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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular! 1 Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014 GMM

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Historia de Fantasmas y otros Cuentos de E.T.A. Hoffmann. Gmm. Colección E.O. Julio 19 de 2014. Biblioteca Emancipación Obrera. Guillermo Molina Miranda.

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¡Por una Cultura Nacional, Científica y Popular!

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Colección Emancipación Obrera IBAGUÉ-TOLIMA 2014

GMM

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© Libro No. 915. Historia de Fantasmas y otros Cuentos de E.T.A. Hoffmann. Gmm. Colección E.O. Julio 19 de 2014. Título original: © Historia de Fantasmas y otros Cuentos de E.T.A. Hoffmann. Gmm Versión Original: © Historia de Fantasmas y otros Cuentos de E.T.A. Hoffmann. Gmm

Circulación conocimiento libre, Diseño y edición digital de Versión original de textos: http://www.letrasperdidas.galeon.com/c_hoffman00.htm Licencia Creative Commons: Emancipación Obrera utiliza una licencia Creative Commons, puedes copiar, difundir o remezclar nuestro contenido, con la única condición de citar la fuente. La Biblioteca Emancipación Obrera es un medio de difusión cultural sin fronteras, no obstante los derechos sobre los contenidos publicados pertenecen a sus respectivos autores y se basa en la circulación del conocimiento libre. Los Diseños y edición digital en su mayoría corresponden a Versiones originales de textos. El uso de los mismos son estrictamente educativos y está prohibida su comercialización.

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Historia de Fantasmas y otros Cuentos de

E. T. A. Hoffman GMM

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CONTENIDO

Reseña Biográfica Historia de fantasmas La casa vacía El Hombre de la Arena El tonelero de Nüremberg Consejero Krespel

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RESEÑA BIOGRÁFICA

Ernst Theodor Amadeus Hoffmann (Ernest Theodor Amadeus Hoffmann; Königsberg, hoy Kaliníngrado, Rusia, 1776-Berlín, 1822) Escritor y compositor alemán. Hijo de un abogado, su tercer nombre era originalmente Wilhelm, pero más tarde adoptó el de Amadeus en honor a Mozart. Estudió derecho en Königsberg, y empezó en Glogau su carrera administrativa, que lo llevó a Berlín, Poznan y Plock. De 1804 a 1807 residió en Varsovia, donde vivió una época de intensa actividad profesional y artística: creó una orquesta, organizó conciertos y se dedicó a la composición.

E.T.A. Hoffmann

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La invasión napoleónica le obligó a regresar a Berlín, ciudad que abandonó en 1808 para trasladarse a Bamberg, en Baviera, donde residió hasta 1813 viviendo en exclusiva de su arte: trabajó en el teatro que dirigía su amigo Holbein y se dedicó a tareas tan diferentes como director de orquesta y arquitecto. Fue en esta época cuando publicó sus Fantasías a la manera de Callot (1814-1815). En 1814 aceptó el cargo de consejero de justicia del tribunal de Berlín, sin que por ello se resintiera su ingente producción literaria de aquellos años. Su fama se debe más a su obra como escritor que a sus composiciones. Adscrito al Romanticismo, donde más destacó su gran personalidad fue en sus cuentos fantásticos, en los que se mezclan el misterio y el horror, y que han alcanzado fama universal. En ellos crea una atmósfera en ocasiones de pesadilla alucinante, y aborda temas como el desdoblamiento de la personalidad, la locura y el mundo de los sueños, que ejercieron gran influencia en escritores como Victor Hugo, Edgar Allan Poe y el primer Dostoievski. Las historias de Hoffmann son «siniestras», en el sentido que dio Freud a esta expresión: el efecto de horror y extrañamiento que produce la repentina realización en el mundo real de los temores supersticiosos o infantiles. Muchas de sus novelas cortas más famosas fueron reunidas en dos volúmenes bajo el título de Piezas fantásticas (1814-1815), que también contienen una colección de crítica musical y sus propias ilustraciones. El cariz fantástico de la mayor parte de estas obras atestigua la viva imaginación del autor, que se apoya en sus grandes y sutiles dotes de observación. Sueño y realidad se confunden en el espíritu del autor que percibe –como él mismo dejó dicho– las cosas «invisibles para los ojos terrenos». La rica imaginería literaria de Hoffmann inspiró a Jacques Offenbach su ópera Cuentos de Hoffmann, tal como Chaikovski transformó su cuento Cascanueces en un ballet en 1892 y Léo Delibes se basó también en el escritor para la creación de su ballet Coppélia en 1870. Del mismo modo, Kreisler, uno de los personajes de uno de sus cuentos, Las opiniones del gato Murr sobre la vida, inspiró a Robert Schumann su obra para piano Kreisleriana. Hoffmann

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escribió también numerosas piezas para piano, música de cámara, lieder, coros, música religiosa y óperas, entre las que destaca por su calidad Ondina (1816), ópera romántica que ejerció cierta influencia sobre Weber. En su labor como crítico musical, fue un entusiasta de Beethoven. http://www.biografiasyvidas.com/biografia/h/hoffmann.htm

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Historia de fantasmas

Cipriano se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre, siempre que su ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse ordenadamente, y recorrió la habitación de un extremo a otro. Los amigos se sonrieron en silencio. Se podía leer en sus miradas: «¡Qué cosas tan fantásticas vamos a oír!» Cipriano se sentó y empezó así: -Ya saben que hace algún tiempo, después de la última campaña, me hallaba en las posesiones del Coronel de P... El Coronel era un hombre alegre y jovial, así como su esposa era la tranquilidad y la ingenuidad en persona. Mientras yo permanecía allí, el hijo se encontraba en la armada, de modo que la familia se componía del matrimonio, de dos hijas y de una francesa que desempeñaba el cargo de una especie de gobernanta, no obstante estar las jóvenes fuera de la edad de ser gobernadas. La mayor era tan alegre y tan viva que rayaba en el desenfreno, no carente de espíritu; pero apenas podía dar cinco pasos sin danzar tres contradanzas, así como en la conversación saltaba de un tema a otro, infatigable en su actividad. Yo mismo presencié cómo en el espacio de diez minutos hizo punto... leyó..., cantó..., bailó, y que en un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el campo de batalla y aún con lágrimas en los ojos prorrumpió en una sonora carcajada, cuando la francesa echó sin querer la dosis de rapé en el hocico del faldero, que al punto comenzó a estornudar, y la vieja a lamentarse: «Ah, che fatalità! Ah carino, poverino!» Acostumbraba a hablar al susodicho faldero sólo en italiano, pues era oriundo de Padua. Por lo demás, la señorita era la rubia más encantadora que podía imaginarse, y en todos sus extraños caprichos dominaba la amabilidad y la gracia, de manera que ejercía una fascinación irresistible, como sin querer. La hermana

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más joven, que se llamaba Adelgunda, ofrecía el ejemplo contrario. En vano trato de buscar palabras para expresarles el efecto maravilloso que causó en mí esta criatura la primera vez que la vi. Imaginen la figura más bella y el semblante más hermoso. Aunque una palidez mortal cubría sus mejillas, y su cuerpo se movía suavemente, despacio, con acompasado andar, y cuando una palabra apenas musitada salía de sus labios entreabiertos y resonaba en el amplio salón, se sentía uno estremecido por un miedo fantasmal. Pronto me sobrepuse a esta sensación de terror, y como pudiese entablar conversación con esta muchacha tan reservada, llegué a la conclusión de que lo raro y lo fantasmagórico de su figura sólo residía en su aspecto, que no dejaba traslucir lo más mínimo de su interior. De lo poco que habló la joven se dejaba traslucir una dulce feminidad, un gran sentido común y un carácter amable. No había huella de tensión alguna, así como la sonrisa dolorosa y la mirada empañada de lágrimas no eran síntoma de ninguna enfermedad física que pudiera influir en el carácter de esta delicada criatura. Me resultó muy chocante que toda la familia, incluso la vieja francesa, parecían inquietarse en cuanto la joven hablaba con alguien, y trataban de interrumpir la conversación, y, a veces, de manera muy forzada. Lo más raro era que, en cuanto daban las ocho de la noche, la joven primero era advertida por la francesa y luego por su madre, por su hermana y por su padre, para que se retirase a su habitación, igual que se envía a un niño a la cama, para que no se canse, deseándole que duerma bien. La francesa la acompañaba, de modo que ambas nunca estaban a la cena que se servía a las nueve en punto. La Coronela, dándose cuenta de mi asombro, se anticipó a mis preguntas, advirtiéndome que Adelgunda estaba delicada, y que sobre todo al atardecer y a eso de las nueve se veía atacada de fiebre y que el médico había dictaminado que hacia esta hora, indefectiblemente, fuera a reposar. Yo sospeché que había otros motivos, aunque no tenía la menor idea. Hasta hoy no he sabido la relación horrible de cosas y acontecimientos que destruyó de un modo tan tremendo el círculo feliz de esta pequeña familia.

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Adelgunda era la más alegre y la más juvenil criatura que darse pueda. Se celebraba su catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de compañeras suyas de juego. Estaban sentadas en un bello bosquecillo del jardín del palacio y bromeaban y se reían, ajenas a que iba oscureciendo cada vez más, a que las escondidas brisas de julio comenzaban a soplar y que se acababa la diversión. En la mágica penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas, tratando de fingirse elfos y ágiles duendes: «Óiganme -gritó Adelgunda, cuando acabó por hacerse de noche en el boscaje-, óiganme, niñas, ahora voy a aparecerme como la mujer vestida de blanco, de la que nos ha contado tantas cosas el viejo jardinero que murió. Pero tienen que venir conmigo hasta el final del jardín, donde está el muro.» Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y se deslizó ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr detrás de ella, riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado Adelgunda al arco medio caído se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj del palacio tocó las nueve: «¿No ven -exclamó Adelgunda con el tono apagado y cavernoso del mayor espanto-, no ven nada..., la figura... que está delante de mí? ¡Jesús! Extiende la mano hacia mí... ¿no la ven?» Las niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas por el miedo y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía la más valiente saltó hacia Adelgunda y trató de cogerla en sus brazos. Pero en el mismo instante Adelgunda se desplomó como muerta. A los gritos despavoridos de las niñas, todos los del palacio salieron apresuradamente. Cogieron a Adelgunda y la metieron dentro. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas entró bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en niebla, que le alargaba la mano. Como es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que produce la luz del anochecer. Adelgunda se recobró la misma noche, de tal modo, que no se temieron consecuencias algunas, y se dio el asunto por terminado. ¡Y, sin embargo, qué diferente fue! A la noche siguiente, apenas dieron las nueve campanadas, Adelgunda, presa de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban, empezó a gritar: «¡Ahí está, ahí está! ¿No la ven? ¡Ahí está, enfrente de mí!»

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Baste saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve, Adelgunda volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y permanecía algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo más mínimo, o por alguna sensación psíquica pudiese percibir la proximidad de un desconocido principio espiritual. La pobre Adelgunda fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por un extraño absurdo, del estado de la hija, de la hermana. De ahí aquel raro proceder, al que ya he hecho alusión. No faltaron médicos ni medios para librar a la pobre niña de una idea fija, que así llamaban a la aparición, pero todo fue en vano, hasta que ella pidió, entre abundantes lágrimas, que la dejasen, pues la figura que se le aparecía con rasgos inciertos e irreconocibles, no tenía nada de terrorífico, y no le producía ya miedo; incluso tras cada aparición tenía la sensación de que en su interior se despojase de ideas y flotase como incorpórea, debido a lo cual padecía gran cansancio y se sentía enferma. Finalmente, la Coronela trabó conocimiento con un célebre médico, que estaba en el apogeo de su fama, por curar a los locos de manera sumamente artera (mediante ardides muy ingeniosos). Cuando la Coronela le confesó lo que le sucedía a la pobre Adelgunda, el médico se rió mucho y afirmó que no había nada más fácil que curar esta clase de locura, que tenía su base en una imaginación sobreexcitada. La idea de la aparición del fantasma estaba unida al toque de las nueve campanadas, de forma que la fuerza interior del espíritu no podía separarlo, y se trataba de romper desde fuera esta unión. Esto era muy fácil, engañando a la joven con el tiempo y dejando que transcurriesen las nueve, sin que ella se enterase. Si el fantasma no aparecía, ella misma se daría cuenta de que era una alucinación y, posteriormente, mediante medios físicos fortalecedores, se lograría la curación completa. ¡Se llevó a efecto el desdichado consejo! Aquella noche se atrasaron una hora todos los relojes del palacio, incluso el reloj cuyas campanadas resonaban sordamente, para que Adelgunda, cuando se levantase al día siguiente, se equivocase en una hora. Llegó la noche. La pequeña familia, como de costumbre, se hallaba reunida en un cuartito alegremente adornado, sin la compañía de extraños. La Coronela procuraba contar algo divertido, el Coronel

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empezaba, según costumbre cuando estaba de buen humor, a gastar bromas a la vieja francesa, ayudado por Augusta, la mayor de las señoritas. Todos reían y estaban alegres como nunca. El reloj de pared dio las ocho (y eran las nueve) y, pálida como la muerte, casi se desvaneció Adelgunda en su butaca... ¡la labor cayó de sus manos! Se levantó, entonces, el tenor reflejado en su semblante, y mirando fijamente el espacio vacío de la habitación, murmuró apagadamente con voz cavernosa: «¿Cómo? ¿Una hora antes? ¡Ah! ¿No lo ven? ¿No lo ven? ¡Está frente a mí, justo frente a mí!» Todos se estremecieron de horror, pero como nadie viese nada, gritó la Coronela: «¡Adelgunda! ¡Repórtate! No es nada, es un fantasma de tu mente, un juego de tu imaginación, que te engaña, no vemos nada, absolutamente nada. Si hubiera una figura ante ti, ¿acaso no la veríamos nosotros?... ¡Repórtate, Adelgunda, repórtate!» «¡Oh, Dios...! ¡Oh, Dios mío -suspiró Adelgunda-, van a volverme loca! ¡Miren, extiende hacia mí el brazo, se acerca... y me hace señas!» Y como inconsciente, con la mirada fija e inmóvil, Adelgunda se volvió, cogió un plato pequeño que por casualidad estaba en la mesa, lo levantó en el aire y lo dejó... y el plato, como transportado por una mano invisible, circuló lentamente en torno a los presentes y fue a depositarse de nuevo en la mesa. La Coronela y Augusta sufrieron un profundo desmayo, al que siguió un ataque de nervios. El Coronel se rehízo, pero pudo verse en su aspecto trastornado el efecto profundo e intenso que le hizo aquel inexplicable fenómeno. La vieja francesa, puesta de rodillas, con el rostro hacia tierra, rezando, quedó libre como Adelgunda, de todas las funestas consecuencias. Poco tiempo después la Coronela murió. Augusta se sobrepuso a la enfermedad, pero hubiera sido mejor que muriese antes de quedar en el estado actual. Ella, que era la juventud en persona, como ya les describí al principio, se sumió en un estado de locura tal que me parece todavía más horrible y espeluznante que aquellos que están dominados por una idea fija. Se imaginó que ella era aquel fantasma incorpóreo e invisible de Adelgunda, y rehuía a todos los seres humanos, o se escondía en cuanto alguien comenzaba a hablar o a moverse. Apenas se atrevía a respirar, pues creía firmemente que de aquel modo

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descubría su presencia y podía causar la muerte a cualquiera. Le abrían la puerta, le daban la comida, que escondía al tomarla, y así, ocultamente, hacía con todo. ¿Puede darse algo más penoso? El Coronel, desesperado y furioso, se alistó en la nueva campana de guerra. Murió en la batalla victoriosa de W... Es notable, muy notable, que desde aquella noche fatal, Adelgunda quedó libre del fantasma. Se dedica por entero a cuidar a su hermana enferma, y la vieja francesa la ayuda en esta tarea. Según me ha dicho hoy Silvestre, el tío de las pobres niñas, acaba de llegar para consultar con nuestro buen R... acerca del método curativo que debe emplearse con Augusta. ¡Quiera el Cielo facilitar esta improbable curación! Cipriano calló y también los amigos permanecieron en silencio. Finalmente, Lotario exclamó: «¡Esta sí que es una condenada historia de fantasmas! ¡Pero no puedo negar que estoy temblando, a pesar de que todo el asunto del plato volante me parece infantil y de mal gusto!» «No tanto -interrumpió Ottomar-, no tanto, ¡querido Lotario! Bien sabes lo que pienso acerca de las historias de fantasmas, bien sabes que estoy en contra de todos los visionarios.» FIN

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LA CASA VACÍA Ya sabéis -comenzó a decir Teodoro- que pasé el último verano en ***. Los numerosos amigos y conocidos que encontré allí, la vida amable y despreocupada, las numerosas manifestaciones artísticas y científicas, todo me retuvo. Nunca me sentía tan contento como cuando me entregaba por entero a mi pasión de vagabundear por las calles, deteniéndome para ver los grabados en cobre que se exhibían en las puertas, deleitarme con los letreros y observando a las personas que salían a mi encuentro, con idea de hacerles un horóscopo; pero no sólo me atraía irresistiblemente la riqueza de las obras de arte y el lujo, sino la contemplación de los magníficos y suntuosos edificios. La alameda, ornada de construcciones semejantes, que conduce a la Puerta de *** es el punto de reunión de un público dispuesto a gozar de la vida, ya que pertenece a la clase alta o acomodada. En los pisos bajos de los grandes palacios exhibíanse la mayor parte de las veces mercancías lujosas, mientras que en los altos habitaba gente de las clases mencionadas. Las hosterías más elegantes estaban, por lo general, en esta calle y los representantes extranjeros vivían en ella; así podéis suponer que allí había una animación especial y mayor movimiento que en otro lugar de la ciudad, dando la sensación de hallarse más poblada de lo que realmente estaba. El interés por vivir en aquel sitio hacia que muchos se conformasen con una pequeña vivienda, menor de lo que les correspondía, de suerte que muchas familias habitaban en una misma casa, como si ésta fuera una colmena. Con frecuencia paseaba yo por tal avenida, cuando un día, de pronto, me fijé en un paraje que difería de los demás de extraña manera. Imaginaos una casita baja, con cuatro ventanas, en medio de dos bellos y elevados edificios, cuyo primer piso apenas si se elevaba más que los bajos de las casas vecinas,

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y cuyo techo, en mal estado de conservación, así como las ventanas, cubiertas en parte con papeles, y los muros descoloridos, daban muestra del total abandono en que la tenía su propietario. Suponed qué aspecto tendría aquella casa entre dos mansiones suntuosas y adornadas con lujosa profusión. Permanecí delante contemplándola y observé al aproximarme qué todas las ventanas estaban cerradas, que delante de la ventana del piso bajo se levantaba un muro y que la acostumbrada campanilla de la puerta cochera, así como la de la puerta principal, no existían; ni tan siquiera había un aldabón o llamador. Con el tiempo llegué al convencimiento de que la casa estaba deshabitada, ya que nunca, pasase a la hora que fuera, veía la menor huella de un ser humano. ¡Una casa deshabitada en esa parte de la ciudad! Era algo muy raro, aunque posiblemente tendría una explicación natural: que su dueño estuviese haciendo un largo viaje o que viviese en posesiones muy lejanas, sin atreverse a alquilar o Vender este inmueble, por si lo necesitaba en el caso de volver a ***. Eso pensaba yo, y, sin saber cómo, me encontraba siempre paseando por delante de la casa vacía, al tiempo que permanecía, no tanto sumergido en extraños pensamientos, como enredado en ellos. Bien sabéis todos, queridos compañeros de mi alegre juventud, que siempre me considerasteis un visionario, y que cuantas veces las extrañas apariencias de un mundo maravilloso entraban en mi vida, vosotros, con vuestra rígida razón, lo combatíais. ¡Pues bien! Ahora podéis poner las caras de desconfianza que queráis, pues he de confesaros que yo también a veces he sufrido engaños, y que con la casa vacía parecía ir a ocurrir algo semejante, pero... al final vendrá la moraleja que os dejará aniquilados. ¡Escuchad! i Vamos al asunto! Un día, y precisamente a la hora en que el buen tono ordena pasear arriba y abajo por la alameda, estaba yo, como de costumbre, absorto en mis pensamientos, contemplando la casa vacía. De pronto, noté Sin mirar que alguien se había colocado a mi lado y me observaba fijamente. Era el conde P., en muchos puntos tan afín a mí, y no me cabe la menor duda de que también estaba interesado en la casa misteriosa. Me sorprendió que, al comunicarle la extraña impresión que me había causado esa casa deshabitada en aquella parte tan frecuentada de la ciudad, sonriese

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irónicamente, si bien al punto me aclarase todo. El conde P. había ido mucho más lejos que yo. Después de múltiples observaciones y combinaciones, había dado con la explicación de porqué se encontraba la casa en aquel estado, y precisamente la explicación estaba relacionada con una extraña historia, que sólo la más viva fantasía del poeta podía haber imaginado. Voy ahora a referiros la historia del conde, que recuerdo con entera claridad, y, por lo que respecta a lo que me sucedió luego, me siento tan excitado todavía, que os lo contaré después. ¡Qué sorpresa fue la del conde al enterarse de que la casa vacía sólo alojaba los hornos del confitero, cuyos lujosos escaparates atraían al viandante! Por eso las ventanas del bajo, donde estaban los hornos, permanecían tapiadas y las habitaciones del primer piso, con las cortinas echadas para evitar el sol y los insectos, protegiendo así los artículos confitados. Cuando el conde me contó esto, sentí como si me hubieran arrojado un jarro de agua fría o como si demonios enemigos hicieran burla de mis sueños poéticos... Pese a aquella explicación prosaica, siempre que desde entonces pasaba ante ella, no dejaba de mirar la casa deshabitada, y, siempre que la miraba, sentía ligeros estremecimientos al imaginar toda clase de escenas extrañas. No me acostumbraba a la idea de la confitería, de los mazapanes, de los bombones, de las tartas, de las frutas escarchadas, etcétera. Una extraña combinación de ideas hacía que todo me sonase a secretos simbolismos y que pareciese decirme: «¡No os asustéis, amigo mío! Somos dulces criaturas, pero de un momento a otro estallará un trueno.» Entonces yo volvía a pensar: «¿No eres acaso un loco, un iluso, que siempre tratas de convertir lo vulgar en algo maravilloso? ¿Tienen razón acaso tus amigos cuando te consideran un exaltado visionario?» La casa, no podía ser de otro modo, permanecía siempre igual. Llegó un momento en que, al habituarse mi vista a ella y a las ilusorias figuras que parecían reflejarse en las paredes, éstas poco a poco fueron desapareciendo. Sin embargo, una casualidad hizo que lo que parecía dormido volviese a despertar. El hecho de haber quedado todo, a pesar mío, reducido a algo prosaico, como podéis imaginar, no impedía que yo siguiese mirando la

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fabulosa casa conforme a mi manera de pensar, pues soy fiel caballero de lo maravilloso. Sucedió, pues, que un día en que, como de costumbre, paseaba por la alameda a las doce, mi mirada se fue a detener en las ventanas cubiertas por cortinas de la casa vacía. Noté que la cortina de la última ventana, justamente junto a la tienda de la confitería, comenzaba a moverse. Dejáronse ver una mano y un brazo. Con mis gemelos de ópera pude observar claramente la bella mano femenina, de blancura resplandeciente, en cuyo dedo meñique refulgía con desusado destello un brillante, y desde cuyo brazo redondeado, de belleza exuberante, lanzaba sus destellos un rico brazalete. La manó colocó un frasco de cristal de extraña forma en el alféizar de la ventana y desapareció tras la cortina. Me quedé inmóvil; una rara y agradable emoción recorrió mi interior, a la manera de un calor eléctrico. Fijamente permanecí mirando a la ventana fatal y de mi pecho se escapó un suspiro. Por último, sentí como si fuese a desmayarme, y poco rato después me encontré rodeado de gentes de todas clases, que me observaban con semblante de curiosidad. Esto me disgustó, pero enseguida me di cuenta de que toda aquella muchedumbre no cesaba de comentar admirada que había caído desde un sexto piso un gorro de dormir sin que se le hubiese desgarrado ni una sola malla. Me alejé lentamente, mientras el demonio prosaico me susurraba con toda claridad al oído que la mujer del confitero, alhajada como en día de fiesta, se había asomado para dejar en la ventana un frasco de agua de rosa vacío. ¡Qué extraña ocurrencia! Pero, de pronto, tuve un pensamiento audaz; regresé al instante a contemplar el escaparate de la Confitería inmediato a la casa vacía y entré. Mientras soplaba la espuma del hirviente chocolate que había pedido, comencé a decir: -En realidad habéis ampliado mucho vuestro establecimiento... El confitero echó con presteza un par de bombones de colores en el cucurucho de papel y, dándoselos a la encantadora joven que lo solicitaba, apoyó sus

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brazos en el mostrador, mirándome sonriente. Volví a repetirle que había hecho muy bien en colocar el horno en la casa contigua, aunque resultaba extraña y triste la casa vacía en medio de la animada fila de edificios. -¡Eh, señor! -repuso el confitero-. ¿Quién le ha dicho que la casa de ahí al lado me pertenece? Han sido vanos todos mis intentos de adquirirla, aunque bien creo que esa casa posiblemente oculte un enigma. Ya podéis suponeros, amigos míos, en qué estado de excitación me dejó esta respuesta y qué reiteradamente le supliqué que me dijese algo más de la casa. -¡Pues, sí, señor mío! -díjome-. En realidad no sé nada raro de la casa; únicamente puedo aseguraros que pertenece a la condesa de S., que vive en sus posesiones, y desde hace muchos años no viene a ***. Como entonces no se habían construido los magníficos edificios que existen ahora, según me han contado, la casa está en el mismo estado que antaño y nadie sabe nada de la completa decadencia en que Se encuentra ahora. Sólo dos seres vivientes la habitan: un ancianísimo administrador muy huraño y un perro gruñón, que a veces, en el patio de atrás, ladra a la Luna. El rumor popular dice que debe haber fantasmas en la casa vacía. Realmente mi hermano (el dueño de la tienda) y yo hemos oído varias veces en el silencio de la noche, sobre todo en Nochebuena, cuando el negocio nos hace estar al pie del mostrador ruidos extraños que parecen venir a través de la pared desde la casa vecina. Luego comienzan a oírse unos sonidos estridentes y un rumor que nos parece horrible. Aún no hace mucho que una noche se oyeron cánticos, tan raros que apenas si puedo describirlos. Parecía la voz de una mujer de edad, pero el tono era tan penetrante, las cadencias tan variadas y los gorgoritos tan agudos, que ni siquiera los he oído en Italia, en Francia o en Alemania a las muchas cantantes que he conocido. Me pareció como si cantase con palabras francesas, que, sin embargo, no podía distinguir bien, aunque llegó un momento en que no pude oír más aquel canto loco y fantasmal que me ponía los pelos de punta. A veces, cuando el bullicio de la calle cesaba un poco oíamos detrás del cuarto trastero profundos suspiros y luego un reír sofocado que parecía venir del suelo; pero, con el oído pegado a la pared, podía percibirse que era en la casa vecina donde suspiraban y reían. Fíjese -dijo

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mientras me conducía a la habitación última y señalaba a través de la ventana-, fíjese usted en aquel tubo de metal que sale del muro. A menudo humea tanto, incluso en verano, cuando nadie necesita calefacción, que mi hermano muchas veces ha regañado con el inquilino por temor a un incendio. Pero éste se disculpa, diciendo que cocina su comida. Ahora bien, lo que coma, eso sólo Dios lo sabe, pues con frecuencia se propaga un olor muy especial sobre todo cuando el tubo humea mucho. La puerta de cristal de la tienda resonó, y el confitero apresuróse, al tiempo que me lanzaba una mirada y me hacía una seña indicando a la persona que entraba, seña que comprendí perfectamente. ¿Quién podía ser aquel extraño personaje sino el administrador de la casa misteriosa? Imaginaos un hombrecillo delgado y seco, con semblante de momia, nariz aguda, labios contraídos, ojos chispeantes y verdes, de gato, sonrisa de loco, el pelo negro rizado a la antigua moda y empolvado, un tupé altísimo engomado y, colgando, una gran bolsa de piel llamada «Postilion d'Amour». Usaba un viejo vestido de color café 'desvaído, aunque muy bien cepillado y limpio, y grandes zapatos desgastados, con hebillas. Imaginaos que esta personilla se dirigió, mejor dicho dirigió su enorme puño, de dedos largos y robustos, hacia el escaparte y, medio sonriendo y medio contemplando los dulces preservados por el cristal, dijo con voz gemebunda y desvaída: -Un par de naranjas confitadas, un par de almendrados, un par de marrons glacés. Decidme y juzgad si no había motivo para pensar algo raro. El confitero sirvió todo lo que el anciano pedía. «¡Pesadlo, pesadlo, honorable señor vecino!», parecía susurrar aquel hombre extraño. Luego sacó del bolsillo, mientras gemía y suspiraba, una pequeña bolsa de cuero y buscó trabajosamente el dinero. Noté que las monedas que iba contando sobre el mostrador estaban ya en desuso. Con voz quejumbrosa murmuró:

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-Dulce..., dulce..., dulce debe ser todo... Por parte mía, todo dulce... Satanás unta el hocico de su novia con miel..., pura miel. El confitero me miró riéndose, y luego dijo al viejo: -Se diría que no os encontráis bien; la edad, debe ser la edad; las fuerzas disminuyen. Sin alterar su gesto, el viejo exclamó con voz aguda: -¿Edad? ¿Edad? ¿Que disminuyen las fuerzas? ¿Débil yo, flojo? ¡Ja, ja, ja! Y tras esto cerró los puños, haciendo crujir sus articulaciones, y dio tal salto en el aire, tras pisar con fuerza, que toda la tienda se estremeció y los cristales resonaron temblorosos. Pero en el mismo instante oyóse una algarabía espantosa: el viejo había pisado al perro negro, que se fue a meter entre sus piernas. -¡Maldita bestia! ¡Maldito perro del infierno! -dijo en voz baja, mientras, abriendo el cucurucho, le ofrecía un almendrado grande. El perro, que se había puesto a llorar como si fuera una persona, se tranquilizó, sentóse sobre sus patas traseras y empezó a roer el almendrado como un hueso. Ambos terminaron a la vez: el perro con su almendrado y el viejo zampándose todo el cucurucho. --Buenas noches, querido vecino -dijo alargando la mano al confitero y dándole tal apretón, que éste lanzó un grito de dolor-. El viejo y débil anciano os desea buenas noches, honorable señor confitero-repitió saliendo de la tienda y tras él su perro negro, relamiendo los restos del almendrado esparcidos por su hocico. Me pareció que ni siquiera había reparado en que estaba yo allí, inmóvil y asombrado.

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-Ahí le tenéis -comenzó a decir el confitero-, ahí le tenéis; así es como obra este viejo extraño, que aparece por aquí cuando menos dos o tres veces por semana, pero no hay forma de sacarle nada; sólo que es el mayordomo del conde de S., que ahora administra esta casa donde vive, y que espera todos los días, y así lleva muchos años, que la familia condal de S. retorne, y que por ese motivo no alquila la casa. Mi hermano un día fue a su encuentro y le preguntó qué era ese ruido tan extraño que hacía a medianoche, pero él. muy tranquilo, respondió: -Si la gente dice que hay fantasmas en esta casa, no lo creáis; no es cierto. A todo esto Sonó la hora en que el buen tono ordena visitar las confiterías. La puerta se abrió, y una multitud elegante entró, de modo que ya no pude preguntar más. No cabía la menor duda de que las noticias del conde P., acerca de la propiedad y el empleo de la casa, eran falsas; que el viejo administrador, no obstante su negativa, no vivía solo, y que allí se ocultaba un secreto. ¿Tenía alguna relación el extraño y espantoso cántico con el bello brazo que se mostró en la ventana? Aquel brazo no correspondía, no podía tener relación alguna, con el cuerpo de una mujer vieja. El cántico, sin embargo, conforme a la descripción del confitero, no provenía de la garganta de una muchacha. Además, recordé la humareda y el extraño olor de que me había hablado, así como el frasco de cristal visto por mí, y muy pronto se ofreció a mi mente la imagen de una criatura de bellos ojos, presa de poderes mágicos. Creí ver en el viejo un brujo fatal, un hechicero, que posiblemente no tenía relación alguna con la familia condal de S. y que, por cuenta propia, encontrábase en la casa abandonada haciendo de las suyas. Mi fantasía se puso a trabajar, y aquella misma noche, no sólo en sueños, sino en el delirio que precede al dormir, vi claramente la mano con el brillante refulgente en el dedo y el brazo ceñido por el rico brazalete. Un semblante bellísimo se me apareció entre la transparente niebla gris, semblante que tenía ojos azules, tristes y suplicantes, y luego la figura encantadora' de una joven en la plenitud de su belleza. Muy pronto me di cuenta de que, lo que tomaba por niebla, era la humareda que se desprendía del frasco de cristal que tenía la figura entre sus manos, y que subía en rizadas volutas hacia lo alto.

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«¡Oh, mágica visión -exclamé extasiado-, oh, mágica visión! ¿Dónde te encuentras, quién te ha encadenado? ¡Oh, cuánto amor y tristeza hay en tu mirada! Bien sé que la magia negra te tiene prisionera, que eres la desgraciada esclava de un demonio malicioso, vestido con ropas marrones que trastea por la confitería, da saltos capaces de destruir todo y pisa a perros infernales, que alimenta con almendrados, cuando, a fuerza de aullidos, han consumado sus evocaciones satánicas... ¡Oh, ya lo sé todo, bella y encantadora criatura! ¡El diamante es el reflejo de tu brillo interior! ¡Ah!, si no le hubieses dado la sangre de tu corazón, ¿cómo iba a brillar así, con rayos tan multicolores y con tonos tan maravillosos que jamás ha podido ver un mortal? Sí, sé muy bien que el brazalete que ciñe tu brazo es una argolla de la cadena a que hacía referencia el hombre vestido de marrón, que es un eslabón magnético. ¡No le hagas caso, hermosa mía! Ya veo cómo se suelta y cae en la encendida retorta, desprendiendo llamas azuladas. ¡Yo lo he echado y ya estás libre! ¿Acaso no sé todo, acaso no sé todo, amada mía? Pero escúchame, encantadora, abre tus labios y dime...» En el mismo instante un puño poderoso me empujó contra el frasco de cristal, que se rompió en mil pedazos, esparciéndose por el aire. Con un débil quejido de dolor, la encantadora figura desapareció en la oscura noche... |Ah! Veo por vuestra sonrisa que de nuevo me tomáis por un visionario. Pero os aseguro que todo el sueño, si es que no queréis prescindir de este nombre, tenía el perfecto carácter de una visión. Como veo que continuáis sonriéndoos y negándoos a creerme, de un modo prosaico, prefiero no decir nada, sino terminar de una vez. Apenas amaneció, corrí muy intranquilo y Heno de deseos hacia la alameda y me aposté frente a la casa vacía. Además de las cortinas interiores, había rejas. La calle estaba totalmente vacía. Acerquéme a la ventana del piso bajo y me puse a escuchar atentamente. Pero no oí nada; todo estaba en un silencio sepulcral. Ya se hacía de día y comenzaba a animarse el comercio; debía irme de allí. Os cansaría si os contase cuántos días fui a la casa en momentos diversos, y todo en vano, sin poder descubrir nada, y cómo todas mis investigaciones y observaciones no me procuraron ninguna noticia. Así es

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que, finalmente, la bella imagen de la visión que había contemplado fue esfumándose. Mas he aquí que un día que volvía de dar un paseo por la tarde, al pasar por delante de la casa vacía noté que la puerta estaba medio abierta; entré. El hombre del traje marrón se asomó. Yo había tomado una resolución. Pregunté al viejo: -¿Vive aquí Binder, el consejero de Hacienda? Al tiempo empujaba la puerta para entrar en un vestíbulo iluminado débilmente por la luz de una lámpara. El viejo me miró con su sonrisa permanente y dijo con voz lenta y gangosa: -No, no vive aquí; nunca ha vivido aquí, nunca vivirá aquí y tampoco vive en toda la alameda. Pero la gente dice que en esta casa hay fantasmas. Sin embargo, puedo asegurarle que no es cierto; es una casa muy tranquila, muy bonita, y mañana vendrá la respetable condesa de S. ¡Buenas noches, mi querido amigo! Apenas terminó de decir esto, el viejo se las ingenió para echarme de la casa y cerrar la puerta tras de mí. Oí cómo resonaban las llaves en su llavero, mientras subía las escaleras, carraspeando y tosiendo. Aquel escaso tiempo fue suficiente sin embargo, para que viese qué en el vestíbulo colgaban tapices antiguos de varios colores y que la sala estaba amueblada con sillones de damasco rojo, todo lo cual le daba un aspecto extraño, ¡Nuevamente volvieron a despertarse en mi interior la fantasía y la aventura tras de haber entrado en la casa misteriosa! Imaginaos..., imaginaos al día siguiente en qué estado volví a recorrer la alameda al mediodía. Al dirigir la mirada involuntariamente hacia la casa vacía, observé que algo brillaba en el piso alto. Al acercarme vi que la persiana estaba levantada y la cortina medio corrida. iOh, cielos! Apoyado en su brazo, el bello semblante de aquella visión mía me miraba suplicante. ¿Era posible permanecer quieto en medio de la muchedumbre? En aquel momento me fijé

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en el banco destinado a los viandantes, colocado precisamente ante la casa vacía, aunque de espaldas a la fachada. Con paso rápido caminé por la alameda y. apoyándome sobre el respaldo del banco, pude contemplar sin ser molestado la ventana fatal. ¡Si!, era ella, la encantadora y bella criatura, los mismos rasgos... Sólo que su mirada incierta... no se dirigía a mí, según me pareció, sino más bien denotaba algo artificial, como muerto. Daba la engañosa impresión de pertenecer a un cuadro, impresión que hubiera sido completa de no haberse movido el brazo y la mano. Totalmente absorto en la contemplación del extraño ser que estaba asomado a la ventana, y que me causaba tan rara exaltación, no oí la voz temblona de un vendedor ambulante italiano que inútilmente me ofrecía su mercancía. Como me tocase el brazo, volvíme con presteza y le reñí furioso. No me dejaba un instante con sus súplicas pedigüeñas. En todo el día no había ganado nada; decía que le comprase un par de lápices o un paquete de mondadientes. Impaciente, para librarme a toda prisa de aquel pesado, metí la mano en el bolsillo en busca de mi bolsa mientras él me decía: -Aún tengo cosas más bonitas. Buscó en su caja y sacó un espejito, que estaba en el fondo con otros cristales, y me lo mostró de lejos. Volví a mirar la casa vacía, la ventana y los rasgos de aquel encantador y angelical semblante de la visión que se me había aparecido. Apresurado compré el espejito, que me permitió, sin necesidad de molestar al vecino, mirar hacia la ventana. Así es que, contemplando durante largo rato el rostro misterioso, me sucedió que experimenté un sentimiento rarísimo e indescriptible, como si estuviera soñando despierto, Tuve la sensación de que me paralizaba, pero más bien que los movimientos del cuerpo, la mirada, que no podía apartar del espejo. Confieso con rubor que recordé aquellos cuentos infantiles que me relataba en mí tierna niñez la criada al acostarme, cuando me divertía contemplándome en el gran espejo de la habitación de mi padre. Me dijo entonces que, cuando los niños se miran mucho por la noche al espejo, ven la cara horrible de un desconocido, y esto hacía que a veces permanecieran mirando fijamente. Aquello me parecía horroroso, pero aun sobrecogido por el espanto, no podía dejar de mirar a través del espejo, porque tenía una gran curiosidad de ver el semblante desconocido. Una vez

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parecióme ver un par de ojos brillantes, horribles, que despedían chispas desde el espejo; me puse a gritar y caí desvanecido. En aquella ocasión se me declaró una larga enfermedad, y todavía hoy tengo la sensación de que aquellos ojos me están mirando. En una palabra: todas aquellas beberías de mi infancia pasaron por mi imaginación; sentí que se me helaban las venas, y quise apartar de mi lado el espejo..., pero no pude. Los ojos celestiales de la encantadora criatura me contemplaban. Sí, su mirada penetraba directamente en mi corazón. Luego, aquel espanto que me sobrecogió repentinamente cesó y dio paso a un suave dolor y a una dulce nostalgia, semejante al efecto de una sacudida eléctrica. -¡Tenéis un espejo envidiable! - dijo una voz junto a mí. Desperté como de un sueño, y cuál no sería mi desconcierto cuando encontré a mi lado unos semblantes que sonreían de modo equívoco. Varias personas habíanse sentado en el mismo banco y era lo más probable que, por mi insistencia en mirar al espejo y quizá por los extraños gestos que debí de hacer en el estado de exaltación en que me encontraba, diese un espectáculo muy divertido. -Tenéis un espejo envidiable -repitió la voz al ver que yo no respondía-. ¿Por qué miráis con tanta fijeza? Un hombre ya de edad, vestido muy cuidadosamente, que en el tono de su conversación y en la mirada tenía algo de bondadoso e inspiraba confianza, era quien me hablaba. No tuve reparo en decirle que precisamente en el espejo veía a una joven maravillosa que estaba asomada a la ventana de la casa vacía. Fui más lejos aún: pregunté al viejo si veía él también aquel maravilloso semblante. -¿Allí, en aquella casa vieja..., en la última ventana? - me preguntó asombrado el viejo.

