontajes de esta naturaleza. Trompe l’oeil,

pero estas son prácticas que el maestro desde-

ña, por ser artificiosas y contrarias a su discurso

naturalista. Le pregunto si se trata de una doble

exposición y él me asegura que no hay trampa,

sólo es el retrato más importante que ha hecho.

Coincido con él, esta obra es una revolución no

sólo en su opus, también en la historia de la foto-

grafía mexicana. Luego me muestra la placa ori-

ginal, aquella que no se puede alterar. Con ella

me demuestra que no hay truco, todo ocurrió de

cara a la lente.

4. La biografía como germen

del discurso.

Jorge Serrano Bógodan es, primordialmente, ar-

tista visual e incidentalmente, ciego desde tem-

prana edad. El glaucoma producto de su infancia

poco afortunada fue, a su decir, el mejor regalo

que la pobreza le pudo dar: le permitió “ver” la

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91

vida de forma distinta. Tenía el tacto, el oído y el

olfato para navegar su realidad. También una in-

teligencia inquisitiva que fue un punto de desen-

cuentro con su madre, descendiente de católicos

polacos conservadores. Mientras que ella supuso

la ceguera como un lastre para su hijo, el niño

Jorge la usaba como una ventana de escape a

los problemas económicos de su familia humilde.

No ver, le permitió al infante huir a mundos en

donde la crudeza del hambre no le causara dolor.

Esta búsqueda de páramos fantásticos fue la te-

mática central de la exposición “Sueños de alto

vuelo”, realizada en el museo de arte moderno en

San Francisco. Incluso en esa serie de cuarenta

y seis imágenes es patente la tensa relación que

el fotógrafo tuvo con su madre, las secuelas de la

pobreza y la experiencia de una infancia idílica

como escudo a la realidad inmisericorde.

La muerte de su hermana mayor a causa de

la tuberculosis, fue uno de los puntos de inflexión

que forjó su futuro artístico. Su discurso desde

los primeros pininos inciertos, ha versado en tor-

no a la cruenta paradoja de la muerte, siempre

abordado desde el cuerpo femenino. Recordemos

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92

que Eros y Tanátos son inseparables. Por ello,

ante Luz, le inquiero: “¿La fotografía habla de la

muerte de Regina, su fallecida hermana?”. Serra-

no Bógodan no responde. Esa es la prerrogativa

del artista, imbuir de misterio su obra. ¿O acaso

el Ulises sería mejor con comentarios explicativos

de Joyce? Serrano Bógodan lo explica sin tapujos.

“Es un secreto, no puedo decirlo” y la fotografía

crece en mi memoria con la estima que se tiene

por las obras maestras.

5. Incógnitas.

Cada obra de arte habla de manera distinta a

cada persona, tal es la polisemia en la experiencia

estética. Sin embargo, hay constantes que deben

ser tomadas como firmes en el análisis artístico.

En este caso se trata de la figura completa,

desnuda y congelada en el aire de esa joven,

siendo esculpida por la luz de Serrano Bógodan.

El rostro apacible, los ojos cerrados como soñando

tranquila, nos remiten a la pasividad del final

de la vida. Los tonos fríos de luz están presentes

para reforzar esta idea mortuoria; la acción del

fotógrafo ciego dándole luz a la imagen nos habla

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93

de la concepción absoluta de la nada, del olvido y

de nuevo, la muerte. He aquí que en las semanas

siguientes a haber visto la fotografía por primera

vez, me veo enfrascado en el pecado que cualquier

crítico inexperto comete: ¿Cómo hizo la toma? Para

apreciar el arte, el qué siempre habrá de estar por

encima del cómo. Sin embargo las posibilidades

técnicas de la cámara, del flujo de trabajo del

fotógrafo, me aprisionan en esta incógnita. Hay

una imposibilidad que va más allá del efecto

especial. No alcanzo a comprender por completo.

Otro pecado: querer conocer la identidad de

la modelo, los ojos cerrados, su expresión tranquila

es comparable con la sonrisa enigmática de la Gio-

conda. Innecesario conocer su nombre, pero me es

imposible no volver a la incógnita una y otra vez.

6. De sueños y obsesiones5.

Desde que vi la fotografía he soñado con ella cons-

tantemente. La obsesión es común entre los este-

tas, pero ésta es una nueva forma de prendarse

5 El cambio abrupto de estilo supone que el autor es un escritor de tendencias excéntricas, práctica común en la década de los ochentas. Es posible buscar esta propensión literaria en otros escritos de crítica de arte para rastrear al autor. De nuevo, en-contrando al autor, el rastreo de la fotografía será más sencillo.