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-Ciertamente, ciertamente -repuse. El viejo se sonrió y comenzó a decir: -Os habéis engañado de un modo extrañísimo... Doy gracias a que mis viejos ojos... ¡Dios bendiga mis viejos ojos! ¡Eh, eh, señor mío! En efecto, sí, yo también he visto con estos ojos bien abiertos el semblante maravilloso asomado a la ventana. Aunque realmente bien creo que se trata de un retrato al óleo. Rápidamente me volví hacia la ventana: todo había desaparecido y la persiana se había bajado. -Sí -continuó el viejo-; sí, señor mío, no es demasiado tarde para convencerse de que precisamente ahora el criado que vive ahí solo, como un castellano, en los cuarteles de la condesa de S., acaba de limpiar el polvo del cuadro, lo ha quitado de la ventana y bajó la persiana. -¿Así que era un cuadro? - pregunté totalmente desconcertado. -Confiad en mis ojos -repuso el viejo-. Al ver en el espejo sólo el reflejo del cuadro ha sido usted fácilmente engañado por la ilusión óptica. ¿Acaso yo, cuando tenía vuestra edad, gracias a mi fantasía, no era capaz de evocar la imagen de una bella joven y de darle vida? -Pero la mano y el brazo se movían -insistí. -Sí, sí; se movían, todo se movía -dijo el viejo sonriendo y dándome un golpecito en el hombro. Luego levantóse y después de hacerme una reverencia se despidió con estas palabras-: Tened cuidado con esos espejos de bolsillo, que mienten tan engañosamente. Téngame por su más obediente servidor. Podéis imaginar cuál sería mi estado de ánimo cuando me vi tratado como si fuera un ser fantástico, necio y visionario. Quedé convencido de que el viejo tenía razón, de que toda aquella loca fantasmagoría había tenido lugar en mi interior, y que todo lo de la casa vacía, para vergüenza mía, sólo era una

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mixtificación repelente. De muy mal humor y muy disgustado abandoné el banco, decidido a librarme de una vez para siempre del misterio de la casa vacía o, por lo menos, dejar transcurrir unos días sin pasear por la alameda ni por aquel sitio. Seguí tal propósito al pie de la letra. Pasaba las horas ocupado en los negocios de mi bufete, y al atardecer pasaba el rato en un círculo de alegres amigo?, de tal modo que no volvieron a atormentarme aquellos secretos. Únicamente me sucedía algunas noches que me despertaba como si alguien me tocase, y entonces tenía la clara sensación de que, sólo el ser misterioso que se me había aparecido al mirar la ventana de la casa vacía, era la causa de mis sobresaltos. Incluso cundo estaba en mi trabajo o en animada conversación con mis amigos me estremecía con este pensamiento, como si hubiese recibido una sacudida eléctrica. Pero esto sucedía en momentos fugaces. El pequeño espejo de bolsillo, que en otro tiempo tan mentirosamente había reflejado la imagen amable, ahora me servía para menesteres prosaicos: acostumbraba a hacerme el nudo de la corbata ante él. Pero sucedió un día que lo encontré opaco, y echándole el aliento lo froté para darle brillo. Se me detuvo el pulso y todo mi ser se estremeció al experimentar un sentimiento, de terror no exento de cierto agrado. Sí..., ciertamente tengo que calificar de ese modo la sensación que me sobrecogió cuando eché el aliento al espejo, pues contemplé, en medio de una neblina azul, el bello rostro, que me miraba suplicante, con una mirada que traspasaba el corazón. ¿Os reís? Sí, estáis convencidos de que soy un visionario sin remedio. Mas decid lo que queráis, pensad lo que queráis; no me importa. La maravillosa mujer me miraba, en efecto, desde el espejo; pero en cuanto cesé de echarle aliento al espejo, desapareció su rostro de él... No quiero fatigaros más. Pues voy a referir todo lo que sucedió después. Sólo os diré que incansablemente yo repetía la experiencia del espejo y casi siempre lograba evocar la imagen, aunque algunas veces mis esfuerzos resultaban infructuosos. Entonces corría como loco hacia la casa vacía y me ponía a contemplar la ventana; pero ningún ser humano se asomaba... Vivía sólo pensando en ella; todo lo demás me parecía muerto, sin interés; abandoné mis amigos, mis estudios.

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En estas circunstancias muchas veces sentía un dolor suave y una nostalgia como soñadora. Parecía a veces como sí la imagen perdiese fuerza y consistencia, aunque en otras ocasiones se agudizaba de tal modo que recuerdo algunos momentos con verdadero espanto. Encontrábame en un estado de ánimo tal, que hubiera estado a punto de ser mi perdición. Pero aunque os riáis y os burléis de mí, escuchad lo que voy a contaros. Como ya os dije, cuando aquella imagen palidecía, lo que sucedía muy a menudo, sentía un malestar muy grande. Entonces la figura hacía su aparición con una viveza tal, con un brillo tan grande, que me daba la sensación de poder tocarla. Aunque realmente también tenía la horrible impresión de ser yo mismo la figura envuelta por la niebla que se reflejaba en el espejo. Aquel estado penoso terminaba siempre con un agudo dolor en el pecho y luego con una gran apatía que me dejaba preso de un total agotamiento. En los momentos en que fracasaba en mi intento del espejo, notaba que me quedaba sin fuerzas; pero cuando volvía a aparecer la imagen en él, no he de negar que experimentaba un extraño placer físico. Esta continua tensión ejercía sobre mí un influjo maligno; con una palidez mortal y totalmente destrozado, andaba vacilante; mis amigos me consideraban enfermo y sus continuas advertencias me obligaron a meditar seriamente acerca de mi estado. Fuera intencionadamente o de forma casual, unos amigos que estudiaban medicina, en una visita que me hicieron dejaron allí un libro de Reil sobre las enfermedades mentales. Comencé a leerlo. La obra me atrajo irresistiblemente, pero ¡cuál no sería mi asombro al ver que todo lo que se decía en tomo a la locura obsesiva lo experimentaba yo! El profundo espanto que sentí, al imaginarme cercano al manicomio, me hizo reflexionar, y tomé una decisión, que ejecuté al momento. Guardé mi espejo de bolsillo y me dirigí rápidamente al doctor K.. famoso por su tratamiento y curaciones de dementes, debidas al profundo conocimiento que tenía del principio psíquico, que a menudo es causa de enfermedades corporales, pero mediante el cual también pueden curarse. Le referí todo, no oculté ni el menor detalle, y juré que haría cuanto pudiera para salvarme del monstruoso destino

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en que veía una amenaza. Escuchóme atentamente, y luego noté cómo en su mirada se reflejaba un gran asombro. -Aún no está el peligro cerca -me dijo-; no está tan cerca como creéis, y os afirmo con toda certeza que puedo alejarlo. No hay la menor duda de que padecéis un mal psíquico, pero el mismo reconocimiento del ataque de un principio maligno os permite tener a mano el arma con que defenderos. Dejadme el espejo, dedicaos a algún trabajo que ocupe todas vuestras fuerzas, evitad la alameda, trabajad desde muy temprano todo lo que podáis resistir. Después de un buen paseo, reunios con vuestros amigos, que hace tanto que no veis. Comed alimentos saludables, bebed buen vino. Como veis, trato de fortalecer vuestro cuerpo y de dirigir vuestro espíritu hacia otras cosas, para alejar de vos la idea fija, es decir, la aparición que os ofusca, ese semblante en la ventana de la casa vacía que veis reflejada en vuestro espejo. ¡Seguid al pie de la letra mis prescripciones! Me resultaba difícil separarme del espejo. El médico, que ya lo había cogido, pareció notarlo. 'Echó su aliento sobre él y me preguntó mientras lo retenía; -¿Veis algo? -Nada, ni la menor cosa -repuse, como realmente sucedía. -Echad vos el aliento -dijo el médico, mientras me lo devolvía. Así lo hice, y la imagen maravillosa apareció más claramente que nunca. -¡Aquí está! -exclamé en voz alta. El médico miró y dijo: -No veo absolutamente nada, pero no he de ocultaros que, en el mismo instante en que miré en vuestro espejo, sentí un estremecimiento siniestro, que se me pasó en seguida. Bien sabéis que soy muy sincero, y por eso merezco vuestra confianza. Repetid la prueba.

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Así lo hice; el médico me rodeó con sus brazos; sentí su mano en mi nuca. La imagen volvió. El médico, que miraba conmigo en el espejo, palideció; luego, quitándome el espejo de la mano, miró de nuevo, lo guardó en su pupitre y volvióse hacia mí, mientras se secaba el sudor de la frente. -Seguid mi prescripción -comenzó a decir-. Seguid punto por punto mi prescripción. Tengo que reconocer que aquellos momentos en que vuestro yo interior siente un dolor físico me resultan muy misteriosos, aunque espero poder deciros pronto algo acerca de este asunto. Seguí al pie de la letra los consejos del médico, por muy penoso que me resultara, y aunque pronto sentí la influencia beneficiosa de la dieta ordenada y de los diversos trabajos en que se ocupaba mi espíritu, sin embargo no pude verme totalmente libre de aquellos horribles accesos, que solían manifestarse al mediodía, y sobre todo a las doce de la noche. Incluso en medio de las más alegres reuniones, bebiendo y cantando, me sucedía como si atravesasen mi interior puñales incandescentes, y entonces eran inútiles todos los esfuerzos que hacía para resistir; tenía que alejarme, pudiendo solamente volver a casa cuando retornaba de mi desvanecimiento. Sucedió, pues, que un día, estando en una reunión nocturna en la que se hablaba de efectos e influencias, se trató también del oscuro y desconocido campo del magnetismo. Se hacía referencia preferentemente a la posible influencia de un lejanísimo principio psíquico, y se pusieron muchos ejemplos. Sobre todo, un joven médico, muy dado al magnetismo, demostró que, tanto él como otros muchos, mejor dicho, como todos los magnetizadores poderosos, podía obrar desde lejos mediante su pensamiento y voluntad sobre una sonámbula. Todo lo que habían dicho Kluge, Schubert, Barteis y otros podía demostrarse con pruebas. -Me parece que lo más importante -terminó finalmente uno de los presentes, un conocido médico que estaba allí como atento observador-, lo más importante de todo es que el magnetismo parece encerrar muchos enigmas, que, por lo general, no se consideran secretos en la vida diaria, sino simples experiencias. Así, pues, tenemos que andar con pies de plomo. ¿Cómo es

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posible que suceda que, aparentemente, sin motivo alguno externo o interno, y rompiendo la cadena de los pensamientos, una determinada persona o simplemente la imagen fiel y viva de algún acontecimiento se apodere dé nosotros de manera que nos quedemos asombrados? Lo más notable es lo que a menudo experimentamos en sueños. Toda la imagen del sueno se hunde en un negro abismo, y he aquí que de nuevo, independientemente de la imagen de aquel sueño, surge otra con poderosa vida, imagen que nos transporta a lejanas regiones y de pronto nos pone en relación con personas aparentemente desconocidas, en las que hacía ya mucho años no pensábamos. Sí, y todavía más, a menudo contémplennos personas desconocidas o que conocimos hace muchos años. Como cuando decimos algunas veces: «¡Dios mío! Este hombre, esta mujer me resultan conocidos; me parece haberlos visto ya en alguna parte, es probable, aunque parezca mentira, que sea el recuerdo oscuro de un sueño. ¿Cómo podría explicarse esta súbita aparición de imágenes extráñate en medio de nuestras ideas, que suelen apoderarse de nosotros con una fuerza especial, si no fuese porque son motivadas por un principio psíquico? ¿Cómo sería posible ejercer influencia en un espíritu extraño en determinadas circunstancias, y sin preparación alguna, de forma que podamos obrar sobre él como si estuviera muerto? -Un paso más -añadió otro riéndose- y estamos en los embrujamientos, la magia, los espejos y las necias fantasías y supersticiones de los tiempos antiguos. -¡Eh! - interrumpió el médico al escéptico-. No hay ninguna época anticuada, y mucho menos puede considerarse necios a los tiempos pasados en que hubo hombres que pensaron, pues también tendríamos que considerar necia nuestra propia época. Hay algo, por mucho que nos esforcemos en negarlo, y que más de una vez se ha demostrado, y es que en el oscuro y misterioso reino, que es la patria de nuestro espíritu, arde una lamparita, perceptible por nuestra mirada, ya que la Naturaleza no ha podido negarnos el talento y la inclinación de los topos, pues, ciegos como somos, buscamos orientarnos a través de caminos de tinieblas. Y así como los ciegos de la tierra reconocen la proximidad del bosque por el rumor de las hojas de los árboles, por el murmullo

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y el sonido de las aguas, y se cobijan en sus sombras refrescantes, y el arroyo les calma su sed, de forma que su anhelo alcanza la meta deseada, del mismo modo presentimos nosotros, gracias al resonante batir de alas y al aliento espiritual de los seres, que nuestro peregrinaje nos conduce al manantial de la luz, ante la cual se abren nuestros ojos. No pude resistir más tiempo, y, volviéndome hacia el médico, le dije: -Considero, y no quiero entrar en más profundidades, considero posible no sólo esta influencia, sino también otras, y creo que en el estado magnético pueden realizarse operaciones gracias al principio psíquico. Asimismo -continué-, creo que existen fuerzas demoníacas enemigas que pueden ejercer su poder maléfico sobre nosotros. -Serán partículas malignas de espíritus caídos -repuso el médico riéndose-. No. no debemos admitir esto, y sobre todo les suplico que no tomen estas insinuaciones mías sino como simples sugerencias, a las que voy a añadir que no creo en un indiscutible dominio de un principio espiritual sobre otro, sino más bien tengo que admitir que todo sucede a causa de una debilidad de la voluntad, cambio o dependencia que permite este dominio. -En fin -comenzó a decir un hombre de edad que había permanecido callado, aunque escuchando muy atentamente-, en fin, estoy de acuerdo con vuestras extrañas ideas acerca de los misterios impenetrables con los que tratamos de familiarizamos. Si existen misteriosas riquezas activas, que se ciernen sobre nosotros amenazadoramente, tiene que existir alguna anormalidad en nuestro organismo espiritual que nos robe fuerza y valor para resistir victoriosamente. En una palabra: sólo la enfermedad del espíritu, los pecados, nos hacen siervos del principio demoníaco. Es digno de notarse -prosiguió- que ya, desde los tiempos más remotos, las fuerzas demoníacas sólo actuaban sobre los hombres que sufrían grave trastorno espiritual. Me refiero, sobre todo a encantos o hechicerías amorosas de que están llenas todas las crónicas. En los más disparatados procesos brujeriles aparecen siempre, e, incluso en los códigos de algunas naciones

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muy civilizadas, se habla de filtros amorosos, destinados a obrar psíquicamente, que no sólo despiertan el deseo amoroso, sino que irresistiblemente obran sobre una determinada persona. Ya que la conversación trata de estas cosas, recordaré un suceso trágico que sucedió en mi propia casa hace poco tiempo. Cuando Bonaparte invadió nuestro país con sus tropas, un coronel de la Guardia Noble italiana alojóse en mi casa. Era uno de los pocos oficiales de la llamada Grande Armée, que se había distinguido por su conducta digna y correcta. De semblante pálido, sus ojos hundidos daban señales de estar enfermo o presa de una profunda preocupación. Pocos días después de su llegada, estando conmigo, sucedió algo que manifestó la especie de enfermedad de que se veía atacado. Encontrábame yo precisamente en su habitación cuando, de pronto, conienzó a suspirar y se llevó una mano al pecho, o mejor dicho, a la altura del estómago, como si sintiese dolores mortales. Llegó un momento en que no pudo hablar, viéndose obligado a tumbarse en el sofá; luego, de pronto, perdió la visión y quedóse rígido, sin conocimiento, como un palo. Pero después se incorporó como si despertase de un sueño, aunque era tal su cansancio, que durante mucho tiempo no pudo moverse. Mi médico, a quien yo envié después de haber probado diversos métodos, comenzó a tratarle magnéticamente, y esto pareció ejercer algún efecto. Pero, en cuanto dejaba de magnetizarle, el enfermo experimentaba un sentimiento insoportable de malestar. Como el médico se había ganado la confianza del coronel, confesóle éste que en aquellos momentos veía la imagen de una joven que había conocido en Pisa; tenía entonces la sensación de que su mirada ardiente penetraba en su interior, y era cuando experimentaba aquellos dolores insoportables, hasta que caía inconsciente. Aquel estado le causaba tal dolor de cabeza y una tensión tal como si hubiera vivido un éxtasis amoroso. Nada dijo de cuáles fueran las relaciones que hubiera tenido con aquella mujer. Las tropas estaban a punto de emprender la marcha; el coche del coronel hallábase a la puerta, éste estaba desayunando, y he aquí que, en el mismo momento de llevarse a los labios un vaso de vino de Madera, se desplomó, cayendo al suelo, al tiempo que profería un grito. Estaba muerto. Los médicos diagnosticaron un ataque nervioso fulminante. Unas semanas después, me entregaron una carta dirigida al coronel. Yo no tenía intención de

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abrirla, pues pensaba dársela a algún amigo de sus familiares, al tiempo de comunicarles la noticia de su repentina muerte. La carta provenía de Pisa, y supe que contenía las siguientes palabras: «¡Infeliz! Hoy, día 7, a las doce del mediodía, falleció Antonia, abrazando amorosamente tu imagen traicionera.» Miré el calendario, en el que había señalado el día de la muerte del coronel, y vi que el fallecimiento de Antonia había sido a la misma hora que el suyo. No quise escuchar el resto de la historia que refería aquel hombre, pues invadióme tal terror al reconocer mi propio estado en el del coronel italiano, que salí apresurado, rabiando de dolor, poseído por el loco anhelo de ver la imagen desconocida. Corrí hacia la casa fatal. Desde lejos me pareció ver brillar luces a través de las persianas bajadas; pero, a medida que me fui aproximando, se desvaneció el brillo. Furioso, ebrio de amor, me lancé hacía la puerta, que cedió a mi empuje. Encontróme en un vestíbulo débilmente iluminado. El corazón me saltaba del pecho, tal era la angustia y la impaciencia que sentía; oyóse un cántico caudaloso que parecía provenir de una garganta femenina cuyo tono agudo resonaba en toda la casa; en fin, no sé cómo sucedió que me encontré de pronto en una gran sala iluminada con muchas velas, amueblada a la manera antigua, con muebles dorados y muchos exóticos jarrones japoneses. Una nube de humo se elevaba, como una neblina azul. -¡Bienvenido seas, seas bienvenido..., dulce desposado!... ¡Ha llegado la hora de la boda! -se oyó gritar a una voz de mujer. Como todavía no sé cómo hice mi aparición en la sala, tampoco puedo decir de qué modo apareció de improviso resplandeciente, a través de la niebla, una bella figura juvenil, ataviada con ricos vestidos, que se dirigió hacia mí con los brazos abiertos mientras repetía: «¡Bienvenido seáis, dulce desposado!», al mismo tiempo que un semblante horriblemente deformado por la edad y la locura me miraba con fijeza a los ojos. Mi espanto fue tan grande que vacilé, como si estuviera fascinado por la mirada penetrante y vivaz de una serpiente de cascabel; no podía apartar los ojos de aquella vieja horrible ni tampoco podía dar un paso.

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Acercóse a mí, y entonces tuve la sensación de que su espantoso rostro era sólo la máscara recubierta de un tenue velo, que mostró con apariencia más bella a través del espejo. Sentía ya el contacto de las manos de aquella mujer cuando, dando un agudo chillido, se tiró al suelo. Oyóse entonces una voz detrás de mí que decía: -¡Vaya, vayal Otra vez el diablo está de broma con Vuestra Excelencia. ¡A la cama, a la cama! ¡Si no habrá palos muy fuertes! Volvíme rápidamente y vi al administrador en camisa, agitando un látigo sobre su cabeza. Trataba de descargar sus golpes sobre la vieja, que se revolcaba en el suelo dando alaridos. Le agarré el brazo y, tratando de evitarme, exclamó: -¡Truenos y centellas, señor mío! Satanás hubiera estado a punto de matarla de no haber aparecido yo a tiempo. ¡Largo, largo de aquí! Salí de la sala, y en vano traté de encontrar la puerta de la calle en la oscuridad. Desde allí escuché los latigazos y los gritos y gemidos de la vieja. Empecé a pedir auxilio a gritos, pero noté que el suelo se hundía bajo mis pies y caí escaleras abajo, yendo al fin a dar contra una puerta, de tal modo que ésta se abrió y fui rodando a parar a un cuartito. Cuando vi la cama, en la que había huellas de haber sido abandonada recientemente, y observé la levita color marrón que estaba colgada en una silla, reconocí al instante la casaca del viejo administrador. Pocos instantes después, se oyeron pasos por la escalera, y éste descendió y vino a ponerse a mis pies. --¡Por todos los santos -suplicóme con las manos unidas- por todos los santos, no sé quién sois y cómo la vieja bruja ha podido atraeros! Pero os ruego que calléis, que no digáis nada de lo que aquí ha sucedido; de lo contrario, me quedaré sin empleo y sin pan. Su excelencia, la loca, ya ha recibido su castigo y se encuentra atada a la cama. Dormid bien, honorable señor, con toda tranquilidad. ¡Sí, que podáis dormir bien! Es una noche de julio muy agradable

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y calurosa, y aunque no hay luna, él resplandor de las estrellas os alumbrará... Así es que, ¡muy buenas noches! Apenas terminó su discurso, el viejo se levantó y, cogiendo una luz. me empujó fuera del subterráneo, y, haciéndome cruzar la puerta, la cerró. Me encaminé hacia mi casa completamente desconcertado y, ya podéis imaginar. que sin dejar de pensar en el horrible secreto, ni poder de momento establecer la menor relación entre aquellas cosas y lo sucedido el primer día. Sólo estaba seguro de algo: de que estaba ya libre del poder maligno que me había retenido durante tanto tiempo. Todo el doloroso anhelo que había sentido por causa de la encantadora imagen había desaparecido, pues súbitamente, con aquella visita había tenido la sensación de entrar en un manicomio. No me cabía la menor duda de que el administrador era el guardián tiránico de una mujer loca, de noble cuna, cuyo estado quizá quisiera ocultarse al mundo; pero lo que no se explicaba era el espejo.,.., aquel semblante encantador... En fin, ¡sigamos, sigamos! Pasado algún tiempo asistí a una reunión muy concurrida del conde P., y éste, llevándome a un rincón, me dijo sonriendo: -¿Sabéis que ya se empieza a descifrar el secreto de nuestra casa vacía? Intenté escuchar lo que el conde trataba de referir, pero como en aquel momento se abrieron las puertas del comedor, nos encaminamos a la mesa. Totalmente ensimismado, pensando en los secretos que el conde iba a revelarme, ofrecí el brazo a una joven dama y mecánicamente seguí el rígido ceremonial de la fila. La conduje al puesto que nos ofrecían y, al contemplarla, vi los mismos rasgos que la imagen del espejo, y eran tan exactos que no cabía engaño. Ya podéis imaginaros que me estremecí, pero también puedo asegurar que no hubo entonces la menor resonancia de aquella loca y fatídica pasión que se apoderaba de mí cada vez que veía, en el espejo la imagen de aquella mujer.

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Mi sorpresa, aún más, mi espanto, debió reflejarse en mis ojos, pues la joven me miró asombrada, de tal modo que consideré necesario sobreponerme y. con toda la serenidad de que era capaz, la expliqué que tenía la sensación de haberla visto en alguna parte. La breve explicación que me dio era que esto no era posible, pues ayer por primera vez había venido a ***, lo que realmente me desconcertó. Enmudecí. Sólo la mirada angelical que me lanzaron los bellos ojos de la joven me reanimó. Bien sabéis cómo en estas ocasiones las antenas espirituales se tienden y palpan suave, suavemente, hasta que se vuelve a captar- el tono. Así lo hice y muy pronto hallé que aquella encantadora criatura tenía cierta sensibilidad enfermiza. Cuando yo salpicaba la conversación con alguna palabra atrevida y rara, para darle sabor, noté que sonreía, aunque su sonrisa era dolorosa. -No estáis alegre, amiga mía; quizá haya sido la visita de esta mañana. Esto dijo un oficial, no lejos de nosotros, a mi dama; pero en el mismo instante su vecino le cogió del brazo y le dijo algo al oído, en tanto que una señora, al otro lado de la mesa, con las mejillas encendidas y la mirada refulgente, se puso a hablar en voz alta de la magnífica ópera que había visto representar en París y a compararla con las actuales. A mi vecina se le saltaron las lágrimas. -Soy tonta -dijo volviéndose hacia mí. Como antes habíase quejado de jaqueca, le dije: -Esto es resultado de su dolor de cabeza y lo mejor para estar alegre es la espuma que rebosa esta bebida poética. AI decir estas palabras serví champán en su copa, que rehusó al principio, aunque luego probó, y con su mirada agradeció la alusión a sus lágrimas, que no podía ocultar. Pareció alegrarse un poco y todo hubiera ido bien si yo, inesperadamente, no hubiese tropezado en un vaso inglés, que resonó con un sonido estridente y agudísimo. Mi vecina palideció mortalmente e incluso a mí mismo me sobrecogió un espanto repentino, porque el sonido de la copa era igual a la voz de la vieja loca de la casa vacía.

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Cuando nos dirigíamos a tomar café tuve ocasión de acercarme al conde P.; él se dio cuenta en seguida del motivo. -¿Sabéis que vuestra vecina es la condesa Edmunda de S.? ¿Sabéis que la hermana de su madre está encerrada en la casa vacía desde hace varios años como loca incurable? Hoy por ¡a mañana, ambas, madre e hija, estuvieron a ver a la desdichada. El viejo administrador, el único que era capaz de dominar los tremendos ataques de la condesa, y que había tomado sobre sus hombros esta responsabilidad, ha fallecido, y se dice que la hermana, por fin, ha sido confiada en secreto al doctor K., que buscará remedios extremos, si no para curarla totalmente, al menos para librarla de los horribles ataques de locura furiosa que padece de vez en cuando. No sé más por ahora. Como algunos se acercaran, interrumpió la conversación. El doctor K. era precisamente la única persona a la que yo había comunicado mi extraña situación; así es que podéis suponeros que, en cuanto pude, me apresuré a verle y a referirle punto por punto todo lo que me había sucedido desde la última vez que le vi. Le supliqué que. para tranquilidad mía, me contase todo lo que supiese acerca de la vieja loca y no tardó lo más mínimo, después que le prometí guardar el secreto, en confiarme lo siguiente: -Angélica, condesa de Z.-así comenzó el doctor-. no obstante estar bordeando los treinta años, se encontraba en la plenitud de su singular belleza, cuando he aquí que el conde de S., más joven que ella, tuvo ocasión de verla en la corte de *** y quedó prendado de sus encantos. Pretendióla al punto e incluso, como la condesa aquel verano regresase a las posesiones de su padre, él la siguió con el fin de comunicarle al viejo marqués sus deseos, al parecer no sin esperanzas, según se deducía de la conducta de Angélica. Pero apenas el conde S. llegó y vio a Gabriela, la hermana pequeña de Angélica, fue como si le hubieran hechizado. Angélica parecía marchita al lado de Gabriela, cuya belleza y bondad atrajeron irresistiblemente al conde S., de tal modo que, sin consideración a Angélica, pidió la mano de Gabriela, a lo que muy gustosamente accedió el viejo conde Z., ya que Gabriela, también

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demostraba inclinación decidida por aquél. Angélica no exteriorizó el menor disgusto por la infidelidad del enamorado. «¡Creerá que me ha dejado! ¡Qué loco! ¡No se ha dado cuenta de que no era yo su juguete, sino él el mío, y que acabo ahora de tirarlo!». Así hablaba con orgullosa burla y en realidad todo su ser daba muestras de que era verdadero el desprecio que mostraba por el infiel. Bien es verdad que, mientras el lazo entre Gabriela y el conde de S. fue estrechándose, vióse muy pocas veces con Angélica. Esta no aparecía en la mesa y decíase que vagaba solitaria por los bosques próximos, que había escogido para sus paseos. Un extraño suceso vino a interrumpir la monotonía que reinaba en el palacio. Sucedió que los cazadores del conde de Z., con ayuda de un grupo de campesinos, habían logrado, por fin, capturar a una banda de gitanos, a los que se culpaba de todos los incendios y robos que desde hacía poco asolaban la región. Trajeron a todos los hombres encadenados en una larga cadena y un carro lleno de mujeres y niños, y los dejaron en el patio del palacio. Algunos, de rostros obstinados y ojos de mirada salvaje y brillante, como la del tigre apresado, miraban con atrevimiento y denotaban quiénes eran los ladrones y los criminales. Sobre todo llamaba la atención una mujer muy delgada, con aspecto espantoso, cubierta con un chal encarnado de la cabeza a los pies, que, subida al carro, gritaba con voz de mando que la dejasen bajar, sucediese lo que sucediese. El conde de Z. bajó al patio del palacio y ordenó que fuesen encarcelados individualmente en los calabozos de palacio. Pero he aquí que, mientras decía esto hizo su aparición la condesa Angélica, desmelenada, con el terror y el espanto reflejados en su semblante, y poniéndose de rodillas, gritó con voz estridente: «¡Deja libres a esta gente..., déjalos libres..., son inocentes, son inocentes!... Padre, ¡libértales! Si derramáis una sola gota de su sangre me clavaré este cuchillo en el pecho.» No bien acabó de decir esto, la condesa blandió un cuchillo en el aire y cayó desmayada. «Muñequita mía, tesoro mío, ya sabía, yo que no lo permitirías», dijo la vieja vestida de rojo. Luego se arrodilló junto a la condesa y cubrió su rostro de besos nauseabundos, en tanto que

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murmuraba: «¡Hijita linda, hijita linda, despierta, despierta, que viene el novio! iEh, eh, que viene el lindo novio!». Al mismo tiempo, la vieja sacó una redoma con un pececillo dorado, que se agitaba en una especie de alcohol plateado, Colocó la redoma sobre el corazón de la condesa y al instante ella se despertó; pero apenas vio a la gitana, se incorporó de un salto y, abrazándola con ardor, apresuróse a entrar en palacio en su compañía. El conde de Z., Gabriela y su novio, que habían contemplado la escena, permanecían inmóviles, como si se hubiera apoderado de ellos un terrible espanto. Los gitanos seguían indiferentes y tranquilos. Fueron soltados de la cadena y vueltos a encadenar individualmente para ser encerrados en los calabozos del palacio. A la mañana siguiente, el conde de Z. reunió al pueblo; trajese a su presencia a los gitanos y declaró que eran inocentes de todos los robos que habían acaecido en la comarca, de modo que, después de quitarles las cadenas, con asombro de todos, bien provistos de pases, fueron dejados en completa libertad. Se echó de menos a la mujer de rojo. Algunos decían que era la reina de los gitanos, que se distinguía de los demás por la cadena de oro que les colgaba del cuello y que el plumero rojo, que llevaba en su chambergo español, había estado por la noche en la habitación del conde. Poco tiempo después quedó aclarado que los gitanos no habían tenido la menor participación en los robos y en los crímenes de la comarca. Estaba ya próxima la boda de Gabriela. Un día ésta vio con asombro que se preparaba una mudanza en varios carros que llevaban muebles, baúles con trajes, ropa; en una palabra, todo lo que denota un traslado. A la mañana siguiente, se enteró de que Angélica, en compañía del ayuda de cámara del conde S. y de una mujer vestida de modo semejante a la gitana de rojo, había emprendido viaje aquella misma noche. El conde Z. descifró el enigma, aclarando que, por determinados motivos, veíase obligado a ceder a los deseos absurdos de Angélica, y no solamente la regalaba la casa amueblada en la alameda de ***, sino que la permitía que llevase allí una vida independiente. Incluso veíase obligado a admitir que nadie de la familia, ni siquiera él mismo, podría entrar en la casa sin un permiso especial. El conde

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de S. añadió que, por deseo insistente de Angélica, debía cederle su ayuda de cámara, que había emprendido el viaje a ***. Tuvo lugar la boda. El conde de S. fue con su esposa a *** y así pasó un año gozando de una alegría no turbada. Pero poco después comenzó a sentir una extraña enfermedad. Sucedía que un oculto dolor le robaba las fuerzas vitales y el goce de la vida, y eran vanos los esfuerzos de su esposa para descubrir el secreto que parecía destrozarle. Como, finalmente. los frecuentes desvanecimientos hicieran que su estado cada vez fuese más peligroso, cedió a los consejos de los médicos y encaminóse a Pisa. Gabriela no pudo acompañarle, ya que esperaba dar a luz en las próximas semanas. -A partir de aquí -prosiguió el médico- lo que le sucedió a la condesa Gabriela es tan extraño que basta con que escuchéis lo que viene a continuación. En una palabra: su hija desapareció de la cuna de forma inexplicable y fueron inútiles todas sus pesquisas; su desconsuelo convirtióse en desesperación, ya que al mismo tiempo el conde de Z. le comunicó la horrible noticia de que su yerno, al que creía camino de Pisa, había sido encontrado muerto de un ataque fulminante precisamente en casa de Angélica, en ***; que Angélica se había vuelto loca, todo lo cual le resultaba insoportable al conde de Z. En cuanto Gabriela de S. se recuperó un poco, se apresuró a dirigirse a las posesiones de su padre; después de pasar una noche entera insomne, contemplando la imagen del esposo y de la niña perdidos, creyó oír un ligero rumor en la puerta de su alcoba; encendió el cirio del candelabro que le servía durante la noche, y salió. Y ¡santo Dios!, acurrucada en el suelo, envuelta en su chal rojo, permanecía la gitana, mirándola con ojos fijos e inmóviles y en sus brazos tenía una criatura que lloraba tan angustiosamente que a la condesa le dio. un vuelco el corazón. ¡Era su hija!... ¡La hija perdida! Arrancó la niña de los brazos de la gitana y apenas lo había hecho cuando ésta cayó retorciéndose y quedó como una muñeca inanimada. A los gritos de espanto de la condesa todos despertaron y acudieron presurosos, encontrando muerta a la gitana, qué por medio ninguno pudo ser reanimada, y el conde hizo que la enterrasen. No pudo hacer otra cosa sino apresurarse a ir hacia la enloquecida Angélica, donde quizá pudieran descubrir el secreto de la niña. Pero encontró que todo había cambiado. La furia salvaje de Angélica había

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alejado a todas las criadas; sólo el ayuda de cámara permanecía con ella. Luego. Angélica volvió a tranquilizarse y a recobrar la razón. Pero cuando el conde le refirió la historia de la niña de Gabriela, juntando las manos, dijo riéndose a carcajadas: «¿Ya ha venido la muñequita? ¿Ya ha venido?... ¿Enterrada, enterrada? ¡Jesús! ¡Qué elegante está el faisán dorado! ¿No sabéis nada del león verde con los ojos azules?». Con gran espanto dióse cuenta el conde del retorno de la locura, mientras súbitamente el semblante de ella parecía adquirir los rasgos de la gitana. Decidió entonces llevársela a sus posesiones, aun cuando el ayuda de cámara aconsejara lo contrario. En el mismo instante de empezar los preparativos para partir, se apoderó de nuevo dé Angélica el ataque de rabia y de furor. En una pausa de lucidez, suplicó a su padre con ardientes lágrimas que la dejase morir en la casa, y éste, conmovido, accedió, aunque consideró que la confesión que se escapó de sus labios era sólo una prueba más de la locura que sufría. Angélica confesó que el conde S. había vuelto a sus brazos y que la niña que la gitana había llevado a casa del conde de Z. era el fruto de esta unión. En la ciudad todos creyeron que el conde de Z. había llevado a la infeliz a sus posesiones, aunque en realidad permanecía oculta en la casa vacía, al cuidado del ayuda de cámara. El conde Z. murió poco tiempo después y la condesa Gabriela de S. vino con Edmunda para arreglar los papeles familiares. No renunció entonces a ver a su infeliz hermana. En esta visita debió de haber sucedido algo raro, aunque la condesa no me confío nada; sólo habló, en general, de que se habían visto obligadas a librar a la infeliz loca de la tiranía del viejo ayuda de cámara. Ya en una ocasión éste trató de, dominar los ataques de locura. castigándola cruelmente, pero se dejó embaucar al oír las alusiones de Angélica, que decía saber hacer oro, y junto con ella había emprendido toda clase de extrañas operaciones, al tiempo que la proporcionaba todo lo necesario para esta transformación.

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-Sería superfluo -me dijo el médico» poniendo así fin a su relato-, sería superfluo que os dijese precisamente a vos, que os fijaseis bien en la rara relación que tienen todas estas extrañas cosas. Estoy convencido de que sois quien desencadenó la catástrofe que debía ocasionar la inmediata curación o la muerte de la vieja. Por lo demás, no quiero ocultar que me he asustado no poco cuando entré en relación magnética con usted, lo cual ocurrió al mirar en el espejo. Sólo usted y yo sabemos que contemplamos la imagen de Edmunda. Como el médico creyó oportuno no añadir ningún comentario más, yo también considero innecesario extenderme sobre el asunto y, sobre todo, acerca de las relaciones posibles entre Angélica, Edmunda, yo y el viejo ayuda de cámara, y no traté de averiguar nada tampoco sobre las místicas y recíprocas relaciones que desempeñaron su papel demoníaco. Únicamente añadiré que la impresión siniestra que estos sucesos me produjeron fueron causa de que tuviera que irme de la ciudad, y, aunque pasado algún tiempo olvidé todo, creo que en el mismo instante en que falleció la vieja loca experimenté un sentimiento de bienestar. Así terminó Teodoro su relato. Mucho hablaron sus amigos de aquella aventura y todos estuvieron de acuerdo en que en ella se unía lo raro con lo maravilloso en extraña mezcla.

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El Hombre de la Arena NATHANAEL A LOTHAIR

Sé muy bien que os sentiréis intranquilos porque hace muchísimo tiempo que no escribo. Mi madre debe de estar muy enfadada, y sin duda Clara pensará que llevo una vida desenfrenada y que olvido a mi dulce ángel, cuya imagen llevo profundamente grabada en mi memoria. Pero se equivoca. Pienso en todos vosotros cada día, y contemplo el encantador rostro de Clara, con su inocente sonrisa y sus ojos claros, igual que cuando regresaba a casa... Sin embargo, ¡cómo voy a escribiros en mi estado actual!... ¡Me ha ocurrido algo espantoso! Oscuros presentimientos de un hado fatal se ciernen sobre mí como negros nubarrones impenetrables a la luz del sol... Necesito contarte lo que me ha sucedido; sin embargo, sólo de pensarlo se me hiela la sangre... ¡Ah, mi querido Lothair!

¡Qué puedo decirte para que comprendas, siquiera de un modo aproximativo, que lo que me ocurrió hace algunos días ha trastornado por completo mi vida! Si estuvieras aquí, tú mismo podrías verlo; no obstante, estoy seguro de que me consideras un supersticioso visionario... En resumidas cuentas, el espantoso acontecimiento que me sucedió, y cuya tremenda impresión en vano me esfuerzo en olvidar, no es otra cosa sino que hace días, precisamente el 30 de octubre, a las doce del mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa para ofrecerme su mercancía. No le compré nada, y le amenacé con tirarle escaleras abajo, cosa que no hice gracias a que él se retiró prudentemente.

Acertarás al suponer que en algunos acontecimientos decisivos de mi vida tuvo influencia este suceso, pues fueron funestas mis relaciones con la persona de aquel malvado traficante.

La cosa fue así: Pero no, antes quiero referirte algunos detalles de mi primera infancia, a fin de que comprendas todo y te hagas idea de lo que sucedió. Me

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parece verte riendo y oigo a Clara decir: «¡Pero, qué niñerías!». ¡Ríete, sí..., ríete de mí todo lo que quieras..., te lo suplico...! Pero, por Dios, los pelos se me ponen de punta cuando te pido que rías, pues verdaderamente estoy loco y desesperado como Franz Moor ante Daniel[i]. Pero ¡vamos al asunto!

En aquel tiempo, mi hermana y yo no solíamos ver a nuestro padre más que a las horas de comer, pues los negocios parecían absorber toda su actividad: poco después de cenar, todas las noches íbamos con nuestra madre a sentarnos alrededor de la mesa redonda de la habitación donde trabajaba mi padre. Mi padre encendía su pipa y llenaba hasta el borde un inmenso vaso de cerveza, y nos refería una infinidad de maravillosas historias: durante la narración se apagaba la pipa y yo me alegraba mucho de ello, porque estaba encargado de encenderla cuando eso sucedía. A menudo, si no estaba de muy buen humor, nos daba libros muy bonitos con estampas preciosas, y él se recostaba en un sillón de encina, lanzando con febril actividad bocanadas de humo, de forma que desaparecía de nuestra vista como envuelto tras una espesa niebla.

Aquellas noches, mi madre se ponía triste y, cuando el reloj daba las nueve, nos decía: «¡Niños, a la cama, que viene el hombre de la arena!». Apenas pronunciaba estas palabras, oía yo en la escalera el ruido de unos pasos pesados: debía de ser el hombre de la arena.

Cierta noche, aquel rumor fantástico me atemorizó más que de costumbre y pregunté a mi madre: «Mamá, ¿quién es ese hombre de la arena, que siempre nos obliga a salir de la habitación de papá?». «No hay hombre alguno de la arena, querido hijo -repuso mamá- cuando digo que viene el hombre de la arena, únicamente quiero decir que tenéis sueño y que cerréis los ojos como si os hubieran echado arena.» La respuesta de mi madre no me satisfizo, y en mi espíritu infantil arraigóse la convicción de que se nos ocultaba la existencia del personaje para que no tuviéramos miedo, pues siempre le oía subir la escalera.

Dominado por la curiosidad, y deseoso de saber alguna cosa más precisa sobre el hombre de la arena y sus relaciones con los míos, pregunté finalmente a la anciana que cuidaba de mi hermanita quién era aquel ser misterioso: «¡Ah,

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Thanelchen! -me contestó- ¿No le conoces? Es un hombre muy malo, que viene en busca de los niños cuando se niegan a acostarse y les arroja puñados de arena a los ojos, los encierra en un saco y se los lleva a la luna para que sirvan de alimento a sus hijitos; éstos tienen, al igual que los mochuelos, picos ganchudos, y con ellos devoran los ojos de los niños que no son obedientes».

Desde que oí eso, la imagen del hombre cruel de la arena se fijó en mi mente bajo un aspecto horrible, y apenas oía por la noche el ruido que hacía al subir me estremecía de espanto. «¡El hombre de la arena! ¡El hombre de la arena!», exclamaba yo, corriendo a refugiarme en la alcoba: y durante toda la noche me atormentaba la terrible aparición. Ya mayor, yo comprendía muy bien que el cuento de la anciana sobre el hombre de la arena y sus hijos en la luna podía no ser verdad; sin embargo, ese personaje seguía siendo para mí un fantasma terrible, y me espantaba cuando le oía subir la escalera, abrir bruscamente la puerta del gabinete de mi padre y cerrarla después. Algunas veces pasaban varios días sin que viniera, pero luego sucedíanse sus visitas. Eso duró algunos años y nunca pude acostumbrarme a la idea del odioso espectro, cuyas relaciones con mi padre me preocupaban cada día más. No me atrevía a preguntarle a mi padre quién era, aunque siempre traté de averiguar el misterio, de ver al fabuloso hombre de la arena, y a medida que pasaban los años era mayor mi deseo. El hombre de la arena me conducía a la esfera de lo maravilloso, de lo fantástico, idea que tan fácilmente germina en el cerebro de los niños. Nada me agradaba tanto como oír o leer cuentos de espíritus. de hechiceros v de duendes: pero a todo eso se anteponía el hombre de la arena, cuya imagen dibujaba yo con yeso o carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes, representándolo bajo las figuras más extrañas y horribles.

Cuando tuve diez años, mi madre me retiró de la habitación de los niños y me instaló en `un cuartito que comunicaba con un corredor, cerca del gabinete de mi padre. Todavía entonces sabíamos que debíamos acostarnos cuando, al dar las nueve, oyésemos los pasos del desconocido. Desde mi habitación le oía entrar en la de mi padre, y poco después me parecía percibir un olor extraño. Con la curiosidad se despertó en mí el valor suficiente para trabar conocimiento con el hombre de la arena: muchas veces me deslizaba con la mayor ligereza desde mi cuarto al corredor cuando mi madre se había alejado,

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pero sin lograr descubrir nada, pues el hombre misterioso siempre había entrado cuando yo llegaba al sitio donde hubiera podido verle al pasar. Finalmente, llevado por un impulso irresistible, resolví esconderme en el gabinete de mi padre y esperar la llegada del hombre de la arena. Cierto día, por el silencio de mi padre y la tristeza de mi madre presentí que el hombre misterioso vendría: con el pretexto de estar muy cansado salí de la habitación un poco antes de las nueve y me oculté en un rincón. Poco después, la puerta de la casa se abrió rechinando y se cerró; un paso lento resonó en el vestíbulo dirigiéndose hacia la escalera: mi madre pasó junto a mí con mi hermana. Entonces abrí suavemente..., suavemente la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, silencioso e inmóvil, de espaldas a la puerta, y no me vio. Un momento después me oculté en un armario destinado a colgar ropa, que sólo se cubría con una cortinilla. Los pasos se aproximaban..., cada vez más cerca... La campanilla resonó con estrépito. El corazón me palpitaba de temor y ansiedad... Junto a la puerta se oyen los pasos... y la puerta se abre bruscamente. No sin hacer un esfuerzo, me atrevo a entreabrir la cortina con precaución. El hombre de la arena está delante de mi padre y la luz de los candelabros se proyecta en su rostro... Aquel ser terrible que tanto me espanta es el viejo abogado Coppelius, que come algunas veces en casa. La figura más abominable no me hubiera causado tanto horror como la suya.

Figúrate un hombre alto, ancho de hombros, con una cabeza disforme, rostro apergaminado y amarillento, cejas grises muy pobladas, bajo las cuales brillaban los ojos de gato, y nariz larga que se encorvaba sobre el labio superior. La boca, algo torcida, se contraía a menudo con una sonrisa irónica: dos manchas de color rojizo coloreaban entonces los pómulos y, a través de los dientes apretados, se escapaba una especie de silbido.

Coppelius vestía siempre levita de color gris, cortada a la antigua, chaleco y calzón del mismo estilo, medias negras y zapatos de hebillas. Su peluca, muy pequeña, apenas cubría la parte superior de la cabeza, de modo que los tirabuzones no llegaban ni con mucho a las orejas, muy grandes y coloradas, y en la nuca quedaba descubierta la hebilla de plata que sujetaba su corbata raída. En fin, toda su persona era espantosa y repugnante; pero sus largos dedos huesudos y velludos nos desagradaban más que todo, hasta el punto

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de que no podíamos comer nada de. lo que él tocaba. Él lo había notado, y cuando nuestra madre nos ponía furtivamente algún pedazo de pastel o una fruta confitada, se complacía en tocarlo bajo cualquier pretexto: de modo que, llenos los ojos de lágrimas, rechazábamos con disgusto las golosinas que tanto nos gustaban. Lo mismo hacía cuando nuestro padre, en los días de fiesta, nos daba un vasito de vino con azúcar. Pasaba la mano por encima o acercaba el vaso a sus cárdenos labios, y se reía con expresión verdaderamente diabólica al observar nuestra repugnancia y oír los sollozos que manifestaban nuestro disgusto. Siempre nos llamaba «sus animalitos», y nos estaba prohibido quejarnos o abrir la boca para decir la menor cosa. Nuestra madre parecía temer tanto como nosotros al espantoso Coppelius, pues cuando aparecía, la alegría habitual de su inocente ser se convertía en tristeza profunda.

Mi padre se comportaba en su presencia como si estuviera ante un ser superior, cuyos defectos hubiera que soportar. Se expresaba entonces con mucha prudencia, y se servían manjares delicados y vinos raros.

Cuando al fin vi a Coppelius me imaginé que ese odioso personaje no podía ser otro sino el hombre de la arena, pero en vez de ser el de los cuentos infantiles, aquel espantajo que tenía niños en un nido en la luna, veía en él algo de satánico e infernal, que sin duda atraería sobre nosotros alguna terrible desgracia.

Yo estaba como encantado. Por miedo a ser sorprendido reprimí un movimiento de espanto y me acurruqué lo mejor que pude en el fondo del armario, dejando sólo el espacio suficiente para ver la escena. Mi padre recibió a Coppelius con el mayor respeto. «¡Vamos, manos a la obra!», gritó éste con voz ronca, despojándose de la levita. Mi padre le imitó y ambos se pusieron unas blusas de color oscuro que sacaron de un hueco practicado en la pared, en el cual vi un hornillo. Coppelius se acercó y casi en el mismo instante vi brotar bajo sus dedos una llama azulada que iluminó la habitación con diabólico reflejo. En el suelo estaban esparcidos extraños instrumentos. ¡Ah, Dios mío!... Cuando mi padre se inclinó sobre el crisol en fusión, su semblante adquirió de pronto una expresión extraña. Sus nobles facciones crispadas por el dolor íntimo tenían algo diabólico y odioso. Se parecía a Coppelius. Este

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último sondeaba con unas pinzas la materia en fusión, sacaba unos lingotes de metal brillante y los batía sobre el yunque. A cada momento me parecía que veía saltar cabezas humanas, pero sin ojos.

«¡Ojos, ojos!», gritó Coppelius con voz ronca.

No pude oír más, mi emoción fue tan fuerte que, perdido el conocimiento, caí en tierra. Coppelius, precipitándose sobre mí, me agarró, rechinando los dientes, y me suspendió sobre la llama del crisol, que comenzaba a quemarme el cabello.

«¡Ah! -gritó-. ¡He aquí los ojos, y ojos de un niño!»

Al decir esto sacó del hornillo carbones encendidos y fue a ponerlos sobre mis párpados. Mi padre, suplicante, gritaba: «¡Maestro, maestro! ¡Dejadle a mi Nathanael los ojos..., dejádselos!». Coppelius se rió sardónicamente y dijo: «Bueno, que conserve el chico los ojos; bastante trabajo tiene con lloriquear en este mundo. ¡Pero, por lo menos, quiero ver el mecanismo de sus manos y de sus pies!», y diciendo esto hizo crujir de tal modo las coyunturas de mis miembros que me parecía estar ya todo dislocado. «Hay algo que no funciona, ¡tan bien como estaba todo! ¡El viejo lo entendió!», murmuraba Coppelius. Después todo quedó oscuro y silencioso, y ya no sentí nada. Al recobrarme de aquel segundo desvanecimiento, sentí el suave aliento de mi madre junto a mi rostro, y le pregunté balbuciente: «¿Está aquí todavía el hombre de la arena?». «No, ángel mío -me contestó-, se ha marchado y ya nunca más te hará daño.» Así dijo la madre, besando y acariciando al hijo que acababa de recuperar.

¡No voy a cansarte más, querido Lothair! Creo que te he referido todo con pormenores suficientes, y que no queda nada por contar. Fui descubierto en mi escondite y maltratado por Coppelius. El miedo y el terror hicieron que una fiebre ardiente se apoderase de mí, y estuve varias semanas enfermo. «¿Está ahí el hombre de la arena?», ésa fue la primera pregunta que hice al curarme, cuando estuve sano.

Pero todavía tengo que contarte algo más espantoso; tú sabes que no es miopía lo que me hace ver todo en este mundo como descolorido, sino que un

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velo de tristeza cubre mi vida amenazada por un destino fatal, que posiblemente sólo podré desvelar con la muerte.

No volvimos a ver a Coppelius y se decía que había abandonado la ciudad. Había transcurrido un año y, conforme a la antigua costumbre, nos sentábamos cada noche en torno a la mesa redonda. Mi padre mostrábase muy alegre y contaba cosas muy entretenidas de los viajes que había hecho en su juventud. Cierta noche, al dar las nueve, oímos la puerta rechinar sobre sus enmohecidos goznes y en la escalera resonaron pesados pasos.

«Es Coppelius», dijo mi madre palideciendo.

«¡Sí!, es Coppelius», repuso mi padre con voz débil y temblorosa. A mi madre se le saltaron las lágrimas: «Pero ¿por qué tiene que ser así?», exclamó.

«Es la última vez -repuso mi padre-, es la última vez que vendrá, te lo prometo. ¡Vete, acuesta a los niños!... ¡Vete a acostar! Buenas noches.»

Tuve la sensación de que una piedra pesada y fría me oprimía el pecho, dificultando mi respiración... Mi madre me cogió del brazo y, como yo permaneciese en el mismo sitio, dijo: «¡Ven, Nathanael, ven!». Me dejé conducir y entré en la habitación. «Estate tranquilo y acuéstate!... ¡Duerme..., duerme!», me gritó mi madre; pero mi estado de terror y agitación me impidió conciliar el sueño. El odioso Coppelius se me aparecía y de sus ojos salían chispas, mientras reía sardónicamente. En vano traté de librarme de su imagen. Serían las doce de la noche cuando se oyó un ruido semejante al que produce una detonación de arma de fuego. La casa entera retembló y las puertas y las vidrieras, y alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto, y después cerróse con estrépito la puerta de la calle. «¡Es Coppelius!», exclamé espantado, saltando de la cama. En la habitación de mi padre resuenan gritos desgarradores y veo salir de ella una nube de humo negro e infecto, mientras la criada grita: «¡Mi amo! ¡Ah, mi amo!».

Delante de la chimenea se halla tendido el cadáver de mi padre, ennegrecido y mutilado de una manera espantosa; mi madre y mi hermana, inclinadas sobre él, profieren gritos desgarradores: «¡Coppelius, Coppelius -exclamé yo-, has matado a mi padre!»

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Y caí al suelo sin conocimiento.

Dos días después, cuándo se depositó el cadáver de mi padre en el ataúd, sus facciones habían recobrado, a pesar de la muerte, la calma y la serenidad de otro tiempo. Fue muy consolador para mi alma que sus relaciones con el diabólico Coppelius no hubieran sido causa de su eterna condenación.

La explosión había despertado a todos los vecinos, el suceso dio lugar a muchos rumores, y la superioridad decretó exigir responsabilidades a Coppelius, pero éste había desaparecido sin dejar rastro alguno.

Y ahora, querido Lothair, cuando sepas que el vendedor de barómetros que me visitó no era otro sino ese maldito Coppelius, espero que no dirás que me atormento el espíritu para buscar en los incidentes más comunes presagios de desgracia. Aunque iba vestido de otro modo, he reconocido bien las facciones y la estatura de Coppelius, y no es posible que sufra un error. No ha cambiado mucho su nombre. Se hace pasar por especialista en maquinaria piamontés y ha tomado el nombre de Giusseppe Coppola.

Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No le digas nada de la aparición de este horrible monstruo a mi madre... Saluda a mi querida Clara.

Le escribiré cuando esté más tranquilo. Que te vaya bien, etcétera, etcétera.

CLARA A NATHANAEL

Aunque no me hayas escrito desde hace mucho tiempo, creo que no has desechado mi recuerdo de tu pensamiento y de tu corazón, pues el otro día, al escribir a mi hermano Lothair, pusiste en el sobre mi nombre y las señas de mi casa. Muy contenta abrí la carta y me di cuenta del error cuando leía las dos primeras palabras: «¡Ah, mi querido Lothair!». Hubiera querido no leer una palabra más y darle la carta a mi hermano. Pero tú muchas veces me has dicho en broma que debería tener un carácter tranquilo, sosegado, como aquella mujer que estando a punto de derrumbarse su casa, y echando a

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correr precipitadamente, todavía tuvo tiempo de arreglar un pliegue del visillo del balcón, así es que reconozco que el principio de la historia me ha impresionado mucho. Apenas podía respirar, todo se desvanecía ante mi vista... ¡Ah, mi querido Nathanael, qué horribles cosas te han sucedido en la vida! Separarme de ti, no volverte a ver más, ¡sólo ese pensamiento me atraviesa el pecho como un puñal ardiente!... Seguí leyendo y leyendo... Tu descripción del horrible Coppelius es espantosa. Ahora me entero del terrible accidente que ocasionó la muerte de tu padre.

Mi hermano Lothair, al que entregué la carta, en vano trató de tranquilizarme. El maldito vendedor de barómetros, Giusseppe Coppola, me persiguió todo el día como un espectro amenazador, y me avergüenzo de confesar que turbó mi sueño tranquilo y sosegado con toda clase de extrañas visiones y pesadillas. Aunque al día siguiente consideré las cosas de otro modo. No te enojes, amado mío, si Lothair te dice que, no obstante tus presentimientos de que Coppelius te va a hacer algo malo, me encuentro otra vez con el ánimo alegre y sereno.

Precisamente iba a decirte que todo lo terrorífico y las cosas espantosas de que hablas tienen lugar en tu imaginación, y que la realidad no interviene en nada. Coppelius podrá ser el más aborrecible de los hombres y, además, como odiaba a los niños, por eso sentíais repulsión ante su vista. Has hecho la personificación del hombre de la arena tal como podría hacerla un espíritu infantil impresionado por cuentos de nodriza. Las entrevistas nocturnas de Coppelius con tu padre no tenían seguramente otro objeto que el de practicar operaciones de alquimia; tu madre se afligía porque ese trabajo debía de ocasionar gastos muy grandes sin producir nunca nada y, por otra parte, tu padre, absorbido por la engañosa pasión investigadora, descuidaba los asuntos de su casa y la atención a su familia.

Tu padre ha encontrado la muerte debido a su propia imprudencia, y Coppelius no tiene culpa alguna. ¿Quieres saber lo que pregunté ayer al boticario vecino? Si era posible encontrar la muerte instantánea, a causa de una explosión, haciendo experimentos químicos. Me dijo: «Sí, ciertamente», y me describió detalladamente muchas sustancias que no puedo repetirte, porque no he podido retener sus nombres.

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Sé que vas a compadecer a tu pobre Clara y vas a decir: «Este carácter razonable no cree en lo fantástico, que envuelve a los hombres con brazos invisibles; sólo considera el mundo bajo su aspecto más natural, igual que el niño pequeño sólo ve la superficie de la fruta dorada y reluciente, sin adivinar la ponzoña que esconde». ¡Ah, mi querido Nathanael! ¿No crees que también en los caracteres alegres, ingenuos, inocentes, puede existir un presentimiento de que hay un oscuro poder capaz de corrompernos?... Perdóname, a mí que soy una joven sencilla, que me atreva a insinuarte lo que pienso acerca de estos combates en el interior de uno mismo. Al final no encuentro las palabras adecuadas, y si te ríes no será por las tonterías que diga, sino porque no me las arreglo para decirlas bien. ¿Existirá alguna fuerza oculta, dotada de tal ascendiente sobre nuestra naturaleza que pueda arrastramos por una senda de desgracias y desastres? Si existe, está en nosotros mismos, y por eso creemos en ella y la aceptamos para llevar a cabo todas las acciones misteriosas. Si recorremos con firme paso la senda de la vida, la fuerza oculta tratará inútilmente de atraernos a sus brazos. Es cierto, según dice Lothair, que el oscuro poder físico hace que en algunos momentos nuestra imaginación finja fantasmas engañosos, cuyo aspecto nos parece realmente amenazador, pero esos fantasmas no son otra cosa sino pensamientos que nos influyen de tal modo que nos arrojan al Infierno o nos llevan al Cielo. Ya sabes, querido Nathanael, que mi hermano Lothair y yo hemos hablado de esos poderes ocultos; y ahora que he escrito lo principal, creo que puedo meditar sobre ello. No entiendo las últimas palabras de Lothair, aunque supongo lo que quiere decir, y por eso me parece que está en lo cierto. Te suplico que deseches de tu memoria la odiosa figura del abogado Coppelius y del vendedor de barómetros Giusseppe Coppola. Convéncete de que no pueden hacerte nada; sólo el pensar en su poder enemigo puede hacerte daño. Si tu carta no llevase en cada línea el sello de una gran exaltación, me divertiría mucho diciéndote todo lo que se me ha ocurrido de extraño respecto al hombre de la arena y a Coppola, el vendedor de barómetros. ¡Estate tranquilo..., muy tranquilo!

En caso de que el odioso Coppola se te aparezca otra vez, me he propuesto de nuevo ser tu ángel guardián. Nada conozco más eficaz que una alegre carcajada cuando se quieren desechar los monstruos fantásticos. No le temo, ni a él ni a sus garras; además, ni como abogado ni como hombre de la arena

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podrá estropearme los ojos. Siempre tuya, mi amado Nathanael, etcétera, etcétera.

NATHANAEL A LOTHAIR

Me ha contrariado mucho que, debido a mi necia distracción, Clara haya leído la carta que te escribí. Me ha escrito una profunda y filosófica carta en la que me demuestra que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior, y que son un fantasma de mi propio yo, que desaparecerán en el acto en cuanto lo reconozca.

En realidad, resulta difícil creer que una persona tan ingenua y sencilla como Clara pueda hacer unas distinciones tan sutiles y escolásticas. Sin duda esas agudezas son obra tuya. En fin, vamos a dejarlo; reconozco que el traficante en barómetros y el abogado Coppelius son dos individuos diferentes. Ahora tomo lecciones de un célebre físico que, como el distinguido naturalista, se llama Spallanzani[ii]; es de origen italiano, y conoce desde hace mucho tiempo a Giusáeppe Coppola, que tiene acento piamontés; mientras que Coppelius era alemán, un alemán no muy digno.

Y ahora, por más que tu hermana y tú creáis que tengo la cabeza vacía, os diré que no puedo borrar de mi mente la impresión que me causa el maldito rostro de Coppelius. Me alegro de que se haya marchado de la ciudad, según me dice Spallanzani. Este profesor es un personaje muy estrafalario: imagínate a un hombre como una bola, con los pómulos muy salientes, la nariz afilada, los labios abultados y ojos brillantes y penetrantes. Te harás una idea si miras el dibujo de Cagliostro[iii] que ha hecho Chodowiecki[iv] en un calendario de bolsillo[v]... Así es Spallanzani. Recientemente fui a su casa a ver algunos experimentos; al pasar por el vestíbulo observé que la cortina verde de una puerta vidriera no estaba corrida como de costumbre; me acerqué maquinalmente, impulsado por la curiosidad. Vi a una mujer esbelta y bien proporcionada, muy bien vestida, sentada en el centro de la habitación, apoyados sus brazos sobre una mesita, con las manos juntas; como estaba de cara a la puerta mis ojos se encontraron con los suyos y, presa de asombro, a la vez que de temor, observé que sus pupilas carecían de mirada, mejor

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dicho, que aquella mujer dormía con los ojos abiertos. Me sentí desconcertado. Me deslicé por la sala, donde un inmenso auditorio esperaba las lecciones del profesor. Luego me enteré de que la mujer es Olimpia, la hija de Spallanzani, que la tiene secuestrada en su casa y no quiere que nadie se acerque a ella... Quizá la explicación sea que ella es necia o algo por el estilo... ¿Dirás que por qué te escribo todo esto? Hubiera sido mejor que te lo hubiera contado de palabra. Has de saber que dentro de quince días estaré con vosotros. Y volveré a ver a mi querida Clara, mi dulce ángel, que después de aquella carta fatal calmará mis inquietudes. Por eso no le escribo hoy.

Mil saludos, etcétera, etcétera.

No puede inventarse, ¡oh amable lector!, nada más raro y maravilloso que lo que te he contado de mi pobre amigo, el joven estudiante Nathanael. Acaso, benévolo lector, has experimentado en tu pecho o has vivido o has imaginado algo que deseas expresar. La sangre te hierve en las venas como si fuera fuego y tus mejillas se enrojecen. Tu mirada parece extraviarse como si vieras figuras en el espacio vacío, que los demás no perciben, y tu voz se convierte en profundo suspiro. Los amigos te preguntan: «¿Qué te sucede, querido amigo? ¿Te pasa algo? ...». Y tú quisieras expresar cómo son esas imágenes que ves en tu interior con colores brillantes y sombras oscuras, y no puedes encontrar palabras. Y desearías expresar con una sola palabra, que fuera como una descarga eléctrica, todo lo maravilloso, horrible, fantástico, espantoso. Pero esa palabra te parece incolora, helada, muerta. Buscas y buscas, balbuceas y titubeas, y las secas preguntas de tus amigos te agitan como un huracán, y remueven tu ser, hasta que te aplacas. Si como un pintor audaz te hubieras atrevido a pintar con algunas pinceladas la silueta de la imagen que has visto, posiblemente con poco trabajo destacarían los colores cada vez más brillantes y una serie de diversas figuras llamarían la atención de tus amigos, que se entremezclarían con esas creaciones de tu imaginación.

He de decirte, amable lector, que hasta ahora nadie me ha preguntado por la historia del joven Nathanael; bien sabes que yo pertenezco a ese maravilloso linaje de autores que, si tienen algo que decir, tienen también la sensación de

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que el mundo entero les pregunta: «¿Qué sucedió? ¡Sigue contándonos, por favor!».

Por lo tanto, tengo verdadero interés en seguir contándote cosas acerca de la fatídica existencia de Nathanael. Mi alma estaba dominada por todo lo raro y maravilloso que había oído, pero precisamente porque, ¡oh, lector mío!, deseaba que tú también tuvieras esa sensación de lo fantástico, me devanaba la cabeza para empezar la historia de Nathanael de una manera original y emocionante: «¡Érase una vez...!». Ese bello principio de cuento me parecía sosísimo. «En la pequeña ciudad provinciana de G. vivía...», un poco mejor, por lo menos preparaba para el clímax... O in media res: «¡Voto al diablo!", exclamó furioso e iracundo, echando rayos por los ojos, el estudiante Nathanael cuando Giusseppe Coppola, el vendedor de barómetros...». Realmente, eso era lo que yo había escrito, cuando creí notar algo ridículo en la mirada del estudiante Nathanael: la historia, sin embargo, no tiene nada de ridícula. Tuve la sensación de que no reflejaba lo más mínimo el colorido de las imágenes que veía en mi interior.

¡Amable lector!, toma las tres cartas que Lothair me dejó por el esbozo de un cuadro que trataré de completar durante el relato, añadiendo nuevos colores. Quizá logre retratar algunas figuras, de modo que puedas tener la sensación, sólo al ver el retrato, sin conocer el original, de que has visto a la persona con tus propios ojos.

Quizás, ¡oh, lector mío!, pienses que no hay nada más absurdo y fantástico que creer que el poeta puede reflejar la verdadera vida en su espejo bruñido, que sólo da un oscuro reflejo.

Para decirlo todo con exactitud, lo primero que hay que saber y que debe añadirse a las cartas anteriores, es que al morir el padre de Nathanael, Clara y Lothair, dos niños parientes lejanos, fueron recogidos en su casa por la madre de Nathanael. Clara y Nathanael se profesaron siempre una mutua simpatía, a la que nadie tuvo nada que objetar; ya eran novios cuando Nathanael tuvo que irse para seguir sus estudios en G...; acabamos de ver, por su última carta, que asistía al curso del famoso profesor de física, Spallanzani.

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Ahora ya me siento más aliviado y puedo continuar la historia; sin embargo, en este momento la imagen de Clara está tan viva ante mis ojos que (siempre me sucede lo mismo) no puedo dejar de mirarla mientras me sonríe.

Clara no era hermosa en la acepción vulgar de la palabra. Los arquitectos hubieran elogiado sus exactas proporciones, los pintores habrían visto en los contornos de su busto la imagen de la castidad, y se habrían enamorado al mismo tiempo de su magnífica mata de pelo como la de una Magdalena, apropiándose del colorido, digno de un Battoni[vi].

Uno de ellos, fanático de la belleza, habría comparado los ojos de Clara con un lago azul de Ruysdael[vii], en cuya límpida superficie se reflejan con tanta pureza los bosques, los prados, las flores y todos los poéticos aspectos del más rico paisaje.

Los poetas y los pintores decían: «¡Qué lago..., qué espejo!». Si cuando miramos a esta joven en su mirada parecen oírse melodías y sonidos celestiales que nos sobrecogen y nos animan a la vez, ¿acaso no cantamos nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la fina sonrisa que expresan los labios de Clara, que es como un cántico, no obstante algunas disonancias?

A estos encantos naturales de la joven añádase una imaginación viva y brillante, un corazón sensible y generoso que no excluía lo positivo ni lo razonable. Los espíritus románticos no le agradaban del todo: discutía poco con los que son aficionados a divagar, pero su mirada maliciosa decíales con mucha elocuencia: «Amigos míos, inútilmente os esforzáis en conducirme a vuestro mundo imaginario». Muchos acusaban a Clara de insensible y prosaica, pero los espíritus privilegiados admiraban bajo aquella fría apariencia a la amable, delicada y razonable niña. Nadie amaba a Clara como Nathanael, a pesar de su ferviente pasión por lo maravilloso, y la joven le correspondía con tierno amor: las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella.

Cuando el joven regresó, ¡con qué contento la estrechó entre sus brazos al ir a su encuentro en casa de su madre! Sucedió entonces lo que Clara había

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previsto; que desde aquel día desechó de su memoria, sin esfuerzo alguno, a Coppelius y Coppola.

Sin embargo, Nathanael tenía razón cuando escribió a su amigo Lothair que la presencia del maldito vendedor Giusseppe Coppola le había sido fatal. Todos notaron desde el primer día que estaba totalmente cambiado. Su carácter comenzó a ensombrecerse y se hizo taciturno, tanto que la vida le parecía como un sueño fantástico y, cuando hablaba, decía que todo ser humano, creyendo ser libre, era juguete trágico de oscuros poderes, y era en vano que se opusiese a lo que había decretado el destino. Todavía más: llegó a afirmar que consideraba una locura creer que nos comportábamos conforme a nuestro gusto y albedrío en el arte y en la ciencia, pues en realidad el entusiasmo que nos llevaba al trabajo creador provenía, no de nuestro interior, sino de la influencia de un principio superior que estaba fuera de nosotros.

Sus meditaciones místicas, de las cuales no era posible sustraerlo, ocasionaban gran disgusto a la pobre Clara, sin que toda la sabiduría de sus razonamientos pudiera calmarle. Cierto día en que Nathanael se quejaba de ver sin cesar al monstruoso Coppelius y decía que ese horrible demonio iba a destruir su felicidad y su futuro, Clara repuso con tristeza:

-Sí, Nathanael, creo en efecto que ese hombre extravagante es tu genio del mal, que es un poder diabólico y que realmente se ha introducido en tu vida, pero a nadie debes culpar sino a ti mismo, porque su fuerza reside en tu credulidad.

Enojóse mucho Nathanael al ver que Clara atribuía la existencia de los demonios a la fuerza de su fantasía y en su despecho consideró a Clara como uno de esos seres inferiores que no saben penetrar en los misterios de la naturaleza invisible. No obstante lo cual, todos los días, cuando Clara ayudaba a servir el desayuno, le leía tratados de filosofía oculta. Ella, entonces, le decía:

-Creo, en verdad, querido Nathanael, que tú eres el principio del mal que ejerce una mala influencia sobre mi café, porque me es preciso descuidar los quehaceres de la casa, perdiendo el tiempo para oírte discurrir. El agua hierve, el café se vierte en la ceniza y ¡adiós desayuno!

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Nathanael, furioso al ver que no le comprendían, cerraba los libros e iba a encerrarse en su habitación. En otros tiempos solía referir narraciones graciosas y animadas que luego escribía, y Clara le oía con el mayor placer; ahora, en cambio, sus poemas eran secos, incomprensibles, deformes, de modo que aunque Clara no lo decía, él se daba cuenta de que le fastidiaban mortalmente esas cosas, y en todos sus gestos resultaba patente el aburrimiento que trataba de dominar. Las poesías de Nathanael en realidad eran aburridísimas. Cada vez era mayor su disgusto por el carácter frío y prosaico de Clara, y Clara, a su vez, no podía evitar su enojo por los pesados, abstrusos y tenebrosos sofismas de Nathanael, por lo que cesó la buena armonía entre ambos, y poco a poco fueron distanciándose.

La imagen del odioso Coppelius se iba alejando cada vez más, según confesaba Nathanael, y hasta le costaba trabajo a veces evocar a ese espantajo fatídico en sus creaciones. Finalmente, le atormentaba el presentimiento de que Coppelius destruiría su amor, todo lo cual fue objeto de un poema. Describía en él la felicidad de ambos, Clara y él unidos, aunque un negro poder les amenazaba, destruyendo su alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar, hacía su aparición el espantoso Coppelius, que tocaba los bellos ojos de Clara, y éstos saltaban sobre el pecho de Nathanael como chispas sangrientas, encendidas y ardientes. Luego Coppelius lo cogía y lo arrojaba en medio de las llamas de un horno, que ardían con la velocidad de una tormenta, donde se consumía al instante. En medio del tumulto que parecía el de un huracán que bramaba sobre la espuma de las olas, semejantes a blancos y negros gigantes que combatían furiosamente entre sí, en medio de ese tronar furioso, oía la voz de Clara que decía:

-¿Acaso no me ves, querido? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que quemaban tu pecho, sino gotas ardientes de tu propia sangre. Mira, yo tengo ojos... ¡Mírame!

Nathanael pensaba: «Es Clara, y yo soy eternamente suyo...». Entonces parecía como si su pensamiento dominase el fuego del horno donde se encontraba, y el tumulto desaparecía, alejándose en un negro abismo. Nathanael miraba los ojos de Clara, pero entonces la muerte le contemplaba amigablemente desde las profundidades de los ojos de su amada.