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a una obra. Le pido al maestro Serrano Bógodan

que me hable de la fotografía, que me permita

conocer a la modelo. Le ofrezco una buena suma

de dinero para que realice una serie completa,

y ser yo dueño de ella. Me dice que fue un error

mostrarme la fotografía, me pide que no lo visite

más. Apelo a nuestra amistad, pero se mantiene

inamovible, ya no soy bienvenido. Tal es otra pre-

rrogativa del artista, la volubilidad, el arrebato

y la impredecible personalidad. Le pido que me

muestre de nuevo la placa, pero se niega igual.

Como sea, la tengo en la cabeza para siempre.

7. De sueños y visiones.

Vuelvo a soñar con la fotografía. Ya no como es-

pectador, estoy dentro de ella. Con la lámpara tra-

zo la forma de su cuerpo, la luz la hace aparecer de

la nada. Esculpo la oscuridad a la forma que deseo

y aparece ante mí. El aire con cualidad subma-

rina, sabe a eternidad. Permanece inmóvil en la

brea congelada que es el tiempo, el ambiente frío

por el estancamiento de segundos en este espacio

reducido. Su rostro apacible, inmutable, perma-

nece solidificado en esa expresión de tranquilidad

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ingrávida. Le observo desde todos los ángulos, ro-

deándola con lentitud. Entiendo que el título Luz

hace referencia no sólo a la foto. Es también el

nombre de ella.

8. Respuestas

Serrano Bógodan no contesta más mis llama-

das. Nuestro último intercambio fue todo, menos

amistoso. Tuve que entrar a su casa, forzar los

cerrojos y sustraer a Luz. Debe ser mía y su res-

plandor será pronto de todos, yo habré de compar-

tirla. Sandra no hace nada para detenerme cuan-

do me ve salir con la fotografía entre las manos.

En sus ojos la entiendo complacida, descansada

de no ser más una competencia para Luz. Casi

hay complicidad en su expresión cuando me deja

el paso libre para abandonar su casa.

Ahora, con el nombre de Luz entre los labios,

dentro de los ojos, entiendo cómo un ciego puede

ser fotógrafo. Sólo un invidente puede conocer el

sol y no quemar sus retinas minerales. Yo no, yo

he visto la luz y la imagen se ha revelado en mi ca-

beza, se ha infundido con el ardor de un estigma.

Hay experiencias estéticas que van más allá del

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raciocinio y la emotividad. Hay experiencias que

queman el alma. Después de entender su nom-

bre, ahora sé qué es Luz. Ella es la (cxxcxbxxx

xx xx xxxuxxxxd xxxxx y xxtx xx xxx xxxpxxxx)6.

Mi admiración por Serrano Bógodan se ha con-

vertido en envidia, maldigo su nombre y sus ojos

calcificados. Ella lo escogió primero a él. Ahora,

yo también soy su siervo.

9. Conclusiones

Los doctores dicen que la automutilación es sin-

tomática de un desequilibrio siquiátrico profun-

do. Los doctores, como los críticos, como todos los

demás, están ciegos. Ni siquiera mi amanuense

entiende lo que digo y aunque no la veo, puedo

sentir su mirada reprobatoria. Los ojos son las

ventanas del alma, reza el dicho ramplón, pero a

mí me estorbaban. El arte es siempre sustracción,

siempre quitar aquello que no sirve.

Cualquier otra cosa que vea más allá de Luz

es inconsecuente, contaminante e impuro. La

imagen de ella en todo su esplendor es definitiva

6 Texto tachado en el original. Se reproducen los caracteres legibles y se marcan con equis aquellos confusos.

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y ahora, final. Los dos huecos en mi rostro son

mi carta de presentación. Soy siervo de Luz. Con

orgullo y horror le serviré. Serrano Bógodan se

resiste, ya encontraré cómo convencerlo.

Ignorando el tono melodramático de este en-

sayo, es posible usar las fechas para determinar

si existe, o no, una fotografía Serrano Bógodan

hasta ahora desconocida. En caso de que en efecto

exista, es imperativo hacerse de ella e incluirla en

la colección permanente.

Alberto Berrueto Aldebarán

Presidente de Adquisiciones,

Catálogo Histórico Jorge Serrano Bógodan

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Cofradía

A punto de ser fusilado, como se me acaba de no-

tificar, por mi propia volición declaro como mis

hijos naturales a Leopoldo, Maximina y Andrés.