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Mientras el joven escribía estas cosas estaba muy tranquilo y razonable, sentía que cada linea le salía mejor y, entregado a los esfuerzos de la rima, no descansaba hasta que la musicalidad no le parecía perfecta. Cuando al fin hubo terminado y se leyó a sí mismo, en voz alta, su propio poema; quedó horrorizado, y lleno de espanto se dijo: «¿De quién es esa horrible voz?». No obstante tuvo la sensación de que ese poema estaba muy logrado y que podría inflamar el ánimo de Clara leyéndoselo, al tiempo que le hacía ver las espantosas imágenes que le angustiaban y presagiaban la destrucción de su amor.

Un día, los dos enamorados estaban sentados en el jardín. Clara se hallaba muy alegre porque desde hacía tres días Nathanael, dedicado a escribir su poema, no la había enojado con sus manías y presentimientos fatídicos. También el joven hablaba animadamente y muy alegre sobre asuntos divertidos, de modo que Clara le dijo:

-Otra vez estás conmigo; gracias a Dios, nos hemos librado de ese odioso Coppelius.

Entonces Nathanael se acordó de que llevaba en el bolsillo un poema y que tenía intención de leerlo. Sacó las hojas del bolsillo y comenzó su lectura. Clara, imaginándose que sería algo aburrido, como de costumbre, y resignándose, comenzó tranquilamente a hacer punto. Pero del mismo modo que los nubarrones cada vez más negros de una tormenta van en aumento, llegó un momento en que, abandonando la labor, miró fijamente a su amado. Terminada la lectura, el joven arrojó lejos de sí el manuscrito y, con los ojos llenos de lágrimas y las mejillas encendidas, inclinóse hacia Clara, cogió sus manos convulsivamente y exclamó con acento desesperado:

-¡Ah, Clara, Clara!

Clara le estrechó contra su pecho y le dijo suavemente, muy seria:

-Nathanael, querido Nathanael. ¡Arroja al fuego esa maldita y absurda obra!

El muchacho, desilusionado, exclamó, apartándose de Clara:

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-Eres un autómata, inanimado y maldito.

Y sin decir más alejóse corriendo, mientras Clara, profundamente desconcertada, derramaba amargas lágrimas.

-Nunca me ha amado, pues no me comprende -sollozaba en alta voz.

Lothair apareció en el jardín y Clara tuvo que referirle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, sentía sus quejas en lo más íntimo, de forma que el disgusto que sentía en su pecho a causa del visionario Nathanael se transformó en cólera terrible. Corrió en pos del joven y le reprochó con duras palabras su loca conducta respecto a su querida hermana. Nathanael respondió con violencia. El iluso y extravagante loco se enfrentó con el desgraciado y vulgar ser humano. Decidieron batirse a la mañana siguiente, detrás del jardín, conforme a las reglas al uso.

Llegaron mudos y sombríos. Como Clara hubiese oído la disputa y viese que el padrino, al atardecer, trajese los floretes, imaginó lo que iba a suceder. A la hora designada, las armas estaban sobre el césped que, muy pronto, iba a teñirse de sangre. Lothair y Nathanael se habían despojado ya de sus levitas y con los ojos brillantes iban a abalanzarse el uno sobre el otro, cuando Clara apareció en el jardín. Sollozando exclamó:

-¡Monstruos, salvajes, matadme a mí, antes de que uno de vosotros caiga, pues no quiero sobrevivir si mi amado mata a mi hermano, o mi hermano a mi amado!

Lothair dejó el arma y miró al suelo silenciosamente. Nathanael sintió en su interior la tristeza y el amor desbordante que había sentido en los bellos días de su primera juventud. El arma homicida cayó de sus manos, y se arrojó a los pies de Clara:

-¡Perdóname, adorada Clara! ¡Perdóname, hermano mío, querido Lothair!

Lothair se emocionó al ver el profundo dolor de su hermano, y derramando los tres abundantes lágrimas abrazáronse reconciliados y juraron no separarse jamás.

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Desde aquel día Nathanael se sintió aliviado de la pesada carga que le había oprimido hasta entonces, y le pareció como si se hubiese salvado del oscuro poder que amenazaba con aniquilarle. Permaneció allí tres días más antes de marcharse a G., adonde debía volver para cursar el último año de sus estudios universitarios, y se acordó de que al cabo de ese tiempo se establecería para siempre en su país natal, con su prometida.

A la madre de Nathanael se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues era bien sabido que le producía horror su nombre, ya que también a ella le recordaba la muerte de su esposo.

Al llegar a G., Nathanael se sorprendió mucho al ver que su casa había sido pasto de las llamas, que sólo dejaron en pie dos o tres lienzos de pared ennegrecidos y calcinados. Según le dijeron, el fuego comenzó en la botica, y varios amigos de Nathanael que vivían cerca de la casa incendiada pudieron salvar algunos de los objetos, instrumentos de física y papeles, todo lo cual llevaron a otra habitación alquilada a nombre del estudiante. Nathanael no podía suponer que estuviera situada frente a la del profesor Spállanzani. Desde la ventana se podía ver muy bien el interior del gabinete donde, con frecuencia, cuando las cortinas estaban descorridas, se veía a Olimpia muda e inmóvil, y aunque se destacaba claramente su silueta, los rasgos de su rostro sólo se vislumbraban borrosamente. Nathanael se extrañó de que Olimpia permaneciese en la misma actitud horas enteras sin ocuparse de nada, junto a la mesita, aunque era evidente que de vez en cuando le miraba fijamente: hubo de confesarse que en su vida había visto una mujer tan hermosa. Sin embargo, su amor a Clara le llenaba el corazón, preservándole de las seducciones de la austera Olimpia, y por eso el joven dirigía sólo de tarde en tarde algunas miradas distraídas a la estancia habitada por aquella hermosa estatua.

Cierto día, en ocasión de estar escribiendo a Clara, llamaron suavemente a su puerta: al abrirla, vio la desagradable figura de Coppola. Un estremecimiento nervioso agitó a Nathanael. Recordando los argumentos de Clara y los datos que le diera el profesor Spallanzani acerca de aquel individuo, avergonzóse de su primer movimiento de espanto y con toda la tranquilidad que le fue posible dijo al inoportuno visitante:

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-No necesito barómetros, querido amigo. ¡Marchaos, por favor!

Pero Coppola, entrando en la habitación, dijo en un tono ronco, mientras su boca se entreabría con una odiosa sonrisa y le refulgían los ojillos entre sus largas pestañas grises:

-¡Eh, no sólo tengo barómetros, no sólo barómetros! ¡También tengo ojos, bellos ojos!

Nathanael, espantado, exclamó:

-¡Maldito loco!, ¿cómo es posible que tengas ojos?... ¿Ojos?

Al instante, Coppola puso a un lado sus barómetros y fue sacando de sus bolsillos gafas que dejó sobre la mesa:

-¡Gafas, gafas para ponérselas sobre la nariz!... ¡Esos son los ojos..., los bellos ojos!

Y al decir esto, Coppola continuó sacando gafas, de modo que la mesa se llenó, y empezaron a brillar y refulgir desde ella. Miles de ojos miraban fijamente a Nathanael. No podía dejar de mirar a la mesa, y Coppola continuaba sacando gafas y cada vez eran más fantásticas y terribles las penetrantes miradas que traspasaban con sus rayos ardientes y rojizos el pecho de Nathanael. Sobrecogido por un espantoso malestar gritó:

-¡Para ya, detente, hombre maldito!

Y sacudiéndole por el brazo detuvo a Coppola, que se preparaba a seguir sacando gafas del bolsillo, aunque la mesa estaba enteramente cubierta de ellas. Coppola, sonriendo a duras penas, se desprendió de él, al tiempo que decía:

-¡Ah!, no las queréis..., pues aquí tenéis unos buenos anteojos.

Y después de recoger todas las gafas, empezó a sacar anteojos de larga vista. En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas, Nathanael quedó tranquilo como por encanto, y acordándose de Clara, recordó que el fantasma sólo

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estaba en su imaginación, ya que Coppola era sólo un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble de Coppel¡us. Además, las gafas que el vendedor había puesto en la mesa no tenían nada de raro, ni tampoco nada de extraordinario los anteojos, de modo que, algo confuso por haberse entregado a la violencia, Nathanael quiso repararlo comprando alguna cosa a Coppola.

Eligió un pequeño anteojo, cuya montura le llamó la atención por su exquisito trabajo, y para probarlo miró a través de la ventana. Nunca en su vida había tenido un anteojo con el que pudiera verse con tanta claridad y pureza. Instintivamente, miró hacia la estancia de Spallanzani; Olimpia estaba sentada como de costumbre ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por vez primera Nathanael veía detenidamente el hermoso semblante de Olimpia. Únicamente los ojos le parecieron fijos, como muertos. Pero, a medida que miraba más y más a través del anteojo, le pareció como si los ojos de Olimpia irradiasen pálidos rayos de luna. Tuvo la sensación de que por vez primera nacía en ella la capacidad de ver; y cada vez más intensa brillaba su mirada. El joven se quedó como galvanizado mirando a la ventana, observando a la bella y celeste Olimpia, pero le hizo volver en sí el ruido que hacía Coppola, al tiempo que repetía:

-Tre zecchini (tres cequíes).

Nathanael, que se había olvidado por completo del óptico, se apresuró a pagarle:

-¿No os parecen unos buenos anteojos, eh? -preguntó Coppola con su odiosa voz ronca y la sonrisa maliciosa.

-Sí, sí... -repuso Nathanael, disgustado-. ¡Adiós, querido amigo!

Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar algunas miradas de reojo. Apenas bajó las escaleras, dejó escapar una horrible carcajada. «Se ríe de mí -pensó Nathanael- porque me ha hecho pagar el anteojo a un precio mucho más caro de lo que vale.»

En ese momento le pareció oír un profundo gemido en la habitación, que le estremeció. Sintió tal miedo que se le cortó la respiración. Pronto diose cuenta

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de que era él mismo quien había suspirado. «Clara tenía razón al considerarme un visionario -se dijo-: pero lo que más me atormenta ahora y me parece absurdo..., incluso más que absurdo, es la idea de que he pagado los anteojos demasiado caros, y eso me inquieta. Y no sé cuál es el motivo...»

Dejando todo, se puso a escribir a Clara, pero apenas había cogido la pluma miró por la ventana para cerciorarse de que Olimpia estaba allí, sentada. Al instante sintió el impulso irresistible de coger el anteojo de Coppola, y permaneció contemplando la fascinante figura de Olimpia hasta que su compañero Siegmund fue a buscarle para asistir a la clase del profesor Spallanzani.

Desde aquel día los visillos de la habitación de Olimpia estuvieron siempre perfectamente echados, y el enamorado estudiante perdió el tiempo haciendo de centinela durante dos días, anteojo en mano. Al tercer día se cerraron las ventanas. Desesperado y poseído de una especie de delirio, salió corriendo de la ciudad.

La figura de Olimpia se multiplicaba a su alrededor como por encanto: la veía flotar por el aire, brillar a través de los setos floridos y reproducirse en los cristalinos arroyuelos. Nathanael no se acordaba ya de Clara, sólo pensaba en Olimpia, y gemía y sollozaba: «¡Oh, estrella de mi vida, no me dejes solo en la tierra, en la negra oscuridad de una noche sin esperanza!».

Cuando volvió a su casa observó que reinaba un gran bullicio en la de Spallanzani: las puertas se abrían, limpiábanse las ventanas y numerosos obreros iban de un lado a otro llevando muebles, mientras que algunos colocaban tapices con extraordinaria actividad. Nathanael se quedó asombrado cuando en plena calle apareció Siegmund y le dijo, riendo: «¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spallanzani?». El joven le aseguró que no sabía nada del profesor y que estaba asombrado de que aquella casa silenciosa y sombría estuviera en plena actividad. Siegmund le dijo que Spallanzani daría al día siguiente una gran fiesta, con concierto y baile, a la que asistiría lo más notable de la universidad. Se rumoreaba que Spallanzani iba a presentar en sociedad a su hija Olimpia, a la que hasta ahora había mantenido escondida, fuera de la vista de los hombres.

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Nathanael encontró una invitación al llegar a su casa y se encaminó a la vivienda del profesor a la hora convenida, con el corazón palpitante, cuando ya rodaban otros carruajes y las luces brillaban en los adornados salones. La sociedad allí reunida era numerosa y brillante. Olimpia, engalanada con un gusto exquisito, era admirada por su belleza y sus perfectas proporciones. Sólo se notaba algo extraño, un ligero arqueamiento del talle, posiblemente debido a que su talle de avispa estaba en exceso encorsetado. Andaba con una especie de rigidez que desagradaba y que atribuían a su timidez natural, acentuada al encontrarse ahora en sociedad. El concierto comenzó. Olimpia tocaba el piano con gran habilidad e incluso cantó un aria con voz sonora y brillante que parecía el vibrante sonido de una campana. Nathanael estaba extasiado, pero como llegara un poco tarde le tocó sentarse en la última fila, y apenas podía ver el semblante de Olimpia, deslumbrado por las luces de los candelabros. Instintivamente, sacó el anteojo de Coppola y se puso a mirar a la bella Olimpia. Le pareció que ella le miraba con miradas anhelantes, que una melodía acompañaba cada mirada amorosa y le traspasaba ardientemente. Las artísticas inflexiones de su voz le parecieron al joven cánticos celestiales de un corazón enamorado, y cuando resonó el largo trino por todo el salón, a su cadencia creyó que un brazo amoroso le ceñía y, extasiado, no pudo evitar esta exclamación: «¡Olimpia!».

Las personas más próximas se volvieron y muchas se echaron a reír. El organista de la catedral puso un semblante muy serio y dijo simplemente: «Bueno, bueno». El concierto llegaba a su fin. El baile comenzó. «Bailar con ella..., bailar con ella...» Todos los deseos de Nathanael tendían hacia ese objetivo. Pero, ¿cómo atreverse a invitar a la reina de la fiesta? En fin..., no supo bien cómo, pero poco después de empezar el baile se encontró junto a Olimpia, a la que nadie había sacado aún, y osando apenas balbucir alguna palabra tomó su mano. Un sudor frío inundó su frente cuando con la extremidad de sus dedos rozó los de Olimpia, pues la mano de la joven estaba helada como la de un muerto. Nathanael detuvo en ella su mirada y observó que sus ojos tenían la misma fijeza lánguida, y tuvo la sensación de que el pulso empezaba a latir en su muñeca y la sangre corría por sus venas. También él sentía en su interior una amorosa voluptuosidad, así es que enlazó con su brazo el talle de la bella Olimpia y atravesó las filas de los invitados.

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Creyó haber bailado al compás, aunque sentía que la rigidez rítmica con que Olimpia bailaba a veces le obligaba a detenerse, y entonces se daba cuenta de que no seguía bien los compases de la música. No quiso bailar con nadie más, y si alguno se hubiera acercado a Olimpia para solicitar un baile, de buena gana le habría matado. Solamente sucedió eso dos veces: para asombro suyo, Olimpia estuvo sentada durante todo el baile, así es que pudo sacarla cuantas veces quiso.

Si Nathanael hubiera tenido ojos para ver otra cosa que no fuera Olimpia, sin duda se habría encontrado con más de una pelea, pues era evidente que por los rincones los jóvenes se reían de él, y hasta un sinfín de miradas curiosas se dirigían a la bella Olimpia. ¿Podía saberse por qué? Excitado por la danza y el vino, Nathanael había perdido la timidez. Sentándose junto a Olimpia, tomó su mano entre las suyas y le habló de su amor con lodo el fuego de la pasión que sentía, aunque ni Olimpia ni él mismo comprendían bien lo que trataba de expresar. Mas ésta, mirándole fijamente, sólo suspiraba: «¡Ah..., ah..., ah ...!». Nathanael exclamó: «¡Oh, mujer celestial, que me iluminas desde el cielo del amor! ¡Oh, criatura que domina todo mi ser!», y cosas por el estilo, pero Olimpia únicamente respondía: «¡Ah, ah!».

Durante esta singular conversación, el profesor Spallanzani pasó varias veces por delante de los felices enamorados y los miró sonriendo de una manera extraña. Poco a poco Nathanael se dio cuenta con terror de que el brillo de las luces disminuía en la sala vacía. Hacía mucho que la música y el baile habían cesado.

-¡Separarnos, separarnos ahora! -gritó desesperado y furioso.

Besó la mano de Olimpia e, inclinándose hacia su boca, sus labios ardientes se encontraron con los labios helados de la muchacha. Apenas hubo tocado su fría mano, se sintió dominado por el terror y le pasó por la mente la leyenda de la novia muerta[viii], pero Olimpia le oprimía contra su pecho y el beso pareció vivificar sus labios...

El profesor Spallanzani atravesó lentamente la sala vacía; sus pasos resonaban huecos y su figura, que proyectaba una larga sombra, tenía un aspecto fantasmagórico y horrible.

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-¿Me amas? -musitó Nathanael.

Pero Olimpia se limitó a suspirar, poniéndose de pie.

-¡Sí, amada mía, criatura encantadora y celestial -decía Nathanael-, tú me aclaras todo y me explicas la existencia!

-¡Ah! ¡Ah! -replicó Olimpia en el mismo tono.

Nathanael la siguió y fueron con el profesor.

-Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija -dijo éste, sonriendo-. Bueno, mi querido Nathanael, tendremos mucho gusto en que venga a conversar con mi hija, y su visita siempre será bienvenida.

Al joven le pareció que se le abrían las puertas del Cielo.

El baile de Spallanzani fue tema de conversación durante mucho tiempo. A pesar de que el profesor les había obsequiado espléndidamente, no pudo evitar la crítica y, especialmente, recayeron los comentarios sobre la callada y rígida Olimpia, que pese a su hermoso aspecto exterior demostraba ser una estúpida, lo cual justificaba que Spallanzani se hubiera abstenido tanto tiempo de presentarla en público. Nathanael se encolerizaba al oír esas cosas, pero callaba, pues creía poderles demostrar a esos tontos que su propia estupidez les impedía darse cuenta del maravilloso y profundo carácter de Olimpia.

-Dime, por favor, amigo mío-le dijo un día Siegmund-: ¿cómo es posible que un hombre razonable como tú se pueda enamorar de una muñeca?

Nathanael, encolerizado, fue a responder, pero reflexionó y repuso:

-Dime, Siegmund, ¿cómo es posible que un hombre con tan buenos ojos como tú no haya visto los encantos y los tesoros ocultos en la persona de Olimpia? Mejor es que no hayas visto todo eso porque serías mi rival, y uno de los dos tendría que morir.

Siegmund comprendió en qué estado se encontraba Nathanael y desvió la conversación, diciendo que en amor era muy difícil juzgar.

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-Es muy extraño, pero todos nosotros juzgamos del mismo modo a Olimpia. No te enfades, hermano, si te digo que nos parece rígida y como inanimada. Su cuerpo es proporcionado, es cierto, como su semblante... Pero podría decirse que sus ojos no tienen expresión ni ven. Su paso tiene una extraña medida y cada movimiento parece deberse a un mecanismo; canta y toca al compás, pero siempre lo mismo y con igual acompañamiento, como si fuera una máquina. Nos ha inquietado mucho, y no queremos tratarnos con ella; se comporta como un ser viviente, aunque en realidad sus relaciones con la vida son muy extrañas.

Nathanael se disgustó mucho al oír las palabras de Siegmund, pero hizo un esfuerzo por contenerse y, al fin, dijo muy serio:

-Todos vosotros sois unos jóvenes prosaicos y por eso Olimpia os inquieta. ¡Sólo a los caracteres poéticos se les revela lo que es semejante! Solamente me mira a mí, y sus pensamientos son para mí, y yo sólo vivo en el amor de Olimpia. Es posible que no logréis entablar con ella una conversación vulgar, propia de los caracteres superficiales. Habla poco, es cierto, pero las escasas palabras que dice son para mí como verdaderos jeroglíficos del mundo del amor, y me abren el camino del conocimiento de la vida del espíritu para la consideración del más allá. Vosotros no comprendéis nada, y es en vano.

-¡Que Dios te proteja, hermano! -dijo Siegmund bondadosamente y casi con tristeza-; pero creo que vas por el mal camino. Puedes contar conmigo cuando... ¡No quiero decir nada más!

Nathanael pareció conmoverse al oír estas palabras y le estrechó cordialmente la mano antes de separarse.

En cuanto a Clara, Nathanael la había olvidado por completo, como si jamás hubiera existido, y para nada se acordaba tampoco de Lothair ni de su madre. Sólo vivía para Olimpia, y pasaba los días enteros junto a ella, y le hablaba de su amor, de la ardiente simpatía que sentía, y fantaseaba acerca de las afinidades electivas psíquicas[ix], y Olimpia escuchaba con suma atención. El joven iba sacando de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y cada día aumentaba el número de sus composiciones con toda clase de sonetos, estancias, canciones, que leía a

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Olimpia, quien jamás se cansaba de escucharle. Nunca había tenido una oyente tan magnífica. No tejía, no cosía, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro, no jugaba con ningún perrillo ni con ningún gatito, no hacía pajaritas ni tenía algo en la mano, ni disimulaba un bostezo fingiendo toser; en una palabra, permanecía horas enteras con la vista fija en los ojos del amado, sin moverse, y su mirada era cada vez más ardiente y más viva. Sólo cuando Nathanael, al terminar, se levantaba y sé llevaba su mano a los labios para depositar en ella un beso, decía: «¡Ah! ¡Ah!...», y luego: «¡Buenas noches., amor mío!...».

«¡Qué encantadora eres! -exclamaba Nathanael en su cuarto- ¡Sólo tú me comprendes.» Se estremecía de placer al pensar qué resonancia tenían sus palabras en el ánimo de Olimpia, pues le parecía que ella hablaba en su interior y sus palabras se manifestaban en lo que él escribía. Así debía de ser, pues Olimpia nunca habló más de las palabras mencionadas.

Algunas veces, en momentos de lucidez, por ejemplo al levantarse por la mañana, reflexionaba sobre la pasividad y el laconismo de Olimpia. Entonces se decía: «¿Qué son las palabras? La mirada de sus ojos dice más que toda la elocuencia de los hombres. ¿Puede acaso una hija del Cielo descender al círculo mezquino y obligarse a vulgares relaciones?».

El profesor Spallanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nathanael, y prodigaba al estudiante las mayores atenciones y cordial benevolencia. Así es que cuando Nathanael se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con una gran sonrisa, dijo que dejaba enteramente la elección al juicio de su hija... Animado por estas palabras, con el corazón anhelante, al día siguiente se decidió a suplicar a Olimpia que le manifestase con palabras lo que ya le había expresado con ardientes miradas: que deseaba ser suya. Buscó en una cajita el anillo de oro, recuerdo de su madre, para ponerlo en el dedo de su amada como anillo nupcial. Lo primero que encontró en la cajita fueron las cartas de Lothair y de Clara, las cuales apartó con impaciencia, y cuando encontró el objeto corrió a casa del profesor. Al llegar al último tramo de la escalera, oyó un estrépito espantoso en la habitación de Spallanzani, producido por repetidos golpes en el suelo y las paredes, y luego choques metálicos, percibiéndose en medio de aquella

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barahúnda dos voces que proferían tremendas imprecaciones: «¿Quieres soltar, miserable, infame? ¿Te atreves a robarme mi sangre y mi vida?» «¡Yo hice los ojos!» «¡Y yo los resortes del mecanismo!» «¡Vete al diablo!» «¡Llévese tu alma Satanás, aborto del Infierno!»

He aquí lo que decían aquellas dos voces formidables, que eran las de Spallanzani y de Coppelius. Nathanael, fuera de sí, descargó un puntapié en la puerta y se precipitó en la habitación, en medio de los combatientes. El profesor y el italiano Coppola se disputaban con furia una mujer; el uno tiraba de ella por los brazos, y el otro por las piernas. Nathanael retrocedió horrorizado al reconocer la figura de Olimpia: luego, con furia salvaje, quiso arrancar a su amada de manos de los rabiosos combatientes, pero en el mismo instante, Coppola, dotado de fuerza hercúlea, obligó a su adversario a soltar la presa gracias a una vigorosa sacudida. Luego, levantando a la mujer con sus nervudos brazos, descargó tan rudo golpe en la cabeza del profesor que el pobre hombre, completamente aturdido, fue a caer al suelo a tres pasos de distancia, rompiendo con su caída una mesa llena de frascos, redomas, alambiques e instrumentos. Coppola se cargó a Olimpia al hombro y desapareció, profiriendo una carcajada diabólica; hasta el fin de la escalera oyóse el choque de las piernas de Olimpia contra los peldaños, el cual producía un ruido semejante al de unas castañuelas.

Al ver la cabeza de Olimpia en el suelo, Nathanael reconoció con espanto una figura de cera, y pudo ver que los ojos, que eran de esmalte, se habían roto. El desgraciado Spallanzani yacía en medio de numerosos fragmentos de vidrio, que le habían ocasionado sangrientas heridas en los brazos, el rostro y el pecho. Recuperándose, dijo:

-¡Corre detrás de él! ¡Corre! ¿A qué esperas?... Coppelius, me has robado mi mejor autómata..., en el que he trabajado más de veinte años... He puesto en este trabajo mi vida entera. Yo he hecho la maquinaria, el habla, el paso..., los ojos..., pero te he robado los ojos..., maldito..., condenado... ¡Ve en su busca! ¡Tráeme a Olimpia..., aquí tienes los ojos!

Nathanael vio a sus pies, efectivamente dos ojos sangrientos que le miraban con fijeza. Spallanzani los recogió y se los arrojó al estudiante, tocándole con

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ellos en el pecho. Apenas sintió su contacto, Nathanael, presa de un acceso de locura, comenzó a gritar, diciendo las cosas más incoherentes:

-¡Ajá..., ajá..., ajá! ¡Rueda de fuego..., rueda de fuego!... ¡Gira, rueda de fuego! ¡Divertido..., divertido! ¡Muñeca de madera, muñeca de madera, da vueltas!

Y precipitándose sobre el profesor, trató de estrangularle. Y lo habría hecho si en aquel instante, al oír el ruido, los vecinos no hubieran acudido y se hubieran apoderado de su persona; fue preciso atarle fuertemente para evitar una desgracia. Siegmund, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar al loco furioso, que gritaba con voz espantosa: «Muñeca de madera, ¡da vueltas!», y se pegaba puñetazos.

Finalmente, varios hombres pudieron hacerse con él, le sujetaron y le ataron. Todavía se oían sus palabras como si fueran los rugidos de un animal, y de ese modo fue conducido a un manicomio.

Amable lector, antes de seguir refiriéndote lo que le sucedió al infeliz Nathanael, voy a decirte, pues me imagino que te interesarás por el diestro mecánico y fabricante de autómatas Spallanzani, que se restableció al poco tiempo y fue curado de sus heridas. Mas, apenas se halló en estado de resistir el traslado a otro punto, tuvo que abandonar la universidad, pues todos los estudiantes que tenían conocimiento de la burla de que Nathanael acababa de ser víctima habían jurado vengarse terriblemente del italiano, por haber abusado, sirviéndose de un maniquí, de la confianza de personas tan honorables, ya que nadie (excepto algunos estudiantes muy listos) había podido sospechar nada. ¿Podía acaso resultar sospechoso que Olimpia, según decía un elegante que acudía a los tés, ofendiendo todas las conveniencias, hubiera bostezado? El profesor de poesía y retórica tomó una dosis de rapé, estornudó y dijo gravemente: «Honorables damas y caballeros..., ¿no se dan cuenta de cuál es el quid de la cuestión? ¡Todo es una alegoría..., una absoluta metáfora!... ¡Ya me entienden! Sapienti sal».

Pero muchos señores respetables no se conformaron con eso; la historia del autómata había .echado raíces y ahora desconfiaban hasta de las figuras vivas. Y para convencerse enteramente de que no amaban a ninguna muñeca de madera, muchos amantes exigían a la amada que no bailase ni cantase a

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compás, y que se interrumpiese al leer, que tejiera, que jugase con el perrito, etc., y sobre todo que no se limitase a oír, sino que también hablase y que en su hablar se evidenciase el pensamiento y la sensibilidad. Los lazos amorosos se estrecharían más, pues de otro modo se desataban fácilmente. «Esto no puede seguir así», decían todos. En los tés, ahora se bostezaba para evitar sospechas.

Como hemos dicho, Spallanzani tuvo que huir para evitar un proceso criminal, por haber engañado a la sociedad con un autómata. Coppola también desapareció.

Cuando Nathanael recobró la razón, al abrir los ojos experimentó un sentimiento de bienestar y le invadió un placer celestial. Estaba en su cuarto, en su casa paterna. Clara, inclinada sobre él, y al lado su madre y Lothair.

-¡Por fin, por fin, querido Nathanael! Ya estás salvado de una cruel enfermedad. ¡Otra vez eres mío! -dijo Clara con toda su alma, abrazando a su amado mientras derramaba cristalinas lágrimas.

-¡Clara! ¡Clara! -murmuró el joven.

Siegmund, que no había querido abandonar a su amigo enfermo, entró en la habitación y le estrechó la mano. Toda huella de locura había desaparecido. Pronto se restableció con los excelentes cuidados de su madre, de su amada y de su amigo. La felicidad volvió a reinar de nuevo en la casa, pues un viejo tío que parecía ser pobre, porque era muy avaro, acababa de morir y había dejado a la madre una casa cerca de la ciudad, con una buena herencia. Toda la familia se proponía ir allí, la madre, Nathanael con Clara, con la que pensaba casarse, y Lothair.

Nathanael estaba más amable que nunca. Tenía un carácter infantil, y ahora se daba cuenta del maravilloso y puro carácter de Clara. Nadie se acordaba ya de lo pasado. Sólo cuando Siegmund se despedía de Nathanael, éste dijo:

-¡Por Dios, hermano mío, iba por mal camino, pero gracias a este ángel voy por el bueno!

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Así pues, llegó el día en que los cuatro, muy felices, se dirigieron a la casa. Era al mediodía, y atravesaban las calles de la ciudad. Habían hecho ya las compras necesarias. Al pasar junto a la torre de la iglesia, cuya larga sombra se proyectaba sobre el mercado, Clara dijo:

-Nathanael, ¿quieres que subamos al campanario para contemplar una vez más las montañas y los lejanos bosques?

¡Dicho y hecho! Subieron solos, pues la madre había vuelto a casa para dejar las compras, y Lothair, no queriendo cansarse subiendo una escalera de muchos peldaños, prefirió esperar al pie de la torre. Los dos amantes, apoyados en la balaustrada del campanario, contemplaban absortos los grandes árboles, los bosques y las siluetas azules de las montañas que parecían una gigantesca ciudad.

-¿Ves aquel arbusto que se agita allá abajo? -decía Clara-. Diríase que viene hacia nosotros.

Nathanael, mecánicamente, buscó en el bolsillo el anteojo de Coppola y miró hacia el arbusto. Clara se puso delante del cristal. Entonces el joven sintió que su pulso latía rápidamente y que su sangre le hervía en las venas; pálido como la muerte miró a Clara y sus ojos tenían siniestra expresión. Saltó como un tigre, profiriendo un grito ronco y feroz:

-¡Muñeca de madera, da vueltas, muñeca de madera, da vueltas!

Después, cogiendo a la joven con fuerza convulsiva, quiso arrojarla desde la plataforma. La pobre Clara, presa de espanto, se agarraba a la barandilla con la energía de la desesperación, mientras que Lothair, oyendo por fortuna los gritos y sospechando alguna desgracia, franqueaba presuroso la tortuosa escalera de la torre.

Rabioso y asustado golpeó la puerta, que al fin saltó. «¡Socorro, salvadme!», se oía una débil voz... «Ya está sin vida, la ha matado ese loco», exclamó Lothair. También la puerta de la galería estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas descomunales e hizo saltar la puerta. Encontró a su hermana sujeta con una mano a la barandilla, aterrorizada. La agarró con gran rapidez

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y asestó un golpe en la cabeza a Nathanael, que soltó su presa y rodó por el suelo. Lothair bajó la escalera con su hermana desmayada en brazos... Estaba salvada... Mientras tanto, Nathanael corría como un loco de un lado a otro gritando: «¡Gira, rueda de fuego, gira, rueda de fuego!». Al oír los terribles gritos, la gente se fue aproximando. En medio de los curiosos destacaba como un gigante el abogado Coppelius, que acababa de entrar en la ciudad y se había dirigido directamente a la plaza del mercado. Como algunos hombres quisieran subir para rescatar al loco, Coppelius dijo riendo: «¡Bah!, dejadle; ya bajará por sus propios medios». Luego alzó la vista y Nathanael, que se hallaba inclinado sobre la balaustrada, le divisó al punto, le reconoció y, gritando de un modo salvaje: «¡Ah, bellos ojos..., bellos ojos!», saltó al vacío.

Mientras Nathanael yacía sobre el empedrado de la calle con la cabeza destrozada, Coppelius aprovechó la confusión para desaparecer.

Algunos años después, en un país lejano, Clara se hallaba a la puerta de una casita de campo; a su lado, un hombre de aspecto apacible la enlazaba por el talle; dos graciosos niños jugaban a suspies. Clara había encontrado, al fin, la felicidad que correspondía a su alegre y dulce carácter, felicidad que el trastornado Nathanael nunca hubiera sido capaz de ofrecerle.

[i] Véase: Rüuber, de Schiller, Acto V, Escena 1. Franz Moor, viendo que el fracaso de todas sus malvadas maquinaciones es inevitable, y que su propia ruina está a punto de abatirse sobre él, se siente finalmente abrumado por la locura de la desesperación, y descarga los terrores de su conciencia sobre el viejo sirviente Daniel, haciendo que éste se ría despectivamente de él.

[ii] Lazzaro Spallanzani, célebre anatomista y naturalista (1729-1799), ocupó durante varios años la cátedra de Historia Natural en Pavía, y viajó extensamente con fines científicos por Italia, Turquía, Sicilia, Suiza, etcétera.

[iii] Giuseppe Balsamo, siciliano de nacimiento, que se hacía llamar a sí mismo conde de Cagliostro, uno de los mayores impostores de tos tiempos modernos,

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vivió durante la última parte del siglo XVIII. Véase: Miscellanies, de Carlyle, para una aproximación a su vida y carácter.

[iv] Daniel Chodowiecki, pintor y grabador de ascendencia polaca, nació en Danzig en 1726. Durante algunos años fue tan popular como artista que pocos libros eran publicados en Prusia sin planchas o viñetas suyas. Se dice que el catálogo de su obra incluye 3.000 realizaciones.

[v] «Almanaques de las Musas», como eran llamados algunas veces; eran publicaciones periódicas, generalmente anuales, y contenían todo tipo de efusiones literarias; la mayoría, sin embargo, líricas. Tuvieron su origen en el siglo XVIII. Schiller, A. W. y F. Schlegel, Tieck y Chamisso, entre otros, dirigieron empresas de este tipo.

[vi] Pompeo Girolamo Battoni, pintor italiano del siglo XVIII, cuyas obras obtuvieron en su tiempo una gran estimación.

[vii] Jacob van Ruysdael (c. 1625-1682), pintor de Haariem, Holanda. Sus temas favoritos eran granjas remotas, solitarias aguas estancadas, bosques de profundas sombras con fangosos caminos, el litoral..., temas todos de una profunda y lúgubre melancolía. Sus obras marinas son muy admiradas.

[viii] Flegón, el liberto de Hadrian, relata que una joven doncella, Filemium, la hija de Filostrato y Charitas, se enamoró profundamente de un joven, Machates, huésped en la casa de su padre. Sus padres no dieron su aprobación, y echaron a Machates de la casa. La joven doncella se sintió tan afectada por aquello que languideció y murió. Poco tiempo después Machates regresó a su antiguo alojamiento, donde fue visitado en mitad de la noche por su amada, que volvió de la tumba para verle de nuevo. La historia puede ser leída en Hierarchie of Blessed Angels de Thomas Heywood, libro VII, p. 479 (Londres, 1637). Goethe hizo de esta historia la base de su hermoso poema Die Braur von Korinth, muy conocido de Hoffmann.

[ix] Esta frase (Die Wahlverwandschaft en alemán) se ha hecho célebre como título de una de las obras de Goethe.

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El tonelero de Nüremberg Meister Martin, der Küfner, und seine Gesellen

A principios de mayo del año 1580, el honorable gremio de toneleros de la ciudad libre de Nuremberg se reunía, según costumbre, para celebrar su fiesta anual. Poco antes de esta solemnidad había pasado a mejor vida el síndico de la corporación, y era preciso elegir un sucesor. Por unanimidad recayó la elección en maese Martín. No había otro tan conocedor del oficio como él. Los toneles salidos de sus manos eran, a la par que sólidos, finamente acabados; y no tenía rival para montar una bodega según las reglas gremiales. Prosperaba de día en día su reputación, y cada vez eran más numerosos sus clientes entre la gente rica y distinguida; gracias al éxito que le favoreció en todas sus empresas, gozaba de una fortuna considerable para un hombre de su clase. Al hacerse pública la elección de maese Martín, el consejero Paumgartner, que presidía la asamblea, se puso en pie. —Vuestra elección —dijo—, mis queridos amigos, es acertadísima. A nadie podía ser conferida tan merecidamente esta dignidad. Maese Martín goza del aprecio de todos, y los que le conocen dan testimonio de su destreza en la profesión. A pesar de sus riquezas, ha conservado los hábitos y el gusto del trabajo, y su conducta en todo es un modelo digno de elogio. Saludemos, pues, a nuestro querido maese Martín y felicitémosle por haber merecido la elección unánime, que es honra y galardón de toda una vida de honradez y de laboriosidad—. Terminado su discurso, el consejero Paumgartner dio unos pasos con los brazos abiertos hacia el recipiendario. Pero maese Martín, levantándose por pura cortesía y con gran dificultad a causa de su corpulencia y obesidad, devolvió sin más ceremonias la reverencia al Consejero, y se dejó caer de nuevo en el sillón, importándole poco al parecer los abrazos fraternales del señor Jacobus Paumgartner. —Y, pues, maese Martín —le preguntó el Consejero—, ¿no está usted satisfecho de nuestra elección?—. Él, echando atrás la cabeza y dándose en la panza golpecitos rítmicos con los dedos, pareció recogerse en medio del silencio de la asamblea, y tomó la palabra: —Digno señor Paumgartner,

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¿cómo no me sentiría satisfecho de la justicia que se me hace? ¿Y dónde hallaríamos a un hombre tan hostil a sí mismo que desdeñara el premio legítimo de sus afanes? ¿Dónde se ha visto que se rechace al deudor que un día viene a nosotros dispuesto a saldar todos o parte de sus atrasos? ¿Cuál ha sido, mis queridos colegas —prosiguió, de cara a la asamblea— el motivo que os ha inspirado la idea de escogerme a mí? ¿Qué obligaciones deberé cumplir? Si para no desmerecer de esa distinción es preciso conocer al detalle los secretos del oficio, puedo alabarme de haber dado pruebas de ello al construir, sin ayuda del fuego, un tonel de dos cargas, una obra maestra que todos vosotros conocéis. Y si lo que hay que hacer para agradaros es tener buenos doblones y cosas preciosas, llegados a mi casa y podréis saciar vuestras miradas en el placer de contar sacos de oro y vajillas de plata de un peso regular. Os abriré arcas y armarios. Si para halagar vuestra vanidad, el que habéis elegido ha de atraer el humilde respeto de la gente sencilla y la consideración de los prohombres, preguntad a la flor de los ciudadanos de nuestra Nuremberg, preguntad al obispo de Bamberg qué opinión tienen formada de maese Martín. No temo, gracias a Dios, ni comparación ni crítica. Una vez hubo terminado, satisfecho de su discurso, maese Martín se repantigó en su sillón, con la cabeza echada atrás y tecleando una vez más sobre su panza dio alrededor unas miradas, que solicitaban los aplausos; luego, al ver que el auditorio guardaba silencio, excepto algunos accesos de tos que traducían con bastante claridad el descontento de algunos de los compañeros del gremio, añadió algunas frases para reconquistar los espíritus que acababa de zaherir con su orgullo. —Os doy las gracias más sinceras —les dijo— por esta elección que os honra, ya que todos estáis poseídos del sentimiento de que la dignidad de síndico debía recaer en justicia sobre un hombre que ha realzado tan esplendorosamente la respetable corporación de toneleros. Todos sabéis que cumpliré celosamente los deberes que me atañen. Cada uno de vosotros hallará en mí a todas horas el consejo o la asistencia que necesite. Defenderé como propios los privilegios de todos; y para sellar el pacto de compañerismo que ha de unirnos os invito a un banquete de amistad que tendrá lugar el domingo. Mientras vaciamos alegremente unas botellas de añejo Johannisberg, concertaremos las medidas que sea preciso tomar para asegurar la protección de los intereses generales.

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Esta amable improvisación causó un efecto maravilloso. Los rostros se pusieron radiantes y un coro de voces se levantó en ruidosas aclamaciones que ponían en las nubes la capacidad, los méritos y la libertad de maese Martín. Uno a uno se acercaron al nuevo síndico para abrazarle, y él soportaba impávido a unos y llegaba incluso a otorgar a otros el favor de estrecharle la callosa mano. II. Al digno consejero Paumgartner le venía de paso la casa donde vivía el tonelero para llegar a la suya. Al ir a despedirse en el umbral de la casa de este último, maese Martín, quitándose el casquete de piel y haciendo una inclinación tan profunda como se lo permitía su obesidad, dirigió al Consejero estas palabras: —¿No podría tener el honor de recibir por unos momentos en mi humilde domicilio a mi querido señor Consejero? Me sentiría dichoso de que me permitiera disfrutar un rato más su preciosa conversación. —A fe mía, maese Martín, me sería muy grato hacer un alto en su casa. Pero, he de decirle que es usted excesivamente modesto al hablar de la suya. Como si no supiéramos que ese humilde domicilio, como lo llama, es el que ofrece un conjunto más vistoso de muebles y de objetivos valiosos, cuya rareza y elegancia son la envidia de los más acaudalados ciudadanos de Nuremberg. Apuesto a que no lo despreciaría un gran señor. No eran exageradas las alabanzas que el Consejero dedicaba a la morada de maese Martín. Ya al abrir la puerta, el zaguán, de refinada arquitectura, daba la impresión de un saloncito de fantasía. El pavimento de madera hábilmente combinado imitaba el mosaico; las paredes encuadraban pinturas no desprovistas de mérito y una serie de arcas talladas por los mejores artífices de la época se alineaban a lo largo de ellas. A la hora en que vemos entrar a los dos personajes, el calor era sofocante y un aire caldeado oprimía el aliento. Maese Martín recibió a su huésped en una habitación dispuesta a modo de comedor, por donde circulaba el aire fresco, y en la cual se veían un mobiliario y unas vajillas que prometían espléndidos

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festines. Al entrar, la voz sonora del anfitrión llamó a Rosa, su hija única, que compareció diligente. Las más bellas creaciones de Alberto Durero no habrían logrado un conjunto de gracias femeninas tan cumplido; imagínese un busto flexible y delicado como el tallo de un lirio blanco, unas mejillas en que las rosas se mezclaban al alabastro, unos labios dotados de todas las seducciones y una mirada llena de misteriosa melancolía, a la sombra de unos párpados orlados de pestañas de ébano con dulces reflejos de la luna de mayo, y esta descripción no os dará más que un tenue destello de todos los atractivos de aquel ser joven e interesante, con más de ángel que de mujer. Era la bella Margarita del Fausto rediviva, tal como la concibió el pintor Cornelius. La encantadora Rosa hizo a su padre una reverencia infantil y le besó la mano con un respeto lleno de ternura. El rostro del anciano Paumgartner se cubrió de un cálido rubor, y del rescoldo ya casi apagado de su pasada juventud brotaron algunas chispas. El honrado Consejero se reanimó por un instante, a semejanza de un pálido reflejo de sol poniente que antes de desvanecerse tiñe con una última llamarada el paisaje otoñal. —En verdad, maese Martín —exclamó— posee usted un tesoro que vale todos los que pueda reunir un hogar; si nuestras viejas barbas se estremecen de placer al contemplar sus encantos, ¿qué sensación no producirá entre la juventud? Aseguraría que su Rosa distrae a los jóvenes del vecindario de sus devociones en la iglesia, y que en las reuniones donde las muchachas mariposean, van a ella todas las galanterías y los ramos de flores. Apostaría a que para casarla con lo mejor de lo mejor de Nuremberg, mi querido maese Martín, no tendrá usted más cuidados que el de la elección del candidato. Lejos de complacerse en las alabanzas del Consejero, maese Martín frunció el entrecejo, más bien descontento, y una vez hubo ordenado a su hija que sacara una botella de su mejor vino del Rin, dijo al entusiasta Paumgartner, que no dejaba de vista a Rosa mientras cumplía el mandato de su padre, encarnada como una cereza y con los ojos bajos: —Tiene usted razón, señor Consejero; he de reconocer que mi hija está dotada de una belleza notable, y he de añadir que posee otras cualidades muy dignas de aprecio. Pero no son estas cosas para habladas delante de una muchacha. En cuanto a la flor de los jóvenes de Nuremberg, no pienso en ella para elegir un yerno. Rosa, que volvía a entrar en la habitación, puso sobre la mesa una botella y dos vasos

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soberbiamente tallados; los dos viejos tomaron asiento frente a frente, y maese Martín colmaba los vasos de su licor preferido, cuando resonó en la calle el trote de un caballo. Corrió Rosa para ver lo que era, y volvió anunciando a su padre que un viejo hidalgo, Enrique de Spangenberg, quería verle. —Bendiga Dios este día —exclamó el tonelero—, ya que me trae el más noble y generoso de mis clientes. Se trata, sin duda, de algún encargo importante. El señor de Spangenberg es un hombre digno de que se le reciba bien—. Y al decir esto, el maestro tonelero salió al encuentro del visitante con toda la agilidad que le permitían sus viejas piernas. III. El vino de Hochheim centelleaba en las facetas del cristal de Bohemia, y los tres personajes sintieron pronto correr por sus venas una renovada vitalidad, y se pusieron a contar sin escrúpulo historietas intencionadas, hasta tal punto que el busto de maese Martín, sacudido por ruidosas carcajadas, flotaba de acá para allá por encima de su enorme vientre, y que el consejero Paumgartner sentía desarrugar su rostro apergaminado. Pronto volvió a entrar Rosa con una limpia y elegante canastilla de mimbre, de la que sacó unos manteles blancos como la nieve, puso la mesa en un santiamén y no tardó en aparecer una apetitosa cena. Ni Paumgartner ni Spangenberg lograban apartar los ojos de la admirable joven, la cual les invitó con la más dulce voz a compartir con su padre los manjares que ella en persona había guisado. Maese Martín, hundido en el sillón y con las manos juntas sobre el abdomen, la contemplaba con el orgullo de un padre idolátrico. Cuando Rosa se disponía a retirarse discretamente, el viejo Spangenberg se levantó de su asiento con la prontitud de un joven, y cogiendo a la joven por el talle exclamó con los ojos empañados en lágrimas: —¡Ángel querido, criatura celestial!—. La besó dos o tres veces en la frente y volvió a acomodarse en su asiento, abismado en nostálgicas reflexiones. Paumgartner propuso vaciar un vaso en honor de Rosa. —Le digo, maestro —exclamó—, y seguramente el digno señor Spangenberg comparte mi opinión, que el cielo le ha concedido un bien imponderable en esta hija, que

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yo imagino a no tardar esposa de algún alto personaje, ciñendo una diadema de perlas, y llevada en una bella carroza ornada de ilustres blasones. —No comprendo, señores —respondió maese Martín—, cómo insisten ustedes tanto en hablar de algo que a mí, que soy parte interesada, no me preocupa poco ni mucho. Rosa no ha cumplido aún los dieciocho años, y a esta edad una joven no debe pensar en dejar a su padre por un marido; cuando llegue el día, Dios sabe lo que le espera. Pero, de una cosa puedo responder, y es que ni noble ni hombre del común, aunque amontonara las mayores riquezas, tendrá el menor derecho a la mano de mi hija si antes no ha dado pruebas de la mayor pericia en la misma profesión que yo honro y cultivo desde hace medio siglo. Sólo le pediré, después de ello, que logre captarse el amor de mi hija, cuya inclinación no pretenderé forzar nunca. Spangenberg y el Consejero miraban a maese Martín con los ojos encandilados. —Así, pues —dijo uno de los dos, después de una pausa—, ¿su hija queda condenada a no unirse más que con un artesano tonelero? — ¡Así lo quiera Dios! —afirmó maese Martín. —Pero —insistió Spangenberg—, si un maestro en otra profesión, o bien un artista de reconocido mérito, le pedía su mano, y si ella le amaba, ¿qué decidiría usted? —Joven, diría al petimetre —replicó el maestro hundiéndose más en su sillón—, enséñeme usted ante todo, como obra de examen, un hermoso tonel de dos cargas como el que en mis mocedades fabriqué con estas manos. Y si no se veía con arrestos para satisfacer a un deseo tan legítimo, no diré que le echase de mala manera de mi casa, pero sí le rogaría con todos los miramientos que no pusiera nunca más los pies en ella. —No obstante —replicó Spangenberg—, si el enamorado le respondía humildemente que no está en sus manos ofrecerle una labor semejante, pero en cambio son obra suya los planos que han servido para la construcción de la casa magnífica que se levanta altivamente en la esquina de la Plaza del Mercado, no creo que una obra semejante le desmereciera de la mejor de cualquier otra profesión.

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—Por Dios, mi digno huésped —exclamó el tonelero—, no se afane tanto para convertirme a unas ideas que no tienen por ahora ninguna utilidad, y a las cuales daría bien poco crédito llegado el momento. Quiero que el marido de mi hija ejerza mi misma profesión, y que la honre como yo la he honrado, porque sostengo que es la mejor de las profesiones. No todo consiste en poner el cerco a un tonel, sino también en saber acondicionar y mejorar los vinos que guarda. Para hacer un tonel según las reglas conviene calcular y medir atinadamente su cabida, y se necesita asimismo habilidad manual para juntar y afirmar sólidamente las duelas. Soy el más feliz de los mortales cuando oigo de cabo a cabo de una jornada los clip-clap, clip-clap del martillo de mis alegres oficiales. Y luego, terminada la construcción, en el acto de pulir el tonel, de darle elegancia, cuando ya sólo falta ponerle mi marca, no he de negar que estoy orgulloso de mi trabajo, como debe estar gozoso Dios de la creación. Ha hablado usted antes de la profesión de arquitecto; pero, cuando la casa está edificada, el primer palurdo que dormía encima de sus doblones puede adquirirla, asentarse en ella, y de lo alto de sus balcones burlarse del artista que pasa a pie por la calle. ¿Y qué le diremos al palurdo? Mientras que en nuestro oficio damos morada a la más generosa, la más noble de las criaturas. ¡Viva el vino y vivan los toneles! No sé ver nada superior. —¡Aprobado! —dijo Spangenberg, vaciando su vaso—. Pero todos estos argumentos tan bellos y bien expuestos no bastan a demostrar que mi error sea tan grande, ni que usted tenga razón en absoluto. Supongamos que un hombre de raza ilustre, de principesca nobleza, se acerque para pedirle en matrimonio a Rosa... Hay horas en la vida, maese Martín, en que los cerebros más obstinados reflexionan dos veces antes de dejar escapar ciertas ocasiones que no vuelven a presentarse tan fácilmente. —Pues, bien —exclamó secamente el tonelero, levantándose a medias, con el cuello erguido y la mirada encendida—, diría al gaznápiro de ilustre raza y de principesca nobleza: Caballero, si fuera usted constructor de toneles podríamos hablar, pero... —Pero —le interrumpió el rico hidalgo, que no se conformaba con perder el hilo de su idea— ¿si cualquier día algún joven y brillante gentilhombre se acercara a usted, rodeado de todo el esplendor que su riqueza y su categoría pueden dar de sí, insistiendo en hacer su mujer de la niña...

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—Le cerraría en las narices puertas y ventanas, triplicaría las cerraduras y le diría por el ojo de la llave: Llame a otra puerta, arrogante señor. No florecen para usted las rosas de mi jardín. No dudo de que mi bodega y mis ducados son muy a su gusto, y usted quisiera, a más de eso, hacer a mi hija el honor de llevársela. ¡Llame usted a otra puerta, galán...! Estas palabras hicieron subir el rubor a la frente del viejo hidalgo. De codos sobre la mesa, pareció reflexionar unos instantes, y añadió luego en voz baja y caídos los párpados, con un asomo de emoción mal reprimida: —Maese Martín, en sus asuntos es usted difícil de convencer. Pero oigamos todavía su última palabra. Supongamos que el joven caballero de quien acabo de hablar fuera mi propio hijo, y que yo le acompañara ante usted para que formulase su petición. ¿También nos daría con la puerta en las narices y creería que nos atrae el cebo de su bodega y ducados? —No permita Dios que tenga nunca de usted una idea semejante, mi digno señor —replicó el tonelero—. Les recibiría como ustedes merecen, y me pondría a las órdenes de tan respetables visitantes. En cuanto a mi hija, se lo repito... Pero, ¿a qué perder tiempo, díganme, en semejantes problemas? Hemos olvidado el vino en discusiones que no tienen nada que ver ni con el momento ni con nuestros años. Les ruego que dejemos a un lado los yernos imaginarios y el porvenir de Rosa, y bebamos a la salud del hijo de usted, que es, según dicen, el mocito más elegante de Nuremberg. Los dos interlocutores chocaron sus vasos con el del consejero Paumgartner, que desde hacía rato les había estado escuchando en silencio, y dijo Spangenberg, algo cohibido: —No vaya usted a creer maese Martín, que lo que acabamos de hablar deba ser tomado en serio; por mi parte no pasa de pura chanza, ya que, como usted comprenderá, mi hijo, a menos que enloqueciera de amor por alguna muchacha, ni puede ni debe elegir esposa que no sea de entre las más nobles familias. No era necesario acalorarse tanto en demostrar que a Rosa no le convendría, ni replicarme con tanta aspereza. —Lo mismo digo yo —replicó vivamente el maestro tonelero—. Yo también bromeaba; en cuanto a la aspereza que usted me reprocha, no ha habido tal,

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y si me he mostrado demasiado orgulloso, le ruego que me lo perdone en atención a mi posición. Es el orgullo profesional. No hallaría usted en toda la comarca un tonelero de mi categoría, que profesa su oficio sin charlatanismo y sin preocuparse de las críticas. Y la mejor garantía de mis aptitudes es el contenido de esta botella que acabamos de vaciar, y que estoy dispuesto a hacer cambiar por otra llena. Spangenberg le dejó sin respuesta. Parecía molesto, o engolfado en un íntimo ensueño. El docto consejero Paumgartner intentó desviar la conversación. Pero como suele suceder después de una exaltada preocupación, los espíritus tensos en demasía se relajaron de pronto. De improviso, el anciano Spangenberg se levantó de la mesa, llamó a sus criados y salió de la casa sin un adiós y sin hablar de volver a ella algún día. IV. A maese Martín le dolió verle partir de este modo, y al tiempo que Paumgartner iba también a retirarse le dijo.: —¿Sabe usted que no sé explicarme por qué se ha molestado tanto el señor Enrique de Spangenberg? —Querido Martín —respondió el Consejero—, es usted el hombre más bueno que conozco; y es natural que tenga apego a lo que le ha procurado honores y bienes de fortuna; pero cuide que este sentimiento no le desvíe alguna que otra vez. Ya esta mañana en la asamblea de los maestros de la corporación ha hablado usted de un modo que puede crearle enemigos. Por independiente que usted sea, ¿qué generosidad hay en rebajar a los otros? Y note también lo que acaba de suceder. No creo que pensara tomar en serio las palabras de Spangenberg, y no obstante, ¡con qué aspereza ha tratado de codiciosos y casi ventajistas a las personas de la nobleza que pudieran pensar en obtener la mano de la hija de usted! ¿No era preferible responderle lo que a la par que más cortés es más verídico, o sea que si él le hiciera una proposición tal vez usted se retractaría de sus cerrados prejuicios? Después de esto la despedida hubiera sido mucho más grata, y no por ello se comprometía usted a nada, ni quedaban vulnerados los que usted llama sus principios.

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—Convengo en que he podido equivocarme, querido Consejero —dijo maese Martín—, pero no me negará que ese diablo de hombre me ha obligado a hablar más de la cuenta. —Además —prosiguió Paumgartner—, ¿qué mosca le ha picado para que se empeñe usted en que ha de ser precisamente un tonelero el que se case con su hija? ¿No es herir las más sagradas leyes de la Providencia el poner condiciones a los más sinceros afectos de una joven? ¿No teme para usted y para su hija los peores resultados? —Bien veo —respondió el tonelero moviendo la cabeza— que debí decirle la verdad desde el primer momento. ¿Ha creído usted que mi resolución de no aceptar para mi hija más marido que un tonelero se debe a un amor profesional exagerado? No; nada de eso. Hay un motivo oculto. Tome usted asiento, mi querido Paumgartner, y escúcheme mientras bebemos sin prisas el resto de la botella que Spangenberg ha abandonado en un arranque de mal humor. Paumgartner no entendía nada de las atenciones de que se veía colmado y motivo tenía porque no se avenían con los hábitos del tonelero. Éste sin dejarle tiempo de analizarlo, empezó su relato: —Otras veces le he contado cómo mi pobre mujer murió al dar a luz a mi Rosa. Vivía con nosotros, si puede llamarse vivir a la existencia que llevaba, una anciana abuela plagada de achaques, y para colmo de sus males paralítica. Un día Rosa dormía en los brazos del ama de leche, en el cuarto de la abuela, y yo contemplaba aquella criatura tan querida, con sombría y muda melancolía, y miraba luego a la pobre paralítica. De pronto, la faz descolorida y arrugada de ésta se tiñe de leve púrpura y ella extiende los brazos, como si acabara de obrarse un milagro, y articula estas palabras: —¡Rosa, mi buena Rosa!—. La nodriza le pone delante la criatura, y figuraos mi sorpresa mezclada de miedoso asombro, al oír que la abuelita entona con voz clara y vibrante una canción a la manera de Hans Berchler, el mesonero del Espíritu de Estrasburgo: «Tierna criatura de mejillas de rosa, que justifican tu nombre, escucha mi consejo. Deja a un lado el orgullo, no critiques a nadie y guárdate de los deseos vanos. Presta oído a mis palabras si quieres que la flor de la dicha se abra en el camino de tu vida y que Dios te otorgue su bendición.»

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Una vez terminada la canción y otras del mismo estilo, la abuela dejó en su cuna a la niña, y acariciándole la cabecita angelical con su mano demacrada y llena de arrugas, murmuró unas palabras que no pude comprender, aunque por la actitud adiviné que estaba rezando. Y volvió a caer en la modorra. Cuando la nodriza salía del cuarto con la niña, la abuelita daba el último suspiro, sin agonía. — ¡Qué historia más rara! —dijo Paumgartner, una vez maese Martín hubo dado fin a la anécdota—. Pero, explíqueme, se lo ruego, qué relación ve usted entre los cantos de la abuelita y el porvenir de Rosa, a la que usted se empeña en dar por esposa a un tonelero. —No me dirá usted que no comprenda —exclamó el tonelero— que las virtudes modestas que pidió la abuela a Rosa, no se compaginan más que con un hogar de diestros y honrados trabajadores. La vieja hablaba también en sus canciones de la casita limpia, del aire perfumado y de unos angelitos con alas de fuego. No menos elegante que aquella casita limpia resulta el tonel que un oficial fabrica para lograr el grado de maestro; las ondas perfumadas son los vinos generosos que lo llenan; y cuando rebulle y fermenta el vino, las burbujas que suben del fondo a la superficie ¿no se le figuran a usted los angelitos de alas encarnadas? Créame, aquí está el sentido de las palabras misteriosas que mascullaba la abuela. Y como que me satisface la interpretación, he decidido que Rosa no podrá casarse más que con un tonelero. —Pero, ¿cree usted que basta interpretar a capricho unas palabras sin importancia, y resistirse en cambio a dejarse guiar por las inspiraciones oportunas de la Providencia? Mejor que nosotros sabe ella lo que puede hacernos felices. Lo más justo y juicioso, en mi opinión, sería dejar que el corazón de su hija diese con el hombre digno de ser su esposo. — ¡Música celestial! —exclamó maese Martín, dando un puñetazo sobre la mesa—. He dicho, y lo repito, que Rosa está destinada a ser la esposa del mejor tonelero que me sea dado descubrir. El doctor Paumgartner se sentía movido a la réplica contra la obstinación singular del tonelero, pero tuvo el buen sentido de reprimirse. Al levantarse para salir, le dijo:

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—Las horas galopan; dejemos nuestros vasos vacíos y nuestras discusiones, que no lo son menos. Cuando asomaban a la calle, una mujer joven, acompañada de cinco muchachos, se acercaba. —¡Dios mío! —exclamó Rosa—. ¡Habrá muerto Valentín, y ahí vienen su mujer y los chicos! —¡Cómo! —exclamó maese Martín— ¡Qué espantoso desastre! Era el más hábil de mis oficiales y el más honrado que he conocido. Se lastimó con la doladera hace unos días. La llaga se enconó y probablemente la gangrena y la fiebre se habrán llevado al pobre muchacho en sus mejores años—. Y como la viuda deplorara la amenaza de la miseria que pesaba sobre los chicos, exclamó maese Martín: —Pero, ¿puede usted imaginar que yo les abandone después que su marido ha muerto estando a mi servicio? No, buena mujer; no sucederá así mientras viva maese Martín y le conserve Dios su fortuna. Desde hoy les tengo como de familia. Mañana irá usted a establecerse con los chicos en mi taller, pasado el que llaman Portal de las Damas. Allí les veré todos los días. Será usted como ama de gobierno en lo mío, y yo cuidaré de la instrucción de sus hijos, de manera que lleguen a ser obreros inteligentes y capaces. El padre de usted, que en sus mejores años trabajaba muy bien, vive aún, y aunque hoy sus fuerzas no le permiten trabajar en grande, no dejará de ser útil en algo. Y sean todos ustedes bienvenidos. Fue tal el gozo de la pobre viuda al oír estas proposiciones, que estuvo a punto de caer sin sentidos de la emoción. Maese Martín le estrechó las manos afectuosamente, mientras los muchachos, a los que Rosa colmaba de caricias, la rodeaban, asiéndose a sus vestidos. El consejero Paumgartner no pudo retener una gran lágrima mientras exclamaba: —Maestro, es usted un hombre único; sea cual sea el humor en que se le halla, no hay manera de enfadarse con usted. Y se separaron. V. Sobre un altozano verde, desde el cual la mirada se pierde en lejanía entre los horizontes floridos, ¿veis a ese joven bizarro, sentado, con las ropas sencillas de obrero, que nada quitan a su buen aspecto? Su nombre es Federico. El Sol, medio hundido en la púrpura del atardecer, jaspea de tonos rosados el fondo del cielo. A lo lejos se proyectan en los aires las almenas dentelladas de

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la real ciudad de Nuremberg. El silencio reina en la campiña desierta, y se extienden cada vez más las sombras. El joven obrero, apoyado en su saco de viaje, parece interrogar con el alma en los ojos las profundidades del valle; mientras su mano arranca distraídamente los pétalos de unas margaritas, que se lleva el soplo de la brisa. Pero, poco a poco, aquellos ojos se velan y se ensombrecen, el pecho se agita, henchido por una secreta emoción y brotan gota a gota las lágrimas de sus párpados medio cerrados. Pero, de súbito, parece animarle algún nuevo pensamiento, porque yergue la cabeza, abre los brazos como para recibir a un ser querido, y su voz fresca y pura improvisa una de esas ingenuas endechas que los hijos de la vieja Alemania saben inventar con tanta gracia: «Vuelvo a verte, mi dulce patria. No por estar lejos te ha olvidado mi corazón fiel. Celajes de púrpura que aureoláis los horizontes de mi patria, de vuestro seno parecen nevar hojas de rosa. Salta en mi pecho, corazón, pues cada paso me acerca más a la rosa de mis amores. Crepúsculo de oro, tálamo del cielo, dulces claridades vespertinas, sed los mensajeros que llevéis a la que amo las lágrimas del gozo y el beso de llegada. Y si acaso moría antes de verla, y mi rosa temprana os preguntaba qué ha sido de mí, le diréis que en su amor he amortajado mi corazón.» Después de cantar estas estrofas, Federico sacó de su mochila de viaje un pedacito de cera, que ablandó al calor del pecho, modeló una gentil rosa de cien hojas, y repitió todavía el canto a media voz mientras se ocupaba en su delicado trabajo, sin hacer caso de otro joven que se había detenido delante de él y seguía con mucho interés su labor. —Oiga, amigo —dijo el recién llegado—, ¿sabe usted que es muy lindo lo que está modelando?—. Federico levantó los ojos y los fijó en el caminante con expresión apacible—. ¿Cómo puede usted, querido señor —le dijo—, encontrar algún mérito en lo que es para mí un pasatiempo?—. ¡Diablo! —insistió el desconocido—. Si llama pasatiempo a la obra que está modelando en estos momentos, con tan graciosa perfección, debe usted ser un artista de fama. Yo al menos me siento doblemente encantado por esta coincidencia, pues a la vez que me conmueve la deliciosa canción que entona usted tan bien, al estilo de Martín Haescher, admiro la destreza con que fija usted lo ideal de la forma. ¿Hasta dónde va usted?—. Tengo a la vista el término de mi viaje —respondió Federico—. Vuelvo a mi patria, vuelvo a la ciudad de Nuremberg. Pero va a ponerse el Sol

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y he de buscar dónde cobijarme en la aldea cercana. Mañana la aurora me hallará sobre el camino de Nuremberg—. Siendo así podemos acabar la jornada juntos —dijo el desconocido—. Compartiremos la habitación esta noche y mañana entraremos juntos en Nuremberg—. A estas palabras, Reinhold, que éste era el nombre del joven, se tumbó en el césped al lado de Federico y siguió haciéndole preguntas: —¿No es usted artista platero? Por lo que le he visto modelar, podría suponerse que ordinariamente trabaja en oro y plata—. Querido señor —respondió el aludido sin levantar los ojos que tenía fijos en el suelo desde hacía un momento—, ni soy digno del bello nombre de artista, ni capaz de llevar a cabo todo lo que usted supone; sepa que no soy más que un modesto trabajador, un tonelero, y que voy a Nuremberg ansioso de trabajar al lado de un maestro del oficio cuya fama se extiende por toda Alemania. Ni moldeo figuras ni las cincelo; dispongo los aros para los toneles, sencillamente—. Pero —exclamó Reinhold— ¿me cree usted tan necio que desdeñe su profesión? Y ahora le diré —una confidencia vale otra— que yo también soy tonelero. Federico midió con la mirada al personaje que así le hablaba; por las apariencias no se le hubiera creído un obrero; su calzón negro era de fino paño con unos acuchillados de terciopelo; llevaba al cinto una ancha daga, se tocaba con un sombrero adornado con una larga pluma. Hubiérase dicho que era un rico negociante, pero, por otra parte, había en toda su postura un no sé qué de excéntrico y decidido, que excluía semejante suposición. Atendiendo a las dudas de Federico, Reinhold sacó de su saco de viaje un delantal de tonelero y una doladera. —Ya ves, amigo —dijo a Federico—, que no he mentido; soy, como tú, un sencillo obrero. Comprendo tu sorpresa al verme tan espléndidamente trajeado. Baste decir que vengo de Estrasburgo, donde los más modestos oficiales toneleros se tratan como príncipes. Si bien es cierto que antaño quise salirme del cauce para entregarme a la azarosa carrera de las artes, hoy, curado de esta fantasía, no veo nada por encima de mi profesión de tonelero, y he puesto en ella mis esperanzas para el porvenir. Pero, ¿en qué estás pensando, compañero? Te veo triste y parece como si tus ojos temieran entrever el futuro. Hace poco cantabas con un acento melancólico, y yo, bajo el dominio de una fascinación rara, creía que tus suaves melodías salían de mi pecho para pasar al tuyo. Me parece ver tu corazón franco como

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un libro abierto delante de mí. Puedes confiar en mí sin reservas; y ya que ambos vamos a permanecer en Nuremberg, hagamos desde ahora un pacto de sólida amistad. Federico echó los brazos al cuello de su nuevo amigo. —Sí; cuanto más te veo —prosiguió—, más simpático me pareces. Una voz secreta vibra en mí que parece responder al franco reclamo de tu amistad. Quisiera que tu espíritu y el mío se compenetraran, porque hay cosas que sólo el corazón comprende, y penas de cuyo alivio él solo posee el secreto. Escucha, pues, la historia de los escasos acontecimientos de mi vida. Desde la adolescencia había soñado en las glorias del artista; aspiraba a la dicha de igualar a Pedro Fischer o a Benvenuto Cellini en el arte de fundir y cincelar los metales. Mis ensayos de joven fueron presididos por el talento de Juan Helzschuer, el platero más célebre de mi patria. Le visitaba con frecuencia Tobías Martín, el tonelero, que llevaba consigo a su hija, la gentil Rosa. Me enamoré de ella, sin hallar explicación al misterio de este afecto. Salí de mi país y fui a Augsburgo para acelerar el progreso de mi aprendizaje, pero apenas me encontré lejos de la que se había posesionado de mi corazón y de mi pensamiento, con la imagen celeste de Rosa en los ojos, el trabajo se me hizo pesado, hastiador, y sólo pensaba en los medios para llegar a la felicidad soñada. Tuve noticia de que maese Martín había declarado a todos los vientos que únicamente al tonelero más hábil de la ciudad concedería su hija, y renuncié de una vez a mi vocación artística para convertirme en un obrero. Hoy vuelvo a Nuremberg para pedir a maese Martín que me acepte entre sus oficiales. Pero a medida que me acerco al término de mis ansias, pensando en Rosa, a quien los años transcurridos deben haber embellecido más, la timidez, el temor de que me desoigan luchan en mi alma, ya que ignoro si soy amado y si puedo esperar a serlo alguna vez—. Reinhold había escuchado la historia de Federico con silenciosa atención. Al cabo de la confidencia volvió a hablar, pero su fisonomía delataba una dolorosa ansiedad, que se esforzaba vanamente en combatir. —¿Es cierto —dijo al fin— lo que me afirmas, de que Rosa no te ha dado nunca esperanzas? —¡Nunca! —exclamó Federico—. Cuando partí de Nuremberg era muy niña. Pero puedo suponer sin jactancia que no le desagradaba. Cuando cortaba para ella las flores más hermosas del jardín de Holzschuer, me lo agradecía con una sonrisa angelical; pero...

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— ¡Por lo que dices —exclamó Reinhold— hay un rayo de esperanza!—. Lo dijo en una explosión de vivacidad que hizo estremecer a su amigo. Se había erguido en toda su estatura, y la daga resonaba en el cinto y sus ojos relucían—. ¡Por Dios! —le interrumpió Federico—. ¿Qué te pasa?—. Y delante de aquella figura poco antes tan dulce y ahora tan agitada, no pudo defenderse de un escalofrío de temor, y al retroceder un paso topó con el saco de viaje de Reinhold, haciendo resonar una mandolina que formaba parte del equipaje. — ¡Maldito compañero! —gritó Reinhold dirigiéndole una mirada fiera y amenazadora—. ¡Vas a romper mi mandolina!—. Y sacando el instrumento empezó a pulsar las cuerdas tan bruscamente, que las puso en peligro de romperse. De pronto se produjo una reacción en sus movimientos; calmado de su fiebre, volvió a guardar la mandolina en el saco, se lo cargó a la espalda y tendió la mano a Federico. —Vamos, hermano —le dijo afectuosamente. —Lleguemos pronto a la aldea. El canto es remedio infalible para ahuyentar a los fantasmas que podrían salimos al paso. Bajemos al valle y canta, canta... ¡Me complace tanto oírte! El azul severo del cielo se veía sembrado de miríadas de estrellas de oro, y rozaba, las altas hierbas el rumoroso vientecillo nocturno. Huían los arroyos murmurando a lo largo de las riberas, y las voces de la soledad se dilataban en gemidos de órgano bajo las bóvedas de los bosques. Federico y Reinhold bajaron lentamente por el camino que llevaba a la aldea. Cuando llegaron a la posada, Reinhold dio un abrazo a Federico, y lloró largo rato lágrimas ardientes. VI. Cuando Federico despertó al día siguiente, no viendo en su lecho de heno al compañero, creyó que había emprendido solo el camino, cuando de pronto se le presentó Reinhold con el saco a la espalda y vestido de otro modo que la víspera. No lucía ya la flotante pluma en el sombrero, ni la daga corta y ancha en el cinto, y vestía una casaca de burgués, de corte muy ordinario. —¿Qué, no te parezco ahora un buen y franco artesano, tal como yo quiero ser? —le dijo—. Me parece que para un enamorado has dormido muy a pierna suelta. El sol ha hecho ya una buena carrera. ¡Arriba, muchacho, ánimo y buenas

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piernas! Absorto en sus planes, Federico respondió apenas a las palabras de Reinhold, electrizado por una alegría singular, que no paraba de hablar, arrojando al aire su sombrero y haciendo cabriolas como un loco. Ya fuera de la aldea, la melancolía de Federico se fue acentuando hasta que el muchacho, deteniendo el paso, exclamó: —De buena gana dejaría de andar. La tristeza me oprime a no poder más. Déjame descansar un poco a la sombra de estos árboles—. Y al decirlo se dejó caer sobre el musgo como aniquilado. Reinhold se sentó también y volvió al tema del día antes—. Anoche —dijo—debí causarte extrañeza. Al hablarme de tu amor y de tus temores para el porvenir, sentía una agitación que a mí mismo no me explicaba; bullía mi cerebro y peligraba de enloquecer, si al encontrarte, como por milagro, tu canción no me hubiera calmado y consolado. Esta mañana me he levantado gozoso y con buenos ánimos; se han disipado los fantasmas, y he recobrado la calma y la serenidad de espíritu. Olvidado de todo lo demás, no veo sino la feliz casualidad que determinó nuestro encuentro, y me propongo ser fiel a la simpatía que experimenté por ti desde el primer momento. La amistad es un don del cielo y sus frutos no tienen precio. Y voy a contarte, a propósito de eso, una historia conmovedora que viví en Italia, en la época de mis estancias en aquel país. Escucha bien. Aconteció que un noble príncipe, amante de las artes y esclarecido protector del verdadero talento, había ofrecido un premio considerable a la mejor ejecución en pintura de un tema muy interesante, pero cuyos detalles estaban erizados de dificultades. Dos artistas jóvenes, unidos por una leal amistad, que habitaban y trabajaban en común, se presentaron al concurso. Para tentar el éxito reunieron sus mejores dotes en imaginación y en conocimientos prácticos. El mayor, que era el más hábil para el dibujo y la composición, hizo el boceto en un abrir y cerrar de ojos. Ante esa prueba de un espíritu dotado para la creación, el más joven se sintió descorazonado y hubiera tirado los pinceles si su amigo no le hubiera animado con enérgicos consejos. Cuando empezaba a pintar la tela, el más joven se desquitó desde el primer día con la finura de la pincelada y la ciencia del colorido, que llevaba tan lejos como pudiera exigirse al más experto artista. De esta asociación de dos talentos resultó que el más joven de los dos amigos presentó al concurso un cuadro de exquisita perfección de línea, mientras el otro, por su parte, logró una maravilla de ejecución como nunca había realizado. Terminadas las dos obras, los dos artistas se abrazaron felicitándose a porfía por el buen éxito que

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mutuamente se prometían. Él más joven se llevó el premio. —¿Cómo puedo aceptar yo el laurel de oro? —exclamaba—. ¿Qué sería de mi obra personal sin los consejos y los retoques de mi amigo?—. Pero el mayor le respondía: —¿No me has ayudado tú con los más atinados consejos? En cada una de nuestras obras hemos reunido lo que poseíamos entre los dos de experiencia y de imaginación para llegar a un éxito común. El triunfo de uno de nosotros no es de ninguna manera una derrota para el otro. La gloria cubre siempre a dos amigos como nosotros con un mismo laurel. ¿Y no crees, Federico, que el pintor tenía razón? ¿Podrán nunca los celos tener acceso a las almas honradas? — ¡Claro que no! —exclamó Federico.—. Por eso nuestra amistad nació en el mismo momento que nos reunió, y dentro de algunos días nos ocuparemos en los mismos trabajos y en una misma ciudad. ¿Quién sabe si a no tardar rivalizaremos, cuidando cada uno de fabricar, lo mejor que pueda, sin fuego, un magnífico tonel de dos cargas para ganar la categoría de maestro? Que Dios guarde de la rastrera envidia a aquel de los dos que obtenga el menor número de votos. — ¡Cómo! ¿Envidia? —replicó Reinhold, con alegre vivacidad—. Sólo pido que cada uno de nosotros preste ayuda a su compañero. Te advierto que en lo tocante a dibujo, conocimiento de las medidas y cálculo de la capacidad, hallarás en mí las más positivas instrucciones; además por lo que atañe a la elección de la calidad de la madera, descansa en mí; yo te guiaré en tu trabajo con verdadero celo, y no por el hecho de haber comunicado a un amigo los secretos de mi arte temeré que mi obra pueda resultar menos perfecta. — ¡Ah, querido Reinhold! —le interrumpió Federico— ¿a qué viene hablar en estos momentos de obra maestra y de rivalidades? ¿Acaso ha llegado la hora de disputarnos la bella Rosa?... ¡En mi pobre cerebro van revueltas las ideas! —¿Pero, quién ha hablado de Rosa? —dijo Reinhold, soltando una carcajada—. Creo que estás soñando con los ojos abiertos. ¡Ea! Prosigamos adelante, que no hemos llegado todavía al término de nuestro camino. Federico y su amigo volvieron a emprender la marcha. Pararon en la primera posada que hallaron en uno de los barrios extremos de la ciudad. —Y ahora, ¿a quién ofrezco mis brazos? —dijo Reinhold—. A no ser que tú me hagas el