Nacidos de mi cónyuge ante toda ley, doña Maxi-

mina Zárate de Berrueto, para que los cuatro

sean beneficiarios de los pocos bienes que dejo.

Adopto como mi hija a Luz Aldebarán Mori

para que reciba una quinta parte de mi herencia

y con ello reafirmar mi encarecida amistad con su

finado padre, don Arturo Aldebarán Fuentes. Que

este gesto sirva también para acallar los rumores

injuriosos que me imputan. Yo no lo maté.

Como última voluntad solicito se le entregue

este testamento y una carta personal a mi esposa,

para así extenderle mis despedidas.

Leopoldo Berrueto Sánchez.

Puebla de Zaragoza.

Seis de Diciembre de 1913

*****

Amadísima Maximina:

Cuando recibas esta misiva, el pelotón de

fusilamiento habrá llevado a cabo su obligación.

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100

Yo lo habré encarado con la integridad que me

comunica la certeza de tu amor. Te ruego que no

sufras por mi deceso, que no fatigues tus ojos con

el llanto: el fin que marca mi aparente defunción

es reversible. Los designios que tejen el destino

de nuestras vidas, el de mi muerte, responden a

un plan incuestionable y absoluto. Un plan verda-

dero que en nada se parece a la pantomima que

los necios, en su ceguera infinita, han querido lla-

mar dios.

Antes de que tus piadosos labios vayan en

búsqueda de la plegaria para calmar mi alma re-

sentida, permíteme tu atención: estas líneas no

son exabruptos a causa del miedo o del enojo por

mi sentencia. Lo que aquí escribo es real, tan real

como nada lo había sido antes. Envío la presente

para reiterarte mi amor incondicional, para con-

solarte de esta pena injustificada y para pedir el

favor de tu bondad en esta situación aciaga. Debo

explicarte los sucesos que me han traído hasta

aquí, a esta celda indigna tan cercana de nuestro

hogar. Para ello, tendré que relatarte la historia

desde que dejé la confortable cercanía de tu abra-

zo, hace más de medio año.

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101

Aquí es pertinente asegurarte que yo no

maté a Arturo Aldebarán Fuentes. Tú como nadie

debes estar segura de la fidelidad que yo le profe-

saba, de la solidez de nuestra amistad intachable.

Me siento obligado a aclarar esto, pues el sensa-

cionalismo con el que los diarios han manchado

mi nombre, rebajándolo al de un vil caníbal, ha

convencido a los más incautos de que, en efecto,

yo lo maté. Escribo esta advertencia seguro de

que en tu corazón me conoces libre de oprobios. Si

por alguna razón tu pecho albergara la más nimia

duda de mi inocencia, amadísima mía, aquí mis-

mo la diluyo: yo no asesiné a Arturo, pues no se

puede matar a aquellos que ya han muerto antes.

En todo caso sólo se les puede degradar. Su tiem-

po dentro del plan verdadero ya había expirado,

su desaparición era necesaria para el avance.

Así pues, lee mis palabras con paciencia y

recuerda el cariño que me une a ti. Lo que digo

en ellas tiene el peso de la veracidad y la carga

del futuro que se cernirá sobre nuestra familia.

La herencia que habremos de dejarle a nuestros

hijos, nietos y bisnietos; a todos aquellos que des-

ciendan por la línea de nuestra sangre.

Page 102: LEX ARCANA de Víctor Solorio Reyes

102

Como recordarás, partí el veintitrés de mar-

zo en la tarde, movido por el telegrama que me

envió Juan Quiroz, donde me advertía de la proxi-

midad inminente del ejército a la plantación, esa

que me dejara mi padre tras su muerte. Juan,

también afectado por la rapacidad de la tropa del

general Molina, me proponía la defensa de sus y

nuestros bienes en conjunto. En aquél entonces,

como siempre, seguí tu sabio consejo y me dirigí

hasta el pueblo de Arteaga para defender el patri-

monio de nuestra familia. El suplicio del tedio y

el camino hecho en carreta me hicieron añorar tu

compañía desde el primer momento en que me se-

paré de ti. Para cuando llegué, los proscritos en la

tropa de Molina ya habían tendido campamento

en Santoja, a pocos kilómetros de nuestra hacien-

da y sus plantíos.

Juan me recibió con la noticia de que el ca-

pataz de nuestra hacienda, tuya y mía, había sido

colgado por los jornaleros insurrectos que se fue-

ron a engrosar las líneas de Molina. Juan tenía

para ese entonces una pequeña fuerza de resis-

tencia armada, ajena a cualquier ideología fac-

ciosa en este conflicto. Me ofreció su apoyo para

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103

mantener a esos buitres a raya, con la condición

indispensable de que yo, a cambio, le proporcio-

nara con los bienes necesarios para auspiciar su

pequeño grupo defensor. La respuesta afirmativa

con que respondiste mi carta del veinticuatro, en

donde pedía que me enviaras parte de los ahorros

familiares, fue la última nota que recibí de ti en

todo este tiempo. Me he aferrado a tu postal sólo

por estar cerca de tu caligrafía, imaginando cómo

tus delicados trazados le daban forma a las pa-

labras. Esto ya lo sabes, pero lo repito no porque

crea que lo hayas olvidado. Lo repito para enten-

derlo yo a cabalidad, para entender el terrible y

hermoso regalo que me hicieron.

A los tres días, Molina envió una avanzada

de hombres a pactar con nosotros los términos

de la expropiación de nuestros bienes. Bajo qué

condiciones habríamos de entregar las haciendas

so pena de, en caso de negarnos, morir ahorcados

como tantos otros. Juan, bragado como era, no

se permitió ni un asomo de cobardía y despidió

a esa comitiva con la firme resolución de que no

entregaríamos nada. Su firmeza y su probada

experiencia en asuntos bélicos me llenaron de

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seguridad al mantener nuestra posición. El

tiempo habría de demostrar lo errado en mis

creencias.

La última entrada de mi diario está fechada

el veintinueve, pues a la madrugada siguiente, el

general Molina atacó nuestro reducto de defensa.

La batalla duró poco, su artillería superior acribi-

lló sin misericordia a nuestro grupo penosamente

mal armado. Los estruendos, el olor de la pólvo-

ra, los gritos de dolor son experiencias que bajo

otra situación, distinta a la que ahora vivo, serían

abrumadoras y paralizantes. Mi estupor llegó al

máximo cuando nos tomaron prisioneros, a Juan

y a mí. El mismo general Molina quiso persua-

dirnos de cederle los derechos sobre nuestros in-

muebles y cuando Juan se negó, con esa tozudez

tan suya, procedieron a colgarlo en la horca de un

árbol capulín, que estaba al oeste de la hacienda.

En ese entonces, tan distinto del que soy

ahora, yo no comprendía los mecanismos del te-

rror y del poder. En efecto, el temor se instaló en

mí como una aflicción física y no pude hacer otra

cosa más que rogar por mi vida. Firmé la cesión

de derechos y no conforme con ello, el general

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105

Molina se cebó en mi miedo, ese que me delataba

como alguien con mucho que perder. Le aseguré

que si me daba el favor del perdón, le habría de

recompensar con el total de mis riquezas. Coin-

cidirás conmigo en que los bienes que yo poseo,

están lejos de ser abundantes; pero en ese mo-

mento de desesperación, no encontré otra forma

de salvarme.

La mezquindad de Molina sólo es superada

por su avaricia y accedió al trato que le presenté.

Cuando sus fuerzas entraran a la capital, yo ten-

dría que conducirlo hasta mi residencia, entregar-

le mis arcas y con ello, saldar la deuda. Es claro

que yo no estaba dispuesto a hacerlo, a ponerlos

en riesgo a ti o a los niños, pero la inmediatez del

predicamento me impidió elucubrar algo más. De

hecho las vejaciones, el maltrato ejemplar que se

me dio como prisionero, me hicieron desear el pe-

lotón de fusilamiento con premura.

Las noches eran insoportables. Después de

andar descalzo por caminos eternos, con el fusil

a cuestas y otras cargas que aumentaban mi su-

plicio, me ataban a un ahuizote o a cualquier otro

árbol al lado del camino. A tres noches de entrar

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106

a la capital, ocurrió el prodigio. Mi suerte, mi vida

misma, el mundo entero cambiaron ante mis ojos.