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favor de presentarme a maese Martín. Porque yo no tengo conocidos en la ciudad. —¡Buena idea! —respondió Federico, faltándole tiempo para demostrar su gratitud—. Iremos los dos a hablar con él. A tu lado no sentiré tanto el miedo y no me turbaré como si fuera solo. Después de acicalarse, salieron ambos de la posada, dispuestos a hacer una visita a maese Martín. Era domingo, y precisamente el día señalado por el rico tonelero para celebrar con un banquete la categoría gremial a la que le habían elevado. Eran poco más o menos las doce cuando nuestros dos jóvenes andantes entraban en su casa, donde tintineaban los vasos y las vajillas, y alegraban el aire las ocurrencias de los convidados. Mal momento para visitas —exclamó Federico—. Al contrario —observó Reinhold—. En medio del júbilo que excita el vino generoso, los hombres son más tratables. Apostaría cualquier cosa a que maese Martín va a recibirnos muy bien—. Y efectivamente, el tonelero, al cual se habían anunciado, salió a recibirlos, sintiendo al parecer los efectos del vino en el andar, y con las mejillas rubicundas, y reconoció inmediatamente a Federico. —¿Eres tú, buen muchacho? —exclamó—. ¡Bien, bien!... ¿Has aprendido ya la noble profesión de tonelero? Recuerdo que ese loco del señor Holzschuer, cuando yo le hablaba de ti, pretendía que habías nacido para cincelar figuras y balaustres como los tenemos aquí en la iglesia de San Sebaldo y en Augsburgo, en casa de Fugger. A mí ninguno de esos cuentos me causaba sensación, y te felicito por haber tomado la decisión más sana. ¡Mil veces bien venido! —. Y al decir esto le dio un estrecho abrazo. El pobre Federico recobró el ánimo con esas muestras de afecto del tonelero, y se apresuró a aprovechar la ocasión para solicitar su admisión, y también la de su compañero en los talleres del maestro. —Una vez más celebro vuestra llegada —insistió el tonelero— ya que actualmente llueven encargos y los buenos operarios son raros. Descargaos de los sacos de viaje y acompañadme. El convite toca a su fin, pero algo queda y Rosa se encargará de trataros lo mejor que sepa—. Y entraron los tres en el comedor. Rodeaban la mesa los venerables maestros del gremio de toneleros, en plena animación, bajo la presidencia del digno consejero Paumgartner. Estaban ya

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en los postres y borboteaba en tornasoles de oro el vino del Rin servido en grandes vasos. La conversación y las risas formaban un alegre coro que hacía retemblar los vidrios; pero al aparecer maese Martín entre los dos compañeros, que presentó a los concurrentes, todas las miradas fueron a ellos, y se hizo el silencio como por encanto. Reinhold paseaba a su alrededor una mirada segura, pero Federico con los ojos bajos, parecía turbado. El tonelero les colocó al cabo de la mesa, y aquel sitio, el más humilde un momento antes, se convirtió en envidiable lugar de preferencia al sentarse la linda Rosa entre los dos nuevos convidados, a los que cuidó de ofrecer los mejores vinos y los más delicados platos. Al lado de aquella graciosa criatura, Federico lograba apenas contener su emoción, y con los ojos fijos en el plato lleno, porque no le era posible probar bocado, decía mentalmente un sinfín de cosas tiernas a la amada. Reinhold era muy distinto; vividor, seguro de sí mismo, sabía apreciar todas las gentilezas de la niña. Rosa no podía defenderse de un íntimo placer al oírle detallar los incidentes de sus viajes; le parecía ver surgir en formas reales las anécdotas que contaba de su vida. Instintivamente su corazón se dejaba seducir por el encanto de aquel carácter excéntrico, y no tenía ni fuerza para retirar la mano que Reinhold había cogido varias veces, apretándola de un modo muy significativo. Entretanto, instado por su amigo, Federico acabó por beber un vaso entero de vino del Rin. El calor de este líquido le subió a la cabeza y le soltó la lengua; animáronse sus venas y la sangre corría con más rapidez. — ¡Dios mío, qué feliz me siento! ¡Qué bienestar inefable! —. La hija de maese Martin no pudo contener una sonrisa maliciosa—. Rosa —prosiguió Federico— ¿sería atrevido creer que se ha acordado de mí alguna vez? —¿Cómo podía olvidarle? —respondió la joven—. Recuerdo los días de mi infancia, cuando le agradaba jugar conmigo, y he conservado cuidadosamente el cestillo de hilo de plata que me dio una vez por Nochebuena. —¡Amada Rosa! —exclamó Federico, olvidado de todo lo demás. Sus ojos ardían, y sentía oprimido el pecho—. Esperaba su vuelta con impaciencia —prosiguió Rosa—. Pero, lo que no sé imaginar ni comprender es cómo, habiendo ejecutado ya entonces obras tan acabadas, bajo la tutela de maese Holzschuer, haya podido abandonar la carrera de artista y transformarse en un simple oficial tonelero.

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— ¡Pero si lo hice por usted! —le interrumpió Federico con entusiasmo—. Únicamente por usted me he sacrificado!—. Apenas lo había dicho se sonrojó y se turbó como si hubiera soltado una afirmación extemporánea. Realmente había algo de imprudencia en el fondo de esta confesión a quemarropa. Ruborizada a su vez, Rosa que lo había comprendido muy bien bajó los ojos, y no se la oyó más hasta que una feliz coincidencia vino a sacarla de aquella embarazosa situación. El señor Paumgartner, golpeando la mesa de roble con su cuchillo para que cesaran las conversaciones, anunciaba que maese Vollard, el más notable de los maestros cantores de la ciudad, iba a entonar una canción. El aludido se levantó al punto, tosió, escupió, se sonó, se pavoneó, y con voz llena y sonora atacó un canto nacional compuesto por Hans Vogelgesang. Todos los comensales se sentían electrizados y el mismo Federico recobró el aplomo propio de la juventud. Luego que maese Vollrad hubo cantado diversas piezas, invitó a los concurrentes a que a su vez quisieran cantar. Reinhold fue por su mandolina, y después de unos suaves acordes se desplegó en este Lied: «¿Dónde está la fuentecilla que da el buen vino? En las sombras de un tonel. De allí salen las ondas de oro que se transforman en el vino que rebulle en nuestros vasos. ¿Quién ha creado el precioso envase de amables chorros áureos? El arte del tonelero es su creador. ¡El tonelero se regocija al beber su vino, y son los compañeros del tonelero el vino generoso y el amor casto y puro!» Vivos aplausos cubrieron la voz del que cantaba, pero en todo el auditorio nadie parecía gozar como maese Martín; sin hacer caso del comentario lleno de celos de Vollrad, empeñado en sostener que el método de Reinhold participaba de las imperfecciones de Hans Müller, llenó el mayor de los vasos que había en la mesa y levantándolo exclamó: —¡Acércate, buen compañero y alegre maestro cantor; bebe un trago en el vaso de maese Martín! —Reinhold obedeció y al volver a su sitio instó en voz baja a Federico para que diera a conocer también sus méritos, cantando lo

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que el día anterior le había cantado. —¡Vete al diablo! —murmuró Federico, con un ademán de impaciencia. Sin hacerle caso, Reinhold se levantó y anunció en voz alta: —Venerables maestros y señores, aquí está mi querido amigo Federico, que domina mejor que yo un repertorio de baladas y canciones con las que os regalaría, si no fuera que el polvo del camino que acabamos de hacer le ha puesto algo ronco. Será, pues, si lo permiten, para la próxima reunión—. A estas palabras colmaron de atenciones y cumplidos a Federico, y algunos hubo entre aquella buena gente que pretendían, aún sin haberle oído, que su voz estaba muy por encima de los méritos de su amigo Reinhold. Maese Vollrad, después de embuchar un enorme vaso de vino, pretendió que el método de Reinhold se parecía demasiado al insulso género italiano y que el de Federico, en cambio, era fiel al tipo nacional alemán. En cuanto a maese Martín, se había hundido en su sillón, con la cabeza echada atrás, según su hábito, y golpeándose mesuradamente la barriga con los dedos exclamó: —Señores míos, verdaderamente ahí tenemos a mis oficiales, los alegres compañeros de mesa y de trabajo de maese Tobías Martín, el tonelero más afamado de Nuremberg. Los asistentes no hallaron nada que rectificar a esta declaración, y después de ahogar en el fondo de sus vasos lo poco que les quedaba de razonamientos y de equilibrio en las piernas, se separaron con paso vacilante para dirigirse cuanto antes a la cama. A Federico y a Renhold maese Martin les cedió en su casa un cuartito de muy buen ver. VII. Al cabo de unas semanas de prueba, maese Martín había notado en Reinhold una aptitud poco común en el arte de medir y calcular con ayuda del compás y la escuadra, pero en cambio le veía poco dispuesto para el trabajo de taller, en el cual, en cambio, Federico se demostró infatigable. Ambos eran igualmente recomendables por su buena conducta, y de sol a sol hacían del trabajo un embeleso bordado de alegres canciones, de las cuales Reinhold tenía un rico repertorio. Cuando Federico, mirando de soslayo a Rosa, ponía en la voz un acento melancólico, Reinhold rompía a cantar un estribillo malicioso —«¡ Ni un tonel es un laúd, ni un laúd es un tonel!»—. Y el viejo Martín, que no veía en ello mala intención, permanecía algunas veces un rato

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con el martillo en alto, sin descargar el golpe en la duela, y reía con su risa de hombre obeso. Pero la gentil Rosa, que comprendía algo más, sabía inventar mil y un pretextos para rondar por el taller. Un día, maese Martín entró en su taller del Portal de las Damas con ademán compungido. Sus dos oficiales predilectos estaban ajustando un barril. Se paró con los brazos cruzados delante de uno de ellos. —Mis buenos amigos —les dijo—, estoy satisfecho de vuestro comportamiento y de vuestra labor, y así y todo muy preocupado. Me escriben que las vendimias del Rin superarán este año todos los resultados obtenidos hasta la fecha; un famoso astrólogo ha presagiado la aparición de un cometa, cuyo calor está llamado a promover una fertilidad prodigiosa; los frutos de la vid se verán centuplicados; y el admirable meteoro no volverá a aparecer hasta pasados otros tres siglos. Imaginad la enormidad de trabajo de taller que esto representa. Para comenzar, el venerable obispo de Bamberg, el más fino catador de Alemania, me encomienda la construcción de un inmenso tonel. Solos, no podremos con tanto encargo como nos viene encima; por esto me veo precisado a tomar otro oficial que sea diestro, activo y celoso como vosotros mismos. Líbreme Dios de contratar a nadie de quien no tenga los mejores informes. ¡El tiempo apremia! ¿Qué vamos a hacer para quedar bien servidos? ¿Vosotros, no conoceríais algún otro oficial? Dondequiera que se encontrase le mandaríamos a venir, y en cuanto al jornal no me duelen prendas. Apenas había terminado de decir estas palabras, se abrió ruidosamente la puerta del taller y compareció un joven de aventajada estatura, decidido y bizarro, que gritó con voz estentórea: —¡Hola! ¿Es éste el taller de maese Martín? —Éste es —respondió el maestro andando unos pasos al encuentro del forastero—. Pero, no es para entrar en él, mozo, a manera de un diablo dispuesto a arremeter contra todo y voceando de esta manera. Éste no es modo de entrar en las casas. —¡Ah, ahí —repuso el joven—. ¿Sería usted acaso maese Martín en persona? Vientre hinchado, triple sotabarda, unos ojos que echan llamas y una nariz

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cubierta de granos... Exactamente como me lo han descrito. ¡Maese Martín le saludo con veneración! —¿Y qué diablo pretende usted de maese Martín? —le preguntó el tonelero, de mala gana. —Soy oficial tonelero de cierto mérito —repuso el joven— y ando en busca de trabajo. Retrocedió unos pasos el tonelero, sorprendido al ver que un mozo de tan buen talante se presentaba precisamente cuando le era necesario. Le miró de pies a cabeza, y viéndole sano y vigoroso se apresuró a pedirle certificados de los maestros bajo cuyas órdenes hubiera trabajado. —No los tengo ahora —replicó el joven— pero los pediré y creo que se los podré dar dentro de unos días. Interinamente espero que bastará que empeñe mi palabra de hombre honrado y de buen operario—. Y sin dar tiempo al maestro a hilvanar una respuesta, el nuevo oficial, dirigiéndose a un extremo del taller, dejó en el ángulo el sombrero y el saco de viaje, se puso en mangas de camisa, y ciñó su delantal de trabajo exclamando de un talante decidido: —¡Vaya, maese Martin! ¿Con qué empezamos? Sorprendido de esta entrada en funciones que parecía excluir hasta la posibilidad de una negativa, el tonelero reflexionó breve rato, y dirigiéndose de nuevo al forastero le dijo: —Ya que tanta confianza tiene en sí mismo, compañero, dé pruebas de su aptitud ahora mismo. Empuñe la doladera y acabe de pulirme sobre este banco los aros para afirmar este barril. El recién llegado se puso a la obra y pronto hubo ya terminado la pieza que era como la prueba del examen. —¿Qué le parece a usted, maestro? —dijo con su jovialidad característica—. ¿Duda todavía de mis capacidades? Pero veamos un poco las herramientas de que se sirven por aquí—. Y lo removió todo, examinando cada objeto con ojos de hombre entendido. —Maestro —exclamaba de vez en cuando—, hágame el favor de ese martillo... ¿No es más bien un juguete de sus chicos? Y esta doladera diminuta, ¿será para uso de aprendices?—. Con mano vigorosa, hizo dar vueltas a un enorme martillo, del que Reinhold no hubiera podido servirse y que Federico levantaba con dificultad, y con no menos soltura se entretuvo en juegos malabares con la doladera de maese Martín.

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Por remate de proezas hizo bailar un par de grandes toneles con la misma facilidad que si jugara con unos chirimbolos, y luego, cogiendo con ambas manos una duela maciza que la garlopa no había adelgazado todavía, exclamó: —Es de buena madera de roble, pero quebradiza como el vidrio—. Y pasando de las palabras a la obra, rompió la duela contra el canto de una piedra de afilar. —¡Por las reliquias de San Sebaldo, basta ya de pruebas, compañero! —exclamó maese Martín—. No fuera caso que, dejándole hacer, me rompiera los fondos de este tonel de dos cargas y que destroza todo el taller. ¡Capaz sería de hundir la casa! ¡No pretenderá usted que vaya a pedir a guisa de doladera, la espalda de Rolando, el paladín, que se conserva en la Casa de la Villa de Nuremberg! —¿Y por qué no si eso hubiera de complacerle?— respondió el joven, dirigiendo al tonelero una mirada llena de fuego; pero pronto bajó los ojos, y prosiguió, con voz más apacible: —Mi única idea ha sido, querido maestro, que tal vez pudiera necesitar para sus trabajos de mayor envergadura un obrero vigoroso; pero quizá pensará usted que he pasado los límites de lo permitido. Le ruego que me lo perdone y que me permita quedarme en su casa a trabajar con todo el rigor que quiera usted exigirme. El tonelero Martín iba de sorpresa en sorpresa. La transición apacible del joven oficial le causaba una sensación indefinible. Los rasgos y los ademanes de aquel hombre eran trasunto de un alma honrada, que no dejaba lugar a dudas. Había en su fisonomía un parecido con la de alguien que en su pasado conoció y veneró, sin que el recuerdo llegara a concentrarse. Accedió por fin al ruego del joven, con la única condición de que respondieran de él los maestros en cuyos talleres había aprendido el oficio. Mientras se estaba arreglando este asunto, Reinhold y Federico terminaban su barril y comenzaban a ponerle los aros. Para animarse al trabajo entonaron un Lied de Adán Puschmann. Pero Conrado, tal era el nombre del nuevo compañero, les increpó: —¿Qué galimatías es ese? ¡Diríase un millón de ratones que invaden el taller! Si pretendéis cantar que al menos sea de manera que el canto estimule al trabajo. Voy a daros el ejemplo de lo que debiera ser—. Y con voz de trueno se puso a aullar una canción de cazadores que terminaba en gritos

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inarticulados que remedaban a la perfección ora los ladridos de una jauría que se lanza tras la pieza ora las exclamaciones de los cazadores, y con tal vigor que la casa trepidaba. Maese Martín se tapaba las orejas, y los chicos de la señora Marta, la viuda de Valentín, abandonaban sus juegos y corrían a guarecerse debajo de un montón de viruta, y Rosa, que acertaba a entrar en la casa, temió una desgracia al oír aquellos gritos inauditos, cuya causa ignoraba. En cuanto Conrado se dio cuenta de la presencia de la hija del maestro cesó de cantar, y acercándose a ella con la más noble actitud y el acento más amable, le dijo: —¡Oh, mi encanto, qué claridad celeste ha iluminado esta pobre cabaña de obreros al entrar usted en ella! A saber que estaba usted tan cerca me hubiera abstenido de herir sus oídos con mi canción salvaje. Y vosotros —prosiguió, dirigiéndose a Martín y a los dos compañeros— ¿no creéis que debemos imponer un momento de silencio a los martillos mientras esta joven querida permanece entre nosotros? Aquí no cabe más que la dulzura de su voz, y no deberíamos soñar en otra ocupación que la de atender a sus más mínimos deseos y obedecerlos humildemente. Reinhold y Federico cambiaron unas miradas, que eran testimonio de cómo les descontentaba el requiebro. En cuanto a maese Martín soltó una de sus acostumbradas carcajadas y respondió: —¡Pardiez, Conrado! Me parece usted el pájaro más singular que jamás haya metido la pata en mi casa. Entra usted dispuesto a hacerlo polvo todo bajo su pie de gigante mal criado; a continuación nos vuelve locos con sus aullidos, y para colmo de locuras se dirige a Rosa como a una princesa, con el ademán y con el lenguaje de un gran señor. Creo que mejor que mi taller, le convendría una celda en el manicomio. —Su hija querida —respondió Conrado sin que aquel reproche algo vivo pareciera hacerle mella—, su amada Rosa es, bien puedo decírselo, la criatura más graciosa y más noble del universo; quiera el cielo que no sea insensible a los homenajes del más galante heredero de alcurnia que un día u otro pondrá a sus plantas su amor y sus blasones.

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Maese Martín se contenía con ambas manos los costados para no estallar, pero, a despecho de sus esfuerzos una risa homérica se apoderó de él, y se removía como un endemoniado sobre su banco de trabajo. Al recobrar la palabra, exclamó: —Sin reparos, compañero, dedique a mi Rosa los nombres más preciosos que pueda imaginar; no seré yo quien lo impida, antes al contrario; pero lo que le recomiendo es que no deje holgar el martillo, que el trabajo apremia y la galantería debe ceder el paso. La alusión llegó al alma de Conrado, que respondió con fingida frialdad: —Tiene razón—. Y volvió a su labor. Rosa se había sentado cerca de su padre, encima de un barril que Reinhold acababa de pasar por la doladera para hacerlo más elegante, y que Federico se había apresurado a acercar a la joven. El maestro rogó a sus dos oficiales predilectos que cantaran para Rosa la canción que tan rudamente había interrumpido Conrado; éste permaneció mudo, sin prestar atención a otra cosa que a su trabajo. Una vez terminado el canto, el tonelero tomó nuevamente la palabra: —El cielo os ha dotado de talento, compañeros; no sabéis hasta qué punto llega mi pasión por el canto. Antaño tomé muy en serio la profesión de maestro cantor, pero en pago de mis esfuerzos únicamente coseché pullas de toda ley, porque unas veces falseaba las claves o el compás, y otras, si bien cantaba afinadamente por casualidad, mezclaba unas con otras las melodías. Me satisface ver que lo hacéis mejor que vuestro patrono, y será para mí un gusto oír elogiar a los oficiales de Tobías Martín que han logrado un éxito en lo que para él ha sido un fracaso. El próximo domingo los maestros dan un concierto en la iglesia de Santa Catalina, ambos podríais tomar parte en él y hacer un papel de lucimiento, ya que una parte de la sesión se consagra a los cantores forasteros que tengan a bien cantar delante de una concurrencia selecta. Así, pues, mi señor Conrado —prosiguió maese Martín— si le es grato obsequiar a los oyentes con aquella canción salvaje, puede darse este gusto. —¿A qué hacer burla de mí, querido maestro?— respondió Conrado, sin levantar los ojos— Cada cosa en su sazón; he aquí por qué he resuelto tumbarme sobre el césped aquel día, mientras dure la reunión de los maestros cantores.

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Lo que el tonelero había previsto se cumplió. Reinhold subió a la tarima y cantó varias veces a satisfacción de todos. Y cuando llegó la vez de Federico, éste paseó por la asamblea una ancha mirada velada de melancolía, que llegó al corazón de Rosa, y con la voz graciosamente modulada entonó una canción de Enrique Frauenlob, que mereció nutridos aplausos, ya que los entendidos reconocieron unánimemente que el joven forastero les superaba a todos. Al atardecer, cuando tocaba a su fin el concierto, maese Martín, transportado por el buen éxito de sus oficiales predilectos, les permitió acompañarle, al lado de su hija, a una pradera de las que ciñen la ciudad. Rosa andaba ágil y retozona entre los dos jóvenes; Federico, enorgullecido por los elogios que delante de ella le habían prodigado los maestros cantores, se permitió susurrar al oído dulces palabras, cuya intención amorosa no dejaba lugar a dudas, si bien ella hacía como si lo ignorara y se ocupaba, al parecer, de Reinhold, quien llevó la audacia o la desenvoltura hasta apoderarse como por azar de aquel brazo, el más lindo y bien torneado que haya existido jamás en un cuerpo femenino. Una vez en la pradera, término del paseo, se reunieron con otros grupos juveniles que hallaban diversión en un sinfín de juegos y de ejercicios en que el vigor físico decidía la victoria. El tonelero Martín, no menos curioso que los demás, se abrió paso a codazos para ver más de cerca al feliz vencedor, objeto de los interminables vítores de la concurrencia. Éste no era otro que Conrado, que se llevaba todos los trofeos en la carrera y en la lucha, y se demostraba el más certero entre los tiradores. En aquel mismo momento Conrado, elevando la voz, retaba a un combate a espada a los más hábiles de sus rivales. A todos venció Conrado, que de este modo se llevó todos los honores de la jornada. Iba el sol a su ocaso y las llamas rosadas del crepúsculo se extendían en el horizonte como una barrera de oro. El tonelero, Rosa y los dos artesanos se habían sentado cerca del chorro de una fuente que regalaba al césped frescor y fertilidad. Reinhold se había puesto a relatar múltiples recuerdos de la brillante Italia, en tanto que Federico estaba pendiente de las miradas de Rosa, en silencioso recogimiento. Conrado había venido con el paso tardo del hombre que vacila y que recela algo.

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—Vaya, Conrado, acérquese de una vez —le había gritado maese Martín—. Ha sido para usted una tarde de éxitos francos y halagüeños. Mi parabién. Me satisface ver distinguirse en todo a mis oficiales. Aquí tiene usted sitio: ¡Acérquese! Lejos de sentirse halagado por esta cordialidad, Conrado dejó caer sobre su patrón una mirada orgullosa y displicente. —No es a usted a quien buscaba, y puede creer que no necesitaría permiso para sentarme a su lado si se me ocurriera. He vencido hoy a todos los que han querido competir conmigo, y ahora quiero suplicar a su hermosa hija que me otorgue como premio de mi victoria el ramo perfumado que adorna su pecho—. Y al decirlo puso humildemente la rodilla en el suelo delante de Rosa y la cubrió de una mirada ardiente—. Bella Rosa —le dijo luego— no me niegue este favor tan sencillo, pero precioso para mí. La hija de maese Martín no pudo negarse a un ruego tan cortés. —Es muy justo —le dijo— que un caballero de sus méritos obtenga algún recuerdo de la dama de sus pensamientos. Para usted es el ramo, pero ¡mire cómo se han marchitado ya las flores! Conrado prendió en su sombrero aquellas flores después de cubrirlas de besos ardientes. El padre no parecía dar importancia a este primer tiento. —Ea —dijo— basta de niñerías, que ya ha anochecido y es hora de que volvamos a casa—. Pasó él delante, Conrado enlazó su brazo al de la joven con una galantería que contrastaba singularmente con las maneras bruscas que le eran habituales, y Reinhold y Federico siguieron en último término con ademán desabrido, teñido de mal humor. Y los paseantes decían al verles: —¡Fíjense, ahí va el acaudalado tonelero Tobías Martín y sus bravos oficiales! VIII. Desde la aurora del día siguiente, la linda Rosa, sentada a un lado de la ventana de su cuartito, soñaba dulcemente en la tarde anterior. La labor de tapicería se le había caído de las rodillas, sus manos blancas surcadas de azuladas venas se habían juntado como para orar, y su cabeza graciosa se inclinaba sobre su pecho. ¡Quién diría por qué regiones vagaban sus recuerdos! Tal vez le parecía oír resonar las tiernas canciones de Reinhold y de Federico, o prefería acaso imaginar a sus pies el bizarro Conrado que le

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pedía de rodillas, con la mirada ardiente y la voz acariciadora, el premio de las victorias obtenidas en los juegos del día anterior. Dejaba de balbucear unas notas para susurrar unas sílabas entrecortadas, como de quien sueña. —¿Quiere usted el ramo? —Un ojo perspicaz hubiera sorprendido en sus mejillas un reflejo de un rosa más subido que de ordinario y debajo de los párpados casi cerrados unos vagos destellos que hacían palpitar sus pestañas de ébano, y hubiera adivinado el secreto de los suspiros que henchían su fino corpiño. Pero, he aquí que la señora Marta, la viuda de Valentín, entró en el cuartito, y Rosa, sobresaltada en el ensueño de sus recuerdos, se apresuró a contarle detalladamente la fiesta de Santa Catalina, y el paseo al atardecer por entre las matas en flor. Al cabo de la importante narración, la señora Marta le dijo, sonriente: —Quiero creer que eres dichosa, mi querida Rosa, de poder elegir entre los tres galanes. —¡Por Dios! ¿Ha dicho usted tres galanes? —¿Y por qué no? —insistía Marta—. ¿A qué tantos misterios a propósito de un asunto que salta a la vista? ¿Crees que pasa desapercibido el hecho de que los tres oficiales de maese Martín están prendados de ti con verdadera pasión? —¡No me hable más de eso! —la interrumpió la joven, con los ojos bañados de llanto. —Vamos, niña —repuso Marta, estrechando a Rosa en sus brazos—, no me ocultes la verdad. No puede haberte pasado por alto que los tres jóvenes se distraen del trabajo cuando apareces tú, y que sus martillos no dan en el clavo porque ponen en ti la mirada. ¿Acaso no sabemos que una muchacha se da cuenta en seguida de esas cosas? Bien sabes tú que Reinhold y Federico reservan sus más bellas canciones para las horas en que tú te sientas a trabajar al lado de tu padre. ¿Y no has notado tampoco el cambio que se ha obrado en Conrado, antes tan brusco y destemplado en sus modales? Cada mirada tuya hace a un hombre feliz, y a dos celosos. No me dirás que no sea agradable ver enamorados de ti a tres jóvenes, a cual más apuesto. Y si un día te acercaras a mí con miras y me dijeras: Aconséjeme, señora Marta ¿cuál de los tres merece mi mano y mis afectos?, ¿sabes lo que respondería, querida Rosa? Escoge tú misma y harás tu felicidad. Si fuéramos a discutir el mérito, Reinhold me es bastante agradable, Federico también y Conrado

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igualmente, aunque en cada uno hallaríamos algún defecto. Cuando les veo de la mañana a la noche trabajando con tan buenos ánimos, pienso a pesar mío en mi pobre Valentín y me digo que, si no era más hábil que ellos en el oficio, se entregaba a él más seriamente. Sólo se ocupaba de manejar la doladera o de ajustar según el arte las duelas, mientras que los tres oficiales de maese Martín se me antojan una gente que se ha impuesto voluntariamente una tarea, y que acaricia un plan que yo no veo todavía claramente. Con todo, criatura, si quieres creerme tu preferido sería Federico. Entiendo que es generoso y noble como el oro, y también me parece el más sencillo y el más cercano a nuestro modo de ser en sus maneras, su lenguaje y su línea de conducta. Y además me cautiva el progreso lento, silencioso, de su tímido amor. Hay en él la incertidumbre y el candor de un niño. Se atreve apenas a dirigirte la mirada; se sonroja cuando le hablas. Estas cualidades, querida, valen más que otras que las exceden en brillantez; y he aquí por qué este muchacho me atrae. Al oír hablar así a la señora Marta, no pudo contener Rosa dos grandes lágrimas que brillaban en sus ojos hacía un rato. Se levantó y se acercó a la ventana para apoyarse en su alféizar. —Amo a Federico, es cierto— dijo con una graciosa mueca— pero, ¿no es también digno de ser notado Reinhold? —Tienes razón —exclamó la señora Marta—. Hemos de confesar que de los tres, es el de figura más aventajada. Nunca he visto otros ojos que centelleen como los suyos cuando te miran; pero hay un no sé qué de raro y de afectado en toda su persona que me causa un malestar indefinible. Me digo que un tal oficial hace demasiado honor al taller de maese Martín. Cuando habla diríase que hay música en lo que dice, y cada una de sus palabras te transporta más allá de la vida real; si intentas reflexionar sobre lo que acaba de decir, habrás de confesar que no has comprendido nada. Por lo que a mí atañe, le considero como a un ser de una naturaleza distinta de la nuestra, y hecho, en cierto modo, para vivir dentro de otras leyes. En cuanto a Conrado, el brusco Conrado, es una mezcla de pretensiones y de orgulloso que desdicen del delantal de cuero de un simple artesano. Cada uno de sus gestos es imperativo, como si tuviera el gobierno de la casa; y, efectivamente, desde que

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está aquí, el mismo maestro ha sentido los efectos de su ascendiente, hasta el punto de doblegar delante de él su voluntad de acero. Si olvidamos lo poco grato de su temple, es por lo demás el mejor de los hombres, y muy leal; llegaría a decir que prefiero su rudeza, su cerrilidad, a la exquisita elegancia de modales de Reinhold. Debe haber servido en la milicia, porque conoce muy bien el manejo de las armas y es capaz de unos ejercicios que no son propios de quien no hubiera sido hasta ahora más que un obscuro obrero... Pero me parece, querida Rosa, que te veo distraída, a cien leguas de lo que estoy diciendo. Vamos a ver. Tú, ¿cuál de los tres preferirías para novio? —Es mucho preguntar —respondió la joven—. Todo lo que puedo decirle es que a Reinhold no le juzgo como usted hace. Al oír esto la señora Marta se puso en pie, y moviendo la mano con gesto amable, resumió: —Basta. Así, pues, será Reinhold el novio. Esto cambia todas mis ideas... Le ruego —exclamó Rosa, acompañándola hasta el umbral—, le suplico que no haga suposición ninguna sobre lo dicho porque, ¿quién puede asegurar lo que será el mañana? Que la Providencia decida. Desde hacía unos días una rara actividad animaba el taller del tonelero. Maese Martin se vio obligado, para atender a todos los encargos que iban llegando, a reclutar otros aprendices y jornaleros, y de la aurora a la noche los martillazos levantaban un ruido ensordecedor. Habíase confiado a Reinhold el cálculo de la capacidad del gran tonel encargado por Su Alteza el príncipe obispo de Bamberg. A esta labor de inteligencia y reflexión, Federico y Conrado le habían prestado el auxilio de la fuerza y destreza de sus brazos, y gracias a su celo se logró una ejecución tan perfecta que maese Martín no cabía en sí de gozo. Bajo su inspección los tres compañeros cuidaban de colocar los aros, y los martillos se enarbolaban y caían acompasadamente, mientras el anciano Valentín, el abuelo de los huerfanitos, pulía las duelas y la buena Marta compartía las horas entre las faenas caseras y la vigilancia de los chicos. Era tal el ruido en el taller, que no habían notado los pasos del señor Holzschuer. El primero en darse cuenta de su entrada fue maese Martín, que se dirigió a él para preguntarle qué deseaba. —Dos cosas —respondió Holzschuer—. Ante todo, ver a mi antiguo alumno Federico, al que encuentro

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trabajando de lo lindo, y luego rogar a usted, querido maestro, que mande construir para mi bodega un tonel de los más grandes. ¡Toma! Según veo, están terminando uno que me conviene. Diga el precio. Reinhold que después de un corto descanso volvía a su labor, oyó las palabras del señor Holzschuer, y respondió, poniéndose en lugar del maestro. —Abandone usted esta idea, querido señor; se trata de un encargo del respetable príncipe obispo de Bamberg, y nos lo ha pagado ya—. En verdad, no me es permitido cedérselo —reafirmó maese Martín—. Basta fijarse en lo escogido, en lo acabado de la labor para comprender que el tonel irá a una bodega de príncipe. ¿No se ha fijado usted? No piense más en él, como ya le ha advertido mi compañero. Le prometo para después de la vendimia un tonel que siendo más sencillo le servirá lo mismo. El viejo Holzschuer, amoscado por los pretextos del maestro Martín, le replicó bruscamente que su dinero valía tanto como el oro del príncipe obispo de Bamberg, y que ya sabría él proveerse en otro sitio y más ventajosamente, de unos toneles no menos bien fabricados. Al tonelero le costaba contener su cólera; forzado a callar en presencia del señor Holzschuer que gozaba en Nuremberg de una gran autoridad, devoró su despecho, y miró alrededor buscando un pretexto cualquiera para desahogarse, cuando Conrado, que no estaba muy atento a la conversación, empezó a darle nuevamente al martillo, para ceñir las duelas con los aros. Volvió la cabeza maese Martín, y golpeando el pavimento con el pie, le increpó: —¡Animal, estúpido! ¿Estás loco? ¡No comprendes que vas a romper el tonel más fino que haya salido de los talleres de Nuremberg? —¡Oh! ¡Oh! —dijo Conrado—. Mi maestrillo se incomoda. ¿Y, por qué, si me diera la gana no puedo yo romper el famoso tonel?—. Y volvió a sus violentos martillazos, de manera que, saltando el aro principal por culpa de un golpe descentrado, toda la máquina quedó desajustada. —¡Pero condenado! —aulló maese Martín, rebosando rabia; y arrebatando de las manos del viejo Valentín una duela que éste estaba puliendo con el cepillo, descargó un rudo golpe sobre la espalda de Conrado, dejándole aturdido; pero

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después de esta primera impresión relampaguearon los ojos del joven, y rechinando los dientes exclamó con voz ronca —¡Toma! Había cogido la doladera más grande que tenían en el taller y la lanzó con todas sus fuerzas contra el maestro. Federico tuvo escasamente tiempo para apartarse, y el acero afilado, cuyo choque hubiera abierto el cráneo del anciano, sólo le alcanzó el brazo. Brotaba sangre de la herida; el tonelero perdió el equilibrio, y dando un tumbo por encima del banco de uno de los aprendices dio con su cuerpo en el suelo. Todos corrieron para sujetar a Conrado, cuyo furor se había exasperado delante del mal que acababa de hacer. Acrecentadas sus fuerzas por la cólera, se le veía dispuesto a quitarse de delante cualquiera resistencia; enarbolando la doladera ensangrentada iba a descargar un segundo golpe, cuando acudió Rosa, pálida como la muerte, al oír la barahúnda. Su aparición desarmó a Conrado, quien, arrojando lejos de sí la doladera, cruzó los brazos sobre el pecho y permaneció unos momentos inmóvil como una estatua. Después una íntima conmoción le hizo volver en sí, y dando de pronto un aullido desgarrador salió disparado. Nadie le persiguió. Los que habían sido testigos de la escena ayudaron a ponerse en pie al herido, y reconocieron que, por suerte, la doladera sólo había rozado las carnes. El viejo Holzschuer, refugiado detrás de un montón de tablas, se decidió a reaparecer y soltó una diatriba contra los oficios que ponían en manos de la gente común instrumentos mortíferos, y aconsejó a Federico que abandonara el taller y volviera a su primer oficio, al arte de fundir y cincelar los metales. En cuanto a maese Martín, al volver en sí y ver que había salido del apuro con poco más que el susto, se limitó a lamentarse del perjuicio causado al tonel de Su Alteza el príncipe obispo de Bamberg. Después del suceso, maese Martín y el señor Holzschuer se fueron en silla de manos, y Federico y Reinhold volvieron a pie a la ciudad. Por el camino, ya casi de noche, oyeron cerca de un seto una voz gemebunda, que les pareció reconocer y un alto espectro se levantó de una zanja, tan bruscamente, que los dos amigos retrocedieron asombrados. Era Conrado quien les salía al paso. Desolado de su acto y de los resultados irreparables que suponía para su porvenir, les dijo: — ¡Adiós, amigos míos! ¡Adiós! No me veréis más. Sólo