Esa noche, el grupo desvencijado que era el

ejército de Molina, acampó en una hacienda que

también reclamaron como suya. Me ataron en el

establo donde habría de pernoctar junto a los ani-

males de carga, entre la suciedad. Estaba en un

estado tal de agotamiento y dolor que sólo podía

pensar en ti. Deseaba que las noticias de la avan-

zada de las tropas hacia la capital, nuestro hogar,

ya hubieran llegado hasta tu atención y hubieras

huido con los niños. Pasé buena parte de la noche

elevando plegarias a San Isidro, pidiéndole por el

bienestar de ustedes. El cielo seguro no escuchó

mis súplicas, pues quien acudió a mi auxilio fue

todo lo contrario a la farsa que llamamos santidad.

Apareció ante mí como un sueño de fiebre,

emanando de la parte más oscura del recinto.

Ahí estaba él frente a mí. Don Arturo Aldebarán

Fuentes, sonriente y dadivoso como lo recordaba.

Llevaba uno de los trajes de corte francés que

tanto favorecían su natural elegancia. Iba sin

mácula, como si hubiera flotado por encima de

la inmundicia del chiquero. Se acercó a mí y me

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107

propinó una de esas sonrisas que eran la firma

de las tertulias en su casa. Estoy seguro que

recuerdas esas sonrisas, alguna vez hablamos

de ellas y tú, atinadamente, las describiste como

encantadoras.

Me ofreció agua y creí que era sólo un

desvarío provocado por mi penoso estado, pero al

beberla entendí que era cierto. Supuse que por

gracia divina se habría enterado de mi martirio,

de mi captura y maltrato a manos de Molina. Que

tú le habrías pedido ayuda para encontrarme y

devolverme a donde yo pertenecía. Pero no fue

así, este es el punto donde los periplos de mi

travesía se salen de lo convencional.

Atado como bestia en el establo, le hablé a

Arturo con la soltura que nos permitía nuestra

amistad. Él respondió en una lengua extraña,

arcana, que yo no conocía. No entendí la forma

de sus inflexiones, aún no tenía yo esa habili-

dad, pero sentí su significado en los huesos. Así

me arrulló, recitando el evangelio de una religión

clandestina, más vieja que todas las demás. An-

tes de caer dormido lo pude ver, cómo regresaba

a la coordenada más oscura del recinto sin dejar

evidencia de su visita.

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En los tres días subsecuentes, la carga de mis

cadenas se hizo tolerable. Las palabras de don Ar-

turo hicieron más ligeras las jornadas y más sen-

cillo el paso hacia la capital. La tercera noche me

volvió a visitar, habló en el lenguaje de los suyos

y me convidó de sus secretos. Yo aprendí sin en-

tender, cual neonato aprendiendo a caminar. Me

obsequió una daga de metal herrumbroso con el

filo romo, para hacer más complicada la primera

de mis pruebas. Para que no quedara duda de mi

aptitud. La escondí, celoso, entre mis ropas.

Entramos a Puebla al mediodía del prime-

ro de abril. Busqué tu cara en la multitud que

recibió a Molina como a un prócer. No encontré

la belleza de tu mirada en esos rostros que vito-

reaban. Todos ellos errados en tantas cosas, ¿por

qué no también en la política, esa patética excusa

de la guerra? Las palabras incomprensibles, pero

cimbreantes, de Arturo me habían inflado el co-

razón con la certeza de que todo lo que vivíamos,

era una farsa absurda y sin sentido. Ya pronto

entenderás a qué me refiero.

Las tropas desmontaron en la iglesia de

Abasolo, donde pasarían el tiempo necesario para

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109

reclamar como suya la plaza. Me ataron a un

ahuehuete en la parte de atrás del templo. Molina

habría de venir por mí para que yo cancelara la

deuda en que había incurrido al pedir piedad. Ca-

yendo la noche, extraje la daga que me había re-

galado don Arturo y corté mis ataduras. Antes de

terminar, uno de los vigías atisbó mis maniobras.

Se encaminó hacia mí con intenciones de detener-

me pero salté sobre él, ya libre, y lo degollé. El filo

burdo de la navaja complicó el esfuerzo un poco

más de lo que anticipé pero al final, cumplí mi

cometido. La sangre que decantó su garganta me

llenó con una sed que aún no debía ser apagada.

Luego, busqué a otros dos soldados y de manera

subrepticia les apliqué idénticos cortes en el cue-

llo. Salí de mi encierro con la máxima discreción

posible y me dirigí al lugar que don Arturo antes

me había indicado, sin yo entender sus palabras.

Te preguntarás aquí, acerca de la paradoja

en mi relato. Me declaro inocente por la muerte

de don Arturo, pero confieso otras tres. Intenta-

ré aclarar tu confusión lo mejor que pueda, sin

la posibilidad de que entiendas por completo el

significado de mis acciones. En efecto maté a esos

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110

tres soldados, no por rencor o venganza del trato

vil que me dieron en cautiverio, sino porque mi

prueba así lo requería. Tenía que demostrar que

poseía las aptitudes necesarias para mi nueva na-

turaleza. Esos tres, como todos los que siguieron,

no tenían importancia y los maté como las alima-

ñas molestas que pululan en las cocinas sucias.

A don Arturo, te reitero, no lo maté. Para morir

se necesita un alma que escape del cuerpo. Él, la

había perdido hacía mucho.

Al fin libre, me moví por la ciudad como lo

hacen las aves que emigran en invierno, movido

por una pulsión imposible de acallar. Llegué a la

casa indicada en un trance placentero y violento a

la vez. Si hoy me preguntaran el domicilio del lo-

cal, no podría responder. Allí me esperaban ellos,

a la cabeza estaba Arturo como buen anfitrión.

Quien no supiera de la ceremonia cruenta que es-

taba a punto de ocurrir, la confundiría con una de

las tertulias a las que asistimos gustosos.

¡Ah, los manjares deliciosos que convidaba!,

estoy seguro que los recuerdas tan vívidamente

como yo. Pues bien, en esta reunión de unos pocos,

muy pocos asistentes, yo fui la vianda principal. Si

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111

bien los festejos a los que asistíamos eran pretexto

para el cotilleo banal, ésta ceremonia tenía la gra-

vedad de la liturgia, el peso de la transmigración

profana. Me posaron en la mesa de centro y yo,

desprovisto ya de miedo, dejé que se alimentaran

de mí.

Mientras me consumían, sus bocas me con-

tagiaron de una sed inagotable que me transfor-

mó. Libaron de mí sin reticencia y yo me despojé

de cualquier atadura moral. Sentí el frío de la

muerte recorrer mis venas y perecí en esa mesa,

extraviado en la voracidad de la cofradía que Ar-

turo lideraba. Desperté a una nueva existencia,

una libre de cualquier restricción o tabú. Al abrir

los ojos me recibieron como uno de los suyos y

comprendí, por primera vez, el antiquísimo idio-

ma que hablaban. La sórdida violencia de su gra-

mática me llenó de sabiduría y avaricia.

Entenderás que no pueda escribir abierta-

mente acerca de esta cofradía. Nada puedo men-

cionar de su estructura, de sus preceptos ni sus

rituales, pues como muchas tantas, es una socie-

dad que atesora la secrecía y el anonimato. Sólo

puedo adelantarte que su ideología central es la

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belleza de la depredación y el poder sobre el dé-

bil. El derecho innegable que tiene el depredador

sobre sus víctimas es la lógica que mueve a esta

hermandad, de la que ahora me precio ser inte-

grante. Quisiera describirte, pero no hay pala-

bras para hacerlo, las beldades de la inmoralidad

como única vía verdadera. Amada Maximina, no

puedo esperar el día próximo en que compartire-

mos esta dicha inigualable.

Hay un aspecto que puedo participarte pues

es, probablemente, el más característico de nues-

tra sociedad. La hematofagia. Hay algo de especial

en alimentarse consumiendo a otro ser humano.

Arturo me lo inculcó en las semanas siguientes a

mi inducción, durante un período que podría lla-

mar de enseñanza. En esta nueva existencia, la

constante es el hambre insaciable que no debe ser

ignorada; es nuestro orgullo y debemos honrarla.

La toma de la ciudad por el general Molina, los

múltiples enfrentamientos y excesos de la guerra

nos dieron un terruño fértil que cosechar, para

alegría de la voracidad nuestra. El placer de la

sangre, de la vida misma fluyendo por la gargan-

ta, inculcando fuerza en uno, es el arrebato más

completo que se pueda experimentar.

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113

Mientras aprendía de la mano de don Ar-

turo la larga tradición de nuestro clan, supe que

hay dos formas de alimentarse. Aquella para pa-

lear la sed, que es más violenta y por lo mismo

placentera; pero también hay la otra, la que roba

vida y regala fuerza. La que permite a la presa

convertirse en predador. Ésta última yo la expe-

rimenté, por ello le debía a don Arturo mi nueva

existencia. Me confesó que desde el día en que

nos presentaron, le parecí un buen candidato. Su

continua amistad conmigo, con nuestra familia,

era para sopesar el valor de mi inclusión en el

grupo. No todos tienen lo que se necesita para

ser acogidos en esta selecta congregación. Así,

con la aceptación de los demás, Arturo sería como

un padre para mí, guiándome en la filosofía del

hambre, la depredación y el poder. Como líder,

su deber era atraer nuevos miembros y así man-

tener vivo el pensamiento, pero sobre todo, las

acciones de esta sociedad.