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os ruego que digáis a Rosa que la amo, y procurad que no maldiga mi memoria. Decidle que guardaré su ramo sobre el corazón toda mi vida. ¡Adiós, adiós, mis buenos camaradas!—. Y desapareció a campo traviesa—. El pobre Conrado no parece mal hombre —dijo Reinhold a su amigo—. Pero hay en él algo raro y misterioso, y su conducta no puede juzgarse según las reglas de la moral ordinaria. Tal vez con el tiempo conoceremos el secreto que nos oculta. IX. Desde aquella fecha reinaban en el taller de maese Martín el aislamiento y la tristeza. Reinhold había perdido su afición al trabajo y se pasaba horas enteras encerrado en su cuarto; maese Martín llevaba el brazo en cabestrillo y sólo de tarde en tarde abría la boca para maldecir al malvado forastero. Ni Rosa ni la señora Marta con sus chicos se atrevían a permanecer en el taller donde había tenido lugar aquella sangrienta escena. Y así como, al aproximarse el invierno, se oye algunas veces el hacha de un leñador solitario que rompe el silencio de los bosques, ahora se oía de sol a sol el martillo de Federico, que sin ayuda y lentamente iba dando remate al tonel para el obispo de Bamberg. La melancolía y el abatimiento se cebaban en el alma del joven. Rosa no ponía los pies en el taller desde que Reinhold, bajo pretexto de enfermedad, permanecía en su habitación, y de esto deducía Federico que era su amigo el preferido de la joven. Anteriormente ya le había parecido observar que reservaba para él sus más graciosas sonrisas y sus mejores palabras. No cabía duda. Llegado el domingo, en vez de aceptar la invitación de maese Martín casi curado de la herida, a un paseo con Rosa por las afueras de la ciudad, salió solo, bajo el peso de todas las congojas de su pensamiento, hacia el collado donde por primera vez había visto a Reinhold. Se tumbó en el césped, y se dio a soñar en las decepciones de su vida. Las esperanzas se habían borrado una tras otra como estrellas errantes, y lloró sobre la pradera cuajada de flores, que se inclinaban bajo el rocío de las lágrimas, como apenadas de su dolor. Y luego, sin que pudiera explicarse cómo, los suspiros que la brisa se llevaba convirtiéronse en palabras y se puso a cantar su pena, como hubiera podido cantar su gozo:

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«¿Adonde has huido, estrella de mis esperanzas? ¡Cuan lejos estás de mí! Tu dulce brillo se ha borrado para alegrar otras miradas que te reclamaban. ¡Levantaos, tormentas nocturnas, menos terribles que las de mi corazón! ¡Sembrad a mi alrededor la tristeza y el luto! Mis ojos están anegados de lágrimas y sangra mi pobre corazón. ¿Por qué murmuráis tan tiernamente, olorosos bosques? Nubes de oro, velos del espacio, ¿a qué brillar con alegres destellos? ¡Ay, podréis derramar sobre mi tumba vuestros aromas y vuestras claridades! ¡La tumba es mi última esperanza porque en ella encontraré el sueño apacible de la eternidad! » La voz de Federico iba reanimándose a medida que cantaba. Sintió en el pecho oprimido algún alivio, y su llanto era menos amargo. El viento de la noche susurraba en el follaje de los tilos jóvenes, los ecos misteriosos que circulan bajo los grandes bosques hacían llegar a su oído unos acentos dulces como palabras de un ser querido, y el horizonte ceñido de brumas de oro y púrpuras parecía instarle a que emprendiera las sendas de un porvenir más risueño. Federico se puso en pie, y volvió a bajar la pendiente bordeada de flores que conducía a la ciudad. Ya más calmado, evocaba otro atardecer en que seguía el mismo camino al lado de Reinhold, haciendo protestas de amistad perdurable. Recordando también la historia que entonces le contó aquél, a propósito de los dos pintores italianos, la expresión de sus ojos cambió como por encanto. Una luz de dolorosa certidumbre bañaba su pasado. Se persuadía de que Reinhold había amado a Rosa, y que fue este amor lo que le había devuelto a Nuremberg, bajo el techo de la casa del tonelero. La narración de la rivalidad amistosa de los dos pintores por obtener el laurel de oro le parecía simbolizar la rivalidad amorosa de la cual Rosa sería el galardón. Las palabras de Reinhold le volvían a la memoria y cobraban un sentido que antes no se le había manifestado. —Entre dos amigos— se dijo a sí mismo— no pueden prosperar ni el rencor ni la envidia. Será, pues, a ti, amigo cordial, a ti mismo a quien acudiré para saber si ha llegado la hora de que renuncie a toda esperanza—. Con estos pensamientos llegó Federico al umbral de la habitación de Reinhold. Pesaba un gran silencio en el espacio que el sol iluminaba con sus alegres rayos. Empujó la puerta, que estaba entornada, y entró, pero apenas había andado dos pasos quedó como clavado en el suelo, inmóvil como una estatua. Rosa, en la plenitud de sus encantos,

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le apareció magistralmente pintada en un retrato de tamaño natural; el tiento y la paleta apoyados en el caballete daban indicios de un trabajo reciente. —¡Rosa! ¡Rosa! ¡Dios eterno!—suspiró Federico. En el mismo momento sintió que alguien le ponía la mano en la espalda. Era Reinhold—. ¿Qué opinas de este retrato? —le preguntó cariñosamente, con una sonrisa de felicidad—. ¡Eres un hombre muy superior a mí; eres todo un artista! —respondió Federico, abrazándole—. Ahora lo veo claramente. Tú mereces el premio que yo fui lo bastante loco para intentar disputarte. Porque yo tuve también un bello propósito de artista. Me había encariñado con la idea de fundir una estatuita de plata fina a la divina semejanza de Rosa. Ahora conozco lo insensato de mi orgullo. ¡Eres tú el único afortunado, el creador de la obra maestra! Repara cómo se anima su sonrisa con una vida celeste. ¡Los ángeles deben mirar así! Hemos luchado los dos para obtener lo mismo, pero son tuyos, Reinhold, el triunfo y el amor. A mí no me queda más remedio que abandonar este hogar y esta patria. Conozco que no he de ver nunca más a Rosa; no lo soportaría. ¡Perdóname, amigo! ¡Emprenderé hoy mismo mi triste peregrinación por el mundo, sin llevar conmigo nada más que mi amor y mi pobreza! Con estas palabras Federico iba a salir, pero Reinhold se lo impidió con amistosa violencia. —Tú no saldrás de aquí —le decía con afectuosa instancia—, porque todo puede resolverse de modo muy distinto de como tú imaginas. No he de ocultarte por más tiempo el secreto de mi vida. Bien ves tú que no he nacido para ser tonelero, y la vista de este cuadro te ofrece la prueba de que no soy de los últimos entre los pintores. En los primeros años de mi juventud recorrí las ciudades de Italia para estudiar las obras de los grandes maestros. Mi talento desarrollado a base de una natural vocación, hizo que progresara rápidamente. Pronto vino a mí la fortuna del brazo de la gloria, y hasta el duque de Florencia me favoreció. En aquella época yo ignoraba todavía lo que ha producido el genio alemán, y hablaba sin conocimiento de causa de la frialdad, del desabrimiento de un Durero o de un Cranach, cuando cierto día un negociante en cuadros me puso delante una tela no muy grande del viejo Alberto: era una Madona, cuyo carácter sublime y cuya acabada ejecución me transportaron. En medio de mi entusiasmo comprendí en seguida que había algo mejor que la gracia amanerada del

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género italiano, y me decidí a recorrer los talleres de los pintores célebres de Alemania para iniciarme en los secretos de sus creaciones. A mi llegada a Nuremberg el primer objeto que impresionó mis ojos fue Rosa. Me pareció ver en la realidad a la bella Madona de Alberto Durero. Brotaba en mi alma un amor inmenso, como un incendio. Todo lo demás que en el mundo existía se borró de mi pensamiento, y me pareció que el arte, mi ocupación exclusiva hasta entonces, no tenía a partir de aquel momento otra misión que la de reproducir hasta el infinito los rasgos del divino objeto de mi pasión. Busqué los medios para introducirme en la morada de maese Martín. Me resultó de lo más difícil. Las astucias de que ordinariamente se valen los enamorados no hacían al caso. Iba a anunciarme abiertamente cerca de Tobías Martín y a pedirle la mano de su hija, cuando me enteré casualmente de que el honrado artesano había decidido formalmente que sólo aceptaría como yerno al más hábil tonelero de la comarca. No perdí el ánimo ante aquel obstáculo. Partí para Estrasburgo, donde aprendí el penoso oficio, dejando al cuidado de la Providencia la recompensa de mis esfuerzos. De lo restante tienes ya noticia. Una sola cosa me queda por revelarte, y es que no hace mucho, en un acceso de humor feliz, maese Martín me vaticinó que bajo sus auspicios llegaría a ser un famoso tonelero, y que le sería grato verme un día casado con su linda hija, que no me miraba con indiferencia, según él. — ¡Ah, bien lo veo, es a ti a quien ama! —le interrumpió Federico—. Para ella yo no soy más que un modesto obrero, y en cambio, ha adivinado en ti el artista. —¡Vaya, querido hermano, estás delirando! —repuso Reinhold—; no tienes en cuenta que Rosa no se ha pronunciado hasta la fecha por ninguno. Sé muy bien que se ha portado conmigo afablemente, pero de esto al amor hay un buen trecho. Prométeme, hermano, que permanecerás aquí otros tres días, en perfecta calma. He dejado a un lado los toneles, pero es que desde que me ocupo de esta pintura, todo lo que me distrae de ella me fastidia, y me siento cada vez menos dispuesto a proseguir en las tareas abrumadoras de un obrero. Estoy decidido a echar a todos los diablos la doladera y el martillo. Dentro de tres días podré revelarte sinceramente las disposiciones de Rosa. Si me ama,

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continuarás tu ruta, y verás cómo el tiempo cura todas las penas, aun las que parten el corazón, como vulgarmente se dice—. Y Federico le prometió que esperaría. Tres días más tarde, al anochecer, Federico volvía lentamente a la ciudad, después de su jornada de trabajo. No sin inquietud evocaba algunas torpezas que le habían valido reprimendas de parte del maestro. Había notado también que éste parecía preocupado, como removido por una íntima tristeza, y había podido entresacar de sus conversaciones los términos «cobarde intriga»..., «bondad mal recompensada». Pero no le había dado a él en particular ninguna explicación, y Federico no sabía qué pensar de ello cuando encontró cerca de los portales de Nuremberg un hombre a caballo. Era Reinhold.— ¡Ah! —exclamó éste—. Llegas a propósito. He de decirte muchas cosas—. Y, poniendo pie a tierra y cogiendo con una mano la brida de su caballo, mientras con la otra estrechaba la de su amigo, echaron a andar por entre los campos. Lo primero de que Federico se dio cuenta fue que Reinhold llevaba el mismo traje que el día de su primer encuentro. El caballo, enjaezado como para una larga ruta, llevaba a la grupa la valija de las ropas. —Considérate feliz, amigo —dijo Reinhold, con una voz de la que se traslucía un no sé qué de rudo y amargo—. Considérate feliz de manejar a tus anchas la garlopa y el martillo. Yo abandono desde estos momentos el reino de los toneles; acabo de despedirme de la bella Rosa y del respetable maestro, su padre... — ¡Cómo! —exclamó Federico, estremeciéndose como si el rayo hubiera estallado por encima de su cabeza—. ¿Te pones en marcha cuando maese Martín te acepta como yerno y cuando Rosa te ama? —Una fantasía más de tu cerebro de hombre celoso —dijo Reinhold—. Sólo sé que Rosa me hubiera aceptado por obediencia a su padre o por temor de él, pero el corazón no entiende de imposiciones, y el de Rosa no late por mí. Si así no fuera, yo hubiera llegado a ser tan buen tonelero como cualquier otro: seis días de la semana cepillando, poniendo aros, calculando capacidades, y el séptimo dándome importancia y luciendo las gracias de mi esposa en un banco de la iglesia de Santa Catalina o de San Sebaldo y luego, al caer la tarde, paseando buenamente por el césped en flor.

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—No hagas burla —repuso Federico— de las costumbres sencillas y apacibles. La dicha circula sin ostentación dentro de los cauces ordinarios. —Tienes mil veces razón —replicó Reinhold—, pero no me interrumpas. He hallado la oportunidad de confesar a Rosa mi afecto, y sé que su padre consentiría nuestra unión. Al decírselo he visto asomar lágrimas a sus ojos, y he sentido el temblor de su mano dentro de la mía. Como evitando mi presencia, me ha respondido: —Señor Reinhold, yo obedeceré las órdenes de mi padre—. Me he guardado de hacerle más preguntas, porque una claridad súbita ha iluminado mi alma y he reconocido, afortunadamente, que el amor a la hija del tonelero era un puro sueño de mi entusiasmo. No amaba a Rosa, sino a un ser ideal de que ella me había ofrecido una copia que yo, con pasión de artista, no cesaba de crear de nuevo. He comprendido que estaba enamorado del retrato, de una visión, de una belleza fantástica, y he vislumbrado, con un sentimiento de asqueo de mí mismo, el lastimoso porvenir que me esperaba cuando me habría cargado encima el título de maestro en el oficio y el peso de un hogar doméstico. Lo que yo amaba en la linda Rosa era una imagen celeste, adornada en mi interior de un destello divino, y que mi arte está llamado a vitalizar en las creaciones que sembraré a mi alrededor. El sino del artista es adelantarse al porvenir sin pararse en el camino para coger las flores. ¿Cómo podría yo renunciar a los triunfos del arte y pisotear los laureles que me promete? ¡Salve, tierra de las artes y del genio clásico, oh Roma, que me llamas en la lejanía! ¡Pronto volveré a verte! Así llegaron los dos amigos a un sitio en que el camino se bifurcaba; Reinhold siguió el de la izquierda. —. ¡Adiós! —dijo a Federico, abrazándole—. Adiós, amigo. Separémonos. ¿Quién sabe si será para siempre? Reinhold montó en su caballo, lo espoleó, y sin volver la vista atrás dejó a Federico, que permaneció largo rato en aquel sitio clavados los ojos en la carretera desierta, y volvió luego a casa con el corazón oprimido, agitado por sordos presentimientos, sintiendo la semejanza de la separación con la muerte. X. Al cabo de un tiempo, maese Martín, taciturno, daba la última mano al tonel del obispo de Bamberg. Federico, conmovido por la partida de Reinhold,

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trabajaba a su lado sin pronunciar una sola palabra. Por fin, el maestro arrojó el martillo, cruzó los brazos y dijo a media voz: —Ya no tenemos a Reinhold; ha seguido el camino de Conrado. Era un pintor como hay pocos, pero tenía la pretensión de burlarme. ¿Quién adivinaría un zorro tal debajo de su aspecto tan franco? El pájaro ha abandonado el nido; que al menos Federico permanezca fiel: vale mucho para el trabajo y no es pretencioso. Quién sabe lo que puede suceder. Si llegaras a ser, muchacho, un hábil maestro en el oficio, y si supieras agradar a mi Rosa... veríamos, veríamos...—. Y al decir esto recogió el martillo y volvió a su tarea. Las palabras del viejo tonelero habían despertado en Federico una cálida emoción que recorría todo su ser, pero al mismo tiempo un indefinible descorazonamiento le quitaba toda esperanza. Rosa que no había puesto los pies en el taller desde hacía muchos días, compareció ahora, con el rostro bañado de una tristeza mal disimulada, con señales de lágrimas recientes. —La causa de su llanto —se dijo Federico— es la partida de Reinhold—. Y esta idea le partía el corazón, y le impedía alimentar esperanzas. Entretanto el tonel gigante se había terminado, y delante de su obra el tonelero sentía revivir la alegría de antaño. —Sí, hijo mío —dijo a Federico, golpeándole amistosamente la espalda— si logras construir una pieza que se asemeje a ésta, y si agradas a Rosa, serás mi yerno, lo cual no te impedirá practicar el arte del canto y reunir así una excelente doble fama. Como sea que de todas partes llovían encargos para su taller, maese Martín se vio obligado a reclutar dos nuevos oficiales de probada destreza, pero tocante a la conducta todos ellos eran unos verdaderos perdularios, bebedores y turbulentos en grado máximo. En el taller del tonelero resonaban ahora bromazos y canciones tan groseras que Rosa hubo de abstenerse de volver a él. Federico se sentía aislado. Al verla de paso algunas veces suspiraba, poniendo en la muy amada una mirada de fuego con la que parecía decir: —Ya no es la misma Rosa de los días de Reinhold, tan buena y encantadora—. Pero la joven bajaba los ojos y su rubor parecía contestar: —Señor Federico ¿tiene algo que decirme?—. Eran unos instantes no muy frecuentes en que el pobre joven quedaba sin voz y como petrificado y Rosa desaparecía como el relampagueo sin malicia de ciertas noches de verano que los ojos admiran fugazmente.

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Maese Martín no cesaba de instar a Federico para que se dispusiera a preparar la obra que había de lograrle la categoría de maestro. Había seleccionado él mismo la cantidad suficiente de tablones de roble sin venas ni nudos, que contaban más de cinco años al abrigo de la humedad o de la sequedad excesivas. Únicamente el anciano Valentín estaba autorizado para prestar ayuda a Federico. El pobre muchacho, ya hastiado de aquel oficio que le forzaba a codearse con los nuevos compañeros de taller, se desanimaba, le faltaba la seguridad en la empresa, cuyo fracaso disipa todas sus ilusiones de felicidad. Un vago instinto que no podía definir le repetía sin tregua que estaba condenado a sucumbir bajo el peso de su tarea, y de pronto se sentía avergonzado de haberse sometido a una labor manual que repugnaba a las delicadezas de su alma de artista. La desgracia de Reinhold no se borraba de su memoria. Para substraerse a la obsesión dolorosa de sus temores, fingía de vez en cuando una indisposición. Abandonaba el taller y corría a la iglesia de San Sebaldo, donde permanecía entregado horas enteras a la contemplación de las obras maestras del cincel del maestro Pedro Fischer. —¡Dios eterno! —exclamaba—. ¿No es la suma felicidad en la tierra imaginar cosas tales y tener en sí la fuerza de realizarlas?—. Y cuando, al salir de esos éxtasis, la realidad le amarraba a las duelas y los aros del taller del tonelero, cuando pensaba que sería Rosa el premio de un miserable tonel fabricado con más o menos ingeniosidad, sentía arder en su sangre la desesperación y temía perder la cabeza. En sueños le aparecía Reinhold y le ponía delante modelos inimitables, cuya realización hubiera inmortalizado a quien los echara en un molde. En esos maravillosos dibujos el motivo invariable era la figura de Rosa, en el marco de las más preciosas combinaciones de flores y de follaje, que parecían animarse, reverdecer y florecer, y el metal reflejaba como un límpido espejo la imagen de la joven adorada; Federico le tenía los brazos, dándole los nombres más cariñosos, pero cuando creía tenerla al alcance de las manos, el cuadro ficticio se disolvía como una bruma. Al despertar, el pobre Federico detestaba más todavía su triste porvenir de tonelero. Un día se le ocurrió ir a confiar sus cuitas al que fue su maestro, Juan Holzschuer. Encantado de ver de nuevo a su alumno predilecto, puso a disposición de Federico su taller para cincelar una obra de pequeñas dimensiones, para la que Federico venía reuniendo desde hacía tiempo el oro y la plata. Con tal fervor se entregó a la obra, que llegó a abandonar casi por completo el taller

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del famoso tonelero, y pasaron meses sin que se volviera a hablar de su obra maestra, llamada a rivalizar con el tonel del obispo de Bamberg. Pero amaneció un día, y maese Martín le dio tanta prisa que, quieras que no, tuvo que manejar de nuevo la doladera y el martillo. Ya en marcha la obra, quiso maese Martín examinar lo hecho pero se encendió en cólera a la vista de las piezas. —¿Qué es eso? —exclamaba—. ¡Vaya chapucería, mi pobre Federico! Ni un aprendiz de tres días tallaría la madera de ese modo. ¿Qué diablo te ha movido la mano para echar a perder la mejor madera de roble que yo haya tenido desde hace mucho tiempo? ¿Y es ésta tu obra maestra...? Federico no soportó los reproches exagerados del maestro. Echando las herramientas al extremo opuesto del taller, exclamó: —Bien, maestro, hemos concluido. ¡No; ni que me fuera la vida, ni que esto significara mi hundimiento en la peor miseria, no trabajaré en ello un día más! Renuncio a esta profesión abominable, para la cual no he nacido. ¡También yo soy artista! También yo amo con pasión, con delirio, a su hija. Por amor me conformaba a pasar por tan odiosa prueba. Ahora veo que he malogrado mi propia dicha y toda esperanza. Esto será mi muerte, pero moriré artista y dejaré algún recuerdo de mi existencia. Ahora mismo volveré a casa de mi digno maestro Juan Holzschuer, a quien en mala hora abandoné. En los ojos del tonelero se encendieron unas llamas rojas cuando oyó a Federico oponerse con tal viveza a sus planes. —¡Ah!, ¿tú también? —exclamó—. ¿También tú me engañabas? ¡Es mejor que lo confieses, tunante! ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!—. Y, sin darle tiempo de sincerarse, le agarró por las espaldas y le arrojó fuera entre grandes aplausos de oficiales y aprendices que habían sido testigos de la escena. El anciano Valentín, juntando las manos, y con la frente pensativa, dijo a media voz: — ¡Ya me temía yo que en este muchacho había algo por encima de las cualidades de un obrero vulgar! La señora Marta, tan encariñada con Federico, y los chicos, a quienes solía repartir golosinas, no se consolaban de su partida. XI.

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El taller del tonelero parecía más triste que nunca, y los oficiales recién contratados no hacían sino aumentar las preocupaciones del maestro. Obligado a velar por los menores detalles, maese Martín pasaba el día atosigado, y la noche turbado por insomnios crueles. —¡Ah, Reinhold...! ¡Ah, Federico...! —repetía—. ¿Por qué me habéis engañado de este modo? Yo no exigía más que unos obreros laboriosos y de honesta conducta—. Se le veía agotado, y estuvo a punto varias veces de sacrificar su oficio y resignarse a languidecer hasta perder la vida. Una noche estaba sentado delante de su casa, engolfado en tristes cavilaciones, cuando vio llegar al señor Paumgartner acompañado de Juan Holzschuer. Adivinó que iban a hablarle de Federico. Paumgartner empezó a deshacerse en loanzas del joven artista, y ambos acabaron encareciendo a cual más las excelentes facultades de Federico, al cual auguraban un brillante porvenir. Rogaron al tonelero que desistiera de sus prejuicios y que no dejara de conceder la mano de su hija a un joven que después de todo era capaz de hacerla dichosa y honrar a su suegro. El tonelero les dejó hablar, y luego se quitó lentamente el gorro de piel y respondió con toda tranquilidad: —Señores míos, su interés por lo que a ese mozo se refiere es tan grande, que bien he de perdonarles algo, siquiera para corresponder a la solicitud con que abogan por él. Pero no puedo, en principio, renunciar a mis designios. En lo que al casamiento atañe, no podrá haber nunca nada de común entre Federico y mi hija. Como apoyara en cada sílaba al formular estas afirmaciones, Rosa se precipitó en la habitación, pálida, temblorosa, y puso sobre la mesa una botella del famoso vino de Hochheim y tres vasos. —Entonces —repuso el señor Holzschuer— ¿he de dejar que ese pobre Federico se ausente, como en su desesperación ha resuelto? A pesar de todo, vea usted, querido maestro, esta labor de cincel que ha llegado a término en mi taller, delante de mí, y dígame, si se atreve, que no hay en el muchacho la pasta de un gran artista. Es un recuerdo de despedida que le ruega permita que dedique a su hija, si ella lo acepta. Pero ¡fíjese qué finura de trabajo!—. Y el señor Holzschuer sacó del bolsillo una copa de plata deliciosamente labrada, y el tonelero, que se

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preciaba de ser hombre de buen gusto, se puso a examinarla por todos lados. Era realmente una pequeña obra maestra; la rodeaban ramos de vid y de rosal, y de cada rosa abierta surgía una figurita de ángel, cincelada con gracia perfecta; el fondo interior, chapado de oro, tenía por ornamento otras figuritas semejantes, y cuando se vertía en ella un chorro de vino dorado, los ángeles sonrientes parecían agitarse como para subir a la superficie—. He de reconocer que es una labor exquisita —dijo maese Martín— y me quedo con la copa, supuesto que Federico acepte en buenos ducados el doble de su valor—. Al decir esto llenó la copa y la vació de un sorbo... y he aquí que la puerta se abrió en aquel momento, y Federico, casi desfigurado por el sufrimiento y las lágrimas vertidas, apareció, inmóvil, en el umbral de la sala. Su actitud era la de un reo que se dispone a escuchar el fallo. Fue Rosa quien primero se dio cuenta de su presencia; dio un grito desgarrador y cayó como muerta en sus brazos. Al tonelero le había resbalado de los dedos la copa, y poniendo en Federico una mirada impertérrita, como si hubiera visto una aparición, dijo, levantándose, con la voz conmovida: —¡Rosa! Dime, Rosa, ¿amas a Federico? —Más que a mi vida —respondió la pobre criatura con la voz quebrada—. Pues bien —dijo el tonelero no sin esfuerzo—, yo te perdono, muchacho... Abraza a tu prometida... ¡Sí, sí, a tu prometida! Paumgartner y el viejo Holzschuer se miraban estupefactos, y prosiguió el padre en voz alta, pero como si hablara consigo mismo: —¡Dios de los cielos, es así como debía llegar a cumplirse la profecía de la abuela! ¿No tenemos aquí en realidad limpia casita y los ángeles de alas fulgurantes?... ¿Y qué es esta copa sino un tonel en pequeño? Todo se cumple a maravilla, ya que así me es dado consentir sin forzar mi voluntad. ¡Debí haberlo visto antes! Fulminado por el gozo, Federico tuvo apenas la fuerza de estrechar más fuertemente sobre su corazón a la linda Rosa. —Mi querido maestro —exclamó, ya dueño de sí mismo— ¿será cierto que se digna aceptarme por yerno y me permite ejercer mi arte? —Desde luego —respondió el viejo—. Se ha cumplido en ti la predicción de la abuela. Huelga ya el acabar tu obra de maestría—. No, querido maestro —replicó Federico—. Permitidme que no

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renuncie a ella. Al contrario; estoy dispuesto a terminar mi tonel de dos cargas, que ofreceré a usted como testimonio de respeto a la profesión que usted hace ilustre y volveré luego a mis crisoles—. Este buen pensamiento te honra —dijo maese Martín con entusiasmo— Termina, pues, tu obra maestra. El día que le des el último martillazo será el de tu boda. Federico echó el resto en su obra, y el tonel inmenso que salió de sus manos fue el pasmo de todos los maestros del gremio. El tonelero Martín llegaba al colmo de su júbilo profesional. Se fijó el día de la boda, y la pieza de prueba, colmada de vino generoso y adornada de guirnaldas de flores, fue colocada en el umbral de la casa. Los maestros toneleros, acompañados de sus familiares y conducidos por el digno consejero Paumgartner, y los maestros orfebres se reunieron en brillante cortejo para asistir a la iglesia de San Sebaldo. Al ponerse en marcha, un ruido de herraduras y unos acordes de música llegaban a la casa de maese Martín. Éste, corriendo al balcón, reconoció al señor Enrique de Spangenberg al lado de un joven y brillante caballero, con el acero al cinto y la toca adornada de plumas flotantes y de piedras preciosas. Cabalgaba cerca del joven una dama de belleza admirable, y detrás de esos tres personajes iba un numeroso séquito de criados vestidos de distintos colores. Cesaron de tocar los instrumentos músicos, y el viejo Spangenberg, levantando la cabeza, exclamó: —¡Eh! No es por su bodega que paso por aquí. Es por la boda de su hija. ¿Se dignará recibirme, querido maestro? Algo confuso por el recuerdo que evocaban estas palabras, maese Martín bajó con toda la presteza que le permitían sus piernas y recibió con grandes saludos a su noble visitante. La hermosa dama y el caballero se apearon de sus caballos y entraron en la casa. Pero, apenas el honrado tonelero hubo puesto los ojos en el joven hidalgo, retrocedió tres pasos, vacilando. —¡Cielos! —exclamó, juntando las manos—. ¡Es Conrado! —El mismo —dijo el joven, sonriendo—. Soy Conrado, su oficial de otros días. Perdone, querido maestro, cierta herida cuyo recuerdo no se ha borrado de mi corazón. Aquel día hubiera podido matarle, porque me había tratado con rigor—. El tonelero le aseguró que fue una suerte que la doladera no hiciera

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más que rozarle la carne, y rogó luego a sus huéspedes que entraran en la sala, donde se hallaban reunidas para la ceremonia los novios y sus amistades. La presencia de la bella dama fue saludada con un murmullo de admiración. Todos se dieron cuenta de que era pasmoso su parecido a Rosa: hubiera podido tomárselas por gemelas. Conrado se acercó muy galante a la hija del tonelero, y le habló con exquisita gracia en estos términos: —Permita, querida joven, que Conrado participe hoy de su felicidad; dígnese decirle que olvida sus bruscos arranques de otros días, y que los perdona como ha hecho su padre—. Y como Rosa no acertara a contestar y maese Martín y los invitados se miraban aturdidos, el señor Spangenberg tomó la palabra para poner fin a la situación: —¿No le parece un sueño? Sí, éste es mi hijo Conrado y ésta su encantadora novia, cuyo nombre es Rosa, el mismo de la linda hija de maese Martín. ¿Recuerda, querido maestro, aquel día en que conversando con usted al lado de una botella del mejor vino añejo, le pregunté si negaría la mano de su Rosa a todos, incluso a mi hijo? Tenía para ello mis razones. Ese casquivano enloquecía por ella, hasta el punto de que me obligó, para no desesperarle, a encargarme yo del asunto. Cuando, con intención de curarle, le describí el recibimiento que usted me había hecho, y le pinté su raro capricho en relación con el que debía ser su yerno, mi Conrado no halló mejor solución que colarse en el taller de usted para ver más de cerca a Rosa con el designio de substraerla el mejor día a su tutela. Tuvo usted la suerte de que un golpe de duela en las espaldas rompiese las alas a aquel amor. Me felicito de ello. Mi hijo, para no ser del todo infiel a su primera inclinación, se ha prendado de una noble heredera que lleva el nombre de Rosa, como la hija de usted, y además tiene con ella un gran parecido. En este punto la noble joven se acercó a Rosa, le puso un collar de perlas de gran valor, y sacando del seno un saquito de flores marchitas: —Tome usted— le dijo—, éste es el ramo que ofreció usted un día a Conrado y que él ha guardado con cariño. ¿No le molestará a usted que me lo haya dado? Según me dijo es de lo más preciado que poseía—. Las pálidas mejillas de la hija del tonelero se tiñeron de púrpura. —¡Ah, noble dama —dijo a media voz—, es usted la única a quien el joven hidalgo debía amar! Estoy segura de que la

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conoció antes de pensar en mí. Lo que pudo hacerme merecedora de su atención durante corto tiempo era solamente que mi nombre era el mismo de usted, y que algunos de mis rasgos eran parecidos a los suyos. Era el recuerdo de usted lo que en mí buscaba. Pero, no le guardo rencor. Al disponerse el cortejo a salir de la casa del tonelero Martín, un apuesto joven que vestía con elegante soltura rico traje de corte italiano, se echó en brazos de Federico: —¡Reinhold! ¡Mi Reinhold! —exclamó el novio, y los dos amigos se abrazaron. Martín y su hija participaban de este gozo—. ¿No te dije —exclamó el artista— que la dicha resurgiría al golpe de tu martillo? Llego a tiempo de compartir contigo el júbilo y te traigo mi regalo de boda. Comparecieron dos criados, y descubrieron a los ojos maravillados del concurso una pintura magnífica que representaba a maese Martín con Reinhold, Federico y Conrado trabajando en el tonel destinado al príncipe obispo de Bamberg, en el acto de aparecer Rosa en medio de ellos. —He aquí tu obra maestra —dijo Federico con la sonrisa en los labios—. La mía queda abajo, colmada de vino. Pero otra veréis todavía si tenéis paciencia— Me he enterado de todo —repuso Reinhold y te juzgo más dichoso que yo. Sé fiel a tu arte, que se aviene mejor que el mío con la vida sosegada y los hábitos sedentarios de una buena pareja. ¡La dicha, amigo mío, ha de buscarse únicamente por cauces razonables! En el festín nupcial, Federico se sentó entre las dos Rosas, y frente a él maese Martín, que tenía a sus lados a Conrado y Reinhold. A los postres, el consejero Paumgartner llenó la copa de plata cincelada, obra de Federico, y bebió el primer sorbo en honor de maese Martín y de sus animosos oficiales. Y luego la copa dio la vuelta entre los convidados, que festejaron hasta la aurora los ricos licores de la excelente bodega del maestro entre los maestros toneleros.

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Consejero Krespel Rat Krespel

El consejero Krespel era uno de los hombres más extraordinarios con que he tropezado en mi vida. Cuando fui a H... para pasar una temporada, toda la ciudad hablaba de él, pues acababa de realizar una de sus excentricidades. Krespel era famoso como hábil jurista y como diplomático. Un príncipe reinante de Alemania, de segunda categoría, se había dirigido a él para que redactase una Memoria en la que quería hacer constar sus bien fundados derechos a cierto territorio y que pensaba dirigir al emperador. Consiguió su objeto, y recordando que Krespel se había lamentado una vez de no encontrar casa a su gusto, se le ocurrió al príncipe, para recompensarle por su obra, comprar la casa que eligiera Krespel; este no aceptó el regalo en esta forma, sino que insistió en que se le hiciera la casa en el hermoso jardín que había a las puertas de la ciudad. Compró toda clase de materiales y los llevó allí; luego se le vio, durante días enteros, con su extraordinaria vestimenta —que se mandaba hacer según modelos especiales—, matar la cal, cribar la arena, amontonar ladrillos, etc. No trató con ningún maestro de obras ni pensó siquiera en un plano. Un buen día se fue a ver a un maestro de obras de H... y le rogó que a la mañana siguiente, al amanecer, estuviera en el jardín con oficiales, peones y ayudantes para edificar la casa. El maestro de obras le preguntó, como era natural, por el proyecto, y se asombró no poco cuando Krespel le respondió que no lo necesitaba y que todo saldría bien sin él. Cuando al día siguiente, el maestro y sus obreros estuvieron en el sitio indicado, se encontraron con una hondonada cuadrada, y Krespel le dijo: —Aquí hay que fundar los cimientos de mi casa, y luego las cuatro paredes, que subirán a la altura que yo diga. —¿Sin puertas ni ventanas? ¿Sin muros de través? —preguntó el maestro, asustado de la locura de Krespel. —Ni más ni menos que como le digo, buen hombre —repuso Krespel tranquilamente—. Lo demás ya irá saliendo.

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Sólo la promesa de una recompensa crecida pudo convencer al maestro para edificar tan extraño edificio; pero jamás se ha hecho nada con más alegría, pues los obreros, que no abandonaban la obra porque allí se les daba de comer y de beber espléndidamente, levantaban las paredes con gran rapidez, hasta que un día Krespel dijo: —Basta ya. Pararon los martillos y las llanas; los obreros se bajaron de los andamios y rodearon a Krespel preguntándole muy sonrientes: —¿Qué hacemos ahora? —¡Dejadme pensarlo! —exclamó. Y se marchó corriendo al extremo del jardín, desde donde volvió muy despacio hasta el cuadrado construido; al llegar al muro movió la cabeza de mal humor, se dirigió al otro extremo del jardín, volvió a la edificación y repitió los mismos gestos de antes. Varias veces realizó la operación, hasta que al fin, corriendo, con la cabeza levantada hacia el muro, exclamó: —Aquí, aquí me tenéis que abrir la puerta. Dio las medidas en pies y pulgadas y se hizo como él quiso. Entró en la casa sonriendo satisfecho, cuando el maestro le hizo observar que las paredes tenían la altura de una casa de dos pisos corrientes. Krespel recorrió el recinto muy preocupado, llevando detrás a los obreros con los picos y los martillos, y de repente gritó: —Aquí una ventana de seis pies de altura y cuatro de ancho... Allí una ventanita de tres pies de alto y dos de ancho. E inmediatamente quedaron abiertas. Precisamente en esta ocasión fue cuando yo llegué a H..., y era muy divertido ver cientos de personas que rodeaban el jardín lanzando gritos de júbilo cada vez que caían las piedras dando forma a una ventana donde menos se lo podía figurar nadie. El resto de la casa y todos los trabajos necesarios para ella los hizo Krespel del mismo modo, colocando todas las cosas según se le ocurría en el momento. Lo cómico del caso, el convencimiento cada vez más cierto de que al cabo todo se acomodaría mejor de lo que era de esperar, y sobre todo

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la liberalidad de Krespel, completamente natural en él, tenía a todos muy contentos. Las dificultades que surgieron con aquella manera absurda de edificar se fueron venciendo poco a poco y no mucho tiempo después se veía una hermosa casa que por fuera tenía un aspecto extraño, puesto que ninguna de las ventanas eran iguales, pero en el interior tenía todas las comodidades posibles. Todos los que la veían lo aseguraban así, y yo mismo pude convencerme de ello cuando me la enseñó Krespel después de conocerme. Hasta aquel momento, yo no había hablado con este hombre extravagante, pues la obra le tenía tan ocupado que no acudió ni un solo día, como era costumbre suya, a las comidas de los martes en casa del profesor M..., y le contestó a una invitación especial, que mientras no inaugurase su casa no saldría a la puerta de la calle. Todos los amigos y conocidos esperaban una gran comida con tal motivo; pero Krespel no invitó más que al maestro, con los oficiales, los peones y los ayudantes que edificaron su casa. Los obsequió con los más exquisitos manjares; los albañiles devoraron sin tino pasteles de perdiz; los carpinteros de armar se atracaron de faisanes asados, y los peones, hambrientos, se hartaron por aquella vez de fricasse de trufas. Por la noche acudieron sus mujeres y sus hijas y se organizó un gran baile. Krespel bailó un poco con la mujer del maestro; luego se colocó junto a los músicos y, tomando un violín, dirigió la música hasta el amanecer. El martes siguiente a esta fiesta, que el consejero Krespel dio en honor del pueblo, lo encontré al fin, con gran alegría por mi parte, en casa del profesor M... Cosa más extraña que la manera de presentarse de Krespel no se puede dar. Tieso y desgarbado, a cada momento se figuraba uno que iba a tropezar con algo y hacer una tontería; no ocurrió así, sin embargo, a pesar de que más de una vez la dueña de la casa palideció al verlo moverse alrededor de la mesa donde estaban las preciosas tazas, o cuando maniobraba delante del magnífico espejo que llegaba al suelo, o cuando cogía el jarrón de porcelana y lo alzaba en el aire para contemplar sus colores. En el despacho del profesor fue donde Krespel hizo más cosas raras por curiosearlo todo, llegando hasta a subirse en una butaca tapizada para alcanzar un cuadro y volverlo luego a colgar. Habló mucho y con vehemencia, saltando de un asunto a otro —sobre todo en la mesa—, o insistiendo en una idea como si no pudiera apartarse de ella y metiéndose en un laberinto en el que no se lograba entenderle, hasta que por fin dejaba el tema y la emprendía con otro. Su voz era unas veces alta y

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chillona, otras apenas perceptible, otras cantarina, y nunca estaba de acuerdo con lo que Krespel decía. Se hablaba de música, encomiando a cierto compositor, y Krespel se echó a reír, diciendo con su voz cantarina: —Yo quisiera que el demonio, con su negro plumaje, metiera en el infierno, a diez mil millones de toesas, al maldito retorcedor de notas. Y luego, alto y con vehemencia: —Es un ángel del cielo, que dedica a Dios sus notas. Su canto es todo luz. Y se le saltaban las lágrimas. Hubo que hacer un esfuerzo para recordar que una hora antes habíamos estado hablando de una cantante. Se sirvió asado de liebre, y yo observé que Krespel limpiaba con mucho cuidado los huesos que le tocaron y trató de obtener informaciones precisas de las patas de la liebre, las cuales le dio, sonriendo amablemente, la hija del profesor, muchacha de cinco años. Los niños miraron al consejero con mucha amabilidad durante la comida, y al terminar se levantaron y se acercaron a él, pero con cierto respeto y manteniéndose a tres pasos de distancia. «¿Qué va a ocurrir aquí?», me pregunté a mí mismo. Se alzaron los manteles; el consejero sacó del bolsillo una cajita, en la cual tenía un torno de acero, lo sujetó a la mesa y empezó a tornear con gran habilidad y rapidez con los huesos de la liebre toda clase de cajitas y libritos y bolitas, que los chicos acogieron con gran algazara. En el momento de levantarnos de la mesa, la sobrina del profesor preguntó: —¿Qué hace nuestra querida Antonieta, querido consejero? Krespel puso una cara como la del que muerde una naranja agria y quiere demostrar que le ha sabido dulce, convirtiéndose esta expresión en otra completamente hosca y en la que se podía vislumbrar, a mi parecer, mucho de ironía infernal. —¿Nuestra? ¿Nuestra querida Antonieta? —preguntó con voz arrastrada y desagradable. El profesor acudió en seguida. En la mirada amenazadora que dirigió a su sobrina comprendí que había tocado una cuerda sensible en Krespel.