Pasé esas semanas alimentándome y apren-

diendo la vía del plan verdadero. No me puedo

perdonar la angustia que habrás sentido sin sa-

ber de mí, durante este largo tiempo. Imagino la

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114

sorpresa tuya al leer en los encabezados y encon-

trarte a tu esposo acusado de antropofagia. Ojalá

te consuele saber que estuve atento de tus mo-

vimientos por la ciudad. Vi de cerca tu valentía

para defender nuestro hogar de las tropas, velé

tu sueño incómodo por las noches, reprimiendo el

ansia de estrecharte una vez más. Pero el plan re-

quiere de anonimato y paciencia, ahora no habrá

que esperar mucho. La hora de actuar se cierne

sobre nosotros.

Como lo mencioné, esta carta también es

para pedirte el favor de tu bondad. Ya habrás

leído el testamento que dejé y te estarás pregun-

tando por la petición para adoptar como hija a

Luz Aldebarán Mori, la progenie de don Arturo

Aldebarán. Esa inteligencia tuya, tan vivaz ahora

como cuando joven, te habrá llevado a la conclu-

sión obvia: Luz es parte integral de la cofradía

que me acogió. De hecho, ella es uno de sus pila-

res indiscutibles.

Como todo grupo, éste también es susceptible

a las luchas intestinas. Pero antes que evitarlas,

se incuban con especial ahínco, debido al interés

superlativo que tenemos por la depredación. De

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esta forma, con embates cruentos, se puede deter-

minar qué facción tiene la dignidad de guiarnos en

la ideología real. Luz, con esa corta edad que apa-

renta, es uno de los miembros que promulga con

más ardor nuestra filosofía. Tal habilidad para ad-

ministrar el dolor y la depravación, la ha encum-

brado en la estructura del clan. La falta de piedad,

la inmoralidad y la saña con la que despacha a sus

presas, la hacen maestra inigualable. Ya tendrás

la oportunidad de ser testigo de su arte. Te pido

que la acojas en el seno de nuestra casa, que la tra-

tes en público como a una hija; pero en privado con

la deferencia y el respeto que se le debe, al ser ella

una de las ideólogas más sagaces de la cofradía.

Entiendo que esta dicotomía, entre su edad

real y la aparente, puede ser confusa. Una de las

consecuencias de ser discípulos de este culto, es el

disfrute de una longevidad larga y una juventud

extendida. No permitas que su apariencia frágil y

taciturna te engañe. Ha estado más tiempo sobre

la tierra de lo que tú y yo pudiéramos contabili-

zar. Su impiedad no tiene límites, no cometas el

error de faltarle al respeto, pues ella será nuestra

guía en esta carrera de centurias.

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Verás, cuando recién abrí los ojos a mi nueva

naturaleza, las delicias del poder y de la sangre

me mantuvieron entretenido por un tiempo, pero

pronto mi mente migró a tu recuerdo y solicité

el favor de tu presencia en el grupo. Como ya lo

dije, el clan no acepta a todos. Mi petición se vio

atrancada por la negación. Mis hermanos y her-

manas me consolaron, asegurándome que el lento

paso de los años habría de lavar tu recuerdo. Mi

corazón te perdería conforme me adentrara en el

ejercicio de nuestras creencias. Yo supe entender

que no sería así. Luz comprendió mi encrucijada.

Me ofreció una respuesta que, como toda buena

acción, tenía de pagarse con creces.

Luz había ideado una estratagema para

derrocar a don Arturo, su padre y mentor desde

tiempos ya olvidados. Lo habría de hacer en ape-

go a los principios predatorios que nos distinguen.

Para llevar a cabo la artimaña, ella requería de la

asistencia de alguien que no tuviera una lealtad

firme. Alguien que no estuviera restringido por

el yugo de la tradición fosilizada. A cambio de

derrocar a don Arturo, Luz habrá de permitir tu

entrada al clan.

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Para realizarlo, ella me expuso a cono-

cimientos y prácticas ocultas, que habrían de

asegurarme la victoria ante un líder tan experi-

mentado como don Arturo. Sólo hay un dogma

prohibitivo en nuestro credo: la conversión de un

niño. Al ser discípulo de Luz, entendí la razón del

tabú. No es por ahorrarles el dolor del tránsito

entre un estado y otro a los infantes. Se debe,

más bien, a que un niño está libre de freno. Al

inducirlo en la filosofía real, un niño sería im-

parable. Luz, que estaba entre la infancia y la

madurez cuando recibió el regalo, es imparable.

La avidez de su boca, de sus ambiciones, de su

obscenidad, no tiene comparación.

Antes de que me censures como un adúlte-

ro, debes darte cuenta que entre seres celestia-

les, y por tanto entre infernales, la infidelidad no

es aplicable. Recuera a Lot y el ofrecimiento que

hizo de sus hijas a los ángeles, para salvar a Sodo-

ma; recuerda al espíritu santo y su impregnación

furtiva de María. No montes en furia contra mí;

Luz ya no es humana y si tuviera que describirla,

el apelativo de súcubo le calzaría bien. Entiende

así que todo lo que hice, todo lo que siempre he

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hecho, es por ti y tu amor. Incluso la degradación

definitiva de don Arturo, mi amigo.

El encontronazo fue tan arduo como puedes

imaginarlo. Aún con la ayuda de Luz, la empresa

se develó titánica. Usé la misma daga que él me

había obsequiado. Luz creyó que sería un detalle

irónico, bien recibido por la congregación adepta

a los simbolismos. Y así, cuando le destituimos,

deglutimos parte de sus restos para afianzar el

cambio de poder. Ella heredó el capítulo de la or-

ganización que tantas décadas le había eludido.

Te recuerdo: yo no maté a don Arturo. Él había

muerto hacía siglos, como yo hace meses.

Luz hizo los cambios que creyó pertinentes a

la estructura del grupo. Me pidió que la enviara

a tu lado y honrado por la petición, acepté. Sus

atribuciones como nueva Alta Maestra le obligan

a mantener un perfil visible, como lobo en piel de

carnero, a fin de buscar nuevos integrantes para

la cofradía. Nuestra familia y tus relaciones so-

ciales, serán perfectas para ese cometido.

También me nombró Contramaestre, sólo

subordinado a ella. Para aceptar la designación

tengo que enfrentar al pelotón de fusilamiento,

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morir falsamente en el mundo de los hombres y

enterrar mi antiguo apelativo humano. Así, en

la más absoluta de las clandestinidades, podré

servirle a ella con dignidad. Me mantuve inmó-

vil junto a los restos de don Arturo para que las

tropas me tomaran prisionero. Hubiera querido

que fueras testigo del horror en sus rostros cuan-

do me vieron. En medio de esta guerra barbárica,

mi obra les impactó. En sus ojos vi la muestra

infalible de que la filosofía del depredador, es la

única correcta.

Después de fusilarme, me habrán de ente-

rrar como dicta el procedimiento. Yo escaparé a

la tumba e iré por ti. No desesperes, tendré que

hacer una visita al general Molina en casa de go-

bierno, para instruirlo en cuestiones de rapacidad

y poder. Luego estaré contigo a la brevedad que

me sea posible. Para ese entonces, Luz te habrá

comunicado las unciones básicas para recibir el

regalo. Yo mismo te lo propinaré, no así a los ni-

ños. Habrá que esperar su madurez y a su debido

tiempo los induciré a seguir nuestro camino. No

puedo esperar el momento en que compartamos

esta libertad, ajenos a las cadenas insulsas que

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te atan sin remedio a esta nauseabunda sociedad

de presas.

He de advertirte: si encontrases reprobable

la ideología que te expongo, reconsidéralo. No in-

tentes huir ni alejarte de los designios del desti-

no, es imposible. El plan de Luz es total, infalible

y ahora, inminente. Cuando conozcas la dulzura

de la sangre, más divina que cualquier vino de

consagrar, te convencerás.

Esperando el momento de nuestra reunión, te

amo como siempre:

Leopoldo Berrueto Sánchez

Puebla de Zaragoza

Seis de Diciembre de 1913

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Se terminó de imprimir en diciembre de 2014en los talleres gráficos de Impresora Gospaubicados en Jesús Romero Flores no.1063,

colonia Oviedo Mota, C.P.58060en Morelia, Michoacán, México

La edición consta de 1,000 ejemplaresy estuvo al cuidado del Departamento de

Literatura y Fomento a la Lectura.

Lex Arcana

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