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—¿Cómo va con el violín? —le preguntó el profesor, cogiendo al consejero las dos manos. El rostro de Krespel se alegró, y con su tono de voz fuerte respondió: —Perfectamente, querido profesor. Hoy mismo, he abierto el magnífico violín de Amati64, del que ya le conté por qué casualidad vino a parar a mis manos. Espero que Antonieta habrá desmontado lo restante. —Antonieta es una buena chica —continuó el profesor. —Así es, en efecto —repuso el consejero. Y cogiendo su sombrero y su bastón salió precipitadamente del cuarto. En el espejo vi sus ojos húmedos de lágrimas. En cuanto se hubo marchado insté al profesor para que me dijera qué tenía que ver con el violín y sobre todo con Antonieta. —¡Ah! —exclamó el profesor—. Así como el consejero es en todo un hombre extraño, del mismo modo resulta en la construcción de violines. —¿En la construcción de violines? —pregunté asombrado. —Sí —siguió el profesor—. Krespel construye los mejores violines que se pueden hallar en nuestra época, según la opinión de los entendidos; antes solía permitir algunas veces que alguien tocase en ellos, pero hace mucho tiempo que no ocurre así. En cuanto construye un violín toca con él una o dos horas, con gran fuerza y expresión, y luego lo cuelga junto a los otros que posee, sin volver a tocarlo ni permitir que nadie lo toque. Cuando encuentra en cualquier parte un violín de un maestro famoso, lo compra al precio que sea, toca en él una vez, lo deshace para ver cómo está construido y, si no encuentra lo que busca, lo tira a una gran caja llena de violines deshechos. —¿Y quién es Antonieta? —pregunté con vehemencia. —Esa sería una cosa —repuso el profesor— que me induciría a despreciar al consejero si no estuviera convencido de que en el fondo hay algo que está unido al carácter bondadoso de Krespel. Cuando, hace muchos años, el consejero llegó a H... vivía como un anacoreta, con un ama de gobierno, en una casa oscura de la calle de... Sus excentricidades despertaron la curiosidad de los vecinos, y en cuanto él lo advirtió buscó y encontró amistades. Lo mismo que en mi casa, se habituaron a él en todas partes, al punto de resultar indispensable. No obstante su exterior áspero, los niños le tomaban cariño en seguida, sin llegar nunca a molestarle, pues a pesar de sus familiaridades siempre le profesaron un cierto respeto que le ponía a cubierto de los abusos.

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Ya ha visto usted cómo sabe ganarse el afecto de los niños. Todos le teníamos por solterón y nunca protestó por ello. Después de llevar aquí algún tiempo hizo un viaje, nadie supo a dónde, y regresó a los pocos meses. A la noche siguiente del regreso de Krespel se vieron las ventanas de su casa iluminadas de un modo inusitado, lo cual llamó la atención de los vecinos, y mucho más al oír una voz de mujer que cantaba acompañada por un piano. Luego sonaron las cuerdas de un violín, haciendo la competencia a la voz. Se supo que quien tocaba era el consejero. Yo mismo figuraba entre la multitud que el extraordinario concierto reunió delante de su casa, y puedo asegurarle a usted que en mi vida he oído nada parecido y que el arte de las más famosas cantantes me resultó en aquel momento soso y sin atractivos. No tenía la menor idea de aquellas notas sostenidas, de aquellos arpegios, de aquel subir hasta lo más alto del órgano y descender hasta lo más bajo. No hubo una sola persona que no se sintiera invadida por el encanto dulcísimo, y cuando la cantante calló sólo se oyeron suspiros. Sería ya media noche cuando oímos hablar al consejero; al parecer y por el tono, otra voz masculina le hacía reproches, y una voz de mujer que se quejaba. Cada vez con más vehemencia gritaba el consejero, hasta que al fin habló en el tono bajo que usted conoce. Un grito más alto de la mujer le interrumpió; luego todo quedó en silencio de muerte. De súbito se abrió la puerta y apareció en ella un joven que sollozando se metió en una silla de posta que estaba parada allí cerca y que desapareció inmediatamente. Pocos días después, se presentó el consejero muy satisfecho y nadie tuvo valor para preguntarle nada sobre aquella famosa noche. El ama de gobierno contó a los que le preguntaron que su amo había traído una joven lindísima que se llamaba Antonieta y que era la que cantaba tan primorosamente. También los acompañó un joven que se mostraba muy obsequioso con Antonieta y que debía de ser su novio; pero por voluntad de Krespel se había marchado en seguida. Las relaciones de Antonieta con el consejero son hasta ahora un secreto; pero lo cierto parece que tiraniza de un modo cruel a la pobre muchacha. La guarda como el Doctor Bartolo de El barbero de Sevilla a su pupila, al punto que apenas si la permite asomarse a la ventana. Si alguna vez, y a fuerza de muchos ruegos, la lleva a una reunión, la persigue con mirada de Argos y no permite que cante ni toque ni siquiera una nota, cosa que, por lo demás, tampoco hace dentro de casa. El canto de Antonieta en aquella famosa noche ha llegado a ser para la ciudad como una

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fantasía o una leyenda maravillosa, y hasta los que la oyeron suelen decir cuando oyen a alguna cantante que viene: «Valiente flauta. La única que sabe cantar es Antonieta». Usted sabe que yo soy muy aficionado a estas cosas fantásticas y, por lo tanto, comprenderá que fue para mí una necesidad el conocer a Antonieta. Había oído muchas veces la opinión del público sobre el canto de Antonieta; pero no sospechaba yo que la maravilla estuviese en este mismo pueblo y encerrada y tiranizada por Krespel. Consecuencia natural de mi fantasía fue oír a la noche siguiente el canto de Antonieta, y como quiera que en un adagio —que me resultó tan risible como si lo hubiera compuesto yo— me conjuró del modo más conmovedor a que la salvase, decidí penetrar en casa de Krespel como Astolfo en el castillo encantado de Alcineo y salvar a la reina del canto. Pero ocurrió precisamente lo contrario de lo que yo pensara, pues apenas vi dos o tres veces al consejero y hablé con él sobre la estructura de los violines me invitó a visitar su casa. Así lo hice y me enseñó todo el tesoro que poseía en violines. En una habitación había colgados unos treinta, entre ellos uno que tenía todas las trazas de una respetable antigüedad —con cabezas de león talladas, etcétera— y que, colgado un poco más alto que los demás y con una corona de flores, parecía reinar sobre los otros. —Este violín —dijo Krespel, respondiendo a mis preguntas—, este violín es muy notable; es una pieza admirable de un maestro desconocido; a mi parecer, de tiempos de Tartini66. Estoy convencido de que en el fondo de su estructura hay algo especial y que en cuanto lo desarme descubriré el secreto tras el cual ando hace mucho tiempo; pero... ríase de mí si quiere..., esta cosa muerta, que sólo vive mediante mi mano, me habla a veces de un modo extraño, y el día que toqué este violín por primera vez me pareció que yo no era sino el magnetizador que despertaba a la sonámbula que me anunciaba su presencia con palabras armoniosas. No crea usted que soy tan tonto que dé importancia a tales fantasías; pero lo que sí puedo asegurarle es que no me he atrevido a deshacer este instrumento. Y ahora me alegro de no haberlo hecho, pues desde que Antonieta está aquí toco en él y a la muchacha le gusta mucho oírlo.

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Estas palabras las pronunció el consejero muy conmovido, lo cual me animó a preguntarle: —Mi querido amigo, ¿no querría usted hacerlo también en mi presencia? Krespel puso un gesto agridulce y me respondió con su voz arrastrada y cantarina: —No, querido compañero. Con aquella respuesta quedaba la cosa indefinidamente aplazada. Luego me entretuvo enseñándome toda clase de rarezas, y al fin cogió una cajita, y sacando de ella un papel me lo puso en la mano diciéndome: —Usted es un aficionado al arte; acepte este obsequio como un recuerdo que le ha de ser caro sobre todas las cosas. Y con estas palabras me empujó suavemente hacia la puerta y me abrazó en el umbral. En realidad, me había puesto de patitas en la calle. Cuando desdoblé el papel me encontré con un trocito como de una octava de pulgada de una prima y un letrerito que rezaba: «De la prima que tenía el violín de Stamitz cuando dio su último concierto». El modo con que me echó de su casa Krespel cuando hice mención de Antonieta pareció demostrarme que nunca llegaría a verla; pero no fue así, pues el día que fui a visitar por segunda vez al consejero la encontré en el cuarto de este, ayudándole a armar un violín. El aspecto exterior de Antonieta no era nada notable a primera vista; pero fijándose en ella quedaba uno suspenso de sus ojos azules y de sus hermosos labios rojos y de su aire dulce y amable. Estaba muy pálida; pero apenas se decía algo espiritual o alegre sonreía dulcemente, arrebolándose sus mejillas, que luego quedaban cubiertas de un ligero rubor. Sin encogimiento alguno hablé con Antonieta, sin advertir durante la conversación la mirada de Argos del consejero que le atribuyera el profesor; antes al contrario, continuó en su actitud corriente y hasta me pareció que aprobaba mi conversación con la joven. Repetí con alguna frecuencia las visitas a casa del consejero, y ocurrió que los tres nos habituamos a vernos y formamos un círculo muy agradable. Krespel me resultaba sumamente divertido con sus bromas; pero lo que me producía un verdadero encanto y me hacía soportar toda clase de cosas que en cualquier

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ocasión me habrían hecho impacientar, era Antonieta. En las rarezas y excentricidades propias del consejero se mezclaba mucho de soso y aburrido. Sobre todo observé que en cuanto hablábamos de música, particularmente de canto, sonreía con su expresión diabólica y decía alguna cosa incongruente y vulgar con la voz cantarina. En la profunda turbación que en tales momentos se leía en las miradas de Antonieta advertí claramente que aquello tenía por objeto evitar que yo le pidiera que cantase. No me di por vencido. Con los obstáculos que Krespel me ponía creció mi deseo de vencerlos y de oír cantar a Antonieta para no ahogarme en sueños y ansias. Una noche estaba Krespel de extraordinario buen humor; había desarmado un violín antiguo de Cremona, encontrándose con que el alma estaba colocada media línea más inclinada de lo usual. ¡Oh admirable experiencia! Conseguí que se entusiasmase hablando del arte de tocar el violín. La manera de interpretar los grandes maestros, los verdaderos cantantes de que hablaba Krespel, trajo sin buscarla la observación de que ahora se volvía sin poderlo remediar a la afectación instrumentalista que tanto dañaba al canto. —¿Hay nada más insensato —exclamé yo, levantándome presuroso y dirigiéndome al piano, que abrí sin más rodeos—, hay nada más insensato que esa manera retorcida que en vez de música parece como si las notas fuesen guisantes vertidos en el suelo? Canté algunas de las fermatas modernas, que sonaban a ratos como un peón suelto, desafinando en algún momento a sabiendas. Krespel se reía con toda su alma. —¡Ja, ja! Me parece que estoy oyendo a uno de nuestros italianos-alemanes o alemanes-italianos atreverse con un aria de Pucitta67, o de Portogallo68 o de cualquier otro maestro di capella o schiavo d'un primo uomo. Creí que había llegado el momento. —¿No es verdad —dije, dirigiéndome a Antonieta—, no es verdad que Antonieta no sabe nada de estos canturreos? E inmediatamente entoné una deliciosa canción del viejo Leonardo Leo69. Se arrebolaron las mejillas de Antonieta, sus ojos brillaron con brillo inusitado, se

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acercó al piano..., abrió los labios..., pero en el mismo instante la separó Krespel; me cogió a mí por los hombros y exclamó en voz chillona de tenor: —Hijito... Hijito... Hijito. Y luego continuó, murmurando a media voz y cogiéndome de la mano: —En realidad, faltaría a todas las leyes de la urbanidad y a todas las buenas costumbres, mi querido señor estudiante, si expresase en alta voz mi deseo vivo y ferviente de que el mismísimo demonio le agarrase en este momento por el pescuezo y le llevase a sus dominios; sin llegar a eso, puede usted comprender, querido, que como está muy oscuro y no hay faroles encendidos, si yo le echara por la escalera abajo es posible que se hiciera usted daño en algún miembro importante. Lárguese de mi casa, pues, sin dilación y recuerde con todo el cariño que quiera a su buen amigo, a cuya casa..., entiéndalo bien..., a cuya casa no debe volver nunca. Con estas palabras me abrazó y se volvió, sujetándome bien, dirigiéndose hacia la puerta de modo que no me fue posible mirar a Antonieta. Comprenderá usted que en mi situación no era posible que yo pegase al consejero, que era lo único que se me ocurría. El profesor se rió mucho de mí y me aseguró que el consejero había acabado para él. Hacer el amor al pie de la ventana y rondar la casa no entraba en mis cálculos, pues para ello estimaba demasiado a Antonieta, mejor dicho, la consideraba como sagrada. Dolorido profundamente, abandoné H...; pero, como suele suceder, los vivos colores de aquel cuadro fantástico fueron palideciendo, y Antonieta y su voz, que nunca había oído, se me representaron al cabo del tiempo como una luz rosada. A los dos años estaba yo en B... y emprendí un viaje por el sur de Alemania. En el crepúsculo rojizo aparecieron ante mi vista las torres de H... Conforme me iba acercando a la ciudad me sentía invadido de un sentimiento de angustia inexplicable; parecía como si me hubieran puesto en el pecho un peso enorme; no podía respirar; tuve que salirme del coche. Aquella opresión llegó a producirme hasta dolor físico. Al rato creí oír los acordes de un coro que flotaban en el aire..., se hicieron más precisas las notas; distinguí notas masculinas que cantaban un himno religioso.

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—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —pregunté, sintiendo como si me atravesasen el pecho con un puñal. —¿No lo ve usted? —respondió el postillón, que iba sentado junto a mí—. ¿No ve usted que están enterrando a una persona en el cementerio? La verdad era que estábamos junto al cementerio, y advertí un círculo de personas vestidas de negro que se mantenían alrededor de una fosa que estaban cubriendo. Las lágrimas se me saltaron, y me pareció como si allí estuviesen enterrando toda la alegría de la vida. Bajamos rápidamente la colina y desapareció el cementerio; el coro se calló y no lejos de la puerta vi a unos cuantos señores en traje de luto que regresaban del entierro. El profesor y su sobrina iban cogidos del brazo, muy enlutados, y pasaron junto a mí sin conocerme. La sobrina se tapaba los ojos con el pañuelo y sollozaba violentamente. No me fue posible penetrar en la ciudad; envié a mi criado con el equipaje a la fonda en que había de alojarme y me dediqué a correr por aquellos contornos, tan conocidos para mí, con objeto de librarme de una sensación que quizá no tuviera por causa más que el efecto físico del calor del viaje, etc. Cuando penetré en la avenida que conduce a un sitio de recreo, se presentó ante mi vista el espectáculo más extraño que pueda darse. El consejero Krespel iba conducido por dos hombres, de los cuales quería a todo trance escapar con los saltos más extraordinarios. Como de costumbre, iba vestido con una levita gris cortada por él mismo, y en el sombrero de tres picos, echado materialmente sobre una oreja, llevaba un crespón que ondeaba al viento. Pendía de su cintura un tahalí negro, pero en lugar de espada llevaba metido en él un arco de violín. Me quedé helado. «Está loco», pensé, siguiéndole despacito. Aquellos hombres condujeron a Krespel hasta su casa y él los abrazó con grandes risas. Lo dejaron allí, y entonces dirigió la vista hacia donde yo me encontraba, casi a su lado. Me miró fijamente un rato y luego dijo con voz sorda. —Bienvenido, señor estudiante... Ya comprende usted. Y cogiéndome por el brazo me arrastró a la casa..., me hizo subir la escalera y me metió en el aposento donde estaban colgados los violines. Todos ellos tenían una cubierta de crespón. Faltaba el violín del maestro antiguo y en su

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sitio había colgado una corona de hojas de ciprés... Comprendí lo que había sucedido. —¡Antonieta! ¡Ay, Antonieta! —exclamé sin consuelo. Krespel estaba junto a mí como petrificado, con los brazos cruzados. Yo le señalé a la corona de ciprés. —Cuando murió ella —comenzó a decir el consejero con voz cavernosa—, cuando murió se rompió el alma de aquel violín y la caja se hizo mil pedazos. No podía vivir más que con ella y dentro de ella; se puso en la caja y fue enterrado con ella. Conmovido a más no poder, caí en una butaca. El consejero comenzó a cantar con voz ronca una canción alegre. Era un espectáculo tristísimo el verle saltar de un lado para otro y el crespón, flotando por el cuarto —tenía el sombrero puesto—, enganchándose en los violines. No pude contener un grito una vez que me rozó el crespón; me pareció como si me arrastrara a los profundos abismos de la locura. De repente, Krespel se quedó tranquilo, y en su tono cantarín comenzó a decir: —Hijito..., hijito..., ¿por qué gritas de ese modo? ¿Has visto al ángel de la muerte? Eso sucede siempre antes de la ceremonia. Se colocó en medio del aposento, sacó de la vaina el arco de violín, lo levantó por encima de su cabeza y lo partió en pedazos. Y riendo a carcajadas exclamó: —Crees que se ha roto, hijito, ¿no es verdad? Pues no lo creas..., no es así..., no es así... ¡Ahora estoy libre..., libre..., libre..., libre! ¡Ya no construiré ningún violín..., ninguno..., ninguno! Y empezó a entonar una dulce melodía y a bailar a sus acordes en un pie. Lleno de espanto quise alcanzar la salida, pero Krespel me sostuvo y muy tranquilo comenzó a decir: —Quédese, querido amigo; no considere locura la expresión del dolor que me martiriza mortalmente, y crea que todo ha sucedido por haberme hecho una bata con la que quería tener el aspecto de la Suerte o de Dios.

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El consejero siguió diciendo todo género de incoherencias hasta que se quedó completamente agotado. A mi llamamiento acudió el ama de llaves y me sentí muy feliz cuando me vi libre de aquella especie de pesadilla. No dudé un momento de que Krespel se había vuelto loco, pero el profesor creía lo contrario. —Hay hombres —decía— a los que la Naturaleza o una fatalidad cualquiera les arranca la cubierta con que los demás ocultamos las tonterías. Lo que para nosotros queda en pensamiento, Krespel lo pone en acción. Arrastrado por la amarga ironía espiritual, Krespel hace y dice tonterías. Pero esto es sólo su pararrayos. Devuelve a la tierra lo que es de la tierra y sabe conservar lo divino, continuando en perfecto estado en su interior, a pesar de las locuras que hace. La muerte repentina de Antonieta le ha sido muy dolorosa, pero apostaría a que mañana mismo el consejero continúa dando sus coces habituales. Y verdaderamente ocurrió una cosa parecida a lo predicho por el profesor. Al día siguiente, Krespel estaba poco más o menos como antes; pero declaró que nunca más volvería a construir un violín ni a tocarlo. Según he sabido después, cumplió su palabra. Las indicaciones del profesor fortalecieron mi íntimo convencimiento de que la relación, oculta tan cuidadosamente, de Antonieta con el consejero y su misma muerte eran un remordimiento para él que, con seguridad, llevaba aparejada cierta culpa. No quería abandonar H... sin reprocharle el crimen que yo presentía; deseaba llegar hasta su alma para provocar la completa confesión del horrible hecho. Cuanto más pensaba en ello, más claro veía que Krespel era un malvado y más firmemente me aferraba a la idea de espetarle un discurso que, desde luego, pensaba yo que habría de ser una obra maestra de retórica. Así dispuesto y muy sofocado acudí a casa del consejero. Lo encontré torneando juguetes, con su sonrisa tranquila. —¿Cómo es posible —comencé a decirle sin preparación alguna—, cómo es posible que pueda usted disfrutar de un instante de paz sin sentirse atormentado por el recuerdo del horrible hecho cometido por usted y que debiera producirle siempre el efecto de la picadura de una víbora?

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Krespel me miró sorprendido, dejando el cincel a un lado. —¿Qué quiere usted decir, amigo mío? —me preguntó—. Siéntese en esa silla. Muy excitado continué mi perorata, entusiasmándome más y más, acusándole de haber asesinado a Antonieta y amenazándole con la venganza eterna. Más celoso que ningún abogado, llegué hasta a asegurarle que procuraría averiguar todos los detalles de la cosa hasta conducirle ante el juez. Me desconcertó un tanto el ver que, cuando terminé mi pomposo discurso, el consejero me miró muy tranquilo sin responder una palabra, como si esperase a que siguiera hablando. Lo intenté, en efecto, pero me salió tan torpe y tan estúpido todo lo que dije, que me callé en seguida. Krespel gozó en mi confusión y su cara se iluminó con una sonrisa irónica. Luego recobró su seriedad y comenzó con tono grave: —Joven: puedes considerarme loco o tonto; te lo perdono, pues los dos estamos encerrados en el mismo manicomio y te parece mal que yo me tenga por el Dios padre sólo porque tú te tienes por el Dios hijo; pero ¿cómo te atreves a querer meterte en una vida y a atar sus hilos, que son y serán siempre extraños para ti? Ella se ha ido y el secreto ha desaparecido. Krespel se quedó pensativo; se levantó y dio dos o tres pasos por la habitación. Yo me atreví a rogarle que me aclarase el misterio; él me miró fijamente, me cogió de la mano y me llevó a la ventana, abriendo las dos hojas. Se asomó a ella, y con los brazos apoyados en el alféizar, me contó la historia de su vida. Cuando terminó me separé de él confuso y avergonzado. Me explicó de la siguiente manera sus relaciones con Antonieta: A los veinte años, su pasión favorita llevó a Krespel a Italia en busca de los violines de los mejores maestros. Entonces aún no los construía él y no se atrevía, por tanto, a desarmar los que caían en sus manos. En Venecia oyó a la famosa cantante Ángela..., que figuraba como primera parte en el teatro de San Benedetto. Su entusiasmo no se limitó a la parte artística, sino que se extendió a su belleza angelical. Krespel trabó amistad con Ángela, y a pesar de su carácter áspero logró conquistarla, particularmente por su pericia en

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tocar el violín. Las relaciones los llevaron en poco tiempo al matrimonio, que convinieron en mantener secreto, pues Ángela no quería retirarse del teatro ni cambiar el nombre que tantos triunfos le proporcionara por el poco armonioso de Krespel. Con ironía mezclada de rabia, me pintó Krespel el martirio que hubo de sufrir una vez casado con Ángela. Toda la terquedad y la mala educación de todas las cantantes de primera fila juntas se encerraban en la figurita de Ángela. Si alguna vez trataba de hacerse el fuerte, Ángela le ponía delante todo un ejército de abates, maestros y académicos que, ignorantes de sus relaciones verdaderas, le consideraban como el adorador impertinente, sólo consentido por la bondad excesiva de la dama. Después de una escena de esta clase, bastante borrascosa, Krespel huyó a la casa de campo de Ángela y procuró olvidar las tristezas del día fantaseando en su violín de Cremona. No llevaba mucho tiempo tranquilo cuando su mujer, que salió casi inmediatamente detrás de él, apareció en el salón. Llegaba del mejor humor y, dispuesta a mostrarse amable, abrazó a su marido y, mirándole con dulzura, apoyó la cabeza en su hombro. Pero Krespel, ensimismado en el mundo de la música, continuó tocando el violín, haciendo repercutir sus ecos, y sin querer rozó a Ángela con el brazo y el arco. Ella se retiró furiosa. Bestia tedesca!, exclamó con ira; y arrancando a su marido el arco de la mano lo partió en mil pedazos contra la mesa de mármol. El consejero se quedó como petrificado ante aquella explosión de furor, y luego, como despertando de un sueño, cogió a su mujer con fuerzas hercúleas, la arrojó por la ventana de su casa y, sin preocuparse de más, huyó a Venecia y después a Alemania. Algún tiempo más tarde, comprendió lo que había hecho. Aunque sabía que la ventana sólo estaba a unos cinco pies del suelo y que en aquellas circunstancias no hubiera podido hacer otra cosa que lo que hizo, se sentía atormentado por cierta inquietud, tanto más cuanto que su mujer le había dado a entender que se hallaba en estado de buena esperanza. No se atrevía a hacer indagaciones, y le sorprendió sobremanera el que al cabo de ocho meses recibió una carta amabilísima de su adorada esposa, en la que no hacía la menor alusión al suceso de la casa de campo y le daba la noticia de que tenía una linda hijita, manifestándole al tiempo sus esperanzas de que el marito amato e padre felicissimo no tardaría en ir a Venecia. Krespel no fue allá; valiéndose de un

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amigo se enteró de todo lo ocurrido desde el día de su precipitada fuga, y supo que su mujer había caído sobre la hierba como un pajarillo ligero, sin sufrir el más mínimo daño en la caída. El acto heroico de Krespel hizo en su mujer una impresión extraordinaria, produciendo un verdadero cambio; no volvió a dar muestras de mal humor ni de caprichos estúpidos, y el maestro que trabajaba con ella se sentía el hombre más feliz del mundo porque la signora cantaba sus arias sin obligarle a hacer las mil variaciones que solía. El amigo le aconsejaba, sin embargo, que mantuviese en secreto el método de curación empleado con Ángela, pues, de divulgarse, se vería a las cantantes salir a diario por las ventanas. Krespel se emocionó mucho; mandó enganchar; se metió en el coche; pero de repente exclamó: «Alto. ¿No es posible —se dijo a sí mismo— que en cuanto me vuelva a ver se sienta otra vez acometida por el mal espíritu y volvamos a las mismas de antes? Una vez la tiré por la ventana: ¿qué habría de hacer en otro caso semejante? ¿Qué me queda?». Se apeó del coche, escribió una cariñosa carta a su mujer expresándole lo mucho que agradecía su amabilidad al decirle que la hijita tenía como él una pequeña marca detrás de la oreja, y... se quedó en Alemania. La respuesta fue muy expresiva. Protestas de amor..., invitaciones..., quejas por la ausencia del amado..., esperanzas, etc., recorrieron constantemente el camino de Venecia a H... y de H... a Venecia. Ángela fue por fin a Alemania y deslumbró como prima donna en el teatro de F... A pesar de no ser ya joven, deslumbró a todos con el encanto de su voz, que no había perdido nada. Entretanto, Antonieta había crecido y la madre se deshacía en elogios de la manera de cantar de la niña. Los amigos que Krespel tenía en F... se lo confirmaron, instándole a ir a F... para admirar a las dos sublimes cantantes. Pocos sospechaban el parentesco tan cercano que le unía a ellas. Krespel hubiese visto de muy buena gana a su hija, a la que quería de verdad y con la cual soñaba con frecuencia; pero en cuanto pensaba en su mujer, se ponía de mal humor y se quedaba en su casa, entre sus violines desarmados. Habrá usted oído hablar del compositor B..., de F..., que desapareció de repente sin saber cómo, o quizá le haya conocido. Este individuo se enamoró de Antonieta locamente, y, como quiera que ella le correspondiera, rogó a su madre que consintiera en una unión que había de ser beneficiosa para el arte. Ángela no se opuso, y el consejero accedió también, con tanto más gusto

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cuanto que las composiciones del joven maestro habían encontrado favor en su severo juicio. Krespel esperaba recibir noticias de haberse consumado el matrimonio, pero, en vez de esto, llegó un sobre de luto escrito por mano desconocida. El doctor B... anunciaba a Krespel que Ángela había enfermado de un grave enfriamiento a la salida del teatro, y, que precisamente la noche antes de ser pedida Antonieta, había muerto. Ángela le había confesado que era mujer de Krespel, y Antonieta, por lo tanto, hija suya, y le rogaba que se apresurase a ir a recoger a la huérfana. Aunque la repentina desaparición de Ángela no dejó de impresionar al consejero, en el fondo se vio libre de un gran peso y sintió que al fin podía respirar con libertad. El mismo día en que recibió la noticia, se puso en camino hacia F... No puede usted figurarse la emoción con que el consejero me pintó su encuentro con Antonieta. En la misma forma extraña de su expresión había algo tan fuerte que no podría nunca repetirlo con exactitud. Antonieta tenía todas las condiciones buenas de su madre y, en cambio, ninguna de las malas. No albergaba ningún demonio que pudiera asomar la cabeza cuando menos se esperase. El novio estaba también allí. Antonieta conmovió a su padre hasta lo más íntimo cantando uno de los motetes del viejo padre Martini70, que sabía le cantara su madre en los tiempos de sus amores. Krespel vertió un torrente de lágrimas; nunca oyó cantar a Ángela de aquella manera. El tono de voz de Antonieta era especial y raro: unas veces semejaba al hálito del arpa de Eolo; otras, el trino del ruiseñor. Parecía como si las notas no tuviesen sitio suficiente en el pecho humano. Antonieta, sofocada de alegría y de amor, cantó y cantó todas sus canciones más lindas y B tocó y tocó entretanto, haciendo aún mayor la inspiración. Krespel oyó primero entusiasmado; luego se quedó pensativo..., silencioso..., ensimismado. Al fin se levantó, estrechó a Antonieta contra su pecho y le rogó en voz baja y sorda: —No cantes más, si me quieres...; me oprimes el corazón..., me da miedo..., miedo...; no cantes más. —No —le dijo al doctor R... el consejero al día siguiente—, no era simple semejanza de familia el que su rubor se concentrase, mientras cantaba, en dos manchas rojas sobre las pálidas mejillas; era lo que yo temía. El doctor, que al comienzo de esta conversación se mostró muy preocupado, respondió:

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—Quizá consista en haber hecho esfuerzos para cantar en edad demasiado temprana o un defecto de su constitución; pero el caso es que Antonieta padece de una afección de pecho, que precisamente es lo que da ese encanto especial y extraño a su voz, y la hace colocarse por encima de todas las voces humanas. Pero ello mismo puede ser causa de su muerte prematura, pues si continúa cantando no creo que tenga vida para más de seis meses. A Krespel le pareció que le atravesaban el pecho con cien puñales. Sentía algo así como si en un árbol hermoso brotasen por vez primera las hojas y los capullos y tuviese que arrancarlo de raíz para que no pudiesen florecer más. Tomó una decisión. Explicó el caso a Antonieta y le dio a elegir entre seguir a su novio y las seducciones del mundo y morir en la flor de la juventud o proporcionar a su padre la tranquilidad de su vejez y vivir largos años. Antonieta abrazó a su padre, llorando; no quería comprender toda la verdad del caso temiendo el momento desgarrador de la decisión. Habló con su novio; pero, a pesar de que este prometió que nunca saldría de la garganta de Antonieta una sola nota, el consejero sabía de sobra que el mismo B... no resistiría a la tentación de oír cantar a Antonieta, aunque no fuese más que las composiciones suyas. El mundo, los aficionados a la música, aunque supiesen el padecimiento de Antonieta, no se resignarían a no escucharla, pues la gente es egoísta y cruel cuando se trata de sus placeres. El consejero desapareció con Antonieta de E.. y se trasladó a H... Desesperado, supo B... la partida. Siguió las huellas de los fugitivos, alcanzó al consejero y llegó tras él a H... —Verle una vez más, y después morir —suplicó Antonieta. —¿Morir? ¿Morir? —exclamó el padre, iracundo y sintiendo que un escalofrío le estremecía. La hija, el único ser en el mundo que podía proporcionarle una alegría jamás sentida, lo único que le ligaba a la vida, imploraba, y él no quería ser cruel con ella; así que decidió que se cumpliese su destino. B... se puso al piano. Antonieta cantó. Krespel tocó el violín satisfecho, hasta que en las mejillas de la joven aparecieron aquellas dos manchas fatídicas. Entonces mandó callar. Pero cuanto Antonieta se despidió de B... cayó al suelo lanzando un grito.

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—Yo creí —así dijo Krespel—, creí que la predicción se cumplía y que estaba muerta; y como no era para mí una novedad, pues me había colocado en lo peor desde el principio, tuve cierta serenidad. Cogí a B... —que con el sombrero tenía el aspecto más ridículo y tonto del mundo— por los hombros, y le dije —el consejero adoptó su voz cantarina—: «Ya que usted, señor pianista, como se había propuesto, ha asesinado a su querida novia, puede usted marcharse tranquilamente, pues si permanece aquí mucho tiempo es posible que le clave en el corazón un cuchillo de monte, para que su sangre dé color a las mejillas de mi hija, que, como usted ve, están muy pálidas. Huya pronto de aquí si no quiere que le persiga o arroje sobre usted un arma». Indudablemente, estas palabras las debí pronunciar en un tono terrible, pues, lanzando un grito de espanto, el bueno de B... se separó de mí y salió precipitado de la casa. Cuando se marchó B..., el consejero volvió al aposento donde se hallaba Antonieta tendida en el suelo, sin conocimiento. Vio que trataba de incorporarse, que abría un poco los ojos, pero que volvía a cerrarlos como si se hubiera muerto. Krespel comenzó a gritar inconsolable. El médico, que acudió al llamamiento del ama de llaves, declaró que Antonieta padecía un ataque grave, pero que no era de peligro; y, en efecto, se restableció rápidamente, mucho antes de lo que su padre se podía imaginar. La joven se unió a Krespel íntimamente, demostrándole un cariño sin límites; se compenetró con sus caprichos, con sus rarezas y sus extravagancias. Le ayudaba a desarmar violines antiguos y a armar los modernos. —No quiero cantar más, sino vivir para ti —decía muchas veces, sonriendo, a su padre, cuando se había negado a acceder al ruego de alguien que le había pedido que cantase. Krespel, sin embargo, procuraba evitar estos momentos, y por eso aparecía muy poco en sociedad y evitaba sobre todo que se encontrase donde hubiese música. Sabía muy bien lo duro que era para Antonieta el renunciar al arte en que se había distinguido tanto. Cuando Krespel compró el admirable violín que

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enterrara con Antonieta y lo iba a desarmar, su hija le miró con mimo y le preguntó: —¿También este? El consejero no sabía qué fuerza superior le impulsó a dejar intacto el violín y a tocar en él. Apenas comenzó a tocar las primera notas, cuando Antonieta exclamó: —Ahí estoy yo... Ese es mi canto... En verdad, los sonidos argentinos de aquel instrumento tenían algo maravilloso, parecían salir del pecho humano. Krespel se sintió profundamente conmovido; tocó con más gusto que nunca, y conforme atacaba las escalas, dándoles toda la expresión de que era capaz, Antonieta palmoteaba y exclamaba encantada: —¡Qué bien lo he hecho! ¡Qué bien lo he hecho! Desde aquella época su vida fue mucho más tranquila y alegre. Muchas veces le decía a su padre: —Quisiera cantar un poco, padre. Krespel descolgaba el violín y tocaba las más lindas canciones de Antonieta, lo cual le producía inmensa alegría. Poco antes de llegar yo, el consejero creyó oír en el cuarto junto al suyo que tocaban el piano; escuchó atento y distinguió claramente que B... preludiaba una pieza con su estilo acostumbrado. Quiso levantarse, pero se sintió como preso por fuertes ligaduras que no le permitieron moverse. Antonieta comenzó a entonar en voz baja una canción, llegando poco a poco a subir, subir hasta el fortissimo, y bajando de nuevo al tono profundo en que B... escribiera para ella una de sus canciones amorosas conforme al estilo del antiguo maestro. Krespel me decía que se encontraba en una situación incomprensible, pues sentía una satisfacción inmensa al tiempo que una profunda angustia. De repente le rodeó una gran claridad y vio a Antonieta y a B... abrazados y contemplándose con arrobo. Las notas de la canción y las del acompañamiento seguían sonando sin que Antonieta cantase ni B... pusiese las manos en el instrumento. El consejero cayó en una especie de desmayo, en el cual siguió oyendo la música y viendo la imagen. Cuando

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volvió en sí, le pareció que había tenido una pesadilla horrible. Precipitadamente penetró en el cuarto de Antonieta. Con los ojos cerrados, iluminado su rostro por una sonrisa celestial, con las manos cruzadas, yacía sobre el sofá, como si estuviese dormida y soñase con todas las delicias del cielo. Estaba muerta.